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    PresentacinEl Metro es sin duda la red de transporte ms utili-zada por los habitantes de la ciudad de Mxico. En

    sus andenes y vagones concurren ciudadanos detodos los puntos de la urbe, de diversos estratossociales y de distintas y particulares formas deconcebir su funcin en la sociedad.

    Adems de trasladarse a diversos destinos, lapoblacin realiza numerosas actividades determi-nadas por su edad, sexo, ocio, hbitos, etctera.La lectura evidentemente es uno de esos pasa-tiempos y vocaciones que el pasajero ejerce ensu trayecto y en medio de circunstancias pococmodas.

    Para leer de boleto en el Metro pretende, comoel Sistema de Transporte Colectivo, convertirse enuna inmensa red de lectores y en una gran biblio-teca pblica, donde el derecho a leer se base en laconanza, en la credibilidad de la palabra.

    Una vez que el libro ha transmitido sus conteni-dos al lector, ste debe regresarlo para que cumplacon su objetivo comunitario. Un libro y una biblio-teca como medio de transporte del conocimiento.Estimado lector, canjea este libro por otro.

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    ndiceEl club de la azoteaBeatriz Escalante.........................................................9

    Memoria de la sed Cristina Pacheco........................................................17

    PoemasSal Ibargoyen...........................................................35

    La musa y el garabato (seleccin)Felipe Garrido.............................................................47

    Los brothersFederico Campbell....................................................55

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    El club

    de la azotea

    Beatriz Escalante

    Bajen ese domo grit la seora Lupita mientrasse cubra el cuerpo enjabonado con una toallade ores que el chorro de la regadera empapinmediatamente.

    Por el rectngulo de cielo recin abierto enel techo del bao, asomaban dos pares de ojosinfantiles y una frente pequea sobre la que se

    agitaba un eco lacio de color caf.Vuelvan a poner el domo, escuincles desgra-

    ciados!Ninguno obedeci. Corrieron entre los tanques

    de gas, esquivando las mortales azotehuelas, las

    antenas de televisin y los cables que manchabantodo con su xido; se descolgaron por la escaleraque daba al patio de la casa de Araceli y, despusde recibir a Lalo que era muy pequeo para saltarsolo, y de bajar elswitch de la luz para que nopudiera verlos el esposo de la seora Lupita, seescondieron junto al refrigerador.

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    A l nunca lo han visto? pregunt Lalo.Slo en el excusado dijo Araceli y las carca-

    jadas no se hicieron esperar.En cambio, el esposo de la seora Lupita s se

    hizo esperar: no estaba de humor para vestirse eir a una casa donde jams hallaba a un maldito

    adulto con quien quejarse.Para Marcela y Araceli, todos los das eran idn-ticos: meterse al jardn de la casa abandonada acazar chapulines o a mirar la transformacin delos ajolotes en el agua verdosa de los charcos;pasrsela jugando avin o escondidas en suclub de la azotea: un solitario cuarto de serviciosituado al nal de su territorio, en el lmite de esageografa gris de tendederos y tanques de gas,que era casi el paraso.

    Pero esa tarde ellas no queran estar en el club,

    sino en la calle mirando lo que pareca ser unacasa en obra negra.

    Ahora s vamos a entrar a los cuartos de la casaabandonada le dijo Marcela en secreto a Araceli,quien vea en esa construccin la azotea que tanto

    necesitaban, el puente indispensable entre susdominios y la casa abandonada y, por eso, aunqueunos perros se pusieron a copular a media calle,Araceli y Marcela no se rieron, ni se sonrojaron, nise dieron de codazos como otras veces.

    Hasta qu horas empieza el juego? se quejLalo.

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    Nosotras vamos a hacer un plan dijo Araceli,t vete.

    Si no me dejas quedarme te acuso con mimam.

    Si t me acusas, yo le cuento que te castigarontoda la semana sin recreo por burro. Ay, Lalo!, ya

    lrgate con los niitos de tu edad, no ves quequeremos estar solas?Y Lalo, con la capa debatman que sus abuelos

    le acababan de regalar por su cumpleaos, se fuea la banqueta de enfrente, a ver a los nios que jugaban a las canicas y que no le permitan parti-cipar porque siempre andas con viejas, maricn.

    Los albailes fueron vigilados por Marcela yAraceli durante muchos das, tantos, que casi sellenaron las pginas de ejercicios de los libros detexto, los ltimos de la vida, pues en secundaria

    no hay libros de texto, ni tareas, ni horarios, niquin se je en si te vuelas una clase o si te vasde pinta, aseguraba Araceli con los prpadossemicerrados, para que esa visin de libertad nofuera a fugrsele.

    Por n, el cemento fresco de la construccinalcanz el nivel de las azoteas: ya no haba se-paracin entre el territorio continuo y la zonaprohibida. Esa misma noche, cuando el reloj de lasala marc las 10, Lalo y Araceli ascendieron porla escalera del patio. En cuanto estuvieron arriba,l se dedic a brincar un cable de un lado para el

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    otro ininterrumpidamente; en cambio, Araceli sesent en el tanque estacionario de gas y, con lavista a lo lejos, esper a su amiga casi una hora.

    Ojal mi mam tambin trabajara en un hos-pital dijo Marcela justicando su retraso cuandoal n apareci. Llevaba una linterna.

    Desde la nueva construccin, sembrada de va-rillas y costales, proyectaron el cono de luz sobrela azotea de la casa abandonada, por n podanalcanzarla, abrir la puerta y entrar uno tras otromuertos de miedo y de risa, porque en esta casatodo suena distinto, dijo Araceli. Es slo el eco,respondi Marcela. No, no es cierto, me quieroir, me siento mal, la ropa me aprieta, dijo Araceli,mejor vmonos, insisti, y al tomar de la mano asu hermanito sinti unos dedos anchos, grandes,que la hicieron gritar. No te asustes: soy Lalo, dijo

    una voz grave de adulto. Qu pasa?, preguntMarcela y tambin desconoci su voz. Vmonos,gritaron los tres y, al correr hacia la azotea, des-cubrieron que tampoco sus pasos medan lo deantes. Marcela dirigi la luz de la linterna hacia su

    propio cuerpo y aterrada mir que ya no tena elpecho plano. Tropezando y entre gritos salieronde la casa abandonada, saltaron de una azotea aotra hasta llegar a sus dominios y ni siquiera ah se detuvieron, tenan que refugiarse en la casa deAraceli, esconderse a un lado del refrigerador. Alverse plidos por el susto y la cal empezaron a rer.

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    Crecimos, dijo Marcela. No, no es cierto, slo nosasustamos, dijo Araceli. Crecimos, repiti Marcela,por eso revent nuestra ropa. Mentira, se rompicuando corramos.

    Para Araceli ser grande no tena ventajas: equi-vala a convertirse en enfermera como su mam; a

    cuidar enfermos que invariablemente terminabanmuriendo. Le cost trabajo dormirse; so queatravesaba de un cuarto a otro un hospital enforma de pasillo, un tren cuyos vagones desem-bocaban en un anteatro. Yo no quiero volver aesa casa, dijo Araceli la noche siguiente cuando,otra vez en la azotea, Marcela y Lalo estaban de-cididos a aclarar el misterio. Porque yo crec, yo s crec, dijo Lalo deseoso de ser grande para bajar ala calle y desquitarse de los nios que no queran jugar con l y lo llamaban maricn. Pero, por ms

    que intentaron convencerla, Araceli se qued enla zona segura de las azoteas, sin aventurarse,siquiera, a ir hasta la construccin que durante elda haba avanzado un poco.

    Como si estuvieran en la casa de los espejos,

    pero sin risas, cada uno observ la transforma-cin en el otro. Marcela acarici la cara de Laloy, por primera vez, lo spero de una barba no leresult desagradable. Lalo, al mirar que el vestidode Marcela casi no la cubra, descubri que esaspiernas de muslos bien formados provocabanen l una sensacin desconocida que lo haca

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    acercarse y buscar el contacto. Marcela sinti quese erizaba.

    Afuera, arriba, desde la escalera, sin atreverse adescender, Araceli les gritaba que volvieran, quellevaban horas all abajo, que ira a pedir ayuda sino suban cuanto antes. Y regresaron: callados, sin

    mirarse. Araceli les reclam su silencio: se pierdeny encima no quieren contarme nada. Les juro quela prxima vez yo tambin entro. Pero, aunque lostres lo desearon y no hicieron otra cosa que pensaren volver a la casa abandonada, no lo lograron:al da siguiente y al siguiente y durante variassemanas, la construccin que les haba permitidocruzar fue vigilada todo el tiempo por una cuadri-lla de albailes que les impidi el paso. Levantaronotro piso y otro ms hasta que acabaron armandoun edicio frente al que, una tarde, Marcela y Lalo

    comprendieron que ese atajo para encontrarsesiendo adultos se haba perdido.

    (El club de la azotea , fue tomado de El marido perfecto y otroscuentos para mujeres , Nueva Imagen, Mxico, 2001)

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    Beatriz EscalanteCiudad de Mxico, 1957

    Siempre con un estilo difano, Beatriz Escalantesorprende por la sencillez de su prosa que lo mismoobliga a la reexin, que a soltar una carcajada... Na-rradora, gramtica, traductora, antloga y pedagoga,

    es considerada una de las plumas ms destacadas delpas fuera de las etiquetas de gnero. Profesora deredaccin, teoras del cuento y literatura experimental,en una entrevista coment: Una de las razones porlas cuales escribo es porque me encanta explorar; soymuy curiosa, a los 13 aos escrib mi primera canciny mi primera obra de teatro que, por supuesto, erasobre las mujeres; he escrito toda mi vida, desdelos 25 aos. Miembro fundador del Latin AmericaWriters Workshop, es autora del multieditadoCursode redaccin para escritores y periodistas y de otros

    tres originales volmenes de didctica de la lenguaespaola. Ha recibido importantes becas nacionales yextranjeras por su obra literaria y gramatical. Guionistapara la televisin cultural; conductora del programaGramtica Inolvidable de Radio Educacin, creado

    por ella; su novela Jrame que te casaste virgen fueadaptada para emisin radiofnica. En 2005, recibeun homenaje inslito para su edad aunque no parasu prolija y valiosa obra; la editorial Nueva Imagen hafundado la Biblioteca Beatriz Escalante , una coleccinde libros que contiene toda su obra narrativa.

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    Memoria de la sed

    Cristina Pacheco

    IEl camin se detiene en Puente Blanco. Ansiosos,los viajeros se empujan o se golpean con sus cajasde herramienta. Gozos apenas tiene tiempo deentregarle el itacate a Artemio, quien antes deabordar le grita:

    A ver si ya te desapendejas y consigues agua.

    Oste?La mujer adivina que si no cumple con la orden

    de su marido esa noche ser como la anterior ytodas las dems: un inerno de gritos, golpes,reclamaciones, insultos, sed.

    Gozos da media vuelta para tomar la avenida.El simple recuerdo de su casa redobla su fatiga.Siente que en el cuarto de tabicn hay algo msque basura, moscas, platos y ropa sucia: los restosde la noche anterior, de todo lo que sucedi desdeque Artemio regres de la obra:

    Si hay algo que me cargue la madre es volver

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    del trabajo y que no haya una pinche gota deagua. Qu tomo o qu?

    Refresco, pos qu ms!No, qu! Los pinches refrescos no me quitan

    la sed.A m tampoco, pero qu quieres que haga?

    Conseguir agua!Crees que no hago la lucha? Yo la necesitoms que t: para guisar, para todo lo de la casa.

    Ya cllate, pendeja!Pero, por qu me gritas?Porque no sirves para nada. Qu te costaba

    haber ido a traer tan siquiera una cubeta con laGera?

    Tampoco ella tiene. Adems, le debo dos cu-betas que no he podido pagarle.

    Por huevona! En vez de pasarte el da aga-

    rrndote las quijadas, por qu no sales a buscara los piperos?

    Ya noms viene uno y no entra hasta ac. Nole gusta porque se le atasca el camin. Hay queir a zanquearlo hasta La Quebrada.

    Y si ya sabes dnde est, por qu no vas abuscarlo? O qu, tienes mucho quehacer? S?Pues no s en dnde porque aqu todo est sucio.Ni siquiera tengo ropa limpia que ponerme.

    Y con qu agua voy a lavarla? Cuando laconsigo no puedo gastarla en eso. La guardo paratomar, para la cocina o para baarme.

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    Por cierto, ya te viste? Puras cascarrias! Dasasco.

    T andaras igual si no fuera porque te baasen la obra. Siempre eres muy injusto conmigo.Por qu me tratas tan mal?

    Porque me da coraje que no seas capaz de

    conseguir ni siquiera un vaso de agua. Te dejodinero para que la compres, no? El lunes te di milpesos para un tambo. Ya te los gastaste?

    No. Aqu los tengo, pero no me alcanza. Yasubi a tres mil quinientos.

    Pues dilo y te doy lo que falte. rale, all estnlos centavos. Agrralos. Y si necesitas ms, robo,mato, hago lo que sea con tal de conseguir paraque compres el agua.

    Artemio, por Dios santo, no hables as.Y cmo chingaos quieres que hable? Ade-

    ms, yo digo lo que me da la gana. rale, agarralos pinches billetes. No quiero que maana mesalgas con que te falt para el agua. Conste quete lo estoy advirtiendo.

    Gozos levant del piso las monedas y estuvo

    a punto de decirle a su esposo lo que el piperole cobra a cambio del agua. No tuvo fuerzas parahablar: decidi guardarlas para hoy. Aumentanconforme camina y recuerda la sensacin que lecorta el aliento cuando el agua escurre desde sucabeza hasta la punta de sus pies.

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    Estn muy cerca de la pipa de agua. A cada movi-miento que Carmelo hace sobre su cuerpo, Gozossiente que se levantan nubecitas de polvo. Al n,vencida se arquea y mira al cielo: ve una nubeligera, blanca, como la mancha de semen que hayentre sus piernas. El hombre se tira de espaldas

    junto a ella. Transcurren unos segundos y l selevanta. Comienza a vestirse y sin mirar a Gozosle ordena:

    Prate, no vayan a encontrarnos las viejasporque entonces s, se me arma una de la putamadre.

    Gozos se abotona el vestido y antes de levan-tarse pregunta:

    Crees que llueva?No. Esa pinche nube no me late Carmelo

    bosteza, se estira, se frota la cara. Bueno, pues,

    vmonos porque me est agarrando un sueecitomedio canijo.

    Me subo contigo al camin?No, cmo crees! Imagnate lo que diran.Nada, qu van a decir? Que me diste un aven-

    tn a mi casa porque vas para all, o no?S, pero luego. Antes voy a dejar dos pedidos.Oh, caray, no me veas as. Yo te cumplo siempre,o a poco no? Carmelo se frota contra Gozos, quesiente otra vez despierto el cuerpo del hombre.Eso lo complace y sonre. Te gust?

    S, s, pero, me vas a llevar el agua, en serio?

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    Oh caray, ya te lo dije.No te enojes. Es que tengo miedo de que la

    repartas toda y no alcances a dejarme el tambo.Medio tambo...Medio? Me prometiste uno entero, acurdate.S, claro: medio hoy y medio maana, si vienes.

    Por tu madre, por lo que ms quieras, djameel tambo completo desde hoy. Te juro que vengomaana. La necesito: tengo un terregal de ropasucia y con medio tambo no hago nada.

    S, cmo no! Y qu dijiste? Este gey yacay? Qu tal si te doy el agua y maana novuelves? No, chaparrita. A m no me la pegas.Tengo muchos aos en el bisne y s cmo sonlas viejas.

    Yo no voy a engaarte. Por qu?Porque as son todas.

    Comprndeme: tengo semanas esperandoel agua.

    Y Yo? Sabes cunto tiempo te esper a ti?Creo que desde octubre. Entonces ni me pelabas,pero con todo y eso saba que bamos a entender-

    nos. Me di cuenta cuando uno de la planta me dijoque este ao el estiaje iba a estar ms duro queotras veces. Ya ves: no me equivoqu Carmelosube al camin y enciende el motor. En cuanto sepone en marcha, Gozos corre tras l, gritando:

    Djame irme contigo, no seas malo. Esprame,no sabes dnde vivo!

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    El camin sigue avanzando despacio mientrasen la avenida aparece un grupo de mujeres arma-das con jarras, cubetas, vasos. La pipa se detiene.Carmelo aparece por la ventanilla. Primero miraal cielo y despus le grita a Gozos:

    El estiaje va a estar muy duro para ustedes...

    Para m, puede que no tanto.En el aire se mezclan el ruido del motor y lamsica que a todo volumen sale de la cabina.

    II

    Julia reacomoda el paliacate con que se cubre lacabeza para protegerse del sol. Indiferente a lasmoscas que revolotean sobre los montones deropa sucia, contina apartando prendas blancasy de color. Loca la perra que dormita bajo el lava-

    dero de piedra, levanta la cabeza y as permaneceunos segundos, en espera de una seal que leaclare si en realidad oy un ruido lejano o si todofue el eco de su instinto envejecido.

    chate, Loca, chate le ordena su ama; pero

    el animal en vez de obedecerla pega un salto ycomienza a ladrar. Tal como imagin que suce-dera, Julia oye la voz spera, cada vez ms ronca,de Clemente:

    Qu tiene la Loca? Por qu ladra tanto?En el tono golpeado de la pregunta Julia adivi-

    na un temblor de ansiedad. Entonces gira hacia

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    la puerta entornada y grita para que su esposola oiga bien:

    Creo que son los chiquillos.Julia imagina la sonrisa de Clemente, el fulgor

    de sus ojos, el gesto agradecido con que segura-mente est mirando el altarcito donde conviven

    el Santo Cristo del Veneno y San Judas Tadeo, laVirgen de la Palma y Santa Rosa.Fjate bien vuelve a gritar Clemente.

    De inmediato Julia forma una visera con lasmanos, de modo que la excesiva claridad delmedioda no le impida ver hacia la parte alta delcamino. All aparecen cuatro nubecitas de polvo.Loca tambin las ha visto y sale disparada a suencuentro. Julia respira hondo antes de armar:

    Son ellos. Vienen volados.Apenas termina la frase, escucha el golpe seco

    de una silla al caer. Corre a la casa. En medio de lapenumbra ve a Clemente tirado en el suelo, muycerca del altar.

    Por qu no me llamaste para que te ayudara?Tena prisa por darles las gracias responde

    Clemente, mirando primero hacia las imgenesbenditas y despus sonrindole con una expre-sin que le ilumina y desvanece momentnea-mente las cicatrices que le deforman el rostro.

    En la puerta de la casa aparecen Loca y el nio-gua. Despus sus compaeros. Todos jadean yhablan al mismo tiempo, urgidos de explicar que

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    vieron acercarse una nube inmensa.Pero el viento, como que quiere jalarla para

    Los Vergeles. Avisamos?Clemente niega con la cabeza. Con un gesto

    pide a Julia que lo ayude a llegar al altarcito. All el cohetero agradece el segundo milagro de ese

    da: antes de que termine la oracin se oyen pasosy voces de mujeres:Don Clemente, Julia: buenas tardes. Ya es-

    tamos aqu. Esperamos, esperamos. Ust ni seapure.

    Saben que los aguardan pero no se apresuran.Julia corta varas en silencio mientras su maridomezcla plvora que luego divide en montoncitos.El sitio es demasiado pequeo y los dos callan, te-merosos de que las palabras les roben espacio en

    el cuarto reconstruido, lleno de cartones, papeles,herramientas, explosivos. Ninguno tan peligrosocomo el recuerdo que los amenaza desde la paredhace aos ahumada, el vidrio roto, el techo vueltoaicos: son los restos del da de su boda.

    Comenz de esta y termin de luto gracias ala voracidad del viento, que no se conform conmover los follajes y llevarse las nubes: quiso elfuego. El estallido culmin en un grito:

    Clemente est en el taller. Aydenme a sacarlo.Traigan una cobija, agua, por el amor de Dios!

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    Los invitados acompaaron a Julia, an vestida denovia, al hospital. All fueron curadas las heridasde Clemente, pero a costa de inmensos dolores.Cuando regres a su casa, despus de varios me-ses de ausencia, el hombre los maldeca y llorabacon slo recordarlos. Tambin llor por creerse

    abandonado de la mano de Dios. Interpret ladeformidad de su rostro y la parlisis de sus pier-nas como castigos por haberse dedicado a cazaraves y construir castillos de cohetes en vez deconformarse con ser agricultor, como todos loshombres del rumbo.

    Pas el tiempo. El viento se llev su ofuscacin.Ahora se da cuenta de que su desgracia fue unrecurso divino para devolverle a la tierra su dere-cho a dar frutos.

    Contratado para animar las celebraciones y estasreligiosas de todos los rumbos, Clemente nuncatuvo conciencia de hasta qu punto La Borrascosaera una tierra pobre, castigada eternamente porla sequa. Despus de su tragedia, cuando Julia

    intent ganarse la vida como jornalera, vio queera imposible.Nadie siembra, unos no pueden, aunque

    quieran, porque ya no tienen un centavo. Paraqu se ponen a trabajar el campo si no llueve,nunca llueve.

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    La situacin empeor cuando los hombresemigraron en busca de trabajo. Para quitarse laculpa del abandono todos se iban prometiendovolver, enviar noticias, giros. Durante aos noocurri nada de eso.

    Los habitantes fantasmales de La Borrascosa

    vieron crecer otros frutos en la tierra seca y aban-donada: miseria, hambre, amargura. En el nimode Clemente naci otro fruto: su odio contra elviento. Una noche lleg al punto de la locura.Ebrio, sali arrastrndose al patio y all quem elnico cohetn que le quedaba. Con su estallidodeshizo la quietud de la noche, el sueo de lasmujeres involuntariamente castas. Pero tambinuna nube, herida, arroj su carga de lluvia sobre latierra gris. El aire se llen de frescura, de humedad,de voces y esperanza.

    A los ladridos de Loca se suma el gritero delos nios que vuelven para avisar:

    Ahora s, como que est arreciando el viento.Impvido, Clemente escucha las noticias acerca

    de su adversario y termina de anudar la hebra de

    camo. Satisfecho, mira sus armas: doce cohe-tones. Uno ser mortal para la nube.Les digo que ya vas? pregunta Julia, orgullo-

    sa de haber colaborado en el trabajo de su marido.l hace una seal armativa.

    En cuanto aparece Julia en el patio las mujeres

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    aplauden. Excitadas, gustosas, hacen la tras lasandas puestas en el suelo: antes sirvieron para lasperegrinaciones de los santos, hoy se emplearnpara conducir a Clemente hasta el valle. Sentado,en su lugar, el hombre ordena que empiece la ca-rrera contra el viento. A veces marca un alto slo

    por el gusto de escuchar la furia intil de quientarde o temprano ser su vctima.Conforme se van acercando al valle se inten-

    sica la carrera. El entusiasmo se desborda y seconvierte en coros:

    Tenemos que atajar al viento.Escupen sobre la huella que inscribe en la

    tierra. Remolinos marcan la entrada al valle. Elgrupo se detiene de golpe, se aparta para dejarsolos a los dos adversarios: el viento ruge furioso,atenta una y otra vez contra la ama que enciende

    Clemente. Al n, dispara su arma. Se escuchansucesivamente el estallido, el caer de la lluvia y elcanto de las mujeres.

    III

    Yo no s de dnde te salen tantas lgrimas: hoy s que ni refresco has tomado dice Juana mientraspretende secar el llanto de su hijo. Lo nico quelogra es denir una huella ms en la piel sepulta-da bajo la suciedad de muchos das, y recrudeceel disgusto de Armando. Ay, fastidioso, sigues

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    chillando? Bueno, pos tan siquiera esprame aque traiga un jarro, as aparto tus lgrimas. No es justo desperdiciarlas cuando nos hace tanta faltael agua calla un momento. Luego re maliciosay agrega: En la noche, se me hace que tambinte voy a amarrar un botecito en el pip.

    Juana se aparta una mnima distancia slopara ver qu efecto obraron sus palabras en suhijo. No es el deseado. Armando sigue llorando,furioso porque sus vecinos se negaron a jugarcon l y porque lo alejaron gritndole insultos yapodos que odia. Se frota los ojos con los puos.Los dos manchones que afean la carita del nioconmueven a su madre. Siente el impulso deconsolarlo abrazndolo, pero retrocede al sentirel olor cido que lo rodea. Teme que el nio sehaya dado cuenta de su repulsin y se apresura a

    disimular hacindole cosquillas. En vez de rer, elmuchachito le tira manotazos, retrocede, grita.

    La madre siente que poco a poco se levanta ensu interior la ola de violencia, el ansia de castigarcon rudeza la obstinacin de su hijo. La contiene

    el recuerdo de la maestra Elena:Castigndolo no conseguir nada, ni tam-poco servir que le haga sentir que es malo ofeo slo porque a los once aos sigue mojandola cama. Lo importante es ganarse su conanza,a ver si descubrimos el problema. Pero hay queapurarse. A esta edad los nios son muy crueles.

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    Mire: lo que hace sufrir a Armando no es el miedode que ustedes le peguen sino las burlas de suscompaeros. Son tremendos. Pero no, no llore nise desespere. Haga lo que le digo. Yo, por mi parte,la voy a ayudar: maana mismo les digo a los detercero que si no dejan a Armando en el equipo

    les recojo el baln.Los buenos propsitos de Juana se deshacenante los gemidos cada vez ms speros de Arman-do. Se reprime para no golpearlo pero no puedeevitar la crueldad:

    Bueno, ya no voy a decirte que te contentes.Si quieres, sigue chillando; pero all t si llega tupadre y te encuentra as Armando se estremece.Temblando sale del cuarto. Desea huir del temorque le causaron las palabras de su madre. Est apunto de cruzar la calle (un trazo imaginario, un

    ro ms en el interminable mar de tierra suelta)cuando escucha la ltima advertencia de Juana:No se te ocurra ir a rogarles que te dejen jugar.No vayas! No quiero que vuelvas a decirme otravez las cosas que te gritan y menos los apodos.

    Me oste?Sofocada por el disgusto, Juana vuelve a remen-dar. La trama del hilo baila ante sus ojos. Parpadea,ms que para aclararse la visin, para sacudirseel recuerdo de su hijo. Le duele imaginarlo solocuando debera estar jugando con otros nios

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    de su edad. Pero en la colonia no lo aceptan; yano est cerca la maestra Elena para castigarloscuando lo rechazan, le hacen burlas o le gritanapodos. A veces los repite en el sueo, del quesale agitado, sudoroso, hmedo.

    A solas, Juana se disgusta al confesarse que mu-

    chas veces y contra lo que le aconsej la maestraElena ha actuado violentamente respecto a laincontinencia de su hijo. Ahora mismo llora alrecordar cmo se siente fracasada cuando ve quetodos sus esfuerzos se vuelven intiles.

    Y cmo no voy a desesperarme? al or supropia voz Juana se asusta pero luego, al versesola, sigue murmurando: Voy, consigo el aguacomo puedo, la traigo hasta la casa y en vez deusarla para la cocina, para tomarla o para darsiquiera una trapiadita, la uso para limpiar a mi

    Armando y lavarle su ropa. Lo hago para que nome lo sigan viendo de menos; pero l ni me lotoma en cuenta ni me lo agradece: a la maanasiguiente, vuelta a lo mismo; amanece todititomojado.

    La sensacin de fro que la despierta cada ma-ana, la imagen desoladora de la cama revueltay sucia, el pnico ante el enojo de su marido y laviolencia que se desata entre ellos, se convierteen fatiga. Abandona la camisa que estaba remen-dando y se frota el cuello, se pone de pie. Por laventana mira a su hijo solo y a la distancia la nube

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    de polvo que en el llano levantan los jugadores deftbol. Sale a la puerta y desde all grita:

    Vente, hijo, mtete. Ya es muy tarde, ya no estsen la calle. Acurdate que a tu pap no le gusta.

    Juana sigue frotndose la cara ante el espejo.

    Siente su piel spera, el cabello erizado de polvo.Ya me anda de darme una buena baadaconesa. Temerosa de que su hijo imagine quesus palabras son un reproche, se vuelve hacia ly le dice: Yo creo que tu pap ya no viene. Se hade haber quedado a dormir en Toluca. Mejor nosacostamos, no? Maana tenemos que levantar-nos tempranito: t a la escuela y yo a zanquearlas pipas. Qu se le hace!

    El comentario de Armando es el golpe de loszapatos que, amplsimos y sin agujetas, se des-

    prenden fcilmente de los pies. Sin desvestirse, seecha en la cama, feliz de compartirla a solas consu madre. Le gustara decirle que est contento,tambin pedirle un poco de refresco. No lo haceporque sabe que es intil: en las noches le tiene

    prohibido beber.De cara a la pared, Armando siente la reseque-dad del tabicn blanco an ardiente. Sabe de me-moria las asperezas del muro, sus desniveles, susgrietas, las rebabas de cemento en las junturas.En cada una de ellas ha visto caminos, montaas,rostros, caras de animales, guras fantsticas.

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    ltimamente se empea en descubrir en ellaslos secretos del mar que slo ha visto en el librode lectura.

    Cuando se va a la cama es distinto. Su sitio es eldel rincn. Le basta con alargar la mano y seguirlos endurecimientos del cemento para creer que

    en ellos qued congelada la forma de una ola,una erupcin de espuma, el vrtigo de las mareas.Conforme se interna en el sueo, las sensacionesse vuelven ms vivas, ms precisas. Siente conmayor fuerza la humedad, la tibieza, la frescura dela brisa marina, cargada de lluvia. Ansa beberla:respira hondo, levanta la cara, abre la boca peroantes de disfrutar el sabor salobre lo estremecela furia de un relmpago:

    Criatura, por Dios: te hiciste pip otra vez!

    (Memoria de la sed I,II y III , fueron tomados de El corazn dela noche , Plaza y Jans, Mxico, 2003)

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    Cristina PachecoSan Felipe Torresmochas, Guanajuato, 1941

    Periodista, editora y narradora, ha destacado en el usode gneros como la entrevista, la crnica y el reportaje.Su estilo narrativo cautiva debido a que involucra allector con los personajes; magnca constructora de

    historias y testigo el de las formas de vida mexicanas,con sus narraciones, cuenta sobre lo verdico, sobre lacompleja existencia humana, sobre anhelos y sobreabandonos, sobre los claros y sobre los oscuros dela existencia. A lo largo de su carrera ha conducidomltiples programas de radio; su exitoso programade televisin Aqu nos toc vivir cumpli ya 28 aosde transmisin. De suma importancia, tambin, es sulabor prosstica, cuya prueba ms reciente esDe amores y desamores . Pacheco es autora de libros de narrativa,de crnicas y de entrevistas con personajes. Su faceta

    como entrevistadora y como cronista le ha validomltiples distinciones: se le concedi el Premio de laFederacin de Periodistas Latinoamericanos (1988) yle fue otorgada la Medalla al Mrito Ciudadano (1999).Tambin ha recibido galardones como el Premio Na-

    cional de Periodismo y los Premios Manuel Buenda yFernando Bentez. Es poco decir que Cristina Pachecoha hecho de su trayectoria y vocacin una escueladentro de la crnica y la entrevista de lo cultural y locotidiano en Mxico, la labor apasionada de CristinaPacheco es, hoy en da, ya una tradicin.

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    Poemas

    Sal Ibargoyen

    El cantante negro

    (a Fela, in memoriam,voz popular de Nigeria)

    Llevo la muerte en mis bolsillosdijo el cantante negro.

    Quin podr matarme? Con qu pistolascon qu cuchilladas o bombas?

    Porque ellos no tienen la msicaque es el arma

    que nos escuchar en los tiempos del nuevofuturo

    cuando nuestras muertas orejas bien comidas yapor buitres ratas zopilotes araasno puedan or

    ni el ltimo eructo de la ltima molculade la masa desquiciada que tuvimos puestacomo un sombrero de pelos y neuronasen la punta ms alta de la cabeza.

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    No pregunten ahora quines son ellos:ahora que la muerte

    est sacando ms criaturas de baba y de lumbrede la panza de mi guitarra

    dijo as el neciocantante negro.

    Respndanse para cada uno de ustedes o vosotros:quin es cada uno de tide ella de l de vosde cadas todos.

    Levntensede su tiniebla de sus pedazos fecalesde las resequsimas tiras del ombligode las faldas desnudadas de la memoria reprimidade aquellos lmpidos calzones martirizadosdel omplato sin descansode los paladares atrapados

    de los pulmones calcinndosedijo con su vozde otras cancionesel cantante negro.

    No sean ustedes o vosotros

    no seamos yolos enemigos de cada quien que anda por la Tierrafabricando un solo cntico

    con una sola notay una slaba sola

    dijoel casi acosado

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    cantante negro.Yo no estoy ni adentro ni afuera de mis nombres:no hay sitio en m para la muerte.

    Mi cuerpo esuna casa de humo

    donde todos sabrosamente comen

    y lejanos de s duermeny lavan su lenguacon los jabones de este da

    y cuelgan sus sbanasencima de un silenciode rosas amarillas.

    Yo soy el cantante en m porque hay voces de otros

    que me ensean a escucharmecon odo profundo

    sin sebo y sin cartlago

    dijo fatigndoseel perseguidocantante negro.

    Tengo manchas de muerte crecindomeen los abajos de las uas

    entre las piernasfecundantes y magrasen medio de los dos dolidos ptalosde un trabajado corazn

    adentro de los gritos gemidoresque salieron en estos aos de tanto respirarmesin olvidar de nacer

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    dijo el cantante negroal mirar su sudor fermentandoen el pozo destruidode un espejo.

    Tampoco ahora pregunten quines son ellos.Ahora que la muerte se ha puesto

    sus harapos rojos:ahora que golpea con ruidos de espuma marinasus huesos de esta:

    ahora que la casa de muchos se va de mi cuerpocomo los das de papel se marchitan

    en su propio almanaque.Respondan aquellos y estos todos otros que

    escuchanlo que este cantador est cantando:

    no una cancinni un rezo

    ni un trozo de algo entre dos letras:la voz solamentela voz

    porque cantar es or y deshablar y silenciarsedijo as

    al beber de sus incontables voces ensangren-tndose el cantante negro.Porque no existe frontera alguna o ninguna

    marcaentre el dolor de las jvenes tetas arrancadas

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    y la sombra de la mano del juez que conrma lasentencia.

    No hay distancia entre los prpados reventadosy el mandato de cumplir las rdenes no escritas.No hay lindes ni lmites entre los pies quebrantadosy la babosa verbalidad de los seores

    holgndose en el poder y en la podredumbredijodesde sus encas masacradas

    el igualcantante negro.

    Quin podr matarmesi una slaba solasi una incendiada banderasi una mnima melodasi una sola gotade blanca o negra o morena mujer

    son la respuesta para que los vientosy las aguas y los fuegos

    de la Tierra no puedan descansar?dijo o quiso decir

    metido de una vez con su guitarra

    en los atentos bolsillos de la muerteel mismocantante negro.

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    Leyendo a Fernando Pessoaen el metro de Mxico City

    Estoy leyendo no a Fernando Pessoa sino algunosde los miles

    de millones de prrafos estrofas poemas hors-

    copos ensayosdramas licores cartas viajes mudanzas:su obra por siempre incompleta

    la obra siempre desconocida de Fernando Pessoaen el sudante

    metro de Mxico City.Palabras verseadas y proseadas

    de Pessoa:el alcohlico viudo de Ofelia

    el fundadorde imperios tan utpicos como todos los imperios

    como sus imperiales propuestassus imperiosos versossus impetuosas metforas.

    Pero no deseo hablar de esta lectura:mis enlentados ojos

    no quieren recibir tantos renovados descubri-mientosque el encarnado espritu del poeta

    al disgregarse provocacomo cuando recordamos en medio de un costado

    de la nocheel ladrido de un perro

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    bien solo en otra alejada nochede otros separados mundos.No hablar de su leda escritura

    que nos transformaen un extranjero lector de cada slabani dir de sus tonos verbales ordenados

    por una memoria ausente.Voy pasando los cambiantes ojossobre pginas que tambin

    pasan como esos rostros moldeados con sedi-mentos

    de acidosos vinosde agrietados cafs.

    Los ojos pasan como una mano de luces confusascomo un entrevero de uas apenas recortadas:

    pasa puesel yo numeroso que tambin respira

    con mis endurecidos pulmones incontablesy que pretende salirse de s y de sus reejos imperfectamente repetidos:

    salirseporque un solo yo no basta para amar

    (qu nombres se nombran ahora a s mismoscon qu lengua trazan sus ausencias:Oflia Guiomar Odila Dulcinea Lil Nayelli-Mimb Marimar Oriana Iseo Margarita Ginebra Marin

    Gena La Infanta inicitica Valeria FlaviaLa Nia devorante Helena casualAdela pegajosa La Morena puta iluminada

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    Nadia tal vez? Quin?)como no es bastante abrir una ventanapara capturar el pasajero plumero de un gorrin que insiste en comprobar diurnamente

    la opacada rmeza del aire.Una seora de duros

    sobacos se ajusta a mi lado derecho:a mi izquierdafuera del metal pintado y los vidrios con secas

    cagarrutasest la rapidez de los espacios vacos

    la aceitosa nada como una lombriz repletade galaxias.

    Nadie puede detener esta lecturasin forma

    ni los sudores popularesni la boca de una moderna doncella

    ni los cantares de un ciego destemplado.El tren pasa

    atndose a cada impulso ms eternamenteen sus rgidos rumbos.Llegar a un destino como a una estacin enterrada

    o a un vientre oscurecidoo a un sonido actuantees iniciar

    la raz de otro destino:as Fernando Pessoa escriba

    sus letras trilenguadasporque entre ellas crecan antes

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    de ellas mismaslas pginas apalabradasque estoy leyendo durante

    este viaje de mapas ruidosospor las humanizadas tripasde Mxico City.

    Pero nada puedo leer:son los dems al mirarme a las pupilasy a mis rostros

    que hacen la lectura con sus ojos propiosque una mano ajena fugazmente describe.

    Y en verdadte escribo a ti (nombre quiz nombrndose a s

    mismo)que no estoy leyendo este libro de

    Pessoael de Lisboa el poeta lisboeta:

    hace un tiempo de barcos de tecera clasey en rojas botellas lo busqu

    sin saber de su muerte por hgado rotosin tener documentos sobre su agrisada

    ausencia

    sin recibir noticias de dolor o de sombra:lo busqu por la Baixa por la Alfama por el Chiadopor el Convento do Carmo por la Travessa de

    Santa Luzia.Y lo busco aqu

    en estas hojas que pasan

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    porque es imposible redactar estos versos ilusoriosy leer este mltiple libro de Pessoaen un asiento chorreado de un vagnde un trendel metro visceral de Mxico City.

    (El cantante negro y Leyendo a Fernando Pessoa en el metro deMxico City , poemas inditos)

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    Sal IbargoyenMontevideo, Uruguay, 1930

    Vive en la Ciudad de Mxico desde hace muchos aos;exiliado desde 1966, le fue concedida la ciudadana mexi-cana a nales de 2001. Poeta, narrador, crtico, editor,

    coordinador de talleres literarios, periodista, traductor,viajero de muchos rumbos. Integrante de la denomina-da Generacin de la Crisis, ubicada en Uruguay entre losaos 50 y 70. Con un aliento de joven maldito y la enr-gica madurez de su edad otoal, nos ofrece poesa comoun mago renacentista nos proporcionara mandrgora,la amarga y venenosa medicina que cura la soledad delalma, arma Francesca Gargallo. Su obra supera los 50ttulos de poesa, adems de algunos de cuento y teatroy un disco con sus poemas. ConEl escriba de pie obtuvo elPremio Carlos Pellicer (2002) y con Palabras? El Premio

    Nacional XXXIV Juegos Florales de San Juan del Ro,Quertaro. Traducido al ingls, francs, alemn, italiano,portugus, esloveno, rumano, ruso, bielorruso y polaco;desempea mltiples actividades literarias que inclu-yen: participacin en festivales, lecturas, presentacin

    de libros, jurado en diversos certmenes nacionales einternacionales de poesa, cuento, periodismo y novela.Fue dos veces presidente de la Asociacin de Escritoresde Uruguay, jefe de Redaccin de la revista Plural (se-gunda poca), de la editorial Exclsior y actualmente esasesor del Grupo Editorial En.

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    La musay el garabato(seleccin)

    Felipe Garrido

    Actores

    Seor director:Me permito dirigirle estas lneas en vista de

    los acontecimientos de las ltimas semanas. Metemo que, a pesar de su gravedad, no han sido

    debidamente resaltados ante su atencin.Lamento, sin embargo, no hallarme en posibi-

    lidad de presentar una relacin cronolgica de losucedido. Le garantizo que la puesta en escena fuedebidamente ensayada, los actores conocemos

    bien nuestros papeles, el elenco fue elegido conel cuidado de costumbre y el pblico no present jams sntomas que pudieran alarmarnos.

    En realidad, la obra corri por un tiempo sincontratiempos. Luego, no s en qu momento,esto comenz a suceder.

    Quiero decir que una noche el actor que des-

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    pierta a mitad del primer acto estaba tan pro-fundamente dormido que no hubo manera dehacerlo reaccionar. Que en la siguiente funcinlos vasos y las botellas estuvieron llenos de ronautntico y un par de compaeros terminarondebajo de una mesa. Que esta tarde el enfrenta-

    miento a puetazos con que abre el tercer actotermin con una nariz fracturada...Seor director, los actores vamos enloquecien-

    do. No representamos, vivimos en escena. Atiendami splica y remedie esta situacin.

    Hasta ahora pero, por cunto tiempo ms?han sido de salva los tiros con que me suicido enla escena nal.

    La piel

    Volver todo a su sitio fue relativamente fcil. Lostendones y los huesos conservan cierta memoriade su lugar relativo y alguna vocacin de orden.Las entraas, por alteradas que hubiesen estado,

    hallaron sin esfuerzo un equilibrio aceptable. Deacuerdo con su antigua costumbre, la sangre en-contr a ciegas caminos conocidos, ritmos habi-tuales, quietudes aejas, sobresaltos cotidianos.

    Pero la piel. T lo sabes. La piel esa de zaros,de lirios, de luces que me pusiste, sa no me lapude quitar.

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    Caricias

    Ganas de morderte le dijo al odo y ella bajla mirada: sonri, quiso hablar de otra cosa, tancerca de l que ms que verlo, lo sinti: su calor,la mezcla de olores que desprendan el cuerpo, el

    casimir, la locin de maderas; el brazo que le pasa-ba por la espalda. Intent echarse hacia atrs paramirarle a los ojos, pero l se los cerr a besos y lue-go le roz los labios y ella sinti que se ahogaba yque un uido tibio la envolva, que la piel comen-

    zaba a arder, la sangre iba a brotarle por los porosmientras l le besaba las mejillas, las orejas, elmentn, la nariz, y ella gema o ronroneaba bajito,se atragantaba, se humedeca, y l insista con labarbilla alzndole la cara, besndole los prpados,los labios empurpurados, la nuca, los hombros,murmurando de nuevo ganas de morderte, o talvez slo pensndolo, pero buscando la forma deganarle el mentn con la nariz, de empujar haciaarriba mientras ella dejaba caer la cabeza comoarrastrada por el peso de la cabellera, entreabra

    los dientes, asomaba la lengua, emita un estertorde gozo, expona el cuello rme y palpitante y ldescenda suavemente, abra la boca, clavaba loslargos colmillos, senta escurrir la sangre, ausentedel espejo, tembloroso de amor.

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    La nota

    Hace diez aos, pens cuando vio el libro, sor-prendido de encontrarlo all, tan a la mano. Sos-pech que algn secreto movimiento de defensase lo haba escondido.

    Tom el pequeo, gastado volumen de orillasrotas no por el uso, por el peso del tiempo, y lo pusoen la mesa. Pas un largo rato contemplndolo, sinabrirlo, por no leer la trmula dedicatoria. Recobrsolamente dos versos que lo haban acompaado

    desde entonces: Amar es una seda, la de la llagaque arde sin consumirse ni cerrarse.Cerr los ojos y record cmo el libro le haba

    sido devuelto al da siguiente, apresuradamente,sin explicaciones. Cmo l lo haba abandonado,con ganas de perderlo. Nunca hasta ahora lo ha-ba vuelto a ver. Lo alz en la palma de la manoizquierda y lo abri. Un papel doblado en dosocultaba su dedicatoria. Lo extendi. Reconocien seguida los trazos caprichosos. Bajo la fechainequvoca ley: Por favor, bscame el domingo.

    No me vayas a dejar.

    Vieja costumbre

    Fue al borde de la selva, en la torre de piedra,donde los capturaste. Yo vi dos, enredados en tus

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    cabellos, y los puse en libertad. No fue sencillodesprender las alas. Tu risa me haca pensar enotros lugares, y tena ganas de besarte. Te constaque no me lo agradecieron. Pero no imagin laecacia de tu cabellera. Slo despus, cuando misdedos entraron en tu nuca y en tus suspiros los vi

    alzar el vuelo: miradas de miradas, segn la viejacostumbre, inquietos, moetudos, los ngeles.

    Lluvia

    Llueve. Resbala el agua por la ventana. Amanecey la ciudad est quieta. Gris y quieta. Fra y quieta.Yo te recuerdo, cabellos de cobre. Tu frente clara.Tu piel. Tus manos.

    Alzo la taza y hundo en ella media cara. Antesde que el vapor me obligue a cerrar los ojos, meveo reflejado en la superficie oscura. Cuandovuelvo a abrirlos, el aguacero ocupa toda laventana. No hay ya edicios ni rboles ni cablesni camiones. No hay ya ciudad. No hay tampocoamanecer. Esta luz no tiene edad. Yo te recuerdo,

    voz de arboleda. Tu estatura de durazno orido.Tu paso de estanque, de ro. Tus manos.Alzo una vez ms la cafetera y vuelvo a llenar la

    taza de barro. Me veo de nuevo, en el fondo, antesde que el vapor me haga cerrar los ojos. Yo te re-cuerdo, sexo de membrillo, de ciruela, de capuln.Tu aliento. Tus manos que me daban forma.

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    Abro los ojos y me vuelvo de espaldas a laventana. Te veo dormitar en el silln, encorvada.Trato ahora de recobrarte. Quiero ahora rescatartede las muchas lluvias que han resbalado por mivida y por la tuya. Intento ahora encontrarte enesa otra mujer en que el tiempo y el polvo y la luz

    te han convertido.

    Nunca

    Sin prisa y sin pausa, como un rbol poderoso,as fue creciendo mi amor; hundiendo las raceshasta la mdula; ocupndome con ramas detrayectoria imprevisible; extendiendo el follajevidamente: desbordndose en ores. Lo menosque pude, que quise hacer, fue dedicarte la vida.

    Llevarte puesta como un amuleto. Tocado portu mirada, convertirme en una llama. No desearotra cosa que vivir cobijado por tu sombra. Estabadispuesto a cambiarlo todo para acercar mis pasosa los tuyos, para acompasar

    Nunca te lo cre.

    Dicen

    Dicen que lo mira a uno con negros ojos de deseo.Que es morena, de labios gruesos, color de sangre.

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    Que lleva el cabello suelto hasta la cintura.Dicen que uno tropieza con ella de noche, en

    los andenes del metro, en alguna estacin casivaca. Que al pasar se vuelve apenas para mirar desoslayo. Que deja en el aire un perfume de prmu-las. Que viste blusas de colores vivos y pantalones

    ajustados; que calza zapatos de tacn alto.Dicen que camina echando al frente los mus-los, con la cabeza erguida. Que quiebra la cinturacomo si fuera bailando.

    Dicen que uno debera estar prevenido, porqueno hace ruido al caminar. Que, sin embargo, lohabitual es sucumbir. Seguirla a la calle. Subir trasella las escaleras.

    Dicen que afuera camina ms despacio. Quese detiene en algn rincn oscuro. Que no hacefalta cruzar palabra. Que no pregunta nada; que

    no explica nada.Dicen que la metamorfosis es dolorosa e ins-

    tantnea. Que por eso en algunas estaciones delmetro hay tantos y tantos perros vagando, conla mirada triste, todava no acostumbrados a su

    nueva condicin.

    (Esta seleccin de cuentos forma parte deLa musa y el gara-bato , FCE y Universidad de Guadalajara, 1992)

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    Felipe GarridoGuadalajara, Jalisco, 1942

    Es narrador, poeta, traductor, cronista, miembro actual dela Academia Mexicana de la lengua, profesor, ensayista,editor; y ha sido por ms de treinta aos promotor dela literatura desde diferentes trincheras. Reconocido

    y prolco escritor del gnero de cuento breve, que lodescribe: es el arte, como si fuera una miniatura, unacosa es un gran fresco y otra es un trabajo que ocupaapenas un par de centmetros, que puede llevar muchotiempo, que permite una gran capacidad artstica, yuna gran capacidad de sntesis. A m me gusta de loscuentos cortos que llevan al cuento a su expresin masdepurada. Felipe Garrido ha obtenido los premios JuanPablos (1982) y el de Traduccin Literatura Alfonso X(1983), as como el bianual que otorga la OrganizacinInternacional para el Fomento del Libro Infantil, para los

    libros de mayor calidad artstica y literaria en el mundo(1984). Fue gerente de produccin del Fondo de Cultu-ra Econmica, director de Literatura en el INBA y en laUNAM, director del programa Rincones de la lectura enla SEP y de Publicaciones en el CONACULTA. A lo largo

    de su vida ha escrito ms de 40 libros;La musa y el gara-bato , es una recopilacin que recoge la labor semanalde Felipe Garrido en diversos peridicos y semanariosde Mxico, Guadalajara y Torren. La escritura clida deFelipe Garrido hace respirar y caminar a sus personajes,rostros que nos devuelven magistralmente a la provinciamexicana sin caer en el costumbrismo.

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    Los brothers

    Federico Campbell

    Sin necesidad de discutirlo ms en el curso delas ltimas semanas, Laura y yo decidimos sepa-rarnos. Un sbado en la tarde, al entrar en el de-partamento, encontr que se haba llevado todassus cosas. No dej ninguna nota; no era su estiloy, adems, muy poco nos hablbamos ya a esasalturas de nuestra desafortunada convivencia.

    A la maana siguiente, luego de haber dormidomucho ms de lo necesario, pas a la pizzera deal lado con ganas de tomarme un caf negro ydespabilarme, as, denitivamente. Era un domin-go muy nublado. Casi toda la ciudad se oscurecapor el norte. No se poda saber, no obstante, sillovera o no. Nunca se sabe. Me haba sentado enuna de las mesas metlicas que daban a la calle yapenas me haban servido un pedazo de pizza yla segunda taza de caf cuando vi que a lo lejos,acercndose sin prisa, vena Eligio Villagrn.

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    No me entusiasmaba en nada la posibilidadde hablar con alguien, pero el encuentro parecaineludible. Sin hacer nada por disimularlo meconcentr en la desabrida pizza que acometadesganadamente al tiempo que pensaba en loque los navegantes llaman collision course : Un

    curso o trayecto de colisin o choque inevitable,como cuando un barco lleva una direccin que fa-talmente le har encallar o toparse con otra nave.Slo que en este caso yo constitua el punto jo yEligio Villagrn la amenaza que vena hacia m.

    Algunas veces se dijo de l que no poda estarcallado un solo momento. Hablaba compulsiva-mente, no escuchaba, monologaba con un frenes que antes que a nadie le diverta a l o de algunamanera le permita encontrar cierto equilibrioconsigo mismo. Trabajaba como extra de cine

    en los estudios Churubusco, en pelculas de va-queros, pues tena una facha nortea, de puebloganadero o texano. No se quitaba las botas pun-tiagudas ni un chaleco de cuero con estoperolesque le haba quedado de una lmacin. Un acn

    adolescente, o tal vez el amazo de una estufa degas, le haba enjutado la cara, un rostro que porun solo boleto le daba un aire del bueno, el maloy el feo al mismo tiempo, un poco en el estilo delos westerns a la italiana.

    No acababa yo de repasar en mi archivo mentaltodas las tarjetas que tenan que ver con l, cuan-

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    do ya estaba sentado frente a m, perfectamenteinstalado y despatarrado en unas de las sillas ysonrindome.

    Te tomas un caf? le dije.S, maestro. Nos lo echamos.Qu ha habido?

    Qu ha habido de qu?Siguen lmando?Poco, ya sabes, el cine est muerto. Una de

    caballitos, algn comercial, nada ms. Ah le va-mos dando Cerca de Tula, unas lomas, comocolinas de tierra suelta. Vieras qu bien nos sali.Digo, creo. Un polvo del carajo por todos lados.Terminamos hechos un asco.

    Y dnde te habas metido, pues? Antes.All, te digo.Pero antes

    Por ah, por ah Anduve un rato girndola,antes de la pelcula, digo. En Mexicali, un pocotambin en el valle Imperial, estuvimos trabajan-do Y en Tijuana.

    De qu vivas?

    Al principio del esprrago, pero pues nofalta, t sabesLas nubes ms cargadas y negras que no mu-

    chos minutos atrs haba visto encima de casitodos los edificios empezaban a desplazarsedejando un hueco no muy ntido hacia la partenorte de la ciudad. No alcanzaba a ver la cordillera

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    que rodea el valle, pero la imaginaba. MientrasEligio hablaba pens que no era l quien no sabaescuchar: yo mismo le pona enfrente una miradade atencin, un inters perfectamente ngido,como un escucha piloto automtico, que me dabala oportunidad de vagar con mis pensamientos

    impunemente y por otra parte. No hilvanaba conexactitud lo que me deca cuando de pronto, pormantener a ote la pltica, acot:

    Tula?Cmo? S, eso fue despus.Si quieres vamos le dije. Siempre he

    tenido ganas de salir por ah y de volver porPachuca.

    Y era cierto. Aparte de los mapas, no saba conprecisin dnde se encontraba el Valle del Mez-quital. Ni Ixmiquilpan, ni haba visto las caritides

    de Tula. Haba odo hablar de la candelilla, apenastena la idea de que era algo que raspaban losotomes para hacer cuerda, una especie de pencade maguey o algo as. Algo saba tambin de lossembrados de hortalizas regadas con las aguas

    negras de la capital.Nos subimos al volkswagen y empezamos asalir de la ciudad por Naucalpan. Eligio me pidique nos detuviramos un momento para comprarcigarros. Detuve el auto frente a una licorera. Muypronto volvi Eligio con una botella de tequilaen las manos y envuelta en una bolsa de papel

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    de estraza. Recuperamos la ruta de la carreteraa Quertaro. Al fondo, en un punto de fuga in-discernible y cambiante, las nubes avanzabanespesas en direccin contraria a la que nosotrosllevbamos, debido a algn viento muy alto talvez y no slo por la velocidad con que nos des-

    plazbamos hacia la tarde que, por el rumbo deun letrero y una echa de desviacin, empezabana iluminarse. Eligio le dio un trago a la botella ymientras tanto me contaba que tuvo que salircorriendo de Tijuana.

    De urgencia, maestro. Se empez a poner lacosa un poco fuerte, no sabes.

    Y ah, qu? Muchos americanos, verdad?Dicen.

    Gente muy tronada. Muchos viejitos en lacosta, en bngalos, en Cantamar, como en la-

    mos.No mucho tiempo despus de que nos aparta-

    mos de la supercarretera, a travs de un caminoangosto y ondulante, la iglesia de Tula aparecay reapareca segn las curvas y nuestro punto de

    vista. Una serie de caserones de lmina, oscuros,tena la apariencia de una fundidora. Ms adelan-te, mi curiosidad turstica no llegaba a tanto comopara interrogar a Eligio o a quien fuera sobre queran exactamente aquellas enormes instalacio-nes que parecan, por lo dems, una fbrica decemento. Por pereza o falta de inters me abstuve

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    muchas veces de preguntar por alguna calle enalguna ciudad desconocida; prefera indagar porm mismo o perderme al azar. Finalmente, lascosas siempre se iban dando por s mismas. Eramejor imaginarlas, apreciarlas, reconocerlas en suambigedad posible.

    Es que nos metimos en unas casas a medioconstruir me segua diciendo Eligio. Y all discutimos con un tipo.

    No le segu la pltica para no darle la impresinde que nada ms le estaba siguiendo la corrientey porque pronto vimos hacia los lados gente enla calle, grupos de personas sin prisa, mujeres ynios que salan de la iglesia y, un poco ms ade-lante, varios autos estacionados de capitalinosque venan a ver el centro ceremonial.

    Supuse ms tarde, cuando caminbamos entre

    los caseros reconociendo el sendero que ascen-da, por la tierra plomiza y una pequea gurade caritide de arena petricada que venda unchamaco, que seguramente los caserones de laentrada eran una fbrica de cemento. Todo era

    polvo. Nadie traa los zapatos o los pies sin polvo,el pelo, la cara. Flotaba un olor muy penetranteque de repente se desvaneca, como si tuvieranen el pueblo problemas con el drenaje.

    Trepamos por la brecha hacia las caritides.Las haba visto en tarjetas postales. Sobre un pro-montorio se alineaban varias columnas. Y luego

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    las alargadas guras, mucho ms altas de lo quelas imaginaba: los Atlantes.

    Una casa semiconstruida? le pregunt.Eran dos casas, por las afueras de Tijuana.

    Abandonadas. Tenan el techo color ladrillo, detejas, un poco cnicos, redondos, como sombre-

    ros de paja chinos, muy bonitas si las hubieranterminado. Sin pintar, las paredes de concreto. Yeran, decan, de unos camaradas muy conocidosall, que estaban en la crcel de Tijuana, por esono las haban terminado de construir. Eran deunos hermanos, contrabandistas. Los Brothers,les decan.

    Burros o maosos?De todo, le hacan a todo. Muy gruesos.Oye, no nos vaya a agarrar la lluvia... ms

    adelante.

    TotalVolvimos al volkswagen, luego de descender la

    colina de tierra suelta y comprar un cenicero dearena dura como la caritide de Tula. Abajo reso-naba un altoparlante. Se dedicaban canciones.

    Empezamos a salir lentamente de Tula, a medidaque se dilua hacia atrs o se modulaba mejor porla distancia la letra de un corrido...

    Traan las llantas del carrorepletas de yerba malaeran Emilio Varela y Camelia la Texana

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    Salimos de Tula. Conducamos siempre haciael norte; nunca virbamos a la derecha y seguaatardeciendo. El terreno se dena plano por to-dos lados, terso y amplsimo, horizontal, como unalaguna seca. Yo crea que los valles eran hondona-das inmensas, desladeros con mesetas aisladas

    en el fondo, rodeadas de montaas, tal vez por laV de valle o por aquello de qu verde era mi vallesi se contemplaba desde arriba. El caso es que alo lejos se perda el horizonte o se nublaba, unaespecie de pampa circular. Al margen de la carre-tera corran caminos de terracera que curveabanhacia el monte. El cielo volva a ennegrecerse.

    Por no s qu asociacin de ideas o coloreso por una de esas ocurrencias que le vienen auno cuando maneja en carretera, sobre todo siel camino es soso y rectilneo, pens en el siste-

    ma de orientacin que utilizaban los pilotos decaza japoneses durante la guerra del Pacco: sebasaba en la disposicin de derecha a izquierdade los nmeros en la cartula del reloj. Y se locontaba a Eligio.

    Al frente son las 12, a mi izquierda las 9, a laderecha las 3. Y atrs, claro, las 6. Por ejemplo aqu,como a las 2, tenemos que doblar hacia Pachuca,o hacia Ixmiquilpan, no s. Ves? Ac, como a las11, est esa vaca.

    Poco a poco nos fuimos adentrando en elsiguiente pueblo. No lograba saber si era Ixmi-

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    quilpan. Esperaba que algn indicio, por mnimoque fuera, nos indicara que bamos por el rumbocorrecto. Apenas recordaba que desde all lasaguas negras regresaban a la capital convertidasen chiles, jitomates, cebollas, lechuga... y se com-pletaba as, generosamente, el ciclo de la vida y

    los desechos.En medio de la calle, extraviados, sin saberexactamente en qu parte del mundo nos en-contrbamos, se nos acerc un anciano y golpeel cristal de la ventanilla: los ojos inyectados,extendiendo la mano. Cerr la ventana, sin discre-cin, disminuyendo a la vez la marcha debido a lacantidad de gente que se arremolinaba en tornoal carro. Nos miraban con burla, sarcsticos. Algome deca el anciano que no entend muy bien.

    Qu dijo?

    Mejor no lo veas.Oye, por aqu no hay salida a Pachuca. Por

    dnde? Carajo.Unas mujeres salan de la iglesia. En la plaza,

    los vendedores levantaban sus puestos o los

    cubran con plstico transparente. Una botellase estrell de pronto contra el cristal trasero. Diun arrancn como por acto reejo, pero no pormuchos metros. Parte del grupo se abri gritando;nos mantuvimos quietos, otros campesinos sereplegaban hacia la banqueta. Vimos entoncesque en la esquina de la plaza estaba un valiant

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    estacionado, gris plateado. Sobre la puerta delvolante se recargaba un hombre de guayabera,comiendo cacahuates. Adentro, en los asientosde atrs, asomaban otros dos tipos con sombrero,y de las ventanillas sala un par de armas largas.Un letrero azul ail cruzaba de lado a lado y ho-

    rizontalmente las puertas laterales: POLICA. Losdel valiant nos miraban, tranquilos. Uno de ellossonrea. Era domingo en la tarde.

    Con la mayor naturalidad del mundo pre-guntamos al n por la carretera a Pachuca. Unmuchacho nos indic que regresramos pordonde habamos llegado, que diramos vueltaen donde terminaba la plaza. Como las patrullastexanas de las pelculas, en dos movimientos y noen tres como suele hacerse, puse reversa, acelerrespetuosamente y retom la calle por donde

    habamos entrado. Yo sent que hacamos bien:el rumbo era hacia el oriente, no andbamos malencaminados.

    Empezamos a recorrer el pueblo transversal-mente. Un caballo sin dueo nos dio el paso. A

    medida que avanzbamos me detena preventi-vamente en las bocacalles y luego aprovechabala inercia del carro para seguir adelante. En laprxima bocacalle, exactamente a las 9 y a unacuadra de distancia, apareci sbitamente el va-liant plateado, con su letrero azul ail, y los tiposadentro. Eligio no pareca darse cuenta de nada.

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    De vez en cuando tomaba un trago de su tequila.No hablaba. Fij la vista hacia enfrente: a las 12en punto de nuestra imaginaria brjula japonesa,hacia la segura salida salvadora que nos esperabaen algn lugar distante.

    Oye me dijo. Mira.

    S. Son los mismos.Los veamos a cada bocacalle, del otro lado, acada cuadra. Nos mantenamos en una direccinja, anhelando la carretera, y en cada bocacalle,a mi izquierda, a las 9 en punto, volvamos a verel valiant plateado. Y las letras azul ail de su le-trero. Paulatina y desenfadadamente nos bamosalejando hacia el descampado. El valiant parecaescoltarnos, seguirnos hasta las afueras, paralela-mente, por las bien trazadas calles del pueblo.

    Al tomar la carretera a Pachuca: silencio, slo se

    escuchaba el ronroneo del auto que yo provocabacon el acelerador y senta como una vibracin demi cuerpo.

    Cmo dices que decas?Nada, nada.

    Vea por el espejo retrovisor. Nada, nadie alas 6, me deca a m mismo, sosegado. A pesardel cristal astillado pude distinguir los faros deun camin de carga que lejos de aproximarsee intentar rebasarnos iba perdiendo distanciarespecto a nosotros. Eligio beba, ensimismado.Me pas la botella.

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    Mira le dije. All, como a las 10, en laplaza: el reloj de Pachuca.

    Encend las luces. Slo de vez en cuando ponaa funcionar los limpiaparabrisas. No se decida deltodo la tormenta. La plaza estaba vaca. Seguimossin detenernos hacia el sur. Pocos autos circulaban

    a esas horas por la carretera.Y es que le hicimos algo ms que asustarlo.A quin?Al tipo.Ah.Ms de una hora despus nos reintegramos

    a la ciudad por la entrada de los Indios Verdes.Eligio hablaba menos que antes. No se me ocurradecirle nada.

    Y es que le hicimos algo ms que golpearlodijo, poco antes de que lo dejara en una esquina

    del centro.Entr en el departamento con la caritide en la

    mano. La puse en la mesa. Me ech en el silln, sinpoder leer, fumando, sin hacer nada. Sal a cami-nar. En la pizzera de enfrente ped una empanada

    y un caf negro. Ms que golpearlo..., pens.Volv a casa: la cama destendida, los trastossucios en la cocina; fragmentos de cascarn dehuevo se pegaban a la pared, secos.

    No poda dormir. Senta los latidos del coraznen los tmpanos. Me volva sobre la almohada.Se agolpaban en el interior de mis ojos cerrados,

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    apretados, la mirada vidriosa del anciano en laplaza de Ixmiquilpan y el cristal de la ventanaastillado, el par de casas de techos cnicos en lascolinas de Tijuana, el pedazo de pizza rancia. Quituna de las cobijas. Me puse bocabajo, contra elcolchn, met la cabeza debajo de la almohada,

    y dej caer el brazo hasta la alfombra. Sent en-tonces algo con lo que tropezaba mi mano: unacinta de cuero, pequea, la hebilla de un zapato,un tacn alto de mujer. Me aferr a las correas,busqu el otro zapato, sob las suelas. Como sifuera el empeine, mi mano entr por donde an-tes salan los dedos de Laura, su pie, mis dedos,sus uas sin pintar, sus pies sin medias. Entrelacmis dedos en las correas y los apret profunda,temblorosamente en la oscuridad.

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    (Los Brothers, fue tomado de Tijuanenses , Joaqun Mortiz,

    1988)

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    Federico Campbell Tijuana, Baja California, 1941

    Considerado el mejor narrador bajacaliforniano desu generacin y un intelectual que ha reexionadoextensamente sobre el poder y sus claroscuros,personajes e imposturas. Federico Campbell es

    crtico literario, periodista cultural, traductor y hadesarrollado una obra narrativa impresionante:novelas, relatos, ensayos, autobiografas, traduc-ciones teatrales y distintos gneros periodsticoscomponen su obra. En 1995 obtuvo la beca J.S.Guggenheim y en 1999 particip del SistemaNacional de Creadores. Ha traducido teatro deHarold Pinter, David Mamet y Leonardo Sciascia.Si un componente caracteriza el temperamentode Federico Campbell, es su intensa capacidad deasombro, un asombro por el que est habilitado,

    como pocos, para descubrir e irrumpir en el mbitode la virginalidad de las cosas. Para Federico: laliteratura tiene como intencin preservar la me-moria y hacerle justicia a las historias olvidadas. Ennoviembre de 2000, gan el Premio de Narrativa

    Colima, otorgado por el INBA y la Universidad deColima, por su novelaTranspeninsular . En 1989, pu-blic la primera edicin deTijuanenses , coleccinde cuatro relatos y una novela corta: Anticipo deincorporacin ,Tijuanenses ,Los Brothes,InsurgentesBig Sur y Todo lo de las focas . sta ltima presentaun narrador desterrado entre Mxico y Estados

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    Unidos, se ocupa tanto del cruce de fronterascomo del movimiento y los cambios sufridos porla ciudad de Tijuana. Escribe en la revistaMilenio yen diarios del noreste de Mxico una columna se-manal: La hora del lobo, ms literaria que poltica.Su novelaLa clave Morseapareci en 2001 bajo el

    sello de Alfaguara. La editorial Era public en 2003La ccin de la memoria , una antologa de 50 aosde crtica sobre Juan Rulfo.

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