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58 PREMIO DE CUENTOS “Gabriel Miró” Primer Premio UNA NUEVA HABITACIÓN por Rubén Orozco Segundo Premio EL ESCONDITE por Lola Sanabria

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Cuentos ganadores de la 58 Edición del Concurso de Cuentos Gabriel Miró de la Fundación Caja Mediterráneo. Primer Premio: "Una nueva habitación" de Rubén Orozco Segundo Premio: "El escondite" de Lola Sanabria

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58 PREMIO DE CUENTOS “Gabriel Miró”

Primer Premio

UNA NUEVA HABITACIÓN por Rubén Orozco

Segundo Premio

EL ESCONDITE por Lola Sanabria

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Cuentos editados con autorización de los autores.

Imágenes de portada basadas en fotografías de Bondseye y Bilal Kamoon, bajo licencia Creative Commons

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58 PREMIO DE CUENTOS “Gabriel Miró”

Primer Premio

UNA NUEVA HABITACIÓNpor Rubén Orozco

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Rubén Orozco (Caracas, 1982) Escritor hispanoamericano. Cursó estudios de Filosofía y Letras en Medellín y en 2006 abandonó sus estudios de maestría en Literatura Comparativa en la Universidad de British Columbia, en Canadá, para dedicarse a la escritura. Su primera novela, Los Tempestuosos, fue publicada en Argentina en 2011. Entre sus otros trabajos, aún inéditos, se encuentran Infortunios del mono infinito (novela) y Juego previo (novela corta). En la actualidad se encuentra trabajando en su cuarta novela.

RUBÉN OROZCO

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I

Todos queremos una nueva habitación; todos deseamos—secreta, inconfesadamente—una mejor vista, un pretexto para la mudanza, un divertimento que nos haga olvidar los achaques de la vejez. Casi nadie lo menciona, claro—por respeto hacia los mayores o los enfermos, por pudor de la muerte, por físico y diurético miedo—, pero lo cierto es que todos los ancianos que vivimos en este hogar esperamos soterradamente a que la muerte deje de afilarse las garras en el patio central, haga su ronda mensual por los pasillos en donde se fermenta el olor a viejo—que yo no reconozco precisamente porque soy viejo—y señale con su índice marchito el inquilino al que se le termina el contrato de arrendamiento en aquel otro edificio que todos habitamos por separado y que en algún momento hay que desalojar, es decir la vida. Entonces, cuando muere uno de nosotros y su habitación queda libre, guardamos un digno luto que dura lo mismo que el proceso de desinfección de la habitación, y esperamos a que el conserje asigne una nueva disposición de las cosas, un nuevo orden de las habitaciones y que—si uno es el afortunado—significará la oportunidad para empacar los bártulos propios y atravesar los pasillos fragantes de ancianidad ante la mirada celosa de los otros.

Lo del olor a viejo en los pasillos lo supe poco después de mudarme a este hogar de la tercera edad; o no después de mudarme: después de que mi hijo decidió que lo mejor era que yo abandonara la casa vieja, la casa derruida que yo compartía con mi mujer y que después de su muerte se hizo demasiado grande para un pobre viudo con asma, reumatismo,

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Una nueva habitación por Rubén Orozco

hipertensión, el problema de los riñones y otros obstáculos del cuerpo. ¿Por qué se dirá la tercera edad si en realidad se trata de la cuarta? La cuarta edad; la última edad. El caso es que me di cuenta de que en los pasillos habita el olor a viejo un día en que mi hijo vino de visita: yo estaba sentado en una de las mecedoras de mimbre que bordean el patio central, acariciando el retrato sepia de mi mujer, y vi avanzar a mi hijo sosteniendo la mano de Noé, mi nieto. Noé tiene las mejillas rechonchas y unos ojos vivos y luminosos como dos luciérnagas enfrascadas. No sé por qué lo bautizaron con ese nombre de viejo que va tan mal con sus seis años; a lo mejor porque así le garantizan una longevidad que no tendría si se llamara Benjamín o Ricardo. Recuerdo que dejé de acariciar el rostro mate de mi mujer y le di vuelta al retrato para que mi hijo no se preocupara por mi tristeza. La fotografía de mi mujer muerta es mi posesión más valiosa, la única cosa que rescaté de mi casa vieja, el único objeto que llevaré conmigo cuando alguno de los ancianos muera y yo reciba una nueva habitación. ¿Podré aferrarme a ella cuando la muerte venga a buscarme? ¿Podré llevarla conmigo en mi última mudanza? Recibí el saludo cordial y lejano de mi hijo, sus palabras incómodas e implantadas por la obligación de visitarme. Fue entonces que Noé se desprendió de la mano que lo aferraba y con dos dedos en pinza se apretó la nariz:

—Aquí huele a puro viejito—dijo.

Ignoré al principio la observación abarcadora del pequeño; recibí la visita breve y tibia de mi hijo, me despedí de las dos generaciones de las que yo soy causa, y no volví a pensar en las palabras horrorosamente honestas de la infancia

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hasta que esa misma noche, en medio de mi lucha contra el insomnio, recordé mi propia niñez y las visitas que hacíamos de vez en cuando a mi abuelo moribundo: el viejo postrado en una cama revuelta y febril, las botellas de los fármacos, la tristeza sin palabras de mi padre, el olor arqueológico de la vejez escapándose por los poros de una piel seca y apergaminada—la hedentina inconfundible de la muerte. Se me ocurrió que los extremos de la vida van siempre acompañados de un aroma exclusivo: los bebés huelen a vida nueva y a meconio; los ancianos huelen a flores marchitas, a tiempo cancelado, a orina rancia. Me levanté de la cama y, luego de una dolorosa micción gota a gota, salí de mi habitación y recorrí los pasillos con la intención de reconocer ese olor del que había hablado Noé; pero sólo me llegó la fragancia de los efímeros asfódelos que el conserje siembra en el patio principal y llegué a la conclusión de que los viejos, como las flores, son incapaces de reconocer el aroma de su caducidad.

II

Un resfriado que me exacerbó el asma y la abulia me obligó a guardar reposo y me mantuvo al margen de las novedades en el negocio clandestino de la propiedad raíz en este hogar en donde todos queremos una nueva habitación. La más insignificante de las enfermedades perdura en la vejez con la misma tenacidad que los arrepentimientos: una indigestión puede durar meses, tengo un lumbago que ha visto quince inviernos, el dolor en mis riñones se parece a la eternidad.

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Mi recuperación coincide con el desalojo de una de las codiciadas habitaciones en el tercer piso y Alfredo, mi vecino más próximo—Alzheimer avanzado, alopecia, esclerosis múltiple—, me pone al tanto a través de la puerta cerrada del cuarto de baño en donde me ocupo con esmero de mi consuetudinario y exhaustivo proceso de higiene. Desde aquel comentario de Noé trato de limpiarme y perfumarme con esmero todos los entresijos de este cuerpo achacado con la idea de que, evadiendo el imperceptible olor a viejo, tal vez logre posponer el llamado de la muerte. Curioso: cuando era niño mi piel era lisa y mi escroto era una bolsa corrugada; ahora es al contrario: la piel que cubre mi cuerpo es una superficie rugosa y la bolsa de mis testículos se distiende tersa y resplandeciente como un cuero curtido. En un anaquel, junto al shampoo anticaspa, me observa el retrato de mi mujer.

No interrumpo mi ablución mientras escucho a Alfredo; la voz es grave y solemne, pero detrás del tono de respeto hacia el difunto alcanzo a reconocer la emoción tácita, la felicidad secreta, la emoción inherente:

—Sergio ha muerto—dice—: un paro cardiaco, parece. Era un tipazo, aunque judío. Una verdadera lástima.

Escucho la voz de Alfredo, su dictamen forense, su obituario antisemítico y elogioso; al mismo tiempo, descifro el verdadero mensaje:

—Nueva habitación disponible. Tercer piso. Amplia, luminosa, privilegiada y occidental vista hacia la costa.

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La anticipación mórbida con la que todos esperamos la muerte de cualquiera de los inquilinos quizá se explique por la necesidad de llenar el tiempo que de otra manera sería un letargo monótono y sin sentido. La televisión, las visitas de familiares, el ajedrez y el bingo que se juega cada viernes son entretenimientos respetuosos pero insípidos, actividades intrascendentes si se las compara con el evento prodigioso que significa mudarse a una nueva habitación. Una mudanza implica un movimiento certero, y no sólo eso: una mudanza es una especie de confirmación de la vida, la constatación de que la muerte toca a los otros pero deja intacto al elegido que ocupa la nueva habitación.

Agarro el retrato de mi mujer y salgo del vaporoso cuarto de baño con un optimismo desmesurado que me guardo de compartir con Alfredo: la ilusión que linda con la certidumbre de que la habitación del fallecido Sergio será mi nueva habitación, de que en un par de días empacaré mi ropa y el retrato de mi mujer y que los otros ancianos me verán desde el pasillo y la envidia mientras subo la escalera que da al tercer piso. Si hay alguna justicia en la mente del conserje y su distribución de las nuevas habitaciones, pienso, seré yo quien sea ungido con el regalo de un nuevo domicilio, pues he estado estancado en este cuarto sin vista al mar del segundo piso durante los últimos meses que además de hojas en el calendario se han llevado también a la decrépita Esther—cáncer pancreático—, al melancólico Serafín—neumonía—y al incontinente Rubén—aparatoso desliz en una maniobra calisténica.

Alfredo me ve salir, lee la hora fútil en su reloj pulsera y repara casi con lascivia en la fotografía de mi mujer muerta:

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—Era una verdadera joya su difunta esposa—dice. Desdeño el cumplido de Alfredo y me visto mientras lo escucho hablar de un sepelio que se celebrará en memoria del difunto esa misma noche, antes del bingo hebdomadario. Los ancianos se aferran a la religión con el mismo desespero de un náufrago en alta mar ante la súbita visión de un retablo y esperan utilizar ese flotador hasta atracar en las costas de la vida después de la muerte, la vida eterna. Pero yo no creo en Dios, y me parece que la muerte debe ser como un océano infinito que está siempre en tempestad. Alfredo vuelve a hablar del fallecido Sergio y de su muerte intempestiva y esta vez se persigna con un movimiento tembloroso de la mano que le cruza el pecho como un murciélago senil; después permanece en silencio y abre los ojos en sorpresa mientras yo me aplico una colonia que se lleve de mi cuello el inexorable olor de museo. Comprendo que, como otras veces, Alfredo ha olvidado los últimos cinco minutos; como si no hubieran existido:

—Sergio ha muerto—dice—: un paro cardiaco, parece. Era un tipazo, aunque judío. Una verdadera lástima.

—Una verdadera lástima—le digo.

—Tercer piso. Espaciosa. Privilegiada visión del crepúsculo en el mar—es lo que realmente quiero decir.

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III

Pero no existe la justicia ni en la mente del conserje ni en su distribución de las nuevas habitaciones en este hogar en donde el único inquilino permanente es el olor faraónico de los ancianos. No hay justicia en la vida que entrega ofrendas y las arrebata con la indiferencia pasmosa de la naturaleza. ¿Por qué no morí antes que mi mujer? ¿Quién mide el dolor del que sobrevive a los otros? Después del tiempo del luto hacia Sergio, cuando la nueva habitación estaba lista y comenzamos a sentir el prurito del cambio inminente, rodeamos al conserje y esperamos a que pronunciara su dictamen. Quizá sea cierta la sospecha de que el que siembra las flores en el patio recibe pequeños sobornos que le desorientan el sentido de la justicia, pues antes de que pronunciara el nombre de Alfredo los vi murmurar alguna cosa junto a la sala lúdica: el conserje asentía frotándose las manos sucias y Alfredo susurraba con malicia mientras, estoy casi convencido, le entregaba su reloj. Yo no tengo un reloj, ni dinero, ni alguna reliquia familiar; tengo solamente el retrato de mi mujer muerta, valioso únicamente ante mis ojos. Alfredo supo disimular su acto mezquino y lloró de la emoción cuando el conserje pronunció su nombre. Algunas ancianas, conmovidas, repitieron ese llanto cuando se produjo la mudanza; los más ingenuos aplaudieron mientras una enfermera lo ayudaba a escalar los peldaños que dan al tercer piso. El que se muda es además el receptor de la admiración de los otros. Sin parafernalia, una nueva inquilina—Lucrecia, agresiva diabetes tipo 2—ocupó el cuarto desocupado por Alfredo.

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Son cosas en las que reflexiono casi sin rencor mientras sigo las nuevas órdenes médicas y guardo un reposo y una dieta blanda que le brinden sosiego a mis riñones, secos y pequeños como dátiles. Como no puedo orinar sin sentir que por mi uretra pasan una a una las cuentas gruesas de un rosario, el doctor ordenó que me instalaran una sonda por donde pasa la orina que se acumula lentamente en una bolsita transparente. El líquido que sale de mi cuerpo no es ámbar sino marrón, y no es diáfano sino nebuloso; cuando una de las enfermeras viene a vaciar la bolsita veo en los rostros el asco de las excrecencias ajenas, y para no sentir lástima por mí mismo cierro los ojos y pienso en mi mujer. ¿Cómo será su nueva, su última habitación?

La vida continúa, sin embargo, e intento concentrarme en mi recuperación con ayuda del placebo de la esperanza de que la muerte asigne una nueva vacante en el edificio. Desde mi cama y a través de la puerta entreabierta de mi habitación alcanzo a escuchar el rumor impúdico de que pronto una de las habitaciones de este segundo piso será desocupada. ¿Será la recién llegada Lucrecia la que desfallece en medio de su sangre azucarada? Siento en el aire la anticipación vibrante de los ancianos, la emoción que le confiere al ambiente la inminente y próxima mudanza. Ni siquiera me importa que sea en este segundo piso, ni que mi posible nueva habitación sea el mismo espacio que abandonó el corrupto Alfredo: quiero salir de este espacio en donde se aglutina el fantasma aromático de mi orina contaminada, quiero llevar el retrato de mi mujer a una nueva habitación desinfectada. Hace varias semanas que no recibo ninguna visita. Mi nuevo régimen alimenticio y las medicinas que trago con disciplina aplacan mi insomnio y duermo largas horas sin sueños, paréntesis en la vigilia parecidos a la muerte.

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IV

Despierto o creo despertar por la conmoción que produce la noticia verídica de una nueva habitación disponible. La puerta entreabierta me entrega la imagen de Lucrecia quien, en silla de ruedas y desacostumbrada a la dinámica móvil de este hogar, llora por el anciano que ha sido escogido por la muerte. No es ella, entonces, quien ha abandonado su espacio recién posesionado. ¿Será ella la que, otra vez injustamente, sea escogida por el conserje? Debo recuperarme, pienso; debo salir de esta cama antes de que se agote el tiempo del luto, antes de que alguno de los otros se adelante y le ofrezca cualquier baratija al conserje. Me levantaré, pienso, y a falta de cualquier cosa de valor, le ofreceré mi colaboración con su perenne trabajo de jardinería. La bolsita al costado de mi cama recolecta un líquido con el color de la tierra.

Caigo en un sopor que es una de las condiciones obligatorias de la cuarta edad, la necesidad de involuntarias siestas intermitentes. ¿Cuánto tiempo he dormido? Acaso se han ido en este sueño todos los días del luto. Trato en vano de moverme: la recuperación, esta vez, tardará más que otras veces. Perderé la oportunidad de la mudanza, pienso; alguien más ocupará la nueva habitación disponible.

Pero me equivoco; pero me equivoqué. A lo mejor sí exista la justicia en la distribución de las nuevas habitaciones y en la mente del conserje. En medio del éxtasis anticipatorio de los ancianos observo cómo se abre la puerta de mi habitación para dejar ingresar al conserje junto a una de las enfermeras. Los dos inspeccionan las paredes descascaradas de este

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espacio en donde apenas entra la luz del atardecer, observan el retrato de mi mujer que me mira con ternura desde la mesa de noche y luego reparan en mi cuerpo demediado. La enfermera se aproxima y toma mi pulso con un dedo cálido en mi cuello, le susurra al conserje alguna cosa que no escucho.

—Le llegó el turno a don Leopoldo—dice el conserje.

Comprendo con alegría que soy yo el elegido, que soy yo quien se muda a una nueva habitación. Intento pronunciar un agradecimiento, pero mi garganta reseca prohíbe cualquier sonido. La enfermera va hasta la cabecera de mi cama y comienza a rodarla. Quiero decirles que mi único equipaje es el retrato de mi mujer muerta, que es la única posesión que llevaré conmigo. Las palabras no me salen pero el conserje adivina mi deseo: toma el portarretratos y lo coloca, bocabajo, sobre mi pecho. Espero que mis ojos abiertos transmitan el agradecimiento que no puedo pronunciar mientras la cama atraviesa las jambas de la puerta. Los otros ancianos esperan en el pasillo y veo con una especie de satisfacción las lágrimas que les corren por las mejillas, la emoción con la que los otros presencian mi mudanza; no hay aplausos, sin embargo, y las ruedas de la cama llenan con su chirrido el ambiente silencioso. De repente veo llegar a mi hijo con el pequeño Noé en sus brazos. Los dos me miran apesadumbrados; Noé, con las luciérnagas apagadas en sus ojos, gime por no querer respirar este olor a viejo. Mi hijo me acaricia el rostro y cierro los ojos bajo su mano ardiente para concentrarme en el amor de ese contacto. Quiero hablarle de la felicidad que para mí significa esta mudanza, de la inutilidad del llanto, pero aún soy incapaz de las palabras. La cama sigue avanzando; el día se

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clausura. Me embarga la certeza de que mi nueva habitación será mejor que el espacio que abandono. No siento el dolor en mis riñones. Escucho, a lo lejos, el tempestuoso rumor del oleaje.

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Segundo Premio

EL ESCONDITEpor Lola Sanabria

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Nació en Villanueva del Rey (Córdoba), en una casa grande, llena de gente. Años de infancia y adolescencia donde germinaron las primeras historias. Con diecisiete años se fue a trabajar y estudiar a Madrid. Los cuentos se replegaron a un lugar del interior para dejar paso a los conciertos de jazz en el Johnny, los cine fórums, los sueños de libertad. Un compañero y dos hijos, su trabajo como Técnico Auxiliar en Centros Ocupacionales con personas con discapacidad intelectual, y en Centros de Menores, le han dado la estabilidad. Y aquí sigue bajando a la mina de la memoria, a la infancia cargada de imágenes, olores, sabores y roces de piel de las que surgen nuevas historias. Su dilatada carrera se ha visto galardonada con el primer premio en dieciocho certámenes literarios y en otros tantos ha quedado como finalista o segundo premio, tanto en narrativa como en poesía.

Además, a destacar la publicación de relatos escogidos en la revista Confluencia de la Universidad del Norte de Colorado. En junio de 2013 publicó el libro “Partículas en suspensión” de la editorial Talentura.

LOLA SANABRIA

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El tañido de las campanas de la iglesia sube la calle, se cuela por debajo de la puerta de entrada y penetra en la habitación. Celeste está segura de que Víctor irá a buscarla. Le gustaría ponerse el vestido de flores amarillas para recibirlo, pero las púas de la horca abrieron cuatro flores rojas en la tela. Su madre lo tiró y la percha se quedó en esqueleto descarnado. Tampoco están los zapatos negros de tacón de la abuela, ni los del abuelo, y voló el sombrero de rafia. El armario es el Arca de Noé al final del Diluvio.

Lo que más le gustaba a Celeste era jugar al escondite con sus primos todos los veranos. La prima Magdalena andaba de puntillas, con el dedo índice cruzando sus labios, mientras buscaba detrás de las cortinas que era su lugar preferido para esconderse. El primo Calixto voceaba por todos lados preguntando dónde estaban. En cambio Víctor se movía silencioso por las estancias de la casa. Entraba en la cocina, robaba una croqueta y continuaba la búsqueda perseguido por las protestas de la abuela María. Celeste lo imaginaba como un felino a la caza de su presa y sentía la urgencia del baño. Cruzaba las piernas y el aire silbaba entre sus dientes. Lo oía moverse en la habitación, acercarse al armario, pegar la cara y hablarle al espejo. Primita, sé que estás ahí, voy a por ti. Y ella cerraba los ojos con fuerza y apretaba los muslos. Escuchaba el quejido de los goznes de la puerta al abrirse, respiraba el aire caliente del verano: aceite hirviendo en la cocina, claveles y panales de avispas quemados en el sumidero del patio; tragaba la saliva con el sabor metálico de la gota de sangre que brotó en los labios; metía su mano en un zapato del abuelo, abarquillado por el abandono, como barco sin dueño. Voy a por ti, primita, insistía él, acercándose a cuatro patas.

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El escondite Lola Sanabria

Gritaba ¡te atrapé!, y ella huía entre gritos y risas.

Durante los meses de invierno, Celeste se impacientaba esperando la llegada del verano. Mordisqueaba el lápiz, hasta teñir la lengua con el negro de la mina, la mirada perdida en una gota a punto de desprenderse de un tallo de la higuera del patio de la escuela. Contaba bajito: uno, dos, tres... hasta verla alargarse, caer y estrellarse en el cemento. Y entonces le entraban las ganas de llorar. Celeste, llamaba la profesora. ¡Celeste!, alzaba la voz para sacarla del ensimismamiento. ¿Te ocurre algo?, preguntaba al verle ese brillo de lágrimas sin cuajar en los ojos. Nada. Nada se podía hacer que no fuera ir arrancando las hojas del almanaque.

A la madre la inquietaba esa apatía, ese no querer saber de cumpleaños ni de fiestas infantiles. No se preocupe, le decía el médico, lo que tiene la niña es un poco de anemia, nada grave. Hierro, y cuando llegue el verano, aire puro y buena comida.

Con la primavera, Celeste se abría al igual que las sábanas y las colchas de hilo que sacaba su madre de los armarios. La ayudaba a desdoblarlas y a sacudirlas, como si estuvieran manteando al invierno, para que se fuera el olor del alcanfor antes de vestir las camas y guardar las mantas en el arcón. A su madre se le pasaba el temor con aquel resurgir de la hija, que rompía el capullo de seda, preparándose para batir alas y volar hasta la casa de la abuela donde volvería a jugar al escondite con Víctor.

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¿Dónde estás, primita? ¿Dónde te escondes que no te veo? Lo escuchaba con los ojos cerrados, atenta al sonido acolchado de su avance de felino que busca su presa para devorarla. Aguantaba la urgencia de ir al baño, se mordía los labios, apretaba los dientes. Luego el chirrido, la respiración de Víctor tan cerca que le quemaba la cara, y la huida con gritos que dejaban escapar todo el placer del mundo acumulado en aquel escondite donde él siempre iba a buscarla.

Cuando la abuela se ausentaba, Celeste descolgaba de la percha el vestido de flores amarillas y sacaba del armario los zapatos negros de tacón y el sombrero de rafia con unas margaritas de tela atrapadas en la cinta que bordeaba la copa. Se vestía y calzaba frente al espejo. Pellizcaba sus mejillas, se mordía con la paleta mellada y se pintaba los labios de sangre con la yema del dedo corazón. Cogía las puntas del vestido, se acercaba y alejaba del espejo. ¿Bailas? Bailo, querida prima. Pero Víctor no sabía bailar, ni quería aprender, sólo mirarla, apoyado en el quicio de la puerta, mientras cortaba con una navaja trozos de manzana que masticaba despacio.

A la hora de la siesta, mientras la abuela roncaba y se movía y los muelles del somier chirriaban en la cama pequeña donde eligió dormir después de la muerte del abuelo, los cuatro salían al patio, a la luz hiriente de las tres de la tarde, entraban en el establo y más tarde subían la escalera de madera hasta el pajar. Lo hacían a escondidas desde aquella vez en que un peldaño cedió y Celeste se rompió una esquina de diente y la abuela les prohibió volver a intentarlo. Ni se os ocurra, dijo. Esta vez ha habido suerte, sólo un esquinazo de paleta, nada serio, pero ¿y si hubieras caído sobre las púas de la horca, o

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El escondite Lola Sanabria

te hubieras golpeado la cabeza con el hierro del arado? La abuela siempre tan gafe como el cuervo que a veces venía a visitarla y se posaba sobre el alféizar de la ventana de la cocina que daba al patio. Ella salía muy asustada a espantarlo con el mandil porque aseguraba que venía a llevarse a alguien. La última vez a tu abuelo, Celeste. Un hombre bueno, tu abuelo, y mira, fue oírlo graznar y se le fue la vida en un suspiro. ¡Pájaro de mal agüero!

En el establo jugaban a maridos y mujeres. Magdalena afirmaba que no podía casarse con Calixto porque eran hermanos. ¡Y qué más da!, decía Celeste, hacéis como si no lo fuerais. Yo soy la madrina de la boda y Víctor el padrino. Mirad lo que os traigo. Y sacaba el vestido de flores amarillas, los zapatos de tacón de la abuela de cuando era joven y los zapatos abarquillados, una camisa y un pantalón del abuelo. A Magdalena no le gustaba jugar a maridos y mujeres pero tenía que ceder porque Celeste llevaba la voz cantante en todo y no quería provocar su enfado y que la dejara al margen en el juego del escondite.

Hacían la ceremonia entre los aperos de labranza. El cura era una pala puesta de pie contra la pared de adobe, con una sábana echada por encima a modo de casulla. Celeste de madrina, con una toalla como mantón por los hombros, y Víctor de padrino, con una chaqueta raquítica de cuando hizo la comunión. Los aros de las latas de Fanta naranja y Fanta limón eran los anillos. Conforme avanzaba la ceremonia, Magdalena se iba poniendo más nerviosa, no dejaba de repetir que un día los iba a pillar la abuela, mientras Calixto se dejaba hacer pensando en el banquete.

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Una vez casados, subían los cuatro al pajar y comían patatas fritas, gusanitos y aros de maíz, y bebían latas de refresco. De postre: hojuelas con miel. En cuanto terminaban y Celeste decía que era hora de que ella y Víctor se retiraran para que pasaran la noche de novios, Magdalena saltaba como un resorte de su sitio, se quitaba la ropa de la abuela, bajaba la escalera y desaparecía dentro de la casa.

Otras veces eran Celeste y Víctor los que se casaban ante la indiferencia de Calixto, siempre pensando en comer, y el temor continuo de Magdalena a ser descubiertos. Celeste se encargaba de que la ceremonia no se prolongara, de que acabara pronto el banquete para quedarse a solas con Víctor. ¿Y ahora qué hacemos, primita?, preguntaba él. Me abrazas y me besas que para eso eres mi marido, decía ella. Pero enseguida, Magdalena iba a avisarlos de que la abuela se estaba despertando. ¡Que os pilla!, gritaba muy alterada. Y ellos se quitaban la ropa de la boda, atropellados, y bajaban la escalera deprisa.

Los nervios y la excitación trajeron la fatalidad de la caída. Aquella misma mañana había vuelto el cuervo a torcer el gesto de la abuela, a sacarla de sus casillas. Lo echó del patio a escobazos. Pero estuvo allí planeando en el aire: ojo de carbón oteando a su presa. Y tal y como ella vaticinaba, trajo llantos y tañido de campanas.

Los padres de Celeste, tallo aún tierno y ya quebrado, enlutados y temblorosos, miraban a la abuela con rencor, mientras ella era aguamarina deshaciéndose en un llanto sin dique de contención. Ellos sólo querían dejar la pesadilla atrás,

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El escondite Lola Sanabria

acabar cuanto antes con aquel trámite amargo y alejarse del lugar que sería para siempre el de su desgracia. Ni una mirada atrás, ni un abrazo sentido más allá del leve aleteo de unas manos, rozando apenas la espalda encorvada de la abuela, a modo de despedida.

Sé que estás ahí, primita. Voy a por ti. Quería oírlo a través del espejo, volver a escuchar los goznes de la puerta chirriar, sentir su paso, su aliento de felino. Pero ya no venía a darle un beso como aquella vez que le cortó el paso de huida hacia el baño. Sabe raro. Sabe a hierro, dijo él. Celeste se tocó el labio herido por su paleta y pasó la punta de la lengua para recoger la saliva caliente. Sabe a manzana, dijo ella. Entonces se oyó la voz de Magdalena. Siempre Magdalena, estropeándolo todo. ¡Que viene, que viene la abuela! Le cogió manía a la prima a la que culpaba de lo que pasó, de que Víctor no volviera a buscarla a su escondite, de que ya no pudiera casarse nunca más con él, tan guapa con el vestido de flores amarillas y los zapatos de tacón de la abuela.

Calixto se alejó de todos. Ya no quería casamientos ni escondites. Se volvió huraño, huidizo, y se dedicó a ayudar a su padre en el campo. Aparecía poco por la casa de la abuela, al contrario que Magdalena que siguió visitándola y recorriendo los lugares de juegos. A veces se metía detrás de las cortinas y se quedaba allí un rato como esperando a que su hermano fuera a buscarla. Las menos, se acercaba al establo, abría la puerta con cautela y se plantaba en el centro, miraba hacia el pajar y luego corría llorando hacia dentro de la casa.

La abuela encogió mucho, tanto que parecía haber

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vuelto a ser niña, una niña arrugada. Arrastraba sus zapatillas enchancletadas desde la cama a la mecedora; y así transcurría su vida. A veces dejaba de mecerse e iniciaba un llanto resignado, apenas un murmullo con lágrimas, que alargaba durante horas, en la soledad de las paredes impregnadas de olor a ruina. Pero en la mayoría de las ocasiones, cuando llegaba Magdalena con la comida, la encontraba dormida. Se fue adentrando en un sueño cada vez más largo y una de aquellas noches creyó ver al cuervo posado en el varal de la cama. Quiso salir del sopor, levantarse para espantarlo, consiguió darse la vuelta y cayó al suelo donde la encontró al día siguiente Magdalena. Volvieron a tañer las campanas de la iglesia.

Los padres de Celeste tuvieron que regresar a la casa cuando les avisó Magdalena. Se sentía el paso del tiempo en la cojera acentuada del padre, en el lento taconeo de la madre que contrastaba con la viveza en el andar de cuando era más joven. La madre, sentada en la mecedora, se desbordó en un llanto alimentado por el recuerdo, que necesitó algo más que el agua de azahar y la tila. Y entre la consciencia y la inconsciencia, la metieron en el coche de vuelta a la ciudad.

Celeste ha escuchado muchas veces a la abuela, moviéndose por la habitación. Pero la abuela nunca supo del escondite, por eso no la busca dentro del armario. Sale al patio, entra en el establo, levanta la cabeza al pajar. Y vuelve a la casa, a la mecedora donde acuna su tristeza. Le gustaría salir para abrazarla, pero teme que se enfade, que la eche, y ella tiene que quedarse allí para que Víctor la encuentre cuando vuelva.

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El escondite Lola Sanabria

A veces, Celeste añoraba a su madre. Le habría gustado ir a su encuentro, sentarse en el cojín, a sus pies, hundir su cabeza en el regazo y sentir la caricia suave de sus dedos que conseguían el efecto de la adormidera. Adela, tienes manos de señorita, le decía la abuela María, cada vez que su hija iba al pueblo a dejarle a la niña para que cogiera fuerzas y color. Tienes manos de señorita. Cuatro palabras que hacían que la hija las escondiera en los bolsillos. Aún quedaba el rastro amargo de aquella discusión cuando Adela no quiso trabajar en la recogida de las aceitunas. Malos tiempos, dijo el padre, cuando una hija le niega la ayuda a los de su sangre. Y eran aquellas manos de señorita las que echa de menos Celeste cuando, escondida en el armario, le apuñala a traición la soledad.

A su padre, Celeste lo veía poco y siempre con una bolsa de viaje en una mano y un maletín en la otra. Uno de aquellos días en que recalaba en la casa para cambiar la ropa sucia por otra limpia, accedió a las peticiones de la hija. Sacó una llave minúscula que siempre llevaba colgando del cuello y abrió el maletín. Levantó los cierres con un chasquido metálico mientras miraba a Celeste con esa media sonrisa que sedujo a Adela. Sobre un fondo de terciopelo azul, brillaban las sortijas, las pulseras y los collares. Él desprendió un anillo del elástico que lo aseguraba a la tela y se lo puso a la hija en el dedo corazón. Para ti, princesa, dijo. Celeste recordó la mañana en que la abuela lo presentó a la vecina forastera como Luis, su hermano menor, y durante todo el día, ella no supo si llamarlo tío, o padre.

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La espera ha terminado. Se ovilla, aguza el oído. Tañido de campanas que se agota. Acerca la uña al azogue del espejo, intenta rascar, hacer una ventana, traza una estela de puntos brillantes que se reagrupan y conforman su dedo. Pasos. Intenta situarlos. En la calle del Sotillo. Aguanta la respiración. Se acercan. Llegan y continúan calle abajo. No es él. Él estará subiendo la carretera. Cierra los ojos y sigue su recorrido. La cerca de Ramón, con los caballos amaneados comiendo la hierba escasa y amarillenta. Se detiene, seguro, en el banco pegado a la pared encalada de la ermita. Puede que se siente como cuando volvían del perol en La Laguna. Continúa tras un respiro. Deja atrás el granero donde el trigo reposa hasta que lo lleven al horno de Justino, y en las madrugadas, el aroma del pan caliente llegue a la calle de La Morera. Tuerce en la rotonda hacia la izquierda, coge la calle de la residencia, con su huerto al otro lado, donde los ancianos pasan el tiempo plantando hortalizas. Y más arriba, la casa de las maestras, con geranios en las ventanas. Rodea la iglesia, ya vacía, ya calladas sus campanas. Sube. Sube. Sube.

Celeste escucha el andar cansino, las suelas de los zapatos arrastrándose, tan distinto de los pasos rítmicos y rápidos. Pero es él. Nadie sino él va a ir en su busca. Nadie más sabe dónde encontrarla. Oye su resuello al otro lado, parado delante del espejo. Sé que estás ahí, primita. Voy a por ti. No reconoce su voz. Celeste retrocede hasta el rincón más alejado de la puerta. ¿Quién eres?, pregunta. Soy yo, primita, contesta el anciano que se arrastra hacia ella. ¡Tú no eres Víctor!, grita y solloza Celeste. Atraviesa la madera del armario, la pared de la habitación y el muro de la casa. Abandona para siempre el escondite.

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