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DE RAZÓN PRÁCTICA Directores Javier Pradera / Fernando Savater N.º 145 Septiembre 2004 Precio 8Septiembre 2004 145 FERNANDO PEREGRÍN El pensamiento ecológico ULRICH BECK El metajuego de la política cosmopolita FRANCISCO LAPORTA Las dos vías para la reforma de la Constitución BELÉN BARREIRO El triunfo de la abstención en la Unión Europea ALMODÓVAR La ‘infame turba’ VICENTE MOLINA FOIX J. A. LASCURAÍN ¿Que les corten la cabeza?

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DE RAZÓN PRÁCTICADirectoresJavier Pradera / Fernando Savater N.º 145Septiembre 2004

Precio 8€

Septiem

bre 2004

14

5

FERNANDO PEREGRÍNEl pensamiento ecológico

ULRICH BECK El metajuego de la política cosmopolita

FRANCISCO LAPORTA

Las dos vías para la reforma de

la Constitución

BELÉN BARREIROEl triunfo de la abstención en la Unión Europea

ALMODÓVAR La ‘infame turba’VICENTE MOLINA FOIX

J. A. LASCURAÍN ¿Que les corten la cabeza?

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S U M A R I On ú m e r o 145 s e p t i e m b r e

EL METAJUEGO ULRICH BECK 4 DE LA POLÍTICA COSMOPOLITA

LAS DOS VÍAS PARA FRANCISCO LAPORTA 14 LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

FERNANDO PEREGRÍN 24 EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

JUAN ANTONIO LASCURAÍN 34 ¿QUE LES CORTEN LA CABEZA?

ESTADO Y NACIÓN IGNACIO SOTELO 42 EN UN MUNDO GLOBAL

ENTRE ÁFRICA Y NORTEAMÉRICA PEP SUBIRÓS 48 Globalización, espacio público, ‘apartheid’

Semblanza Vicente Molina Foix 54 Almodóvar y la ‘infame turba’

Política El triunfo de la abstención Belén Barreiro 58 en la Unión Europea

Ensayo Por un multiculturalismo Frans van den Broek 63 marxista-lennonista

Historia Enrique Moradiellos 68 1939: Victoria absoluta y derrota total

Ética Mercè Rius 74 El futuro de la naturaleza humana

Casa de citas Arquitectura y habitabilidad Felipe Colavidas 79 en Rafael Sánchez Ferlosio

CaricaturasLOREDANO

QUICO GAZETLU (Madrid, 1953) obtuvo su licenciatura en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y fue profesor en el Centro Español de Nuevas Profesiones de Madrid. Sus pinturas y dibujos, de suelta y vigorosa pincelada, recrean una amplia variedad de motivos clásicos: desnudos, hojas y flores, bodegones, retratos y paisajes. Destaca su compo-sición Las cuatro estaciones que puede contemplarse en la parroquia de Nuestra Señora de Ermitagaña, en Navarra.

PedroAlmodóvar

DirecciónJAVIER PRADERAFERNANDO SAVATER

EditaPROMOTORA GENERAL DE REVISTAS, SADirector general ALFONSO ESTÉVEZDirector adjunto JOSÉ MANUEL SOBRINOCoordinación editorial NU RIA CLAVERDiseño MARICHU BUITRAGO

DE RAZÓN PRÁCTICA

Para petición de suscripcionesy números atrasados dirigirse a:

Progresa. Fuencarral, 6; 4ª. planta. 28004 Madrid. Tel. 915 38 61 04 Fax 915 22 22

Correo electrónico: [email protected]: www.claves.progresa.es

Correspondencia: PROGRESA. FUENCARRAL, 6; 2ª PLANTA. 28004 MADRID. TELÉFONO 915 38 61 04. FAX 915 22 22 91.

Publicidad: GDM. GRAN VÍA, 32; 7ª. 28013 MADRID. TELÉFONO 915 36 55 00.

Impresión: VÍA GRÁFICA. ISSN: 1130-3689Depósito Legal: M. 10.162/1990.

Esta revista es miembro de ARCE (Asociación de Revistas Culturales Españolas)

Esta revista es miembro de la Asociación de Revistas de Información

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EL METAJUEGO DE LA POLÍTICA COSMOPOLITA

ULRICH BECK

Nueva Teoría Crítica con intención cosmopolitaDe pronto, a comienzos del tercer milenio, el futuro de la humanidad aparece abierto. Las perspectivas, paradojas y consecuencias de esa situación se pueden desarrollar, aclarar y dilucidar mediante el concepto de metajuego de la política mundial. Metajuego signifi ca: la antigua política mundial, que aplica reglas, y la nueva política mundial, que las cambia, están entreveradas, son –por lo que respecta a actores, estrategias y alianzas– absoluta-mente inseparables. Comprender que a la media luz de la moribunda época nacional y de la naciente época cosmopolita la actua-ción política obedece a dos guiones comple-tamente diferentes pero al mismo tiempo entretejidos, que en la escena mundial, pues, y según la perspectiva que se adopte, dos elencos de actores diferentes protagonizan obras distintas que al entretejerse provocan un sinfín de paradojas en el drama político (sea el establecido o el alternativo, el obstruc-cionista o el aperturista); comprender todo esto, por mucha que sea la precisión con que pueda demostrarse, provoca confusión en las mentes y en la realidad. Esta confusión de categorías, guiones, obras y actores, este rees-cribir las obras teatrales de la política mun-dial mientras están representándose, son rea-les y caracterizan la esencia del metajuego1.

Los sistemas de reglas en el juego de la

política mundial pueden dividirse en institu-ciones y organizaciones. Instituciones son las reglas de base y de fondo vigentes para el ejercicio del poder y el dominio, o sea, pre-ceptos formales e informales de conducta que sirven para posibilitar o pretextar determina-das formas de praxis política (nacional e in-ternacional). Instituciones del juego de poder del Estado nacional son, por ejemplo, el con-trol estatal sobre un territorio delimitado, el reconocimiento y la diplomacia internaciona-les, el monopolio de los medios para ejercer la violencia, la soberanía del derecho (así co-mo las seguridades del Estado del bienestar, los derechos civiles y políticos fundamentales, etc.). Mientras que las instituciones fi jan las normas y formas básicas, o sea, el marco cate-gorial de la actuación política, las organizacio-nes se refi eren a actores específi cos que dispo-nen de un número determinado de miem-bros, de recursos fi nancieros y espaciales y de un determinado estatus legal. Enumero muy someramente tres organizaciones del me-

tajuego: Estados, actores de la economía mundial y actores de la sociedad civil global.

Según las controversias teóricas más im-portantes actualmente, el juego entre institu-ciones y organizaciones puede definirse y descifrarse a partir de dos lógicas de actua-ción que James March y Johan Olsen llaman la lógica de las consecuencias esperadas y la lógica de la adecuación. Según la lógica de las consecuencias, la actuación política sigue un cálculo de conducta racional que obedece la máxima de maximizar una proposición dada cuyas ventajas no están claras. Ejemplos de ella son la teoría de juegos clásica y la econo-mía neoclásica. En cambio, la lógica de la adecuación entiende las acciones políticas co-mo un producto del poder, los roles y las identidades que estimulan la conducta ade-cuada en situaciones dadas (March/Olsen, 1989; Krasner, 1999)

La teoría del metajuego es transversal a la lógica de las consecuencias esperadas y a la lógica de la conducta adecuada, pues sigue la lógica del cambio de reglas, esto es: el anti-guo orden institucional nacional-estatal-in-ternacional no es ningún dato ontológico si-no que siempre está en juego. La relación de instituciones y organizaciones se revolucio-na. Las instituciones no marcan el espacio y el marco dentro del cual las organizaciones hacen política; más bien son las organizacio-nes (por ejemplo, los actores económicos mundiales) las que escapan de la cápsula ins-titucional y dejan al descubierto los “a priori nacionales” de la actuación política2.

El metajuego que cambia las reglas de la política mundial signifi ca una segunda

4 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

1Fue Helmuth Plessner quien convirtió el concepto de juego en un concepto central de la política con su crítica a la típica actitud alemana de hacer política con el alma llorosa: “Al alemán no le gusta meterse en política porque no se atreve a jugar” (1931, pág. 104; 22). Con el concepto de juego, Plessner dice sí a la sociedad y a la opi-nión pública y las enfrenta al idilio de la comunidad (pre-cisamente para que aumenten las “posibilidades de jugar” [pág. 38]). Para Plessner, el espacio de juego representa el espacio público de las posibilidades estratégicas de acción. Estas posibilidades son más objetivas que la realidad, que al fi n y al cabo –como observa Robert Musil– sólo es una hipótesis aún no desmentida. Plessner destaca la apertura histórica de lo político: “En esta relación de indetermi-nación respecto a sí mismo el ser humano se comprende como poder y se descubre a sí mismo [...] como una

2 En el ámbito de la política mundial, “metajuego” significa, pensándolo en términos generales, “moder-nización reflexiva” (Beck/Giddens/Lash, 1996; Beck, 1993; Beck/Bonss, 2001). La idea teórica común es la interferencia de consecuencias accesorias, que suprimen las instituciones y fronteras básicas de la Primera Moder-nidad forzando una metapolítica que vuelva a estipular las reglas fundamentales y el trazado plural de las fron-teras de la convivencia. Por lo tanto, el juego de poder

pregunta abierta para toda su vida. Lo que el ser humano se niega a sí mismo en esta renuncia lo recupera como capacidad de poder hacer. Las numerosas posibilidades que gana con ello le marcan a la vez el límite que lo sepa-ra de las otras infi nitas maneras posibles de entenderse y concebirse a sí mismo (posibilidades que, por lo tanto, se pierde)” (Plessner, 1931, pág. 188). El juego, cuyo tema es la contención de las contingencias, consiste en jugar alternativamente con ellas. Sin embargo, para Plessner el sistema de reglas de las convenciones prevalece frente a las oportunidades extraordinarias del juego político, que desbordan todos los límites. Plessner analiza la diploma-cia, que refrena mediante pactos la contingencia salvaje del juego político desatado: “Diplomacia por su parte signifi ca el juego de la amenaza y la intimidación, de la astucia y la capacidad de convencer, del actuar y negociar, signifi ca los métodos y artes para acrecentar el poder, interna y necesariamente unidos a las artes de defenderlo y justifi carlo y al juego de las argumentaciones y de dar sentido al sinsentido” (pág. 99). Ante esta “posibilidad de un a priori político” que casi roza ya lo apolítico, y da vueltas “a la política como necesidad humana” (pág. 142, 1931) utilizo la metáfora del juego en el sentido de un metajuego, esto es en el sentido de un juego de la política en que lo que está en juego son los fundamentos y reglas fundamentales del poder y el dominio en el tránsito de la Primera a la Segunda Modernidad.

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Great Transformation (Polanyi, 1944). Los Estados ya no constituyen la única arena de la actuación colectiva en el sentido de marcar el espacio y las reglas de juego de la actuación política (incluidas las de las irre-nunciables instituciones sociales donde se toman y ejecutan las decisiones colectivas). Con el metajuego refl exivo, irrumpe en la realidad la pregunta de hasta qué punto los fundamentos mismos del poder estatal se convierten en objeto de estrategias de po-der políticas y económicas a nivel mundial. Pero esto signifi ca que es la globalización y no “el Estado” quien defi ne y transforma las arenas de la actuación colectiva. Hay un tema que resulta clave, una transforma-ción de segundo orden: la Gran Transfor-mación del orden centrado en el Estado

per se. El escenario exclusivo en el que los Estados nacionales y el sistema de las rela-ciones internacionales entre Estados deter-minaban el espacio de la actuación política colectiva se rompe desde dentro y desde fuera y es paulatinamente sustituido por un juego de metapoder más complejo, su-prafronterizo, transformador de las reglas de poder, paradójico, incalculable, subpo-lítico y mundial cuyo resultado está abier-to3. ¿Qué signifi ca esto?

El antiguo juego ya no es posibleLa globalización signifi ca dos cosas: se abre un nuevo juego en el que las reglas y los con-ceptos fundamentales del antiguo ya no son reales, aunque aún haya quien siga jugándo-lo. En cualquier caso, el antiguo juego, que tiene muchos nombres (como, por ejemplo, “Estado nacional”, “sociedad industrial na-cional”, “capitalismo nacional” o también “Estado del bienestar nacional”), ya no es po-sible solo. Se trataba de un juego sencillo, pa-recido grosso modo al juego de damas, en el que ambos jugadores disponían del mismo número de fi chas y jugadas. Con la globaliza-ción, no obstante, surgen un espacio y un marco de acción nuevos: la política se desli-mita y desestataliza. La consecuencia es que aparecen jugadores adicionales, nuevos pape-les, nuevos recursos, reglas desconocidas, contradicciones y confl ictos nuevos. En el antiguo juego cada fi cha jugaba de una única manera, cosa que ya no vale para el nuevo juego sin nombre del poder y el dominio. Por ejemplo, que las fi chas del capital tengan una movilidad nueva, semejante a la del caballo o la torre del ajedrez, signifi ca que hay diferen-cias escandalosas y curiosas polivalencias en la cualidad estratégica de las fi chas y las jugadas. Pero, sobre todo, los antiguos y los nuevos actores aún tienen que encontrar o inventar ellos mismos (defi nirlos y construirlos) sus roles y recursos en la cancha global. No está claro todavía cuáles son las nuevas jugadas ni cuáles los nuevos objetivos del juego. En el de damas, se trataba de comerse todas las fi chas del contrincante. Si el nuevo juego fuera el ajedrez, se trataría de hacer jaque mate al rey, pero esto tampoco es seguro ni cosa hecha.

En el antiguo juego de la política “Esta-do (del bienestar) nacional” el objetivo era la

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en torno a las reglas del poder también está dominado por las consecuencias accesorias, ya que, por ejemplo, los actores económicos mundiales actúan económicamente (no políticamente) pero superan la axiomática política del Estado nacional como consecuencia accesoria de sus deci-siones inversoras transnacionales (véanse más adelante los capítulos III/13, IV y V).

3 “Lo que tenemos entonces no es una rígida camisa de fuerza sino un campo de juego nuevo y más complejo. El juego de la globalización política está completamente abierto en múltiples aspectos. De hecho, el nuevo juego de poder no se dicta sólo desde uno de los bandos; es un juego pendular que se repite infi nitamente, con las estrategias y tácticas de los jugadores y sus “sombras del futuro” epistemológicas, que revierten en una serie de posibilidades de acción y frenos a la misma que siempre adquiere nuevas fi guras. Es más, este juego se caracteriza por ofrecer una multitud de resultados alternativos o “equilibrios múltiples” (desde un gobierno mundial al caos, pasando por multitud de posibilidades diversas). Al-gunas formas de globalismo desequilibrado o de hegemo-nía de sectores de mercados fi nancieros y cooperaciones

transversales o multinacionales también se cuentan entre ellas, como el “desorden doble” que a veces se califi ca de nueva Edad Media. Éstos son algunos de los escenarios más probables. Y las diferencias entre ellos son enormes” (Cerny, pág. 35, 2000).

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EL METAJUEGO DE LA POLÍTICA COSMOPOLITA

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mayor seguridad posible para todos. ¿Sigue siendo así? El objetivo político de la “era so-cialdemócrata” (Ralf Dahrendorf, 1970) con-sistía en alcanzar un alto grado de igualdad social sobre el telón de fondo de la homoge-neidad nacional. ¿Cuánta diferencia cultural, cuánta desigualdad social se puede, se debe tolerar? En el antiguo juego nacional-interna-cional dominaban las reglas del derecho in-ternacional, cosa que comportaba que en el interior del Estado se podía hacer lo que se quisiese con los propios ciudadanos. ¿Están estas reglas todavía en vigor o hace mucho que se aplica la difusa regla de la “soberanía limitada” siguiente: en caso de “limpiezas ét-nicas” o graves violaciones de los derechos humanos de sus ciudadanos, todo Estado tie-ne que contar con “intervenciones humanita-rias” de la comunidad de Estados fundadas en los derechos cosmopolitas y humanos? ¿Pueden los jefes de gobierno, ministros o embajadores que hayan violado en sus países los derechos cosmopolitas de sus conciudada-nos confi ar aún en su inmunidad diplomáti-ca o es de esperar que se les detenga y lleve ante un tribunal en los países que visiten?

En el antiguo juego había determinadas reglas de juego limpio: quien saca un seis no tira o tira doble; o la regla de que tras cada ti-rada le toca el turno al contrincante, o sea, la alternancia. ¿Es así todavía o sólo en determi-nadas circunstancias o relaciones de poder y no en otras? ¿Quién decide lo que vale o no? La política, en el cambio de las épocas, cae en una media luz curiosa, en la media luz de la doble contingencia: ni las antiguas institucio-nes básicas y reglas de juego, ni las formas de organización específi cas y los papeles de los que actúan, están fi jados sino que surgen, se reescriben, se estipulan con el juego en mar-cha. Hasta dónde, no está claro: depende de circunstancias contingentes y de los objetivos y alternativas de la política en general.

La gracia del argumento del metajuego es que las oportunidades de acción de los ju-gadores dependen esencialmente de cómo se defi nan ellos y cómo redefi nan lo político. Ambas defi niciones son requisitos para el éxi-to. Sólo la crítica de la ortodoxia del Estado nacional y la aparición de nuevas categorías que guíen la mirada cosmopolita dan paso a nuevas oportunidades de poder. Quien se aferre a la antigua dogmática del juego de da-mas (por ejemplo, el fetiche de la “sobera-nía”) será suprimido y arrollado sin que se le permita siquiera quejarse. Éstos son los costes de aferrarse a las reglas del antiguo juego de damas (costes, por ejemplo, para los Estados que ponen condiciones al cambio a una mi-rada cosmopolita). En otras palabras: el na-cionalismo metodológico, insistir en el punto de vista de que el metajuego político mundial

es y seguirá siendo un juego de damas nacio-nal, se revela como extremadamente costoso: nubla la mirada e impide percatarse de las nuevas jugadas y las nuevas fuentes de poder. En efecto, la posibilidad de que en el me-tajuego las reglas de ganancia-pérdida o pérdi-da-pérdida se conviertan en reglas de ganan-cia-ganancia de las que puedan benefi ciarse el Estado, la sociedad civil global y el capital en la misma medida, sigue sin estar dilucidada teórica, empírica y políticamente. Hay que dar la vuelta a la premisa marxiana: no es el ser lo que determina la conciencia, sino que es la conciencia de la nueva situación en que se halla la acción (la mirada cosmopolita) la que maximiza las oportunidades de acción de los jugadores en el metajuego de la política mundial. Hay una vía óptima para transfor-mar la propia posición de poder (posible-mente incluso el mundo de la política): un cambio de mirada. Una forma de contemplar el mundo escéptica y realista (y al mismo tiempo cosmopolita).

La agenda neoliberal es el intento de institucionalizar los benefi cios del capital, unos benefi cios históricamente momentá-neos y fruto de la movilidad política mun-dial del mismo. La perspectiva del capital, llevada radicalmente al fi nal, se postula a sí misma como absoluta y autónoma y así da al espacio estratégico de poder y de posibilida-des de la economía clásica la forma política de un poder subpolítico mundial. Resulta que lo que es bueno para el capital es lo me-jor para todos. La promesa es que todos sere-mos más ricos y que fi nalmente también los pobres se benefi ciarán. La capacidad de se-ducción de esta ideología neoliberal no está, pues, en desatar los egoísmos o en maximizar la competencia sino en prometer la justicia global. El supuesto es: la maximización del poder del capital es fi nalmente el mejor ca-mino al socialismo. Por eso el Estado (social) es superfl uo.

No obstante, la agenda neoliberal insiste al mismo tiempo en que el capital tenga dos fi chas y dos jugadas en el nuevo metajuego. Todos los demás disponen, igual que hasta ahora, de una fi cha y una tirada. El poder del neoliberalismo reside en la desigualdad radi-cal a la hora de decidir quién puede vulnerar las reglas y quién no. Cambiar las reglas es y seguirá siendo el privilegio revolucionario del capital. Todos los demás están condenados a conformarse con ellas. La mirada nacional de la política (y del nacionalismo metodológico de la ciencia política) consolida esta superioridad en el juego, esta superioridad del poder del capital surgido del juego nacional de damas. Pero la superioridad del capital consiste esen-cialmente en que los Estados no le van detrás, en que la política se recluye a sí misma en la

férrea cápsula de las reglas del juego de damas nacional. ¿Quién es entonces el contrapoder, el contrincante del capital globalizado?

El contrapoder de la sociedad civil globalPara la conciencia pública y para muchos investigadores, el papel del contrapoder a es-te capital que revienta reglas no corresponde a los Estados, sino a la sociedad civil global y su pluralidad de actores. En el antiguo juego “capital” contra “trabajo” las relaciones entre poder y contrapoder se pensaban se-gún la dialéctica del amo y el esclavo. El con-trapoder del esclavo –el trabajador– estaba en que podía reservarse su fuerza de trabajo. El núcleo del contrapoder era la huelga or-ganizada: los trabajadores dejaban de traba-jar. Los límites de este contrapoder los mar-caba, entre otras cosas, que los trabajadores tuvieran trabajo y el correspondiente contra-to, es decir, tenían que ser miembros de al-guna organización para poder hacer huelga. Además, como contrapartida les amenazaba el cierre (lock-out), que era la base del con-trapoder del capital. Esta forma de dialéctica del amo y el esclavo sigue existiendo pero está cada vez más desvirtuada por la nueva movilidad suprafronteriza del capital. Pode-mos comprobarlo de la mano de un ejemplo ocurrido en Alemania el verano de 2001.

VW, un consorcio rentable, quería hacer trabajar más a sus nuevos trabajadores pero pagándoles menos. ¡Todos se mostraron entu-siasmados!: los sindicatos, Schröder (el canci-ller federal socialdemócrata) y los empresarios; todos alabaron el nuevo modelo como un ejemplo extensible a otros sectores. Los em-presarios exigían “abrir” la tabla salarial (hacia abajo, se entiende). Eso se llama “fl exibilidad” (sin rodeos: en condiciones de competencia global, las relaciones laborales y salariales caen en una espiral descendente). VW había ame-nazado con producir el nuevo VW Mini-Van en Eslovaquia o en la India. El júbilo de los “partidos trabajadores” y los sindicatos se de-bía al éxito de haberlo evitado. Pero eso tam-bién signifi ca que, en el futuro, en Alemania se deberá trabajar más, incluso durante el fi n de semana, por un salario y unas prestaciones sociales considerablemente menores. La altura desde la que les da miedo caer a los trabajado-res ante esta globalización es especialmente grande en los Estados ricos del bienestar. Na-die piensa en la solidaridad suprafronteriza, en el hecho de que los trabajadores alemanes les han quitado trabajo a los eslovacos, por ejemplo.

El contrapoder de la sociedad civil glo-bal, en cambio, adopta la fi gura del consumi-dor político. El consumidor está más allá de la dialéctica del amo y el esclavo. Su contrapo-der emana de que puede rehusar la compra

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ULRICH BECK

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siempre y en cualquier lugar. Al “arma de la no-compra” no puede ponérsele límites loca-les, temporales o materiales. Necesita algunas condiciones: como, por ejemplo, que haya una gran oferta de productos y bienes de ser-vicio entre los que el consumidor pueda ele-gir. Precisamente con estas condiciones, o sea, que haya pluralidad de posibilidades de compra y consumo, desaparecen los costes subjetivos de castigar con la no-compra orga-nizada este producto de este consorcio.

Para los intereses del capital es fatal que no haya ninguna contraestrategia para el cre-ciente contrapoder de los consumidores: ni siquiera los todopoderosos consorcios pueden despedir a sus consumidores. A diferencia de los trabajadores, los consumidores ni son ni quieren ser miembros. El medio de presión de producir en otros países donde los consu-midores aún sean buenos y se traguen todo lo que se les ponga por delante es un instru-mento totalmente inútil. Primero, el consu-midor está globalizado y, como tal, es muy deseado por los consorcios. Segundo, no se puede hacer frente a las protestas de los con-sumidores de un país yéndose a otros países sin mutilarse a uno mismo. Tampoco resulta servirse de la solidaridad nacional de unos contra otros. Las protestas de consumidores son, como tales, transnacionales. La sociedad mundial que existe objetivamente es la socie-dad de consumo. El consumo no conoce fronteras: ni las de la producción ni las de la adquisición. No todos los consumidores son trabajadores y esto es lo que hace tan peligro-so su contrapoder, apenas desplegado hasta ahora, para el poder del capital.

Mientras que el contrapoder de los tra-bajadores –conforme a la dialéctica del amo y el esclavo– está ligado a relaciones de interac-ción y contrato directas y espacio-temporales, el consumidor no conoce ninguna de estas ataduras territoriales, locales y contractuales. Bien conectado y movilizado con vistas a un objetivo, el consumidor sin ataduras, libre, transnacionalmente organizado, puede con-vertirse en un arma dañina. Para los particu-lares, la huelga es arriesgada; en cambio, no comprar determinados productos y desapro-bar de esta manera la política de los consor-cios no tiene ningún riesgo. Con todo, este contrapoder del consumidor político debe organizarse: sin actores abogatorios, pertene-cientes a la sociedad civil, el contrapoder de los consumidores se trunca. Los límites de la organizabilidad son también los límites del contrapoder de los consumidores. El boicot de los compradores apela a los que no son miembros de nada, de manera que es difícil de organizar: necesita de la premeditada dra-maturgia de los medios públicos de comuni-cación, de la escenifi cación de una política

simbólica y se desinfl a si la atención del pú-blico es insufi ciente. El requisito es y seguirá siendo el dinero. Sin capacidad de compra no hay poder de los consumidores. Todo lo cual pone límites inmanentes al contrapoder de los consumidores.

La transformación del EstadoNingún camino puede saltarse la redefi nición de la política estatal. Los defensores y actores de la sociedad civil global son sin duda irre-nunciables en el juego global de los poderes y contrapoderes, en particular para la imposi-ción de valores y normas globales; pero la abstracción de la transformación de los fun-damentos del Estado y la política induce a hacerse la gran ilusión de un mundo libre de cadenas económicas y culturales dispuesto extrapolíticamente a una nueva paz. El nuevo humanismo de la sociedad civil permite ex-traer la vaga conclusión de que las contradic-ciones, crisis y consecuencias accesorias de la Segunda Gran Transformación, ya en mar-cha, podrían civilizarse a escala global gracias a las nuevas esperanzas que transmite el com-promiso de la sociedad civil. No obstante, es-ta conclusión pertenece a la galería genealógi-ca de lo apolítico.

A la vista de lo cual es esencial compren-der que el metajuego sólo puede pasar de ser un juego de pérdida-pérdida a un juego de ganancia-ganancia modifi cando la política es-tatal (la teoría política y la teoría del Estado). La cuestión clave es, pues: ¿cómo se puede y se debe abrir y reconfi gurar el concepto y la forma organizativa del Estado a la vista de los desafíos de la globalización económica y cul-tural? ¿Cómo es posible una autotransforma-ción cosmopolita del Estado? Preguntado de otra manera: ¿quiénes son los “príncipes de-mocráticos” de la Segunda Modernidad en el sentido de un maquiavelismo cosmopolita?4 La respuesta es: el príncipe cosmopolita es un actor colectivo. Pero ¿cuál? ¿Serán los jefes de los consorcios los nuevos príncipes que glo-

balicen la “destrucción creadora” de Schum-peter o quizá serán los actores de Greenpeace y Amnistía Internacional los nuevos David que lleven la contraria a los Goliat? ¿O pasa-rán por tales los héroes del diseño del Estado del bienestar, que se autodenominan “moder-nizadores” y llevan a efecto la agenda neolibe-ral? No: tan apolítico es que la sociedad civil global pueda sustituir al Estado en la renova-ción de la política estatal como nuevo y aún no ensayado que, por decirlo así, la sociedad civil tome el poder. A una simbiosis semejan-te entre sociedad civil y Estado la llamo Esta-do cosmopolita. Los príncipes democráticos de la era global que buscamos serían los renova-dores cosmopolitas del Estado. La cuestión clave tanto para la estabilización de la socie-dad civil global como para la movilidad mun-dial del capital como para la renovación de la democracia, es decir, la cuestión de las reglas todos-ganan de la política mundial, es cómo liberar a las ideas, teorías e instituciones del Estado de sus miopías nacionales y abrirlas a la época cosmopolita.

En este sentido, para evitar discutir la falsa alternativa entre política estatal y políti-ca de la sociedad civil en la era global, es ne-cesario distinguir claramente entre centrarse en el Estado y centrarse en el Estado nacio-nal. Por acertado que sea despojarse de la fi ja-ción nacional porque el Estado ya no es el ac-tor del sistema internacional sino un actor entre otros, sería erróneo que pagasen justos por pecadores y al criticar la mirada fi ja en lo nacional perdiésemos de vista la posible capa-cidad de acción y autotransformación del Es-tado en la era global. El juego de metapoder consiste, pues, en pensar, hacer y estudiar el Estado como contingente y políticamente mutable. Cosa que suscita la pregunta si-guiente: ¿cómo es posible la transnacionaliza-ción de los Estados?

La respuesta no es que la globalización de la economía dicte la política de la globali-zación, como se supone mayoritariamente; más bien es que la política reaccione a los desafíos de la globalización, y para ello dis-pone de diversas opciones estratégicas que se diferencian entre sí –y esto es central– según permanezcan en el marco del antiguo juego de damas nacional o rompan con él. Aquí es válida la ley de la decadencia del poder del Estado nacional: quien en el metajuego glo-bal sólo juega con las cartas nacionales, pier-de. Es necesario invertir la perspectiva, pues

Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

4 No hay que confundir la cuestión del maquiave-lismo cosmpolita que planteo en este libro con la secreta prescripción de un absolutismo despreciativo con los seres humanos. Yo conecto, más bien, con la tradición del maquiavelismo republicano, que, como demuestra Pocock en su libro Th e Machiavellian Moment [El mo-mento maquiavélico] (1975), infl uyó sobre los padres de la Constitución norteamericana y su concepto de libertad y soberanía políticas. Para Maquiavelo (1986), el poder es poder inserido e inscrito en la sociedad; sólo puede entenderse y practicarse adecuadamente discerniendo su génesis y dinámica sociales. Desde su punto de vista, el poder es tan íntimamente republicano que ambos con-ceptos resultan sinónimos. El poder presupone el contra-poder y sólo puede lograrse jugando con el contrapoder, contrarrestado siempre por éste en un proceso estratégico de interacción basado en un orden institucional. Maquia-velo tuvo que pensar esta visión de las cosas enfrentán-dose a las formas premodernas de lo apolítico. Hoy, las

contrastantes coaliciones de pensamiento apolítico, que van desde la política de la teoría de sistemas (Luh-mann) hasta los teóricos (¡no los actores!) de la socie-dad civil antiestado, pasando por la antipolítica de los posmodernos y la autosupresión neoliberal del Estado, distorsionan esta cuestión.

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EL METAJUEGO DE LA POLÍTICA COSMOPOLITA

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también es válida esta premisa: el contrapo-der de los Estados resulta de la transnaciona-lización y cosmopolitización de los mismos. Sólo si los Estados consiguen igualar la movi-lidad del capital y redefi nir y reorganizar sus posiciones de poder y sus jugadas podrá fre-narse internacionalmente el desmoronamien-to del poder y la autoridad del Estado e in-cluso darle la vuelta.

Hay que diferenciar dos tipos de auto-transformación transnacional de los Estados: las estrategias de transnacionalización inau-ténticas y las auténticas. La transnacionaliza-ción puede ser una jugada del antiguo juego del Estado nacional; entonces queda prisione-ro del mismo y busca la “nueva razón de Esta-do” (Klaus-Dieter Wolf, 1999). Así, por ejem-plo, las alianzas entre la Organización Mun-dial de Comercio (OMC) y los Estados particulares pueden servir para ganar sobera-nía puertas adentro contra, por ejemplo, las reivindicaciones participativas de la sociedad civil. Quizás así se consiga driblar a la propia oposición vía Europa, la OTAN, la OMC, etc.; pero la transnacionalización también puede romper con la axiomática nacional y ser un primer paso en la formación de un Es-tado o liga de Estados cosmopolita. Es en este último caso cuando hablo de transnacionali-zación auténtica.

El metajuego posibilita a todos un doble juego mediante el intercambio de papeles: se le endosan la responsabilidad del fracaso y la política de la píldora amarga al contrincante respectivo. Nace la política del “Estado (sola-padamente) astuto” (Shalini Randeria, 2001): se niega el propio poder para poder jugarlo mejor y se traspasa la responsabilidad de las consecuencias de las propias decisiones o la falta de ellas al otro bando o al nuevo cheque en blanco para no hacer nada de la globaliza-ción. Los jefes de gobierno, como dóciles conversos de lo nuevo, pueden achacar su de-bilidad cara a cara a los nuevos poderes mun-diales, la OMC, las organizaciones no guber-namentales (ONG), etc., para justifi car ante sus electores –y a la vez eludir– la responsabi-lidad de su inactividad. Los actores de la OMC juran su antiguo papel de expertos, destacan su neutralidad científi ca e imponen de esta manera, por encima de cualquier frontera, su política exterior-interior mundial contra gobiernos electos. Hay gobernantes por todo el mundo que atacan públicamente al nuevo “imperialismo de los derechos hu-manos” y se vanaglorian de las “diferencias culturales”, o sea, del derecho a la diversidad cultural; pero después la utilizan como arma en la lucha interior para eliminar la oposición política y la libertad de expresión. Las ONG proclaman y luchan por los derechos huma-nos (por la autolegitimación de los mismos);

pero para ellas esta misión global es a la vez un instrumento para competir por los come-deros de “problemas globales” de los que ellos mismos se nutren.

Grupos terroristas como nuevos actores globalesCon las horribles imágenes de Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001 globalizadas mediáticamente, los grupos te-rroristas se han consolidado de sopetón co-mo nuevos actores globales en competencia con los Estados, la economía y la sociedad civil. Las redes terroristas son en cierto modo “ONG de la violencia”. Operan como las ONG de la sociedad civil: desterritorializa-damente, descentralizadamente, esto es, tan-to local como transnacionalmente. Mientras, por ejemplo, Greenpeace y Amnistía Inter-nacional denuncian públicamente las crisis que afectan al medio ambiente y las violacio-nes de los derechos humanos perpetradas por los Estados, la diana de las ONG terroristas es el monopolio estatal de la violencia. Esto signifi ca, por una parte, que esta clase de te-rrorismo transnacional no se circunscribe al terrorismo islamista sino que puede vincular-se a todos los objetivos, ideologías y funda-mentalismos posibles. Por otra parte, hay

que distinguir entre el terrorismo de los mo-vimientos de liberación nacional, que tienen una unidad territorial y nacional, y las nue-vas redes terroristas transnacionales que ope-ran desterritorializadamente, esto es, por en-cima de las fronteras, como consecuencia de lo cual invalidan de un plumazo la gramática nacional de la milicia y la guerra.

Si hasta ahora la mirada militar se dirigía a sus iguales, esto es, a organizaciones milita-res de otros Estados nacionales y a su defen-sa, ahora son amenazas transnacionales de criminales y redes subestatales las que desa-fían a los Estados del mundo entero. De mo-do que, como antes en el ámbito cultural, hoy vivimos en el militar la muerte de las distancias, o sea, el fi n del monopolio estatal de la violencia en una civilización en la que al fi nal todo puede convertirse en un misil en manos de fanáticos resueltos. Los símbo-los de paz de la sociedad civil pueden trans-formarse en instrumentos del infi erno, cosa que no es en principio nueva pero sí omni-presente ahora como experiencia clave.

Antaño, los terroristas intentaban salvar su vida después de cometer un delito. Los te-rroristas suicidas extraen una enorme fuerza destructiva de la renuncia premeditada a su propia vida. El que perpetra atentados terro-

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ristas es, por así decir, la contraimagen más radical del Homo oeconomicus. Puesto que no conoce freno económico o moral alguno, es vehículo de la atrocidad más absoluta. El ac-to suicida y el terrorista suicida son singula-res en sentido estricto. Ni el suicida puede cometer dos veces un atentado suicida, ni es necesaria ninguna autoridad estatal que lo declare culpable. Tal singularidad queda se-llada con la simultaneidad de acto, autoin-culpación y autoextinción.

Por eso, la “alianza antiterrorista” quiere atrapar a los presuntos “hombres en la som-bra”, a los que “tiran de los hilos”, a los mece-nas estatales de los terroristas. Pero al ejecu-tarse los criminales a sí mismos las causalida-des se pierden, se desvanecen. Se dice que los Estados son esenciales para la creación de re-des terroristas transnacionales; pero ¿no será precisamente la falta de Estado, la inexisten-cia de estructuras estatales que funcionen, el humus de las actividades terroristas? Posible-mente la imputación a Estados y hombres que dan las órdenes desde la sombra siga te-niendo su origen en un pensamiento militar, mientras que estamos en el umbral de una individualización de la guerra: ya no “gue-rrean” Estados contra Estados, sino indivi-duos contra Estados.

Hay una serie de condiciones que acre-cientan el poder de las acciones terroristas: la vulnerabilidad de nuestra civilización; la pre-sencia mediática global del peligro terrorista; el juicio del presidente de los Estados Unidos de que estos criminales amenazan “la civiliza-ción”; la disposición de los mismos a autoex-tinguirse; y, fi nalmente, la multiplicación ex-ponencial de los peligros terroristas merced a los avances técnicos. Con las tecnologías del futuro, la técnica genética, la nanotecnología y la robótica, estamos abriendo una “nueva caja de Pandora” (Bill Joy). La manipulación genética, las tecnologías de la comunicación y la inteligencia artifi cial –encima fusionadas entre sí– burlan el monopolio estatal de la violencia y abren la puerta, si no se le pone pronto un cerrojo internacional efectivo, a una individualización de la guerra.

Así, cualquiera, sin excesivos derroches, podría generar genéticamente una plaga que pensada para largos períodos de incubación, amenazara premeditadamente a determinadas poblaciones, o sea, una bomba atómica gené-tica en miniatura. Y éste es sólo un ejemplo entre otros muchos posibles. La diferencia con las armas atómicas y las biológicas es no-toria. Se trata de desarrollar con una base científi ca tecnologías que puedan difundirse con facilidad y revolucionarse continuamente a sí mismas, de modo que escapen a la posibi-lidad de que los Estados las controlen y mo-nopolicen (a diferencia de lo que ocurre en el

caso de las armas atómicas y químico-biológi-cas, que necesitan de determinados materiales y recursos –como uranio apto para uso arma-mentístico– o costosos laboratorios). La po-tenciación de los individuos frente a los Esta-dos también podría abrir la caja de Pandora política: no solamente caerían los muros que actualmente separan a ejército y sociedad civil sino también los que separan a inocentes y culpables, sospechosos y no sospechosos. Has-ta ahora el derecho ha hecho unas distincio-nes muy tajantes al respecto; pero si la indivi-dualización de la guerra nos amenazara, el ciudadano tendría que demostrar que no es peligroso, pues en estas condiciones al fi nal cualquier particular resultaría sospechoso de ser un terrorista potencial. Por lo tanto, todos tendrían que avenirse a ser controlados “por seguridad”, sin razones concretas. Así, la indi-vidualización de la guerra llevaría fi nalmente a la muerte de la democracia, pues los gobier-nos tendrían que unirse con otros gobiernos contra sus ciudadanos para conjurar los peli-gros que vendrían de éstos.

El poder político de percibir los riesgos de la civilizaciónAsí pues, es bien notoria la ley de que las per-cepciones globales del riesgo abren espacio a nuevas oportunidades transnacionales de po-der. Sin embargo, el presidente estadouniden-se Bush no ha aprovechado el moment of deci-sion para atreverse a embarcarse en un sistema estatal cosmopolita. Más bien ha empezado a erigir (con el poder político de la percepción de la amenaza terrorista) Estados vigilantes transnacionales en los que seguridad y ejército se escriben en mayúscula; y libertad y demo-cracia en minúscula. La pregunta clave es quién defi ne lo que es un “terrorista transna-cional”. Estados Unidos no es sólo la víctima del ataque terrorista sino también –y a escala global– el sheriff , el fi scal, el juez mundial, el jurado y el que ejecuta la sentencia, todo en uno. Por lo tanto, el peligro del terrorismo impulsa la promiscuidad del poder, parece dar una licencia para cazar terroristas poco menos que ilimitada incluso a ejércitos y Estados de-mocráticos; o, mejor dicho, son estos mismos los que se dan poderes para vencer el “peligro de la humanidad”. Según su razonamiento de que los terroristas no actúan aislados5 sino apoyados por Estados “malos”, el presidente estadounidense Bush ha desarrollado una nueva doctrina militar que apela al derecho de autodefensa para justifi car intervenciones armadas contra los Estados que amenacen a

Estados Unidos. En efecto, Washington ha llegado hasta el punto de no excluir lo impen-sable: ser el primero en golpear a los Estados sospechosos de terrorismo con las llamadas “miniarmas atómicas”.

¿Qué objetivo tiene la “guerra contra el terrorismo”? Los objetivos conceptualmente indefi nidos (como la aniquilación del “mal”, del terrorismo en sus raíces) no conocen lími-tes, no tienen ningún posible punto fi nal; por eso vienen a ser una potenciación general. Las diferencias fundamentales entre guerra y paz, ataque y defensa quedan suprimidas. La sos-pecha de terrorismo radicaliza y fl exibiliza la construcción de imágenes del enemigo. Igual que los consorcios producen sin dependencias locales, los Estados poderosos pueden ir cons-truyendo imágenes del enemigo. Lo que de-termina quién es el (próximo) enemigo y quién tiene que contar con acciones militares no es la declaración de guerra de un Estado sino el juicio arbitrario del Estado amenaza-do. Esta fl exibilización del concepto de ene-migo desestatalizado, desterritorializado, per-mite: primero, el uso universal de la violencia armada con vistas a la “defensa interior” (caso de Estados Unidos y también de Rusia, Ale-mania, Israel, Palestina, India, China, etc.); segundo, la declaración universal de guerra contra Estados que no hayan atacado previa-mente; tercero, la normalización e institucio-nalización del “Estado de excepción” en el in-terior y en el exterior; cuarto, la deslegaliza-ción no sólo de las relaciones internacionales y los enemigos terroristas sino también del propio Estado de derecho y de las democra-cias extranjeras.

Por lo demás, la imagen de un enemigo desestatalizado invalida las alianzas militar-políticas más consolidadas (como la OTAN), ya que la imagen del enemigo a que éstas se orientan es la de un enemigo estatal. En su lugar aparecen coaliciones antiterroristas que, aunque reaccionen con fl exibilidad a las suce-sivas imágenes del enemigo terrorista, siempre tienen que volver a formarse, de manera que estimulan la diplomacia y obligan a escapar del pensamiento de los bandos y alianzas.

Las construcciones de imágenes terroris-tas del enemigo “matan” la pluralidad de la sociedad y de las racionalidades de los exper-tos, la independencia de los tribunales y la va-lidez incondicional de los derechos humanos. Dan poder a los Estados y los servicios secre-tos para hacer una política de desdemocrati-zación. Buena muestra del poder de la per-cepción del riesgo es que incluso dentro de las democracias desarrolladas hay derechos civiles y políticos fundamentales que de pronto re-sultan revocables (y revocados), y encima con el asentimiento de la arrolladora mayoría de una población democráticamente experimen-

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5 Este cambio de rumbo rompe con la praxis que había introducido el presidente de Estados Unidos Bill Clinton. Él estableció que hay que atribuir las actividades terroristas a individuos y no a Estados.

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tada. Ante la alternativa entre seguridad y li-bertad, los gobiernos, parlamentos, partidos y la población (que, si no, compiten y se blo-quean recíprocamente) se deciden, tan unáni-me como rápidamente, a la restricción de li-bertades fundamentales. Al mismo tiempo, en temas policiales y militares los derechos de soberanía nacionales se sacrifi can (más o me-nos unilateralmente) a las necesidades de la cooperación transnacional en el combate con-tra el terrorismo militante.

Queda claro: la percepción global de los riesgos globales de la civilización provoca una refl exividad política que resquebraja la orto-doxia nacional, abre el espacio político de ac-ción y posibilita el cambio a la mirada cosmo-polita. Lo mismo puede decirse (como hemos mostrado) de la percepción del peligro terro-rista. Pero para la percepción global de peli-gros ecológicos y económicos es atinado ade-más proponer algo así como la ley de la valen-cia política contrastante de los riesgos fi nancieros globales y los riesgos globales de la civilización: los riesgos económicos globales son individualizables y favorecen la renacionaliza-ción; los riesgos ecológicos de la civilización, por el contrario, son cosmopolitizables. “Globali-dad” quiere decir, en este sentido, darse cuen-ta de que la civilización está autoamenazada y de que el planeta es fi nito: una constatación que supera el antagonismo de los pueblos y los Estados y crea un cerrado espacio de ac-ción de signifi caciones vinculantes intersub-jetivamente. Los riesgos fi nancieros globales –como muestra, por ejemplo, la crisis asiática de los años 1997-1998– sumen a grupos en-teros de población en el desempleo y la po-breza; pero, dado que afectan a la propiedad privada y a las oportunidades de ganarse la vida, se manifi estan en millones de “destinos particulares”. En cambio, la globalidad de los peligros civilizatorios llama la atención sobre el sentido cotidiano de una comunidad de destino cosmopolita, abriendo así un nuevo espacio de experiencias que es a la vez global, individual y local, por lo que funda (¡en cier-tas circunstancias!) contextos de sentido y ac-ción cosmopolitas. Esta cosmopolitización de los riesgos de la civilización es un punto de partida central para las estrategias abogatorias de los movimientos de la sociedad civil.

¿Quiénes son los “jugadores”?El discurso de las perspectivas de acción “del capital”, “de la sociedad civil global”, “del Es-tado”, ¿no es una grosera y deliberada viola-ción del deber científi co de proceder con es-mero? ¿No alude demasiado generalmente a los diversos grupos y grupúsculos, simplifi -cando de forma inadmisible su multiplicidad interior y los contrastes evidentes entre los mismos? ¿A quién se refiere, por ejemplo,

cuando habla “de la economía”? ¿A las empre-sas particulares? ¿Al “capital”, la “clase”, los gerentes, los accionistas? ¿Se trata de actores individuales, actores colectivos, actores coope-rativos? ¿O los grupos y agregados sociológi-cos que se sirvan de las llamadas estrategias de acción del capital, el Estado y la sociedad civil globales serán de un tipo completamente di-ferente? ¿Es posible, como afi rmaba Foucault, que actúe “nadie”, que en la mesa quede vacío el asiento de un “jugador”?

La respuesta que intento dar es que los jugadores no son jugadores: es el metajuego el que los convierte en tales. Los jugadores deben constituirse políticamente y organizar-se en el juego como parte del juego. En otras palabras: rige una lógica interaccionista de la constitución social recíproca como compa-ñero o contrincante en el juego. No es ya que las oportunidades de poder de los juga-dores, sus recursos y su espacio de acción es-tén interrelacionados; es que los actores sólo se realizan a través de sus jugadas: en virtud de su autointerpretación, articulación, movi-lización y organización ganan (o pierden) en la confrontación recíproca de su identidad y capacidad de acción.

De la lógica del metajuego se sigue una específi ca asimetría de poder de capacidad es-tratégica entre capital, Estado y sociedad civil globales. La gestación del contrapoder políti-co está extraordinariamente condicionada, cosa que puede decirse tanto de la globaliza-ción de la sociedad civil como de la transna-cionalización de los Estados. La especial forta-leza del capital es, precisamente a la inversa, que no tiene que organizarse como conjunto para poner en juego su poder ante los Esta-dos. “El capital” es una manera de expresar la suma de acciones no coordinadas de empresas particulares, fl ujos fi nancieros y organizacio-nes supranacionales (OMC, FMI, etc.), una suma cuyos resultados –en el sentido de la política como consecuencia accesoria– presio-nan más o menos imprevista o involuntaria-mente a los Estados e impulsan, por lo tanto, la desaparición del antiguo juego de damas “Estado nacional”. El capital es sumamente heterogéneo; a su inmanente jugar con y con-tra también le amenazan o le afectan las “ad-quisiciones hostiles” y los riesgos de la globali-zación. No obstante, a causa de la política co-mo consecuencia accesoria, los Estados lo cubren. “El” capital, pues, no necesita en ab-soluto existir como unidad de acción: no tie-ne que sentarse a la mesa de juego para hacer valer su poder. Este “nadie” puede ocupar un sitio en la mesa del metajuego político mun-dial; y eso es precisamente lo que aumenta el poder de los actores económicos mundiales.

Por el contrario, los Estados deben des-embarazarse de su ortodoxia nacional y orga-

nizarse colectivamente (por ejemplo en la Unión Europea) para abrir un espacio trans-nacional a su poder y su papel en el juego. La debilidad del ejercicio del contrapoder, tanto del estatal como del emanado de la so-ciedad civil, es que contrapoder, como tal, no lo hay, ya que primero tiene que defi nir-se, orientarse, organizarse; o sea, constituirse políticamente en el campo de acción global contra todas las resistencias.

Las acciones como la siguiente van en au-mento: los Estados de la OTAN acuerdan una acción armada conjunta para extinguir el fuego de la guerra civil étnica en Macedonia. Esta acción militar punto-verde no sólo esca-pa a las categorías de guerra y paz, de inter-vención militar y trabajo social; también se lleva a cabo, por decirlo así, “sin oposición”, como engrasada por el asentimiento general. Posiblemente pueda universalizarse que quien sale a la calle contra la globalización económi-ca lucha por la globalización de los derechos humanos, la protección del medio ambiente, los derechos de autodeterminación sindicales, etc. Y ahí se observa una inédita asimetría de disenso y consenso en el espacio nacional y transnacional: mientras en el espacio nacional la política confi guradora –muy deplorada– se enarena en “los entrelazamientos de la políti-ca” (Scharpf), la capacidad de acción transna-cional de los Estados surge bajo el signo de un consenso forzoso que sólo admite la contesta-ción y la resistencia como variaciones del asentimiento. Los “problemas globales” –los derechos humanos, la evitación de la catástro-fe climática, la lucha contra la pobreza y por la justicia– abren nuevas fuentes de legitimi-dad, una legitimidad extrademocrática y ex-traestatal que se funda a sí misma: el asenti-miento sustituye al voto. Dicho de otro mo-do: en el espacio de experiencia de la globalidad nace una ley peculiar: la ley de la insuprimible inmanencia del estar en contra. La globalización, en otras palabras, devora a sus enemigos: quien está contra ella está por ella (por otra globalización).

Cambio de paradigma de la legitimidadLa pregunta de las preguntas, la pregunta crucial que el metajuego, llevado a su extre-mo, lanza sobre la mesa es: ¿quién o qué de-cide la legitimidad del cambio de las reglas del juego? La transformación de las reglas del juego ¿transcurre sobre los fundamentos de legitimación del juego de damas nacional o son las fuentes nacionales de legitimidad del poder y el dominio las que se ponen en jue-go en el metajuego? ¿Quién aboga por qué? ¿Quién juega al cambio de posiciones y pre-suponiendo qué?

Parece natural pensar que la respuesta a estas cuestiones clave sale de las respectivas

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perspectivas de acción de los jugadores; es de-cir, de los contrastes generados por una lógica de la interacción. Pero la consecuencia inme-diata de esto sería que el metajuego de la polí-tica mundial estaría bajo el signo de un mal-entendido grandioso. Los partidarios del or-den-juego de damas nacional (atrapados por la fe en la validez secular, sobrenatural e in-franqueable de la legitimidad del antiguo sis-tema de reglas nacional-internacional) juegan al nuevo gran juego de poder suponiendo que cualquier orden –también futuro– tendrá que corresponder en último término a la legitimi-dad del orden-juego de damas nacional. Para ellos, el orden global es, por lo que respecta a sus fundamentos de legitimación, un orden internacional derivado de la legitimidad del Estado nacional. Por eso, según la metáfora de la cebolla, las reglas nacionales del juego de damas traspasan su legitimidad a la próxima “piel de cebolla”: las instituciones supranacio-nales. El nacionalismo metodológico presu-pone un Estado nacional constante y absoluto como fuente de legitimidad de las normas y organizaciones supranacionales. Una autolegi-timación del orden global, sea pragmática, conforme a la razón fi losófi ca o al positivismo jurídico, queda excluida.

No, dicen algunos contrincantes: la cos-mopolítica dispone de fuentes autónomas de legitimación. Las nuevas reglas y las fuentes de las que beben surgirán de, por ejemplo, una conjunción de derechos humanos y do-minio que en caso de confl icto imponga es-tos derechos humanos a las reglas del juego (de damas) nacional. Esto no signifi ca que el régimen cosmopolita se forme y consolide me-diante la reivindicación directamente impe-rialista de un poder mundial moral-militar-económico (por ejemplo, Estados Unidos). Es más bien al contrario: la validez de un ré-gimen cosmopolita –paz, justicia, diálogo– instaura un espacio de poder que reclama el relleno de la fundación militar (misiones de las Naciones Unidas, OTAN, etc.). Son la cohesión y la consonancia de la autolegitima-ción moral, económica y militar las que fun-damentan –o al menos aspiran a hacerlo– el régimen cosmopolita y, en caso de confl icto, también lo capacitan para sancionar la pre-tensión de los Estados particulares de mono-polizar la violencia.

Aquí se ve claramente que la distinción y contraposición de mirada nacional y mirada cosmopolita no sólo abren nuevos espacios de acción y nuevas fuentes de poder sino que además ponen en claro qué es en defi nitiva lo que se está jugando en el metajuego: los fun-damentos de legitimación de lo político por antonomasia. Sólo la miopía del nacionalismo metodológico, que piensa el orden suprana-cional de poder como el orden de poder inter-

nacional, puede pretender que la transforma-ción de las reglas del juego del poder tenga que efectuarse en el marco del antiguo orden-juego de damas nacional. El hecho es, sin em-bargo, que el metajuego incluye la posibilidad de un cambio de paradigma de la legitimidad. Pero aquí es donde la metáfora del juego llega a sus límites, pues el cambio de legitimidad supera la soberanía del Estado nacional, con-sagrada por el derecho internacional, y abre paso a las intervenciones del “humanismo militar” (como pudo verse en la guerra de Kosovo en 1999)6. La exhortación a la justicia y a los derechos humanos se convierte en la espada a esgrimir contra países extranjeros. ¿Cómo se puede representar una legitimidad cosmopolita que conduce a crisis y guerras, o sea, a la sangrienta refutación de sí misma? ¿Quién para las consecuencias accesorias de un principio moral cosmopolita que dice paz y hace posible la guerra? ¿Qué signifi ca “paz” si ésta universaliza la posibilidad de la guerra?

Aquí se puede reconocer la media luz en que se mueve el metajuego y la media luz que él mismo emite. En el sentido del ma-quiavelismo republicano es necesario hacer una distinción clara entre cosmopolitismo au-téntico y cosmopolitismo inauténtico. Pero pre-cisamente esta claridad, fundada en la cosa, es a menudo difícil de conseguir, ya que la extraordinaria legitimidad del derecho cos-mopolita hace muy seductora su instrumen-talización nacional-imperial. El cosmopoli-tismo inauténtico instrumentaliza la retórica cosmopolita –de la paz, de los derechos hu-manos, de la justicia global– con fi nes nacio-nal-hegemónicos. De ahí que pueda y deba hablarse de cosmopolitismo inauténtico y/o simbólico cuando el derecho universal, las exigencias morales trascendentales (como las resalta, por ejemplo, Immanuel Kant en su tratado Sobre la paz perpetua) se mezclan con las exigencias de las grandes potencias y se convierten en fuente de legitimación para una retórica global-hegemónica del “nuevo juego” (de lo que encontramos ejemplos de muy diversa índole en la historia).

Cosmopolitismo inauténtico instrumen-talizado con fi nes nacionales fue la política de Stalin que privó de su autonomía a la Interna-

cional Comunista y la convirtió en el largo brazo de los intereses nacionales de la Unión Soviética. En el terreno de la fi losofía, Johann Gottlieb Fichte ejemplifi ca el escándalo de la presuntuosidad de lo nacional, como sostiene Peter Coulmas. Fichte atribuyó al pueblo ale-mán un papel precursor del cosmopolitismo porque los logros de este pueblo en el terreno de la ciencia lo predestinaban para ello como a ningún otro. Sólo el alemán –decía Fichte– podía querer este papel espiritual cosmopolita

“pues es el alemán el que ha dado inicio a la cien-cia y la ha plasmado en su lengua. Es de suponer que en la nación que ha tenido la fuerza de crear la ciencia resi-dirá también la grandiosa capacidad de dominar la crea-ción. Sólo el alemán puede querer algo así, pues sólo él, que está en posesión de la ciencia y que gracias a ella en-tiende el tiempo, puede comprender que éste es el obje-tivo más inmediato de la humanidad. Este fi n es el úni-co fi n patriótico posible, el que permite al alemán, en pro de su nación, abarcar a toda la humanidad; en cam-bio, a partir de ahora, desde la liberación del instinto ra-cional y la purifi cación del egoísmo, a cualquier otra na-ción el patriotismo tiene que resultarle egocéntrico, am-bicioso y hostil al resto del género humano”7.

Un ejemplo totalmente distinto es Esta-dos Unidos, que lleva adelante la imposición global de los derechos humanos como misión nacional de una potencia mundial. Y también es un indicio crucial de cosmopolitismo inau-téntico el retorno de la fi gura medieval de la “guerra justa”. Las difi cultades de distinguir entre cosmopolitismo auténtico e inauténtico provienen en gran medida de que para hacer realidad el régimen cosmopolita hay que su-poner su existencia. Precisamente la inversión de proyecto y realidad parece ser una estrate-gia especialmente efectiva para hacer alcanza-ble lo inalcanzable; a saber, que los muchos que exigen el régimen cosmopolita se unan. Afi rmar que se ha alcanzado el objetivo es un medio para imponerlo. La globalidad sólo puede gestarse si se supone como real a pesar de que sigan subsistiendo en el mundo los

6 Acuñé el concepto “humanismo militar”, ins-pirado por la guerra de Kosovo, en un artículo para la Süddeutsche Zeitung. Con el título Military humanism, Noam Chomsky (2000) dio una conferencia en la que lanzó una áspera crítica ideológica a la OTAN y a los complejos militar-industriales norteamericanos por su posición en la guerra de Kosovo. Al hacerlo, no obstante, sigue nostálgicamente apegado a la lógica militar del nacionalismo metodológico, con lo que se le escapa el pe-ligro real que afl ora en el concepto “humanismo militar”, a saber, que más allá de la mirada nacional surge el nuevo peligro de un amparo militar global a los derechos huma-nos que supera los límites entre guerra y paz.

7 Fichte, 1806-1807, pág. 28; citado según Coulmas, 1990, pág. 420. En este sentido, el “gran” pensador Fichte ofrece muchos ejemplos relevantes de cómo los razona-mientos oportunistas pueden tentar al pensamiento. En el escrito de 1806 citado, Der Patriotismus und sein Gegen-teil, defi ne: “Cosmopolitismo es la voluntad dominante de conseguir el objetivo de la existencia del género humano en el género humano. Patriotismo es la voluntad de conseguir este fi n antes que en ningún otro sitio en aquella nación cuyos miembros somos nosotros y que a partir de ella el éxito se extienda al género entero” (pág. 229). El cosmopo-litismo, pues, presupone el patriotismo, de lo que se sigue –¡lógicamente!– que el cosmopolitismo tiene que exten-derse patrióticamente por todo el mundo. También aporta algunos detalles históricos: “¿Cuál es la patria del europeo cristiano verdaderamente culto? En general, Europa; en cada época en particular, el Estado europeo que se halle en la cima de la cultura” (pág. 212). Puesto que la nación de la cultura sólo es Alemania, se sigue con la implacable agu-deza del oportunista relampagueo espiritual que la esencia alemana sanará al mundo.

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contrastes entre naciones, regiones, religiones, bandos y situaciones.

¿Hay en el “cosmopolitismo” posiciones en contra que aparecen a medida que éste va imponiéndose? Y ¿cómo son posibles? Nin-guno de los compañeros de juego o de los contrincantes puede nunca vencer solo: ne-cesita aliarse. Así, por ejemplo, dicho simpli-fi cadamente, un objetivo de las estrategias del capital es fusionar capital con Estado pa-ra descubrir nuevas fuentes de legitimidad en la fi gura del Estado neoliberal; y, a la inversa, el objetivo de la sociedad civil global y sus actores es desarrollar y desplegar la unión de sociedad civil y Estado, o sea, una forma cos-mopolita de estatalidad. La forma de aliarse y los objetivos del Estado neoliberal instru-mentalizan el Estado (y la teoría del Estado) para la optimización y legitimación de los intereses del capital por todo el mundo. En cambio, la idea de dar forma de sociedad ci-vil al Estado cosmopolita aspira a imaginar y hacer realidad una multiplicidad combativa y un orden posnacional o hasta posglobal. La agenda neoliberal se envuelve con un aura de autorregulación, de autolegitimación. La agenda de la sociedad civil, por el contrario, se envuelve con el aura de la moral global y pugna por un nuevo Gran Mito de la globa-lización radical-democrática. De esta manera el metajuego de la política mundial manifi es-ta sus propias, inmanentes, alternatividad y oposición. Con la retórica del “cosmopolitis-mo” se enfrentan movimientos hegemónicos y contrahegemónicos.

También el concepto clave de estrategia adquiere un sentido especial en el marco de referencia teórico del metajuego. La lógica del cambio de reglas signifi ca que el juego políti-co del poder y el dominio se convierte en el juego de la doble contingencia: ya no se puede contar con el sistema de reglas del antiguo juego de damas (incluidos sus fundamentos de legitimación) y no hay ninguno nuevo en vigor. En este estatus híbrido del Ya-no y el Aún-no, ciertas palabras abstractas que se re-producen a sí mismas, como “estructuras” y “sistemas”, se deshacen “en la boca como hongos podridos” (Hugo von Hofmannstahl, 2000). Pero entre el discurso de la “estructu-ra” y el de la “anarquía” cabe el discurso de las “estrategias”. Así pues, el concepto de estrate-gia queda libre de sus ataduras a objetivos e intenciones de actores particulares (colectivos o individuales). “Estrategia” signifi ca la rela-ción interactiva de cambio y oposición en una política mundial que se abre y se cierra y cuya dinámica interna se caracteriza por la recipro-cidad de las perspectivas de acción del capital, el Estado y la sociedad civil. En este sentido, “estrategia” es un concepto de un espacio de posibilidad real que, mediante el metajuego,

se abre a los elencos de actores que interaccio-nan entre multitud de confl ictos.

En este sentido, la teoría del metajuego tiene que desarrollarse como una determinada lógica de juego, es decir, como una constela-ción estratégica de actores más o menos colec-tivos que, interaccionando, cumplen y cam-bian reglas y cuyas posiciones, recursos y par-ticipación en el poder se defi nen y modifi can recíprocamente. No hay que confundir lógica de juego con el transcurso empírico; ni las ju-gadas sueltas del mismo con mezclarse en la lógica de las perspectivas de acción particula-res y sus interdependencias (confl ictos, con-tradicciones, paradojas), o sea, en la lógica de las perspectivas del capital, de los movimien-tos activistas de la sociedad civil y de las pers-pectivas del Estado. La lógica alude a un argu-mento como-si: ¿qué pasaría si el capital fuese todo lo móvil posible?, ¿qué pasaría si el Esta-do abandonara los límites de lo nacional y se convirtiera –por lo que respecta a su manera de entenderse a sí mismo y su marco institu-cional– en un Estado cosmopolita, es decir, si estimulara a los contrincantes, sondeara sus espacios de acción y posibilidades de poder y los hiciera lo más fuertes posible?

Así se invierte la prioridad de realidad y posibilidad: hay que conocer las jugadas posi-bles para poder entender las reales. En este sentido, Max Weber concibe la contingencia histórica y política como “posibilidad objeti-va”. El historiador y el sociólogo tienen que especular siempre con posibilidades irrealiza-das para poder compararlas con las realizadas: “Para penetrar las causalidades reales, constru-yamos causalidades irreales”. (Kritische Stu-dien, pág. 287; citado según Palonen, 1998)

El lenguaje del juego nos enseña por qué tiene que accederse conceptualmente a lo po-sible: para no cometer el error de entender lo real como la única realidad posible. Así puede rebatirse la fácil objeción de que al preguntar por la lógica de las perspectivas de acción y sus interdependencias uno estaría inmunizán-dose contra los sucesos y las objeciones empí-ricos. Por eso es importante no confundir los espacios de posibilidad objetivos de la globali-zación económica o política con las jugadas reales, con la empiria de la globalización. Y viceversa: la sólo-empiria de la actuación polí-tica desconoce la contingencia de la actuación política y, por lo tanto, lo político.

¿Empiria ciega?El discurso de la globalización induce cierta-mente al sólo-teoría, al retorno de la metafísica al centro de las ciencias sociales empíricas. Pe-ro también ocurre a la inversa: la relación en-tre espacio de posibilidad y empiria de la globa-lización se distorsiona a menudo mediante falsos indicadores. En el artículo “Das Messen

der Globalisierung” (Foreign Policy, enero-fe-brero de 2001, págs. 56-65) se lee:

“Todos hablan de globalización pero nadie ha in-tentado medir su dimensión [...] al menos hasta ahora. El índice de globalización que hemos expuesto analiza la complejidad de las fuerzas que impulsan la integra-ción de los seres humanos y las economías de todo el mundo. ¿Qué países son los más globalizados? ¿Son más desiguales o más corruptos?”.

A continuación, los autores enumeran los indicadores que han manejado: contactos personales suprafronterizos medidos según el transporte internacional, llamadas telefónicas internacionales, correo internacional, etc. También midieron la World Wide Web, con-tando no sólo su número de usuarios, sino también el de sus visitantes y navegantes. Fi-nalmente, idearon y calcularon índices de in-tegración económica. Inquirieron los movi-mientos de bienes y servicios investigando có-mo evolucionaba en cada economía nacional la participación en el comercio internacional, etc. Aquí no discutiremos los detalles de estos resultados (sobre la empiria profesional de la globalización véanse los clásicos Beisheim y otros, 1999, así como Held y otros, 1999). Lo que aquí nos interesa es el hecho llamativo de que en el ejemplo al que acabamos de refe-rirnos la concepción de los índices empíricos presupone la distinción “nacional-internacio-nal”, o sea, sigue la lógica de la mirada nacio-nal. De esta manera se pasa sistemáticamente por alto lo más específi co: la transnacionaliza-ción de la producción, de los fl ujos de capital, de las formas de vida, etc. La conexión entre la economía y la mirada del Estado nacional es ambivalente: por una parte, el Homo oeco-nomicus no conoce las ataduras del Estado na-cional; por otra, la recogida de datos estadísti-cos se basa en el concepto del Estado nacio-nal, es decir, parte de la base de que el Estado nacional es el criterio comparativo relevante a nivel macroeconómico y el dispositivo insti-tucional “natural” para proveer bienes colecti-vos. El resultado son unos índices que indu-cen fácilmente a malas interpretaciones.

Para ilustrarlo con otro ejemplo, el co-mercio internacional mide el tráfi co e inter-cambio entre diversas naciones. Sin embargo, a medida que la importancia de los consor-cios transnacionales crece, este índice se des-virtúa y acaba siendo fi cticio por un lado, lo que se mide como comercio “internacional” es sustituido por un comercio intra-empresas: las inversiones y fl ujos de capital y servicios que circulan de un país a otro dentro de re-des de empresas no pasan ninguna frontera nacional. Por otro lado, tampoco se trata de “comercio” internacional porque los bienes no se “venden” ni se “compran” sino que sólo se desplazan y recombinan de un lado a otro

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ULRICH BECK

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sobre el mapa transnacional de los consorcios (sobre el que los enclaves y fronteras naciona-les tienen un signifi cado estratégico). Esta posibilidad de burlar los controles nacionales (sean los de las aduanas o los de la estadística ofi cial) es lo principal, desde la perspectiva de los consorcios empresariales, ya que les per-mite hacer un doble juego en lo referente a precios e impuestos y, como consecuencia, pagar cada vez menos impuestos en sus lla-madas patrias. Nótese bien que la mirada na-cional impide ver la realidad oculta de la transnacionalización (oculta por la lógica premeditada-estratégica del metajuego). Hay que partir de la base de que entre más de un tercio y la mitad del comercio mundial tiene lugar en la forma no-comercio-intra-empre-sas. Al mismo tiempo, es extraordinariamen-te difícil captar empírica y estadísticamente este comercio-directo suprafronterizo dentro de los espacios económicos y de dominio transnacional de los consorcios, ya que este no-comercio-intra-consorcios se sustrae al control y la detección exteriores (Köhler, 2002). Además, los propios consorcios tienen un interés estratégico en no dejar que les vean las cartas, pues maniobran “translegal-mente”, es decir, en la zona gris de la (i)legalidad. Mostrarlas a la mirada nacional de la estadística ofi cial sería mostrarlas a la mirada de la hacienda estatal. Ahora bien, si las estadísticas al fi nal aciertan con total exac-titud es una pregunta que no puede aclararse empíricamente sino que exige una crítica de la empiria de la mirada nacional, un cambio empírico-metódico de mirada: cambiar el pa-radigma del nacionalismo metodológico por el del cosmopolitismo metodológico8.

“En total –éste es el balance de Edgar Grande y Th omas Risse– los resultados empíricos sobre el debate de la globalización presentados hasta ahora pueden resu-mirse en: primero, en muchos campos la presión que parte de la globalización es menor de lo que general-mente se supone. Segundo, de la globalización no sólo sale una llamada al ‘menos Estado’ y ya está, sino que en muchos campos de la política internacional –por ejem-plo en la política medioambiental y de derechos huma-nos– los actores que operan transnacionalmente recla-man regulaciones estatales más fuertes y cooperación in-ternacional [...]. Tercero, la diversidad de reacciones de los sistemas políticos nacionales muestra que la globali-zación económica no barre sin más las instituciones his-tóricamente adultas. Cuarto, fi nalmente, la presión de la globalización tiene efectos muy diversos en la capaci-dad de acción y la autonomía de los Estados nacionales. Incluso en la política económica y fi nanciera perviven espacios de decisión significativos que éstos pueden aprovechar para alcanzar –tanto o más que antes– obje-tivos sociales prioritarios, como la seguridad social y el pleno empleo” (2000, pág. 244).

Pero lo que vale para las empresas, vale también para los Estados: la confirmación empírica de la antigua política ni refuta el ar-gumento de que quien siga jugando el anti-guo juego será arrollado ni el de que la trans-nacionalización y cosmopolitización sea una opción de acción válida para los Estados. La distinción entre la lógica del juego y las juga-das del juego es esencial para teóricos y empí-ricos. Es difícil concluir de la lógica del juego las jugadas y aún más raro que, a la inversa, de determinadas jugadas se concluya la inexis-tencia de la lógica del juego. Quien aduce da-tos empíricos para refutar que en la era global se abren espacios de posibilidad para la actua-ción estatal subsume más bien la actuación estatal en un concepto de Estado ahistórico y abstracto, con lo que desprovee de mirada crí-tica a los análisis de la ciencia y la teoría polí-ticas. ■

[Este texto es un extracto del capítulo I del libro Poder y contrapoder en la era global. La nueva economía política mundial. Paidós, 2004].

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Ulrich Beck es director del Instituto de Sociología de la Universidad de Munich. Autor de La sociedad del riesgo, ¿Qué es la globalización?, La democracia y sus ene-migos y Un nuevo mundo feliz .

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8 Evidentemente la mirada del Estado nacional también se critica dentro de la ciencia económica (véanse Voigt, 1999 y Hellwig, 1998).

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LAS DOS VÍAS PARA LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

FRANCISCO LAPORTA

1.Hace algunas semanas (‘Rigor mortis’. El País 19 de mayo de 2004) propuse que pa-ra iniciar el camino de las reformas consti-tucionales que se estaban anunciando sería necesario proceder antes a encontrar un gran acuerdo de las fuerzas parlamentarias destinado a limitar o circunscribir la extre-mada rigidez y complejidad del artículo 168 de la Constitución. Sugería entonces, quizá un poco abruptamente, que podría hacerse mediante la aplicación del procedi-miento previsto en el artículo 167 para re-formarlo o derogarlo1. Este otro procedi-miento tampoco es fácil ni fl exible, pero su rigidez es menor y puede alumbrar una re-forma constitucional mediante un consen-so amplio de las fuerzas políticas represen-tadas en las Cortes Generales. En estas pá-ginas voy a tratar de elaborar con más

precisión aquella idea y a complementar sus posibles carencias con una propuesta ulterior basada en una exégesis nueva del artículo 168 que ofrece una lectura distinta del mismo y evita la mayoría de los proble-mas que plantea el sistema español de re-forma de la Constitución. El paso hacia una mayor flexibilidad constitucional o hacia la redefi nición de los límites del pro-cedimiento más rígido no debería encon-trar la oposición de nadie, pues ninguno de los objetivos que aquella rigidez perse-guía en 1978 corre hoy peligro alguno ni deja de estar muy bien protegido con el procedimiento ordinario de reforma, y es casi unánime la opinión doctrinal de que el artículo 168 es una disposición engorro-sa e innecesaria. Después veremos por qué.

Todo parte de que la simple lectura de ambas disposiciones revela que el artículo 168 no contempla en su literalidad la revi-sión de sí mismo, salvo si se incluyera en una revisión total de la Constitución; en cambio, el artículo 167 sí contemplaría la reforma del 168, pues ella no sería sino una de las reformas constitucionales pun-tuales que, de acuerdo con su tenor literal, puede afrontar y que no tienen más límites textuales que los títulos y secciones men-cionados como objeto del procedimiento extraordinario de revisión del 168, en los que no fi gura ese mismo artículo. Sin em-bargo, esta manera de ver las cosas ha sido tachada de puramente formalista o, peor, de arbitraria, pues, se dice, ignora el senti-do implícito en el procedimiento extraor-dinario de reforma, que no es otro que la convicción de que la única manera de no traicionar o defraudar la Constitución es que el artículo 168 se reforme a sí mismo. Vamos a ver, para empezar, si ésta es una posición tan plausible.

Las disposiciones de reforma constitu-cional son normas de competencia o nor-mas que confi eren poderes, y, como quiera que se trata de normas que confi eren pode-

res para crear o modifi car preceptos consti-tucionales, son las normas que definen precisamente al poder constituyente. De ellas se ha afi rmado, por ello, que son las normas superiores del sistema, las normas que confi guran la norma básica del orde-namiento jurídico español. Los artículos 167 y 168 serían, pues, desde esta perspec-tiva, nuestra norma fundamental. Y ya em-pieza por crear problemas el que sean dos en lugar de una, que es lo que cualquiera podría esperar, lógicamente, de una norma cuya función es ser el asiento de todo el sistema. Pero esto lo voy a dejar a un lado. El artículo 168, que es el objeto de mi preocupación prioritaria, podría ser refor-mulado entonces como una norma de competencia del siguiente tenor:

“El órgano O, mediante el procedimiento P, puede llevar a cabo la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título Preliminar, al Capítulo Segundo, Sección 1ª del Título I, o al Título II”.

Esta disposición de reforma de la C tiene un significado inmedia-to. Dejando a un lado la noción de “revi-sión total de la Constitución”, a la que más tarde volveré con detenimiento, el tenor de esa disposición se entiende con toda preci-sión si en lugar de ‘‘Título Preliminar’’, ‘‘Capítulo Segundo Sección 1ª...’’etcétera, sustituimos estas expresiones por cada uno de los artículos que los integran. Semejante reformulación arrojaría entonces como re-sultado algo como esto:

“El órgano O, mediante el procedimiento P, puede revisar el articulo 1”.

“El órgano O, mediante el procedimiento P, puede revisar el artículo 2”.

“El órgano O, mediante el procedimiento P, puede revisar el artículo 15”.

“El órgano O, mediante el procedimiento P, puede revisar el artículo 16”.

...y así sucesivamente, hasta nombrar uno por uno todos los artículos del Título

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1 El artículo 167 establece que: “1. Los proyectos de reforma constitucional debe-

rán ser aprobados por una mayoría de tres quintos de cada una de las cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ambas, se intentará obtenerlo mediante la creación de una comisión de composición paritaria de diputados y senadores, que presentará un texto que será votado por el Congreso y el Senado’’.

‘‘2. De no lograrse la aprobación mediante el pro-cedimiento del apartado anterior, y siempre que el texto hubiere obtenido el voto favorable de la mayoría abso-luta del Senado, el Congreso, por mayoría de dos ter-cios, podrá aprobar la reforma’’.

‘‘3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratifi cación cuando así lo soliciten, dentro de los 15 días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cual-quiera de las cámaras”.

Por su parte, el artículo 168 estipula que:“1. Cuando se propusiere la revisión total de la

Constitución o una parcial que afecte al Título Prelimi-nar, al Capítulo Segundo, Sección 1ª del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada cámara y a la disolución inmediata de las Cortes.

‘‘2. Las Cámaras elegidas deberán ratifi car la deci-sión y proceder al estudio del nuevo texto constitucio-nal, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras’’.

‘‘3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratifi cación”.

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Preliminar, del Capítulo Segundo, Sección 1ª del Título I, y del Título II. Vemos así claramente que siguiendo este método no encontraríamos nunca ninguna formula-ción que dijera que ése órgano, mediante e procedimiento, puede revisar el artículo 168 mismo. Por tanto, y ésa puede ser la conclusión provisional, para revisarlo o re-formarlo no habría más remedio que acu-dir al artículo 167.

El problema del tenor literalHay, sin embargo, un argumento que pa-recería disentir de la disección que acabo de realizar. Es aquel que afi rma que el sig-nifi cado del tenor literal de la expresión “una (revisión) parcial que afecte a...”, va mucho más allá de la mera mención de los preceptos constitucionales que se contie-nen en esos títulos y secciones, y apunta también a todos aquellos extremos que de un modo u otro puedan infl uir o repercu-tir en esos preceptos, títulos y secciones. Afectar a esos títulos o preceptos signifi ca-ría entonces que toda revisión de cualquier artículo de la Constitución cuyo cambio de tenor literal tuviera alguna repercusión sobre los artículos contenidos en el Título

Preliminar, el Capítulo Segundo,...etc. también debería ser revisado por el proce-dimiento del 168. Así, por ejemplo, algún autor ha mencionado el artículo 53, que exige para la regulación de los derechos fundamentales leyes orgánicas que respeten su contenido esencial y los protege me-diante el recurso de inconstitucionalidad y el recurso de amparo. Modifi car tal artícu-lo “afectaría” a los derechos fundamentales; por tanto, también ese artículo sería revisa-ble sólo por el 168. Podrían mencionarse otros muchos ejemplos a los que este argu-mento podría aplicarse: todos aquellos pre-ceptos constitucionales cuya modifi cación pudiera “afectar” no sólo al tenor literal, si-no también a la fuerza, signifi cación o al-cance que tienen los contenidos en los tí-tulos y secciones mencionados en el artícu-lo 168 tendrían que ser reformados así por ese artículo.

A mi juicio, este razonamiento se sus-tenta sólo en la extremada vaguedad de la expresión “afectar a...”. Como veremos un poco más tarde, cierto tipo de vaguedad en las expresiones supone prácticamente la imposibilidad de sentar un signifi cado pre-ciso para un texto legal. Creemos que esta-

mos buscando el signifi cado de la letra de la Constitución y lo que estamos haciendo en realidad es proyectar sobre una fórmula lingüística indefi nida aquel signifi cado que está más de acuerdo con nuestra previa convicción. En este caso, si preferimos pro-teger con una extrema rigidez esos títulos y secciones pensaremos que el signifi cado de “afectar a” va más allá de la mera alteración del texto de sus preceptos e incluye cual-quiera otra que repercuta en ellos; si, por el contrario, somos partidarios de una mayor fl exibilidad, atribuiremos a “afectar a” un alcance restringido a la modifi cación de su tenor literal o incluso más restringido to-davía. Es decir, que no es la expresión “afectar a” la que nos suministra la premi-sa, sino los argumentos que damos para adscribirle uno de sus potencialmente infi -nitos signifi cados. Dependiendo de esos argumentos, un signifi cado de “afectar a...” será para nosotros más plausible que otro. Por mi parte, presentaré en la primera par-te algunas razones en favor de una inter-pretación restrictiva de “afectar a...”, y, para evitar sus difi cultades, apelaré en la segun-da a otras razones para una interpretación aún más restrictiva, que a muchos resultará

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LAS DOS VÍAS PARA LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

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sorprendente, pero que para mí tiene una gran plausibilidad.

Para empezar, es preciso poner de ma-nifi esto que una interpretación demasiado amplia de la cláusula “una (revisión) par-cial que afecte a...” nos conduce al absurdo. Llevado hasta sus últimas consecuencias, este punto de vista arrastra a casi toda la Constitución hacia el procedimiento rígido y deja sin efecto alguno el procedimiento normal de reforma. Los cuerpos legales suelen tener cierta sistemática interna, es decir, sus disposiciones están usualmente unidas entre sí por algún tipo de relación formal o material, y puede decirse que la modificación de cualquier disposición “afecta a” las demás en ese sentido amplísi-mo de la palabra afectar. Según ello, no se podría, por ejemplo, modifi car la discipli-na del recurso de amparo, porque afecta a la protección de los derechos; ni la sanción de las leyes, porque afecta a la Corona; ni la mayoría de edad, porque afecta a los de-rechos electorales. Y así sucesivamente. Es-to ya lo vio el Tribunal Constitucional en la sentencia 111/1983, el célebre caso Ru-masa, fundamento octavo. Si de acuerdo con el artículo 86,1 los decretos-leyes “no podrán afectar al ordenamiento de las ins-tituciones básicas del Estado, a los dere-chos, deberes y libertades de los ciudada-nos regulados en el Título I, al régimen de las comunidades autónomas ni al derecho electoral general”, “el otorgamiento al ver-bo ‘afectar’ de un contenido literal amplísi-mo, ‘‘dijo el Tribunal’’, conduce a la inuti-lidad absoluta del decreto-ley, pues es difí-cil imaginar alguno cuyo contenido no afectase a algún derecho contenido en...”.

Debe recordarse también que esta acepción tan amplia y controvertible del verbo “afectar” no ha prosperado en mate-ria de reforma constitucional. De hecho, se ignoró completamente cuando se procedió a la reforma ordinaria por la vía del 167 del artículo 13,2 de la Constitución como consecuencia de las disposiciones del lla-mado Tratado de Maastricht. En ese artí-culo se precisaba quiénes eran los titulares de los derechos de sufragio activo y pasivo reconocidos en el artículo 23 (que está en esa sección protegida con la máxima rigi-dez), y se hacía hasta con una mención ex-plícita del mismo; y, sin embargo, pocos pensaron en modifi carlo mediante el pro-cedimiento del 168 invocando el argumen-to de que “afectaba” –como así lo hacía con toda claridad de acuerdo con ese signi-fi cado amplio– al alcance de ese artículo 23. Guiados de una elemental sensatez, ca-si todos pensamos que el artículo 13,2 no estaba entre los protegidos por el 168 y era

susceptible de una reforma ordinaria. El Tribunal Constitucional, al que se consultó al respecto, también dio por fundada esa opción, aunque no entró a argumentarla. Pero el argumento bien podría haber sido éste: tratándose como se trata de una cláu-sula que establece un procedimiento excep-cional de revisión (en contraste con el pro-cedimiento ordinario de reforma), es lógico que sea interpretada restricitivamente, co-mo tiende a suceder en el derecho moder-no con todas las normas que introducen regímenes de excepción; también en el de-recho español, que mantiene en el artículo 4,2 del Código Civil esta directriz:

“Las leyes penales, las excepcionales, y las de ám-bito temporal no se aplicarán a supuestos ni en mo-mentos distintos de los comprendidos expresamente en ellas” (la cursiva es mía).

No parece, pues, tan irrazonable man-tenerse en la idea que antes he presentado de que, en principio y si se acepta que su referencia es una lista de artículos de la Constitución, la literalidad del artículo 168 remitiría a los preceptos contenidos en los títulos y secciones a que ese artículo ha-ce referencia explícita, porque la expresión “afectar a...” en un precepto tan excepcio-nal no puede signifi car otra cosa que ‘‘mo-difi car el texto de...’’ los artículos que fi gu-ren en esa lista. Y si es así, en la relación de microdisposiciones de reforma constitucio-nal que obtenemos mediante el procedi-miento de reducir el signifi cado del 168 a esas referencias no encontraríamos nunca una que dispusiera que el artículo 168 ha de ser reformado por sí mismo. Esto quiere decir solamente que esa interpretación res-trictiva de la letra del artículo no permite obtener de él ningún enunciado que diga eso. O, lo que es lo mismo, que la idea de q el artículo 168 tiene que ser reformado por su propio procedimiento tiene que sustentarse en razones distintas a esa inter-pretación de su tenor literal.

La Constitución implícitaPara que, más allá del tenor literal de esa disposición constitucional, encontremos un asiento a la pretensión de que el artícu-lo 168 sólo puede ser reformado por el procedimiento que él mismo establece y no por otro, debemos, pues, cruzar los umbrales de la literalidad y explorar los te-rrenos de la que llamaré Constitución implí-cita. Es Constitución implícita todo aquel cuerpo de normas constitucionales que pueden ser inferidas racionalmente a partir de las disposiciones explícitas de la Consti-tución. Si existe la Constitución implícita –como yo creo que existe– es posible que

ese artículo que exige la autorreforma for-me parte de la Constitución implícita, aunque no se halle literalmente recogido en el texto constitucional explícito.

Las primeras disposiciones constitucio-nales implícitas que cabe contemplar son todas aquellas que son consecuencias deduc-tivas de normas explícitas en el texto. A partir de toda norma cabe deducir, lógica-mente, una serie de consecuencias: por ejemplo, de la norma que dice que los ciu-dadanos mayores de edad tienen derecho a voto se infiere, lógicamente, que los no ciudadanos y los menores de edad no lo tienen. Es un proceder tan usual en el de-recho como en la vida cotidiana. Pues bien, la pregunta ahora es la siguiente: ¿Cabe en-contrar, como consecuencia deductiva de algunos preceptos de la Constitución, uno que afi rme que el artículo 168 sólo puede ser reformado por su propio procedimien-to? Yo creo que no. Del artículo 168 se ob-tendrían deductivamente todos aquellos microartículos que antes he enumerado mediante la reformulación de su referencia. Y se obtendrían, con toda seguridad, algu-nos más. Pero no veo cómo la autorrefor-ma del 168 pueda ser una consecuencia deductiva de ese precepto.

Más allá de la consideración literal de los textos, puede apelarse como argumento para hallar una disposición implícita –se-gún se dice– a la intención del constituyente como criterio de interpretación. En la Constitución implícita habitarían también las intenciones del poder constituyente en forma de reglas o principios tácitos que nos obligarían de algún modo en nuestra lectura de los textos explícitos. Y a esos efectos, y por lo que respecta a nuestro problema, se ha podido afi rmar que estaba claro que la intención del constituyente era la de hacer casi intangibles las partes de la Constitución que menciona el artí-culo 168, y que precisamente por ello su intención tuvo que haber sido precisamen-te que ese mismo artículo fuera casi tan intangible como ellas.

Pero la idea tan generalmente asumida de que hemos de tener presente “lo que quiso el constituyente” para interpretar los preceptos de la Constitución resulta muy dudosa. Seguramente, lo que hacemos al apelar a ella es proceder a introducir en el razonamiento algunas de nuestras opinio-nes para sacarlas después en la conclusión como si se tratara efectivamente de una in-ferencia a partir de premisas objetivas que se encuentran en la Constitución. Los ar-gumentos críticos con la idea de intención

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del constituyente son relativamente sencillos y han sido claramente establecidos.

● En primer lugar, no podemos saber quiénes han emitido la norma, si es que puede afi rmarse que ‘‘alguien’’ la ha emiti-do. Cuando se trata de normas emitidas por un órgano colectivo o normas produc-to de un consenso o de un refrendo no po-demos hablar de la ‘‘intención’’ de alguien como si estuviéramos haciendo referencia a un hablante individual. Ni siquiera pode-mos suponer que se trata de la intención de la mayoría, pues en ella hay, sin duda, posiciones muy distintas y lecturas muy variadas de los preceptos que se obtie-nen a partir de esos procedimientos. Los entes colectivos, como las asambleas parla-mentarias o los pueblos, no son susceptibles de esa antropomorfi zación que tiende a su-gerir que piensan, quieren, desean o tienen intenciones, sin correr graves riesgos de mixtifi caciones y engaños.

● En segundo lugar, no se puede saber qué intenciones subyacen a un texto si lo que tenemos por intenciones son los propó-sitos de quienes redactan o aprueban ese texto. Tales propósitos pueden ser muy va-riados, y cuando nos encontramos con textos en los que han puesto mano mu-chos autores, como lo son los textos cons-titucionales, los propósitos que cabe supo-ner bajo su tenor literal son por fuerza ex-tremadamente heterogéneos, incluso contradictorios.

● La tercera crítica se dirige contra quienes, ante la imposibilidad de lidiar con los dos problemas anteriores, pretenden descubrir la intención que el constituyente “habría tenido” si se le hubiera planteado el problema que enfrentamos hoy. Seme-jante argumentación se hunde irremedia-blemente en las peligrosas aguas de los lla-mados condicionales contrafácticos, es de-cir, de aquellas afi rmaciones que tratan de colegir qué hubiera sucedido si las cosas hubieran o no hubieran sido de una mane-ra distinta a como son o han sido. Se trata, pues, de conjeturas muy endebles sobre lo que otros habrían hecho de estar en nues-tro lugar.

● Y, por último, aparece el problema del grado de abstracción con el que se des-criben las presuntas intenciones del consti-tuyente. Las disposiciones constitucionales están llenas de cláusulas y regulaciones de una gran intensidad semántica, como los valores o los principios (el principio de in-tangibilidad, por ejemplo), y ello lleva con-sigo que para atribuirles signifi cado hayan de estar presentes las actitudes morales y políticas de quienes los emiten o leen. Pero ¿hemos de desarrollar las mismas actitudes

de los constituyentes o hemos de adaptar esas cláusulas a las circunstancias y cambios de cada momento? Y si es esto último, ¿qué queda entonces de la noción de “in-tención del constituyente”?

En defi nitiva, lo que se llama ‘‘inten-ción del constituyente’’ no es sino una suerte de metáfora para llamar la atención hacia el problema de que cuando nos las tenemos que ver con una disposición cons-titucional su texto no suele ofrecer un sig-nifi cado preciso y hemos de acudir para in-terpretarlo a otros ingredientes, incluso a construcciones teóricas, que están más allá de su tenor literal. Pero por ello mismo es preferible huir de metáforas y exigir de quien las usa que nos muestre la construc-ción y los ingredientes en que descansa su manera de interpretar el texto. Eso es, qui-zá, lo que trata de hacer otra vía para cami-nar desde el texto constitucional a la Cons-titución implícita y que nos puede servir por ello para ir más allá de la mera literali-dad de la norma del artículo 168. Se trata de descubrir por debajo del texto de la dis-posición su justifi cación subyacente. Todo texto normativo –se dice– tiene una justi-fi cación o un propósito subyacente. Una norma que prohibiera la entrada de perros en un restaurante tendría así una expresión textual, que sería esa prohibición, y una justificación subyacente: por ejemplo, mantener ciertos estándares de sanidad o procurar la tranquilidad de la clientela. Eso –se ha argumentado convincentemente– nos permite ir más allá del texto y decidir sobre un caso no sólo en base al texto, sino también tomando en cuenta esa justifi ca-ción subyacente: por ejemplo, en el caso del perro-guía de un invidente, perfecta-mente limpio y entrenado, no tendríamos ningún problema en aceptar que entrara en el restaurante alegando que el propósito de la norma no le atañe, aunque pudiera atañerle la literalidad de la misma.

El problema de este argumento es do-ble. Sin negar que toda norma jurídica tenga una justifi cación subyacente en la forma de un propósito, un fi n o una razón de ser, la cuestión es cómo identifi car cla-ramente ese propósito o fi n a partir sólo del texto literal que tenemos delante. Toda disposición legal puede tener en su trasfon-do un variado elenco de justificaciones que, además, pueden concebirse como dis-puestas en estratos jerárquicos y con múlti-ples relaciones recíprocas. Hallar cuál de esas justifi caciones se expresa en un enun-c normativo susceptible de ser incluido en la llamada Constitución implícita es una tarea más difícil de llevar a cabo con

fundamento que de proclamar. Por otra parte, aun en el supuesto de que hallára-mos tal enunciado, quedaría todavía la cuestión de si su mera existencia e identifi -cación autoriza a ir más allá del texto literal de la disposición para incluir en su inter-p y aplicación esa justificación sub-yacente. Se dice precisamente que la for-mulación de las normas jurídicas como re-glas lleva consigo la obligación de atenerse a su formulación lingüística y a su alcance semántico expreso, pues, de lo contrario, si todo intérprete o decisor pudiera ignorar esa formulación lingüística y aplicar la jus-tifi cación subyacente, la razón de ser de la regla misma desaparecería.

Y, por último, se ha pretendido tam-bién que el hecho de que el artículo 168 no se mencione a sí mismo como objeto de la reforma es sencillamente una laguna técnica. Y se supone en este razonamiento que es preciso rellenar esa laguna técnica con una norma que razonablemente la col-me. Tal norma, por tanto, pertenecería a la Constitución implícita como un medio o instrumento para hacer posible la aplicabi-lidad de otros preceptos constitucionales explícitos.

Para calibrar el peso de este argumento es preciso tener una idea clara del concepto de ‘‘laguna técnica’’. Partiré del siguiente, creo que sufi cientemente aceptado: Una laguna técnica es la inexistencia en el siste-ma de una norma que es condición necesa-ria para la aplicabilidad o efi cacia de otra que sí está explicita en el sistema jurídico. Por ejemplo, una norma prescribe que un órgano sea convocado periódicamente, pe-ro en el ordenamiento no aparece ninguna norma que atribuya a nadie la competencia para convocarlo, o una norma que ordena el internamiento de menores delincuentes en instituciones especiales que el ordena-miento no ha previsto ni creado. Eso son lagunas técnicas. La estructura de la laguna técnica es clara: existe la obligación de rea-lizar una acción sometida a condiciones normativas necesarias que no se dan en el sistema jurídico. De esta forma, la norma cuyo contenido es la realización de esa ac-ción es inaplicable y, por ende, funciona en el vacío, es necesariamente inefi caz.

¿Se da una situación semejante en lo que respecta al artículo 168? Claramente, no. Se daría si no pudiera iniciarse el pro-cedimiento de reforma, o si no existieran las cámaras, o si no se contemplara ningún procedimiento para discutir la cuestión, o si no estuviera previsto un procedimiento de ratifi cación. Pero el hecho de que el ar-tículo 168 no se mencione a sí mismo co-

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mo objeto de reforma constitucional re-forzada no es condición necesaria para la aplicabilidad de su tenor literal en ningún c ni para la llamada ‘‘revisión total’’ de la Constitución ni para la revisión parcial. El precepto puede aplicarse sin ningún problema, exista o no exista esa mención. Por tanto, no puede hablarse de laguna técnica.

La noción de fraude de ConstituciónAhora me parece que estamos mejor per-trechados para hacer frente a la idea de que, reformando el artículo 168 mediante el procedimiento ordinario previsto en el artículo 167, se incurriría en “fraude de Constitución”. Y ello porque podemos ir un poco más allá de esa idea intuitiva de ‘‘fraude’’ que tanto se usa y que comporta simplemente la idea de engaño, argucia o atajo para conseguir lo que se desea. Cuando a muchos se les plantea, en efec-to, la vía mencionada de reforma del 168, una primera reacción instintiva muy co-mún es imaginarse la solución como una estratagema de leguleyos para evadir las mayores exigencias de ese artículo. Pero la noción de fraude tiene unos perfi les estu-diados y no cabe perderlos de vista.

Utilizando la defi nición del Código Civil podemos considerar fraude realizar actos al amparo del texto de una norma que persigan resultados prohibidos por el ordenamiento jurídico o contrarios a él. Y así, el primer estadio del fraude sería realizar un acto al amparo del texto de una regla que sea contrario a otra regla explícita del propio ordenamiento. En el caso del fraude de Constitución sería fraudulento ampararse en una disposi-ción constitucional para realizar un acto prohibido por otra disposición constitu-cional. En nuestro caso, ampararse en el 167 para hacer algo prohibido ...¿por qué otra disposición? Como hemos visto que no hay tal disposición constitucional ex-plícita que prohíba tal proceder, ni hay tampoco disposición alguna que sea una consecuencia deductiva de otras, parece que no puede hablarse de fraude en esta acepción del concepto. En cuanto a la existencia de una norma o precepto cons-titucional implícito, hemos visto también las difi cultades con que tropezábamos pa-ra afi rmar su existencia. Las apelaciones a la intención del constituyente o la idea de laguna técnica no son convincentes. Sólo la idea de propósito o justifi cación subya-cente ha aparecido como más plausible. Pero presenta unos problemas que no es juicioso ignorar.

Podríamos, sin embargo, acudir a una

concepción más elaborada de la noción de fraude de ley como equivalente a des-viación de poder referida a los actos del poder constituyente y que podría ser re-formulada en los siguientes términos. Hay fraude de ley o desviación del poder de reforma constitucional cuando: 1. Existe una regla que permite a un cierto órgano usar una de sus competencias para realizar una acción que produce una reforma de la Constitución. 2. Como consecuencia de dicha reforma se produce un cierto es-tado de cosas que, de acuerdo con el ba-lance entre los principios que justifi can la permisión anterior y otros principios de la Constitución, produce un daño injustifi -cado o un benefi cio indebido, y no hay

regla explícita que prohíba producir esa reforma. 3. La reforma es un medio para producir el estado de cosas dañoso. 4. El balance entre principios que se mencio-nan en 2 resulta en una nueva regla que establece que está prohibido usar la com-petencia constituyente de forma que se produzca ese estado de cosas. En virtud de ello, la reforma constitucional así reali-zada debe considerarse contraria a la Constitución.

En este concepto de fraude de Cons-titución hay dos elementos nuevos que tienen interés. El primero es la idea de producir un daño no justifi cado o un bene-fi cio indebido. Pero no es fácil decir qué clase de daño o benefi cio indebido se pro-duciría por la derogación o reforma del artículo 168. A no ser que se considere que la derogación misma es un daño por-

que está prohibida por alguna norma, en cuyo caso se incurriría en una petición de principio porque se habría incorporado la conclusión a las premisas 2 y 3. Acepte-mos, no obstante, que puede producirse un cierto daño si se procede a aliviar la ri-gidez de la reforma de ciertos títulos y secciones de la Constitución, porque ello podría tener como consecuencia, por ejemplo, una mayor volatilidad de algu-nos derechos fundamentales. Aceptémos-lo para dejar discurrir el argumento. Por-que lo que parece de mayor interés ahora es el otro elemento nuevo: se trata de la aparición de los principios como ingre-diente determinante de la confi guración teórica del concepto de fraude o desvia-

ción de poder. Y, por lo que a nosotros respecta, de la aparición de los principios constitucionales.

En toda Constitución moderna, ade-más de normas con la forma de normas reguladoras de la conducta, hay normas de principio o principios constitucionales que cumplen, entre otras, la función de dar sentido y fundamentar las reglas de con-ducta o de competencia. Y en ese caso, aunque no existan reglas explícitas que prohíban usar las competencias del 167 para modifi car el 168, podría haber sin embargo, como base de fundamentación de esas dos normas, algún o algunos prin-cipios que se verían ignorados al producir una reforma constitucional semejante. Si pudiéramos identificar tales principios, podríamos también pensar en extraer a partir de ellos esa regla que prohibiera el

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ejercicio de las competencias de reforma en esos términos, abriendo así paso a la noción de fraude de Constitución. Pero ¿qué principios pueden ser esos? Por más que me esfuerzo no logro dar con ningu-no que lleve consigo o implique la exigen-cia de la autorreforma. Uno puede sentir la tentación de proceder a un ejercicio de abstracción y pensar algo así como un presunto principio de mayor rigidez referi-do al 168 mismo, pero temo que esto es otra vez una petición de principio, pues se trata de una manera oscura y disfrazada de afi rmar que existe una norma que exi-ge que la reforma del 168 se haga por sus propios procedimientos, que es precisa-mente lo que se trata de demostrar.

Lo cierto es que cuando los principios constitucionales que se pretende utilizar no están explicitados en la Constitución, todo este género de construcciones son muy poco convincentes. Cuando nos las tenemos que ver con un principio explíci-to, como puede ser el principio de inter-dicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, el camino que lleva del princi-pio mismo a cada una de las posibles re-glas a las que da sentido y justifi ca es ya tortuoso, incierto e innumerable. Hasta el punto de que se dice, por ello, que los principios son insaciables, es decir, que hay una cantidad potencialmente ilimita-da de situaciones que dan lugar a normas que se derivan de ellos. Y cuando el reco-rrido se hace al revés, es decir, desde las reglas constitucionales explícitas hacia los principios, también hacemos inferencias inciertas, pues una regla puede encontrar sentido o fundamento en principios muy variados, como hemos visto que puede encontrar justifi cación en propósitos muy variados. Pero la construcción se hace ya prácticamente ingobernable si estamos ante reglas que no se dan explícitamente ni se deducen como consecuencia implí-cita de otras y nos atrevemos, además, a apelar a un principio que tampoco está explicitado en el texto, sino que se preten-de implícito en él. Entonces, todo el razo-namiento parece tener su fundamento en el aire y su conclusión no parece sino el producto de una convicción tomada de antemano. En el caso que nos ocupa de la arraigada intuición que parece empujar a la gente a pensar, quizá por una asocia-ción inconsciente de ideas, que la reforma rígida tiene que reformarse rígidamente. De otro modo, nuestra construcción ten-dría que ser muy rigurosa y convincente. Hasta tanto no se realice, esperemos. Y mientras tanto podemos concluir que re-formar el 168 mediante el procedimiento

previsto en el 167 no es necesariamente un fraude de Constitución.

2.Si interpretamos la expresión “afectar a...” restrictivamente, como una mera referencia a la lista de títulos y artículos que mencio-na expresamente el artículo 168, podremos reformarlo por el procedimiento previsto en el artículo 167, porque no se menciona a sí mismo. Y aunque no hemos dado con ninguna fórmula satisfactoria que nos ex-plique por qué, esto produce cierto males-tar. Si, en cambio, la interpretamos exten-sivamente, casi todo el resto de los títulos y preceptos constitucionales “afecta a” los mencionados en el 168, y ello determinaría la inoperancia del propio artículo 167. Las soluciones intermedias nos fuerzan a un casuismo imposible en el que hemos de so-pesar si cada reforma constitucional de un precepto afecta o no afecta a los allí men-cionados, y lo llamo imposible porque es difícil imaginar ningún control constitu-cional o jurídico que pudiera formular con razonable precisión los criterios para esta-blecer el uso de “afectar a” en esos momen-tos de reforma o revisión constitucional. Los actos del poder constituyente mismo no pueden ser controlados por instancia constitucional alguna. Tenemos, pues, que elaborar una teoría de la reforma constitu-cional que no nos empuje a esa disyuntiva. Esta segunda parte está dedicada a ello.

Enigmas y peripecias del artículo 168 de la Constitución: hacia un nuevo entendimiento de su textoVamos a proceder ahora a analizar el con-tenido del artículo 168, su texto y sus in-cógnitas. Pienso que es hora ya de hacerlo, pues, como hemos visto, no se trata preci-samente de un precepto rotundo en su sig-nificado y claramente aplicable. Las re-flexiones que van a continuación están destinadas a presentarlo de un modo que facilite su comprensión y aplicabilidad y pueda concitar un mínimo acuerdo sobre su alcance. Trataré de poner de manifi esto que se trata de una disposición abstrusa a la que sólo dando una determinada inter-pretación deja de plantear incógnitas y aporías.

La quimera de la revisión total de la ConstituciónEl texto del artículo 168 que ahora nos in-teresa puede reformularse así:

“El órgano O, mediante el procedimiento P, puede llevar a cabo la revisión total de la Consti-tución”.

Pues bien, lo que voy a emprender ahora es una tarea sencilla de demolición de semejante enunciado normativo. Mi conclusión será que es un precepto semán-ticamente imposible de aplicar y empírica-mente innecesario. Para llegar a ello tengo que empezar por ocuparme un poco más detenidamente de la vaguedad en el len-guaje.

a) La paradoja del soritesSe atribuye a Eubulides de Mileto, un

contemporáneo de Aristóteles, el haber puesto en circulación un rompecabezas lingüístico que ha dado en llamarse la pa-radoja del sorites (del griego soros, soreites: montón, amontonar). Según las lecturas clásicas del problema, se trataría de ver cuándo podemos hablar de la existencia de un montón de trigo. Si hay sólo un grano, no podemos, evidentemente, hablar de ‘‘montón’’; y si hay, por ejemplo, dos mi-llones de granos, evidentemente, sí pode-mos hacerlo. La paradoja surge porque, si cuando hay un grano no podemos hablar d montón porque un grano no hace mon-tón, si le añadimos a ese grano otro grano, tampoco hace un montón, y así sucesiva-mente; lo que nos llevaría a no poder afi r-m tampoco que cuando hay dos millones d granos hay un montón. Y la argumenta-ción inversa es igualmente paradójica. Si estamos en presencia de una realidad para l que no dudamos en emplear la expresión montón de trigo, ¿qué sucede si le sustrae-mos un grano? Nada relevante, pues pode-mos seguir utilizando el concepto de mon-tón. Si le sustraemos otro grano, tampoco, y así hasta que nos encontremos con uno o dos granos y tengamos que seguir usando la expresión montón. Pero ahora no intere-san esos aspectos lógicos del problema, es decir, la argumentación que conduce a la paradoja, sino los aspectos semánticos y epistemológicos del mismo.

Los estoicos mantuvieron que tenía que haber un número exacto de granos de trigo (pongamos, por ejemplo, 842 granos) a partir del cual pudiera hablarse o dejar de hablarse de montón, y así el concepto de montón tendría una clara referencia real y podríamos conocer perfectamente cuándo estábamos y cuándo no estábamos en pre-sencia de un montón de trigo. Lamenta-blemente, esto no es así, y de ahí que la concepción semántica de la vaguedad man-tenga que pertenece a la naturaleza misma de un predicado vago el que no se pueda trazar una línea divisoria entre las cosas a las que se aplica y las cosas a las que no se aplica. Podremos, quizá, utilizar aproxima-ciones comparativas y decir, por ejemplo,

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que algo se acerca más o menos a un mon-tón, pero no podemos establecer un mo-mento real en el que se pase de un montón a un no-montón. Y por lo que respecta a la epistemología, exactamente igual: hay una amplia gama de situaciones en las que no podemos saber si se trata de un montón o no se trata de un montón, pues nuestros mecanismos cognitivos no tienen la fi nura necesaria.

Ruego al lector que disculpe esta pe-queña erudición, pero sucede que la no-ción de ‘‘revisión total de la Constitución’’ cae de plano en el rompecabezas del sorites, lo que determina de un modo fatal que, por lo que respecta a esta cláusula de refor-ma constitucional, resulte en muchos casos imposible saber cuándo nos encontramos ante una revisión total, en cuyo caso se aplicaría el artículo 168, y cuándo nos en-contramos ante una reforma parcial, en cuyo caso procede utilizar el artículo 167. Pues, en efecto, nadie dudaría en afi rmar que una reforma que incluyera toda la Constitución sería total y que una reforma que sólo incluyera uno o dos artículos sería parcial. Pero si modifi camos 15 artículos más, ¿es total o parcial? Pues es lamentable, pero no lo sabemos ni lo podemos saber, de forma que la interpretación de una re-forma de esa naturaleza se hace imposible porque no disponemos de criterios semán-ticos para decidir entre una cosa o la otra. Esto no es sólo un juego preciosista, sino algo mucho más importante, pues supone que, exceptuando los consabidos Título Preliminar, Capítulo Segundo, Sección 1ª del Título I y el Título II, de los que ahora hablaremos, los respectivos alcances de los artículos 167 y 168 simplemente no pue-den ser determinados recíprocamente, y tanto el 168 puede invadir el ámbito de aplicación del 167, si se aduce que una re-visión de algunos preceptos es en realidad una revisión total, como el 167 puede in-vadir el ámbito de aplicación del 168, si lo que se aduce es que se trata sólo de una re-forma parcial.

b) La imposibilidad histórica y con-ceptual.

Pero lo que se ha mostrado una qui-mera lingüística, porque presume un grado de determinación en el lenguaje que es un puro espejismo, se muestra todavía más como tal cuando pensamos en la situación sociológica y política de una comunidad que está en trance de llevar a cabo una re-visión “total” de su Constitución. No pen-semos siquiera en una situación revolucio-naria, sino en una transición pacífi ca que, sin embargo, quiere prescindir del sistema

jurídico y constitucional anterior como al-gunos animales se desprenden de su vieja piel. Cuando nos encontramos en seme-jante situación histórica es ilusorio suponer que la sociedad en cuestión prestará gran atención a los procedimientos de reforma previstos en su vieja piel constitucional. Parece evidente que dicha sociedad tenderá a ignorar las limitaciones del sistema jurí-dico del que quiere prescindir y se embar-cará en un proceso constituyente creador que no tenga en cuenta tales limitaciones. Si la sociedad española pretendiera una re-visión “total” de su Constitución nadie es-peraría que tuviera una intensa deferencia precisamente hacia el artículo 168. Más bien cabría conjeturar que no le haría el más mínimo caso.

Y esto, además, se corresponde con una perspectiva de naturaleza conceptual que no es ocioso recordar. Si una sociedad quie-re producir un cambio radical en su sistema jurídico, llámese revolución, discontinui-dad legal o transición pacífi ca, eso signifi ca necesariamente que ha dejado de tener ha-cia ese sistema esa actitud de aceptación in-terna que es necesaria precisamente para que podamos hablar de la existencia de un sistema jurídico. Ese punto de vista interno, de acuerdo con el cual la existencia de los sistemas jurídicos pende de una suerte de compromiso interior con sus normas más importantes, no se daría ya en esa situación de revisión “total” de la Constitución. Y ca-be llamar la atención hacia el hecho de que esa actitud interna ha de proyectarse preci-samente, y ante todo, sobre la regla o las re-glas básicas del sistema, es decir, sobre aque-llas reglas que son usadas como métodos de identifi cación del derecho vigente y como vehículos de sistematización y ordenación del mismo. Pero si recordamos que las dis-posiciones de reforma constitucional son las normas que dibujan ante nosotros a la superior autoridad jurídica del ordenamien-to, puesto que son las que proveen a la creación y modifi cación de normas consti-tucionales, entonces cabe pensar que la des-aparición en la sociedad de la aceptación interna del sistema se dirigirá especialmente hacia las disposiciones que confi guran su autoridad superior, y por tanto, hacia las disposiciones de reforma constitucional. La gran paradoja del artículo 168 es que nos viene a decir algo como esto: cuando a na-die le importe ya el artículo 168, se aplicará el artículo 168. Ingenuidad de nuestros constituyentes.

Trastornos de consensoPero más allá de las aporías a que nos con-duce la noción de revisión total de la

Constitución, el artículo 168 nos obsequia con otros dos enigmas cuya solución pue-de arrojar alguna luz sobre nuestras per-plejidades. El primero se encuentra en una expresión extraña del primer párrafo de su texto sobre la que pocas veces se ha llama-do la atención: la expresión aprobación del principio. El segundo lo encontramos al constatar que la Constitución utiliza voca-blos diferentes para referirse a los produc-tos del artículo 167, para los que acude a la expresión “reforma constitucional”, y a los resultados del artículo 168, para los que habla de revisión de la Constitución. Esta diferencia entre reforma y revisión ha llamado poco la atención, y, sin embargo, puede que tenga algo que ver con nuestros problemas.

El texto del artículo 168, y perdone el lector la irritante repetición de su fórmula, dice así:

“Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte a... se proce-derá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada cámara y a la disolución inmediata de las Cortes”.

¿Hay diferencias semánticas atendibles entre lo que es una “reforma” de la Consti-tución y lo que es una “revisión”de la Constitución? ¿Qué significa esto de la “aprobación del principio”? ¿De qué prin-cipio se trata?

Recordemos el complejo procedimien-to que esta disposición establece para llevar a cabo esa “revisión” de la Constitución: 1. Se propone un principio de revisión constitucional. Las Cortes lo aprueban por dos tercios de cada cámara y se disuelven por imperativo constitucional. 2. Las cá-maras elegidas a continuación ratifi can la decisión y proceden a estudiar el nuevo tex-to constitucional. 3. Aprobado ese texto por una cierta mayoría, se somete a referén-dum para su ratifi cación.

Todavía no sabemos si es que “refor-ma” es algo diferente de “revisión” consti-tucional, aunque en un artículo se habla de “proyecto de reforma” y en el otro se habla de “principio”, de principio de revisión se entiende. Y si juzgamos a la vista de este procedimiento parece que ese llamado principio es algo distinto del nuevo texto constitucional. Pero ¿cuál es esa diferencia, y por qué introducir una expresión tan enigmática? Vamos a ver la respuesta a esos enigmas y con ella una sorprendente inter-pretación nueva de todo este artículo.

Los orígenes de la cuestión se encuen-tran en la pequeña historia de la discusión constitucional, así que será necesario hacer un ejercicio de arqueología de textos. Ello

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nos pondrá de manifi esto, entre otras co-s que, al lado de sus grandes ventajas, el llamado ‘‘consenso’’ constitucional tam-b nos depara algunos trastornos. Cuan-do se publica el anteproyecto de Consti-tución elaborado por la ponencia no fi gu-ra en él más que un único procedimiento de reforma constitucional. En el texto del que era en ese anteproyecto artículo 158, se decía así:

“1. Los proyectos de reforma constitucional de-berán ser aprobados por una mayoría de tres quintos en cada una de las cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ambas, se intentará obtenerlo mediante la crea-ción de una comisión mixta, de composición pro-porcional, integrada por diputados y senadores, que procurará presentar un texto que será votado por el Congreso y el Senado’’.

‘‘2. De no lograrse la aprobación mediante el procedimiento del apartado anterior, y siempre que el texto hubiera obtenido el voto favorable de la ma-yoría absoluta en el Senado, el Congreso, por mayo-ría de dos tercios, podrá aprobar la reforma’’.

‘‘3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratifi -cación” (Constitución Española. Trabajos parlamenta-rios. Tomo I, pág. 35).

Como puede fácilmente comprobarse, el núcleo básico del procedimiento del que resultaría ser artículo 167 de la Constitu-ción aparecía como único procedimiento de reforma. Y así hubiera seguido siéndolo si en la discusión interna de la ponencia no se hubiera producido un desacuerdo im-portante con el Grupo Parlamentario de Alianza Popular, que aspiraba a una sobre-protección de ciertos aspectos del texto constitucional. Ese desacuerdo se expresó con toda claridad en un voto particular cu-yo tenor literal vale la pena reproducir:

“1. Las propuestas de reforma constitucional, cuando fueren de carácter parcial, deberán ser apro-badas por la mayoría de los dos tercios de cada cá-mara y sometidas a referéndum’’.

‘‘2. Cuando se propusiere la revisión total se procederá a la aprobación del principio por la mayo-ría de los dos tercios de cada cámara, y a la disolu-ción inmediata de las Cortes’’.

‘‘3. Las nuevas cámaras elegidas deberán ratifi -car la decisión y proceder al estudio del nuevo tex-to constitucional. Éste deberá ser aprobado por mayoría absoluta de ambas cámaras y sometido a referéndum’’.

‘‘4. Se entenderá que es revisión total la que afecte a más de la mitad de los artículos de la Cons-titución o a un título completo de la misma” (Tomo I, pág. 41).

Ya empezamos a ver una posible solu-ción de los enigmas. Porque en este voto particular, con el que se puede estar o no de acuerdo en cuanto al fondo, sin embar-go, las aporías en que nos hemos visto su-mergidos no se presentan casi en absoluto. Por de pronto desaparecen las arenas mo-

vedizas del sorites porque podemos saber perfectamente qué es una revisión total (epígrafe 4). Además, ya no hay una revi-sión “parcial”, sino que se distingue perfec-tamente entre “reforma constitucional”, que es aquello que tiene carácter parcial y se refiere a uno o varios artículos de la Constitución, y “revisión total”, que es lo que “afecta a...” más de la mitad de los ar-tículos o a títulos completos. Y, por último, se ha despejado el enigma aquel del signi-fi cado de la “aprobación del principio”. Se trata, con toda coherencia, de que cuando se vaya a una revisión total se apruebe la decisión de iniciar un proyecto de nueva Constitución, o un proyecto de nuevo o nuevos títulos completos, a cuyos efectos lo más idóneo es que surjan para ello unas auténticas Cortes Constituyentes, que se-rán las encargadas de elaborar y discutir el “nuevo texto constitucional”.

Ese desacuerdo en las discusiones in-ternas de los ponentes, que dio lugar al vo-to particular que acabamos de ver, deter-minó que cuando la ponencia emitió su informe articulado aparecieran, para ser sometidos a la discusión de pleno, tres nuevos epígrafes intercalados al primitivo artículo 158 del anteproyecto, “por acepta-ción de la propuesta contenida en el voto particular del Grupo de Alianza Popular”. Su tenor era el siguiente:

“3. (Nuevo). Cuando se propusiere la revisión total o en parte sustancial de la Constitución, se pro-cederá a la aprobación del principio por la mayoría de dos tercios de cada cámara y a la disolución in-mediata de las Cortes’’.

‘‘4. (Nuevo). Las cámaras elegidas deberán rati-fi car la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional que deberá ser aprobado por la mayo-ría absoluta de ambas cámaras’’.

‘‘5. (Nuevo). Se entenderá que es de aplicación el apartado 3 de este artículo cuando la reforma afecte a un título completo de la Constitución o así lo determine el Tribunal Constitucional’’.

E inmediatamente después de ellos ve-nía el antiguo número 3, ahora número 6:

‘‘6. Aprobada la reforma por las Cortes Genera-les, será sometida a referéndum para su ratifi cación” (Tomo I, pág. 595).

Durante el debate en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Pú-blicas del Congreso no se lograba acercar posiciones, entre otras razones porque el representante de Alianza Popular, Fraga Iribarne, mostraba un sorprendente entu-siasmo por los referenda, mientras que los demás grupos tendían a cuestionar la nece-sidad de acudir a la consulta popular en materia de reformas constitucionales me-nores. Como consecuencia de esos tiras y

afl ojas, el Grupo de Alianza Popular man-tuvo su voto particular, incluso hasta en el debate del pleno del Congreso, pero perdió todas las votaciones.

Pero entonces llegó el consenso, exac-tamente el día 20 de junio de 1978 y en la forma de una enmiendas verbal. Pero ¿có-mo llegó? El arte de “consensuar” (para usar el modismo que se ha impuesto) pue-de ejercerse con dos métodos diferentes. En el primero de ellos se trata de buscar un texto común que incorpore las preten-siones de las partes en desacuerdo pero con una formulación diferente de aquellas que se sugieren por ellas. Es un camino difícil y creador, pero que arroja resultados mejores en términos de técnica normativa, aunque suele producir textos de cierta abs-tracción y vaguedad. El segundo método consiste simplemente en tomar los textos propuestos por las partes en desacuerdo y ensamblarlos en una formulación más lar-ga y compleja, pero no diferenciada de las propuestas de las partes. El resultado en términos de técnica normativa suele ser la mala calidad, los confl ictos entre preceptos y las interpretaciones controvertidas. Pues bien, en el caso que nos ocupa se optó por este segundo método. Se propuso añadir al artículo que ya había sido aprobado en la ponencia un artículo nuevo y diferen-ciado en el que se contemplaba separada-mente un procedimiento rígido, creando así formalmente dos disposiciones de re-forma constitucional residenciadas en dos preceptos distintos. Con objeto de procu-rar un acercamiento a la posición de Alianza Popular se descoyuntó la coheren-te formulación de su voto particular y se sacaron de contexto sus expresiones para trasladarlas literalmente a un nuevo pre-cepto que, sin embargo, ofrecía a su exége-sis un contexto diferente y extraño. Y así, expresiones como “revisión”, “aprobación del principio” o “afectar a...” aterrizaron en un nuevo texto y produjeron esa ex-traordinaria confusión que estamos viendo y que hace a la disposición intratable. Vea-mos cómo sucedió.

Cuando se discutió su voto particular en forma de enmienda en el pleno del Congreso, el Grupo de Alianza Popular había introducido además una especie de coda al artículo siguiente (el 159 del ante-proyecto) que ponía de manifi esto cuál era el sentido de su extremada propensión a la rigidez. Su texto decía así: “La unidad política de España y su integridad territo-rial son inmodifi cables”. Cualquier cosa que esto signifi cara no cabe la menor du-da de que era el leitmotiv que animaba a ese grupo. Y en la defensa de este voto en

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LAS DOS VÍAS PARA LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

22 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

el pleno, Carro dijo algo que vale la pena recordar:

“Algún ilustre diputado y ponente constitu-cional ha llegado a decirme que no se podía aceptar esta enmienda, y que no se podía aceptar porque hay un grupo parlamentario al que le gustaría hacer inmodifi cables las libertades fundamentales, y que también hay otro grupo parlamentario al que le gustaría hacer inmodifi cable la Monarquía” (Tomo II, pág. 2506).

No creo que haga falta demasiada in-tuición para conjeturar que, con esa en-mienda, el Grupo Parlamentario de Alian-za Popular quería reforzar la unidad “indi-soluble” de la nación española y la defensa militar de su integridad territorial que se contenían en el Título Preliminar. Por su parte, el Grupo Socialista era el que se in-clinaba a sobreproteger los derechos funda-mentales (“... en el punto referente a las li-bertades públicas todas las cautelas son po-cas”, había dicho su representante, Sr. Zapatero Gómez, para justifi car que acep-taba un endurecimiento del procedimiento de reforma de algunos títulos de la Consti-tución), y, por supuesto, el Grupo de Unión de Centro Democrático era enton-ces el principal adalid del principio monár-quico. Y en efecto, no por casualidad, nos encontraremos enseguida que el nuevo procedimiento de “revisión parcial” incluye precisamente esas tres cosas. La propuesta de consenso que se hizo, y que tuvo éxito, acabó en un texto para el nuevo artículo que sometía todas esas preocupaciones a un procedimiento muy rígido. Lo repro-duzco literalmente porque, al aparecer co-mo artículo 162 en el texto del proyecto aprobado por el pleno del Congreso el día 21 de julio de 1978, permanecerá intocado hasta la Constitución, en la que fi gura co-mo artículo 168:

“1. Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título Preli-minar, al Capítulo Segundo, Sección 1ª del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del princi-pio por mayoría de dos tercios de cada cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes’’.

‘‘2. Las cámaras elegidas deberán ratifi car la deci-sión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas cámaras’’.

‘‘3. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación” (Tomo II, pág. 2605).

He escrito en cursiva los enunciados que se reproducen textualmente del voto particular de Alianza Popular. A nadie ex-trañará ahora que, en nombre de Unión de Centro Democrático, el diputado Cis-neros afi rmase, para defender los artículos

de reforma constitucional que se aproba-ban entonces:

“Leyendo el voto particular de Alianza Popular, que tengo delante,[...]sinceramente creemos el Grupo de Unión de Centro Democrático que las fórmulas diseñadas hoy por esos dos preceptos no suponen un desvío sensible del sistema que allí se di-bujaba” (II, pág. 1739).

Y tanto que no. Era literalmente el mismo texto, con la sola intercalación de los títulos y secciones nominales de la revi-sión parcial y un pequeño ¡endurecimien-to! en la proporción de diputados y sena-dores que habrían de aprobarlo en las Cor-tes convocadas al efecto: se pasaba de la mayoría absoluta a los dos tercios. Pero ello, sin embargo, arroja una gran luz sobre el posible significado de la cláusula. En realidad, lo que se había hecho era sustituir aquella propuesta de la revisión que “afecte un título completo de la Constitución” por una revisión “parcial” que “afecte al Título Preliminar, al Capítulo Segundo, Sección 1ª del Título I o al Título II”; es decir, se había limitado el alcance de esa revisión a los títulos o secciones de la Constitución que cada grupo consideraba esenciales. La mezcla consensuada de textos había deter-minado que la expresión “afectar a...”, ini-cialmente referida a títulos completos de la Constitución, apareciera ahora textual-mente para referirse a esos títulos o seccio-nes. Pero con ello esa expresión, que nos ha desafi ado desde el principio de esta re-fl exión, perdía su contexto de signifi cación y se transformaba en un problema.

Podemos ahora utilizar esta historia para despejar las incógnitas. Al margen de la presunta “intención” de los constituyen-tes, que, como antes he dicho, no es rele-vante ni en este ni en ningún caso, al leer la historia de la discusión aparece ante no-sotros una nueva posibilidad de abordar el problema: la de establecer un signifi cado defi nido para la expresión “afectar a...” en el sentido de referirla a los títulos o seccio-nes completas mencionadas por el artículo 168. Y enseguida vemos que si lo concebi-mos así ese precepto deja de ser un proble-ma intratable y queda meridianamente cla-ro: cuando se trate de una revisión total o de una revisión de alguno de esos títulos o secciones completos (como algo distinto de una reforma) se propondrá así a las Cortes por quien tenga la iniciativa; si las dos cá-maras aprueban el principio, es decir, la decisión global de llevar a cabo una revi-sión tan decisiva, la Constitución obliga a convocar nuevas Cortes en la función de auténticas Cortes Constituyentes que han de ratifi car la decisión y deben iniciar la

elaboración y el estudio del nuevo texto constitucional que, de ser aprobado por una mayoría de dos tercios de ambas cá-maras, será en todo caso sometido a refe-réndum. En realidad, esa es la única signi-fi cación que cabe atribuir a la famosa ex-presión que se intercaló simplemente a partir del texto de aquellos votos particula-res que son el origen de la disposición.

Las indagaciones histórico-políticas que acabo de hacer nos proveen, creo, de una explicación de la aparición de esas ex-presiones enigmáticas en la fórmula del ar-tículo 168; pero como pocos se habían percatado del modo en que se había llega-do a esa fórmula, no se acababa de encon-trar una interpretación plausible de su te-nor literal. Ahora me parece que estamos en condiciones de añadir a esa explicación histórica externa una justifi cación interna para conferirles un signifi cado determina-do. De acuerdo con esta nueva perspectiva, puede proponerse que la expresión “revi-sión” de la Constitución, concebida como algo diferente a la “reforma”, sea entendida como un proceso que se propone la modi-fi cación total de la misma o la modifi ca-ción de los títulos o secciones completos que menciona. La “aprobación del princi-pio” no es sino la decisión de emprender una revisión global de ese carácter. Y la ex-presión “afectar a...” ve circunscrita su con-génita vaguedad a su referencia a la Consti-tución o a esos títulos y secciones conside-rados en su totalidad. Con esa exégesis se disuelven de un modo sorprendente todos aquellos problemas que nos planteaba el artículo 168.

Dos soluciones a los problemas interpretativos de la reforma constitucionalEn este trabajo he tratado de argumentar que la lectura convencional de las dos gran-des disposiciones de reforma constitucional que aparecen en la Constitución de 1978 lleva a conclusiones poco satisfactorias. A lo largo de esta legislatura se van a poner de manifi esto: para reformar aspectos im-portantes y controvertidos de nuestra reali-dad política, como lo puede ser la remode-lación de la disciplina constitucional del Senado, vamos a hacer uso del procedi-miento “sencillo”; y para dar un pequeño retoque en el precepto constitucional que establece la línea de sucesión a la Corona (artículo 57, 1), alteración fácil y que nadie discute, creemos necesario embarcarnos en un procedimiento engorroso y difícil. Sin embargo, esta paradoja puede ser evitada con una nueva lectura de dichos preceptos articulada como teoría de la reforma cons-

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FRANCISCO LAPORTA

23Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

titucional. Esa nueva lectura puede tener un doble hilo conductor. El primero es es-tablecer con cierto rigor formal la referen-cia de ambas disposiciones a los preceptos a que alcanzan. Es un camino difícil y po-co satisfactorio. El segundo itinerario es la propuesta de un nuevo entendimiento del artículo 168 como un mecanismo extraor-dinario de convocatoria histórica de unas Cortes Constituyentes que pongan mano en la tarea de revisar in toto títulos y seccio-nes cruciales de nuestra Constitución: sus ejes fundamentales, el principio monárqui-co o la declaración de derechos.

Si andamos el camino que nos sugiere el primero de esos hilos conductores y mantenemos que la referencia del artículo 168 es la “lista” de preceptos constitucio-nales que menciona explícitamente y nada más que ella, entonces la conclusión es que la referencia del artículo 167 será la “lista” de los demás preceptos constitucionales, y entre ellos el artículo 168 mismo, que sería así susceptible de ser “reformado” median-te el procedimiento del 167. Al margen de la incomodidad intelectual que nos pro-duzca, el que se proceda a hacer tal modifi -cación es una decisión política que ha de basarse, naturalmente, en razones de pru-dencia y oportunidad. Y aunque no voy a entrar en ellas, pienso que la razonable di-fi cultad del procedimiento de reforma “or-dinaria” del artículo 167, unida a las mu-taciones históricas que ha experimentado la sociedad española y su percepción de la política, podrían aconsejar acudir a ese procedimiento para desactivar el cerrojo que supone el artículo 168. Sobre todo te-niendo en cuenta que para hacer pequeñas mejoras en alguno de los textos de su “lis-ta” de preceptos (como la que ahora se propone sobre la línea de sucesión a la Co-rona) tenemos que hacer extrañas contor-siones políticas y constitucionales (esperar al fi nal de la legislatura para que parezca que hay dos Cortes Generales consecutivas, etcétera) que no me parece que tengan asiento tan simple en la razón de ser de los preceptos de reforma, pero de las que aquí no voy a ocuparme.

Si perseguimos el otro hilo conductor aparecería ante nosotros con claridad la su-gerencia de que, sencillamente, no tenemos que utilizar en absoluto el artículo 168 pa-ra llevar a cabo las reformas que se propo-nen, puesto que todas esas reformas, in-cluida la que afecta a la ordenación suceso-ria de la Corona, pueden ser realizadas por el procedimiento del artículo 167, ya que ninguna de ellas confi gura una de las hipó-tesis de gran “revisión” para las que tiene sentido la rigidez del artículo 168. Porque,

en realidad, esta disposición ofrece lo me-jor de sí misma cuando es pensada para impedir una mutación histórica de nuestro perfi l político-constitucional, como lo po-dría ser el abandono del principio monár-quico en favor de la forma republicana de gobierno o para garantizar que si se em-prende esa mutación se hace mediante un proceso tan profundo de transformación constitucional que demanda la convocato-ria de Cortes Constituyentes y una gran llamada al pueblo. Ninguna de esas cosas, me parece, es lo que hoy tenemos entre manos.

Nota bibliográficaDebo advertir que si esta nota bibliográfi ca no se publicase junto al texto correría el peligro de ser acusado de plagio. Hasta tal punto soy deudor de ideas y argumentos con amigos y colegas que si no lo recono-ciera estaría haciendo un ejercicio ilegítimo de apropiación. En algunas ocasiones, las ideas son casi literalmente las expresadas p ellos, y si las he presentado sin mencio-nar su autoría ha sido por mostrar el hilo argumental limpio de toda referencia doc-trinal o autorizada, para que, si puede, se sustente por sí mismo y se ofrezca clara-mente a la crítica y la contraargumenta-ción. Ahora, sin embargo, corresponde ha-cer justicia.

● Como ejemplo de la crítica domi-nante al artículo 168 puede verse Pedro de Vega: La reforma constitucional y la proble-mática del poder constituyente. Tecnos, Ma-drid, 1985, que resiste bien el paso del tiempo.

● Sobre la intención del constituyente incorporo en muchos casos literalmente la aportación de José Juan Moreso: La inde-terminación del derecho y la interpretación de la Constitución, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1998, 223 a 233 págs.

● La idea de justifi cación subyacente la tomo de Frederick Schauer, Playing by the Rules. Claredon Press, Oxford, 1991.

● Sobre lagunas técnicas utilizo a Ric-cardo Guastini: Teoría e dogmatica delle fonti, Giuff ré, Milano, 1998. pág. 244.

● Sobre la noción de fraude de ley utilizo explícita y descaradamente la cons-trucción de Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero: Ilícitos atípicos, Trotta, Madrid, 2000. Mi reformulación es mucho menos precisa y sofi sticada que la suya, aunque creo que no la traiciona en sus rasgos fun-damentales.

● Sobre la paradoja del sorites, José Juan Moreso otra vez, R. M. Sainsbury & Tomothy Williamson: Sorites, en Bob Hale

y Crispin Wright (eds.), A Companion to the Philosophy of Languaje. Blackwell Pu-blishers, Oxford, 1997, y Timothy A. O. Endicott: Vagueness in Law, Oxford Uni-versity Press, New York, 2000.

● Un acercamiento a los ingredientes conceptuales y empíricos de los cambios de norma fundamental puede verse en Finnis: ‘Revolutions and Continuity in Law’, en A. W. B. Simpson (ed.), Oxford Essays in Jurisprudence. Second series, Clarendon Press, Oxford, 1973.

● La arqueología textual de las discu-siones, votos particulares y enmiendas a los proyectos constitucionales la he extraído del indispensable Constitución española. Trabajos parlamentarios, 2ª edición, que le debemos a Fernando Sainz Moreno. Se publicó por la Cortes Generales en 1992.

Sé que hay más literatura secundaria en torno a este problema. Si no la mencio-no aquí no signifi ca que no sea valiosa, si-no simplemente que no se ocupa tan direc-tamente de los ingredientes del problema que me han servido de base para realizar mi lectura. ■

[El presente texto es una presentación resumida y más accesible de un trabajo académico en curso, cuya mayor extensión y contenido técnico obligan a su publicación en una revista especializada. Mis colegas de la Universidad Autónoma han ejercido sobre él su aguda y estimulante crítica. Les doy las gracias por ello].

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodea-dos de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta Tierra y, que por algún designio especial, les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de exuberantes colinas con cables parlantes. ¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervi ven cia1.

IntroducciónEl medio ambiente condicionó la evolución de nuestro cerebro. Su plasticidad hace que se confi gure, que se formen y modifi quen sinapsis y estructuras, en respuesta al mun-do exterior, principalmente en las etapas tempranas de nuestra vida. Las culturas surgieron de la interacción entre el indivi-duo y los grupos sociales entre sí y con su entorno local.

El pensamiento sobre nuestro medio ambiente próximo y nuestra relación con él ha sido siempre, pues, un elemento bá-sico de nuestra supervivencia y bienestar y del desarrollo de las distintas culturas. En sus inicios, el pensamiento sobre el medio ambiente local estaba constituido por co-nocimientos intuitivos en forma de reglas básicas de supervivencia que se formaron en el curso de la evolución de nuestro cere-bro: identifi cación de pautas y regularida-des de la naturaleza, asociación de causas y

efectos, expectación de sucesos por induc-ción, aciertos y errores de las pruebas expe-rimentales, etcétera. Poco a poco, el pensa-miento medioambiental adquirió diversos niveles de abstracción, saberes empíricos y complejidad: forrajeo óptimo, en las socie-dades de cazadores-recolectores; búsqueda, desarrollo –e importación de otras cultu-ras– de técnicas de producción de alimen-tos y cobijos; códigos, reglas y leyes sobre la estructura social y su relación con los recursos naturales, cultivados y domestica-dos; mitos y leyendas, incluyendo tabúes alimentarios; magias, curanderías y religio-nes, etcétera.

Ni los historiadores ni tratadistas de las ideas ni de las culturas han prestado, hasta ahora, la debida atención al desarrollo y evolución del pensamiento medioambien-tal y su infl ujo en la historia de las ideolo-gías y el devenir de las sociedades2. No obstante, para entender la importancia de los actuales movimientos cívicos y las ONG de ecologistas y partidos “verdes” que los lideran, es necesario algunas veces indagar en las fuentes principales, más o menos remotas, de las que manan sus dis-tintas ideas y concepciones del hombre y su hábitat planetario o biosfera. Este tér-mino fue acuñado en 1875 por el geólogo austriaco Eduard Suess para designar la pe-queña capa esférica que se apoya en la li-tosfera y en la que se desarrolla la vida, aunque su uso generalizado se lo debemos al mineralogista ruso Vladimir Vernadsky, que publicó en 1926 un texto titulado pre-cisamente La biosfera, en el que hace de este concepto central el nudo unifi cador

del estudio de la Tierra y de la vida en ella, proponiendo que éste debía ser multidisci-plinar y cuantitativo3.

Fuentes principales del pensamiento ecológico modernoEl pensamiento sobre el medio ambiente se alimenta y se apoya en tres grandes fuentes de conocimiento: la empresa científi ca; las creencias y sentimientos sobre los valores éti-cos y estéticos de la naturaleza, deudores en gran medida de la literatura medioambiental romántica; y las ideologías y propuestas po-líticas y sociales de las organizaciones ecologistas y los gurús de los movimientos cívicos “verdes”.

El término ecología fue introducido en 1866 por el zoólogo alemán Ernst Haeckel en un tratado sobre morfología, taxonomía y evolución de los animales, y tenía clara de-notación de disciplina o disciplinas científi -cas4. El siguiente texto de Haeckel se puede considerar como la primera defi nición mo-derna de la ecología como ciencia:

“Entendemos por ecología el corpus de conoci-mientos relativos a la economía de la naturaleza, esto es, la investigación de todas las relaciones del animal con su ambiente, tanto orgánico como inorgánico, incluyendo, sobre todo, sus relaciones amistosas e ina-mistosas con aquellos animales y plantas con los que está en contacto directo o indirecto; en una palabra, ecología es el estudio de todas esas complejas interre-laciones a las que se refería Darwin en su idea de la lucha por la supervivencia”5.

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

1 Fragmento del poema (otras versiones lo con-vierten en carta al Gran Padre Blanco –esto es, al Presidente estadounidense Franklin Pierce– fecha-da en 1854) del jefe indio Seattle, de la tribu de los Duwamisch (o los Suquamisch, o los Sokokomish, según las distintas versiones). Es seguro que existió tal jefe indio, pero que nunca pronunció estas palabras ni otras contenidas en el supuesto poema o carta. Este famoso y poético panegírico del ecologismo sagrado se debe a la pluma e inspiración del escritor Ted Perry, que lo incluyó en el guión de un documental sobre el medio ambiente de 1971 (Cf.: William S. Abruzzi, Th e Real Chief Seattle was not a Spiritual Ecologist, Skeptical Inquierer, marzo-abril de 1999).

EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

Ciencia, ética y mitología

FERNANDO PEREGRÍN GUTIÉRREZ

2 Recomiendo la lectura de dos textos básicos sobre la historiografía de las ideas sociales y científi cas sobre el medio ambiente: Donald Woster: Natures’s Eco-nomy, the Roots of Ecology. Anchor Books, N. Y., 1979, y Frank Egerton: ‘‘Th e History of Ecology: Achieve-ments and Opportunities’’. Th e Journal of the History of Biology, núm 16, págs. 259-310,(1983) y núm. 18, págs. 103-143, (1985).

3 Freeman J. Dyson: ‘‘What a World!’’ New York Review of Books, vol. 50, núm. 8, 15 de mayo de 2003.

4 Haeckel acuñó también los términos “fi lum” (ignorado aún por la Real Academia) y fi logenia, de uso común en biología. A él se debe también el célebre di-cho “la ontogenia recapitula la fi logenia.” Sus ideas sobre el racismo, el nacionalismo y el darwinismo social infl uyeron poderosamente en los ideólogos de la Ale-mania nazi.

5 Conferencia inaugural en la Universidad de Je-na, 1879. Robert C. Stauff er, ‘‘Haeckel, Darwin, and Ecology’’. Quarterly Review of Biology, núm. 32, 1957. Citado por David R Keller y Frank B. Golley, editores:

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25Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

Sucede, empero, que hoy día el término ecología y sus derivados han sido usurpados, secuestrados, por así decirlo, por los movi-mientos sociales, Organizaciones No Guber-namentales (ONG) y partidos políticos “ver-des”, por lo que los científi cos y técnicos, sobre todo en el medio académico anglo-sajón, utilizan en la actualidad las expresio-nes environmentalism y environmental scien-ces, y se autodenominan environmentalists (nombre con que, precisamente, se designa-ba a los pioneros de los movimientos conser-vacionistas y medioambientales, precursores de los actuales ecologistas) en vez de ecolo-gists, por las consabidas connotaciones de este término que se usa en nuestro tiempo presente para designar a un adepto a una ideología, a una cosmovisión basada en un conjunto de valores, creencias, sentimientos y actitudes políticas y sociales que muchas veces tienen poco que ver con la ciencia6. Un antecedente muy claro de la actual cien-

cia de la ecología es la historia natural, pese a que los primeros proponentes de la ecolo-gía como ciencia minusvaloraron la labor de muchos naturalistas, a los que consideraban, no sin cierta razón, afi cionados con espíritu estético y artístico, amantes de la naturaleza y diletantes coleccionistas de datos, dibujos y ejemplares disecados (Haeckel, por ejem-plo, afi rmó en el mismo discurso antes cita-do que “en la historia natural se ha tratado a la ecología de los animales con bastante in-exactitud”)7. Lógicamente, hubo grandes

naturalistas que contribuyeron, entre la se-gunda mitad del siglo xviii y primer tercio del xix (muchas veces desde posiciones pre-científi cas: creacionistas, teleológicas, etcéte-ra), al posterior desarrollo de la ecología co-mo ciencia. Entre los principales, Carl von Linné (o Carolus Linnaeus), quien propuso una naturaleza en perfecto equilibrio, pues todas las interacciones entre organismos y el medio ambiente estaban reguladas con pre-cisión mecánica; Georges de Buff on, uno de los iniciadores de la zoo-geografía; Jean-Ba-btiste Lamark, quien propugnó que los ca-racteres adquiridos eran heredables; Alexan-der von Humboldt, iniciador de la geografía de las plantas; y principalmente, Charles Darwin, un tanto posterior a los antes cita-dos, quien junto con Alfred Russel Wallace introdujo el concepto científi co de evolu-ción, uno de los pilares actuales de las cien-cias biológicas y medioambientales8.

La ecología como cienciaLa moderna ciencia del medio ambiente es bastante nueva. La primera sociedad profe-sional, la British Ecological Society data de 1913; y el primer texto académico de rele-vancia es de 1953, Fundamentals of Ecology. Escrito por Eugen P. Odum, tuvo gran in-fl ujo en la incorporación a la ciencia de la ecología de las entidades denominadas eco-sistemas, término introducido por sir Arthur Tansley en 1935. Eugen, así como su herma-no Howard, tuvieron como mentor –este último incluso fue alumno suyo en Yale– al que se considera uno de los creadores de la ecología científi ca moderna, Georg Evelyn Hutchinson, también maestro de otro pio-nero de las ciencias medioambientales en Estados Unidos, Raymond Lindeman, a

8 Aunque no fue un naturalista, Th omas Malthus, economista político, autor de un célebre ensayo sobre la población y los alimentos, tuvo gran infl uencia en Darwin a la hora de formular éste su teoría sobre la selección natural.

Th e Philosophy of Ecology: From Science to Synthesis, Th e University of Georgia Press, Athens, GA, 2000.

6 Algo semejante está ocurriendo en España, donde los científi cos y técnicos hablan de ciencias medioam-bientales y rara vez de ecología por las consabidas conno-

taciones de este vocablo. También se usa la denomi-nación de ecólogo, de infl uencia francesa, en lugar de ecologista. En el DRAE, como siempre, poco atento a la terminología de las ciencias naturales, no fi guran las entradas “ambientalista” y “medioambientalista”. De las dos acepciones del término ecologista, ninguna es aplicable a un experto o profesional académico de las ciencias y técnicas medioambientales. La defi nición de ecólogo que da el DRAE es ambigua a este respecto.

7 Para conocer una visión patinada de nostalgia y sentimentalismo, infl uida por el pensamiento del biólo-go español Ramón Margalef (“el naturalista está mas cerca del poeta y del artista que del técnico o del ingenie-ro”), del papel que la historia natural puede desempeñar en la moderna ciencia ecológica, véase Paul K. Dayton y Enric Sala: ‘‘Natural History, the sense of wonder, crea-tivity and progress in ecology’’, Scientia Marina, 65 (Su-ppl. 2), 2001.

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EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

26 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

quien se debe el concepto de “dinámica tró-fi ca” (o cadena alimentaria) en los ecosiste-mas. La ecología surgió para el estudio de todas las formas de vida que han existido en la Tierra y de todas las relaciones medioam-bientales en las que estén presentes seres vi-vos; y como una ciencia de síntesis que se apoya en la física, la química, la geología, la biología molecular y la biología de los orga-nismos para explicar ciertos fenómenos. En la actualidad, las ciencias medioambientales son un conjunto de disciplinas con mayor o menor desarrollo teórico y formal; con más o menos dependencia de acontecimientos históricos, saberes empíricos, inductivos y descriptivos y análisis de casos únicos, sin apenas principios unifi cadores entre estos conocimientos. Por lo tanto, nos hallamos con grandes lagunas de información, datos de observaciones escasos y poco fi ables y su-perfi cialidad de muchas de las teorías. No es infrecuente que los datos y hechos se en-cuentren contaminados y condicionados por intereses políticos y pre su puestos ideológi-cos9. Hay un dicho popular entre los ex-pertos que dice que la ecología tiene pocos, si es que tiene alguno, principios científi cos pero está llena de conceptos10. Tal vez sea algo exagerado pero coincide bastan te con la opinión del físico Freeman Dyson, uno de los científi cos de mayor prestigio en la actua-lidad, a propósito de las ciencias medioam-bientales11.

“La biosfera es lo más complicado a lo que tene-mos que enfrentarnos los humanos. La ciencia de la ecología planetaria es aún joven y está subdesarrollada. No debe ex trañarnos, pues, que expertos honrados y bien formados e informados puedan estar en pro fundo desacuerdo sobre los hechos”.

Como vemos, el debate atañe no sólo a los conocimientos propiamente dichos (he-chos y teorías) sino que es de carácter más fundamental, pues afecta a las bases gnoseo-lógicas de estas ciencias (ontología, episte-mología y metodología) y a sus relaciones

con las ciencias sociales y humanas. Uno de los temas más controvertidos es el de las lla-madas entidades ecológicas y su estatus den-tro del realismo científi co (incluso el llamado “moderado”). Por ejemplo, la consideración de ciertas comunidades bióticas como orga-nismos (o superorganismos), ¿es una metá-fora o la defi nición de una entidad real con existencia propia, como pueden ser un árbol o un elefante? Esta visión de la ecología en la que prima la colectividad frente al individuo se la debemos a Frederic E. Clements, que dio origen a la llamada escuela ecológica “clementsiana”12.

Un caso extremo de esta escuela de pen-samiento ecológico es la controvertida y muy especulativa hipótesis de Gaia, que considera a toda la biosfera como un supe-rorganismo con vida y entidad propias (pa-ra algunos movimientos eco logistas no se trata de una hipótesis sin verifi car y muy discutible sino que la dan por cierta y ha-blan del “paradigma de Gaia”)13. Técnica-mente, tocante a este aspecto, se habla de dos escuelas: la “merológica” y la “holológi-ca”. La primera (o “autoecología”) se centra en el análisis de los componentes de las en-

tidades ecológicas. La segunda, también llamada “sinecología” (synecology, en su for-mulación original), se orienta hacia el estu-dio de las relaciones entre las entidades den-tro de un sistema ecológico en vez de sobre las propias entidades14.

Muy relacionada con esta dualidad de escuelas de pensamiento ecológico se halla la controversia sobre el reduccionismo y el holismo, discusión que ha perdido gran parte de su signifi cado epistemológico para convertirse en querella ideológica y políti-ca15.

Para los ecologistas, llamar reduccionista a un científi co o experto en problemas medioambientales es un insulto y una desca-lifi cación, pese a que los avances realmente importantes en el conocimiento de la vida y su relación con su entorno se han realizado aplicando siempre algún tipo de reduccio-nismo metodológico y explicativo16. En la actualidad, la posición que más aciertos (y consenso entre los científi cos y expertos más prestigiosos de la biología y de la ecología científi ca) está cosechando se basa en el re-duccionismo ontológico, un reduccionismo metodológico parcial, y el rechazo del reduc-cionismo epistemológico extremo. Breve-mente, y con palabras llanas, el reduccionis-mo ontológico afi rma que todas las entida-

Tabla 1 Holismo Holismo científi co mal entendido (“emergentismo”)

Ontología: La unidad básica es el Ontología: El todo depende de todo, que es independiente de las las partes, aunque algunas partes propiedadesdel todo no lo son de ninguna de sus partes.Epistemología: El conocimiento de Epistemología: El conocimiento de las partes ni es necesario ni sufi ciente las partes es necesario aunque no para entender o explicar el todo. sufi ciente para entender o explicar el todo

9 Se sabe que los datos ofi ciales de muchos países están manipulados por razones políticas o son de poco valor técnico y estadístico. Mas lo que realmente ha sorprendido ha sido el manifi esto de este pasado mes de marzo de la Union of Concerned Scientists (UCS), fi rmado por más de 60 científi cos estadounidenses de gran prestigio –entre ellos, 20 premios Nobel– acu-sando a la Administración Busch de falsifi car y ocultar importantes conocimientos científi cos, sobre todo en materias medioambientales, tales como el informe de junio de 2003 de la Environmental Protection Agency (EPA) –una de las instituciones reguladoras en materias medioambientales más importantes y reputadas del mundo– sobre el cambio climático (Cf.: Nature, núm. 427, 663; 1 de abril de 2004).

10 David R. Keller y Frank B. Golley, op. cit.11 Freeman J. Dyson, op. cit.

12 Frederic E. Clements, Plant Succession: An Analysis of the Development of Vegetation. Reproducido por David R. Keller y Frank B. Gollev, op. cit.

13 El concepto de Gaia –la diosa Tierra para los griegos– fue propuesto por el científi co de la atmósfera James Lovelock a mediados de la década de los 60. Su desarrollo formal lo hizo en colaboración con Lynn Mar-gulis. Para Lovelock lo que hace de Gaia un organismo es la “homeostasis” o autoregulación, “la sabiduría del organismo, la misma que mantiene la temperatura y la química de nuestro cuerpo dentro de unas constantes”, según su propia explicación (Cf.: Connie Barlow, From Gaia to Selfi sch Genes, MIT Press, Cambridge, MA, 1991). Para Margulis, la hipótesis Gaia se basa en la sim-biosis, una visión cooperativa de la evolución frente a la de la lucha por la vida del neodarwinismo. A pesar de la seriedad de los planteamientos de Margulis, es altamente improbable que se asiente como teoría aceptada por la comunidad científi ca, dadas sus limitaciones explicativas. Esta seriedad contrasta con las esotéricas o espiritualistas especulaciones de los ecologistas extremos, los adorado-res de dioses y divinidades diversas, y los seudofi lósofos de la new age, que sacralizan nuestro ecosistema planeta-rio y lo relacionan o con planes divinos y providencialis-tas (creacionismo y diseño inteligente) o propugnan una

especie de religiosidad muy próxima al paganismo clá-sico o al misticismo panteísta y pampsiquista oriental. (Véase, a propósito de la doctora Margulis y su parti-cular y extrema versión de la hipótesis de Gaia y de su visión cooperativa de la evolución, frente a la competi-tiva del neodarwinismo: Laureano Castro Nogueira y Miguel Ángel Toro Ibáñez, ‘‘En torno al darwinismo: el bueno, el feo, el malo... y el posmoderno’’, Revista de Libros, núm. 84, diciembre de 2003).

14 David R. Keller y Frank B. Golley, op. cit. Esta clasifi cación, un tanto conceptual y simplista, se debe a G. Evelyn Hutchinson (1978).

15 ¿A qué espera la Real Academia Española para incorporar este término, fundamental para la epistemo-logía, a su diccionario?

16 Los detractores del reduccionismo en biología se quedaron mudos cuando, en 1953, James Watson y Francis Crik, apoyándose en los trabajos de Rosalind Franklin y otros, descubrieron la estructura del ADN, origen de la genética molecular (Véase David R. Keller y Frank B. Golley, op. cit.).

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FERNANDO PEREGRÍN GUTIÉRREZ

27Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

des de la naturaleza, en su nivel más elemental, están formadas por los mismos componentes, los cuales siguen leyes univer-sales en sus interacciones, negando la exis-tencia en los seres vivos de otros componen-tes (sean de naturaleza vitalista o de algún otro origen fundado en una supuesta meta-física específi ca de la biología o de la ecolo-gía) distintos de los de la materia inorgáni-ca17. El metodológico sostiene que los siste-mas, por muy complejos que sean, se pueden estudiar por partes, como se hace en ecología teórica cuando se plantean y analizan mate-máticamente modelos de ecosistemas con-cretos (o parte de ellos, como sistemas com-plejos con propiedades emergentes) o se ge-neraliza por inducción a partir de casos particulares (case studies). Finalmente, el re-duccionismo epistemológico extremo (o fuerte) afi rma que, en principio, todas las leyes y entidades de una disciplina científi ca pueden deducirse de las de nivel jerárquico inferior, como sería el caso de poder inferir toda la biología a partir de la biología mole-cular, y ésta, de la química y la física18. Esta postura más acertada y fi able que se acaba de exponer se puede denominar también como holismo científi co o afi rmación de la emergencia de entidades y leyes basadas en la complejidad de los sistemas (“emergentis-mo”). Como resumen, en la Tabla número 1 se recogen los distintos signifi cados del término holismo.

Muy frecuentemente, el holismo es una excusa para que muchos ecologistas, invo-cando el carácter multidisciplinar tan desea-ble y necesario en los estudios medioam-bientales, mezclen sin ton ni son hechos y datos con valores e ideologías; esto es, for-men un baturrillo de ciencia, ética y políti-ca19. Un ejemplo muy reciente de esta situa-ción lo encontramos en el llamado “caso Lomborg”; o lo que es lo mismo, el debate

surgido de la publicación de su libro El eco-logista escéptico20. Analizando dicho debate, observamos claramente la facilidad con que acaban politizándose las disputas de origen fundamentalmente técnico. Además, este caso permite confi rmarnos en nuestra idea de la inmadurez de las ciencias medioam-bientales y el desacuerdo entre expertos so-bre la interpretación y fi abilidad de los datos estadísticos. Otra importante enseñanza del “caso Lomborg” es la facilidad con que la escasez y debilidad de las series estadísticas de dichos datos medioambientales permite que muchos técnicos y activistas ecológicos se dejan atrapar –incluido el propio Lom-borg– por las arenas movedizas de los erro-res y falacias propios de los razonamientos estadísticos, tan frecuentes e importantes en las ciencias del medio ambiente: analogías débiles; muestras inadecuadas, insufi cientes o sesgadas; confusión entre signifi cación es-tadística y explicativa o causal; conclusiones injustifi cadas del tipo post-hoc; sustitución de la regla por su excepción (tipo accidente y accidente inverso), etcétera.

Valores estéticos y romanticismo medioambientalSi resulta difícil rastrear la evolución de la ecología como ciencia, aún lo es más cuan-do queremos investigar la historia de los valores éticos y estéticos que las distintas culturas han asignado a la naturaleza y a la relación del ser humano con ella21. Gene-ralmente se acepta por muchos ecologistas de forma acrítica que la naturaleza y la reli-gión están o han estado más íntimamente ligadas en muchas de las llamadas culturas indígenas (principalmente, las de los indios norteamericanos) que en la cultura occi-dental. Asimismo, se considera que las fi lo-sofías orientales propician una actitud más respetuosa del hombre hacia la naturaleza e incluso lo integran total y armónicamente en el espíritu universal y cósmico que supo-nen es la esencia o espíritu de la naturaleza. Hay mucho de mito y de leyenda en esta versión sacralizada (o indicativa de una pro-

funda sabiduría ecológica mística, o esotéri-ca e intuitiva) de la relación de la especie humana con su entorno, bien sea parcial o global. La literatura ecológica sobre el deno-minado conocimiento ecológico tradicional (traditional ecological knowledge, o TEK) es-tá llena de retórica barata y de ocultación de la realidad. Se seleccionan los hechos que interesan a la leyenda arcádica y se omiten aquellos que demuestran que el llamado ex-polio de la naturaleza no es privativo de la moderna cultura occidental sino que ningu-na otra está exenta de prácticas extintivas y destructivas del medio ambiente.

En muchos de estos textos, el relati-vismo cultural extremo de ciertos antropó-logos y ecologistas les lleva a inventarse unos conocimientos ecológicos tradicionales que igualan o superan a los que nos están pro-porcionando las modernas disciplinas medioambientales. Cierto que el conoci-miento empírico y tradicional sobre su me-dio de subsistencia que han desarrollado algunas culturas antiguas, y que los ecologistas nos quieren presentar como ejemplos de sabiduría ecológica innata pue-de ser de gran utilidad, pero sin duda mu-chas de sus prácticas medioambientales eran y son tan equivocadas como las de todas las demás culturas, salvo quizá que el alcance del daño al medio ambiente estaba limitado localmente y en proporción al poder des-tructivo de sus medios tecnológicos22. Las agresiones al entorno natural no son exclu-sivas de la moderna civilización industrial y tecnológica de Occidente, aunque en la ac-tualidad el posible perjuicio es cada vez más grave y global.

La literatura medioambiental románti-ca se nutre principalmente de la naturphilo-sophie del idealismo alemán, cuya visión del hombre y la naturaleza se basaba en la uni-dad metafísica: unidad de la propia natura-leza, unidad del conocimiento sobre ella y unidad del espíritu humano con el de la na-turaleza23. Ejemplo cabal de este pensa-miento es la siguiente cita debida a Friedri-ch W. J. Schelling, uno de los principales exponentes de esta corriente fi losófi ca:

“La Naturaleza debe ser la Mente hecha visible; la Mente, la invisible Naturaleza. He aquí, en la abso-

17 Algunos ejemplos son la “autopoeisis” (Matura-na y Valera) o la autocatálisis o las “propensidades” as-cendentes (Ulanowicz) como principios independientes de las leyes de la materia inerte; o la homeostasis como sabiduría intrínseca de la vida, (Lovelock, Margulis). La versión extrema de esta idea de sabiduría esencial la encontramos en el eslógan ecologista Nature knows best (la naturalesa es más sabia. Cf.: nota 31). Véase David R. Keller y Frank B. Golley, op. cit.

18 Antonio Fernández-Rañada, ‘‘Reduccionismo, objetividad, paradigmas y otras cosas de la ciencia’’. Re-vista de Libros, núm. 85, enero de 2004.

19 Frente al debate entre holismo y reduccionismo se presenta la opción de la llamada ecología dialéctica, un intento de explicar la biología según la dialéctica mate-rialista del marxismo clásico. Los escasos –aunque pres-tigiosos algunos de ellos– defensores de estas ideas se encuentran hoy día principalmente en ciertos grupos reducidos del ámbito académico estadounidense (Richard Levins y Richard C. Lewotin, Dialectics and Reductionism in Ecology. Reproducido por David R. Ke-ller y Frank B. Golley, op. cit.).

22 R. E. Johannes, Traditional Ecological Knowled-ge. Reproducido por Donald VanDeVeer y Christine Pierce, editores: Th e Environmental Ethics and Policy Book (tercera edición). Wadsworth/Th omson Learning, Belmont, CA, 2003.

23 Aunque rara vez se cita en la literatura ecológica actual a Th eodor W. Adorno a la hora de disertar sobre los valores estéticos de la naturaleza, es interesante leer su crítica a la teoría estética de la belleza natural de Hegel y del idealismo alemán (Cf.: Th eodor W. Adorno, Teoría estética, Taurus, Madrid, 1980).

20 Espasa Hoy, Espasa Calpe, 2003. Incluye un prólogo a la edición española, fi rmado por el autor, en el que da cuenta detallada de la polémica surgida de la publicación del original en inglés, Th e skeptical envi-ronmentalist. (La traducción del título, por las razones aducidas más arriba en este mismo artículo, resulta poco afortunada. Cf.: Fernando Peregrín Gutiérrez, ‘‘Lomborg y los ecologistas: querellas poco académicas’’, Letras Libres, junio de 2004).

21 Naturaleza es un término polisémico. Hasta aho-ra, cuando nos hemos estado refi riendo principalmente a la ecología científi ca, su signifi cado ha sido el conjunto de procesos que son competencia de las ciencias natura-les. En adelante, aparecerán otras acepciones más o me-nos metafísicamente esencialistas o sacras, o metafóricas y literarias.

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EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

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luta identidad de la Mente dentro de noso-tros y la Naturaleza fuera de nosotros, cómo debe resolverse el problema de una Natura-leza externa”.

Se caracteriza dicha corriente literaria medioambiental por el re-chazo de la fi losofía materialista y la instrumentación y subyugación de la naturaleza durante la revolución industrial; la sacralización neopan-teísta de la naturaleza y la recupera-ción de los mitos del buen salvaje y de la Arcadia perdida. Algunos de los principales representantes de es-ta literatura fueron William Wordsworth (1770-1850), el poeta inglés del paisaje de Lake District, en Cumbria, Ingla terra; Ralph Wal-do Emerson (1803-1882), poeta y fi lósofo americano, que mezcló el platonismo con ideas o creencias hinduistas, budistas y de pensadores persas de la antigüedad para formar un sistema fi losófi co que llamó “trascendentalismo”, fi losofía que inspira su ensayo Nature (1836) en el cual desarrolló su idea de “unidad mística de la naturaleza”; Henry David Th oreau (1817-1862), vecino y amigo de Waldo Emerson y, también como él, “trascendenta-lista”, cuya obra más conocida es Walden or the Life in de Woods (1854), si bien su pensa-miento ecológico, en línea con el conserva-cionismo clásico, quedó mejor expresado en su ensayo Succession of Forest Trees, publicado póstumamente en el libro titulado Excur-sions; Walt Whitman (1819-1892), otro poeta americano, también “trascendentalis-ta”, autor de Leaves of Grass y When Lilacs Last in the Dooryard Bloom’d (de Memories of Lincoln); y, fi nalmente, John Muir (1838-1914), de quien nos ocuparemos más ade-lante como fundador del Sierra Club.

Es peculiaridad común de esta literatura romántica sobre el medio ambiente su de-fensa de los valores estéticos de la naturaleza salvaje e incontaminada aún por la acción del hombre, sus industrias y su pujante desarro llo urbano. En pleno crecimiento ex-ponencial de la revolución industrial, basada ya enteramente en el conocimiento científi -co y técnico, surge el rechazo del materialis-mo y de la instrumentación y subyugación de la naturaleza al progreso tecnológico y económico (un prometedor desarrollo social exaltado con gran optimismo por muchos pensadores cuando terminaba el siglo xix) que para estos escritores es consecuencia di-recta de la industrialización. Es, ante todo, una postura conservacionista (conservadora y burguesa, según la terminología del mar-xismo clásico) de la belleza y la limpieza del

entorno natural cercano –la pulcritud, libre de basura, de “mi patio trasero” (“not in my back yard”)–, sin que aparezcan aún de for-ma clara ni la inquietud ni la preocupación por el medio ambiente global, fruto de lo que los ecologistas llaman “una cosmovisión eco lógica moderna”.

El paso del conservacionismo medioam-biental a la implantación de los modernos movimientos cívicos ecológicos y a las orga-nizaciones y partidos que los controlan es bastante impreciso. Para algunos historiado-res de estos movimientos ecológicos, el cita-do escritor John Muir, un escocés afi ncado en California durante los 46 últimos años de su vida, representa un mojón importante en el camino del conservacionismo al ecologis-mo actual. Pues, además de naturalista y es-critor en defensa de la naturaleza, fue funda-dor del Sierra Club (1892), especie de em-brión de las actuales ONG ecologistas. Asimismo, impulsó políticamente la necesi-dad de crear parques nacionales para la pro-tección de entornos naturales de característi-cas medioambientales especiales. Fue inspi-rador directo y principal de la creación, en tiem pos del presidente Th eodore Roosevelt, del primer parque nacional estadounidense, el de Yosemite (por ello, su consideración de “padre de los parques nacionales”).

Valores y éticas del ecologismoCon el paso del conservacionismo al activis-mo ecológico empieza a tomar fuerza la idea de formular una fi losofía, una ética para la relación de los humanos con el medio am-biente. Surge, además, el concepto de ges-

tión medioambiental responsable, uno de cuyos primeros teóricos fue el estadounidense Aldo Leopold (1886-1948), que fue funcionario del US Forest Service y evolucionó desde la propugnación y organiza-ción de programas de erradicación entusiasta de todos los depredado-res, hasta la defensa igualmente activa del derecho a existir de to-dos los miembros de la comunidad terrestre24. Su gran infl uencia so-bre el pensamiento de los movi-mientos ecologistas modernos se debe a sus artículos publicados ori-ginalmente en revistas tales como American Forest, Jour nal of Forestry y Journal of Wildlife Management, los cuales acabaron formando par-te de su célebre libro póstumo A Sand County Almanac. En muchos de estos ensayos aparecen esboza-dos o se discuten con detalle algu-nos de los principales problemas que surgen al tratar de formular una ética medioambiental basada

en una serie de valores de los que se puedan derivar programas de acciones políticas y so-ciales. Leopold sostuvo una concepción organicista de la Tierra, entendida en el sen-tido de las doctrinas de Ouspensky, una pos-tura fi losófi ca de raíces vitalistas, opuesta al mecanicismo25. En el pensamiento ecologis-ta actual, sobre todo en la llamada ecología profunda (deep ecology)26, es muy frecuente encontrar concepciones vitalistas (o neovita-listas) de la biosfera, sean de carácter sagrado o de esoterismo panteísta o pampsiquista, en línea con las especulaciones seudofi losófi cas de la new age (Cf.: nota número 13). Leo-pold lo expresa así27:

“Hay una concepción mecanicista de la Tierra como nuestra proveedora física y como lugar que nos hace de soporte. [...] A esta concepción se opone otra: el mundo es un organismo vivo y la tierra, las monta-ñas, los ríos, la atmósfera, etcétera, son órganos o par-

24 Bryan G. Norton, Th e Constancy of Leopold’s Land Ethic. Reproducido en: Environmental Pragma-tism, Andrew Light y Eric Katz, editores. Routledge, Londres, 1996.

25 D. P. Ouspensnky (1878-1947), pensador y es-critor de origen ruso, partidario de un vitalismo esotérico como fuente de la consciencia y las funciones vitales de los organismos vivos (la Tierra, creía, tenía su propio espíritu y su consciencia). Su obra más conocida, Ter-tium Organum (1911), fue un éxito de ventas en Estados Unidos. Junto con su mentor. G. I. Gurdejieff , ha sido uno de los precursores del sincretismo religioso y de la mística de la new age.

26 Término acuñado por Arne Naess. Más adelante tendremos ocasión de explicar brevemente la idiosincra-sia de este movimiento ecológico, extremista y funda-mentalista.

27 Bryan G. Norton, op. cit.

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FERNANDO PEREGRÍN GUTIÉRREZ

29Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

te de órganos, de un todo coordinado, cada parte con una función defi nida”.

El mecanicismo se confunde frecuente-mente con el determinismo; y éste, con la predictibilidad. Newton y su física, así como el racionalismo ilustrado, son las bestias ne-gras de muchos pensadores de los movi-mientos ecologistas, que no es raro que recu-rran a la seudociencia para asentar sus creen-cias sobre la naturaleza viva e inerte28.

Leído esto, puede parecer que Leopold es uno de los iniciadores de la llamada ética ecocéntrica (o biocéntrica), por contraposi-ción a la tradicional, que se considera antro-pocéntrica. La visión ecocéntrica, en su sen-tido más general y laxo, es bastante evidente y trivial: la especie humana es una más de las que comparten la Tierra, no la elegida; for-ma parte integrante del ecosistema global o biosfera; y la salud y bienestar razonable de los seres humanos, y hasta su supervivencia como especie, dependen del buen estado del medio ambiente, tanto local como global29. En sentido más específi co que le dan mu-chos teóricos y pensadores ecologistas, esto es, que todo se debe supeditar –incluyendo la especie humana, su bienestar y hasta su supervivencia– a una rígida axiología y a una imprecisa teleología de la biosfera, esa visión ecocéntrica es una base muy frágil y discuti-ble para fundamentar una ética del hombre y del medio ambiente. Básicamente porque la especie humana es la única que tiene una consciencia capaz de crear éticas y actuar conforme o en contra de sus preceptos30. Por mucho que se quiera extender la cons-ciencia a otras especies, o incluso a la propia naturaleza como un todo (Nature knows best)31, la evidencia empírica demuestra que

ninguna otra especie posee en su cerebro funciones altamente jerárquicas de pensa-miento abstracto capaces de la autorrefl exión y de la institución de éticas. En resumidas cuentas, se trata del debate entre los que opi-nan que resolviendo primero las crisis medioambientales se solucionarán los pro-blemas de la humanidad y los que piensan que hay primero que ocuparse de los graves desajustes, precariedades e injusticias que sufren muchos seres humanos, porque así se acabarán arreglando todas las difi cultades ecológicas y los abusos y agresiones contra los ecosistemas.

El pragmatismo de Aldo Leo pold –in-fl ujo de Arthur Twining Hadley, típico ex-ponente de la escuela pragmática americana clásica– le llevó al convencimiento de que, para bien o para mal, los seres humanos iban a alterar la biota. Además, nunca cuestionó su derecho a hacerlo, siempre que las modi-fi caciones fuesen consistentes con el conoci-miento medioambiental (gestión responsa-ble e inteligente del medio ambiente) y que, a largo término, sirvieran para proteger la vida humana y de la demás vida en la Tierra, de la cual aquella dependía32. Sin embargo, muy pocas veces se destaca en los libros y ensayos de los ecologistas actuales la compo-nente pragmática del pensamiento ecológico de Leopold. Aparentemente, la razón es que los partidarios de la ecología profunda y los teóricos más importantes de las organizacio-nes ecologistas, en vez de estudiar y citar los escritos de Aldo Leopold, se suelen basar en la interpretación que de ellos hizo J. Bair Ca-llicott. Para este infl uyente escritor ecologis-ta, proponente de una ética basada en el monismo ecocéntrico, el pluralismo del pragmatismo clásico norteamericano es in-compatible con una ética unitaria, basada en valores intrínsecos de la biota y de la tierra que la acoge y sostiene. El pragmatismo, muy ligado según este intérprete de Leopold al utilitarismo humano, conduce a una ética necesariamente antropocéntrica, basada en valores instrumentales en vez de intrínsecos de las entidades de la ecología33.

El nudo gordiano de la ética ecológicaPara muchos ecologistas, ya sean teóricos, técnicos o activistas políticos, el centro del debate sobre la ética ecológica se encuentra en las distintas acepciones y variaciones con-ceptuales de las expresiones valor instrumen-tal y valor intrínseco; y en la elección de una de ellas como base sólida en la que funda-mentar dicha ética. Generalmente, se consi-dera a G. E. Moore como el primer fi lósofo moderno que abordó con detalle el proble-ma de los llamados valores intrínsecos. En su libro Philosophical Studies, de 1922, escribió que “decir que un cierto valor es ‘intrínseco’ signifi ca... que la cuestión de si una cosa lo posee... depende sólo de la naturaleza intrín-seca de la cosa en cuestión.” Anteriormente, en su texto de 1902 Principia Ethica, nos dio una receta práctica para decidir qué cosas tienen un valor intrínseco. Para ello, “es ne-cesario considerar cuales son las cosas que, si existieran por si mismas, en aislamiento ab-soluto, juzgaríamos entonces que su existen-cia era buena.” No es de extrañar, dadas estas premisas, que Moore se inclinara a pensar que muy probablemente era imposible asig-narle un valor intrínseco a cosa alguna (sólo excluía las experiencias, que podían ser valio-sas aunque se experimentaran en el aisla-miento total)34. Realmente, la discusión so-bre la existencia de valores intrínsecos en la naturaleza animada e inanimada (o en el cosmos, en general) es un debate estéril y, muchas veces, puramente metafísico, sin que pueda aportar nada a la práctica cotidiana del estudio y resolución de problemas medioambientales.

Tampoco sirve en este debate ontológi-co sobre esencias y propiedades, recurrir a Hume y a su distinción entre cualidades pri-marias y secundarias de los entes (deudora de la tradición empirista), pues dicha escue-la de pensamiento fi losófi co no tiene res-puesta para la descripción y explicación científi ca del mundo y de las cosas que hay en él. Así, por ejemplo, el color no es más que un fenómeno físico que tiene que ver con las longitudes de onda de las radiaciones electromagnéticas incidentes y refl ejadas, y con la respuesta de los órganos visuales y su consecuente procesado neurológico de los distintos seres vivos que reciben el refl ejo35.

34 Anthony Weston, Beyond Intrinsic Value. Re-producido por Andrew Light y Eric Katz, op. cit.

35 Christopher Beishaw, op. cit. Este autor distin-gue entre valor inherente de una cosa –que corresponde más o menos con la clásica defi nición de Moore– y la valoración como intrínseca de esa cosa por un observa-dor humano. Debemos también a Moore la denuncia de la llamada falacia naturalista, que consiste en que de lo que es no se puede inferir lo que debe ser; o lo que es lo mismo, que no hay camino directo ni relación lógica

28 Cf.: Robert E. Ulanovicz, Life after Newton: An Ecological Metaphysic. Reproducido por David R. Keller y Frank B. Golley, op. cit.

29 La tradición judeo-cristiana de considerar a la especie humana como la elegida por su dios ha sido muy criticada por numerosos escritores ecologistas. Así, pode-mos leer que, “nuestra presente ciencia y nuestra presen-te tecnología están ambas tan teñidas de la arrogancia hacia la naturaleza, propia de la ortodoxia cristiana, que no es posible esperar que den por si solas soluciones a nuestra actual crisis ecológica. Ya que las raíces del pro-blema son en gran medida religiosas, el remedio debe ser también esencialmente religioso...” Lynn White, Jr, Th e Historical Roots of Our Ecological Crisis. Reproducido por Donald VanDeVeer y Christine Pierce, op. cit.

30 Es curioso que uno de los teóricos más impor-tantes del ecocentrismo extremo, J. Baird Callicott, se exprese así: “En último extremo, el hecho de que la naturaleza haya producido una especie ética, Homo sapiens, la naturaleza no es amoral.” (Cf.: J. Baird Ca-llicott, Th e Conceptual Foundations of the Land Ethic. Reproducido por Donald VanDe Veer y Christine Pier-ce, op. cit.).

31 Barry Commoner, Th e Closing Circle, Man and Technology. Bantam, Nueva York, 1971. Citado por Christopher Belshaw, Environmental Philosophy: Reason,

Nature and Human Concern. McGill-Queen’s Universi-ty Press. Montreal & Kingston, 2001. Belshaw matiza esta expresión diciendo que “este pensamiento no signi-fi ca que la naturaleza tenga algún tipo de noción parti-cular que corresponda a la de los valores que tienen los humanos sino que la naturaleza en su conjunto se cuida muy bien de sí misma.”

32 Bryan G. Norton, op. cit.33 La interpretación del pensamiento ecológico de

Aldo Leopold que realiza Callicott, así como sus críticas al pragmatismo americano (según la tradición clásica enraizada en la fi losofía de Peirce, Royce, James, Mead , Dewey, etcétera), se tratan con amplitud y detalle en: Andrew Light y Eric Katz, op. cit.

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EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

30 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

Se argüirá que la discusión sobre los va-lores intrínsecos es más una cuestión subje-tiva y de sentimientos que objetiva y empíri-ca; y que por tanto, no cabe recurrir a las ciencias naturales para rechazarlo o minus-valorarlo. Mas si así se piensa o se argumen-ta, se cae en la contradicción de que el valor intrínseco de algo, para serlo, debe ser inde-pendiente de la subjetividad del que se lo asigna. Es muy difícil reconciliar el concepto tradicional de valor intrínseco con el plura-lismo subjetivo, máxime si tenemos en cuen-ta la estrecha relación entre subjetividad y enculturación. Adicionalmente, aparecen problemas y paradojas cuando se trata de determinar cuáles son las entidades ecológi-cas a las que se les puede y se les debe asignar valores intrínsecos. ¿Al individuo? ¿A una especie? ¿A una comunidad biológica? ¿A todos y cada uno de los biosistemas o a la biosfera, punto culminante del holismo ex-tremo de muchos ecologistas? ¿Dónde traza-mos la frontera entre holismo y reduccionis-mo a la hora de asignar valores intrínsecos? Hay, desde luego, oráculos de los movimien-tos ecologistas que no se arredran ante estas difi cultades conceptuales e intentan formu-lar nuevas teorías de los valores intrínsecos. Tal vez el más notorio de estos intentos sea el del citado Callicott, quien mezclando ideas sacadas del darwinismo con las pro-puestas de Hume sobre objetividad y subje-tividad de los observadores y la ya mencio-nada dualidad de cualidades; añadiendo unas citas sobre el fl ujo energético en los biosistemas, espigadas de ciertas interpreta-ciones muy especulativas de la termodinámi-ca de los sistemas disipativos, y, fi nalmente, una guinda de cháchara basada en explica-ciones ad hoc de la física cuántica, sostiene haber resuelto el dilema haciendo desapare-cer la clásica dicotomía de los valores en in-trínsecos e instrumentales36.

Tengo para mí que todo esto se reduce a un apriorismo del autodenominado pensa-miento social alternativo, progresista y eco-lógico: que los valores instrumentales son intrínsecamente perversos, por egoístas, con-servadores, capitalistas e insolidarios. No creo que merezca la pena rebatir esta simpli-cidad; baste tal vez con decir que, desde un punto de vista naturalista, todos los valores de los entes ecológicos son instrumentales (o

utilitarios) y dependientes del contexto (in-dividual, social, histórico, cognitivo, etcéte-ra). Lo cual no implica necesariamente caer en el vacío del relativismo ético total. La ex-periencia nos enseña que los problemas éti-cos o de valores se presentan más acuciante-mente cuando es necesario elegir entre una pluralidad de opciones asociadas a valoracio-nes distintas, muchas veces confl ictivas e incluso contradictorias y excluyentes entre si, pero que desde un punto de vista racio-nal, son igualmente válidas. En resumen, cuando nos encontramos ante situaciones en las que podemos elegir entre A y B pero no podemos tener A y B a la vez. No puedo explayarme aquí sobre mi convencimiento de que es posible establecer en esos casos una jerarquía de valores mediante el pragmatis-mo, la tolerancia y la predisposición a llegar a acuerdos lo más convenientes posibles, ob-viando aquellas opciones en las que la evi-dencia empírica y científi ca, la experiencia o el consenso nos indican que son las peores y menos deseables. En suma, debemos buscar y tratar de asentar una ética basada en la cla-ridad de ideas, compatible con nuestro me-jor conocimiento científi co, libre de prejui-cios infundados y fundamentalistas, que sea capaz de establecer con sufi ciente precisión y extensión una escala de valores para cada ca-so particular, siempre sujeta a la discusión y modifi cación para respetar un modus viven-di basado en acatar nuestra pluralidad cultu-ral e individual a la vez que nuestra unidad como una especie totalmente dependiente de la biosfera, nuestro único hábitat dispo-nible de momento.

Economicismo y análisis coste/beneficioOcurre, empero, que se suele asociar el valor instrumental con la simple valoración eco-nómica de las cosas o las acciones. Desem-bocamos así en otra disputa entre expertos en cuestiones medioambientales. Por un la-do está la visión predominantemente econo-micista y, por otro, la fundamentalmente ecológica. Se suele también decir que los pri-meros son optimistas respecto del ingenio y la tecnología humana para resolver las crisis medioambientales y de recursos básicos y no renovables; y que los segundos adoptan pos-turas pesimistas, cuando no netamente ca-tastrofi stas. Los ecologistas acusan a los eco-nomistas de recurrir constantemente a los análisis de coste/benefi cio y de incurrir con frecuencia en la falacia de la relación directa entre precios y escasez (o abundancia) de los recursos no renovables. En parte, esta segun-da observación es cierta, ya que es típico de muchos economistas argumentar que la es-casez indica necesariamente una subida de precios; y que cuando esto no ocurre, es que

no hay tal escasez de dichos recursos, olvi-dando incluir en el argumento la premisa de que el precio no sólo es función de la abun-dancia o escasez sino del hallazgo de nuevas reservas, del abaratamiento de la puesta en el mercado de dichos recursos, así como del menor consumo debido a su sustitución por productos sintéticos o de distinta naturaleza pero que realizan la misma función. Para al-gunos, como por ejemplo el economista americano Julian Simon, mentor del citado y polémico Bjørn Lomborg, este ciclo no tiene un fi nal previsible, pues la confi anza en el intelecto humano para crear continua-mente tecnologías que resuelvan los proble-mas de escasez de recursos naturales, es ab-soluta37.

Es claro que los ecologistas no compar-ten para nada el optimismo desbordado de Simon y sus seguidores. Lo curioso es que en general esta visión de los economistas, ligada al progreso y al crecimiento económico, pa-rece ser para muchos políticos y activistas “verdes” un mal exclusivo del capitalismo liberal, olvidando que el del Estado del mar-xismo clásico y ortodoxo puede ser –y de hecho lo fue– tan o más agresivo con la na-turaleza y esquilmar en igual o mayor medi-da los recursos no renovables. En realidad, la tradición marxista estaba más incapacitada que la liberal para afrontar la crisis de con-ciencia ecológica que creó en los países de economía de mercado los movimientos so-ciales de fi nales de la década de los 60 del siglo pasado. Sólo cuando los marxistas, y en general los partidos socialistas y socialdemó-cratas, vieron el gran éxito social y político de los movimientos cívicos “verdes”, empe-zaron a interesarse por cuestiones medioam-bientales. Entonces observaron un impor-tante movimiento capaz de producir canti-dades notorias de votos e intentaron infl uir en él, pero fue y es simplemente una cues-tión de interés por el poder político más que un intento sincero de incorporar en sus pro-gramas y planteamientos económicos las tesis y propuestas de los ecologistas, lo que signifi caría cambiar de raíz la ideología bási-ca de progreso y desarrollo social de la iz-quierda38.

Es verdad que cuando algunos partidos políticos “verdes”, se han visto involucrados en el gobierno (como ha sucedido, princi-palmente en Alemania) han empezado a

37 Julian Simon, Can the Supply of Natural Re-sources Really Be Infi nite? Yes! Peproducido por Donald VanDeVeer y Christine Pierce, op. cit.

38 John Bellamy Foster, ‘‘Marx’s Ecology: Materia-lism and Nature’’, Monthly Review Press, Nueva York, 2000. Asimismo, véase Manuel Arias Maldonado, ‘‘Re-tórica y verdad de la crisis ecológica’’. Revista de Libros, núm. 65, mayo de 2002.

entre hechos y valores. Esta falacia es parte muy impor-tante de la retórica ecologista y de los “verdes”, que in-sisten en que todo lo natural es intrínsecamente bueno.

36 Cf.: Andrew Light y Eric Katz (varios artícu-los), op.cit. J. Baird Callicot, op. cit. Christopher Bels-haw, op. cit. Es cierto también que de vez en cuando en cuestiones de práctica ecológica Callicott dice cosas bastante sensatas, que expresa con claridad y sin dema-siados circunloquios.

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FERNANDO PEREGRÍN GUTIÉRREZ

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adoptar posturas más pragmáticas y han vis-to como inevitable la necesidad del análisis de coste/benefi cio. Por supuesto que tal aná-lisis es irrealizable desde posturas fundamen-talistas basadas en valores intrínsecos arbitra-rios y en éticas extremadamente ecocéntri-cas. Mas aunque se adopte un utilitarismo moderado por el respeto a los derechos hu-manos y a ciertas reglas morales básicas sobre el medio ambiente, no es fácil muchas veces llevar a cabo el análisis en términos pura-mente económicos. Pues, ¿cómo cuantifi car la biodiversidad y sus benefi cios? ¿Qué im-portancia le dan los seres humanos de dife-rentes culturas a un aire puro y a un entorno estéticamente placentero? ¿O a la conserva-ción de especies en peligro de extinción?

Estas y otras tantas preguntas similares tienen difícil respuesta, incluso en términos cualitativos. Se podrá argumentar que algu-nos problemas medioambientales que afec-tan a la salud se pueden cuantifi car evaluan-do el ahorro sanitario que se consigue pre-viendo las posibles patologías que puedan provocar y su consiguiente alivio o curación. Pero ésta generalmente es sólo una pequeña parte del análisis, que resulta así muy incom-pleto. Sin embargo, en general podemos cal-cular –aunque frecuentemente con grandes desviaciones fi nales según la magnitud y complejidad del problema– el coste de las acciones orientadas a restaurar y conservar tanto ecosistemas como toda la biosfera. Pe-ro aquí también hay que introducir costes intangibles como los sacrifi cios en consumo y confort que, para ciertas sociedades, con-llevan muchas de esas medidas. Tal vez por estas difi cultades, y por motivos de estrate-gias políticas rara vez las ONG ecologistas y los partidos “verdes” informan de los costes que suponen sus propuestas y programas. Indudablemente, en algunos casos –como el del cambio climático– el problema sea tan grave y acuciante que no quede más remedio que empezar a tomar medidas cuanto antes, sea cual sea su coste. Mas ello no es óbice para que los ciudadanos estén bien informa-dos de lo que les va a costar, en dinero y en comodidades.

Desarrollo sostenido y OGMAnte esta realidad se recurre a grandes gene-ralidades que acaban convirtiéndose en ma-nidos tópicos, como el llamado desarrollo sostenido. Todos los ecologistas y políticos “verdes” hablan de esta estrategia (que ha acabado contagiado a la izquierda tradicio-nal), aunque no hay acuerdo ni en lo que realmente signifi ca ni en cómo ponerla en práctica, si bien normalmente se propugnan drásticas medidas de control y gran inter-vención estatal en los procesos económicos e

industriales (algunas propuestas rozan el “es-talinismo ecológico”). Es inevitable, en todos los casos, que se produzca la contradicción de que si el crecimiento es sostenido requie-re que sea acumulativo; por muy reducidos que sean los incrementos anuales, como acaece con el interés compuesto, el acreci-miento es exponencial, y transcurrida una fracción insignifi cante del tiempo que la hu-manidad lleva habitando nuestro planeta, se llega a la saturación, y es imposible seguir sosteniendo ningún tipo de desarrollo39. Pa-ra escapar de este callejón sin aparente salida cabe la solución del crecimiento cero o nega-tivo, lo cual es, dada la situación de una gran parte de la humanidad, éticamente inacepta-ble y políticamente inviable. La alternativa es apostar por que el avance del conocimien-to científi co y la tecnología que se pueda desarrollar a partir de él nos permitan am-pliar sustancial, aunque siempre limitada-mente, los confi nes del desarrollo.

Mas de nuevo nos topamos con postu-ras frecuentemente anticientífi cas y seudo-científi cas de los teóricos y líderes de los mo-vimientos ecologistas40. Como acaece en el caso de los organismos genéticamente modi-fi cados (OGM, esto es, por ejemplo, plantas y animales transgénicos), donde el exceso de celo puesto en aplicar a rajatabla el llamado principio de precaución va bastante más allá de lo científi camente razonable para la eva-luación de los posibles riesgos. La pretensión de exigir la demostración del riesgo nulo, la seguridad total, es un disparate científi co que se usa en demasiadas ocasiones falaz-mente para impedir incluso la investigación sobre la naturaleza y alcance de los propios riesgos medioambientales y de salud de los consumidores que se pueden derivar de productos obtenidos mediante las nuevas biotecnologías41. Al rechazo de muchos ecologistas a los OGM, basado en la exage-ración de los peligros de contaminación genética de cultivos más o menos próximos a aquellos, que supondría comprometer en mayor o menor medida la biodiversidad del entorno, y en la desmesurada estimación de

los hipotéticos daños para la salud de los consumidores, se junta en este caso el de los profetas y propagandistas de los movimien-tos antiglobalización y “altermundistas”, de-rivado del recelo de la imposición del llama-do “monopolio de las semillas” y otros pro-ductos asociados –como los pesticidas específi cos– por parte de una pocas y demo-níacas multinacionales de biotecnología de la agricultura y los alimentos (de las cuales, Monsanto es el Lucifer), lo que condenarían a la pobreza y a la hambruna por los siglos de los siglos a los países pobres y subdesarro-llados.

Estas creencias y planteamientos políti-cos han calado hondo en la opinión pública de muchos países europeos, lo que ha oca-sionado moratorias en la UE a veces injusti-fi cadas y largos, difíciles y muy costosos pro-cesos para la aprobación de cultivos transgé-nicos. Es muy probable que esta estrategia, que se basa en intentar poner puertas al cam-po, acabe produciendo el efecto contrario al que se pretende; pues cuando los OGM se acaben implantado y generalizando, cosa poco menos que inevitable, el monopolio será mucho mayor del actual, ya que sólo unas pocas y muy poderosas empresas de biotecnología habrán sido capaces de supe-rar los obstáculos europeos y de otros países –basados, repito, en una interpretación ex-trema del principio de precaución– a la in-vestigación, desarrollo y comercialización de sus productos. Cuando esto ocurra, acabarán teniendo un dominio abrumador del merca-do. Esta situación europea, forzada por una opinión pública cuyo desconocimiento y credulidad han sido convenientemente ma-nejados para lograr una fe ciega en creencias irracionales y supercherías, es muy posible que nos deje en desventaja científi ca y tecno-lógica respecto de otros países, principal-mente Estados Unidos. Pero cuando nume-rosas ONG se oponen a las donaciones esta-dounidenses de grano a países africanos que sufren una tremenda hambruna por la falaz y absurda razón de que, por ser transgénico es perjudicial para la salud, ya no es un pro-blema de posible retraso tecnológico sino un grave error, casi un delito de lesa humani-dad42. Un ejemplo paradigmático a la vez que patético de esta “guerra de las semillas y de los OGM” lo encontramos en la célebre ecofeminista, prolífi ca escritora de panfl etos y líder del International Forum on Globali-zation, la hindú Vandana Shiva. Pese a que al parecer –y no tengo razones para dudar-lo– es doctora en Física Teórica, es una rela-

39 El hito más importante sobre previsiones del futuro del desarrollo de la humanidad es el primer informe del Club De Roma, Los límites del crecimiento (1972), que tuvo un enorme impacto en la economía mundial.

40 Es frecuente que las organizaciones ecologistas cuenten con científi cos y expertos técnicos en nómina o como colaboradores voluntarios. Salvo pocas y honrosas excepciones, estos suelen limitarse a intentar dar una vi-tola de seriedad y prestigio académico a las doctrinas políticas de estas organizaciones “verdes”.

41 Se puede conocer una exposición clara y compe-tente de esta cuestión en: Francisco García Olmedo, Plantas con luz propia: la tercera revolución verde. Edito-rial Debate, 1997.

42 Francisco García Olmedo y Pablo Rodríguez Palenzuela, ‘‘Hambre y pobreza: mitos y cifras’’. Revista de Libros, número 83, noviembre de 2003.

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EL PENSAMIENTO ECOLÓGICO

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tivista cognitiva extrema, una especie de “ludita posmoderna”; y sus dogmatismos e ignorancia de los más sencillos principios agrícolas son un peligro público, no solo para su país, sino para muchos otros del Sur de Asia, donde se la escucha con devoción y respeto43.

Párrafo aparte merece el movimiento ecológico contracultural más ligado a los foros antiglobalización y “altermundistas” y a la new age: la ecología profunda y sus de-rivados, como el ya citado ecofeminismo. La ecología profunda (deep ecology o tam-bién ecosophy) es tan fundamentalista y dog-mática, tan mística y esotérica que más que una corriente ecologista de talante básica-mente anticientífi co es una religión neopan-teísta y pampsiquista, sin iglesias y con grandes dosis de sincretismo y relativismo cultural posmoderno extremo. Como ya se ha dicho anteriormente en una nota a pie de página, surge de los escritos de Arne Naess y se basa en un desprecio visceral por el conocimiento racional y empírico de la ciencia, y su sustitución por una arcana sa-biduría de nuestro “yo interior y espiritual” y la sapiencia trascendente de la Madre Tie-rra. Por su parte, el ecofeminismo culpa al patriarcado y al antropocentrismo de todos los males de la biosfera y propone una ética feminista para la ecología, basada en la idea de la naturaleza como diosa femenina que nos nutre, cuida y protege44.

Deberes y derechos:la posteridad y los animalesPara terminar este sucinto repaso a las pro-puestas de éticas medioambientales, nos ocuparemos brevemente de las posturas que se quieren fundamentar en la moral y la justicia ecológica basada en los derechos, más que en los valores en si. Llama la aten-ción, a este respecto, la facilidad con que se invoca a las generaciones futuras como ra-zón para adoptar posturas ecologistas más o menos extremas. Sobre todo en los países desarrollados, cuyas pautas reproductoras

de su sociedad difícilmente harán posible que tengan posteridad. Curiosamente, hay muy poca literatura que aborde desde un punto de vista racional y analítico el pro-blema de los derechos de las futuras gene-raciones (y la que hay es a partir de media-dos de los años 70 del siglo pasado). Prin-cipalmente porque es muy difícil hablar de un sujeto de derecho cuya existencia es pu-ramente hipotética y que carece de la posi-bilidad de tener deberes para con nosotros. Adicionalmente, la creciente inclinación teórica de los guías intelectuales ecologistas y de los movimientos y las ONG, en gene-ral, hacia una ética ecocéntrica y de valores intrínsecos hace que se pueda uno incluso preguntar si es un valor positivo la conti-nuidad de la especie humana.

Si a esto añadimos la difi cultad, por no decir imposibilidad, de los seres humanos de sentir preocupación real –la que justifi ca pri-vaciones y sacrifi cios– por generaciones pos-teriores a la de sus nietos como mucho (piénsese en la gran crisis actual de las tradi-cionales relaciones familiares en muchas so-ciedades desarrolladas), no debe sorprender-nos esta falta de discusión sobre nuestra posteridad. Cierto que se han hecho pro-puestas desde el utilitarismo, tanto intentado justifi car el valor de la continuación de la especie humana como apoyándose en postu-ras estéticas, comparando nuestra preocupa-ción por legar en buen estado nuestro patri-monio artístico y cultural con la preservación de la belleza de la naturaleza45. Se pueden poner muchas objeciones a estas propuestas, tanto desde el punto de vista pragmático (hay diferencias sustanciales de todo tipo en-tre la conservación de obras de arte y la de las bellezas naturales) como estético (no sa-bemos los gustos de las futuras generaciones, y aunque podemos suponer que no serán muy distintas de las nuestras, no dejan de ser especulaciones). Tampoco sabemos con qué conocimientos científi cos y medios tecnoló-gicos se contará en un futuro para abordar los problemas ecológicos.

Una propuesta interesante es la debida a John Rawls y su “contrato hipotético” basa-do en “la justicia entre generaciones”. Mas de nuevo se presentan los problemas de que, al no existir alguna de las partes contratan-tes, se reduce casi todo a una negociación más bien virtual46. Pero sí se puede buscar el establecimiento una cadena de contratos ge-

neracionales entre padres, hijos y nietos que se base en motivos naturales de preocupa-ción por la progenie. Pues más que la extin-ción de la especie humana, que para muchos es una pura entelequia, lo que puede mover a serios sacrifi cios a cada generación es el te-mor a los sufrimientos que producen los primeros zarpazos del proceso que lleve a que nuestro planeta sea inhabitable. Si pen-samos en ello y tenemos la información fi a-ble y precisa que nos proporcione el conven-cimiento de que existe un riesgo próximo de determinados y concretos peligros, es posible convenir entre padres e hijos una conducta ecológica sensata por el bien de los nietos de unos e hijos de los otros. Así se puede inten-tar establecer unos primeros eslabones de tres generaciones que, convenientemente ensamblados y extendidos, puedan crear una cadena intergeneracional. Quizá la primera cláusula del contrato sea: cuando nos vaya-mos de aquí dejaremos las cosas al menos como estaban.

Si difícil resulta teorizar sobre los dere-chos de las generaciones futuras, más com-plicado parece el consenso para establecer los derechos de los animales. El llamado movi-miento de liberación animal (que tiene ori-gen en las clásicas sociedades protectoras de animales) es muy reciente, pues apenas cuen-ta con algo más de treinta años47. Los dos tratadistas más conocidos e infl uyentes son Peter Singer y Tom Reagan48. Mientras el primero se centra en derechos legales, el se-gundo lo hace en principios morales y en la igualdad del valor inherente de los humanos y los animales. Su postura se puede concre-tar en tres puntos: a) abolición total del uso de animales en la investigación científi ca; b) desaparición total del comercio de ani-males de granja y c) eliminación total de la caza de animales (con armas de fuego o trampas), sea por motivos comerciales o de-portivos. La posición que defi ende Singer es la del utilitarismo clásico, solo que en la fór-mula de actuar imparcialmente para maxi-mizar el bienestar general de la mayoría, re-duciendo el sufrimiento y promoviendo el placer y la felicidad de la mayor cantidad de seres posibles, entre esos seres y en pie de igualdad con los humanos hay que contar con los animales. Así, no hay prohibiciones

43 Francisco García Olmedo, ‘‘El mito de Vanda-na Shiva’’. Revista de Libros, número 88, abril de 2004. También: Vandana Shiva, Development, Ecology, and Women. Reproducido por Donald VanDe Veer y Chris-tine Pierce, op. cit.

44 Arne Naess, Self-Realization: An ecological Appro-ach to Being in the World. Reproducido por Donald Van-De Verr y Christine Pierce, op. cit. Véanse también otros artículos recogidos en este libro así como Christopher Belshaw, op. cit. La falta de espacio me impide denunciar otra falacia de los movimientos ecologistas, la de las lla-madas energías renovables alternativas (eólica, solar, bio-masa...), cuando lo que son en realidad, y posiblemente por muchos años más, meramente complementarias en porcentajes que rondan el 10-15% de la producción to-tal. Es mi deseo equivocarme, mas me temo que la mo-ratoria nuclear la vamos a pagar muy cara.

45 Peter Singer, Ética Práctica, Cambridge Univer-sity Press, 1995. Existe una edición anterior, de 1984, en Editorial Ariel.

46 Ernest Partridge: Future Generations. Reproduci-do por Donald VanDeVeer y Christine Pierce, op. cit. Véase también: John Rawls, Teoría de la justicia, FCE, Madrid, 1978.

47 Peter Singer, ‘‘Animal Liberation at 30’’. New York Review of Books, vol. 50, núm. 8, 15 de mayo de 2003. Véase también, del mismo autor, Animal Libera-tion. Reproducido por Donald VanDeVeer y Christine Pierce, op. cit. Véase también, de Jesús Mosterín, Los derechos de los animales (1995) y ¡Vivan los animales! (1998), ambas obras editadas por Editorial Debate.

48 Christopher Belshaw, op. cit. Véase también: Tom Reagan, Th e Case for Animal Rights. Reproducido por Donald VanDeVeer y Christine Pierce, op. cit.

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FERNANDO PEREGRÍN GUTIÉRREZ

ni principios generales, por lo que habrá que considerar caso por caso. Verbigracia, se pue-den usar animales para la experimentación siempre que se les haga el menor daño posi-ble y que el benefi cio obtenido para los hu-manos u otros animales sea mayor que la pena o la muerte infringida a los que se usen como cobayas.

Renuncio en este punto a martirizar al lector con más información o análisis de la generalmente farragosa, fundamentalista, y llena de retórica sentimental, contradictoria e incoherente literatura sobre el debate de los derechos de los animales49. Dejemos la mo-ralina de baratija y procedamos según el sen-tido común: disfrutemos de los animales, mejoremos sus condiciones de crianza y sa-crifi cio cuando hayan de servirnos de ali-mento (también se puede reducir a lo bási-camente necesario el consumo de proteínas animales, aunque los gourmets de las carnes rojas no estarán muy de acuerdo) y experi-mentemos con ellos –produciéndoles el mí-

nimo de sufrimiento posible– para mejorar nuestros fármacos mientras ello sea absolu-tamente necesario. Pues por mucho que amemos a los animales, si son imprescindi-bles para investigar sobre medicamentos que puedan evitar dolor e incluso salvar la vida a nuestros nietos, pongo por caso, es lógico que en la escala de valores de nosotros los humanos los que portan nuestros genes es-tén por encima de los miembros de cual-quier otra especie.

Un ensayo sobre el pensamiento ecoló-gico no debe terminar sin haber incluido una mención de agradecimiento a los movi-mientos cívicos medioambientales y a ciertas ONG de ecologistas (pese a que algunas han practicado en más de una ocasión, una espe-cie de “ecoterrorismo”) por haber hecho de la preocupación por el medio ambiente una componente fundamental de la cultura ac-tual de muchas sociedades. Mérito impor-tante en la aparición de dichos movimientos lo tiene Rachel Carson, quien con su libro

Silent Spring (1962) abrió los ojos de mu-chos ciudadanos y del gobierno de Estados Unidos para que vieran que gran parte de las prácticas que se consideraban entonces nor-males, (verbigracia el uso del DDT y de otros pesticidas cuyos efectos sobre los hu-manos y el medio ambiente se desconocían) eran erróneas y –a menudo– gravemente pe-ligrosas50. Para muchos, hubo un antes y un después de esta publicación. La celebración del primer Día de la Tierra, el 22 de abril de 1970, demostró a continuación que ese des-pués era tan importante que iba a cambiar radicalmente la historia del pensamiento ecológico. ■

Fernando Peregrín Gutiérrez es miembro del panel de expertos de la UNEP (ONU) para el Protocolo de Montreal sobre la protección de la capa de ozono at-mosférica.

49 Hay varios ejemplos de lo dicho en Do-nald VanDe Veer y Christine Pierce, op. cit., y en Christopher Belshaw, op. cit.

50 Rachel Carson, Primavera silenciosa. Editorial Crítica, colección Dakontos, 2001.

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¿QUE LES CORTEN LA CABEZA?

JUAN ANTONIO LASCURAÍN SÁNCHEZ

La Reina de CorazonesEl día 1 de octubre de 2004 entrará en vigor la cuarta y última de las reformas pe-nales impulsadas por el Partido Popular durante el año 2003. Alguna de las medi-das que contempla esta vasta modifi cación del Código Penal de 1995 evoca el expedi-tivo modo con el que la Reina de Corazones resolvía los confl ictos del País de las Maravillas: “¡Que les corten la cabe-za!”. Afortunadamente, nuestro Poder Constituyente decidió que este contun-dente mecanismo penal debía quedar abo-lido incluso para los delitos más graves, y proscribió expresamente la pena de muer-te. Implícitamente, prohibió también la pena de muerte civil que comporta la ca-dena perpetua: si las penas de privación de libertad han de orientarse a la reinserción social (art. 25.2 de la Constitución) y si nadie puede ser sometido a una pena in-humana (art. 15), va de suyo que no cabe en nuestro sistema la prisión de por vida. A lo ha dicho el Tribunal Constitucional, repudiando el “riguroso encarcelamiento i sin posibilidades de atenuación y fl exibilización” (STC 91/2000).

La relegación a la historia de estas dos penas ha sido objeto de un sólido consen-so que se ha visto permanente amenazado por la brutalidad de los atentados terroris-tas. De hecho, una de estas últimas refor-mas del Código Penal (CP) ha acercado la pena máxima de prisión (40 años íntegros y efectivos) a la cadena perpetua mediante el acuerdo de los dos grandes partidos es-tatales (PP y PSOE). Las severas pegas de legitimidad que suscita esta medida y las reticencias de ciertos sectores de la socie-dad, claramente minoritarios, a decir de las encuestas, parecen haber quedado en-mudecidas por el horror vivido en Madrid el pasado 11 de marzo.

Frente a tal silencio y aun a riesgo de p inoportuna, la cuestión que se desea plantear en este artículo es la siguiente: si

este apoyo aparentemente tan sólido a pe-nas tan duras –y eventualmente incluso a la cadena perpetua en sentido estricto o a la pena de muerte– es, además de emocional-mente explicable, racionalmente aceptable. Tal racionalidad no puede ser otra que la que proviene de la efi cacia preventiva de ta-les penas y de su congruencia con los valo-res fundamentales que hemos adoptado co-mo punto de partida para organizar nuestra sociedad.

● La pena de prisión de 40 años ha si-do introducida por la Ley Orgánica 7/2003, de 30 de junio, de medidas de re-forma para el cumplimiento íntegro y efec-tivo de las penas. Como su nombre indica, esta ley orgánica no sólo ha elevado el lími-te máximo de cumplimiento de la pena, si-no que ha endurecido los requisitos de ac-ceso a los permisos de salida, al tercer grado penitenciario y a la libertad condicional. Esta norma, que gozó del apoyo parlamen-tario del Partido Socialista, vino pronto acompañada de otras tres, ya sin dicho res-paldo, en su tarea de modificación del Código Penal.

● La primera de ellas fue la Ley Omedidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integra-ción social de los extranjeros: tiene como contenido penal principal la agravación de las penas en los supuestos de reincidencia y habitualidad, el aumento de los casos en los que la prisión de extranjeros sin permiso de residencia debe ser sustituida por su expul-s y –sólo aquí con el apoyo del entonces principal partido de la oposición– un trata-miento penal más severo de la violencia do-méstica.

● Vista y no vista fue, en segundo lu-gar, la extraña gestación de la Ley Orgánica 20/2003, de 23 de diciembre, de modifi ca-

ción de la Ley Orgánica del Poder Judicial y del Código Penal, que aprovechó la tra-mitación de la Ley de Arbitraje en el Senado para introducir en el Código Penal los polémicos delitos de convocatoria irre-gular de referenda y de fi nanciación de par-tidos políticos disueltos por conductas rela-cionadas con actividades terroristas.

● Anterior a esta ley orgánica, pero de vigencia posterior, es, en fin, la Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. Esta norma, que afecta a casi dos-cientos artículos del Código Penal, reforma el sistema de penas, suprimiendo el arresto de fi n de semana, introduciendo la pena de localización permanente y rebajando el lí-mite mínimo de la pena de prisión de seis a tres meses. Aprovecha, asimismo, esta ley orgánica para realizar algunas modifi cacio-nes en el catálogo de delitos, entre las que destaca la criminalización de nuevos com-portamientos relacionados con la pornogra-fía infantil, la penalización de ciertas moda-lidades de facilitación del acceso indebido a servicios de radiodifusión sonora o televisi-va, la elevación de las cuantías de defrauda-ción o de benefi cio que delimitan el delito de la mera infracción administrativa en la defraudación fi scal y en el abuso de infor-mación privilegiada en el mercado bursátil, la elevación a delito de ciertos supuestos de maltrato de animales, la consideración co-mo delito de conducción temeraria con pe-ligro concreto para la vida o la integridad de las personas de la conducción que se produzca con altas tasas de alcohol en san-gre o con un exceso desproporcionado de velocidad, y la agravación del delito de des-órdenes públicos cuando se produzca con ocasión de eventos con asistencia de un gran número de personas.

● A la vista de todas estas novedades

34 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº145

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penales, quisiera ligar la cuestión enunciada acerca de la justifi cación de la pena de pri-sión de 40 años con otras tan próximas co-mo diferenciadas. Próximas, porque tienen que ver con la relación entre efi cacia y valo-res; diferenciadas, porque su trascendencia, con ser grande, queda lejos de la que supo-ne la previsión de una pena de prisión casi de por vida. Se trata de que en el amplio grupo de reformas penales destacan algunas otras que, so pretexto de efi ciencia, rebajan, si no cuestionan, la vigencia de los princi-pios constitucionales que demarcan lo que pueden hacer los poderes públicos a través del derecho penal.

Algunas de ellas afectan al principio de legalidad entendido como exigencia de que sea el Parlamento el agente único de las normas penales tras un debate en su seno. No parece que ello fuera así con la puni-ción específi ca de la convocatoria ilegal de consultas populares (Ley Orgánica 20/2003), introducida, como ya se ha seña-lado, a través de una enmienda en el Senado a la Ley de Arbitraje, ni con la rein-troducción de los delitos de reiteración de faltas de hurto y de hurto de uso de vehícu-los (arts. 234 y 244 CP), instrumentada sin discusión parlamentaria por la vía de la co-

rrección de errores (BOE núm. 65, de 16 de marzo), frente al texto que había sido aprobado en el Senado y en la votación fi -nal del Congreso. Otras medidas resultan de una dureza desproporcionada, como la indiscriminada elevación a delito de toda falta violenta entre ciertos parientes (art. 153 CP), o no se entienden bien desde la perspectiva de la igualdad, como la expul-sión casi forzosa del extranjero sin residen-cia legal en España en sustitución de una pena de prisión inferior a los seis años (art. 89.1 CP)1. Queda también cuestionado el elemental principio de que uno sólo puede ser sancionado por lo que él hace y nunca por lo que hacen otros o por su manera de ser (principio de culpabilidad), pues éste es el trasfondo del efecto severamente agrava-torio de la reincidencia (art. 66.1.5º CP) y de la habitualidad (arts. 147.1, 234 y 244.1 CP), y aquél (la responsabilidad por el he-cho ajeno) es el sustrato de la imposición de una pena de multa a la persona jurídica en cuyo nombre o por cuya cuenta actúa el autor del delito (art. 31.2 CP). El mandato

de resocialización en la ejecución de las pe-nas privativas de libertad (art. 25.2 CE), en f parece soslayado por la sustitución de la pena de arresto de fi n de semana por estan-cias breves en prisión, que provocan en el condenado un desarraigo familiar, laboral y social mucho más intenso.

Cuestión de principiosEn efecto, ante problemas tan graves y persistentes como son el terrorismo, los malos tratos en el ámbito doméstico o la reincidencia en el delito, la principal rece-ta que prescriben las últimas modifi cacio-nes del Código Penal es la de un sensible endurecimiento de las penas sin sufi ciente refl exión acerca de si ello es efi caz y, ade-más y sobre todo, si es “bueno”: acerca de si esta nueva severidad sirve para lo que dice servir sin ruborizar al sistema consti-tucional de valores.

Frente a las legítimas aspiraciones de utilidad en la prevención de los delitos no debe desdeñarse la califi cación moral que el modo de prevenir merece. No se trata de evitar el delito a toda costa (no, por ejemplo, con penas de muerte o de ampu-tación de miembros o con castigos a los fa-miliares de los delincuentes o con tortura

1 A esta expulsión se le añade una prohibición de regreso a España por un periodo de 10 años.

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como medio de investigación), sino de ha-cerlo de un modo acorde con la identidad valorativa esencial de la sociedad, de modo que los ciudadanos no tengan que avergon-zarse tanto del modo de reaccionar ante el delito como del delito en sí y se vean tenta-dos a pensar que tan malo es el remedio co-mo la enfermedad. El derecho penal no só-lo manifi esta de un modo especialmente expresivo los valores de una sociedad en las conductas que va a considerar intolerables, sino también en el modo de perseguirlas, sancionarlas y ejecutar las sanciones. Por ello, si –en afi rmación ya clásica– el Código Penal es el reverso de la Constitución, lo es tanto por los bienes que protege como por el modo de protegerlos.

La discusión en torno a los principios que deben vertebrar el sistema penal ha al-canzado un cierto consenso a partir de los valores de seguridad, autonomía personal, igualdad y dignidad de la persona que están en la base de un criterio democrático de le-gitimidad del derecho. Si la democracia es –en lo formal– un régimen de organización política basado sobre la decisión mayoritaria y en el respeto a las minorías, y –en lo ma-terial– un sistema de respeto a la autonomía de las personas, a la capacidad de elegir y de materializar planes de vida (de respeto a la libertad de cada uno para elegir los caminos que le lleven a lo que entienda como su en-riquecimiento, su plenitud, su sosiego), es porque se erige sobre la idea de la dignidad y la autonomía igual de todos los ciudada-nos. Por eso se postula su participación igual en las decisiones colectivas; por eso se impone la adopción de las decisiones mayo-ritarias; por eso se enfatiza la protección de la información, la expresión y la participa-ción en los asuntos públicos; por eso se proscribe la intromisión pública o privada en los asuntos de cada uno y se promueven las condiciones para que cada uno proceda a su realización personal en el modo en el que quiera concebirla.

Junto a los valores básicos de la liber-tad, la dignidad y la igualdad, fi gura tam-bién el de la seguridad como componente esencial de un criterio democrático de legi-timidad del derecho y del Estado. La segu-ridad, y como parte esencial de ella la segu-ridad jurídica, tiene una íntima relación con los valores de la libertad y de la digni-dad. Por un lado, porque, como acentúa Rawls, si las leyes son inseguras, nuestra li-bertad es insegura2. Ya señalaba Beccaria que la incertidumbre acerca de la conserva-

ción de la libertad puede convertirla en in-útil3. Por otro lado porque, como sabe cualquier persona que haya sufrido la expe-riencia de vivir amenazado, una vida inse-gura difícilmente va a poder ser una vida digna, sometida como queda al autorrecor-te de la propia libertad y al imprevisible acecho de las sombras de un mal.

Este breve catálogo de valores fundan-tes de un criterio democrático de legitimi-dad supone ya en sí mismo todo un pro-grama de política criminal. Así, resultará que no podrá penarse a nadie sin previo aviso de que la pena era una consecuencia jurídica prevista para su comportamiento. Así, resultará también que la cuestión rela-tiva a qué comportamientos deben penar-se y cómo deben penarse es una cuestión de la organización colectiva tan trascen-dente que sólo deberán decidirla los repre-sentantes directos de los ciudadanos. Así, si la autonomía personal es un valor esen-cial del sistema y la norma penal consiste precisamente en recortar esa libertad me-diante la amenaza y la sanción, resultará que sólo podremos justifi car la pena en la medida en la que constituya un instru-mento imprescindible para salvaguardar más libertad que la que restringe. Así, la dignidad de la persona exigirá que sólo pueda sancionarse a alguien por lo que ha hecho en el uso normal de su autonomía: sabiendo lo que hacía, queriendo hacerlo, siéndole exigible una conducta inocua al-

ternativa. Así, sin olvidar que la pena de prisión es en sí poco acorde con la natura-leza humana, habrá que convenir que la dignidad de la persona exigirá la abolición de la prisión excesivamente prolongada y, por supuesto, de las penas corporales e in-famantes y, va de suyo, de la pena de muerte. Así, en fi n, es también el valor de la dignidad el que impone moralmente al Estado una estrategia penitenciaria que ofrezca al preso mecanismos que posibili-ten que su posterior vida en libertad se de-sarrolle al margen del delito.

Las directrices de actuación jurídica que acabo de citar conforman en realidad un catálogo de principios. La vía de pene-tración de los valores hacia el ordena-miento la constituyen los principios, nor-mas abstractas que vertebran el ordena-miento, y orientan las normas concretas, las integran y coadyuvan a su determina-ción. Del valor “seguridad jurídica” y del valor de la democracia como decisión po-pular surge el principio de legalidad. Del valor de la igualdad se deriva el principio de igualdad. La dignidad de la persona inspira el principio de culpabilidad, la proscripción de las penas inhumanas y degradantes, y el mandato de resocializa-ción. Es fi nalmente el valor general de la libertad, de la autonomía personal, el que informa el principio de proporcionalidad o de intervención penal mínima.

Una cadena casi perpetuaDe entre las reformas del Código Penal de la anterior legislatura, la más impac-

2 A Theory of Justice, pág. 239, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1971. 3 En el capítulo I de De los delitos y las penas.

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tdos supuestos un condenado cumpla una pena de 40 años de prisión de una forma íntegra –sin acceso a una vida en libertad e la última fase (libertad condicional)– y efectiva (sin disfrutar de permisos de sali-da ni de las amplias posibilidades de acti-vidad externa que supone el tercer grado penitenciario). Hasta ahora, la pena máxima era de 30 años de prisión, y las limitaciones que se establecían para su dulcifi cación se referían sólo al paso a la situación de libertad condicional. Con el nuevo articulado se dispone de un modo ciertamente abigarrado que cuando la pe-na fi jada en la sentencia antes de los lími-t que se disponen como máximos de 25, 30 o 40 años sea superior al doble de esta pena limitada, el cómputo del tiempo en prisión necesario para poder disfrutar de permisos de salida (la cuarta parte de la condena), del tercer grado penitenciario (la mitad de la condena, en virtud de lo que dispone la propia reforma, frente a la cuarta parte anterior) y de la libertad condicional (las tres cuartas partes de la condena o, en algunos casos, las dos ter-ceras partes) se realizará sobre la pena ini-cial (la que impuso la sentencia antes de l limitación). Este nuevo cálculo sobre la pena inicial no limitada, que en caso de penas muy elevadas hace ilusorio cual-quier acortamiento o dulcificación, es obligado en principio, aunque revisable posteriormente y sustituible por el cóm-puto sobre la pena limitada si el juez de v Penitenciaria lo considera nece-sario para la reinserción social del preso. Esta excepción tiene a su vez un límite para los condenados por delitos de terro-rismo o cometidos en el seno de organi-zaciones criminales, que no podrán acce-der al tercer grado antes de cumplir cua-tro quintas partes de la condena (antes de los 32 años si la pena era de 40) ni po-drán disfrutar de la libertad condicional antes de observar siete octavas partes de la pena (antes de los 35 años sobre una pena de 40).

El galimatías anterior no debe ocultar el dato principal que aquí deseo subrayar. Sobre el severo endurecimiento punitivo destaca el hecho de que ciertos condena-dos podrán pasar 40 años dentro de los muros de una prisión. Más allá de la ale-gría con la que a veces mencionamos las cifras, ésta de los 40 equivale a la mayor parte de la vida adulta de una persona y supondrá, en buena parte de los casos (siempre que el delincuente no sea joven en el momento de la sentencia), una ca-dena casi perpetua, sólo pendiente de la

posibilidad de acceso a la libertad condi-cional por cumplimiento de los 70 años de edad4: “Lasciate ogni speranza, voi che entrate”.

La ley que introduce estas reformas ex-pone como motivo principal de la misma “el de lograr una lucha más efectiva contra la criminalidad”, dotando al ordenamiento penal de “una respuesta más contundente” a los delitos más graves e impidiendo que ciertos mecanismos de resocialización del penado, como “la fl exibilidad en el cum-plimiento de las penas y los benefi cios pe-nitenciarios (...), se conviertan en meros instrumentos al servicio de los terroristas y los más graves delincuentes para lograr un fi n bien distinto” (exposición de motivos de la Ley Orgánica 7/2003).

Nada puede objetarse, desde luego, a la obvia aspiración de efi cacia en la lucha contra el crimen, esencial al propio Estado de derecho. Bien al contrario, lo que sería intolerable es la ausencia de tal fi nalidad. La cuestión no es si esta refor-ma persigue una meta loable. La cuestión es si son necesarios los tan contundentes medios de que dispone para ello, y si en tal caso, y frente a otras alternativas, nos merece la pena el coste de su utilización medido en los mismos valores que preten-demos preservar. La pregunta es si lo que ganamos con una mano lo estamos per-diendo con la otra.

So pena de maltratar el sentido co-mún, no puede negarse que, si se mantie-ne la probabilidad de aplicación, el efecto preventivo de una pena aumenta con su gravedad. Al fi n y al cabo, la pena no es más que una amenaza condicional que trata de intimidar a los que conciben o pueden concebir intenciones delictivas y de reafi rmar a los que no las tienen; de posibilitar con ello que los ciudadanos puedan vivir confi ados en la vigencia de las reglas fundamentales que conforman la sociedad: confi ados en un mundo en el que, por ejemplo, no cabe matar, insultar, robar o defraudar a la Hacienda pública. Y, como enseña el propio Código Penal cuando tipifica los distintos delitos de amenazas, éstas son tanto más graves cuanto más efi caces sean, y son más efi ca-ces cuanto mayor sea el mal que prome-ten y cuanto más probable sea su acaeci-miento si la condición se cumple.

Tan cierto como lo anterior, y tan acorde con las intuiciones más elementa-les, es que la intensifi cación de la preven-ción no corre paralela a la intensifi cación d la pena o, al menos –dejando la execra-ble pena de muerte aparte–, a la prolon-gación de la prisión. Que ante la misma probabilidad de imposición es sensible-mente más disuasoria una pena de 12 años que una de dos es tan obvio como dudoso resulta que haya una diferencia relevante en cuanto a su efi cacia de pre-vención general entre una pena de 30 años y una de 40, siquiera sea por la difi -cultad psicológica de proyectarse vital-mente a tan largo plazo. A la hora de eva-luar la efi cacia del fuerte incremento (en 10 años) de unas penas de prisión ya muy prolongadas (de 30 años), debe tomarse en cuenta además la refracción motivacio-nal que a este tipo de penas oponen cierto tipo de delincuentes, precisamente los destinatarios expresos de las mismas. Poco poder disuasorio puede desplegar una pe-na, cualquier pena, frente a un terrorista dispuesto a entregar su vida por su causa en lo que él entiende como una inmola-ción. No es mucho mejor el panorama frente al terrorismo etarra, cuyos agentes suelen actuar con la esperanza de que, caso de ser detenidos y condenados, su largo encarcelamiento se verá interrumpi-do por el triunfo de sus aspiraciones polí-ticas o, en el peor de los casos para ellos, con una negociación que condicione el abandono de las armas por parte de la or-ganización en la que se integran a la liber-tad de sus presos.

Junto a este disminuido efecto de pre-vención general de la pena (prevención frente a delitos de otros) queda el efecto de prevención especial (frente a otros delitos del penado) que supone su propia estancia en prisión: mientras esté en la cárcel el te-rrorista no va a atentar contra nadie, no va a poner más bombas. Esta evidencia merece s matizada en dos sentidos. Por una parte, de cara a justifi car 30 años de prisión en lu-gar de 20, o 40 en lugar de treinta, presu-pone una gran perseverancia en el ánimo criminal del condenado, que seguiría dis-puesto a la comisión de delitos después de muchos años de prisión, y un fracaso radi-cal de las instituciones penitenciarias en su estrategia resocializadora. Por otra parte, el efecto de inocuidad hacia fuera queda en parte compensado con la falta de estímulos para no hacer imposible la vida de los fun-c del centro penitenciario o de otros reclusos en quien apenas atisba esperanzas de volver a vivir en libertad o de anticipar la misma por méritos propios.

4 Esta posibilidad puede quedar obturada por la imposibilidad de acceso al tercer grado penitenciario, que es siempre un requisito para la concesión de la libertad condicional para el que no existe previsión alguna de supresión de plazos por cumplimiento de los 70 años (art. 104.3 del Reglamento Penitenciario).

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Esta última afi rmación traslada la re-fl exión en torno a la racionalidad de la pena de 40 años de prisión a la relativa a la supresión además de toda dulcifi cación (permisos de salida, tercer grado peniten-ciario) o acortamiento (libertad condicio-nal) de la misma. Asegurado el efecto de prevención general con penas de 30 años de prisión, y ahora de 40, no se entiende bien qué se pierde con una serie de medi-das que, dirigidas a los autores de delitos c en el seno de una organización, lo que persiguen fundamentalmente es se-parar al penado del grupo que le cobijó y que todavía pretende recuperarlo. Si algo nos dicta la experiencia en esta materia no es que las organizaciones terroristas hayan utilizado estos benefi cios para sus propios fi nes, cosa que se revela harto improbable a la vista de que la concesión de cada be-nefi cio ha requerido siempre un pronósti-co razonable de abandono de toda inten-ción delictiva, sino más bien al contrario: que estas instituciones de resocialización son, por ello mismo, instituciones de la lucha antiterrorista, que son objeto de boicot por las propias organizaciones te-rroristas y que por su propia lógica hacen que sean muy pocos los casos de regreso a la actividad criminal (y, en todo caso, me-nos que los del grupo de quienes no han disfrutado de tales benefi cios).

Corolario de todo lo anterior es que l eficiencia que se predica de la elevación y el endurecimiento de las penas máxi-mas es, cuando menos, bastante menor de la que aparenta. La objeción principal a esta desafortunada reforma no es, sin embargo, utilitarista, sino de principios. La cuestión no es sólo si la nueva severi-dad es útil, sino también si es axiológica-mente tolerable. La cuestión es si esa se-veridad, por vulnerar alguno de los prin-cipios fundamentales que gobiernan el derecho penal, daña insoportablemente alguno de los valores esenciales que nos defi nen como colectivo y sobre los que hemos edificado nuestra convivencia. Porque, si así fuera, la inicial utilidad preventiva devendría en inutilidad fi nal en términos de valor. A los principios los llamamos principios precisamente por-que, salvo colisión con otro principio, son innegociables; porque son el resulta-do de una ponderación valorativa en la que hemos decidido que su sacrifi cio no merece nunca la pena. Sea porque esti-memos que tal sacrifi cio es siempre valo-rativamente negativo, sea porque estime-mos que lo que es valorativamente útil es el mantenimiento del principio como norma que no admite excepciones, lo

cierto es que su catalogación como prin-cipio supone que estamos seguros de la bondad de su intangibilidad y que por ello hemos guardado ya nuestra balanza. Que la proscripción de la tortura sea un principio, por ejemplo, signifi ca que el punto de partida (por principio) es que nunca se puede torturar y no simplemen-te que “en principio” no se pueda tortu-r Pues bien: si la pena íntegra y efectiva de 40 años fuera una pena inhumana, só-lo por ello sería una pena axiológicamen-te inaceptable, irredimible por razones puramente preventivas. Y el problema, el problema de legitimidad que tiene hoy nuestro ordenamiento penal, es que es una pena inhumana.

Cierto es que el juicio sobre la inhu-m de la pena es un juicio relativo y que desde cierta perspectiva cabe afi rmar que la pena de prisión, toda pena de pri-sión, que sacrifi ca la manifestación más elemental de la libertad, es bastante poco acorde con una naturaleza humana de la que predicamos precisamente la libertad como rasgo más específi co. El principio de humanización del castigo es así, en cuanto mandato de optimización, una directriz que apunta a la progresiva su-presión y dulcifi cación de la privación de libertad como contenido de la pena. El mismo principio en su función de límite, como proscripción de las penas inhuma-nas, supone una frontera irrebasable de la aflictividad de la pena. Y si bien es cierto que no es fácil dibujar esa frontera en abstracto, sí que puede convenirse que ese límite parece estar, como muy poco, en la duración que, por la desesperanza que supone y por la destrucción de la personalidad que comporta5, la asemeja a la pena de muerte. Vistas así las cosas, la pregunta es más bien la siguiente: deste-rradas históricamente las penas corpora-les, si una pena potencialmente íntegra de 40 años no es una pena inhumana, y si según la propia Constitución existen penas inhumanas distintas a la pena de muerte, ¿en qué consiste entonces una pena inhumana?

Al planteamiento anterior se le pue-den hacer dos objeciones. La primera no cuestiona el principio, sino su aplicación al caso concreto. Se referiría a la medición

de la humanidad de la nueva pena. La se-gunda no negaría la inhumanidad de la pena pero sí el principio mismo. Negaría que fuera ilegítimo imponer penas inhu-manas a delincuentes que han mostrado su radical inhumanidad con la comisión de los delitos más graves. Se trataría de una objeción al propio punto de partida valorativo del que hemos partido como derivado de un criterio democrático de le-gitimación del derecho: ¿por qué no im-poner penas inhumanas cuando ello ven-ga indicado por razones preventivas ele-mentales?

Ya he señalado por qué considero que no están aquí en juego razones pre-ventivas elementales. Debe recordarse ahora que la razón moral básica por la que nunca debe penarse inhumanamente a un ser humano reside en el valor fun-damental de la dignidad igual de todas las personas, que nunca pueden ser des-pojadas de tal condición para pasar a ser c como no ciudadanos, como no personas, como enemigos. No es aje-na a la inconmovibilidad de esta idea, en su traslado al derecho penal, la ignoran-cia rawlsiana de nuestra posición futura –¿delincuente o víctima?– a la hora de prever los castigos, que hace que las pe-nas que decidamos hoy puedan terminar recayendo mañana sobre nosotros mis-mos. Tampoco es ajena a la proscripción de las penas inhumanas la duda acerca de si el delincuente es enteramente res-ponsable de su delito. Que en general existen factores distintos a su mala vo-luntad, que no justifi can la comisión del delito ni disculpan a su agente, pero que sí contribuyen a explicar su conducta, lo corrobora una simple ojeada a las esta-dísticas relativas al nivel económico y cultural o a los antecedentes vitales, fa-miliares y sociales de quienes cumplen penas de prisión.

Cabe aún sostener las penas más du-r desde una perspectiva que, a la vez que impugna el punto de partida del preven-cionismo penal limitado por ciertos prin-cipios de justicia y de humanidad, consi-dera que el servicio que debe prestar la pena a la consolidación de la sociedad es la retribución íntegra del delito. Por ello, los autores de los delitos más abominables deberían recibir penas más severas que las que se asignan a otros delitos ya muy gra-ves, y, por ello, el elenco de penas debería ser ampliado hacia arriba en la escala de la gravedad.

En realidad, este planteamiento no d de ser prevencionista. Como señalaba Alf Ross, sería bastante tonto no dirigir el

5 Entre los penalistas es constante y generalmente compartida la afi rmación de que las penas de prisión superiores a los 15 años de duración suponen un grave deterioro de la personalidad del penado. Cfr. por to-dos Cerezo Mir: Estudios sobre la reforma penal españo-la, (Tecnos), Madrid, 1993, págs. 159 y 170 y sigs. Mir Puig, Derecho Penal. Parte general, Reppertor,, Barcelona, 2002 (6ª ed.), pág. 673.

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derecho penal a la evitación futura de de-litos6. El rasgo diferencial del retribucio-nismo no es su olvido de la prevención, sino su consideración de que ésta sólo puede conseguirse con la retribución pro-porcional del hecho. La proporcionalidad no es así un límite a la idea de preven-ción, sino su esencia misma. Es por ello por lo que no debe tener límites hacia arriba y por lo que parece que debería ter-minar conduciendo a una simetría kantia-na entre pena (ojo o diente) y delito (ojo o diente) y al lamento de que la pena de muerte sólo pueda aplicarse una vez al mismo sujeto.

Los pies de barro de esta teoría radi-can no ya en que genera cierta tendencia a la asimilación moral entre Estado y de-lincuente, que compiten en la dureza de sus reacciones; no ya en que rebaja la idea de dignidad humana, que o bien deviene inconmovible en razón de la cantidad y la calidad de pena o bien resulta sacrifi cable a los pies de la adecuada prevención; no ya en el propio presupuesto de que el su-jeto es plenamente responsable, que es lo que procura una legitimación última de la pena en la propia libertad del sujeto para no delinquir o para hacerlo y para asumir así el riesgo de la pena. Su mayor debili-dad es el cimiento empíricamente refuta-ble sobre el que se edifi ca la contundente estrategia punitiva: que la prevención re-quiere una reacción equivalente al delito y en ningún caso una menor.

La reforma de la cuantía máxima de las penas parece guiada por las ideas de que la anterior pena máxima (30 años) ha fra-casado en su intento de prevenir los delitos más graves y de que este fracaso exige una pena más dura. El planteamiento de fondo es que la pena fracasa con cada delito, que la reacción a ese fracaso ha de ser penal y que esa reacción penal ha de consistir en el e de la pena. Este prevencio-nismo radical e ingenuo sitúa la interven-ción punitiva del Estado en una pendiente deslizante que parece haber apurado ya los m que la Constitución permite para el castigo. Si en el futuro se siguen come-tiendo delitos muy graves; si –ojalá que no– se cometen nuevos atentados terroris-tas, ¿qué se hará entonces?; ¿Imponer sin rubor la pena de cadena perpetua? ¿Reformar la Constitución para reinstaurar la pena de muerte?

Los fenómenos delictivos de gravedad extraordinaria que sufre nuestra sociedad no deben contrarrestarse con respuestas emotivas o puramente simbólicas. No se trata de hacer que se hace algo. Lo que la lucha contra el delito exige es racionali-dad instrumental y racionalidad valorati-va. Racionalidad instrumental para medir los efectos preventivos reales de la pena y para no pedir a la misma una efi cacia que sólo puede suministrar la actuación social y policial. Racionalidad valorativa para –valga el símil de cruda actualidad– no torturar para acabar con la tortura; para no sancionar el delito con los mecanismos que deploramos en el delito; para no sa-crifi car nuestros principios y valores en el a mítico de la prevención. El desmoro-namiento moral de la sociedad que ello supondría sería así la primera victoria del modelo que proponen los delincuentes contra los que pretendemos luchar.

Ese molesto ParlamentoSi el primero de los rasgos que llamaba la atención de las reformas penales es el de su dureza, el segundo es el poco aprecio que suscitan en el Gobierno, que las pro-mueve, y en el Parlamento, que las aprue-ba, los elementales objetivos de que las normas penales resultantes sean irretroac-tivas, fácilmente cognoscibles y fruto de un pleno debate de nuestros parlamenta-rios. De estos objetivos son de los que se preocupa, como ya se ha señalado, el p de legalidad, emblemático como ninguno del Estado de derecho.

Preocupante era ya el punto de parti-da de esta amplia reforma del Código Penal, consistente en escindirla en cuatro proyectos distintos que se tramitaban casi a la par. Esta estrategia difi cultaba el co-nocimiento del alcance de las modifi ca-ciones penales y las sometía al riesgo de la incoherencia: al riesgo de que lo que se hacía con una mano parlamentaria se des-hiciera con la otra. Esto es lo que pasó, de hecho, con los nuevos tipos de hurto (art. 234, párrafo segundo) y de robo y hurto de uso de vehículos (art. 244.1, párrafo segundo), que convertían en delito la rei-teración de faltas (cuatro en un año si el montante total superaba el límite general que separa en estas modalidades delictivas el delito de la falta –400 euros–). Lo que hizo la Ley Orgánica 11/2003 lo deshizo inadvertidamente la Ley Orgánica 15/2003, que, pretendiendo sustituir los párrafos primeros de los artículos 234 y 244.1, acabó sustituyendo éstos en su totalidad, eliminando con ello sus segun-dos párrafos. Esta supresión fue tan invo-

luntaria como efectivamente aprobada por el Senado7 y por el Congreso8 en la votación fi nal del texto. Lamentable error sustancial que palidece ante el que generó su remedio: con olvido de la mística y de la técnica parlamentaria se decidió obviar el voto de nuestros representantes, en-mendar sin él el texto aprobado y rein-cluir el delito de reiteración de faltas de hurto y de hurto y uso de vehículos a tra-vés de una mera, pero nunca tan podero-sa, corrección de errores (BOE núm. 65, de 16 de marzo).

En la misma línea de preocupante desapego a la labor parlamentaria debe enmarcarse la reforma del Código Penal operada por la Ley Orgánica 20/2003. Si, en palabras del profesor Laporta, “el más inmediato y elemental sentido que tiene la actividad parlamentaria” es el de “traer a una arena común intereses y conviccio-nes diversas, incluso contrapuestas, para tratar de hallar criterios aceptados por to-dos o por la mayoría para resolver los po-sibles confl ictos y guiar las conductas”, y si por ello se diseña un parsimonioso pro-cedimiento de elaboración de las leyes9, constituye una burla de la institución par-lamentaria el someter a discusión el esta-blecimiento de nuevos delitos (convoca-toria ilegal de referenda, fi nanciación de partidos políticos disueltos por conductas r con los delitos de terrorismo) sin propuesta previa ni proyecto, sino por vía de enmienda, y por una enmienda en fase ya muy avanzada de tramitación (en la discusión en el Senado) a una ley tan l de las preocupaciones penales como lo es la Ley de Arbitraje.

E poso que dejan los modos relatados de reformar el Código Penal es el de que para la mayoría parlamentaria que los im-pulsa el debate legislativo no es una vía para la mejora y la aceptación social de las normas, sino más bien un engorro para la efi cacia que se busca en ellas. Tanta prisa corren y tan ciega es la confi anza que se deposita en ellas que no sólo se jibariza su debate, sino que se suprime su previa pre-sentación. El periodo de preaviso de la amenaza penal, normalmente muy supe-rior al general de 20 días, por obvias razo-nes de seguridad jurídica –el de la Ley Orgánica 15/2003 es de casi un año–, se

6 Con cita de Séneca: “Nemo prudens punit quia peccatum est, sed ne peccetur”. En ‘La fi nalidad del castigo’, en AA. VV., Derecho, Filosofía y Lenguaje, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1976, pág. 152, también en págs. 167 y 186.

7 Boletín Ofi cial de las Cortes Generales, Senado, VII Legislatura, núm. 145 (g), pág. 263, 5 de noviem-bre de 2003.

8 Boletín Ofi cial de las Cortes Generales, Congreso de los Diputados, VII Legislatura, núm. 145-16, pág. 320, 12 de noviembre de 2003.

9 En ‘El deterioro de las leyes’, pág. 27 en Claves de Razón Práctica, 142.

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redujo a un día en las leyes orgánicas 7/2003, 11/2003 y 20/2003. Esto signifi -ca, por ejemplo, que los dichosos 40 años de pena máxima no sólo se imponen con-tra el principio de proscripción de penas inhumanas, sino que se imponen de un día para otro, en claro desmedro de su cognoscibilidad y evitabilidad.

El catálogo de agravios al principio de legalidad tiene aún un último ítem en el expreso mandato de aplicación retroactiva de normas que restringen la libertad. En efecto, la disposición transitoria única de la Ley Orgánica 7/2003 señala que las nuevas exigencias de acceso a la libertad c y al tercer grado penitenciario –que consisten, en esencia, en la satisfac-ción de la debida indemnización de la víctima; en el cumplimiento de la mitad de la pena impuesta para el acceso al ter-cer grado de los condenados a más de cin-co años de prisión10, y, en el caso de con-denados por delitos de terrorismo o co-metidos en el seno de organizaciones criminales, en una conducta activa de arrepentimiento– “serán aplicables a las decisiones que se adopten sobre dichas materias desde su entrada en vigor, con independencia del momento de comisión de los hechos delictivos o de la fecha de la resolución en virtud de la cual se esté cumpliendo la pena”.

Tan tajante como el mandato consti-tucional de “irretroactividad de las dispo-siciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales” (art. 9.3) es el hecho de que la nueva regula-ción establece más requisitos para que el cumplimiento de una pena de prisión se cumpla en libertad en parte, en buena parte o en su totalidad. Constituye por ello una regulación peyorativa de la san-c de privación de libertad que no debe ser aplicada a las penas impuestas por he-chos cometidos con posterioridad a su vi-gencia. No debe serlo, desde luego, la restricción del acceso al tercer grado a los presos que hayan cumplido la mitad de la pena, hecho que depende del paso del tiempo y no de la voluntad del penado. Pero tampoco deben aplicarse a penas que ya se están ejecutando las nuevas exi-gencias de arrepentimiento activo o de pago de la responsabilidad civil para el acceso al tercer grado o a la libertad con-

dicional, que sí constituyen requisitos cu-yo cumplimiento está en manos del con-d Y no deben hacerlo si no se quie-re rebajar el valor de la seguridad jurídica desde su signifi cado propio de cumpli-miento de una expectativa a la mera evi-tabilidad de una consecuencia negativa. Nos sentimos jurídicamente seguros, con mayúsculas, cuando sabemos lo que va a pasar en derecho, y no sólo cuando pode-mos evitar sobre la marcha consecuencias jurídicas de nuestros actos que no esta-ban previstas cuando los realizamos. ¿Es tolerable denegar el acceso al tercer grado al preso que, reuniendo los demás requi-sitos legales, le faltaba una semana para el cumplimiento de una cuarta parte de su pena porque esta frontera general11 se acaba de elevar a la mitad de la pena? ¿Debe contrariarse la expectativa del pre-so de acceder por fi n a la libertad condi-cional tan sólo porque le falta ahora, en virtud de la aprobación de la reforma co-r del Código Penal, una con-ducta de arrepentimiento activo?

Suben la reincidencia y las penas breves de prisión; baja el arresto de fin de semanaEn realidad, el arresto de fi n de semana no baja, sino que desaparece, y es sustitui-do en la mayor parte de los delitos en los que fi guraba por penas de prisión inferio-res a los seis meses12. Con ello se desanda lo que estaba muy bien andado desde 1995: las penas cortas de prisión, unáni-memente criticadas por la doctrina, ha-bían sido eliminadas del Código y habían sido suplidas en buena parte por el arresto de fi n de semana, que era una pena que combinaba un bajo efecto desocializador con el importante efecto preventivo que supone la afl icción propia de la privación de libertad no domiciliaria.

¿Qué hay tan en contra de las penas breves de prisión? Poco, desde luego, en comparación con penas más prolongadas de prisión. Ciertamente, para evitar la desocialización del penado y para procu-

rar una intervención penal mínima siem-pre será mejor una pena más leve que una pena más grave de similar efi cacia. Si, por poner un ejemplo, para la represión de ciertos hurtos no consideramos necesaria una prisión de seis meses, carece de senti-do mantener esta pena por la única razón de evitar ingresos breves en prisión, que siempre serán preferibles a ingresos inútil-mente alargados.

La objeción a las penas breves de pri-sión parte de su intrínseca dureza más allá de su apariencia, del trato punitivo desproporcionado que ello comporta y de su peculiar potencial desocializador, t todas que sólo son suprimibles con la supresión de este tipo de penas y su sustitución “hacia abajo” por penas que no supongan la presencia continuada en prisión. El problema de una pena de 15 días o de tres meses de prisión es que, a pesar de que en buena lógica punitiva responde a un delito leve o a una falta, tiene unas consecuencias muy graves en la vida familiar, laboral y social del pena-do. Un breve ingreso en prisión acarrea la separación de la familia, la pérdida del puesto de trabajo, la estigmatización que comporta en el entorno social la percep-ción de la estancia en la cárcel y el riesgo d desocialización que supone el contacto con otros penados.

Por todo ello, por lo que señalan los principios de proporcionalidad y de reso-cialización, es criticable que la reforma haya rebajado la frontera mínima del in-greso en prisión de los seis a los tres meses para compensar la desaparición a su vez poco explicable del arresto de fi n de se-mana. Si, según la exposición de motivos de la Ley Orgánica 15/2003, no estaba siendo “satisfactoria la aplicación práctica del arresto de fi n de semana”, lo que pro-c lo que exigía tal enfermedad, no era la amputación de una pena de gran efecto preventivo y de pocas contraindicaciones, sino la sanidad de su sistema aplicativo, comenzando por la inversión de los recur-sos necesarios para erigir los estableci-mientos penitenciarios adecuados para su ejecución.

El efecto fuertemente agravatorio de la habitualidad y de la reincidencia es el último de los aspectos de la reforma pe-nal reciente que deseo comentar entre los que orientan el sistema en sentido opues-to al que demarcan los valores y princi-pios constitucionales. Las faltas habitua-les de lesiones, de hurto, y de hurto y ro-bo de uso de vehículos de motor (cuatro en el plazo de un año) pasan a conside-rarse como delito (en los dos últimos ca-

10 Es discutible que la disposición transitoria se refi era a esta medida. No lo hace directamente, aun-que podría entenderse que lo hace indirectamente al referirse al art. 72.5 de la Ley Orgánica General Penitenciaria, que a su vez se remite a “los requisitos previstos por el Código Penal”.

11 El art. 104.3 del Reglamento Penitenciario dispone que “(p)ara que un interno que no tenga ex-tinguida la cuarta parte de la condena o condenas pueda ser propuesto para tercer grado, deberá transcu-rrir el tiempo de estudio sufi ciente para obtener un adecuado conocimiento del mismo y concurrir, favo-rablemente califi cadas, las variables intervinientes en el proceso de clasifi cación penitenciaria enumeradas en el artículo 102.2, valorándose, especialmente, el historial delictivo y la integración social del penado”.

12 Esto es lo que sucede en los arts. 146, párrafo 1º; 147.2; 152.1.1º; 158, párrafo 1º; 184; 226.1; 227; 289; 310; 328; 379; 386, párrafo 3º; 389, párrafo 2º; 463; 514.4; 526 y 558.

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JUAN ANTONIO LASCURAÍN SÁNCHEZ

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sos si el montante total de lo sustraído es superior a 400 euros), lo que comporta una pena signifi cativamente más severa. En el caso de las lesiones, por ejemplo, se pasa de una pena máxima de 180 fi nes de semana a una de tres años de prisión. Por su parte, la reincidencia consistente en la condena previa por tres delitos similares, que hasta ahora suponía la imposición de la pena en su mitad superior, puede hacer que el juez eleve la pena en un grado. Si, por ejemplo, se trata de un robo con fuerza en las cosas, al reincidente, al que hasta ahora se le imponía una pena de dos a tres años de prisión, se le podrá im-poner una pena de tres a cuatro años y medio de prisión a partir de la vigencia de la Ley Orgánica 11/2003.

Con la agravación por reincidencia pasa en cierto modo como con la pena ín-tegra y efectiva de 40 años para los terro-ristas: que su crítica se topa con la com-prensión social que suscitan. Esta acepta-ción, sin embargo, parece inversamente proporcional a su racionalidad en los tér-minos valorativos que esa misma sociedad toma como punto de partida. La idea de que la pena para el reincidente ha de ser mayor que la pena que se impone por el mismo hecho para el delincuente prima-rio, porque el reincidente “no ha tenido sufi ciente” con las penas que se le impu-sieron por los delitos anteriores, es la con-secuencia de ciertos prejuicios latentes que difícilmente estaríamos dispuestos a defender explícitamente. De un lado está la idea de que la cuantía de la pena no de-pende de la culpabilidad por el hecho concreto (de la gravedad de la concreta conducta y de la actitud de su agente ha-cia ella), sino que puede aumentar en f del nivel de socialización del suje-to. Este criterio se acerca peligrosa e inso-portablemente a la idea de la responsabili-dad por el carácter, por la manera de ser; al derecho penal de autor, tan caro al an-tiguo régimen y a ciertos regímenes totali-tarios, y tan opuesto al derecho penal del hecho, a la noción de la responsabilidad por la propia conducta que subyace a una concepción democrática de organización de la sociedad.

Tan rechazable como el criterio ante-rior es, de otro lado, el que sostiene que el plus punitivo que se asigna al reincidente encuentra su razón de ser, no en su carác-ter, sino en sus hechos: en el delito o deli-tos anteriores. Resulta así que estos mis-mos hechos (idem), en su momento san-cionados, son de nuevo tomados en consideración a efectos punitivos: son de nuevo (bis) penados.

La pequeña historia de la agravante de reincidencia resulta harto expresiva de la orientación de las recientes reformas penales. Nos muestra cómo su efecto fuertemente agravatorio (imposición de una pena superior) fue eliminado por la primera de las grandes reformas del Código Penal que perseguían su adapta-ción a la Constitución. La exposición de motivos de la Ley Orgánica 8/1983 de Reforma Urgente y Parcial del Código Penal señalaba que “(l)a exasperación del castigo del delito futuro, de por sí contra-ria al principio non bis in idem, puesto que conduce a que un solo hecho genere consecuencias punitivas en más de una sola ocasión, se ha mostrado además co-mo poco efi caz solución en el tratamiento d la profesionalidad o habitualidad delic-tiva; a ello se une la intolerabilidad de mantener una regla que permite llevar la pena más allá del límite legal de castigo previsto para la concreta fi gura del delito, posibilidad que pugna con el cabal enten-dimiento del signifi cado del principio de legalidad en un Estado de derecho”.

L reincidencia quedaba así como una circunstancia agravante más, que no per-mitía elevar la pena, sino sólo imponer la misma pena en sus dos tercios superiores. Este efecto moderadamente agravatorio fue incluso cuestionado por el propio Tribunal Supremo, que lo negaba si se superaba “la gravedad de la culpabilidad” (STS de 6 de abril de 1990), y fue deter-m inan t e p a r a que e l Tr ibuna l Constitucional no apreciara su inconsti-tucionalidad (STC 150/1991): constituyó un presupuesto de su decisión el que la reincidencia sólo había de ser tenida en cuenta por los tribunales “dentro de unos límites fi jados para cada tipo penal con-creto y su respectiva sanción; es decir, pa-ra determinar el grado de imposición de la pena y, dentro de los límites de cada grado, la extensión de la pena”.

Una reforma históricaEl bucle de la reincidencia se cierra ahora acercando significativamente su regula-ción a su situación preconstitucional. Este mismo es, como ya se ha indicado, el sen-tido de algunos de los aspectos de la re-forma. La pena íntegra y efectiva de 40 años de prisión, la generación de normas no debatidas o insufi cientemente debati-das en el Parlamento, la aplicación retro-activa de leyes que inciden en la libertad de los ciudadanos y la reimplantación de la prisión breve como sustitución del arresto de fi n de semana caminan en la dirección opuesta a la que había llevado el

ordenamiento penal desde la aprobación de la Constitución y en virtud de la apro-bación de ésta.

A esta crítica en torno a la debilidad moral de la reforma sus agentes oponen básicamente la idea de seguridad. La pér-d de valores de la normativa penal sería así el precio necesario de la efi cacia que la sociedad reclama de las sanciones penales frente a la delincuencia más grave y frente a la delincuencia más frecuente.

Que el derecho penal debe ser efi caz en un sistema democrático es algo eviden-t a partir de su propia naturaleza coactiva y de la dureza de sus consecuencias. Un panorama de “cárcel para nada” se antoja intolerable en un sistema presidido por la idea de libertad. Que además el derecho penal debe cambiar para ajustar sus obje-tivos a las nuevas demandas sociales de li-bertad y de seguridad en el ejercicio de la libertad es una afi rmación que por su evi-dencia no merece discusión. No se trata ni puede tratarse de renunciar a la efi cacia penal. No se trata de renunciar a la segu-ridad. Pero, precisamente por ello, de lo que se trata –y de lo que trata este artícu-lo– es de conocer cuál es esa efi cacia pe-nal, que ni aumenta sin más con el au-mento de las penas ni puede sustituir con su potencial fi ereza las prestaciones pro-pias de las medidas policiales y sociales. Y de lo que se trata también –y lo que pre-tende subrayar este artículo– es de penar civilizadamente, sin renunciar a los valo-res que nos conforman como sociedad y que deben ser reafi rmados en la adminis-tración del castigo: en lo que se pena y en cómo se pena. Las penas bárbaras pero efi caces quizá nos hagan vivir mejor, pero también nos hacen vivir con vergüenza nuestra condición de miembros de una determinada comunidad política.

Es precisamente esta perspectiva valo-rativa la que debe situar la dimensión his-tórica de la reforma que reclaman sus im-pulsores. La de constituir el más severo retroceso en muchos años en la consecu-ción de un derecho penal más justo y más humano. ■

[Agradezco a Alfonso Ruiz Miguel las inteligentes observaciones que hizo a la versión inicial de este artículo].

Juan Antonio Lascuraín Sánchez es profesor titular de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid.

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ESTADO Y NACIÓNEN UN MUNDO GLOBAL

IGNACIO SOTELO

A l término de la II Guerra Mundial se alzaron algunas voces anuncian-do el “fi n de la era del nacionalis-

mo”. Confrontados con los crímenes del nacionalsocialismo (el nacionalismo difí-cilmente podrá librarse de este estigma, como el socialismo del de Stalin, aunque sea indecoroso identificar nacionalismo con nazismo o socialismo con estalinis-mo), superar el nacionalismo en sus diver-sas formas parecía la tarea más urgente en una Europa que lo había engendrado, pe-ro que también se había convertido en su mayor víctima: dos guerras mundiales aca-baron por destruirla.

Que en los años cincuenta se iniciara el proceso de integración europea fue po-sible gracias a que en una Europa devasta-da el nacionalismo pasase por sus mo-mentos más bajos, sobre todo en Francia y Alemania, enemigos enfrentados en tres contiendas bélicas, empeñados ahora en superar el nacionalismo agresivo de las primeras fases de la industrialización capi-talista. Dos ideas deben quedar en el fron-tispicio de estas consideraciones: la pri-mera, que la nación y su derivado, el na-cionalismo, son creaciones específi camente europeas. La segunda, que el naciona-lismo que termina por cuajar a lo largo del siglo xix es altamente responsable de la destrucción de Europa en las dos gran-des guerras del siglo xx. De modo que hay que partir de la paradoja de que na-ción y nacionalismo hayan sido elementos fundamentales de la construcción, pero también de la destrucción, de Europa. De ahí la ambivalencia que comportan estos conceptos.

Con el origen específi camente euro-peo de la nación está ligado el hecho de que surja como subproducto del Estado. Estado y nación son dos conceptos que nacen con la modernidad y, en este senti-do, específi camente europeos. Téngase en cuenta que hablo de los conceptos moder-

nos de Estado y nación El concepto de Es-tado se emplea también en un sentido muy amplio, como la forma de organiza-ción política de una sociedad; y así se ha-bla de la polis como una ciudad-Estado, o del Estado islámico. También el concepto de nación es anterior a la modernidad; el término proviene del latín, natio, grupo social que se remonta a los mismos ante-pasados: así, en la universidad medieval los estudiantes se organizaban por nacio-nes, es decir, por el lugar de origen, con caracteres lingüísticos y culturales propios.

El fundirse la nación con el Estado en el Estado nacional trae consigo el que a ve-ces ambos conceptos, pese a que sus conte-nidos sean distintos, no queden claramente delimitados. A este respecto es menester insistir en que el concepto moderno de Es-tado no sólo antecede al de nación, sino que sin él no hubiera sido posible. Primero surgió la idea y la realidad del Estado mo-derno, en los siglos xvi al xviii, y luego la idea moderna de nación a fi nales del xviii, y sobre todo a lo largo del xix. Sin la exis-tencia previa del Estado no hubiera podido emerger el concepto de nación: la nación surge en una sociedad ya unifi cada políti-camente por el Estado, coincidiendo, co-mo en Francia, el espacio de ambos, o den-tro de un mismo Estado emergen naciones diferentes, como es el caso del imperio aus-tro-húngaro, pero en los dos casos, sin un Estado previo no hubiera podido surgir la idea de nación.

La idea de EstadoLa noción moderna de Estado supone un órgano que concentre todo el poder, sum-ma potestas, a la que Bodino llama sobera-nía. Se trata de un poder absoluto, ab-so-lutum, es decir, disuelto o desprendido de cualquier otro poder, temporal o sobrena-tural. El Estado se defi ne así como poder soberano (tanto puede radicar en una sola persona, el monarca, como en una asam-

blea) que supone un poder absoluto, es de-cir, uno sin cortapisas que lo limiten, po-der que proviene de haber acumulado el de cada uno de los individuos que forman la sociedad (el poder, tal como quiere la teoría contratualista, originariamente radi-ca en el individuo) para quedar concentra-do en uno soberano, que suele identifi car-se con la persona del rey, de modo que, en rasgos generales, la aparición del Estado moderno coincide con el desarrollo y con-solidación de la Monarquía absoluta.

En el pensamiento griego el saber po-lítico pertenece a la fi losofía práctica y la categoría central es la de justicia. La mo-dernidad, en cambio, pretende elevar el saber político al de una ciencia en el senti-do moderno; y la categoría central no es la justicia, sino el poder. El poder permite, en primer lugar, diferenciar sociedad civil de Estado, distinción que resulta impensa-ble tanto en la antigüedad como en la Edad Media. El concepto de polis incluía tanto al conjunto de los ciudadanos como a las instituciones, ya que los ciudadanos sin las instituciones, así como las institu-ciones sin los ciudadanos, no son más que abstracciones fantasmales. El concepto de sociedad, la civic society, la bürgerliche Ge-sellschaft, es una adquisición de la moder-nidad. Sólo desde la perspectiva del poder cabe diferenciar el Estado, en donde se concentra todo el poder de la sociedad ci-vil formada por el conjunto de individuos a los que se les ha despojado de su poder originario. Distinción que conlleva la de gobernados y gobernantes, básica en el pensamiento político de la modernidad pero de difícil encaje en la polis, en la que esta distinción se acerca a la noción de tiranía. La sociedad civil designa al conjunto de los individuos, que han sido despojados del poder originario que tu-vieron en el estado natural. Al defi nirse la sociedad civil negativamente, por el he-cho de verse despojada del poder, se disi-

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pan las demás diferencias sociales, de edad, de sexo, de status, de riqueza, con el resultado de quedar igualados todos los individuos que constituyen la sociedad civil: todos son iguales por verse igual-mente desposeídos del poder, que se con-centra todo en el Estado.

La noción de poder, al no permitir otra diferencia que tenerlo o no tenerlo, anula todas las demás diferencias, con lo que cumple una función niveladora. La igualdad se incluye en la noción misma de sociedad civil. El que todo el poder se concentre en el Estado lleva consigo una igualación, aunque sólo sea en abstracto, ya que no elimina las diferencias reales de status social, de riqueza, de sexo, edad y otras características individuales. Queda así programado en la modernidad el con-fl icto entre una igualación abstracta, es decir, formal y jurídica, y el manteni-miento de las desigualdades reales. Procla-mada la igualdad en la sociedad civil, la

cuestión que queda pendiente es hacerla realidad más allá de la formalidad del derecho.

Este proceso de igualación formal, manteniendo las desigualdades reales, con-lleva algunas implicaciones sumamente graves desde el enfoque de la filosofía práctica. La primera es que la introduc-ción del poder, como la categoría central de la convivencia, disuelve las múltiples y muy variadas relaciones que confi guran el entramado social, reduciéndolas a una so-la: la relación asimétrica del que manda con el que obedece. A la idea de sociedad le ocurre lo mismo que le había sucedido a la idea de naturaleza que impuso la mo-dernidad; y es que ambas pierden cual-quier dimensión cualitativa y quedan re-ducidas a una exclusivamente cuantitativa. Justamente por ello resulta factible la in-troducción del método cuantitativo al es-tudio de lo humano. Así como la noción de justicia rehúye un tratamiento cuanti-

tativo, la de poder encaja perfectamente en este procedimiento. El poder es medi-ble, más aún, la cantidad es su única cuali-dad: un poder no se di ferencia cualitativamente de otro (en la capacidad de imponer la voluntad de uno contra la del otro, no cabe establecer diferencias cualitativas entre mejores o peores pode-res), únicamente se distingue por la canti-dad; el poder únicamente aumenta o dis-minuye según mande sobre más o menos gente o sobre más o menos ámbitos de la vida individual.

Desde el enfoque cuantitativo que es propio del poder, la sociedad en su varie-dad concreta se volatiliza y deja tan sólo como poso una abstracción, la sociedad como mera suma de individuos. El con-cepto cuantitativo de sociedad que impo-ne la lógica del poder comporta una terce-ra noción, la de individuo, que completa el doblete Estado/sociedad. El poder es la noción que, primero, permite diferenciar el Estado de la sociedad y, segundo, la que disuelve la sociedad en una suma de indi-viduos. Tres son, por tanto, los conceptos básicos que introduce la perspectiva del poder en la modernidad: el individuo, se-dimento cuantitativo que queda después de la disolución de la dimensión cualitati-va de la sociedad; la sociedad, entendida cuantitativamente, como mera suma de individuos, y, en fi n, el Estado, como el soporte que aguanta la concentración de poder proviniente de la sociedad.

La implicación más grave de la óptica del poder que introduce la modernidad es que en el proceso general de reducción de todo lo existente a una única dimensión cuantitativa reduce el hombre a la catego-ría de individuo como mera unidad física, con lo que se disuelve el concepto tradi-cional de lo humano. ¿Qué podrá ser el hombre, si lo entendemos como indivi-duo? Porque las defi niciones que provie-nen de la fi losofía clásica –“animal políti-

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co” o “animal racional”– de ningún modo se adaptan a este planteamiento cuantita-tivo-individualista. Estas dos defi niciones de lo humano, (“animal político”, el ani-mal que en la polis alcanza la dimensión de lo humano, y “animal que tiene logos”, es decir, que habla y se comunica) supo-nen un enfoque genérico, es decir, la nece-sidad de partir de una convivencia previa: no se habla y, por tanto, no se piensa más que en grupo, y, desde luego, la vida polí-tica, la vida en la polis, exige un alto de grado de desarrollo social. Pero ¿qué podrá signifi car lo humano, entendido como in-dividuo, es decir, como mera unidad físi-ca? La difi cultad, yo diría imposibilidad, de una defi nición de lo humano a partir del individuo radica en la misma noción de individuo, producto de la visión cuan-titativa que impone la lógica del poder. En la comprensión individualista de lo huma-no, el individuo está tanto en el origen (contrato social) como al fi nal de un largo proceso de abstracción en el que la socie-dad y el Estado aparecen como simples mediaciones.

Punto de arranque de la fi losofía prác-tica había sido el ser humano entendido en un sentido genérico, es decir, incluyen-do todo su contexto social. Son muchas y de envergadura las consecuencias que im-plica la nueva comprensión de lo humano como individuo, al fi n depurada de cual-quier connotación teológica. Una vez que se defi ne al hombre como mera voluntad de poder, y la política como el afán de su-perar la guerra perpetua de todos contra todos que se deriva de esta comprensión del individuo como voluntad de poder, el derecho es la única dimensión de que dis-ponemos para lograr una convivencia pa-cífi ca. En el lugar que ocupó la ética en la fi losofía práctica, Hobbes coloca el dere-cho como expresión de la voluntad sobe-rana del Estado. La modernidad destruye la base metafísica sobre la que se levantaba la ética material; y, pese a los muchos es-fuerzos por restablecerla, acudiendo a la noción platónica del bien, a la teoría aristotélica de las virtudes, a la fi losofía de los valores, y un largo etcétera, los resulta-dos en esta dirección han sido bastante magros, hasta el punto de que no es exage-rado afi rmar que la modernidad signifi ca el fi n de la ética material.

El individuo como libertadEl fallo de Hobbes habría consistido en confundir la libertad con la voluntad de poder realizada. Se trata ahora de rescatar la libertad del poder, poniendo de mani-fi esto que no es más libre el que más poder

tiene. Libertad y poder se presentan como categorías distintas, tal vez incluso incom-patibles. Sabido es que Juan Jacobo Rousseau sustituye la fi losofía del poder por una de la libertad, corrigiendo en este punto básico a Hobbes, cuya huella es, por otro lado, claramente perceptible en la nueva comprensión de la libertad. La cate-goría central de la ciencia política pasa así del poder a la de libertad. Al erigirse la li-bertad en la categoría central, la ciencia política tiene ahora que resolver la cues-tión de cómo, sin sacrifi car la libertad a la seguridad ni caer en la guerra de todos contra todos, cabría alcanzar una convi-vencia social en libertad.

También para Rousseau, el hombre, en cuanto individuo, es libertad (es la cali-dad que lo defi ne), pero ya no entendida, al modo hobbesiano, como poder de hacer lo que se quiera. El hombre no es libre si puede hacer lo que quiera, sino, en rigor, porque no sabe lo que quiere; es decir, porque tiene que elegir entre distintas op-ciones sin saber a punto fi jo la que más le conviene. En el hombre se ha roto –en es-te sentido Rousseau lo llama “un animal enfermo”– la línea instintiva que permite al animal reaccionar auto máticamente an-te un estímulo con una sola respuesta. El ser humano se diferencia de los demás ani-males precisamente por no saber a ciencia cierta lo que quiere, y de ahí que haya que retrotraer la cuestión de la libertad a un plano anterior: no es libre porque puede hacer lo que desea (libertad igual a poder), sino que es libre porque tiene que decidir lo que quiere. Porque tiene que elegir en-tre diversas posibilidades (incluso no deci-dirse por ninguna es una forma de elec-ción, el hombre está condenado a ser li-bre) no le queda otro remedio que valorar los esfuerzos que requieren y las conse-cuencias que comportan las opciones posi-bles; es decir, porque no sabe lo que quiere está obligado a refl exionar y pensar previa-mente: ratio, como cálculo. Porque el hombre es libre –no le funciona ya la res-puesta automática– tiene que ser racional; es decir, ponderar posibilidades y conse-cuencias, y no a la inversa, como había si-do la doctrina tradicional: porque el hom-bre es racional, y puede distinguir entre el bien y el mal, sería libre de elegir entre ambos. La razón no es la condición de la libertad, sino a la inversa, la libertad es el presupuesto de la razón. La libertad ya no se concibe como poder, sino como auto-nomía, necesidad de procurarse criterios propios para elegir y darse a sí mismo las pautas y normas de comportamiento.

El hombre es libre por naturaleza

–“libertad natural”– y el despliegue de la civilización, si bien impide que perezca en luchas intestinas, lo logra al precio de ena-jenarse, de extrañarse de sí mismo, es de-cir, de perder la libertad que en principio lo constituye. La civilización hace al hom-bre cada vez más desigual y, por tanto, me-nos libre. Y ello porque la libertad decrece en la medida que aumenta la desigualdad. La modernidad, que Rousseau llama civili-zación, consiste en un alejamiento conti-nuo de la comunidad de hombres libres e iguales que la fi losofía práctica había enun-ciado como la polis ideal en la que el ser humano sólo podría alcanzar su plenitud. En su crítica de la civilización Rousseau recupera la dimensión moral de la convi-vencia política. (Obsérvese que con este pensamiento nace la distinción entre la derecha, que mantiene en el centro la idea del poder, y la izquierda, que en este lugar coloca la libertad. La derecha argumenta desde el poder y la izquierda desde la li-bertad, lo que permite distinguirlas, pese a la confusión actual).

El hombre en cuanto es en último tér-mino libertad no puede resignarse a per-derla, sin por ello renunciar a la propia humanidad. La cuestión política básica que plantea la modernidad es cómo cons-truir una convivencia en la que se haya eli-minado la guerra y la inseguridad; es decir, se consiga una convivencia en paz y, sin embargo, se mantengan la libertad y la igualdad originarias: la una dependería de la otra. Rousseau cree haber resuelto en el Contrato social la cuestión central de la modernidad de una forma tan creativa co-mo original, aunque tenga que reconocer que su solución sea inaplicable desde lue-go a los grandes Estados, pero tal vez in-cluso a los más pequeños. La democracia –nos advierte– sólo podría funcionar con espíritus puros como los ángeles. Pero ello no supone, como tampoco se cansa de re-petir, que haya sido inútil el esfuerzo espe-culativo por conocer las condiciones en las que se realiza la convivencia libre. Descri-bir el modelo ideal de una convivencia li-bre, por utópico que parezca, sirve por lo menos para enjuiciar las diferentes solu-ciones que vayamos dando a esta cuestión a lo largo de la historia.

Dos son los aportes de Rousseau que importan retener. El primero, que es pre-ciso entender la libertad no como poder, sino como autonomía: soy libre en tanto que me doy a mí mismo los criterios por los que decido las normas a las que se so-mete mi actuación, que no responden a ninguna forma de automatismo ni nos pueden venir impuestas por una autoridad

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IGNACIO SOTELO

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exterior, ya que en ambos casos sería lo mismo que negar la libertad. Conservar la libertad en la convivencia social y política implica, por tanto, darse en común las normas por las que nos regimos conjunta-mente. Al régimen político en el que los ciudadanos se dan a sí mismos las leyes por las que se gobiernan, es decir, que conviven socialmente conservando la li-bertad constitutiva de cada uno, le llama-mos democracia en el sentido fuerte de “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”; es decir, aquella noción utópi-ca de democracia en la que el poder se dis-tribuye entre todos de modo que desapa-rezca la diferencia entre gobernados y go-bernantes que la modernidad había introducido con la noción de poder.

El segundo aporte consiste en distin-guir la “libertad natural” propia del estado de naturaleza, por la que busco mi bien individual, de la “libertad moral” propia del estado de convivencia civilizada, por la que sólo desde una perspectiva que inclu-ya el bien de todos los demás puedo perci-bir el mío. Llevar a la convivencia la no-ción de “libertad natural” signifi ca perver-tirla en “voluntad particular” o egoísta que, al destruir la libertad de los otros, acaba a la vez con la mía. La “libertad na-tural” trasladada a la convivencia civil sig-nifi ca el fi n de la libertad, dialéctica que da cuenta del proceso de civilización como la historia de la alienación del ser humano. En la convivencia civilizada sólo puede persistir la libertad si se convierte en “li-bertad moral”; es decir, en aquella que re-nuncia a la “voluntad particular” para al-canzar la “voluntad general”, una voluntad que incluye en su horizonte el bien de los demás. Conceptualmente queda claro en qué se distingue la “voluntad general” de la “voluntad de todos”: la primera la pue-de expresar incluso una minoría que en su horizonte abarque el bien de los demás, mientras que la segunda es una simple su-ma de egoísmos, contraria al bien común.Pero en la vida política real no es fácil ni operativo mantener esta distinción: todos hablan en nombre del bien común y, sin embargo, por lo ge neral, cada uno apunta a intereses muy particulares.

El que nos demos juntos las leyes por las que voluntariamente nos regimos, no-ción fuerte de democracia, sólo funciona si previamente la mayoría antepone el bien del otro al propio. Una democracia que haya superado la distinción entre gober-nantes y gobernados, al participar todos en la creación de las leyes, sólo es practica-ble en un mundo en que cada uno haya convertido su “libertad natural” en “liber-

tad moral”. La ética aparece así como el requisito indispensable de la democracia hasta el extremo de hacerla en la práctica inservible, ya que la democracia sólo fun-cionaría en una sociedad ideal en la que la mayoría se hubiera previamente converti-do en sujetos morales que son, justamente, aquellos cuya voluntad se identifi que con la general.

Dos ideas de naciónA mitad del siglo xviii empieza a perfi lar-se un concepto moderno de nación que corrige el individualismo en que había desembocado la centralidad del poder en el Estado. El Estado ha supuesto la con-centración de todo el poder en la persona del monarca soberano, degradando al conjunto de la sociedad a una mera suma de individuos, todos iguales porque todos han sido igualmente despojados de sus poderes y libertades. El concepto de “vo-luntad general”, una noción cabalmente ética, sirve de fundamento del Estado de-mocrático en cuanto quiere el bien común y coincide con la voluntad de la república. Aquí se inscribe la corrección que conlleva introducir la noción de nación: el conjun-to de los ciudadanos, en cuanto han deja-do de ser súbditos, individuos sometidos, forman una entidad propia capaz de ex-presar una voluntad. La voluntad ya no es una facultad exclusiva del individuo que ha tenido que entregar al soberano como su único depositario, sino que es propia también del conjunto de ciudadanos, ca-paces de expresar una “voluntad general”. Esta entidad colectiva capaz de expresar su voluntad es la nación. La nación, en el primer sentido que imprime la Revolución Francesa, signifi ca un sujeto colectivo ca-paz de expresarse (la democracia es la ex-presión de esta voluntad general) y, en cuanto tal, depositario de la soberanía del Estado. Estado y nación se funden al cons-tituir la nación el soporte social de la sobe-ranía del Estado. Nación, entendida así como pueblo soberano, es un concepto re-volucionario. “Vive la nation”¡ grita el pueblo revolucionario al vincularla a la li-bertad de cada uno en cuanto parte de un conjunto orgánico capaz de expresarse li-bremente. La libertad de los individuos se corresponde con la de la nación. Se em-pieza a hablar de la libertad de los pueblos, diferenciando los pueblos libres, que deci-den libremente su destino, de los oprimi-dos, bajo la férula de otros pueblos. La li-bertad individual sólo podría realizarse si previamente se ha conseguido la libertad del conjunto, la libertad de la nación. Una nación es libre internamente si ha recupe-

rado la soberanía de las manos del monar-ca; externamente, si no está sometida a un poder extranjero. Esta doble condición in-terna y externa de la libertad vincula Esta-do y nación, de modo que no habría una nación libre que no disponga de un Esta-do propio que a su vez esté organizado de-mocráticamente.

En el siglo xviii todavía se era súbdito de un monarca sin importar dónde se hu-biera nacido. Lo que en Europa ligaba a las personas, además de la fi delidad a un mismo monarca, era la pertenencia a una religión. Se era católico, anglicano, lutera-no, puritano y, además, súbdito de este rey, príncipe o señor. La Revolución Fran-cesa rompe el vínculo con el monarca y lo sustituye por uno nuevo con la nación; de súbdito de un señor se pasa a ciudadano de una nación, pertenencia que a lo largo del siglo xix terminará por tener más peso que confesarse miembro de una religión. Mientras en Alemania disminuyen las di-ferencias entre católico y protestante hasta prácticamente desaparecer en nuestros días, crece la conciencia de ser alemán. Se ha señalado a menudo el carácter religioso de algunas formas de nacionalismo. En to-do caso, lo que parece indiscutible es que, como forma de identifi cación integradora, en la última modernidad la nación ha sus-tituido a la religión.

La revolución había estallado en Fran-cia, en un país rico que dominaba culturalmente a Europa y en el que el Es-tado había alcanzado el mayor grado de desarro llo. Pero ¿qué ocurre en una Ale-mania atrasada económicamente y dividi-da en mil unidades políticas? En estas cir-cunstancias, el concepto revolucionario de nación, como pueblo soberano, resultaba por completo inadecuado. Si a esto se su-ma que las mayores difi cultades del pensa-miento político de la modernidad se cifran en la noción de individuo, pura abstrac-ción a la que se otorga un rango y preemi-nencia que antecede a la sociedad y desde luego al Estado, se comprende que la idea de nación se presente como la justa reac-ción a este individualismo abstracto. La nación, en cuanto a cada una se la supone una identidad propia, está en condiciones de ofrecer al individuo atomizado un ho-gar en que el puedan cultivarse las diferen-cias cualitativas. Los individuos ya no son abstracciones sino personas con caracteres que comparten con los demás miembros de una misma nación. Debilitada la ads-cripción religiosa, al fi n sé quién soy: ale-mán, francés, inglés.

El nacionalismo alemán surge como reacción a los acontecimientos de Francia,

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ESTADO Y NACIÓN EN UN MUNDO GLOBAL

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que, como en el resto de Europa, moviliza un espíritu conservador contra la Ilustra-ción (tal es el caso de Herder), pero sobre todo frente a la invasión napoleónica; véanse los Discursos a la nación alemana, de Fichte. Surge un nuevo concepto de nación, no como un concepto político, vinculado a la soberanía del Estado, sino como uno histórico-social. Mientras que el Estado sería una comunidad artifi cial, la nación sería una comunidad natural que la geografía y los caracteres étnicos han confi gurado a lo largo de los siglos. Una misma lengua y cultura que sostienen una historia común, a la vez que el afán de proyectarla indefi nidamente en el futuro, es lo que constituye la nación.

Después de la revolución de 1848, el concepto de nación del romanticismo ale-mán se expandió por el imperio austro-húngaro, alentando un nacionalismo eslavo que va a ser una de las causas de la I Guerra Mundial. También en los últimos decenios del xix Herder y la concepción romántica de nación están en el origen del nacionalismo catalán. Las formas en que se vinculan pero también se rechazan en la segunda mitad del siglo xix estas dos con-cepciones del nacionalismo, la francesa re-volucionaria y la romántica germánica, constituyen el tramado de la historia del nacionalismo, como ideología y como movimiento social.

El renacer del nacionalismo en un mundo globalEn los años sesenta del siglo pasado, en un momento en que un nacionalismo –aun-que todavía debilitado– no daba señales de desaparecer, se vuelve a la distinción entre un concepto de nación cívico, que reposa en la idea revolucionaria de que la soberanía radica en el pueblo entendido como el conjunto de los ciudadanos con igualdad de derechos y deberes, y el del romanticismo germánico, que atribuye a la nación una identidad sempiterna, al constituir una comunidad étnica con una misma lengua, cultura e historia. De esta distinción proviene la crítica en los noven-ta del nacionalismo étnico-cultural y el in-tento de reducirlo a su signifi cado civil, que es lo que se ha llamado “patriotismo constitucional”. Somos ciudadanos de un Estado, no por pertenecer a una nación en su acepción romántica de una misma et-nia, lengua y cultura, sino por poseer la ciudadanía que se deriva de compartir un mismo derecho y unos mismos intereses: ius y utilitas, decía ya Cicerón, son los dos elementos que confi guran a un pueblo.

El desplome del bloque soviético y el

prodigioso abaratamiento de las comuni-caciones y de los transportes cada vez más rápidos convierten el planeta en un solo mundo, en el que el capital se traslada de un país a otro a gran velocidad, como lo hace la información y los modos de vida americanos, hasta el punto de que no fal-tan los que piensan que la globalización únicamente es un eufemismo para desig-

nar la americanización del globo. Sea lo que fuere, se da por descontado que las fronteras nacionales no pueden detener la actual avalancha homogeneizadora de las economías, sociedades y culturas. Estado y nación, tal como se desarrollaron en la modernidad, tendrían los días contados.

¿Cuál es el papel del Estado y la na-ción en un mundo globalizado? Importa tener muy presente que la globalización no explica por sí sola la rápida transforma-ción de los Estados, sino que es imprescin-dible remitirse a lo ocurrido en los últimos decenios. Fijemos la atención en dos as-pectos, tal vez los más lla mativos: una tasa de desempleo alta y la crisis del Estado de

bienestar. No son productos de la globalización, como pretenden muchos de sus críticos, sino de los dos factores –la re-volución científi co-tecnológica y la desapa-rición del bloque comunista– que han faci-litado también la globalización. No es que la globalización sea el origen de la desregu-larización sino, a la inversa, porque la revo-lución tecnológica y la desaparición del co-

munismo han favorecido la desregulariza-ción, la globalización ha podido reforzar la tendencia liberalizadora.

Frente a la tesis de que los Estados en un mundo global habrían perdido buena parte de sus funciones, importa hacer hin-capié en las nuevas, entre ellas la que ha pasado a primer lugar: la educadora. Com-petir en un mundo global obliga a alcan-zar un grado alto de educación entre la población, así como a disponer de unas élites de excelencia en ciencia y tecnología. Los Estados, ciertamente, han dejado de ejercer actividades y competencias que en el pasado parecieron esenciales, como la defensa y la seguridad interna, cada vez

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IGNACIO SOTELO

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más dependientes del exterior para llevar-las a cabo; pero van asumiendo otras, im-puestas por las nuevas estructuras internas y sobre todo por los condicionamientos externos. Llevaba toda la razón Max Weber cuando a principios del siglo pasa-do se negó a defi nir al Estado, como hasta entonces era uso, por las funciones que desempeñase, convencido de que eran muchas más en principio que todas las concebibles, pero que el ejercer éstas o aquéllas variaba con el tiempo. Si defi ni-mos al Estado por las funciones que ha dejado de ejercer, parecerá justifi cado decir que el Estado está a punto de desaparecer; pero lo que se disipa en realidad es sólo la noción desfasada de Estado que llevamos en la cabeza.

Importa señalar las nuevas funciones que el Estado, según el grado de desarrollo de la sociedad que represente y el modo de integración en la economía mundial, con-tinuará ejerciendo o ha de ejercer en el fu-turo, teniendo muy en cuenta que, a pesar de la globalización, el peso económico del Estado no ha hecho más que crecer. En los países de la OCDE, el gasto público ha pasado de un 9% del PIB a principios del siglo pasado a un 48% del PIB en 1999. Por mucho que el liberalismo predique la reducción del Estado, mientras que la po-blación tenga algo que decir en elecciones libres habrá que garantizar a sus ciudada-nos una vida digna, protegida de los im-pactos negativos que provengan del mer-cado. Como medio de frenar el gasto pú-blico y aplicar políticas que contengan la infl ación, los Estados de nuestro entorno han transferido a la Unión Europea las competencias económicas más importan-tes. Ahora bien, con el traspaso de la polí-tica macroeconómica a los órganos comu-nitarios los Estados miembros no se que-dan sin tareas sino que tienen que concentrarse en otras. Ahora el acento re-cae en las políticas institucionales y mi-croeconómicas.

En suma, qué duda cabe de que esta-mos asistiendo a cambios importantes a los que los Estados tendrán que adaptarse; y que unos sabrán hacerlo, sa-liendo robustecidos del empeño, y otros quedarán sometidos a intereses foráneos, privados o públicos. Algo así ya se observa en el lejano Oriente: a unos, como Japón, Corea y Singapur, les ha sentado hasta ahora mejor la globalización que a otros, como a Tailandia, Indonesia o Filipinas. Que es lo que, por otro lado, ya ocurrió en la primera expansión planetaria del ca-pitalismo industrial a fi nales del siglo xix; unos países salieron fortalecidos y otros

degradados a la categoría de protectora-dos. Según la capacidad de acoplarse a cir-cunstancias muy variables que muestren los distintos Estados, se produce un trasie-go continuo de poder. Unos se hacen más fuertes y otros más débiles, hasta el punto de desaparecer. Ahora bien, que desaparez-can Estados –la República Democrática Alemana, Yugoslavia– no supone que lo haga el Estado como tal.

Un interés especial tiene el hecho de que en un momento en que se habla de que los Estados están condenados a desaparecer hayan surgido nuevos Estados, sobre todo pequeños Estados, gracias a las condiciones que ofrece la globalización. En 1946 había 74 Estados y hoy ya se acercan a los 200. En una primera fase, es-te aumento inusitado del número de Esta-dos se debió a la descolonización de África y Asia, pero a partir de 1989 al impulso nacionalista que ha prevalecido en la Eu-ropa del Este, aunque la disolución de la Unión Soviética en buena parte haya tam-bién que interpretarla como una forma de descolonización. Las colonias rusas no perdieron este carácter por el hecho de conformar un continuo geográfi co con la metrópoli. Se explica esta proliferación de pequeños Estados (en el mundo existen hoy 85 países de menos de cinco millones de habitantes, de los que cinco tienen me-nos de 2,5 millones de habitantes y 35 menos de medio millón) porque la globalización –el comercio y las fi nanzas internacionales– no sólo los hacen viables, sino que a muchos de ellos incluso próspe-ros. El hecho básico es que la globalización favorece los procesos de desintegración de los Estados existentes, sí, facilita los sepa-ratismos, porque hace posible que se man-tengan pequeños Estados que antes no hubieran tenido una salida económica. Exactamente lo contrario de lo que algu-nos pregonan: que el nacionalismo separa-tista no encajaría en un mundo globaliza-do. Los gibraltareños quieren ser indepen-dientes de España a toda costa, porque sólo el carácter estatal les garantiza una forma de sobrevivencia en el sector de ser-vicios bancarios o comerciales. La globalización, en vez de eliminarlos, favo-rece los localismos. Es algo que se debe te-ner muy presente si se quiere entender lo que está ocurriendo en el mundo y, parti-cularmente, en España.

La paradoja de la que hoy es preciso dar cuenta es que el efecto más contun-dente de la globalización haya sido el for-talecimiento de la nación en el sentido romántico, y con ella la nueva pujanza del nacionalismo. La otra cara de la movili-

dad de los capitales y las empresas multi-nacionales, de la rapidez con que expande la información y del abaratamiento de los transportes es la emigración masiva a los países más avanzados, uno de los produc-tos más característicos de la globalización que ha traído consigo, entre otros muchos efectos positivos y negativos, el de reforzar el nacionalismo. Las unidades de produc-ción se reparten por todo el planeta, lo que obliga a las clases trabajadoras de los países más ricos a competir con las de los más pobres. Después de la automatización, es la deslocalización la mayor fuente de desem-pleo en las naciones más avanzadas. Una parte creciente de la clase trabajadora, an-tes orgullosa de su internacionalismo, se inclina a pensar que son los otros los que tienen la culpa de la pérdida de los puestos de trabajo. A su vez, la llegada masiva de in migrantes provoca un sinfín de temores sobre la permanencia de la propia cultura. En África del Sur, superado el apartheid, los esfuerzos se centran en levantar una nación con elementos muy dispares, que se unifi can sólo frente a los inmigrantes más recientes. En Estados Unidos empie-za a preocupar la expansión del español, es decir, la importancia creciente de la cultura “latina”. En el país en el que el concepto de ciudadanía no se vinculaba al origen étnico, religioso o cultural, a partir del 11-S ya no sólo se discrimina, sino que se persigue e incluso se ataca física-mente a los ciudadanos de origen árabe. Nadie negará la evidencia de que el nacio-nalismo más extremo domina hoy la vida norteamericana; algo que debería preocu-par a todos, pero en mayor medida a los que piensan, sin faltarles la razón, que las modas, actitudes o comportamientos de los estadounidenses suelen terminar preva-leciendo en el resto del mundo. A juzgar por lo que hoy ocurre en Estados Unidos, la ilustración liberal y la noción revolucio-naria de ciudadanía pertenecen al pasado y estaría retornando la hora del nacionalis-mo étnico más exacerbado. ■

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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ENTRE ÁFRICA Y NORTEAMÉRICAGlobalización, espacio público, apartheid

PEP SUBIRÓS

Amenudo hablamos de la globaliza-ción como sinónimo de un proceso de generalización del american way

of life. Nada más alejado de la realidad. Si tuviésemos que buscar un referente, más bien lo hallaríamos en la Suráfrica de los tiempos del apartheid, un régimen felizmen-te desaparecido pero que, sin embargo. per-vive como la metáfora más acabada del ac-tual estado del mundo. Un régimen que en términos políticos predicaba la igualdad, la libertad y la democracia... siempre que cada grupo “racial” se mantuviese en su lugar.

En efecto, la instauración del segrega-cionismo surafricano nunca se justifi có con el argumento de la superioridad de una “ra-za” –la blanca, claro– sobre las otras, sino apelando a la supuesta existencia de diferen-cias naturales, esenciales, insuperables, entre diferentes colectivos étnicos que hacían ne-cesario que cada grupo tuviese que desarro-llarse de manera autónoma y, por tanto, vi-vir separadamente. La ley de delimitación territorial de “grupos raciales” (Group Areas Act), promulgada por el Gobierno surafrica-no en 1951, decía literalmente:

“El objetivo fundamental del establecimiento de áreas separadas para los diferentes grupos raciales es doble: en primer lugar, agrupar las personas del mis-mo origen racial en una misma área en términos de propiedad y de ocupación laboral, de manera que se reduzcan al mínimo los puntos de contacto con gente de otras razas y se reduzca así también la confl ictividad racial; en segundo lugar, permitir a cada grupo racial desarrollarse de acuerdo con su propia lengua, cultura y religión, y dar una oportunidad a los miembros de los grupos Nativos y de Color para que, bajo una su-pervisión adecuada, asuman la responsabilidad de su propio Gobierno local”1.

La oportunidad otorgada a los “grupos Nativos y de Color” consistió en la creación de townships negros en los arrabales de las

ciudadelas blancas y, en el conjunto del país, de homelands o bantustanes, entidades paraestatales formalmente soberanas, basa-das en una supuesta identidad tribal, situa-das en regiones baldías y administradas por caciques indígenas corruptos, donde clau-surar y mantener bajo control a la pobla-ción de color (aunque, eso sí, permitiendo la entrada temporal en la Suráfrica blanca de contingentes de trabajadores para servir como peones y criados, y confi nados fuera del horario laboral en alojamientos segrega-dos). La “supervisión adecuada” se tradujo en la plena libertad y legitimidad, por parte del Gobierno racista, de penetrar a sangre y fuego en los townships y en los homelands cuando estallaba en ellos alguna revuelta o eran refugio, real o imaginario, de los com-batientes antiapartheid.

Como era previsible, uno de los resulta-dos de ese régimen de segregación política, económica y cultural fue una imparable agudización y crispación de las relaciones entre las diferentes comunidades étnicas (por más que una minoría de blancos se opuso activamente al apartheid, del mismo modo que una minoría de negros colaboró con ese régimen). Los espacios y los servicios públicos comunes, compartidos, accesibles a todos, dejaron de existir, literalmente. Au-mentó, en cambio, la violencia política y más aún la criminalidad ordinaria, hasta convertir el país en el más inseguro del mun-do. Como también aumentaron hasta ad-quirir dimensiones patológicas, y costará mucho tiempo superarlos, el miedo y la des-confi anza de todos frente a todos. Porque el apartheid sembró todo el país no sólo de ar-mas de fuego, sino también de minas psico-lógicas y morales; unas minas sólo desactiva-bles mediante un cambio económico, social y cultural en profundidad, una tarea que, afortunadamente, ha empezado ya pero que durará generaciones.

Contrariamente al proyecto democráti-co que se está desarrollando desde hace 10

años en Suráfrica, el nuevo orden/desorden internacional alentado por la globalización neoliberal se halla en plena deriva hacia un régimen segregacionista de alcance mun-dial: un mundo dividido entre un puñado de enclaves privilegiados y unas periferias de townships, homelands y bantustanes abandonados en periodos relativamente tranquilos a los designios invisibles y ciegos de Dios y del mercado, y en momentos de crispación sometidos sin contemplaciones a tratamientos de choque, es decir, agredi-dos militarmente.

En esta deriva ha jugado, y sigue jugan-do, un papel muy importante, no exclusivo pero sí fundamental, la ofensiva ideológica neoconservadora desarrollada desde princi-pios de los años ochenta contra los valores democráticos básicos –libertad, igualdad, justicia social…– y, muy particularmente, contra los principales mecanismos políticos y jurídicos que traducen esos valores en de-rechos efectivos para los individuos. Me re-fi ero especialmente a todos aquellos aspectos de la existencia, tanto a escala individual co-mo colectiva, que descansan en la vitalidad del espacio público, en la efi ciencia y equi-dad de los servicios públicos, en la responsa-bilidad de las administraciones públicas ante los ciudadanos.

Esa ofensiva neoconservadora no ha dudado en recurrir, con éxito notable, a to-do tipo de argumentos, desde los más ran-cios hasta los más posmodernos, para resta-blecer en la mejor tradición imperial la vieja doctrina según la cual no todos los seres humanos son acreedores de los mismos de-rechos y para sostener que esa desigualdad es algo inscrito en las leyes de la naturaleza y/o de la historia.

Viejos y nuevos dogmasUno de los principales mecanismos mentales que siempre acaban llevando a la discrimi-nación y a la exclusión es el consistente en elevar unas creencias y/o unos intereses de

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1 Citado en el libro Blank, Apartheid and after. Rotterdam, 1998.

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carácter local, clasista o gremial al rango de dogma doctrinal universal, ya sea bajo la forma de una supuesta revelación sobrenatu-ral, de un supuesto destino nacional, de una supuesta superioridad genética o de unas no menos supuestas inexorables leyes del mer-cado; el consistente en considerar, pues, que sólo “nosotros” –sean quienes sean los miembros de ese “nosotros”– sabemos cómo ser plenamente humanos y que nuestra mi-sión es implantar nuestra cultura y nuestra civilización, es decir, nuestra forma de en-tender y organizar la vida y la sociedad, a lo largo y ancho del mundo.

Hay otro mecanismo de división y ex-clusión aparentemente opuesto a éste pero que, en realidad, casi siempre resulta ser complementario: consiste no sólo en reco-nocer y admitir la existencia de diferentes maneras de ser humanos, sino en atribuir un carácter natural e insuperable a estas diferen-cias. Desde esta perspectiva, las diferentes tradiciones constituyen compartimientos es-tancos, autosufi cientes e incompatibles, sin necesidad ni capacidad de escuchar ni mu-cho menos de comprender otras formas de pensar, de vivir, de ser.

En el primer caso se rechaza la diversi-dad en nombre de la unidad, es decir, de una unidad promulgada a partir de nues-tro propio sistema de medición, un siste-ma perfectamente convencional, no natu-ral, que casi siempre dice que los otros no dan la talla, nuestra talla. En el segundo,

lo que se niega es la unidad de la especie en nombre de la diversidad. De la diversi-dad no de los individuos, sino de grupos defi nidos en función de categorías más o menos arbitrarias, como, por ejemplo, el color de la piel, el género, la etnicidad, la nacionalidad, las creencias religiosas, las simpatías políticas, los intereses económi-cos, las preferencias sexuales…

En ambos casos, negamos lo que tiene la humanidad de proceso para quedarnos sólo con unas instantáneas retocadas, mani-puladas, de algunas de sus expresiones histó-ricas, congeladas en el tiempo y en el espacio como realidades estáticas e inmutables. Re-ducimos la película de la historia y de la complejidad humana a una fotonovela con un puñado de fotogramas y de frases sueltas, fuera de contexto.

En ambos casos, también, el resultado es siempre la anulación de la singularidad individual, la reducción de los individuos reales y concretos al papel de fi gurantes este-reotipados de nuestra fotonovela, como me-ros soportes físicos de los rasgos que defi nen teóricamente el colectivo en el cual lo hemos enjaulado: los africanos (o los negros en ge-neral), poco inteligentes y perezosos; los musulmanes, integristas; los colombianos, trafi cantes de drogas; los norteamericanos, ricos e imperialistas… O cualquier otra ti-pología igualmente estúpida y perversa. El resultado es, asimismo, el establecimiento de diferentes subespecies de humanidad, a al-

gunas de las cuales, empezando por la nues-tra, reconocemos unos derechos y unos pri-vilegios que negamos a las restantes. Por ejemplo, el derecho a decidir la propia vida o a desplazarse libremente por el planeta.

Las variantes más extremas de estos me-canismos (lo que desde hace unos años veni-mos denominando como “integrismos” o “fundamentalismos”, ya sean de base políti-ca, religiosa, étnica o incluso mercantil, que de todo tipo los hay) abren el camino que conduce a la deshumanización de aquellos que no forman parte del grupo de elegidos. Es decir, a transformar a aquellos que no co-mulgan con una determinada doctrina en adversarios; a los adversarios, en enemigos, y a los enemigos, en una caricatura inhumana, una encarnación del Mal. Y en tanto que in-humanos y encarnación del Mal, los diferen-tes-adversarios-enemigos se convierten fácil-mente, casi automáticamente, en objeto le-gítimo de destrucción.

No se trata, obviamente, de mecanismos específi cos de nuestro tiempo. Son casi tan viejos como el ser humano. Lo que sí es hoy específi co, sin embargo, es que, por primera vez en la historia, la globalización hace posi-ble –e inevitable– que sus variantes integris-tas lleguen a tener un impacto también glo-bal: desde seudoteorías de origen académico y plenamente occidental, como la del “cho-que de civilizaciones”, hasta los diferentes fa-natismos (nacionalistas, etnicistas, confesio-nales, economicistas…), que tanto en

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Oriente como en Occidente, en el Norte co-mo en el Sur, encubren meras estrategias de poder de sus promotores y, retroalimentán-dose unos a otros, legitiman muchos de los peores confl ictos que ahora mismo ensan-grientan el mundo.

Claro que en la base de esos mecanis-mos y de esas estrategias casi siempre hay un confl icto de intereses materiales y políti-cos (y muy a menudo una explotación eco-nómica y/o una opresión política de un grupo social sobre otros), pero no es menos cierto que las propias construcciones ideo-lógicas pasan a ser un instrumento de pri-mer orden para movilizar a unos colectivos sociales contra otros, a unos seres humanos contra otros. Y también pasan a ser un arse-nal tanto o más letal que las bombas más sofi sticadas: como el 11-S demostró clara-mente, no existe ningún misil más inteli-gente ni temible que un ser humano deses-perado y fanatizado.

No hace falta ser demasiado sabios para darnos cuenta de que la única vacuna contra estas derivas es la abertura material y mental, la disponibilidad a reconocer y comprender (no necesariamente a aceptar e interiorizar, porque no todos los valores valen lo mismo, no todas las actitudes y maneras de hacer y de vivir son equivalentes) aquello que es di-ferente, aquello que cuestiona nuestra propia tradición y tal vez nuestros intereses inme-diatos. A reconocer y comprender, muy es-pecialmente, la irreductible singularidad de cada individuo y, al mismo tiempo, su igual-dad básica con todos los miembros de la es-pecie humana. A reconocer y entender, pues, que la degradación de cualquier ser humano nos deshumaniza a todos.

Lo que ocurre, claro, es que para que haya reconocimiento y diálogo (condición previa de todo entendimiento, de toda posi-ble comprensión, de toda posible conviven-cia cooperativa y enriquecedora) tiene que haber espacios comunes y circuitos de co-municación, y no unilaterales, como ahora, sino de encuentro, de intercambio, de nego-ciación, de pacto. Aquí es donde la maltre-cha tradición occidental tiene un patrimo-nio de un valor inmenso. Un patrimonio, sin embargo, que en buena parte hoy esta-mos destruyendo.

El desprestigio de lo públicoSí, a pesar de todos sus descarrilamientos, nuestra tradición también ha producido al-gunos de los mejores inventos de la humani-dad, unos inventos sin duda ambivalentes, como casi todo lo que creamos; pero unos inventos que han tenido y siguen teniendo un potencial enorme como factores de co-operación, de racionalidad y de libertad, así

como de desarrollo material, de erradicación de la miseria. O sea, como factores de hu-manización, de crecimiento y desarrollo de individuos libres y de formas sociales míni-mamente justas y equilibradas.

Uno de esos inventos, tal vez el más de-cisivo, es la noción de esfera pública y, en es-pecial, la creación del espacio público y los servicios públicos como dispositivos políti-cos, jurídicos y morales que han hecho posi-ble la aparición de la fi gura del hombre-ciu-dadano. Es decir, una fi gura basada en con-venciones mutuamente aceptadas y respetadas por los miembros de una comu-nidad y que implican el arrinconamiento de las formas de organización, división y jerar-quía social basadas en alguna supuesta ley natural o sobrenatural (y, por tanto, legiti-madoras e indefi nidamente reproductoras de las desigualdades sociales) en favor de formas de organización y de relación poten-cialmente democráticas e igualitarias.

Todo lo que de mejor tiene la tradición occidental está directa o indirectamente vinculado a la esfera pública, al espacio pú-blico, a los servicios públicos, como esce-narios donde todos los individuos tienen, por lo menos sobre el papel, los mismos derechos y deberes: la posibilidad de eman-cipación individual en relación al origen familiar o étnico de cada uno; la no discri-minación por razón del género; la libertad de movimiento, de discusión, de opinión, de culto; la legitimidad de la crítica y el respeto a la discrepancia; el acceso a la edu-cación y la salud como derechos universa-les; la construcción de sistemas mínima-mente democráticos de gobierno y de ad-ministración de justicia; la política como asunto colectivo; la “cosa pública”, en fi n, como espacio de encuentro –de confl icto pero también de conciliación– entre dife-rentes actitudes e intereses, etcétera.

El grado de libertad, de justicia, de equi-dad, que caracteriza las diferentes sociedades y las diferentes culturas se traduce en la exis-tencia o no –y, en su caso, en la mayor o menor calidad e importancia– del espacio público como escuela de convivencia, de respeto a la diferencia, como lugar de inter-cambio, de aprendizaje, de confl icto, pero también de fi esta y de celebración, de cohe-sión y de memoria colectiva; en la existencia o no de unos servicios públicos que permi-tan hacer realidad los derechos humanos bá-sicos más allá de las diferencias de nacimien-to; en la existencia o no, en suma, de la esfe-ra pública como dispositivo esencial de negociación y articulación de la vida social, de transformación de la diversidad y libertad individual no sólo en un problema, sino, y muy particularmente, en una riqueza colec-

tiva. El problema, obviamente, es que hoy esta noción de esfera pública está seriamente tocada, como lo están todo tipo de espacios y servicios públicos. Lo está en sus formas de existencia material más ordinarias, como se pone de manifi esto cada día con la cre-ciente sustitución de los espacios y circuitos públicos abiertos, accesibles a todo el mun-do, por espacios y circuitos privados de ca-rácter comercial, sometidos a la lógica del consumo, es decir, del dinero, y por tanto excluyentes para quienes no lo tienen.

Lo está en el mundo de las ideas y del lenguaje. Entre los muchos retrocesos que en los últimos 20 años se han venido pro-duciendo en este terreno, ninguno más es-pectacular que la degradación de los pro-pios conceptos de espacio público, de ad-ministración pública, de servicio público, hasta su metamorfosis como sinónimos de peligro, inseguridad, inefi cacia, burocracia, despilfarro, corrupción...

Lo está, también, en el campo de la ac-ción y la gestión política, y por tanto de las instituciones teóricamente públicas, que en estos mismos 20 años han experimentado una verdadera regresión como dominio ce-rrado de los profesionales del poder, en su gran mayoría burócratas y tecnócratas que muy a menudo pretenden gestionar los asuntos públicos como si se tratara de un negocio privado cualquiera.

Lo está, igualmente, en una dimensión mucho más general, la de las relaciones in-tercomunitarias, internacionales, interesta-tales, sometidas a los intereses privados de las grandes corporaciones y a fl ujos fi nan-cieros especulativos que provocan catástro-fes desde el anonimato, sin ensuciarse las manos, como auténticos B-52 de la econo-mía y las fi nanzas.

Si durante mucho tiempo el horizonte ideológico políticamente correcto en la ma-yor parte del planeta había sido el de pro-mover, al menos formalmente, unos dere-chos humanos y un derecho internacional que permitiesen avanzar hacia un mundo cada vez más democrático, cooperativo y equilibrado (tales fueron, al menos sobre el papel, los principios que inspiraron la crea-ción de la Organización de las Naciones Unidas), la tendencia, en ascenso desde hace 20 años bajo el paraguas de la globalización neoliberal, es –de manera sólo aparentemen-te contradictoria– la de consolidar un mun-do compartimentado, segregado: cada com-partimiento gobernado por métodos e inte-reses privados y el conjunto sometido a los intereses igualmente privados y corporativos de los grandes conglomerados económicos y político-militares.

Al volcarnos a favor de una globaliza-

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PEP SUBIRÓS

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ción económica unilateral y unidimensional, privada y privatizadora, y al mismo tiempo al fortifi carnos y armarnos hasta los dientes contra la globalización de los derechos de ciudadanía, contra la construcción del mun-do como espacio público, compartible, esta-mos falseando y corrompiendo nuestro me-jor patrimonio. (Las consecuencias de esta inconsecuencia, de esta autotraición, no se dejan sentir sólo en nuestras relaciones con los desheredados de la tierra, sino en todos los ámbitos y órdenes de la vida, y muy par-ticularmente en el retroceso de las formas democráticas de organización social y políti-ca en el interior de nuestros propios países “libres” y “avanzados”). A pesar de todas las declaraciones universales de los derechos hu-manos, y a pesar de toda la retórica neolibe-ral sobre la necesidad y la exigencia de ex-tender las formas democráticas de gobierno por todo el mundo, la realidad es que en los países ricos hacemos todo lo posible para que la mayoría de seres humanos no tengan otros derechos que los de trabajar para ali-mentar nuestro propio bienestar. La política democrática moderna se basa en la despoliti-zación de los ciudadanos a escala nacional-estatal y en la negación del derecho de ciu-dadanía a escala internacional, es decir, en una política antidemocrática, feudal, re-tri-balizadora.

Viejo y nuevo ‘apartheid’: entre África y NorteaméricaEn Estados Unidos, claro, es donde la crisis del espacio público y de la esfera pública, así como el vendaval privatizador, se mani-fi estan en toda su intensidad y agresividad. Y que no se entienda esta afi rmación como una expresión de antinorteamericanismo. Como en todas partes, en Estados Unidos uno puede hallar lo mejor y lo peor de lo que nuestra especie es capaz. Como en África. (De hecho, los paralelismos entre un espacio y otro son extraordinarios, por más que a menudo tomen la forma de imágenes invertidas).

En especial, es en Norteamérica donde se manifi estan las mejores y las peores secue-las de las formas de vida, de pensamiento y de acción que siglos ha inventamos los euro-peos. (En África, en cambio, sólo parecen manifestarse las peores. Lo mejor de África tiene muy poco o nada que ver con noso-tros). En muchos aspectos esenciales, Esta-dos Unidos es la realización práctica de las más diversas utopías europeas de los siglos xvii y xviii. La utopía puritana de la nueva Jerusalén. La utopía ilustrada del progreso, la libertad, la igualdad y la emancipación in-dividual. La utopía mitad ilustrada mitad romántica, de retorno a un estado primige-

nio de la naturaleza humana. La utopía, mi-tad anarquista mitad liberal, de reducción del Estado a una administración de las cosas, no de las personas. La cultura hegemónica en Estados Unidos, en fi n, está tan autocon-vencida de ser la culminación de los tiempos que no hace mucho acogió con entusiasmo la peregrina idea de que se había llegado al fi nal de la historia; y de que lo único que le quedaba por hacer al resto del mundo era abrazar los valores de la iniciativa individual y la libre empresa para acercarse lo más de-prisa posible al estadio de bienestar y beati-tud alcanzado por los norteamericanos, co-mo en una buena comedia musical donde todos los problemas acaban resolviéndose gracias al triunfo de la virtud.

Los hechos del 11-S zarandearon de manera trágica este cóctel de ingenuidad y prepotencia. Significaron un recordatorio brutal de las dramáticas realidades que fer-mentaban en las alcantarillas del fundamen-talismo neoliberal. Si hasta aquel momento la mentalidad dominante sesteaba en el nir-vana de la no-historia, desde entonces el país parece haberse instalado en la paranoia de la inseguridad, con el Dies Irae y un potpurrí de himnos patrióticos y viejas marchas mi-litares como música de fondo. Cualquier viajero que haya visitado recientemente Los Ángeles, San Francisco, Washington o Nueva York habrá podido constatar que la atmósfera supura miedo, mucho miedo. No se trata sólo de que todos los sistemas y mecanismos de vigilancia de cualquier local público hayan sido signifi cativamente re-forzados o de que muchas empresas priva-das faciliten a sus empleados equipos de supervivencia frente a eventuales ataques químicos o bacteriológicos. Tanto o más revelador es el hecho de no poder hablar con casi nadie sin que al cabo de pocos mi-nutos aparezca en la conversación el fantas-ma de la inseguridad y la amenaza de nue-vos ataques terroristas, todo ello bien ade-rezado con una salsa de lamentaciones por la incomprensión que la política interna-cional norteamericana provoca en la mayor parte del mundo, incluidos buena parte de los ciudadanos europeos. Un extraterrestre que aterrizara accidentalmente en cualquier ciudad de Estados Unidos y hablase con los indígenas se largaría a toda prisa, convenci-do, al cabo de poco rato, de que había ido a caer en el lugar más inseguro y peligroso del universo.

En cierto modo, Bin Laden ha ganado la partida. Ha clavado el miedo en el cuerpo y en el alma de la sociedad norteamericana. Al mismo tiempo, sin embargo, the show goes on, en Los Ángeles, en San Francisco, en Las Vegas, en Washington, en Nueva York,

en todas partes. ¿Qué show? El show cons-tante, avasallador, del exceso en todos los ór-denes de la vida. El show de la superabun-dancia, del despilfarro, de la obsolescencia planifi cada, de la bulimia consumista, de la glorifi cación de la especulación fi nanciera, de la publicidad omnipresente, agresiva y mentirosa, del enaltecimiento de la vulgari-dad, de la invasión de calles y carreteras per-fectamente asfaltadas por vehículos todote-rreno, prepotentes, casi blindados, pequeños tanques familiares devoradores de combusti-ble, ultracontaminantes.

El show, también, del camufl aje de la realidad ordinaria (y la paralela sustitución y privatización de la esfera y el espacio públi-cos) por la hiperrealidad de unos simulacros donde los problemas y la historia no existen, han sido anulados. Unos simulacros donde la realidad deviene fi cción y la fi cción, reali-dad (como esos omnipresentes programas televisivos que ensalzan las pulsiones más rastreras y alimentan comportamientos so-ciales que mimetizan esa televisión basura). Parques temáticos que parecen ciudades y ciudades que quieren parecer parques temá-ticos. Shopping centers amurallados cuyo in-terior pretende imitar los espacios públicos tradicionales, y plazas y calles reales con vigi-lantes y videocámaras en cada esquina y en cada puerta, intentando ofrecer la sensación de seguridad que dan los shopping centers. Tiendas y hoteles que parecen museos, y museos que parecen supermercados –y que cada día lo son realmente más.

Claro está que en Las Vegas o en Orlan-do hace ya bastante tiempo que todo ello forma parte sustancial del ambiente, pero ahora pasa casi lo mismo también en Los Ángeles, en San Francisco, en Nueva York. En Times Square y en SoHo, por supuesto, pero también en Chelsea, un barrio tradicio-nalmente vinculado a la industria y el co-mercio textil, lleno de talleres y almacenes, y que de manera acelerada se está transfor-mando en una zona más de entretenimien-to, con restaurantes y galerías chic a cada pa-so. La misma Zona Cero en torno al desapa-recido World Trade Center se ha convertido en una atracción turística de primera magni-tud (amén de un negocio inmobiliario en el que se juegan miles de millones) y el 11-S en un fi lón inagotable de merchandising.

Más allá, pues, de la plena militarización de la política internacional y de la obsesión por las amenazas terroristas, los brutales ata-ques suicidas y homicidas del 11-S no han impedido que la vida económica norteame-ricana haya recuperado muy pronto, casi del todo, su peculiar normalidad. Difícilmente podía ser de otro modo. En primer lugar, porque no se puede vivir permanentemente

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ENTRE ÁFRICA Y NORTEAMÉRICA

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en estado de shock. En segundo lugar, y más importante, porque el sistema lo necesita y lo impone. La máquina no puede parar. Si se detiene, se hunde en el abismo. Th e show must go on.

Y, al mismo tiempo, en la misma socie-dad, en los mismos individuos, sentimientos generalizados de angustia, de inseguridad, de incomprensión, aderezados y alentados con los delirios integristas de George W. Bush y la extrema derecha republicana que actualmente controla el Gobierno de Esta-dos Unidos. El creciente temor que en los barrios y suburbios acomodados despiertan la plaza, la calle, los servicios públicos, la mezcla con extraños, es perfectamente para-lelo al miedo occidental hacia mundo como espacio común y compartido, hacia el reco-nocimiento de los derechos de ciudadanía y, en especial, de libertad de movimiento de las personas como derechos universales. ¿Cuál es la causa, cuál el efecto?

El contraste con la situación en la ma-yor parte del planeta –salvo Europa, Japón y un puñado más de países– es notable y, si-multáneamente, muy revelador. El conti-nente africano es, en este aspecto, especial-mente revelador. Ni la inseguridad ni mu-cho menos el terrorismo juegan en la mayor parte de los países africanos un papel signifi -cativo ni en el discurso ofi cial ni en las con-versaciones privadas. No porque no haya in-seguridad, sino porque forma parte de la ex-periencia cotidiana, hasta tal punto que resulta superfl uo hablar del tema. Constitu-ye un elemento permanente del clima y del paisaje. Claro que se trata de otro tipo de in-seguridad: la derivada de la falta de inversio-nes, de lugares de trabajo, de infraestructu-ras, de equipamientos y de servicios; de la inundación desde los países ricos de produc-tos de ínfi ma calidad, o de segunda o sépti-ma mano, que destruyen el tejido económi-co local tradicional; del proteccionismo de estos mismos países ricos, abanderados de la liberalización comercial, frente a los produc-tos del Tercer Mundo; la inseguridad, en fi n, inherente a la pobreza, a la enfermedad, a la lucha diaria por la supervivencia... En este contexto, la emigración a algún país del nor-te deviene la única válvula de escape imagi-nable para muchos, por más que el único horizonte sea el de venderse como mano de obra sumisa y barata, dispuesta a realizar to-dos aquellos trabajos sucios y mal pagados que ningún ciudadano de estos países está ya dispuesto a desempeñar.

Lo que quiero decir, en fi n, es que en este nuestro mundo globalizado no hay unos que tienen los problemas y otros que tienen (que tenemos) las soluciones, sino que bajo diferentes formas los problemas de base son

comunes. El actual sistema mundial es un sistema de inseguridades, diferentes pero in-terdependientes. Como dicen en el país do-gón, en Malí, todas las aguas se comunican. Y todos los problemas también. Siempre se han comunicado, pero ahora más que nun-ca: la pobreza material de los desheredados de la tierra brota de la misma fuente que nuestro miedo, que nuestra miseria moral y nuestro malestar mental, como también lo hacen nuestra frenética movilidad y su for-zosa inmovilidad, nuestra angustiada prepo-tencia y su creciente resentimiento.

Por otra parte, si es verdad que el mundo actual está embarcado en un pro-ceso de segregación al estilo del viejo racis-mo surafricano, también es posible que acabemos saliendo del pozo como desde hace unos años se están saliendo en Surá-frica, contra todas las previsiones. Con muchas difi cultades, por supuesto, con mi-nas que estallan cada día en forma de violen-cia criminal, con mucho miedo y descon-fi anza entre los adultos, una resaca que du-rará aún mucho tiempo; pero el apartheid político ya no existe y poco a poco el país es-tá moviéndose hacia formas de vida cada vez más integradas y potencialmente solidarias. Unas formas que hoy empiezan ya a ser visi-bles entre los niños y los jóvenes, en algu-nos barrios, en las escuelas, en la universi-dad, en la televisión pública.

Es posible que también nosotros consi-gamos salir del atolladero si aprendemos la lección de fi guras como Nelson Mandela o Walter Sisulu, entre muchos otros hombres y mujeres extraordinarios que resistieron la tentación de deshumanizar y eliminar a sus adversarios explotadores y racistas del mis-mo modo que éstos habían intentado, sin conseguirlo, deshumanizarlos y destruirlos a ellos. Hombres y mujeres que en las condi-ciones más difíciles, sometidos a los tratos más brutales, torturados y encarcelados, dig-nifi caron la vida política, construyeron una autoridad moral y una visión de una socie-dad plural y multicolor, enriquecida por su diversidad. Una autoridad y una visión que llegaron a convertirse en unas armas mucho más potentes que la implacable maquinaria militar y policial de apartheid.

Claro que ni los guiones ni las partituras dominantes en nuestros escenarios políticos son los más favorables para que en ellos prosperen caracteres de esta talla, de esta for-taleza e integridad, bien al contrario; pero no es preciso esperar a que aparezcan para que cada uno de nosotros vayamos hacien-do, más o menos modestamente, lo que po-damos, que es mucho. Porque, a pesar de su desquiciamiento, de todas sus contradiccio-nes y miserias, también es este mundo glo-

balizado el que nos pone al alcance unas po-sibilidades infi nitas de conocimiento, de ac-ción, de relación y de comunicación. Que permite, pues, que las opciones aparente-mente más individuales y personales puedan ser, hoy más que nunca, socialmente signifi -cativas y efi caces en el intento de construir una vida mejor para todos. Lo permite y no-sotros nos hallamos en una situación privile-giada para contribuir a ello.

Por ejemplo, para contribuir, por poco que sea, desde el terreno que sea, a defen-der los espacios públicos existentes y a crear otros nuevos; al derribo de barreras mentales y a la creación de circuitos que nos permitan a todos acceder a los mismos terrenos de juego; a oponernos a la privati-zación indiscriminada, a la gremialización que nos empequeñece, a toda actitud au-tosufi ciente y excluyente. No para borrar las diferencias, sino para estar todos en las mismas condiciones. Para que todas las aguas puedan realmente comunicarse. Por-que las aguas estancadas se pudren. Y por-que así como todas las aguas se comunican, así también, a la corta o a la larga, todo se contagia: el placer y el dolor, la alegría y la tristeza, el coraje y el miedo, el conocimien-to y la ignorancia, la generosidad y la mez-quindad, el respeto y el desprecio, la lealtad y la traición, el amor y el odio, la capacidad de diálogo y la violencia.

¿Wishful thinking, como dicen en inglés, o sea, confusión de deseos y realidades? Tal vez, pero creo que en el fondo se trata de una forma decente de realismo. El irrealis-mo, la indecencia, es el enclaustramiento en nosotros mismos y en nuestras fortalezas; la defensa numantina de nuestros privilegios; la humillación y la exclusión sistemática de quienes se han equivocado de lugar de naci-miento o de color de la piel; la deshumani-zación de los adversarios, el menosprecio de la vida ajena. ■

[El presente artículo sintetiza las principales ideas ex-puestas en los dos últimos capítulos del libro Todas las aguas se comunican, o de la felicidad y otros desasosiegos, de próxima publicación en editorial Laertes.]

Pep Subirós es escritor y fi lósofo. Autor de La rosa del desierto, Cita en Tombuctú, Breve historia del futuro y Áfricas: el artista y la ciudad.

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T odo artista crea su pro-pio paisaje, pero antes ha de irrumpir en la es-

tela de la tradición, en el con-texto de sus contemporáneos, ante un público cómodo que prefi ere las satisfacciones co-nocidas al vértigo de lo distin-to. La irrupción de Almodó- var en el cine español tiene fecha y lugar precisos, la noche del 27 de octubre de 1980, cuando se estrenó en el cine Peñalver de Madrid su película Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. El estreno no tuvo focos ni limusinas, de todas formas incongruentes en una sala (hoy clausurada) sin me-moria de galas y en una zona del barrio de Salamanca hospi-talaria y clínica, donde los ví-tores de unos hipotéticos fans habrían quedado amortigua-dos por la sirena de las ambu-lancias que depositan allí sin parar enfermos graves. De re-pente, y aunque sólo por un par de horas, el cruce de las calles Conde de Peñalver y Juan Bravo vio una pequeña fauna extraña y desaliñada que traía hasta esos lugares sanita-rios el primer síntoma de un mal innoto: el tránsito del sue-ño privado a la luz pública, de lo underground a lo madrileña-mente urbano, que aquella primera película comercial de Almodóvar suponía.

¿Qué pasaba en el cine espa-ñol a fi nales de 1980? Franco llevaba muerto cinco años, un tiempo sufi ciente para que el olor de cualquier cadáver ordi-nario se disipe del todo; no, por desgracia, el de aquel cuer-po pequeño pero mefíticamen-te fragante, que cinco años después de ser enterrado con

cinco llaves en el sepulcro del Cid, y del CESID, despedía el tufo de unas emanaciones que aún hoy, cuando sopla el vien-to galaico-castellano de sus su-cesores, los españoles seguimos oliendo. Cinco años, un nuevo jefe de Estado, una Constitu-ción votada mayoritariamente, una transición, una oposición política, y en el cine una fanta-sía: la que tenían todos los paí-ses occidentales, a la espera de ver salir de nuestra cinemato-grafía liberada del yugo fascista las grandes explosiones del nuevo espíritu democrático hecho carne fílmica.

Y es cierto que se realizaron en esos años varias películas imposibles bajo la dictadura, algunas (como Camada negra y Sonámbulos, de Gutiérrez Aragón; Raza, el espíritu de Franco, de Gonzalo Herralde; La vieja memoria, de Camino, las cuatro de 1977; o El proce-so de Burgos, de Uribe, y El cri-men de Cuenca, de Pilar Miró, de 1979) explícita o metafóri-camente referidas a la dictadu-ra franquista, así como otras que de manera sesgada refl eja-ban la materia oscura de aque-lla misma realidad sofocada: El desencanto y A un dios desco-nocido, de Chávarri (1976-1977); Los placeres ocultos, de Eloy de la Iglesia (1976); Bil-bao y Caniche, de Bigas Luna (1978). La explosión de esa fantasía sobre el cine y la nove-la posfranquista que los autores españoles le debían a la buena conciencia progresista interna-cional no se produjo, pues tam-poco la irrupción de Almodóvar en el paisaje pudo colmar tanto wishful thinking. El arte, por fortuna, no se mueve con el

mismo respeto a las leyes de la probabilidad y la previsibilidad que los estudiosos computan y dictaminan en seminarios, sim-posios y congresos.

De hecho, las dos películas españolas más marcantes (no diré ni mucho menos que las mejores) del año 1980, Ópera prima, de Fernando Trueba, y Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, eran dos comedias modestas en su presupuesto y en su propuesta estética, esca-samente renovadora. La pri-mera fue un gran éxito de pú-blico, y consolidó la llamada comedia madrileña, que trata-ba de poner al día, en las me-jores obras de Colomo, Drove y el propio Trueba, la tradición del sainete costumbrista rebo-zado con un poco de verbalidad francesa (Eustache, Rohmer) y chistes traducidos de Woody Allen. La otra ópera prima, la de Al modóvar, tuvo poco pú-blico y mucho vilipendio de la crítica seria, iniciando un tor-tuoso camino de desencuentros que sólo el éxito internacional del director rectifi có, tardía-mente: conviene no olvidar hoy, entre tanto lauro y tanto Oscar, que España fue el últi-mo país del mundo, e incluyo las antípodas, donde los críti-cos dieron a Almodóvar, a regañadientes, el estatuto de gran cineasta.

Volvamos a la noche de aquel estreno de Pepi..., en el Peñalver, un cine largo y estre-cho, como los menús de la nouvelle cuisine. Mientras los ATS de las clínicas cercanas y las familias de los heridos en accidentes de tráfi co ingresados en las Urgencias del hospital de la Princesa –puerta casi con-

tigua a la entrada del cine Peñalver– miraban atónitos a las modernas del estreno de Pe-dro, dentro de la sala de pro-yección caía desde la pantalla a las butacas la primera ducha dorada de la historia del cine español, que ni siquiera todas las lobas presentes sabían lla-mar por su nombre primordial de golden shower. De hecho, yo atribuyo al profundo descono-cimiento que la crítica especia-lizada y una mayoría del pue-blo español pre-crónico-mar-ciano tenían de los códigos de la sexualidad anómala y la ter-minología gay el poco reguero dejado por aquella provocativa película de Almodóvar, que incluía, aparte de la golden shower, salpicaduras de mayor calado.

Y sin embargo, más allá de la estupefacción antropológica causada por la infame turba de acompañantes y groupies (“ser de la noche negra nos lo ense-ña/infame turba de funestas aves”, dicen los versos comple-tos de Góngora, en la Fábula de Polifemo y Galatea), debajo del relativo escándalo paleto que no sólo Pepi..., sino sus dos siguientes películas des-pertaron en España, el cine de Almodóvar no ha podido ser más autóctono, enraizado en nuestra imaginería y, si se me permite la célebre palabra, celtibérico. Buscando película a película, podrían encontrarse en su fi lmografía las fórmulas del juguete cómico, el dispara-te, la comedieta de costumbres y la astracanada, mezcladas siempre por él con su peculiar y revulsivo talento para la farmacopea.

De todas esas fórmulas, a

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S E M B L A N Z A

ALMODÓVAR Y LA ‘INFAME TURBA’

VICENTE MOLINA FOIX

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mí me gusta señalar como más específi ca la de la astracanada, siquiera por su glamourosa con-notación de alta peletería. Se trata, como es sabido, de un subgénero humorístico de gran prestancia en el teatro español del siglo xx, y que, dicho a grandes rasgos, procede retor-cidamente del gracejo andaluz y madrileño de los hermanos Quintero y Arniches hasta el retruécano –de un surrealismo soft y absurdo– de los Mihura, Tono y Jorge Llopis. En el audio del singular paisaje crea-do por Almodóvar en el cine español hay mucho chiste de astracán, que Pedro cose ma-gistralmente con retales de fel-pa high tech, boatiné, angorina edwood y terciopelo azul.

¿Humor manchego? Almo- dóvar nunca renuncia a nada genuino, ni al ajo, y bastaría recordar en ese sentido su vin-culación a Buñuel y Fernán-Gó mez, cuya gran película El extraño viaje vimos hace unos meses comentada y reveren-ciada por Pedro en el progra-ma televisivo Versión española. Antes de La mala educación, película también en ese senti-do muy seminal, yo recuerdo la escena de las jotas manche-gas de La fl or de mi secreto, y no las traigo aquí a colación como, en el caso de Buñuel, hacía su gran coguionista Ju-lio Alejandro. Buñuel y Julio Alejandro eran los dos arago-neses, pero se conocieron en el exilio mexicano, y colabora-ron juntos de manera conti-nua y memorable en varias películas, entre las que se cuentan Nazarín, Viridiana y Tristana. Buñuel, según contó Julio Alejandro meses antes de

su muerte, “tenía un humor muy recio, muy baturro”, pero ante los demás decía siempre detestar lo típico y lo folclóri-co de Aragón, sobre todo la jota. Incrédulo, y sardónico, Julio Alejandro estaba siempre recordándole a su amigo las raíces comunes; y un día, en el rodaje de Simón del desierto, se puso a cantarle a Buñuel, embebido en las hipérboles surrealistas de su obra, esta jota aragonesa, muy popular en la juventud gam berra de ambos: “No me jodas en el suelo/como si fuera una pe-rra,/que con esos cojonazos/me echas en el coño tierra”. Buñuel, pálido de vergüenza, interrumpió la fi lmación, an-te el estupor de la actriz Silvia Pinal, su marido, el productor Alatriste, y el resto del equipo mexicano.

Más o menos, consciente o inconscientemente manchego,

lo que no puede decirse del ci-ne de Almodóvar, y para mí constituye el supremo elogio, es que sea castizo. El casticis-mo es la gran lacra del arte es-pañol, incluido, desde luego, el que sigue haciendo, con gran encomio, una buena par-te de nuestro cine, teatro y no-vela contemporáneos. Cine-matográfi camente ha tenido su cristalización en lo que yo llamé en su día “cine de ta-zón”. El “cine de tazón” es una manera o repertorio iconográ-fico poblado de escuálidos adolescentes convalecientes, criadas generosas (de carne y espíritu), padres y madres de severa bondad, amores pueblerinos, pasiones comar-cales, gabanes de posguerra y, como corolario, el humeante tazón desportillado lleno de achicoria o cualquier otro bre-baje reconstituyente que ayuda a crecer a esos vástagos de la

España negra, de la España eterna. En el momento de la aparición de Almodóvar, ver una película nacional sin tazo-nes ni migas ni represión sexual ya reconfortaba, aunque es preciso señalar que la espe-cie, hoy manida, ha dado algu-na obra maestra y fi lmes muy estimables.

Lo alambicado es que en el cine de Pedro, sin duda más “cine de tacón” que de tazón, algún que otro tazón hay, y mucha cocina casera con cor-tinillas de cretona, gazpacho, pierna de cordero y no recuer-do si hasta un morteruelo de fondo en el retorno a las fuen-tes que hacía Marisa Paredes en la citada La fl or de mi secre-to. Nunca, sin embargo, tales productos gastronómicos nos han repetido, y yo creo que es por esa arriesgada y muy ca-racterística pirueta del cine almodovariano consistente en tomar las esencias de la españolada y diluirlas en el va-so de las neurosis obsesivas más cosmopolitas y desviadas, me-nos catetas. Cito a Unamuno, que no sé si es lectura de cabe-cera de Pedro: “Se aplica de ordinario el vocablo ‘casta’ a las razas o variedades puras de especies animales, sobre todo domésticas, y así es como se dice de un perro que es ‘de buena casta’, lo cual origina-riamente equivalía a decir que era de raza pura, íntegra, sin mezcla ni mesticismo alguno. De este modo, ‘castizo’ viene a ser puro y sin mezcla de ele-mento extraño”.

¿Hay, a este respecto, una pe-lícula más acendradamente im-pura que La mala educación?

Como ha contado en nume-

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Pedro Almodóvar

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rosas intervenciones públicas el propio cineasta, el origen de esta última obra suya es un re-lato escrito por él hacia el año 1973, “en el que me vengaba de la educación religiosa que había recibido en un colegio de curas 20 años antes” (tomo esta cita, como las siguientes, del prólogo que acompaña la edi-ción de La mala educación (Ocho y Medio, Madrid, 2004), donde se recoge la “penúltima versión” del guión, que difi ere en más de un punto, y sobre to-do en el desenlace, de la pelícu-la estrenada). En los primeros años noventa, Almodóvar desarro lló ese relato, titulado La visita, en forma cinemato-gráfi ca, sin quedar plenamente satisfecho del guión resultante, que llevaba entonces por título Las visitas; cada vez que termi-naba una nueva película, su autor “volvía a esta historia, que, con el tiempo, se había convertido en un reto, una ob-sesión y un refugio”.

Iniciado el siglo xxi, Al-modóvar, incansable en sus retoques, ampliaciones y rees-crituras del guión, se encontró con ganas de fi lmar el tocho ya ahora llamado La mala educa-ción, en el que la parte situada en el Madrid de los años ochenta, en torno a la famosa movida, de la que el personaje del director de cine Enrique Goded era una fi gura desco-llante, tenía bastante más ex-tensión; también había “un largo prólogo rural, en el que se contaba la infancia enfren-tada de los dos hermanos, su vida familiar en un pueblo de Valencia (Paterna) al cual ha-bía emigrado la familia, las re-laciones con el padre y con la madre…”.

A poco que se conozca la vida de Almodóvar resulta evi-dente, también en esos giros argumentales, la fuerte carga autobiográfi ca del guión. La familia del futuro cineasta emigró desde La Mancha, aun-

que no a Valencia, sino a Extre-madura, y, naturalmente, Pe-dro, humilde ofi cinista diurno, se convertía al caer la tarde en una de las aves más vocingleras y rutilantes de aquella bandada que tanto estimuló la noche ne-gra de los garitos de la movida madrileña en la primera mitad de los años ochenta.

Las visitas y después La ma-la educación original conte-nían, por tanto, numerosos elementos para desembocar en una rebosante película de ta-zón: el trasfondo de la ense-ñanza religiosa, con su mezcla de terrorismo espiritual y luju-ria de confesionario; la emi-gración rural; el microclima de una familia de la clase trabaja-dora; el sufrimiento infantil de una sensibilidad torcida. Es un indicador del talento anticasti-zo de Almodóvar que el resul-tado fi nal, La mala educación cinematográfi ca, sea un sofi sti-cado juego de cajas chinas en el que la transubstanciación

no se hace en la eucaristía sino en la silicona, y donde la infa-me turba mezcla a los curas con los travestis, las sotanas con las lentejuelas, los crucifi -jos con los consoladores, en una apasionada afi rmación de que sólo la mala vida puede redimir la mala educación. ■

Vicente Molina Foix es escritor. Au-tor de las novelas La mujer sin cabeza y El vampiro de la calle Méjico y guionis-ta y director de la película Sagitario.

ALMODÓVAR Y LA ‘INFAME TURBA’

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L as elecciones europeas, celebradas entre el 10 y el 13 junio de 2004, han

pasado a la historia como las elecciones de la abstención, pues ni siquiera uno de cada dos ciudadanos europeos acu-dió a votar en esta ocasión. Los comicios tenían lugar, sin embargo, en un contexto de transformación para la Unión Europea (UE), a las pocas se-manas de que 10 nuevas de-mocracias sellasen su incorpo-ración. La ampliación no sir-vió de estímulo para acercar a los ciudadanos a las urnas, co-mo tampoco lo hizo el proceso de negociación del proyecto de Constitución de la Europa de los 25.

En España, los comicios eu-ropeos se celebraban el 13 de junio, tres meses después de las elecciones generales que, con la victoria del Partido Socialis-ta Obrero Español (PSOE), cambiaron el rumbo político del país. La abstención de los españoles, similar a la europea, batió su récord, pues en nin-guna convocatoria había acu-dido a votar menos de la mitad de los electores registrados. El optimismo hacia la nueva si-tuación política, expresado por muchos ciudadanos, permitió

que el nuevo partido en el Go-bierno volviese a situarse como ganador, pero no desencadenó la movilización electoral. En Europa y en España triunfó la abstención.

Las elecciones en EuropaLas elecciones europeas de ju-nio de 2004 registraron la tasa más baja de participación des-de los primeros comicios cele-brados en 1979. El 45,5% de los ciudadanos europeos acu-dió a votar en esta ocasión, lo que supuso una caída de cua-tro puntos porcentuales con respecto a la participación en 1999. La tasa de participación confirma la tendencia a una desmovilización creciente en elecciones europeas, en las que la participación ha caído en 18 puntos a lo largo de 25 años (véase gráfi co 1).

La tabla 1 recoge las tasas de participación en las eleccio-nes de 2004 para los países miembros. Se observa que la participación varía enorme-mente: mientras que en Bélgi-ca votaron nueve de cada diez ciudadanos, en Eslovaquia lo hizo menos de dos de cada diez. Los países más participa-tivos tienden a ser aquellos en los que el voto es obligatorio

–Bélgica, Luxemburgo, Grecia y Chipre– o lo ha sido, como en Italia hasta 1994. En todos ellos votó el 70% o más de ciudadanos. La participación se sitúa por encima del 50% en otros dos países: Malta e Irlanda. Las elecciones euro-peas coincidieron en Irlanda con la celebración del referén-dum sobre la reforma de la Constitución.

Los países más abstencio-nistas, aquellos en los que la tasa de participación se sitúa por debajo del 30%, son to-dos, sin excepción, países que se han incorporado a la UE en la reciente ampliación. De los 10 nuevos miembros, única-mente las dos democracias más antiguas, Chipre y Malta, son muy participativas. En los países restantes, todos ellos

nuevas democracias, las tasas de participación están por de-bajo de la media de los 25 paí-ses, a excepción de Lituania, en donde las elecciones euro-peas coincidieron con las pre-sidenciales. El alto abstencio-nismo entre los nuevos socios explica por sí mismo la caída de la participación en estos comicios, pues la media para la Europa de los 15 es de 53%, ocho puntos porcentuales por encima de la tasa para la Euro-pa de los 25, y tres puntos porcentuales por encima de la participación habida en las elecciones de 1999.

Las elecciones europeas no sólo fueron los comicios de la abstención. En ellas, muchos ciudadanos europeos aprove-charon la oportunidad para castigar a sus respectivos Go-biernos. Así sucedió en el Rei-no Unido, Francia, Italia y Alemania, así como en otros Estados miembro con menos población, como Dinamarca, Austria, Holanda, Hungría y Polonia, entre otros1.

Los resultados del 13-J en EspañaLas elecciones del 13-J, en las que, como consecuencia de la ampliación, se disputaban 10 escaños menos que en 1999, brindaron resultados satisfac-torios para los dos principales partidos (véase tabla 2). El porcentaje de voto al PSOE aumentó en ocho puntos en relación a las europeas de 1999 y en casi un punto con

58 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

Participaciónmedia parapaíses miembros

GRÁFICO 1

Participación en elecciones europeas, 1979-2004

1979 1984 1989 1994 1999 2004

80

70

60

50

40

30

20

TABLA 1 Participación en las

Elecciones Europeas de 2004

Estados Tasa de miembros participación en %

Alemania 43,00 Bélgica 90,80 Italia 73,50 Luxemburgo 90,00 Holanda 39,10 Reino Unido 38,90 Irlanda 61,00 Dinamarca 47,85 Grecia 62,78 España 45,94 Portugal 38,74 Suecia 37,20 Austria 41,80 Finlandia 41,10 Checoslovaquia 27,90 Estonia 26,89 Chipre 71,19 Latvia 41,23 Lituania 46,05 Hungría 38,47 Malta 82,37 Polonia 20,00 Eslovenia 28,34 Eslovaquia 16,96

Media 45,50

1 Véase José Ignacio Torreblanca: Claves para entender la abstención en las elecciones europeas. Real Instituto Elcano, 21-6-2004.

P O L Í T I C A

EL TRIUNFO DE LA ABSTENCIÓNEN LA UNIÓN EUROPEA

BELÉN BARREIRO

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59Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

respecto a las elecciones gene-rales del 14-M, mientras que las ganancias del PP fueron de 1,5 puntos en comparación con las anteriores europeas y de 3,5 si se toma como elec-ciones de referencia las últimas generales.

El avance del PSOE y del PP el 13-J quedó refl ejado en la mayor concentración de vo-to jamás producida desde el inicio de la democracia: casi el 85% de los españoles optó por uno de los dos primeros parti-dos españoles. Desde las elec-ciones europeas de 1999, en las que el 75% del electorado optó por los dos principales partidos, la concentración del voto se ha ido acentuando considerablemente. El 79% votó al PSOE y al PP en 2000, y el 80% lo hizo el 14-M. Se está produciendo, por tanto, una tendencia creciente al bi-partidismo en España. La ma-nifestación de esta tendencia en elecciones europeas es reve-ladora, pues el sistema electo-ral adopta una circunscripción única y, por tanto, con más ca-pacidad para tratar con igual-dad a los partidos, con inde-pendencia de su tamaño. Ade-

más, en estas elecciones los partidos nacionalistas han for-mado coaliciones, lo que en teoría debería haber desincen-tivado la concentración de vo-to a favor de los dos grandes.

El PSOE logró el 13-J su tercer triunfo electoral en el ámbito estatal en poco más de un año, tras las elecciones mu-nicipales de mayo de 2003 y las generales del 14-M. La vic-toria en las europeas permitió zanjar el debate que desde las fi las del PP se había abierto a propósito de la infl uencia del atentado del 11-M en las pa-sadas elecciones generales. Los socialistas volvieron a ganar en un contexto de normali-dad. Por su lado, los resulta-dos obtenidos por el PP mos-traron la innegable capacidad de movilización de este parti-do, que tan sólo a tres meses de los comicios que le llevaron a la oposición recortó su dis-tancia con los socialistas en tres puntos.

La comparación de los re-sultados de las elecciones euro-peas de 2004 con respecto a las de 1999 muestra una evo-lución del voto a los principa-les partidos similar a la detec-

tada en los comicios del 14-M. El avance del PSOE se produ-ce en todas las comunidades autónomas salvo en Murcia, donde se observa un ligero re-troceso. Es precisamente en es-ta comunidad en la que menos creció el voto a los socialistas en las elecciones generales. Es posible que la paralización del Plan Hidrológico Nacional dé cuenta de los menores rendi-mientos electorales del PSOE en esta autonomía, aunque la comparación de los dos comi-cios celebrados en 2004 no ofrece un saldo negativo para los socialistas, que avanzan un punto en esta región. El PP, por el contrario, aumenta su voto en seis puntos porcentua-les en Murcia entre las dos úl-timas elecciones europeas y gana casi dos puntos si se to-ma como elección de referen-cia el 14-M. Cabe destacar, igualmente, el avance del PSOE en Cataluña, tanto si se compara las dos últimas con-vocatorias europeas, entre las que el crecimiento es de ocho puntos, como si se tiene como elecciones de referencia o bien las autonómicas de 2003, en cuyo caso el aumento es de 11 puntos, o bien las últimas ge-nerales, donde el avance socia-lista es de tres puntos.

Los perdedores de las elec-ciones del 13-J fueron IU y los partidos nacionalistas. El porcentaje de voto a IU des-cendió en 1,5 puntos, dejan-do a la coalición con el peor resultado de su historia elec-toral. La caída de voto en elecciones europeas refuerza la evidente debilidad de IU, pues la votación en distrito único no permite en teoría

achacar el retroceso electoral a la práctica de voto útil de los ciudadanos de izquierda. Los otros perdedores fueron los partidos nacionalistas. La coalición Galeusca, compues-ta por los fi rmantes de la De-claración de Barcelona –CiU, PNV y BNG–, obtuvo el 5% de los votos y se hizo con dos escaños. De los tres partidos que integran la coalición, únicamente el PNV mejoró sus resultados con respecto a las elecciones de 1999, mien-tras que CiU sufrió un desca-labro considerable, perdien-do 12 puntos porcentuales con respecto a los comicios de 1999 y situándose por de-trás del PP en Cataluña. El voto al BNG cayó en nueve puntos.

La coalición Europa de los Pueblos, en la que está inte-grada Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), logró un escaño, con el 2,5% del voto. Las elecciones mostraron que los republicanos siguen en as-censo, pues doblaron el voto que habían obtenido en ante-riores elecciones europeas.

El rasgo más destacable de las elecciones del 13-J fue la baja participación, el 46%, si-milar a la participación media europea. La participación, la menor habida en elecciones españolas, cayó en 18 puntos porcentuales con respecto a los comicios de 1999 y se si-tuó 16 puntos por debajo de la participación media para el conjunto de elecciones euro-peas celebradas en España (1987-1999). La proporción de ciudadanos que votaron el 13-J descendió en todas las comunidades autónomas, y

Tabla Elecciones europeas de 2004 y 1999

2004 (54) 1999 (64)

Siglas Votos % Diputados Siglas Votos % Diputados (54) (64)

PSOE 6.621.570 43,30 25 PP 8.410.993 39,74 27PP 6.315.294 41,30 24 PSOE-Prog. 7.477.823 35,33 24GALEUSCA 790.051 5,17 2 IU-EUIA 1.221.566 5,77 4IU-ICV-EUIA 636.458 4,16 2 CiU 937.687 4,43 3EdP 380.095 2,49 1 CE 677.094 3,20 2CE 184.575 1,21 CN+EP 613.968 2,90 2LV-GV 66.060 0,43 BNG 349.079 1,65 1P. CANNABIS 53.785 0,35 EH 306.923 1,45 1ARALAR 19.778 0,13 VERDES 300.874 1,42 C.D.S. 14.197 0,09 LV-GV 138.835 0,66

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EL TRIUNFO DE LA ABSTENCIÓN EN LA UNIÓN EUROPEA

60

únicamente en siete autono-mías al menos uno de cada dos ciudadanos acudió a las urnas.

Pese a situarse como parti-do ganador, todo parece indi-car que el PSOE se vio más perjudicado que el PP por la abstención. Entre las siete au-tonomías más participativas, aquellas en las que la tasa de participación supera el 50%, los populares aventajan a los socialistas en seis: Rioja, Cas-tilla y León, Castilla La Man-cha, Valencia y Madrid. Esta pauta no hace sino confi rmar la mayor tendencia a la des-movilización entre el electora-do de izquierda que entre el de derecha, tendencia que sólo en ocasiones, como sucedió en 1982 y en 2004, se atenúa considerablemente sin llegar nunca a desaparecer.

El gráfi co 2 muestra preci-samente la evolución de la participación y el voto al PSOE y al PP en elecciones generales y europeas desde 1986 a 2004. Se observa có-mo, a partir sobre todo de la década de los noventa, el voto al PSOE mantiene relación con la participación: en aque-llas elecciones en las que son menos los ciudadanos que vo-tan, cae el voto al PSOE (así sucede en 1994 y 1999), mientras que cuando el núme-ro de votantes asciende tam-bién lo hace el voto a los so-cialistas (esto ocurre claramen-te en las elecciones de 1996 y 2004). Por el contrario, salvo en la década de los ochenta, en la que el voto al PP mantu-vo un ligero vínculo con la

participación, a partir de los noventa el apoyo electoral a los populares se produce al margen de cómo evolucione la abstención.

Igualmente, datos de en-cuesta revelan la mayor pre-sencia de individuos de iz-quierda que de derecha entre los abstencionistas del 13-J. Entre aquellos que optaron por no votar, el 32% declaraba que, de haber acudido a las urnas, habría votado al PSOE, frente a un 16% que habría votado al PP. Entre aquellos que querían votar pero no pu-dieron hacerlo, un 42% se ha-bría decantado por los socia-listas, frente a un 22% que lo habría hecho por los popula-res2.

La dimensión europea de la abstención del 13-J en España

Abstención y euroescepticismoFrecuentemente se afi rma que los relativamente altos niveles de abstención en elecciones europeas responden al poco entusiasmo de los ciudadanos por el proceso de construcción de la UE. En este sentido, la abstención mostraría una cier-ta indiferencia o incluso re-chazo de los ciudadanos por las instituciones europeas y los procesos de toma de decisión que en ellas se producen. Sin embargo, no es evidente que el euroescepticismo explique la alta abstención del 13-J en

España3. Los ciudadanos muestran, desde la adhesión de nuestro país a la Unión, ac-titudes muy favorables a la misma. En mayo de 2004, el 77% de los ciudadanos afi rma estar a favor de la Unión Eu-ropea. Al hacer balance de las repercusiones que para nuestro país ha tenido la pertenencia a la Unión Europea, el 64% considera que España ha sali-do beneficiada. Igualmente, las encuestas de opinión reve-lan que los españoles son conscientes de la importancia de las instituciones europeas en cuanto a su capacidad para condicionar la vida nacional. Tres de cada cuatro ciudada-nos consideran que las deci-siones que se toman en el seno de la Unión Europea afectan sus vidas4.

El voto no permite el control de la política europeaEs posible que las bajas tasas de participación en elecciones europeas respondan al pecu-liar diseño institucional de la UE5. En las democracias, las elecciones tienen como prin-cipal función permitir a los ciudadanos el control de los Gobiernos. Cuando los resul-tados logrados durante una legislatura no resultan satis-factorios, los votantes tienen la posibilidad de castigar al partido en el Gobierno, op-tando por la abstención o por otra fuerza política. Sin em-bargo, en las elecciones euro-peas los ciudadanos eligen a representantes nacionales para un Parlamento Europeo que no tiene funciones similares a la de los parlamentos nacio-nales en los sistemas parla-mentarios, como permitir la

formación, control y caída de un Gobierno. El proceso de toma de decisiones es com-plejo y las responsabilidades difusas. El diseño institucio-nal de la UE no permite que el voto sirva como mecanis-mo de control al Gobierno. El descontento de los ciuda-danos no se puede manifestar mediante el castigo en las ur-nas. Consecuentemente, a la hora de votar en las eleccio-nes europeas, los ciudadanos centran su atención en los asuntos nacionales y utilizan en todo caso su voto para zanjar cuentas con los políti-cos de su país. Los europeos saben que su voto no permite ejercer control sobre las deci-siones que se adoptan en el marco de las instituciones eu-ropeas. El voto en las eleccio-nes europeas no representa un mecanismo de control.

La UE no sólo es peculiar por su diseño institucional, si-no también por el contenido de los acuerdos y decisiones que en ella se adoptan. Pese a la creciente e innegable im-portancia del marco europeo en la vida de los países miem-bros, lo cierto es que el presu-puesto de la UE no alcanza ni el 1,5% del producto interior bruto (PIB) de la Unión, cuando en España, por ejem-plo, el gasto público alcanza el 40% del PIB nacional. La per-cepción del ciudadano que no paga impuestos europeos bien puede ser que la UE ni recau-da ni tiene sufi ciente capaci-dad de gasto, y que, por tan-to, no es en ella en donde se dilucidan las políticas real-mente relevantes. La impor-tancia de la política fi scal en la construcción y desarrollo de las democracias encuentra su máxima expresión en la re-volución americana, cuando los estadounidenses se revela-ron contra los británicos por-que no admitían pagar im-puestos sin tener representa-ción política (‘‘no taxation without representation’’). Quizás los ciudadanos espa-ñoles y europeos se abstengan

2 Centro de Investigaciones Sociológi-cas, Poselectoral Elecciones al Parlamento Europeo, 2004. Estudio 2.567, junio 2004.

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº145

3 Según J. I. Torreblanca, tampoco está claro que el euroescepticismo explique la abstención en otros países de la UE. Véase la nota a pie de página número 1.

4 Centro de Investigaciones Sociológi-cas, Preelectoral Elecciones al Parlamento Europeo, 2004. Estudio 2.564, mayo 2004.

5 Un argumento parecido al que se pre-senta aquí se encuentra en Cees Van der Ei-jk y Mark Franklin: Choosing Europe. Ann Arbor: Th e University Of Michigan Press.

GRÁFICO 2Participación y voto al PSOE y PP

en elecciones generales y europeas

1986G

908070605040302010

0 1987E

1989E

1989G

1993G

1994E

1996G

1999E

2000G

2004G

2004E

▲▲

▲▲ ▲ ▲

▲▲

ParticipaciónVoto PSOEVoto PP▲

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BELÉN BARREIRO

61

porque sí tienen representa-ción, pero, al no pagar im-puestos, no entienden bien para qué sirve.

Algunos datos ilustran la escasa importancia que los ciudadanos españoles atribu-yen a las elecciones europeas, a pesar de las actitudes de en-tusiasmo y reconocimiento que muestran hacia la UE. Cuando se les pregunta direc-tamente por las razones de su abstención, el 19% reconoce que las elecciones europeas no le interesan6. Además, única-mente dos de cada diez ciuda-danos afi rman que a la hora de decidir su voto en las elec-ciones al Parlamento Europeo lo que tienen más en cuenta son los temas relacionados con la UE, mientras que uno de cada dos reconoce que lo relevante en su decisión son los asuntos relacionados con la situación política actual de España. Es posible, además, que la poca importancia atri-buida a las elecciones euro-peas dé cuenta de la escasa in-formación e interés que los ciudadanos manifi estan cuan-do se les pregunta por las cuestiones europeas. El 54% de los españoles admite que las noticias relacionadas con la UE le interesan poco o na-da; y el 65% se considera po-co o nada informado al res-pecto. Sin embargo, un 71% cree que el Parlamento Euro-peo es importante en la vida de la Unión Europea, y un 75% considera que las deci-siones adoptadas en esta sede afectan a los españoles7.

En defi nitiva, la ambivalen-cia de los ciudadanos con res-pecto a la UE no responde a una disonancia entre actitudes y comportamientos. No se trata de que los españoles con-tradigan con su abstencionis-mo sus actitudes entusiastas. La cuestión es que, al margen

de su europeísmo, ni el voto permite a los ciudadanos guardar control sobre lo que se decide en la UE ni es evi-dente para todos que lo que esté en juego en Europa sean las políticas más relevantes. En otras palabras, es el propio diseño político europeo el que conduce a los ciudadanos a la abstención en elecciones euro-peas o, si votan, a tomar en consideración asuntos de polí-tica interna.

La dimensión nacional de la abstención del 13-J en España

La abstención no fue ‘voto de castigo’Las elecciones del 13-J se cele-braron en España en un con-texto de sintonía popular con el Gobierno recién formado tras las elecciones del 14-M. A mediados de mayo, justo un mes antes de la convocatoria electoral, el 65% de los ciuda-danos aprobaba la gestión de José Luis Rodríguez Zapatero como presidente del Gobier-no, 15 puntos por encima del porcentaje que daba el visto bueno a Mariano Rajoy como líder del principal partido de la oposición. Mientras los es-pañoles calificaban con un aprobado alto la labor del Go-bierno, la valoración de lo que estaba haciendo el PP se que-daba por debajo del 5. Ade-más, todos los miembros del Ejecutivo, pese a ser aún muy desigualmente conocidos, re-cibían sin excepción el apro-bado en sus primeras semanas de gestión. Igualmente, algu-nas de las primeras medidas del nuevo Gobierno socialista lograban un claro respaldo por parte de los ciudadanos. La decisión más popular había sido, sin duda, la retirada de las tropas de Irak, con la que estaban de acuerdo tres de ca-da cuatro españoles. Los espa-ñoles se mostraban también optimistas con respecto al fu-turo del país: únicamente dos de cada diez creía que la eco-nomía iba a empeorar, y sólo

uno de cada diez veía con pe-simismo el futuro político de España8.

El entusiasmo con el que los españoles iniciaban la nue-va etapa política se trasladaba a las opiniones emitidas a pro-pósito de cuál sería el partido más capaz de representar los intereses españoles en Europa. Un 49% declaraba que el PSOE defendería mejor los intereses de España, frente a un 30% que afi rmaba lo mis-mo con respecto al PP. En al-gunas encuestas, la preferencia por el PSOE se trasladaba in-cluso a aquellos ámbitos que los populares presentaban co-mo sus puntos fuertes. Así, el PSOE aparecía como favorito en la gestión de las políticas antiterroristas, en la reducción del paro y en el logro de la es-tabilidad económica9.

En defi nitiva, el PSOE se enfrentaba a las elecciones eu-ropeas en un contexto que le era enormemente favorable, pues apenas había margen pa-ra que los ciudadanos ejercie-sen el voto de castigo. Sin em-bargo, es posible que la situa-c i ón poco f a vo r ab l e a movilizar el voto de castigo sí sirviese de incentivo a la abs-tención. Es más probable que los ciudadanos se movilicen especialmente en elecciones europeas para manifestar su descontento hacia un Gobier-no que para mostrar sus sim-patías.

Muchas elecciones en un añoEs bien sabido que la frecuen-cia de elecciones desincentiva la participación por un simple efecto de saturación. En países como Estados Unidos, en los que los ciudadanos eligen car-gos públicos de muy diferen-tes niveles, los ciudadanos vo-tan menos. Las elecciones del 13-J fueron las terceras, y las cuartas en Madrid y Cata-luña, celebradas en un año. Esta inusual frecuencia contri-

buye a explicar la desmoviliza-ción habida en estos comicios. Datos de encuesta revelan que el 21% de los ciudadanos no votó porque estaba ya cansado de tantas elecciones10.

Votar sólo para las europeasSegún se observa en el gráfi co 2, del total de elecciones euro-peas celebradas en España, las de 1989 habían sido hasta el 13–J las que presentaban la tasa más baja de participación. Las elecciones europeas de 1989 y de 2004 ofrecen un elemento en común: son las únicas que no coinciden con ninguna elección municipal y autonómica. Con todo, la par-ticipación el 13-J estuvo nueve puntos porcentuales por deba-jo de 1989.

La izquierda abstencionista: ‘‘somos más, votamos menos’’Las elecciones celebradas en España han mostrado, por lo general, el predominio de ciu-dadanos de izquierda entre los abstencionistas. La victoria del PSOE en marzo de 2004 se debió parcialmente a la movi-lización de electores progresis-tas que en otras ocasiones se habían abstenido. Con todo, el sesgo de izquierda que ha caracterizado la abstención en España sólo se mitigó en las últimas elecciones generales, sin llegar a desaparecer. Todo indica que en los comicios eu-ropeos la capacidad de movili-zación del PP ha sido de nue-vo mayor que la del PSOE. De esta forma, mientras que el PP perdió 3,4 millones votos con respecto a las elecciones generales, el voto al PSOE descendió en un millón más. Por tanto, incluso en contex-tos de bonanza política, los ciudadanos de izquierda mues-tran una mayor resistencia que los de derecha a acudir a las urnas.

Es posible que la tendencia a una mayor desmovilización

Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

6 Instituto Opina para el Pulsómetro, 21-06-2004.

7 Centro de Investigaciones Sociológi-cas, Preelectoral Elecciones al Parlamento Europeo. Estudio 2.564, mayo de 2004.

8 Centro de Investigaciones Sociológi-cas. Barómetro de mayo 2004.

9 Sigma Dos para El Mundo, 6-6-2004.

10 Centro de Investigaciones Sociológi-cas, Poselectoral Elecciones al Parlamento Europeo, 2004. Estudio 2.567, junio 2004.

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EL TRIUNFO DE LA ABSTENCIÓN EN LA UNIÓN EUROPEA

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de la izquierda se deba a una menor necesidad de los ciuda-danos progresistas de coordi-narse a favor de los partidos que sienten más próximos, mientras que las personas con-servadoras, sabiendo que son menos, están mucho más mo-tivadas a responder a las lla-madas de movilización del PP. Dicho de otro modo, cabe la posibilidad de que los ciuda-danos de derecha se coordinen en la acción de votar bajo el razonamiento de ‘‘somos me-nos y por ello debemos votar todos’’, mientras que los ciu-dadanos de izquierda, menos capaces de lograr esa coordi-nación, razonen que ‘‘somos más y no es necesario que vo-temos todos’’. Los datos de encuesta muestran con clari-dad que la izquierda está bas-tante más poblada que la dere-cha. La tabla 2 da cuenta de ello. El 36% de los ciudadanos se sitúa en posiciones de iz-quierda, el área más poblada del eje ideológico; el 32% se posiciona en el centro, mien-tras que únicamente el 10% se declara de derecha.

Movilización en campañaYa fuese por tratarse de elec-ciones europeas o por la escasa capacidad de atracción de los partidos durante la campaña, lo cierto es que el 13-J se ca-racterizó por la escasa movili-zación electoral. Datos de en-cuesta revelan que el 20% de los ciudadanos se abstuvo por falta de interés en los candida-tos y los partidos. Sin duda, una muestra clara del poco in-terés que despertaron las elec-ciones europeas fue el escaso seguimiento de los debates ce-

lebrados en televisión entre los candidatos del PSOE y del PP, Josep Borrell y Jaime Mayor Oreja. Pese a tratarse del pri-mer debate celebrado desde 1993, y pese a que el 61% de los ciudadanos creía necesaria la existencia de debates, única-mente el 11% declaró haberlo visto completo11. Además, el 67% de los ciudadanos reco-nocía que la campaña para las elecciones europeas le había interesado menos que la de las elecciones generales.

A la falta de interés en los candidatos y partidos pudo contribuir el hecho de que los cabeza de lista fuesen po-líticos que ya tenían una cier-ta trayectoria en la política nacional. Es posible que la experiencia haya provocado en este caso más desidia que entusiasmo. Igualmente, pu-do no resultar acertada la ar-ticulación de la campaña en torno a cuestiones como la guerra de Irak o el efecto de los atentados en las elecciones del 14-M. Los ciudadanos pudieron considerar que los partidos debían renovar sus mensajes. Con todo, las valo-raciones de los candidatos fue-ron relativamente positivas: la nota media para Borrell fue de 5,6 y para Mayor Oreja de 5,312. En cualquier caso, no parece que la campaña del 13-J resultase movilizadora o rele-vante para el elector.

ConclusionesTanto Europa como España registraron las tasas más altas de abstención de su historia en la convocatoria de junio de 2004. No está claro que la desmovilización sea siempre una consecuencia directa del escepticismo hacia la integra-ción europea, pues los españo-les no han dejado de manifes-tar desde la adhesión de nues-

tro país su entusiasmo por la pertenencia a la UE. Sin em-bargo, es posible que la abs-tención se deba al peculiar di-seño de Europa, pues su com-plejo sistema de toma de decisiones no permite al ciu-dadano ni atribuir responsabi-lidades ni pedir cuentas. En las elecciones europeas, el voto no permite el control de los políticos. Además, mientras que la UE no cuente con una auténtica política fiscal, los ciudadanos difícilmente van a llegar a percibir que donde se juegan sus intereses reales es en Europa. Por ello, es posible que la abstención europea no presente mucho misterio, sino que no sea más que una mues-tra de la capacidad de los ciu-dadanos para entender cuándo y dónde su voto es realmente trascendente. Ello explicaría por qué los ciudadanos tien-den a utilizar su voto en las elecciones europeas para zan-jar cuentas con sus políticos nacionales: si las urnas no les permiten controlar la política europea, al menos les ofrecen la posibilidad de manifestar el descontento con los Gobier-nos nacionales.

En este sentido, la absten-ción en España se pudo ver agudizada con respecto a otros comicios europeos por haberse celebrado en un contexto de bonanza política en la que no cabía castigar a un Gobierno por el que los ciudadanos, en términos generales, sentían cierto entusiasmo. Otros fac-tores tuvieron una infl uencia negativa sobre la participa-ción: la saturación por haber votado varias veces en un año, la no coincidencia de la elec-ción europea con elecciones de otro orden o la escasa mo-vilización de los partidos en campaña.

Finalmente, las elecciones europeas parecen poner de nuevo de manifi esto en Espa-ña la mayor tendencia a la abstención en la izquierda que en la derecha. Es posible que un factor que realmente movi-lice a los conservadores sea el

mero hecho de ser menos y de que sólo de su unión puede nacer su fuerza. Los ciudada-nos progresistas, más numero-sos, tendrían menos incentivos para coordinarse en pro de la participación. ■

Belén Barreiro es profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense.

TABLA 3 Autoposicionamientoideológico en España

(Mayo 2004)

Posiciones 1-2 (Izquierda) 5,70%Posiciones 3-4 30,60%Posiciones 5-6 31,60%Posiciones 7-8 8,60%Posiciones 9-10 (Derecha) 1,20%No sabe 10,20%No contesta 12,00%Total 100,00%Fuente: Centro de Investigaciones Sociológicas. Estudio 2.556.

11 Centro de Investigaciones Sociológi-cas. Estudio 2.567. Poselectoral Elecciones al Parlamento Europeo, 2004.

12 Centro de Investigaciones Sociológi-cas. Estudio 2.564. Preelectoral Elecciones al Parlamento Europeo, 2004.

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E N S A Y O

POR UN MULTICULTURALISMOMARXISTA-LENNONISTA

FRANS VAN DEN BROEK

El olvido ha mitigado, pia-dosamente, la sensación de “disonancia cognitiva” (co-

mo llaman los pedantes al azora-miento) que se apoderó de mí cuando tuve mi primer encuen-tro ofi cial con el multicultura-lismo. No ha podido, empero, borrar los contornos principales de tal encuentro: una pulcra ofi -cina del Instituto Nacional de Empleo holandés, una empleada de mediana edad, de pelo rubio y rasgos fi nos y amables, que me pregunta, como parte del cues-tionario de inscripción (yo aca-baba de llegar al país para una estadía más bien prolongada), por mi adscripción étnica. “¿Dis-culpe?”, me oigo replicar a mi vez, sinceramente convencido de que había oído mal. “Sí, ¿de qué grupo étnico se considera usted, indio, latino, más bien euro-peo…?”. Confi eso que la pre-gunta me cogió completamente desprevenido. No era tan sólo que jamás en mi vida me hubie-ra hecho nadie esta pregunta, sino que tampoco me la había planteado yo mismo ni de ca-sualidad. No ocupaba, como quien dice (y emulando todavía a los pedantes), parte de mi ideario o imaginario personal, como tampoco había desempe-ñado papel alguno en mi pasado el término“multiculturalismo”, que, si mal no recuerdo, desco-nocía entonces.

Referencias a la etnicidad se asociaban en mi experiencia a bamboleantes estudios universi-tarios o documentales de Natio-nal Geographic, y poco más. La amable funcionaria hubo de es-perar largos segundos de hesita-ción y reacomodo mental hasta oírme balbucir, en un inglés sú-bitamente desmejorado, algo así

como que yo había crecido en Perú y, por lo tanto, suponía que era más bien suramericano que otra cosa, un mestizo. “Ajá, respondió la susodicha, ¿pero usted qué se siente?” (que haya dicho “usted” es, desde luego, una suposición). “Bueno, no sé, ¿a qué se refi ere usted exacta-mente?”, alcancé a responder, con más cautela. Esta vez fue ella la que me miró como presa de la disonancia cognitiva. Ob-viamente pensaba que a un ex-tranjero como yo términos tan técnicos le serían desconocidos. “Eh, ¿cómo lo explico?… Es que veo que usted tiene un nombre tan holandés, y usted me dijo que su madre era pe-ruana, o sea, usted es medio ho-landés; pues a lo que me refi ero es a qué cultura se siente usted que pertenece”. Ésta fue mi se-gunda disonancia cognitiva du-rante dicho encuentro, si se me perdona de nuevo el terminajo,

aunque, debo puntualizar, de menor calibre. Aquello de ser “medio algo” no era tampoco cosa que formara parte de mi habitual manera de considerar-me como individuo.

A lo que se refería la señora era al ineluctable azoramiento que siempre les ha producido a los holandeses lo de mi apellido holandés en cuerpo y cultura de dudosa procedencia, y, no me-nos importante, en hablante correcto, pero incompleto, de su lengua. Haber nacido en Pe-rú, crecido en Perú, estudiado en Perú, amado en Perú, cara-jeado y vitoreado en Perú, y es-capado del Perú no podían bo-rrar el ominoso signo de mi pedigrí: mi apellido neerlandés. Menos aún si dicho apellido iba acompañado de un pasaporte de la Unión Europea. Obvia-mente yo tenía en la sangre algo que compartía con Rembrandt, Vermeer, Hugo de Groot, Spi-

noza o Cruijf. Pero algo no en-cajaba: incapaz de hablar per-fectamente en su lengua, lleno, con toda probabilidad, de ade-manes irreconocibles, de mane-ras ajenas y de rasgos embrolla-dos, era, en pocas palabras, difí-cilmente clasifi cable. Y esto sí que es intolerable en esta socie-dad de la más avanzada toleran-cia: algo que no se pueda catalo-gar claramente. No ha dejado de maravillarme su fatalista cu-riosidad y, tal vez, falta de ima-ginación para adivinar la simple explicación de toda discordan-cia de la regla en mi caso: un holandés emigrado que se casa con una peruana y tiene hijos que nacen y crecen en la patria de emigración y un buen día emigran a su vez a la patria pa-ternal, por ventura o decisión consciente. Pero el problema con la empleada era el que dije: bajo qué encabezado debía po-nerme.

El olvido me ha quitado los detalles con que terminó esta entrevista en la ofi cina de em-pleo e ignoro qué habrá escrito fi nalmente en mi fi cha de ins-cripción la amable funcionaria; sé, sin embargo, que el resto de la tarde lo pasé en estado de re-fl exión abotargada, procurando liberarme de la absurda ver-güenza que tuve por no poder decirle a aquella persona a qué etnia pertenecía; porque, oh mal de males, el caso es que, bien visto el asunto, parecía no pertenecer en realidad a ningu-na. Desarraigo que en estos tiempos de multiculturalismo equivale a aquel estado al que aspiré alguna vez en mi tierna adolescencia, el de apátrida, o, quizá incluso, el de réprobo.

Comparto esta experiencia

John Lennon y Groucho Marx

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con el lector a manera de preámbulo de una refl exión in-formal sobre el fenómeno del así llamado multiculturalismo con el que, tras este trauma ini-cial, tuve que vérmelas con pro-fusión y suerte variada en el terre no vital, profesional y has-ta venal desde mi llegada a Ho-landa en el año de gracia de 1992 (el de la celebración pom-posa de aquel otro gran encuen-tro multicultural, el descubri-miento de América por un ge-novés al servicio de España). Lo primero que hay que subrayar es que no pretendo deprecar en contra del mul ticulturalismo como idea rectora de una socie-dad civilizada y armoniosa. A fi n de cuentas, ahora resulta que el que esto escribe era mul-ticultural de nacimiento; y es en su ser –que, no olvidemos, se dice de muchas formas– con-secuencia de que ciertas distan-cias culturales no lo hayan sido tanto como para impedir que un holandés se ayuntara con una peruana e hiciera una fami-lia normal y corrien te en la margen occidental de la zona sur de la otrora Pangea. Familias como la mía las ha habido siem-pre, pero me temo que no siem-pre se las ha llamado multicul-turales, por lo menos no siem-pre con las denotaciones y connotaciones que tiene ahora el manido concepto de lo mul-ticultural. Y a esto me refi ero. Hoy por hoy, el multicultura-lismo es moneda corrient e de nuestro imaginario colectivo (siguiendo con los horribles cli-chés) y se acepta como parte fundamental de lo políticamen-te correcto. Con todas sus ven-tajas, no ha dejado de provocar desarmonías y desencuentros, como no fuera más que el refe-rido en el párrafo inicial de este artículo; y para equilibrar esta visión manida del multicultura- lismo sin recurrir a ideas fas-cistoides lamentablemente ca-da vez más corrientes, borro-neo estas líneas de comentario sobre el poli-tribalismo para proponer un multiculturalismo de inspiración mar xista–len-nonista.

Marxismo-lennonismoSe preguntará el lector que qué quiero decir con la cualifi cación de “marxista-lennonista”. Tiene que ver con uno de aquellos re-cuerdos de misteriosa adheren-cia e impredecible destino que forman aún el tejido de mi pri-mera juventud peruana. Perú acababa de salir de la larga no-che de la dictadura militar y re-mozaba sus precarios y tamba-leantes instintos democráticos con un nuevo Gobierno del fi -nado don Belaúnde Terry. [Lo de noche no sólo vale como tri-llada metáfora de oscurantismo civil, sino que me refi ero tam-bién a las interminables encerro-nas de “toque a toque” a que la población de ciertas zonas se veía obligada debido al toque de queda. Dado que nadie podía salir a la calle, las fi estas dura-ban hasta la madrugada, con todo lo que aquello pudo sig-nifi car de aumento de resacas, disminución de la productivi-dad y aumento de embarazos (in)deseados]. Entonces, en di-ciembre de 1980, John Lennon fue asesinado. En la carátula del número siguiente de la revista humorística, todavía existente y de larga y convulsionada histo-ria, Monos y monadas, apareció una estupenda caricatura de Carlín (si no me equivoco) que llevaba como lema: “¡Viva el Marxismo-Lennonismo!”. La caricatura mostraba a John Len-non abrazado a Groucho Marx, en hermanada jocosidad, son-riendo con algo más que la bo-ca, de donde lo de marxismo-lennonismo. El término, pues, no me pertenece. Pero mi me-moria se ha obstinado en volver a él cada vez que la refl exión so-bre algún tema, sobre todo po-lítico, amenazaba con anegarse en seriedad e infl exibilidad, so-bre todo aquellos temas cuya explicación parecía dominada dictatorial y proletariamente por intelectuales de tendencia marxista-leninista.

Pues bien, no han sido pocos los intelectuales o colegas que he debido encontrar durante mi ya largo paso por el mundo del bienestar holandés –o de cual-

quier país, en realidad– cuya propia formación (institucional o no), cuyas opiniones (meta-morfoseadas o no), cuyos prin-cipios o premisas en diverso grado de asentimiento prove-nían precisamente de aquella rama de la mitología contempo-ránea llamada marxismo-leni-nismo. Y no es raro que el mis-mo trasfondo se perciba fácil-mente en mucha de la literatura producida en torno al tema del mul ticulturalismo hoy en día. Razón sufi ciente, por tanto, pa-ra acudir a mi habitual correc-tor del marxismo-lennonismo.

Por lo demás, debe recalcarse que el marxismo-lennonismo no es ideología sistemática, según lo quiero dar a entender, sino actitud vital. A decir verdad, po-co importan los apellidos de Groucho y de John, como no fuera por su funcionalidad iró-nica; y bien podría haber utiliza-do los de otros epígonos de la actitud vital que invoco como instrumento equilibrador de fi -jezas argumentales o ideológicas. Podría haber recurrido al Archi-pestre de Hita, o al Lazarillo de Tormes, como también al terro-rista verbal Quevedo o a Woddy Allen. Pero no son del todo ino-centes, claro está.

El furor taxonómicoEl incidente narrado arriba in-dica ya uno de los que yo consi-dero principales problemas del multiculturalismo: su tendencia a clasifi carlo y esquematizarlo todo hasta lo absurdo. Esta pro-clividad coincide en espíritu –al menos parcialmente– y a veces en letra con una vieja táctica cognitivo-política de la sociedad holandesa, lo que me parece ha permitido que el multicultura-lismo haya tenido, para bien y para mal, tanto arraigo en el rei-no de la naranja (mecánica o no). A saber, la estrategia de la “pilarización” (verzuiling). Cual-quier historia de los Países Bajos no puede ignorar la importan-cia que ha tenido para el desarro-llo de esta tierra la estrategia mencionada, que consiste en la división de la sociedad en pila-res sociales defi nidos, hecha so-

bre líneas básicamente religioso-políticas y en algún caso sólo políticas. Un pilar lo consti-tuían, por ejemplo, los católi-cos, una minoría en Holanda; otro los reformados de una de-nominación; otro los de otra denominación (en holandés se acude a sutilezas semántico-or-tográfi cas como la que distingue los gereformeerden de los her-vormd, a todas luces palabras provenientes de la misma raíz, pero prefi jadas de manera lige-ramente distinta y cuya exacta traducción es imposible en es-pañol); otro pilar lo constituían los judíos; otro pilar los socialis-tas; otro incluso los humanistas (que niegan la religión, pero no dejan de tener pastores), y así. Cada pilar tenía sus propios re-presentantes, que negociaban con los de otros pilares a fi n de lograr el normal funcionamien-to de la sociedad. Debo advertir al lector que la despilarización de Holanda se ha acelerado des-de el fi n de Segunda Guerra Mundial; pero, como sabemos, los hábitos mentales sobreviven largo tiempo a las instituciones en que se encarnaban de mane-ra natural.

Hasta la mitad del siglo xx la pilarización no era tan sólo una conveniencia político-religiosa, sino que permeaba todos los ámbitos de la vida social. La gente practicaba la endogamia pilar (permítaseme el termi-najo), compraba su pan en el panadero de su pilar, se cortaba el pelo en el peluquero del pilar correspondiente y, por supues-to, votaba por y defería la res-ponsabilidad política en su re-presentante pilar del momento. En el pasado no faltaron la vio-lencia y la guerra; y es parte del genio político neerlandés el ha-ber podido encontrar y mante-ner por largo tiempo la fórmula de conveniencia que evite estos excesos y permita a los ciudada-nos vivir en paz y comerciar en paz. No en vano buscó el con-troversial Descartes refugio por estos lares.

La gente, como menciona el estudioso de la sociología ho-landesa Arend Lijphart, acabó

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poseyendo –o poseía de ante-mano– dos características que hicieron posible esta fórmula social: la indiferencia y la defe-rencia. Indiferencia para con lo que hagan otros ciudadanos, so-bre todo de otros pilares, mien-tras no le concierna a la propia vida enmarcada en el propio pi-lar y no afecte nuestros dere-chos; y deferencia para con los propios representantes, a los que se confi aba toda decisión de orden político.

Me atrevo a añadir que otro de los hábitos mentales que coadyuvaron a este estado de cosas fue el que mencioné al principio de esta sección: la in-mediata, obsesiva, innata y no pocas veces perniciosa proclivi-dad a la clasifi cación, a realizar de modo mecánico aquello que los angloparlantes llaman, ima-ginativamente, pigeon-holing; o como dicen los holandeses, a colocar las cosas en su hueco. Esta tendencia, si bien inevita-ble para la mente humana de cualquier sociedad y harto útil en muchos terrenos, puede, si llevada a los extremos, degene-rar en fi jeza cognitiva cuando no simplemente en el absurdo, como dije. En los debates fi lo-sófi co-político suele hablarse de “esencialización” de los pilares o etnias, un término adecuado si se toma la precaución de recor-dar que más que esencia, que da de algún modo idea de profun-didad, de lo que se trata es ge-neralmente de la más burda su-perfi cialidad, como cuando se atribuye a las naciones, etnias o culturas (cualquiera que fuera nuestra clasifi cación preferida) una serie de notas fi jas que defi -nirían inevitablemente el carác-ter de una cultura o un pueblo.

Recuérdese a este respecto la famosa, pero no muy recordada, intromisión de Kant en la ca-racterología de las naciones per-petrada en su libro Sobre lo bello y lo sublime. Allí encontramos una descripción del carácter de ciertos pueblos basada con toda seguridad casi exclusivamente en lecturas de reportes de viaje-ros o de libros socioculturales de la época. En estos pasajes po-

demos ver en acción aquel furor simétrico de que Schopenhauer acusó a Kant con relación a las categorías del entendimiento, transformado en furor etnológi-co, por llamarlo de algún modo. Los españoles, para mencionar un ejemplo atinente al público lector, son descritos en términos casi incriminatorios como orgu-llosos y hasta vanos, algo que para un pietista como Kant ha de haber sido objetable y hasta demoniaco llevado a sus extre-mos. No vale la pena repetir aquí las descripciones de otras naciones hechas por Kant en este libro; no es inútil recordar, empero, que el gran pensador Kant nos informa de que los ne-gros, según sus fuentes, no han dado trazas de poseer capacidad intelectual alguna, aparte de las más elementales. La gran capa-cidad intelectual, por lo visto, no impedía al poseedor de la misma emitir juicios como és-tos, lo cual es indicativo de uno de los misterios más indescifra-bles de la condición humana: la coexistencia de elevados cocien-tes intelectuales con la estupidez más supina.

La obsesión categorizante desafía las formaciones acadé-micas más refi nadas, sin duda, y nadie está protegido de sus ex-cesos. Se argumentará con razón en defensa del pobre Kant que su época era ignorante de cultu-ras ajenas y que su experiencia se limitaba a su ciudad y sus contornos. Pero es sabido que incluso quienes conviven largo tiempo con culturas foráneas pueden persistir en categoriza-ciones superfi ciales, como lo demuestra la larga y tortuosa historia del colonialismo. La ne-cesidad de clasifi car de modo rápido y mecánico es connatu-ral a la naturaleza humana, se diría, y el uso mismo del len-guaje la impone. Hasta puede aducirse que procura ventaja evolutiva. Si ante la rápida aproximación de un objeto de dimensiones aparentemente su-periores a la propia, de colora-ción más bien amarilla-naranja interrumpida por franjas de co-lor negro, a todas luces en pose-

sión de moción propia y emi-tiendo un sonido más bien ron-co, no hubiésemos reaccionado en nuestro amanecer homínido con inmediata e instintiva des-confi anza, es probable que ni el que escribe ni el que lee estuvié-ramos en este momento donde estamos. Ante un tigre ham-briento no cabía sino correr o tirarle piedras, sin mayores ma-tizaciones o fl exibilidad cogniti-va (matizaciones siempre teóri-camente posibles; a fi n de cuen-tas, podría tratarse de un tigre en posesión de rasgos angelica-les, del loco de Turok haciéndo-nos una broma enfundado en una piel de tigre o incluso de nuestra suegra en un mal día). Pero por si acaso, o correr, o pe-lear. Catalogar dicho objeto con premura era cuestión de vida o muerte. Puede aducirse que una reacción similar estaba justifi ca-da para con otros homínidos u otras tribus, cuyas intenciones para con nosotros podrían ha-ber sido algo menos que sagra-das. Argumentos como el evo-lutivo, no obstante, son presa de todas las objeciones de que el biologismo se ha hecho merece-dor; pero de nada sirve denegar-le cierto rol explicativo, cuando menos hipotética o metafórica-mente. El caso es que clasifi ca-mos, y lo hacemos con profu-sión y no poca irresponsabili-dad, como hemos visto en el caso del genio de Königsberg, hoy Kaliningrado por esas velei-dades de la historia. Y la genia-lidad no protege del vicio.

Un multiculturalismo‘pilarizado’La genialidad tampoco ha salva-do a los holandeses, para volver a mi experiencia personal. Tuve ocasión de tratar con las organi-zaciones de minorías en este país a través de mi trabajo en el Centro de Ámsterdam para Ex-tranjeros. Las instancias guber-namentales de Holanda, como era de esperar, han coordinado sus tratos con las minorías tur-cas, marroquíes y surinameñas, que son las principales, median-te la creación de nada menos que algo así como pilares, a la

manera más tradicional holan-desa. Al mismo tiempo ha pre-tendido estimular su integra-ción en la sociedad huésped. No es de extrañarse, en mi humilde y marxista-lennonista opinión, que en el momento de escribir este comentario el Parlamento se halle debatiendo el fracaso de las políticas de integración en este tolerante país. ¿Cómo pue-de esencializarse algo, la etnia marro quí, por ejemplo, y a la vez esperar de la misma que re-nuncie a partes que considera vitales de su “visión del mundo” para integrarse en un mundo que considera imperfecto, pero del que está más que dispuesta a recibir dinero?

Además, cabe observar que los órganos de consulta de las minorías, a los que el Gobierno acude o acudía y que animó a formar subsidiándolos con ge-nerosidad, serán todo lo étnicos que se quiera pero democráticos no han sido jamás. Las personas que representan a dichas mino-rías no han sido nunca elegidas en consulta con su base, provie-nen con frecuencia de la tradi-ción política marxista o de la actividad religiosa, y ocupan di-cho lugar sólo en virtud de sus contactos con personas deciso-rias en la Administración. Mu-chas veces se han autoelegido representantes del pueblo, for-mado una organización –algo muy fácil en Holanda– y acce-dido a suculentos fondos. Pre-guntados, la mayoría de miem-bros de sus así llamadas “etnias”, ni siquiera saben de su existen-cia, si bien aceptan con deferen-cia su interlocución, dado que alguien tiene que hacerlo.

Estos órganos consultivos existen a nivel nacional o muni-cipal, e incluso de barrio, y lle-van la estampa nacional a cues-tas: Centro Marroquí de Muje-res, Organización Turca de Trabajadores, Centro Cultural de Surinam, o la estampa conti-nental, como la Asociación Na-cional de Exiliados Sudamerica-nos, famosa por sus juergas he-liogabálicas donde el consumo etílico superaba los límites bio-lógicamente permitidos de su-

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pervivencia y que hubo de des-hacerse en medio de un escán-dalo de fondos evaporados mis te rio samente y por la gra-dual carencia de dictaduras a las que apelar para la propia victi-mización. Fuera como fuere, dichas abstracciones pilarizantes proveían al Gobierno de Holan-da de la tranquilidad mental necesaria, a la vez que alegraban los días grises de algunos extran-jeros, recipiendarios de fondos destinados a fi nes más que polí-ticamente correctos, algunos de los cuales, cabe decirlo, sí que se realizaban. Pero todo no dejaba de ser una abstracción no pocas veces grotesca y hasta peligrosa. No en vano el escritor Amin Maalouf tituló su libro sobre el problema del multiculturalismo –que recomiendo leer– Identi-dades asesinas. No es que haya corrido mucha sangre en Ho-landa, gracias a Dios; pero que la adscripción de identidades fi jas a poblaciones complejas se haya hecho sin mancharse las manos de sangre simbólica es mucho más que discutible.

Tomemos el ejemplo de los marroquíes, que conozco direc-tamente por mi surrealista tra-bajo para una organización de dicha “etnia”. Suponer que exis-te algo así como una identidad marroquí es más atrevido que hablar de una identidad “barce-lonista” o “madridista”. Estos últimos saben al menos qué es lo que los une; los primeros, en cambio, aparte de las fronteras y del apoyo ocasional a su equipo de fútbol durante los mundia-les, están fracturados por divi-siones harto conocidas para los estudiosos de cualquier socie-dad. La lengua, por ejemplo. Un buen porcentaje de la po-blación habla bereber y posee una cultura bereber (distinta, por otra parte, en cada región); y no son pocos los izquierdistas étnicos que consideran aún la cultura de origen árabe como una invasión imperialista que oprimió al pueblo bereber. De-pendiendo de si uno se conside-ra musulmán o no, dicha inva-sión árabe contribuyó con la religión y la civilización islámi-

ca; o estropeó la original pureza de las religiones aborígenes be-reberes, las que, huelga decirlo, son ejemplos de un comunismo primitivo rozagante de inocen-cia y felicidad. Luego, no se piense que el mundo marroquí no hace distinción entre la gen-te del Norte y la del Sur, o entre la gente del campo y la ciudad, o de las montañas y la costa. Ya en Holanda, tampoco se piense que la gente de primera genera-ción, generalmente campesinos traídos como mano de obra ba-rata y no pocas veces analfabe-tos, no es distinta en muchos e importantes aspectos (más im-portantes a menudo que el ori-gen nacional) de la gente de se-gunda generación, escolarizada, más liberal, con valores euro-peos internalizados, con domi-nio de la lengua neerlandesa que sus padres aún chapurrean después de veinte años de resi-dencia. Pues bien, todas estas gentes, con sus particularidades y hábitos propios, sus esperan-zas y temores divergentes, sus inevitables diferencias indivi-duales y sociales, son gra cio-samente metidas en el mismo saco por el Gobierno y la prác-tica totalidad de la sociedad ho-landesa: todos son extranjeros primero (hasta los de segunda generación), y étnicamente marro quíes después, para bien o para mal, y sea lo que sea lo que esto signifi que. Y así se trata con ellos, lo sepan o no los recipien-darios de la supuesta ayuda, a través de sus intermediarios auto elegidos, de forma mucho menos que democrática.

El multiculturalismo como género literarioLo que no puede dejar de seña-larse, en continuidad con esta magia abstractora de la que aca-bamos de hablar, es que la con-fección de estas identidades y el modo de trabajo de las organi-zaciones encargadas de ayudar a sus portadores es uno de los ho-menajes más conmovedores que pueda haberse hecho al poder de la palabra y de la literatura posmodernista en estos tiem-pos. Si es verdad que los géneros

literarios son ilusiones o conve-niencias creadas por los es ta-mentos académicos para justifi -carse a sí mismos –o manifesta-ciones de un ubicuo y temible Poder (sí, con mayúscula) pug-nando por extender, como dije-ra un colega mío alguna vez, sus “viscosos tentáculos” por todas partes–, se concederá entonces que las descripciones de proyec-tos, los reportes, las notas, las investigaciones, minutas, infor-mes o evaluaciones que consti-tuyen la vida diaria de las orga-nizaciones no gubernamentales holandesas –el país de las reuni-ones de trabajo por excelencia, como dijera una antropóloga rusa que estudió esta costumbre ritual en la etnia norneerlande-sa– son ejemplos tan preclaros de literatura como el Lazarillo, reporte anónimo de una vida marginal, o El Proceso, descrip-ción metafórica perfecta de la burocracia clasifi catoria de cual-quier país. Un poder bastante real, por otra parte, como pude comprobar.

Una de las organizaciones para las que trabajé dependía directamente para su subsisten-cia de la verosimilitud con que estaban escritos estos proyectos, al igual que depende cualquier pieza literaria, como sabe el res-petable. Financiada por la pro-vincia de Noord-Holland, debía presentar un plan de prestacio-nes cada año para justifi car el sustancioso subsidio que permi-tía supuestamente contribuir a la integración de las minorías en este país. La organización con-taba con más de treinta perso-nas; pero sólo una mínima parte en calidad de contratados fi jos y con sueldos que hubieran hecho llorar de alegría, por decir algo, a cualquier médico peruano de cualquier hospital del Estado (y a mí también, dicho sea de pa-so, de haberlos tenido), pues el resto eran trabajadores subsi-diados por el Estado que no costaban nada y hasta aporta-ban ingresos en la forma de más subsidios para su integración al tra bajo. Está de más decir que el que escribe se contaba entre es-tos últimos y que buena parte

de los subsidiados eran extran-jeros. Mi tarea consistía en dise-ñar, discutir, investigar la viabi-lidad y escribir proyectos en el área cultural para los inmigrantes y los refugiados.

Para darme una mejor idea de los objetivos de la organiza-ción tuve que revisar el plan de prestaciones. Mi sorpresa fue si-milar a la disonancia cognitiva mencionada en el primer párra-fo, aunque de carácter más fi lo-sófi co y distendido. La cantidad de proyectos que esta organiza-ción supuestamente llevaba a cabo era tan grande que me pre-gunté si no me había confundi-do y estaba revisando los planes del Ministerio de Asuntos So-ciales. Nada de eso: todos los proyectos, decenas de ellos, esta-ban en curso y bellamente resu-midos, hasta con cifras y tablas (astuto recurso retórico, diría algún Derridaniano), y sí perte-necían a la susodicha organiza-ción. Pero su existencia tenía una naturaleza similar a la de las identidades que decía proteger y auxiliar: un pie en la realidad y el cuerpazo en el mundo supra-lunar. En otras y más sublunares palabras: todos aquellos proyec-tos eran fundamentalmente criaturas de palabras, habiéndo-se realizado tan sólo una mínima parte de ellos o sólo un esfuerzo esporádico para su realización. Pero había que ver qué palabras. No pocas veces me emociona-ron las intensas evaluaciones de la situación histórica y actual de los grupos humanos a los que iban destinados los proyectos, el perfecto equilibrio de hechos científi cos y alusiones bibliográ-fi cas especializadas con especu-laciones aventuradas o gratuitas o simples clichés humanitaristas que elevaban el tono dramático del texto y promovían el involu-cramiento del lector. Si las tele-novelas han sido incorporadas en narraciones serias de la litera-tura mundial (piénsese en mi compatriota Vargas Llosa y el uso de la radionovela en La tía Julia y el escribidor), el texto ge-nérico del mundo del bienestar no desestima esta tendencia en absoluto y no pocas veces la su-

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pera por su simpleza cuasi-in-fantil aunada a su trasfondo (materialista) científi co. Títulos como Llenos de confi anza y en-frentando el futuro, o Juntos todos podemos, o Más color es más bo-nito (que en traducción no dejan de perder la fabulosa ingenuidad del original y sus muchas conno-taciones), pueden preparar al lector a una melosa fábula ideo-lógica (que también lo son, claro está), pero la estructura arquitra-bada, la sorpresiva cita fi losófi ca, la no pocas veces abundancia de tablas estadísticas, y los morales y sesudos objetivos le situarán en ese terre no límbico donde el convencimiento enraíza y la lite-ratura prospera. Lo de límbico lo digo en doble sentido, por si aca-so, el biológico y el fronterizo. Y no puedo omitir un hecho más que emparenta estas narrativas con la literatura posmoderna: son en su mayor parte hechas por el sólo hecho de hacerlas, aunque también con fi nes lucra-tivos y todos tan contentos. Contenta la organización subsi-diante y contento el recipienda-rio. Y en ocasiones, el étnico de turno. Un arte por el arte prácti-co, diríase, si se me perdona la paradoja.

Humorismo multiculturalEstas obras maestras del mundo del bienestar no tienen otra ra-zón de ser que la de la perpetua-ción de los fl ujos subsidiantes, y acaban su existencia en cual-quier polvorienta biblioteca de ONG –en el mejor de los ca-sos– o bajo una ruma indescifra-ble de papeles en cualquier cajón de cualquier escritorio burocrá-tico. Su fecha de caducidad, huelga insistir, es más perentoria que la de los guisantes del ultra-marino más descuidado (perte-neciente a algún turco, casi se-guro). Y que este universo de palabras soporte un mundo tan extendido en sociedades como estas no ha dejado de fascinarme y de hacerme refl exionar sobre el poder mágico de lo intangi-ble. Poder que comparte con las intangibles identidades que son el origen de este artículo.

Adivino la objeción más evi-

dente: pero se han hecho y se hacen cosas para las minorías. Desde luego, respondo, se ha-cen cosas. Lo extraño sería que no se hicieran. Se han venido haciendo desde que el hombre es hombre; y si no lo cree el lec-tor, que examine la no tan leja-na historia de los Mongoles, feroces conquistadores que, sin embargo, ejercieron una tole-rancia religiosa que no consi-guieron los europeos hasta siglos después. O la historia de Espa-ña, donde como quiere el lugar común convivieron culturas di-ferentes bajo diferentes regíme-nes y en diferentes combinacio-nes. Tanto como exterminarnos unos a otros, nos hemos aguan-tado también, qué duda cabe, como especie humana. Pero constatar este hecho no elimina la realidad mágico-realista men-cionada: las categorías usadas y los proyectos diseñados en este mundo multicultural son, en buena medida, fi cciones, más o menos útiles, más o menos an-cladas en la realidad sublunar con un dedo, un pié o una pier-na, pero no más.

¿Y qué tiene que ver con todo esto el marxismo-lennonismo? Como dije, para cambiar de ac-titud simplemente. En cierta ocasión Marx, el de verdad –o sea, Groucho–, concluyó una alocución suya a una dama di-ciéndole algo así como “y bueno, estos son mis principios. Pero si no le gustan, también tengo otros”. Y de esto es de lo que se trata: de la posibilidad de poder cambiar de principios, o de cate-gorías, o nociones, o axiomas, o marcos conceptuales, o como quiera llamárselos, cuando se ve que más que ayudar, estorban, y que más que aclarar, enturbian. Pues esto es lo que pasa ahora en el reino europeo de lo multicul-tural: que vivimos de ilusiones, abstracciones, generalizaciones y fi cciones, cuya utilidad es más que dudosa y su justifi cación empírica, casi nula. Además, co-mo escribiera Lennon a raiz de la revolución: todos queremos cambiar el mundo, pero empe-cemos por cambiar nosotros mismos. Y por nosotros mismos

me refi ero a todos: europeos, étnicos, folklóricos o culturólo-gos. Cada quien debe hacer lo suyo y en cada circunstancia; y pretender hallar fórmulas mági-cas de ingeniería social para to-das las circunstancias e instan-cias posibles sólo puede hacer de este proceso un cacao men-tal, como dicen en España. Un cacao verde, para más señas.

Y por último, lo más impor-tante: el humor y la ironía. Sin humor no hay fl exibilidad, ni distancia crítica, ni relajación creativa, ni ganas de acercarse a nada ni a nadie. Y sin ironía fes-tiva se fosiliza la mente. Y sabe-mos muy bien lo que mentes fosilizadas pueden hacer: pre-gúntesele a los étnicos aztecas sobre sus jolgorios sacrifi ciales o a los serbios de Mladic sobre los musulmanes de Sebrenica (y de paso al comandante de los cas-cos azules holandeses encarga-dos de protegerlos, que recibió sonriente regalitos de manos de este último y ni siquiera se atre-vió a llevarse al hermano de su traductor bosnio. Algo que hace preguntarse si hubiera hecho lo mismo de tratarse de ingleses o franceses en lugar de musulma-nes). Porque las identidades, en verdad, pueden ser asesinas, pe-ro lo serán menos mientras este-mos dispuestos a abandonarlas o mearnos de risa de ellas si fue-ra necesario, en aras de fi nes superiores a su conservación.

Si las constituciones moder-nas consagran la libertad del individuo, ésta puede tomar también la forma de la elección de la propia identidad, o de la asunción de más de una identi-dad, o la burla de todas sin ne-cesidad de que me pregunten que a qué etnia pertenezco, o de que me vea empujado a incluir-me en una identidad prefabrica-da para acceder a mi derecho de protección ciudadana. Quizá uno mismo sea peruano, o in-dio, u holandés (o todo a la vez), pero quizá decida, como aquel compatriota del que habla un artículo de mi otro compa-triota, Vargas Llosa, hacerme monje ortodoxo griego o casar-me con Yoko Ono, aunque can-

te espantoso y no la quieran mis amigos. Porque si no va a acep-tar la dama seductora de la rea-lidad o la libertad mis requeri-mientos, mejor le muestro otros principios, que los antiguos ya no operan o no operan ahora, aunque sean tan válidos como antes. Pues sólo un cínico vería en esto cinismo. Todos sabemos que hay principios universales cuya validez supera la mayor parte de las categorizaciones al uso, incluidas las ficciones étnicas. De igual modo sabemos que hay principios relativos cu-ya validez se nos muestra como tal en la vida misma. Es verdad que aún puedo, por ejemplo, querer romperle la nariz al felón de tercero de media que me jo-dió mi bicicleta hace treinta años; pero sé íntimamente que en el fondo ya no me importa la bicicleta, porque ahora tengo coche y muchas canas. Y sé que el valor de la alfalfa depende de si soy cobaya o hiena. ¿Por qué no iba a ser lo mismo con las identidades y las etnias? Riámo-nos un poco más marxista-len-nonistamente de las culturas y las etnias, y quizá la oxigenación que asegura la risa ilumine nuestra mente con nuevas ideas y soluciones a los problemas concretos que plantea el hecho simple y antiguo como la tierra de vivir con vecinos que se cor-tan el prepucio o llevan turban-te o muestran sospechosas mez-clas como la mía, pero que son completos en su individualidad y unicidad. ■

Frans Van Den Broek es profesor de Filosofi a y Literatura en la Universidad de Amsterdam.

Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

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L as razones y causas de la conclusión de la Guerra Civil española con una

victoria absoluta y rotunda del bando franquista y la conco-mitante derrota total y sin pa-liativos del bando republicano continúa siendo una cuestión palpitante. Desde luego, no era un resultado que estuviera implícito en la división de fuerzas configurada a finales de julio de 1936, cuando am-bos bandos estaban virtual-mente empatados y operaban bajo la amenaza de parálisis completa en vista de sus esca-sos medios materiales para se-guir combatiendo y la ausen-cia de fuentes de suministros militares sufi cientes para soste-ner un esfuerzo bélico de en-vergadura.

La relación de fuerzasen 1936A este respecto, hay que recor-dar que cuatro días después del inicio de la sublevación los mi-litares sublevados sólo habían logrado implantar su dominio indiscutido sobre todas las co-lonias (Marruecos, Ifni, el Sá-hara y Guinea), una amplia zona del oeste y centro penin-sular (Navarra, Álava, León, Castilla la Vieja, Galicia, Cáce-res y la mitad de Aragón), un reducido núcleo andaluz (en torno a Sevilla, Cádiz, Córdo-ba y Granada) y los archipiéla-gos de Canarias y Baleares (sal-vo la isla de Menorca).

Sin embargo, la rebelión había sido aplastada por un pequeño sector del Ejército fi el al Gobierno, con ayuda de milicias obreras armadas ur-gentemente, en dos grandes zonas separadas entre sí: la zo-

na centro-sur y este peninsular (incluyendo Madrid, Barcelo-na y la región catalana, además de Badajoz, La Mancha, Va-lencia y toda la costa medite-rránea hasta Málaga) y una es-trecha y aislada franja norteña (desde Guipúzcoa y Vizcaya, en el País Vasco, hasta toda Asturias, menos Oviedo, y la provincia intermedia de San-tander)1.

El territorio decantado fi -nalmente hacia el Gobierno republicano era el más densa-mente poblado y urbanizado (englobando a unos 14,5 mi-llones de habitantes y a las principales ciudades), el más industrializado (incluyendo la siderometalurgia vasca, la mi-nería asturiana y la industria textil y química catalana) y el de menores posibilidades agrarias y alimenticias (excep-tuando los productos horto-frutícolas de la rica huerta le-vantina).

Por el contrario, el área en manos de los militares insur-gentes tenía menos población y mayor poblamiento rural (unos diez millones de habi-tantes), muy débil infraestruc-tura industrial (aunque incluía las minas de piritas de Huelva y las minas de hierro marro-quíes) e importantes recursos alimenticios agrarios y ganade-

ros (más de dos tercios de la producción triguera, la mayor parte de la patata y legumbres y poco más de la mitad del maíz).

No obstante, ese reparto ge-nérico era especialmente gra-voso para los intereses del ban-do republicano en virtud de su escisión geográfi ca y la falta de conexión entre áreas industria-les y zonas de consumo: ni el carbón asturiano ni el hierro vasco podían abastecer a la in-dustria catalana o levantina ni los productos de ésta podían llegar a los mercados urbanos de la franja norteña leal. En palabras de Josep M. Bricall, “los rebeldes les habían arreba-tado el mercado de su indus-tria y los productos básicos para esta industria y para el consumo de la población”2.

En el orden financiero, la República tenía ventaja por-que controlaba las sustanciales reservas de oro del Banco de España, cuya movilización ser-viría como medio de pago de los suministros importados del extranjero, en tanto que sus enemigos carecían de recursos constantes análogos y sólo dis-ponían de sus posibilidades exportadoras para obtener di-visas aplicables a las ineludi-bles compras exteriores. Esta ventaja inicial en recursos in-dustriales y financieros por parte de la República hizo creer a algunos de sus dirigen-tes que la prueba de fuerza planteada por los sublevados

podría ganarse. Así lo hizo ex-plícito Indalecio Prieto, el lí-der de la facción moderada del partido socialista, en una alo-cución radiada el 8 de agosto de buscado tinte optimista (por más que la realidad cono-cida no fuera tan idílica):

‘‘¿De quién pueden estar las ma-yores posibilidades de triunfo en una guerra? De quien tenga más medios, de quien disponga de más elementos. Esto es evidentísimo... Pues bien: to-do el oro de España, todos los recur-sos monetarios válidos en el extranje-ro, todos, absolutamente todos, están en poder del Gobierno... La guerra es hoy, principalmente, una guerra in-dustrial. Tiene más medios de vencer aquella parte contendiente que dis-ponga de mayores elementos indus-triales... Todo el poder industrial de España... está en nuestras manos3’’.

En términos militares, co-mo ya se ha visto, los subleva-dos contaban con la totalidad de las bien preparadas y per-trechadas fuerzas de Marrue-cos (especialmente el contin-gente humano de la temible Legión y de las Fuerzas de Re-gulares Indígenas: “los mo-ros”) y con la mitad de las fuerzas armadas existentes en la propia Península, con una estructura, equipo y cadena de mando intactas y funcional-mente operativas. El mayor problema en este ámbito resi-día en las difi cultades de trans-porte del llamado “Ejército de África” a la Península (habida cuenta de la falta de flota y aviones para llevarla a cabo), motivo por el cual su máxima

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1 Una panorámica clásica de esos “tres días de julio” tan cruciales y deter-minantes se ofrece en Luis Romero, Tres días de julio: 18, 19 y 20 de 1936, Ariel, Barcelona, 1967. Una revisión actualiza-da se halla en las colaboraciones de Ga-briel Cardona y Fernando Fernández Bastarreche en el vol. 4 de la colección La Guerra Civil, Historia 16, Madrid, 1986, dedicado a ‘El 18 de julio. La su-blevación paso a paso’.

H I S T O R I A

1939: VICTORIA ABSOLUTAY DERROTA TOTAL

ENRIQUE MORADIELLOS

2 Josep M. Bricall: ‘La economía espa-ñola, 1936-1939’, en M. Tuñón de Lara, La guerra civil española. 50 años después, págs. 358-417 (cita en pág. 365), Labor, Barcelona, 1985.

3 Fragmento del discurso reproducido en Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérda-lo a otros, vol. 1, pág. 153, Crítica, Barce-lona, 1979.

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autoridad, el general Francisco Franco, había emprendido sus propias gestiones para hacer posible la empresa mediante el apoyo aéreo italiano y alemán. El 25 de julio, desde Tetuán, Franco solicitaba nuevamente al cónsul italiano en Tánger ese apoyo y daba cuenta de la favorable situación militar pre-sente:

‘‘General Franco declara que de 8 divisiones (militares) regionales espa-ñolas, 5 están en su poder, esto es: Galicia, Burgos, Valladolid, Zaragoza, Sevilla. Están además en su poder cuarteles Baleares, Canarias y toda zo-na protectorado Marruecos, así como el cuartel Primera División Badajoz. Ha ocupado también bases navales Cádiz y Ferrol. General Mola ha ocu-pado sólidamente vertiente Guadarra-ma (en Madrid) y está momentánea-mente posición espera para organizar fuerzas militares voluntariamente allí afl uyentes antes de reemprender mar-cha hacia Madrid. Me asegura poder resistir por tiempo ilimitado tales po-siciones.

Sus necesidades máximas de mate-rial son las siguientes: doce aviones de

transporte, diez aviones caza y diez aviones reconocimiento. (...)

General Franco me asegura que con tal material y con fuerzas armadas y armas de que dispone es seguro éxito aunque franceses continúen suminis-trando armas a sus adversarios con el ritmo actual.

Impresión mía y Agregado Militar es que, dada sinceridad con la cual Franco me ha expuesto siempre la si-tuación, se debe prestar fe a sus indica-das declaraciones4’’.

Frente a la relativa confi an-za que transparentaba Franco y que imperaba en la zona su-blevada, en la zona republica-na las autoridades estaban realmente aterradas por la si-tuación en su fuero interno. Tanto que el jefe del Ejecuti-vo, Santiago Casares Quiroga, dimitió de su cargo el mismo

día 18; el republicano mode-rado Diego Martínez Barrio fracasó en su efímero intento de formar un gobierno para mediar con los rebeldes aque-lla tarde-noche, y, por último y por exclusión, el azañista Jo-sé Giral tuvo que sustituirlo al frente de un nuevo Gabinete exclusivamente republicano el 19 de julio de 1936.

Para entonces era evidente que el Gobierno había sufrido la defección de más de la mitad del generalato y de cuatro quintas partes de la ofi cialidad, viéndose obligado a disolver la casi totalidad de sus unidades por decreto de aquel 19 de ju-lio: “Quedan licenciadas las tropas cuyos cuadros de mando se han colocado frente a la le-galidad republicana”. Ese mis-mo día, muy consciente de su falta de medios y pertrechos bélicos, Giral remitía su de-manda telegráfi ca de ayuda mi-litar al nuevo Gabinete del Frente Popular que había asu-mido el poder en Francia esca-samente dos meses antes:

“Hemos sido sorprendidos por un peligroso golpe militar. Solicitamos que se ponga en contacto con noso-tros inmediatamente para suministrar-nos armas y aviones”5.

Apenas un mes más tarde, el agregado militar francés en Madrid, teniente coronel Lo-uis-Henri Morel, informaría de la situación militar en España a

sus superiores en París con no-table pesimismo:

‘‘Podemos decir que a principios de agosto los cuadros del antiguo Ejército, salvo una media docena de generales, algunos coroneles y ofi cia-les, habían dejado de existir. Las uni-dades sublevadas fueron disueltas lo mismo que las que no se pronuncia-ron, pero que eran sospechosas. Se tomaron medidas de movilización de los reemplazos de 1934-1935, pero parece que sin efecto. Recientemente (16 de agosto) se ha subordinado la aceptación de ofi ciales de carrera a una autorización de los partidos del Frente Popular6’’.

La gravedad de la situación se acentuaba porque, dada la ausencia de esos instrumentos coactivos, la defensa de la lega-lidad republicana había queda-do en manos de milicias sindi-cales y populares improvisadas y a duras penas mandadas y dirigidas por los escasos man-dos militares que se mantuvie-ron leales. Y había sido una combinación de esas fuerzas de seguridad leales y milicianos sindicales y partidistas la que había conseguido el aplasta-miento de la sublevación en las grandes capitales y centros ur-banos. Como reconocería des-pués un periodista anarquista barcelonés que participó en los combates al lado de las fuerzas de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto:

‘‘La combinación fue decisiva. A pesar de su combatividad, de su espí-ritu revolucionario, la CNT sola no habría podido derrotar al Ejército y a

4 Telegrama del cónsul para el minis-tro Ciano, 25 de julio de 1936. Reprodu-cido en Ismael Saz Campos: Mussolini contra la Segunda República. Hostilidad, conspiraciones, intervención, pág. 184. Ins-titució Valenciana d’Estudis e Investigació, Valencia, 1986.

5 Recogido en la declaración de Léon Blum, socialista y jefe del Gobierno frente-populista, ante la Comisión de la Asamblea Nacional francesa, 23 de julio de 1947. Reproducida en Enrique Moradiellos: El reñidero de Europa. Las dimensiones interna-cionales de la Guerra Civil española, págs. 268-269. Península, Barcelona, 2002.

6 Informe del 25 de agosto de 1936. Citado en Jaime Martínez Parrilla: Las fuerzas armadas francesas ante la Guerra Civil española, pág. 106. Ejército, Ma-drid, 1987.

Franco, Mussolini y Hitler

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la polícia juntos. De haber tenido que luchar contra ambos, en unas pocas horas no habría quedado ni uno de nosotros7’’.

No obstante la catástrofe que supuso la práctica disolu-ción de su Ejército, la Repú-blica pudo congratularse por retener en sus manos casi dos tercios de la minúscula fuerza aérea y algo más de la anticua-da fl ota de guerra, cuya mari-nería se había amotinado con-tra los ofi ciales rebeldes y ha-bía implantado un bloqueo del estrecho de Gibraltar para evitar el traslado de las decisi-vas tropas marroquíes al man-do del general Franco.

En definitiva, aunque ha-bían triunfado ampliamente en la España rural y agraria, el fracaso de los militares suble-vados en las partes de España más modernizadas, incluyen-do la propia capital del Estado (cuyo dominio conllevaba el reconocimiento jurídico inter-nacional), les obligaba a em-prender su conquista mediante verdaderas operaciones bélicas. El golpe militar parcialmente fallido devenía así en una ver-dadera y cruenta guerra civil. Y como ningún bando dispo-nía de los medios y el equipo militar necesarios y sufi cientes para sostener un esfuerzo béli-co de envergadura, ambos se vieron obligados a dirigirse de inmediato en demanda de ayuda a las potencias europeas más afines a sus postulados, abriendo así la vía al crucial proceso de internacionaliza-ción de la contienda.

La guerra totalLa distribución inicial de fuer-zas materiales entre los dos bandos contendientes ofrecía, por tanto, la imagen de un empate virtual imposible de alterar con la movilización de los recursos propios y endóge-nos. Y nada en esa situación coyuntural hacía presagiar una

victoria total o una derrota sin paliativos por parte de ningu-no de ambos contendientes.

Por si fuera poco, más ade-lante, en varias ocasiones du-rante el despliegue cronológi-co del confl icto (en virtud de razones internas tanto como exteriores), volvió a parecer sumamente improbable dicho fi nal efectivo y tomó cuerpo como posibilidad viable la idea de una mediación inter-nacional o una capitulación negociada para poner término al confl icto: en el verano de 1937, cuando las primeras ofensivas republicanas en Bru-nete y en Belchite demostra-ron la existencia de una má-quina militar con cierta capa-cidad de ataque y maniobra (con el consecuente desánimo ítalo-germano y las paralelas gestiones anglo-francesas en pro de un armisticio); en el invierno de 1937-1938, cuan-do tiene lugar la única victoria ofensiva republicana con la ocupación efímera de la ciu-dad de Teruel (en el contexto de una tensión creciente de la entente anglo-francesa ante la anunciada anexión alemana de Austria), y en el verano de 1938, cuando el asalto repu-blicano en la desembocadura del Ebro desbarata el avance franquista sobre Valencia y da origen a la batalla más larga y cruenta de toda la contienda española (en vísperas de la grave crisis germano-checa que puso a Europa al borde de la guerra general).

Sin embargo, ni un armis-ticio ni una mediación inter-nacional ni una capitulación negociada y condicionada pusieron término al confl icto fratricida. Y no fue así al fi nal por varias razones difíciles de aquilatar y ponderar en su medida exacta. El presidente Manuel Azaña, ya en su exi-lio en Francia desde febrero de 1939, enumeraría con no-table perspicacia las razones de la abrumadora derrota re-publicana (más que los moti-vos de la victoria total fran-quista):

‘‘El presidente considera que, por orden de importancia, los enemigos del Gobierno republicano han sido cuatro. Primero, la Gran Bretaña [por su adhesión al embargo de ar-mas prescrito por la política colectiva de No Intervención]; segundo, las disensiones políticas de los mismos grupos gubernamentales que provo-caron una anarquía perniciosa que fue total [favorable] para las opera-ciones militares de Italia y Alemania en favor de los rebeldes; tercero, la intervención armada ítalo-germana; y cuarto, Franco8.

No discreparía demasiado de ese juicio en sus memorias un dirigente enemigo como era Pedro Sainz Rodríguez, profesor de literatura, conspi-rador monárquico y ministro de Educación del primer go-bierno de Franco durante la guerra civil. Aunque su esti-mación se centraba en el pri-mero y tercero de los motivos (signifi cativamente, ambos de orden internacional) aludidos por Manuel Azaña:

Muchos españoles, desorientados por la propaganda anti-inglesa del régimen de Franco, creen de buena fe que conseguimos nuestra victoria exclusivamente por la ayuda italiana y alemana; yo tengo la convicción de que, si bien ésta contribuyó, la razón fundamental por la que ganamos la guerra fue la actitud diplomática de Inglaterra, que se opuso a una inter-vención en España9.

El juicio de los historiado-res no está muy lejos de com-partir y suscribir esas aprecia-ciones de testigos y protago-nistas, aunque pueda alterar el orden de prioridades y el peso de cada factor. Así, al menos, se observa en el balance apun-tado cuarenta años más tarde por Raymond Carr y Juan Pa-blo Fusi:

¿Por qué ganaron los nacionalis-tas? La respuesta, como en todas las guerras, es: un liderazgo y una disci-plina superiores en el Ejército, y un

esfuerzo militar respaldado por un gobierno de guerra unificado. Los nacionales fueron mejor ayudados que la República por sus simpatizan-tes extranjeros en cuanto a suminis-tros de armas: la Legión Cóndor ale-mana y las tropas y el material italia-nos compensaron sobradamente la ayuda soviética al Frente Popular, que tan vital fue en las primeras fases de la guerra. Igualmente importantes fueron el disciplinado ejército africa-no bajo las órdenes de Franco y el adiestramiento superior de los ejérci-tos nacionales(...) La disciplina mili-tar de los nacionales era un refl ejo de su unidad política: la debilidad mili-tar del Frente Popular, una conse-cuencia de sus luchas políticas intes-tinas10’’.

También es cierto que ese balance historiográfi co no es unánimemente aceptado por todos los historiadores. A títu-lo de ejemplo relevante, el ge-neral Ramón Salas Larrazábal, excombatiente en el bando franquista, discrepa de que el apoyo ítalo-germano a Franco fuera superior en número o calidad a la ayuda soviética a la República e infl uyera cru-cialmente en el desenlace de la contienda. Y se inclina a resaltar como razones priori-tarias del triunfo fi nal nacio-nalista su superior efi cacia ad-ministrativa y su mayor entu-s ia smo mora l y a r ra igo popular:

‘‘El Gobierno perdió fi nalmente la partida porque su infl uencia sobre el país decayó continuamente a lo largo de la guerra al tiempo que cre-cía en igual medida la de sus enemi-gos victoriosos. (...)

La discordia en el campo republi-cano no fue un factor con infl uencia decisiva en la guerra y, aun en el caso de que lo hubiera sido, sólo serviría para demostrar la incapacidad de los dirigentes frentepopulistas para diri-gir la acción colectiva de sus masas y la ausencia de sufi ciente atractivo in-tegrador en sus programas11’’.

En todo caso, parece indu-dable que los factores apunta-

8 Declaraciones de Azaña a Isidro Fa-bela, representante de México ante la So-ciedad de Naciones, a mediados de 1939. Reproducidas en Santos Martínez Saura, Memorias del secretario de Azaña, pág.53, Planeta, Barcelona, 1999.

9 Pedro Sainz Rodríguez, Testimonios y recuerdos, págs. 234-235, Planeta, Barcelo-na, 1978.

10 Raymond Carr y Juan Pablo Fusi:España, de la dictadura a la democracia, págs. 14-15, Planeta, Barcelona, 1979.

11 Ramón Salas Larrazábal: Historia del Ejército Popular de la República, vol. 1, págs. XXII y XXIII, Editora Nacional, Madrid, 1973.

7 Testimonio de Jacinto Borrás, perio-dista de Solidaridad Obrera. Recogido en Ronald Fraser: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, pág. 141, vol. 1.

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dos por Azaña en 1939, y re-frendados por Carr y Fusi en 1979, resultan inexcusables a la hora de tratar de explicar y dar cuenta y razón del modo y manera en que terminó la Guerra Civil. No en vano, ya a principios del siglo xx, un analista bien informado como era sir Winston Churchill ha-bía profetizado que “las gue-rras de los pueblos serán más terribles que las guerras de los reyes”. Y esto porque el nove-doso concepto y realidad de “guerra total” que iba a impe-rar en la nueva centuria de-mandaría de las modernas so-ciedades industriales y de ma-sas mucho más que la s antiguas guerras de otras épo-cas previas y otras sociedades preindustriales:

“No puede ser más que una lucha cruel que... exigirá, durante años quizá, toda la población masculina de la nación, la suspensión completa de las industrias de paz y la concen-tración en un solo punto de toda la energía vital de la comunidad”12.

No otra cosa había predi-cho, algunos años antes, un notable estratega norteameri-cano al analizar las lecciones de la guerra de secesión (1861-1865) y de la guerra franco-prusiana (1870):

‘‘La estrategia adecuada consiste en infl igir golpes tan cruciales como sea posible al ejército enemigo y des-pués en causar tanto sufrimiento a la población civil que ésta sólo aspire a la paz a todo precio y así presione a su Gobierno para demandarla13’’.

Las profecías de Churchill y del general Sheridan se hi-cieron amarga realidad du-rante la gran guerra de 1914-1918, con su cosecha de mi-

llones de muertos y heridos y donde las capacidades milita-res estuvieron determinadas por la efi cacia institucional, el aprovechamiento de los re-cursos económicos y la enti-dad y fortaleza del “frente in-terior”: la moral de la reta-guardia civil y la disposición popular a asumir y soportar las privaciones y sacrificios exigidos por el esfuerzo de guerra. Como señalaría el al-to mando militar británico con posterioridad a la victoria aliada, esa cualidad de “gue-rra total” devastadora sería la principal lección derivada de la gran guerra:

‘‘Nada está más claro que el he-cho de que la guerra moderna se convierte en un intento por ahogar la vida nacional (del enemigo). Em-prendida por la fuerza de la nación en su totalidad, su objetivo fi nal es presionar al conjunto de la población enemiga, angustiarla por todos los medios posibles para obligar al Go-bierno enemigo a someterse a sus condiciones14’’.

En igual sentido se expresa-ría un militar español pocos años después, subrayando cer-teramente las enseñanzas deri-vadas de la reciente moviliza-ción general impuesta por el confl icto mundial en todos los países beligerantes, dada la necesidad de cubrir en lo po-sible la creciente brecha entre limitadas fuentes de abasteci-miento militar y reposición demográfica e ingentes des-gastes de material y de hom-bres exigidos por la Guerra Total:

Cesarán de construirse relojes, pianos, gramófonos, para dedicarse a la fabricación de espoletas, fusiles y proyectiles, y toda la industria en sus dos ramas principales, metalurgia y química, alcanzará el máximum de actividad hasta llegar a convertirse la

nación entera en una inmensa fábri-ca de material de guerra15’’.

En efecto, al igual que ha-bía sucedido con los belige-rantes de la I Guerra Mundial, los dos bandos combatientes en la contienda civil española tuvieron que hacer frente a tres grandes y graves proble-mas inducidos por la guerra total en el plano estratégico-militar, en el ámbito económi-co-institucional y en el orden político-ideológico. En gran medida, el éxito o fracaso de sus respectivos esfuerzos béli-cos dependió de la acertada resolución de estas tres tareas básicas. A saber:

1. La reconstrucción de un Ejército combatiente regular, con mando centralizado y je-rarquizado, obediencia y disci-plina en sus fi las y una logística de suministros bélicos constan-tes y sufi cientes, a fi n de soste-ner con vigor el frente de com-bate y conseguir ulteriormente la victoria sobre el enemigo o, al menos, evitar la derrota.

2. La reconfiguración del aparato administrativo del Es-tado en un sentido fuertemen-te centralizado para explotar y hacer uso efi caz y planifi cado de todos los recursos económi-cos internos o externos del país, tanto humanos como ma-teriales, en beneficio del es-fuerzo de guerra y de las nece-sidades del frente de combate.

3. La articulación en la reta-guardia de unos fi nes de guerra comunes y compartidos por la gran mayoría de las fuerzas so-ciopolíticas representativas de la población civil y susceptibles de inspirar moralmente a esa misma población hasta el pun-to de justifi car los grandes sa-crifi cios de sangre y las hondas

privaciones materiales deman-dados por esa cruenta y larga lucha fratricida.

El contexto internacionalA juzgar por el curso y desenla-ce de la Guerra Civil, parece evidente que el bando franquis-ta fue superior al bando repu-blicano en la imperiosa necesi-dad de confi gurar un Ejército combatiente bien abastecido, construir un Estado efi caz para regir la economía de guerra y sostener una retaguardia civil unifi cada y moralmente com-prometida con la causa bélica. Y, sin duda, el contexto inter-nacional en el que se libró la contienda española impuso unas condiciones favorables y unos obstáculos insuperables a cada uno de los contendientes.

No en vano, sin la constante y sistemática ayuda militar, di-plomática y fi nanciera prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, es harto di-fícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su rotunda vic-toria absoluta e incondicional. De igual modo, sin el asfi xiante embargo de armas impuesto por la política europea de no intervención y la consecuente inhibición de las grandes po-tencias democráticas occidenta-les, con su gravoso efecto en la capacidad militar, situación material y fortaleza moral, es altamente improbable que la República hubiera sufrido un desplome interno y una derrota militar tan total, completa y sin paliativos.

En este sentido, es bien re-velador el juicio contenido en el siguiente informe confi den-cial elaborado por el agregado militar británico en España para conocimiento de las au-toridades británicas:

‘‘Es casi superfluo recapitular las razones (de la victoria del general Franco). Éstas son, en primer lugar, la persistente superioridad material du-rante toda la guerra de las fuerzas na-cionalistas en tierra y en el aire, y, en segundo lugar, la superior calidad de todos sus cuadros hasta hace nueve meses o posiblemente un año. (...)

12 Discurso en la Cámara de los Co-munes en 1901. Citado en Roy Jenkins:Churchill, pág. 99. Península, Barcelo-na, 2002.

13 Declaración del general Sheridan en 1870. Citada en Hew Strachan, ‘Total War in the Twentieth Century’, en Arthur Marwick, Clire Emsley y Wendy Simpson (eds.), Total War and Historical Change: Europe, 1914-1945, págs. 255-283 (cita en pág. 255). Open University Press, Buc-kingham, 2001.

14 Apreciación hecha por el Estado Mayor del Almirantazgo en 1921. Citado en Brian Bond: Guerra y sociedad en Euro-pa, 1870-1970, Ministerio de Defensa, Madrid, 1990, pág. 151. Sobre el carácter novedoso de la “guerra total” en el siglo xx véase Michael Howard: War in European History, cap. 7. Oxford University Press, Oxford, 1987.

15 Palabras de A. Diego en 1929 en una publicación del Ministerio de la Gue-rra. Citadas en Elena San Román López: ‘Las consecuencias pacíficas de la gran guerra: la movilización industrial’, págs. 611-658 (cita en pág. 619). Hispania (Madrid), nº 187, 1994.

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1939: VICTORIA ABSOLUTA Y DERROTA TOTAL

72 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

Esta inferioridad material (de las tropas republicanas) no sólo es cuan-titativa, sino también cualitativa, co-mo resultado de la multiplicidad de tipos (de armas). Fuera cual fuera el propósito imparcial y benévolo del Acuerdo de No Intervención, sus re-percusiones en el problema de abaste-cimiento de armas de las fuerzas re-publicanas han sido, para decir lo mí-nimo, funestas y sin duda muy distintas de lo que se pretendía.

La ayuda material de Rusia, México y Checoslovaquia (a la República) nun-ca se ha equiparado en cantidad o cali-dad con la de Italia y Alemania (al ge-neral Franco). Otros países, con inde-pendencia de sus simpatías, se vieron refrenados por la actitud de Gran Bre-taña. En esa situación, las armas que la República pudo comprar en otras partes han sido pocas, por vías dudo-sas y generalmente bajo cuerda. El material bélico así adquirido tuvo que ser pagado a precios altísimos y utili-zado sin la ayuda de instructores cua-lifi cados en su funcionamiento. Tales medios de adquisición han dañado severamente los recursos fi nancieros de los republicanos 16’’.

El acierto de ese juicio del analista militar británico resul-ta corroborado por un informe remitido a Berlín por el emba-jador alemán en España, Eber-hard von Stohrer, tras la ocu-pación de Cataluña y en víspe-ras del colapso de la resistencia republicana. A tenor del mis-mo, “las causas de la derrota roja” eran las siguientes:

‘‘La explicación de la decisiva victo-ria de Franco reside en la mejor moral de las tropas que luchan por la causa nacionalista, así como en su gran supe-rioridad en el aire y en su mejor artille-ría y otro material de guerra. Los rojos, todavía sacudidos por la batalla del Ebro y en gran medida lastrados por su escasez de material bélico y sus difi cul-tades de suministros alimenticios, fue-ron incapaces de resistir la ofensiva17’’.

Todo lo anterior no quiere

decir, ni mucho menos, que la política de no intervención (la “traición de las democracias” que tanto denunciarían los lí-deres republicanos) fuera la ra-zón única y exclusiva de la vic-toria de Franco y de la derrota de la República. De ningún modo parece posible o razona-ble suscribir este tipo de senci-llas explicaciones unicausales y unilaterales, como hace el co-munista italiano Palmiro To-gliatti (delegado de la Komin-tern en la dirección del PCE desde el verano de 1937) en su informe fi nal para las autori-dades soviéticas:

‘‘Si bien la ulterior resistencia y la victoria no fueron posibles, las causas fundamentales de ello deben buscarse en la desfavorable situación interna-cional, en el apoyo que prestaron los Gobiernos francés e inglés con la po-lítica de “no intervención” y sus ne-fastas consecuencias, a los invasores ítalo-alemanes, en la traición de los grandes países democráticos de Europa occidental (Francia e Inglaterra) y de la socialdemocracia internacional al pueblo español, en el insuficiente apoyo político del proletariado de los países capitalistas, que, aun simpati-zando con la República y prestándole una gran ayuda material (actividad, sobre todo, de los partidos comunis-tas; Brigadas Internacionales…), no logró poner fi n a la intervención íta-lo-alemana ni a la política de no in-tervención18’’.

Frente a ese tipo de argu-mentaciones cabría subrayar, en todo caso, que tan impor-tante en el desenlace de la gue-rra como esa persistente inhi-bición de la entente franco-bri tánica habría s ido la sistemática intervención ítalo-germana y las limitaciones de la asistencia soviética, por mencionar sólo a las dimensio-nes internacionales presentes y operantes en la contienda. De todos modos, a nuestro juicio, lo que sí resulta innegable es otra dimensión más compleja y trascendental de esta faceta del asunto. A saber: el hecho de que el contexto internacio-nal conformado por la realidad

práctica de la política europea de no intervención incidió de manera directa y con resulta-dos diferenciales sobre el es-fuerzo de guerra de ambos bandos contendientes y sobre sus ineludibles tareas para ha-cer frente a la guerra total.

Dicho en otras palabras: los condicionamientos del marco internacional plantearon ven-tajas notorias e impusieron ser-vidumbres sustanciales que ca-da uno de los bandos utilizó, sorteó o sobrellevó a fi n de en-grosar su capacidad de acción militar, fortalecer la moral de combate de su población civil de retaguardia, y acrecentar la efi cacia de su aparato estatal y el aprovechamiento de sus re-cursos económicos. Y en este engarce y conexión dialéctica entre contexto internacional y circunstancias internas se fue-ron labrando las razones de una victoria total y los motivos de una derrota sin paliativos.

La justa ponderación de to-dos estos factores concurrentes a la hora de explicar el modo y manera de terminación de la Guerra Civil española cuenta con un precedente tentativo muy notable y distinguido. Se trata de la estimación realizada, apenas unos meses después de terminada la contienda, por el general Vicente Rojo Lluch (1894-1966), jefe del Estado Mayor Central del Ejército Po-pular de la República y auténti-co estratega supremo del bando derrotado. Su balance, por eso mismo, tiene especial valor tes-timonial al proceder de quien fuera el antagonista fundamen-tal que tuvo Franco en el plano militar durante la contienda. A juicio del general Rojo, “las causas del triunfo de Franco” se debían a un conjunto de razo-nes correlacionadas que aten-dían a varios frentes distintos:

‘‘En el terreno militar, Franco ha triunfado:

1. Porque lo exigía la ciencia mili-tar, el arte de la guerra. (…)

2. Porque hemos carecido de los medios materiales indispensables para el sostenimiento de la lucha. (…)

3. Porque nuestra dirección técnica de la guerra era defectuosa en todo el escalonamiento del mando. (…)

En el terreno político, Franco ha triunfado:

1. Porque la República no se había fijado un fin político, propio de un pueblo dueño de sus destinos o que as-piraba a serlo. (…)

2. Porque nuestro Gobierno ha sido impotente por las infl uencias sobre él ejercidas para desarrollar una acción verdaderamente rectora de las activida-des del país. (…)

3. Porque nuestros errores diplomá-ticos le han dado el triunfo al adversa-rio mucho antes de que pudiera produ-cirse la derrota militar. (…)

En el orden social y humano, Franco ha triunfado:

1. Porque ha logrado la superiori-dad moral en el exterior y en el inte-rior. (…)

2. Porque ha sabido asegurar una cooperación internacional permanente y pródiga. (…)19’’.

Cabría discutir el orden de prelación y la importancia res-pectiva de cada una de esas ra-zones expuestas por el general Rojo con el característico laco-nismo y contundencia castren-se. Pero apenas cabe dudar que todas ellas tuvieron su parte correspondiente, mayor o me-nor, en la conformación del resultado final de la Guerra C ivil con su victoria absoluta y su derrota total. ■

[Este texto corresponde al capítulo 5 del libro 1936. Los mitos de la Guerra Civil, Ediciones Península, septiem-bre 2004.]

Enrique Moradiellos es profesor de Historia Contemporánea. Autor de La España de Franco, 1939-1975 y El reñidero de Europa.

19 Vicente Rojo: ¡Alerta los pueblos! Es-tudio político-militar del periodo fi nal de la guerra española, págs. 183-193. Ariel, Bar-celona, 1974. Cursiva original.

16 Informe del mayor E. C. Richards, 25 de noviembre de 1938. Reproducido en Enrique Moradiellos: La perfi dia de Al-bión. El Gobierno británico y la Guerra Ci-vil española, pág. 257. Siglo xxi, Madrid, 1996. Cursivas nuestras.

17 Despacho del 19 de febrero de 1939. Recogido en la colección documental di-plomática alemana Documents on German Foreign Policy, 1918-1945, Series D, vol. 3, Germany and the Spanish Civil War, Gover-nmente Printing Office, Washington, 1950, documento nº 740, pág. 844.

18 Palmiro Togliatti: Escritos sobre la guerra de España, pág. 298. Crítica, Barce-lona, 1980.

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Jürgen Habermas El futuro de la naturaleza humana ¿Hacia una eugenesia liberal? Paidós, Barcelona, 2002.

Incluso antes de su pu-blicación conjunta en El futuro de la naturaleza

humana, las tesis expuestas por Habermas en varias conferen-cias sobre lo que él denomina ‘‘eugenesia liberal’’ levantaron un notable revuelo que aún colea, al menos entre quienes se interesan especialmente por la ética aplicada. Ya desde su subtítulo el libro cuestiona de-terminados usos de las técni-cas de manipulación genética pronosticando que, en un fu-turo más o menos próximo, podrían acabar con la ‘‘ética de la especie’’. Se entiende por ésta una forma de convivencia –la llamada, hoy por hoy, ‘‘mo-ral’’–1 que protege al individuo de su debilidad congénita me-diante la comprensión de sí mismo en cuanto poseedor de una identidad universalmente compartida: la propia de la es-pecie humana2. Dicha identi-

dad es histórica, pero el autor la califica además de antropo-lógica3; sin duda, para indicar, como sostuvo anteriormente Adorno, que nuestra condición biológica no se supera a través de los mecanismos de cohesión social, derivados de aquélla al fin y al cabo, sino por nuestra capacidad de someterlos a re-flexión:

“Sólo las reflexiones moralmente autorreflexivas, de ética de la especie, que se extienden a los presupuestos naturales (y en consecuencia también mentales) de la autocomprensión moral de personas que actúan res-ponsablemente, se hallan en el nivel de argumentación correcto. Pero, por otra parte, tales juicios de valor de ética de la especie carecen de la pre-sunta fuerza imperativa de las razones estrictamente morales”4.

En otras palabras, la activi-dad reflexiva nunca descansa en certeza alguna, lo cual res-palda la advertencia del autor sobre la innegable validez de su crítica

“con independencia de la noción de un orden iusnaturalista u ontoló-gico que pudiera ‘infringirse’ crimi-nalmente”5.

De esta suerte (en un post- scriptum) desarma el núcleo, quizá por vistoso demasiado común a gran parte de las ob-jeciones recibidas.

No obstante, la constata-ción de que las nuevas prácti-cas biotecnológicas ponen en crisis la moral según hemos venido conociéndola enfrenta inopinadamente al lector a la siguiente alternativa: O esas

prácticas se juzgan inmora-les, por tanto rechazables, o es nuestra autocomprensión ética la que debería cambiar. Personalmente, me inclino sin rodeos por la segunda opción. Y, aun resultando tal disyunti-va ajena al propio Habermas, me valgo al formularla de su terminología (‘‘moral’’ por un lado, ‘‘ética’’ por otro) porque creo que deja traslucir una sos-pecha análoga:

“Una valoración de la moral en total no es ella misma un juicio mo-ral, sino un juicio ético, un juicio de ética de la especie”6.

Claro está que el autor ni siquiera insinúa la posibili-dad de abandonar su capital teórico. Después de todo, la filosofía de la acción comu-nicativa salva el escollo de su propia historicidad al defen-der el carácter simétrico de las relaciones intersubjetivas, ya que éste preserva la autonomía de la conciencia de sí mismo también respecto a los mode-los teóricos que han contribui-do históricamente a formarla. Por contra, el recelo del autor hacia la biotecnología se debe a que algunas de sus prácticas eliminan dicha simetría, úni-co garante de la independen-cia individual ante cualquier determinación procedente de otro –médico o padre, ya sea éste el teorético, ya el bioló-gico.

Pero, antes de abordar el problema de la asimetría in-ducida por la eugenesia libe-ral, cabe referirse a la patente incursión del enfoque haber-

masiano en el consecuencia-lismo. A la postre, sólo de desliz puede hablarse cuando un ferviente seguidor de la ética kantiana apoya sus ar-gumentos en la nocividad de los efectos ocasionados por las mencionadas prácticas. Estos efectos comprenderían desde la autoconciencia de uno co-mo ‘‘anormal’’ por haber esta-do sujeto a manipulación ge-nética prenatal, además, quizá, de la exigencia de responsabi-lidades a los progenitores por acción no menos que por omi-sión (unas veces acusándolos de haberle manipulado y otras de habérselo negado), hasta la consecuencia existencial de per-der libertad en ello; libertad en sentido ontológico, que no ‘‘esencial’’, pues ya se nos ha advertido que tales críticas no ceden en absoluto al iusnatu-ralismo7. Más bien ocurre que había inicialmente unas po-sibilidades cuya pérdida tuvo lugar al margen de toda elec-ción, puesto que el individuo modificado antes de nacer ni tan sólo pudo hacerse cargo de las mismas como propias. En fin, la denominamos libertad ‘‘ontológica’’ por cuanto no emana de las representaciones obrantes en el sujeto afectado.

Ante valoraciones como las recién citadas, el presumible desacuerdo del lector se pre-sentaría a dos niveles. En el propio texto alude Habermas con prudencia al suscitado

74 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

É T I C A

EL FUTURO DE LA NATURALEZA HUMANADel fracaso de la intención a la lógica de las consecuencias

MERCÈ RIUS

1

como una respuesta constructiva a las de-pendencias y necesidades derivadas de la imperfecta dotación orgánica y la perma-nente fragilidad de la existencia humana (especialmente clara en los periodos de infancia, enfermedad y vejez). La regu-lación normativa de las relaciones inter-personales puede entenderse como una envoltura protectora porosa contra las contingencias a las que se ven expuestos el cuerpo (Leib) vulnerable y la persona en él encarnada.” Ibíd., pág. 51.

2 “La manipulación de los genes afecta a cuestiones de identidad de la especie, y la autocomprensión del ser humano como perteneciente a una especie también con-forma el lecho de nuestras representaciones legales y morales.” Ibíd., pág. 37. 6 Ibíd., pág. 98.

7 “Dado que, sin embargo, la cosa se desarrolla hasta convertirse en persona, la intervención egocéntrica cobra el sentido de una acción comunicativa que podría tener consecuencias existenciales para el adolescente”. Ibíd., p. 73.

3 Ibíd., pág. 45.4 Ibíd., pág. 120.5 Ibíd., pág. 114.

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desde el punto de vista teórico, pues ya conoce algunas críticas sobre su renuncia al deonto-logismo estricto8. En cambio, se muestra contundente al res-ponder a la objeción de orden práctico de que no sabemos si la manipulación genética cau-sará esos hipotéticos efectos sociales, ni siquiera si su efica-cia técnica real alcanzará hasta el punto en que algún día haga falta planteár noslo:

“No me importa si tales especula-ciones expresan chifladuras o pronós-ticos dignos de tomarse en serio [...]; a mí sólo me sirven como ejemplo de [...] un cambio que ya no puede armonizarse con la autocomprensión normativa de personas que viven autodeterminadamente y actúan res-ponsablemente”9.

En suma, se reafirma en su actitud radical precisamente porque no le preocupa la on-tología, sino cómo se repre-senta el individuo su propia humanidad –por analogía con la solución kantiana a la indemostrable existencia de la libertad10. Otra cosa es que, después de Hegel, ya no resulte lícito ignorar que nuestra facultad representati-va se desarrolla a lo largo de un proceso de socialización. Pero, justo al considerarlo, deberá afrontar el autor una

paradoja relativa a su anterior valoración:

“Si son los mismos participantes de una colectividad moral los que ge-neran y reproducen simbólicamente la clasificación de los estatus, no se aprecia cómo nadie podría sentir su estatus moral menoscabado por el hecho de que su disposición genética no tuviera un origen natural”11.

En pocas palabras, la convi-vencia seguiría siendo posible pese a los trastornos derivados de la revolución biotecnológi-ca. El sistema ostenta la capa-cidad necesaria para engullir o para reciclar todo lo imagina-ble si llegaran a darse aquellas temidas consecuencias. No se descarta, por ejemplo, que los jóvenes del futuro puedan sen-tirse muy orgullosos de perte-necer a una familia tan rica que suela encargar sus vásta-gos al diseñador en vez de a la cigüeña. Ahora bien, la anun-ciada paradoja se desvanece si sabemos interpretarla como prueba de que los argumentos consecuenciales o teleológicos no contribuyen al progreso moral. Luego todo lo que de Habermas llevamos dicho se entiende aceptablemente a la luz del kantismo.

Sólo que el autor se precia

de haber actualizado la ética kantiana mediante el giro lin-güístico. Pero veamos lo que sucede al reformular el tema desde la pragmática del len-guaje:

“Si la determinación eugenésica ajena modifica las reglas del lenguaje mismo, impide que se la critique a ella misma en virtud de dichas reglas. En vez de eso, la eugenesia liberal de-safía a una valoración de la moral en conjunto”12.

Tras acotar en sus justos límites los efectos correspon-dientes al ámbito de la mora-lidad, aún permanece uno que sería fundamental, por socavar éste la ética de la especie. Ello significa que ya no contraven-dría excepcionalmente la moral incitándola así a pronunciarse (según Kant estableciera); an-tes bien, la sacaría fuera de jue-go desfacultándola para emitir cualquier juicio al respecto. No nos hallamos, por tanto, ante una consecuencia material, si-no puramente formal, vincu-lada al procedimiento. Se trata de la simetría exigible en las relaciones humanas lingüísti-co-morales, que determinadas formas de manipulación gené-tica anularían. Dicho sea de paso, el recurso aquí emplea-

do nos recuerda el de Hans Jonas, autor que se cita en el libro13. Al invocar el ‘‘princi-pio de responsabilidad’’ hacia las generaciones futuras, Jo-nas se ve impelido a legitimar moralmente la existencia de la especie humana, pues rechaza todo acto que la exponga al peligro de extinción. Sin em-bargo, la tradicional ética de los principios afirma que nada se legitima por el mero hecho de existir. En otros términos, la moral no concierne única-mente a la supervivencia, sino que es, incluso por encima de ésta, una cuestión de dignidad. Jonas intenta soslayar tal difi-cultad teórica alegando que con la especie humana desapa-recería asimismo de la Tierra la moralidad, la cual sí posee un valor intrínseco.

Pues bien, mediante un ex-pediente análogo sortea Ha-bermas el reproche de haber ido a parar al consecuencia-lismo, y nos sorprende en este sentido con proclamas tan ra-dicales que se desmienten por sí solas, como cuando asevera un indiscutible valor ‘‘intrín-seco’’ del feto:

“Nadie duda del valor intrínseco de la vida humana antes del naci-miento, se la denomine ‘‘sagrada’’ o se rechace esta sacralización de lo que es un fin en sí mismo”14.

Sentencias de esta laya nos descubren los aspectos más dudosos de su argumentación. Si me está permitido confesar-lo, se trata para mí de una ex-periencia habitual siempre que

75Nº 145■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

8 “Rainer Forst ha intentado conven-cerme con agudos argumentos de que con este tiro me desvío sin necesidad de la senda de la virtud deontológica.” Ibíd., pág. 96, nota 58.

9 Ibíd., pág. 61.10 “Todo ser que no pueda obrar de

otra suerte que bajo la idea de la libertad, es por eso mismo verdaderamente libre en sentido práctico”. I. Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, pág. 91. Ediciones Encuentro, Madrid, 2003. 11 Ibíd., pág. 107. 12 Ibíd., pág. 119.

Jürgen Habermas

13 Ibíd., pág. 68. La cita no se refiere, empero, a El principio de responsabilidad.

14 Ibíd., pág. 49.

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le leo. En cuanto se dispone a emanciparse en lo posible de la autoridad kantiana, deja ip-so facto de convencerme. En el texto que nos ocupa, la deri-va se iniciaría con los pasajes dedicados a celebrar la indis-ponibilidad de lo natural. Tras la huella de Adorno, el autor entiende por naturalidad la es-pontaneidad subjetiva, mien-tras que en su vertiente obje-tiva la equipara a la contingen-cia15. Sólo que no se acaba de ver por qué los fenómenos na-turales habrían de resultar más contingentes que la máxima artificiosidad humana. ¿O no convenimos, con Kant, que la naturaleza nos ofrece el para-digma de legalidad, del que la conducta moral, aun debiendo imitarlo, se distingue por ser libre? Luego, al asimilar con-tingencia y naturalidad, ¿aca-so está pensando Habermas en una naturaleza a la medida del individuo humano (el único que la siente o la existe como azar), si no ya moralizada cual si funcionase por máximas?16. Algunas veces, diríase que in-tenta reprimir la tentación:

“Puesto que no hay ninguna razón moralmente defendible para preferir un sexo determinado, para la perso-na afectada no debería representar ninguna diferencia haber venido al mundo como chico o chica”17.

Pero ¿es que sólo los mo-tivos morales establecen dife-rencias de valor? ¿Qué signi-fica tal apelación al deber de representarse o no la peculia-ridad del propio sexo? Algunas voces críticas lo han conside-rado una forma de desviar la atención de lo que realmente importa18.

Sin entrar ahora en lo mu-

cho de bueno que pueda tener la experiencia, así como la teo-rización de lo contingente, en mi opinión el texto hubiera ganado coherencia de haberse decidido el autor a hacer ex-plícito aquello que no cesa de insinuar: la idea de que ‘‘na-tural’’ quiere decir no supedi-tado a la intención humana. Ciertamente, el concepto de intención arrastra no pocas dificultades; de entrada, por muchos siglos, la naturaleza fue obra nada más y nada me-nos que de las intenciones di-vinas. De ahí el tópico de que los biotecnólogos juegan a ser Dios; como también la regre-sión a formas de pensamiento mágico (la desgracia propia atribuida al hechizo ajeno) que implicaría el culpabilizar a los progenitores de todo lo que pueda pasarle a una. La misma escritura habermasiana delata algo de esta mentali-dad ancestral aireando ciertas aprensiones:

“Ya no podría excluirse que con intervenciones eugenésicas perfeccio-nadoras hubiera intenciones ajenas, y fijadas genéticamente, que tomaran posesión de la biografía de la persona programada”19.

En definitiva, a lo largo de todo el texto no ceja en utilizar el concepto de intención, con una notoria ambigüedad por lo demás; hasta que, previa ca-lificación moral, le otorga un papel decisivo en el régimen mental del neonato:

“Para la resonancia psíquica en el afectado cuenta únicamente la inten-ción de la programación”20.

Es razonable suponer que el individuo agradecerá la buena intención de evitarle el sufri-miento de una dolencia, pero no el antojo de convertirlo en ‘‘algo hecho’’ como si de una cosa se tratase (ni aun tomán-dolo –se nos ocurre– por una auténtica obra de arte). En re-sumidas cuentas, al fallarle las

reglas del lenguaje, Habermas vuelve al modelo teórico que pretendía haber superado con su ética de la acción comuni-cativa.

A mi juicio, el concepto de intención barajado en el texto, pero no menos el de simetría, su representante dialógico, po-nen de manifesto, como sen-dos portavoces de la libertad de conciencia, la debilidad de la filosofía habermasiana. Ya al principio, la simetría discursi-va vino a ser representación sin nadie representado de fac-to; luego, un derecho subjeti-vo formal, esto es, un derecho reconocido a la subjetividad en cuanto tal dentro (¿quizá como momento?) de una ob-jetividad que la trascendía. Se nos estaba proponiendo, pues, una escenificación (llámese, si gusta, discursiva) de algo que sólo existía en el acto de ser representado –y, una vez más, según el mencionado ejemplo de la libertad kantiana. De ahí, aún, el talante retórico de la siguiente pregunta:

“La investigación del cerebro nos informa de la fisiología de nuestra conciencia. Pero ¿se modifica por ello esa conciencia intuitiva de la autoría y la responsabilidad que acompaña todas nuestras acciones?”21

Rotundamente, no; porque la especificidad cognitiva de la ética, su irreductibilidad al conocimiento científico, resi-de en

“la intencionalidad de la cons-ciencia humana y la normatividad de nuestra acción”22.

Es obvio, por otra parte, que Habermas comprende la representación en términos sociopolíticos, acordes con la tesis kantiana de que el de-recho prepara el acceso a la moralidad, sublimando me-diante el formalismo jurídico las cruentas luchas de poder. Tal ascendiente explica que se decida por la falta de simetría

–de un mero requisito proce-dimental– en sus críticas a la eugenesia, aunque éstas apun-ten a la defensa de la sustanti-vidad corpórea. Produciendo asimetría se atenta contra la dignidad del individuo hu-mano, en la medida en que la intervención biotecnológica prenatal introduce en mi bio-grafía una cierta irreversibili-dad. Y no sólo en el sentido de que nunca recuperaré la posibilidad abortada, ya que en principio no es descartable una nueva intervención médi-ca por voluntad propia, sino, esencialmente, porque otro ha decidido en mi lugar sin que yo pueda enmendarlo, de mo-do que su intención siempre prevalecerá sobre la mía. Ade-más, cabe agregar al planteo habermasiano que la persona afectada se verá obligada a actuar reactivamente por más que decida o, peor aún, espe-cialmente si decide someterse a una nueva operación quirúrgi-ca –perdiendo así por segunda vez la innata espontaneidad.

Ahora bien, ¿no estaremos denunciando la pérdida de lo que nunca tuvimos realmente? ¿Sólo las relaciones en circuns-tancias tan poco habituales son asimétricas? Más de unos cuantos estamos persuadidos de que el dominio de la asi-metría desborda con creces el de la interacción inmoral. Ni siquiera el consenso intersub-jetivo se hurta a las relaciones de poder, que se neutralizarán, como mucho, pero nunca po-drán expulsarse enteramente. Ellas seguirán dando pasto a las citadas y otras formas, pretéritas o futuras, de resen-timiento filial, que para nada se inspira, excepto con perver-sidad calculadora, en la alta-mente educada reivindicación de los derechos humanos. El procedimental Habermas pare-ce haberlo atisbado al fin gra-cias al desarrollo tecnológico, pues no mantiene su célebre apuesta por el artificio jurídi-co sin contradecirla al mismo tiempo. En el texto, una alu-sión a Arendt confirma nues-

EL FUTURO DE LA NATURALEZA HUMANA

76 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

15 Ibíd., págs. 25, 28, 41.16 Al fin y al cabo, la síntesis de la ley

universal y necesaria, como “principio ob-jetivo del querer”, y de la contingencia de su realización por el “principio subjetivo del querer”, debe cumplirse para Kant en la moralidad de la máxima.

17 Ibíd., pág. 116.18 Eduardo Mendieta: ‘El debate sobre

el futuro de la especie humana: Habermas critica la eugenesia liberal’, págs. 91-114, en Isegoría, 27, 2002.

19 Ibíd., pág. 98.20 Ibíd., pág. 87.

21 Ibíd., pág. 134.22 Ibíd., pág. 135.

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tra sospecha de que el ideal comunicativo perseguido por su ética dialógica ya siempre se cifró en un imaginario umbral entre naturaleza y cultura:

“Los seres humanos se sienten con libertad de actuar para empezar algo nuevo porque ya el nacimiento, como línea divisoria entre naturaleza y cultura, marca un nuevo comienzo [...] Únicamente la referencia a esta diferencia entre naturaleza y cultu-ra, entre comienzos indisponibles y prácticas modeladas históricamente, permite al agente las autoatribu-ciones performativas sin las que no podría entenderse a sí mismo como iniciador de sus acciones y pretensio-nes”23.

Sólo que esta diferencia se asemeja demasiado a la diffé-rance de que se ocupó hace años Derrida, autor, por cier-to, alabado en términos ge-nerales al final del libro24. Si resultase al cabo que el propio Habermas ha sucumbido al culto de los orígenes, incesan-temente diferidos porque no son sino una proyección cul-tural, entonces la biotecnolo-gía habría venido a probarnos que, desde buen principio, la ética habermasiana carecía de fundamento.

Sin duda, el autor adop-ta una actitud nostálgica (le duele el sentido de algo que lo posee sólo un instante, justo el de su desaparición), evocan-do con ella a sus predecesores, Adorno y Benjamin, incluso en referencia explícita al con-siderar el posible valor actual del lenguaje religioso, y en el mismo pasaje donde mencio-na a Derrida. Pero los traicio-na indefectiblemente, porque ambos andaban muy lejos de buscar un fundamento para la moral. No constataron en vano el fracaso de la intención, como lo hicieron otros filóso-fos del siglo xx, mientras que a nuestras alturas sus herede-ros naturales afectan haberlo olvidado. Para Adorno, tal fracaso lo era de la forma de

racionalidad contemporánea, cuyas principales manifesta-ciones –a saber, la primacía de la intención y el cálculo ins-trumental de los medios–, si bien en apariencia éticamente opuestas, pertenecían las dos al modelo de razón comunica-tiva, es decir, el que todavía hoy se empeña en defender su aventajado discípulo.

En la actualidad, los in-terrogantes éticos abiertos por el uso extendido de la biotecnología han borrado definitivamente la tradicio-nal separación entre téchne y prâxis, que se guardó mientras se pudo, en teoría. con el fin de reconciliarlas en la prácti-ca. Cabe señalar que, en los inicios griegos de la filosofía, la “intención” sólo contaba, si acaso, como distorsionadora de la acción ética, al imputársele la disociación entre medios y fines, propia de la téchne mas no de la prâxis. Tratándose de ésta, los medios creaban fines, de manera que no estaba per-mitido huir a la exterioridad, ni siquiera si la válvula de esca-pe era el agente del acto, como sucedía de obedecer él a su in-tención en lugar de a la natura-leza de las cosas. No obstante, a partir de Descartes el medro de la intención, vinculado a la defensa de la libertad subje-tiva, nos alertó retrospectiva-mente sobre lo malo del anti-guo control ético de la téchne. En efecto, a base de sujetar ésta a los dictados de la razón comunitaria, la prâxis que los encarnaba se convertía a su vez en una simple técnica de adaptación al medio natural y social. Claro que, tras siglos de adicción a la idea de progreso, al parecer tal coyuntura se re-pite, a juzgar por lo antedicho de que el sistema absorbe sin problemas todo tipo de con-secuencias. Pero ahora, para-dójicamente, ello se debe a un abuso prolongado del concep-to de intención.

No queda espacio en lo que sigue para analizar en profun-didad el tema de la intención. Me limitaré, pues, a ofrecer

algunas sugerencias acerca de las repercusiones de la bio-tecnología sobre la práctica médica. En primer lugar voy a reiterar una pregunta que ya se ha vuelto protocolaria, y por lo mismo incontesta-da en el peor sentido de esta palabra: ¿De veras puede aún hablarse de libre intención o de simetría referidas al trato entre médico y paciente, habi-da cuenta de que la enferme-dad lleva consigo una pérdida de autonomía, amén de que existe en cualquier caso un evidente desequilibrio de po-der entre la persona enferma y los profesionales de la salud que le atienden? Curiosamen-te, el título de profesional de la salud, por el que se optó para denominar a todos los partici-pantes en la labor sanitaria con el propósito moral de evitar la discriminación lingüística, alude a un estado de cosas que queda oculto tras la semántica, en perjuicio de la moralidad ya no respecto a lo que se dice, sino a lo que se hace –cuando los actos performativos no bas-tan porque se está manipulan-do a los cuerpos.

Profesionales se llaman con toda justicia por responder las instituciones sanitarias a la ya clásica descripción weberia-na de la empresa burocrática. También allí los procesos se desarrollan a un ritmo inase-quible para el individuo, tan-to en la persona del agente como en la del paciente25; y dado que la acción escapa a la

medida individual, no puede ser objeto de responsabilidad según se la comprendió en el pasado. De ahí que los profe-sionales de la salud, como los burócratas, como burócratas, estén condenados a sólo apa-rentar una ética de la convic-ción, ya que su deber consiste en adaptarse lo mejor posible a su respectivo lugar en el engra-naje. Dicho de otro modo, sin excepciones, debe cumplir ca-da uno con su ética profesional, que es ante todo una actitud; la de aquel que obra aplicando las normas establecidas como si estuviera convencido de las mismas en conciencia, y aun-que no lo esté, no por oponer-se a ellas, sino porque no se le alcanza íntegramente el ám-bito de su aplicación. Desde luego, en tales circunstancias, no posee mayor validez el cál-culo de consecuencias. Antes bien, la urgencia de la prácti-ca hospitalaria, que conlleva la administración automática de ciertos tratamientos pre-ventivos, tiende a tomarse el criterio consecuencial como una especie de principio, in-virtiendo así, para infortunio de los pacientes, la reconocida sensatez de la ética consecuen-cialista.

Como se sabe, la reflexión filosófica sobre el particular en ética aplicada se une al esfuer-zo contemporáneo de optimi-zar las dos versiones históricas del normativismo: el deonto-lógico y el teleológico. En di-cho intento, la fórmula menos controvertida suele entregar a los principios la decisión últi-ma, al menos en caso de con-flicto entre consecuencias. No obstante, la situación actual justifica en buena medida la alarma de Habermas, ya que, si descubrimos una tempra-na conversión de la prâxis en téchne apenas se las hubo dis-tinguido en beneficio de la ética, actualmente la téchne parece imitar a la prâxis (de-finida, según aquel modelo antiguo, como el uso de unos medios que generan su propia finalidad). ¿O no es lo que

MERCÈ RIUS

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23 Ibíd., pág. 82.24 Ibíd., pág. 143.

25 “El aparato psicofísico del hom-bre es aquí completamente adaptado a las exigencias que le plantea el mundo externo, el instrumento, la máquina, en suma, la función. De este modo se des-poja al hombre del ritmo que le impone su propia estructura orgánica, y mediante una sistemática descomposición según las funciones de los diversos músculos, y por medio de la creación de una econo-mía de fuerzas llevada hasta el máximo rendimiento, se establece un nuevo ritmo que corresponde a las condiciones del tra-bajo”. Max Weber: Economía y Sociedad, p. 889, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002. Añádase, para el caso, “la descomposición según las funciones” del objeto, que es ahora el cuerpo enfermo de otro individuo humano.

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está pasando con las nuevas tecnologías? Volvamos aún a Habermas:

“El deseo de un hijo hace que los padres provoquen una situación en la que disponen libremente, en virtud de un pronóstico, de la continuación de la vida humana prepersonal. Esta instrumentalización es parte inevitable del contexto de acción en el cual se inserta el diagnóstico de preimplan-tación”26.

En suma, disponemos de múltiples medios que esbozan toda una gama de fines posi-bles, o sea, pensables, a raíz, pero no antes, de la acción; y además, sin que la decisión se imponga por sí misma gracias al conocimiento obtenido –tal como se creía en la antigua Grecia. Se deduce, pues, de ello que la técnica no se bene-ficia moralmente de su asimi-lación formal a la praxis. Sólo si hubiera para cada interven-ción un único conjunto de medios posibles y, por tanto, necesarios, podría hablarse de moral. Tal fue la razón de que, ante la pluralidad de medios, Kant desautorizase a las éticas teleológicas. Menos radical en sus conclusiones, Weber ad-mite, sin embargo, el plantea-miento; véase cuál sería, a su juicio, la máxima racionalidad relativa a los fines:

“En este caso es admisible la afir-mación de que cuando se ha actuado de un modo rigurosamente racional, así y no de otra manera ha debido ac-tuarse (porque por razones ‘técnicas’, los partícipes, en servicio de sus fines –claramente dados–, sólo podían dis-poner de estos medios y no de otro alguno)”27.

En cambio, nuestra época se caracteriza por la abrumadora proliferación de medios, de la que se siguen innumerables conflictos consecuenciales. Según Weber, tales conflic-tos suelen dirimirse buscando apoyo en la racionalidad relati-va a los valores. Pero, entonces,

el enfoque inicial orientado ampliamente a la racionalidad de los fines se contrae a la de los medios:

“La decisión entre los distintos fines y consecuencias concurrentes y en conflicto puede ser racional con arreglo a valores; en cuyo caso la ac-ción es racional con arreglo a fines sólo en los medios”28.

Luego nos vemos de nuevo abocados a lidiar con la técnica:

“La presencia de una ‘cuestión téc-nica’ significa siempre lo mismo: la existencia de dudas sobre los medios más racionales”29.

Claro está que la inconmo-vible fe de Weber en la racio-nalidad científica no se compa-dece con nuestros quebraderos de cabeza ante la técnica (mé-dica) transformada en praxis y la praxis (ética) transformada en técnica. Aún así, su obra es un magnífico exponente de la crisis de la modernidad. Le he traído, pues, a colación por tratarse de un pensador que si-gue esperando en la razón aun sabiéndola definitivamente quebrada. Coincidiría en ello con Adorno, hasta el punto de que ambos identifican el últi-mo reducto donde guarecer a la racionalidad declinante en la lógica de las consecuencias. Ahora bien, ninguno de los dos le concede un específico sentido moral. Adorno la re-fiere sobre todo al quehacer estético, y para Weber repre-senta un principio metodoló-gico. Respecto al tema que nos ocupa, creo que la lógica de las consecuencias podría servirnos a modo de correctivo, es decir, desempeñando una función meramente limitadora, ajena, por lo demás, a la pretensión de fundamentar éticamente nada de nada. En pro de la brevedad, lo ilustraré con un ejemplo.

Constituye un lugar común que la reproducción asistida, por su naturaleza, atenta de

lleno contra la familia bur-guesa tradicional, dado que aumenta el número de proge-nitores. Sin embargo, por aho-ra, ni conocemos ni nos hace falta conocer cuáles serán las consecuencias reales, efectivas, que producirá su difusión su-puesto que llegue a darse, ya que sólo se verificarán a poste-riori. Quizá Adorno terciaría que, aparte de no poder, no debemos concebir imagen al-guna del hombre o de la mujer futuros; pero sí cree que de-beríamos ejercitar la fantasía para calcular las probabilidades de una lógica que –en su res-pectiva versión weberiana–30 afecta a las instituciones (en el ejemplo, la familia), es decir, al orden social legítimamente establecido:

“Un Estado moderno –como complejo de una específica actuación humana en común– subsiste en parte muy considerable de esta forma: por-que determinados hombres orientan su acción por la representación de que aquél debe existir o existir de tal o cual forma; es decir, de que poseen validez ordenaciones con ese carácter de estar jurídicamente orientadas”31.

Dicho sea de paso, la afi-nidad de las palabras citadas con el trasfondo ideológico habermasiano, sin duda bajo el común signo de Kant, disi-pan un tanto nuestro asombro al encontrar, en El futuro de la naturaleza humana, apelacio-nes al ser sagrado de ésta en pie de igualdad con raras alu-siones al constitucionalismo; también se vuelve más expli-cable el gesto de restringir su disgusto a la eugenesia que Habermas tacha de ‘‘liberal’’.

En fin, lo que a mí me su-giere la defensa weberiana (o adorniana) de la lógica de las consecuencias es que nunca deberíamos normalizar com-portamientos de los que no podamos asumir tales lógicas

consecuencias. Ya no las acae-cidas en el lejano futuro, que no viviremos ni somos hoy por hoy capaces de juzgar y/o sancionar, sino las pensables en simultaneidad con su res-pectiva causa. De ahí que las llamemos ‘‘lógicas’’; porque la temporalidad computa escasa-mente mientras se permanezca –según lo hemos extraído de Habermas y Weber– en el pu-ro ámbito de lo representable, como lo es el de las decisiones que sientan precedente norma-tivo. Por desgracia, en nuestra sociedad, la actitud observable para con las nuevas tecnolo-gías más bien consiste en un vergonzoso afán de torcer di-chas consecuencias mediante el legalismo jurídico. ■

Mercè Rius es profesora de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Barcelona.

EL FUTURO DE LA NATURALEZA HUMANA

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26 J. Habermas: El futuro de la natura-leza humana, pág. 126.

27 M. Weber: Economía y Sociedad, pág. 16.

28 Ibíd., pág. 21.29 Ibíd., pág. 48.

30 “Esto afecta sensiblemente a la ca-pacidad sintética constructiva en la con-cepción plástica de las instituciones jurí-dicas, que surgen como productos de una fantasía jurídica no disuelta por la lógica”. Ibíd., pág. 598.

31Ibíd., pág. 13.

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C A S A D E C I T A S

ARQUITECTURA Y HABITABILIDAD EN RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

FELIPE COLAVIDAS

Arquitectura

■ (Caserón de pueblo.) Aunque no era posible adivinar ni descifrar el porqué de tan insólita organización de puertas y ventanas, se imponía, sin embargo, la certeza de que tenía que haber alguna, pues la fisonomía de la fachada no ha-blaba ni de azar, ni de rutina, ni de ar-bitrio, ni de estética, sino que componía el semblante inconfundiblemente inten-cionado de la razón práctica. [Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Destino, Barcelona 1993, pág. 18]

■ La despedida pone un marco –um-bral, jambas, dintel–, no por imaginario

menos efectivo, al límite que traspasa la partida. Es justamente ese marco imagi-nario el que se hace sensible y material cuando el buen arquitecto, el que sabe sentir de verdad lo que es la casa, acier-ta a dar al portal ese ademán materno, protector, esa cálida función de espacio consagrado, que conviene al lugar de la partida y el retorno. La protección del marco no se extiende tan sólo so-bre la esperanza de volverse a ver, sino también sobre el temor de no volverse a ver, pues temor y esperanza no son más que el anverso y el reverso de una mis-ma moneda. Si las personas estuviesen siempre totalmente seguras de volver-se a ver no necesitarían despedirse; se

despiden, sin duda, para volverse a ver, pero precisamente en la medida en que al mismo tiempo se despiden por si no llegan a volverse a ver. Hasta qué punto el rito protege también el no volverse a ver se manifiesta en la manera en que, cuando efectivamente ocurre la desgra-cia, la despedida es justamente lo que al instante surge como primer asidero que, palpando a tientas, por así decirlo, en la negrura del desgarramiento, halla la mano del recuerdo, y al que se aferra con el alma entera como al primer sostén, como al punto de referencia cardinal, para la comprensión y aceptación de la tragedia. [La homilía del ratón, El País, Madrid, 1986, pág. 206]

M alos tiempos –lo sé– para que las jóvenes cabecitas posmodernas ten-gan en lo concerniente al asunto del saber sustantivo, al menos, la curiosidad y la paciencia, y cuenten además con el preciso bagaje de

razón suficiente acumulada como para poder parar mientes en degustar la tan particular escritura ferlosiana: “una prosa de sabiduría babilónica”, en el acer-tado decir de Félix de Azúa. Prosa, como ya se ha encargado algún erudito de apuntar, tan suculenta en la plural diversidad de sus muchos estratos hipotácti-cos como armoniosa y sabiamente coordinada en sus frases y oraciones; lo que creo queda suficientemente probado en las citas que aquí ahora recopilo sobre los asuntos singulares de la habitabilidad y la arquitectura. Y sobra decir que estas mismas líneas introductorias, rebosantes de admiración, no son más que, ¡ay!, una mala parodia, un barato remedo formal de esa su riquísima forma de expresión, tan humanamente cargada de razones.

Así es, a base de una impecable coordinación de los más incisivos razona-mientos subordinados en estricta jerarquía, es notorio que, de aquello que se propone abordar, Ferlosio nos ofrece siempre más intensidad de la que nadie hasta ese momento nos ha dado; o, al menos, eso pienso yo con algunos –bastan-tes– otros. Algo con lo que de ningún modo quisiera tampoco dar la impresión de estar sentando cátedra, ni emitiendo lo que a primera vista podría parecer un juicio incontrovertible, pues para ello me vería obligado a impostar la posesión de unos conocimientos cualificados en las dos materias –arquitectura y habitabi-lidad– a las que pertenecen las reflexiones desarrolladas por el autor en esa cade-na de citas; y, desde luego, es dolorosamente evidente para mí que carezco de tal magisterio; pues aunque de estos asuntos algo sé yo por oficio, ese saber, la ver-dad, tampoco es mucho. Además, al obstáculo usual que presenta el dominio de cualquier saber genérico viene a suplementarse en este caso la dificultad intrínseca que le añade la naturaleza múltiple de ambas materias para poder llegar a estar suficientemente seguro de hablar competentemente de lo que a ellas concierne; pues no se trata ya aquí de entender de algo simple y acotado sino de disciplinas, como se sabe, muy plurales que se extienden por “las artes y las ciencias” y en las que inciden diversidad de aspectos y pormenores que comúnmente nos rebasan. Y creo que fue –el precisamente nada apreciado en lo intelectual, e incluso me parece recordar que alguna vez hasta desdeñado por el propio Ferlosio– K.R. Popper quien llegó a decir, a la vez con perspicacia temprana y con verdad verificada, que algunos hombres saben algo, o aun bastante, de algunas cosas muy concretas, pero que todos sin excepción habitamos universos inconmen-surables de vastísima ignorancia.

Y volviendo a las frescas cabezas adolescentes de ahora, es obvio que son muy superiores en infinidad de cosas a las tan arcaicas nuestras; aunque, en

general, de ninguna manera son mejores en lo que específicamente respecta a contar con la instrucción imprescindible (que, mal que bien, nosotros ad-quirimos vía el obstinado hábito de la “lectura compulsiva” que a las nuevas generaciones les ha sido explícita y arrogantemente negada por el omnipresente universo de la vacua visualidad virtual en que ahora vivimos con tanto orgullo militante como tan penosa inconsciencia) para poder dar las necesarias vuel-tas intelectuales de tuerca que requiere acercarse tan siquiera a vislumbrar la genuina complejidad cognitiva de las cosas, ni a tener tampoco –ya lo dije al comienzo– la no menos imperiosa presencia de ánimo que propicia la entrada voluntaria en el hondón del trabajoso pensamiento con que abordar su siempre difícil, pero luminoso, discernimiento.

Ojalá me equivoque, pero ateniéndome a lo que da de sí mi experiencia docente en dichas materias en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, estoy tentado de asegurar que, no más allá de la mitad de la tercera línea de la primera cita que más abajo transcribo, la inmensa mayoría –y hablo de más del noventa por ciento– de los estudiantes de hogaño que se hayan dignado iniciar la lectura de estas citas, asqueados de su propio despiste e ignorancia, habrán irremediablemente abandonado ya esos sus misérrimos esfuerzos de saber; y, lo que es más grave y preocupante, la parte de león del grupo que constituye el restante diez por ciento de escogidos que, sin saber muy bien por qué improbables razones, se hubieran decidido sorprendentemente a continuar la leída, habrán encontrado, a pesar de su rango universitario, grandísimas dificultades para poder tan siquiera llegar a entender lo que se les dice. Y en cuanto al profesorado…, con los profesores ya he tenido bastantes problemas, así que sobre ellos no voy a comentar nada.

Dicho lo dicho, cabe preguntarse ¿por qué persisto pues en publicar todas estas citas, consciente como soy de la improbabilidad de que, en efecto, se acabe por llevar adelante de forma significativa su lectura? Está claro: lo hago porque, y ya he avisado de mi modesto nivel, nunca he leído nada sobre la habitabilidad de la Tierra y la arquitectura –en lo que constituyen, cada una por su parte, “una de las más nobles ocupaciones de la civilización, arquetipo y cardinal punto de encuentro entre las artes y las ciencias”– que resulte tan incisivo y agudamente clarificador de su complejo despliegue, a la vez, técnico, estético y político, como el ofrecido seguidamente en estos párrafos; expurga-dos, creo que con algún acierto, del conjunto de una de las obras literarias más conmovedoras y emocionantes que conozco.

Para Paco Alonso que, con insobornable voluntad de ánimo y contumaz diligencia, levanta heroicamente una –como no podía ser de otra manera– escasísima arquitectura –ella sí– excelsa en materialidad y espíritu.

Nº 145 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

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ARQUITECTURA Y HABITABILIDAD EN RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

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■ Ha llegado el momento preanunciado para examinar qué notas o más bien qué connotaciones hacían más valiosos los materiales de “columna vertebral” frente a los de su expresión denotativamente sinónima “espina dorsal”. Por lo pron-to “columna”, que es ya metáfora en la propia anatomía, trae consigo todo el prestigio de una de las más nobles ocu-paciones de la civilización, arquetípico y cardinal punto de encuentro de las ar-tes y las ciencias, o sea la arquitectura, y aporta al caso toda la aureola de sus repre-sentaciones y figuras, y tanto más siendo entre todas ellas justamente la columna la pieza sustentatoria y estructural por excelencia. [Campo de Marte, 1 El ejér-cito nacional, Alianza, Madrid, 19986, pág. 23]

■ No le bastó a Miguel Ángel Buonarroti con dejar bien apisonadas las cabezas y encogidas las entrañas de la entera cris-tiandad con la gorilácea mole de ese im-ponente y conminatorio aspaviento de poder que es la basílica de San Pietro in Vaticano, formidable número de haltero-filia, indiscutible primer premio en todo concurso mundial de culturismo o tita-nomanía; pues la ocurrencia de aumentar desde los ciento ochenta a los doscientos cuarenta grados la sección de las parejas de columnas adosadas, que, alternando con los ya retrancados ventanales, circun-dan todo el tambor del cupulón, y con el único fin de acentuar, con cualquier ángulo de luz, el claroscuro, no puede su-gerir nada más próximo que la preocupa-ción del culturista por sacarse brillo em-badurnándose de grasa, para la fotografía de la pose, dando a la vez a la iluminación el sesgo óptimo para el mayor resalte de la protuberancia de sus músculos. No le bastó a Miguel Ángel con dejarnos ese aún nunca batido ni igualado record de la que podría llamarse arquitectura mus-cular, sino que aún tuvo que extremar su abuso sobre la buena voluntad de los creyentes y su abnegada predisposición para el acatamiento, presentándoles, con toda la autoridad de una brocha magistral pero también toda la astucia de un alma pedagógica, el resonante cartelón publi-citario o póster propagandístico, con la más incondicional apología del creador y su creación, con que decoró los techos de la Capilla Sixtina. [Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, Alianza, Ma-drid, 1986, pág. 129]

■ [...] ¿puede alguien imaginar que la Iglesia romana podría haber seguido

siendo lo que hoy es si le hubiese falta-do ese imponente ademán de autoridad, titánico ejercicio de halterofilia arqui-tectónica, que es la monstruosa mole de San Pedro que inventó para ella Miguel Ángel? [El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona, 2000, pág. 125]

■ Tal vez no ha sido suficientemente va-lorada la importancia, a mi juicio decisi-va, de la arquitectura para la religión. La Iglesia es en gran parte el templo. ¿Qué habría sido, por ejemplo, de la Iglesia romana sin ese monstruoso ejercicio de halterofilia arquitectónica que es la ba-sílica de San Pedro en Vaticano? Miguel Ángel hizo por el catolicismo, en cuanto a mera perduración, infinitamente más que lo que sus cien más grandes santos juntos habrían soñado nunca conseguir. En un sentido estéticamente mejor, creo que la singular belleza del santuario del Rocío es, con mucho, el paquete de acciones más importante de esa empre-sa devoto-folclórica. [El alma y la ver-güenza, Destino, Barcelona, 2000, pág. 346]

■ El espíritu apologético se reconoce también en el viraje de la arquitectu-ra religiosa, especialmente a partir de Buonarroti, en la organización fallera y ultrateatral de las fachadas del barroco jesuita, fachadas oratorias, suasorias, vo-ciferantes, gesticulantes, increpantes. El buen paño en el arca se vende; el templo ya no está seguro del tesoro que guarda –como una iglesia románica, o como la mezquita de Córdoba, con el sublime silencio pensativo de sus puertas– y se sale a la puerta de la calle a pregonar sus mercancías. Son ademanes enfáticos, dramáticos, prepotentes, de orador sa-grado, que señalan la pérdida de la fe y su encallamiento en propaganda: los cuernos de un frontón partido son los brazos de un predicador que grita: “¡Pa-sen y pasen, señores, a la gran barraca, al baratillo de la redención!”. Lo que, por lo demás, tampoco excluye, ni muchísi-mo menos, la amenaza. […]

Pero tampoco es ese último rictus conminatorio […] lo que constituye las “veras” del barroco […] El “ascua de ve-ras” del barroco hay que buscarla en el extremo opuesto a estos conflictos, en los claros del bosque en que el artista ingenioso se deja ser, por un día, seme-jante a un niño sabio, y en modo alguno ingenuo, infantil solamente en la insen-sata obstinación con que se empeña en continuar jugando, contra viento y ma-

rea, con la regla y el compás; entonces es cuando el barroco, por virtud de los propios resabios de su técnica, acierta a burlar la impostura del Sentido y levan-tar la pregunta “¿ Y todo esto por qué?”, colocando en el aire delicadas maravillas como la linterna de Sant´Ivo alla Sapien-za, de Francesco Borromini. [Ensayos y artículos, Volumen II, Destino, Barcelo-na, 1992, pág. 122]

■ Conviene recordar que las incom-prendidas torres de ladrillo de Aragón se erigieron a raíz de un levantamiento de la albañilería contra la arquitectura, y el gusto de mirarlas se acrecienta –aunque, a decir verdad, tal vez a costa de hacer-se algo bastardo– imaginando la rabia y el horror que le producirían al pétreo y aplastante Buonarroti. [Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Desti-no, Barcelona 1993, pág. 17]

■ [... ] pertenece ya al gusto espectacular y artificiero que es propio del barroco.

[... ] como bien calculado primor de albañilería de ladrillo. El mudéjar se complace, ciertamente, en jugar con las razones matemáticas, pero de una ma-nera extraordinariamente más compleja. [El alma y la vergüenza, Destino, Barce-lona 2000, pág 181]

■ (Teatro Marcello, en la ciudad de Roma.)El peregrino conglomerado constructi-vo en que al cabo de casi dos milenios había llegado a convertirse lo que, en vivo contraste con los enormes cambios padecidos en su función y en su fisono-mía1 seguía conservando, sin embargo, su nombre primitivo –sin más que ha-berlo dejado traducir del latín al roman-cesco– me producía ya desde niño la más profunda sugestión: sobresaliendo ape-nas, a flor de superficie, en la enlucida y repintada fachada de un palacio (tal vez barroco, por lo poco que puede ya apreciarse en los borrosos clichés de mi memoria) o asomando en las disconti-nuidades que más abajo ofrecía la dis-locada irregularidad de un hemiciclo de casas adosadas, más o menos antiguas o modernas, aparecían aquí y allá, gasta-dos, desconchados, renegridos, pero aún en su asiento y disposición originarios, los romanos sillares del teatro. Si los maestros constructores de todas aquellas obras sucesivas apenas parecían haber querido cuidarse de avenirlas las unas

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 145

1 O mejor, ¿morfología?

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FELIPE COLAVIDAS

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con las otras, tanto menos parece que debieron de pararse a tratar de concebir tan siquiera el pensamiento de intentar concordarlas, ni en la estructura ni en los materiales, con la ya exangüe fábrica de la vetusta ruina.

Es cierto que el palacio (cuya facha-da, ocupando las plantas superiores del teatro, seguía el propio tambor de la ar-quería, a haces con la cara exterior de los sillares, en tanto que las casas, por debajo de él, se adelantaban en mayor o menor profundidad, desde aquel mismo frente hacia la calle) sugería a la mirada por lo menos un cierto moderado em-peño en concertar su planta con la de la osamenta que lo sustentaba. Pero hay que interpretar debidamente el valor de esta impresión, advirtiendo cómo esa por lo demás tan somera concordancia con la estructura propia de la ruina ha-bía respondido únicamente a una inten-ción pragmática (y ajena y exterior, por consiguiente, al fuero propio de la ar-quitectura): la de ajustarse a una simple previsión presupuestaria, explotando el potencial arquitectónico ya dado en la armazón romana preexistente hasta el alto nivel de rendimiento capaz de sa-tisfacer la reducción de gastos en que el proyecto mismo había fundado sin duda la elección de semejante asentamiento. Las cuentas, no los planos –el cálculo económico, y no ninguna estimación genuinamente arquitectónica de las di-versas opciones edilicias–, habían sido el origen y el criterio de aquel parcial aun-que ostensible ajuste técnico, de aquella transacción o compromiso entre la oscu-ra fábrica imperial y los dorados muros pontificios.

Mas tampoco hacía falta, en modo alguno, ver reducida –con arreglo a la precedente observación– a unos factores tan contingentes y tan circunstanciales incluso aquella limitada concordan-cia que el palacio, en contraste con las casas y tal vez con sus más ambiciosas dimensiones, se había visto obligado a respetar, para que ya saltase a la vista por sí sola, y en mucho mayor grado, la extremada e inquietante divergencia que existía entre las piedras del teatro y el rostro de las parasitarias construc-ciones posteriores. Éstas se limitaban, en efecto, en mayor o menor grado, a adosar y adherir de cualquier modo sus cuerpos a la ruina, no con arreglo a na-da que la disposición de los sillares les hubiese podido sugerir, sino según las conveniencias de planes constructivos del todo independientes y heteróno-

mos, extraños a cualquier otra preten-sión respecto del teatro que la de apro-vecharse de su fortaleza y equivalentes, por tanto, en este punto, a los de quien cimienta su casa sobre peña o la respal-da en un cantil de roca verdadera. Y co-mo roca viva, ciertamente, aparecían las reliquias de ennegrecida sillería contra el cobrizo almagre de casas y palacio; naturaleza pretendía fingirse ante los ojos que las contemplaban, no de mo-do distinto a lo que ocurre con quien, escandallando la profundidad del alma, tras haber traspasado y apartado cuanto pueda antojársele sobreedificación de la cultura, cree estar tocando finalmente la roca viva de la naturaleza –pues tam-poco esa más profunda y acendrada re-sistencia que la sonda no logra perforar suele ser otra cosa más que ruina fósil de otra cultura más, exteriormente ex-tinta, pero erguida en la sombra toda-vía. [Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Destino, Barcelona, 1993, pág. 73]

■ […] ya en algo tan conveniente y tan sensato como el proyecto de ha-cerse una casa, puede entrar un ma-yor o menor suplemento de gastos y fatigas destinados exclusivamente a sa-tisfacer impulsos antagónicos de emula-ción con el vecino; ese lujo ostentatorio que Thornstein Veblen supo ver como sustitutivo de la dominación, y, sin el cual, no obstante, el arquitecto no ha-bría dispuesto jamás de presupuestos que le permitiesen llevar su arte a ma-yores esplendores. [Ensayos y artículos, Volumen II, Destino, Barcelona, 1992, pág. 420]

■ [...] la obsolescencia material, o sea, la fabricación deliberada de productos materialmente efímeros (llegaba a contar de empresas edilicias que levantaban ca-sas tan deleznables que a los veinticinco años había que derribarlas), y la obsoles-cencia simbólica, o sea, la producida por la publicidad. [El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona, 2000, pág. 460]

Habitabilidad

■ La tierra como hábitat2 es el suelo de la vida; la tierra como territorio es el solar de la dominación. [Ensayos y artículos,Volumen II, Destino, Barcelo-na, 1992, pág. 295]

■ Gibraltar es un territorio antes que una comunidad humana, pues no fue ésta la que lo definió habitándolo. Los pobla-dores definen el lugar que pueblan, los ocupantes son definidos por el lugar que ocupan. Como instrumento de guerra –que eso es lo que ha sido y sigue sien-do–, Gibraltar no es un lugar de pobla-dores, sino de ocupantes. Difíciles están las cosas para la desterritorialización de Gibraltar, o sea, para que deje de ser un territorio y pasa a ser un hábitat. (Esen-cialmente, un auténtico hábitat compor-ta una incidencia y hasta una identifi-cación entre los intereses personales y los del lugar, mientras que un territorio comporta una desvinculación y hasta una divergencia de intereses entre las personas y el espacio en que se hallan asentadas). [La homilía del ratón, El País, Madrid, 1986, pág. 80]

■ […] la transformación de su hábitat en territorio y de los habitantes en po-blación3. [Ensayos y artículos, Volumen II, Destino, Barcelona, 1992, pág.499]

■ […] llegado el turno de la palabra al rodio Cleóbulo de Lindos, contestó lo siguiente: “La mejor ciudad es aquella en que los ciudadanos temen más al repro-che que a la ley”. [El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona,, pág. 44]

■ Lo que distingue la antigua ciudad de Lindos, en la isla de Rodas (donde aún hoy perdura con el mismo nombre, aun-que me temo que no ya con la misma condición), lo que distingue esta peque-ña pero ilustre ciudad natal de Cleóbulo de cualquier megalópolis, ya sea antigua o moderna, no se reduce evidentemente a la mera dimensión, y más que en cuanto a magnitudes topográficas, en cuanto al número de los habitantes, que es lo que atañe directamente a nuestro asunto. El salto del número de los habitantes des-de el orden de los miles al orden de los

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2 Hábitat humano, se entiende.3 Más que “en población”, y a tenor de las propias

palabras del autor en la cita precedente, habría que decir “en ocupantes” o “en mera población de ocu-pantes”.

■ El ABC del 3 de octubre de 1996 re-cogía una denuncia de UGT contra un centro de la Comunidad Valenciana que estaba retirando de la ventanilla de ser-vicio al público a los gordos y los feos y relegándolos a despachos interiores, porque se veían como un desdoro para un edifico, por lo visto muy bonito, re-cién inaugurado. [El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona, pág. 388]

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ARQUITECTURA Y HABITABILIDAD EN RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

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cientos de miles o al millón, por no decir millones, conlleva un innegable cambio cualitativo para el medio en cuanto ám-bito público del movimiento ciudadano. Y en este punto conviene abstenerse, del modo más ascético, de cualquier clase de sofisticaciones relativizadoras o interpre-tativas, para detenerse en la más miope, estólida y palurda inmediatez de la ex-periencia más primaria. El objeto más directo ante los ojos de un observador positivista debe ser lo que pasa en la ca-lle, y la primera diferencia que resaltará a su mirada entre el tráfico callejero de un pueblo y de una gran ciudad será la de que mientras el pueblerino se mueve exclusiva o predominantemente entre conocidos, el metropolitano se mueve, por el contrario, de modo prácticamen-te exclusivo, entre desconocidos –hasta el extremo de que el encuentro fortuito con un conocido se considera una ex-cepción casual. [El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona, pág,49]

■ […] los antiguos tenían por libertad que el Estado estuviera sujeto a la vo-luntad de los ciudadanos más bien en los negocios que atañían al interés común de la ciudad; los de hoy se inclinan a en-tender por libertad que el Estado ejerza el menor grado posible de control sobre la voluntad de los particulares en el ejer-cicio de su interés privado. [Ensayos y ar-tículos, Volumen I, Destino, Barcelona, 1992, pág. 561]

■ Por mucho que mis simpatías se vuel-van ardientemente hacia el sentido pú-blico de la ciudadanía y de la libertad antigua, hacia aquel individuo a quien importa más la belleza, el decoro y hasta el lujo de la plaza pública que la decen-cia del salón de su casa, en tanto que me hace sufrir y sentirme solo el mise-rable privatismo del ciudadano moder-no, llevado al extremo de sordidez por la llamada sociedad de consumo, no deja de parecerme […] [Ensayos y artículos, Volumen I, Destino, Barcelona, 1992, pág. I, 576]

■ No obstante, en las antiguas socieda-des estamentales, en las que predomi-naba en derecho personal –quien nacía de hidalgos era hidalgo, quien nacía de siervos era siervo–, fue justamente la aparición de aquel derecho territorial que se expresó en la bellísima fórmula alemana: “Stadtluft macht frei” (“El aire de la ciudad hace libre”) el que creó las ciudadanías libres de la baja Edad Media

y las democracias municipales del pri-mer Renacimiento. Universalizadas hoy día las fórmulas democráticas, y con ellas la condición de hombre libre de todo ciudadano, resulta, en cambio, ser pre-cisamente la fundamentación persona-lista del derecho la que, aunque en muy distinto aspecto y en muy modificadas circunstancias, defiende las libertades de los hombres frente a los atropellos de la fundamentación territorial. [La ho-milía del ratón, El País, Madrid, 1986, pág 76]

■ “Los buenos son los nuestros” es tan malignamente regresiva porque arrasa con su enyosamiento lo único habitable que ha dejado la territorialización uni-versal: un concepto de la bondad des-vinculado de toda relatividad de perte-nencia. [Ensayos y artículos, Volumen II, Destino, Barcelona, 1992, pág. 501]

■ […] a fin de que el paisaje no lo hi-ciese más la propia palabra que la cosa. Todo el que escriba o simplemente diga “en un pequeño chalet del extrarradio”, no deberá ignorar que el extrarradio di-fícilmente llegaría a saberse paraje tan tremendo si le faltase tan tremendo nombre. Lugares hay, en fin, donde uno diría que se pasea más por los nombres mismos, que tan enfáticamente los con-sagran, que por calles o plazas o arraba-les: en Sevilla, la Alameda de Hércules; en Córdoba, el Campo de la Verdad, y en Madrid, la Costanilla de los Desam-parados. [Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Destino, Barcelona 1993, pág. 19]

■ ¿Es verdaderamente [la Gran Muralla china] una obra humana? Al menos los cartógrafos no parecen sentirla como tal, ya que no dejan de representarla ni aun en los mapas privativamente físi-cos, y con un signo convencional carac-terístico que solamente sirve para ella (una línea dentada que remeda el perfil que en el alzado dibuja la sucesión de las almenas o el que en la planta traza el alternar de retrancados paramentos y adelantados torreones), equiparándola a las costas, a los ríos, a las montañas, a todo aquello que el geógrafo acostum-bra inscribir bajo el epígrafe Accidentes Naturales. [Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Destino, Barcelona 1993, pág. 71]

■ Si el domino de unos hombres so-bre otros está inextricablemente en-

trelazado con el dominio de la natu-raleza, la irreverencia hacia el paisaje –que es la representación mediada de la naturaleza– mal podría comportar y pro-meter respeto alguno hacia los hombres. [La homilía del ratón, El País, Madrid, 1986, pág 83]

■ […] de todos modos, sólo el mundo, el mundo de los hombres, no el bosque o la montaña, seguía siendo el único lu-gar en donde el sabio tenía un cometido que ejercer. [Campo de Marte, 1 El ejér-cito nacional, Alianza, Madrid, 19986, pág. 156]

Felipe Colavidas es arquitecto y profesor titular de Urbanismo en la Escuela Técnica Superior de Arqui-tectura, Universidad Politécnica de Madrid.

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