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AMOR ETERNO Al otro lado del vagón estaba una niña con ojos grandes; con toda el alma y el dedo meñique, intentaba sacarse un moco: ahí estaba posada, negra, la mirada de él. Ahora sí se había metido, junto con su bocota, en una de locos. Un frenón los obligó a juntarse, pero las miradas hicieron lo posible por no moverse ni un milímetro; por lo menos, el triunfo de la niña fue de utilidad para él. Verde -dijo-, la pobre está medio enferma. -¿Cómo? ¿Qué? -preguntó ella, dispuesta a decir "azul" si fuese necesario. No, nada - dijo él, sin voltear a mirarla. Se hizo un rumor, consecuencia del frenazo seguido del acelerón. Pensó que había fallado a la regla número once, la del fuera de lugar, donde claramente se expone que una mamá, como pertenece al mundo, siempre está en casa y que el lugar que habite se convierte siempre en suyo. Disculpe, disculpe. No hay cuidado. El hecho de que no fuese la propia madre, además, la hacía más perfecta que la divina trinidad: su casa, entonces, era de ella, y su esposa había pasado a ser hija más bien y más más que bien, hija propiedad con una vida propiedad. Disculpe, disculpe. No hay cuidado. Otra regla de oro, y aprendida desde la primaria: con las mamás no te metas. Y lo hizo, pero hasta dentro: no sólo había insinuado que su madre era algo parecido a una carga, sino que no era bien recibida y que no era ni amable ni bonita. Se abrieron las puertas, y el vagón duplicó su población en treinta segundos. Ella pensó que estaban más cerca, pero a la vez taaaan distantes, y que si pudiera haría una película con la historia de su vida. No se le ocurrió ningún título, pero tampoco le importó. Recordó a mamá, a quien ese que casi la estaba pisando había insultado agarrándose para ridiculizarla de unos cuantos e inofensivos kilitos de más.

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AMOR ETERNOAl otro lado del vagón estaba una niña con ojos grandes; con toda el alma y el dedo meñique, intentaba sacarse un moco: ahí estaba posada, negra, la mirada de él. Ahora sí se había metido, junto con su bocota, en una de locos.

Un frenón los obligó a juntarse, pero las miradas hicieron lo posible por no moverse ni un milímetro; por lo menos, el triunfo de la niña fue de utilidad para él. Verde -dijo-, la pobre está medio enferma.

-¿Cómo? ¿Qué? -preguntó ella, dispuesta a decir "azul" si fuese necesario. No, nada - dijo él, sin voltear a mirarla. Se hizo un rumor, consecuencia del frenazo seguido del acelerón. Pensó que había fallado a la regla número once, la del fuera de lugar, donde claramente se expone que una mamá, como pertenece al mundo, siempre está en casa y que el lugar que habite se convierte siempre en suyo. Disculpe, disculpe. No hay cuidado. El hecho de que no fuese la propia madre, además, la hacía más perfecta que la divina trinidad: su casa, entonces, era de ella, y su esposa había pasado a ser hija más bien y más más que bien, hija propiedad con una vida propiedad. Disculpe, disculpe. No hay cuidado. Otra regla de oro, y aprendida desde la primaria: con las mamás no te metas. Y lo hizo, pero hasta dentro: no sólo había insinuado que su madre era algo parecido a una carga, sino que no era bien recibida y que no era ni amable ni bonita. Se abrieron las puertas, y el vagón duplicó su población en treinta segundos. Ella pensó que estaban más cerca, pero a la vez taaaan distantes, y que si pudiera haría una película con la historia de su vida. No se le ocurrió ningún título, pero tampoco le importó. Recordó a mamá, a quien ese que casi la estaba pisando había insultado agarrándose para ridiculizarla de unos cuantos e inofensivos kilitos de más.

DOS VIDAS

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Mi madre es argentina de nacimiento y de forma de hablar. Yo, se podría decir que hablo mexicano aunque sea sólo por el acento. Mamá siempre utiliza palabras que yo entiendo y creo normales en este país, en esta ciudad en la que a la mera hora resulta que nadie le dice a la cartera cartera, en esta la Ciudad de México que siento mía y es mía aunque no debería ser. Y no porque mi vida me parezca un error; soy feliz, pero como que no puedo olvidar lo que los míos no pueden olvidar. Aunque muchos no lo hayamos vivido, todos sabemos que de repente la historia obliga a la gente a hacer cosas que tal vez no se había propuesto con calma. Y con calma vivo, viviendo mi vida sin pensar mucho en mi otra vida, la que podría tener de ser otra la historia de La Historia.

Mi otra vida sería en la Argentina, seguro, con parte de mi familia y muy pero muy lejos de mis amigos, pero no lo sabría. No sabría que mis amigos de aquí me fueran simpáticos porque no los conocería como no conozco a todos los amigos argentinos que no he podido hacer al vivir en México. Sería mi vida, pero sería otra y ya. Mamá llamaría cartera a la cartera, igual que lo hace en México pensando en la Argentina, y en la escuela nadie diría que yo uso palabras raras: esa sería una diferencia; yo me seguiría llamando Mariana o algo parecido (no importa dónde viva o dónde nazca: jamás me hubieran puesto Pedro Juan por nombre). Yo Mariana, y casi todos, o la mayoría de los amigos de la mamá de Mariana, mi mamá, serían también argentinos. La familia, claro, sería más grande. Tal vez por eso se inventaron los tíos que no son tíos, para suplir a otros que porque están tan lejos no los vemos muy seguido. Y porque estos tienen hijos y así nos conseguimos unos primos que nos quedan más cerca.

Dos. Dos son las vidas que tengo. Y siempre me da un poco la impresión de que una es y la otra vida hubiera sido o casi es. Tengo un mundo en México y otro, lejano y querido, en la Argentina con tíos tías abuelos y tíos de los inventados, de los que no son parientes pero sí que lo parecen porque todos conocen y quieren a mamá y sobre todo porque todos dan consejos. Cuando voy a mi país, al que está cerca de Brasil, en serio que me gusta; veo muchos parientes que además de todo me tratan muy bien, y la verdad es que Buenos Aires es una linda ciudad; por lo menos mucho más tranquila que México, eso: allá no tengo que estar pegada a una falda o un pantalón, me puedo separar, puedo caminar. Me gusta mucho. La otra es que allá sólo he ido en vacaciones y todos sabemos que las vacaciones se disfrutan. Para mí, estar en la Argentina ha sido familia y ha sido no ir a la escuela. No ir a la escuela y tener la atención de un mudo de gente, de todo un país que me llama Nena. Y eso es bueno.

Por Argentina siento algo extraño. Me gusta como supongo que me gustaría cualquier país en el que no he vivido mucho tiempo, pero un poco más. Mucho más, porque es mío. Sí. Y es curioso, porque en casa siempre se habla de lo que fue Argentina y lo que es Argentina y estas cosas al parecer son muy distintas. Se habla de un antes y un después. También, en la comida, se habla de México, a lo que va o hacia dónde va. La Argentina se extraña, se extrañará por siempre, y México se vive, como poco a poco y para siempre, también. Y yo estoy en medio, estoy entre un país y el otro; entre una vida que vivo en México y otra que muero de curiosidad de conocer en la Argentina; estoy entre la ciudad que me vio dar

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mi primer paso, y la que me permite dar muchos, sin un mayor que me cuide, desde Flores hasta Devoto.

Pero quizá no se trate de una cosa o la otra: mis dos vidas se parecen mucho y pienso, mejor dicho estoy segura, que algún día podrán ser una sola. Finalmente, tanto en la Argentina como en México se habla español y existen las palabras "medias" y "zapatillas". Las diferencias son muy pequeñas, tanto, que si me vistiera con "zapatillas" y "medias", tal vez en la Argentina jugaría Fútbol y tal vez en México bailaría Ballet, pero seguiría siendo Mariana.

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EL VIEJOSolía caminar todos los días la misma ruta. Desde hacía tiempo, apenas se levantaba y no pensaba en otra cosa; pocas actividades en la vida, ya sea en días laborales o fines de semana, le otorgaban tal placer. Se podría decir que vivía para ello y que también trabajaba para ello. Junto con otro vecino de la colonia, jubilado también, parecía seguir una rutina, fieles ambos a la costumbre y atentos al reloj. Cuando no se veían y no podían discutir se quedaban sin algo, sin el alivio de poder ver el mundo pasado, conocido, en el otro. Las cosas cambiaban muy rápidamente, de eso no tenían dudas. Ambos solían levantarse de mal humor, contrarios a todas las leyes, y así permanecían hasta que desayunaban. Se necesitaban, casi, porque ese rumbo se había poblado de vecinos nuevos, poco comunicativos, como máquinas sin olor encerradas en una estructura metálica de "No te conozco ni me importa, porque no necesito a nadie". Y en esa opinión sí que habían coincidido alguna vez, cosa rara, cuando tocaron el tema como por accidente, porque ni uno ni otro terminó de bravucón, y más bien como que se miraron comprendiéndolo todo, la puerta abierta, ojos mirando ojos y miradas que lo sabían de sobra. Se necesitaban como se necesitan el bien y el mal, por pura fuerza de costumbre y para sentirse superiores. Aunque fuera para ladrarse tres cosas y seguir su camino, como quien dice. La edad, además, había hecho que ni uno ni otro encontrara durante el día mayores distracciones.

Había tenido una vida plena. Llevaba años viviendo en la misma casa, con sus hijos menores, y algunos de ellos ya le habían dado hasta nietos. Merecía la calma de la vejez, lo sabía, pero extrañaba su movilidad de antaño. Cuando podía, antes, hasta solía jugar fútbol con sus nietos; con esas reglas que sólo ponen y entienden los pequeños, aquellos podían ser los más divertidos partidos de su vida. Nunca fumó cigarro alguno, nunca bebió gota de alcohol, pero aceptaba de buena gana que lo hicieran algunos de sus amigos. Eso sí: detestaba el puro, con ese olor tan penetrante, y las ambulancias y patrullas, que veía como un signo de fatalidad y una fuente inagotable de temores. Si se trataba de dormir, aunque luego alguien podía quejarse de sus ronquidos, él lo hacía completamente en serio. Jamás sufrió de insomnio y jamás perdonaba una buena siesta después de comer. Aunque las Matemáticas o la astronomía no eran su fuerte, ni lo era la jurisprudencia, su buena memoria, junto con buenas intenciones y una rectitud sin tacha alguna, le habían ayudado a ganarse un respeto y un reconocimiento dignos de una vida decente.

Desde que batallaba tanto para subir escalones o mantenerse en pie durante mucho tiempo había dejado de viajar distancias largas y se conformaba con los relatos de las experiencias de terceros, principalmente sus hijos, que solían traerle siempre algún pequeño recuerdo y que insistían en quitarle la corbata con el afán de que estuviese más cómodo. Nunca lo lograron. Aunque su fuerza ya no era la de antes, su mirada podía ser muy convincente.

Pero la vejez había llegado un día de golpe, el día de la muerte de su mejor amiga y "esposa", entre comillas, así, "esposa", con la que no estaba casado porque algún

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resquicio anarquista los había hecho vivir en unión libre. Fue mutuo acuerdo, de eso todos estaban enterados, sobraban las anécdotas, y por mutuo acuerdo, también, jamás cedieron en bautizar a sus hijos. Matilde, Mati, murió un día de abril, y eso desmoronó su mundo. Aunque lo acompañaran sus hijos, esa vida ya no era la misma y sus fuerzas se fueron acabando. Luego vino la jubilación, el reemplazo por una juventud que para las empresas no implica gastos médicos y que carece de las agallas para protestar y se conforma con una pelotita plástica de brillante color amarillo. Decidió que no quería que lo conectaran a una de esas máquinas que dan vida artificial, siempre se opuso a retar a la Naturaleza porque entonces estaría viviendo una vida que ya no era la suya. A todos les hizo entender que quería morir viejo, sí, pero lúcido, que su decisión era inapelable y que en el momento en que su cabeza empezara a jugarle cosas raras él quería morir, él "tenía que morir". Quería morir desnudo, con su mejor corbata, dormido, y después de despedirse de los más queridos. Así fue: desnudo, dormido en el pasto, y después de besar una mano. Al ver al veterinario, se echó, dijo "adiós" con la mirada a todos, lamió la mano de uno de los dueños luego de que éste le puso una corbata nueva y limpia, y se recostó, cerrando los ojos. Cuando se fue el veterinario lo enterraron en el fondo del jardín, y tampoco en esa ocasión hubo ceremonia religiosa porque una muerte así no hubiera sido congruente, aunque de perro, con aquella particular vida de principios.

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FLORES EN LA VENTANAHoy, por fin, decidí hablarle. Como todas las mañanas, desde hace casi un año, el despertador sonó a la misma hora. Traté de sincronizarlo con su reloj biológico. Las primeras veces me costó trabajo dejar la cama para verla; pero poco a poco se convirtió en parte de mi rutina. Hizo mella en mi corazón pese a que nuestros encuentros no duraban nada. ¿Alguna vez nos vimos a los ojos? Creo que no. Aunque yo siempre adiviné un azul profundo en ellos, un azul que quería ocultar su temor a la longevidad. Era suficiente ver el ímpetu que imprimía a cada zancada para darse cuenta que no deseaba ser vieja, y eso -más que un genuino interés por su salud- la impulsaba a correr cada día varios kilómetros.

Podría decirse que ese miedo la llevó hasta mí. De no ser por él, jamás hubiera pasado frente a mi ventana. Ningún otro acontecimiento de mi vida logró sacudirme tanto como saber que ella existía. Durante el verano, cuando las mañanas se iluminan más pronto, salía a verla con el pretexto de tirar la basura en el contenedor o de recoger el periódico. Y era entonces cuando observaba su figura al fondo de la calle, pequeña en un principio; pero aumentaba de tamaño a medida que se acercaba.

Me fascinó su trote, decidido y fino al mismo tiempo, elegante como una pantera. Y aun así me inspiraba una gran ternura. Su esfuerzo me parecía tan inútil: correr en dirección contraria a las manecillas del reloj no tiene sentido, se lo podría haber dicho yo, que siempre cifré mi esperanza en un cuerpo esbelto, abatido más tarde, contra mi voluntad, por una protuberante barriga y una calva tan cómica como obscena.

Nunca volteó a verme, ni siquiera de reojo. La entiendo: los años me han cobrado la factura. Nacer es como una chapuza del destino. Lo supe desde el día que enterramos a la abuela. Pobre vieja, estoy seguro que con frecuencia hizo eco en su cabeza la idea de desheredarme -muchas veces me lo dijo-; pero al final se arrepintió. No era gran cosa: un par de cuentas en el banco y la casa de huéspedes en la que vivíamos ambos. Un amigo abogado me ayudó con todo lo necesario para tomar posesión de los bienes, seguido de lo cual, contraté un administrador para la casa, renuncié a mi trabajo y compré este departamento. Así que podríamos decir también que la muerte de mi abuela me trajo esa belleza que veo todas las mañanas.

Aunque lo intenté, jamás obtuve algún indicio que me permitiera dar con su paradero. No vivía en el vecindario. Según me dijo Epifanio, el conserje del edificio, ella corría diariamente, sábados y domingos, todo el año; sólo faltaba algunos días en invierno, cuando las nevadas intensas impedían a la gente salir de su casa. El muy puerco no dudó en hacerme saber que la observaba desde hacía más tiempo que yo.

Y sin embargo, algo me hizo pensar que su aparición en mi vida no era un hecho meramente azaroso. Siempre creí en el destino, con todo y sus tretas, con los obstáculos y las libaciones que pone. Ya decía yo que el haber incorporado precisamente esta calle a su cotidiano recorrido no tenía nada de errático. Muchas noches, al acostarme, estudié la manera de hablarle. Mientras en la televisión pasaba una telenovela, yo trataba de concentrarme en encontrar un pretexto, si no perfecto, por lo menos verosímil. En vano la evocaba; no era más que un intento fútil por construir su personalidad, sus gustos, su nombre. Me rondaron ideas tan absurdas como seguirla para averiguar dónde vivía. Pero si así hubiera sido, qué seguiría después: seguramente algo tan risible como escribirle mensajes anónimos y deslizarlos debajo de su puerta, al más puro estilo del admirador secreto. No cabe duda que la edad aloja en los hombres los pensamientos más ridículos y las cursilerías más disparatadas. Una conducta de este tipo es un signo inequívoco de que los años nos están ganando la partida. A final de cuentas, ella y yo no éramos tan distintos: le temíamos a lo mismo, sólo que a mí el futuro ya me había dado alcance.

La juventud se vuelve un doloroso recuerdo sin que uno se dé cuenta. Por lo regular, lo notas cuando alguien más te lo dice; aunque en mi caso no fue así: tuve que escucharlo de voz de un par de mozalbetes que hicieron bromas a mi costa y se mofaron de mi aspecto en los baños de la oficina. Sus comentarios y la certeza de que había entrado a la tercera edad me impidieron cagar a gusto. No se dieron cuenta que yo estaba escuchándolos. Abrí la puerta del baño y no les dije nada. Siempre fui así: nunca reclamaba, bien

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podían orinarme la cara sin que yo hiciese algo al respecto. Por fortuna, la muerte de la abuela también me libró de ellos y me dio la oportunidad de largarme a vivir al otro extremo de la ciudad.

Si bien no trabé amistad con los demás inquilinos del edificio nunca me hicieron ninguna grosería. Mi relación con ellos era tan cercana como lo permite un buenosdías o un hastaluego. Platicaba más con el conserje. En varias ocasiones, cuando llegué en la madrugada, pude respirar el tufo a mariguana en el cuartucho de la planta baja donde él vivía. Me invitaba a pasar y me ofrecía una copa de aguardiente. Creo que yo era el único que escuchaba sus interminables pláticas acerca de mujeres, de fútbol o de sus numerosos hijos; aunque, a decir verdad, yo no tenía otra cosa mejor que hacer en mi departamento. Fue él mismo quien me contó que "Epifanio" era un nombre para hombres de verdad, que por eso le habían puesto así. No le quedaba otra opción que resignarse, los nombres son tan arbitrarios: yo mismo no sé qué estaba pensando la abuela cuando le ordenó a mi madre que me llamara Apolonio.

Cierta noche, volvía de la calle cuando Epifanio me ofreció un trago y comenzó a hablar de ella. Ahí supe que no era yo el único. ¿Por qué demonios pensé eso? Es que acaso creí que podría voltear a verme un día, que aceptaría subir conmigo y meterse en mi cama así nada más, porque un vejete barrigón como yo se lo pedía con palabras dulces. Más ebrio que una cuba, el conserje me decía que con seguridad era una buscona, que él también había intentado, sin éxito, seguirla una vez; pero como siempre, ella traía esas cosas puestas en los oídos y con seguridad ni siquiera reparó en que alguien la venía siguiendo. Quizá por eso Epifanio la odia, y no creo que pueda superarlo en mucho tiempo.

A pesar de que ya transcurrieron varios días, aún tengo en mi mente su imagen. Ese día salí más para verla que para recoger el periódico, la vi detener su marcha y fijar su atención en el jarrón con girasoles que tenía sobre mi ventana. Nunca como en ese momento anhelé haberme quedado en el departamento. La oportunidad de verla a los ojos se me había ido de las manos. No hizo nada más que observar unos segundos los girasoles y reanudar su trote.

No obstante, eso me indicó, por lo menos, que le agradaban las flores, igual que a mí. De mi abuela heredé el gusto por ellas. Me cautivaron por la apacible sensación que insuflan, porque hacen buena compañía y viven sólo lo necesario; a las flores no se les llora cuando mueren, es la ventaja que tienen sobre otros seres vivos, incluso sobre los seres humanos.

No había comprado un ramo desde que puse uno de alelíes sobre la tumba de la abuela. Pero desde que percibí que esa mañana ella interrumpió su trote ante las flores, las seguí comprando todos los días: girasoles, gardenias, gladiolos, tulipanes. Y las puse diariamente en el mismo sitio con una devoción enfermiza, para que cuando les echara un vistazo se detuviera un instante. Apenas sonaba el despertador, tomaba el florero de la mesa, corría a colocarlo en la moldura de la ventana y me ocultaba en un sitio donde pudiera observarla. Pero después de algún tiempo eso ya no fue suficiente para mí. Por eso, justo para hoy, resuelto a abandonar mi patética cobardía, compré una orquídea para abordarla y ponerla en sus manos.

No tengo por qué negarlo: igual que Epifanio, yo también he deseado hacerle el amor. Hubo ocasiones en las que la soledad se cernía de más en el departamento y yo no hacía otra cosa que recordarla. Entonces salía a la calle, buscaba a la lívida mujer de siempre y la llevaba a cenar a un modesto restaurante para después terminar tratando de acariciarla, no sin cierta vergüenza, en un sillón de mi departamento; aunque todo el tiempo evocaba aquel trote, aquel atuendo deportivo ceñido a su armonioso cuerpo. En mi mente recreaba una situación distinta: creía que era ella la que caminaba hacia la ventana para aspirar el perfume de las flores.

Prácticamente no dormí: sólo pude pensar en ella y en lo que iba a decirle cuando me atravesara en su camino. Apenas iba a cerrar los ojos cuando el sonido de los primeros coches inundó la habitación. Había programado el despertador para que sonara antes de su puntual paso por la calle, calculé que me sobrarían algunos minutos para bañarme con tranquilidad y vestirme con lo más apropiado de mi guardarropa; pero no sonó. Hasta había comprado una caja de cigarros pensando que sería un buen momento para empezar a

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fumar; a final de cuentas, los espacios vacíos entre una y otra actividad estaban llenos de humo de tabaco, aunque intuí que no me atrevería a hacerlo.

Alcancé mi reloj de bolsillo del buró y comprobé que estaba con el tiempo en contra. Abandoné la cama y de inmediato me metí a la regadera. Al tiempo que me duchaba frenéticamente, recordé a la abuela diciendo en alguna ocasión que las orquídeas eran obscenas y que los hombres con malsanas intenciones se las regalaban a las jovencitas esperando ser retribuidos con favores de otro tipo. La abuela sabía muchas historias acerca de las flores.

El minutero me indicó que ya era hora. Me vestí lo más pronto que pude, bajé las escaleras dando traspiés, asiendo con firmeza el obsequio para que no cayera, y me apersoné en la acera de enfrente. No tardó mucho en aparecer al final de la calle, junto con el maldito titubeo y mi temblor de manos. Me vi tentado a huir; pero discurrí que si no era hoy, no sería nunca. Al verla cada vez más cerca, decidí aprovechar el momento en que se detuviera a observar las flores en la ventana para interrumpirla y quizá decirle algo sobre ellas, antes de entregarle la orquídea. Creí que eso sería suficiente para que este inusual arranque de coraje se impusiera a mi patética y blanduque voluntad.

No sé cómo, pero en un instante, su figura en movimiento cruzó ante mis ojos, sin verle siquiera el polvo, y se perdió entre las calles. No se detuvo. Permanecí ahí un momento, desconcertado, con el estuche transparente en las manos. Me encaminé luego a la entrada del edificio y mientras subía con pasos alargados los escalones recordé con amargura que había olvidado el jarrón con flores sobre la mesa.

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HERMANOSDaniel coloca la botella de Chivas sobre la mesa y enfila su silla de ruedas hacia la sala. Echa un último vistazo. Comprueba que todo está en orden. Ya no hay cajas de pizza ni botellas vacías desperdigadas en el piso. Se sirve un trago. Sigue ahí ese malestar en el estómago. Atribuye la molestia al hecho de que su único hermano vendrá hoy a visitarlo. Hace años que no se ven.

Recuerda que fue cerca del ochenta y tres cuando recibió la carta en la que Adolfo le refería su buena fortuna, que tras salir del pueblo su suerte había cambiado por completo y que de seguir así, en breve reuniría suficiente dinero para casarse con una chica que había conocido. Acompañaba la misiva una foto de la pareja con el mar de fondo.

No sabe dónde quedó esa fotografía. Quizá la rompió, como hizo con aquella en la que él mismo abrazaba a Fernanda. Ésos eran otros tiempos, antes de que ella se largara de la casa, antes de que sus piernas se convirtieran en un par de muñones. Lo difícil no es aceptar que las cosas sucedan, sino aceptar que te sucedan precisamente a ti, piensa Daniel mientras acomoda la sábana que cubre sus extremidades amputadas. Apura el vaso hasta que no quedan sino unas gotas.

Desde que su mujer se fue, la televisión se ha convertido en un sopor que le impide pensar en la felicidad o en la tristeza, en el futuro o en el pasado... Le gustan los programas en los que salen a cuadro conductores locuaces acompañados por edecanes que llenan la pantalla con sus monumentales nalgas. A menudo se masturba viéndolas. Lo pone caliente pensar que ellas no tienen idea de cuántos telespectadores les dedican diariamente las venidas más abundantes. También le gustan los realitis y algunos dibujos animados. Por eso piensa que el reencuentro de hermanos es algo que ocurre con frecuencia.

El malestar se vuelve nerviosismo. Viene otro trago. Ha sido una semana con sus días y sus noches dedicados a encontrar las palabras precisas; Adolfo no debe percatarse de que le está pidiendo ayuda. Tiembla de pies a cabeza al imaginar que todo se puede venir abajo debido a un estúpido quehashecho o a un comoestás. No. Piensa que es mejor aguardar un poco antes de confesarle que la botella de Chivas no es original. Aunque también cree que eso no tendrá la menor importancia para su hermano. En el fondo lo entusiasma la idea de que Adolfo traerá otras botellas, buscando que la reunión se prolongue hasta el amanecer. Si de algo está convencido es de que los años y la distancia dejan muchos temas de conversación. Emocionado, hace un movimiento brusco y cae la sábana al piso dejando al descubierto sus piernas amputadas, la recoge con la mano derecha y se cubre de inmediato. «Hasta el final», musita.

Daniel está seguro de que su hermano respeta el tiempo de los demás y de que, como todos los hombres importantes, debe tener sus asuntos bien organizados en la agenda y otros tantos prefigurados en la cabeza. Por eso cree que no puede haber olvidado que iba a reunirse esta calurosa tarde de junio con él.

Esta visita le provoca un extraño escozor. Siente como si las piernas le crecieran, incluso puede percibir los vellos de sus pantorrillas erizándose, puede sentir también la mugre alojada entre los dedos de sus pies. Sonríe y decide que será mejor no seguir bebiendo.

Palpa en su frente la burda curación que cubre una herida. Todavía le duele. Trata de acomodarse la gasa. Recuerda cómo se lesionó, recuerda que salió a tomar algo a la cantina y una pendiente le jugó una broma de mal gusto, provocando que su silla se precipitara cuesta abajo hasta proyectarlo con violencia contra la banqueta. Ahora sonríe un poco, pero esa sonrisa no es más que una suerte de autocomplacencia, porque en realidad lo que Daniel sintió fue vergüenza, tras haber permanecido tanto rato de bruces, presa del desconcierto, ante la mirada atónita de los transeúntes nocturnos.

Nunca antes se había sentido tan indefenso, ni siquiera atrás antes cuando quiso tocar sus extremidades y sus dedos sólo encontraron vendajes húmedos bajo la sábana del hospital. Ahora es odio lo que siente y las imágenes de la gente auxiliándolo desfilan dolorosamente ante él otra vez. Se pregunta qué pretendían,

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¿ponerlo de pie acaso? Entonces imaginó a Adolfo dándose la gran vida y se sintió aún más ridículo. Cerró los puños con fuerza. Si estaba en esas condiciones era por haber dedicado tantos años de su vida a buscarlo, siguiendo pistas falsas, rumores, yendo de un lugar a otro en autobús. Hasta que las probabilidades y las estadísticas de los accidentes en carretera le tocaron a él y lo dejaron sin piernas. En más de una ocasión Fernanda le hizo ver que su esfuerzo era inútil, que si Adolfo estuviera interesado ya hubiera hecho hasta lo imposible por propiciar un encuentro entre ambos.

A Daniel le entristecía pensar que Fernanda tenía razón. No sabía qué hacer si de verdad su hermano había olvidado la promesa de regresar a sacarlo de ese miserable pueblo. Durante mucho tiempo, no hizo otra cosa que cifrar sus esperanzas en el regreso del hermano triunfador, porque con esa idea habían crecido. Incluso saber eso le ayudó a aceptar lo del accidente y también le permitió sobreponerse a las palabras de Fernanda, que sólo aguardó en el hospital a que volviera en sí para escupirle a la acara un yaestoyaburrida y un melargodelacasa. Sin embrago, en ese momento, cuando los improvisados samaritanos lo ponían de vuelta en su silla, sintió un gran odio contra Adolfo, quien de seguro -pensaba Daniel- estaba en una playa paradisíaca mientras él yacía en un camastro en medio de un insoportable tufo a éter y a enfermedad; sintió odio por su triunfo, por su dinero y por su promesa olvidada.

El timbre suena un par de veces. Trae a Daniel de vuelta al presente. Otro vistazo a la casa, todo en orden: apenas unos muebles como islas. Comprueba que la botella y los vasos están en su sitio. La sábana bien sujeta. Siente que le crecen las piernas. Los rings se repiten con insistencia. Afuera se extiende una bochornosa tarde de junio. El aire caliente del exterior le llena los pulmones. En la entrada está una mujer macilenta que empuja una silla de ruedas Adolfo está en ella, paralizado, no mueve las piernas ni los brazos. Su garganta trata de liberar palabras que terminan en gruñidos ininteligibles, los ojos se le tornan cristalinos.

Daniel los invita a pasar. Se adelanta un poco, toma la botella y la oculta. Les pide una disculpa, se dirige al baño y cierra por dentro. Siente que le arden las piernas. Abre la botella y comienza a vaciarla. Puede sentir las lágrimas sobre sus mejillas mientras el falso whisky se va por el excusado. «También está panzón y calvo», farfulla. Tira la descarga y arroja la botella a la basura. Luego arranca un trozo de papel higiénico para secar sus ojos. No quiere que su hermano se dé cuenta que ha llorado.

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LA MUERTE DEL COMINO

Tus pasos en la plaza son ahora el llanto de tus hijos, la congoja de tus viudas y la inocencia de tus choznos que corren por el huerto.

Venciste tu cansancio de mas de ochenta anos para acudir al llamado de tus hermanos muertos. En el ultimo esfuerzo encendiste los cirios que chisporrotean todavía a los pies de tu ataúd; luego te acostaste, abuelo querido, y vinieron a visitarte las muertes que debías: la de aquel que mataste antes que te matara, la del otro, quien sabe, chante enfurecido, si podrás pagarla.

Ruido de metralla.Ves como en un sueno la sabila grande que me regalaste, los conejos degollados cada día de fiesta y el jolgorio en tu cantina; pulque curado con azúcar, abuelo, no te hagas.Las granadas de tu árbol se entristecen, chante ausente, y el ropero centenario ha sido cubierto con lienzos morados para que no te asustes si tu alma por casualidad se asoma en sus espejos.Ruido de metralla.Es la muerte y tu lo sabes podría sino sorprenderte comino salado de arma empuñada, de cristeros y soldados?Huelo todavía tu beso perfumado y suena en mis oídos el albur que me enseñaste. Ya vez, chante picoso, como esta yegua no es tan mojigata.Ruido de metralla.Me falta contarte como han cambiado las cosas. En tu ausencia la historia no es la misma: faltan los recuentos de tus guerras, los amoríos robados y la fábula de tus perros que allá, como decías, chante añorado, te esperaban para cruzar el río.Ruido de metralla.En la noche aquí en el pueblo suenan todavía las herraduras de tu jaco y la canción que te gustaba. Guitarra en campamento, fogata encendida y una mujer que te llora todavía, enlutada desde aquella noche, chante querendón, en que te fuiste con la otra.

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Ruido de metralla.

Y aunque no lo creas, chante desconfiado que en uniforme me miras desde esta vieja fotografía, extraño tu presencia de soldado en retiro, tu carcajada abierta, tus patillas recortadas y el baile descocado que arremetías sonriendo para mostrarme, chante mentiroso, que las coyunturas no te dolían y que en tu alma la soledad era una mala pasada.Duerme comino, y escucha la serenata de este corazón en funeral. No te inquietes, abuelo querido, es solo el ruido de la metralla que se sosiega cada vez más.

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LA MUJER Y EL ESPEJOTodo era allí diferente. Desde el patio central de cantera donde se levantaban tres absurdas columnas de granito rodeadas por una fuente colonial, hasta las habitaciones, en las que había un exceso de luz o un exceso de oscuridad, cortinas muy pesadas, colchones y almohadas extremadamente mullidas, rellenos de pluma de ganso, supongo. Cielorasos abovedados constituidos por ladrillos que iban formando círculos concéntricos cada vez más pequeños. Baños dignos de Pompeya, vasos y jarras de cristal de Bohemia. Espacios, ventanas, muros, cuidadosamente calculados para que la incidencia de la luz o la sombra crearan cuadros dignos de Velázquez a partir de las criaturas más vulgares. En la sala, rodeada por ventanales que daban a un jardín que parecía querer resumir la flora americana, bajo un gran vidrio, un entierro prehispánico, con huesos, puntas de obsidiana y cerámica prehispánica. Era notable que quien había diseñado la casa pensó hasta en el último detalle. Sin embargo sus designios, su intención no logré penetrarlos. La habitación que nos asignaron tenía un aire de santuario o de cárcel, rejas de hierro forjado, paredes muy anchas, candelabros de bronce. Las sábanas de un algodón delicadísimo, una alfombra de tejido suave en la que se hundían los pies, toallas de calidad insuperable. Todo parecía justo a la medida de alguien que no eramos ciertamente mi marido y yo. Lo que destacaba sobre todo era un anciano armario de cedro, de piso a techo, que tenía por puerta un espejo gigantesco, en el que se reflejaba casi toda la habitación. No conozco la razón por la que los espejos me ponen nerviosa, de alguna forma siento que me atrapan, que me atraen. Sé que la idea es de una vulgaridad vergonzosa, pero no puedo evitar sufrirla. No se trata de la simple vanidad que hace que me mire en mis largas soledades, pues, aunque soy bella sin escándalo, y algunos dicen que muy bella, no me ocupo demasiado de mí misma ni pierdo el tiempo maquillándome ni espero la fácil dicha en el elogio de los demás. Soy más bien sumaria en mis negocios con el espejo y con el arreglo personal. Como muchas mujeres, doy al amor mayor importancia que a cualquier otro aspecto de la relación personal. Amo a mi marido con una pasión que tal vez no alcance ese nombre y que se relaciona sobre todo con las felicidades domésticas, el tiempo compartido, el descanso de saber que cada noche yace a mi lado un hombre al que creo conocer y del que no puedo esperar nada deplorable. Me entrego a él con facilidad cuando durante el día he sentido

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que comparto una misión con él, cuando las cosas van bien en la casa, cuando sé que en mi marido hay un ingrediente que no podría hallar en nadie. Me abandono a él con resignación cuando mi humor no es propicio. Soy, por decirlo de alguna forma, disciplinada en el amor conyugal. Es algo como un apostolado, algo que tiene que ver con la familia, los hijos y la sospecha de Dios. Por eso me cuesta trabajo entrar en ánimo para hacer el amor cuando estoy fuera de casa y sin embargo, sé que me ruborizo al decir esto, es precisamente lejos de casa, en hoteles o lugares ajenos a los domésticos en los que me someto a los caprichos más extravagantes de mi esposo. O quizás deba decirlo, dejo salir de mi persona una permisividad absoluta, una capacidad insólita de provocar situaciones escabrosas o por lo menos desacostumbradas. Le pedí a mi marido que nos fuéramos del cuarto, que huyéramos, que regresáramos a casa. Patricio sonrió mirando de reojo el espejo. Vi en sus ojos esa expresión de maldad juguetona que le conozco cuando está tramando sus fechorías. ¿De verdad quieres irte?, dijo poniendo su mano en mi hombro y atrayéndome hacia él. No pude evitar ceder a su incitación y acerqué mi cuerpo, que se plegó al suyo con la facilidad y el placer del guante quirúrgico a la mano del cirujano. Patricio tomó mi nuca con poca delicadeza y cuando su boca se adhirió a la mía, sentí que yo era como un gran fruto en el que ese hombre goloso enterraba la boca. Patricio bajó su mano derecha por mi espalda, recorrió con ella mis vértebras una a una hasta llegar a la cintura, descendió hasta mis nalgas y enterró sus dedos con deleite, hundiendo mi falda de seda y mis interiores en la entrepierna. Sentí que perdía el aire, miré a mis espaldas el espejo. Vi su cuerpo y el mío como si fueran ajenos, imaginé una especie de batalla a la luz de una hoguera, había desesperación y deleite, rabia y amor, algo diabólico, inconfesable, en todo aquello, y sin embargo -pido perdón por la tontería que voy a decir- divino. ¿Estás segura que quieres irte?, preguntó de nuevo. Bajé los ojos y le dije que no. La verdad es que tengo unas ganas locas de quedarme. Por fortuna había muchas actividades previas a nuestro placer: unas compras, la asistencia a casa de amigos, un par de conferencias, una obra de teatro. En eso y otros asuntos más olvidables se nos fueron los primeros días, en los cuales se reiteró la pasión, de forma algo convencional. De todos modos mi esposo y yo sabíamos que ese espejo que nos miraba casi burlonamente estaba esperando el momento propicio para obligarnos a hacer lo que yo ni me atrevo a soñar, o que si sueño, luego pierdo en la piedad en el olvido. Una semana se disipó. Yo continuaba inerme, esperando con inquietud y emoción lo que tenía que pasar. Patricio seguía en sus

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actividades y no se percataba o fingía no hacerlo, de que el espejo nos estaba esperando, nos acechaba, con risueña paciencia. Llegué a imaginar que detrás del espejo estaba un indígena, que quizás fuera el guardián de la casa, una criatura displicente que disponía de una perseverancia de siglos y una curiosidad malsana. Imaginé que la casa ocultaba, en algún lugar, tal vez en el entierro indígena, la entrada a otro mundo, más sórdido y cercano a lo bestial, a lo que acaso en el fondo todos los seres humanos guardemos. A la octava noche, en la que los besos de mi marido me había inflamado hasta el extremo, le dije, tratando de sonar lo más natural posible, que por qué no nos acercábamos al espejo. Desnudos los dos nos arrimamos al fuego bruñido y frente a aquel enemigo nos volvimos a trenzar en un abrazo febril. Cuando tuve aliento para hacerlo, después de haber sentido el poder pleno de mi marido en las partes más evidentes, le dije sin dejar de mirar nuestro reflejo: Pídeme lo que quieras, amor, estoy dispuesta a hacerlo. Patricio se apartó ligeramente, contuvo el aliento, me miró a los ojos y preguntó ¿estás segura? Absolutamente segura, le dije, haré todo lo que quieras, me dejaré hacer lo que quieras, absolutamente todo. Y entonces lo pidió, eso que nunca me he atrevido a hacer y que no creo que nadie, aparte de las mujeres de la peor vida hagan. Hice que Patricio se tendiera, yo me acosté sobre él, pero oh Dios, no como manda la naturaleza, sino en contra de toda regla, y él comenzó a devorarme y yo con furor de leona lo atrapé con mi boca y lo mordí y lo aspiré, afiebrada, desesperada, más total que nunca, definitivamente, y no quise ni respirar sino que me lo comí todo, todo, una y otra vez, hasta el fondo, con mi boquita delicada acepté su tamaño, su vigor, hasta que supe que venía a mí y ni aun entonces quise soltarlo. Él tampoco lo evitó, sino que se vino sobre mí, inmovilizándome con sus muslos, me convirtió en su puerto y ni siquiera entonces quise soltarlo y Patricio seguía casi rugiendo sobre mi cuerpo y enterraba su rostro y se debatía como un perro rabioso y con su lengua me barría por completo y comencé a agitarme, a venirme en él, a desahogarme y ahí quedamos los dos fundidos como seres terribles fulminadas por el mismo disparo, atravesados por una lanza enorme durante horas y horas y caímos a lado y lado, él con su cuerpo glorioso y relajado y yo con el sentimiento de que al cumplir esa especie de mandato del hombre del espejo había comenzado a ser otra y que ya nada podría ser igual y que las pequeñas felicidades que hacen mi amor tendrían ahora un sentido distinto. Me levanté, fui al baño, me lavé una y otra vez, enjuagué mi boca con jabón y pasta dental. Cuando regresé Patricio seguía tendido en la alfombra con su cuerpo reflejando la luz del farol exterior y una expresión de

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virtud recobrada. Ya no quise abrazarlo. Al día siguiente no pude ocultar mi mal humor, mi desprecio por ese hombre que me había manchado de esa forma, pero seguí a su lado, fingiendo la paz natural, aunque mi espíritu estaba en guerra, tratando de entender, de perdonar, de olvidar. El regreso a la habitación, después de las gestiones de cada día, sería a partir de entonces triste, lúgubre y el espejo, ya libre de nosotros, parecía inocente, pero yo sabía que en él residía un poder, el conocimiento de nuestro secreto, y por eso lo depreciaba. Hubiera querido destrozarlo, pero no lo hice. Sería no sólo una falta de cortesía hacia nuestros huéspedes (que, debo decirlo, eran casi desconocidos: miembros de una nueva empresa que ofrecía turismo diferente), sino, tengo que decirlo, un acto cobarde. De alguna manera sé que tengo que vivir conmigo misma, con mi esposo, con nuestras debilidades. Antes de cerrar la puerta el último día de nuestra estancia, Patricio (en cuyo rostro vi una angulosidad de pómulos que antes no había notado) y yo nos detuvimos frente al espejo. Mi esposo sonrió con esa confianza, con ese saber de brujo, de sabio, de imbécil, de taimado, que a veces confundo. Yo también me descubrí sonriendo. Supe que en esta vida, detrás de todo lo que sucede, siempre hay otra cosa.

Del Relato Un Matrimonio Feliz.

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ACUARIOANGéLICA AGUILERA

1. El esturión viene noche a noche. Entra sigiloso, se desliza con cautela entre las peceras del acuario y me sorprende despierta, siguiendo con la mirada el vaivén multicolor de los peces que tampoco duermen. Mi vientre de agua me devuelve su imagen a la mirada, se une a su respiración, lo deja detenerse y empezar de nuevo a entrar en este cuerpo condenado a flotar eternamente. Tengo los mil nombres que el esturión me ha puesto, y ninguno es realmente el mío.2. La manta llegó y su sombra, con ella. Esa inseparable oscuridad que la rodea, que domina el aire y se come al sol. Ella y su sombra no lo saben; ignoran que el agua de mi vientre baja y se disfraza de roca, de nube, de rama; no la han visto, vanidosa, vestirse en ondulantes formas que suben, todas, otra vez, retrocediendo a ratos para anunciarle al sol la humedad de mis piernas. La manta no sabe que el esturión llega y bebe, y me deshago en un murmullo para que él, ya exhausto, se tumbe a mi lado.3. El esturión ha muerto. Flota inmóvil y una leve mancha roja le atraviesa el cuerpo. Mira necio hacia un punto fijo, a la cara de la muerte que lo sorprendió de prono en el agua turbia de la pecera, y que se quedará en sus ojos vidriosos, indeterminados, para siempre ciegos.En el espacio también acuoso de mi memoria recuerdo al esturión. Me visita su sombra cristalina, azul y dorada, su llamado imperceptible al arrullo del agua, su invitación a una danza de ola y sal. He visto la muerte asomada en los ojos del esturión. La he visto multiplicarse y permanecer, como en una fotografía, grabada en el tiempo infinito de la nada.

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CON SOMBRAS TRAS LAS SOMBRASMELBA ALFARO

Paso ante la lápida esperando que me oigas, más el cementerio está sordo y me es ajeno. No encuentro en él rastros del aire que tenías o de los sueños que, al menos, dejaras.En el aturdimiento busco mezclarme entre mochilas multicolores, semáforos y pasos apresurados. -Te siento fuera del sepulcro.Cruzo frente a la iglesia. Las campanas, cada vez más agudas, provocan que las lágrimas desanden, regresen -más allá de la conciencia- al fondo de los remordimientos, a ése dolor hondo que hace tomar el aire a bocanadas, mientras el viento hiela las orejas y penetra resquicios del abrigo.Si hace tan solo una semana tú y yo compartimos el sol aporreado en los pilares de la envejecida casona y reñimos junto al grueso tronco del tamarindo. -¿Me acompañas? Hoy el laurel del campanario está muy verde y me quema el frío.Nos presentaron en otras circunstancias -recordarás- las de tu desparpajo ante la vida... ¡la vida! Y fuimos amigos y hablamos de tu piel y las osadías de la naturaleza, de las hazañas de las hormonas, de nuestras alegres justicias e injusticias llorosas, de competencias y alianza, de chicos y de chicas, y fuimos amantes.Quisiera poder retroceder a las carretas y tinajas, a -¿recuerdas?- los primeros paseos en bicicleta hasta los cenotes del barrio y querría también olvidar la ponzoña que depositamos uno en el otro, hasta rugir como felinos acorralados, rabiosos que roen la vivencia y desean su exterminio.-¿Me acompañas?- Paso ante camiones y pórticos. Circulan camisas a rayas, autos azules, letreros que deliran. Divago por la gente con sombras tras la sombra de las gafas, porque te dije que gente como tú no debería existir, que era mejor que murieras.

Hace ocho días apenas, vestido de blanco, lejos de los pilares de la casona, miraste de reojo y con tristeza nuestra marcha, y yo de verde, toda verde, temerosa, deseé acabara la existencia. Tenías la misma convicción, así de grande el daño entre nosotros. Sin pronosticarme tus acciones fuiste hasta la soga para hacer de tí el cuerpo colgante que me trajeron como noticia unos labios.

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AL ALBA BLANCA YO LE CONTARéJORGE ALMARALES

Camino a lo largo de la era, reviso la mies. El centeno está recogido en gavillas, separadas ocho metros unas de otras. Los jornaleros trabajaron duro en aquel segundo día de campaña, pero a esa hora todos han desaparecido, aunque la tarde es joven todavía.

Aquí y allá, se observa un machete enterrado vertical o una hoz colgando de una rama, para no tener que volverlos a traer mañana. Nubes cúmulos gigantes se levantan desde la raya del horizonte, como pesados ogros escrutándome desde las atalayas de un castillo. De resto, el cielo es inmaculadamente azul. Por un instante siento la brisa en mi frente y percibo la paz indiferente que me rodea. Se diría que aquel hato no me pertenece, que la cosecha no es de mi incumbencia, que no tengo nada que ver con los trabajadores ni preocuparme por su salario.

De pronto, acabo por comprender que con la desaparición de mi padre sólo he recibido una gran maquinaria en funcionamiento, indiferente y brutal, cuya inercia no la detiene la muerte de nadie. Tampoco la mía.

Camino hasta el guayabo y doy en recordar mis años felices, mi época de escolar. El campo funcionaba a mi alrededor como un animal benigno. Me movía entre los campesinos y contemplaba su labor y su fatiga. Y a ellos mi presencia no les estorbaba; alguno a veces me dirigía palabras de chanza o gritaba mi nombre medio cantando.

Ahora me dirijo hacia el molino de viento. De todo el hato, es la pieza que más vigilo. Me he trazado la responsabilidad de seguir sus pasos y su presencia. Recorro el granero, giro después de los silos, debería hallar el molino al final de la era... si no me ha jugado una broma. Como lo sospeché, se cambió de lugar. Ayer estaba junto a los silos. ¿Por qué me hace esto?, me pregunto.

Sin orden ni concierto, el molino cambia de sitio jugando al despiste con sus dueños, escogiendo un día al azar y siempre cuando nadie lo ve. Pero yo he ido descubriéndolo; ya puedo adivinar su jugada, el momento preciso de su salto. Una vez lo espié y vi cómo doblaba los tubos de su torre y se

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desplazaba varios metros con su torpe paso de jirafa. La torre crujía a lo largo y las aspas chocaban con un sonido metálico, cuando la estructura completa frenaba en su nuevo punto de asentamiento. Cuando me descubrió estoy seguro de que sintió vergüenza, y permaneció varias semanas sin intentar cambio alguno, esperando que olvidara el hecho y lo reidentificara como un rudimentario sistema para extraer el agua.

Hoy ha vuelto a moverse, a jugar conmigo. Pero ahora soy su dueño. Soy el amo y absoluto señor, y me haré respetar.

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CUANDO LLEGARON LAS LLUVIASJORGE ALMARALES

Entre las imágenes de mi infancia que más aprecio está el recuerdo de un gallo de metal fijado a una veleta que coronaba una rosa de los vientos, sobre el tejado de mi casa. Era una hermosa pieza de herrería que fungía de ornamento a la vez que proporcionaba una gran utilidad. Los mayores me explicaron que la rosa de los vientos mostraba dónde quedaban los puntos cardinales, la veleta señalaba la dirección del viento y el gallo nos protegía de alguna descarga eléctrica proveniente del cielo. Yo admiraba aquella figura encantadora y graciosa que hacía sus giros con elegancia sin importarle la turbulencia que le rodeara.

Solamente una vez lo vi de cerca. Fue un domingo muy temprano, cuando mis padres aún dormían. Por un árbol subí al cobertizo y sigilosamente me arrastré sobre el tejado. Al acercarme, me pareció que el figurín cobraba vida. Tuvimos entonces una larga conversación en donde aquél me confesó:

-Soy el gallo de los cien crepúsculos. Conozco los vientos como nadie. Debes saber, jovencito, que los puntos cardinales no son cuatro, sino siete.

Conté a mi madre la experiencia vivida y ella me felicitó por tener un nuevo amigo, pero me recomendó que no hiciera demasiado caso al animal.

-Gallo loco... -dijo.

Un día el gallo desapareció y yo pensé que lo habían robado. Días después reapareció sólo para desaparecer de nuevo. Como hubo tormenta, temí que un rayo lo hubiera derribado. Vinieron entonces las lluvias, las nubes se cerraban por las tardes acompañadas de fuertes vientos y largos relámpagos que parecían arañas. Encerrado en mi casa, recordaba la silueta clara de mi amigo recortándose sobre el cielo ennegrecido y comprendí lo que significaba perderlo para siempre. Mi padre tan sólo encendió una vela, y en silencio rezamos una oración.

Una mañana se montó sobre la vara de la veleta un gallo de verdad. Al volver de la escuela, mis padres me recibieron con rostros de alegría anunciándome que el gallo había regresado. Venía muy útil, además, pues con su canto ya nadie se quedaría dormido.

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-Ya no habrá razón para llegar tarde a la escuela.

No he podido subir para hablar con mi amigo. Sólo he percibido sus grandes ojos anónimos que parecen pestañear en la claridad. Y aunque he pasado muchas veces bajo el cobertizo y el animal permanece en el lugar que le corresponde, me pregunto cómo se desenvolverá ahora cuando tenga que enfrentarse con un rayo.