34 - aire nuestro | club de lectura de la biblioteca … · en que reposar la vista, ni una flor...
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ENIO
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El castillo del espectro1835
Decidme
«¿Sois hombro, som
bra o fantasma?»
CALDERÓN
Ha
y cerca de la cordillera de Sierra
Nevada un antiquísimo castillo, fundado en la cum
brede una m
ontaña de imnensos peñascos am
ontonadosunos sobre otros, cuyo pie bate un furioso torrente conun ruido sordo y continuo, y al cual parece im
posiblesubir m
irándole desde lejos; pero conduce a él una sen-dita estrecha y cubierta de guijarros desprendidos delas peñas que form
an la montaña. Es todo el país cir-
cunvecino tan sumam
ente árido y pobre de vegetación,que no parece pueda ser residencia de alm
as vivientes;solo se ve por bastante distancia a la redonda un cam
pocubierto de una arena negruzca, donde crecen tal vez detrecho en trecho algunas ram
as de pino y otros arbustostan m
iserables y tristes como este: no hay allí ni una
cabaña en que reposar la vista, ni una flor que alegre elcorazón. Era este edificio, a juzgar por su exterior, unantiquísim
o monasterio, donde se habían acaso refu-
giado para evitar la funesta persecución de los pretoresrom
anos, los primeros fieles convertidos en España a la
fe de Jesucristo. Tal vez andando los tiempos habrá ser-
vido unas veces de castillo, otras de convento y aun talvez de asilo para bandoleros; pero hállase ya en el díatan arruinado, que solo puede servir para objeto a lasinvestigaciones históricas de algún anticuario concien-zudo. Refiere todavía sin em
bargo la tradición popular,que com
o enemiga de todo lo que pasa según el orden
3fi
....••••••••••••••
••••••••••••
natural de las cosas, nunca deja de adornar a su modo
cuanto cae por desgracia entre sus manos, m
il aventu-ras a cual m
ás terribles y absurdas relativas a aquelvenerable edificio, generalm
ente conocido en toda lacom
arca con el nombre de C
astillo del espectro. No se
puede negar que su situación verdaderamente rom
a-nesca es m
uy propia para producir y fomentar los vanos
terrores que inspira su vista, a cuyo aspecto lúgubre ysom
brío presta la imaginación de los habitantes de las
cercanías, acalorada con las leyendas tradicionales delpaís, colores m
ás lúgubres todavía.En punto a las aventuras de que ha sido testigo aquel
edificio, están divididas las opiniones. Aseguran algunosque allá en tiem
pos antiguos fue mansión de un caba-
llero muy poderoso, que durante su vida había ejercido
las más tiránicas violencias sobre todos los habitantes
del país circunvecino, devastando los campos, asesi-
nando a los hombres, y robando las esposas y las don-
cellas. Una de extraordinaria herm
osura, que tenía pornom
bre Irene, vivía en una aldea cercana bajo la vigi-lancia de su m
adre viuda y anciana, quien tenía ya ofre-cida su m
ano al joven Alfonso, mozo el m
ás gallardo yaudaz de todas aquellas cercanías. Am
ábanse entram-
bos novios con la mayor ternura y veían llenos de ale-
gría acercarse el mom
ento feliz que debía unirlos parasiem
pre, y coronar tres años de amores y de constancia.
Llegó a oídos del señor del castillo la fama de la herm
o-sura de &ene, y resolvió al punto robarla para su deleitey pasatiem
po en la primera ocasión que se le presen-
tara: lo cual ejecutó en efecto, habiéndose escondidocon algunos de sus soldados en un bosquecillo junto alcual debía pasar Irene al caer de la tarde para ir a casade su m
adre, de vuelta del campo. Encerrola a pesar de
sus lágrimas y súplicas en una estrecha prisión del cas-
tillo, celebró luego con todos sus soldados el buen éxitode su em
presa, dándoles un magnífico festín en que
todos bebieron y se emborracharon, hasta el punto de
caerse los más sobre la m
esa y en el suelo, bajo el pesodel m
ucho vino que tenían encima del corazón.
Mientras de este m
odo pasaban el tiempo los habi-
tantes del castillo, bramaba por de fuera el huracán y
caía la lluvia a mares, rom
piendo solo la profunda oscu-ridad de la noche los vivos relám
pagos que casi sin inte-rrupción se sucedían en el firm
amento. Respon„dían los
del castillo con brindis, gritos y canciones de orgía alos terribles estam
pidos del trueno, que retumbaba con
sordo ruido en aquellas bóvedas y a los rugidos deltorrente, estrellándose en las peñas sobre que estabafundado aquel solitario edificio. Subía entre tanto por lacuesta que conducía a su altura un hom
bre, al parecercubierto de venerables canas y em
bozado en una largacapa em
papada en el agua que continuamente caía.
Llamó al rastrillo con repetidos golpes, y al cabo de un
buen rato salió a abrirle uno de los soldados.—
¿Quién eres y qué buscas? —le preguntó este desde
dentro.—
Dadme albergue por esta noche, señor castellano,porque soy un pobre trovador y no tengo m
ás asilo queel vuestro, si queréis concedérm
elo, así Dios os ayude.Abrichne, señor, porque es horrorosa la noche y la lluviam
oja las cuerdas de mi lira.
—Tened un poco de paciencia, herm
ano, mientras voy
a recibir las órdenes de mi señor.
Subió el soldado al salón del festín y preguntó a suam
o si abriría o no al anciano trovador y le albergaríapor aquella noche; a lo que le fue respondido queabriese inm
ediatamente, pues así lo exigían las santas
leyes de la hospitalidad, tan respetadas en aquellostiem
pos. Bajó el soldado a hacer lo que se le mandaba y
volvió a entrar en la sala del festín acompañado del tro-
vador, que en lo encorvado y canoso mostraba estar ya
en el invierno de su vida.—
Enjugad vuestros vestidos al calor de esa chimenea
—dijo el castellano—
, y tomad algún alim
ento si acaso lohabéis m
enester, para cantarnos luego alguna trova delas últim
as que hayáis compuesto, pues supongo habréis
perdido ya hasta la mem
oria de las que compusisteis en
vuestra juventud.
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Presentaba entonces aquel salón un aspecto verda-deram
ente diabólico. Alrededor de una larga m
esa, cu-bierta aún con los restos del festín y con jarros y vasosde estaño, dorm
ían y roncaban muchos de los soldados
enteramente sum
idos en una profunda embriaguez; y
estaban otros tendidos por el suelo de trecho en trecho,dorm
idos los unos y luchando aún otros con las bascasde la borrachera. U
na lámpara que pendía del techo, ya
medio apagada, alum
braba aquella escena con una luztibia y am
arillenta, a que se unía la de una encina
entera que ardía dentro de la chimenea, y que atascada
en su parte superior por el viento que soplaba con vio-lencia, arrojaba en la estancia sin interrupción, inm
en-sas bocanadas de un hum
o negro y espeso capaz detrastornar la cabeza al m
ismo Satanás.
Sucedió a la entrada del trovador un largo silenciosolo interrum
pido por los ecos de la tempestad y por los
ronquidos de los durmientes; el m
ismo señor del casti-
llo, olvidando la dicha que le aguardaba en los brazos desu prisionera, bebía sin interrupción y se hallaba ya enun estado m
uy cercano al de la embriaguez. C
alentá-base el trovador a la lum
bre de la chimenea, y echaba
de cuando en cuando algunas miradas al soslayo sobre-
la escena que tenía presente con aire torvo y aun miste-
rioso: permanecía em
bozado en su larga capa con tantocuidado que, a haberse hallado m
ás expeditos los enten-dim
ientos de los hombres que le rodeaban, hubiera
podido excitar extrañas sospechas, pues no parecía sinoque ocultaba algo debajo de sus vestidos.
—Ea buen hom
bre —dijo con aquel tono peculiar á los
borrachos el señor del castillo—, cantadnos algo que nos
alegre los ánimos o vive D
ios...El resto de la frase quedó inédito.—
Sí, sí, que cante —m
urmuraron al m
ismo tiem
poalgunas voces vinosas.
Sacó el trovador de debajo de su capa un harpa muy
pequeña que llevaba sobre la espalda a guisa de cartu-chera, y em
pezó a decir del siguiente modo:
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Orillas del Bétis, arm
ados guerrerosCubiertos de acero y airoso gabán,En tanto lucían los rayos postrerosDel sol en ocaso, silenciosos van.Cam
ina a su frente un joven lozano,El conde de M
ena, señor catalán:Robusta una lanza relum
bra en su mano
Y oprime los lom
os de un bayo alazán.
II
Un gótico alcázar de un monte en la altura
Lejano entre nubes apenas se ve,Y en parte arruinada su im
nensa estructuraAún m
uestra que un tiempo m
agnífico fue.Sus torres elevan al cielo su frente;Trem
ola en su almena pendón de la Fe:
Con sordo bramido, furioso torrente
Saltando entre peñas circunda su pie.
III
«Al alto castillo que allí se descubre»El conde decía, de M
ena señor,«Lleguem
os soldados, que el cielo se cubre»De nubes espesas y adusto negrror:»M
archemos, soldados.» Ya en esto la esfera
Cubierta se vía de luto y horror,Y cárdenos rayos en rauda carreraDescienden, y suena del trueno el fragor.
Euge
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IV
La lluvia que espesa desciende y a mares,
Del fúlgido casco derriba el airón:
Bañados en sangre los anchos ijaresSu curso acelera veloz el trotón.«Soldados», repite, «sigam
os la senda»Q
ue lleva al alcázar» el noble infanzón;Y todos le siguen soltando la rienda,La espada en la m
ano y el pecho al arzón.
Apenas llegaron del monte a la falda
Que el viento y la lluvia ya em
pieza a calmar,
Y el sol entre nubes de oro y de gualdaC
on tímido rayo com
ienza a brillar:D
el pino robusto la gota pendienteC
on varios colores se ve rehilar,Y brilla cual brillan del sol en O
rienteAl rayo prim
ero las ondas del mar.
Aquí llegaba de su canto e
l venerable trovador,cuando ya no había uno solo de los presentes que noestuviese profundam
ente dormido, bajo la influencia del
vino y de la monótona voz del am
bulante músico. Iba
este haciendo poco a poco más apagados e im
percepti-bles sus acentos, hasta que habiéndose asegurado deque nadie le oía, cesó del todo en su canto; y entoncesbrilló repentinam
ente en sus ojos todo el fuego de lacólera y de la juventud. A
rrojó su lira al suelo y habién-dose despojado de la capa que le cubría, m
ostró no serni con m
ucho tan entrado en años como antes aparen-
taba; armose de toda su resolución, y cogiendo con
ambas m
anos dos enormes puñales que llevaba a la cin-
tura, empezó a descargar con la rapidez del rayo heri-
das mortales sobre todos los soldados. Los quejidos de
los primeros m
oribundos despertaron a algunos de
ellos, quienes, no vueltos aún enteramente de su pro-
funda borrachera, apenas pudieron hacer uso de susarm
as y ofrecieron una débil resistencia al impetuoso
furor del mancebo. Luego que hubo dado m
uerte atodos los soldados, em
pezó con el señor del cotillo unafuribunda pelea, en que después de haberle heridorepetidas veces, le arrojó al suelo ya desarm
ado y sinaliento: entonces cogió una gruesa correa que llevaba ala cintura con que le ató de pies y de m
anos, dejándoletan incapaz de defenderse com
o si estuviera ya en elseno de la m
uerte. Púsole entonces el joven una rodillaen el pecho, y haciendo brillar sobre sus ojos un agudopuñal, le obligó a que le declarase el sitio en dondehabía encerrado a su herm
osa prisionera. Hízolo así el
caballero; con lo cual A
lfonso, cogiendo un
hachaencendida, se dirigió al sitio indicado, donde halló enefecto a su querida Irene entregada a la m
ás profundadesesperación, y a quien la llegada de su am
ante enaquel m
omento parecía, m
ás bien que una realidad, unincom
prensible sueño de ventura. Sacó el joven entresus brazos a su am
ante hermosa y se dirigió al salón de]
festín, donde yacía aún por tierra el caballero arras-trándose por el suelo, y arrojando espum
a por la bocacon unos bram
idos horribles como los de un toro ahe-
rrojado entre cadenas. Cogiole entre sus brazos e
lrobusto m
ancebo, y arrojole vivo por una de las venta-nas del salón en el torrente que corría al pie del castillo,acrecentado con las abundantes aguas de la
lluvia.Todavía se enseña com
o un objeto de terror la ventanapor donde fue arrojado aquel terrible caballero, cuyasrapiñas y asesinatos, referidos en una noche de inviernopor una vieja decrépita a los jóvenes de aquella com
arcaagrupados alrededor de una hoguera m
edio apagada,habían m
ás de una vez quitado el sueño a muchas de las
ardientes imaginaciones en que abunda la herm
osaAndalucía.
El valeroso joven, que a peligro de su vida había sal-vado con tan buena ventura el honor de su prom
etida
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esposa, salió con ella del castillo y dos días después cele-bró sus bodas, a que concurrieron todos los habitantesde tres leguas a la redonda, atraídos por la fam
a deaquel prodigioso suceso. E
staban los recién casados enel colm
o de la alegría; pero ¡cuán pronto debían suce-derla las lágrim
as y la muerte!! A
la caída de la tardese reunió toda la juventud de am
bos sexos en la orilladel torrente, teatro de la gloria del recién casado, paracelebrar con bailes aquella boda; pero en m
edio de loscánticos de júbilo que por todas partes resonaban, seoye un grito terrible que sale del fondo del torrente y unbrazo de inm
ensa longitud se levanta de en medio de las
aguas, y con una mano cubierta de-un guantelete de hie-
rro precipita en las olas a la desdichada Irene... su
amante se arroja detrás de ella la atrae a la orilla...
pero todos sus esfuerzos son inútiles.., una fuerza su-perior a la suya arrastra a su querida en sentido con-trario, y después de profundas agonías desaparecenentram
bos en el seno de las aguas. De aquí venía la opi-
nión general de que el alma de aquel caballero habitaba
todavía las bóvedas del castillo y andaba errante por elfondo del torrente, lo que com
probaban las voces quesuponían oír de cuando en cuando sonoras com
o untrueno en m
edio de las aguas, y una luz misteriosa que
se veía correr a veces en la noche por dentro de las ven-tanas del edificio. Es probable que las tales voces no fue-sen otra cosa m
ás que los bramidos del torrente al
estrellarse en las peñas; y aquella luz misteriosa, la que
en efecto emplearían para alum
brarse algunos viajerosaventureros, o acaso, com
o es más probable, alguna
partida de ladrones que se aprovechaban de esta tradi-ción para vivir allí al abrigo de las persecuciones de lajusticia.
Otros decían que el alm
a que moraba en aquel casti-
llo era la del abad de unos monjes que se habían esta-
blecido en él mucho tiem
po antes de la entrada de losm
oros en nuestra patria, y a quien estos habían inmo-
lado a su furia cuando se apoderaron de todo el país;pero que D
ios había querido, para impedir que los
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usulmanes m
anchasen con su presencia aquel santoasilo, que el alm
a del abad quedase allí para aterrarlosy probarles adem
ás con este milagro que aunque diesen
muerte a
los cristianos, nunca podrían extinguir enEspaña la
verdadera luz del cristianismo; pues las
almas, que es donde este reside, quedarían en vida en
los sitios que habían antes ocupado los cueros. Refie-
ren además con tono lúgubre las viejas y los m
uchachosde toda aquella com
arca a los curiosos viajeros, un sin-fín de anécdotas y tradiciones antiquísim
as, dirigidastodas a explicar el hecho sobrenatural de la voz y la luz,que será excusado enum
erar, pues son tan verosímiles e
ingeniosas como las dos que hem
os citado, y que aún noha m
uchos años hemos oído contar en una cabaña
inmediata al m
isterioso castillo en que sucedieron.
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