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YVETTE MOYA-ANGELER JARDINES La creación del Cada jardín es la representacion de un ideal social y personal: refleja cómo somos y nos ofrece numerosas leciones de vida, como la humildad, la pacienica y el cuidado. Todos necesitamos este consuelo de lo vivo y hermoso, crear un lugar a salvo de las vicisitudes del mundo, en el que encontrarnos a nosotros mismos. LOREM DOSSIER MENTE S egún el relato bíblico del Génesis, Dios plantó un jardín en un lugar llamado Edén y puso en él al hombre que había modelado. Nadie sabe dónde pudo haber estado este paraíso oriental en el que nuestros más viejos ancestros tu- vieron la posibilidad de vivir despreocupados, pero se diría que no hemos dejado de buscarlo: hace al me- nos tres mil años que insistimos en recrear en toda clase de jardines aquel primer vergel feliz y dadivoso. La felicidad parece haber estado siempre liga- da a la versión doméstica y amable de la naturale- za que ofrecen los jardines. Probablemente al aco- tar la vida vegetal en cercados («cercado» es lo que significa en lengua persa pairidaeza, de donde vie- ne la palabra «paraíso»), y al someter así a las plan- tas a cierto control humano, podemos entablar un diálogo más cómodo con el mundo natural. Como dice el monje budista Keisuke Matsumoto, «los hu- manos no pueden vivir en medio de la naturaleza salvaje pero tampoco aislados de ella». Jenofonte fue el primero en describir en el siglo IV a.C. los refinados jardines persas protegidos del desierto mediante muros. Cuatro mil años antes de nuestra era, los monarcas se embriagaban allí con el perfume de las plantas aromáticas y hallaban re- poso a la sombra de palmeras datileras y granados. También hace más de tres mil años los delicados jardines chinos suscitaban la admiración de los via- jeros y poblaban las fantasías de la gente cultivada. El microcosmos sensual del jardín ha materia- lizado desde tiempos inmemoriales el sueño de un lugar de descanso y reflexión en el que encontrarse con uno mismo y con los demás, y en el que renovar los vínculos con el mundo esencial de la naturaleza. «Hay una corriente subterránea que une la felicidad con el jardín desde los inicios de la civilización», es- cribe Santiago Beruete en su libro Jardinosofía (Tur- ner, 2016). «Muchos de los placeres físicos y de los beneficios psicológicos que depara un jardín –sere- nidad, libertad, reposo, inocencia– constituyen in- gredientes esenciales de una buena vida». Quizá por esa concreción de ideales que los entornos verdes y floridos hacen posible, la filosofía se haya paseado muchas veces por los jardines. Las primeras grandes escuelas filosóficas griegas nacie- ron a la sombra de los árboles en las inmediaciones de los gimnasios y en los parques de la Academia o el Liceo atenienses. En ese contacto con la natura- leza suponemos que encontraron el escenario per- fecto para aprender sobre el frágil equilibrio en el que vivimos y darlo a conocer. El modo en que cada civilización hace suyos los jardines traslada fielmente su interpretación del mundo, de la belleza y hasta de lo sagrado. Los hay absolutistas, como los famosos jardines del palacio de Versalles; austeros y temerosos de Dios, como los que el medievo encerró en claustros; dedicados al disfrute, como fue el caso de los romanos; jardi- nes abiertos al horizonte y a la exploración, como los renacentistas; y teatrales, como los del Barroco. Cada época ha dejado su impronta particular e identificable en la historia de los jardines. A veces, incluso, las calamidades y la hambruna son tan ex- traordinarias que no hay ni esperanza para un jar- dín que no sea utilitario, hecho de plantas medici- nales. Ocurre en el largo letargo medieval, cuando el paraíso deja de estar al alcance y asciende a los vitrales de las iglesias y catedrales. A menudo estos espacios que aspiran a ofre- cer un lugar a salvo de las vicisitudes del mundo in- tentan ordenar el caos, y florecen en periodos muy inestables, de una gran violencia militar, política y social. Cuanto más convulso y difícil de manejar se vuelve el entorno, más geométricos y armónicos pa- recen tornarse los jardines, con setos perfectamente recortados y árboles dispuestos en hileras, como en el Renacimiento, o con límites estrictos y protecto- res, como en el hortus conclusus en torno al que gi- ra la vida monacal del cristianismo durante siglos. La simetría y el orden arquitectónico transparentan este anhelo de control y seguridad que surge cuan- do todo alrededor se tambalea. La gran aportación de nuestro país al arte de la jardinería son los jardines hispanomusulma- nes. Como señala el escritor italiano Umberto Pasti en su libro Jardines. Los verdaderos y los otros (Elba, 2014), no hace falta «llegar a Afganistán, donde alre- dedor de las pequeñas mezquitas construidas en

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YVETTE MOYA-ANGELER

JARDINESLa creacióndel

Cada jardín es la representacion de un ideal social y personal: refleja cómo somos y nos

ofrece numerosas leciones de vida, como la humildad, la pacienica y el cuidado.

Todos necesitamos este consuelo de lo vivoy hermoso, crear un lugar a salvo de las

vicisitudes del mundo, en el queencontrarnos a nosotros mismos.

LOREM

DOSSIER MENTE

Según el relato bíblico del Génesis, Dios plantó un jardín en un lugar llamado Edén y puso en él al hombre que había modelado. Nadie sabe dónde pudo haber estado este paraíso

oriental en el que nuestros más viejos ancestros tu-vieron la posibilidad de vivir despreocupados, pero se diría que no hemos dejado de buscarlo: hace al me-nos tres mil años que insistimos en recrear en toda clase de jardines aquel primer vergel feliz y dadivoso.

La felicidad parece haber estado siempre liga-da a la versión doméstica y amable de la naturale-za que ofrecen los jardines. Probablemente al aco-tar la vida vegetal en cercados («cercado» es lo que significa en lengua persa pairidaeza, de donde vie-ne la palabra «paraíso»), y al someter así a las plan-tas a cierto control humano, podemos entablar un diálogo más cómodo con el mundo natural. Como dice el monje budista Keisuke Matsumoto, «los hu-manos no pueden vivir en medio de la naturaleza salvaje pero tampoco aislados de ella».

Jenofonte fue el primero en describir en el siglo IV a.C. los refinados jardines persas protegidos del desierto mediante muros. Cuatro mil años antes de nuestra era, los monarcas se embriagaban allí con el perfume de las plantas aromáticas y hallaban re-poso a la sombra de palmeras datileras y granados. También hace más de tres mil años los delicados jardines chinos suscitaban la admiración de los via-jeros y poblaban las fantasías de la gente cultivada.

El microcosmos sensual del jardín ha materia-lizado desde tiempos inmemoriales el sueño de un lugar de descanso y reflexión en el que encontrarse con uno mismo y con los demás, y en el que renovar los vínculos con el mundo esencial de la naturaleza. «Hay una corriente subterránea que une la felicidad con el jardín desde los inicios de la civilización», es-cribe Santiago Beruete en su libro Jardinosofía (Tur-ner, 2016). «Muchos de los placeres físicos y de los beneficios psicológicos que depara un jardín –sere-nidad, libertad, reposo, inocencia– constituyen in-gredientes esenciales de una buena vida».

Quizá por esa concreción de ideales que los entornos verdes y floridos hacen posible, la filosofía se haya paseado muchas veces por los jardines. Las

primeras grandes escuelas filosóficas griegas nacie-ron a la sombra de los árboles en las inmediaciones de los gimnasios y en los parques de la Academia o el Liceo atenienses. En ese contacto con la natura-leza suponemos que encontraron el escenario per-fecto para aprender sobre el frágil equilibrio en el que vivimos y darlo a conocer.

El modo en que cada civilización hace suyos los jardines traslada fielmente su interpretación del mundo, de la belleza y hasta de lo sagrado. Los hay absolutistas, como los famosos jardines del palacio de Versalles; austeros y temerosos de Dios, como los que el medievo encerró en claustros; dedicados al disfrute, como fue el caso de los romanos; jardi-nes abiertos al horizonte y a la exploración, como los renacentistas; y teatrales, como los del Barroco.

Cada época ha dejado su impronta particular e identificable en la historia de los jardines. A veces, incluso, las calamidades y la hambruna son tan ex-traordinarias que no hay ni esperanza para un jar-dín que no sea utilitario, hecho de plantas medici-nales. Ocurre en el largo letargo medieval, cuando el paraíso deja de estar al alcance y asciende a los vitrales de las iglesias y catedrales.

A menudo estos espacios que aspiran a ofre-cer un lugar a salvo de las vicisitudes del mundo in-tentan ordenar el caos, y florecen en periodos muy inestables, de una gran violencia militar, política y social. Cuanto más convulso y difícil de manejar se vuelve el entorno, más geométricos y armónicos pa-recen tornarse los jardines, con setos perfectamente recortados y árboles dispuestos en hileras, como en el Renacimiento, o con límites estrictos y protecto-res, como en el hortus conclusus en torno al que gi-ra la vida monacal del cristianismo durante siglos. La simetría y el orden arquitectónico transparentan este anhelo de control y seguridad que surge cuan-do todo alrededor se tambalea.

La gran aportación de nuestro país al arte de la jardinería son los jardines hispanomusulma-nes. Como señala el escritor italiano Umberto Pasti en su libro Jardines. Los verdaderos y los otros (Elba, 2014), no hace falta «llegar a Afganistán, donde alre-dedor de las pequeñas mezquitas construidas en

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• Nació en 1861 en una pequeña pobla-ción del Imperio Austro-Húngaro, hoy integrada en Croacia. La familia pron-to se trasladó a Viena, y fue esta ciu-dad la que más influyó en su forma-ción. Se doctoró en Filosofía en 1891, y en 1893 publicó una de sus obras más importantes, La filosofía de la libertad (Ed. Rudolf Steiner). Hacia 1900, era un respetado experto independiente en Kant, Fichte, Schelling, Hegel o Nietzsche. • En el primer cuarto del siglo xx, se convirtió en un conferenciante increí-blemente prolífico, capaz de disertar sobre todo tipo de temas por las princi-pales ciudades europeas: Londres, Pa-rís, Amsterdam, Berlín, Praga, Viena, Helsinki… A la capital finlandesa se desplazaron para escucharle, desde San Petersburgo, docenas de intelec-tuales rusos, como Nikolai Berdiáyev.

• En los últimos años de su vida –falle-ció en 1925– tuvo que soportar una cre-ciente hostilidad desde el nazismo y otros frentes (algunos de sus adversa-rios habrían causado el incendio del primer Goetheanum, sede de la socie-dad antroposófica). En los últimos dos siglos, ningún otro autor europeo que haya escrito sobre temas espirituales ha tenido una influencia tan duradera

DOSSIER MENTE

Cada tipo de jardín radiografía con precisión los miedos, el carácter y los sueños de la

sociedad que los ha levantado.

la Ruta de la Seda las princesas timúridas planta-ron rosales en los que detenerse a meditar cuan-do iban de viaje hacia Pekín o Palmira». Basta con entrar en la Alhambra. «En pocos jardines el hom-bre ha logrado estimular al mismo tiempo, y con tal intensidad, la vista, el oído, el olfato y el tacto. Pocos lugares creados por el hombre logran expre-sar al mismo tiempo, y de manera tan completa, una idea de tranquilidad y esplendor, de santi-dad y de placer, de lo formal frente a lo natural».

Lo sorprendente de esta excepcional belleza poética que nos legaron los andalusíes es que na-ció de un poder político y militar decadente, mo-ribundo en realidad. Pero quizás esto no tenga nada de extraordinario y los jardines y las plan-tas sean –lo ha sugerido la escritora Kristin King y lo recoge Beruete en su libro– una de las ma-neras en que las civilizaciones escapan al olvido y siguen extendiendo su influencia de una forma más sutil, al igual que la quinoa o las semillas de chía continúan hoy reivindicando antiguas cul-turas derrotadas. En cualquier caso, los jardines islámicos recoletos, de escala humana, sembrados de rosas de damasco y de claveles, continúan ha-ciéndonos admirar la mente y la sensibilidad re-finadas que supieron darles vida.

Como desarrolla profusamente Santiago Beruete en su libro, cada tipo de jardín radiografía con precisión los miedos, el carácter y los sueños de la sociedad que lo ha levantado, de la misma manera que un jardín privado traduce el alma de quien lo ha diseñado. Cuando el Renacimiento se abre a nuevos horizontes culturales y científicos a partir del siglo XV, el jardín también se interesa por el paisaje que lo rodea, lo deja avistar desde múl-tiples puntos según las recién descubiertas leyes

de la perspectiva. El mundo ya no es amenazante para los humanistas, y es invitado a entrar en los hogares. Más tarde, el Barroco, en el siglo XVII y principios del XVIII, distorsiona las formas y re-curre a los juegos ópticos y las sorpresas en con-sonancia con los cánones estéticos de su cultura turbada y desengañada.

Cada jardín es la expresión de un tiempo, casi su síntoma. El jardín a la inglesa habla de una Ilustración que se ha liberado de toda constric-ción y que admira y respeta, aunque no comple-tamente, la complejidad desordenada con la que crece lo vivo. Algo ha ocurrido en el mundo que está ahí plasmado: el antiguo jardín francés, que parecía obra de un arquitecto, ha dado paso a es-te otro de sensibilidad pictórica o poética, fruto de un rapto más que de un plano. Algo se ha mo-vido y se lee en el sendero sinuoso con el que los liberales han puesto fin a la antigua línea recta del absolutismo monárquico.

Pero estas curvas nuevas en los jardines no son tan espontáneas como aparentan e intuimos una Inglaterra poco inocente, que entra de lle-no en la revolución industrial y está necesitada de una idealización romántica que compense la progresiva degradación de su campiña. Una vez más, en el jardín se vuelcan toda la culpa y tam-bién todas las esperanzas.

A pesar del paisajismo inglés, el mundo prosigue su carrera fabril y los hombres siguen afanándose en crear jardines de acuerdo con sus necesidades y anhelos. Nacen los parques urba-nos y las zonas verdes que extienden a las clases medias y trabajadoras el que hasta enton-ces, durante milenios, ha sido un placer

de pocos. Y cuando esta clase media logra cier-ta prosperidad, sus residencias empiezan a ser concebidas con un pequeño jardín propio que les acerca esa naturaleza que ya va quedando cada vez más lejos.

Pasan las épocas, con sus cambios y noveda-des cada vez más acelerados, y los creadores de jardines se nutren de todo eso que hace bullir al mundo: ideas arquitectónicas, urbanísticas, es-téticas y hasta intelectuales. Nuestro paisajista más internacional, Fernando Caruncho (Ma-drid, 1957), empieza su formación como filósofo y durante un seminario sobre la tragedia griega siente que le llega, como una revelación, la con-ciencia del fuerte vínculo que une al hombre con la naturaleza. Da entonces un giro a su vida y se vuelca en el diseño de jardines esenciales, a veces mínimos pero llenos de sentido, encaminados a propiciar el retorno a lo primigenio y a la cone-xión con nuestra esencia.

Todos los grandes jardines del mundo, ya sea la Alhambra con sus mirtos y fuentes o el que plantó Monet en Giverny y que creía su «obra de arte más hermosa», surgen de un pacto con la naturaleza por el que el responsable del jardín se ocupa de identificar y obedecer las intenciones es-pecíficas de cada lugar. Toda su difícil labor pare-ce consistir, de hecho, en descifrar esos mensajes que el jardín le va revelando poco a poco y sutil-mente, y que constituyen su alma. Como dijo el filósofo Francis Bacon, quizá la única manera de controlar la naturaleza sea obedeciéndola.

La larga cadena de preciosos y variados jar-dines que nos preceden hace suponer que seres humanos y naturaleza seguiremos cooperando en favor de la belleza: el mundo natural, quizá porque a sus plantas les convenga llamar nuestra atención y recibir nuestros cuidados, y nosotros, tal vez porque necesitemos el consuelo de lo vi-vo y de lo hermano, de lo bellamente posible en un mundo que, fuera de ese cercado que define al jardín, nunca es perfecto. !

• Cada jardín tiene incontables lectu-ras. Se puede abordar con un gran ba-gaje intelectual y cierta experiencia, o a partir de lo que simplemente senti-mos que nos transmite. Para esta co-municación sutil no hay más que va-ciarse de uno mismo y abrirse a una escucha amplia, dirigida a lo indecible que da carácter a cada lugar. Ya dijo Aristóteles que «habría bastado a mu-chos filósofos que discutían sobre la naturaleza haberla mirado para disi-par su ignorancia».• Incluso viviendo en una gran ciudad, podemos acercarnos a un parque o jardín y limitarnos a escucharlo, sin hacerle preguntas ni esperar nada de él. Podemos apreciar cómo cambia con la luz, cómo hay belleza también en sus detalles menos sofisticados o cómo la vida y la muerte se dan la mano en la tierra de la que todo brota. • Hay otra experiencia de los jardines menos evidente incluso, y con la que es posible igualmente sentir esa conexión con algo mayor que nosotros. Se da cuando reconocemos una voluntad de belleza en los bidones de flores que al-guien ha cultivado en el extrarradio de una ciudad, o cuando nos percatamos del balcón abigarrado de una anciana que se aplica a la recuperación de plan-tas descartadas.• Escribe Umberto Pasti que este tipo de gestos más populares y humildes le emocionan, porque «expresan amor». Estos «oasis de elegancia» que él reco-noce en medio de un «desierto de vul-garidad materialista», le parece que «revelan la necesidad de tierra que tie-ne el hombre, de moverla, de tocarla: la necesidad de volver a las raíces».

Escuchar alos jardines

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El sonido quedo de una man-guera dispersando agua se cuela en las habitaciones de un pequeño hotel rural.

Dominique está regando su jardín. Y su figura mansa y ensimismada, transmite paz a todos los que capta-mos la escena. «Es como hacer yoga –dirá cuando nos acerquemos–, me permite respirar». Para este antiguo interiorista, ver a sus huéspedes dis-frutar de la sombra, el frescor y el co-bijo de los árboles que un día plantó es una satisfacción no conocida en su vida anterior. Mira hacia una de sus acacias y escucha el viento que atraviesa el follaje. «Es una maravi-lla», dice casi para sí mismo.

Umberto Pasti escribe en Jardines. Los verdaderos y los otros (Elba, 2014) que un jardín se parece a quien lo ha concebido, que refleja sus aspiracio-nes, habilidades, locuras y virtudes. «Tu jardín eres tú mientras lo haces». En esa labor de creación se plasman nuestros ideales de vida, con la bús-

queda de sosiego y de libertad inte-rior, pero también nuestra vanidad y nuestras inseguridades y contra-dicciones, expresadas en numerosos pasos en falso. Aunque también es-tos errores son importantes: «No so-lo porque gracias a ellos aprendes lo que no hay que hacer sino porque en ellos expresas algo profundamente tuyo, tu identidad».

El aprendiz de jardinero –y todos dicen serlo– prueba, se equi-voca, se obstina, sufre grandes de-cepciones y, de vez en cuando, logra alguna satisfacción… que le anima a seguir cometiendo errores, cuenta divertido Pasti. Un jardinero entien-de pronto que su jardín, como toda empresa humana y como el mun-do, nunca va a estar acabado. Está vivo y, por lo tanto, se transforma.

Uno de los aprendizajes más importantes que señalan los aficio-nados a la jardinería es el del tiempo: cultivar plantas no admite prisas ni

aceleraciones; al contrario, exige un respeto a los ritmos naturales, esos a los que –no hay que olvidarlo– nosotros también estamos sujetos. Las semillas germinan en secreto, la primavera se prepara en otoño y muchos de los árboles plantados hoy solo podrán ser disfrutados ple-namente por generaciones futuras.

Uno puede empezar a llamarse jardinero cuando halla placer en es-ta rendición a las leyes que rigen lo viviente. Es más, «eres jardinero si en esta sumisión sabes reconocer tu libertad», resume Pasti. «Se trata de una extraña propensión a olvidar-te de ti mismo», concluye. Debemos asumir que todo lo bueno que ocurra en un jardín se debe en gran medida a razones ajenas a nuestro trabajo y a nosotros mismos. Si fructifica es por-que habremos accedido a colaborar con lo que esa tierra está llamada a expresar a través de nosotros.

La particular sintaxis de la jar-dinería pide un ejercicio de atención, una apertura que permita llegar a comprender qué es lo que desea una planta o una tierra. Se trata de traba-jar a su favor, darle lo que se adapta a sus características. Un problema, como un suelo no suficientemen-te ácido o en pendiente, quizá no lo sea realmente y tan solo haya de ser considerado un punto de parti-da. De nada sirven nuestras ideas y nuestros libros: las enseñanzas del jardín pasan por hacer y observar.

El filósofo Mark C. Taylor cuenta en Reflexiones sobre morir y vivir (Si-ruela, 2013) que en una ocasión con-siguió la ayuda de su hija para llevar

a cabo su ataque anual a los dientes de león que creía que arruinaban su terreno. «Poco dispuesta a trabajar, igual que su padre años atrás, un día me preguntó: “Papá ¿por qué no nos gusta que haya bonitas flores ama-rillas en la hierba pero sí en el jar-dín?”. Yo no tenía respuesta, así que le dije que podía irse. Lo que nun-ca admití ante ella fue que debido a su pregunta abandoné mi batalla contra los dientes de león. Las malas hierbas son malas hierbas porque no encajan en nuestra cuadrícula, pe-ro siempre hay otras cuadrículas y a veces no hay ninguna cuadrícula. Las malas hierbas, como las flores, son expresiones de la exuberancia infinita de la naturaleza».

El jardín –recuerda también Pas-ti– no puede nacer de la violencia ejercida sobre la tierra: «Hacer un jardín es rendirse a él». Después de dos décadas de jardinería, el único consejo que se atreve a dar a quie-nes están empezando es: «Piénsatelo mucho antes de eliminar cualquier forma de vida vegetal del lugar don-de te dispones a plantar tu jardín». El cultivo de un jardín es una oportunidad para volver a la tierra, esa en la que con toda probabilidad habían hundido sus manos nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Parecemos necesitar más que nun-ca esa tierra en la que se encuentran nuestras raíces y que nos proporcio-na buena parte de lo que comemos. Recuperar la comunicación con la tierra, revolverla y prepararla para un nuevo crecimiento, puede abrir-nos a una relación distinta con el mundo, más elemental. !

Cuidar las plantas es una forma de meditación que restaura la conexión con la tierra y que nos permite crear algo profundamente personal.

El jardineroque hay en ti

DOSSIER MENTE

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Santiago Beruete ha estado diez años cultivando su jardín en el campo ibicenco.

«El jardín me ha enseñado una felicidad basada en necesitar poco y en el reposo.»

Dice que su libro Jardino-sofía sería otro si no lo hubiera escrito con las manos encallecidas por

la azada, la podadora y las tijeras. Que convertir un trozo de tierra en algo parecido a una arcadia le enseñó cosas que no se aprenden en los libros. Beruete ha vivido los últimos diez años en el campo ibi-cenco, preparándose infusiones con plantas de su jardín y elaborando mermeladas con las frutas que re-cogía extendiendo los brazos. Ahora se ha mudado al casco antiguo de Ibiza y cultiva un jardín-huerto en su gran terraza. Estuvo a punto de trasladarse a Madrid, por motivos laborales, pero al final desistió: «Es-toy demasiado asilvestrado», confie-sa divertido. «Me gusta este tipo de vida con un pie en la naturaleza».

—¿Qué reflejan los jardines?—Son de una gran riqueza simbóli-ca, nos permiten visualizar concep-tos muy abstractos. Nos enseñan cómo nos hemos representado la felicidad los seres humanos. Refle-jan los ideales morales, estéticos y políticos de cada época. Y en ellos se puede escuchar esa especie de vieja y ambivalente melodía del amor por la naturaleza que hemos sentido los hombres. —¿Qué expresan los jardines de hoy? —En esta época marcada por la ace-leración, el individualismo consu-mista y el narcisismo, los jardines son quizá todavía pequeños espa-cios de resistencia, de contestación social. Nos llevan por otro derro-tero, se convierten en una escue-la moral. Los valores imprescin-dibles para el cultivo de un jardín

son también ingredientes básicos para una buena vida: constancia, perseverancia, humildad, pacien-cia, gratitud… No concibo ninguna buena vida, sea cual sea la fórmula –¡y yo no la conozco!– que no in-cluya los beneficios que reporta el jardín: el reposo, la tranquilidad, la libertad interior, la serenidad. Ahí aprendemos muchas lecciones.—¿Apreciamos los jardines lo su-ficiente?—Cuanto más nos urbanicemos más necesidad vamos a tener de recuperar la naturaleza. Yo creo que la edad de oro de los jardines está por llegar. Hay un movimien-to en todas las grandes ciudades del mundo que busca renatura-lizar los espacios urbanos. Quizá sea la dinámica del ser humano. Siempre nos hemos sentido lle-vados por la nostalgia del paraíso perdido y, a la vez, por el deseo de un mundo mejor. —Supongo que te consideras un jardinero…—Sí. Lo que empezó siendo una afi-ción se ha convertido en un estilo de vida, una forma de estar en el mundo. El jardín es para mí un en-torno de cariño, una buena escuela del cuidado: si cuidas tus plantas es más fácil que acabes cuidando de las personas que te rodean. Nos olvidamos a veces de que las plan-tas son seres vivos y que amar a

Paciencia, humildad, respetar los ritmos de la naturaleza… son lecciones de filosofía vital que ha aprendido Santiago Beruete de su jardín.

SALIR AL JARDÍN

PERFIL

SANTIAGO BERUETE

Nació en Pamplona en 1961 pero vive desde hace años en la isla de Ibiza, donde da clases de Sociología y Filo-sofía. Beruete está licencia-do en Antropología y es doctor en Filosofía, ha es-crito novelas, cuentos y poemas, además del ensa-yo Libro del ajedrez amoro-so (Editora Regional de Ex-tremadura, 1990). Su último libro, Jardinosofía. Una his-toria filosófica de los jardi-nes, es el resultado de los muchos años que ha dedi-cado a estudiar la experien-cia del jardín, y tiene su ori-gen en parte en su tesis doctoral «Los jardines de la utopía». El ensayo, que ya va por la tercera edición, re-pasa las relaciones entre la filosofía y el jardín a partir de la idea de que, como él

uno mismo”

"es entrar en

DOSSIER MENTE I ENTREVISTA

JardinosofíaTurner, 2016

• 536 pág. • 29 €

mismo escribe, «los jardi-nes expresan mejor que otras manifestaciones cul-turales las inquietudes filo-sóficas de cada época». El libro es la historia de una relación que habla del pla-cer, de la felicidad y del buen uso del tiempo.

las plantas es una forma de amar a todo lo viviente.—¿Qué virtudes desarrolla un jar-dinero?—Sobre todo la paciencia. Un jardi-nero es alguien a quien no le falta iniciativa para cambiar el mundo pero que está dispuesto a soportar la espera sin perder la capacidad de sorpresa. Plantar ya es un acto de fe. En lo más crudo del invier-no plantar bulbos y confiar en que un día brotarán es una apuesta por el futuro que choca frontalmente con la vivencia actual de la ace-leración permanente, la produc-tividad inmediata y la lógica del máximo beneficio que dominan nuestra sociedad.—¿Qué otras lecciones podemos sacar de un jardín?—Humildad. De hecho, la pala-bra viene de humilitas, que en la-tín está emparentada con humus, la tierra negra, fértil. Humilde se podría traducir como «pegado a la tierra», «mirando a la tierra». Cualquiera que haya cuidado un jardín, un huerto o cuatro mace-tas en un balcón sabe que tiene que aprender a respetar los rit-mos de la naturaleza: obedecer los ciclos, las estaciones, aceptar que hay un momento para po-dar y otro momento para abonar. En definitiva, que no estamos solos y que somos, hasta cierto punto, insignificantes dentro de la inter-dependencia de lo viviente.—¿De ahí tu concepción del jardín como «terapia filosófica»?—El jardín permite el «f loreci-miento» personal, te construye por dentro. Salir al jardín es una ma-nera de en entrar en uno mis-

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DOSSIER MENTE I ENTREVISTA

mo. Y quizá por eso cultivamos las plantas. Porque mientras las cultivamos, ellas nos cultivan a su vez a nosotros. —¿Cómo disfrutas de tu jardín?—Al principio le dedicaba mucho tiempo. Por avatares de la vida me hice con un trozo de bosque y lo desmonté hasta crear un jar-dín. Hice bancales, talé árboles, roturé la tierra, creé un huerto de frutales, otro de plantas aro-máticas, otro más floral… Todos aquellos años fueron muy labo-riosos. Ahora el jardín ha pasado a ser cada vez más un disfrute compartido con los amigos. El que tengo en la terraza funcio-na como una prolongación de la casa en la que nos permitimos otro tipo de relación, más desin-hibida, con niños correteando, la fuente borboteando… Es algo que tienen todos los jardines: son un espacio de contempla-ción y retiro y, al mismo tiem-po, un lugar para la vida social y el diálogo.

—En tu libro dices que un jardín es una buena escuela de la mira-da y del oído…—Para tener un buen jardín es muy importante escuchar al ge-nio del lugar (genius loci), ir vien-do qué tipo de plantas pide. Mu-chas veces queremos trasplantar nuestras ideas a la naturaleza sin oírla, forzándola. Hay mucha gen-te, por ejemplo, que se empeña en plantar césped donde no se dan las condiciones naturales para que prospere.—Es cierto. ¿Por qué esta fasci-nación por el césped?—Mi interpretación es que es una metáfora muy doméstica del dominio sobre la naturaleza. Nos da una sensación de placer, de control.

—Tu jardinería tiene poco de lu-cha y mucho de colaboración…—Totalmente. El jardín es un en-torno de cariño pero, como mu-chas veces ocurre en las relaciones humanas, tiene algo de perverso. Puede verse como una mascota a la que sometemos a nuestros ca-prichos, nuestro orden, discipli-na… que nos devuelve cariño y una imagen de nosotros mismos pero a costa de dominarla. Esta ambivalencia está muy presente en el jardín. Nos cuesta pensar en el amor dejando al otro libre. —¿Qué contradicciones tuyas has encontrado en tus jardines?—¡Muchas! Yo era un urbanícola medio retirado en una isla que empezó a trabajar un jardín, pe-ro básicamente era una persona que lo ignoraba todo sobre jar-dinería. Me he encontrado con el empeño de plantar plantas que me gustaban pero que no se adaptaban al terreno, con querer acelerar los ciclos naturales… El jardín también me ha enseñado una forma de felicidad basada en necesitar poco y en el reposo. Es una felicidad humilde pero más duradera que otras. —¿Recuerdas algún jardín de tu infancia que te marcara?—El de mi abuela. Un día me di cuenta de que los momentos de mayor felicidad de mi infan-cia tenían como telón de fondo un jardín. Y pensé que puede que esa sea la razón profunda de mi interés por las plantas. Cada uno de nosotros tenemos nuestro pe-queño paraíso terrenal perdido, y quizá sea el de la infancia. !

«Mientras cultivamos las plantas, ellas nos cultivan a nosotros.»