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http://www.buenosaires.gob.ar/areas/ciudad/historico/especiales/ 24marzo/un_cuento.php?menu_id=33658 Mamá Martha Mercader A veces la veo. Alta, esbelta, con ese pelo enmarañado que ella se empeñaba en no peinar demasiado. La época no era propicia para hacerle a los jóvenes indicadores sobre su aspecto, pero cuando exageraba su estilo de mujer en la selva, yo le decía: Es evidente que la revolución empieza por la cabeza”. Y ella se reía. Reía con la boca, con los dientes, su risa le resplandecía por todo el cuerpo. Reía con la alegría de sentir carnalmente su juventud. Era muy bella. Ahora tendría la edad que yo tenía en ese entonces. Otras veces, cuando la veo, no ríe. Dice es una vecina” mirándome con terror contenido, una mirada clave que yo descifro sin pestañear. Siempre tiene veinte años, los años los tenía en el 78. Lo que intento escribir sucedió en 1978, en La Plata, y no sé cómo contarlo. Nos sucedió a nosotras, pero al pasarlo al papel casi me parece una historia ajena. Aquella mañana, no sé por qué, tal vez fuera un presentimiento, se me ocurrió ir a casa de Mariana sin motivo alguno, sólo para verla a ella y a la nena, lo que al fin y al cabo, era motivo más que suficiente. Pocas veces iba a su casa; prefería que ella viniera a la mía, y que la trajera a Clarita. No me gustaba que se hubiera mudado tan lejos. Las diferencias en el alquiler no serían tan grandes. Para mí, Tolosa era casi otra ciudad. Yo no sabía en qué andaba Oscar, mi yerno, ni quería enterarme. ¿Por qué no duraba en ningún empleo, siento tan inteligente como era? Todo se complicaba en aquella época. Tomé un colectivo que me llevó hasta la estación de ferrocarril. Después, decidí caminar. Era lindo sentir el aire de la primavera en las tranquilas veredas del barrio. Habían alquilado un departamento en la planta baja de un edificio de dos pisos, el último que se abría a un pasillo largo y estrecho, unos doce o trece metros. Mariana me abrió la puerta sonriendo, como si esperara algo muy bueno de la vida. ¡Sabés mamá, hoy Clarita me dijo “mamá”! ¡Apenas tiene ocho meses! ¡Mi hija es una genia! Me dio mucha alegría ver de nuevo la alegría de mi hija. Le hacía falta. Ella no solía quejarse, pero la vida con Oscar debía ser difícil. Se casaron tan jóvenes y él sin terminar la carrera, y embarazada, a ella nadie quería emplearla. Después, con la nena, le resultó más difícil. Yo le decía, dejámela a mí, yo me puedo hacer cargo de ella algunas horas, pero era imposible combinar bien los horarios, los míos son irracionales, como los de casi todos los profesores del secundario. Además, Mariana es, era, bastante orgullosa y sospecho que quería demostrar que podía arreglárselas sola. ¿Querés un mate?

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Actividad de reflexión 24 de marzo

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http://www.buenosaires.gob.ar/areas/ciudad/historico/especiales/24marzo/un_cuento.php?menu_id=33658

Mamá

Martha Mercader

 A veces la veo. Alta, esbelta, con ese pelo enmarañado que ella se empeñaba en no peinar demasiado. La época no

era propicia para hacerle a los jóvenes indicadores sobre su aspecto, pero cuando exageraba su estilo de mujer en la

selva, yo le decía: “Es evidente que la revolución empieza por la cabeza”. Y ella se reía. Reía con la boca, con los

dientes, su risa le resplandecía por todo el cuerpo. Reía con la alegría de sentir carnalmente su juventud. Era muy bella.

  Ahora tendría la edad que yo tenía en ese entonces.

  Otras veces, cuando la veo, no ríe. Dice “es una vecina” mirándome con terror contenido, una mirada clave que yo

descifro sin pestañear.

  Siempre tiene veinte años, los años los tenía en el 78.

  Lo que intento escribir sucedió en 1978, en La Plata, y no sé cómo contarlo. Nos sucedió a nosotras, pero al pasarlo al

papel casi me parece una historia ajena.

  Aquella mañana, no sé por qué, tal vez fuera un presentimiento, se me ocurrió ir a casa de Mariana sin motivo alguno,

sólo para verla a ella y a la nena, lo que al fin y al cabo, era motivo más que suficiente. Pocas veces iba a su casa;

prefería que ella viniera a la mía, y que la trajera a Clarita. No me gustaba que se hubiera mudado tan lejos. Las

diferencias en el alquiler no serían tan grandes. Para mí, Tolosa era casi otra ciudad. Yo no sabía en qué andaba Oscar,

mi yerno, ni quería enterarme. ¿Por qué no duraba en ningún empleo, siento tan inteligente como era? Todo se

complicaba en aquella época.

  Tomé un colectivo que me llevó hasta la estación de ferrocarril. Después, decidí caminar. Era lindo sentir el aire de la

primavera en las tranquilas veredas del barrio.

  Habían alquilado un departamento en la planta baja de un edificio de dos pisos, el último que se abría a un pasillo

largo y estrecho, unos doce o trece metros. Mariana me abrió la puerta sonriendo, como si esperara algo muy bueno de

la vida.

  ¡Sabés mamá, hoy Clarita me dijo “mamá”! ¡Apenas tiene ocho meses! ¡Mi hija es una genia!

  Me dio mucha alegría ver de nuevo la alegría de mi hija. Le hacía falta. Ella no solía quejarse, pero la vida con Oscar

debía ser difícil. Se casaron tan jóvenes y él sin terminar la carrera, y embarazada, a ella nadie quería emplearla.

Después, con la nena, le resultó más difícil. Yo le decía, dejámela a mí, yo me puedo hacer cargo de ella algunas horas,

pero era imposible combinar bien los horarios, los míos son irracionales, como los de casi todos los profesores del

secundario. Además, Mariana es, era, bastante orgullosa y sospecho que quería demostrar que podía arreglárselas

sola.

  – ¿Querés un mate?

  Pasamos a la cocina y Mariana encendió la hornalla para calentar la pava.

  – ¿Está despierta?

  – Se quedó pipona de tanto mamar y se durmió con el pezón en la boca.

  Fui hasta el dormitorio y la contemplé dormir despatarrada en su cuna con la placidez de lo bienaventurados. Mariana

se me acercó y puso su mano en mi hombro. Una oleada de felicidad me invadió. Allí estábamos las tres, unidas por

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una ternura envolvente como una marea silenciosa. Le di a Clarita un beso en la frente, más simbólico que real, casi sin

tocarla., porque no quería perturbar su sueño. Volvimos a la cocina y me senté. Mariana se sentó a mi lado, y se quedó

callada, algo extraño en ella, siempre inventando cosas para moverse. Sentí que por fin había llegado el momento de

dialogar con mi hija como dos mujeres adultas.

  En el dormitorio, Clarita emitió un sonido como una ramita que se quiebra. Me levanté, como para ir a verla, pero

Mariana me dijo: “Tranquila, no es nada”.

  No, no era nada, pero me había sonado como un preludio triste.

  Apenas Mariana me cebó el primer mate, oímos retumbar en el pasillo el taconeo de varias botas machistas. Supe sin

lugar a dudas que venían hacia nosotras.

  – ¡Abran! ¡Policía!

  Mariana y yo nos pusimos de pie, mudas, aterradas.

  – ¡Sabemos que Mariana López está ahí! ¡Abran! ¡Cuánto antes, mejor! ¡No nos hagan perder la paciencia!

  Imposible escapar. Imposible resistir.

  – ¡Abran o rompemos la puerta!

  Mariana abrió. Tres soldados, con ropa de fajina, entraron apuntando con armas largas. Detrás, un tipo joven, corte de

pelo a la americana, camisa bien planchada y campera de cuero, informó:

  – Orden de llevarnos a Mariana López y a Oscar Marino.

  – Oscar no está -dijo Mariana.

  – ¡Revisen!

  Los uniformados recorrieron todo el departamento, lo que les llevó muy poco tiempo. Mientras tanto, el de civil

hurgaba displicentemente los cajones y placares de la cocina.

  – Esperaremos hasta que llegue.

  – ¿Dónde está la orden de allanamiento? -se animó a decir Mariana.

  – No te me insolentes. Ya vas a saber lo que es bueno.

  Su voz sonó como un rugido corto, bajo, pero con mucha fuerza. Parecía recién bañado y olía a perfume inglés. Yo

sentí mucha culpa por pensar estas cosas, en semejante trance. ¿Soy una desalmada?, me preguntaba.

  En ese momento sonaron varios ruidos secos en el pasillo. Aunque no quisiera admitirlo, tenía que reconocer que

habían sido cinco o seis balazos. Mariana intentó salir corriendo pero los soldados la sujetaron.

  Alguien afuera, informó:

  – Le dimos.

  Mariana gritó:

  – ¡Asesinos!

  El de civil ordenó:

  – Llévensela.

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  Actuaban mecánicamente, sin perder ni un segundo.

  – ¿Y a ésta?, preguntó uno de los soldados señalándome a mí. Con dos soldados sujetándola por los brazos,

Mariana me envió una mirada trascendente, una mirada en clave, dirigida sólo a mí, que yo descifré sin pestañear. En

seguida miró a los hombres y gritó:

  – ¡Es una vecina! ¡Déjenla!

  No sé si le creyeron o qué, lo cierto es que se fueron como si yo fuera una cosa que no importaba.

  A Mariana la arrastraron hasta el Ford Falcon verde estacionado a la puerta, según me contó el único vecino que se

atrevió más tarde a dirigirme la palabra. A Oscar, malherido o muerto, lo habían tirado en el jeep.

  Yo corrí hasta la cuna porque Clarita lloraba a gritos. La alcé y la acuné hasta que se calmó. Entonces recostó su

cabecita en mi pecho, como buscando la teta y balbuceó “mamá”.

  Desde ese día fui la mamá de mi nieta.

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Rodolfo Walsh y la muerte de su hija María VictoriaEl 24 de marzo de 1976 comienza en el país una dictadura de más de siete años que se cobró la vida de 30.000 personas y desmanteló el aparato productivo del país. Reproducimos a continuación dos cartas que escribió el periodista y escritor Rodolfo Walsh -autor de obras como Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y Caso Satanowsky - luego de que su hija María Victoria, militante de Montoneros, muriera en un enfrentamiento con el Ejército.Fuente: Cuadernos de Militancia Nº 4, Rodolfo Walsh.Carta a Vicki

Querida Vicki: La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico. No terminé con ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo. Después les dije a Mariana y Pablo: “era mi hija”. Suspendí la reunión.

Estoy aturdido. Muchas veces lo temía. Pensaba que era excesiva suerte no ser golpeado, cuando tantos otros son golpeados. Sí, tuve miedo por vos, como vos por mí, aunque no lo decíamos. Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué cosas has vivido, combatido. Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más.

No podré despedirme, vos sabés por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida mía.

Hablé con tu mamá. Está orgullosa en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida.

Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad.

Hoy en el tren un hombre me decía: “Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año”. Hablaba por él pero también por mí.

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Miércoles 24 de marzo de 1976

“Hoy entramos a clases normalmente y a media mañana llegó el Ejército a la escuela. Eran miles de soldados. Nos dijeron que debíamos desalojar el establecimiento y dirigirnos directamente a nuestras casas. Se decía que había habido un golpe militar.

Nosotros estábamos en Matemática en el segundo piso cuando el celador vino a decirnos que debíamos salir todos en orden y formados.

De nuevo mis taquicardias. Respirando un aire de miedo juntamos nuestros útiles y salimos al pasillo para acomodarnos y bajar. Teníamos que llegar hasta la puerta de la escuela para irnos a nuestras casas. Ana estaba a mi lado cuando empezamos a caminar. ¡Había más soldados que alumnos! En la rampa habían hecho una doble fila por donde pasábamos todos.

Ana me dijo despacito en el oído: “vos, agradecé que estabas en segundo año porque si no, nos tendríamos que comunicar por cartas”. Con esas palabras logró que mi corazón se detuviera por unos instantes para que después casi se me saliera por la boca.

Mientras caminaba, tiritaba y no lo podía disimular. Yo creía que se iban a dar cuenta de todo, que adivinarían todo lo que había hecho antes, quiénes eran mis amigos y las cosas que a mí me parecía que debíamos defender.

Era como una película en cámara lenta y nunca terminábamos de llegar. Me pareció que pasaban años hasta que llegamos a donde empezaba la rampa y comenzamos a bajar.

Yo miraba hacia el piso y escondía la cara. Mientras caminaba sólo podía ver miles de botas y pantalones verdes. Trataba de mantenerme cerca de Ana y de mis otros compañeros para pasar inadvertida. Iba con las piernas acalambradas, casi

dormidas y creí que nunca llegaría hasta la puerta.

Era como un túnel que me asfixiaba y recién estaba llegando al primer piso. ¡Todavía faltaba muchísimo!

Ahí, de reojo, me pareció ver que sacaban a algunos chicos de entre las filas, ¿a dónde se los llevarían? Seguro que a mí también me iban a sacar y ¿quién le avisaría a mi papá y a mi mamá?

Seguí bajando y ya podía ver la puerta de salida. Estaba en el último tramo de la rampa y seguíamos caminando entre los cascos y los fusiles en alto.

Las manos me chorreaban agua, el cuerpo se me movía no podía parar. Tenía la lengua seca pegada al paladar. No podía hablar aunque me parecía que nadie hablaba, no había ningún sonido. Era como estar perdido en la niebla y no saber a donde ir.

No levanté más la cabeza pero por la altura de la rampa calculé que la puerta ya estaba cerca. Unos metros más y llegaría por fin.

La traspasé y después del primer escalón, corrí y corrí.

Nunca imaginé lo que sucedería después…” (2005, pág. 31)

Ana Inés Álvarez Luque

Ex-alumna de la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano

“Asamblea General”, Ed. Municipalidad de Córdoba