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filosofia

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Introducciones a la filosofía

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B I B L I O T i C p i E ^ Ü ^ f D i Ó N ^ I SERIE TEMAS DE CÁTEDRA 4 '

Las obras reunidas en esta serie son fruto de un esfuerzo compartido entre la Füculiad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y la Editorial Gcdisa. TEMAS DE CÁTEDRA fue creada para dar lugar a textos introductorios cscriios por profesores de diversas áreas de las Humanidades y concebidos espe-cialmente para estudiantes universitarios. Incluye obras breves y accesibles, que abordan de manera original las actuales discusiones de cada disciplina.

FACULTAD D E FILOSOFIA Y L E T R A S UNIVERSIDAD D E BUENOS AIRES

Decano Francisco Raúl Cántese

Vícedecana Marta Sonto

Secretaria Académica Susana Margulies

Secretario de Investigación Carlos Reboratii

Secretario de Posgrado Samuel Cabanchik

Secretario de Supervisión Administrativa Femando Rodríguez

Secretario de Transferencia y Desarrollo Mariano Morato

Prosecretario de Extensión Universitaria Rubén Noiosi

Secretario de Relaciones Institucionales Fernando Pedrosa

Prosecretario de Publicaciones Fernando Rodríguez

Coordinadora de Publicaciones Beatriz Frenkel

Coordinadora Editorial Julia Zulla

Consejo Editor Francisco Raúl Cántese Ana María Loraiidi

Noemi Goldman Noé Jitrik Amanda Toubes Berta Perelstein de Braslavsky

Sylvia Saítla Daniel Galana Virginia Manzano

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Introducciones a la filosofía Samuel Cabanchik

tie Buenos Airas FBCu«í»d de FRoRoffa y letras

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Primera edición: Julio del 2000, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones

© Editorial Gedisa Paseo Bonfertova, 9 , l a 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 correo electrónico; gedisa<%edisa.com http://w.w.w.gedisa.com

ISBN: 84-7432-796-2 Depósito legal: B. 34519 - 2000

Impreso por: Romanyà Valls Verdaguer, 1 - 08786 Capellades

Impreso en España Printed in Spain

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro idioma.

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A Mina, por la palabra dicha, a Matías y a Sofia, por la palabra porvenir

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Una Introducción a la filosofìa es elprinter libro que se debe leer, y el último que se debe escribir.

José Gaos

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Reconocimientos

Deseo expresar, en primer lugar, un sincero reconocimiento a mis alumnos de ayer, de hoy y de mañana. Este libro está especialmente dedicado a ellos. Su presencia y sus intervenciones constituyen un estímulo permanente para volver una y otra vez a las perplejidades básicas de las que surge la filosofía, y que el ejercicio profesional encu-bre astutamente para evitar ser importunado.

En segundo lugar, quiero agradecer a mis colegas de la cátedra de Fundamentos de filosofía, con quienes tengo el privilegio de compar-tir el dictado de la materia de la que trata este libro. Sus valiosos apor-tes en la constante discusión y elaboración de los contenidos han sido un apoyo imprescindible para la realización de la obra. Hago extensi-vo este reconocimiento a todos los colegas y amigos con quienes he compartido muchas horas de fructífero diálogo filosófico, en reimio-nes académicas y en la informalidad de un paseo o un café.

Agradezco finalmente al Departamento de Publicaciones de la Fa-cultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y a la Editorial Gedisa, que creyeron en este proyecto y apoyaron su realiza-ción. Destaco especialmente en este sentido la colaboración de Julia Zullo, Virginia Jaichenco y Yamila Sevilla, a quien además agradezco sus valiosas sugerencias y recomendaciones.

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índice

Reconocimientos i 1

Introducción 17

1. La naturaleza de la filosofía 21

La vocación filosófica 22 La tentación... 22 Filosofía y desmentida 24 La filosofía como placer 27

Fiiosofía y lenguaje 32 Naturaleza de los problemas filosóficos 32 Lenguaje y filosofía 37 La visión sinóptica 41

La filosofía y lo común 44 Concepto paradójico de io común 44 Dato y construcción 47 Platón y Aristóteles: una interpretación 50 El papel del lenguaje 52 El hombre convencional y el anarquista 55 Lo común como límite 57

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA PARA EL CAPÍTULO 6 0

2. Significado y comprensión 61 Opacidad del lenguaje 62

La opacidad, la transparencia y el espejo 62 Rasgos de la opacidad 64 Un ejemplo... 67

Teoría y práctica del lenguaje 70 Significado y explicación del significado 74

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14 Introducciones a la filosofía

Uso y mención 74 La fòrmula de significado 76

Tipos de significado 78 Significado natural y significado no natural 78 Oración, modalidad y significado del hablante 79

Dimensiones de la comprensión 83 La institución del lenguaje 87 BIBLIOGRAFÍA BÁSICA PARA EL CAPÍTULO 91

3. Un mundo, muchos mundos, ningún mundo 93 Filosofía primera 94 Lenguaje, ontologia y decisión pragmática 96 Pluralismo, realismo e irrealismo 99

Pluralismo - 99 Objeciones y posibles respuestas 103 Un ejemplo 105

NueStro mundo común 109 Mundos borgeanos 114 El mundo verdadero 118

Ideas de Platón 118 Otra vez el pluralismo 121

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA PARA EL CAPÍTULO 1 2 3

4. Los caminos del conocimiento 125 La investigación pura 127 Investigación pragmática contra investigación pura 131 Conocimiento, experiencia y justificación l4l Trampas del lenguaje 147 El conocimiento a priori 152

a) Experiencia y concepto 152 , • b) Analítico/sintético 157

c) A priori trascendental y a priori pragmático 166 BIBLIOGRAFÍA BÁSICA PARA EL CAI^ÍTULO 169

5. Yo, las cosas, los otros 171 Personas y cosas 173

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índice

Soledad 176 Yoj los otros y el Otro 180 Libertad 187 El malestar y la cultura..... 194 BIBLIOGRAFÍA BÁSICA PARA EL CAPÍTULO 2 0 2

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Introducción

Una introducción a la filosofía tiene algo de imposible. La frase de Gaos que encabeza el libro alude, tal vez involuntariamente, a este imposible. Pues ¿de qué otro modo que imposible sería un libro que, siendo el último, nadie querría escribir? Ser el primero que todos en-contrarán en su camino, ser el último que uno podría dar: un libro ideal, un libro imposible.

Para suerte o desgracia del lector —¿y del autor?- este es sólo un libro real, uno más de los tantos que se ofrecen, con ganas de invitar al público en general, y al estudiante de filosofía en particular, a que se internen por los vericuetos y laberintos del camino filosófico. Y como todo libro reai, paga caro el precio de su existencia, dejando del otro lado de sus estrechos límites casi todo, mucho de lo cual seguramente hubiera valido la pena que estuviera adentro. ^

Aunque estos comentarios se aplican a cualquier libro, en el caso de una introducción a la filosofía tienen un sentido específico. El mis-mo problema que al autor de un libro de esta naturaleza se le presenta al profesor que ha de organizar la materia. Las preguntas son clásicas: ¿por dónde empezar y dónde terminar? ¿tiene que ser histórico o pro-blemático? ¿cuan elementa] y cuán especializado? Huelga decir que todas estas preguntas torturaron por un buen tiempo al autor, que no tuvo otra salida que favorecer a alguna de las posibilidades.

El resultado es lo que aquí se presenta. El plural del título tal vez suene extraiio. Con él simplemente he intentado transmitir la idea de que cada capítulo del libro, dedicado a un ámbito de problemas filo-sóficos, es en sí mismo un modo de introducirse en su problemática. Todos ellos guardan entre sí, en mayor o menor grado, una relativa independencia. El libro no pretende ser un breve sistema de filoso-fía del que cada capítulo ofrece una parte, sino más bien una colec-ción de bosquejos para que el lector reconstruya la filosofía como su

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propio paisaje. Incluso el lector puede operar con este libro análoga-mente a como Cortázar sugería proceder con su Rayuela. Puede emr pezar por cualquier capítulo sin perder el hüo, pues no hay el hilo que perder o por el cual guiarse, sino más bien un conjunto de fibras entrelazadas, un tejido, en fin, un texto. Una lectura reuniría en un bloque los capítulos 1 y $ y en otro los restantes. Desde luego está siempre disponible la lectura obediente, del principio al final, aunque se admite perfectamente la secuencia inversa. No recomiendo ningu-na en especial, sino que las relecturas -como se ve soy algo optimista-practiquen las variaciones.

Debo ahora justificar mis opciones frente a las que dejé de lado. Ante todo quiero aclarar que no supongo que esta sea la mejor, sólo es la que más me agrada. Escogí una organización por tipos de proble-mas en vez de histórica, porque esta última hubiera sido mucho más arbitraria, ya que no hubiera podido abarcar la totalidad de la historia de la filosofia. Habría tenido que limitarse a unos pocos filósofos pre-sentado^ muy esquemáticamente. En el caso más favorable, tendría-mos un esquema de historia de la filosofía más que una introducción a su problemárica.

Pero la organización por problemas tiene también sus dificultades. Como se afirma en el capítulo 1, la filosofía no es una disciplina iden-tificable con un corpus de saber, al estilo de la química b alguna otra ciencia, así que siempre será cuestionable por arbitrario el que se ha-yan incluido tales problemas en detrimento de otros. Sin embargo, quiero aquí reivindicar cierta amplitud que hace jusricia al menos a la discusión vigente en la filosofía contemporánea. En efecto, los pro-blemas incluidos abarcan la mayoría de los que predominan hoy en las discusiones, sea en los departamentos universitarios, sea en los con-gresos y reuniones académicas especializadas.

Todo ei material incluido en el libro es inédito, excepto el segundo aparcado del capítulo 1, que es una versión ligeramente distinta de un artículo publicado en Cadernos de historia e filosofìa da ciencia, en UNICAMP, Brasil, 1996, por lo que vaya mi agradecimiento a los editores por permitirme utilizar el material.

El tema del primer capítulo tiene la ambigüedad de ser a la vez un problema filosófico y ¿'/problema filosófico en el que tarde o tempra-

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Introducción 19

no deben confluir ios afanes del filósofo, a saber: qué es la filosofía, cuál es su peculiaridad en relación con otras disciplinas, otras prácti-cas discursivas y otros campos del saber. El capítulo 2 está dedicado al lenguaje, especialmente en lo concerniente al problema del significa -do lingüístico y a su comprensión. Después del llamado "giro lingüís-tico", esta es sin duda una temática dominante en la filosofía actual. El capítulo 3 es el que clásicamente se asocia a la metafísica. El sesgo por el que se abordó esta área no es el más tradicional, aunque está relacionado con muchas cuestiones tradicionales de la metafísica, como el problema de los universales y la pregunta por los constituyentes últimos de la realidad. El capítulo 4, dedicado al problema del cono-cimiento, es quizás el más clásico de todos, y también el más ajustado a la secuencia histórica. La explicación es que la discusión contempo-ránea en esta materia es altamente dependiente de la que surgió y se desarrolló en la filosofía moderna, por lo cual las referencias históricas resultaron insoslayables. Finalmente, el último capítulo es una aproxi-mación a algunos de los tópicos básicos de la llamada "filosofía prác-tica", tales como la filosofía de la acción y la ética. En cierto sentido es el más controvertible, pues escoge una tradición en particular, la filo-sofía de la existencia, que luego retoma con los instrumentos de la filosofía analítica, para terminar con una reflexión sobre Freud. La controversia puede surgir respecto de la elección de la orientación, de su interpretación desde la filosofía práctica, su traducción en térmi-nos de análisis filosófico y la pertinencia del psicoanálisis en una in-troducción a la filosofía. Pero no me dedicaré a justificar estas deci-siones. Prefiero que el lector juzgue por sí mismo.

Por último, unas palabras respecto de la orientación general del libro. Será evidente para el lector que las discusiones desarrolladas a lo largo de la obra responden a un tratamiento contemporáneo de los problemas filosóficos. Sea por gusto, temperamento o formación, hay un predominio del estilo analítico, el que remite a autores muy pre-sentes en todo el libro, especialmente a Straw son y Wittgenstein. Pero espero que también sea evidente que esto no ha sido realizado con espíritu de escuela ni con semido doctrinario. En este sentido, no es una obra de filosofía analítica.

El libro habrá cumplido su objetivo si logra acercar a la fiiosofía al

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lector curioso y si se convierte en un instrumento útil para el estu-diante de filosofía y aun para el profesor que debe impartir su ense-ñanza no especializada en los diferentes niveles ed(ucativos. Pero sobre todo, no será un intento vano si ocasiona una lectura placentera acer-ca de algunas de las cuestiones más importantes que ocuparon y apa-sionaron a los grandes autores dé la tradición. Con ese placer y esa pasión ha sido escrito. Tengo la esperanza de que el lector encuentre esas cualidades en su lectura.

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1

La naturaleza de la filosofía

Con frecuencia, los filósofos son como niños pequeños que em-piezan por hacer rayas caprichosas con su lápiz sobre un papel y después preguntan a los adultos "^qué es?". Lo que sucedió fite esto: el adulto le habla dibujado con frecuencia algo al niño y le había dicho: "esto es un hombre", "esto es una casa", etc. Y ahora el niño pinta también rayas y pregunta: "¿qué es esto?".

Wittgenstein

El problema de la naturaleza de la filosofìa divide aguas entre los filósofos quizá como ningún otro, pues para algunos es del todo irre-levante preguntar qué es la filosofía o cuáles son sus principales asun-tos. Esos autores consideran que no se trata de preguntas filosóficas sino de preocupaciones extrínsecas a la filosofía misma, que en el mejor de ios casos pueden interesar a la burocracia universitaria o al merca-do editorial. Por el contrario, para otros entre los que me incluyo, hay una dimensión y un interés filosóficos en esta cuestión. Más aún, des-de la perspectiva que sostengo, no sólo es una cuestión filosófica legí-tima sino una que caracteriza a la filosofía de un modo esencial.

En el presente capítulo abordo el tema desde distintos ángulos. En el primer apartado inquiero sobre la motivación del filósofo, no en términos de una psicología individual sino de una posición discursiva, vehículo de una vocación peculiar. Propongo interpretar esta voca-ción a partir de un deseo y un goce que le son propios y que sitúan a la filosofía como una práctica sui gèneris. Su singularidad se manifies-ta, principalmente, en el modo como usa el lenguaje para formular y elaborar sus especulaciones. Por ello, el segundo apartado tiene como hilo fundamental la relación entre la filosofía y el lenguaje. Por esta vía se llega a una primera caracterización de la filosofía como análisis,

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iiiiroaucciones a la Dlosofta

interpretación y crítica del lenguaje, en una huella que no oculta su inspiración en la filosofía de Wittgenstein.

Finalmente, el tercer y último apartado replantea un tema clásico cuando se aborda la naturaleza, el porqué y el para qué de la filosofía, a saber: sus complejas relaciones con el sentido y el lenguaje comunes. Que esta ha sido una preocupación desde los orígenes mismos de la filosofía lo atestigua ya el fi-agmento 2 de Heráclito (siglo VI a. de C,) en el que se da forma a una especie de paradoja. En efecto, dice allí Heráclito que el logos (lenguaje, razón, etc.) es común a todos los hombres y que sin embargo la mayoría vive su vida como si respon-diera a un logos propio y exclusivo. Todo el apartado puede leerse como una reelaboración de esta paradoja y, a través de ella, como ocro modo de plantear la pregunta por la naturaleza de la filosofía.

La vocación filosófica

La tentación

Algo falta a Adán y a Eva mientras se pasean por el paraíso. Una doble ignorancia los sitúa: no saben lo que sólo el fruto del árbol del conocimiento les revelará, y no saben que hay algo que ignoran. Esta ignorancia iterada es quizá la única que merece el nombre de inocen-cia, capaz de constituir por sí misma un paraíso. Y es respecto de ella que debe ser pensada la tentación a la que sucumben Adán y Eva. En efecto, lo que tienta a Eva no es tan sólo el saber prometido, sino la fantasía de tener ese saber conservando el paraíso. Quiere saber sin pagar por ello, sin perder su condición, sus privilegios. Conviene te-ner presente la doble significación de la palabra latina "tentatio": la del impulso irresistible y la de prueba o experimento. Lo que impulsa a Eva es experimentar lo desconocido sin que ello la transforme en otra. Cusindo pruebe el fruto tendrá ese instante de goce en el que ya sabe y sin embargo sigue siendo Eva. Pero además, no se trata de cualquier saber, sino de uno verdaderamente transformador, lo que refuerza la particularidad de ese goce: saber acerca del bien y del mal y permane-cer más allá - o más acá- del bien y del mal.

Algunas de las ricas y múltiples significaciones del relato bíblico en

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La naturaleza de la fllosoíía 23

ios términos en que lo hemos presentado pueden ayudarnos a com-prender la situación del filósofo. "Filosofía" es tal vez el nombre apro-piado para ese segundo paraíso que Adán y Eva gozaron por un ins-tante. Es en todo caso una tentación poderosa a la que todos estamos expuestos, seamos filósofos profesionales o no. A continuacióii inten-taré caracterizar esa tentación para recrear la reiterada e insistente pre-gunta por la naturaleza de la filosofía.

Según la tradición talmúdica, ante la envidia que sentía Satán por el esplendor de Adán y de su plenitud paradisíaca. Dios quiso exhibir la perfección del primer hombre y hasta su superioridad respecto de los ángeles. Entonces pidió a Satán que nombrara todas y cada una de las cosas que Dios había creado, pero aquel no pudo hacerlo. Lue-go pidió lo mismo a Adán, quien nombró todas las cosas e incluso al mismo Dios. He alií lo que muestra ei test divino: llamar a todas las cosas por su nombre en el lenguaje de Dios es el mayor atributo de su obra cumbre.

Tomemos ahora ese lenguaje originario como la primera institu-ción a la que nuestro común antepasado hubo de someterse. Ninguna tentación lo asalta al respecto. Ei lenguaje de Dios es el lenguaje del mundo y es también el propio. ¡Qué no darían los filósofos por estar en posesión de ese lenguaje! El ideal de la recuperación o construcción de un lenguaje semejante ha marcado más de una vez el ejercicio de la filosofía. En cierto sentido, la idea misma de este lenguaje tiene la consistencia de un mito que en diferentes orientaciones filosóficas puede tomar aspectos aparentemente contrapuestos entre sí. lla-mada "filosofía del lenguaje ordinario" puede ser interpretada a partir de este mito tanto como aquellas estrategias que oponen a dicha con-cepción el diseño de lenguajes formales ideales para el tratamiento de los problemas filosóficos. Los unos identifican el lenguaje con el len-guaje natural; los otros, por el contrario, minimizan la importancia de este último en beneficio de un lenguaje ideal del que confían obtener los mismos servicios que aquellos esperan encontrar en el lenguaje común. Pero ambos sostienen el mito de un lenguaje fundamental destinado a ser la piedra de toque de la filosofía.

Ahora bien, lo que tienta al filósofo no es la restauración de ese paraíso. Su objetivo no es hablar "la lengua de Dios", por así decir.

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sino más bien gozar de la situación ambigua en la que puede jugar a hablar ese lenguaje a partir del lenguaje comtin a todos. El secreto de su juego es asumir una posición especulativa al respecto, sin extraer las consecuencias prácticas de sus operaciones.

Filosofía y desmentida

Puede apreciarse esta peculiar situación del filósofo a partir del mecanismo de la desmentida estudiado por Freud, quien distingue este proceso psíquico que llama Verleupuingàs.\^ VerdrangungiK^K-sión) a partir de la cual explica las formaciones del inconsciente y las patologías neuróticas. La desmentida le sirve a Freud para explicar ciertas psicopatologías específicas, como el fetichismo, la perversión o la psicosis, pero también para dar cuenta de una instancia estructural de la organización psíquica en general. No nos interesa aquí la teoría psicoanalítica por sí misma, sino la luz que puede aportarnos la des-cripción de este mecanismo cuando lo trasponemos a la considera-ción de la posición del filósofo, sobre todo cuando se interroga como nosotros aquí por la naturaleza misma de su profesión, abriendo in-cluso la puerta a perspectivas descalificadoras que derivan en una ne-gación de la filosofía, como la que muchos atribuyen a Wittgenstein o más recientemente a Rorty.

El sentido que interesa retener aquí de esta noción freudiana es el de un proceso por el cual un sujeto rehtisa reconocer una realidad de la que sin embargo tiene constancia. Se produce una verdadera "esci-sión del yo", segtín la expresión de Freud: aunque el sujeto sabe acerca del asunto que lo traumatiza -en el caso psicoanalítico se trata de la castración-, no se conduce según las consecuencias efectivas de este saber. Si intentainos captar la estructura general de la desmentida, de modo de proyectarla a la situación del filósofo respecto de su propio discurso, consideraremos que la desmentida es la puesta fuera de cam-po del lugar de enunciación, lo cual, en efecto, vuelve "vertiginoso" y sorprendente el conjunto del campo de los enunciados. Se instaura una ruptura entre el decir y lo dicho, y la posibilidad para el sujeto de reconciliarse con su propio decir no comienza a asomar más que si las dos proposiciones de la escisión empiezan a contradecirse.

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La naluraieza de la filosofía 25

Esta descripción se aplica con total adecuación al discurso filosófi-co corno tal. En efecto, gran cantidad y variedad de material histórico nos provee de ejemplos paradigmáticos. Uno de los mejores nos lo señala con pericia Moore en su ensayo dedicado a la negación de la realidad del tiempo por parte de Bradley. A partir del análisis que Moore ofrece sobre algunas proposiciones de Bradley, se pone dé ma-nifiesto que este filósofo sólo logra mantener su tesis a través de un rechazo o desmentida de los usos normales de ciertas palabras como "tiempo", "existe" y "real", usos que en cierto sentido el mismo autor mantiene. Pero en una operación típica de la especulación filosófica, Bradley no advierte contradicción o incompatibilidad alguna entre su enunciación, por así decir, y sus enunciados. Sólo el trabajo del análi-sis pone de manifiesto la contradicción permitiendo superar la difi-cultad.

Se dirá que entonces la atribución del mecanismo de la desmenti-da no es pertinente para todo filósofo, sino para el tipo de filosofías como las producidas por Bradley, ¿Acaso sería justo poner en la mis-ma bolsa a Moore y a Bradley en este punto? Aunque sin pasar por alto matices y diferencias, si pensamos en la famosa "prueba del mun-do exterior" de Moore, y la apreciamos a partir de las observaciones de Wittgenstein al respecto, vemos que también Moore realiza operacio-nes teóricas y discursivas susceptibles de ser interpretadas en el senti-do que le estamos dando a la desmentida. Así lo señala Wittgenstein respecto del uso que Moore hace de palabras como "saber", "creencia" y "certeza", a mi juicio muy apropiadamente. Pero entonces, ¿no ha-bremos encontrado en Wittgenstein ese filósofo que nos libra de las especulaciones desviadas derivadas de las desmentidas filosóficas? Re-cuérdese aquella observación suya al final de Investigaciones filmóficas {IF) 125, en donde afirma que el problema filosófico es el estado civil de la contradicción.

Precisemos ahora el uso de la expresión "desmentida filosófica". Como se habrá notado, estoy proponiendo que el proceso de la des-mentida o renegación se manifiesta en la filosofía en la peculiar rela-ción que el filósofo mantiene con el lenguaje. Y esto en dos aspectos vinculados entre sí como dos caras de una misma moneda; una nos muestra una discontinuidad entre condiciones de enunciación y sig-

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26 Introducciones a la filosofía

nifìcado del enunciado; la otra despliega un lenguaje que aparenta mantener los usos habituales de los signos lingüísticos, pero que, ai igual que los fulleros que marcan los naipes con signos que sólo ellos perciben, los filósofos manipulan en un sentido desviado, en función de sus propios fines.

En casos extremos, el primero de estos aspectos nos hace pensar en algunas tesis filosóficas para las que ní siquiera hay contextos de enun-ciación concebibles. Pensemos en la afirmación de Gorgias de que nada existe, la de Bradley de que lo único real es el absoluto, la de cualquier solipsista que afirma ante su auditorio que sólo él existe o al menos su existencia es la única que le consta, el paso argumentativo de Descartes al afirmar que está soñando o que está siendo engañado por un genio maligno, la tesis berkeleyana de que ser es ser percibido, la sugerencia de Russell acerca de que es posible suponer que el uni-verso haya comenzado a existir hace tan sólo cinco minutos o aquella otra que afirma que hay datos sensoriales no percibidos por nadie, etc. No se ftata de que estas tesis no tengan ün valor o un sentido, sino de que su enunciación no es admisible más que dentro del contexto de las obras que las contienen y las discusiones de los filósofos entre sí.

Esta situación nos lleva al otro de los aspectos mencionados. En efecto, el significado de los términos de que se componen estos enun-ciados no piiede ser el que tienen en el lenguaje natural, y en algunos casos tales términos no tienen existencia alguna en dicho lenguaje. Nada de esto sería un problema y una peculiaridad de la filosofía si esta desarrollara verdaderas teorías explicativas sobre alguna clase de hechos como lo hacen las ciencias, o si dichos recursos se asumieran en su fuerza puramente retórica o por su eficacia artística, pero, aun-que a veces parece ser el caso, es dudoso que alguna vez realmente haya sido o sea el caso.

Ahora bien, suponiendo que se acepte esta descripción del discur-so filosófico, resta aún lo que considero es el principal asunto: deter-minar un diagnóstico o explicación de este estado de cosas, y el senti-do o utilidad dé la filosofía entendida según esta perspectiva. Para elaborar una respuesta, me referiré a algunas alternativas de impor-tancia frente a estas mismas cuestiones, como por ejemplo la que se asocia normalmente con el nombre de Wittgenstein.

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La naturaleza de ìa filosofía 27

Aunque posee elementos muy estimables, creo necesario superar la llamada concepción terapéutica ztxìhmhìc parcialmente a Wittgenstein y, por ejemplo, al Rosenzweig de El libro del sentido común sano y enfermo. Según esta concepción, la filosofía es una enfermedad de la cual hay que curarse haciendo filosofía. Se abre así la brecha por la que, frecuentemente, en las discusiones metafílosóficas se distingue la buena de la mala filosofía, o lo que la filosofía debe ser de lo que no debe ser. Mi intención, en cambio, apunta a comprender lo que la filosofía es y no legislar acerca de lo que debe ser. En tal sentido, pro-pongo llamar filosofía a esa posición discursiva aludida a través de la metáfora de la tentación, cuyos mecanismos lingüísticos he descripto trasponiendo el concepto freudiano de desmentida.

La filosofia como placer

Volvamos por un momento a la escena del edén. Una de las ense-ñanzas paradójicas del relato bíblico es que este mundo que habita-mos, en el que rige el yugo del trabajo y el fruto de la sexualidad se paga con dolor y sufrimiento -según lo dispuso Dios a raíz del pecado original-, es consecuencia de la transgresión de la ley divina que pro-hibía al hombre el conocimiento del bien y del mal. Vale decir que nuestro mundo, el mundo que finalmente importa, sólo surgió una vez que la ley que fijó el primer orden falló. Esta segunda versión es también un orden instituido, pero debe su origen a una transgresión originaria sin la cual no hubiera sido posible. Dicho crudamente, una ruptura o falla de la ley es lo que permite que algún orden finalmente se instituya y perpetúe. Después de todo, en el relato, el paraíso perdi-do parece más bien una excusa para justificar los desarreglos de la creación, con lo cual lo que prevalece es que gracias a que Eva y Adán cedieron a la tentación hay algo, en vez de nada. He ahí una respuesta a la cuestión recreada por Heidegger: "¿por qué ha^'algo y no nada?", pregunta el filósofo. "Gracias a la tentación y a haber aceptado satisfa-cer el goce por ella prometido", podemos responder.

Se habrá adivinado ya el juego que propongo. En lugar de pensar a la filosofía por analogía con una enfermedad, invito a concebirla por analogía con un goce o placer peculiares y, en este sentido, con algo

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positivo. Lo que tienta en ese goce es la fantasía de estar más allá de todo orden, de estar fuera de lugar. Y puesto que todo orden es en última instancia un lenguaje y un sentido, la filosofía se presenta como la promesa de un orden autodeterminado, de un sentido más allá del sentido. Es natural, entonces, que apele a imperceptibles trucos semánticos para lograr ese objetivo. También es inevitable que cons-tatuemente se afane en darse a sí misma su propia esencia. Mientras las demás disciplinas y actividades se definen a partir de campos y objetos externos a ellas mismas, la filosofía lucha contra la imposibili-dad de tener algún otro, algún afuera. Ella, que promete librarnos de todo orden dando cuenta de uno más fundamental a partir del cual surgiría cualquier orden concebible, paradójicamente es acechada por la totalidad en la que se vería encerrada si finalmente alcanzara su meta. En consecuencia, una y otra vez a lo largo de su historia, la filosofía se esfuerza por definirse a sí misma diferenciándose de algún otro campo, discurso o disciplina con el que teme confundirse y al que debe reducir o someter. La historia de la filosofía es la historia de estas diferenciaciones: de la retórica, luego de la teología, más tarde de la ciencia natural, de la psicología y actualmente nuevamen-te de la retórica o de la literatura.

Asociar la práctica de la filosofía con un tipo de placer tal vez pa-rezca extraño. Sin embargo, no es para nada inédito en la historia de la filosofía. En esto me encuentro en ia gustosa compañía de David Hume y de José Gaos, para citar dos casos que me constan. El primero de ellos, valientemente declaró que el origen de su filosofía era el placer que sentía al practicarla con la esperanza de un saber prometedor que, en el peor de los casos, no haría mal a nadie por su modestia, su inefi-cacia o simplemente su ridiculez. En cuanto a Gaos, hay varios pun-tos en común entre su modo de tratar la pregunta por la naturaleza de la filosofía y el que estoy proponiendo en estas páginas. En sus Confe-siones profesionales, Gaos sostiene que ia filosofía de la filosofía es una psicología de la vocación filosófica, por lo cual responder a la pregun-ta sobre la motivación que hay detrás de su ejercicio es un camino para determinar qué es la fiOiosofía. Esta estrategia, según nos dice, es la que se sigue cuando se afirma que el asombro es el origen de la filosofía. Ahora bien, los motivos de la filosofía son, para Gaos, el

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placer y el poder. Su planteo alcanza el mayor nivel de profundidad cuando se acerca a establecer, sin lograrlo plenamente, una relación interna entre estas dos motivaciones en la forma en que se encuentran en la práctica de la filosofía. Podemos resumir su idea en los siguientes términos: el motivo más profundo de la filosofía es la voluntad de dominio que expresa. Esta voluntad de dominio se cristaliza en la ambición del filósofo de ostentar un saber acerca de la totalidad, no por conocer cada cosa, sino por el conocimiento de los principios o fundamentos. Y la fuente de placer del filósofo es este saber que ad-quiere ribetes sacrilegos o satánicos, en la medida en que la inteligen-cia cultivada por la filosofía, al pretender el dominio de los principios, también pretende el dominio del principio de los principios, del prin-cipal, en fin, del mismo Dios.

La secuencia de reflexiones seguidas por Gaos lo lleva a la escena de la caída y la posición de Satán frente a Dios, Volviendo entonces una vez más a nuestra analogía, cabe preguntarse qué es esta especie de "tentación de la tentación" que atrae al filósofo. Y bien, podríamos decir con Lévinas, autor que también reflexiona sobre esta cuestión (véase la bibliografía al final del capítulo), lo que tienta al tentado por la tentación no es el placer, sino la ambigüedad en la que eliplacer aún es posible pero el Yo conserva su libertad. Lo que aquí tienta es la situación en la que el yo sigue siendo independiente, en la que está, al mismo tiempo, fuera de todo y participando en todo.

Este estar fuera de todo y participando en todo, al que antes ya nos hemos referido, es la tentación del saber asociado a la filosofía, que la define esencialmente como una subordinación de todo acto al saber que cabe poseer sobre ese acto, siendo el saber, justamente, la exigen-cia despiadada de no pasar al lado de nada, de superar la congènita estrechez del acto puro y poner así remedio a su peligrosa generosi-dad. La prioridad del saber es la tentación de la tentación.

Tanto Gaos como Lévinas conciben la filosofía como el resultado de una atracción por un saber que permite entrar en cada cosa estan-do más allá de todas las cosas. Pero esto no puede ser sino una fanta-sía, la de habitar en un paraíso hecho a la medida de una ambición desmedida, la de participar del juego sin correr riesgos. Sin embar-go, hay un riesgo mayúsculo que el filósofo corre: quedar fuera de

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uiuiHiucciones a la tliosoiia

juego O jugando a una especie de raro solitario que se juega entre colegas.

Reparar en esta cuestión nos lleva a preguntarnos de qué modo ese particular goce proporcionado por la filosofía le otorga a esta discipli-na su fisonomía en comparación con otras prácticas y otros campos de saber. Como decíamos hace un momento, hay una relación intrín-seca entre la típica búsqueda de la filosofía por determinar su propia norma y esencia, y por otra parte su rechazo a toda institución externa de su objeto. Este es el hilo que puede conducirnos al meollo de lo que nos tienta en la filosofía. Considerémoslo más de cerca.

Se lo ha dicho hasta el cansancio: sólo la filosofía es tema de sí misma; ia pregunta interesante es si tiene algún otro tema aparte de este. Desde luego, siempre podrán citarse ciertos asuntos que parecen pertenecerle por antonomasia. Sin embargo, la historia de la filosofía es generosa en controversias acerca de cuáles son esos asuntos, cuáles ios métodos apropiados para tratarlos y cuál el objetivo final por lo-grar. Mi impresión es que esto no tiene arreglo o, si se prefiere, que esta situación es necesaria a la filosofía. Y es así como una consecuen-cia de lo que la filosofía es como posición discursiva, en relación con el saber, con cualquier institución y cualquier sentido. Se define como un rechazo de todo objeto y toda ley que no provenga de sí misma, lo que hace que siempre se desplace más allá o más acá de sí misma. Este permanente desencuentro le permite afirmarse como una disciplina entre otras. Pero mientras los otros saberes y prácticas aceptan el lími-te de lo que no son, de lo que se les resiste y al mismo tiempo los constituye, la filosofía persiste en su ambición de reservarse para sí algún lugar más básico y fundamental, desde el cual aspira a dar cuen-ta de sí misma y del conjunto de las prácricas y de los saberes. A raíz de ello, constantemente debe medir y verificar su propia diferencia con el resto.

Es dudoso que este estado de cosas pueda cambiar sin que la filo-sofía pierda toda peculiaridad y toda razón de ser. De cara a valorarla, lo que constimye su gloria constituye su miseria. No es capaz de brin-darnos ningún saber positivo, ninguna teoría corroborable, como tam-poco consuelo final o salvación. En cambio, está allí para recordarnos lo provisorio y arbitrario de cualquier institución, incluso respecto del

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lenguaje, la institución más importante de todas. Abre así la experien-cia de los límites, al punto que toda su industria parece comprometi-da en trazar límites, tos de ia razón, los de la experiencia o del sentido, pero también los de lo que es y no es fllosofía, los de io que debe y no debe ser. Y como todo límite es un corte y todo corte se ejerce sobre algún cuerpo o superficie, a falta de un territorio, dado su rechazo de cualquier determinación externa, debe practicar sus operaciones so-bre su propio cuerpo, arrancando cada vez de sí misma algún otro que le haga límite para poder funcionar. Es la función que cumplen figu -ras como el sentido común, el lenguaje natural, ia experiencia, etc., pero también su propia historia o alguna tradición dentro de ella.

He aquí el panorama al que nos ha llevado nuestra reflexión a partir de la tentación inaugural. Como se dijo, ei filósofo no quiere enmendade la plana al mismo Dios. No le interesa adueiiarse de la creación ni reconstituir el paraíso perdido, lo que le horrorizaría como a cualquiera. Quiere más bien perpetuar el instante de la transgresión en el que todo orden y toda institución vacilan. Pero no lo anima vocación alguna por el caos y menos aún la aceptación lisa y llana de la subsecuente caída. Su juego es inventarse su propio paraíso como un mundo más entre otros mundos posibles. El precio que paga por ello es muy alto, pues habita en un limbo que lo mandene "a igual distancia de ángeles y hombres". Pero el premio por el que lucha es tan grande como ese precio, pues le permite fantasear con ser, por usar una expresión de Husserl, "funcionario de la humanidad". Si rechaza someterse a las reglas de juego de cualquier institución en particular, es para elevar a rango.de institución al mundo y a la huma-nidad enteros. Se da a sí mismo la tarea de fundar un juego en el que se reserva el papel de héroe, desde la alegoría de la caverna en adelan-te. Siendo un juego para pocos, le da la ocasión de sentirse parte de una elite esclarecida.

Ahora bien, si la ficción es aún efectiva, al punto que hasta los estados invierten dinero para mantener filósofos, es que el juego re-sulta fiincíonal de alguna forma. ¿Será acaso que el goce del filósofo es compartido por todos los demás, que encuentran en la fiiosofía un espejo que les permite desconocer la fragilidad de sus propios juegos? Como sea, mientras haya quienes conrinúen la partida, y quienes acep-

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ten ser cómplices del juego, no parece que el reiterado certificado de defirnción de la filosofía sea un reporte fidedigno. Seguiremos enton-ces haciendo filosofía, dejándonos tentar por el vértigo de andar por los límites de cualquier cosa, por transgredir una y otra vez los órde-nes que con mayor o menor violencia pretenden imponérsenos. Qui-zás, finalmente, haya cierta grandeza en esta tarea, si no la del héroe husserliano al menos la del humorista humeano, al que eii todo caso no se le podrá endosar otro crimen que el de provocar una gozosa sonrisa.

Filosofía y lenguaje

Naturaleza de los problemas filosóficos

En el apartado anterior he presentado una reflexión sobre la voca-ción del filósofo, lo que nos ha permitído acercarnos algo más a. la peculiar naturaleza de la filosofía. Ahora debemos enfrentar más di-rectamente la clásica pregunta por la naturaleza de la filosofía. Para introducirnos en esta cuestión, quizá resulte relevante referirnos bre-vemente a tma anécdota perteneciente a la tradición del budismo zen, atribuida a Basho. Alguien preguntó al viejo maestro: "¿Qué es el zen?", a lo que Basho respondió: "He estado explicando zen toda mi vida, y sin embargo nunca he podido comprenderlo". "Pero -dijo su interlo-cutor-, ¿cómo puede usted explicar algo que no entiende?". "¡Oh! -exclamó Basho- ¿también tengo que explicarle eso?".

La anécdota sugiere diversas enseñanzas que podemos retomar si reemplazamos "zen" por "filosofi'a". En primer lugar, la idea de que la filosofía es una actividad más que una doctrina, y que su ejercicio y aun su enseñanza no se vuelven posibles sólo una vez que se la ha definido. Pero entonces, en segundo lugar, parece admitirse que la filosofía no tiene, en sentido estricto, una definición; quizá la imposi-bilidad de autodefinirse es precisamente su rasgo esencial. En tercer lugar, interrogar a su vez acerca de cómo es posible enseñar y dedicar-se a algo cuya esencia se desconoce, no puede sino llevar a un encogi-miento de hombros, a una ironía. Pero esta ironía ingresa ahora como

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La naturaíeza de la ftiosofia 3 3

parte de esa misma esencia esquiva y caracteriza la posibilidad de la filosofía de ser transmitida y compartida por "la comunidad de los filósofos". No olvidemos que relatos de esta ciase constituyen una parte del zen, no son meta-zen. De igual modo, la pregunta por la naturaleza de la filosofía es una cuestión interna de la filosofía, no meta-filosofía. •

En el contexto de estas reflexiones y de sus múltiples resonancias, enfrentemos ahora la pregunta por la naturaleza de la filosofía. La misma no nos introduce en un problema filosófico más, sino en la cuestión a la que tarde o temprano han arribado los filósofos a lo largo de la historia de la filosofía a partir de sus comienzos en Grecia. Por el contrario, es la reflexión sobre el puesto de la filosofía misma en la disposición general de todas las cosas lo que constituye el rasgo distin-tivo del filósofo frente al especialista reflexivo. A tal punto pertenece a la esencia de la filosofía interrogarse por su propia esencia que el que la propia naturaleza de la filosofía sea uno de sus problemas internos no constituye tanto una solución al problema de qué es filosofía, como un dato al que debe ajustarse cualquier solución. Tenemos así un crite-rio de adecuación para cualquier respuesta que se ofrezca frente al problema de determinar la naturaleza o esencia de la filosofía. No alcanza para una definición, pero establece, por vía negativa, un lími-te a las posibles respuestas.

Sería imprudente pretender dar una respuesta exhaustiva y origi-nal a una pregunta qué, después de haber ocupado la atención de los grandes filósofos de la tradición, aún sigue abierta. Sin embargo, a riesgo de repetir lo que muchos otros han dicho al respecto, no será ocioso elaborar algunas observaciones, sin pretensión de originalidad, sino con el objetivo de profimdizar algunas de las ideas ya presentadas en el apartado anterior.

Para comenzar, parece conveniente evitar la expresión nominal "la filosofía" -más allá de las razones estilísticas- porque bajo esta deno-minación no se hallará ningún corpus definido de saber, ninguna dis-ciplina que a cada momento fije sus verdades y principios para todos aquellos que se reclaman sus cultores. Sobre el modelo de la conocida expresión deT. Kuhn, diremos que no hay "filosofía normal" gracias a la cual luego hay filósofos, sino que, por el contrario, cada filósofo o

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escuela de pensamiento define en sus obras el sentido de lo que llama filosofía; sólo a partir de allí puede hablarse de filosofía en general.

Como se ha dicho muchas veces, no ocurre lo mismo en el ámbito de las ciencias. Un científico no se pregunta, en tanto científico, por la esencia de su ciencia. En cierto sentido, la situación de la filosofía es en este punco similar a la del arte. En efecto, el uso primario de la expresión "arte" es adjetivo, por ejemplo en frases como "obra de arte" o "expresión artística". De igual modo, podemos hablar en principio de "obras de filosofía" o "reflexión filosófica". Este uso adjetivo remite, a su vez, tanto en arte como en filosofía, al acto creador de un sujeto. Es también un punto de contraste entre ciencia por un lado, y arte y filosofía por otro, pues la singularidad de 'üna subjetividad gravita de modo muy directo en la realidad histórica del aae y la filosofía. El nombre propio es una marca insuprimíble en los dos campos, mien-tras que en ciencia es más bien una referencia externa y prescindible.

Las observaciones anteriores acercan la filosofía al arte. La obser-vación siguiente aproxima en cambio la filosofía más bien a la cien-cia. Me refiero al compromiso con la verdad que ambas comparten y, en consecuencia, al presupuesto que les es común respecto de la transmisibilidad del saber que procuran construir sobre fiindamen-tos universalmente compartidos. No es que el arte no tenga también su peculiar relación con la verdad, pero la tiene en un sentido muy diferente del de la ciencia o la filosofía. No podemos extendernos aquí en este asunto, pues nos alejaría del hilo expositivo que estamos siguiendo.

A través de la comparación de la filosofía con el arte y la ciencia esbozada en las anteriores observaciones, vemos que la práctica filosó-fica supone cierta tensión entre la singularidad de una visión personal y la universalidad de un saber común a todos. Una obra filosófica pretenderá a menudo erigirse en la filosofía correcta que todos debe-rían adoptar, construyéndose sin embargo contra las filosofi'as de los otros. Así, la filosofía parece condenada a existir en los límites de cada obra filosófica, con lo que esta tenga de singular e intransferible, pero ningún filósofo puede resignar el ideal de universalidad intrínseco a la filosofía desde sus comienzos.

¿Debemos entonces concluir que hay tantas filosofías como obras

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filosóficas históricamente dadas? ¿O por el contrario habrá ciertos ras-gos presentes en todas esas obras singulares, que nos habiliten a defi-nir para la filosofía un campo propio? Dicho de otra manera, ¿hay-algo más que costumbre y respeto a cierta tradición detrás de la pala-bra "filosofía"?

Que una concepción de la filosofía nunca sea neutral respecto de la posición filosófica desde la cual tal concepto se forja, aconseja des-cartar el objeto, j los métodos y fines de la filosofía como candidatos que satisfagan la biisqueda de elementos comunes que unifiquen el campo filosófico, pues estos -objeto, método y fin- serán definidos en el interior de cada obra.

Compárese por caso a Heidegger con Hume, o a Bergson con Wittgenstein; será difícil o quizás imposible encontrar coincidencias fimdamentales en cuanto al objeto, el método o los fines de la filoso-fía. No obstante, no dudamos en incluirlos como miembros conspi-cuos de la familia de ios filósofos. Debemos ser capaces entonces de reconocer en sus obras elementos comunes que autoricen esa inclu-sión. Si no es en el plano de los contenidos, los procedimientos o las metas últimas, ¿a dónde dirigir nuestra atención?

Tal vez los problemas que cada filósofo formula e intenta resolver varían en su especificidad, pero ¿no habrá cierto tipo de problemas con los que todo pensamiento filosófico se enfrenta? Si lográramos caracterizar dicho tipo daríamos un paso importante en nuestra tarea. Consideremos seriamente esa posibilidad.

Ei hecho de que en el núcleo de la esencia de la filosofía encontre-mos su propensión a interrogarse por su propia esencia se vincula con un rasgo que generalmente se le ha atribuido: el mencionado carácter universal que exhiben sus preguntas y respuestas. Universal en un doble sentido: por un lado, su tendencia a relacionar lo aislado, establecer conexiones y extenderse sin considerar los límites de las ciencias y saberes particulares; y universal también en el sentido de dar cuerpo a un saber de validez universal, una especie de "ciencia de ciencias" que, al retroceder hacia un fundamento último autojustificado por la evi-dencia de su racionalidad intrínseca, permita a su vez fundar la po-sibilidad misma de todo conocimiento y toda racionalidad. De tal modo, esta imagen de sí como saber fundamental obliga a la filosofía

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a dar cuenta de sí misma en su interior, pues ella no podría subordi-narse a ninguna ciencia, porque todo saber ha de estarle subordinado.

Podríamos utilizar la palabra "mundo" para nombrar a esa totali-dad que el filósofo pretende abarcar. A partir de estas consideraciones, vemos a la filosofía enfrentada a la siguiente paradoja: la de ser un suceso dentro del mundo y pretender sin embargo dar una represen-tación racional del mundo como totalidad en el interior de ese mismo suceso. La tensión conceptual generada por la idea de una instancia en la que, por así decir, "el mundo se autoincluiría", ubica a la filosofía en un lugar de exceso y de defecto a la vez: de exceso, pues constituye un exilio del mundo; de defecto, pues ese mismo hecho produce la destotaiización de esa totalidad que pretendía alcanzar. Si quisiera evi-tar esta consecuencia, la filosofía debería construir un discurso abso-lutamente cerrado sobre sí que impidiera ei desplazamiento infinito del sentido. Pero en caso de ser esto concebible, ¿no sería a costa de sí misma? En resumen, la gran empresa filosófica se ha dirigido tradicio-nalmente hacia una visión articulada del hombre-en-el-universo o, con otras palabras, hacia el discurso-acerca-del-hombre-en-todo-dis-curso, pero cabe preguntarse si tal meta es alcanzable, en qué consisti-ría y, fundamentalmente, qué la haría posible.

Volvamos ahora a la pregunta por el tipo de problemas de los que se ocupa la filosofía. La caracterización realizada nos permite recono-cer dicho tipo a parrir de ia fuente en la que tales problemas se origi-nan. En efecto, si atendemos una vez más a la comparación entre la ciencia y la filosofía, mientras las teorías científicas son conjuntos de enunciados lingüísticos que pueden tomar los valores de verdad o fal-sedad por su comparación con diferentes aspectos o regiones ¿¿/mun-do, la filosofía se ocupa de las relaciones entre el lenguaje y el mundo tw su inás amplio sentido. Y sólo puede hacerlo trabajando dentro de uno de los términos de la relación: el lenguaje. Llegamos de este modo a ia idea de que los problemas a los que se dedica el filósofo son aque-llos que surgen cuando se toma al lenguaje como un término de la relación con el mtmdo en el sentido metafórico con el que estamos usando la palabra "mundo", esto es, la totalidad de lo dado. Luego, el lenguaje en este sentido filosófico se diferencia del concepto de len-guaje que estudia la lingüística, pues este es un fenómeno más del

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mundo, mientras que aquel se concibe como una instancia exterior al mundo. Según dónde se ponga el acento en la reflexión sobre el len-guaje y sus relaciones con el mundo, surgirán diferentes tipos de pro-blemas. Si se atiende a las condiciones que el mundo debe exhibir para hacer inteligible el funcionamiento del lenguaje, tendremos los problemas de tipo metafísico; si el interés recae sobre la naturaleza del lenguaje mismo, nos enfrentaremos con las cuestiones de la lógica y la semántica; si lo que nos preocupa son los criterios para evaluar nues-tras pretensiones de verdad acerca del conocimiento del mimdo, los problemas serán de orden gnoseológico; finalmente, si lo que nos in-teresa es el estudio de nosotros mismos como un tipo particular de ser dentro del mundo, se abrirá el complejo abanico de los problemas antropológicos, desde la poh'tica hasta la sociología, desde la ética has-ta la psicología.

Lenguaje y filosofía

Hemos caracterizado a grandes rasgos el tipo de problemas de los que se ocupa la filosofía, más allá de las diferencias que históricamen-te las obras de los filósofos mantienen entre sí. Siempre será posible encontrar en toda obra filosófica algunos de los aspectos que nos han servido para tipificar los problemas filosóficos. La clave de esta certi-dumbre está en la comprensión misma de la naturaleza de la filosofía como esa reflexión sobre el lenguaje a partir de la cual se sitúa como una instancia supuestamente fuera del mundo, desde la que luego va a interrogar sobre el conjunto de relaciones que pueden establecerse entre el lenguaje y el mundo. Como se dijo, la consideración que el filósofo hará del lenguaje no será lingüística sino, para decirlo rápido, conceptual. Una filosofía se nos presentará entonces como un vasto ordenamiento y una interpretación general del lenguaje. Si queremos entonces avanzar en nuestra indagación acerca de la situación paradó-jica de la filosofía formulada antes, debemos intentar aclarar la natu-raleza del lenguaje, entendido en los términos en que el filósofo se ocupa de él.

A fin de no extendernos ahora excesivamente en la discusión de un tópico de la filosofía tan complejo como el de la naturaleza del len-

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guaje y al que le dedicaremos el próximo capítulo, tomaré como pun-to de partida algunos de los aspectos más importantes de las concep-ciones desarrolladas por Wittgenstein a partir de los años treinta. Lo que interesa destacar aquí es el modo en que dichas concepciones afectan nuestra comprensión de los problemas filosóficos y de la natu-raleza de la filosofía.

En su estudio acerca del argumento del lenguaje privado en Wittgenstein, Kripke señaló que la cuestión de fondo presente en di-cho argumento es "¿Cómo puede mostrarse que el lenguaje es posi-ble?", aclarando en nota al pie que se trata de una típica cuestión kantiana. La formulación de la pregunta no es explícita en los textos de Wittgenstein, pero atraviesa numerosas observaciones sobre la naturaleza del lenguaje en general. Una razón para no haberla for-mulado es que Wittgenstein no podía considerar positivamente una cuestión "trascendental", en el sentido de que su tarea era más bien mostrar la raíz de esta pregunta y disolver el problema filosófico a que da lagar. La pregunta por las condiciones de posibilidad del lenguaje permiten buscar un fundamento situado en una instancia más básica que el lenguaje mismo, lo que para Wittgenstein resultaba un mo-vimiento argumentativo ilusorio. Un modo de comprender la con-cepción del lenguaje en Wittgenstein y su importancia para la comprensión de la actividad filosófica, es verla a la luz de esa pregun-ta. Observémoslo más de cerca.

Reformulemos la cuestión en términos heideggerianos antes que kantianos. En lugar de "¿Cómo es posible el lenguaje?" tenemos "¿Por qué hay lenguaje y no nada —o alguna otra cosa más fundamental en su lugar?" Puesto que se trata, según su perspectiva, de un salto al vacío argiunentativo, la respuesta de Wittgenstein es simplemen te "'hay lenguaje\ que es como anular la pregunta o responder "porque sí". Es la afirmación de una contingencia originaria respecto del lenguaje, su resistencia a cualquier reducción explicativa. Esta afirmación de con-tingencia afecta en profundidad el concepto mismo de lenguaje, ense-guida veremos en qué sentido.

En el lenguaje natural, el esquema "hày..." se completa frecuente-mente con los llamados términos-masa, como "agua", "tierra" o "sal". La característica más saliente dé estos términos es que su referencia se

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presenta como discontinua, esto es, nunca estoy frente /z/agiia o a la sal, sino a alguna muestra o trozo de esas sustancias. Ahora bien, en manos de Wittgenstein el lenguaje se comporta como una de esas sustaricias y su lugar en la oración no es el del argumento sino el del término predicado. "Lenguaje" no podría ser usado legítimamente como un término singular abstracto; no es el nombre de im todo ni el de alguna esencia, Pero, se dirá, este argumento depende excesiva-mente de particularidades lingüísticas y, por otra parte, aunque no sea el nombre de un universal, "lenguaje" sigue siendo en tanto predica-do el nombre de un atributo que determina una clase, por lo que se supone un conjunto de rasgos reconocibles que determinan unívoca-mente lo que es lenguaje distinguiéndolo de lo que no lo es, con lo que finalmente habría un resto de esencialismo. A lo primero puede responderse que, aun prescindiendo de accidentes lingüísticos e in-cluso idiomáticos, lo fundamental del argumento subsiste. Sólo por comodidad y simplicidad se han utilizado algunos aspectos del len-guaje natural. En cambio, ia segunda observación no se neutraliza tan fácilmente. En rigor de verdad, hay que mostrar todavía cómo se las arregla Wittgenstein para evitar una recaída en el esencialismo, para lo cual debemos volvernos hacia su uso de la expresión "juegos de lenguaje".

En primer lugar, puede observarse el plural "juegos", lo que indi-rectamente pluraliza al lenguaje mismo. La respuesta de Wittgenstein es ahora hay juegos ete lenguaje" y, como es sabido, niega que haya algo común a todos los juegos, la esencia que los haría tales. Los jue-gos de lenguaje son, según se dice en IF, redes de semejanzas y diferen-cias que se entrecruzan en diversos grados y maneras, como "pareci-dos de familia", como un manojo de fibras que dan consistencia a un tejido que no tiene ninguna fibra central que lo sostenga (volveremos sobre este concepto en ei próximo capítulo). El lenguaje es pensado así como una sustancia con la cual se pueden armar diversas configu-raciones. Al no definir una forma fija siempre idéntica a sí misma, su totalización no puede ser sino imaginaria. Contingencia y no totali-dad son entonces notas distintivas del lenguaje en la concepción de Wittgenstein, al menos a partir de la década del treinta.

No hay un origen del lenguaje, sólo comienzos siempre múltiples

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y diversos. Su naturaleza no es ía del árbol sino la del rizoma, pues" al igual que estos vegetales, se extiende en una horizontalidad casi super-ficial, y cualquier fi^agmento de esa extensión puede dar lugar a nue-vas ramificaciones. Además, no se trata de una multiplicidad que tar-de o temprano se reduzca a un único punto de origen, sino de una heterogeneidad plural que atraviesa el lenguaje de un extremo a otro, por así decir, ofreciendo una resistencia definitiva a todo intento reduccionista. Junto a la metáfora botánica podemos recuperar tam-bién la del laberinto: "El lenguaje es un laberinto de caminos -nos dice Wittgenstein en IF203~. Vienes de tm lado y sabes por dónde andas; vienes de otro al mismo lugar y ya no lo sabes".

Esta observación refuerza la heterogeneidad y multiplicidad antes referida, pero agrega algo más, pues sugiere que es difícil o quizás imposible aplicar la identidad a un fragmento de lenguaje cualquiera, ya que constantemente el "lugar" identificado y determinado puede cambiar completamente extraviando una vez más al sujeto. Es preci-samente ía idea del laberinto: lo que se presenta como una salida se descubre como una trampa que nos retiene prisioneros.

En resumen, "lenguaje" no refiere a una imidad formal, sino a una pluralidad diversa de acciones, disposiciones y capacidades entreteji-das indisolublemente con instituciones y prácticas compartidas en el seno de las comunidades humanas. Es lo que Wittgenstein destaca cuando afirma que imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida. Lo que interesa enfatizar aquí es que el universo del lenguaje se presenta como plural y en expansión permanente, irreductible a una instancia totalizadora que haga de él una teoría. A partir de estas indi-caciones tenemos que retomar nuestra pregunta por la naturaleza de la filosofía.

Es el lenguaje el que nos hace filósofos. O mejor aún, las diferentes filosofías son otras tantas posibles interpretaciones u ordeJtamientos con-ceptuales ác nuestro lenguaje. Como dijimos, es un error concebir al lenguaje natural sobre el modelo de una teoría. Sin embargo, para aquellos que piensen que hay teorías subyacentes en el lenguaje natu-ral, seguiría siendo posible concebir la filosofía, o bien como un in-tento de esclarecimiento de dichas teorías, o bien como una supera-ción de ellas. En m¡ opinión, la opción más prudente es pensar que la

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filosofía surge precisamente de la indeterminación semántica del len-guaje natural. Dicho de otra manera, el lenguaje no viene con una interpretación ya dada en forma definitiva, y el uso ling;üístico contie-ne la posibilidad permanente de reinterpretar ios signos. Esto no es más que una condición necesaria muy general, pues tomada en su sentido más laxo, la comparten todas las actividades humanas, cómo la ciencia y el arte, por caso. Falta definir con mayor claridad la espe-cificidad propia de la filosofía en relación con las características del lenguaje antes enunciadas.

Lo propio del trabajo del filósofo es la creación conceptual al ser-vicio de la comprensión más amplia posible del funcionamiento de los conceptos que se reflejan en el uso del lenguaje. Se trata de una tarea de creación, no en el sentido de construcción de lenguajes artifi-ciales —aunque esto pueda a veces ser útil— sino en el sentido de que requiere ascender en la estructura conceptual hacia las nociones más abstractas y abarcativas para proyectar desde allí un orden comprensi-vo sobre el conjunto de hechos lingüísticos considerados. Ahora bien, tal atalaya sinóptica es una conquista del trabajo filosófico, no un dato del que parte. Este aspecto creativo es minimizado o incluso rechaza-do en la posición de Wittgenstein, injustamente según esthno. En cuanto al énfasis puesto en los conceptos, no debe interpretarse como un expediente cómodo que apela a entidades especialmente oscuras. Después de todo, un concepto podría ser definido como una clase sinónima, y los criterios para la identificación de conceptos, o para la atribución de su adquisición pueden formularse en términos pura-mente lingüísticos.

La visión sinóptica

Quiero ahora referirme a la utilidad y necesidad de esta tarea, te-mas siempre controvertibles cuándo se discute la existencia y el estatus de ios problemas filosóficos. No parece razonable pretender que la filosofía sea necesaria, en primer lugar, porque podría desaparecer si la evolución de nuestra cultura así lo determina. Pero además, porque el funcionamiento de nuestro lenguaje no depende de la claridad que los filósofos logren respecto de sus estructuras conceptuales más pro-

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fundas. En cuanto a la utilidad, depende ya de la interpretación que demos de esa visión sinóptica perseguida por el filósofo. Al respecto, cabe establecer una oposición básica entre una visión de la filosofía según la cual esta debe proporcionarnos el sistema total y definitivo de los conceptos que sostienen el fiincionamiento de nuestro lengua-je, y otra que, respetuosa de la pluralidad de estructuras y prácticas lingüísticas, concibe la tarea del filósbfo como un trabajo siempre lo-cal y puntual sobre problemas.»particuiares. La primera invoca implí-citamente la posibilidad de nnz filosofìa ideal que cumpla el sueño de la fundamentación última dé toda teoría y toda praxis; la segunda, en cambio, asume la parcialidad y provisoriedad de h filosofia real sin por ello renunciar a un ideal ck la filosofia como visión sinóptica que proporcione un ordenamiento general y clarificador de nuestros con-ceptos. Ahora bien, la filosofía ideal resulta una exigencia que una producción filosófica concreta nunca estará segura de satisfacer. Por un lado, esto alienta actitudes dogmáticas, ya que cada filósofo podrá pretender ser el artífice de la filosofía ideal, sin otra desmentida que el hecíio de que muchos otros filósofos no están de acuerdo con él. Por otro lado, genera un abismo entre la promesa de la filosofía y aquello que los filósofos son capaces de ofrecer efectivamente, lo que no pue-de redundar sino en el desaliento de quienes la practican y el descrédi-to ante el público restante. Por el contrario, la posición que propugno hace de ía filosofía una actividad entre otras, cuyo aporte específico a la evolución cultural es la clarificación de cuestiones conceptuales sur-gidas en la práctica lingüística institucionalizada. Tal actividad no tie-ne fin en un doble sentido: es iliinitada en su conjunto porque se alimenta del lenguaje, que carece de límites precisos y que está en constante proceso de transformación; y no tiene fin porque no apimta a un estado de cosas final al que la filosofía arribaría.

Si volvemos ahora a preguntar por la urilidad de la filosofía, la encontramos en su capacidad analítica y crítica para abrir más y más él flujo vivo del lenguaje y el pensamiento. La tarea del filósofo en su mayor dimensión es, por así decir, limpiar el lecho del río de ese flujo vivo para aumentar su caudal e incluso colaborar en la ingeniería ne-cesaria para modificar cursos, construir diques y administrar recursos para el mejor aprovechamiento de la energía.

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AI retornar ahora a la situación paradójica presentada antes, vemos que dependía de una mala comprensión de la visión totalizadora que busca el filósofo. En efecto, no se trata de alcanzar "el punto de vista de la totalidad" en un supuesto ultra o inframundo, sino de una vi-sión sinóptica en el mundo (en los términos de nuestra imagen, en el curso del río). Esta visión conserva un carácter provisorio y abierto, de modo que la filosofía misma tiene una historia y puede evolucionar. Se trata de un trabajo constructivo que el filósofo realiza con sus con-géneres, y cuya consistencia y especificidad dependen de la formula-ción de problemas filosóficos particulares a partir del funcionamiento del lenguaje. La sinopsis en cuestión es esencialmente incompleta, por-que no puede incluir tocla\2i verdad, ya que está limitada por los con-dicionamientos de la época y por la singularidad del sujeto que la desarrolla. Pero esto no la hace menos útil para la comprensión de los problemas de que se ocupa. Por lo demás, esta incompletud nos per-mite revisar las condiciones de la formulación paradójica en cuestión, en el sentido de denunciar como ilusoria la idea de totalidad con la que a veces aparece usada la palabra "mundo". Dicha totalidad tiene un estatuto puramente imaginario sólo sostenido como ideal regulati-vo por la práctica filosófica real. Es decir, no hay "el punto de vista de la totalidad" sino una pluralidad de puntos de vista. Cada punto de vista levanta un punto de vista ideal cuya función es normativa. Des-de luego, esta función es esencial y de ella dependen algunas nociones fiindamentales de las que se ocupa la filosofía, como la de verdad, para poner tan sólo un ejemplo. Dicho de otra manera, no hay filosofía real sin ideal de la filosofia. La filosofía no puede resignar su búsqueda de visión sinóptica y generalidad, porque ello sería abandonar su ras-go más sobresaliente y específico.

Quizá pueda parecer ahora que el énfasis puesto en el lenguaje y en el análisis conceptual diluye la grandeza de la filosofía y la aleja de las cuestiones más urgentes que hacen a la condición humana. Pero no hemos reducido los problemas filosóficos a problemas lingüísticos. El lenguaje da al filósofo un punto de partida para construir la visión sinóptica de la que hemos hablado. Es oportuno evocar aquí el con-traste establecido al comienzo entre filosofía y ciencia respecto de la singularidad del sujeto. La visión sinóptica en cuestión no es una "vi-

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44 Introducciones à la filosofía

sión desde ningún lugar". Si se piensa en los juegos de lenguaje que describe ei filósofo como mapas conceptuales construidos para repre-sentar la articulación del pensamiento con el mundo, no ha de olvi-darse que tales mapas sólo funcionarán en la medida en que un sujeto se ubique en ellos a los efectos de orientarse. Esto supone la dimen-sión de un acto de "autoadscripción de localización" no identificable con ningún punto representable en esos mismos mapas. Dicho en forma más directa, no estamos diciendo "todo es lenguaje". Muy por el contrario, la concepción de la filosofía esbozada en estas páginas enfatiza el rasgo de incompletud que marca inexorablemente la bús-queda de claridad y comprensión. La ftiente de la filosofía se encuen-tra precisamente ahí, en ese punto de sutura siempre desplazado, por el cual una subjetividad se sitúa en una trama singular de vida y len-guaje. La filosofía se representa así como esa peculiar actividad que describe círculos cada vez más amplios a través de los cuales im punto de vista singular busca su comprensión autoinclusiva, siempre provi-soria, incompleta y fallida. La medida de grandeza de una obra filosó-fica está dada por su capacidad para tejer amplias redes conceptuales en las que una muldplicidad anónima e indefinida de sujetos pueda reconocerse. Los problemas filosóficos son los puntos de concentra-ción, los imdos que dan consistencia a la trama.

La filosofía y io común

Concepto paradójico de lo común

Cuando se hacen consideraciones metodológicas, muchas veces se oponen en filosofía las estrategias analíticas a las sintéticas o construc-tivas. Según las primeras, debemos tratar problemas filosóficos clara-mente especificables en su particularidad, separar lo separable, estar atentos a la minucia, distinguir niveles e instancias y no pretender luego borrar las articulaciones del análisis en beneficio de sistemas más o menos especulativos e integradores. Las segundas, en cambio, a menudo muestran sensibilidad sólo para las grandes palabras, las dicotomías de trazo grueso y la visiones de conjunto, sin hacer sufi-

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cíente justicia a las finas distinciones conceptuales, en favor de la inte-gración constructiva de puntos de vista abarcadores y generales. Aun-que esta oposición pueda ser válida en ciertos casos y para ciertos fi-nes, considero que no es en general fructífera a la hora de decidir y evaluar estrategias filosóficas. La razón de ello es que el análisis puede ser un camino eficaz para formular problemas muy generales, abarcadores e integradores, en una palabra, sintéticos. En consecuen-cia, el mero hecho de que se esté ante problemas presentados en tér-minos globales y generales no es un obstáculo para su poder analítico.

En el presente apartado mi estrategia estará orientada en ese últi-mo sentido. Me propongo desarrollar un problema muy general e integrador, que borrará sin duda importantes matices conceptuales y diferencias de nivel. A esta orientación obedece que en el título mis-mo se utilice una expresión tan poco común como "lo común", en lugar de otras más familiares. Mi propósito es caracterizar un concep-to de lo común que pueda servir para cubrir diversos conceptos más específicos y de distintos ámbitos. Pero es precisamente el escalpelo del análisis el instrumento que permitirá deslindar este concepto de otros con los que está entretejido en discusiones y problemas de nota-ble protagonismo en la filosofía contemporánea, y de una'mo menos notable insistencia a lo largo de la historia de la filosofía.

Hay expresiones que muchos filósofos han usado en el desarrollo de variados debates con distintas finalidades. Sin pretensiones de ser exhaustivo pueden mencionarse las siguientes: "sentido común", "mtm-do común", "vida comtin", "lenguaje común", "naturaleza común", "psicología común". Lo que intento indagar es qué es lo común a esas diversas apariciones del adjetivo "común", si es que hay tal elemento constante. Por otra parte, cuestiones filosóficas que no apa-recen explícitamente relacionadas con alguna de estas expresiones, pueden ser interpretadas a partir de la pregunta por el estatus de lo común en filosofía. Así, cuando se trata de conmensurabilidad o inconmenstuabilidad de lenguajes, teorías o paradigmas, se está tra-tando también de si hay o no una medida común; cuando se desarro-llan discusiones metafísicas, semánticas y epistemológicas en torno del relativismo, el realismo, el antirrealismo y el irreaiismo, algunas de las expresiones antes mencionadas son obviamente pertinentes, como

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incroaucciones a ia tlJosofia

"lenguaje comiin" o "mundo comiín"; en el ámbito de la filosofía prác-tica, nos preguntamos por la existencia o no de una dimensión co-mún que caracterice la humanidad del hombre, su peculiar condición de animal político.

Mi ambición es más bien establecer im problema que ofirecer nue» vas respuestas a problemas ya constituidos. Sin embargo, como es pro-pio de la filosofía, ei desarrollo del problema impondrá ciertas solucio-nes y permitirá evaluar otras. En este sentido, sostendré, por un lado, que es importante esclarecer los vínculos que la filosofía mantiene con lo común según algiín concepto pertinente asociable a esta expresión, y por otro, que la relación que la filosofía mantiene con lo común tiene el aspecto de la paradoja. En definitiva, abogaré por una cons-trucción paradójica de lo común en filosofía, contra otras posiciones en las que tal dimensión no es asumida. Cuando esto último ocurre, o bien se sacrifica la dimensión constructiva y concepmal de lo común, o bien se sacrifican algunas de las notas esenciales de dicho concepto, sin i s cuales lo que lo hace un concepto de lo común se pierde.

La necesidad de la filosofía de guiarse por lo común la expresó ya Heráclito en el comienzo mismo del pensar filosófico. En el fi-agmen-to 2 nos dice que conviene seguir lo que es general a todos, es decir, lo común. La palabra clave de Heráclito es "logos " Es el logos lo que afirma como general a todos, aunque, como también sostiene, la ma-yoría vive como si tuviera una inteligencia propia particular.

La palabra "logos", con su riqueza semántica, sería quizá la más adecuada como hilo conductor para caracterizar el concepto de lo co-mún en su mayor amplitud y neutralidad. El diccionario consigna dos grupos de acepciones: uno según el cual significa palabra, expresión, definición, proposición, declaración, afirmación, máxima, refi án, man-dato, resolución, promesa, condición, pretexto, oráculo, ejemplo, na-rración, conversación, argumento, hecho, fábula; el otro incluye va-riantes como razón, inteligencia, rectitud, criterio, buen sentido, fun-damento, prueba, explicación, justificación, juicio, relación, corres-pondencia y proporción. Es imposible hallar en castellano un término que reúna todos estos matices. Quisiéramos retener aquí algunos en especial: palabra, expresión, orden, relación, razón, fundamento.

Ahora bien, ocurre que al mismo tiempo que atribuye generalidad

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La naturaleza de ¡a fllosofía 47

a lo común, Heráclito señala que la mayoría no se rige por ello. He ahí ya una figura paradójica que toma lo común: siendo un orden general destinado a proporcionar fiandamento, es desconocido o ignorado por la mayoría. Se abre así un cometido para la filosofía: guardando fide-lidad a lo común, enseñar a los hombres el camino que pueda condu-cirlos hacia ello. Pero si la mayoría supuestamente sometida al mismo orden común parece arreglárselas muy bien ignorándolo, ¿cómo po-dría el filósofo enmendar lo que el logos por sí mismo no ha logrado? Es de suponer que si la generalidad de los seres humanos no se guía por lo común, es porque no hay acuerdo en qué sea io comiin. Ya lo dice el repetido adagio: "el sentido común es el menos común de los sentidos". Resulta entonces que lo común adquiere ahora el aspecto de una tarea, un orden por construir y no un punto de partida dado. Claro que esto no resuelve la cuestión sino sólo la profundiza. En efecto, si el filósofo es uno más de aquellos que pretenderían hablar en nombre de lo común, sólo podrá realizar su trabajo si hay algo dado a lo que apelar para vincular a los más en la misma empresa en la que él se ha embarcado. Luego, ha de construir un concepto de lo común con la pretensión de fundar en él ese orden general previa-mente dado a todos. La paradoja se presenta aquí con toda crudeza: siendo una tarea por construir, io común es "lo dado con lo dado", para usar una expresión de Strawson. Es decir, lo común está dado pero no nos está iiado. ¿Cómo hacer frente a este extraño giro que ha adqiú-rido nuestro asunto?

Dato y construcción

Mantener la estructura paradójica de esta enunciación de lo co-mún supone no ceder a la tentación de resolver la tensión conceptual en favor de ninguno de los dos polos: el de lo dado con independencia de toda mediación conceptual y el de una construcción conceptual sin dato, una especie de creación ex nihilo. Sin embargo, la actitud más frecuente en filosofía ha sido, por así decir, reduccionista. Así por ejemplo, toda vez que se ha pensado lo común como lo dado en una experiencia originaria e inmediata, se ha perdido de vista su carácter conceptual y constructivo.

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4 8 Introducciones a la filosofía

En la filosofía contemporánea, el ejemplo paradigmático de esta actitud está representado por Husserl, quien concibe lo común como lo primero, originario e inmediato. No es este el lugar para desplegar un análisis crítico del pensamiento de Husserl al respecto, pero sí co-rresponde señalar que para que sea posible pensar lo común como originario, es preciso desconocer el . impacto de todo factor que mediatice la relación de ía subjetividad consigo misma y con lo obje-tivo como tal, por ejemplo el lenguaje, ía temporalidad y la intersub-jetividad. En efecto, ¿qué se hace de esta presencia inmediata de la conciencia a sí misma y al mundo si la propia subjetividad está media-da por el lenguaje, el tiempo y la existencia del prójimo?

En el extremo opuesto encontramos a aquellos filósofos que con-ciben lo común como una construcción relativa y contingente, pensa-da bajo el modelo de lo propio. Entre los muchos ejemplos que cabría mencionar se destacan autores como Davidson y Rorty. En verdad, sería posible señalar diferencias importantes entre ambos. Incluso al-guien puede discutir que se una el nombre de Davidson a alguna clase de relativismo. Mostraré a continuación en qué sentido constituyen versiones similares en torno de lo común.

Rort)', al delinear la figura del ironista liberal, sostiene que lo dado consiste en un léxico último, un conjunto de palabras que proporcio-nan las justificaciones más básicas para los hablantes del lenguaje al que pertenece el léxico en cuestión. Este léxico es contingente y revi-sable, y la posición del filósofo transformado en ironista se define por su actitud crítica permanente frente a su léxico, por rechazar la posibi-lidad de autoftindamentación del mismo y por no atribuir ninguna legitimidad especial a este léxico frente a otros posibles. En contraste, al ironista se opone, según Rorty, el filósofo del sentido común, quien erige su léxico en la medida de todo léxico alternativo.

Según esto, el ironista Rorty concibe lo dado corno lo propio con-tra aquellos que asumen lo propio como lo común. Si lo común final-mente ha de aparecer, será como resultado de la conversación entre hablantes de distintos léxicos. Lo común nunca está dado, sólo lo propio lo está. A lo sumo, en el punto de partida hay pluralidad de lenguajes, pluralidad sólo hipotética, conjetural.

En este momento, Rorty apela a un artículo de Davidson en el que

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este desarrolla la idea de que el lenguaje no es algo común dado a sus usuarios, sino ima teoría momentánea formulada para interpretar la conducta del prójimo. Desde esta perspectiva, el lenguaje común es una coincidencia entre teorías momentáneas, la propia j la ajena. Sólo que, como lo indica la concepción davidsoniana de la interpretación radical, la ajena se comprende a partir de su traducción a la propia.

Para ilustrar con mayor énfasis y claridad sus ideas, Rorty imagina que el otro sobre cuya conducta uno formula su teoría interpretativa, es un nativo de una cultura exótica. Rorty describe el encuentro entre intérprete e interpretado en términos de un enfrentamiento en el que cada uno se enfrenta al otro como "a mangos o a boas constrictoras".

Aquí no sólo lenguaje y mundo han perdido su dimensión co-mún, sino también cualquier cosa que cuente como humanidad. Y nada en este caso imaginario obsta para que se aplique a nuestros vecinos y familiares; por ello cabe atribuir a Davidson-Rorty una ima-gen según la cual si algo es mi prójimo, lo es en virtud de una hipóte-sis momentánea. Lo que, salvo por lo de "momentánea", no deja de tener un sabor rancio y tradicional.

Sea cual fuere la evaluación que merezca esta posición, es cierto que en ella lo común pende del frágil y delgado hilo de la hipótesis y la conjetura. Lo único constante y sonante es lo propio, que en tanto contingencia originaria no se sostiene de ningtin fundamento. Ex-puesta la situación en estos términos, no veo cómo puede escaparse del relativismo más extremo e inconsistente. Una vez que se ha sacri-ficado enteramente lo común, nunca se llegará a ello por la vía de lo propio, menos aún si toda su sustancia se reduce a la de una conjetura provisoria.

He ahí las opciones extremas a las que me refería. Con Husserl aseguramos lo común a costa de que no dependa ni de nuestros es-fuerzos constructivos ni de los de nadie, pues es lo dado a todos como un factum apriorístico, lo puede aparecer como arbitrario a una flloso-fía crítica. Por el contrario, Rorty y Davidson nos devuelven la capaci-dad de una acción constructiva, pero al hacerla depender de lo dado como lo propio, tornan a mi juicio inconcebible lo común. ¿Es posi-ble escapar a esta alternativa? Es al menos el desafío que debemos proponernos enfrentar. Lo que tenemos que hacer es lograr una res-

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puesta frente a ía cuestión de cómo es posible concebir lo común como algo que hacemos y, al mismo tiempo, como incluyendo una instancia previa constitutiva de eso que hacemos.

Platón y Aristóteles: una interpretación

Comencemos por consignar algunas de las características más rele-vantes de lo común: se trata de algo general, que se impone con nece-sidad mientras rige y que se experimenta en la inmediatez y esponta-neidad de la vida ordinaria. Quien nos aporta una valiosa ayuda para comprender cómo nos relacionamos con algo de estas características es Aristóteles. En los Analíticos posteriores {AP}, retoma un problema que ya había interesado a Platón. Se recordará que, en Menón, Sócrates considera una pregunta de Menón en estos términos: "Según (ío que dices) no es posible al hombre indagar lo que sabe ni lo que no sabe. No indagará lo que sabe porque ya lo sabe, y por lo mismo no tiene necesidad de indagación; ni indagará lo que no sabe, por la ra2Ón de que no sabe lo que ha de indagar" (1957, p. 419). La respuesta de Sócrates frente al planteo de Menón es la teoría de ta reminiscencia. Supongamos ya plenamente desarrollada en la obra de Platón la teoría platónica de las ideas. Lo que aquí nos interesa de esta teoría es el particular vínculo que establece entre una instancia previa en la que los conceptos nos han sido dados y una instancia posterior en la cual pueden ser recuperados como consecuencia de que se los retiene en la forma del olvido. La matriz de este argiunento introduce un elemento "paradójico" en nuestra relación con los conceptos. En efec-to, tenemos los conceptos, en una palabra, lo general, y al mismo tiempo no los tenemos. El momento de una pérdida de relación con las ideas es estructural: necesariamente, la idea aparece como lo reencontrado, primero perdido y luego recuperado. Pero además, el primer momento queda en cierto sentido como mítico, o al menos su consistencia le viene del segundo momento, el del recuerdo que supo-ne el previo olvido. Si ahora utilizamos esta matriz para nuestro pro-blema en torno de lo común, encontramos que, en cierto sentido, lo común se construye como previamente dado en un momento posterior. Tenemos lo común, y sin embargo debemos conquistarlo, como ya se

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veía en el fragmento de Heráclito. Profundicemos la estructura de este argumento en ía versión de Aiistóteies.

En AP 99b 15, Aristóteles se pregunta cómo llegan a ser conoci-dos los principios inmediatos que son básicos para el conocimiento demostrativo y qué facultad los conoce. Al respecto sostiene que ni los poseemos por nacimiento ni podemos conocerlos como algo entera-mente nuevo respecto de lo cual no teníamos ninguna relación previa. En consecuencia, propone una facultad específica, un sentido común por acción del cual ia repetición de muchas sensaciones da lugar a una diferencia, y esta a un concepto (logos). Como ilustración final de su explicación propone una sugestiva semejanza. Según nos dice, los prin-cipios provienen de la sensación y, "al igual que en una batalla, si se produce una desbandada, al detenerse uno se detiene otro, hasta vol-ver al orden del principio. Y el alma resulta ser de tal manera que es capaz de experimentar eso. En efecto, cuando se detiene en el alma alguna de las cosas indiferenciadas, se da por primera vez lo universal en el alma".

En este contexto, no nos interesa el plano psicológico implícito en la argumentación aristotélica sino su esquema global. Aristóteles afir-ma que llegamos al logos como orden común, mediante un proceso cuyo punto de partida tiene el aspecto de un caos indiferenciado que por repetición permite introducir la diferencia propia del concepto. Ahora bien, la comparación de este proceso con la detención de un ejército en fuga en medio de una batalla establece un proceso en tres etapas: la primera corresponde a un orden previo que se ha perdido -el ejército antes de la fuga-, la segunda es el caos que resulta de la pérdida de ese orden - la desbandada-; finalmente, la última etapa es la reconstimción del orden cuando los diferentes movimientos de los soldados responden al mando y decimos que el ejército detuvo su fiiga. De la misma forma que en la analogía encontramos un orden previamente dado, en el acceso a los principios suponemos una ins-tancia ya dada a todos por medio de la cual puede reconocerse a di-chos principios como universalmente válidos.

Lo que quiero retener aquí es la imagen de que lo común es tma instancia a la que se llega cuando logra detenerse la corriente iñdiferenciada de lo dado. La pregunta por el cómo nos remite a un

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plano empírico que aquí no nos ocupa. Lo importante es advertir la necesidad de suponer un elemento cuya acción se requiere para que desde ese hipotético estado originario de indiferenciación sea posible arribar al logos comiin. Propongo que el mejor candidato que tene-mos para desempeñar este papel es el lenguaje. A diferencia de lo que en este sentido afirman Rorty y Davidson, necesitamos partir del len-guaje como piedra de toque de un orden comtin en el cual ya nos encontramos, aunque al mismo tiempo reconozcamos que su "enti-, dad" consiste toda ella en una praxis colectiva que no recibe apoyo de ningún fiindamento último, aimque sí quizás una explicación empíri-ca dentro de alguna teoría cientifica. Debemos considerar esta apela-ción al lenguaje detenidamente.

El papel del lenguaje

En diversos artículos, Gadamer (véase bibliografía) retoma el cita-do pasaje de Aristóteles para aplicarlo al aprendizaje del habla y a la consideración de la naturaleza misma del lenguaje. En uno de esos artículos, luego de resumir el pasaje de Aristóteles sobre el ejército en fiiga, dice que lo mismo ocurre con el aprendizaje del habla. No hay una primera palabra, y sin embargo crecemos a medida que aprende-mos a hablar y nos familiarizamos con el mundo.

En otros términos, así como ninguno de los soldados que se detie-ne autoriza a decir que el ejército se ha detenido, pero en algún mo-mento a través de ese proceso resulta que el ejército se ha detenido y responde al mando -aJ áp^t^, diríamos en griego-, así también cada palabra se vuelve tal en medio de un lenguaje que la engloba. Ningu-na es la primera y, sin embargo, el lenguaje no es sino ese constante anudamiento de unas palabras con otras. Diremos que hay lenguaje cuando se dan relaciones ordenadas entre ellas, es decir, algo ha de funcionar como principio de orden, como hay alguien que ejerce el mando del ejército y lo mantiene reunido. Y al igual que en cierto sentido el comandante es un soldado más, de la misma forma el ele-mento ordenador del lenguaje puede concebirse como inmanente al lenguaje mismo en su funcionamiento concreto.

Según la perspectiva de Gadamer, es el lenguaje el que hace posi-

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ble lo común. Pero, se dirá, ¿no es una mistificación del lenguaje otor-garle a este lo que normalmente les atribuiríamos asus hablantes? ¿No somos acaso nosotros los que construimos lo común a partir de nues-tras recíprocas acciones lingüísticas y no lingüísticas en el mundo?

Volvamos al esquema argumentativo que habíamos encontrado en Platón y Aristóteles. Lo común se nos presenta ahora como un orden que construimos colectivamente a través de nuestras acciones lingüís-ticas y no lingüísticas, pero asumiéndolo al mismo tiempo como pre-vio, al punto que podríamos decir tanto que él nos hace a nosotros como que nosotros lo hacemos a él. La clave está en el modo en que articulemos la primera persona del singular con primera la persona del plural y en el papel que hilamos desempeñar en esto a la realidad. Desde el punto de vista del hablante, hay un orden previo dado por el lenguaje y su articulación con el mundo. Es este orden previo el que posibilita y condiciona su posición de ser hablante. Pero, por otra parte, hay una acción colectiva expresada por el "nosotros" según la cual lo común es obra nuestra. "Nosotros y el mundo hacemos con-juntamente a nosotros y al mundo", diríamos con Putnam.

Ahora es posible precisar el concepto de lo común que inte^ntamos establecer. Lo que podemos considerar como dado no es un orden común por sí mismo, sino sólo su condición de posibilidad. Es decir, hay un lenguaje recibido que en muchos puntos se encuentra entrela-zado con lo que genéricamente denominamos mundo o vida. Se trata dé una materia prima indispensable e insuperable para el acceso a un orden común. Condición y límite es lo que tal punto de partida pro-porciona. Luego vendrá la praxis colectiva que construye lo común a partir de allí.

Para aclarar esta dimensión pragmática de lo común puede recu-rrirse a un símil que introduce con buena fortuna Van Fraassen. En un artículo en el que distingue entre ciencia pura y aplicada, e iden-tifica a esta última como ima dimensión pragmática autónoma e in-dispensable para la comprensión de la labor científica, este autor compara al lenguaje —y a las teorías científicas- con mapas que utiliza-mos para oriemarnos en un territorio. En tal sentido, podemos afir-mar que lo dado es al mismo tiempo mapa y territorio. Pero, observa, aim cuando se nos den todos los mapas o el mapa de todos los mapas,

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para que estos sean tales o al menos funcionen como tales, es necesa-rio un acto de autoadscripción de localización que nos sitúe en el mapa-territorio a los efectos de poder orientarnos en ese territorio con ese mapa. La dimensión pragmática y subjetiva no nos viene dada ya en un mítico mapa originario, y el territorio por sí mismo no nos orienta, sino que, por el contrario, es por su mudez al respecto que necesitamos un instrumento ordenador y representacional para lograr esta orientación.

Ei símil en cuestión nos sirve para hacer justicia tanto a la dimen-sión de lo dado como a la constructiva y conceptual. En efecto, el lenguaje sólo hará su trabajo en la medida que tenga la constitución adecuada y haya un método de proyección, una función que correlacione los elementos del mapa con partes del territorio. Recién entonces hay orientación y un orden común puede conquistarse. Lo común por sí mismo no tiene especificidad alguna; su sustancia es una trama de lenguaje y vida a partir de la cual podemos hacer lo comú|i en diversos órdenes. Estos órdenes son, al menos en nuestra tradición cultural (pero quizá su generalidad sea mayor), la ciencia, el arte, la política, la religión y, algo no muy frecuentado por ios debates filosóficos, el orden sexual y amoroso. La filosofía es esa actividad a partir de la cual se puede construir el ensamble de lo común en esos órdenes a través de la creación conceptual responsable,

Pero, se dirá, ¿qué contará como responsable? ¿cuál es la fuente que nos permitiría distinguir en todos esos órdenes lo correcto de lo incorrecto? ¿acaso hay alguna instancia que obre de fundamento para determinar cuál es la política correcta, la ciencia verdadera, el arre esencial, la religión salvadora o el buen sentido amoroso? En este pun-to parece razonable la postura de Rorty y tantos otros respecto de que no hay tal fundamento. El estatus de lo común se constituirá a partir de la lucha y ei trabajo colectivos y sus logros serán siempre provisorios, revisables, contingentes. Sin embargo, esto no nos compromete nece-sariamente con posiciones relativistas o irrealistas, ya que lo propio, en la perspectiva que propongo, es derivado respecto de lo común. Contamos para ello cori el lenguaje natural del que partimos, y su relación con una realidad a la que le suponemos una existencia inde-pendiente de nosotros, aunque siempre mediada por nosotros.

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Me gustaría ahora anticiparme a ciertas objeciones que pueden hacerse frente al planteo esbozado. Por un lado, cabe preguntar por qué no identificar sin más lo comiín con el lenguaje natural y el mun-do de la vida. ¿No nos dan estas instancias ya un orden general al que todos estamos sujetos? ¿No tenemos, por ejemplo, en la perspectiva de un Wittgenstein -ya mencionada en los apartados anteriores-, ele-mentos suficientes para afirmar que lo dado, esto es, "los juegos de lenguaje y las formas de vida" imponen el orden al que todos, filósofos incluidos, debemos rendir pleitesía? ¿No será el énfasis otorgado a! elemento constructivo un camino peligroso de retorno hacia la meta-física especulativa? Por otro lado, aun cuando hubiera buenas razones para no identificar lisa y llanamente lo común con algo dado o algo a priori, ¿no nos deja esta fidelidad a lo dado en una posición conserva -dora y reaccionaria?

El hombre convencional y el anarquista

Para responder a estas cuestiones permítaseme recurrir a un relato de Chesterton. En su novela El hombre que fiie jueves -toda ella una extraordinaria construcción paradójica de lo común-, Chesterton pre-senta un combate entre el artista anarquista y ei hombre de la conven-ción, representante paradigmático del senrido común. Desde el punto de vista del primero, el artista es por definición anarquista, porque su acción hace estallar el aplastante orden que rige todas las cosas. Por su parte, el paladín de las convenciones sostiene que el orden en cuestión es tan frágil que lo poético reside en que logre triunfar casi milagrosa-mente frente al caos originario que todo lo envuelve. En este contexto, leamos el siguiente fragmento extraído del relato: "El artista acaba con toda convención", dice el anarquista. "De otra suerte la cosa más poé-tica del mundo sería nuestro metro." "Y así es", responde el hombre convencional. Y agrega: "lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar. (...) El caos es imbécil, por lo mismo que el tren (en cualquier punto) podría ir hacia cualquier parte. (Así), el horario (del metro)... conmemora las victorias del hombre" (1993, p, 23).

Contra las apariencias, según esta imagen -al igual que en el pasa-je de Aristóteles referido antes- si ha de pensarse algo originario, to-

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mará e! aspecto de un caos. El orden, en cambio, es una costosa cons-trucción colectiva siempre amenazada. El reaccionario es aquel que, seguro del orden establecido, sólo se complace en destruirlo. Estimo que no sería del todo injusto interpretar algunos aspectos de la obra de Rorty, o más aún del irrealismo de Goodman, bajo la figura del anarquista de Chesterton. Pero a diferencia de una orientación como la de Husserl, quien intenta unir el destino de la filosofía a la capta-ción del orden dado en lo originario, el hombre del sentido común descripto por Chesterton se vuelve conservador sólo porque lo anár-quico es lo dado.

Pero, podría aun argüirse, si lo dado es pensable por analogía con una red de trenes, más allá de su posible precariedad, ¿no constituye igualmente por sí mismo un orden común? En este punto cabe citar la siguiente reflexión del psicoanalista Calligaris: "Yo atendí durante va-rios años a un paciente psicòtico que aparentemente se sometía sin dificultad a los imperativos de lo cotidiano (...) y pasaba cada fin de semana viajando por la red ferroviaria sin ir a ningún lugar.(...) Poseía un conocimiento extraordinario de la red y de los horarios. (Pero) esta extraordinaria competencia no estaba al servicio de ningún proyecto de traslado" (1991, p. 18).

De lo que carece este paciente, y que constituye una manifestación de su patología, es de una orientación. Tener el conocimiento de la red total no le proporciona por sí mismo orientación y orden algunos. De la misma forma, señalaba Van Fraassen, tener la totalidad de los ma-pas no fiincionará hasta que no nos situemos en ellos y dispongamos a partir de allí de una orientación parcial y específica. Sólo entonces accedemos a un orden. El caso es similar al planteado por Aristóteles mediante la imagen del ejército en fiiga: la caótica desbandada de sol-dados recupera orden y unidad cuando vuelve a responder al mando, es decir, cuando se somete al comando de un principio.

Por otra parte, lo común entendido en los términos que propon-go, no se opone a lo nuevo sino todo lo contrario. Como ya señalaba Aristóteles, lo general surge a partir de la introducción de la diferencia en lo indiferenciado. Chesterton lo sugiere bellamente cuando, en el pasaje citado, dice "lo raro y hermoso es tocar la meta". En este senti-do, ¿r ciencia y el arte, cada uno a su manera, trabajan en favor de lo

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La naturaíeza de la ftiosofia 57

nuevo comtruyeìido lo común. Por todo ello, la perspectiva esbozada no lleva a posiciones reaccionarias en filosofía. Y no lo hace, precisamen-te, porque no identifica lo común con un orden dado e inmutable, sino que lo concibe como un logro colectivo en constante transfor-mación.

Lo común como límite

Me propuse en ei comienzo desarrollar, por un lado, lo que llamé con cierta ligereza "concepto paradójico de lo común". He señalado algunos aspectos de este concepto. Por otro lado, me propuse también mostrar que la filosofía debe siempre construir un concepto de lo co-mún, y algo se ha dicho ya al respecto. Pero quisiera agregar algo más en esa dirección. Una vez que se ha abierto la tarea creativa y cons-tructiva en filosofía, se corre el riesgo de terminar como el psicòtico de Calligaris. Después de todo, el científico tiene límites para sus cons-trucciones en la confrontación con la experiencia, en algún sentido de experiencia que admita algún empirismo en la ciencia. Por su parte, el arte tiene sus propios medios de legitimación, y el juicio estético, como por caminos muy diversos intentaron mostrar Kant y Wittgenstein, también encuentra su espacio público de validez. Más aún, en el apar-tado cuarenta de la Crítica del juicio Kant caracteriza el sentido co-mún para, a partir de allí, comprender la naturaleza del gusto estético. ¿Pero qué hay de la filosofía? Si no hay un sentido común fijo al cual deba responder o en el cual deba fundamentarse, ¿cómo evitará caer en el delirio? ¿Alcanza con el límite fijado por el lenguaje natural cuando este mismo está necesitado de orden e interpretación?

Similares preguntas se hizo Kant en un texto notable, como lo es ¿Qué significa orientarse eti el pensamiento? Allí señala que el mejor camino para orientarse en el uso especulativo de la razón no es definir arbitrariamente el contenido de un sentido común, sino parur de la determinación de una posición según un fundamento subjetivo de la razón, por insuficiencia de los fundamentos objetivos. A esta de-terminación subjetiva BCant da el nombre de "fe racional", la que en tanto fe se diferencia de todo saber. Así lo expresa con toda clari-dad: "...toda fe&un asentimiento subjetivamente suficiente, pero con

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iriíroducclones a la filosofía

conciencia de ser objedvamente insuficiente; así, pues, se opone al sa-ber. (...) La fe racional pura no puede transformarse nunca en un saber' mediante todos los datos naturales de la razón y la experiencia, por-que, en este caso, el fundamento del asentimiento es solamente subje-tivo..." (1995, p. 18).

El límite al delirio filosófico viene dado segtín esto por una con-vicción subjetiva racional pero no epístémica, pues no es ni opinión -que siempre puede convertirse en saber- ni ciencia. Pero si ral fe racional no puede ser naturalizada ni fundada en razón objetiva, ¿en virtud de qué será racional? La respuesta está expresada retóricamente en forma de pregunta en este pasaje de la misma obra: "...¿hasta qué punto y con qué corrección pensaríamos si no pensáramos, por decir-lo así, en comunidad con otros a los que comunicar nosotros nuestros pensamientos y ellos los suyos a nosotros? {ibid., p. 23).

Así, la racionalidad, que es otro notnbre para lo comtin, resulta de una praxis colectiva dada por la comunidad lingüística, y por el asen-imiefito subjetivo que tal praxis genera en sus practicantes. Y la lilti-

ma piedra de toque, si aiin se empeña uno en buscarla, es una prácti-:a, un modo de actuar.

A partir del recorrido realizado hasta aquí, podemos volver al frag-nento de Heráclito. Allí se afirman las siguientes tesis:

• Hay algo común a todos los hombres. ' Este algo común es un logos, es decir, discurso y razón. ' La mayoría de los hombres, aun compartiendo este logos co-

rhún, vive como si tuviera un logos particular, privado. I * Debemos (¿los sabios, los hombres?) guiarnos por lo común.

La idea de lo común que he esbozado, y su relación con la filoso-fía, aporta una interpretación conjunta de estas tesis. En primer lugar,

tá la afirmación de que hay algo común a todos ios hombres, algo para lo cual no se da un ílindamento sino una interpretación, la de que es discurso, esto es, "lenguaje orientado", por así decir. En segun-

0 lugar, esiá ia situación paradójica de que este discurso es común y sin embargo se lo sustituye por discursos privados.

Mi propuesta ha sido mantener la paradoja distinguiendo aquello

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La naturaleza de ìa filosofía 59

que nos es dado como común y que describí como "trama de lenguaje y vida", de aquello que es colectivamente construido a parür de lo dado, y que con mayor propiedad podemos llamar discurso, ya que la idea de discurso supone una orientación y un ordenamiento no su-puesto en la idea de lenguaje. Ahora bien, ya que hay una constante subdeterminación entre ambas instancias, pues lo dado no fija su re-presentación y esta nunca agota la realidad que será representada o expresada, nos vemos llevados a medir lo construido con lo dado, l^ra ilustrar esta situación, piénsese en el descubrimiento de una verdad científica o en la imposición de una nueva expresión artística. En esos casos no consideramos que la verdad o la belleza surgen de la nada sino que nos remiten a algo que ya estaba allí y que nuestro artificio cientí-fico o artístico ha logrado recoger. Rorty, en cambio, piensa que si decimos de un enunciado que es verdadero o de una obra que es bella, sólo hacemos un cumplido. Creo que hay algo de frivolidad en esta acritud. De todos modos podríamos preguntar a Rorry: ¿por qué el elogio y no el insulto? La respuesta de Rorry es, corno se dijo, que así lo dice nuestro léxico. Pero ¿acaso es arbitrario ese léxico? ¿En qué medida ese léxico es algo que hacemos nosotros y en qué proporción algo que responde a instancias extralexicales? La propuesta aquí pre sentada intenta ofrecer un modo de hacer frente a estos interrogantes.

Un tercer elemento por señalar es el que distingue el logos general del particular. Un buen instrumento para retomar este contraste esta-blecido por Heráclito es el llamado "argumento del lenguaje privado" de Wittgenstein, que muestra que la idea misma de un lenguaje priva-do es un mito derivado de una mala comprensión del funcionamiento del lenguaje (volveremos sobre esto más adelante). Este mico no surge por antojo de los filósofos sino porque viene virtualmenre con el uso natural del lenguaje. Así, aunque todos hablemos ei mismo lenguaje, cada uno puede pretender que además de ese lenguaje común hay otro más auténtico y originario que le es propio y que nunca será común. Por ello, el psicòtico de Calligaris aparentemente se somete al orden común y sin embargo vive en uno propio (esto no es privativo de la psicosis, desde luego). Para que haya logos o discurso común y, en relación con ello, un mundo común, es necesaria una orientación determinada por dos polos: el polo subjetivo de la convicción y el

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polo objetivo de la comunicación, como muestran las consideracio-nes de Kant antes mencionadas.

En cuarto lugar, sostener que nos conviene guiarnos por lo comiin no es reaccionario, porque como nos enseña Aristóteles, lo común deriva de lo diferente, que es precisamente lo que nos sustrae a lo indiferenciado, ese mítico Tártaro de la vida. Es uno de los sentidos que tiene concebir lo comúh como una construcción. Hacemos lo común a partir de nuestra invención y creatividad, y cuando pasa a ser patrimonio de todos no cancela nunca enteramente esa contingencia a la que debe su existencia. Creo más interesante pensar al filósofo en esta relación paradójica con lo común, antes que convertirlo en fundamentalista o en sofista. Ni "funciotiario de la humanidad" como quiso Husserl, ni "buen conversador" como lo quiere Rorty, ei filóso-fo es aquel que, con su particular praxis teórica y conceptual, aporta su propia diferencia a la realización colectiva de io común.

Bibliografía básica para el capítulo

• Aristóteles. Analíticos posteriores. Tratados de lógica. T, 2. Madrid, Credos, 1988.

• Calligaris, C. Introducción a una clínica diferencial de la psicosis. Buenos Aires, Nueva Visión, 199 í.

• Chesterton, G. K. El hombre que fue jueves. Buenos Aires, Losada, 1993. • Gadamer, H. G. Verdad y Método IL Salamanca, Ediciones Sigúeme, 1994. • Gaos,]. Confesiones profesionales. México, F.C.E., 1958. • Kant, I. ¿Qué significa orietitarse en el pensamiento?, excerf>ta philosophica 13.

Madrid, Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, 1995-• Lévinas, E. Cuatro lecturas talmúdicas. Barcelona, Riopiedras, 1996. • Platón. Diálogos escogidos. Buenos Aires, El Ateneo, 1957. • Rabant, C. Inventar lo real, la desestimación entre perversión y psicosis. Buenos

Aires, Nueva Visión, 1993. • Wittgenstein, L. Investigaciones filosóficas. Barcelona, Altaya, 1999.

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Significado y comprensión

Las palabras no son meros soplos ¿le aire; las palabras cantietien algo. Pero lo que dicen no es concreto, entonces, ¿de verdad se dice algo?¿o es que nada ha sido dicho? Si son diferentes delpiar de un pollmlo, ¿significa eso que los sonidos tienen algún senti-do, o carecen ek significado?¿De qué forma se oscurece el Cami-no para que haya verdad y falsedad?, ¿qué es lo que oscurece las palabras para que haya correctas y equivocadas?, ¿dónde es que no existe el Camino?, ¿dónde es que no caben palabras?

Chuang-tzu

Hasta aquí el camino escogido para introducirnos en ese extraño lugar que llamamos filosofía nos aproximó más al filósofo como per-sonaje y a una mirada distante sobre sus dominios que a ia índole misma de ios diversos problemas en que ocupa sus afanes, esas tareas específicas a las que aplica su habilidad, sus trucos y golpes de efecto. Ahora debemos abrir una primera puerta hacia ei corazón mismo de la filosofía, aquella en cuyo frontispicio se lee "lenguaje". Ya en el primer capítulo señalamos la importancia estratégica de la reflexión sobre el lenguaje para elucidar la peculiar naturaleza de la filosofía, pero lo que a continuación nos ocupará no es tanto eso sino algimas de las principales cuestiones que intervienen en una reflexión filosófi-ca sistemática sobre el lenguaje, para lo cual he optado por el proble-ma de la comprensión del significado lingüístico, que a su vez se abre y articula en muchos otros asuntos asociados que en su momento tendremos ocasión de tratar.

El primer apartado está dedicado a asentar un punto doctrinario general acerca de la interpretación del denominado "giro lingüístico" de la filosofía contemporánea. En ios demás apartados se desarrollan

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iniroaucclones a la llJosoiia

varias cuesrioiies específicas en torno del problema del significado y su comprensión por parte de los hablantes de un lenguaje: Aun respe-tando el carácter introductorio de esta obra, no podré evitar algunas discusiones técnicas, pero reducidas a su mínima expresión y sólo en fiinción de la presentación global de los temas.

Opacidad del lenguaje

La opacidad, la transparencia y el espejo

El filósofo puede extraer una importante indicación de las suge-rentes palabras de Chuang-tzu que ofician de epígrafe de este capítu-lo: que el lenguaje contiene un poder y una eficacia propios respecto de algunos problemas centrales de la filosofía, como el de la expli-cación y comprensión del significado, el de la verdad y el de lo que cueiite como normativo, se trate de lógica, política o moral. Pero ade-más, permite suponer que hay una distinción entre un uso que oscu-rece las palabras y otro que las clarifica hasta el extremo de volverlas transparentes, es decir, hasta el punto en que todo problema, roda inquietud y toda btisqueda han cesado allí donde ya no caben pala-bras, donde reina una especie de comprensión silenciosa y definitiva.

Estimo que ambos aspectos, lo que llamo "opacidad del lenguaje" y lo que podríamos llamar "ideal de transparencia" están presentes en la reflexión filosófica contemporánea sobre el lenguaje. Quizá se pien-se que lo esencial de estos asuntos está agotado. Se dirá que mucho de lo hecho en materia filosófica en nuestro siglo adscribe al "giro lin-güístico", sea en la corriente denominada analítica, sea en lo que se conoce como la tradición hermenéutica, y que precisamente uno de los legados fundamentales y quizá permanentes del giro lingüístico es el respeto y la seriedad con la que se asume la necesidad del análisis y la comprensión lingüística para el tratamiento de los problemas filo-sóficos en general, no sólo de aquellos naturalmente vinculados al campo de los estudios del lenguaje.

No pretendo negar nada de esto. Sin embargo, creo que justamen-te, por esas mismas consideraciones, no es el giro lingüístico lo que

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Significado y comprensión 63

hoy divide aguas en filosofía. En cambio, una decisión sobre la opaci-dad del lenguaje me parece estratégica a la hora de trazar un panora-ma de la filosofía actual y de ubicarnos en él.

Antes de la sistematización conceptual, conviene clarificar la me-táfora misma, pues en filosofía el papel de las metáforas es poco menos que crucial. En la expresión "opacidad del lenguaje" la dimen-sión metafórica está dada por la atribución de una cualidad óptica de objetos físicos a algo que, sea cual fijere el concepto de lenguaje que manejemos, no es un objeto físico ni tiene propiedades ópticas. En cuanto al significado de "opacidad" en el contexto de la metáfora, quisiera retener para él su sentido literal. Decir de un objeto que es opaco es también decir que es visible y que su misma visibilidad im-pide que a través de él puedan hacerse visible otros objetos. Opacidad se opone así a transparencia. Un medio opaco refleja luz mientras que uno transparente no ofrece resistencia alguna y hace accesible en for-ma inmediata todo lo que se encuentra detrás de él.

A la metáfora de la opacidad y la transparencia, es necesario suinar la del espejo. Muchas veces, en ei uso metafórico de los filósofos, se confunde transparencia con reflexión perfecta. Sin embargo, nada hay más opuesto a la transparencia que el espejo. En efecto, este sólo hace visible lo que tiene adelante, constituyendo un muro infranqueable para lo que está a sus espaldas. Además, frente a él nos volvemos parte de lo visible y el panorama entero de nuestra percepción cambia, por lo cual la intervención de un espejo no es indiferente para lo que se da a ver ni para nosotros que lo vemos, como sí en cambio lo sería un medio diáfano. Quizá la confusión se produce porque tanto un espejo como un cristal traslúcido nos dan a ver algo que no son ellos mismos, mientras que un cuerpo opaco nos entrega su visibilidad a costa de cualquier otra. Pero este rasgo común no debería ocultar la diferencia apuntada.

Proyectemos ahora las relaciones establecidas entre opacidad, re-flexión y transparencia a su uso metafórico para pensar la naturaleza del lenguaje o de nuestra relación con el lenguaje. Como puede notarse, aquello a lo que atribuimos estas cualidades es concebido como un medio interpuesto. Albora bien, cabe preguntarse sobre la legitimidad de concebir el lenguaje como un medio. En ese caso, ¿entre qué y qué

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estaría interpuesto? Desde hace algunos años, autores como Davidson Y Rorty desestiman la construcción metafórica entera, precisamente sobre k base de que el lenguaje no es un medio interpuesto entre nosotros y el mundo, quizás incluidos nosotros mismos en el mundo. Con todo, supondré de interés y utilidad para mis propósitos el uso de estas metáforas, a sabiendas de que podrían inducir a una concep-ción del lenguaje como mediador entre dos instancias que, a su turno, también necesitarían elucidación conceptual.

Si entendemos la filosofía como una reflexión metódica dirigida a la comprensión anali tico-conceptual de nuestra experiencia común, sostener la tesis de la opacidad del lenguaje implica aceptar que no es posible alcanzar dicha comprensión en forma directa, inmediata y total, c o i T i o iBuchas veces se ha imaginado en la historia de la filosofía, den-tro y fuera del giro lingüístico. En este sentido, da lo misitio negar al lenguaje el papel de mediador, que reconocérselo a título de medio traslúcido o, en el mejor de los casos, bajo el ideal de que ei trabajo filosófico pulirá su superficie hasta convertirlo en un espejo que refle-je exactamente nuestro pensamiento y su acuerdo con la realidad. Por el contrario, aceptar la opacidad es partir del lenguaje en el camino de ia comprensión, sin la nostalgia de una supuesta intuición inmediata del sentido de la que habríamos gozado y que habríamos perdido, y sin ta esperanza de superar el espesor y la densidad de las palabras hacia una instancia más profunda y originaria.

Rasgos de la opacidad

Delineado a grandes trazos ei panorama metafórico, vayamos a las precisiones conceptuales. Con la palabra "opacidad" resumo una serie de características atribuibles al lenguaje desde el punto de vista del Iiabiante, que a continuación presento en forma esquemática.

1 ) Transversalidad-, mi punto de partida, inspirado en la concep-ción triàdica del signo propuesta por Peirce, es la idea de que la signi-ficación de una palabra o un enunciado supone una relación lateral con otras palabras o enunciados a través de la cual, oblicuamente, remi-re a su referente, y la idea de que todo pensamiento, sea cual fuere su

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Significado y comprensión 65

objeto, se constituye en este proceso triàdico. A consecuencia de ello, no hay instancia en que el pensamiento tenga una aprehensión intuitiva de sí mismo y de sus contenidos dados en la simplicidad de un estado naciente u originario. En efecto, cuando un pensamiento se forma, algún pensamiento más ya se ha formado. En otras palabras, todo pensamiento es complejo, engloba y está englobado por otros pensa-mientos. Pero además, en tanto seres hablantes y pensantes nuestra relación con el mundo supone ei tupido espacio de la representación. La realidad última será aquella que progresivamente haya quedado atrapada en la estructura reticular de nuestros pensamientos-signos. Así, tanto de cara al mundo como a nosotros mismos, el lenguaje se nos manifiesta como un medio opaco a través del cual nos vamos constituyendo con nuestro mundo de experiencia. Vale la pena citar uno de los pasajes de la obra de Peirce de ios que más claramente se extraen las consecuencias de la tesis del pensamiento-signo:

...ia palabra o signo que utiliza el hombre es e! hombre mismo. Pues lo que prueba que un hombre es un signo es ei hecho de que todo pensamiento es un signo, eo conjunción con el hecho de que la vida es un flujo de pensamiento; de manera que el que todo pensamiento es un signo externo pmcha que el lifembre es un signo externo. Lo que es tanto como decir que ei hombre y el signo externo son idénticos, en el mismo sentido en que son idénticas las palabras homo y man. Así mi lenguaje es ia suma total de mí mismo, pues el hombre es el pensamiento. (1988. p. 121)

2) Irreductibilidad: si la suma total de mí mismo es mi lenguaje, entonces no podré encontrar en mí o fuera de mí una instancia a la que reducir o sobre ia que fundar mi realidad de hombre-signo. Esto no implica que no haya nada más allá del lenguaje. Está lo que pode-mos llamar "lo sensorio", que es algo que nos viene dado en nuestra experiencia del mundo y de la vida, Pero hay una especie de pobreza o insuficiencia radical de este elemento para fundar el lenguaje y, en general, la estructura representativa de nuestra experiencia que con él se articula. Lo dado en lo sensorio se presenta en nuestro análisis con un carácter singular e inefable, que sólo se vuelve accesible a partir de su integración en la generalidad del concepto. Lo que aquí importa destacar es que nuestra experiencia y todo lo que sobre ella se funda,

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Introducciones a la fllosofía

se nos da originariamente en la articulación simbólica en general, y no es posible obviar esta instancia en favor de otra más esencial a la que ia reduciríamos, porque no hay mecanismo reductor ni instancia a la que reducir.

3) Eficacia: el mito filosófico de la transparencia lleva a suponer que hay una experiencia silenciosa prelingüísitca en la que tenemos contac-to con el ser, la realidad o lo que fiiere, y que constituye una plenitud que la filosofía debería alcanzar. Desde esta perspectiva, el lenguaje no podría sino ser ineficaz como instrumento para la tarea del filósofo, y más aún, un obstáculo que debe ser superado. Por el contrario, la tesis de la opacidad reivindica la eficacia y el poder del lenguaje para entre-garnos aquello que la comprensión conceptual de la filosofía busca determinar en relación con nuestra experiencia. Para ello hay que su-perar la dicotomía entre una verdad muda y un universo de palabrería insustancial. Aceptar la opacidad es advertir que el lenguaje no inte-rrumpe una inmediatez que sin él sería perfecta, y abrirse a lo que la palabra articula en su surgimiento siempre renovado.

4) Porosidad. Esto nos lleva a una característica que erróneamente podría tomarse como contradictoria de la opacidad. Llamaré "porosi-dad" al hecho de que el lenguaje está abierto a una experiencia que siempre excede la significación dicha y sabida. Contrariamente a lo que podría parecer, la porosidad es complementaria de la opacidad, pues si el lenguaje fiiera una totalidad cerrada sobre sí tendríamos a la larga otra vez transparencia. Lo que aquí llamo "porosidad" nos re-cuerda que el lenguaje es una praxis inserta en "formas de vida" que involucran un suelo de acciones y reacciones naturales con los que está entretejido.

Estas cuatro características que acabo de presentar no pretenden ser exiiaustivas y, además, merecerían un desarrollo más extenso y sis-temático. De todos modos, muchas de las ideas que desplegaremos a lo largo del libro estarán vinculadas con ellas. En lo inmediato, será de mayor provecho mostrar por qué creo que en el contexto actual de la fiiosofía, la tesis de la opacidad del lenguaje no tiene aún un sitio

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Significado y comprensión 67

pienamente conquistado, ni dentro ni fuera dei giro iingüístico. Sin embargo, liay filósofos de gran importancia en la filosofía contempo-ránea que constituyen referencias insoslayables para profiindizar esta perspectiva. A nombres bastante obvios como ei mencionado Peirce y nuestro ya conocido Wittgenstein, me gustaría agregar el de M. Merleau-Ponty, quien enuncia ia tesis de la opacidad de manera vivi-

da en el siguiente pasaje de Signos:

Hay, pues, una opacidad del lenguaje: en ninguna parte cesa para dejar sitio al sencido puro, nunca está limitado sino por más lenguaje y ei sentido sólo apa-rece en él engastado en las pa]abras.(,..) Su opacidad, su obstinada icfcrencia a sí mismo, sus vueltas y sus repliegues sobre sí mismo son precisamente lo que hace de él un poder espiritual: puesto que se convierte a su vez en algo así como un universo, capaz de alojar en él las cosas mismas, después de haberlas cambiado en el sentido de ellas. (1964, pp. 52-53)

En mi breve panorama de! contexto actual para este análisis, me limitaré a ia tradición analítica, pero la discusión puede rastrearse en otras tradiciones destacadas de ia filosofía contemporánea, pues en muchas de ellas se encuentran ejemplos de aceptación y de rechazo a la opacidad del lenguaje, aun cuando la cuestión no se plantee en estos términos. De hecho, tampoco en los autores que ahora comen-taré se la desarrolla del modo como yo la presento, y para considerarlo así se requiere de cierta interpretación.

Un ejemplo

En su artículo "¿Puede y debe ser sistemática ia filosofía analítica?" Michael Dummett responde positivamente al interrogante que da tí-tulo al trabajo. Considera que puede serlo porque, a su juicio, a partir de la obra de Frege el objeto propio de la filosofía ha quedado firme-mente establecido y, naturalmente, si tuviera razón, advertidos de esto deberíamos seguir lo que nuestro objeto de estudio nos marca. Dummett es muy preciso ai afirmar que la tarea de la filosofía es de carácter científico y susceptible de progreso; ei propósito de esta tarea es ei análisis del pensamiento en un sentido no psicológico. Al lengua-je le reserva el lugar de ser aquello sobre lo que se ejerce concretamen-

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te el análisis. La razón para ello es que si el filósofo intenta despojar al pensamiento de sus ropajes lingüísticos y descubrir su pura esencia desnuda, sólo logrará confundir los pensamientos mismos con sus acompañantes psicológicos, que son internos y subjetivos. La metáfo-ra usada por Dummett es muy significativa. Si el lenguaje es un ropaje para ei pensamiento, parece haber un elemento de opacidad. Sin em-bargo, la ropa sólo es introducida aquí para ser quitada y llegar final-mente a lo que importa. La linica fiinción positiva que se le reconoce ai lenguaje es preservativa, pues nos evita la situación embarazosa de convertir a la filosofía en psicología de aficionados, poco menos que "un bebé de Rosemary", podríamos decir, para llevar la metáfora hasta su acabamiento. Esta construcción metafórica de las relaciones entre pensamiento y lenguaje en la determinación del objeto de la filosofía se fi-indamenta en la premisa de que es parte de la esencia del pensa-miento no sólo ser comunicable sino ser comunicable sin que le reste nada, m^ediante el lenguaje.

He aquí expresada con total claridad por uno de los filósofos más representativos del giro lingüístico una versión del ideal de transpa-rencia respecto del lenguaje. En efecto, Dummett afirma una total conmensurabilidad entre lenguaje y pensamiento; el lenguaje es sólo un medio inocuo a través del cual podemos conocer el pensamiento en su dimensión lógica y objetiva.

Ahora bien, Dummett contrasta esta maneja de hacer filosofía con la que cultiva Wittgenstein a partir de los años treinta. Se aprecia en este contraste que Dummett no sabe bien qué actitud adoptar frente a la obra de Wittgenstein. Le reconoce genio e inspiración, pero ia juzga negativa para el progreso de ia filosofía y un desvío respecto del pro-grama fregeano. La posición de Dummett es muy coherente, y permi-te entonces reforzar nuestra propia coherencia al concebir un ejercicio de la fiiosofía que se apoye en la opacidad del lenguaje. Wittgenstein es quizás el mejor ejemplo que puede exhibirse de esta estrategia. En sus manos, como ya lo hemos observado en el capítulo 1, el lenguaje es una pluralidad infinita de juegos, prácticas y acciones que el filóso-fo debe tratar en su especificidad. El objetivo nunca es superar dicha pluralidad en dirección central hacia una teoría del lenguaje y el pen-samiento. Desde luego, también Wittgenstein está interesado en el

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Significado y comprensión 69

análisis conceptual, pero la consistencia de los conceptos es la de los juegos de lenguaje, y no una instancia más allá de ellos. Más aún, el lenguaje en uso constituye el pensamiento. En consecuencia, no respe-tar su opacidad es falsificar nuestra tarea desde el comienzo.

La confrontación propuesta por Dummett es realmente ilumina-dora, pues se establece entre dos filósofos que comparten muchas cues-tiones fundamentales: la importancia del análisis del lenguaje, la idea de que la actividad del filósofo es la clarificación del pensamiento y sus vínculos con la realidad, el interés por estudiar el pensamiento en sus aspectos lógicos y objetivos antes que en sus determinaciones psi-cológicas y subjetivas, etc. Sobre el telón de fondo de estas semejanzas se recorta nítido el punto de divergencia, a saber: el modo de concebir el lenguaje en las investigaciones filosóficas. En el caso de Frege, al menos en la versión de Dummett, el lenguaje termina por borrarse a sí mismo una vez que nos ha entregado la representación perspicua defi-nitiva del pensamiento; en la propuesta de Wittgenstein, la represen-tación perspicua es la de los hechos lingüísticos, y no puede hacerse ni hay que empeñarse en hacerla de una vez y para siempre, pues no hay tal cosa como la estructura del pensamiento o el todo del lenguaje esperándonos al final del camino. Nuestra tarea en filosofía e^ desde la perspectiva wittgensteniana, siempre parcial y local, pero infinita.

Pero no es mi intención profundizar aquí en las ideas de Wittgen-stein ni identificar la perspectiva de la opacidad del lenguaje con su estilo filosófico. En cambio prefiero remachar el clavo interrogando sobre lo que estimo es el supuesto principal del que depende la posi-ción de Dummett, vale decir, la idea de que el pensamiento es comu-nicable sin resto alguno por medio del lenguaje. Dummett no ofrece ningún argumento en favor de este supuesto, pero ¿acaso podría dar alguno? Lo que consta en la experiencia ordinaria es la complejidad que encontramos para hacer de pensamiento, lenguaje y realidad un todo homogéneo articulado en tres tiempos. Por el contrario, lo habi-tual es que las palabras se resistan, a veces digan más de la cuenta y otras se queden cortas para expresar lo que captamos como de un solo golpe. Ahora bien, toda esta dinámica se da ya en el habla, en el len-guaje. No tenemos nada parecido a un acceso al pensamiento o a eso que metafóricamente llamamos "la realidad", para luego ajusfar el

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Introducciones a la fllosofía

lenguaje a los fines de su comunicación. Entonces, ¿qué otra cosa que un prejuicio puede ser la premisa de Dummett en favor de una comunicabilidad toral del pensamiento por el lenguaje? Este prejui-cio es lo que he denominado "ideal de transparencia" y a él opongo ia tesis de ia opacidad del lenguaje. Para retomar la imagen de Chuang-tzu, el lenguaje concebido desde ia exigencia de transparen-cia no superaría mucho "el piar de los polluelos". Si en algo distintivo se juega nuestra especificidad humana, es en el poder del lenguaje, que es también el nuestro.

Teoría y práctica del lenguaje

Este medio que hemos descripto bajo la figura de la opacidad es uno en el que vivimos cotidianamente. Una vez adquirido, el lengua-je constituye una especie de segunda naturaleza que ya no nos aban-don^. Como sus usuarios, nuestra relación con sus finas y complejas estructuras es completamente natural y espontánea. La práctica lin-güística habitual es masivamente irreflexiva y, hasta cierto punto, no problemática. El lenguaje es para nosotros un medio vital, como el agua para el pez o el aire para el pájaro: no es posible concebirse fuera de él, permite todos nuestros movimientos y al mismo tiempo nos ofrece resistencia. Sin necesidad de estudios especializados ni teorías explícitas, tenemos un adecuado saber práctico que nos permite un domino lingüístico suficiente para la mayor parte de nuestras necesi-dades e intereses comunes.

Sin embargo, como suele ocurrir con otras dimensiones del cono-cimiento, cuando nuestros intereses son más teóricos y nos propone-mos explicar ei funcionamiento y la naturaleza de los hechos del caso, el panorama cambia ostensiblemente. Y esto no ocurre sólo respecto del lenguaje. Podemos saber encender un buen fuego para hacer un asado, pero muy pocos de nosotros pueden dar cuenta de la compleji-dad de las reacciones químicas implicadas. Y así con muchas de las operaciones más triviales involucradas en el manejo instrumental de las cosas que nos rodean. La teoría fìsica de la vida cotidiana es enor-memente compleja, pero, por suerte, no solemos necesitarla hasta que

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aparece algún problema. Sí algunos de nuestros aparatos no funcio-nan acudimos al técnico correspondiente, como cuando nos enferma-mos depositamos - a veces imprudentemente- nuestra confianza en un médico.

Pero, se dirá, la motivación para construir teorías científicas en el terreno material es clara y, por otra parte, el éxito expiicanvo y predictivo de dichas teorías nos resarce sobradamente de los esfuerzos que exi-gen. ¿Acaso algo similar ocurre respecto del lenguaje? Pero en todo caso, aun aceptando que una teoría científica sobre el lenguaje fuera posible y deseable, esto alcanzaría para justificar a la lingüística, no a una "filosofía del lenguaje". En efecto, la lingüística es la disciplina que se propone explicar nuestra competencia lingüística normal a tra-vés de la formulación teórica de las leyes que rigen nuestra capacidad lingüística en sus diferentes planos. No es este el lugar para abrir una discusión sobre el estatus epistemológico de la lingüística, pero sea cual fuere el resultado de esa discusión, conviene tener presente que las preocupaciones del filósofo en su estudio del lenguaje son al me-nos parcialmente diferentes. Echemos un vistazo a esas diferencias para aproximarnos a nuestro tema.

El punto de paroda para la distinción entre estudio filosófico del lenguaje y lingüística es el hecho de que esta última requiere de res-tricciones empíricas precisas para sus elaboraciones teóricas. En efec-

•to, sea o no que se conciba su interés como la descripción de las es-tructuras fácticas de los lenguajes naturales dados, lo cierto es que comprende la construcción de modelos teóricos de alcance empírico en el nivel fónico, sintáctico y semántico de las lenguas efectivamente existentes, como el castellano, por caso. La reflexión filosófica, por su parre, no tiene por qué someterse a dichas restricciones, ya que su objetivo es mucho más general y conceptual. Mientras una teoría lin-güísdca intentará determinar las reglas en virtud de las cuales cierta unidad léxica o secuencia de unidades léxicas son significativas, la fi-losofía del lenguaje se permite dar expresión a interrogantes tan poco específicos y hasta cierto punto misteriosos como estos: ¿cómo se rela-cionan las palabras con el mundo? ¿Existe, o tenemos derecho a supo-ner que existe una realidad independiente de nuestro lenguaje y nues-tro conocimiento ai que el lenguaje se refiere? ¿Cómo sucede que en

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general soy capaz de dar expresión lingüística a lo que quiero decir? ¿Y cómo es que lo que puede ser descripto desde cierto punto de vista como una sarta de ruidos o marcas tiene eso que llamo significado? ¿Cómo ocurre el acuerdo que en el uso comunicativo del lenguaje se manifiesta? ¿Qué significa distinguir entre la verdad y la falsedad res-pecto de tal o cual sarta de ruidos? .

Resulta claro que ninguno de los interrogantes listados puede ser una pregunta de una teoría lingüística y en cambio todos ellos perte-necen por propio derecho a la mochila que debe cargar el filósofo en su viaje hacia el tipo de comprensión buscada. En el fondo, lo que encontramos por el camino de la reflexión filosófica sobre el lenguaje son muchas de las clásicas preguntas de la filosofía desde sus comien-zos. Precisamente por ello podemos presentar algunas de estas cues-tiones como un medio para introducirnos en la filosofía.

Ahora bien, si tenemos un saber práctico que generalmente fun-ciona bien para habérnosla con el uso del lenguaje y si la filosofía no nos aportará teoría empíricamente contrastable acerca de ese lengua-je, ¿qué tipo de comprensión ganaremos a través del tratamiento espe-culativo y conceptual de preguntas como las consignadas antes? ¿Nos aportará la filosofía algún conocimiento? Y en cualquier caso, ¿qué utilidad, si alguna, tendría ese conocimiento?

Este es un punto controvertible y, de hecho, nos sitúa de lleno en un debate filosófico. Para aquellos filósofos que conciben la filosofía como una disciplina que aporta un saber positivo en un sentido simi-lar al que les atribuimos a las ciencias, tanto respecto del lenguaje como en otros campos, la filosofía nos ofrece conocimiento sistemáti-co y útil, sólo diferente del de una ciencia por su mayor nivel de abs-tracción y generalidad. En cambio, para otros que encuentran en la filosofía esencialmente un método de pensamiento y análisis crítico cuya única virtud es librarnos de las confusiones y mitos propios del "pensamiento vulgar" o aun del pensamiento científico, una vez al-canzada la comprensión perspicua de los hechos en consideración, nada subsiste como cuerpo de conocimientos teóricos. Sobre esta pers-pectiva algo hemos dicho en ei segundo apartado del capítulo ante-rior, pero ahora conviene retomarlo en relación con el ámbito de cues-tiones que nos ocupa.

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Significado y comprensión 73

Volvamos al hecho principal al que estamos dedicados en este ca-pítulo. La cuestión fundamental que el filósofo interesado por el len-guaje quiere esclarecer es cómo es posible el lenguaje, vale decir, cómo sucede que hay un comportamiento regular en la construcción de emi-siones lingüísticas siempre nuevas que son vehículos de comprensión. para hablantes y oyentes. Ei hecho es que ia práctica está allí, ante nosotros, con toda su riqueza, sus matices y su complejidad. Es decir, poseemos el saber práctico necesario, pero ¿en qué consiste este saber? ¿Es posible expiicitario y convertirlo en una teoría explicativa de nues-tra capacidad lingüística? ¿Podría ser esta teoría de carácter filosófico, en algún sentido pertinente de "filosófico"?

A ios fines de presentar a la filosofía desde la perspectiva analítica, Strawson propone una analogía que puede sernos útil para encuadrar nuestro tema. La analogía funciona de este modo: el conocimiento de la gramática de un idioma es al uso concreto de ese idioma por parte de sus hablantes, lo que el conocimiento conceptual aportado por el filósofo es al uso normal de los conceptos que subyacen en la expe-riencia, el pensamiento y la práctica común del lenguaje. Se impone aquí la clásica distinción entre "saber hacer" y "saber que". La idea es que sabemos hablar sin necesidad de saber que tal régimen gramatical guía nuestra habla, como también sabemos usar ciertos conceptos des-tacados por la filosofía, sin necesidad de que el filósofo venga a ense-ñarnos qué es saber, en qué consiste ia verdad o ei significado de ia palabra "existencia", para citar algunos de tales conceptos. Cabe en-tonces la molesta pregunta que tantos profesores de filosofía acostum-bran enfrentar en sus cursos: ¿para qué sirve la fiiosofía, si viene a contarnos algo que, además de estar sujeto a ia propia controversia inacabable de los filósofos, de todos modos no necesitamos en los requerimientos prácticos y complejos de nuestra vida? Si Austin tenía razón, y el lenguaje natural está lleno de finas distinciones conceptua-les que han probado su eficacia en el transcurso de su larga y ancha vida, ¿para qué molestarse con las a menudo toscas y abstrusas distin-ciones filosóficas?

La moraleja inmediata de esta analogía es, por un lado, que el dominio de una práctica no conlleva el dominio explícito de la teoría de esa práctica. Por otro lado, sugiere que así como es posible formu-

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n iiA naosoíia

lar la teoría de un lenguaje -por ejemplo, su gramática- también es concebible en principio esperar que la filosofía sea capaz de formular la teoría de un lenguaje en general o, mejor aún, no de un lenguaje en toda su especificidad, sino de aquellos aspectos más generales subya-centes que conformarían la estructura conceptual implicada en nues-tro uso del lenguaje. La idea que aquí se presenta es que hay un núcleo de nociones clave como las de saber, verdad, significado, explicación, conocimiento, identidad, existencia, que aprendemos a emplear con éxito sin ei aprendizaje explícito de ninguna teoría. Para saltar de la práctica a la teoría subyacente necesitamos precisamente algo como la filosofía.

Profundizar en este curso de consideraciones nos volvería a las cuestiones "metafílosóficas" que ya hemos desarrollado en el capítulo anterior. Sólo ias hemos retomado para enmarcar la pregunta por el significado en un sentido filosófico distinguible del tratamiento que le dispensaría ia lingüística. Sea para desarmar las trampas concep-tuales que se generan tanto en ideas filosóficas ingenuas como profe-sionales sobre ei significado y otras cuestiones asociadas, sea porque se piense que hay una teoría sobre el lenguaje que la filosofía puede y debe brindar, lo cierto es que hay un sentido en que algunas de ias preguntas listadas más arriba son importantes para ei filósofo, y todas ellas pueden relacionarse entre sí en torno del problema de la com-prensión del significado lingüístico, problema que es hora de encarar en forma más directa.

Significado y explicación del significado

Uso y mención

Desde niños nos es familiar pensar que los significados de las pala-bras de nuestro lenguaje común son algo que se puede buscar y en-contrar y hay un lugar para hacerlo: el diccionario. De esta forma, la tendencia a concebir el significado como alguna especie de entidad asociada a las palabras pero diferente de ellas tiene un terreno fértil en el que echar raíces. En efecto, a pesar de que lo único que encontra-

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Significado y comprensión 75

mos al buscar en un diccionario el significado de una palabra es otra palabra, las asociaciones de palabras no son establecidas al azar, sino a través de lo que llamamos "sinonimia", que no es otra cosa c[ue la identidad de significado. En consecuencia, la primera fórmula de sig-nificado con la que estamos familiarizados en nuestra práctica lingüís-tica es un esquema del tipo "x" significa y o "x" significa "y", donde x e y son letras esquemáticas para cualquier expresión significativa. En el primer esquema la letra que está en lugar de la expresión cuyo signifi-cado buscamos es mencionada, y la letra que está en lugar de la pala-bra cuyo significado conocemos es usada; en el segundo esquema, ambas son mencionadas. Esa diferencia entre uso y mención es im-portante en este tipo de análisis, por lo que conviene presentarla con algo de detalle.

Para trazar la distinción entre uso y mención aplicamos la conven-ción habitual consistente en entrecomillar la expresión sobre la cual queremos hablar, es decir, la que mencionamos. Es un expediente sis-temático a partir del cual creamos nombres de expresiones. Sí digo Juan es bajo, nombro a Juan y afirmo algo de él, mientras que si digo "Juan" tiene cuatro letras nombro a la palabra Juan y de ella afir-mo algo. En consecuencia,/íí/íK y "Juan"son semánticamente distin-tos. Esta diferencia quizá se aprecie mejor si en lugar de un nombre como ejemplo tomamos una oración. Compárense, por caso, las si-guientes expresiones:

(1) Juan afirmó que Maradona es el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos, y

(2) "Maradona es el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos" es una oración larga.

También aquí la oración entrecomillada en (2) es un nombre de la oración usada en (1). En (2) no se afirma que Maradona es el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos, sino que esa oración es larga, por lo que podemos considerarla una afirmación verdadera, cualquiera sea nuestra opinión sobre Maradona. Por su parte, si (1) es verdadera, entonces Juan usó la oración de marras para afirmar su juicio sobre las virtudes deportivas de Maradona.

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76 Introducciones a la fllosoíia

La fórmula de significado

Hecha la distinción, se aprecia la importancia de definir, si en la fórmula de significado, ambas expresiones son mencionadas o si se combinan uso y mención. A la luz de las consideraciones anteriores, resulta claro que en la fórmula de significado no nos interesa hablar de la expresión que damos como sinónima de aquella cuyo signifi-cado querernos determinar. Por el contrario, decimos algo de esta ex-presión, y lo que decimos es qué significa, para lo cual usamos una expresión sinónima. Así, por el momento nuestra fórmula es "x" signi-fica y. Y este es el procedimiento que se sigue en la confección de diccionarios, pues a continuación de cada ítem se usan nombres y descripciones para referirse a lo que usualmente constituye la referen-cia o el significado de la palabra del caso. Es decir, los diccionarios no relacionan literalmente expresiones con expresiones sino expresiones con sus significados o referencias, y hacen esto usando ciertos nom-bres o descripciones más o menos sinónimos de las expresiones que figuran como entradas del diccionario.

En cuanto a la fórmula de significado, falta aún una cuestión fun-damental. Ya en el mismo diccionario muchas veces debe apelarse a algún ejemplo que dé el contexto de uso de la expresión para la cual se da el significado. Y lo que en un mero catálogo lexicográfico es una ayuda, pasa a ser central cuando nuestro interés es el problema de la comprensión que los usuarios de un lenguaje manifiestan respecto de sus emisiones lingüísticas. Pero si tenemos que tomar en cuenta a ios usuarios de las expresiones y no sólo a estas, nuestra fórmula de signi-ficado completa debe ser S sigriifica y con "x", donde "S" es una letra esquemática para simbolizar el nombre o la descripción de un sujeto que ha usado x"para significar j , pudiendo ser el sujeto en cuesrión el mismo que da el significado u otro que se lo explica a sí mismo o a un tercero. Es decir, el esquema puede dar lugar tanto a Yo significo y con "v"como a Élsignificay con "x". Por último, aunque la fórmula puede aplicarse tanto a palabras como a descripciones y a oraciones, inter-pretaremos que las expresiones de la fórmula son esquemas oracionales que simbolizan las oraciones que se usan para realizar algún tipo de enunciado en un contexto de comunicación a los fines de simplificar

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Significado y comprensión 77

el tratamiento del tema y dado que nuestro principal interés es la comprensión, y esta es una cuestión que, aun referida a partes de ora-ciones, se presenta primariamente en contextos oracionales.

Ahora estamos en condiciones de enfrentar preguntas como "¿en qué consiste el significado?" o "¿qué es el significado?". Para evitar la cosificación del significado, sea que se lo identifique con ideas, con-ceptos, entidades abstractas o pares de estímulo-respuesta, lo mejor que podemos hacer es sostener que el significado es lo que explica mía explicación del significado a través del uso de una fórmula de signi-ficado. Y puesto que todo uso de una fórmula semejante supone es-pecificar una expresión respecto de la cual se da un significado, la cuestión filosófica general acerca de qué es significar deja sitio a pro-blemas específicos de determinación del significado de expresiones particulares.

Sin embargo, es de esperar que esto no desaliente a quien busque algún hecho o esencia común detrás de todo acto de significar y detrás de todo uso concreto de la fónnula de significado. Surge ante noso-tros una pregunta misteriosa probablemente vociferada con tono des-esperado: ¿pero cómo es que un sonido o una marca se refieren a algo en el mundo o expresan una idea en la que pienso y que es catada por quien escucha ese sonido o ve esa marca? Resulta difícil ver claro qué se pregunta aquí. Aunque creo que cíi esta forma es una pregun-ta descaminada, seguramente expresa una inquietud auténtica que debe articularse de un modo más conveniente para tener respuesta. Pero esto no puede hacerse de un plumazo sino paso a paso. El prime-ro es dejar establecido que dar el significado de una expresión es algo que hacemos por medio de una fórmula como la propuesta, y esto consiste en establecer una correlación entre expresiones que se men-cionan y expresiones que se usan para los mismos fines que han sido usadas las expresiones mencionadas. Ei segundo paso será entonces, especificar esos usos y esos fines o funciones respecto de los cuales se establece la correíación. Para ello es crucial tomar en cuenta que el valor de las expresiones dependerá, al menos parcialmente, del con-texto en el cual estas expresiones son emitidas, pues no olvidemos que la fórmula de significado pone en relación expresiones, usos y usua-rios de expresiones. Con la orientación dada por estas indicaciones.

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avancemos hacia una articulación más precisa del interrogante alrede-dor del cual gira este capítulo.

Tipos de significado

Significado natural y significado no natural

Una primera distinción básica en ei ámbito del significado es la que a menudo se estabiece entre significado natural y no natural. Como se habrá apreciado, aquí estamos interesados por esta likima ciase. La diferencia se percibe claramente cuando se contrastan algunos ejem-plos típicos de ambas clases. Los siguientes enunciados son casos de significado namrai:

(1) Ganar la lotería significa un gran cambio en la vida de una persona.

(2) Las placas en su garganta significan que tiene anginas. (3) Las formas de estas montañas significan que hubo una intensa

actividad glaciar en la región.

Por su parte, son casos de significado no natural justamente ios que pueden ser tratados con ia fórmula de significado propuesta. Ejem-plos como ios que siguen ilustran bien ei contraste con los anteriores:

(4) Ei cartel de "prohibido fumar" significa que nadie puede en-cender tabaco en el avión.

(5) Cuando el juez dice "íos declaro marido y mujer" significa que los novios se han casado.

(6) Cuando dijo "la casa está en orden" significó que debíamos desmovilizarnos."

En el primer grupo de enunciados, "significa" refiere a una regula-ridad entre fenómenos que se describirían normalmente como de tipo causal. En esos enunciados se establece que un estado de cosas o even-to es causa o consecuencia de otro estado de cosas o evento, sin que

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Significado y comprensión 79

esto dependa de convención o regla alguna que así lo disponga. Ade-más, en los tres casos se afirma una implicación de un fenómeno por otro. Esto' quiere decir que no es posible afirmar que las placas signifi-can anginas y que sin embargo una persona tiene esas placas y no tiene anginas. Por el contrario, que "prohibido fumar" signifique lo que significa, obedece a una convención, regla o costumbre que se acepta socialmente, pero el vínculo entre ese cartel y la conducta de quien lo lee no es primariamente natural. A esto se agrega que no hay implicación entre el cartel exhibido y la respuesta producida en el piiblico, como tampoco lo hay en (6), donde "significó" remite a una interpretación. En cuanto a (5), si bien hay una implicación, esta se fundamenta en un acto fuertemente convencional, no en un vínculo de tipo causal como en las implicaciones del grupo uno. Pero quizá la diferencia más importante entre ambos grupos, de las cuales las seña-ladas son aspectos parciales, es el hecho de que en los ejemplos del segundo grupo ei significado es el resultado de una acción racional cuya característica es la intención de comunicar algo, propiedad au-sente en los casos del grupo uno.

Oración, modalidad y significado del hablante

De ahora en más, siempre que hablemos de significado lo haremos en el sentido no natural, que es, por otra parte, el sentido con el que venimos usando la palabra. Entre ios significados de esta clase debe-mos distinguir tres tipos o, si se prefiere, tres dimensiones: el oracional, ei de ia modalidad enunciativa del enunciado que se realiza al emitir la oración y, por liitimo, el significado del hablante. Estas distinciones son de la máxima importancia y habrá que desarrollarlas con cierta extensión y sistematicidad. Debe quedar claro que una teoría de la comprensión del significado integrará todas estas dimensiones.

Volvamos a nuestra fórmula de significado, S significa y con "x'\ en ia que, como se aclaró, xe j s o n esquemas oracionales. Los tres signi-ficados de "significa" que hemos distinguido llevan necesariamente a un análisis más complejo de su funcionamienro. Empecemos por la estructura interna de "x". En ella deberemos discriminar la oración, cuya simbolización estándar es la letra esquemáticap, de la modalidad

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1 K) Introducciones a 5a filosofía

del enunciado en el que se usa "p"para realizar determinada acción lingüística, que simbolizaremos con la letra "F" y que indica la idea de fiierm o modalidad del enunciado. El significado oracional de "p "será una fi,mción de los significados de sus partes constitutivas y de la estructura lógica de la oración. En general, se distinguirán en "p" una expresión referencial y una expresión predicativa ordenadas en una secuencia determinada. Por sulparte, el significado de "F" esta-rá dado por el tipo de acción que se realiza al emitir el enunciado, como por ejemplo afirmar, preguntar , ordenar, prometer, agradecer, persuadir, engañar, etc. Aunque no en todos los casos, en muchos de ellos la acción lingüística tiene algún tipo de codificación simbólica explícita en el lenguaje, como los signos de interrogación o admira-ción; otras veces, el tipo de acción está solamente indicado por la es-tructura sintáctica de la oración y ei contexto de emisión.

Veamos cómo fiincionan esas precisiones en algún ejemplo sim-ple. Alguien se dirige a mí después de la cena diciéndome "Samuel, ;bebes café?". Ei significado oracional de lo que dijo está dado por ei contenido proposicional de la oración cuyos componentes son un nombre propio que funciona para hacer referencia y un predicado que establece una relación entre el sujeto nombrado y un objeto o simple-mente atribuye una disposición conductual a un agente. Este signifi-cado oracional está presente también en "Samuel bebe café" y en "Samuel, ¡bebe café!". Lo que varía en los tres casos es la acción lin-güística, que en el primero es una pregunta, en el segundo una afirma-ción y en ei tercero un pedido o una orden. Si estoy interesado en comprender lo que se me dijo, necesito conocer tanto el significado de la oración como el significado de la modalidad enunciativa, pues si no comprendo la primera -porque no conozco el idioma en el que me hablan, por ejemplo- no podré reaccionar de ningún modo que se base sobre /oque se me dijo, y si no capto cóinosc me dijo lo que se me dijo, mi reacción bien pudiera ser completamente inapropiada, como ocurriría si contesto "no tengo" a la pregunta del primer caso, y en cambio podría ser una respuesta adecuada para el tercer enunciado al menos eú la interpretación más usual de la situación.

Desde luego, muchas veces las situaciones no son tan simples y transparentes. Cuando en un viaje en autobús me dispongo a bajar

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Significado y comprensión 81

7 me dirijo a otro pasajero que está parado entre la puerta de descenso y yo, diciéndole "¿baja?", la oración completa implícita en mi emisión es mucho más compleja y larga, y, si bien el acto lingüístico realizado es el de una interrogación, mi intención comunicativa es también mu-cho más compleja. Precisamente para dar cuenta de este último ele-mento es necesario hablar del significado del hablante que constituye la dimensión puramente pragmática del lenguaje como distinto de los otros dos. Pero antes de desarrollar este tema, obsérvese que el acto de habla que realizo muchas veces no se corresponde con el acto de habla cifrado en las formas del lenguaje. Si pregunto a un transeúnte "¿tiene hora?", el acto de habla que he realizado es más bien un pedido de que me informe qué hora es y no una pregunta. Aquí la zona de demarca-ción entre el segundo y el tercer tipo de significado es algo borrosa, lo que no quiere decir que desaparezca. Para ver claro en este punto es conveniente que consideremos primero ei significado del hablante.

La introducción del concepto técnico de significado ocasional del hablante se debe a H. P. Grice, quien lo propuso en su conocido ar-tículo "Meaning" de 1957 y lo refinó en trabajos posteriores. Esta noción se propone recoger la intención comunicativa con la que se realiza una acción lingüística, como una dimensión distinfa de los significados de palabras, oraciones y proferencias que obedecen a las reglas convencionales que ios especifican. Dada la prioridad que en esta dimensión tiene ia función comunicativa del lenguaje, es pre-ciso ampliar nuestra fórmula de significado incluyendo en ella un sím-bolo para el oyente o destinatario de la emisión del hablante.

De acuerdo con ei análisis ofrecido por Grice, las condiciones necesarias y suficientes para determinar el significado ocasional del hablante, en términos de nuestra fórmula de significado ampliada, es el siguiente:

5 intentó significar/mediante "x" si y sólo si intentó que su proferencia de x produjese el efecto {E} en una au-diencia (O) por medio del reconocimiento por parte de Ode esa misma inten-ción.

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La idea esencial es que e! significado del hablante se determina a través de la determinación de la intención comunicativa, y sólo se da esta intención si lo que causa en el oyente el efecto o la respuesta bus-cados por 5es el reconocimiento por parte de O de la intención de S.

En la situación en la que digo a alguien (O) "¿tiene hora?", yo soy 5, "x" se compone del contenido oracional "tener hora o reloj" (p) y del modo interrogativo (F), y mi intención comunicativa es lo que se expresaría con el enunciado "dígame la hora, por favor", que es lo que comunico a O a través de la emisión de x, sobre la base de que mi interlocutor reconozca mí intención y reconozca que mi intención es que él la reconozca a partir de mi emisión de x. Se distinguen así ios tres tipos de significado: el oracional, el de la acción lingüística y el de mi intención comunicativa.

Debemos decir ahora algo del delicado tema de las relaciones entre los tres tipos de significado. A la complejidad propia de la cuestión se agrega que ella ha sido y es objeto de fuerte controversia. Están aque-llos filósofos que siguen el programa de Grice y privilegian el signifi-cado del hablante por sobre ios otros dos. Ya en ei trabajo de 1957 Grice afirmó que esperaba que su análisis contribuyera a la clarifica-ción del significado en general, otorgándole a la intención comunicativa el peso fundamental para la determinación del significado de ía ora-ción e incluso de las partes de la oración. En el extremo opuesto se encuentran quienes restringen la teoría del significado a una teoría semántica que proporcione para un lenguaje £ las condiciones de ver-dad para cada oración de L. El significado oracional es aquí ei que manda, y, en todo caso, a íos fines de ia comprensión de ia conducta lingüística, tal teoría semántica deberá ser complementada con un estudio pragmático de tipo psicosociológico. Finalmente, están ios teóricos de los actos de habla, como Austin -iniciador de esta clase de análisis- y Searle, su discípulo, quienes extienden la semántica hasta incluir el estudio del significado de la fuerza ilocucionaria (tal la ter-minología técnica). Estos aurores tienden a pensar el significado de la fuerza de las acciones lingüísticas como de naturaleza enteramente convencional, por lo que ia semántica debe ofrecer un análisis en tér-minos de las reglas necesarias y suficientes para que tal significado sea dado. Así, esta perspectiva se diferencia de la Grice, ya que para este el

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Significado y comprensión 83

significado del hablante no es convencional aunque se vehiculice even-tualmente a través del uso de dispositivos lingüísticos convencionales.

La posición más sensata es entender que, al menos a los efectos de explicar la comprensión de la conducta lingüística, los tres tipos de significado son igualinente necesarios y todos juntos quizá suficien-tes. Privilegiar uno u otro dependerá de la finalidad que persiga la teoría que se elabore. Si se pone el acento en la génesis o adquisición del lenguaje, habrá que decidir qué es primero: si el significado en términos de intención comunicariva, del que luego se derivan y crista-lizan tanto los tipos de actos de habla como el significado oracional o si, por el contrario, se parte de la idea de que la intención comunicativa no podría surgir y articularse, de no existir ya un sistema de símbolos que exhibe una estructura sintáctica y semántica que determina es-trictamente las posibilidades comunicativas. Del mismo modo deberá tomarse alguna decisión teórica si el interés no está puesto en el aspec-to genético sino en el vínculo lógico o conceptual entre los diversos significados, y quizás estas dos decisiones no tengan el mismo resulta-do, y lo que es primero en el orden genético no lo sea en el orden conceptual. En cualquier caso, la rarea central es mostrar cómo se da la trabazón entre los tres significados en un intercambio lingüístico dado. Una teoría de la comprensión no estará lograda, mientras los tres significados aparezcan reunidos como si se tratase de un milagro o una feliz casualidad.

Dimensiones de ia comprensión

Ahora que sabemos algo más sobre las diferentes dimensiones del significado, podemos intentar comenzar a responder en qué consiste su comprensión. Identificar una sarta de ruidos o marcas como un fragmento de lenguaje implica, en primer lugar, discernir en ellos una estructura sintáctica que permita determinar las unidades de signifi-cación. Una vez hecho esto, se necesita dar una interpretación de esa secuencia lingüística, supongamos una oración, por ejemplo tradu-ciéndola de la misma a un lenguaje cuyo dominio ya se posee, o sim-plemente mostrando la equivalencia de esa expresión con otra de!

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mismo lenguaje. Esta equivalencia remite, por un lado, al contenido propo.sícional expresado por la oración, esto es, el estado de cosas acerca del cual versa esa oración, y por otro lado, al tipo de acción lingüística que se realiza al emitir esa oración. Finalmente, si se trata de un con-texto comunicativo, se debe definir la intención comunicativa de quien emite la expresión.

Llamemos a cada una de e.stas instancias primero, segundo y tercer nivel de comprensión, correlacionados respectivamente con los tres tipos de significado. Desde luego, no se trata de un orden cronológico sino de una descomposición lógica de un proceso unitario. En el pri-mer nivel de comprensión lo que se capta es el significado de la ora-ción que, como se dijo, es fimción del significado de las partes. Com-prender el significado de las partes de la oración es saber a qué se refiere la expresión referencial y qué se predica de dicha referencia. Este nivel es aquel en el que el lenguaje despliega su poder representa-tivo respecto de la realidad con la que se articula. En otras palabras, es el nivel en el que el lenguaje se toca con el mundo.

Cuando ia acción lingüística es la de aseveración de un juicio, com-prender el juicio es ser capaz de establecer las condiciones de verdad de dicho juicio, es decir, cuándo es verdadero y cuándo es falso. En este tipo de acto de habla, las condiciones de satisfacción de la acción lingüística, es decir, las que deben cumplirse para que la acción se realice, son condiciones de verdad. Otros tipos de actos de habla tie-nen otras condiciones de satisfacción. Estas condiciones pueden traducirse como el conjunto de reglas que implícitamente es posible suponer que los usuarios del lenguaje siguen en sus interacciones ver-bales. En consecuencia, lo que una teoría semántica tendrá como ob-jetivo es ia determinación de las reglas para cada tipo de acto de habla más la formalización de las que rigen ia referencia y la predicación, pues el supuesto básico es que ia comprensión del significado implica algún grado de conocimiento práctico de esas mismas reglas por parte de los hablantes.

En cambio, no hay un conjunto de reglas que fijen el tercer nivel de comprensión para cada intención comunicativa. En este nivel, la comprensión está dada por la actitudproposicionalc^^ es atribuible al emisor, lo que también está implicado en el segundo nivel.

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Significado y comprensión 8 5

La expresión "actitud proposicional" fue introducida por Bertrand Russell para referirse a cierto tipo de estados psicológicos, aquellos cuyo contenido se expresa por medio de oraciones declarativas, como "creer que Russell fue un filósofo". Creer, desear, sospechar, opinar, etc., son casos paradigmáticos de esta clase de actitudes o estados psi-cológicos, que se diferencian de estados en los que se tiene una sensa-ción, por ejemplo un dolor. Las actitudes en cuestión fueron califica-das de "proposicionales" por Russell porque, sostuvo, los contenidos u "objetos" a los que tales actitudes se refieren son proposiciones. Las atribuciones de actitudes proposicionales tendrán la forma de una oración del tipo "Samuel cree que Bertrand Russell fue un filósofo". Como se ve, estas atribuciones se presentan tanto en el análisis de los actos de habla como en el de la intención comunicativa en los térmi-nos de Grice, por lo que una teoría del lenguaje que apunte a la eluci-dación de la comprensión del significado deberá contener un estudio de la lógica y la semántica de este tipo de entidades lingüísticas.

Aquí no nos interesa abrir una discusión sobre los complejos pro-blemas que presenta el tratamiento de estas expresiones, básicamente, los problemas relativos a la opacidad referencial propios de los contex-tos intensionales. En la bibliografía señalada al final deFcapítulo se incluyen algunas obras que serán de ayuda para el lector interesado en profundizar en su estudio. Baste señalar que una teoría de la com-prensión lingüística debe combinar ei estudio de las atribuciones de actitudes proposicionales con una investigación psicológica de los es-tados mentales implicados.

Volvamos a nuestro tema principal. Comprender el significado de la emisión de una oración usada para realizar un enunciado involucra, entonces: la especificación de las condiciones de satisfacción del con-tenido proposicional de dicha oración, la determinación del tipo de acción lingüísrica realizada y la atribución de una actitud proposicio-nal al hablante, a fin de interpretar la intención comunicativa con la que ha realizado el enunciado del caso. Está claro que este tratamiento de la comprensión se aplica a un contexto comunicativo en el que un oyente o intérprete se propone comprender lo dicho por otro sujeto que emite en forma oral o escrita un fragmento de lenguaje. Pero ¿qué hemos de decir respecto de ia comprensión del significado en contex-

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tos de aprendizaje o adquisición de! lenguaje? El problema es muy discinto del que hasta ahora hemos tratado, pues en las situaciones consideradas teníamos un sujeto en posesión plena de un lenguaje que intenta comprender a otro sujeto también en posesión plena de su lenguaje, sea este el mismo u otro distinto. En cambio, en la situa-ción de adquisición, lo que importa determinar es qué es comprender una emisión lingüística por primera vez. Sin embargo, más allá de la diferencia apuntada, puede formularse un interrogante más genérico a propósito de la comprensión del significado: ¿cómo es que en un instante, quien comprende parece tener ante su mente de una vez y para siempre ia aplicación correcta de una regla o el uso de una pala-bra o, en forma más amplia, el significado de x, sea "k" lo que fiiere? Téngase en cuenta que en la comprensión del significado se supone una aplicación reiterada y abierta de eso que se comprende, no res-tringida a una serie finita o a cierto tipo de situaciones en particular. Para completar el análisis del fenómeno de la comprensión del signifi-cada es necesario responder a esta pregunta.

La sugestión de un misterio detrás del fenómeno de la compren-sión desaparece una vez que dejamos de concebirlo como un proceso o estado de conciencia o incluso como un mecanismo mental o cere-bral de alguna cíase. Aquí debemos separar dos pianos del problema: el psicológico, en el que se trata de establecer modelos explicativos de naturaleza hipotética que den cuenta del entrenamiento y condicio-namiento en términos causales, y el plano conceptual en el que esta-mos trabajando y pertenece a la descripción filosófica. En este plano nos interesa la descripción del fenómeno y nos importan las razones que justifican la atribución de la capacidad del uso del lenguaje, que es lo que está involucrado en la comprensión del significado. Las ex-plicaciones causales son hipotéticas y empíricas, y son tema para una psicología experimental, mientras que la descripción conceptual del filósofo se mueve en ei terreno de la justificación racional.

La idea básica es que comprender el significado de una expresión lingüística no es un estado o proceso consistente en la presencia de una especie de sombra de la expresión ante la mente de quien comprende. Hay una tendencia a concebir que el significado y la comprensión son procesos que se producen simultáneamente y que acompañan el uso

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Significado y comprensión 87

del lenguaje. Pero la comprensión no es un proceso, pues a su respecto no cabe pregtmtar cuándo comenzamos a comprender o cuánto tiem-po comprendemos. Este es un mito cuya aparición se ve facilitada por-que hay una diferencia genuina entre percibir un signo entendiéndolo y hacerlo sin entendimiento alguno. Pero esta diferencia no podría ser descripta adecuadamente como una diferencia entre algo que se tiene o que no se tiene en la mente y que ya no es un signo, pues toda interpretación nos remitirá nuevamente a signos. Si entiendo el signi-ficado de la expresión "rojo", no es como consecuencia de consultar un muestrario mental de colores del que extraigo un ejemplar de rojo que lleva debajo la inscripción "rojo", pues también en este reducto de mi mente podría haber equivocado la muestra. Por lo demás, la misma capacidad que me permite entender la expresión "rojo" es la que me permitiría consultar exitosamente el muestrario mental.

Si estas observaciones son correctas, es necesario ofrecer otro aná-lisis de la comprensión del significado. Aún tenemos que lesponder dónde y cómo "se juntan", por así decir, el signo lingüístico con su significado. La respuesta requiere concebir el lenguaje y nuestra capa-cidad lingüística en términos muy diferentes de los sugeridos por el modelo psicologista o mentalista que hemos desestimado. Eso hare-mos en el próximo y último apartado de este capítulo.

La institución del lenguaje

La idea central a la que nuestro análisis arriba es que coniprender el significado lingüístico equivale a adquirir una habilidad práctica, la capacidad del uso regular del lenguaje. El lenguaje es en esta perspec-tiva una institución, la más básica de todas ias instituciones, cotno ya hemos dicho en el primer apartado del capítulo 1. Y para que liaya institución es necesario que haya reglas y cricerios que fijen condicio-nes de satisfacción de la aplicación de las reglas. Pero es en la práctica misma donde la conducta lingüística individual se anuda a los reque-rimientos de esas reglas, pues entender las reglas y aplicarlas supone haber adquirido ya la habilidad en cuestión, no viceversa. Investigar el conocimiento Üngüísrico es investigar la adquisición de la corresfiori-

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diente habilidad, y estudiar una habilidad es estudiar su ejercido. "Conducta lingüística" debe entenderse aquí en su más amplio senti-do, de modo que el "habla silenciosa" con uno mismo también es una conducta lingüísdca perteneciente a la institución del lenguaje.

Tenemos ahora el camino abierto para responder a la pregunta acerca de dónde se juntan signo y significado. La respuesta es simple pero rica en consecuencias. No hay un lugar donde se junten, porque adquirir el signo es adquirir el significado. El lugar en el que se ad-quieren conjuntamente es ia práctica misma del lenguaje y no hay una instancia más importante y fimdamental a ia que dirigirse para a su vez dar razón de este hecho.

Por otra parte, es preciso concebir el fiincionamiento del lenguaje en coordinación con el conjunto de nuestra actuación. Hablar una lengua forma parte de una actividad que toma su sentido en relación con el resto de nuestros actos. Wittgenstein acuña el concepto de jue-gos de lenguaje a fin de esciarecer esta dimensión práctica. Es una noción que ya iia aparecido en el capítulo anterior en función del pro-blema de la elucidación de la naturaleza de la fiiosofía. Retomarla aho-ra nos permitirá ubicar de un modo más adecuado el problema de la comprensión del significado en una concepción integral del lenguaje.

La idea de que los signos del lenguaje cobran vida en ei espado interior de la mente se presenta frecuentemente asociada a la reduc-ción del uso de las palabras a ia nominación de objetos. La noción de juegos de lenguaje es introducida por Wittgenstein con dos finalida-des básicas: mostrar que es en la acción donde las palabras y oraciones cobran vida y destacar ia diversidad de ílinciones que los signos lin-güísticos ostentan. La expresión aparece en I F 7 referida a juegos o prácticas a partir de los cuales ios niños aprenden su lengua materna. Hacia el final de ese apartado Wittgenstein aplica la expresión "ai todo formado por el lenguaje y las acciones con las que está entretejido". Es decir, los juegos de lenguaje no son juegos en ei lenguaje o juegos de palabras. Por su parte, ia variedad de empleo de las palabras se ilustra con las analogías que Wittgenstein propone. En el apartado 11 com-para el lenguaje con una caja de herramientas y en la siguiente con los insrrutnentos del tablero de una locomotora. Esta última es particu-larmente iluminadora por lo que bien vale citar el texto completo:

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Significado y comprensión 89

Es como cuando miramos la cabina de una locomotora: allí hay manubrios que parecen todos más o menos iguales. (Esto es comprensible puesto que todos ellos deben ser asidos con las manos). Pero uno es el manubrio de un cigüeñal que puede graduarse de modo continuo (regula la apertura de una válvula); otro es el manubrio de un conmutador que sólo tiene dos posiciones efectivas; está abierto o cerrado; un tercero es un mango de una palanca de frenado: cuanto más fuerte se tira, más fuerte frena; un cuarto es el manubrio de una boinba: sólo fijnciona mientras uno lo mueva de acá para allá.

Es decir, rodos esos instrumentos parecen similares mientras no se preste atención a sus múltiples empleos, pero una vez que sabemos lo que hacer con ellos, el contraste de sus diversos usos no puede ser ma-yor. Forzando un poco las cosas, podríamos incluso correlacionar di-versas palabras con las palancas del tablero. Por ejemplo, las palabras de colores o los números reales trabajan más o menos sobre un conti-nuo, como el primero de los instrumentos; "verdadero" y "falso" o "sí" y no" podrían ser emparejados con el manubrio del conmutador. (Dejo al lector la tarea de imaginar las otras correlaciones.)

Sin embargo, destacar la midtiplicidad de usos de las expresio-nes lingüísticas cobra toda su importancia cuando se la vincula con ei otro objetivo, el de afirmar que es en la acción en doade surge el significado. En este sentido, los diferentes juegos de lenguaje son mode-los, pautas o ejemplares en los que los signos lingüísticos adquieren su significado, al ser referidos a cosas, estados de cosas, rasgos o eventos del inundo y al ser coordinados con el uso de otras expresiones en cursos de acción. Dicho de otra manera, los juegos de lenguaje constituye}! el signi-ficado y son vehículos de comprensión.

¿Por qué Wittgenstein eligió el término "juegos" en lugar de "mo-delos" o "pautas"? La respuesta se impone por sí misma cuando se repasan ios apartados 66 a 70 de IF. Allí sostiene que no hay nada como una esencia común a todo lo que llamamos "juegos", sino que las diferentes cosas que así consideramos exhiben ciertos "parecidos de familia" entre ellos. Si echamos un vistazo a la diversidad de juegos se ve claro. En efecto, ¿hay acaso un elemento común que haga juegos a los diferentes juegos de tablero, de cartas, de pelota, de lucha, etc.? Hay diversos rasgos que se repiten en algunos, y otros en otros, pero ninguno de esos rasgos se encuentra en todos ni es más esencial que

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imroaucclones a la filosofía

todos los demás. Por eso afirma Wittgenstein que los juegos forman familias, pues también en una familia hay una multiplicidad indefini-da de rasgos que se entremezclan en sus diferentes miembros: estatu-ra, facciones, color de ojos y de pelo, andares, tono de voz, rasgos de carácter, etcétera.

Y estas características de los juegos son transferibles a los juegos de lenguaje, por lo que podemos resumir en las siguientes observaciones lo que llevamos dicho sobre los juegos de lenguaje:

1) ia aplicación que se haga de la expresión "juegos de lenguaje" estará emparejada, en cuanto a su laxitud y vaguedad, con la aplica-ción que se haga de la palabra "juego". Los juegos forman familias y exhiben entre sí diversos parecidos pero ningún rasgo esencial común;

2) así como el jugar es una actividad que forma parte de nuestra "historia natural", así ocurre respecto del jugar juegos de lenguaje;

3) jugar un juego de lenguaje es participar en una forma de vida; 4\ así como podemos inventar juegos de diversa clase, también

podemos inventar juegos de lenguaje; 5) los juegos de lenguaje que inventamos nos sirven como térmi-

nos de comparación para dilucidar problemas originados en nuestro lenguaje natural y ordenario de una manera posible;

6) un juego, lingüístico o no, involucra generalmente mucho más que lo que viene dado por las condiciones necesarias y suficientes para jugarlo (la complejidad y variedad de sus reglas, la gracia del juego, etcétera).

Estos comentarios sobre los juegos de lenguaje tienen por finali-dad insistir en una concepción del lenguaje según ia cual este no es ni una unidad formal ni una trama de significaciones independientes de la vida de quienes lo usan, sino una trama integrada en ei conjunto de nuestra vida. Por lo mismo, el significado, rasgo esencial de lo que consideramos lenguaje, debe entenderse en relación con esa trama. El punto central es la idea de que el significado y su comprensión se consti-tuyen en el lenguaje en uso, y los diferentes dispositivos analíticos que hemos recorrido, como la fórmula de significado, las condiciones gricianas para el significado del hablante, la lógica de los actos de

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Significado y comprensión 9 i

habla o los juegos de lenguaje wittgensteinianos, son técnicas de las que la filosofía puede disponer para el mejor tratamiento de los asun-tos que nos han ocupado en este capítulo. Desde luego, los tópicos de un estudio filosófico del lenguaje abarcan muchos asuntos de los cua-les poco o nada hemos dicho, como la referencia y la predicación, que a su vez llevan a cuestiones tan espinosas como la naturaleza de los nombres, las descripciones y la estructura lógica de la predicación. Pero no debe perderse de vista que las diferentes áreas temáticas de las que nos ocupamos en el libro, son abordadas como otros tantos cami-nos para introducirnos en el estudio y la práctica de la filosofía. De rodos modos, en el próximo capítulo tendremos oportunidad de aso-marnos a "la cara ontològica" de algunas de las cuestiones que queda-ron fuera de este. Probablemente eso nos permita retomar algunas cuestiones que aquí quedaron pendientes.

Bibliografía básica para el capítulo

• Austin, J . Ensayos filosóficos. Madrid, Alianza Universidad, 1989. • Austin,]. Palabmsy acciones. Buenos Aires, Paidós, 1971. • Black, M. Explicaciones del significado, en M. Bunge, Antologia semàntica.

Buenos Aires, Nueva Visión, 1960. • Grice, H. P. Significado. Cuajemos de critica. México, UNAM, 1977- (Edi-

ción original de 1957.) • Merleau-Ponty, M. Signos. Barcelona, Seix Barrai, 1964. • Peirce, C, S. El hombre, un sigtw. Barcelona, Editorial Crítica, 1988. • Searle, J. Actos de habla. Madrid, Cátedra, 1980. • Simpson, T. M. (comp.), Semántica filosófica: problemas y discusiones. Bucuos

.4ires, Siglo XXI, 1973. • Strawson, P. E Análisis y metafisica. Barcelona, Paidós, 1997. • Strawson, P. E Ensayos lógico-lingüísticos. Madrid, Tecnos, 1983. • Wittgenstein, L. Investigaciones filosóficas (IF). Madrid, Alfaya, Ì999.

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3 Un mundo, muchos mundos, ningún mundo

¿Podemos "conocer" de hecho el universo? Dios mío, bastante • duro es manejártelas en el Barrio Chino. Pero la cuestión es: ¿hay algo ahí ajuera? ¿y por qué? ¿y por qué tienen que ser tan ruidosos? Por último, no puede haber ninguna duda de que la principal característica de la "realidad" es que anda escasa de esencia. No que no tenga esencia, sino sólo que anda necesitada de ella,

Woody Alien

La filosofía nació metafísica, lo que hace de esta área de la filosofía el camino más ancho y complejo de todos los que podemos-pscoger para introducirnos en su estudio. Como quizá el lector sepa, debemos este vocablo a los griegos, de quienes también heredamos la palabra "filosofía". Cuenta la historia que Andrónico de Rodas colocó los li-bros de Aristóteles que tratan de la prote filosofia (filosofía primera) detrás de sus libros de física, por lo que "metafísica", que literalmente significa detrás de la fisica, es, desde Aristóteles en adelante, el nombre para la filosofia primera. Pero lo que en su origen tuvo el significado literal de detrás de la física, con el tiempo devino más allá, más funda-mental, etc. Como en el refrán popular "detrás de todo gran hombre hay una gran mujer", con el que se destaca que el sostén de la grande-za del primero es ia grandeza de la segunda, la metafísica, es decir, lo que está detrás de la física, pasó a ser la disciplina fundamental, por ser su objeto de estudio aquello en lo que se sostiene todo lo qtie hay. Pero ¿en qué consiste este objeto de estudio?

En consonancia con lo ya aclarado en el prólogo, no haremos aquí un desarrollo histórico de la respuesta a esta pregunta. Tanto más ím-proba sería semejante relación, cuanto que en el caso de la metafísica

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SU historia es prácticamente la de la filosofia misma, con sus a veces profundas, otras enmarañadas, pero siempre apasionadas controver-sias. .Sin embargo, no podremos prescindir de una breve referencia al lema de la "filosofía primera" en Aristóteles. Por él deberemos comen-zar para luego presentar en forma sistemática las cuestiones a las que alude ei, por cierto, algo misterioso título de este capítulo.

Filosofía primera

Aristóteles definió la filosofía primera como "ia ciencia que estu-dia el ser en tante» {qua) ser j las propiedades que como tai le corres-ponden". A primera vista, esta frase resulta enigmática. Su oscuridad dio lugar a innumerables y abstrusos debates a lo largo de la historia del pensamiento. Se vuelve difícil de comprender cuando se piensa en un algo llamado "El Ser" que hay que caracterizar para saber qué le corresponde qua ser. Una manera de resolver o al menos encauzar el misterio es identificar El Ser con Dios, lo que fue hecho por muchos filósofos, empezando por el propio Aristóteles. Desde esta perspecti-va, la fiiosofía primera es teología. Pero en Aristóteles el sentido de "teología" es distinto del que más tarde se encuentra en la filosofía, sobre todo a partir del cristianismo. Aristóteles pensó la teología como el saber básico y universal porque se ocupaba de estudiar aquella sus-tancia principal entre todas las primeras. Es decir, la ciencia natural no era la niás fundamental de las ciencias porque no estudiaba los seres o sustancias primeras en aquello que las hacía ser lo que son, sino en su particularidad de ser sustancias naturales. En cambio, investigar lo que tales sustancias son en tanto tales era la tarea propia de la teolo-gía, en tanto metafísica o filosofía primera. Su objeto de estudio fue entendido, en resumidas cuentas, como la totalidad de lo que hay, no en la especificidad de todos y cada uno de los seres existentes, sino en aquello que hace que sean, esto es, aquello que los hace existentes. Pero en la medida que se piense que todos los seres deben su existencia a un primer principio o primera causa, cae por su propio peso que el objeto último de la investigación metafísica será ese Principio Supre-mo, que Aristóteles identifica con Lo Divino o, simplemente. Dios.

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Un mundo, muchos n i i m d o s . ningún mundo 95

AJiora bien, si se deja a un lado el componente teológico, la meta-física se identifica lisa y llanamente con el estudio de aquellos rasgos formales que presentan todos los entes en general por el solo hecho de ser. Esto lleva a un estudio lógico de los principios más abstractos que constituyen los criterios a partir de los cuales "las cosas" cobran exis-tencia y realidad, Y esto no es, en última instancia, otra cosa que el estudio de las diferentes categorías en que se ordena y articula lo que existe, desde el más ínfimo hasta el más excelso de los seres, pues, desde el punto de vista metafísico, todos tienen igual dignidad.

Entonces, si de la filosofía primera de Aristóteles retenemos este sentido, la metafísica será lo que se conoce más comúnmente bajo el nombre de "ontología", expresión que se usa con mayor frecuencia que la de "metafísica" en las discusiones contemporáneas de estos te-mas. En términos aristotélicos, la ontología se ocuparía de determinar cuáles son las categorías del ser, vale decir, las clases de cosas que exis-ten. Pero ¿qué son, originariamente, las categorías? El término "cate-goría" file introducido con un sentido técnico por primera vez por el propio Aristóteles, para aplicarlo a lo que llamó "términos sin enlace", últimos o inanalizables, que ni afirman ni niegan nada. Estos térmi-nos últimos se agrupan en las categorías, que son los tipos de predica-dos a partir de los cuales clasificamos y calificamos todas las cosas. En general, podría sostenerse que la idea subyacente en la concepción aris-totélica es que debe haber algo que corresponda a todo predicado que sea verdadero respecto de algo, de modo tal que al clasificar los predi-cados, clasificamos las cosas de las que predicamos esos predicados.

Aristóteles reconoció diez categorías, a saber: sustancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, posesión, acción y pa-sión. El estatus de este catálogo de categorías y la justificación de que sean estas es todo un problema de interpretación y valoración del pensamiento de Aristóteles en el que no tenemos necesidad de entrar. Baste observar la profunda relación que las categorías tienen con la forma de las proposiciones, que son aquello de lo que predicamos verdad o falsedad. Esto indica que se da un vínculo muy estrecho entre la pregunta por lo que hay y por lo que decimos que hay, víncu-lo que ha sido fuertemente afirmado en la filosofía contemporánea. En última instancia, puede considerarse la teoría de las categorías

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aristotélicas a un tiempo como teoría lógica del lenguaje y teoría del ser u ontologia. Por lo tanto, la fdosofía primera o metafísica no es otra cosa que una ontologia para cualquier lenguaje en general, y de cada lenguaje en particular o del lenguaje natural deberá poder pre-guntarse cuál es su comprornisa ontològico, que es el modo como estas cuestiones se discuten en buena parte de la literatura contemporánea de referencia para el desarrollo que presentaremos a continuación.

Lenguaje, ontologia y decisión pragmática

En los capítulos anteriores liemos sugerido que, en gran medida, es el lenguaje el que organiza nuestra experiencia. También señalamos que una de las dimensiones del significado corresponde a las relacio-nes representacionales del lenguaje con el mundo, siendo la palabra "mundo" una expresión para referirnos a la totalidad de lo que se con-sidera existente o real. Cabe ahora preguntar si hay tantas ontologías como lenguajes seamos capaces de concebir y construir o, más crudamente, si hay una sola realidad o un solo mundo al que el len-guaje natural u otros lenguajes alternativos remitan finalmente.

Dijimos que la pregunta ontològica por antonomasia es "¿qué es lo que hay?", pero esta pregunta resulta ambigua, pues puede signifi-car todas estas cosas:

• ¿qué cosas o individuos hay? • ¿qué tipo de cosas hay? • ¿de qué están hechas las cosas que hay?

El sentido que aquí nos interesa es el segundo. Respecto de esta pregunta debemos considerar si hay un solo modo en que es el mun-do o si el tipo de cosas que consideraremos existentes es materia de decisión en relación con los sistemas lingüísticos o simbólicos que podamos construir. Por otra parte, en caso de que se responda que la realidad es una, todavía habría que decidir cuál es esa realidad: la que nos manifiesta el lenguaje natural en sus estructuras más generales, la que surge como correlato de las teorías científicas cuando las interpre-

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tamos en un sentido realista, la de nuestra experiencia interna sólo accesible por vía de introspección, alguna otra realidad inaccesible para nuestras capacidades cognoscitivas, etc. Si en cambio se respon-diera en sentido pluralista, el problema sería determinar si hay o no restricciones para tanta generosidad ontològica.

Una estrategia diferente aunque emparentada con la opción plurahsta, es la que presentó R. Carnap en 1950. Nos conviene re-ferirnos a ella antes de abordar los problemas de fondo sobre el modo de concebir lo real y su articulación con el lenguaje. La idea central de Carnap es que ia ontologia es siempre relativa a un marco lingüístico y enteramente materia de decisión pragmática. Lo importante de esta perspectiva es que la aceptación de una ontologia no supone una tesis metafísica general acerca de cómo son las cosas. I ara apreciarla en su integridad, es necesario desarrollar una distinción que establece el mismo Carnap entre cuestiones internas a un marco lingüístico y cues-tiones exteriores a todo marco.

Dado un marco lingüístico, esto es, un conjunto de términos con sus respectivas reglas de uso, la pregunta por la existencia o realidad de las entidades a las que se refieren o denotan las expresiones del lengua-je es interna y se resuelve dentro del mismo marco. Piénsese en lo que Carnap denomina "el mundo de las cosas", que es el sistema espacio-temporal de cosas y eventos observables ai que nos remite el lenguaje naturai. Preguntas de tipo interno son, por ejemplo, ¿existen perso-nas? ¿son reales los unicornios o meramente imaginarios? y sitnilares. Tales cuestiones ya vienen respondidas por la trama conceptual del lenguaje mismo. Puesto que podemos expresar significativamente co-sas como "Juan es una persona, no un animal" o "los unicornios no existen", las preguntas internas son sólo pedidos de aclaración de! fun-cionamiento del marco lingüístico del caso, o cuestiones que se res-ponden con una investigación o procedimiento concreto, adecuado al marco en el que se está. Desarrollemos todavía un poco más la posi-ción de Carnap.

Supóngase que en este marco, en el que hay afirmaciones como "esta tiza es blanca" y "las cosas blancas son más claras que las cosas rojas", y en el que por lo tanto podrá haber un enunciado como "el blanco y ei rojo son colores", quiero saber si existen cosas tales como

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la rojez o la blancura. Mientras no introduzca en ese marco nombres abstractos para cualidades, las mismas no existen en ese marco, pues sólo tengo cosas rojas, blancas o de otros colores, pero no las propie-dades respectivas. Pero si para tal o cual fin deseo introducir la nueva terminología y formulo las regias de su uso en un todo coherente con el marco que estoy ampliando, podré incorporar a la ontología del marco en cuestión la existencia de esta clase de propiedades, y luego su existencia o no se volverá un asunto interno al marco.

¿Qué contaría ahora como una cuestión externa al marco lingüís-tico del mundo de las cosas? Si pregunto si ese mundo mismo es real, si realmente hay cosas como personas, unicornios y colores, no en términos relativos sino en algún sentido absoluto, como cuando se usa la expresión "en sí" en frases del tipo "las personas tienen una realidad en sí", estoy abordando cuestiones externas para las que no hay respuesta alguna.

En ei planteo de Carnap que venimos refiriendo, lo mismo que se ha^icíio para el marco lingüístico espacio-temporal de cosas observa-bles puede decirse de cualquier otro marco lingüístico, como ei de ios ntímeros, el de la física, el de la música, el de la pintura, etc. Para todos ellos las cuestiones externas remiten a una decisión acerca de qué ontologia qiieremos y, en consecuencia, qué instrumentos simbó-licos adoptaremos por convención.

La concepción que acabamos de reseñar sostiene, entonces, que en el sentido fuerte de la expresión, no hay compromiso ontològico, pues la ontología es el producto de convenciones lingüísticas adoptadas por motivos prácticos. Tai posición lleva a descalificar la cuestión entera acerca de si hay una sola realidad, muchas o ninguna. Estos serían seudoproblemas surgidos de no trazar ia distinción entre cuestiones internas y externas.

No es mi intención evaluar aquí la propuesta de Carnap. Sólo rae detuve en ella porque considero útil tener presente este tipo de estra-tegias que se oponen no a tal o cual concepción metafísica, sino a las cuestiones de ese orden en sí mismas. Si seguimos a Carnap, en filoso-fía no se ha de ser ni realista ni idealista ante la cuestión de si lo que hay es dependiente o independiente de la mente. Tampoco nominalista, ni platonista respecto de si entre los entes existentes hay que admitir o

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Un mundo, muchos n i i m d o s . ningún mundo 99

no los universales; precisamente, "platón istas" refiere a los que res-ponden afirmativamente a esta cuesnón, por haber sido Platón quien en el comienzo mismo de la filosofía sostuvo que el mundo verdadero es el de las ideas, los universales, de las cuales todo lo que hay es una instancia menos perfecta que ellas mismas. Finalmente, ni monista, ni pluralista frente al tema de si la realidad debe ser interpretada como una o como múltiple. Todas estas variantes remiten a una constela-ción de problemas que queda desestimada de raíz. Como no creo que las afirmaciones a que arribó Carnap sean concluyentes, y además la distinción entre cuestiones internas y externas en la que se apoya dista de ser clara, me parece legítimo seguir planteando discusiones onto-lógicas de las que este autor llama "externas".

Si se acepta entonces el tipo de problemas que Carnap quiso des-cartar, queda pendiente explorar las alternativas que se abren frente a algunas de las cuestiones ya presentadas. Ahora nos ocuparemos de la que se enuncia en el siguiente interrogante: ¿ia realidad es una o múl-tiple? En el apartado que sigue desarrollaremos este punto analizando la posibilidad de una posición pluralista que no implique necesaria-mente ni una tesis realista ni una tesis irrealista o antirrealista. La expresión "irreaiismo" fue introducida por Nelson Goodman para ca-racterizar su pluralismo. La idea básica es que hay una pluralidad de mundos y nosotros hacemos esos mundos al hacer sus versiones. Este concepto es diferente del antirrealismo, normalmente asociado a la tesis semántica que dice que la verdad depende de la justificación, por io que cuando no hay procedimientos justifica torios, no cabe ia pre-dicación de verdad.

Pluralismo, realistíio e irreaiismo

Pluralismo

En ei interior del impulso filosófico, es posible discernir dos ten-dencias que frecuentemente, a lo largo de ia historia de la filosofía, han divergido, al punto de cristalizar en una polarización de orienta-ciones irreconciliables: lo Uno y lo Mtiitiple o, si se prefiere, el monismo

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Y el pluralismo. Cuando la tendencia monista predomina, el pensa-miento filosófico cifia su destino en la descripción comprensiva de lo real en términos de una totalidad imificada y absoluta, se considere esta cognoscible o no. Los filósofos pluralistas, en cambio, acentúan la diversidad de perspectivas que nos entrega nuestra experiencia del mundo, sin que se juzgue posible, conveniente o necesario un proce-dimiento reductivo que reconduzca tal experiencia múltiple a una unidad más básica o fundamental. Como se dijo, en este apartado se escrutará la posibilidad de un abordaje pluralista en materia de meta-física.

Para el desarrollo de la cuestión es conveniente partir de la distin-ción entre los alcances gnoseológicos y los metafísicos de una posición pluralista. Básicamente, se trata de trazar una diferencia entre la tesis de que, aun cuando el conocimiento de lo real sea inevitablemente perspectivo, lo real es en sí mismo una sustancia o una estructura organizada según sus propios designios y con total prescindencia de nuestro trabajo cognoscitivo, teórico y práctico, por un lado, y la tesis de que la realidad es el resultado de la articulación de ese trabajo con ios elementos dados en la experiencia. Denominaré pluralismo gno-seoiógico a la primera opción reservando para la segunda la califi-cación de pluralismo metafísico. Para este último no es suficiente ei reconocimiento de ia diversidad de perspectivas propias de nuestras teorías o puntos de vista, sino que iiace falta también comprometerse con la idea de que la realidad última a la que se refieren las teorías o, más ampliamente, nuestros sistemas simbólicos, es parcial o totalmente construida por nosotros.

El pluralismo que nos interesa puede caracterizarse como la con-junción de ¡as siguientes doctrinas:

(I) las cosas, los estados de cosas, sus características y estructuras se constituyen en su realidad misma a través de la construcción y aplica-ción de sistemas simbólicos ;

(II) no hay un límite a priori para nuestras posibilidades de cons-trucción de esos sistemas;

(III) la experiencia nos propone, de hecho, numerosos sistemas simbólicos de un mismo tipo y también de diferente tipo;

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(IV) ia unificación de esa multiplicidad de sistemas simbólicos, si fuera posible, resultaría de complejas conexiones compuestas a partir de esos sistemas; en cualquier caso, tal sistema unitario no sería un dato de partida sino un logro más de nuestra invención, sujeto al mis-mo tipo de restricciones que cualquier otro sistenaa simbólico, como la consistencia, la riqueza, la eficacia, la corrección categorial y la uti-lidad.

La priitiera proposición afirma un principio relativista segtín el cual, por ejemplo, nuestras atribuciones de existencia y de verdad no son determinadas por "ia naturaleza de las cosas" o algo similar, sino que se fundamentan en los marcos conceptuales con los que opera-mos y dentro de ios cuales se efectúan esas atribuciones. Pero esta tesis no es en sí misma ni realista ni irrealista. Para que sea realista, debe complementársela con una proposición como la siguiente:

(F) ...conjuntamente con el contenido dado por el mtmdo, cuya existencia es independiente de nuestros sistemas simbólicos.

En cambio, para obtener un posición irrealista, la proposfción que agregaríamos sería algo así:

(I") ...y ¡as estofas de las que esas cosas están conformadas, están hechas conjuntamente con esos sistemas simbólicos y a partir de otros sistemas ya dados.

La afirmación conjunta de (I) y(r) genera el problema con el que debe lidiar todo realismo relativista, a saber, cómo hacer compatibles los dos lados de esta doctrina: el relativista, según el cual no hay un mundo ya hecho, sino que toda determinación y estructura de objetos se genera a partir de la aplicación de nuestros conceptos, y el lado re-alista, que insiste con la afirmación de la existencia de un algo indepen -diente, una especie de sustancia determinable pero no determinada.

Por su parte, ia conjunción de (I) y (1") logra una mayor coheren-cia, pero a un alto costo, pues no deja espacio alguno para nuestra intuición de sentido común en favor de que el mundo o ia realidad

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Iníroducciones a ia fiiosofía

existe antes y con independencia de nosotros. Pero mi objetivo no es profundizar en estos problemas, sino mostrar en qué medida los mis-mos no son propios de la tesis pluralista en sí misma.

Para apreciar mejor el contraste, obsérvese que el pluralista, tanto en su versión realista como en su versión irrealista, a quien se opone es al filósofo monista. El filósofo monista, por su parte, afirma la validez de un solo punto de vista, esto es, el punto de vista de la realidad absoluta, se interprete esta en términos de un realismo metafísico o cienrificista, o bien en términos de alguna variante de idealismo. Para el realista científico, por ejemplo, hay una sola realidad y una sola versión correcta de la misma, la de la física en su estado actual o la de la ciencia unificada algún día. Para un idealista también hay una sola versión correcta, sólo que esta se identifica con el pensamiento o con un absoluto que nuestras múltiples versiones o sistemas simbólicos no alcanzan a concebir o, peor aún, falsifican cada vez que intentan apresarla.

En cuanto a la proposición (II), ei contraste que ella estabiece es, en |Srijner lugar, con un realismo metafísico de acuerdo con el cual sí liay un límite para nuestras construcciones simbólicas, ei que marca "el mundo tai cual es en sí". Al mismo tiempo, contrasta con las estra-tegias trascendentaies de tipo Itantiano, para las cuales hay una estruc-tura a priori y trascendental que legisla de un modo único acerca de cuáles son las construcciones correctas e incorrectas. Por ei contrario, este aspecto del pluralismo rechaza tanto ios límites metafísicos tras-cendentes como ios trascendentaies. Si hay un amo, es en todo caso la experiencia misma, pero se trata de un amo que no nos esclaviza, ya que esta experiencia es la que nosotros mismos protagonizamos. Esta tesis se completa con (III), que expresa una valoración positiva de ía pluralidad que de hecho nos entrega la experiencia, contra la valora-ción negativa que de este hecho hacen tanto el realismo metafísico como el idealismo.

Finalmente, lo que señala la proposición (IV) es que, aun cuando fuera concebible algo así como "el punto de vista de la totalidad", este sería el resultado de un trabajo de conjunción articulada entre esa multiplicidad originaria de sistemas simbólicos. Es oportuno recordar aquí las siguientes palabras de William James:

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Un mundo, muchos n i i m d o s . ningún mundo 103

Lös esfuerzos humanos están unificando diariamente ei mundo segiin modos sistemáticos cada vez más definidos. (...) Resuirado de esto son innumerables y pequeñas interdependencias de las partes del mundo dentro de otras mayores, pequeños mundos, no sólo del razonamiento, sino del funcionamiento, dentro del ancho Universo,

(...) Hablando en general, puede decirse que todas las cosas se vinculan y adhieren enere sí de algún modo y que el Universo existe prácticamente en for-mas reticuladas o concarenadas, que hacen de él un algo continuo o "integrado". (...) Cabe, entonces, decir que "el mundo es Uno", con arreglo a estos respectos en tanto pueda ser alcanzado. Pero de una manera tan definitiva no es Uno, si no puede alcanzarse; no hay especie de conexión que no fracase, si en vez de escoger conductores adecuados se eligen no-conductores. (1984. pp. 121-122)

En definitiva, estas palabras de James expresan con mucha plasti-cidad lo que indica nuestra tesis (IV). Si el monismo tuviera un lugar, no sería el de la antítesis del pluralismo, sino el de su más lograda producción. Sin embargo, es dudoso que tal unificación sea concebi-ble, asequible e incluso deseable.

Objeciones y posibles respuestas

Si las consideraciones hasta aquí expuestas son correctas, podrá apreciarse el sentido en el que el pluralismo por sí mismo no implica ni el realismo ni el Irrealismo. No lo implica porque el contenido mínimo de una metafísica pluralista puede sostenerse tanto con pre-supuestos realistas como irrealistas, al merios de acuerdo con la carac-terización de pluralismo aquí presentada. Sin embargo, resulta claro que esta podría recibir objeciones que, de no ser superadas, harían insostenible la neutralidad pretendida.

De estas objeciones, las más relevantes para la discusión que pro-pongo conducen a rechazar la compatibilidad entre pluralismo y rea-lismo. Se las puede resumir en dos argumentos interconectados. El primero señala que, si como han afirmado autores muy diversos, la llamada "tesis de la independencia" es un contenido necesario de cual-quier posición realista, entonces el pluralismo no da cabida al realis-mo, pues según la proposición (I) ya enunciada, lo real es una cons-trucción de nuestros sistemas simbólicos y, por lo ranro, dependiente de ellos y tan diverso como puedan serlo ellos mismos.

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Se me ocurren sólo dos respuestas a esta objeción. Una, de tipo trascendental, observaría que aquellos de nuestros sistemas simbóli-cos cuya función es esencialmente determinar descriptiva y explicatívamente cómo es el mundo -especialmente, cierto niicleo de nuestro sentido común y nuestra práctica científica-, tienen como un rasgo propio de su constitución y su funcionamiento la presuposición de que hay un mundo independiente con el que se confrontan y en virtud del cual pueden adquirir corrección o verdad. Sin embargo, continúa aún la respuesta, esta independencia sólo puede mostrarse en la aplicación de nuestros símbolos; no hay un algo independiente que sea susceptible de volverse objeto de nuestra descripción. Tome-mos un ejemplo que se ha propuesto en la controversia con el irreaiismo de Goodman. Aun cuando, con el pluralista, digamos que hasta las remotas estrellas son en su realidad misma relativas a nuestro esquema conceptual, no podemos sitio reconocer que ese mismo esquema las concibe como existiendo desde mucho antes que nosotros hagamos nuestra aparición con todo nuestro pretencioso bagaje conceptual, sin que su luz -¿y su belleza?- nos deba nada.

Esta primera respuesta hace del realismo un rasgo más de nuestra peculiar idiosincrasia, por lo cual difícilmente resulte satisfactoria. Además, si fuera correcta, quedaría por explicar cómo este punto es tan controvertido entre científicos y filósofos. La apelación a intuicio-nes básicas y comunes no ofrece ayuda alguna, porque la controversia nos persigue hasta allí, hasta el suelo mistuo de esas supuestas intui-ciones. El problema con esta respuesta es que otorga a la realidad in-dependiente una existencia casi fantasmática. En efecto, nos dice, no podemos dejar de creer que cosas como los cielos y las estrellas que los habitan existen con total independencia de que ios conozcamos y de cómo los concibamos, pero, puesto que no podemos, por definición, dar cuenta de esa realidad impoluta sin que ei polvillo de nuestros conceptos la ensucie, inevitablemente tal realidad permanecerá inefa-ble. Pero frente a lo inefable siempre cabe sospechar que desempeña un papel oscuro y tai vez prescindente. En cualquier caso, el desafío irrealista es proponernos una interpretación del funcionamiento de nuestros sistemas simbólicos, aun de aquellos más comprometidos con presupuestos realistas, en términos que hacen gratuita la apelación a

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una tal realidad inaccesible. Pero además, no hace falta ser irrealista para rechazar esta interpretación de la exigencia de la condición de independencia. Una distinción entre lo que las cosas me parecen y lo que las cosas son en sí mismas puede ser simplemente una distinción entre una descripción relativa y una absoluta de esas cosas, es decir, una más o menos dependiente de nuestra idiosincrasia perceptiva y conceptual y otra independiente de esos rasgos idiosincrásicos. Cabe preguntarse si la exigencia realista necesita algo más que esto. De he-cho, la distinción así interpretada se acomoda bien al llamado realis-mo científico, pues es justamente la ciencia la que nos permite abrigar la esperanza de alcanzar descripciones y explicaciones cada vez más independientes de nuestras limitaciones y condicionamientos.

Si finalmente concluimos que este tipo de respuesta no es adecua-da a la objeción según la cual pluralismo y realismo son incompati-bles, es natural volverse al tipo de respuestas que en lugar de apoyarse solamente en algún rasgo formal de nuestros conceptos, lo haga tam-bién en la idea de que lo que llamamos genéricamente "la realidad" debe ser articulado en dos instancias diferenciadas: el contenido puro de esa realidad tal como nos viene dado, por ejemplo, a través de la sensación, y ese mismo contenido ya capturado y empaquetad'o por nuestros esquemas conceptuales. Según este tipo de respuestas, lo que conocemos como real tiene ya nuestras huellas y obedece a nuestras construcciones, pero no se limita a ser un mero producto de nuestras capacidades creativas, sino que contiene un aporte que viene dado por el mundo y c|ue es totalmente independiente de nosotros. Desarrcjila-ré el punto con la ayuda de un ejemplo que nos permitirá ubicar el tipo de opción que se suele llamar "relativismo conceptual", asociable a cierta clase de realismo sofisticado. El desarrollo del ejemplo tam-bién nos permitirá presentar el segundo argumento contra la posibili-dad de dar una interpretación realista del pluralismo, argumento que desemboca precisamente en el irrealismo de Goodman.

Un ejemplo

Es propio de nuestra civilización dar una notoria importancia a las prácticas del medir, el fechar y el calcular. En el contexto de esa crien-

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106 Introducciones a ia fllosofía

ración cultural, se destaca el papel fundamental que para muchos do-minios de la vida tiene la institución de datar la edad de las personas. Entre nosotros, tal actividad se hace sobre la base del calendario solar gregoriano, pero es claro que podría hacerse aplicando este calendario de distinto modo, o aplicando otros calendarios o procedimientos di-ferentes. Podemos imaginar un tiempo venidero en el que el ciclo que se tome como referencia para contar la edad sea, por ejemplo, el de la renovación celular toral o parcial del cuerpo o cualquier otro ciclo viral que pueda constituir un dato científico relevante para las prácti-cas sociales del caso.

Por otra parte, la edad de las personas no es la única que nos inte-resa. También datamos la edad de las piedras j de restos fósiles para otros propósitos y con otros métodos, y desde luego la edad de plantas y animales. En nuestro entorno inmediato, hay muy pocos animales por cuya edad nos interesamos, como la de perros y caballos. Estos hechos nos permiten acentuar la complejidad y el alto grado de con-ver>cionalismo que tiene esta institución. Incluso podeinos conocer civilizaciones enteras donde esta institución está desarrollada de otro modo, o está poco desarrollada o completamente ausente. Recuerdo una película titulada en castellano La balada de Narayama, en la cual se muestra la vida de un pequeño pueblo a los pies del monte Narayama. En la vida de ese pueblo, lo importante era determinar cuándo uno llegaba a viejo, y el criterio era el comienzo y avance de la caída de los dientes. Se trataba de una organización social dominada por la esca-sez, por lo cual los viejos eran apartados del grupo y entregados al dios Narayama, en la cima de la montaña. En un grupo humano como ese, sin educación formal obligatoria, propiedad privada ni sufragio uni-versal -por mencionar sólo algunas de las instituciones que entre no-sotros funcionan en relación con la edad de las personas- es de poca o ninguna utilidad saber desde qué edad se debe ir al colegio, se puede votar o disponer de bienes personales. Pero en cambio, es de máxima y vital necesidad saber cuándo uno es viejo.

Estas consideraciones son suficientes para ilustrar la idea de que determinar la edad de lo que fuere es una cuestión convencional. Sin embargo, se prepara así el terreno para la pregunta filosófica crucial aliededor de la cual gira nuestra reflexión. En efecto, podemos pre-

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Un mundo, muchos n i i m d o s . ningún mundo 107

guntar ahora: ¿hay una edad que las personas y otros seres tengan, se la date o no? Es claro que no podemos decir cuál es la edad en sí de nada, pues dependerá del sistema a partir del cual dicha edad se fije. ¿Pero acaso podemos negar que, sea cual firere el sistema elegido, todo lo que existe y dura debe tener alguna edad? ¿Y cuál es la fiierza y alcance de este "debe"? ¿Tienen alguna edad las piedras y los niños de Narayama? Entre nosotros, todo tiene una "edad", aunque este con-cepto lo usamos básicamente restringido a las personas y poca cosa más. Pero la generalidad de esta práctica de contar los años de las cosas surge por una aplicación generalizada del calendario. El cómo y el por qué de esta generalización es un poco misterioso, pero no de nuestro interés en el presente contexto.

A la pregunta que hemos hecho, el irrealista debe responder: "la edad de las cosas es algo que nosotros hacemos con esas cosas y con esos mundos en los que esas cosas habitan". La premisa a partir de la cual se llega a tai conclusión es que, puesto que no hay f/sistema en el que se describan las edades de cosas y personas, es arbitrario y gratui to sostener que sin embargo hay esas edades que pertenecen a esas cosas y esas personas en y por sí mismas. En última instancia, si nuestra civilización fiiera diferente y tuviera otra orientación cultural, algunas cosas perderían su edad y otras la ganarían. De hecho, a partir de cierto momento las mujeres no tienen edad, diríamos con algo de humor.

Este es en esencia el segundo argumento contra un realismo pluralista, pues cómo sostener, se pregunta el irrealista, que pese a que no es posible ni tiene sentido intentar construir un método de medi-ción que nos dé la edad esencial de todas y cada una de las cosas que cuentan como existentes en nuestro mundo, se insista en que de todos modos hay una realidad independiente que posee tales y cuales carac-terísticas -en este caso la edad-, pero que dicha edad es relariva al sistema según el cual se la define. ¿Cuál es esa edad más allá de la que se construye de tal o cual modo con tal o cual método? Si no se puede responder de ningún modo determinado a este interrogante, hay que concluir, piensa el irrealista, en que no hay tal realidad indepentiienfc en materia de edades, como no la iiay en materia alguna.

El realista relativista aceptará que no hay la edad en sí y que según

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sea el concepto de edad que se tenga será la edad que atribuyamos a las cosas. Pero también agregará, si es que quiere permanecer realista, que aun cuando no sea construible el sistema único para datar la edad de todo, hay algo como la edad o antigüedad de las cosas que les pertenece con independencia de nuestras más o menos arbitrarias disposiciones. Veamos esta confrontación ante un caso que permita apreciarla mejor.

Imaginemos una situación en la que dos personas, digamos Pedro y Pablo, han sido engendradas y han nacido en el mismo momento, según la aplicación habitual del calendario. Obviamente, diremos que tienen la misma edad. Pero supongamos que lo que cuente como edad sea el resultado de la regeneración celular, y que por diversas circuns-tancias tales personas divergieran en sus ciclos vitales al respecto. En tal caso, Pedro y Pablo no tienen la misma edad. Según un método de medición tienen la misma edad, según el otro método pueden o no tener la misma edad y, en nuestra suposición, de hecho no la tienen. Es claro entonces que las preguntas ¿qué edad tienen Pedro y Pablo? y ¿tienen Pedro y Pablo la misma edad? deben ser reladvizadas a tal o cual sistema de medición. No hay contradicción entre los enunciados en los que se atribuyan las edades a ambos y la consecuente relación mutua de las mismas, pues tales enunciados serán verdaderos o falsos cada uno en relación con el sistema de medición al que pertenece el concepto de edad que en dichos enunciados se aplica. Pero esta conse-cuencia pacificadora implica que no hay tai cosa como la edad única y absoluta que Pedro y Pablo denen. La posición más adecuada para un filósofo que quiera ai mismo tiempo ser realista y pluralista es afirmar que ellos no tienen una sola edad en términos absolutos pero la edad única que tienen en términos relativos está determinada tanto por • nuestros métodos como por algunas características de cómo el mun-do es independientemente de esos métodos y de su aplicación. Y ei hecho de que tales características no puedan ser descriptas sino en forma relativa y parcial no suprime en ellas su carácter objetivo y la independencia de su realidad. Si elegimos el método del calendario, es la realidad independiente la que determina que, después de un año, tienen un año.

¿Qué posición adoptar frente a esta polémica? En vena pragmarista, podríamos decir que la diferencia entre ambas doctrinas no es de aque-

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itiiguu irmnao 109

lias que introducen una diferencia real en nuestra práctica y que, por lo tanto, no es una polémica que se pueda resolver ni que se deba resol-ver. Incluso esta es la posición que termina adoptando Goodman en nombre del irrealismo, pues el núcleo más importante de su propuesta está en ei pluralismo, más allá de que se lo interprete en forma realista o antirrealista. Ahora bien, en la medida en que un realismo relarivis ra identifique el núcleo de su perspectiva con el pluralismo, se mostra-rá que la verdadera oposición acontece entre pluralistas y monistas.

El resultado provisorio de lo expuesto en este apartado, si ia tarea ha sido lograda, es que el pluralismo metafísico es en principio conce-bible y no incluye como uno de sus rasgos ni el realismo ni ei irreaJisnio y que puede ser reivindicado tanto por unos como por otros en su polémica con el monismo metafísico. Un resuitado subsidiario es que, como ocurre con otros tantos debates clásicos de ia filosofía, ia vieja tensión entre ios partidarios del dominio de lo Uno y los adalides de lo Múltiple sigue dando muestras de su vitalidad.

Nuestro mundo común

Después de haber presentado la posibilidad de! pluralismo en ma-teria de ontología, en un sentido más fiierte que el implícitamente admitido en la propuesta pragmática de Carnap, es preciso plantear el problema de qué relación puede estatuirse entre esta potencial plura-lidad y la ontología contenida en nuestra práctica lingüística común. Decidir esta cuestión tiene mucha importancia, puesto que aun aque-iios que adopten un pluralismo metafísico rumboso, no podrán des-conocer el carácter omnímodo del marco conceptual que Carnap lla-ma "el mundo de las cosas". Además, como se señaló en el último aparrado del capítulo 1, la filosofía no puede permanecer ajena ante la cuesrión del mundo común .

La primera tarea que debe acometerse es la de reflexionar sobre el estatus de ese marco conceptual que envuelve nuestra vida cotidiana. Otra cuestión en parte vinculada con la anterior es la de la descripción del marco, lo que implica decisiones filosóficas de profimda estrate-gia. Finalmente, como una parte separable de este asunto, se plantea

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1 K) Introducciones a 5a filosofía

el problema de si hay, y eventualmente cuáles son, las presuposiciones metafísicas implicadas. En el desarrollo que sigue se intentan articiilar los tres temas.

Partimos de la constatación de un hecho: hay ciertos rasgos pro-pios de nuestra experiencia vital cotidiana. La controversia empieza cuando se enfrenta la tarea de definir y describir estos rasgos, preci-sando qué papel cumplen en dicha experiencia. Por ejemplo, es mate-ria de discusión filosófica actual si lo que podemos denominar "el marco conceptual de la experiencia comiin" constituye o no una teo-ría respecto de la cual cabe un tratamiento similar al que se le dispensa a cualquier teoría científica. De considerarla una teoría, se le atribui-rían algunas de las características de las teorías: objetivos explicativos sistemáticos, formulación y contrastación de hipótesis, generalizacio-nes empíricas y leyes científicas que incorporan términos teóricos, pro-cedimientos explicativos y predictivos racional y experimentalmente controlables. Sin lugar a dudas, nuestra práctica comtin incluye algu-nos de estos rasgos, pues formulamos hipótesis tanto sobre el mundo natiiraJ como sobre nuestros congéneres, solemos elaborar generaliza-ciones a partir de las experiencias que se nos presentan y muchas veces ponemos todo ello al servicio de lucubraciones de marcado carácter teórico con ei fin de explicar y predecir eventos, conductas, procesos y estados de cosas en general. Sin embargo, no parece que al hacerlo sigamos designio científico alguno, sino que más bien ocurre lo con-trario: es la práctica de los científicos la que ha afinado y perfeccio-nado prácticas comunes e idiosincrásicas de los seres humanos. Aun cuando a veces teorizamos, ello no tiñe el conjunto de nuestra vida ni en su cotidianidad más ramplona ni en sus raros momentos de exqui-sitez. Por lo demás, considerar nuestro comportamiento lingüístico y conceptual habitual como si tuviera un contenido teórico sistemá-tico, daría pie a que juzguemos como falsas la mayoría de nuestras opiniones y creencias, luego de confrontarlas, por ejemplo, con elabo-raciones de teoría psicológica experimental o de psicoanálisis. Por el contrario, estas opiniones y creencias deberían apreciarse mejor como parte de ese mismo comportamiento espontáneo y asistemàtico y por lo tanto, no como un paradigma rival al del científico sino como for-mando parte de los hechos que él está interesado en explicar.

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Pero entonces, si no es una teoría, ¿qué tipo de cosa es este supues-to marco conceptual? Y bien, es ante todo un marco lingüístico con las categorías sintácticas y semánticas que le son propias. Y como vi-mos en el capítulo anterior, el lenguaje natural debe comprenderse ante todo como una práctica coordinada con todo un conjunto de modos de comportamiento o formas de vida. Ver estas pautas de com-portamiento lingüístíco y no lingüístico como una teoría parece des-caminado.

La estrategia más conducente consiste en ensayar una descripción del marco en cuestión, supuesto que haya ral cosa como f/marco. Son muchos los filósofos que acometieron esta tarea, y no podríamos dar cuenta de semejante variedad, con sus múltiples contrastes y diferen-cias, a veces de detalle y muchas más de fondo. Incluso Aristóteles podría, hasta cierto punto, ser considerado el primero de esos filó-sofos que nos legó una descripción y una elaboración filosófica de nuestro marco conceptual común. Para Straw.son, por ejemplo, que es quizás el filósofo contemporáneo que con mayor amplitud y profun-didad ha intentado ese trabajo que él mismo bautizó "metafísica des-criptiva", Aristóteles es un puntal de esta orientación, que él opone a lo que llama "metafísica revisionista". Junto al de Strawson, entre los muchos nombres que cabe citar, se destacan, por la importancia que en sus obras adquiere la descripción de la experiencia común, los de Husserl, Moore y Wittgenstein. Pero no es este el lugar para desarro-llar y comparar las propuestas que sobre el particular presentan estos y otros autores. Nos contentaremos con resumir las principales caracte-rísticas que podrían atribuírsele a este esquema conceptual, y que co-incidirá en general con lo que muchos de estos autores sostienen.

La idea medular es que nuestra práctica lingüísdca, inserta en el conjunto de nuestras acciones, exhibe ciertas pautas que enunciare-mos como xz fueran juicios constitutivos de nuestro estar en el mundo, y que podemos listar tentativamente como sigue:

(1)la existencia de objetos materiales con persistencia en el tiem-po;

(2) la posibilidad de referirnos a tales objetos, identificarlos y rci-dentificarlos;

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(3) la existencia de personas concebidas como seres corporales, que evidencian vida mental y capacidad de acción;

(4) la creencia en regularidades naturales y de comportamiento; (5) la creencia en que la realidad empírica forma un único esque-

ma espacio-temporal; (6) la autolocalización de las personas en tal esquema único; (7) la creencia en que una gran parte de lo que consideramos real

existe independientemente de nosotros.

Sobre algunos de los enunciados propuestos para describir las pau-tas o rasgos de nuestro esquema conceptual básico, posiblemente que-pa bastante controversia, como también puede resultar insatisfactoria la forma dada a esos enunciados en su conjunto, o a algunos de ellos. En cualquier caso, no me interesa discutir cada uno en particular, sino asumir que hay un marco conceptual semejante y que estos son sus principales rasgos, para indagar qué consecuencias se siguen respecto de la cuestión antes planteada entre pluralismo y monismo.

De acuerdo con lo dicho, nuestro conocimiento y nuestra acción están comprometidos con alguiras presuposiciones ontológícas muy generales y básicas. Podemos concebir el esquema descripto como una versión del mundo. La pregunta que cabe hacer es si esta versión tiene alguna prelación respecto de cualesquiera otras versiones que poda-mos construir o simplemente si es una versión más, aunque cierta-mente mucho más abarcadora que ninguna otra y que constituye un punto de partida insoslayable para acceder a otras.

Es sugestivo que los filósofos que se ocuparon de realizar este tipo de descripciones de nuestro marco conceptual común, fuera su in-tención neutralizarlo, superarlo o reivindicarlo, se vieron llevados a confrontarlo con sus límites e incluso con versiones alternativas igual-mente concebibles. Para citar sólo un caso, Strawson ensaya una ver-sión en la que sólo hay sonidos. Exhuma el universo de las mónadas leibnicianas y conjetura un mundo sin particulares (los objetos mate-riales y las personas son para él particulares básicos). Parece que el mundo único asociado a la experiencia que domina nuestra actitud natural es uno que constantemente debemos poner en entredicho y Fingir perdido para poder comprenderlo mejor. Por otra parte, mucho

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más significativo es que Strawson niega explícitamente que sus prefe-rencias categoriales a la hora de elaborar su descripción impliquen comprometerse con la tesis de que los tipos de entes reconocidos en ella sean los únicos existentes, reales o aquellos a los cuales roda otra entidad debe reducirse. Esto sin perjuicio de considerar las entidades básicas como ontològicamente anteriores a rodas las demás. Por el momento, entonces, no parece incompatible admitir la existencia de un esquema conceptual básico (y la relevancia filosófica de su descrip-ción) con la aceptación de versiones alternativas cuyo bagaje ontològico diverja en mayor o menor grado del ofrecido por ia versión del marco común.

Otra consideración refuerza esta presunción. Me refiero al Iiecho de que los enunciados (1) a (7) dan más una firma Í\ÜC un contenido o, en todo caso, el contenido es mínimo, pues ios conceptos centrales son muy generales. Esto hace que muchas versiones distintas puedau satisfacer ios requerimientos de la descripción. Por ejemplo, la noción de "objeto material" podría incluir las cosas macroscópicas ordinarias, procesos, eventos o estados de cosas. El concepto de persona no defi-ne por sí mismo un tipo determinado de ser. La variación cuhr iral, las consideraciones jurídicas, políticas y morales influyen en qué ciase de cosas son concebidas como personas. ¿Fueron personas los habitantes de América para ios colonizadores? ¿Cuándo se comienza a ser perso-na o se deja de serio? ¿Podrían ser concebidas las computadoras como personas? Además, ¿qué es lo que constituye ei ser persona de una persona?, ¿en qué medida la manipulación genética o los trasplantes de órganos modificarán este concepto? Y en cuanto a las regularidades naturales y ia organización espacio-temporal de las cosas, la imagen que de ello nos presenta el marco de la experiencia comi'm es notoria-mente distinta de la que nos presenta ia ciencia.

Estas consideraciones no pretenden ser conclusivas sino sólo faci-litar la concepción de una pluralidad de versiones a las cuales pueda atribuírseles alcance ontològico, sin que ello impida ponderar el papel estratégico del marco conceptual de nuestra experiencia común. Para completar esta tarea será de gran ayuda dirigirnos a la literatura, pues es allí donde tenemos ias mejores oportunidades de sondear las posi-bilidades de esquemas en los que ias presuposiciones ontoiógicas dei

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1 K) Introducciones a 5a filosofía

"nuestro" no rijan. Elija el lector segiin su gusto literario. En mi caso, la elección ha recaído en la obra de Borges. Gocemos ahora de su aguda y frondosa imaginería ontològica.

Mundos borgeanos

El legado metafisico de Borges está habitado por objetos extrava-gantes como libros infinitos, y discos sin dorso, por extraordinarias distorsiones del tiempo lineal y por personajes que son algo más o algo menos que personas. Para nuestros presentes intereses, son espe-cialmente pertinentes ia fábula de Funes y el planeta llamado Tlon. Del primero no diré mucho, porque el mundo de Ireneo Funes no es radicalmente contradictorio con el mundo comiin. Con todo, nos servirá para ilustrar con plástica vivacidad cómo sería un mundo cuya ontologia incluyera como entes básicos una clase muy particular de particulares, muy distintos por cierto de los privilegiados por Strawson, pero también de los arquetipos postulados por Platón en los comien-zos de la filosofía con su teoría de las ideas —de la que algo diremos en el próximo apartado-y del mundo orgánico y jerarquizado de sustan-cias concebido por Aristóteles en su metafísica.

Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; io mismo le pa.saba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. (...) No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamafios y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres j cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.

de "Funes el memorioso"

Segiín Bordes Solanas, en el mundo de Funes ios seres básicos de la ontologia y de los cuales tenemos un conocimiento directo son par-ticulares abstractos-, todo lo demás, nuestros particulares y universales ordinarios, son derivados respecto de ellos. Con todo, ei mundo de

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Funes comparte con el descripto antes el señorío del espacio-tiempo y la presuposición realista. Estos particulares son uno de los cuatro tipos de cosas reconocidos por Aristóteles en Categorías. Las otras son espe-cies, como hombre o caballo, individuos como este hombre o este caba-llo y propiedades como la blancura. Como ejemplos de particulares abstractos tenemos los mencionados en el relato de Borges.- las muchas caras del muerto, el perfil del peiro, cierta pirueta de las llamas, etcétera.

Aunque parezca exótico, algo como el mundo de Funes ha recibi-do la estima y la preferencia de unos cuantos filósofos en los últimos años. No es este el lugar para penetrar las honduras de los muy com-plicados problemas técnicos implicados en una discusión sistemática acerca de la viabilidad de semejante ontología. Nos basta con ilustrar, a partir de estas referencias, que el mundo de Funes podría satisfacer los siete enunciados formulados como descripción de la ontología del esquema conceptual de la experiencia común, pues es una ontología de particulares materiales, respeta la omnipresencia del espacio-tiem-po, tolera a las personas no sin cierta incomodidad y es realista. Por esto antes afirmé que no constituye un mundo radicalmente contra-dictorio con el "nuestro". Es cierto que su ontología difiere lo sufi-ciente de la que resulta más próxima a la vida cotidiana, por lo que constituye un mundo alternativo, pero no tan lejano como lo es, este sí, el universo de Tíon, otra de las invenciones borgeanas. Visitemos ese universo para ver hasta dónde nos lleva.

Tlon es un mundo de ficción dentro de la ficción, pues Borges nos lo presenta como una región imaginaria referida por las leyendas y epopeyas de Uqbar, que es otra región inventada por él. Es decir que para los propios habitantes de la fantástica Uqbar, Tlon es imaginario. Es, según la conjetura del narrador, el resultado de los afanes cons-tructivos "de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de in-genieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras...". Las características de este mundo lo hacen radicalmente contradictorio con el de nuestra expe-riencia común. Veámoslo en los propios términos del narrador:

Las naciones de este planeta son —congènitamente— idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje - la religión, las letras, la metafísica- presuponen el

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ideaiisrno. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio. (...) No hay sustantivos en la conjetural Ursprache¿eTioa (...) Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español Iwiecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hltír u fang axaxaxas mío o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (...) Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. (...) (Los habitantes de Tlon) no conci-ben que lo espacial perdure en el ticmpo.(...) Los metafísicos de Tlon no buscan la verdad ni sic}uiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. (...) Una de las escuelas de Tlon llega a negar ei tiempo. (...) Entre las doctrinas de Tlon, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de 1 Ion, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la " primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos rea!, pero más ajustado a su expectativa. (...) Las cosas se duplican en Tlon; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando ios olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.

de "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius"

De manera magistral, Borges nos permite imaginar un mundo en el que nuestras convicciones más firmes y comunes no rigen e inclu-so constituyen escandalosas paradojas de difícil comprensión. En Tlon no hay objetos materiales como los que nos rodean habitualmente; el espacio y el tiempo son ilusorios o detalles secundarios; las personas pierden su identidad y su importancia en beneficio de un sujeto uni-versal del cual son meras máscaras (esta parte del relato no la repro-duje pero el lector podrá encontrarla (o inventarla) en su propio ejemplar del cuento). Finalmente, como el narrador explícitamente afirma, es un mundo idealista en el que lo real, que en nuestro mun-do es lo que podemos buscar y encontrar, se mantiene en la exis-tencia mientras sea la percepción de alguien, tesis sostenida por el filósofo Berkeley, que no era un habitante de Tlon sino de Irlanda.

Desde luego, se dirá, el mundo de Tlon es meramente una magní-fica fantasía nacida de una pluma literaria, no un mundo de existencia plausible que un filósofo responsable pueda admitir siquiera en sus más afiebradas lucubraciones metafísicas. ¿Para qué molestarse enton-ces en considerar su viabilidad? Sin embargo, el ejercicio no es gra-

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iíuíguií iniinao 117

tuito, pues permite, como ei mundo de sonidos de Strawson, afianzar la comprensión dei esquema conceptual ordinario y, sobre todo, ver cuánto tiene de construido y convencional. Digamos que como la ciencia y el arte, la creación filosófica refina nuestra sensibilidad esté-tica y teórica, por lo que bien vale la pena dispensarles algo de aten-ción a estos juegos y artificios.

Una de las cosas que pone sobre el tapete el cuento de Borges es el estrecho vínculo entre lenguaje y ontologia. En un lenguaje compuesto sólo por verbos, adverbios y adjetivos, una oración como aéreo-claro sobre oscuro-redondo surge arriba de duradero-fluir serÍ2. normal mien-tras que resultaría exótica nuestra la luna surgió sobre el río, y este hecho iingüístico estaría coordinado con cambios en ei paisaje de nues-tra ontologia. La psicolinguistica y ia socioiingüística han explorado este tipo de problemas. También aguzan nuestros sentidos metafísicos ias reflexiones que muestran cuánto de nuestro lenguaje literal es metá-fora cristalizada. Podría decirse con cierto extremismo que una metáfo-ra es un hecho nuevo y que los hechos son metáforas envejecidas.

Confrontarnos con un mundo como el de Tlon -aun cuando tai vez se trate de un mundo imposible, esto es, no construible—|íace que algunas de nuestras distinciones más sólidas trastabillen, como la de It) real y lo no real, o ia de lo verdadero y lo falso. En el ienguaje de Tlon, un enunciado como "esta es ia misma lapicera que dejé ayer sobre mi escritorio" sería difícilmence comprensit)ie y en cualquier caso una fal-sedad, tanto como imposible resultaría desear bañarnos por ia tarde en el mismo río en el que nos hemos bañado por la mañana. Claro que la jurisprudencia de .semejante universo resultaría más bien extraña, pues ¿cómo imputar a nadie la autoría de algún delito? Pero estas considera-ciones no alientan ei cambio y la revisión conceptual, sino que apun-tan a flexibiiizar nuestros puntos de vista metafísicos, por lo que ci lector puede aventar sus temores y recuperar la caima, l or ei momen-to, podemos dejar ya ios mundos borgeanos para retomar en forma sistemática ia cuestión de la pluralidad o unicidad de mundos, espe-cialmente en lo que toca al problema quizá más acuciante: el del mun-do verdadero.

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El mundo verdadero

La expresión "mundo verdadero" es razonablemente objetable, pero está allí precisamente para provocar. La manera prolija de expresarse es atribuir verdad o falsedad a lo que decimos del mundo y no a este mismo. Así, diríamos que hay versiones correctas o verdaderas y ver-siones incorrectas o falsas. Sin embargo, ni bien preguntamos qué las hace verdaderas o falsas comienzan los problemas. Para quien adopte una posición correspondentista de la verdad, la respuesta parece sim-ple. En efecto, segtín esta perspectiva, una versión es verdadera si se corresponde con el mundo que describe, y falsa en el caso contrario. Claro que tanta simplicidad no hace sino ocultar complejos y oscuros asuntos, que se resumen en lo siguiente: en qué consiste esta supuesta relación de correspondencia y cómo es posible concebir un mundo sin versiones, digamos un mundo en sí. Dejaré a un lado la primera cuestión, que ha resultado ser un puente bajo el que han corrido litros y lititis de tinta. Sólo diré que el certificado de nacimiento de la co-rrespondencia se remonta a Aristóteles, quien expresó más o menos esto: "decir de lo que es que es y de lo que no es que no es, es lo verdadero; decir de lo que es que no es y de lo no es que es, es lo falso". A partir de allí esta fórmula ha tenido diversos refinamientos, pero las cuestiones pendientes son tantas como entonces. En cuanto a la se-gunda de las cuestiones, la referida al mundo en sí, su raíz es tan vieja como !a filosofía misma, si se acepta que Platón fue el primer filósofo, pues es en sus diálogos donde hace su temprana aparición esta noción de un mundo más allá de todas las versiones. A esta cuestión estará dedicado el último apartado del capítulo.

Ideas de Platón

Una de las contribuciones más perdurables y veneradas de la he-lencia platónica es lo que se conoce como teoría de las ideas. No se trata de una teoría que Platón desarrollara de un modo sistemático de un plumazo, sino más bien un conjunto de doctrinas deseminadas en varios diálogos, que evoluciona a lo largo de ellos y sobre la que el propio Platón planteó problemas agudos. Pero en su forma más aca-

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Un mundo, muchos n i i m d o s . ningún mundo 119

bada, esta teoría afirma que hay un mundo verdadero, que es justamen-te el mundo de las ¡deas. Las ¡deas son modelos o arquetipos de todo lo que existe y tienen la particularidad de ser eternas y, por ende, previas a nosotros mismos. Los ejemplos de Platón abarcan una lista pródiga que incluye las ideas de derechura y curvatura, de color, de bueno, bello y justo, de todo cuerpo manufacturado o natural, de los elemen-tos físicos, de todo animal, de toda característica anímica, de todas las acciones y pasiones. No es una lista confeccionada sin criterio, pues Platón consigna uno muy poderoso aunque impreciso: hay tantas ideas como cosas existen por naturaleza. El problema es cómo debe interpre-tarse "naturaleza", pero puesto que él mismo reconoce entre las ideas ias correspondientes a los artefactos producidos por el ingenio huma-no, "naturaleza" no se opone aquí a "fabricado". Su significado es más bien "correspondiente a la articulación real de la naturaleza de las co-sas". Pero este es ei punto crucial, pues ¿qué ha de contar como "natu-raleza de las cosas"? La amenaza de ixn círculo no precisamente virtuo-so asoma de inmediato, pues una respuesta evidente es que "lo que se corresponde con la articulación real de la naturaleza de las cosas" es lo que consrituye una representación perspicua del mundo de ias ideas. Este es quizás el principal quebradero de cabeza de Piatón: cómo im-pedir que ei mundo de ias ideas sea una versión más, por preferible que esta versión pueda ser frente a cualquier rival.

Lo que Piatón quiere asegurar es que haya conocimiento y discurso auténticos. ¿Qué mejor entonces que derivar la autenticidad de la rela-ción con un mundo originario cuyo ser no deba nada a nuestro artifi-cio sino que, por ei contrario, sea él mismo ei fundamento de estos? "La verdad es una" quiere establecer por siempre Platón, y la filosofía consrituye el camino del conocimiento de esa verdad. Pero ocurre que nuestra experiencia común es cambiante, evanescente y a menudo con-tradictoria. Por ello, la realidad del mundo de las apariencias sensibles es desde su perspectiva una copia del único auténtico, el de las ideas universales de todas y cada una de las cosas que cuenten como existen-tes, siempre que puedan remirirse a los arquetipos fundamentales.

Para llevar a buen puerto tal empeño. Platón debía vcnccr ai sofista, su adversario. Los sofistas eran sus contemporáneos y su arte consistía en la habilidad para pergeñar discursos convincentes a través de recur-

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sos retóricos, sin cuidarse demasiado de "La Verdad". Superar el obs-táculo sofista hacía necesario separar los buenos de los malos discursos o, para decido a nuestro modo, las buenas de las inalas versiones. Ardua tarea a la que Platón dedicó muchos esfiierzos, por ejemplo en el diálogo El sofista, pero tambie'n en muchos otros. En el Cratilo, por ejemplo, desarrolla una distinción pertinente para esa batalla, la que se da entre los nombresy\(ò% seres mismos. Lo real es lo que está más allá de cualquier discurso, lo que permanece siendo lo que es, pues sólo esto puede ser objeto de conocimiento. Si un discurso ha de ser verda-dero, deberá responder a las cosas mismas tal cual ellas son en sí y por sí mismas. Es lo que debe hacer el filósofo y lo que no hace el sofista. Este es caracterizado por Platón como un cazador de hombres cuyo arte es engañar a través del cebo de la enseñanza de la ciencia y la virtud. Pero, hemos de preguntar, ¿cómo logra ser eficaz?

La respuesta que da Platón en El sofista es sumamente esclarecedo-rade su pensamiento, Segiín nos dice, el sofista finge o imita el dis-curso de la verdad, Al menos a título de ficción, el discurso del sofista es algo, es decir, pertenece al ser, hasta cierto punto, con igual derecho que el discurso verdadero, Pero también pertenece al no-ser, pues su discurso es falso y para que la falsedad sea posible es necesario, como dirá Aristóteles, decir de lo que es que no es y viceversa. Para evitar esta consecuencia habría que eliminar el lenguaje mismo, lo que Platón rechaza en el diálogo, pues sin lenguaje tampoco habría discurso ver-dadero ni filosofía. Pero lo más importante es que aquello que hace posible el lenguaje, hace también posible el mundo de las ideas, esto es, la mezcla de lo mismo y de lo otro, del ser y del no ser. Sin esta mezcla, todos los géneros de cosas estarían separados y nada habría y nada podría afir-marse ni tiegarse. Esto es una consecuencia que reviste cierta gravedad para el proyecto platónico, pues lo que hace posible los falsos discur-sos es lo que hace posible los verdaderos y el mundo de ias ideas sobre el que estos versan.

Más aún, en su afán por definir y acorralar al sofista. Platón se ve llevado a distinguir buenos de malos sofistas. Estos últitnos son los que imitan el discurso de la verdad sin ser conscientes de su ignoran-cia; aquellos son los que, a sabiendas de su ignorancia, producen dis- ' cursos irónicos. Pero la ironía era una de las virtudes más celebradas de

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la mayéutíca, el método de enseñanza de Sócrates, quien fuera maes-tro de Platón y el principal personaje de sus diálogos, ¡Aciaga ironía esta que iguala en algún punto al filósofo y al sofista!

Estas consideraciones sobre algunos aspectos de la filosofía de Pla-tón nos han llevado a concluir que él mismo, en su misión de conce-bir el mundo verdadero, debe admitir que no habría tal mundo sin la posibilidad de diferentes versiones del mundo, las que a su vez hacen posible el discurso verdadero y el discurso falso. Con todo, una pers-pectiva platónica, o que al menos siga a Platón en este aspecto, puede insistir en que de todas ias versiones del mundo, sólo una será verda-dera, la que se funde en el mundo de las ideas. Considerar este punto es lo que queda por hacer.

Otra vez elplundismo

Decir que sólo hay una versión verdadera acerca de cómo son las cosas es incompatible con el pluralismo que ya hemos presentado, pues dicho pluralismo afirma que son concebibles versiones verdade-ras alternativas. Para no ser contradictorias entre sí, estas versiones deben ser verdaderas de mundos distintos, io que haría trizas al único mundo verdadero que imaginó Platón. La manera más directa de evi-tar el pluralismo es la antes referida teoría correspondentista de la verdad, pero al menos en su presentación más intuitiva, esta teoría pide algo imposible; comparar el mundo tal cual es en sí con las múl-tiples versiones que compiten en su cometido por describirlo. Esro resulta imposible porque implica asumir la idea de una versión que no es versión, una versión no relativa a ninguna organización simbóíica y ninguna estructura categorial. Pero una versión así de absohira supon-dría la ausencia de toda limitación, de toda presuposición o punto de partida, en una paiabra, de toda consistencia y toda forma. Sería más bien una especie de sustancia amorfa que cobraría forma una vez que ha accedido a una versión.

Independientemente de la posición que se adopte frente a este pro-blema, ias versiones no deben confundirse con los mundos de ios que son versiones. Siguiendo a Piatón, no pueden importarnos sóio ios nombres sino "las cosas mismas". Pero ei punto está en si se acepta o

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no que io que las cosas mismas son depende, ai menos parcialmenre, de lo que decimos que son, y no sólo de lo que decimos, ya que nues-tros procedimientos simbólicos para "hacer mundos", según la provo-cativa expresión de Nelson Goodman, no se limitan al lenguaje ver-bal. ¿Cuál es el sentido de esta dependencia?

Ei monista, entendiendo aquí por monista ei filósofo que afirma que sóio iiay un mundo y una versión correcta de él, podrá aceptar, en el mejor de los casos, que h forma del inundo depende de nuestros sistemas simbólicos, pero no aceptará que esa dependencia se dé tam-bién en el contenido. Dirá: "concedo que hay casos en los que cómo están dispuestas las cosas depende en parte de cómo las describa, pero quésem estas cosas es asunto del mundo, no de nosotros". Por ejem-plo, podrá aceptar que una constelación de estrellas es una configura-ción que nuestra representación ha creado, pero jamás admitirá que ias estrellas mismas dependan en su ser estrellas de algo que nosotros liayamos iiccho. El irrealista Goodman extrema su pluralismo hasta afirniar que incluso hemos hecho estrellas a las estrellas, io que no puede sino repugnar a un realista. Y en este punto el monista que nos interesa es realista.

Sea como fuere que se resuelva esta cuestión, el pluralista que re-chaza la teoría de ia correspondencia debe procurar un modo de res-tringir los mundos únicamente a las versiones verdaderas, pues sólo hay mundos reales "correspondientes" a versiones verdaderas; una versión falsa no es ia versión de un mundo falso, sino el intento fracasado de dar una versión de un mundo que no existe. ¿Cómo se logran estas restricciones si se abandona ia apuesta fuerte por un úrúco mundo real y una única versión correcta del mismo, fimdada en su fidelidad al original?

Estas restricciones serán de distinto tipo, como la corrección categorial, el respeto a los principios lógicos más básicos, tanto deduc-tivos como inductivos y, en última instancia, ia aceptabilidad que ta-les versiones ostenten persistentemente y para ia comunidad en su conjunto. Esta línea de razonamiento conlleva adjudicarles al cono-cimiento y a la verdad una dimensión social y pragmática que retoma-remos en el próximo capítulo.

En este hemos visitado someramente ia fuente platónica y aristo-

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télica de la metafísica. También consideramos el estrecho vínculo en-tre lenguaje y ontologia y exploramos las opciones monista y pluralista en esta materia. Además, resaltamos la importancia estratégica de la descripción del marco conceptual de nuestra experiencia común, su-giriendo que esto no es en principio incompatible con el pluralismo. Finalmente, señalamos el problema de la verdad como una cuestión crucial en la que desembocan algunos de los temas de la metafísica, io que a su vez debe llevarnos ahora ai problema de la relación entre la verdad y el conocimiento.

Sin duda, es mucho más lo que ha quedado afuera que lo que fue tratado. La metafísica es un dominio muy amplio y ramificado de cuestiones. Apenas si rozamos algunas de ellas, como la de cuáles son los criterios y las opciones sobre qué tipos de entidades se incluyen en la ontologia, si sólo individuos o también entidades abstractas como las clases y las propiedades. De otros tópicos ni siquiera hemos hecho mención, como por ejemplo el clásico problema de ia relación mente-cuerpo, el del análisis del estatus del espacio y el tiempo o el problema del cambio. Pero hettios de recordar una y otra vez que esto es una obra introductoria que, según el criterio adoptado, debe limitarse a presentar algunas cuestiones fundamentales de las diversas áreas de la filosofía, tal vez en forma mucho más esquemática de lo conveniente. Con todo, creo que al igual que respecto dei capítulo anterior sobre el lenguaje, con este dedicado a la metafísica el lector tiene elementos suficientes para ubicarse en el panorama y pro.segu¡r sus investigacio-nes en las direcciones que se abren.

Bibliografía básica para el capítulo

• Aristóteles. Categorías y Metafisica (varias ediciones). • Borges, J. L, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1956, • Carnap, R, "Empirismo, semántica y ontologia", en J, Muguerza (comp.). La

concepción analítica de lafiilosofia. Madrid, Alianza Editorial, 1974. • Goodman, N. Maneras de hacer mundos. Madrid, Visor, 1990. • James W. Pragmatismo. Madrid, Sarpe, 1984. • Platón. Diálogos (varias ediciones), • Strawson, P. E Individuos. Madrid, Taurus, 1989.

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Los caminos del conocimiento

El sujeto es un objeto ¿lescalificado. Mi ojo es el cadáver de la luz, del color. Mi nariz es todo lo que queda de los olores cuándo ha sido demostrada su irrealidad. Mi mano refuta la cosa teni-da. De manera que el problema del conocimiento nace de mi anacronismo, hnplica la simultaneidad del sujeto y del objeto cuyas misteriosas relaciones se pretendería esclarecer. Pero sujeto y objeto no pueden coexistir, pues son la misma cosa, integrada primero en el mundo real, arrojada después al sumidero.

Michel Totirnier

El presente capítulo está dedicado al problema del conocimiento. Este problema se articula eti varias preguntas cotnplejas mufuamente relacionadas, que podemos expresar como sigue: (1) ¿es posible el conocimiento? (2) ¿cómo es posible el conocimiento? (3) ¿en qué con-siste conocer? (4) ¿cómo se justifica el conocimiento? (5) ¿qué re-lación hay entre el conocimiento y la verdad? La primera pregunta entraña que al menos algunas versiones de escepticismo son concebibles y merecen ser consideradas. Una de las formas que puede adoptar el desafío escéptico es el de pedir, a quien lo pretende, que muestre cómo conoce lo que dice conocer. La premisa implícita en la argumentación escéptica dice en este caso que nadie conoce nada a menos que pueda decir cómo lo conoce. Esta premisa se relaciona claramente con la pregunta (2), por lo que una manera de responder a (1) es responder a (2), que es un pregunta compleja, pues incluye a (1) y supone una respuesta afirmativa a esta pregunta. Pero además, el desarrollo de la segunda cuestión deberá incluir un análisis y una explicación del co-nocimiento, que es lo que pide (3).

La pregunta (5), por su parte, va de suyo dado el significado mis-

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nio de "conocimiento". Para verlo más fácilmente es de mucha utili-dad aprovechar el hecho de que en castellano tenemos dos verbos con modalidades de uso diferentes, pero cuya significación filosóficamen-te relevante es en muchos casos similar: conocerj saber. Las cinco pre-guntas consignadas podrían perfectamente ser reformuladas en tér-minos de saber en lugar de en términos de conocer. En el caso de la quinta este cambio facilita la exposición, pues cuando decimos que sabemos que ta! y cual es el caso, una de las cosas que decimos es que sabemos que "que tal y cual es e! caso" es verdad. No es lógica-mente admisible afirmar que sé algo y al mismo tiempo afirmar que no sé si es verdad eso que digo saber. Esto muestra de por sí que hay una relación importante entre saber y verdad que es necesario indagar. A lo largo de este capítulo usaré tanto "saber" como "conocer" segiín lo aconseje el contexto.

Finalmente, el problema de la justificación es tal vez el núcleo más arduo de! problema del conocimiento, y su tratamiento filosófico ha alcanzado un grado de sofisticación tal que casi constituye un tema aparte. Por el momento sólo me interesa que se comprenda que res-ponder a las otras cuatro preguntas no equivale a responder a esta. Se puede afirmar que se cree que p y mostrar cómo se llegó a fijar la creencia, elucidar los elementos de este pretendido conocimiento y tener por establecida la verdad de p, sin que por ello se esté justificado en afirmar que p es el caso. Más adelante se verá por qué.

Desde luego, no pretendo que un tratamiento introductorio de este tópico pueda brindar un panorama suficientemente completo de todas las cuestiones. No obstante, el desarrollo que a continuación se ofrecerá tocará en mayor o menor medida todos los asuntos men-cionados, a veces en forma directa y otras de modo indirecto o suge-rido. Al igual que en los anteriores capítulos, mí estrategia no seguirá criterios de reconstrucción histórica. Sin embargo, algunos de los pro-blemas conservan aún hoy, en las discusiones actuales, una marca in-deleble de algunos de los filósofos más importantes de la tradición, especialmente del período moderno, como Descartes, Hume o Kant. He estimado valioso organizar la exposición de modo que permita un ílesarrollo sistemático del problema, presentando a la vez algunas doc-trinas de estos autores, pero repito, no como una exégesis de sus tex-

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Ix)S caminos del conocimiento 127

tos, sino como una ilustración de las cuestiones. Mi punto de partida es una reconstrucción de algunos aspectos del proyecto cartesiano, al que denominaré con Bernard Williams "el proyecto de la investiga-ción pura".

La investigación pura

Descartes se propuso responder a la primer pregunta positivamente, para lo cual elaboró una respuesta a la segunda. Su estrategia consistió en no admitir la verdad de nada que no conociera claray distintamente como verdadero. El problema pasó a ser, entonces, cómo asegurarse de que no daría su adhesión a ninguna creencia o proposición que pudiera tomar por verdadera siendo falsa. En pocas palabras, necesi-taba un método totalmente fiable. Lo encontró en la aplicación uni-versal de una duda sistemática sobre todas aquellas creencias suyas de las que cupiera dudar. Su objetivo no era escéptico, pues aspiraba a que el artificio de ia duda "hiperbólica" lo llevara a encontrar la ver-dad. Pero aquí es preciso introducir una distinción entre creer en lo que es verdadero y saber qtte lo que se cree es verdadero. En el primer caso no aparece el vínculo entre el estado de creencia y la condición veritativa de lo que se cree, pues es posible que se dé la siguiente situación:

(1)creo que p (2) es verdad que p (3) mis razones para creer que p no llevan a establecer la verdad de

que/

En la bibliografía especializada se han presentado muchos ejem-plos, en pardcular los llamados del "tipo Getrier", por haber sido este autor quien los propuso con cierta sistematicidad. Antes de pasar a uno de ellos, es interesante reparar en que el artículo en el que los propuso se titula "¿La creencia verdadera justificada es conocimien-to?". Es decir, sus ejemplos han sido concebidos para mostrar que no es suficiente estar justificado en creer q u e c u a n d o "p" es verdadera,

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para saber que p. Uno de los ejemplos es el siguiente: estoy mirando el partido final de un campeonato de tenis por televisión. Según lo que veo, el jugador A le gana al jugador B. Creo estar viendo la transmi-sión en directo de la justa deportiva que en ese momento se disputa en el campo de juego, pero ocurre que un problema de transmisión que yo ignoro ha llevado a que retransmitieran el partido del año pasado entre A y B en otra edición del mismo campeonato, en el que ganó A. Dadas estas circunstancias, yo creo que A le ganó el partido a B este año, y además, lo creo justificadamente de acuerdo con la información relevante de que dispongo. Pero ocurre que precisamen-te, mientras sin saberlo veo el viejo juego, en ese mismo momento está teniendo lugar la nueva final con exactamente el mismo resultado que la anterior. En consecuencia, mi creencia es verdadera pero yo no la creo por las razones adecuadas y por lo tanto yo no sé que p.

Allora bien, dada esta posibilidad, si estoy en la situación en la que se coloca Descartes, mi arribo a la verdad debe estar garantizado por el procedimiento a través del cual la busco. Si no puedo presumir que soy una mente infalible, de lo que debo asegurarme es de que se cum-pla la siguiente condición:

que el método por el cual adquiero mis creencias garantice que sólo formaré creencias verdaderas.

¿Qué es lo que pasaba en el ejemplo del partido de tenis? Que la verdad de mi creencia era accidental con respecto al método que me condujo a ella, y el factor decisivo para que esto sucediera era que algunas de mis premisas eran falsas. Luego, el método de la investiga-ción pura debe impedir que esto pueda ocurrir. Para impedirlo, debe-ré descartar todas aquellas creencias cuya índole sea tal que puedan llevarme al error. En una palabra, mi principio será ahora:

"acepta como verdaderas sólo las creencias incorregibles'.

Es otra forma de decir que las creencias a las que estoy dispuesto a asentir son indubitables.

En su empeño por evitar toda posibilidad de error. Descartes debe,

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fiiviv;ksumìiLt> 129

por expresarlo mal, "dudar de todo". Mencionaré los pasos argumen-tativos para lograrlo pero no los desarrollaré en detalle. Uno es "la hipótesis del sueño"; el otro, "la hipótesis del genio maligno". Según la primera, cada vez que tengo una creencia cuya fuente es la informa-ción que me brinda la percepción, podría estar soñando que tengo dicha percepción. Esto haría, por ejemplo, que crea que estoy viendo televisión cuando en verdad estoy en mi cama durmiendo y soñando que estoy viendo televisión. La segunda hipótesis permite abarcar cual-quier situación, no sólo la del ámbito de la experiencia perceptiva. Según la misma, no puedo estar seguro de que no haya un ser tan poderoso como maligno que se empeñara en engañarme sistemáti-camente acerca de todas mis creencias. Digamos que cuando afirmo "2 + 2 = 4", ese diabólico personaje ríe socarronamente porque sabe que, por caso, 2 + 2 = 8. Allí hay un Otro que conoce la verdad pero tal conocimiento me está vedado a causa de su acción sobre mí.

A esta altura de las cosas. Descartes halla que lo único que conoce con verdad clara y distinta es que mientras piensa, existe o, si se prefie-re, y poniéndonos nuevamente en su lugar, que la proposición "soy, existo" es verdadera mientras la pienso (proposición que se conoce^como "cogito cartesiano"). Esta proposición, piensa Descartes, saiisíáce las exigencias que se ha dado a sí mismo como investigador puro, es de-cir, como alguien que no teme alejarse de todos los fines y compromi-sos prácticos de la vida con tal de conseguir "la verdad, la pura verdad y nada más que la verdad". No es mi interés entrar en las disputas acerca de los méritos de la argumentación de Descartes y "los embro-llos del cogito", que son muchos y ya llevan tres siglos de vida. Sólo estoy interesado ahora en los aspectos específicos del método de la investigación pura corno uno que ha sido concebido para responder a algunas de nuestras preguntas del comienzo,

Y bien, ¿qué balance provisorio podemos hacer del planteo carte-siano? Antes de disponernos a ello, conviene señalar aquellas caracte-rísticas de la propuesta más generales e importantes para el tratamien-to de ias preguntas listadas más arriba.

( i ) La investigación cartesiana es la búsqueda de un método que garantice el conocimiento certero de la verdad;

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1 K) Introducciones a 5a filosofía

(2) se trata de un proyecto que se presenta en la primera persona del singular;

(3) apela a una especie de introspección que el meditador solitario ejerce sobre sus contenidos de conciencia;

(4) privilegia la intuición como instancia decisiva para acceder al conocimiento verdadero (percepción clara y distinta);

(5) el recurso específico del método es la aplicación universal de la duda (posibilidad del planteo escéptico);

(6) ias proposiciones a ias que el investigador cartesiano debe asen-tir lian de ser proposiciones incorregibles-,

(7) Descartes considera que ei conocimiento sólo es posible a tra-vés de su método, y considera que efectivamente ha logrado acceder a proposiciones verdaderas cuya verdad conoce con certeza (como ejem-plos baste citar las siguientes: "mientras pienso, existo", "Dios existe", "Dios no es un ser engañador", "existe un mundo externo que causa mis creencias perceptivas", etcétera).

4. Si el proyecto cartesiano se considerara logrado. Descartes habría

respondido afirmativamente a ia primera de nuestras preguntas, a tra-vés de una respuesta muy elaborada a ia segunda pregunta y, además, iiabría dado también una respuesta a la última de las preguntas.

Es menos seguro que el modelo cartesiano pueda interpretarse como una respuesta suficiente a la cuestión tercera, pues no oírece un análi-sis acabado dei conocimiento. En cuanto a la cuarta pregunta, mu-chos han sostenido que efectivamente el objetivo más profiindo de Descartes es ofrecer una teoría de la justificación del conocimiento, aun cuando no lo iiaya presentado en estos términos. No lo discutiré aquí. En cuanto a lo que sí puede aceptarse sin controversia como cuestioties que Descartes responde, debemos evaluar los costos y be-neficios que nos depara su modelo. Para realizar esta evaluación en forma acabada habría que acometer dos tareas: considerar si es una propuesta viable en sus propios términos, independientemente de si nos resultan aceptables sus supuestos y estrategias básicas, e indagar si los supuestos y características del proyecto -las siete antes enumeradas o ai menos algunas de ellas- son aceptables. En lo inmediato me ocu-paré de la segunda tarea. La primera se desarrollará en parte como

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corolario de la crítica, por así decir, externa al modelo, en parte en relación con los problemas de la justificación que más adelante enca-raremos.

Investigación pragmática contra investigación pura

El proyecto cartesiano, con todo lo novedoso que pueda resultar cuando se lo contempla sobre el fondo de la tradición filosófica que lo precedió, especialmente en lo concerniente al capítulo de la escolásti-ca medieval, conserva algunos elementos esenciales a la filosofía desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Antes de dedicarnos a la presenta-ción de la teoría del conocimiento pragmatista y su confrontación con el cartesianismo, sacaremos ventaja en puntualizar algunas seme-janzas y diferencias entre Descartes y el legado común platónico y aristotélico.

Tanto Platón como Aristóteles concibieron que la misión esencial de la filosofía era conducir al hombre al conocimiento de la naturale-za última de la realidad. A tal efecto, Platón forjó el método dialéctico que debía culminar en la contemplación intuitiva de las ideas, que, como hemos visto en el capítulo anterior, eran las entidades auténti-camente reales según su perspectiva. En el camino, el filósofo debía vencer al sofista, que cuestionaba la posibilidad del conocimiento al desacreditar su fiindamento metafísico. La garantía última de que las ideas se volverían accesibles al filósofo era que, según la llamada teoría de la reminiscencia, nuestra alma eterna ya conoce desde siempre las ideas. Si parece que las desconocemos - y que esto ocurre es lo que hace necesario a la filosofía— es porque al nacer olvidamos el conoci-miento, pero con la guía de la filosofía es posible recuperar ia memo-ria perdida y contemplar la verdad.

Aristóteles, por su parte, modificó muchas de las doctrinas plató-nicas, como la de la reminiscencia o la realidad separada y trasccndcn -te de las ideas, pero también llevó hasta su mayor grado de acab.i-miento la concepción de una ciencia fundamental, la merafívica, como cumbre de un sistema orgánico del saber en el que cada disciplina ocupaba su lugar de acuerdo con la realidad de su objeto de cstutiio.

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Y así como Platón se había enfrentado a la aporia sofística, Aristóteles lo hizo con el escéptico.

Es interesante recordar la clasificación del conocimiento propues-ta por Aristóteles. Al comienzo mismo de su metafísica, distinguió tres modalidades de saber: el técnico, el práctico y el especulativo. Cada uno se organiza según un fin propio. El técnico busca establecer los principios generales de todas las artes productivas con las que crea-mos y transformamos cosas, como por ejemplo la agricultura, la inge-niería y la retórica. El segundo debe brindar los fundamentos de la acción en su dimensiones ética y política. Por último, en el saber teo-rético o puramente contemplativo, lo único que nos interesa es con-templar la verdad acerca de la realidad natural, el movimiento de los astros y las enseñanzas de la matemática. Este último saber era para Aristóteles el más noble, porque nuestra motivación para su cultivo se desentiende de cualquier finalidad práctica y extrínseca a la contem-plación misma de su objeto y la comprensión de los principios que io rigen. A diferencia de Platón, Aristóteles extiende el conocimiento al mundo natural, que siendo el reino de lo cambiante, para el fundador de la Academia no podía ser objeto de episteme (ciencia) sino sólo de doxa (opinión). Pero ambos coinciden en la prelación otorgada a la contemplación de las verdades últimas respecto de todo lo que hay, que en definitiva realiza la metafísica, en esta visión, núcleo esencial de la filosofía.

Es evidente que Descartes conserva buena parte de esta concep-ción del saber. La filosofía sigue siendo protefilosofia. Como en Platón, el grado máximo de conocimiento es de naturaleza intuitiva y su ob-jeto es, al menos en parte, el reino de las ideas con las que nuestra alma nace. Además, los tres autores atribuyen una neta prelación al conocimiento contemplativo, sin vínculo alguno con la acción.

En cuanto a las diferencias, está claro que ni en Platón ni en Aristóteles se le concede ninguna importancia a ia conciencia subjeti-va. Este es un rasgo significativo para el desarrollo de los problemas del conocimiento tal como los estamos tratando, pero ahora, a los fines del contraste con el pragmatismo, importan más las semejanzas. La principal de todas ellas acaso sea la idea de que la metafísica es un saber positivo que debe fundar la posibilidad misma del Conocimien-

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to, y que conocer es, esencialmente, contemplar lo que es verdadero de una vez y para siempre. No hay aquí sirio para una concepción constructtvista del conocimiento, y la verdad no tiene rastro humano. En ios términos de Descartes, con el agregado de su "subjetivismo", esto nos lleva a ia situación en la que el conocimiento es la relación básica entre dos instancias separadas, el sujero que conoce y el objeto conocido. La verdad es vista como una cualidad intrínseca del saber, la que a su vez se fundamenta en una realidad también intrínseca a ia naturaleza del objeto de conocimiento. Más aiin, como hace patente el modelo aristotélico, ias modalidades del saber responden a la orga-nización de la realidad tai cual ella es en sí misma.

Para apreciar mejor el concepto de conocimiento e investigación pragmatista y sus críticas al modelo cartesiano conviene previamente describir ios rasgos generales de esta corriente de pensamiento en su discrepancia con la tradición clásica reseñada.

El programa filosófico del pragmatismo difiere radicalmente del expuesto. Destaca ia naturaleza dinámica y constructiva del conoci-miento y no separa ia práctica, ia técnica y !a teoría. Esta última es concebida como una dimensión inseparable del saber orientkdo a fi-nes técnicos y prácticos. Por ende, el concepto de acción estará en ei centro del análisis y ia explicación pragmatista del conocimiento. Desde luego, ei pragmatista no negará el valor superior de ia ciencia respec-to, por ejemplo, del saber común, pero situará este contraste en otro lugar. La ciencia será considerada como una creación cultural colecti-va en la evolución del hombre, no como el ejercicio de una disposi-ción naturai destinada a captar verdades eternas. La verdad será para ei pragmatismo algo que "hacemos" en ei curso de ia investigación y esta es un esftierzo comunitario, no ei producto de una meditación individual y solitaria como la cartesiana. Con este breve panorama es suficiente para encarar las críticas puntuales al modelo de la investiga-ción pura, desarrolladas por el fundador de ia corriente pragmatista, Charles Sanders Peirce.

Peirce dedicó algunos de su trabajos a ia crítica del pensainiemo cartesiano e incluso algunas de sus tesis pragmatistas más importantes pueden evaluarse mejor si se lo hace a la luz de dichas críticas. Entre los artículos y breves ensayos suyos sobre estas cuestiones, se destacan

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"Algunas consecuencias de cuatro incapacidades", "La fijación de la creencia" y "Cómo esclarecer nuestras ideas", todos ellos incluidos en el volumen citado en la bibliografía. A continuación presentaré las posiciones críticas y positivas de Peirce de acuerdo con el orden dado por ias características antes atribuidas a la concepción cartesiana del conocimiento.

Desde la perspectiva de Peirce, la teoría cartesiana debe rechazarse como un todo, para lo cual a cada una de las tesis listadas puede opo-nerse otra de corte pragmatista. A continuación se presentan ordena-das con numeración romana, de modo que la tesis "(I)" de esta lista es la contrapartida pragmatista de la tesis "(1)" de la anterior, y así suce-sivamente,

I. El objetivo de la investigación es el conocimiento, que consis-te en la fijación de ia creencia a través de un método racional.

II. La investigación es una tarea comunitaria, colectiva. III. No tenemos ningún poder de introspección. Todo el conoci-

miento del mundo interno se deriva del conocimiento de los hechos externos por razonamiento hipotético.

IV. No tenemos ningún poder de intuición. Toda cognición está determinada por cogniciones previas y todo pensamiento supone una operación con signos.

V. La duda universal cartesiana es inconcebible porque no hay comienzo absoluto sino que siempre empezamos una investigación con todos nuestros prejuicios y conocimientos previos. Una duda universal no constituye una duda auténtica, por lo que tampoco pue-de constituir un motor real para la investigación que lleva a la fijación de la creencia. (No hay lugar para el escepticismo global.)

No hay proposiciones incorregibles. Toda proposición es fa-¡Me.

VIL Hay varios métodos de fijación de la creencia, y aunque el pragmatista es el mejor por ser auténticamente racional, los otros tie-nen cada uno su valor y han tenido su importancia a lo largo de la historia de la humanidad (los otros métodos son el de la tenacidad, el de la autoridad y el a priori).

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Señalemos los principales puntos de controversia. Como se habrá notado, mientras que (1) señala la verdad como objetivo de la investi-gación, en (I) la verdad no es siquiera mencionada. Esto indica que en relación con la quinta pregunta que formulamos al comienzo del ca-pítulo, la referida a las relaciones entre el conocimiento y la verdad, el modelo de la investigación pragmatista y el de la investigación pura son muy diferentes. Es uno de los contrastes más importantes y estra-tégicos, por lo que vale ía pena detenerse en él.

Peirce concibe la investigación como un proceso que se origina en el estímulo o irritación que provoca en la mente una duda real y concreta, y que se detiene cuando se ha alcanzado una creencia. Aho-ra bien, según su punto de vista, la búsqueda queda satisfecha una vez que la creencia queda fijada. Consideramos a todas nuestras cre-encias verdaderas, por lo que la apelación a la verdad parece aquí redundante.

Para comprender mejor el punto podemos valemos de un test propuesto por Alfred Ayer. Supóngase, dice el test, que se nos pide confeccionar dos listas de enunciados, una en la que incluimos propo-siciones verdaderas y otra en la que consignamos nuestras creencias firmes. Ante cada enunciado que se nos presenta, no podremos in-cluir ninguno en una de las listas sin que al mismo tiempo lo incluya-mos en la otra. Lo que esto muestra es que, desde el punto de vista inmanente a la investigación, creencia firme y verdad son indiscernibles. Aun cuando haya una distinción lógica entre verdad y creencia, pues debe admitirse que podemos creer lo falso, para establecer epistémica-mente la diferencia se requiere un punto de vista externo desde el cual ejercer una crítica de la creencia. Este punto de vista puede ser el del mismo investigador en otra ocasión o el de otro sujeto.

Este tipo de consideraciones lleva a Peirce a concebir la verdad simplemente como la instancia final a la que arribará la investigación a través del trabajo científico colectivo. Una investigación suficiente-mente desarrollada en el tiempo nos guiará a un punto de convergencia final en el cual se dará el conocimiento de lo real La convergencia fimge como un ideal de la investigación al que debemos aspirar con la esperanza áe conseguirlo, Pero al no haber una instancia trascendentey absoluta desde la cual establecer lo que es verdad, esta no puede ser

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sino ei resuitado final de la investigación. Pedir otra cosa es para Peirce pedir un imposible.

El punto se relaciona con la posibilidad del escepticismo. El inves"-tigador puro deja suficiente luz entre el conociirtiento y la verdad para que esta brecha pueda no ser llenada nunca, pues una vez separadas las dos instancias, la de la creencia establecida y la de la creencia verda-dera, ¿cónio garantizar que no seguirán siempre separadas? Y este esta-do de cosas lleva inevitablemente al problema de los fiindamentos del conocimiento. Lo que ahora pedirá el escéptico es una base incontro-vertible de que se está en posesión de la verdad, lo que quizá no sea asequible. Si en cambio se cierra el paso a una distinción semejante entre el resultado de la investigación y la verdad, el escepticismo se reduce a la vigilancia atenta del proceso mismo de indagación.

La situación en la que se coloca Descartes es tan extrema, que su único recurso para superar el escepticismo es apelar a una garantía trascendente, que en su caso es la prueba de la existencia de un Dios benevolente, uno que asegura que las creencias que se manifiestan como verdaderas a la conciencia meditante, realmente lo son. Pero el problema es que el criterio de la claridad y la distinción es la firente última incluso del valor de esta prueba, por lo que en definitiva al investigador puro sólo le queda su esperanza de que lo que le parece verdadero a su intuición, ¿-x verdadero. ¿Y puede consrituir esta espe-ranza el fiindamento exigido por ei escéptico?

Por su parte, el investigador pragmático debe admitir que el ideal de la investigación podría no ser alcanzado nunca, pues ha renuncia-do a toda garantía externa al proceso mismo de investigación. Espe-ranza por esperanza, puede ocurrir que la desesperanza sea la que finalmente gane, en este punto otro nombre para el escepticismo. Cabe interpretar la respuesta pragmatista como un intento de volver inconcebible ai escepticismo, imputándole que pide lo imposible y que sólo son problemas auténticos aquellos a los que se puede dar solución.

A algunas de estas cuestiones quizá volvamos más adelante cuando tratemos el problema de la justificación. En cuanto a los otros puntos de oposición entre los dos modelos de conocimiento en su ensamble integral, pueden verse como consecuencias de una divergencia más

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básica y general acerca de la naturaleza del pensamiento en su relación con el mundo. Encarémoslo desde esa perspectiva.

Para Descartes, el conocimiento, una de las funciones esenciales del pensamiento, es íundamentalmente de carácter intuitivo. En sus Reglas para la dirección del espíritu st afirma reiteradamenre que, aun-que el conocimiento puede obtenerse por la intuición, la inducción y la deducción, estas tíkimas dependen en definitiva de la intuición. Y para que haya conocimiento intuitivo deben cumplirse las condi-ciones de claridad, distinción e instantaneidad en la captación del objeto de conocimiento. Por ello, en nuestra investigación aconseja Descar-tes atender primero a las proposiciones y principios más simples y buscar en todo lo que concebimos el elemento más absoluto, hasta encontrar lo en sí mismo simple y absoluto que llene, por así decir, el todo de nuestra intuición intelectual.

La claridad se opone a la oscuridad y la distinción a la confusión. Segiin los escolásticos, una idea es clara cuando discierne unos objetos de otros y es distinta cuando concibe a su objeto según las notas in-trínsecas que lo definen como siendo tal. Descartes adapta para sus propios fines esta doctrina escolástica. Los rasgos más importantes del modo como las utiliza son, por un lado, el alcance "ontològico" que tal doctrina adquiere, pues según sus términos, lo que se concibe clara y distintamente (plano gnoseológico) es en sí mismo claro y distinto (plano ontològico), y por otro lado, la dimensión subjetiva, pues lo que garantiza que estemos ante las verdades buscadas es nuestro acto de atención consciente que las capta de un solo golpe a través de una intuición.

El concepto peirciano de pensamiento no puede estar más alejado del cartesiano. Para Peirce, pensar es operar con signos. Como se sabe, su obra es una de las contribuciones más importantes a la semiótica, disciplina que estudia la naturaleza de los signos en general, tanto de íos sínibolos verbales como de íos otros tipos de signos. Peirce concibe la semiótica desde una óptica lógica y cognoscitiva. Dicho de otra manera, para él una misma cosa son, en esencia, la lógica, la semiótica y la teoría del conocimiento. No es este el lugar para exponer sus ideas semióticas. Sólo destacaré ios elementos de su teoría más relevantes para la acrual discusión.

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138 Introducciones a la fllosofía

Mientras que en Descartes ei vínculo cognoscitivo es dual, inme-diato y autosuficiente, en la perspectiva semiótica, dada la estructura triàdica del signo que ya mencionamos en el capítulo uno, no hay conocimiento inmediato, pues todo conocimiento tiene la estructura de un signo. Más aún, el conocimiento es la mediación misma, ese proceso por el cual se dan el significado y la interpretación. Hasta en el juicio más pró.ximo a lo inmediato, un juicio perceptivo, hay semiosís y generalidad. El percepto reducido a su pureza no es conocimiento, sino una pura cualidad sensible. Para que adquiera valor cognoscitivo debe ingresar en el proceso semiotico a través del juicio, pero todo juicio contiene generalidad, y donde hay generalidad hay compleji-dad lógica, se dé esta en la forma de la abducción, la inducción o la deducción. Estos son los principales recursos cognoscitivos con los que contamos. La abducción es un concepto de Peirce para referirse a la instancia de invención de hipótesis y pertenece más bien a lo que se denomina "contexto de descubrimiento" que al "contexto de justifi-càción" del conocimiento. Es este proceso abductivo io que produce novedad en el conocimiento, ya que la inducción y la deducción por sí mismas sólo permiten extender o asegurar lo ya conocido.

En cuanto a la búsqueda de lo claro y distinto como piedra de toque del conocimiento, una vez eliminada la intuición intelectual y la inmediatez como terreno fértil, queda pendiente la necesidad de encoiurar un método que haga factible establecer esas características, pues más allá de las discrepancias señaladas, Peirce coincide con Des-cartes en que la claridad y la distinción son notas exigibles a todo lo que pretenda ser vehículo de conocimiento. En fiinción de esta exi-gencia, propone su máxima pragmatista, que es hora de presentar. La primera formulación de la máxima dice así:

Consideremos qué efectos, que puedan tener concebibíemente repercusiones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Nuestra con-cepción. de estos efectos es pues ei todo de nuestra concepción del objeto. (1988, p.210)

Años después, el propio Peirce modifica esta presentación del modo siguiente:

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Toda la intención intelectual de un símbolo consiste en el total de todos los modos generales de conducta racional que, condicionados a todas las diferentes circunstancias y deseos posibles, se seguirían de la aceptación del símbolo. (1988, p. 224)

Más allá de las diferencias evidentes entre ambas, señalemos los elementos comunes que más nos interesan. En primer lugar, la máxi-ma relaciona conceptos entre sí, por lo que debe interpretarse como un análisis del significado, lo que queda claro con ei uso de ia expre-sión "intención intelectual" en ia segunda fórmula. Es decir que ia captación clara y distinta de una idea supone la relación entre signos: ei concepto del "objeto" remite al concepto de sus consecuencias prác-ticas. El segundo elemento es este, el de las consecuencias prácticas, que nos vuelve a la concepción de la creencia de Peirce. Según su análisis, la creencia tiene tres propiedades: es algo de que nos percata-mos, apacigua la irritación de la duda y establece una disposición en nosotros, un hábito o regla para la acción. Por lo tanto, lo que se con-cibe de un objeto es el modo en que puede entrar hipotéticamente en el curso de acción futura.

Nuestro objetivo no es ponderar las virtudes y defectos de la con-cepción de Peirce, por lo que no avanzaremos en el estudio de su teoría. Lo que debemos hacer es recapitular todo io reseñado para resumir el cuadro final de la comparación entre ambos modelos de investigación, el pragmático y ei puro.

En primer iugar, se observa que en ambos la investigación aparece como el método de fijación de la creencia, pero mientras en la versión cartesiana esto depende de la intuición de la verdad, en Peirce depen-de del hábito racional de acción que genera. Además, el modelo prag-mático elimina el recurso a la intuición porque no hay pensamiento —y por ende conocimiento- sin mediación de signos. En tercer lugar, la investigación pragmática es colectiva mientras que la cartesiana es individual. En cuarto lugar, la versión pragmatista intenta que el es-cepticismo global no pueda plantearse, mientras que ia investigación pura usa ei planteo escéptico como un medio para alcanzar ia verdad. Finalmente, el investigador puro exige ia incorregibiiidad de! conoci-miento, en tanto que ia investigación pragmática sostiene que todo conocimiento es falible.

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Más allá de los méritos y deficiencias que cada uno de ios concep-tos de conocimiento e investigación posean, en ia comparación se destaca que ei modelo cartesiano acepta la cuestión escéptica, esto es, la negación de la posibilidad del conocimiento, y en su afán por supe-rarla debe apelar a algún método que permita arribar a un conoci-miento seguro y absoluto en el que puedan fundarse todos los demás. El objetivo final de la investigación así planteada es la verdad. Por su parte, el concepto pragmatista de investigación se desentiende relati-vamente de la verdad, y destaca en cambio la formación racional, prác-tica y colectiva de las creencias. Su éxito hace ociosa la búsqueda de un fundamento para el conocimiento, pero también se conforma con el control racional de la formación de creencias, las que siempre serán falibles y cancelables hasta un estadio final de la investigación sobre el que no puede decirse mucho, excepto que es una esperanza con la cual hay que contar en nuestra empresa cognoscitiva.

La discusión sobre el papel de la intuición en el conocimiento tie-ne su propio peso. No necesariamente en el sentido con el que aparece en Descartes, pero sí cuando se la interpreta bajo el concepto más amplio de experiencia. Desempefia un papel central en el modo como la impronta cartesiana siguió su curso en el empirismo de los siglos xvii y xviii, pero además, independientemente de la dimensión histó-rica del tema, es natural preguntarse por la incidencia que la experien-cia tiene en la adquisición y justificación del conocimiento. En esto tiene su importancia la distinción entre los usos de "saber" y "cono-cer". Decir que alguien sabe tales y cuales cosas y que sin embargo no ha tenido una experiencia directa de esas cosas, es un modo natural y correcto de hablar. Por ejemplo, puedo saber mucho acerca de una ciudad a la que nunca fui o acerca de una persona que en mi vida vi. Sin embargo, en ninguno de estos casos puedo decir que conozco ia ciudad o que conozco a la persona. Hay un sentido en el cual conocer es tener experiencia directa de lo conocido. Y cuando se sabe algo sobre alguna cosa sin tener experiencia de ella, hay otras cosas sobre las que se ha debido tener experiencia directa para que sea posible ese saber. En el ejemplo de la ciudad que no visité, si sé muchas cosas sobre ella es porque alguien me las contó o las leí en algún fibro, y entonces he tenido experiencia directa de las palabras oídas o vistas. Así, parece

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que el conocimiento por experiencia directa ocupa un lugar destacado en la adquisición y tal vez en la justificación del conocimiento. Pero reconocer este hecho nos deja todavía muy lejos de comprenderlo, pues ¿en qué consiste dicha experiencia?, ¿cuál es el contenido? A estas y a otras preguntas trataremos de responder en el próximo apartado.

Conocimiento, experiencia y justificación

Hay ;d menos tres caminos que convergen en la idea de que aque-llo que constituye el objeto directo de nuestro conocimiento son cier-tas entidades su¡ géneris que recibieron desde la tradición empirista en adelante diversos nombres. Podemos uniformar estas denomina-ciones con la expresión datos sensoriales. Veamos brevemente los tres argumentos.

Argumento psicológico. El argumento psicológico discurre más o menos así: cuando percibimos un objeto o un estado de cosas deter-minado, lo que directamente percibimos son, según el caso, imág^jies, formas, manchas de color, etc. Estos son los datos de conocimiento inmediato, pues en nuestra mente no tenemos "las cosas mismas" sino sus representaciones, resultado de la acción de los objetos sobre nues-tros receptores sensoriales.

Argumento epistemológico. Este argumento es el que deriva directa-mente de! modelo cartesiano. Parte de una distinción entre creencias o enunciados básicos y no básicos, y afirtna que los úhimos se justifi-can a partir de los primeros. Estos enunciados que conforman la base de la justificación, a su vez no necesitan justificación, o bien porque se apela a una explicación causal que conecta los datos sensoriales sobre los que versan los enunciados básicos con ios estados de cosas a ios que los datos sensoriales remiten, o bien porque poseen una cualidad epistemológica intrínseca que los hace autojustificados (infalibilidad, incorregibilidad, indubitabilidad).

Argumento lingüístico. Este argumento afirma que los enunciados sobre objetos materiales son imprecisos, por lo que no poseen un sig-nificado determinado. Además, supone que esos y otros enunciados

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1 K) Introducciones a 5a filosofía

entrañan los enunciados sobre datos sensoriales. En consecuencia, la filosofía debe proceder a dar un análisis reductivo de ios enunciados de la clase original en términos de enunciados sobre datos sensoriales, a los que se les atribuye un significado exacto.

En la tradición empirista clásica iniciada por Locke, estos argu-mentos se encuentran entremezclados de modo complejo. Por ejem-plo en los referidos a la relatividad, las ilusiones o las delusiones de la experiencia perceptiva no se distinguen los componentes psicológicos y epistemológicos. Esta mezcla se halla claramente en estrategias empiristas contemporáneas como ias de Ayer y Price. Este tipo de argumentos señala que la distinción entre datos sensoriales y objetos materiales es necesaria para dar cuenta de esos casos, como las ilusio-nes ópticas o las delusiones que se dan por trastornos en el propio perceptor. Pero esro que parece ser un argumento psicológico devie-ne rápidamente gnoseológico cuando se considera el valor de verdad de fbs ermnciados implicados. La mezcla también se da respecto de las consideraciones lingüísticas, por ejemplo en las críticas de Berkeley al realismo representacionista de Locke, según la cual los términos gene-rales no suponen la existencias de ideas generales y los enunciados de objetos materiales son enunciados sobre percepciones, no sobre pro-piedades incognoscibles de la materia que supuestamente los causa. Sin embargo, es útil mantener las distinciones establecidas para una mejor comprensión de los problemas aun en los términos en que apa-recen en la tradición.

La versión integral de los tres tipos de argumentaciones constituye una teoría del conocimiento empirista y fundacionista. Empirista por-que sostiene que todo el conocimiento se deriva de la experiencia y fundacionista porque distingue enunciados básicos y no básicos y atri-buye la justificación del conocimiento a los primeros, los que a su vez se fundan directamente en la experiencia o se autojustifican.

Frente a esta teoría, caben críticas puntuales tanto a cada uno de los argumentos presentados como al proyecto en su conjunto. Prime-ro veamos someramente las objeciones específicas. Contra el argu-mento psicológico ha de observarse que es muy poco o nada intuiti-vo, pues los reportes de lo que conocemos por experiencia no se ofre-

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cen normalmente en términos de datos sensoriales. Aun desde el punto de vista introspectivo -aunque aquí cada cual deberá juzgar por sí mismo-, es más bien raro j requiere un esfuerzo peculiar presentar las experiencias comunes como versando sobre manchas, olores o for-mas. Nuestro lenguaje y nuestra experiencia en la acdtud natural es de objetos materiales. Por lo demás, sea lo que fuere que una teoría psicológica sobre la percepción señalara al respecto, hay una cuestión filosófica en cuanto al conocimiento que no se resuelve a nivel de la teoría empírica, pues es necesario hacerse cargo del problema concep-tual im-pXiciido en la idea de que nuestra experiencia común sea rele-gada en favor de una supuesta teoría. Conviene advertir, por ocra parte, que muchos psicólogos privilegian actualmente la experiencia tal cual se da en condiciones normales, no en la artificialidad de un laboratorio.

La segunda ciase de argumentación recibe objeciones de diverso tipo. Está el rechazo global a la idea misma de que ei conocimiento sea algo para io que deban brindarse fundamentos. Una crítica menos radical acepta que el análisis y la explicación del conocimiento incluye el capítulo de la justificación, pero considera que ia experiencia no es la fuente para esa justificación, aun cuando se le atribuya algún papel relevante. Otros estarán dispuestos a conceder una posición central a la experiencia, pero rechazando que esta remita esencialmente a datos sensoriales en lugar de a objetos materiales. Entre los que dan consis-tencia al debate sobre ia justificación pero niegan a la experiencia toda gravitación en el tema, están los que argumentan en favor de una teoría coherentista At la justificación, según ios cuales cada creencia se justifica por su relación lógica y práctica con "el todo de las creencias" del que forma parte. Dentro de esta corriente ios hay extremistas y contemporizadores. Los primeros no admiten que haya creencias bá-sicas y tampoco admiten que la justificación de las creencias sea otra cosa más que una relación entre creencias. Los contemporizadores, por su parte, distinguen entre el origen de las creencias y su peso fiístifiicatorio. Esta distinción les permite acordar con el ftindacionista en que algunas de nuestras creencias pertenecientes a nuestro sistema de creencias se originan en la experiencia, pero rechazan que esta posea capacidad jus tifica to ria, dado que la justificación es una relación iógi-

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introauccioiiey a ¡ta ittuauiia

ca, y el vínculo paradigmático entre la experiencia y las creencias es la causalidad, que es una relación natural, no lógica.

Pero la crítica al fundacionismo de inspiración cartesiana y empi-rista no se limita a los cuestionamientos externos. En efecto, dentro del fundacionismo hay quienes aceptan que la experiencia desempeña un papel necesario aunque no excluyente en la justificación del cono-cimiento, pero no otorgan a las creencias correspondientes ningún carácter especial intrínseco como la incorregibiiidad. Estos filósofos pueden incluso combinar algunos elementos del fundacionismo con otros del coherentismo. En este caso deben sostener que la justifica-ción adopta cierta "niultidireccionalidad": de las creencias fundadas en la experiencia hacia las otras creencias, pero también desde estas a aquellas y entre sí.

Los comentarios anteriores ofrecen un panorama apretado del de-bate en el que se cuestionan las razones de tipo epistemológico en favor del fundacionismo empirista. Pero este panorama sería incom-pleto si no desarrollamos esquemáticamente la motivación epistemo-lógica que está detrás de esas razones. No olvidemos que la preocupa-ción central de esta perspectiva filosófica es garantizar la posibilidad misma del conocimiento y asegurar así un camino para establecer la verdad acerca de cómo son las cosas en su realidad última. Veamos cómo discurre el argumento en términos más concretos;

Supóngase que un sujeto tiene la creencia de que p basándose en su creencia de que q. No estará justificado en su primera creencia si no lo está en su segunda. Esto se repetirá para todas y cada una de sus creen-cias, por lo que o bien el proceso conduce a una regresión infinita o gira en círculo, lo que sería vicioso, o bien termina con una creencia no j ustificada o en una creencia final justificada pero no por otra creencia.

Planteadas así las cosas, la única conclusión admisible es que sólo en el último caso hay justificación. Y, precisamente, las alternativas fundacionistas, de la más fuerte hasta la más débil, pretenden satisfa-cer las exigencias de este argumento. Pero, preguntemos, ¿es razona-ble describir nuestro sistema de creencias como una cadena de razo-nes del modo en el que se lo hace en el esquema expuesto?

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i os caminos ael conocimiento 145

Hagamos "recordatorios de lo obvio". Los siguientes puntos ral vez no resulten prima facie controvertibles;

(1) Parte de nuestro conocimiento ordinario se compone de la experiencia personal de la realidad sobre la que versa dicho cotioci-miento. Esta experiencia involucra tanto la acción de la percepción como la de la memoria;

(2) una mayor parte atin del conjunto de nuestras creencias y saberes provienen de lo que otros nos cuentan o, en general, de muy variadas fuentes de información. El contenido de este conocimiento no lo obtenemos teniendo experiencia directa de ese contenido;

(3) entre nuestras creencias, las hay completamente generales y otras que contienen al menos algiin elemento de generalidad;

(4) nuestras creencias conforman un sistema respecto del cual cui-damos cohesión y coherencia internas, de modo de evitar contradic-ciones e incompatibilidades.

Si ios enunciados (l)-(4) describen mínima pero correctamente el contenido de nuestro conocimiento, vemos que la imagen de una ca-dena jerárquica de creencias cuyo primer eslabón es la experiencia dei dato sensorial y cuyo likimo eslabón es cualquier creencia referida a algo no observable, distorsiona el modo en que funciona ei conoci-miento. En cualquier juicio de percepción, además del elemento de generalidad propio del lenguaje, hay un elemento de generalidad que pertenece al contenido mismo del juicio. Además, cuando tenemos una creencia perceptiva, hay un fondo de creencias actuando en rodo momento. Una de las más poderosas y tenaces ilusiones cartesianas es la idea de hacer "tabla rasa" con ese fotido de creencias para conside rarlas una a una en perfecto aislamiento. Pero, claro, no es una ima-gen muy realista de cómo revisatnos nuestras creencias cuando esta-mos en busca de justificación.

Pero se dirá no sin razón, que estas "obviedades" son conocidas por el teórico de los datos sensoriales. Por ejemplo, sostendrá nuestro fi-lósofo, porque hay generalidad en nuestros más simples juicios de objetos materiales debemos ofrecer su análisis y su fundamento en términos de juicios de datos sensoriales de los que tengatnos experien-

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da directa, j aun cuando ei fondo de creencias esté implicado en un reporte de datos sensoriales, si ese fondo de creencias ha de estar justi-ficado deberá remontarse a las experiencias de ios datos sensoriales pertinentes. Persiste en esta réplica ei fantasma del escepticismo, quien desvela al teórico del conocimiento, especialmente ai fundacionista. Pero, precisamente, este es quizás el punto verdaderamente crítico de todo este programa filosófico ya que, como muestra la historia del empirismo clásico, Hume, en la cumbre de esa historia, saca todas las consecuencias escépticas del modelo cartesiano y lockeano. Ei fracaso ante el escéptico es sin duda otra motivación crítica para rechazar el argumento epistemológico a favor de ios datos de los sentidos. Será la tiltima que consideraremos antes de pasar, en ei próximo apartado, al terreno de las controversias lingüísticas.

Quien alienta esta teoría se enfrenta con un dilema. Si vacía o reduce ai mínimo el contenido de los reportes de datos sensoriales, en-ei mejor de los casos asegura su incorregibiiidad, pero a costa de la capa-cidad^de estos enunciados para ser candidatos adecuados a la función de dar las premisas fimdamentales del conocimiento. Si, en cambio, mantiene el suficiente contenido cognitivo en esos reportes, conserva la capacidad justificatoria de los mismos, pero pone en riesgo la inco-rregibiiidad. En la primera opción, el teórico de jos datos sensoriales se aproxima ai escéptico, por ejemplo en su versión histórica original, el llamado "escepticismo pirrónico". En efecto, ante ia imposibilidad de asentar un conocimiento incontrovertible acerca de cómo son ias cosas, el pirrónico retrocede hacia las narraciones de lo que aparece. Podrá aceptar incluso que tiene creencias acerca de cómo las cosas se le aparecen, pero negará tener conocimiento de cómo las cosas son. Dirá, por caso, "este vino sabe dulce" pero no "este vino es dulce", o "esto parece vino" y no "esto es vino". Pero a diferencia del teórico de los datos sensoriales, no pretenderá que esto es conocimiento, sino mera narración de fenómenos. Es decir, si ei filósofo de los datos sensoriales abraza el primer cuerno del dilema, deviene escéptico pirrónico, aun-que inconsecuente, ya que pretende conocimiento y lo funda en ia existencia de un tipo de peculiares entidades, lo que estimularía la sonrisa irónica del escéptico..

No le va mejor si escoge el otro cuerno del dilema, pues los repor-

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tes de puros datos sensoriales no son aptos para la justificación, excep-to que se los ponga en conjunción con premisas inductivas e hipóte-sis, lo que constituye la bancarrota del proyecto fundacionista.

Consideremos el siguiente caso. Digo "hay un gato en el patio". Este es un enunciado que describe un estado de cosas y contiene mu-cha generalidad: en la palabra de clase natural "gato", en la palabra "patio", en la relación "en", en el numeral "un" y en el cuantificador "hay". Supongamos que la justificación de mí creencia de que hay un gato en el patío fiiera un reporte de datos sensoriales como "bulto negro ahí", más el gesto ostensivo apropiado. ¿Cómo puede la creen-cia expresada por este tiltimó enunciado justificar la expresada por el primero? Sólo si agrego un enunciado general referido a los casos an-teriores de ver ese tipo de bulto o de mancha, en los que tales fenóme-nos resultaron ser la presencia de un gato, y la aplicación de esa gene-ralización a este caso, lo que implica la generalidad de la inducción y la aceptación de una entidad bastante abstracta como un tipo o clase.

Casos como estos ilustran con cierta claridad las dificultades que enfrenta el teórico de los datos sensoriales, tanto respecto de la justifi-cación como respecto del acicate escéptico. En consecuencia, aunque no se concluya que el modelo sea inviable, pueden apreciarse ya bue-nas razones para ponerio en entredicho. Estas razones, sumadas a las anteriores y a las que a conrinuación desarrollaremos en el plano lin-güístico son suficientes para mostrar las dificultades principales que esta línea filosófica debe superar.

Trampas del lenguaje

Tomemos el siguiente par de expresiones:

(1) "este traje parece snáo' y (2) "la apariencia de este traje f j su-cia". Wittgenstein llama al procedimiento por el cual obtenemos (2) a partir de (1) objettficación. Explica el sentido de esta palabra en los siguientes términos:

La palabra "dato sensorial" en realidad significa lo mismo que "apariencia". Pero el término introduce un modo particular de mirar a la apariencia. Podría-

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mos Uamario " objetificación . Si "personificación" significa, por ejemplo, usar la palabra "tiempo" como si fiiera el nombre de una persona, entonces objetificación habla de ello como si fijera una cosa. (1997, p. 305)

Mientras ia personificacitSn no piantea un probiema, porque se entiende su sentido figurado, ia objetificación puede aiterar en parte el significado de los enunciados involucrados. Por ejemplo, el enun-ciado (1) puede entrañar "puedo estar equivocado" o "no estoy segu-ro", mientras que (2) sugiere la posibilidad de agregar "tengo razón", sea que e! traje esté o no sucio. Lo'que ocurre es que asimilamos la gramática de la apariencia a la gramática de objetos físicos, y por este medio creamos un nuevo tipo de objetos, todo un medio interpuesto entre nosotros y el mundo. Es como si quisiéramos decir: "después de todo ha de haber algo allí como una 'suciedad apariencial' que justifi-ca decir 'este traje parece sucio'

Antes de explorar el diagnóstico de Wittgenstein, convendrá hacer una breve referencia a ciertas sutiles consideraciones hechas por Grice sobre este asunto. Como apunta en uno de sus ensayos, algunos críticos de la teoría de los datos sensoriales sostendrían que los enunciados del primer tipo necesariamente implican, en algún sentido de "implican", que quien así se expresa tiene dudas sobre la verdad de lo que afirma y admite que la negación de ese enunciado puede ser lo correcto.

Allora bien, Grice observa que decir de dos enunciados que uno implica al otro puede significar que la implicación de uno por ei otro no es cancelable ni separable. Para ilustrado con el ejemplo del pro-pio Grice: si digo (E)"Smith ha dejado de golpear a su esposa" im-plico que Smith golpeaba a su esposa. Que esta implicación no es separable significa que la misma se da sea cual fuere la forma en que afirmo (E), y que no es cancelable quiere decir que no puedo coheren-temente afirmar ese enunciado y luego negar la impÜcación, por ejem-plo de esta forma: "Smith ha dejado de golpear a su esposa, pero no quiero implicar que él ha estado golpeándola". Luego se pregunta si "implica" tiene ese alcance en casos como el ejemplificado por (1) más arriba, tai como querría sostener el crítico de los datos sensoriales. En efecto, este diría que "tengo dudas de si el traje está sucio" o "el traje no está sucio" están implicadas en forma no cancelable y no separable por el enunciado (1).

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Grice, con ei objeto de defender la plausibilidad de alguna versión de una teoría causal de ia percepción, sostiene que es aceptable la tesis de que percibir implica tener datos sensoriales, para lo cual niega que una condición necesaria de la verdad o de la falsedad de tm enunciado del tipo (1) sea que se dé la implicación mencionada. Sin embargo, acepta que cuando no se cumple esta implicación, ei enunciado es engañoso en extremo. No puedo recorrer aquí los complejos argu-mentos de Grice, aunque sospecho que algunos de ellos son confusos. De todos modos, me interesa destacar que el punto más importante de la sugerencia de Wittgenstein no es tanto su tratamiento del enun-ciado (1), como lo que encierra su idea de objetificación,. Tal vez ten-ga razón Grice en que la implicación de marras no es parte del significa-do de los enunciados de "pareceres", mas esto por sí mismo no justifi-caría el uso que el fundacionista pretende hacer de la objetificación,

Pero concentrémonos en el segundo enunciado en su relación con el primero. El paso inicial para ir de este a aquel, consiste en convertir en objeto directo deí verbo lo que antes era la expresión de una moda-lidad de la experiencia, a veces indicada por un verbo principal al que se subordina el resto de ia frase. Expresiones como "el traje parece sucio" pueden intercaitibiarse en muchos contextos con expresiones como "el traje está sucio, según creo", "el traje está sucio, aunque no estoy seguro", "sospecho que el traje está sucio" o, por ei contrario, "ei traje parece sucio, pero no lo está". Aquí no hay más que un estado del traje que yo describo en relación con el modo en que lo percibo. Pero cuando las reemplazo por "la apariencia del traje es sucia" o "la apariencia de un traje sucio", parece que mi acto de ver tiene por objeto la apariencia. Y como además está el traje, soy inducido a pen-sar que hay tres instancias: el acto de percepción, la apariencia percibida y el estado de cosas del que esa apariencia es apariencia. Entonces damos un nuevo paso y, como muchas veces un examen más atento del estado de cosas percibido desmiente la pritnera percepción, caigo en la cuenta de que haya o no tal estado de cosas, lo cierto es que está la apariencia. Ahora otra vez puedo querer volver a tener sólo dos ins-tancias, pero ei estado de cosas ha sido desplazado por ia apariencia y corre ei riesgo de ser identificado con un ensamble de apariencias o una construcción lógica a partir de apariencias.

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Una vía por la cual se refuerza este mecanismo es la identificación de la apariencia con una figura. Supongamos que se nos pide que describamos el aspecto de algo. En lugar de palabras puedo utilizar muy efectivamente un dibujo o figura de ese aspecto. Esta figura pasa a ser ahora una apariencia de la cosa, y resulta como si hubiera una virtualidad infinita de aspectos, figuras o apariencias de las cosas, de modo que sólo tengo acceso a algunos miembros de esta serie virtual, pero nunca a la cosas mismas. Para advertir el truco, debe atenderse al comportamiento de las expresiones "hacer una figura de x\ "ver x\ "mirar la apariencia de x\ La primera nos remite explícitamente a una acción constructiva, mientras que la segunda puede ser interpretada más como aludiendo a una "pasión" que a una acción. ¿Cuál es la situación de la tercera expresión? Mirar, a diferencia de ver, es clara-mente una acción, pero ¿cómo he de mirar una apariencia? Parece como si tuviera que "dibujar con los ojos" sobre el objeto visto una figura que identifico con la apariencia, como en los casos en los que se me igvita a ver "el dedo de Dios" en ia forma de una montaña. Pero entonces, la apariencia es algo construido o derivado, no aquello in-mediato coii lo que me encuentro en el mundo a través de la percep-ción espontánea. En resumen, si se identifica a la apariencia con una figura, deja de ser un dato que encuentro para pasar a ser una cons-trucción que realizo. Dicho sin rodeos, hago la apariencia a través de la percepción, no la redigo pasivamente.

Esto lleva a hacer otro tipo de consideraciones. Para fines muy diversos, puedo construir un lenguaje de apariencias, por ejemplo en la crítica de arte o en ia respuesta a test psicológicos, etc. No hay nada de malo en ello. El probiema empieza cuando io que es un cambio de ienguaje o de gramática, se confunde y proyecta a la inter-pretación de nuestro lenguaje natural y, sobre todo, al análisis de la percepción y su uso en los procedimientos para ia justificación del conocimiento. La objetificación desemboca entonces en ia pregunta fatal: ¿de qué rengo experiencia directe^., ¿qué es lo que estoy seguro de conocer? Y ia respuesta ya ha sido preparada: ias apariencias o datos sensoriales. Aliora parece que se ha encontrado un suelo firme en el que la duda y la falsedad no pueden entrar: el reino de ios datos senso-riales. Es este el punto más controvertido de ia teoría, no la afirmación

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de que hay sensaciones y que estas desempeñan un papel explicativo de tipo causal en la percepción, que es una fuente de conocimiento.

Una vez que se han comprendido estos hechos lingüísticos, el fundacionismo empirista que otorga un lugar esencial a los reportes de datos sensoriales, tanto respecto del análisis del lenguaje como res-pecto de la justificación del conocimiento, puede comprenderse con mayor profijndidad. Aun en el caso de que no se quiera reconocer prelación a los enunciados de objetos materiales sobre los de los datos sensoriales, tampoco hay buenas razones para lo contrario. A lo sumo, cabe reconocer que ambos lenguajes, con sus gramáricas y sus objeti-vos, tienen su lugar en el conjunto de nuestras prácticas lingüísticas y culturales. Por otra parte, los enunciados de datos sensoriales no pare-cen ser buenos candidatos para cumplir el papel básico en la justifica-ción que ciertos filósofos han querido otorgarle.

Las reflexiones y discusiones desarrolladas estuvieron dirigidas a mostrar las múltíples dificultades de algunos aspectos del cartesianismo y el empirismo clásico en materia de teoría del conocimiento. La tarea ha sido en parte expositiva y en parte crítica. Hemos ponderado algu-nas ventajas de enfoques pragmatistas en teoría del conocimiento y de ciertas líneas de análisis del lenguaje. Sin embargo, en particular res-pecto de las relaciones entre el saber y la verdad, ambos modelos, el cartesiano y el pragmatista, presentan ventajas y desventajas, pero pro-fundizar la discusión queda fuera del alcance de esta obra. También respecto del escepticismo no hemos arribado a conclusiones firmes. El escepticismo es un tema de permanente interés, importancia y difi-cultad a lo largo de la historia de la filosofía. Aquí sólo ha aparecido en tanto ingrediente de una teoría del conocimiento en general, y de una de tipo fundacionista en particular. Finalmente, y antes de pasar al próximo apartado, es preciso señalar que una crítica del fundacio-nismo empirista no implica de por sí negar que la experiencia toma una función necesaria en la adquisición y justificación del cono-cimiento, al menos para buena parte de su contenido. Tampoco he querido sugerir alguna ventaja para las teorías de tipo coherentista de la justificación, de las que casi no he tratado.

Hasta aquí nuestra atención ha estado centrada en el conocimien-to empírico, pero este no es todo el conocimiento. Por el contrario.

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indicamos ya al pasar que en expresiones de creencias muy simples, encontramos ía acción fundamentíd de principios generales cuyo estatus y conocimiento queda aun por esclarecer. A ello dedicaremos el próxi-mo y liitimo apartado de este capítulo.

Ei conocimiento a priori

a) Experiencia y concepto

En ei capítulo 1 señalé que hay algo de paradójico en la filosofia, pues ai mismo tiempo que remite a un suceso en el mundo -el punto de vista particular desde el cual se genera y desarrolla-, pretende un conocimiento global sobre ú mundo en su conjunto, como si pudiera exiliarse de él y enfrentársele desde afuera. Este es un rasgo que se hace tanto más patente en los problemas del conocimiento, como a conti-nuación intentaré mostrar.

Hay un cierto modo de entender el escepticismo según el cual lo que pide es imposible de cumplir porque, justamente, exigiría la justi-ficación de nuestro esquema conceptual como un todo, esa intrincada trama de experiencia y concepto que hace posible lo que llamamos conocimiento - y en verdad la existencia misma de toda una forma de vida-, como si tal justificación pudiera encontrar un punto de apoyo exterior a ese mismo esquema. Pero aun cuando se considere que esa estructura no es única ni permanente, sino que se va conformando y transformando con la historia, los cambios culturales en general y los avances de ia ciencia en particular, deberá reconocerse que alguna es-tructura conceptual está siempre implicada en nuestra experiencia y en el conocimiento que tenemos de esa experiencia y que, en consecuencia, su revisión crítica, incluso ia de inspiración escéptica, está condiciona-da por ese mismo esquema o estructura. En otras palabras, que las cuestiones acerca de ias posibilidades y modalidades del conocimiento del mundo se formulan en ese mismo mundo y sobre nuestro vínculo con el mundo. Este juego de preposiciones tiene la intención de re-marcar la necesidad de abarcar ei conjunto de problemas que se pre-sentan en torno del conocimiento en toda su complejidad originaria.

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En estrecha relación con io que se acaba de señalar, está el papel que la tradición filosófica que ya hemos revisado les da a los enimcia-dos y creencias de datos sensoriales. En efecto, en nombre de la nece -sidad de dar fundamentos seguros a nuestro conocimiento, ese ámbi-to de creencia y lenguaje básicos fue imaginado como una especie de "exilio cósmico" desde ei cual dar un punto de apoyo absoluto a nues-tro conocimiento del mundo. Pero si somos fieles a la descripción que acabamos de hacer, la elección como básicos de ios reportes de datos sensoriales, a lo máximo que puede aspirar es a privilegiar un aspecto del conocimiento en el mundo, el que surge cuando se consi-dera como fuíidamental la experiencia sensorial del entorno inme-diato. Y como hemos visto antes, los supuestos "datos puros" de las sensaciones no podrían generar por sí mismos conocimiento. En nues-tro comportamiento y pensamiento naturales, la experiencia sensible remire a la idea de un ser corporal ubicado en un espacio y un tiempo comunes a él mismo y a su entorno, y a la idea de que hay conexiones regulares de diverso tipo -causales, por ejemplo- entre sus configura-ciones sensoriales y el orden del mundo tal cual se manifiesta en esas configuraciones. Precisamente en relación con estas regularidades y este orden debemos reflexionar acerca del papel que le cabe a ia es-tructura conceptual en el conocimiento. Aproximémonos más llana-mente a este asunto.

La búsqueda de un comienzo absoluto que fundamente el conoci-miento y la posibilidad misma de una experiencia de lo real, ha lleva-do muchas veces a los filósofos a imaginar una instancia en la que con ia intuición de io dado se celebraría el encuentro de una mirada ino-cente j un dato absoluto. Es lo propio de una perspectiva según la cual el conocimiento debería ser el puente natural tendido entre un sujeto y un objeto previamente aislados en sus respectivas realidades. La ima-gen impone la idea del conocimiento como un proceso de asimilación de materia prima originaria por medio de los sentidos, a su vez despo-jados de todo aquello atribuible al complejo organismo de! que son una pequeña parte, es decir, el punto de vista de que el conocimiento se origina en una percepción sin historia, pasiones ni intereses, de una realidad absoluta que nos limitamos a recibir pasivamente.

En términos tan crudos es difícil que esta concepción tenga hoy

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154 Introducciones a la fllosofía

defensores de fuste, aunque tal vez más de los que se piensa, si se disfrazan convenientemente sus aristas más ingenuas. Pero si parti-mos de la descripción del esquema conceptual según el cual experi-mentamos e interpretamos el conocimiento corrientemente, hallamos que no somos esa mirada inocente y que mucho de lo que conocemos resulta de nuestras propias disposiciones, acciones y expectativas. To-mar en cuenta al "sujeto cognoscente" como un ser de acciones y pa-siones, de intereses y valoraciones, es caminar en una dirección por cierto muy alejada de la idea de la investigación pura presentada an-tes. Pero esa idea contiene un elemento que no podemos resignarnos a perder tan fácilmente: la meta del conocimiento objetivo y el estable-cimiento de la verdad. Quizá se trate de redefinir esta meta antes que de abandonarla. Lo que debemos preguntarnos es qué aporte, si algu-no, es el que el sujeto que conoce hace al conocimiento, tanto en íos procedimientos para acceder a él como a la formación misma del con-tenido de ese conocimiento.

Li idea de que el conocimiento involucra un papel activo del suje-to es un legado problemático de la filosofía de Hume que dio un fruto impresionante en la filosofía de Kant. Hume se vio llevado al escepti-cismo porque advirtió que lo que concebimos como conocimiento engloba elementos fundamentales para los que no encontraba funda-mento objetivo alguno. Resumir el problema en los términos plantea-dos por Hume será de gran ayuda para apreciar mejor la novedad introducida por Kant en su uso de "a priori" y algunos aspectos y discusiones asociados a tal uso.

El punro de partida de Hume es que todos los materiales del pen-sar se derivan de las impresiones, pues las ideas simples son copias de esas impresiones, y las ideas complejas resultan de las operacio-nes de la mente sobre las ideas simples. Entonces, el objeto del cono-cimiento son las percepciones (impresiones e ideas) y las relaciones que la mente establece entre ellas. En cuanto a las relaciones, Hume distingue las que dependen de ias ideas comparadas de las que no dependen de ellas. Las primeras son la base del conocimiento en sen-tido estricto, esro es, un conocimiento seguro, mientras que ias segun-das son ia ba.se del conocimiento probable obtenido por inducción. Las relaciones de semejanza, de proporción entre cantidades, de gra-

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Ix)S caminos del conocimiento 155

dos de cualidad y de contrariedad son la fuente de un conocimiento intuitivo o demostrativo más o menos seguro, cuyo ideal está repre-sentado por la matemática. En el segundo grupo de relaciones encon-tramos las de identidad, tiempo y lugar y causalidad, que son las que más interés revisten ahora para nosotros. (De la distinción misma algo diré en el apartado siguiente.)

¿Qué es el conocimiento en términos de Hume? El resultado de ciertas comparaciones entre ideas. Si las comparaciones son las del primer grupo, obtenemos el fundamento de la ciencia, pero si son las del segundo grupo, ¿obtenemos conocimiento en sentido estricto? Podemos establecer las comparaciones, dice Hume, cuando ambos objetos están presentes, pero tatubién cuando sólo uno lo está. En el primer caso no hay razonamiento sino más bien asentimiento pasivo a lo recibido por las impresiones. Es el caso de la identidad y las rela-ciones de tiempo y lugar. Pero según Hume, estas relaciones sólo son operativas en conjunción con la de causalidad, que es la que regula la comparación entre ideas presentes en la mente con ideas que están ausentes de nuestra percepción. Así, en el empirismo humeano, la causalidad configurará la base para la constitución de nuestra e.Kpe-riencia. No sólo estará detrás de todas nuestras inferencias inductivas, sino también en la base de nuestra creencia en la existencia de un mundo externo. Podemos encontrarla incluso contenida en el princi-pio de la copia, pues la observación de una conjunción constante ame impresiones e ideas simples y la precedencia temporal de aquellas res-pecto de estas llevan a nuestra creencia de que las impresiones causan las ideas.

Sobre el telón de fondo de este esquema surge la pregunta crucial: ¿de dónde provienen las creencias en la existencia continua de percep-ciones que no percibo -por ejemplo, la creencia de que la calle que hace un rato percibí a través de la ventana y que ahora vuelvo a perci-bir continuó existiendo mientras no la percibía y es la misma calle- o mi creencia de que ciertas regularidades observadas entre impresiones presentes se seguirán observando en el futuro, como cuando «pero que mi presión sobre el interruptor de luz hará que esta se encienda sobre la base de que en circunstancias anteriores sucedió lt> mismo? Dicho llanamente, la respuesta de Hume es que la constancia y cohe-

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rencia que presenta nuestra experiencia del mundo es un orden pro-yectado por nosotros que no se fundamenta enteramente en esa mis-ma experiencia, pero como tampoco se fundamenta en la razón, ha de concluirse que no tiene fundamento alguno, aunque sí pueda darse alguna explicación natural de por qué creemos en ese orden. Hume encuentra esta explicación en ei hábito o costumbre que se genera en nosotros a partir de la conjunción constante, que es lo único de lo que tenemos percepción o experiencia directa. De io que no tenemos experiencia pero constituye para Hume el núcleo de la causalidad, es de una conexión necesaria entre las percepciones que toman los roles de causa y efecto. Finalmente, en cuanto a la creencia en que existe un mundo externo, es una disposición natural que no podemos eliminar pero que, en cuanto a su justificación, seguirá siendo vulnerable a los embates del escéptico.

No tenemos que aliondar en la filosofía de Hume, sino tan sólo rerener el cuadro general. Según este cuadro, el conocimiento en sen-tido estricto se limita a las relaciones formales y abstractas entre ideas; todo el resto del contenido de nuestro pretendido conocimiento es cuestión de probabilidad y, en último término, de costumbre y de fe. Es frente a este cuadro que reacciona Kant. Su objetivo va a ser exten-der el alcance del conocimiento de modo de asegurar una base sólida para la ciencia y evitar así ei escepticismo. Recordemos que para este filósofo el escándalo de ia fiiosofía era no haber dado aún con una explicación satisfactoria de cómo algo en nosotros representa algo fuera de nosotros. La solución de Kant es proponer que hay un conoci-miento que no proviene de la experiencia y que es a la vez condición de posibilidad de toda experiencia y de todo objeto posible de expe-riencia. Es el conocimiento a priori. En pocas palabras, Kant sosten-drá que, en efecto, el empirismo tiene razón en afirmar que el conoci-miento comienza con la experiencia, pero se equivoca al suponer que se deriva enteramente de ella. El conterüdo de la experiencia sin con-cepto es ciego y no aporta conocimiento auténtico, como por su parte el concepto puro es vacío si no se lo puede aplicar a una experiencia posible.

En la medida en que la posibilidad de semejante conocimiento se funda en ciertas distinciones lógicas acerca de los juicios, a continua-

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» „.í uei conocimiento 157

ción presentaré un panorama esquemático en perspectiva histórica de esas distinciones para luego concluir este capítulo con algunas reflexio-nes sobre la naturaleza de lo a priori y su relación con la experiencia.

b) Analítico/sintético

El par "analítico/sintético", presentado con esta generalidad, per-mite mostrar cómo ciertos conceptos son instrumentados de diverso modo por diferentes filósofos en fimción de los problemas filosóficos que formulan e intentan resolver. Además, dada las diferencias que dichos problemas exliiben, muchas veces controversias que podrían considerarse una discusión de tesis opuestas sobre un mismo proble-ma son, en realidad, confiisiones o malentendidos producidos por no advertir que las divergencias están en los problemas mismos o en el significado con el que algunos de los términos involucrados son utili-zados. Finalmente, en general, las discusiones en las que el par en cuestión cumple un papel central cobran especial relevancia cuando se las proyecta sobre el problema de la naturaleza de la filosofía misma.

Atendiendo a ias razones expuestas, este apartado será cqncebido como una introducción panorámica a la familia de problemas que tienen al par "analítico/sintético" como un elemento importante, de-sarrollando, en primer término, el contexto filosófico moderno en el que dicha pareja de conceptos aparece sistemáticamente discutida, especialmente en ia fiiosofía de Kant, io que a su vez supondrá reco-rrer ios antecedentes dei tratamiento Icantiano en filósofos anteriores, especialmente en las obras de Locl<e, Leibniz y Hume. En un segundo momento, se trazará un cuadro del status quaestionis en la filosofía contemporánea para, finalmente, bosquejar algunas conclusiones res-pecto de ia situación de la filosofía en la actualidad vinculada con las discusiones sobre lo analítico y lo sintético.

I

Kant introduce la distinción entre juicios analíticos y juicios sinté-ticos en función de un problema general que comparte con otros filó-sofos modernos y de un probiema específico propio de su proyecto

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crítico en fllosofía. La cuestión genérica es la pregunta por el origen y la legitimidad, de nuestro conocimiento; la específica se refiere a la posibilidad de la metafísica. En cuanto a la primera cuestión, la dis-tinción kantiana remite a distinciones y consideraciones que ya ha-bían realizado Leibniz, Locke y Hume, ninguno de los cuales habla de juicios analíncos y sintéticos pero cuyos planteos pueden reinterpretarse a la luz de la propuesta kantiana.

Comencemos por revisar la distinción establecida por Leibniz en-tre verdades de razón y verdades de hecho. Las verdades de razón son:

• Eternas. • Idénticas (sólo establecen identidades; el predicado de la propo-

sición no agrega nada al sujeto, sino más bien se Umita a repetirlo). • Necesarias (sus contradictorias son imposibles porque implican

autocontradicción). • No incluyen afirmaciones de existencia. • Ejemplos de verdades necesarias son: "todo es lo que es", "A es

A", "el rectángulo equilátero es un rectángulo", "3=2+1", "el todo es mayor que su parte", "iguales más iguales suman iguales", y similares.

Por su parte, kis verdades de hecho son contingentes y sus contra-dictorias son posibles por no implicar autocontradicción. Además, tienen contenido existencial.

De acuerdo con estas ideas, una verdad necesaria no afirma ni en-seña nada que ya no supiéramos por la sola definición de los con-ceptos que la conforman. No involucra más que relaciones entre conceptos. A través del análisis de una proposición necesaria, llega-mos en última instancia a principios también necesarios que no re-quieren demostración y a ideas simples no susceptibles de ulterior análisis. Autores como Bertrand Russell y Arthur Pap han señalado qué Leibniz tiene problemas para conciliar su exigencia de que el análisis nos lleva a ideas simples concebidas como composibles y su concepción de que los principios en que tales verdades se fundamen-tan son la identidad y la no contradicción. Tomemos la proposición "3 = 2 + 1". Leibniz dice que en ella "3" es definido como "2 + 1", pero también implica que 3 es posible, lo que a su vez debe probarse.

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Para asegurar que una proposición como "3 es posible" sea un caso de verdad necesaria, Leibniz concibe que una idea es posible si y sólo si no es autòcontradicroria, con lo que nuevamente la verdad necesaria comprende solamente identidad y no contradicción. No es nuestro objetivo aquí profundizar en la concepción de Leibniz en particular, sino sólo presentarla a grandes rasgos para luego retomarla a partir de la distinción kantiana y su desarrollo posterior.

Pasemos allora al aporte de Locke. Entre las proposiciones cuya verdad podemos conocer con absoluta certidumbre, este autor dis-tingue entre lo que llama proposiciones trivialesj proposiciones genuinas o reales. Las primeras son universalmente verdaderas pero no aportan nuevo conocimiento; entre ellas destaca las proposiciones idénticas, en las que el predicado consiste en la repetición más o menos explíci-ta del sujeto. Según Locke, sólo nos enseñan el significado de las pa-labras. Ejemplos son desde el trivial "lo que es, e.s" o "A es A" al no tan obvio "el oro es un metal" o "el oro es pesado". Por lo que se ve, Locke no es muy preciso en la distinción que establece. Lo que es seguro es que no incluye en las verdades banales las de la aritmética o las de la geometría. En el parágrafo 8 del Libro IV del Ensayo, afirma que, junto a las banales, hay proposiciones cuya verdad es certera y que afirman de una cosa algo que es consecuencia necesaria de su idea compleja precisa, pero no e.stá contenida en ella. Ejemplo: "El ángulo externo de todos los triángulos es mayor que cualquiera de los ángulos internos opuestos".

Finalmente, volvemos a Hume. Como es sabido, Kant declaró que el conocimiento de la obra de Hume lo despertó de su sueño dogmá-tico, al señalarle como imprescindible investigar si la metafísica puede constituir un conocimiento válido como el científico, o si las conclu-siones escépticas de Hume son inevitables. Como mostramos antes. Hume había sostenido que nuestra adhesión a la universalidad de la causalidad como una conexión necesaria entre eventos es sólo pro-ducto del hábito, sin fundamento objetivo alguno. Kant se propuso fundamentar objetivamente nuestras inferencias causales, junto a muchas otras clases de inferencia que también suponen principios que, como el de causalidad, no pueden ser fundamentados en la experien-cia porque son necesarios para que haya experiencia. Concibió su ta-

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rea como imprescindible para fundar sobre bases sólidas tanto las di-ferentes ciencias como la metafísica misma. De esta forma, se da a la tarea de pensar cómo es posible un conocimiento que conserve al mismo tiempo la necesidad de las verdades no contingentes o de he-cho en las que habían pensado sus predecesores, y la virtud de aumen-tar positivamente nuestro conocimiento.

Como vimos, Leibniz identifica el conocimiento apodíctico con verdades que se agotan en el análisis de los conceptos. Locke, por su parte, no hizo esta identificación pero tampoco desarrolló sistemática y coherentemente ía posibilidad del conocimiento que Kant estaba buscando. Hume, recordemos, distingue tajantemente relaciones entre ideas y cuestiones de hecho. Las primeras se fundamentan en puras ope-raciones del pensamiento que no implican nada de orden empírico; las segundas son empíricas pero no ofrecen conocimiento fundado. Kant interpretó -y con él muchos filósofos posteriores- que Hume identificó el conocimiento aportado por las relaciones entre ideas con lo analítico, pero esto no es explícito en Hume y, a decir de Pap, algu-nas de sus ideas son compatibles con la concepción sintética del cono-cimiento a priori. Sea como fuere, lo cierto es que Hume constituyó un punto de partida indispensable para Kant, aun cuando su inter-pretación del mismo resulte controvertible.

La distinción entre juicios analíticos y sintéticos es introducida por Kant en función de su interés por construir un criterio que nos per-mita separar el conocimiento necesario y tmiversal del conocimiento empírico y contingente, de modo tal que resulte la posibilidad de ase-gurar conocimiento auténtico para la ciencia y la filosofía. Hay en Kant dos distinciones que se combinan para formar un cuadro dife-rente del de sus predecesores:

• ANALÍTICO A PRIORI (= independiente de la experiencia)

• SINTÉTICO A POSTERIORI (= dependiente de la experiencia)

Redefiniendo las distinciones de Leibniz y Hume en términos kantianos, diremos que ambos identificaron el ámbito del conocí-

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Ix)S caminos del conocimiento 161

miento necesario y aprioristico con el conocimiento analítico —que en verdad no es conocimiento propiamente dicho- y reservaron para el ámbito empírico la posibilidad de producir nuevo conocimiento pero, al menos en el caso de Hume, sin posibilidad de fundamentarlo en la razón. Para comprender la novedad introducida por Kant, conviene presentar resumidamente sus principales tesis:

• Todo conocimiento necesario y estrictamente universal es a priori. • El conocimiento empírico por sí mismo nunca es necesario y

sólo es universal en términos relativos. • Hay dos clases de juicios: los analíticos y los sintéticos. • Paralelamente, hay dos clases de verdades necesarias: las analíti-

cas y las sintéticas a priori. • Los juicios empíricos son siempre sintéticos y a posteriori.

Tenemos ahora que no es lo analítico el criterio de la verdad nece-saria y el conocimiento apodíctico sino lo a priori. Presentemos final-mente la distinción entre analítico y sintético propuesta por Kant:

• Todo juicio afirmativo establece una relación entre sujetcfy pre-dicado.

• Esta relación puede establecerse de dos maneras: o el predicado pertenece al sujeto como algo que es contenido implícitamente en este concepto (analítico), o está enteramente fuera del concepto su-jeto, aunque esté en verdad en conexión con él (sintético), (A los analíticos Kant también los llama explicativos, y a los sintéticos, ex-tensivos.)

• El principio supremo de todos los juicios analíticos afirma que en un juicio analítico su verdad puede ser reconocida a partir del prin-cipio de no contradicción.

• El juicio analítico no expresa en el predicado más que lo que ya ha sido realmente pensado en el concepto sujeto, aunque no tan distintamente o con la misma (completa) conciencia.

• En los juicios sintéticos, el concepto predicado agrega algo al concepto sujeto. Si la agregación procede a priori, el juicio es sintético a priori-, si en cambio lo agregado procede por vía de intuición empí-rica, el juicio es sintético a posteriori.

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162 Introducciones a la fllosofía

• Los juicios sintéticos a priori son aquellos en ios que ei predicado agrega algo al sujeto a través de la intuición pura (espacio y tiempo).

• La intuición es una representación en tanto que puede depender de la presencia inmediata del objeto.

• Los juicios de la matemática y los de ias ciencias naturales son sintéticos a priori.

II

En nuestro siglo, la distinción entre juicios o proposiciones analí-ticos y sintéticos cobró nuevo vigor y significación, sobre todo a partir de la obra de Frege y su desarrollo en la corriente filosófica denomina-da "empirismo lógico". A continuación sólo se presentarán brevemente algunos hitos de esta historia y se mostrará cómo reinterpreta la discu-sión clásica.

Como se dijo, Kant concibió a ias proposiciones de la aritmética y la geometría como sintéticas a priori, contra Leibniz y Hume que segtín se admite ias concibieron como analíticas. Los tres coinciden, por ocra parte, en considerar a la lógica como puramente analítica, si se acepta interpretar lo que Leibniz y Hume dijeron con la terminolo-gía de Kant. En Los fundamentos de la aritmética, Frege retomó el problema pero en otro contexto y con otras preocupaciones. El con-texto era la separación de lo lógico y lo matemático de lo psicológico y su interés era dar un fundamento puramente lógico de la matemáti-ca. Es íundamental considerar estas variaciones, porque por un lado, Frege coincide con Leibniz en que ia lógica y la aritmética son analíti-cas, mientras que coincide con Kant en que la geometría no puede prescindir de la intuición y por ello es sintética, aunque igualmente a priori. Sin embargo, su concepción de lo analítico difiere de las de Kant y Leibniz y también su concepto de lógica.

Frege caracteriza así las verdades analíticas: "si en el camino de encontrar la prueba de una verdad matemática sólo se encuentran definiciones y leyes lógicas generales, entonces se trata de una verdad analítica". La verdad sintética será aquella para cuya prueba es necesa-rio introducir verdades o leyes que pertenecen a un campo especial de conocimiento.

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Tomemos una proposición aritmética eiemental como "2 + 2 = 4". Frege liace suya la demostración que ya había hecho Leibniz y consi-dera, como este, que es puramente analítica. Sin embargo, observa que esta demostración incluye el uso de las leyes de asociación y con-mutación para la suma, lo cual con la concepción de la lógica de Leibniz debió haberlo llevado a considerarla sintética. Si Frege puede conside-rarla analítica es porque piensa que todas las nociones aritméticas son definibles en términos puramente lógicos, lo que él comienza a hacer y concluyen —no sin dificultades- Russell y Whitehead en Principia Matemàtica. En resumen, de acuerdo con Frege, una verdad es anali-tica si es una verdad lógica.

El segundo hito que considerar para seguir construyendo el pano-rama contemporáneo de la discusión, es la definición de verdad lógica y analítica propuesta por Carnap.

Segtín él mismo declara en Meaning and Necessity, su noción de verdad lógica elucida lo que Leibniz llamaba verdad necesaria y Kant verdad analítica. Para no entrar en tecnicismos que estarían de más en una presentación general del tema, digamos simplemente que según Carnap una verdad es analítica si y sólo si su verdad puede establecerse sobre la base de las significaciones que la constituyen y que pertenecen al lenguaje en el que se formula, con absoluta prescin-dencia de cualquier contenido fáctico.

La propuesta de Carnap para la verdad lógica y para la analiticidad contiene muchos problemas que fueron señalados por diver,sos auto-res. Aquí no podemos desarrollar detalladamente la discusión. Sólo nos referiremos a la propuesta de Quine, que incluye una importante observación crítica acerca de la de Carnap. Esto constituirá el tercero de nuestros hitos.

Como puede apreciarse, la caracterización de analítico dada por Carnap depende del concepto de significado. Pero para Quine, el único contexto en el que esta noción parece utilizable en filosofía es el de identidad o mismidad de significado, en los que equivale a la sinoni-mia. Ahora bien. Quine piensa que conceptos como sinonimia o analiticidad pertenecen a una familia de conceptos viciados: los lla-mados conceptos intensionales, y que es mejor prescindir de estos enteramente. En función de tal perspectiva, distingue dos grupos di-

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fcrentcs de proposiciones analíticas: el de las verdades lógicas y el de las verdades analíticas por sinonimia. Luego argumenta que no es posible caracterizar ía sinonimia o la analiticidad sin circularidad vi-ciosa, por lo que concluye que hay que prescindir del concepto de verdad analítica, lo que implica rechazar la distinción analítico/sinté-tico por oscura e innecesaria. Es innecesaria porque Quine piensa que se puede caracterizar la noción de verdad lógica sin apelar a la analiticidad ni a ningún otro concepto intensional. Precisemos algo más la argumentación de Quine.

En primer lugar, cabe hacer notar que Quine acepta la versión de analítico que da Carnap como una apropiada elucidación de lo dicho por Leibrüz, Hume y Kant. De acuerdo con Quine, lo que entendió Kant por analítico se expresa así: un enunciado es analítico cuando es verdadero por virtud de significaciones e independientemente de los hechos. Luego, como ejemplos válidos de enunciados analíticos según esta caracterización pueden darse los siguientes:

(1) Ningún hombre no casado es casado. (2) Ningún soltero es casado.

(1) es un caso de verdad lógica, lo que se muestra porque si en él sustituimos los términos no lógicos por otros términos, seguimos ob-teniendo verdades, y esto es así en virtud de la forma lógica o esquema que está en la base de esas distintas oraciones, sin que ningún hecho entre en consideración. Ahora bien, si reemplazamos en (1) "hombre no casado" por su sinónimo "soltero", seguimos teniendo una verdad cuya base son exclusivamente las significaciones de las palabras que forman la oración, por lo cual satisface la citada caracterización de analítico. Pero entonces, el carácter analítico de (2) se fundamenta en la sinonimia, y según Quine, tarde o temprano deberemos apelar nuevamente a la analiticidad para explicar la sinonimia. Esta suerte de circularidad es para Quine viciosa, y aconseja rechazar la noción de analítico y los conceptos a ella asociados. En consecuencia, para este filósofo la disfinción analítíco/sintético debe dejar paso a otra concep-ción del funcionamiento de la lógica y el lenguaje según la cual no hay verdades intrínsecamente necesarias y otras fatalinente contingentes.

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Con esta estrategia, Quine saiva la verdad lógica pero no la analiti-cidad. Sin embargo, el éxito de esta propuesta depende de que se pue-da caracterizar la verdad lógica sin recurso alguno a la sinonimia o alguna otra noción similar. Según autores como Strawson j Orayen esro no es posible o lo es a un precio demasiado elevado. A pesar de que las críticas de estos autores son de gran peso, Quine ha permane-cido fiel a su posición inicial.

Sea como fuere, el rechazo de la distinción pone a Quine en un camino totalmente diferente del de los clásicos modernos y de autores contemporáneos como Frege y Carnap. Aquí no se trata de una nueva línea de demarcación entre lo analítico y lo sintético sino de la elimi-nación de la distinción misma.

Unos años después de esta propuesta de Quine, Putnam insistió en la posibilidad y aun utilidad de la distinción analídco/ sintético, pero quitándole todo valor estratégico fundamental. Según su idea, "ningún soltero es casado" es analítico por sinonimia cognitiva y no ve en ello ningún perjuicio, sino que considera que estas sinonimias pueden ser údles y funcionales tanto en el lenguaje natural como en el científico.

Como último hito mencionaré brevemente la propuesta de %ipke. Según expone en sus conferencias publicadas con el título Einombrar y la necesidad, hay que separar tajantemente el plano metafísico del plano epistemológico. Hecha esta separación, pueden aceptarse pro-posiciones necesarias a posteriori, algo que hubiera resultado in-comprensible a los filósofos modernos. No podemos desarrollar ahora su concepción, pero sí señalar que depende de toda una teoría sobre la naturaleza de los nombres y de la referencia. Para ilustrar el contraste entre su posición y por ejemplo la de Kant, tomemos el juicio "el oro es un meta! amarillo". Para Kant es una verdad necesaria por ser un juicio analítico y su conocimiento es a priori, mientras que para Kripke puede ser una verdad necesaria, pero a posteriori, es decir, descubri-mos empíricamente la necesidad de su verdad. Nada tiene que ver en esto ni la aprioridad ni la analiticidad.

Con este apretado panorama de las distinciones lógicas involucra-das, estamos en mejores condiciones de retomar el tema central de este apartado y concluir analizando las relaciones entre la experiencia y lo a priori.

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1 K) Introducciones a 5a filosofía

cj A priori trascendental y a priori pragmático

Kant se enfrenta al legado humeano afirmando que la razón, en ei trabajo de esclarecerse a sí misma, debe desarrollar una crítica de sus fiindatTientos, sus alcances y sus fines últimos. En el marco de esta tarea crítica -acabada expresión del proyecto ilustrado que con Kant alcanza su cumbre-, la teoría kantiana del conocimiento sostiene que en ese camino crítico, la razón debe establecer cuáles son las condicio-nes de cualquier experiencia y, por ende, de cualquier conocimiento. Estas condiciones, al hacer posible la experiencia, son inseparables de ella en iodos sus niveles, aun en el básico de la percepción sensible. Si estas condiciones no se cumplieran, ninguna impresión sensible llega-ría a ser percibida por el sujeto cognoscente. Kant concibió estas con-diciones confo universalmente válidas y necesarias y su estatus se com-prende cuando se las piensa bajo la distinción entre lo empírico y lo trascendental.

Kant aplica el término "trascendental" al conocimiento a priori, que es el conocimiento de las representaciones o formas que hacen posible la experiencia, por lo que no pueden ser conocidas por esa misma experiencia. Fijar la arquitectura para edificar una "ciencia trascen-dental" es un objetivo de la Critica de la razón pura, la principal obra de Kant. Esta ciencia tendría como objeto el sistema de los conceptos a priori que hacen posible el conocimiento.

Dentro de la estructura a priori del conocimiento, Kant distingue dos tipos de condiciones: las que hacen posible que algo sea una im-presión y las que hacen posible que la multiplicidad sensible se unifi-que en una representación. Las primeras son el espacio y el tiempo, las formas puras de la sensibilidad o^e cualquier intuición sensible debe tomar para constituirse como tal. Es decir, toda intuición sensible será espacial o temporal. Las segundas son los conceptos del entendi-miento o categorías, que determinan todas las formas posibles en que ias impresiones sensibles pueden enlazarse en la representación y en el juicio.

Kant "deduce" las categorías a partir de la clasificación de los jui-cios. Los juicios se clasifican según la cantidad, la cualidad, la rela-ción y la modalidad, por lo cual el entendimiento tendrá categorías

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de esos cuatro tipos. No entraremos en el detalle de la descripción y el análisis de la estructura categorial reconocida por Kant. Sólo indi-quemos que las categorías de la cantidad y la cualidad son las mate-máticas, porque fijan las condiciones para hacer juicios sobre objetos en el espacio y el tiempo, y a las de ia relación y la modalidad las denomina di?iámicas. l a causalidad es para Kant una de las categorías dinámicas de relación, por lo que se ve que, desde el punto de vista de la filosofía trascendental, era lógico que Hume no encontrara una justificación satisfactoria para las inferencias causales, pues esta no podía provenir de la experiencia, tínica fuente de conocimiento reco-nocida por Hume.

La estructura trascendental hace posible tanto los juicios empíri-cos como los juicios a priori. Un juicio sintético a posteriori particular como "esto es un caballo" supone la intervención del espacio y el tiempo y las operaciones de categorías de las cuatro clases, como también ocurre con el juicio universalmente verdadero "los caballos son ani-males" y con la verdad necesaria "los cuerpos son extensos" o con juicios puramente formales como el que enuncia el principio de causalidad (la segunda de las analogías de la experiencia kantianas) que en su versión más simple dice: "todo lo que sucede presupone algo a lo cual sigue según una regla".

Quizás el rasgo más notorio de la estructura a priori es que mues-tra al conocimiento como una función de síntesis. Esta síntesis se da en un doble sentido: hacia el mundo, posibilitando la reunión de la multiplicidad sensible en un objeto, y hacia el sujeto que conoce, dan-do ocasión a la unidad de la autoconciencia o yo trascendental a través de la síntesis del objeto. "El yo pienso -dice Kant- debe poder acom-pañar todas mis representaciones". Así, el sujeto, en su junción trascen-dental, construye el objeto a partir de la multiplicidad serisible dada.

El de Kant es uno de los pensamientos más complejos de la histo-ria de la fiiosofía, complejidad sólo comparable a su grandeza. No podemos pretender hacerle justicia en estas pocas palabras y a un nivel tan básico. Nos basta con haber presentado algunas de las característi-cas más generales de su concepción del elemento a priori en la consti-tución y justificación del conocimiento, para desarrollar ahora algu-nas cuestiones que se presentan para la discusión.

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Podemos disdnguir un argumento fuerte y uno débil en favor del reconocimiento de un elemento a priori en el conocimiento. Desde dentro de nuestra experiencia describimos esta estructura, pero pode-mos preguntarnos si tai o cual rasgo de la misma, o bien todos ellos, podrían ser diferentes de como son. Esto equivale a preguntar si esa estructura es necesaria o contingente. La respuesta trascendental de Kant es que es necesaria, pues fija las condiciones de toda experiencia y con ello ios límites de lo cognoscible y lo pensable con senrido. El concep-to llevado más allá de la experiencia posible da lugar al sinsentido de la especulación pura, mientras ia experiencia sin el concepto no llega a hacer senrido, no liega a ser experiencia. Este es un argumento fuer-te en favor de lo a priori. Supone que hay límites que se imponen de una vez y para siempre a fin de que la recepción de lo dado a la sensi-bilidad constituya conocimiento.

Por otra parte, un argumento débil puede concebir esta estructura como contingente, o ai menos desistirá, a falta de un argumento de-mostrativo, de considerarla como el único esquema para una expe-riencia posible y, por ende, para que haya conocimiento. Como es natural, ei argumento débil, al ser menos pretencioso, ofrece menos que el fuerte pero también es menos vulnerable a ia crítica, especial-mente a la crítica escéptica. Un ejemplo de perspectiva más débil so-bre el a priori es la concepción pragmática propuesta por C. Lewis. A ella dedicaremos nuestras últimas reflexiones en este capítulo.

Este filósofo concibe lo dado como el elemento que se impone con necesidad a nuestra experiencia, mientras que el reino de lo a priori es el de nuestra libertad constructiva, libertad que de todos modos tiene fuertes restricciones provenientes de la vida práctica co-lectiva en ia que nuestros conceptos adquieren sentido y se validan. La estructura a priori es descripta como un conjunto de hipótesis y proposiciones analíticas a partir de las cuales interpretamos la expe-riencia. La raíz de la estructura es pragmática porque surge en el seno de la acción. El contraste más notable entre esta visión y ia kantiana está en que en ella desaparece ei rasgo trascendental según el cual io a priori le pone límites a la experiencia. Desde luego, Lewis también otorga a lo a priori la función de establecer un orden necesario para ia experiencia y ei conocimiento, pero este orden está sujeto a las

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modificaciones que la experiencia misma puede introducir. Lo que Lewis niega es que tengamos criterios para decidir a priori qué es-tructuras son concebibles y cuáles no. Esto lo decide en último tér-mino la experiencia. En la interpretación siempre hipotética de la experiencia se mostrará la corrección de una estructura categorial particular, por lo cual no es una tarea de la filosofía - y de ninguna ciencia, por cierto- establecer el catálogo de las categorías, pues no hay tal catálogo, o habrá tantos como sea posible hacer funcionar en la experiencia. Como se ve, reaparece aquí la tesis pluralista vista en el capítulo anterior desde la perspectiva metafísica, y ahora desde la perspectiva cognoscitiva.

Otra diferencia importante entre ambas concepciones de lo a priori, es que la demarcación entre este y lo empírico es en el enfoque trascendental estática y definitiva, mientras que en el enfoque prag-mático es dinámica y relativa, pues lo que en una versión funciona como a priori puede hacerlo en otra como empírico. O mejor aún, un mismo juicio puede ser interpretado como una verdad a priori o como una verdad empírica, según sea el esquema interpretativo utili-zado. La razón para preferir un esquema a otro será pragmática, es decir, estará conectada con su potencialidad interpretativa de los da-tos, por lo cual no puede decidirse sin el concurso de la experiencia. Además, hay un elemento de convención en la perspectiva pragmáti-ca que no es admisible en la concepción trascendental. Finalmente, lo que se rechaza en el enfoque pragmatista es la posibilidad y aun la necesidad de acceder a un punto de vista absoluto desde el cual juz-gar las povsibílidades de "encaje" de la experiencia con la estructura conceptual. Así como en Peirce, también en Lewis el establecirniemo de la corrección y la verdad obedece a criterios inmanentes a nuestra práctica.

Bibliografía básica para el capítulo

• Descartes, R. Obras escogidas. Buenos Aires, Charcas, 1980.

• Hume, D. Investigación sobre el entendimiento humano. Buenos Aires, Losada;

1939.

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1 K) Introducciones a 5a filosofía

• Kant, 1. Crítica de la razón pura, {varias ediciones), Introducción y Analítica de los principios capítulo segundo, primer y segundo apartados.

•f Kant, I. Prolegómenos a toda metafisica del porvenir. México, Porrúa, 1991, Prefacio y parágrafos 1 a 13.

• Peirce, C . S. El hombre, un signo. Barcelona, Crítica, 1988. • Wittgenstein, L. Ocasionesfihsóficas. Madrid, Cátedra, 1997.

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5 Yo, las cosas, los otros

Sí arrastré por este mundo, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser...

Le Pera

"¿Ser o no ser?, esta es la cuestión", dice con profunda solemnidad Hamlet en las páginas inmortales de Shakespeare, mientras un no menos inmortal Gardel frasea los versos de Le Pera que fungen como epígrafe de este capítulo. En las páginas que siguen intentaré entrever el significado conceptual expresado en esas frases.

El elemento común que nos interesa destacar se pone de manifies-to cuando observamos que ambas expresiones sugieren la posible sus-pensión del ser de quien las pronuncia. Cabe interpretar ia pregunta de Hamlet como la deliberación acerca de si seguir siendo o no. De modo similar, avergonzarse de haber sido y lamentarse por no ser ya es al mismo tiempo rechazar y sentir nostalgia por el ser que se era y que ya no se es. Así, de la mano de la poesía arribamos rápidamente a la situación en la que alguien toma una actitud frente a lo que él mismo es o, si se prefiere, frente al modo en eique se encuentra siendo o existiendo, y abre así la posibilidad de decidir acerca de la continuidad de esa orientación de su existencia y, en último extremo, acerca de la conti-nuidad de la existencia misma.

El desarrollo conceptual de este tipo de preocupaciones acerca de la permanente posibilidad que tenemos de poner en cuestión nuestra vida en su conjunto es lo que caracteriza a la "filosofía de la existen-cia", cuyo interés más destacable es, a mi juicio, el de las cuestiones

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prácticas que promueve. Aunque hay antecedentes de la considera-ción de estos asuntos desde el comienzo mismo de la filosofía, no cabe duda de que como corriente vigorosa de pensamiento surge con la obra de Kierkegaard en Dinamarca, alza el vuelo con la de Heidegger en Alemania y alcanza su mayor punto de agitación con la obra de Sartre y la de Lévinas en Francia.

A partir de los años setenta, comienza un pronunciado eclipse de esta filosofía, y quizá va siendo hora de balances y nuevos abordajes. Aquí me limitaré a presentar con algún grado de sistematicidad cier-tos problemas centrales de esta tradición, sobre todo en lo que respec-ta a los aspectos prácticos de esos problemas. Para evitar ceñirme a una terminología técnica en particular, trataré de traducir las expre-siones especializadas de tal o cual autor a un lenguaje lo más llano posible. También capitalizaré el uso de estrategias analíricas para abordar estas cuestiones.

El punto de partida de este ámbito de problemas es nuevamente ¡a situación de un ser que se encuentra como parte del mundo respecto del cual tiene la capacidad de asumir un distanciamiento que lo pone frente al mundo y frente a sí mismo como parte de ese mismo mundo. Independientemente de si hay algún otro ser que tenga esta capaci-dad, lo cierto es que es idiosincrásico de la condición humana, no como un rasgo accidental sino esencial. La primera dimensión que aparece cuando nos aproximamos al fenómeno es este encontrarse como siendo ya en medio de las cosas y de los otros hombres. En los versos de la canción de Gardel y Le Pera hay un rastro de esta dimensión en las palabras "si arrastré por este mundo". Es lo que Heidegger deno-mina "estado-de-yecto" o "facticidad", es decir, la situación de encon-trarse arrojado en el mundo. El "ser o no ser" shakespeareano suscita engañosamente la imagen de una instancia en la que quien formula la pregunta todavía no es y está en posición de decidir ser o no ser, pero es claro que esta descripción no daría cuenta de una experiencia, pues toda experiencia supone que ya se está allí cuando la cuestión surge. Entonces, lo que se ofrece a nuestra consideración es la circunstancia-de im ser que puede y, en cierto sentido, debe interrogarse acerca de su relación con ese ser que ya es y que sin embargo parece tener la posibilidad de aplazar, modificar o suprimir. En otras palabras, pode-

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173

mos describir a este ser que es eí hombre como aquel ser que en su ser se preocupa de su ser, se hace cargo de él de tal o cual manera, orientando su vida en tal o cual dirección. A este núcleo de la condición humana estos filósofos lo llaman existencia. Por una de sus caras, la existencia mira hacia el ser que es "en cada caso mío", el yo o la persona que soy. Por la otra, mira hacia el horizonte, que en ese mismo movimiento de encontrarse se abre hacia posibilidades de ser y, en esa apertura, se pro-yecta y se trasciende un nuevo sentido, aun cuando ese sentido sea la reafirmación de la orientación originalmente dada en el encon-trarse consigo mismo del que se ha partido. Facticidady trascendencia son los dos polos de la existencia, A la comprensión de esta polaridad de la condición humana está dedicado el presente capítulo.

Personas y cosas

Antes de avanzar en nuestra indagación en forma más directa y específica, es útil reparar en que el esquema conceptual de nuestra experiencia común, al que nos hemos referido en páginas ante^ores, nos ofrece un contraste bastante nítido entre cosas y personas que tiene mucho que ver con los "problemas existenciales" que nos ocu-pan. Repasemos con trazo grueso esos contrastes.

En primer lugar, la relación de las personas con las cosas no es recíproca como sí lo es la de las personas entre sí. En efecto, las cosas son tales que no me devuelven ninguna de mis actitudes hacia ellas. Las miro, mas no me ven; me intereso por ellas, pero ellas se desen-tienden de mí. No ocurre lo mismo cuando dirijo mi atención hacia esos otros seres a los que llamo personas, pues tal como yo las percibo también ellas me perciben. Mi mirada no es la iinica en el mundo; hay otros cuya sola existencia me otorga la posibilidad permanente de sen-tirme visto y, en ese sentido, de tener la ocasión de sentirme cosa entre las cosas.

Además, una persona tiene la capacidad de tomarse a sí misma como objeto de consideración, mientras que a las cosas, así como no les adjudicamos la potencialidad de ejercer alguna acción intencional sobre nosotros, tampoco les atribuimos condición reflexiva alguna.

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174 Introducciones a la fllosofía

Sin embargo, hay una diferencia importante entre ser objeto de ia propia reflexión y ser objeto de la percepción de otro, pues en la re-flexión me constituyo en objeto para mí, por lo que dicha objetivación se queda a mitad de camino, es decir, siempre estoy yo detrás. Sartre describe bien el fracaso de tomarse plenamente a sí mismo como ob-jeto en la e.xperiencia del espejo. Cuando nos miramos en un espejo, por más que nos esforcemos por sentirnos vistos, no lo logramos, pues lo que encontramos como objeto de nuestra mirada es esa mirada misma que mira sin poder verjí*. En consecuencia, la tínica oportuni-dad que tenemos de experimentarnos como objetos es ante la presen-cia de otras personas, o al menos ante la posibilidad de esta presencia.

Por lo que se lleva dicho, se repara en una tercera diferencia: las cosas son pero no existen, ai menos no en ei sentido de existencia antes presentado. Dicho de otra manera, las cosas son en sí pero no existen para sí ni fuera de sí. En un mundo de puras cosas, cada una permanecería aislada en su ser sin que ninguna de las otras fuera para ^k.-fEsto significa que una cosa no podría constituirse en centro o punto de vista para el cual haya un mundo. Su ser es puramente intramundano, sin posibilidad de trascendencia. Las personas, por su parte, hacen mundo al ordenar el conjunto de los seres según una orientación.

Un cuarto contraste reside en que las cosas no tienen interior, en el sentido de "mundo interior". Una persona, en cambio, cuenta con un punto de vista que es el suyo y que reviste cierta importancia para él, independientemente de la calidad de ese punto de vista. Debido a esto, hay un sentido en el cual toda persona es irremplazable de un modo diferente del que cualquier cosa pudiera ser irremplazable. Es más, si una cosa es irremplazable, io será en forma derivada, a partir de la elección, expectativa o necesidad de una o más personas, pero aun cuando nadie me considere irremplazable, al menos soy irrempla-zable para mí, y este es un sentimiento que presumiblemente toda persona tiene respecto de sí misma.

Una nueva diferencia se destaca cuando atendemos a la reunión de cosas y a la reunión de personas. Las cosas pueden estar juntas o sepa-radas y esto, ciertamente, no será indiferente para sus estados o com-portamientos. Pero hay un modo característico en que las personas

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Yo, las cosas, los otros 175

pueden estar juntas y que es privadvo de ellas. Se trata de la posibili-dad de las diferentes personas de constituir un nosotros, una existencia colectiva, una sociedad. En cuanto a las cosas, se admite que pueden aparecer en estructuras complejas que denotan una organización na-tural, pero no por ello les atribuiríamos a esas organizaciones el sen-tido de un nosotros . Esto es algo bastante evidente, aunque no completamente obvio. En efecto, si cada cosa tomada individualmen-te no es una persona o un sujeto, mal podrían serlo reunidas. (Para quien piense en ios animales, considerando que para muchas especies vale la descripción dada de las personas, basta con extender el uso de esta categoría más allá de los humanos, de modo que se cubra el cam-po de seres que se desee. Yo no quiero juzgar aquí si eso sería correcto o incluso útil, pero en cualquier caso, de cualquier cosa, si tiene capa-cidad de reciprocidad, reflexividad, trascendencia, interioridad y vida social, cabe decir que es una persona.)

Las diferencias señaladas entre cosas y personas facilitan ia percep-ción del cuadro general donde se inserta el tipo de reflexiones exis-tenciales que estamos encarando. La existencia, entendida a partir de la polarización entre facticidad y trascendencia, muestra la compleji-dad de la situación humana, que se descubre en un mundo de cosas y personas, participando de ia naturaleza de unas y otras. De cara a las cosas, se afirma como un ser diferente de y hasta cierto punto ajeno a ellas; de cara a las personas, descubre la oportunidad de un universo de alianzas, afectos y reciprocidad, pero también de lucha y de con-flicto, en el que permanentemente los vínculos con el prójimo lo po-nen ya en ia posición de objeto, ya en ia de su sujeto, sin posibilidad de asumirse completamente ni como un puro sujeto ni como un puro objeto. En medio de esta oscilación, la reflexión le descubre su dupli-cidad, pero no io ayuda a suprimirla sino por el contrario, contribuye a agravarla. Es en el clima de estas tensiones y oscilaciones que tene-mos que ahondar en ios víncuios constitutivos del universo práctico de ia existencia.

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Soledad

Nuestra existencia se nos manifiesta articulada en relación con las cosas Y con los otros. Si nos limitáraitios a su descripción, deberíamos evitar interrogar qué forma tomaría una existencia sin cosas, sin mun-do Y sin otros. Sería un ejercicio de prudencia filosófica, toda vez que tratar de concebir lo imposible invita tarde o temprano a realizar ejer-cicios de "mala gramática". Sin embargo, a veces en filosofía hay que arriesgarse a esos ejercicios, aunque más no sea por la necesidad de avistar el aspecto de las situaciones límite, las experiencias "anorma-les" o simplemente ese mundo de la infancia, de los primeros tiempos en los que aún predominaba el caos. Este apartado y el próximo son una invitacióir a asumir los riesgos de asomarnos a ese caos. Lo hare-mos ensayando imaginar la existencia antes de que un existente se haga cargo de la misma como de su existencia, e intentando concebir qué aspecto cobraría esa existencia en un mundo de puras cosas, un mundo sin prójimos, un mundo sin Otro.

No he encontrado mejores palabras para sumergirnos de golpe en la soledad del existente, que este pasaje del Zaratustra de Nietzsche:

...donde se charla, el mundo me parece dilatarse ante mí como un vergel. jQu¿ agradable es que haya palabras y sonidos! ¿no son las palabras y ios

sonidos los arcos iris y puentes ilusorios entre las cosas eternamente separadas? A cada alma pertenece otro mundo; para cada alma, toda otra alma es un

ultramundo. Entre ias cosas más semejantes es donde es más bella la ilusión: porque sobre

el abismo más pequeño es donde es más difícil lanzar un puente. Para mí... ¿cómo habría algo fuera de mí? ¡No hay aíiiera! Pero todos los

sonidos nos iiacen olvidar eso. ¡Qué agradable es que podamos olvidar! ¿No han sido dados a las cosas los nombres y los sonidos para que el hombre

se recree en las cosas? Hablar es una bella locura: hablando, baila el hombre sobre todas las cosas.

(1979, p. 154)

Este texto rico en sugerencias, insinúa que en un mundo sin len-guaje, todas las cosas y todos los hombres permanecerían separados. También promueve ia ¡dea de que ese sería el aspecto verdadero de las cosas. Pero aunque ilusorio, el mundo cohesionado por los puentes

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del lenguaje es calificado de "agradable" y, podría argüirse, necesario. Mas, cabe preguntarse, ¿es acaso concebible una experiencia con esas características? Quizá sólo como un ejercicio de la imaginación, ya que esa "bella locura de hablar" es en verdad la tínica posibilidad de alguna cordura. Si Nietzsche hubiera dado un paso más, habría debi-do concluir que la existencia misma de un ser se volvería imposible en esas condiciones. Luego, "estado de cosas" ni siquiera sería un mundo sino algo parecido al Tártaro, ese mar oscuro en donde toda orienta-ción y toda identidad es imposible, según la imaginería griega. (Véase el capítulo 1 de este libro.)

Y bien, ese hundimiento generalizado del ser es lo que Lévinas nos invita a pensar como el existir sin existente, y es respecto de ese existir anónimo que concibe la soledad del existente. El existir sin el existen-te sería un hay sin tiempo, un vacío pleno, un murmullo silencioso. Se parecería a la situación de un insomnio interminable del cual, paradó-jicamente, no se pudiera "despertar".

Este existir sin sujeto proporciona a Lévinas el "lugar" en el que se va a producir la aparición del existente. El existente es una conciencia que se adueña del existir adquiriendo así la libertad de un convenzo. Esto es precisamente la soledad, unidad indisoluble entre el existente y su existir. Es el punto de un primer ensimismamiento del ser a partir del cual el hay anónimo puede afirmarse y constituirse en mundo. El exis-tir, en esta especie de "caída" en el existente, ingresa en el tiempo. Sur-ge así un sujeto que con la ganancia de poder y libertad se encadena, paradójicamente, a los límites de una experiencia de la que a partir de entonces debe hacerse responsable, pues no tiene exilio del que escapar.

Podemos tomar esta primera aproximación como un relato mítico acerca de la génesis ontològica del sujeto. La ¡dea que es importante rete-ner es la de un concepto de soledad metafìsica independiente de la presencia o ausencia del prójimo. Es normal concebir a la soledad como el estado en el que nos hallamos sin compañía de nadie. Pero Lévinas - y en general la filosofía de la existencia- nos propone una noción de soledad que opera en otro nivel, más allá de las vicisitudes de la com-pañía o la ausencia de nuestros congéneres. En pocas palabras, el mero hecho de existir nos vuelve seres solitarios, estemos rodeados por una muchedumbre en la gran ciudad o en un lejano páramo.

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Intenrcmos superar la narración mítica en favor de una presenta-ción conceptual que resista el control analítico. Partamos de las expre-siones mismas "hay", "el hay" "el existir sin existente". Son expresio-nes evidentemente anormales. La sugerencia de Lévinas de entender "hay" como un enunciado del mismo tipo que "llueve" facilitaría las cosas si friera correcta, pero no lo es. "Llueve" es un enunciado signi-ficativo susceptible de ser verdadero o falso, pues es una oración com-pleta y normal del castellano que tiene un contenido descriptivo espe-cífico. Por el contrario, "hay" no constituye una oración sino más bien una fiinción proposicional de tipo relaciona! mal formulada, cuya forma completa sería "hay xen y \ en la que "x" e "y" son variables de argu!T\ento y, convenientemente reemplazadas, dan lugar a oraciones como "hay agua en el vaso", por ejemplo. Pero este esquema proposi-cional no serviría para los fines que se persiguen con la expresión "hay", de modo que tendremos que pensar en algo más aproximado. Tal es el caso de una expresión como "hay aJgo", pero no mejora la situación anoriíial de "hay". Supóngase que ingreso de golpe en un lugar desco-nocido del que nada sé, y que tengo una percepción muy difiisa e insuficiente de que hay algo allí. Como se ve en las palabras subraya-das, es inevitable al menos un "allí", lo que frustra la generalidad total que se quería expresar con la oración original.

ylunque los filósofos de la existencia no lo expongan así, es claro que implícitamente reconocen la anomalía, al adoptar frases como "el hay", "el existir sin el existente" o "hay algo en vez de nada". En efecto, todas ellas se construyen sobre la estructura de esquemas normales. De paso, obsérvese que mientras las dos primeras fimgen como expre-siones referenciales y no como oraciones completas, la última-que no pertenece a Lévinas sino a Heidegger- conserva la forma de una ora-ción. Más allá de esta diferencia, la manera más completa de expresar lo que todas ellas tienden a expresar, podría decirse así: "el hecho de que haya algo en lugar de nada".

Ahora bien, ¿qué es lo que hace de estas fórmulas algo a la vez lógicamente incorrecto e interesante para el planteo de la filosofía de la existencia? Ambas cosas se siguen de la misma cuestión. Tomemos ía última de las versiones: "el hecho de que haya algo en lugar de nada". Parece contener una comparación entre que haya algo y no

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haya nada. Pensemos en situaciones en las que enunciados con esta estructura lógica tengan un uso corriente. Me cercioro de vaciar un recipiente porque quiero preservarlo para otros fines. Al verificar más tarde el estado del frasco, lo encuentro lleno de objetos diversos que no me detengo a identificar e increpo a alguien diciéndole: "Aquí en mi fi-asco hay algo, ipar qué hay algo en lugar de nadaV. Sería un modo algo extravagante de hablar pero al menos concebible. Lo que lo hace concebible, es, en primer lugar, que se establece una comparación en-tre dos estados de cosas (fiasco lleno/fiasco vacío) y la expresión de sorpresa o enojo se firnda en esta comparación. Además, se puede responder a preguntas acerca de qué hay y dónde lo hay, es decir, hay un ámbito de búsqueda y criterios de encuentro, y finalmente, "nada" quiere decir allí "ningiin objeto", no algo más absoluto.

Y bien, ninguna de estas características se aplican al enunciado "hay algo en lugar de nada" o, en la forma interrogativa que le da Heidegger, "¿por qué hay algo en lugar de nada?", pues se preten-de que "nada" tenga un sentido absoluto, no se delimita un campo de biisqueda y la comparación es aparente. En una palabra, no hay situa-ción alguna en la que yo pueda decir en términos absolutos "no hay nada", por lo que tampoco puede haber situación en la que tenga sentido decir "hay algo", también con ese alcance absoluto.

Pero precisamente por esta anomalía un enunciado de ese tipo puede servir para expresar algo que ni siquiera constiruye una expe-riencia en sentido ordinario. Un análisis de estas cuestiones, pero re-ferido a los enunciados éticos, lo desarrolla Wittgenstein en su Conferencia sobre ética. Parte de lo que hasta aquí hemos scñalatio es similar a lo que sostiene Wittgenstein allí. Con el objetivo de diferen-ciar entre juicios relativos y absolutos de valor, entre t>tros ofrece como ejemplos de estos tiltimos: "me asombro de la existencia del mundo" o "¡Qué extraordinario que exista algo!". Podemos considerarlos va-riantes de la pregunta hedeggeriana. Lo que observa Wittgenstein es que de esta forma se traza un símil aparente entre que el muiido sea o haya algo y que no haya nada. Que el símil sea sólo aji.trcnic sirve a los fines de comunicar algo "más allá de la experiencia", algo absolu-to. Es aparente porque no puedo comparar mi experiencia tic estar en el mimdo con nada, pues por principio no h.iy tai cosa como "mi

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experiencia de no estar en el mundo" o "mi experiencia de estar en el no mundo".

Pero lo más interesante es la conclusión a que arriba Wittgenstein ai final de la conferencia. Advierte que lo que quería con esos enun-ciados era ir más allá del sentido, más allá de ios límites del lenguaje, al punto que concluye que el asombro por la existencia, más que ser susceptible de ser expresado en el lenguaje, es constituido por la exis-tencia del lenguaje mismo.

De igual modo que Wittgenstein observa esto para ia ética, pode-mos aplicarlo a la expresión de la existencia en su dimensión de facticidad. Se trata de una misma situación en la que hay una "volun-tad de sinsentido", una sed de absoluto. En el tema que nos ocupa, diremos entonces que la soledad metafísica a ia que alude Levinas y, en general, toda ia filosofía de la existencia, requiere una torsión del letiguaje, dirigida, no tanto a comprender el funcionamiento de nues-tro esquema conceptual, sino a expresar y afirmar ia existencia como un absoluto. Una misma instancia consiste en el anudamiento del hay anónimo con ia existencia del existente, y el haber del lenguaje, lo que" obviamente es inexpresable en ei lenguaje mismo del que allí se testi-monia. Lo que se debe indagar es en función de qué se produce esta torsión.

Parte de la respuesta se puede encontrar en ia reflexión wittgenste-niana sobre la ética. Según esto, la importancia de esta orientación filosófica reside en lo que tiene que aportar a una investigación sobre la relación práctica del sujeto consigo mismo. Antes de profundizar en el análisis de esta dimensión práctica de la existencia y de la posible indagación conceptual sobre elia, tenemos aún que describir ei papel de ia relación con el Otro en ia comprensión de la existencia.

Yo, los otros y el Otro

La dimensión de facticidad de la existencia que hemos abordado en el apartado anterior bajo la figura de la soledad y del haber del ienguaje es más un rasgo de estructura que un contenido. Pero, claro está, tal instancia estructural engloba todo lo que ei existente es y que

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Itil

en cada caso encuentra como su identidad m tanto ser en el mundo. Es su cuerpo, su organización psíquica, su situación y, en fin, los roles vitales y sociales que lo hacen como el yo o la persona que es. Ahora bien, toda vez que una identidad se afirma, se instaura una diferencia entre eso mismo y lo otro, esto es, una diferencia entte uno mismo, el mundo y los otros. En particular, el tema de la relación entre el sujeto y el prójimo es una cuestión de larga prosapia en la historia de la filosofía y lo que deberá ocuparnos en este apartado.

Al comentar la reflexión de Nierzsche sugerí que un mundo en el que todo esté separado sin relación alguna no es un mundo sino un caos. Si esto es así es porque una condición necesaria paia que haya un orden y un inundo es el Otro. Todavía debo explicar la distinción entre otro y Otro que he venido haciendo sin justificar. Lo haré por un camino indirecto, imaginando primero cómo sería un mundo sin Otro.

El primer efecto de la presencia del otro que condiciona la relación del hombre con las cosas, precisamente, el que haya un hombre frente a las cosas, se deja sentir en el nivel de la inmediatez sensible. En efecto, por las posibilidades que la presencia del otro despliega en el mundo el campo perceptivo se organiza en fondo y forma;. es el otro el que asegura la existencia de un mundo marginal que se abre donde mi percepción termina y la conforma desde allí. Por otra parte, tam-bién mis ideas y representaciones en general, y las relaciones y transi-ciones operadas entre ellas son generadas y reguladas por la presencia del otro. En otras palabras, al fundamentar toda posibilidad, el otro domina desde un comienzo todo lo que yo pueda por mi parte saber, percibir o desear. Por lo demás, como lo ha mostrado Wittgenstein en su crítica de ia posibilidad de un lenguaje privado, el lenguaje mismo supone al otro. El otro se convierte así en el fundamento de toda

^ experiencia posible. A partir de los efectos de la presencia del otro podemos imaginar

los efectos de su ausencia. El principal efecto es ia desestructuración del mundo. En ausencia del otro, las cosas del inundo no componen un paisaje armónico, la distinción fondo-superficie se desdibuja y las cosas muestran sus aspectos amenazadores, los poderes originarios suben a la superficie y mi propia organización interior, mi propia con-ciencia y mi propio yo se desvanecen.

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En las consideraciones que acabo de hacer escribí "otro" así, con minúscula, para no presuponer nuevamente lo que ahora rengo que explicar.

Generalmente, el problema de la existencia del prójimo ha estado asociado en la filosofía con la refutación de! solipsismo. Pero la pers-pectiva que estamos desarrollando debería mostrar que tanto el solip-sismo como sus refutaciones se asientan sobre una base falsa, pues presuponen que la relación con ei prójimo es primeramente un pro-blema de conocimiento, cuando en verdad es un problema ontològico. Para verlo podemos seguir a Sartre, quien observa que mientras la relación se piantee en ia esfera del conocimiento, permanecerá como una relación exterior, es decir, una relación que no alcanza en su ser mismo a uno y a orro. Es la relación que establece un tercero que a su vez no se ve afectado por ia relación. Por otra parte, cuando la re-lación es interna, ios términos relacionados son cualificados en su esencia misma por la presencia o ausencia de cada uno de ellos res-pectCK.del otro.

En resumen, de la perspectiva sartreana podemos extraer los si-guientes resultados: 1) ia relación entre el ser del sujeto y su prójimo es de tipo interno; 2) si se ha de evitar la mera probabilidad del ser del prójimo, este no deberá dárseme, esencialmente, como objeto; 3) es conveniente presentar esta relación desde la primera persona, para evitar la tentación de un deslizamiento hacia ia relación de exterioridad.

A partir de ese esquema, Sartre se pregunta si hay una experiencia privilegiada que me entregue esta relación de mi existencia con la exis-tencia del prójimo, y la encuentra en mi posibilidad permanente de ser visto por el prójimo. Lo fundamental de esta idea no es la apelación a la percepción visual, sino ei hecho de que mi relación primera con el prójimo es la de un objeto para un sujeto. Es decir, la mirada del orro sobre mí es la relación por la cual experimento mi ser-objeto para el otro-sujeto. La inversión de ia dirección del vínculo sólo aparecerá después, como un intento del existente por recuperar - o inventar- su subjetividad. ¿Qué consecuencias —cabe preguntar- trae a la subjetivi-dad ei que esta sea ia relación originaria que la vincula con el otro?

La presencia inmediata y sin distancia del otro confiere un afuera ai existente, existente que Sartre concibe como una pura conciencia

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irreflexiva de sí misma. Este afuera es, segi'm Satre, el yo. Al convertir-me en objeto para otro, me transformo en un yo que no es objeto para mí, como sí es el caso en la conciencia reflexiva, sino para otro, a través de lo cual ingresa el otro en mi indmldad, pues ese yo es ynío.

Segtín Sartre, la existencia del prójimo es tan indubitable como la mía propia. La descubro mediante la simple inspección de los datos que me entrega la conciencia de mi propio existir. Pero contrariamen-te a la certeza de mi ser solitario, la evidencia de la existencia ajena se me da a través de cierras "conciencias" concretas, que aparecen con ocasión de la mirada del otro. Estas experiencias son, por ejemplo, la vergüenza, el orgullo, el miedo, la vanidad. ¿Pero no es acaso mera-mente posible p'àx^ mí ser visto por el otro? ¿En qué radica la certeza de la que habla Sartre?

La pregunta misma delata, segtín Sartre, una confusión del próji-mo-sujeto con el prójimo-objeto. Este último, si bien es la ocasión de la certeza de aquel, permanecerá siempre probable, precisamente por tratarse de un objeto. Pero mi certeza no se refiere a él, sino a mi mismo en tanto mediado en mi relación conmigo por esa presencia absoluta, ese sujeto puro que está por definición fuera de "mi" mundo: el Otro. Aparece aquí, con las mayúsculas, la dimensión estructural del Otro en la consritución de la subjedvidad. Más que una confusión entre el otro como sujeto y el otro como objeto, la confusión se da entre el Otro como estructura y el otro como fenómeno. La aparición ocasional de un otro que me mira no es sino la realización circunstancial de la estructura fundamental y permanente de mi ser-mirado por el otro-sujeto. El Otro con mayúscula es esa estructura que "me habita" en mi existencia sohtaria y me constituye en mi relación con cada prójimo. Es una trascendencia omnipresente é incaptable, posada inmediata-mente sobre mí, y sin embargo separada de mí por la infinitud del ser, por nada, excepto por su absoluta y entera libertad.

Esta estructura del Otro es un a priori que hace posible que haya un mundo, esto es, que yo pueda sustraerme al caos originario en el que se constituye mi existencia .solitaria y superado. Pero la distancia que me separa del otro no es suprimida por esta estructura. Por el contrario, dándole un punto de apoyo sólido, el Otro trascendente otorga a la subjetividad pura la única posibilidad que tiene de no ser

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devorada por el torbellino de las cosas en su cruda j caótica realidad originaria.

He seguido a Sartre en su punto de vista y su terminología por-que creo que es quien mejor nos pone en la pista de algunos de los problemas centrales que estamos estudiando. Pero es hora de tomar distancia de Sartre, por varias razones. En primer lugar, porque no está justificada la preeminencia que le da a la mirada en la relación con el prójimo. En segundo lugar, porque su concepción contempla el vínculo entre la subjetividad y el otro, vía la mediación de la estruc-tura del Otro, bajo la polaridad sujeto-objeto, sin que quede clara la conveniencia y aun pertinencia de esta polaridad para desempeñar esa fimción conceptual. Por último, Sartre expresa sus ideas en fi>rma exageradamente metafórica y sin ceñir el argumento hasta su hueso duro. En consecuencia, es preciso replantear el problema entero, apro-vechando todo aquello que hayamos podido cosechar en el camino con la ayuda de Sartre.

Lo que estamos intentando concebir es una estructura de tres tér-minos cuyas relaciones mutuas son tales que impiden que ninguna de ellas desaparezca en beneficio de cualquiera de las otras, o en favor de una totalidad superadora de las que serían meras instancias inter-nas. Los términos son el sujeto, las cosas y los otros. El sujeto se des-cubre como siendo ya en medio del mundo y frente a los otros—es su facticidad-, y en relación con lo que lo rodea y consigo mismo des-pliega un movimiento que lo lleva más allá de sí mismo, hacia sus posibilidades y su futuro; es su libertad, de la que me ocuparé en un próximo apartado. Es necesario que ninguno de los tres términos pueda ser suprimido o reducido a alguna de las otras instancias, para que sujeto, cosa y otro sean tales. En efecto, una cosa que se redujera a ser la representación de un sujeto terminaría por perder toda consisten-cia y su ser se reduciría a ser una representación mental, o algo por el estilo. Por su parte, si el otro no es comprendido bajo la figura del Otro radical, esto es, como otro sujeto, también corre el riesgo de desaparecer en el medio representacional de la interioridad del suje-to, lo que lo haría cesar instantáneamente como otro. Pero además, el propio sujeto, sin referencia a un mundo que lo trasciende y en-vuelve, y sin un otro que haga posible el lenguaje y le brinde la oca-

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ju. las cosas, ios oíros 185

sión de adquirir consistencia objetiva, se iiundiría en el hay anónimo, imaginado por Levinas.

La mejor manera de dar cuenta de esta estructura de un modo anahticamente controlable es "ascender" a un enfoque gramatical En lugar de hablar en oscuros términos ontológicos, podemos intentar describir ú funcionamiento de conceptos como yo, cosa y otro. Puesto que aquí estamos interesados en particular en la relación del sujeto con los otros, nos limitaremos a estos conceptos. La pregunta será ahora qué papel desempeñan en nuestra vida los conceptos de que soy un sujeto de experiencia y que hay otros sujetos de experiencia además de mí.

A los fines de desarrollar esta tarea, acoremos el fenómeno de un sujeto de experiencia al acto de expresar una sensación, digamos un picor. Lo que .se debe determinar es cómo adquiere alguien la dis-posición a decir cosas como "tengo picazón". La explicación, de inspi-ración wittgensteniana, es que estas expresiones son adquiridas en la práctica del lenguaje como reemplazos de las expresiones naturales de picores. El niño comienza por rascarse o quejarse, los adultos le ha-blan, le enseñan diferentes tipos de exclamaciones y oraciones, es de-cir, le enseñan nuevas expresiones de picor. Así, las confesiones de picazón son una nueva conducta, más articulada y sofisticada que la primitiva. La conducta no verbal de picor es asociada con la expresión verbal de picor y reemplazada por ella. El niño adquiere una nueva capacidad de manifestar sus sensaciones y experiencias. Ahora bien, puesto que el niño ha tomado las expresiones de los adultos que se las han enseñado, su capacidad para decir "tengo picazón" se da a partir de su aprendizaje de esa expresión asociada a "ftVn«picazón" y "tiene picazón". Las circunstancias en las que aplico la manifestación verbal de mi picazón son las mismas en las que se aplica la expresión "él tiene picazón", pues mi sentir la sensación y mi expresaría a través de mi conducta, han quedado igualmente asociadas a la expresión tanto en primera persona como en segunda y tercera personas. De ahí que no sólo puedo decir en mi propio caso "tengo picazón" sino también en el caso del otro, cuando se conduce como alguien a quien le pica, lo que me llevará a decir "tiene picazón".

Si generalizamos io que estas observaciones ensciian, concluimos que ei concepto de que soy un sujeto de experiencia - o, simplemente.

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un sujeto- está gramatical y esencialmente conectado al concepto de que hay otros sujetos de experiencia. No tengo el uno siti tener el otro, pues su conexión es "lógica". Esta imagen reemplaza a otra más tradicional, segtín la cual sólo sé que yo soy un sujeto y, por analogía, creo que algunos de los cuerpos que me rodean pertenecen a sujetos que no soy yo.

Otra enseñanza no menos importante es que la referencia a sujetos de experiencia no es equivalente a la referencia a personas que identi-fico bajo alguna descripción. Como observa H. Neri-Castaííeda, "Juan dijo que tenía hambre" no significa "Juan dijo que Juan tenía ham-bre". De igual modo, cuando digo "tengo picazón" no quiero decir "Samuel Cabanchik tiene picazón". Aparece así un sentido para ese "mí mismo" que le interesa a la filosofía de la existencia, un sentido menos misterioso y enrarecido, pues lo vemos ahora como un rasgo de nuestro esquema conceptual, no como la hipóstasis Ae. una entidad. El rasgo aquí es que el pronombre personal no es ni un nombre ni una descripción definida -en el sentido técnico inaugurado por Bertrand Russell- y no tiene una función referencial.

Estas consideraciones no alcanzan a capturar todas las cuestiones y matices que pretende abarcar una filosofi'a de la existencia, ni respecto del estatus del sujeto ni respecto de la relación del sujeto con el otro. Pero sí son un indicio de cómo podrían retomarse los llamados "pro-blemas existenciales" a partir de herramientas más analíticas que las que ofrece la tradición, desde Kierkegaard y Heidegger en adelante. En particular, nos permiten apreciar que esos problemas apuntan a ciertos rasgos de nuestro marco conceptual común que no pueden dejarse de lado, sobre todo cuando estamos interesados en el compor-tarse práctico con la existencia propia. En este ámbito, nociones como "sujeto de experiencia", "conciencia de mí mismo" y "otros sujetos de experiencia" cumplen un papel central. También son importantes no-ciones como las de libertad, proyecto y situación, de las que tendremos que ocuparnos allora y que también deberán ser sometidas al necesa-rio control analítico.

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Libertad

Volvamos a la célebre pregunta de Hamlet. Como señala Ernst Tugendhat, quien formula esta pregunta no está interesado en consta-tar el hecho de si él mismo es o no es, será o no será, sino más bien en decidir por sí o por no frente a ciertas posibilidades prácticas, esto es, diversos cursos de acción que implicarán otros tantos "modos de ser". No es una pregunta constatativa, sino una de tipo práctico.

Lo que con ello se destaca es que cada vez que elijo o decido un curso de acción me elijo, es decir, defino y renuevo cierto proyecto global de mi existencia, una orientación determinada de mi vida en el mundo. Es lo que Sartre llama "elección original". Pero, claro está, esta elección no se da en el vacío, sino siempre en situación. Y para Sartre —como por ejemplo para Dewey en otro contexto y con otras preocupaciones- no es posible descomponer analíticamente la situa-ción en un sujeto y un objeto independiente y previamente definidos. En todo caso, hay que decir que el sujeto lo es de la situación y esta a su vez se recorta sobre el fondo del mundo a causa del proyecto y la acción desplegados por el sujeto y a parrir de ellos, Sartre se refiere a esta especie de circularidad como la paradoja de la libertad: no hay libertad sino en situación y no hay situación sino por la libertad.

En cuanto a la idea de mundo aquí implicada, es una noción emi-nentemente práctica. Se trata de ese plexo de sentido que ordena una situación a propósito de una acción y un proyecto determinados. El con-cepto básico es aquí el de situación, en la medida en que no hay mun-do por fuera de ella sino en su articulación desde la perspectiva de una acción ya orientada, pero al mismo tiempo, no hay acción orientada sino a partir de un estado de cosas en el que el agente de esa acción ya se encuentra.

Lo que llevamos dicho, tanto en este aparrado como en los ante-riores, muestra cómo se combinan facticidad y libertad en la condi-ción humana, comprendida esta no sólo como sujeto de experiencia sino también como agente. Es lo que otra conocida expresión de Sartre señala: "el hombre está condenado a ser libre". Se ve aquí cómo posi-bilidad y necesidad se hallan esencialmente unidas en el terreno prác-tico, Toda situación en que se realiza una elección está determinada

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por esos dos momentos. Encontrarse en cierta situación es ei momen-to inexorabie de ia facticidad, pero ninguna situación práctica es tai que no inciuya un campo de posibilidades. Es precisamente este cam-po io que la constituye en situación práctica.

Tugendhat ofrece un excelente resumen de lo que está involucrado en preguntas prácticas del tipo de ¿ser o no ser. o más sencillamente: ¿qué lie de hacer?, ¿cómo debo vivir?, ¿cuál es el deseo que orienta mi vida?, ¿qué es bueno para mí? Reproduzco a continuación eí resumen de Tugendhat:

Primero: una pregunta práctica se refiere siempre en primera persona singu-lar o plural al actuar, hacer, vivir, ser, propio o colectivo. Segundo: se refiere siempre al fiituro inmediato o lejano, propio o colectivo. Tercero: la pregunta, en sentido estricto o amplio, no sería planteada si yo no me preocupara, si no me cuidara de mi hacer y, dado el caso, de mi vida, si para mí no se tratara de esta (y esto vale igualmente cuando mi cuidado concierne a otros). Cuarto; la pregunta práctica, en sentido estricto o amplio, implica que dispongo de un cierto espacto para la libre decisión, pues de lo contrario no lo podría plantear. Quinto: la pre-gunta práctica implica que la libertad tiene límites, pues donde no hay nada previamente dado, ito hay nada sobre lo cual deliberar. Me es dado de antemano que nie encuentro precisamente en ta! o cual situación, que tengo tal o cual natura! y, finalmente, que existo. Sexto: no sólo nos encontramos en ün determi-nado campo de libertad cuando planteamos la pregunta práctica, sino también tenemos la libertad de plantearla o no. Séptimo; la pregunta práctica tiene siem-pre el sentido de: ¿qué es mejor? (1993, p. 154)

Pero, se dirá, estamos hablando de libertad sin que se haya defini-do en qué consiste y, concomitantemente, si el concepto mismo de una acción libre es aceptable. Esta cuestión es el clásico problema del "determinismo y el libre albedrío". Parece, en efecto, que este proble-ma lia de resolverse si la libertad debe ser considerada como un rasgo esencial de la existencia humana.

Si una piedra lanzada, en medio de su movimiento, adquiriese conciencia de sí misma moviéndose, pensaría que es ella la causa del desplazamiento. Esta imagen que nos proporciona Spinoza es típica-mente determinista. Sugiere que la idea de que actuamos libremente es una ilusión generada por nuestra conciencia de ser agentes y por el desconocimiento de las causas de nuestras acciones. Por su parte, el

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parridario de! libre arbitrio coincide con el determinista en la impor-tancia que le otorga a la causalidad en el desarrollo y la constitución misma del problema. En consecuencia, en las variantes más extremas, como la de Sartre por ejemplo, se concederá a la acción humana la capacidad de autogenerarse a partir de un corte absoluto respecto de sus antecedentes, tales como motivos, móviles y causas en general. Unos y otros adoptan una imagen que tiende a distorsionar ios datos de la descripción, de la fenomenología de nuestra experiencia comtin. Veamos qué es lo que nos entrega esta descripción.

Lo primero y más básico que hay que señalar es que el determinis-ta trata a la libertad como si fuera una creencia que tenemos por el hecho de ignorarías causas de nuestras acciones, de modo que si co-nociéramos qué causa nuestros deseos, intenciones y acciones, estos dejarían de ser nuestros, por así decir. Pero ¿es justa esta concepción? Los datos de la experiencia no parecen apoyarla, pues en la vida co-rriente no ocurre que crea que actiío libremente porque rengo la creen-cia general de que soy libre, sino que mi autopercepción cíe mí mismo es, simplemente, la de un agente capaz de determinar el curso de sus acciones. Ni respecto de nuestros deseos y preferencias, ni respecto de nuestras acciones deliberadas tenemos el sentimiento de que unos y otras son presencias ajenas que de pronto descubrimos en nuestra vida. Cuando deseamos algo o cuando deliberamos, nuestra posición no es la de espectadores neutrales y distantes que contemplan una escena en la que se desarrollan los episodios de un drama que no nos concierne. Muy por el contrario, deseos, intenciones y acciones son lo que somos, por así decir. En otras palabras, soy yo quien desea, delibera y acti'ia. Cuando formulo una intención y realizo una acción fondada en esa intención, soy inmediatamente consciente de haber actuado en forma deliberada e intencional y de haberlo hecho con esa intención.

Allora bien, si se acepta que los hechos reseñados son rasgos cons-titutivos de nuestra experiencia, de nuestro "ser en el mundo", cabe preguntar si hay algo más que la idea de libertad pida. Una respuesta habitual y perfectamente justificada es que la idea de libertad, al me-nos en cuan to a la acción, consiste en la posibilidadc^c tiene el agente de actuar de otro modo que como efectivamente lo hace, Pero aquí el peso crucial está en qué se supone que significa esta posibilidad. El

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presupuesto determinista asume que, si todo lo que sucede se sigue a causa de las circunstancias antecedentes, entonces no es cierto que el agente tenía realmente la posibilidad de actuar de otro modo, pues las causas de su acción fueron las que fueron j , en consecuencia, ía acción misma no podría haber sido sino la que fue. Pero, además de todos los problemas relativos al contenido de necesidad que se asocia aquí con el vínculo causal, está la cuestión de que no queda claro si se sigue hablando aquí de causas y acciones en términos de agencia intencio-nal o si imperceptiblemente nos hemos deslizado hacia otro nivel descriptivo eti el que sólo se habla de procesos, estados y eventos físi-cos. Si este fuera el caso, lo que ocurriría es que, por así decir, se ha catnhiado de rema. Habríamos abandonado la descripción de agenres actuando inrencionalmente y teniendo deseos y creencias, para dar paso a una descripción en términos físicos, químicos o biológicos. Pero, además de que no se dene una idea clara de en qué consistiría y qué éxito real tendría un programa semejante de traducción de nues-tro coniún lenguaje psicológico y social de la acción a un lenguaje íisicalista puro, hay una razón más esencial para rechazar la sugerencia de raíz. La razón es que en tal caso, nosotros, sea en el seno de pequeñas comunidades científicas, sea en la comunidad más amplia de la socie-dad, habríamos decidido, quizá con buenos fiindamentos, reemplazar un modo de descripción por otro, y esta decisión seguiría remitiéndo-nos al "factor intencional" que pretendíamos hacer a un lado.

El determinista puede contraatacar sosteniendo que no necesita ese giro hacia una reehicción fisícalista para rechazar la tesis del parti-dario del libre albedrío. Alegaría que, aun dentro del lenguaje idiosincrásico de la psicología y la sociología comunes, nuestras ac-ciones tienen causas perfectamente determinables que las explican, y que es el filósofo libertario quien, al negar todo peso a móviles y motivos, se resiste a reconocer que el sentimiento de libertad no res-ponde a nada real. Después de todo, es un hecho que somos capaces de predecir muchas veces la acción de los demás basándonos en el conocimiento de su comportamiento habitual, sus rasgos de carácter o simplemente el contexto de su acción. Si fuera cierta la tesis del fanático de la libertad, ei éxito de estas predicciones aparecería como un milagro.

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Ahora es el determinista quien ha aventajado a su contrincante, pues los hechos en los que se apoya su contraataque son incontesta-bles. La movida argumentativa merece una consideración detenida de los hechos relevantes.

El terreno en el que habitualmente surge la controversia entre libertarios y deterministas es el de la aprobación o reprobación moral. Si estas acritudes han de estar jusrificadas, entonces la acción libre es necesaria, pues si imputo a alguien mérito o desmérito moral, le atri-buyo una responsabilidad sobre su acción. Pero si esta está determina-da por los factores antecedentes, el agente no es libre de obrar de otro modo y entonces no es responsable, volviéndose el juicio moral in-fundado. El núcleo vuelve a ser aquí la idea de que el agente tiene opciones para su acción efectiva. Ante una acción determinada, que-remos poder afirmar: "hubiera podido actuar de otro modo", Pero ¿qué quiere decir aquí "puede"?

Será provechoso seguir a Strawson en su hábil estrategia para tratar el asunto. Nos propone que en lugar de dirimir la di.sputa directamen-te en el terreno de ¡a valoración moral, consideremos previamente el marco general de las actitudes reactivas naturales que surgen frente a las acciones de los otros dirigidas hacia nosotros. (Obsérvese de paso la coincidencia con Sartre respecto de prestar atención al vínculo en la dirección en la que el otro es originariamente sujeto.)

Las reacciones que tiene en vista centralmente Strawson son el resenrimiento y la gratitud. La pregimta que se nos propone respon-der es en qué circunstancias neutralizaríamos estas reacciones, las de resenrimiento, por ejemplo. La respuesta es que tal siispensión de la acritud reactiva requiere ciertas consideraciones especiales. Strawson distingue un primer grupo de consideraciones en las que diríamos que el agente no quiso actuar como actuó, que no tenía otra salida o que no sabía que esas serían las consecuencias de su acción. En estos casos, aun cuando podríamos abandonar la ofensa que se nos ocasio-nó, no estaríamos dispuestos a abandonar la acritud reactiva perti-nente, es decir, seguiríamos considerando adecuado ese tipo de acti-tudes, En otras palabras, seguiríamos atribuyendo responsabilidad al agente. En cambio, un segundo grupo de consideraciones, entre las cuales se hallan las de que el agente es un niño o es un alienado men-

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tal o, en cualquier caso, alguien moralmente incapaz, sí nos llevarían a suspender nuestras actitudes reactivas, de manera que en esos casos dejaríamos de atribuir responsabilidad al agente. Resumiendo, en las situaciones del primer dpo diríamos "hubiera podido actuar de otra manera" en un sentido en que no lo diríamos dadas las situaciones del segundo tipo.

El contraste es explicado por Strawson como uno que se da entre actitudes participadvas y acritudes objetivas. Ahora está en condicio-nes de enfrentar la evaluación de la polémica entre deterministas y partidarios del libre albedrío preguntándose qué consecuencias se si-guen para estas reacciones y actitudes, según se incline hacia un lado o hacia otro el fiel de la balanza. La respuesta de Strawson es que el determinismo no dejaría espacio alguno para un concepto de liber-tad, en el único caso en que se lo interprete como afirmando que siempre corresponde la actitud objetiva. Es decir, si el contenido de la tesis determinista fuera que siempre hemos de describir la conducta humana y reaccionar ante ella como lo hacemos en los casos típicos de incapacidad y anormalidad, entonces el concepto de responsabilidad moral perdería su base, y con él también la perdería la idea de libertad. Pero no es plausible suponer que seamos capaces de tal generalización de la actitud objetiva ni que en los casos en que la adoptamos lo haga-mos en razón de la tesis determinista. Incluso si, por mor del argu-mento, supusiéramos que es posible actuar con perfecta objetividad en cualquier caso, tampoco lo haríamos en virtud de la creencia en el determinismo. Por esta vía, piensa Strawson, se puede mostrar que la disputa entre deterministas y libertarios es superable, si se atiende al funcionamiento de nuestro marco conceptual acerca de las actitudes y reacciones vinculadas a la valoración moral, pues las consideraciones hechas sobre las actitudes reactivas son extensibles a fenómenos más estrictamente morales como la culpabilidad y la indignación.

Si Strawson está en lo cierto, tanto nuestra percepción de que so-mos agentes libres y de que otros lo son, como nuestra capacidad para explicar las acciones en términos causales e intencionales, son igualmente rasgos de nuestro esquema conceptual y no hay incom-patibilidad entre ellos. El conflicto surge cuando ambos, determinista y libertario, pierden algo de este esquema. Según el diagnóstico de

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Strawson, el determinista no toma adecuada cuenta del peso que la red de prácticas emocionales y morales tiene en el conjunto de nues-tra vida. Incluso si las prácticas de reprobación moral y de castigo, y las prácticas de autocorrección moral tienen eficacia, esto mismo su-pone la vigencia plena de esas prácticas, entre las que tiene importan-cia central la atribución de responsabilidad moral y con ella, la de libertad.

Por su parte, el teórico del libre arbitrio, quizás en defensa de lo que siente atacado por ia visión determinista, a! menos en algunas versiones, exige un acto de autodeterminaciótr absoluto como funda-mento de la acción -algo así como una autocreación-, en todos los casos en que es apropiado atribuir responsabilidad moral. Y para en-foques como el sartreano, por ejemplo, siempre es apropiado hacer esta atribución.

En algún sentido, el problema del determinismo y el libre albedrío surge cuando se pretende ir más allá del marco de actitudes dado con la vida social misma. Pero, para Strawson, este marco se da como un todo y no admite justificación externa. La justificación es siempre un procedimiento local e interno al esquema mismo. Sin eimbargo, este es un punto controvertible. Por ejemplo, un filósofo como Thomas Nagel acepta que el problema surge como una "cuestión externa", di-ríamos carnapianamente, pero considera que el planteo es legítimo porque su actitud filosófica global es no cerrarles el paso a tales cues-tiones externas.

No es mi cometido entrar aquí en semejante polémica global y estratégica acerca de los problemas filosóficos en general, ni de este problema en particular. Me contento con haber presentado una pers-pectiva como la de Strawson, de acuerdo con la cual el concepto de responsabilidad moral queda ubicado en una red más amplia de acti-tudes y reacciones que supone un lugar para nuestra percepción de nosotros mismos y de nuestros prójimos como seres dotados de la capacidad de acción libre, para los cuales sus pasiones, inclinaciones, preferencias, deseos e intenciones son parte de esa vida efi que consiste su existencia, respecto de la cual tienen la posibilidad permanente de to-mar distaiicia y de comportarse reflexiva y responsablemente. Esto cons-tituye un suelo más o menos firme para que pueda plantearse la di-

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mensióli ética de la existencia y su relación con las exigencias morales de la sociedad, así como también con la organización política que esa sociedad debe darse, o que sería deseable que se dé, para que el desa-rrollo de ias exigencias éticas y morales puedan tener cabida en su mayor plenitud.

El malestar y la cultura

Ei título de este apartado alude obviamente a Freud y su célebre El malestar en la cultura. Por qué, se preguntará el lector, en ei liltimo apartado de un libro de introducción a la filosofía, esta alusión al psicoanálisis. Como ya se ha indicado, nos estamos enfrentando con preguntas prácricas, entre ias que incluimos una de las fundamentales de ia ética: cómo vivir una buena vida o cómo ser feliz. Esta cuestión ingresó por derecho propio en la reflexión ética desde que Aristóteles afirmáque todos los hombres desean el bien y que ei bien propio del ser liumano es la eudaimonia, término griego corrientemente traduci-do por "felicidad", aunque esta traducción no da cuenta del sentido completo del concepto aristotélico, que incluye tanto la idea de recti-tud como la de bien. Así es que, desde entonces, la dimensión ética de la existencia contiene, como uno de sus rasgos fimdamentales, este deseo de felicidad que mueve y guía las acciones de los hombres.

Una vez que se ha hecho esta articulación básica, surgen de inme-diato ciertas preguntas: ¿en qué consiste la felicidad? ¿Es alcanzable? ¿Se la ha alcanzado alguna vez, sea individual, sea colectivamente? Paralelamente a estas, nos son sugeridas por contraste otras: ¿mani-fiestan ios hombres malestar o dolor moral? ¿Nos acercan ia cultura y la organización social a esa vida feliz? Basta echar un rápido vistazo a ia historia de la humanidad para verse desbordado por los testimo-nios de sufrimiento y crueldad en la vida humana en todos los tiem-pos, por lo que es dudoso que alguien defienda que los ideales de virtud y felicidad anhelados por la humanidad se hayan conquistado alguna vez. Por el contrario, la mayoría coincidirá en que la historia de la humanidad es la historia de la infelicidad más que de la felicidad.

Se apreciará el contraste que pretendo presentar: por un lado, ia

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ética nos enseña que todos queremos el bien y que este consiste en vivir una vida recta y feliz; por otro lado, nos consta por propia experiencia y por el testimonio de los otros, que lo que abunda es la infelicidad y la maldad. Creo que una reflexión ética no puede pasar de largo frente a este contraste. No sugiero que no se puedan desarrollar bellos sistemas morales sin preocuparse demasiado por "la presencia del mal", pero dudo de que tales sistemas nos ayuden a comprender nuestra realidad moral. En todo caso, invito al lector a disfrutar la lectura de las gran-des e irremplazables obras de ética de la historia de la filosofía, como las de Aristóteles, Spinoza y Kant. Hacer una presentación de esas obras en unas pocas páginas no tendría objeto ni sería en verdad posi-ble. Para ello hay obras específicas que el lector puede consultar con mayor provecho. En cambio, juzgo pertinente y provechoso presen-tar, aunque sea esquemáticamente, la perspectiva freudiana sobre al-gunas de las preguntas antes formuladas, porque tengo la firme con-vicción de que el cuadro de la reflexión filosófica en materia ética no está completo y no puede ser cabalmente comprendido, si no se lo pone en relación con el tipo de problemas y estrategias que nos pro-porciona el psicoanálisis.

Quizá sorprenda esta afirmación, pues si se entiende el psicoanáli-sis como una teoría explicativa y terapéutica de la psicología humana, con especial acento en la psicopatologia, no se verá por qué sus logros serían de utilidad a la filosofía. Frente a esto me limito a hacer dos observaciones breves: en primer lugar, es discutible que la mejor ma-nera de entender el psicoanálisis sea en términos de una teoría cientí-fica, al menos en el sentido en que la física o la psicología lo son. Lacan se refirió al psicoanálisis como una "ciencia conjeturar, expre-sión que sugiere una distancia con lo que entendemos normalmente por ciencia. Pero cualquiera sea el resultado de esta discusión episte-mológica, el psicoanálisis proporciona un modelo conceptual a partir del cual se pueden tratar muchas cuestiones filosóficas en teoría de la mente, teoría de la acción y filosofía moral. Además, en lo que concierne a nuestro interés puntual en este apartado, nos importa exclusivamente la utilización extensiva hecha por Freud mismo de con-ceptos psicoanáliricos, a los fines de interpretar fenómenos históricos, sociológicos y filosóficos. En particular, me ocuparé sólo de El males-

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tur en la cultura, ensayo en el que creo que Freud alcanzó cierta maes-tría en el referido uso extensivo de su propia creación. Cumplidas las prevenciones, vayamos sin más demora "a las cosas mismas".

A mi juicio, ei nudo que Freud pretende desatar en ese texto es ei que puede expresarse así: ¿por qué la cultura y ia organización social lio sólo no logran satisfacer las aspiraciones humanas de felicidad, sino que a menudo se manifiestan ellas mismas como un factor que vuelve más y más difícil la dicha anhelada? Antes de internarnos en esta cuestión fundamental, tendremos que responder otras más pun-tuales. La primera es ¿qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir por su conducta, como fin y propósito de su vida?

La respuesta de Freud es, aparentemente, ia misma que ia de Aristóteles: conseguir la felicidad y mantenerla. A ia hora de explicar en qué consiste esta meta, Freud señala que esto significa tanto acre-centar ei placer como evitar el displacer y el dolor, que es el programa mismo del principio del placer, uno de los principios que segtín el psicoanálisis rige la vida psíquica. La consecución del placer puede verse impedida por el sufrimiento proveniente de tres firentes diver-sas: la potencia superior de la naturaleza en relación con nuestras pro-pias fuerzas, la fragilidad de nuestro cuerpo por sí misma y la insufi-ciencia de ias normas que regulan los vínculos recíprocos entre ios seres liumanos en ei seno de la familia, ia sociedad y el Estado. Es fácilmente reconocible que ei principal conflicto se presenta ante esta tercera fuente, por dos razones: porque es más fácil resignarse a la influencia negativa de io que no depende en principio de nosotros que a ia de lo que sí depende de nosotros, y porque no siendo claro el porqué de esa insuficiencia de nuestros esfuerzos civiiizatorios, nos será presumiblemente menos inaccesible sobreponernos a las dos pri-meras fuentes de sufrimiento que a ia última.

Tal estado de cosas genera un intenso sentimiento de frustración ante ia cultura, ya que esta nos pide grandes esfuerzos y renuncias sin retribuirnos con ia recompensa esperada. En una palabra, nos dice Freud, la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, y hay que explicar por qué mecanismos esto se logra y por qué esta renuncia desemboca, desde ia perspectiva de ios ideales morales, en un fracaso.

Para responder a esta pregunta Freud aplica al problema de la ex-

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piicación del malestar en ia cultura algunos de sus logros teóricos más importantes. Aquí no puedo dar cuenta de la teoría freudiana, ni en su versión más acabada ni en su desarrollo histórico. Me permitiré entonces hacer una presentación sumaria de aigunos elementos, para beneficio informativo dei lector y para utilizarlos en la comprensión de ia explicación final ofrecida por Freud. Lo primero que hay que apreciar es lo que podemos denominar eí modelo puUiomd. El primer modelo pulsional desarrollado por Freud distingue una dualidad en -tre autoconservación y sexualidad Más tarde, en Más allá del principio del placer (oxmxìÌA un nuevo modelo, igualmente dualista, cuyos polos son Eras y Thánatos, esto es, pulsiones de vida y pulsiones de muerte. La palabra pulsión ( TrieB) es introducida por primera vez en Tres ensa-yos sobre una teoría sexual, en 1905, para dar cuenta de la especificidad de ia sexualidad humana. Simplificando horrores, lo que el primer modelo indica es que el yo, en tanto anudamiento y unificación de las representaciones de la cultura, pone al servicio de su autoconservación la represión de la libido, de la sexualidad. Con este modelo, Freud pretendía dar cuenta de todas las formaciones de síntomas neuróricos, las que surgían del compromiso forzado por el conflicto pulsional establecido entre el yo y su vida sexual.

Pero ei primer modelo pulsional se mostró insuficiente para dar cuenta de i-as llamadas patologías narcisistas y, asimismo, por razones internas a ia teoría. Los textos clave son Introducción al narcisismo y Las pulsiones y sus destinos. Lo que Freud articula en el primero de estos dos ensayos es la idea de que el narcisismo es ei complemento iibidinal del egoísmo propio del instinto de conservación, instinto que está presente, presumiblemente, no sólo en el ser humano sino en todo ser vivo. Para decirlo algo brutalmente, el reconocimiento del narcisismo y el autoerotismo como una instancia primaria de la orga-nización psíquica lleva inevitablemente a resquebrajar ei primer mo-deio, según el cual ei yo y la sexualidad estaban separados y en litigio. Ahora resulta que en el mismo yo hay carga de libido, lo que exige un nuevo esquema interpretativo.

Otro paso lo da Freud en el segundo de los ensayos mencionados. Allora incorpora la idea de que ei yo no sólo es objeto de sus propios impulsos eróticos, sino también fuente dé impulsos agresivos, en una

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paJabra, de odio. Se establece entonces una polaridad amor-odio en el origen mismo de la vida pulsional. Freud llega incluso a afirmar la prelación del odio respecto del amor. Pero no podemos adentrarnos aquí en la compleja justificación teórica de esta prelación.

A partir de los elementos reseñados j otros que me veo forzado a dejar de lado, Freud produce en Más allá del principio del placer una puesta en perspectiva de los pasos que lo llevan a afirmar la polaridad Eros-Tliánatos. Esos pasos los hemos presentado someramente. En cuanto a la nueva dualidad misma, podemos presentarla como la ten-sión entre una fiierza que Ugajott^. que disgr-ega. Esta dualidad acttía conjuntamente en los vínculos del yo con sus prójimos. Es de la mez-cla de estas pulsiones de las que se vale Freud en El malestar... para forjar su interpretación de la cultura y, a parrir de allí, arrojar alguna luz sobre la naturaleza de la ética, Veámoslo más de cerca.

El estatus de este dualismo pulsional es bastante problemático. El propio Freud reconoce que la pulsión de muerte es difícil de asir y que en última instancia "se la colige sólo como un salto tras el Eros". Para justificar su postulación, Freud apela al sadismo como la prueba más evidente en su favor. En el sadismo, la meta erótica es retomada por los designios de los impulsos destructivo-s, aunque satisfaciendo las aspiraciones sexuales. Y donde su acción aparece desligada de propó-sito sexual, su satisfacción se enlaza al goce narcisista, con sus exigen-cias originarias de omnipotencia. Estas consideraciones lo llevan a afir-mar que

la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano... Y la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. (1992, p. 117)

En definitiva, la cultura es para Freud un proceso al servicio del Eros, cuya finalidad es reunir en el círculo más grande de la humani-dad a todos los individuos. La pulsión agresiva se constituye en obvio obstáculo para el éxito de este programa.

Ha quedado preparado el terreno para otra de las preguntas cruciales de esta investigación sobre la naturaleza de la cultura. En efecto, dado el aparente antagonismo entre esta y la insistencia de los impulsos agresivos, ¿cómo se las arregla la cultura para lograr sus de-

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signios? La respuesta de Freud es profunda y compleja. En esta res-puesta su análisis de la cultura nos aproxima a una comprensitSn de la moral. El punto pivote es el giro impuesto por la astucia de la cultura, que a través del conjunto de sus instituciones y tradiciones empuja al individuo a dirigir sus impulsos agresivos hacia sí mismo. Se genera así la instancia psíquica llamada por Freud superyó, cuya acción se exterioriza en la conciencia morai La severidad agresiva de la acción del superyó sobre el yo genera en este el sentimiento de culpa, a par-tir del cual se distingue lo malo de lo bueno. Pero ¿qué es lo que la conciencia moral considerará malo? Aquí Freud da una dirección decisiva a su posición:

lo malo es, en un comienzo, aquello por lo cual uno es amenazado por la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a esa pérdida. {1992, p. 120)

El proceso sigue la siguiente secuencia: primero, ei temor por la pérdida de amor induce a la renuncia de ia sati.sfacción pulsional re-probada; luego, la instauración del superyó releva a la sanción externa de su fiinción, exigiendo la misma renuncia y generando el sentiiuiento de culpa como sanción interna frente a las tendencias libidinosas del sujeto. Las observaciones más sorprendentes que formula Freud son, en primer lugar, que con cada renuncia pulsional aumenta la severi-dad y la intolerancia del superyó y, en segundo lugar, que la fuerza represora de esta instancia no es directamente proporcional a la de la instancia externa de la que supuestamente se deriva. Para ilustrar esto último con un ejemplo: un niño que ha recibido una educación y un trato "blandos" de parte de sus padres puede sin embargo desarrollar un superyó implacable. Pero esto no debe sorprender si se recuerda que el superyó se alimenta de la agresión del propio niiío, primero dirigida a sus progenitores y otros seres de su mundo circundante, y luego vuelta en contra de su propio yo.

Y bien, a partir de la interpretación freudiana de la cultura, parece que hay una fuerte antítesis entre las ansias de felicidad y las exigen-cias de la organización social en sus múlriples pianos, dirigidas preci-samente a satisfacer esas ansias. He ahí lo que puede presentarse como "la paradoja de la cultura". El fiindamento de esta paradoja es ia es-

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tructura y organización de la vida psíquica del sujeto, el mismo sujeto al que antes hemos abordado a pardr de la fdosofía de la existencia.

Muchos rasgos de la descripción psicoanalítica son útiles instru-mentos de comprensión conceptual de algunos de los principales tó-picos de la filosofía de la existencia. Así, el comportarse práctico con-sigo mismo, retomado desde el punto de vista psicoanalítico, involucra la relación del yo con sus pulsiones, sus identificaciones y las forma-ciones reactivas de su conciencia moral. En el cuadro general podría-mos volver a ubicar la soledad del existente, la necesidad del Otro, la libertad y la ética. No es este el lugar para ahondar en las relaciones entre filosofía de la existencia y psicoanálisis. La puesta en relación de ambos enfoques enriquecería el tratamiento de los problemas de la llamada filosofía práctica. Por el momento y para finalizar ya este úl-timo apartado, retomemos una vez más la huella freudiana en sus implicaciones para las reflexiones morales, sociales y políticas.

La conclusión de la interpretación freudiana es que el malestar es un rasgo esencial ele la cultura, no uno que obedezca a tal o cual coyun-tura histórica, ni a algún aspecto particular, sea de orden económico, social o político. Esto no lleva necesariamente a pensar que entonces no hay salida, y que las esperanzas de una vida más dichosa deban sumarse a las causas perdidas de la humanidad. Pero sí indica que no se puede desconocer la naturaleza de ese malestar, pues eso no haría más que facilitar que vaya en aumento. En este punto es importante señalar que la aplicación del concepto de malestar desde la perspectiva freudiana admite grados: a mayor presión superyoica, mayor será el malestar. Pero, puesto que el superyó se alimenta de los impulsos agre-sivos que son constitutivos de la libido, que es también aquello que alienta en ei ser humano la búsqueda de la felicidad, ¿qué remedio habrá para que la cultura no agregue más malestar ai mínimo inevita-ble, por así decir? ¿Es posible concebir una civilización sin malestar?

Atesoremos lo que hasta, ahora sabemos: el colectivo de la socie-dad, a través de múltiples estrategias, ordena en la forma de un mandato superyoico que renunciemos a la satisfacción de nuestros impulsos y deseos, o bien que los adecuemos a las pautas más o me-nos severas que nos impone. Quizás el colmo de este mandato lo encontramos en el mensaje evangélico "amarás a tu prójimo como a

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wcsct u, UiiUS 201

n mismo", que, como dice Freud, es un mandato que exige de noso-tros más de lo que es humano cumplir. Por lo demás, si el amor de sí es el narcisismo, y este es la fuente misma de la agresividad, no se ve en qué el cumplimienro de semejante mandato aliviaría nuestras cir-cunstancias.

El problema de cualquier moral social, sea que torne la forma del imperativo evangélico o del kantiano o de cualquier otro, consiste en que no es más que un refuerzo para lograr el apaciguamiento que no se haya logrado por otros medios. Pero este esfuerzo de la moral ha sido, es y probablemente seguirá siendo ineficaz por sí mismo para condu-cir a los seres humanos a condiciones de vida más dichosas. Con su predicación, la moral no conseguirá que el odio, la agresión y las múl-tiples estrategias de degradación del hombre por el hombre cesen. Será necesaria una acción poderosa a través de la educación y la reforma en las condiciones económicas y políticas de la organización social, que apunte a favorecer las fuerzas de la vida contra las de la muerte.

Recapitulando con trazo grueso los contenidos de este capítulo, digamos que hemos visto un conjunto de problemas filosóficos den-tro de lo que se da en llamar "fllosofía práctica". Pardrnos de algunas distinciones conceptuales básicas y de nociones desarrolladas por los filósofos de la existencia, nociones a las que dimos un marcado signi-ficado práctico. Retomamos esas nociones a través de algunas estrate-gias de análisis conceptual para asegurar el necesario control analítico de la discusión. Pudimos entonces agregar a nuestra comprensión de los temas que trata la filosofía, el de la condición de la existencia hu-mana, su relación práctica consigo mismo, con las cosas y con los otros hombres y, por último, algunos problemas con los que esa exis-tencia debe enfrentarse en su búsqueda de la felicidad, que es, como enseña Aristóteles, uno de los rasgos fundamentales de la vida moral. Así vimos que el principal obstáculo que el ser humano debe enfren-tar en su camino hacia una vida dichosa está en él mismo, en sus tendencias destructivas y autodestructivas, las que por suerte no impi-den del todo que la vida y el amor, con marchas y contramarchas, desplieguen su poder en pos de una esperanza a la que no podemos renunciar sin renunciar a la vida misma.

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202 introducciones a la fllosofía

Bibliografía básica para el capítulo

• Freud, S. Obras completas, XXI, Buenos Aires, Amortortu, 1992. • Levinas, E. El tiempo y el Otro. Barcelona, Paidós, 1993. • Nietzsche, E Asi hablaba Zaratustra. Buenos Aires, Siglo XX, 1979. • Sartre, J-P. El ser y la nada. Buenos Aires, Losada, 1966. • Strawson, R R Libertad y resentimiento. Barcelona, Paidás, 1995. • Tugendhat, E. Autoconciencia y autodeterminación. México, F.C.E., 1993. • Wittgenstein, L. Ocasiones filosóficas. Madrid, Cátedra, 1997.

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Editorial Gedisa ofrece los siguientes títulos sobre

F I L O S O F I A

pertenecientes a sus diferentes colecciones y serles

(Grupo "Ciencias Sociales")

HANNAH ARENDT Hombres en tiempos de oscuridad

E. BARBIER, Michel Foucault, filósofo G . DELEUZE Y OTROS

CORNELIUS CASTORIADIS LOS dominios del hombre

DONALD DAVIDSON De la verdad y de la interpretación

GILLES DELEUZE Empirismo y subjetividad

JACQUES DERRIDA Memorias para Paul de Man

JERRYA.FODOR Conceptos

MICHEL FOUCAULT La verdad y las formas jurídicas

HANS-GEORG GADAMER El estado oculto de la salud

HANS-GEORG GADAMER Poema y diálogo

ERNEST GELLNER Cultura, identidad y política

MARTIN HEIDEGGER Introducción a la metafísica

AGNES HELLER Una historia de la fdosofía en fragmentos

KARL JASPERS La práctica médica en la era tecnológica