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20 2010

Edició

Patrocini

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294 Revista d’Arqueologia de Ponent 20, 2010, 294-314, ISSN: 1131-883-X

Recensions

Gracia Alonso, Francisco. Furor barbari! Celtas y germanos contra Roma, Versatil Ediciones, Barcelona 2009, 318 pàgs.ISBN: 978-84-9370-424-7

Los estudios referidos a los pueblos prerro-manos peninsulares en conjunto, monográficos e incluso locales, son entre nosotros, bien es sabido, abundantes y gozan de una larga tradición, en-contrándose actualmente en un nivel más que aceptable con importan-tes aportaciones en los últimos decenios, entre ellas, aparte de diversos artículos, un estudio del autor que nos ocupa,

Cartago, iberos y celtíberos: las grandes guerras de la península Ibérica, Barcelona 1996. Sin embargo, los que se refieren a los pueblos más allá de los Pirineos, al conjunto de los de Europa occidental, apenas han sido tratados por nuestros estudiosos, y cuando ello ha ocurrido, casi nunca lo han sido al mismo nivel de profundidad que los peninsulares, guiándose por lo general por lo publicado por autores foráneos, aunque hay excepciones (el de divulgación de F. Marco Simón, Los celtas, Madrid 1990, por ejemplo). Aquí se tratan, y no precisamente con superficia-lidad. Sólo por ello, al inmiscuirse en su estudio sin complejos, el trabajo de Francisco Gracia es en principio encomiable. Tal estudio abarca un espacio cronológico preciso, los siglos iv a.C. a i d.C., lo que quiere decir época de conquista y expansión romana y no invasiones bajoimperiales, en que algunos de los pueblos tratados vuelven a aparecer. Conquistas por tanto de Hispania, Galia, Britania y Germania, todos, podríamos decir, “en igualdad de trato”. El libro contiene una introducción, un capítulo sobre el concepto social de la guerra, y luego, a través de personajes (como hiciera con menor profundidad Ph. Matyszak en Los enemigos de Roma, Madrid 2005) o lugares, capítulos dedicados a Breno y los galos cisalpinos, Telamón y los celtas, Numancia y los celtíberos, Gergovia y Alesia y los galos, Varo y los germanos, y Búdica y los britanos. Finalmente, a modo de conclusión, un capítulo titulado “Mito y realidad, el recuerdo de la guerra”.

En cada caso tiene en cuenta la historia de las investigaciones enumerándolas con sus pros y con-tras no exentas, en ocasiones, de punzantes comen-tarios, de interpretaciones no tenidas en cuenta, o de precisiones, como cuando sostiene que Indíbil y Mandonio, en el caso de la fides, considerada como genuina ibérica, con Publio Cornelio Escipión, no es sino una costumbre tomada de los vecinos celtíberos. Comienza, siguiendo un orden cronológico, con Breno y los galos de la llanura padana que a punto estuvie-ron de hacer desaparecer a Roma como potencia. De hecho, aparte del análisis del ejército romano, se centra en los acontecimientos bélicos y su análisis de ese momento y posteriores jugados por los mismos

actores, donde deduce que Roma careció de un plan con vistas a largo plazo y conjuraba el problema cada vez que se presentaba una correría gala hacia el sur. En el siguiente capítulo, Telamón estudia exhausti-vamente el armamento celta. De hecho, para el no especialista este apartado, que vuelve a aparecer en los siguientes capítulos para cada pueblo, puede en efecto resultar farragoso si se compara con el res-to de la narración, aunque no sobra. En cuanto al ejército romano aparece más renovado y con mayor experiencia. Al caso de Numancia, el más conocido por nosotros, aplica el mismo esquema que utiliza para estudiar a los otros pueblos, e igual ocurre con la Galia del siglo i a.C., no menos conocido, por lo que son los capítulos menos novedosos para el lector. Le sigue el dedicado al desastre de Varo en el bos-que de Teotoburgo y la exaltación por ello, entre los germanos, de Arminio o Hermann, que dio origen en Estados Unidos a “los hijos de Hermann” entre los emigrantes alemanes del siglo xix, pero fue sublimado sobre todo tras la unificación alemana en el mismo siglo y, por supuesto, por el nazismo. Finalmente, en la persona de Búdica se centran los diversos intentos de anexión de Britania, dos de César y un tercero de Claudio más contundente.

No es precisamente secundario, si exceptuamos el capítulo de los celtíberos, el interés que no sea un autor local el que haga el estudio de tan distintos pueblos prerromanos de Europa occidental en un tiempo en que tiende a tenerse en cuenta (e incluso a veces a exagerar con ánimo revanchista) la “mirada del otro”, la del vencido, y a cuestionarse pasadas visiones patrioteras sobre todo tras la gran etapa de descolonización de la segunda mitad del siglo xx, en que las potencias colonizadoras (básicamente por su volumen Francia, Portugal y Reino Unido) han de entonar en más de un caso el mea culpa, mientras otras (España y sobre todo Alemania) han de hacerlo por los conocidos excesos a que llevó en el mismo siglo un desaforado nacionalismo. En la Península, quizás el caso más conocido sea el panceltismo que se quiso imponer a fines de la década de los treinta (a la que no era ajeno el auge de Alemania) llegándose a ignorar a los iberos como entidad propia, pero ya antes nuestros románticos del xix habían convertido en mitos a Numancia, Sagunto, Viriato o Indíbil y Mandonio, entre otros, acomodando la historia a la ideología nacionalista del momento y hallando su plasmación en obras como la de Modesto Lafuente de 1850 o en la pintura historicista de un Domingo o un Madrazo.

En Francia y Reino Unido, como indica el autor, no deja de ser contradictorio que coincidiera el auge de esa mitología nacionalista justo cuando desarrolla-ban su más ambicioso imperialismo. En la primera no había, ni hay, localidad que no contara con su correspondiente rue o place Vercingetorix, mientras Gergovia y Alesia se consideraban el crisol de su na-cionalismo. En el Reino Unido, la máxima exaltación patriótica de Búdica tiene lugar en la etapa victoriana. Con eso está dicho todo. El caso alemán es distin-to: sus antiguos ancestros fueron objeto de especial atención por las mismas fechas que los anteriores, pero en función de que en ese momento estaban en fase de unificación los diversos estados germanos.

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Recensions

Pudiera pensarse que pocas conexiones tiene un estudio semejante con la actualidad, pero nada más lejos de la realidad: los grupos de reconstrucción histórica, las exposiciones, los parques temáticos, el druidismo o los festivales celtas básicamente musicales y de danza (celtas se considera a casi todos los pueblos de que trata la obra), llevan con su proliferación a plantearnos qué es lo realmente celta (por otro lado nunca un pueblo único) y qué pertenece a la mitología o la invención (G. Ruiz Zapatero, “Roma conquistó la Galia...y Astérix y Obélix conquistaron el mundo. Desenmarañando a los celtas”, en M. C. Cardete, de., La Antigüedad y sus mitos, Madrid 2009). Es un caso diferente de panceltismo. En cualquier caso, la obra que nos ocupa no intenta ser un estudio histórico o antropológico de estos pueblos, sino que trata de su relación guerrera (armas, tácticas, organización) con Roma, y al mismo tiempo, dadas las diferencias cronológicas, la evolución del ejército romano.

Para su estudio, Gracia se basa en una sólida bibliografía, pero sobre todo en las fuentes clásicas y, desde luego, cuando es posible también en las arqueológicas. En cuanto a las fuentes clásicas son las únicas que se tienen en cuenta en las notas, lo que indica un buen y exhaustivo análisis de las mis-mas. Con las prevenciones lógicas, por el hecho de tratarse de documentos en latín o griego en todos los casos prorromanos. Roma sentía, frente a esos pueblos, una superioridad no exenta de admiración por ciertas características ligadas a la caballerosidad, a la habilidad sicológica cara a su enfrentamiento al enemigo (gritos, aspecto feroz a falta de organización y táctica de un ejército homologable al romano) o a la resistencia a ultranza rayando en lo inverosímil. El autor muestra, que, frente a lo que se suponía, el tipo de formación en combate era, entre los bár-baros, organizado, aunque preferían morir antes que replegarse se tratara o no de grupos supratribales que entonces, dada la situación y frente a lo que era usual, surgieron. A pesar de ello, privaba lo negativo, y los veían más como los pergamianos vieron a sus enemigos gálatas representados en el conocido Altar: Roma significaría civilización frente a bestialidad, orden frente a caos, racionalidad frente a irracionalidad. Es ilustrativa la descripción de Floro, que considera a los celtas aparentemente “nacidos expresamente para la destrucción de los hombres y para destruir las ciudades”. Además el recuerdo del saqueo de Roma de 390 a.C. o la costumbre gala de decapitar a los enemigos vencidos y lucir sus cabezas como trofeo ayudaban a esta visión. Tampoco olvida Gracia que, por otra parte, aunque son fuentes antiguas, raramente son contemporáneas de los acontecimientos que se describen, como es el caso de Polibio en Hispania o César en las Galias, lo que hay que tener presente en su análisis. A pesar de ello, recuerda, se trata de pueblos que humillaron a los teóricamente mejores ejércitos de la Antigüedad, los romanos.

Utiliza también, y muy bien por cierto, la arqueo-logía militar, que nos ha dado recientemente intere-santes sorpresas, algunas inesperadas como es el caso de Little Big Horn (evidentemente fuera del espacio geográfico tratado), mitificado por el cine norteame-ricano: los del Séptimo de Caballería pudieron morir

con las botas puestas como rezaba el título del film de Raoul Walsh, pero no desde luego formando una piña en torno a la bandera; la arqueología muestra que cada uno intentó salvarse por su cuenta. El caso más interesante en la zona tratada en el libro, es la certificación, durante la pasada década de los ochenta, de que el famoso bosque de Teotoburgo donde fue vencido Varo con sus tres legiones, seis cohortes auxiliares y tres alas de caballería, se ha de ubicar en Kalkriese y no donde se creía desde el siglo xix e incluso había un monumento conmemorativo.

Visto todo lo anterior, surge una pregunta:¿podemos hablar de genocidio cultural por parte de los romanos, ahora tan de actualidad por casos más recientes? Es posible que sí, pero ello era general en el mundo antiguo (y no solo), en que ningún otro pueblo obró de manera diferente; cuando se respetaba dentro de lo que cabe una cultura era por propio interés del conquistador.

Finalmente se nos plantea como calificar el libro, ¿divulgación? (en todo caso “alta”). Quizás más oportuno es preguntarse a qué público va dirigida. Creemos que tanto al profano como al especialista. Ya hemos indicado que el discurso general no se rompe, e incluso se puede prescindir de los apartados quizás menos atractivos para el profano (descripción pormenorizada del armamento). Es un inconvenien-te, pero pequeño, sobre todo si se tiene en cuenta que el estudio de Gracia llena un vacío en nuestra bibliografía. Lo que sí es una lástima es que las ilustraciones, especialmente las fotográficas, resulten poco claras, más teniendo en cuenta la buena pre-sentación, la encuadernación del volumen y sobre todo el interés del texto.

Arturo Pérez AlmogueraUniversitat de Lleida

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García Gandía, José Ramón. La necrópolis orientalizante de les Casetes (La Vila Joiosa, Alicante), Publicaciones de la Universidad de Alicante, Serie Arqueológica. Alicante. 2009. 297 pàgs. + 173 figs.ISBN: 978-84-9717-054-3

Els darrers anys han estat generosos en pu-blicacions i congressos sobre el món funerari protohistòric peninsular i més concretament so-bre necròpolis, tombes i aixovars relacionats amb el món mediterrani. Només cal recordar els innombrables estudis i reestudis en forma d’articles de diverses tombes singulars (entre elles la 184 d’Agullana,

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Recensions

la de les Ferreres de Calaceit o la de l’orfebre de Cabezo Lucero), les publicacions monogràfiques d’im-portants necròpolis excavades durant la dècada dels setanta (Medellín, les Moreres i Agullana), l’estudi de necròpolis conegudes a partir de recuperacions de materials (Milmanda), el reestudi de necròpolis a partir de documentacions antigues (Àrea dels túmuls del Baix Aragó, del sud-est peninsular, la necròpolis de l’Albufereta i la del Molar), monografies resultants de projectes de recerca sobre necròpolis (Herreria III i IV i Santa Madrona), diverses tesis doctorals (entre altres, la d’A. M. Jiménez ja publicada) o les publicacions de necròpolis fruit d’activitat preventiva i urbana (Can Piteu-Can Roqueta i ara la publicació de la necròpolis de les Casetes) donen bona mostra de la voluntat de donar a conèixer i de tornar a discu-tir sobre les necròpolis des de tots els àmbits de la recerca. Aquest interès, a més, s’ha discutit en dos congressos recentment celebrats sota els títols de Mundo Funerario (Guardamar de Segura, 3 a 5 de maig de 2002) i Les necròpolis d’incineració entre l’Ebre i el Tíber (segles ix-vi aC), Metodologia, pràctiques funeràries i societat (Barcelona, 21 i 22 de novembre de 2008), organitzats respectivament per A. González Prats i per M. C. Rovira, F. J. López-Cachero i F. Mazière. Per tant, la comunitat investigadora ha reactivat la recerca sobre el món funerari d’una manera molt profunda que s’ha vist beneficiada per les importants novetats que l’arqueologia ha aportat en els anys a cavall entre el segle xx i el xxi:

En primer lloc, la descoberta d’una sèrie de ne-cròpolis especialment riques i singulars, amb una forta presència d’importacions mediterrànies, d’un horitzó cronològic entre el bronze final i la primera edat del ferro.

En segon lloc, un canvi en el paradigma interpre-tatiu dels contactes mediterranis: el postcolonialisme, especialment interessant pel període orientalitzant i la romanització, que ha fet despertar antigues preguntes i vells debats “aculturadors”.

És mèrit de J. Vives-Ferrándiz l’aplicació d’aquesta teoria a la recerca del llevant peninsular i, per tant, culpa seva l’enrenou que ha suposat (tant per afir-mar-ho com per desmentir-ho; vegeu l’article de J. Vives-Ferrándiz a Journal of Mediterranean Archaeology, vol. 21.2 del 2008, i el debat que el segueix). Esta-rem d’acord que la publicació de la seva tesi (2005) és avui una referència bibliogràfica fonamental per afrontar l’estudi de les primeres relacions mediter-rànies de caràcter semita (segle vii aC) a la façana mediterrània peninsular des de la desembocadura de l’Ebre fins a Múrcia. En qualsevol cas, tot i discrepar en diferents punts d’aquell estudi, especialment els d’àmbit funerari, cal valorar el fet que posi sobre la taula la necessitat de considerar la recerca des d’una òptica més àmplia. Segons aquesta, per afrontar els tipus i característiques de relació entre indígenes i estrangers és tant necessari considerar els materials com els contexts d’hàbitat i els funeraris, tant de temps abandonats per múltiples raons.

Però no vulguem atribuir el mèrit del ressorgiment dels estudis de món funerari al postcolonialisme, ja que també hi ha altres arguments de pes: com posar al dia una informació que a poc a poc s’havia apar-

tat del discurs i que en molts casos la seva lectura es basava en un coneixement antic dels materials i dels models interpretatius. Així, conjuntament amb l’interès intrínsec del món funerari, l’aprofundiment de la recerca en els tipus de relació antics, la revifalla dels estudis de relacions amb els pobles fenicis, la identificació de nous tipus materials, etc., fan que les necròpolis recentment descobertes de Vilanera (a l’Escala) i les Casetes i Poble Nou (a la Vila Joiosa) es trobin al bell mig d’un panorama inquiet i es con-verteixin en peces clau per a la recerca. No cal dir que el coneixement parcial d’aquestes necròpolis s’ha anat exprimint i seguint amb molt d’interès (Agustí et al. 2002 a Sisenes Jornades d’arqueologia de les comarques gironines i 2004 a Tribuna d’Arqueologia 2000-2001; Aquilué et al. 2008 a Contactes. Indígenes i fenicis a la Mediterrània occidental entre els segles viii i vi ane i en premsa a Les necròpolis d’incinera-ció entre l’Ebre i el Tíber (segles ix-vi aC); Espinosa, Ruiz i Marcos 2005 a La Contestania 30 años des-pués; García-Gandía 2003 a Saguntum 35, 2004 a El mundo funerario i 2005 a La Contestania ibérica 30 años después; García-Gandía i Padró 2002-2003 a Pyrenae 33-34) però ara la monografia de la fabulosa necròpolis de les Casetes es converteix en un punt de referència obligada gràcies a la presentació de la pràctica totalitat de les dades (si exceptuem l’estudi de l’orfebreria, en curs).

Comentant l’obra, val a dir que s’agraeix l’estructura del treball, senzilla i descriptiva, amb una seqüència de presentació de les dades seguida de les corresponents síntesis i anàlisis de conjunt per finalitzar amb tres annexos: un que estudia les dades antropològiques (a càrrec de M. P. de Miguel) i dos més de taules d’aixovars i de tombes. Per tant, és un treball que resulta seductor, no tan sols pel tema ni per la fiasca di capo d’anno egípcia de la coberta sinó per un ín-dex detallat en què resulta fàcil trobar la informació. Si, d’una banda, la lectura s’inicia amb il·lusió des-prés d’una fullejada on s’han vist els interessantíssims materials de les tombes, ben aviat es troba a faltar una planta de la necròpolis en la qual es puguin identificar les tombes, ja que les figures 3 i 4 (a co-lumna) no compleixen aquesta funció i s’ha d’esperar fins a la figura 152 (p. 147), que, malauradament, apareix pixelada.

L’obra versa sobre 25 tombes recuperades en el marc d’un projecte d’arqueologia urbana i, si bé les limitacions del treball queden apuntades en el pròleg de la professora Feliciana Sala (delimitació de l’espai funerari, nombre de tombes, etc.), crec que aquestes s’aniran completant amb posteriors excavacions en l’àrea de la necròpolis i que en cap cas treuen mèrit a l’important treball realitzat.

El primer capítol és introductori i presta una atenció inusual a la descripció del territori i del mètode, tant d’excavació com de registre i d’anàlisi. Una voluntat que permet, com també passa quan s’analitzen les tombes, una contrastació de les dades i obre generosament les portes a nous estudis sobre la necròpolis. Aquesta pràctica de publicar ràpidament els resultats de campanyes d’excavacions, també aplicada en la publicació de la necròpolis de Santa Madrona (Belarte i Noguera 2007 a Hic et Nunc 2) hauria de ser la norma i no l’excepció.

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Recensions

Tornant al treball, el primer capítol es divideix en dues parts. La primera presenta una contextualització sobre les teories de l’arqueologia de la mort però algunes de les seves afirmacions es podrien matisar amb un major aparat bibliogràfic, especialment quan es proposa que la finalitat principal de les excavacions en necròpolis fins a la dècada dels anys setanta era la d’omplir museus i col·leccions. Com és ben conegut, la recerca en necròpolis va donar lloc, fins a aquella dècada i en moments posteriors, a les tipologies i cronologies relatives, fonamentals per a la comprensió de distribucions, contacte, seqüències culturals i un major i millor coneixement dels hàbitats. Potser sí que la pràctica d’aquesta recollida sistemàtica d’objectes correspongué al marquès de Cerralbo, però ja ben aviat al segle xx es considerà la importància de les necròpolis per a un coneixement holístic.

La segona part del primer capítol té com a finalitat adobar el terreny per a la presentació de la necròpolis (i d’aquesta manera destacar-ne el paper), objecte del treball. Tot seguit es presenta un discurs sobre les noves influències i canvis quant a la cultura material (distribució, nous tipus, etc.) i al poblament (ubicació, densitat, etc.), que coincideixen en el temps amb la presència de comerciants mediterranis (a partir de mitjan segle vii aC). S’ha de valorar la intenció de l’autor per contextualitzar el moment i la recerca amb una interessant síntesi de la historiografia del fenomen orientalitzant a terres valencianes (i, encer-tadament, també a les Balears), tot i que es troben a faltar algunes referències, com l’excel·lent treball de J. Vives-Ferrándiz a Archivo de Prehistoria Levan-tina XXVI (2006) sobre la historiografia dels estudis fenicis i els articles presentats al congrés El Período Orientalizante (especialment als treballs de Pellicer, Aubet i Álvarez).

El segon capítol correspon a l’inventari de tombes amb les seves respectives descripcions d’estructures i materials. La descripció estratigràfica de les estructures entra en una minuciositat exquisida que reconstrueix el procés ritual de cada tomba i que es completa en el capítol successiu en l’anàlisi global de les estructures funeràries. En canvi, la descripció dels materials, que també s’amplia en el capítol següent, es presenta de manera poc uniforme: mentre que alguns objectes gaudeixen d’una identificació tipològica (fermall de cinturó, punta de llança, closca d’ou d’estruç, etc.) altres, incomprensiblement, no apareixen identificats (denes de collaret, anforisc, etc.). D’altra banda, les descripcions de materials presenten algunes absències com la majoria de les nombroses fíbules detectades en tombes (tombes 3, 12, 14, 19, 21, 23 i dep. 2) i els ous d’estruç fragmentats (tombes 6 i 12), tots ells elements que queden exclosos de l’inventari dels aixovars i fins i tot apareixen de manera errònia en la taula 3 de correspondències entre materials i tombes (pp. 124-125). Sobre els materials hi tornaré posteriorment.

El tercer capítol s’inicia amb l’anàlisi dels tipus d’estructura funerària, els quals gaudeixen en aquesta necròpolis d’una diversitat tipològica i exageració ornamental pocs cops observades. Aquests combinen empedrats dibuixant formes o delimitant tombes com les fabuloses tombes 9 o 17, aquesta en forma de

creu i amb esglaons en els dos extrems llargs, amb les parets revestides d’argila groguenca (que ja havia estat objecte d’un treball particular pel mateix autor —2003—). La tipologia d’estructures que proposa l’autor correspon a Hoyos, Fosas, Estructuras Simples (que engloben les tombes amb coberta de pedra plana, cista de tovots i pseudocista) i Estructuras Complejas (que corresponen al túmul rectangular, la cista amb mosaic de còdols de riu i la tomba a cambra), que es descriuen i es presenten amb els paral·lels del sud de la Península i de la Meseta. La interpretació se centra de manera reiterativa en qüestions socials i de rang i deixa de banda un interessant debat sobre els canvis tipològics des d’una òptica diacrònica. D’altra banda, l’autor busca encertadament els paral·lels en moments anteriors i sincrònics en la meitat meridional de la Península i en els grans centres fenicis de Sardenya, Sicília i el Magreb. D’aquesta manera, deixa de banda les discussions sobre les fosses ibèriques del sud-est i fins i tot de la veïna necròpolis de Cabezo Lucero, que, si bé són lleugerament posteriors, fossilitzen una pràctica particular; i el mateix passa amb les estruc-tures amb mosaics de còdols, que troben paral·lels a la necròpolis del Poble Nou i, recentment, en un altre fantàstic exemple, a la província de Conca a la tomba 1026 de la necròpolis de Cerro Gil (Valero dins les actes d’El Período Orientalizante).

A continuació es presenta l’estudi dels materials, que s’inicia directament abordant els elements cerà-mics: en primer lloc els plats (on es troba a faltar el treball de Schubart 2002-2003 a Lucentum XXI-XXII), seguit de la gerra, del trípode i en darrer lloc el suport anular. Un cas a part el constitueix la cantimplora de faiança, que tot i haver estat ja publicada, ara es presenta amb un important aparat gràfic i noves informacions complementàries que vesteixen més i millor el treball. Però si l’anàlisi de les ceràmiques va augmentant en profunditat, crec que arriba en el seu clímax en tractar la ceràmica a mà que, però, no explota el potencial del debat que enceta sobre la paternitat d’aquestes produccions a mà (si fenícies o indígenes). Seguidament es parla de les fusaioles, de les armes (puntes de llança amb o sense guaspes, pilum i soliferreum), ganivets, fíbules, botons, fermalls de cinturó, thymiaterion, campanes, denes, un apar-tat sobre les peces d’or (en curs d’estudi per part d’A. Perea), un dels objectes de plata, un dels elements de pasta vítria, un dels ossos treballats, un altre dels d’esteatita i, finalment, sobre els ous d’estruç i els ocres. No s’analitza la peça de ferro de la tomba 18 ni la valva de mol·lusc de la tomba 23.

M’agradaria afegir un parell de notes, molt breus, sobre les fíbules i els fermalls de garfis: les fíbules apareixen en la p. 124 excloses de l’aixovar per la seva adscripció com a element de subjecció de la mortalla, plantejament que a nivell conceptual és difícil d’acceptar davant la impossibilitat de reconèixer la veracitat d’aquesta única funció. Aquesta afirmació, i el tractament que reben les fíbules, obliga a tornar sobre el mateix concepte d’aixovar funerari, el qual implica una discussió àmplia en els detalls però que parteix d’una base generalment acceptada: tot element present dins la tomba forma part de l’aixovar funerari. Això sí, pot correspondre a l’aixovar ceràmic, l’orna-

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mentació personal, la panòplia militar, els elements d’estatus social, etc. Si anem ara als fermalls, els de tres garfis són especialment freqüents a Catalunya amb 50 exemplars i, sempre en la mateixa àrea, 160 casos si considerem tots els tipus de fermalls de garfis amb escotadures. Per tant, sembla estrany el mapa que es presenta en la figura 137, on queda exclòs tot el nord-est de la Península Ibèrica i el sud-est de França, territoris on, paradoxalment, troba els paral-lels el fermall de la tomba 20 de la necròpolis de les Casetes: un exemplar d’un garfi de la Peña Negra, una altre fora de context a la necròpolis del Mas de Mussols, dos més a la necròpolis de Serra de Daró i un últim a la tomba de Corno Lauzo.

L’estudi dels materials queda truncat per la inclusió de les observacions topogràfiques i de distribució de les tombes. Tot i que és correcta, noves excavacions permetran profunditzar més en aquesta problemàtica.

La continuació en l’anàlisi dels materials s’inicia ràpidament posant el ganivet dins del grup d’armes, polèmica que ha ocupat pàgines de discussions i matisos que aquí no tornaré a desenvolupar.

És inevitable la crítica, en un treball d’aquest ti-pus, per l’estímul que suposa la quantitat de temes i línies que poden obrir-se o que es poden completar. Sens dubte, les més atractives, personalment, són les corresponents a l’origen de la incineració al sud-est (tema a bastament plantejat en la publicació recent de J. A. Lorrio 2008 a Bibliotheca Archaeologica Hispana 27 – Anejo Lucentum 17) i als elements simbòlics i la seva inclusió en les estructures complexes (p. 150), tot i que els ous d’estruç (considerats elements simbòlics) també es documenten en dues fosses (t. 6 i 12), fet que s’hauria d’explicar.

La preocupació de l’autor per la jerarquia de les tombes es manifesta amb l’anàlisi dels aixovars i les estructures (p. 150 a 158), subcapítol extremada-ment interessant que presenta nombrosos errors en les crides a les figures (per exemple, crida a la fig. 156) i falta una explicació del mètode per a obtenir els valors dels índexs de riquesa, jerarquia, etc. Així mateix, crec que la interacció és un altre tema inte-ressant en el qual caldria aprofundir més (p. 173-178).

Deixant l’anàlisi de detall del treball, algunes re-flexions generals: en primer lloc, es troba a faltar una taula amb la cronologia proposada per a cada tomba (que es presenta en el text a la p. 178) i els arguments per a cada datació. Per exemple, la tomba 22 de les Casetes presenta un aixovar assimilable amb el de la tomba de Corno Lauzo i, per tant, sorgeix el dubte sobre si s’ha de proposar una cronologia en el tercer quart del segle vi aC o si, en canvi, s’ha de fer cas a les cronologies que es proposa per a les fíbules anulars hispàniques (p. 124) a finals del segle vii. En qualsevol cas, estic d’acord amb l’autor quan afirma a la p. 177 que la necròpolis “no puede servir para explicar el proceso de dualidad cultural que se produce a partir del siglo viii y hasta finales del vi en las zonas del mediodía peninsular”, ja que els aixovars de les necròpolis difícilment es poden datar abans del segle vi aC i majoritàriament durant la primera meitat d’aquell segle. En segon lloc, sobre la bibliografia utilitzada, a més dels comentaris que ja he realitzat, m’agradaria cridar l’atenció sobre algunes

carències d’obres fonamentals respecte a la revisió de les excavacions de la necròpolis de l’Albufereta (Verdú 2005 a Serie Mayor del MARQ 4, mentre que l’autor cita el treball de Figueras-Pacheco, p. 102) o sobre el debat sobre el procés d’interacció cultural (p. 168-171, amb una bibliografia desfasada). Finalment, voldria assenyalar també un error sobre la figura 164: a la p. 162 es fa una crida a la fig. 164, en relació amb la reutilització d’estructures funeràries, i a la p. 174 es torna a cridar la mateixa figura en relació amb dos ous d’estruç i una llàntia de dos becs, però lamentablement la figura 164 no existeix al llibre.

La sensació en finalitzar la lectura d’aquesta obra, tot i alguns comentaris crítics, és molt positiva. Estimulant. Fins i tot abans de llegir els dos darrers paràgrafs (p. 178) queda clar com l’autor ha volgut donar a conèixer la totalitat de les dades de l’excavació que va dirigir per no ajornar-ne durant més temps la divulgació a la comunitat científica. Això té com a conseqüència la presentació de dades en brut i moltes línies de recerca apuntades i no totalment desenvolupades (p. 161 a 168). L’autor ha ofert un filó de recerca que ell mateix continuarà i al qual molts altres investiga-dors se sumaran. Amb la publicació ha demostrat la seva estima a la recerca i la seva valentia en relació amb la discussió i crítica, fet lamentablement inusual. Com anteriorment avançava, aquest desbloqueig de la informació hauria de ser la norma i no l’excepció, ja que la màxima perjudicada és la “RECERCA” i actuar d’aquesta manera honra i fa créixer l’investigador.

Raimon Graells i [email protected]

Pons Brun, Enriqueta; Garcia Petit, Lluís: Prácticas alimentarias en el mundo ibérico. El ejemplo de la fosa FS362 de Mas Castellar Pontós (Empordà- España), BAR International Series 1753. 2008. 218 pàgs. + 200 figs. ISBN: 978-14-0730-192-1

En el marc gen-eral dels treballs proto-històrics desenvolupats a la Península Ibèrica, l’estudi dels rituals de comensalitat i de les pràctiques alimentàries en general constitueix un tema d’investigació pocs arrelat. De fet, fins fa pocs anys, aquest era un dels camps que evi-denciava un dels buits més importants, sobre-tot en comparació amb l’expansió que al llarg de les últimes dècades han

adquirit aquest tipus de treballs en d’altres països. Per tant, la publicació d’un llibre que tracta de manera específica sobre les pràctiques alimentàries en el món ibèric, representa indubtablement un punt d’inflexió important i un avenç considerable.

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299Revista d’Arqueologia de Ponent 20, 2010, 294-314, ISSN: 1131-883-X

Recensions

En el si del món ibèric, l’interès per l’estudi de les pràctiques comensals no va adquirir un impuls realment remarcable fins a la celebració de dos cone-guts congressos sobre l’arqueologia del vi (Celestino 1995; 1999). Fou, precisament, en el marc d’aquestes reunions quan entraren amb força noves tendències interpretatives i començaren a tenir repercussió certs treballs de referència (especialment els de Michael Dietler), suscitant un interès creixent per l’arqueologia comensal.

En el moment actual, assistim realment a una etapa d’eclosió que ha de contribuir a superar les mancances existents en aquest camp de la recerca. Això fa que avui en dia destaquin, sortosament, una sèrie d’iniciatives (projectes d’investigació específics, celebració de congressos monogràfics, tesis docto-rals) que han d’aportar noves dades en relació amb l’estudi d’aquestes qüestions. Ara bé, cal valorar la diversitat de perspectives i els diferents objectius i matisos que persegueixen els diversos projectes. En aquest sentit, hem de partir d’una diferenciació bàsica, entre aquells treballs que tenen per objectiu l’estudi de les pràctiques domèstiques de consum i els hàbits alimentaris d’una comunitat (l’esfera quotidiana) i aquells altres que se centren en l’estudi dels rituals de comensalitat i les seves implicacions ideològiques i socials (l’esfera excepcional).

Tanmateix, el present llibre aglutina ambdós vessants, ja que se centra en l’estudi d’un context (capítol II) que ens ubica clarament en el marc de les pràctiques de consum excepcional, per bé que al llarg de l’obra s’efectua un recorregut general pels principals aspectes que defineixen els hàbits alimen-taris quotidians de les comunitats ibèriques (capí- tols III i IV). L’objectiu és encertat i clar: situar l’estudi del banquet i dels rituals de comensalitat en l’esfera social més àmplia de les pràctiques alimentàries, la qual cosa sempre possibilita l’opció d’interpretar i reconèixer els contextos “excepcionals” des d’una perspectiva més ben fonamentada.

Un dels problemes habituals és l’associació direc-ta entre el consum del vi i la presència o absència de vaixella grega, una tendència que simplifica i distorsiona en certa manera l’autèntica dimensió de les pràctiques comensals ibèriques. Això es deu es-sencialment al fet de focalitzar de manera exclusiva la comensalitat dels ibers en el ritual de la beguda, valorant només aquelles celebracions excepcionals que estarien estrictament vinculades a les elits. És per això que diverses vegades s’ha posat èmfasi en la necessitat d’efectuar estudis contextuals que, més enllà de la presència o absència de vaixella grega, permetin valorar la naturalesa de les pràctiques de consum a través de les seves manifestacions diverses i particulars.

En aquest sentit, hem de destacar l’avenç important que ha suposat l’estudi d’alguns conjunts identificats més recentment, com és el cas, precisament, d’algunes de les sitges identificades per Enriqueta Pons i el seu equip, a Mas Castellar (Pontós, Alt Empordà).

Ens referim concretament a aquelles sitges utilitzades com a dipòsits o escombreres de les restes generades en el marc de determinats àpats, un tipus de context que permet aproximar-nos a l’estudi de les pràctiques

de consum d’una manera més aviat indirecta, ja que s’inclouen conjunts (vasos ceràmics, restes de fauna, etc.) que poden conservar la seva integritat, però que han estat desplaçats intencionadament, un cop conclòs un o successius actes de consum.

Entre el conjunt de les sitges de Mas Castellar amortitzades com a dipòsits o escombreres (capí- tol III), es diferencia entre el que poden ser els materials corresponents als nivells d’enderroc d’una casa (sitja SJ137), els conjunts votius dipositats en fosses com a ofrenes de caràcter ctònic (sitges SJ101, SJ134 i SJ138) i les sitges o fosses pròpiament rela-cionades amb la celebració d’un banquet ocasional (sitges FS362 i SJ26).

En aquest sentit, l’estudi de la fossa FS362 resulta d’un especial interès, ja que inclou un extens servei de vaixella relacionat amb el consum de la beguda i un conjunt molt significatiu de restes de fauna. És a dir, el tipus d’evidències que més habitualment es relacionen amb la celebració d’un àpat excepcional. D’altra banda, la localització contextual de les restes documentades i l’alt grau d’integritat que evidencien les peces ceràmiques, sembla suggerir una certa in-tencionalitat en els paràmetres de deposició, fet que contribueix a remarcar el caràcter ritual de la pràctica de consum que hauria provocat el reompliment de la fossa. En aquest sentit, cal tenir present que, en un primer moment, el conjunt FS362 es va interpretar com a resultat de l’amortització d’una sitja, per bé que l’estudi detallat de l’estratigrafia documentada sembla suggerir actualment als seus excavadors que es tractaria d’una fossa excavada ex professo per tal de dipositar-hi les restes generades en el marc d’una determinada pràctica de consum.

En tot cas, la present publicació constitueix el millor exemple de les notables possibilitats interpre-tatives que ofereix el fet d’adoptar una perspectiva multidisciplinària que permet interrelacionar les dades artefactuals amb l’estudi contextual i les aportacions bioarqueològiques. De fet, el treball s’estructura en diversos apartats específics, a partir de les aporta-cions efectuades per diferents especialistes en l’estudi d’aspectes concrets. Aquest fet suposa un notable enriquiment informatiu, però comporta, en contra-partida, l’absència d’un discurs veritablement unitari.

Així, en el cas dels materials ceràmics (D. Asensio, D. Giner i E. Pons), es remarca essencialment la presència d’un extens conjunt de vaixella relacionat amb el servei i el consum de la beguda (un skyphos de figures roges i tres syphoi de vernís negre, 36 skyphoi i un oinochoe en ceràmica reduïda ibèrica, dos vasets bicònics, dos luteris i un ciato). Així ma-teix, destaquen d’altres elements relacionats amb la presentació i el consum dels sòlids i/o semisòlids: tres plats de vora reentrant, un bol i un plat carenat, tots ells en ceràmica reduïda ibèrica; a més d’alguns recipients relacionats amb la preparació i cocció dels aliments (una olla en ceràmica ibèrica i nou olles en ceràmica a mà), així com alguns fragments corresponents a vuit àmfores ibèriques, una àmfora massaliota i una àmfora púnica centre-mediterrània.

Quant a les restes de fauna, destaquen, d’una banda, les dades relatives als mamífers, i, de l’altra, les dades referents a les aus. Pel que fa als mamífers

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(V. Gironès, M. Saña i L. Colominas), s’inclouen espècies domèstiques (ovicaprins, bòvids i suids) i de manera molt puntual algunes espècies salvatges (conills i guineus), essent clarament majoritari el per-centatge relatiu al consum d’ovicaprins, seguits dels suids i dels bòvids. Quant als patrons de consum, l’estudi efectuat ha permès precisar que algunes de les porcions consumides durant la cerimònia van ser rostides (i bullides prèviament en alguns casos), havent-se efectuat una clara selecció dels exemplars joves quant a les edats de sacrifici. Són indicis que ens remarquen el caràcter excepcional d’una pràctica de consum en la qual s’haurien seguit unes pautes diferencials força estrictes en relació amb el sacri-fici dels animals i amb la preparació i cocció de les porcions de carn.

Pel que fa a les restes de fauna corresponents a les aus (L. Garcia), la gallina (62%) i el tudó (37%) són les espècies més ben representades, havent-se identificat un mínim de vint-i-dos individus (onze ga-llines i, curiosament, també onze tudons). Ara bé, en nombre de fragments, la gallina està quantitativament més ben representada, i és especialment destacable la inclusió selectiva d’alguns tarsians-metatarsians a causa, molt probablement, de les connotacions simbòliques atribuïdes tradicionalment a l’esperó dels galls. D’altra banda, cal tenir en compte que la representativitat del tudó és lleugerament més alta que les tendències generals documentades a l’assentament, la qual cosa podria suggerir una certa predilecció per les aus de caça en el marc de certs àpats excepcionals.

Finalment, hem de destacar també la significativa presència de restes d’ictiofauna (N. Juan-Muns i R. Marlasca), l’estudi de les quals ha permès deter-minar que la família més ben representada és la dels espàrids (bogues, sargs, mabres, déntols, salpes, besucs), seguits d’una família de peixos d’aigua dolça com és la dels ciprínids. També resulta destacable la presència de restes d’escòmbrids, que semblen indicar el consum de salaons de peix procedents de la zona de l’Estret de Gibraltar.

En l’àmbit interpretatiu, la documentació d’una significativa presència de residus i escòries de forja en els nivells superiors que segellaven la fossa (M. C. Ro- vira) ha fet que aquest context s’hagi relacionat amb la celebració d’un àpat excepcional vinculat amb el gremi dels ferrers. De fet, la fossa FS362 es data entre el 350 i el 325 ane (període IV) i es localitza a sobre mateix dels nivells d’abandonament de l’assentament fortificat que hauria funcionat entre el 425 i el 375 ane. A pocs metres de la fossa i també en aquests nivells immediatament posteriors a l’abandonament del poblat, es va localitzar el forn FR349, una estructura de combustió també habilitada en una sitja amortitzada, que en funció de les característiques que evidencien les restes identificades (llavors carbonitzades, restes de fauna, ictiofauna), s’ha relacionat igualment amb la celebració del mateix àpat excepcional que hauria provocat el reompliment de la mateixa fossa FS362.

La suma de tot plegat dóna lloc a un estudi con-textual molt complet que permet obtenir una imatge molt precisa del conjunt dipositat a la fossa. Ara bé, més enllà de la precisió dels resultats obtinguts, trobem a faltar una valoració comparada més ben

fonamentada, sobretot en relació amb la possibilitat de contrastar la fossa FS362 amb els contextos i les tendències comensals documentades en d’altres casos, tant en el marc general del món ibèric com en d’altres regions de la Mediterrània.

En aquest sentit, podem destacar, per exemple, que el tipus de vaixella documentada en aquest context és molt abundant en els jaciments ibèrics, sobretot a partir de finals del segle v ane. Per tant, es tracta d’un repertori ceràmic que no s’ha de relacionar amb la celebració d’una cerimònia que posseís un significat diacrític o distingit especialment remarcat, sinó que el caràcter excepcional del context es deu al factor quantitatiu (abundant presència de vasos i restes de fauna).

En tot cas, en el marc general dels estudis sobre món ibèric, continuen mancant treballs que se centrin de manera específica en l’anàlisi de les tendències alimentàries i els rituals de comensalitat, especialment pel que fa a l’anàlisi específica d’aquells contextos rela-cionats amb les pràctiques de consum, un camp que a partir de les dades disponibles actualment (espais domèstics, contextos funeraris, àmbits cultuals i/o de reunió documentats en múltiples assentaments, espais oberts de caràcter públic o comunitari a l’interior dels poblats, favissae, coves-santuari) ofereix moltes possibilitats interpretatives.

Per tant, és indubtable que el treball d’Enriqueta Pons i Lluís Garcia suposa l’aparició d’una publicació de referència, essencialment perquè és el reflex de l’enfocament multidisplinari (artefactual, contextual i bioarqueològic) que ha de marcar el camí a seguir en aquest camp de la recerca.

Samuel Sardà SeumaUniversitat Rovira i Virgili

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Martínez Maza, Clelia, Hipatia. La estremecedora historia de la última gran filósofa de la Antigüedad y la fascinante ciudad de Alejandría, La Esfera de los Libros, Madrid, 2009, 378 páginas. ISBN: 978 84-9734-824-9

El estreno de la pelí-cula Ágora de Alejandro Amenábar en octubre de 2009 puso nuevamente de moda la figura de la célebre filósofa y matemática Hipatia (a quien en rigor deberí-amos llamar Hipacia) y generó la aparición de un gran número de monografías, novelas y artículos de todo tipo acerca de su figura. De entre toda esta produc-ción destaca el libro de

Clelia Martínez Maza, profesora titular de Historia Antigua de la Universidad de Málaga. Como pone

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301Revista d’Arqueologia de Ponent 20, 2010, 294-314, ISSN: 1131-883-X

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de manifiesto su producción científica, la autora es una gran conocedora del fenómeno religioso y de los conflictos sociales vividos durante la Antigüedad tardía, algo que también puede observarse en la presente obra. Nos hallamos ante una monografía de divulgación culta, como manifiesta la abundante documentación que la autora maneja, aunque el libro carezca de notas tanto al final del volumen como a pie de página, algo normal en estos casos.

Martínez Maza se enfrenta a un reto, reconstruir la vida y la obra de Hipatia, una empresa complicada habida cuenta de la escasa documentación conservada sobre ella y que hace que sepamos muy poco acerca de una de las filósofas más ilustres de la Antigüedad. En realidad, su figura habría pasado desapercibida para la historiografía si no hubiera sido por su ma-cabro género de muerte. Su asesinato, a manos de una turba de fanáticos cristianos, la ha convertido en el símbolo del ocaso de una civilización, e incluso algunos han hecho de ella una mártir pagana, lo que sin duda resulta exagerado. Todo esto ha llevado a que muchas obras sobre Hipatia se hayan centrado especialmente en su muerte. No es el caso de Mar-tínez Maza, quien de un modo acertado estudia la vida de la filósofa en relación con el marco social, político, económico, cultural y sobre todo religioso de la Alejandría de los siglos iv y v. El prólogo, titulado “Algunos datos personales” —y que en rigor debería haber sido el primer capítulo— está dedicado a re-construir la biografía de Hipatia, salvo el episodio de su asesinato, a partir de la limitada documentación disponible: Sinesio de Cirene, Damascio, Filostorgio, la Suda… Ya en el capítulo I realiza un profundo análisis de las aportaciones de Hipatia en el campo de las ciencias matemáticas y de la astronomía. Tal análisis reviste una gran importancia, dado que a pesar de que las obras de Hipatia tuvieron un gran alcance —hasta el extremo de que muchas de sus innovaciones científicas gozaron de vigor hasta el siglo xvii—, apenas han sido consideradas en los estudios sobre su figura; en muchos casos han quedado redu-cidas a una simple enumeración de títulos.

A partir del capítulo II, y hasta el capítulo XIV inclusive, Martínez Maza se detiene en describir, de una manera ágil y sin largas digresiones que rompan el ritmo del discurso, el marco socioeconómico, reli-gioso y cultural en la Alejandría tardorromana. De esta manera, estudia (capítulo II) el neoplatonismo y las principales escuelas neoplatónicas, la de Atenas —con una actitud más comprometida con el paganismo y en la que se hallaba más presente la teúrgia— y la de Alejandría —cuya actitud respecto al cristianismo era más conciliadora que la de Atenas—. Esta concilia-ción entre cristianismo y educación neoplatónica en Alejandría explica (capítulo III) la gran aceptación de la que gozó esta doctrina entre las élites cristianas, que descubrieron en ella un modelo de vida más ade-cuado en el que podían convivir su fe y la herencia cultural pagana. Un buen ejemplo de este tipo de pensamiento nos lo proporciona Sinesio de Cirene, quien durante algún tiempo fue discípulo de Hipatia, y, a pesar de profesar el cristianismo —llegó a ser obispo de Ptolemaida—, no tuvo ningún inconveniente en aceptar los postulados neoplatónicos.

En el capítulo IV Hipatia vuelve a recobrar su protagonismo. Martínez Maza discute en él el papel que la filósofa desempeñó en la dirección de la escuela neoplatónica de Alejandría. La autora también estudia la naturaleza de las enseñanzas filosóficas de Hipatia a través del testimonio de Sinesio de Cirene. Además, realiza un retrato de los discípulos de Hipatia: como se desprende de su análisis, todos pertenecían a la aristocracia local de cada una de sus ciudades de origen y profesaban distintas devociones religiosas, sin que este último aspecto supusiera un motivo de conflicto entre ellos. Al compartir una herencia cultu-ral común, todos podían convivir pacíficamente en el seno de la escuela neoplatónica independientemente de su adscripción religiosa.

A pesar de ser la más conocida, Hipatia no fue la única mujer intelectual de la tardorromanidad. Martí-nez Maza dedica el capítulo V a estudiar el papel de la mujer en el ambiente intelectual de los siglos iv y v. A partir del análisis que realiza de las fuentes, la autora revela que estas intelectuales fueron mujeres de elevada posición social, dado que la élite constituía el único grupo que contaba con suficientes recursos económicos como para permitirse una formación especializada. Además, todas pertenecían a familias con vocación intelectual, por lo que generalmente eran sus padres o esposos quienes les procuraban su formación. Casi todas pertenecían al ambiente pagano. En el entorno cristiano, las intelectuales no demostraban la misma competencia en materias como la filosofía o la retórica, y preferían ponerse como objetivo la lectura y memorización de pasajes de las Escrituras. La autora presenta las semblanzas de algunas de estas intelectuales, como la cristiana Macrina y las paganas Edesia, Asclepigenia y Sosípatra.

En los capítulos VI a VIII la propia ciudad de Alejandría toma el protagonismo. Martínez Maza realiza un retrato vivo y colorido de esta urbe en la tardoantigüedad: describe la topografía y el urbanismo, así como los diferentes grupos sociales, sus modos de vida, sus conflictos, la economía… Estudia también los principales instrumentos de control político civil —el dux Aegypti, el prefecto Augustal y los bouletai— y los instrumentos eclesiásticos —el patriarca de Alejandría, el resto de la jerarquía eclesiástica, los parabalanos, los filóponos y los monjes—. De aquí se deduce que la precaria estabilidad de Alejandría resultaba de un equilibrio de fuerzas entre la autoridad imperial, la jerarquía eclesiástica y el resto de la población, integrada por diversos grupos étnico-religiosos.

Tras un capítulo (IX) dedicado a examinar el sistema educativo en la tardoantigüedad —gramática, retórica, filosofía, medicina…— y en el que se exponen las diferencias y similitudes entre la educación pagana, la cristiana y la judía, Martínez Maza entra en uno de los terrenos que mejor conoce, las religiones tar-doantiguas y los conflictos derivados de ellas. Estos conflictos no se produjeron tan sólo entre paganos y cristianos. De hecho, como leemos en el capítulo X, las disputas más violentas se vivieron en el seno del cristianismo, primero entre arrianos y nicenos, y posteriormente entre nicenos y monofisitas. El pueblo acostumbraba a participar en estas disputas teológi-cas, que frecuentemente degeneraban en sangrientos

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tumultos que provocaban multitud de muertes y que en el fondo no eran otra cosa que un reflejo de la ambición episcopal. Los mismos monjes tenían un papel muy importante en estas algaradas callejeras y a menudo protagonizaban los episodios más brutales.

Por otro lado, la persistencia de la religiosidad pagana (capítulo XI) se explica sobre todo por el apoyo que el culto idolátrico recibió por parte de los intelectuales —muchos profesores y estudiantes eran paganos— y de miembros de la élite aristocrá-tica, tanto urbana como rural. Asimismo, una buena parte de la plebe también era pagana y llevaba a cabo un culto doméstico, de muy variada tipología, muy difícil de controlar por las autoridades y de reprimir por las jerarquías eclesiásticas. La autora rechaza adecuadamente la opinión de que el proceso de cristianización se produjo en Egipto como una reacción de “identidad nacional”: la población au-tóctona se habría convertido al cristianismo debido a su odio a los griegos opresores, que constituían el grupo privilegiado que habitaba en las ciudades y defendía el paganismo. En realidad, como demues-tra la autora, los griegos fueron los protagonistas de la cristianización de Egipto, una evolución que además partió de una ciudad de fundación heléni-ca, Alejandría. Particularmente interesante resulta también el apartado que Martínez Maza dedica a la pervivencia de la magia y la adivinación. Se trata de manifestaciones de religiosidad popular contra las que el cristianismo se vio incapaz de luchar. Impotente para destruirlas, las acabó adoptando, lo que condujo a fenómenos tan contradictorios como la existencia de ascetas visionarios y de oráculos en monasterios que reproducían casi todos los componentes de las mancias paganas.

Respecto al enfrentamiento entre paganismo y cristianismo (capítulo XII), Martínez Maza recuerda oportunamente que en un principio las leyes impe-riales estuvieron destinadas a hacer desaparecer los sacrificios, por lo que la Iglesia se excedió en sus atribuciones cuando destruyó templos e ídolos en su campaña antipagana, acciones que iban además en contra de las leyes destinadas a proteger el patrimonio. La legislación de los siglos iv y v no obligó en ningún momento a la conversión forzada al cristianismo, pero apartó a paganos y heréticos de las funciones administrativas, y esto finalizó por provocar conversiones interesadas. En Alejandría, por otro lado, las persecuciones que sufrieron los paganos (capítulo XIII) fueron episódicas, aunque adquirieron gran notoriedad. Muchos autores antiguos insisten en que la población alejandrina era levantisca y dada a los disturbios callejeros; sin embargo, Martínez Maza demuestra que, pese a todo, Alejandría no resultaba más turbulenta que otras ciudades en esa misma época. La autora estudia diversos ejemplos de revueltas contra los paganos, aunque reserva un capítulo aparte (XIV) al episodio más célebre, la destrucción del Serapeo. Tras exponer los hechos a partir del análisis de las fuentes conservadas, Martínez Maza pasa a analizar las causas de la destrucción del Serapeo así como sus protagonistas, tanto cristianos —monjes, campesinos, proletariado urbano y corporaciones profesionales— como paganos —individuos de baja condición social,

élite cultural y bouletai de filiación pagana—, la re-acción imperial —que muestra una actitud prudente de clemencia hacia los paganos, lo que manifiesta la importancia de la ciudad y de las élites implicadas—, la reutilización posterior del Serapeo como iglesia, la intervención del obispo Teófilo en los acontecimientos y la instrumentalización propagandística del suceso.

Hipatia vuelve a cobrar protagonismo en el capítulo XV, en el que la autora aborda el episodio seguramente más conocido de la vida de la filósofa, su asesinato a manos de una turba de fanáticos cristianos tal vez incitados por el obispo Cirilo. Martínez Maza analiza minuciosamente las principales fuentes que relatan el acontecimiento (Sócrates Escolástico, Juan de Nikiu y Damascio) y llega a la conclusión de que el paganismo de Hipatia fue tan sólo la excusa para su asesinato, pero no su verdadera causa. En efecto, Hipatia jamás se distinguió por su intervención personal en la defensa del paganismo ni se vio directamente implicada en los conflictos que enfrentaron a paganos y cristianos a finales del siglo iv e inicios del v (como la defensa del Serapeo, en la que por ejemplo participó direc-tamente el filósofo Olimpio). Su muerte, en realidad, fue el resultado del enfrentamiento político entre el prefecto Orestes y el obispo Cirilo, ambos cristianos. Hipatia, como posible nexo de unión entre las élites paganas y cristianas, suponía una importante aliada para Orestes y, en consecuencia, un escollo para el patriarca que éste debía eliminar.

Sin embargo, y a pesar de que su muerte simboli-za para muchos el final de una época, el paganismo persistió en Alejandría y en el resto de Egipto tras el asesinato de Hipatia (capítulo XVI). De hecho, el cristianismo no se impuso en todo el territorio egipcio hasta el siglo vi. Martínez Maza estudia numerosos ejemplos de la persecución del paganismo en Egipto durante el siglo v como prueba irrefutable de la per-vivencia de la idolatría durante esa centuria.

La autora finaliza la monografía (capítulo XVII) recordando la manera en que la figura de Hipatia ha sido tratada a lo largo de la Historia, tanto en la historiografía —con posturas a favor o en contra de la filósofa, en función del grado de religiosidad del historiador de turno— como en la literatura.

El libro cuenta con láminas a color agrupadas en el centro del volumen; útiles cuadros cronológicos; un listado de fuentes en el que se recogen, siempre que es posible, las traducciones de autores clásicos para el lector interesado (aunque se echan de menos algunas fuentes citadas a lo largo del libro, como por ejemplo Damascio); bibliografía e índice de nombres.

En conclusión, la de Martínez Maza es una mo-nografía bien construida y bien estructurada, aunque menos de un tercio de ella verse sobre Hipatia sensu stricto, una brevedad del todo lógica habida cuenta de la escasez de fuentes relativas a la filósofa. En el fondo, la finalidad es estudiar la realidad sociopolí-tica, económica, cultural y religiosa de la Alejandría tardorromana, análisis que resulta imprescindible para comprender la vida y la muerte de nuestra protagonista. Así pues, se trata de un libro muy recomendable no sólo para aquellos profanos que deseen conocer mejor la vida y la obra de Hipatia así como la ciudad que va ligada a su nombre, y a

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quienes sin duda interesará por su lectura amena, sino también para todos aquellos especialistas que aborden estos temas, debido a la seriedad del libro y a su excelente documentación.

Juan Antonio Jiménez SánchezUniversitat de Barcelona

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Vespignani, Giorgio, Iппoδρoμoς. Il circo di Costantinopoli nuova Roma dalla realtà alla storiografia, Fondazione Centro Italiano di Studi sull’Alto Medioevo, Spoleto, 2010, 303 páginas. ISBN: 978 88-7988-197-5

“El Circo Máximo es su templo, su hogar, su asamblea y la esperanza de todos sus deseos” (Am-miAnvs mArc., Res gest., XXVIII, 4, 29: eisque templum et habitaculum et contio et cupitorum spes omnis Circus est maximus). De este modo describió el historiador Amiano Marcelino, hacia el 382/397, la pasión que la plebe de Roma sentía hacia los espectáculos,

especialmente hacia los ludi circenses. Se trata de una afición que se fue incrementando a lo largo de toda la historia del Imperio Romano, hasta el ex-tremo que a mediados del siglo iv, según el calendario de Filócalo (CIL, I2, 1, p. 256-278), se alcanzaron los 177 días de juegos anuales. Y evidentemente tal apasionamiento no fue exclusivo de la ciudad de Roma, sino que se vivió de un modo común en todo el Imperio, sobre todo en las ciudades más grandes, entre las que destacó de una manera especial la capital de Oriente, Constantinopla, la nueva Roma fundada por Constantino I.

En Constantinopla el hipódromo también se con-virtió en un elemento de primer orden en la política de entretenimiento popular y de control de masas, a la par que en un medio indispensable de propaganda imperial. Su gran importancia se refleja en la ingente bibliografía derivada de su estudio, obras a las que ahora debemos añadir el reciente libro de Giorgio Vespignani. El autor es profesor de la Università di Bologna y ha consagrado diversos trabajos a los espectáculos en el mundo bizantino.

En esta ocasión, Vespignani se centra fundamen-talmente en la función del hipódromo como lugar de exaltación de la Victoria imperial, la imperialización del ceremonial del hipódromo, el simbolismo del edi-ficio, de su decoración y de los ludi, y su evolución a través del tiempo, temas que analiza profundamente a lo largo de cuatro capítulos.

En el capítulo I, Vespignani repasa la historiogra-fía moderna y contemporánea centrada en el estudio del hipódromo bizantino —desde Pierre Gylles en el

siglo xvi hasta la actualidad— y en la problemática de las facciones circenses y de la violencia urbana de las partes populi. Este recorrido historiográfico le sirve para ofrecer un estado de la cuestión y de la investigación actual antes de pasar a exponer los resultados de su investigación y de sus propias con-clusiones, algo que realiza a partir del capítulo II. Dicho análisis del estado de la cuestión es profundo, erudito y bien documentado. En efecto, cita toda la bibliografía principal para el estudio de este tema.

El capítulo II está dedicado al interesante tema del simbolismo del circo. En este caso, el autor no se limita al mundo tardoantiguo, sino que su in-vestigación toma como punto de partida la religión romana arcaica. Aquí se destaca el valor sagrado de los juegos romanos desde un principio. El propio emplazamiento del Circo Máximo se presenta como un espacio sacro con diversos templos consagrados a divinidades relacionadas con la fertilidad. Ya en época republicana hallamos una compleja simbología ligada al mundo del circo, con un origen ctonio-agrario y uránico-solar. Con el tiempo, el simbolismo solar fue ganando importancia en el mundo circense, como se observa en la decisión de Augusto de erigir en el Circo Máximo un obelisco egipcio, monumento que representaba los rayos solares.

Vespignani también analiza el simbolismo de los colores asociados a las facciones. Según Tertuliano, en un principio había sólo dos colores en el circo, el blanco y el rojo. Tal dualidad significaría el encuentro entre las fuerzas elementales, la uránica y la ctonio-telúrica. Sin embargo, según Juan Lido en su origen existían únicamente tres facciones, la roja, la blanca y la verde. La investigación actual las ha asociado a las tres funciones en las que se dividía la sociedad indoeuropea —sacerdotes, guerreros y agricultores—, según la conocida hipótesis de Dumézil. El color azul se habría añadido posteriormente, al desdoblarse la tercera función, la correspondiente a los productores. Así, el azul simbolizaría el color de los pescadores y el verde el de los agricultores. Vespignani también pone de manifiesto la estrecha correlación existente entre los colores del circo y los conceptos típicos de la realeza sacra: potencia y absoluto, y renouatio y aeternitas.

El simbolismo del circo también experimentó las influencias del proceso de orientalización en que se vio envuelta la cultura romana a partir del siglo i, influencias que con el tiempo acabaron conduciendo también a la teocratización de la institución imperial. El orientalismo influyó en la religión romana arcaica y produjo un nuevo simbolismo circense que descubrimos a través de un poema recogido en la Anthologia Latina y de pasajes de Tertuliano, Casiodoro, Malalas, Juan Lido, Coripo e Isidoro de Sevilla: la cuadriga estaba consagrada al Sol mientras que la biga lo estaba a la Luna, los desultores a Lucifer y los equi simpli a los Dioscuros; los colores de las facciones simbolizaban las estaciones del año así como los cuatro elementos; el circo era la imago mundi: la arena representaba la tierra, y su forma —es decir, el circuito que debían recorrer los carros— era circular, como el año; el euripus era como el mar que circundaba la tierra; el obelisco figuraba al sol en su cenit; las metae re-

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presentaban el Oriente y el Occidente; las puertas de los carceres eran doce, como los signos del zodíaco y como los meses del año que contenían las estaciones, etcétera. También en este caso Vespignani repasa las principales teorías de autores modernos en torno a esta simbología circense.

El circo, por tanto, se mostraría como un espejo del cosmos, un templo en el que se podrían con-templar todas las religiones del mundo. A su vez, el culto solar —de clara influencia mitraica— estaría conectado a la figura del emperador ya desde el siglo ii. En el circo el soberano se convertiría en el cosmocrátor y devendría en una metáfora del basileus Helios, un nuevo Sol que debería gobernar un imperio universal, tan extenso que sólo el astro rey podría medir su extensión.

Vespignani analiza también las representaciones circenses en las que aparecen el emperador o los magistrados. Se trata casi siempre de una imagen ideal, y por tanto no real, del circo, en la que figu-ran siempre una serie de elementos comunes, tales como el obelisco, la spina, las metae, los siete oua, las cuadrigas, el público, el puluinar o el emperador. Estos elementos evocan de manera eficaz la fuerza del simbolismo del circo y representan a su vez el concepto de ordo.

El autor también pone de manifiesto la impor-tancia del circo en la imagen que el pueblo tenía de su soberano. El palacio se convirtió en un lugar cada vez más cerrado y el emperador devino en un individuo inaccesible. En cambio, el puluinar del circo estaba abierto a la vista de los súbditos, por lo que pasó a ser el lugar donde se reproducía una de las más completas representaciones del poder. Esto comportaba un mayor efecto en el imaginario simbólico colectivo: la aparición del soberano en el puluinar se convirtió en sinónimo de victoria y de aeternitas. En la consciencia de los romanos, la pompa circensis también evocaba la idea de la presencia de los monarcas y de la perennitas del Imperio.

Como mejor ejemplo de representación del empe-rador en el centro del puluinar-kathisma, Vespignani estudia los relieves de la base del obelisco de Teodosio I (erigido en el hipódromo de Constantinopla en el 390). Se trata de una escena coherente de imagen del orden cósmico: el soberano se alza en el centro de la composición, es decir, en el centro de la ba-sileia y del cosmos. Además el emperador siempre se muestra victorioso, porque toda victoria obtenida en una carrera simbolizaba la victoria conseguida por el basileo sobre los enemigos del Imperio, así como el triunfo del orden sobre el caos y la tiranía. En la metáfora astral, el monarca se convertía en el auriga cósmico, y por ello era representado con los atributos de un auriga victorioso. Por otro lado, a lo largo de la historia, algunos emperadores bajaron a correr en la arena del circo, pero no lo hicieron por locura, como trató de presentarlo la historiografía prosenatorial, sino que, como demuestra Vespignani, lo hicieron por la voluntad de asimilarse a Apolo-Sol y de presentarse ante los ojos de sus súbditos como la imagen del basileo Helios cosmocrátor.

El autor también analiza los espectáculos anuales ofrecidos por los magistrados. En tales ocasiones, los

magistrados hacían gala de su generosidad regalando dípticos ebúrneos a sus amistades. Vespignani realiza un estudio completo de la iconografía de estos díp-ticos y demuestra que se utilizaron como un medio de autorrepresentación y de reforzamiento de la cla-se dirigente del Imperio, en los cuales la figura del magistrado aparecía dominando estas composiciones.

Vespignani comienza el capítulo III estudiando la relación existente entre el palacio y el hipódromo de Constantinopla. Se trata de una duplicación del modelo de Roma —Domus Augusta en el Palatino y Circo Máximo en el Aventino—, modelo que en épo-ca tetrárquica se extendió a numerosas ciudades del Imperio: Milán, Rávena, Aquileya, Tréveris, Sirmio, Tesalónica, Antioquía, Nicomedia…

El autor también examina los elementos que deco-raban el hipódromo de Constantinopla, especialmente la base del obelisco de Teodosio I y las estatuas de la spina, así como su simbolismo y la creencia en sus poderes mágicos. El estudio de las estatuas del hi-pódromo lo realiza a través de textos de los siglos ix y x. Se creía que estas imágenes tenían poderes taumatúrgicos y que podían vaticinar el futuro. Ves-pignani recuerda que tales creencias iban más allá del mero folklore popular, y que podían observarse dos actitudes diferentes del hombre bizantino hacia las estatuas: la creencia popular y la postura culta de los autores que hoy constituyen nuestras fuentes.

Vespignani finaliza este capítulo examinando la per-petuación de esta “topografía política” en la creación de plazas con forma de circo adyacentes a un palacio que sirvieron como lugar de representación del poder, especialmente los complejos arquitectónicos italianos datables en la segunda mitad del Quattrocento.

El autor dedica el capítulo IV a estudiar el ce-remonial del hipódromo y de la ideología política bizantina, comenzando por la cristianización del ceremonial del hipódromo, donde la pompa circen-sis evolucionó gracias a la introducción de nuevos elementos cristianos dedicados también a exaltar la Victoria imperial. Este proceso corrió paralelo a la imperialización de los ludi y de su ceremonial. En consecuencia, los circenses se convirtieron en una parte imprescindible de la liturgia imperial, en la cual la figura del soberano —aunque fuera representado en efigie— aparecía siempre estrechamente conectada al concepto de Victoria. Dentro de este enaltecimiento de la Victoria imperial tenían una gran importancia las aclamaciones ritmadas formuladas por los parti-darios de las facciones del circo. Vespignani estudia como ejemplo del ceremonial bizantino en el siglo vi el panegírico de Justino II escrito por Coripo, en el cual se pueden observar bien los componentes roma-nos y cristianos que en esos momentos integraban el ceremonial imperial del circo.

La relación del hipódromo con el poder imperial se acentuó cada vez más con el tiempo. No sólo era el lugar de los juegos, sino que también era allí don-de se exaltaba la victoria imperial. En efecto, servía también de escenario para la exhibición y posterior castigo de los usurpadores y otros enemigos de Constantinopla, como se ve en las numerosas piras que ardieron en la sphendone entre los siglos viii y ix (época iconoclasta).

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Para el estudio del ceremonial del hipódromo en el siglo x, Vespignani se sirve sobre todo del De caerimoniis aulae Byzantinae de Constantino VII Por-firogénito (913-959). Éste es el momento en el cual el hipódromo desarrolla de manera más completa el papel de escenario de representación de la divinidad del poder imperial. El De caerimoniis nos ofrece un significado preciso para el ceremonial de las carreras del hipódromo: el basileo es el responsable de vigilar el orden y la reproducción del movimiento que el Demiurgo ha impreso en la totalidad del cosmos. Por otro lado, como en épocas precedentes, aunque cada vez más acentuado, la victoria de un auriga deviene en metáfora de la victoria del soberano, y como tal viene celebrada en las invocaciones ritmadas de las facciones y de los espectadores, que alternan los nombres de los aurigas y de los soberanos al igual que los triunfos de unos y otros, ambos dados por Dios. Estos cánticos ritmados se realizaban se-guramente con el acompañamiento de dos órganos situados probablemente bajo la kathisma. Vespignani pone de relieve la gran importancia que la música tenía en el ceremonial del hipódromo: constituía un buen auspicio para asegurarse la victoria sobre los enemigos y para asegurar el buen orden de la basileia.

El autor finaliza su estudio analizando los tes-timonios que nos relatan la decadencia de los ludi circenses hasta su desaparición en el siglo xii y la posterior ruina del hipódromo de Constantinopla.

El libro consta de abundantes notas en las que se recogen las fuentes y la bibliografía. También se incluye a modo de apéndice una bibliografía crítica, que cubre los años 1983-2008, y en la que las obras se agrupan por temas. Se echa en falta un listado bibliográfico en orden alfabético de las obras citadas en las notas, aunque el autor justifica dicha ausencia afirmando que su inclusión hubiera resultado una reiteración, ya que el libro contiene un índice de autores modernos.

Asimismo resultan de un gran interés las veinticuatro láminas que recogen cuarenta y cinco ilustraciones, contenidas al final del libro, entre las que se cuentan diversos planos del hipódromo, mosaicos y relieves circenses, así como medallones y dípticos que ayudan a comprender mejor un tema de estudio, sobre todo el simbolismo, en el que la imagen posee una gran importancia.

El volumen se cierra con útiles índices de: a) au-tores modernos; b) lugares, edificios y monumentos; c) prosopográfico; d) fuentes literarias, epigráficas y jurídicas, y e) manuscritos.

Nos hallamos, en resumen, ante un libro bien escrito, ameno a la par que interesante, de una gran fuerza evocadora, que hace gala de una gran erudi-ción —como se observa en las numerosísimas fuentes y bibliografía citadas en las notas— y que ha de ser referencia obligada no sólo en los futuros estudios sobre Bizancio sino en cualquier trabajo sobre el fenómeno lúdico en el mundo antiguo y medieval.

Juan Antonio Jiménez SánchezUniversitat de Barcelona

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Fernando Quesada Sanz, Armas de la antigua Iberia. De Tartesos a Numancia, con ilustraciones de Carlos Fernández del Castillo. La Esfera de los Libros, Madrid 2010. 298 páginas. ISBN: 978-84-9734-950-5.

Fernando Quesada Sanz, como sabrán la práctica totalidad de quienes lean estas pági-nas, es nuestro más re-conocido especialista en armamento antiguo, lo que nos ahorra reseñar su fructífera trayectoria investigadora (profe-sor de la Universidad Autónoma de Madrid, director de la revista Gladius y de proyectos de I+D, así como del grupo

Polemos, etc.), vinculada a yacimientos de prestigio como Cabecico del Tesoro o Cigarralejo y concretada en numerosas monografías y artículos dedicados al estudio de la panoplia ibérica y celtibérica, las forti-ficaciones y las formas de la guerra o la importancia del caballo en la civilización ibérica; extensa obra de la que, hasta la fecha, los dos últimos títulos eran Última Ratio Regis (2009) y Armas de Grecia y Roma (2008); el primero fue reseñado en el número ante-rior de esta revista y el segundo, también publicado por La Esfera de los Libros, comparte filosofía y formato con el actual. Una trayectoria, decimos, tan sensible al mundo académico como al público en general, atención de la que son prueba los excelentes artículos divulgativos recogidos en La Aventura de la Historia. En esta serie, en el último de los libros citados y en el que ahora reseñamos, Quesada cu-enta con la colaboración de Carlos Fernández del Castillo, excelente dibujante procedente del mundo de la ilustración y del cómic, con gran capacidad para asimilar la información arqueológica e iconográfica, fuerza didáctica y un estilo personal que impregna de un punto de realismo y dramatismo sus imágenes. Armas de la antigua Iberia, difícilmente podía ser de otra manera, se presenta en un formato generoso e impecable, tapas duras, papel satinado e ilustración a todo color que incluye mapas, tablas, cuadros y dibujos y fotografías de escenas de recreación históri-ca, materiales arqueológicos, réplicas de armas, etc.

Como advierte el autor, la historia militar ha re-cuperado en los últimos tiempos su respetabilidad académica y ejércitos, armas, formas de la guerra son percibidas y estudiadas como fuentes de cono-cimiento, tras décadas de mala prensa provocada por los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Es una verdad a medias. Los escenarios del sangriento enfrentamiento bélico, a la vez que recuerdo doloro-so, se convierten en museos de la memoria histórica y espectáculo para un público ávido que también consume publicaciones, films, coleccionismo, etc. En general, las revistas y películas de temática histórico-militar gozan del favor popular, lo que produce una no deseable deriva hacia las grandes batallas,

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los mejores generales, las armas más mortíferas y otros mitos. En el contexto español, el poso de la dictadura franquista ha dificultado la normalización del estudio y la conservación del patrimonio militar al implicar a la historia militar en un falso dilema, militarismo o educación en valores democráticos y pacifismo, como si no fuese una cuestión de conte-nidos y gestión patrimonial. La historia reciente del Museo Militar del Castillo de Montjuïc o algunos de los argumentos esgrimidos desde el ayuntamiento de Barcelona hace años para justificar que el colector del Bogatell atravesara los espectaculares restos de la ciudadela borbónica, demuestran que existen personas que prefieren borrar la historia a tener que explicarla. En cualquier caso, este no es el tema que ahora nos interesa y lo cierto es que la bibliografía científica sobre los ejércitos, las armas, las fortificaciones y la guerra antigua se ha incrementado notablemente las últimas décadas, apareciendo nuevos ámbitos de estudio como la arqueología de los campos de batalla (Alarcos, Talamanca, Baécula...). Nadie discutirá hoy que para entender una sociedad mediterránea anti-gua hay que saber como pensaba y llevaba a cabo la guerra: qué recursos movilizaba, cómo afectaba a los diferentes sectores sociales, aspectos tecnológicos, ideológicos, “y mil cosas más”. Si además tenemos en cuenta que armas, fortificaciones, iconografía y relatos bélicos relacionados con la guerra ocupan un lugar preferente en la documentación arqueológica y en las fuentes clásicas, se entenderá fácilmente su potencial explicativo.

El libro se centra en el estudio de las tácticas y las armas entre los pueblos prerromanos peninsu-lares, básicamente iberos y celtíberos, sobre todo en el aspecto funcional, pero también tecnológico, iconográfico o simbólico, y se define como una obra personal, en el doble sentido de ser el resultado de un cuarto de siglo de investigación propia y de presentar conclusiones y opiniones en lugar de una síntesis con pretensiones de consenso. Una extensa bibliografía ha de orientar al lector interesado en saber más sobre tal o cual tema. El primer apartado recoge obras de síntesis, incluyendo algunos catálogos de exposiciones; el segundo obras especializadas, destacando las de interés más general; el tercero yacimientos con pre-sencia notable de armamento; y en la presentación, se mencionan las revistas sobre armamento e historia militar, las ediciones de fuentes clásicas disponibles, así como los repertorios y buscadores en Internet.

En la primera parte, “En el tiempo y en el es-pacio”, se introduce al lector en la mentalidad y la ética guerrera (capítulo 1); se presenta la historia de la investigación y se cuestionan los mitos que han lastrado durante décadas, perviviendo hasta nues-tros días, la concepción de la guerra ibera, caso de la “guerra de guerrillas”, desde los tiempos en que A. Schulten publicase Numancia (1915) (capítulo 2); se resumen aspectos del armamento y la guerra durante el periodo llamado “orientalizante”, “Hierro 1” o “Tartésico” en las diferentes zonas geográficas entre los siglos viii y vi a.C. (capítulo 3); y analizan las similitudes y diferencias entre la panoplia ibérica y la celtibérica, así como su evolución en el tiempo (capítulo 4).

La segunda parte se dedica a “Las armas ofensivas y defensivas” y constituye la parte nuclear y más extensa del trabajo, capítulos 5 a 17, en los que se estudian las diferentes armas, falcata, gladius hispaniensis, espadas y puñales, lanzas, pila, soliferrea, hondas, escudos, discos-coraza, cascos y grebas, y se dedica el capítulo 13 a la metalurgia, al hierro y el acero.

La tercera parte, “Guerreros, batalla y sociedad”, tiene un contenido más heterogéneo y se analizan armas y guerreros en diferentes circunstancias, los mercenarios, Indíbil y Mandonio y las tácticas de combate de los iberos, Numancia, guerreros celtí-beros y galaicos, para acabar con los capítulos 23 y 24 dedicados respectivamente a “Las armas en su contexto” y “La concepción de la guerra entre iberos y celtíberos”.

En la presentación, al referirse a la estructura y contenido del libro, Fernando Quesada parece querer salir al quite de posibles críticas al subrayar que no pretende realizar una historia militar de iberos y celtíberos, un análisis de las fases de la conquista romana o estudiar las zonas septentrionales o más occidentales de la península, que no es su intención afrontar el estudio de las fortificaciones porque el tema, “muy polémico, exigiría un volumen propio” o los arreos de caballo porque ya “fueron parcialmente cubiertos” —en realidad, tres capítulos dedicados respectivamente al bocado, la silla de montar y el estribo— en Armas de Grecia y Roma. Otra cosa es que el lector quede convencido y que el libro salga beneficiado con estas decisiones, al igual que con otras, como la de obviar el arco o la poliorcética y la maquinaria de guerra, que sorprenderán ciertamente a quienes no conozcan las posiciones mantenidas por el autor en relación con su conocimiento y manejo por los iberos.

Como señala el autor, el libro puede leerse de principio a fin, consultando en profundidad temas concretos o efectuando una aproximación ligera, ociosa, que la ilustración y los pies de figura hacen igualmente posible. El comentario no debe inducir a error: el libro interesará a los especialistas. Por un lado, hace tiempo que sabemos que “dibujar” exige comprender el funcionamiento, pongamos por caso, el manejo y el transporte de una espada o escudo; por otro, Fernando Quesada maneja información sobre 6.376 armas prerromanas de 505 yacimientos y las armas son analizadas en profundidad, sobre todo, en el aspecto funcional, y también tecnológico, aunque sin olvidar otros como el simbólico, iconográfico, etc. Ocurrirá, sin duda, que quienes hayan seguido con puntual atención su prolífica obra, reconocerán aportaciones —incluso textos— y posiciones más o menos polémicas mantenidas desde hace años y en repetidas ocasiones, pero, aún en estos casos, les resultará interesante advertir los cambios o matices introducidos en su discurso sobre la concepción de la guerra y los modelos de sociedad que existen detrás; la complejidad de los ejércitos iberos y celtíberos des-de el siglo iv a.C., compuestos por centenares, acaso miles, de combatientes en formación estructurada y con apoyo de tropas ligeras —que incluso podían haber utilizado el arco— y unidades de caballería, pese a tener un papel secundario; capaces de efec-

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tuar asedios y asaltos de lugares fortificados como La Bastida (Moixent), porque todo eso, también se dice... Y ocurrirá, seguro, que aquellos lectores más preocupados por temas relacionados con la icono-grafía (escultura, cerámica, toréutica, numismática) o cuestiones rituales, y no digamos si alguno consulta la obra, por ejemplo, para saber sobre los guerre-ros galaicos, se sientan decepcionados. No se trata de una crítica sino, más bien, del reconocimiento de que difícilmente una obra de estas características podía tratar con la misma intensidad tantas y tan diversas cuestiones.

Éste último comentario puede extenderse a las ausencias que ya hemos destacado. Pero, pese a que el autor da lo que promete, no es menos cierto que ponen de alguna manera en peligro la visión diacrónica y global de las sociedades prerromanas peninsulares que se quiere ofrecer. Como lo nuestro es reseñar el libro y de alguna manera la obra del autor más significado en la materia, intentaremos referirnos con brevedad a lo que hemos denominado “ausencias” —temas que no han merecido un trata-miento específico, un capítulo propio— y que tienen que ver con las posiciones que el autor mantiene sobre ellas y quizás también con un cierto cansancio a la hora de volver sobre temas que ha tratado en repetidas ocasiones. Está visto que estas polémicas le seguirán acompañando, aún cuando no las plantee como tales, porque sus propuestas, pese a los mati-ces, siguen siendo contundentes. Estamos hablando de la existencia o no, y en su caso, desde cuando, de caballería, del uso o no del arco, de si hubo o no una poliorcética ibérica y fortificación compleja y de si existió o no una guerra de asedio.

En todo el libro aparecen alrededor de una de-cena de referencias a la caballería (páginas 51, 54, 58, 107-108, 177, 190-195, 206-207, 224-225, 256 y 263). En general, son de escaso desarrollo y vienen motivadas por la explicación del uso de determinadas armas (por ejemplo, lanza y pilum o la negación de la caballería pesada aparentemente representada en algunos vasos cerámicos) o la descripción de un episodio concreto (los levantamientos de Indíbil y Mandonio de 206 y 205 a.C.); otras, aunque también bastante breves, aparecen a la hora de caracteri-zar la guerra ibérica o celtibérica o las diferentes formas del combate entre los siglos v y ii a.C. y tienen, lógicamente, mayor calado. Todas remachan el pensamiento del autor: hablar de caballería exige hacerlo de un número mínimo —centenares o mi-les— de jinetes, ya no sólo de algunos caballeros, y de unidades con una función táctica específica; en los tiempos antiguos, los de la panoplia heroica y el grupo escultórico de Porcuna, el aristócrata dispone de un altivo medio para desplazarse al campo de batalla, pero no combate desde el caballo; los iberos no contaron con verdadera caballería hasta fines del siglo iii a.C., no así los celtíberos, que habrían dis-puesto de ella un siglo antes, desde mediados del iv a.C.; durante la Segunda Guerra Púnica, los ejércitos ibéricos tienen una gran capacidad de reclutamiento, luchan organizados por pueblos y clanes dirigidos por sus propios líderes y con armas y estandartes identitarios, forman en línea, con infantería ligera y

unidades de caballería con funciones táctica asignadas y disponen de campamentos fortificados; la forma de luchar de estos jinetes consistiría en cargar lanzan-do sus jabalinas para, a continuación, replegarse y repetir o desmontar y combatir a pié; en el siglo ii a.C., durante las guerras celtibéricas —está hablando de los 5.000 jinetes de Caro de Segeda y la batalla de la Vulcanalia el 153 a.C.— el caballo mantiene incólu-me su prestigio y la aristocracia lo preserva como icono, pero ya existe una clase acomodada libre capaz de costearse la montura y marchar a la guerra. La aceptación literal de estas afirmaciones nos crearía algunos problemas, pero el propio autor deja las puertas abiertas al reconocer la posible existencia de ejércitos estructurados en el siglo iv a.C. y conceder “un papel limitado” a las tropas ligeras y la caba-llería; de hecho, son evidentes los numerosos arreos aparecidos en necrópolis y en oppida cuando se dan las circunstancias favorables, caso de La Bastida de les Alcuses (Moixent), y en la misma línea pueden interpretarse los cincuenta jinetes “celtas e iberos” que Dionisio I envió a sus aliados espartanos el 369 a.C. según el relato de Jenofonte. Por nuestra parte añadimos que no deja de llamarnos la atención la ausencia de arreos de caballo en las tumbas de guer-reros del horizonte ibérico antiguo al norte del Ebro, sea cual sea su uso, habida cuenta de la presencia de équidos en contextos domésticos (La Ferradura, Ulldecona) y funerarios (Can Roqueta, Sabadell) ligeramente más antiguos. Y habrá que ver desde cuando la caballería es importante entre los ilergetes, a partir de la identificación de rituales asociados a su cría en la fortaleza de Els Vilars (Arbeca, Lleida), al menos desde fines del vii y durante el vi a.C., o los enterramientos aristocráticos con caballo de La Pedrera (Vallfogona de Balaguer-Térmens, Lleida), cuya cronología se ha rebajado recientemente a fines del siglo v o iv a.C. Tendremos, pues, que esperar para conocer el posible uso militar del caballo entre los iberos entre los siglos vi y iv a.C.

Respecto a la consideración y el uso del arco por parte de los iberos, el autor ha escrito tan interesantes como bellas páginas y no parece un acierto, en una publicación de estas características, haber privado de ellas a un sector amplio del público potencial al que también va dirigida la obra y que muy probablemente no las conoce. Su conocida polémica con Francesc Gracia ha producido educadas chispas. Las referencias a arco y flechas son, en este caso, aún más escasas y apenas superan la media docena (páginas 42, 44 y 46, 47, 119-120, 221, 256), de las cuales, la primera se refiere a las estelas del SO, la segunda y la tercera se refieren a las flechas de anzuelo de filiación fenicia, la sexta se limita a llamar la atención sobre la ausencia de glandes y flechas en las necrópolis celtibéricas y la séptima contiene una breve referencia a los valores aristocráticos y el rechazo del arco. La posición del autor sobre la cuestión se condensa en la quinta y está situada en el inicio del capítulo dedicado a los honderos baleáricos. Resumiendo, Quesada piensa que el arco se utilizó en toda la Edad del Hierro, pero que entre los iberos fue considerada un arma afe-minada y cobarde, por matar a distancia y poner al héroe al alcance de un pelagatos anónimo y por

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resultar tan mortífera como barata; por ello fue poco empleada y nunca representada en la iconografía ibérica. Así las cosas, no la incluye en la panoplia “formativa”, ni en la “aristocrática”, es decir entre el armamento ibérico propio de fines del vii a la primera mitad del v a.C. No sería el caso de las áreas bajo influencia fenicia y púnica, donde duran-te el Hierro I/Orientalizante aparecen la flechas de anzuelo y posteriormente, durante la Segunda Edad del Hierro, las puntas de bronce con enmangue de cubo. Y tampoco el del nordeste, al norte del Ebro, donde entre 625 y 500 a.C., las puntas de flecha de aletas y pedúnculo en la tradición del Bronce Final no son extrañas en contextos funerarios (Molar, sector Teuler de Coll del Moro, les Escorres de Llardecans, Roques de Sant Formatge, Agullana, Can Piteu-Can Roqueta...) y continúan apareciendo en algunas tumbas de guerreros del horizonte ibérico antiguo, caso de Milmanda (Vimbodí) y Granja Soley (Santa Perpetua de Moguda) —4 ejemplares en una única tumba— o en las fortalezas de Els Vilars (Arbeca) y la recien-temente identificada bajo el Castell de l’Albi. Pese a todo lo dicho anteriormente y a la justificación de su presencia como evidencia de la actividad venatoria propia de la elite aristocrática, también aquí hay una puerta abierta —cuarta referencia—, al admitir que, a partir del siglo v a.C., “las flechas parecen haber sido empleadas sólo para la caza o, en todo caso, por tropas ligeras que no han dejado restos en las tumbas, iconografía o en las fuentes literarias”.

Pese al argumento esgrimido en la introducción, difícilmente podía ofrecerse una panorámica sobre las armas, y también sobre la guerra y la sociedad prerromana peninsular, sin referirse a la poliorcética y las fortificaciones. La posición del autor se resume en el capítulo 24, “La concepción de la guerra entre iberos y celtíberos”, más concretamente entre las páginas 265 y 268, en los términos siguientes. Las fortificaciones no están concebidas contra asedios o asaltos formales, con obras y maquinaria, “sino como defensa ante depredadores bípedos o cuadrú-pedos, disuasión ante asaltos por sorpresa, defensa contra asaltos masivos sin maquinaria; y también como delimitación del terreno del oppidum y como expresión del poder de sus dirigentes”. “Un sobredi-mensionamiento de la muralla para defenderse de la mayor amenaza percibida y disuadirla no implica sofisticación ni conocimientos muy elaborados”. La guerra se orienta al saqueo para obtener botín y gloria y no tiene por objetivo la toma de fortificaciones y el exterminio del enemigo; además la poliorcética en el mundo griego se desarrolla a partir de principios del siglo iv a.C. y, por si fuera poco, el papel de los mercenarios —pocos de los cuales regresarían con vida— como “agentes helenizadores” fue nulo o escaso (cf. página 179).

En el fondo, el debate en torno la influencia de la poliorcética griega y la complejidad de las fortificacio-nes, al igual que sobre el uso del caballo o del arco, es una de las facetas de una polémica más amplia entre quienes sostienen visiones mas “primitivizadoras” o “modernizadoras” de la guerra ibérica (perdón por la simplificación). Como advierte Quesada, conocemos mejor la panoplia que las formas de hacer la guerra

y quizás por eso ha modulado mejor la lectura del uso del armamento, aunque no considera que exista contradicción alguna entre su modelo “avanzado” de guerra y su modelo “primitivo” de poliorcética. De esta manera, mantiene el núcleo duro de la ar-gumentación, donde a fin de cuentas ésta encuentra coherencia y lógica. A nuestro entender, para no quedar aprisionados en una visión excesivamente “heroica”, “homérica”, conviene matizar también la visión de las fortificaciones y de la guerra ibérica y aceptar su complejidad, eso sí, sin que ello exija el manejo de conceptos poliorcéticos estrictos, aceptar el uso de maquinaria de sitio y asalto o acudir al efecto retorno de los mercenarios. Para ilustrar lo que pensamos al respecto, podemos referirnos a la repetida afirmación de que no existe guerra de asedio y nos bastará —al menos a nosotros y en este momento— con dos menciones, la primera, al conocido y bien documentado asedio/asalto a La Bastida (Moixent) a fines del siglo iv a.C. y la segunda, la fortaleza de Els Vilars (Arbeca), cuyas defensas, sobredimensionadas pero también sofisticadas, y pozo central hacen pensar que en la misma época sus ocupantes percibían tanto el riesgo de ser asaltados como sitiados o bloqueados y que, a diferencia de sus antepasados, disponían de una fortificación ya adaptada a la defensa activa.

Hemos dejado intencionadamente para el final, por no formar parte propiamente del armamento, la cuestión del calzado. Quesada tan sólo se refiere en una ocasión en todo el texto —y lo hace en el pie de la ilustración de un guerrero hispano de hacia el 218 a.C.— a las botas militares o caligae con clavos de hierro en la suela para mejorar el agarre, afirmando que aparecieron ya en el siglo iii a.C. (página 172). En las ilustraciones de Carlos Fernández del Castillo, iberos y celtíberos se representan calzados en 15 oca-siones; con los pies protegidos aparecen los galos y es también la opción reflejada en las imágenes selec-cionadas en la portada o la elegida por los miembros de los grupos de reconstrucción histórica de Calafell o Tierraquemada aunque, en este caso, las razones son obvias y de otro tipo. Aún más significativas son las dos ilustraciones que tienen como referencia el conjunto del Cerrillo de Porcuna (Jaén), en las que los guerreros, en contra de las esculturas originales, lucen sandalias de cuero (páginas 25 y 257). Con los pies desnudos aparecen un noble guerrero tartésico del siglo vii a.C. (página 40), el aristócrata armado del siglo vi a.C. del Bajo Ebro (página 43) y el hondero baleárico (páginas 120 y 175). Ocurre, sin embargo, que en dos ocasiones unos infantes ibéricos (páginas 26 y 108) son representados con los pies desnudos y que un jinete celtíbero con lanza, jabalina, espada y escudo circular calza botas altas (página 221), mi-entras que un jinete ibérico con lanza y jabalina, que ilustra el texto de la caballería ilergeta, cabalga descalzo a fines del siglo iii a.C. (página 181); y no es éste el caso de Indíbil, tras caer moribundo, al poco de descender del caballo, fijado al suelo por el pilum que le atraviesa, que luce sandalias claveteadas, detalle seguramente lógico el 2005 y quizás el menos extraño de su atuendo, un tanto curioso, puesto que viste de “prestado”: cota de malla romana, casco cél-tico y falcata, leída como regalo o botín (página 192).

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Incidimos en estas contradicciones para subrayar un tema abierto, en el que los ilustradores no coinciden entre sí y o se contradicen ellos mismos, atraídos por la iconografía griega o ibérica, en el caso de los guerreros de Porcuna, donde la protección alcanza las espinillas (grebas) y se representan los pies desnudos, o por los vasos pintados de la cerámica de Liria, en los que infantes y jinetes lucen botas altas.

En definitiva, una obra que, al igual que el volu-men anterior Armas de Grecia y Roma (2008), por su contenido y amenidad, apasionará a todas aquellas personas interesadas en la historia de la península prerromana, una obra que por su calidad formal y riqueza en imágenes puede ser a la vez un buen obsequio para quienes puedan recibirla con espíritu diletante o simplemente curioso y un título de cono-cimiento y cita obligada para los investigadores del mundo ibérico. A todos les ofrecerá una excelente información de primera mano sobre las armas de iberos y celtíberos y algunos elementos clave para la comprensión de unas sociedades en las que armas y caballos eran símbolo de posición social y la guerra constituía una actividad noble a la que se dedicaba una parte del año y que proporcionaba botín y gloria a unas aristocracias aficionadas a la caza, a grandes banquetes en los que se consumía abundante carne, vino y cerveza y se cantaban hazañas pasadas.

Emili JunyentUniversitat de Lleida

[email protected]

De España, Rafael. La pantalla épica. Los héroes de la Antigüedad vistos por el cine, T&B Editores. Madrid, 2009. 493 págs. + 32 lám. b/n. ISBN. 978-84-92626-36-6.

Quizás algunos se preguntarán qué hace en una revista “seria” de arqueología e histo-ria antigua el análisis de una historia del cine sobre la Antigüedad, cu-ando es reconocido que el cine histórico, como todo cine, se basa en los planteamientos vigentes en el entorno y momento en que se crea un film. Para tratar de calmar esa duda existencial, desde

un plano panorámico podríamos traer a colación aquello de homo sum: humani nihil a me alienum puto, tomándolo prestado de Terencio (a secas, no de Terenci Moix, que tanto contribuyó a revalorar el género en cuestión), pero desde un plano próximo recordaríamos que en el último siglo ningún medio ha contribuido tanto a la divulgación de la Antigüedad como el cine, aunque haya sido a costa de distorsi-onar su materia base. La percepción popular que se ha tenido, y aún se tiene, no solo no es la erudita y

académica contenida en los libros de historia, como por otro lado ya cabía sospechar, sino siquiera la procedente de la novela o el teatro históricos, pues el cine ha demostrado sobradamente que una imagen vale más que mil palabras. ¿Acaso no quedó grabado en el subconsciente de una generación que las pirámides egipcias se cerraban mediante ingeniosos y calculados desplazamientos de arena (Tierra de faraones, 1955) pese a no ser reales? ¿Quién no se ha conmovido cuando los vencidos, sin renunciar a su dignidad y con el fin de proteger su líder, comienzan a gritar: ¡Yo soy Espartaco! (Espartaco, 1960)? Y todo ello a sabiendas que el gladiador tracio parece que sí había muerto en la batalla, que tenía oscuros orígenes de soldado desertor y que la Universal había retirado de circulación por una crecida suma la versión italiana que no mucho antes había filmado Riccardo Freda (Spartaco, 1953). Si queremos divulgar debemos sa-ber primero de donde partimos, y no hay duda que más de un adolescente de hoy tiene claro que los espartanos eran unos señores que, provistos de capa y slip (lo de calzoncillos comienza a parecer el latín de Terencio), montaron un videojuego a lo grande en un remoto desfiladero griego (300, 2006). Pero, toda esta explicación no era muy necesaria, pues ya son muchos los historiadores antiguos conversos a la tarea de analizar films. La protohistoria de esa actividad se remonta, como mínimo, al momento del descubrimiento de la tumba de Tutankhamon (Corlett 1923). Como demostración que el cine de temática antigua interesa a los historiadores hoy más que nunca, basta señalar la proliferación de obras sobre la Antigüedad filmada en castellano, ya sea en general (Prieto 2004; Lillo Redonet 2010), el Antiguo Egipto (Alonso et al. 2010), Roma (Alonso et al. 2008) o los primeros cristianos (Cano 2004).

La complicidad entre pantalla y Antigüedad es alargada. En cada momento en que la industria del cine ha necesitado impulsar la taquilla a golpe de novedad, aquélla ha acudido puntualmente en su socorro. Roma acogió leones de verdad (Quo Vadis?, 1912) —una leona llegó a comerse un extra, triste-mente—; Cartago lanzó el primer travelling a escala (Cabiria, 1914), Babilonia cargó en sus espaldas con los primeros escenarios colosales (Intolerancia, 1916); en el desesperado intento de luchar contra la televisión, ahí estaba de nuevo la ciudad eterna para echar una manita con el CinemaScope (La túnica sagrada, 1953), Antioquía fue sede de unos juegos con nueve Oscar (Ben-Hur, 1959) y Alejandría —con la colaboración de Tarso y Roma— asumió los fastos de la mayor aventura jamás filmada (Cleopatra, 1963). Sí, de acuer-do, los lugares donde se rodaron esas recreaciones no eran auténticos, pero eso también forma parte del imaginario colectivo moderno: aparte del testimonio literario, los únicos pies colosales que hoy se pueden señalar son los que se filmaron en el puerto cántabro de Laredo (El Coloso de Rodas, 1961).

Quien quiera saber cómo se ha llevado a la pantalla la Antigüedad lo tendrá ahora más fácil con el presente libro. Su autor, Rafael De España, hace verdad la aseveración que un hombre contiene muchos hombres, pues al margen de su dedicación a la docencia en medicina, es doctor en historia, crítico

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de cine, autor de columnas en la prensa, artículos y libros monográficos que van del western medite-rráneo al cine de Goebbels, pasando por el Quijote en la pantalla, entre otros. A finales del pasado siglo escribió una impagable obra antecesora de la presen-te (De España 1998). Ese libro estaba estructurado siguiendo los períodos cronológicos y temáticos de la Antigüedad, y todo lector curioso corría el riesgo de quedar pegado a sus páginas hasta concluir su lectura como una mosca en un tarro de miel. Dicho libro era imposible de encontrar fuera de las bibliotecas y apareció justo cuando el cine “de romanos” parecía finiquitado… ¡hasta que Ridley Scott lo resucitó de nuevo! (Gladiator, 2000). Esas razones y el afán del autor por corregir detalles han llevado a la presente edición. De España conserva intacto su estilo preciso, irónico y personal, pues es un crítico que se moja, incluso contra la opinión mayoritaria no ya del pú-blico sino de la misma crítica. Añade a su aguda vista unos notorios conocimientos musicales, que se agradecen, pues es un aspecto tratado muy de pasada en libros similares; aunque las orquestaciones sean tan anacrónicas como el cartón piedra, Rózsa, Newman, Lavagnino, Nascimbene y tantos otros contribuyeron en gran manera a la grandeza del espectáculo. En resumen, el autor nos presenta una obra diferente, más densa, una auténtica historia del cine de temática antigua. En ese ámbito existían precedentes (Solomon 2002), pero la mirada que aporta De España contie-ne cualidades diferentes. Una es su exhaustividad, pues no se limita a insistir sólo en las películas más conocidas; en el apartado de filmografía he contado hasta 436 obras y todas son tratadas y puestas en su sitio a lo largo del texto, con la excepción del pequeño puñado que el autor reconoce no ha podi-do visionar por estar irremisiblemente perdidas (no solo los arqueólogos topan con unidades negativas) o ser su consulta poco menos que inaccesible; de todas formas lo compensa con creces, pues en caso de existir versiones de un mismo film también apor-ta detalles. Otra cualidad es su percepción europea (mediterránea), que le distancia de los comentaristas anglosajones, tendentes a tratar la producción de Hollywood y poco más, considerando el resto como productos de «segunda división». Por ello De España alcanza a valorar en una justa medida la abundante y desigual producción italiana, loa sus aportaciones y señala sus desmanes.

En la portada (de Carlos Laguna) topamos con un Víctor Mature en jarras, actor que en el ecuador del siglo xx interpretó recios “héroes de la Antigüedad” (Sansón, Horemheb, Aníbal…) y del que se cuenta que en la vida real, además de ser un buenazo, estaba a años luz de la valentía que transmitía en pantalla: en una ocasión hasta un ventilador lo puso en fuga durante un rodaje. En el Prefacio el autor reflexiona sobre la relatividad no sólo del cine, sino de las propias fuentes literarias antiguas, sobre las que descansa la historia convencional. También nos alerta de la inutilidad de la tarea de señalar eruditamente los en ocasiones abundantes fallos de ambientación (decorados, vestidos, peinados, etc.), y no será que no los conozca, pues reconoce la marca de la vacuna en el brazo del héroe griego y, llegado el momento, el

imposible ombligo de Adán y Eva, ya puestos a ser precisos; ¿cómo valorar sin caer en el anacronismo, la forma de hablar, moverse o pensar de hace veinte siglos y más? La enseñanza que nos transmite De Es-paña es otra: se pueden tolerar ciertos anacronismos y la presencia de personajes inventados siempre que el conjunto nos cree un marco de realidad sobre el pasado, que se trate al espectador como un adulto y además se aporte creatividad. Puestos a señalar un film que se aproxime meridianamente a ese objetivo, se queda con el trabajo del polaco Jerzy Kawalerowicz (Faraón, 1966) que, dicho sea de paso, en su reedición en DVD en nuestro país cuenta con un prólogo, escrito y hablado, por Rafael De España. El autor concluye la presentación recordando los precursores en el estudio del cine antiguo, en estos lares, comen-zando por la tesis doctoral de Pedro Luis Cano leída ya en 1973 aunque nunca publicada y evocando a directores y actores de cine antiguo fallecidos en los últimos años. Por desgracia el tiempo no se detiene y debemos añadir ahora a Joan Simmons, dama entrañable de tantos filmes memorables, la Varinia del Espartaco Douglas.

Sigue una “Breve Introducción Histórica” que en poco espacio da las pistas necesarias para entender el género. El apartado “Orígenes de la civilización” reconoce que el cine se ha interesado más por la arqueología (el estereotipo de arqueología, precisarí-amos) que sobre la Historia de Egipto; aplaudimos que el libro no deje pasar películas fantasistas o de terror, con momias andantes y cosas así. “Antes que la imagen fue el verbo” demuestra la norma que si el cine se inspira en obras literarias de éxito, qué mejor que fijarse en el Libro de libros, el más leído y comentado de Occidente, con páginas que ofrecen emoción, espectáculo, exotismo y además la posibilidad de provocar fervor religioso. En el fondo, las películas bíblicas son como la misma Biblia, sermones ejempla-rizantes deliberadamente ajenos a cualquier trasfondo histórico. “The Glory that was Greece” destapa que el cine italiano saqueó todo el rico acerbo de los mitos griegos, eso sí, con diversa fortuna. La participación de los seres sobrenaturales se redujo al mínimo, no como reconocimiento de la racionalidad del siglo xx, sino para evitar la suspicacia de sectores cristianos radicales: pues el espectador medio debe ver natural que Moisés, con ayuda divina, abra una carretera en el Mar Rojo, pero le ha de parecer ridículo ver a los dioses olímpicos entrometiéndose en la vida de los mortales. Otra reflexión: el cine ha frecuentado más la mitología y la literatura de Grecia que su historia. La razón es la elevada proporción de intelectuales, personajes que no tienen el mismo atractivo para el cine convencional que guerreros y reyes: si el siglo de Pericles se enseña (o enseñaba) en los colegios como la cima del espíritu humano, la verdad es que el cine no le ha hecho el menor caso, no así a esos brutos espartanos y al joven conquistador macedonio. Llegados a “The Grandeur that was Rome” admitimos que Roma ha gozado de más suerte, contado en algún film sus orígenes y en muchos sobre la República, pero el espectador pronto descubrirá que determina-das guerras concentran la acción (púnicas, revuelta de Espartaco, especialmente los incidentes ligados a

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la vida de Julio César). El triángulo fílmico formado por el divino Julio, Cleopatra y Marco Antonio es prolífico, aunque con frecuencia llega filtrado por Shakespeare. “El cristianismo primitivo” nos recuerda que la estrella fílmica de comienzos del Alto Imperio es Jesús de Nazaret; también que los productores de Hollywood en los años dorados del cine eran casi todos judíos, por lo que las Pasiones necesariamente habían de perder dramatismo y cargar las culpas a Pilatos pasando de puntillas con la actitud de los fariseos y de Judas. Si bien el cristianismo histórico no es importante hasta el siglo iii, nadie lo diría en base al cine, donde son omnipresentes desde el principio, y lo que es más grave, aparecen ya deci-didamente militantes en defensa de los humildes y liberando esclavos (sic) frente a una alta sociedad romana presentada como corrupta y decadente. No debemos olvidar que la base del cine de paganos y cristianos está tomada de cuatro novelas decimonó-nicas: The Last Days of Pompei (1834), Fabiola or the Church of the Catacombs (1854), Ben-Hur (1880) y Quo Vadis? (1895). El cine prácticamente prescinde de Trajano, Adriano y Antonino Pío, cuando quiere representar un emperador se acuerda principalmente de Nerón o Calígula, hasta construir el cliché del dirigente vulnerable, depravado y fofo, que solo tiene en mente violar doncellas o arrojar cristianos a los leones. Marco Aurelio y Cómodo ya anuncian “El fin de la Antigüedad” del brazo autorizado del historiador E. Gibbon y su voluminosa The Fall of the Roman Empire, base del film La caída del Imperio romano (1964) y de su remake Gladiator (2000); para una vez que los guionistas del Imperio Bronson hacen caso de un libro profesional éste resulta ser de 1776-1788, ¡como si no hubiese llovido desde entonces! Todo buen productor sabe que existe un período histórico que todavía no es estrictamente medieval, llamado Antigüedad Tardía, que incluye bárbaros y los bárbaros venden, desde Alarico y Atila hasta los sajones de la reciente La última legión (2007), que explica un Rómulo Augústulo en clave próxima al videojuego. También nos muestra la provincia fílmi-ca más importante de todo el Imperio, que como todos sabemos es Britannia, aunque los romanos no desembarcasen allí hasta mediados del siglo i y ya se hubiesen largado mucho antes de la liquidación del Imperio, dejando como edificio más notable un muro. Bizancio tampoco ha gozado de mucha aten-ción fílmica, claro está que una pluma afilada como la de Procopio, capaz de poner verde a la emperatriz Teodora, consorte de Justiniano, por sí sola ha dado lugar a un modesto ciclo.

La primera parte de las tres del libro se titula “La Edad de la inocencia”. Incluye dos capítulos, el primero: “La épica del silencio”, va dedicado a los pioneros, que venían de Francia. Los hermanos Lumière, todavía con su nuevo artefacto en pañales, no tardaron en servir al respetable el primer minuto (literal) de gloria antigua (Néron essayant des poisons sur un esclave, 1896). A retener el personaje antiguo escogido. Los primeros films, pese a sus muchas limi-taciones, deben verse con ojos comprensivos, pues el cine todavía no había desarrollado su propio lenguaje artístico y lo filmado no era mucho más que cuadros

en movimiento. Ese es el esquema de La Vie et la Passion de Jésus-Christ (1902), con la peculiaridad que se permite el dispendio de filmar en Egipto un picnic de la Sagrada Familia delante de la Esfinge, ya sin nariz debido a Napoleón, pero antes de ser limpiada de arena en los años veinte. Los americanos darán un impulso con films de 5 rollos (La vida de Moisés, 1909) y filmaciones que llegarán a suponer tres meses de rodaje (From the Manager to the Cross, 1912). Pronto se iniciará un ir y venir entre Italia y Hollywood. Las aspiraciones coloniales italianas harán volver los ojos sobre la Antigüedad; a destacar una primera versión de los —nunca— Últimos días de Pompeya (1908). Serán Enrico Guazzoni y Giovanni Pastrone los que conquistan el espacio (fílmico se entiende), con dos hitos del cine épico, sus respectivas Quo Vadis? (1913) i Cabiria (1914), y convertirán a Turín y Milán en los principales centros productores de la Italia del momento, que van explorando todos los temas clásicos poco antes de la I Guerra Mun-dial: La caída de Troya, La Odisea, Los Macabeos, Antonio y Cleopatra, Espartaco…; los cuadros histo-ricistas decimonónicos nutren de referentes. Cabiria consiguió un gran empaque visual en el que jugó un papel importante el aragonés Segundo de Chomón, y aún hoy es uno de los mejores referentes sobre las Guerras Púnicas, pese a basarse en una novela de Emilio Salgari. En esta película se inspirará la sigui-ente obra maestra, Intolerancia (1916), del americano D. W. Griffith, que ya incorpora la alternancia de planos. El film mezcla cuatro episodios históricos muy diferentes para demostrar que excepto hoy en día el fanatismo siempre se ha salido con la suya, el más espectacular es el episodio antiguo, el asedio de Ciro de Persia a Babilonia en 539 a.C. Son bien conocidos los espectaculares decorados construidos y el agudo sentido del espectáculo del film. Con la posguerra el cine italiano va a repetir planteamientos y soluciones, mientras el entorno fílmico mundial evoluciona rápidamente. Si Guazzoni insiste en Fa-biola (1918) o Messalina (1923), el cine americano coloniza Europa e impone sus criterios: historias de ambientación moderna, con acción, espectáculo y glamour, y ello pese a los méritos de films que De España señala como Giuliano l’Apostata (1919); hay que reconocer que se había llegado al final de un ciclo, Italia vivía en los remakes (aunque entonces quizás no se llamaban así). Curiosamente, terminada la guerra serán los países perdedores —Alemania y Austria— los que tomarán el relevo, tal vez por el bajo coste de técnicos y extras. Se producirán bonitos films carentes de sentido de época: La mujer del faraón (1921), Sodoma y Gomorra (1922), Helena (1923). La presencia de nombres femeninos en los títulos también es compartida por las mejores producciones americanas del momento: Cleopatra (1917), Salomé (1918), Thais (1917), justificadas para el lucimiento de las primeras sex symbol del cine, como Theda Bara. Egipto sirve de marco para contar romances de faraones que se enamoran de plebeyas (nadie recuerda que el de la doble corona era el único egipcio polígamo). Justo cuando el cine mudo tocaba a su fin, llega el pri-mer Ben-Hur (1925), con espectaculares carreras de carros incluidas, aunque se conserva muy poco del

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film original. También se está gestando ya el mayor showman del mundo, Cecil B. DeMille, de momento con su El Rey de Reyes (1927).

El capítulo segundo: “El cine habla, la Antigüedad enmudece” es más breve por una razón obvia: con la llegada del sonoro cambian también las temáticas. El cine se consolida como un espectáculo de masas, solo la Unión Soviética, y por poco tiempo, va a crear cine experimental. También es experimental una curiosa Salomé (1922) de decidido carácter lésbico y gay, pero de floja reconstrucción histórica. En el mundo de las masas va a ser el hábil DeMille el que marque la pauta —indiscutible brillantez visual, falta de sentido histórico y perfil intelectual bajo— con sus El signo de la cruz (1933) y Cleopatra (1934); de paso va a hacer famosa a Claudette Colbert. Son una buena muestra del planteamiento estadounidense mayoritario: incapacidad para plantearse la historia que no sea estrictamente contemporánea, gustos es-téticos vulgares pero al mismo tiempo exigentes con los medios técnicos y con el acabado final. Europa había quedado atrás: Cristo hablaba en francés con el guión de un sacerdote (Gólgota, 1934) y la Italia fascista producía Escipión el Africano (1937), film no exento de aliento épico pero con un protagonista (que para colmo se llamaba Annibale Ninchi) bajito y con facilidad para soltar discursos, ¿les recuerda a alguien?

La segunda parte,“Las glorias del Imperio”, consta de tres capítulos que siguen la numeración anterior. El capítulo tercero, “Entre Hollywood y Cinecittà”, comienza en una Italia que sale de la Segunda Guerra Mundial con cineastas que de la noche a la maña-na decidieron que nunca habían colaborado con el régimen anterior, y con un mensaje oficial propenso al cristianismo, con el fin de perdonar atrocidades y acercarse y neutralizar a los partisanos. Desde estudios próximos a la capital era el momento de recuperar Fabiola (1949), excelente testimonio de la sociología de la posguerra y también una cuidada reconstrucción de la antigua Roma. Ese mismo año el viejo zorro DeMille revienta las taquillas con su Sansón y Dalila, película un tanto infantiloide y de ambientación trasnochada, pero con el reclamo de chico atleta, chica sensual y aventurillas coloristas que van a crear escuela. Después de los Quo Vadis? de 1913 y 1924, el que recuerda la gente es el que ha perdió el signo de interrogación, el de 1951, y no en balde, pues reúne escenas bien organizadas, rico colorido, música contrastada e interpretaciones loables: Peter Ustinov fijará el arquetipo de empe-rador degenerado. Todo ello no es nada ingenuo, si Fabiola tiene su mensaje, Quo Vadis no se queda atrás: los americanos (perdón, romanos) tienen una apostura castrense, el enemigo en el horizonte ya no son los nazis, ahora son esos individuos étnica-mente mezclados y poco recomendables que, como Nerón-Ustinov, conviene eliminar, a lo que pronto se prestará el Comité de Actividades Antiamericanas. El resto del capítulo es una indagación por estudios: La Fox recuperó terreno con La túnica sagrada (1953), basada en un reciente best seller, y se mantuvo con Sinuhé el egipcio (1954), confirmando una vez más que una buena novela puede ser vilmente modificada. La

Warner tuvo que contraatacar con The Silver Chalice (1954), Tierra de Faraones (1955) y Helena de Troya (1956), la Universal con el discreto Atila, rey de los hunos (1954), la Metro con la todavía más floja El hijo pródigo (1954), con el poco expresivo Edmund Purdom aunque tuviera a su lado a Lana Turner. Un producto más interesante, pese a un Richard Burton pelo estopa, sea el producto respaldado por la United Artist: Alejandro el Magno (1956) de Robert Rossen, filmado en tierras castellanas aunque con una acertada inspiración en los vasos de figuras rojas, en especial de los persas. Pero todavía había de llegar el plato fuerte: el testamento de DeMille con Los Diez Mandamientos (1956) con un apropiado Charlton Heston. Hollywood marcaba pautas, recreadas, que no imitadas, en Italia por Pietro Francisci (La reina de Saba, 1952), Riccardo Freda (Teodora, emperatriz de Bizancio, 1954) y Mario Camerini (Ulises, 1954). Estaba a punto de nacer un género muy italiano, pero Hollywood alcanzaba lo mejorcito de la Antigüedad con Ben-Hur (1959), Espartaco (1960) —con guión próximo al marxismo de un Dalton Trumbo todavía en la lista negra—, Barrabás (1961) y los dos filmes espléndidos, que son la traca final cuando el público ya comenzaba a desertar: Cleopatra (1963) y La caída del Imperio romano (1964).

Un capítulo fuerte del libro es el cuarto: “El pe-plum”. Comencemos por el nombre, que se debe a un crítico francés de primeros de los sesenta, tomando el nombre prestado de un vestido griego femenino que hicieron suyo las romanas, para definir a la gen-te actuando con sábanas y sandalias. Aquí siempre fueron “las películas de romanos” como recuerda un cantante andaluz, con independencia que fueran temas griegos u orientales; los americanos les llamaban clo-ak and sandals, reservando para sus producciones el nombre de epics, no siempre con mejor guión, sí con más dinero. De España enfatiza el valor del Hércules (1957) de Pietro Francisci como el fundamento del género, que contaba con el culturista Steve Reeves. ¿Qué caracteriza ese género?: anécdotas más o menos mitológicas algo hilvanadas, personajes de una pieza, con forzudos salvadores, malvados y coreografías de señoritas ligeras de ropa en proporción a la época, monstruos animados artesanalmente, tribus de pelu-dos o de amazonas recién salidas de la peluquería y una apelación más populista que profunda de lucha contra el tirano de turno. La edad de oro del peplum fue breve (1958-1964) pero intensa. Como directores destacaron Pietro Francisci, Vittorio Cottafavi, Mario Bava, Riccardo Freda, entre otros. Los héroes forzudos fueron Steve Reeves, Gordon Mitchell, Gordon Scott, los galanes peplumitas eran tipos Georges Marshal, los malos se lucían más, como Massimo Serato o Livio Lorenzon, ocasionalmente nuestro Fernando Rey, y entre las damas Sylva Koscina, Chelo Alonso, Gianna Maria Canale, Belinda Lee. Los hércules, sansones, macistes y compañía fueron generando productos cada vez más adocenados, hasta que fu-eron fulminados, cual rayo de Zeus, por el éxito a finales de 1964 de Sergio Leone y su Por un puñado de dólares. Había nacido el eurowestern y muerto el peplum. El capítulo quinto lleva por título “Lo que queda del día”, y es eso, filmes de los años sesenta

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y posteriores realizados en muchos diferentes países, con temáticas e influencias en ocasiones televisivas.

Llegados a la tercera y última parte: “Las cenizas del Ave Fénix”, encontramos cuatro breves capítu-los. En el sexto: “Un género bajo la influencia”, se recogen aquéllos productos que en base al musical o el humor, o ambos, también pueden considerarse representativos del género entre los años cuarenta y noventa, los mejores sin duda el musical Golfus de Roma (1966) y la inteligente parodia La vida de Brian (1979), pero ¿qué decir de productos de humor de consumo local, ya sean británicos, alemanes o italianos?, ¿qué se puede decir hoy de Totò contro Maciste (1962) o parodias tipo Orazi e Curiazi: 3-2 (1977)?, mejor sin comentarios. Pero el libro también recoge el sexo a la romana: Poppea una prostituta al servizio dell’impero (1972) y tantas de similares, la desmesurada Calígula (1979) de Tinto Brass y la estética homosexual militante de Sebastiane (1976). Pensando en toda la familia las tres veces que Asté-rix y Obélix han alcanzado las estrellas del celuloide (1999, 2001 y 2007), las veces que se ha llevado a Aristófanes y su Lisístrata o el mismo Heródoto con El león de Esparta (1962), donde queda claro que el peligro de Occidente viene de esa Asia comunista en la época, con tiranos y súbditos abnegados. Con 300 (2007) cambiará el enemigo, ahora serán unos fanáticos integristas.

El capítulo séptimo: “De lo escrito a lo filmado” constituye un repaso a la literatura más o menos antigua llevada a la pantalla, comenzando por los trágicos áticos. Parece obligado hablar aquí de Medea de Pasolini (1969), que integra otras culturas y las direcciones del griego Kakoyannis (Electra, 1962; Las troyanas, 1971). Pasando a la novela hay diversas propuestas, como no señalar el Satyricon de Fellini (1969), o el televisivo Sócrates (1970) de Roberto Rossellini que De España muestra en todas sus li-mitaciones. La Roma de Shakespeare fue muy bien ambientada por J. L Mankiewicz para la Metro en Julio César (1953), aunque no ha sido la única vez. Incluso Aulo Gelio ha sido fagocitado en Androcles y el león (1952).

“El nombre de Dios en vano” designa el capí-tulo octavo, pero no es lo que parece. El autor se pregunta con cierto agnosticismo si existe eso que algunos han llamado peplum d’auteur, para proseguir con un documentado estudio sobre los cineastas con sotana (que también los hubo, aunque con resultados previsibles). En “Dios habla español” se recogen los filmes hispanos y mexicanos de temática cristológica y se prosigue con diversos films bíblicos curiosos. El Evangelio según San Mateo (1964) es tratado como una aportación inteligente de alguien como Pasolini que, siendo marxista, no renuncia a sus orígenes cul-turales cristianos. Pero los tiempos han cambiado. Si la Santa Sede acogió algunos estrenos de tufillo más conservador (Zeffirelli, Mel Gibson), desde El Código de Vinci (2006) las relaciones entre Hollywood y la Iglesia católica no pasan por su mejor momento: ahora cuando aparece un sacerdote en una película americana siempre es un personaje negativo.

El último capítulo: “La persistencia de la memoria”. Ya hemos señalado que Ridley Scott y su Gladiator

(2000) retoman el género y anuncian lo que será la primera década del siglo xxi. Si no hablásemos de un cineasta de culto, padre de Blade Runner (1982), la crítica todavía sería más dura, no como en los blogs de Internet, que insisten en la nieve digital, que no se pega a personas o cosas, sino como hace De España en el atentado al orden de la tria nomina del nombre del protagonista, el hispano Máximo Décimo Meridio, y su viaje en AVE (Alta Velocidad Equina) que lo traslada en una jornada del limes centroeuropeo a Lusitania, aunque para dar dramatismo no llega a tiempo, pues los sicarios han debido recibir instrucciones por teléfono móvil o como mínimo telégrafo para anticiparse. Lo que prometía un resurgir no ha sido tanto: filmes lituanos de escaso valor (Amazonas y Gladiadores, 2001), con la novedad de playmates dejando en paro honrados espartacos; la franco-canadiense Druidas (2001), que pasó sin pena ni gloria, pero más con la primera; o la curiosidad de un Kawalerowicz recuperado para el catolicismo presentando ante Juan Pablo II un nuevo Quo Vadis (2001), ya se sabe que hasta los más ateos empiezan a reconsiderar su idea del Más Allá cuando se ve próxima la “caída del telón”. Hay que esperar a la cosecha de 2004 para ver tres tí-tulos importantes: Troya, Alejandro Magno y El Rey Arturo. Más que en la estela de Gladiator, Troya es deudora de la trilogía El señor de los anillos (2001-2003). Nunca se vio una ira de Aquiles como la de Brad Pitt, que llega a decapitar la estatua de Apolo, e incluso los guionistas maltratan más a Homero que cualquier peplum italiano del período 1958-1964: Menelao muere a la primera de cambio, dejando en paro a Esquilo o Eurípides y para no dar alas a los que ven algo más en las relaciones entre Aquiles y Patroclo se los convierte en primos, igual que a los espectadores. Alejandro Magno, pese a presentarnos una Alejandría con el faro ya construido y algún que otro gazapo, es visualmente la más elaborada de las tres. El Rey Arturo tiene a su favor situar la leyenda en su contexto de los siglos v ó vi y no en un en-torno bajo medieval; también nos encontramos con una exótica Ginebra que sustituye definitivamente las heroínas tontas y débiles del pasado (el peplum era un mundo masculino) por chicas guerreras con un coraje mayor al de los hombres, diciendo a su compañero antes de la batalla el impagable: “No te preocupes, no dejaré que te violen”. En parte la secuela ha sido La última legión (2007), con un emperador romano, Rómulo Augústulo, que todavía es descendiente de Julio César (a quienes siempre tuvieron dificultades para recordar el correcto orden de las dinastías ro-manas tal vez no les desagrade la idea), pero es más preocupante ese final, que de alguna manera liga la gloria de Roma al destino de las Islas Británicas. El libro entró en imprenta cuando se anunciaba Ágora (2009) de Amenábar, por lo que no es comentada. Pese a la idea interesante de hacer protagonista a una mujer, además intelectual, hay que reconocer que lo que sabemos de verdad de la astrónoma alejandri-na quizás no dé para un guión. No creo traicionar mucho el espíritu del libro si añado de mi cosecha que el film promete más que cumple: una especie de Google Earth nos baja del espacio a la Alejandría del

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siglo v, para descubrir que sus monumentos tenían gran parecido con las reproducciones de los actuales parques temáticos. Y el mensaje es claro: ahora los agnósticos y paganos son tolerantes, los primitivos cristianos ya se anticipaban en gestos y vestimenta a los modernos talibanes. Y mientras esto entra a su vez en prensa nos llega Centurión (2010), precedida por frases como “de tres mil que éramos ya sólo quedamos tres”, quizás esperaré a que todavía queden menos para verla.

Para acabar con el libro unas observaciones técnicas: otras obras más breves de la misma colección han recibido un papel de mejor calidad, lo que ha permi-tido simultanear texto e imágenes. Para el presente libro, y quizás por su extensión, se ha optado por un papel ligero, concentrando las imágenes en dos bloques específicos de grano satinado, a la manera de antiguas ediciones. El libro posee abundantes notas, pero se echa en falta la correspondiente bibliografía que, según parece, acompañaba el manuscrito, y de la que —no sabemos si por descuido o por falta de presupuesto— se nos priva, lo que es una verdadera lástima.

Ignasi GarcésUniversitat de Barcelona

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Bibliografia

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Alonso, Jorge; MAstAche, Enrique A.; Alonso, Juan J. (2008): El Antiguo Egipto en el cine. T&B eds. Madrid.

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