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La Redención I. Pasión y Muerte de Jesucristo La venida de Jesucristo al mundo tiene como finalidad restablecer el proyecto originario que Dios tenía para la creación y para el hombre: Alianza de amor y llamada del hombre a la comunión con Dios su creador, que a causa del pecado de Adán y Eva se vió truncado. Después del pecado original, Dios vuelve a buscar al hombre innumerables veces a lo largo de la historia. Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo Único, su Hijo amado, Jesucristo para dar una nueva y definitiva oportunidad al hombre y salvarlo de la esclavitud del pecado. Para ello, Jesús asumió toda la realidad humana herida por el pecado, la hizo suya, y reparó con su obediencia de Hijo la desobediencia y rechazo originario de Adán y Eva. Toda la vida de Jesús tiene este sentido salvador: desde su nacimiento en Belén, sus años de trabajo en Nazareth, su predicación y principalmente su muerte en la Cruz y posterior resurrección. 1. El misterio de la Cruz: La finalidad propia del misterio de la Cruz es cancelar el pecado del mundo (cfr. Jn 1,29), algo completamente necesario para que se pueda realizar la unión del hombre con Dios. Esta unión es, como hemos dicho, el objetivo último del plan de Dios (cfr. Rm 8,28-30). Jesús cancela el pecado del mundo cargándolo sobre sus hombros y anulándolo en la justicia de su corazón santo. En esto consiste esencialmente el misterio de la Cruz: a) Cargó con nuestros pecados. Lo indica, en primer lugar, la historia de su pasión y muerte relatada en los Evangelios. Estos hechos, siendo la historia Jesucristo el Hijo de Dios, tienen un valor y una eficacia universales, que alcanzan a toda la raza humana. Como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores (Cfr. Is 53), Cristo aceptó libremente los sufrimientos físicos y morales impuestos por la injusticia de los hombres. En ese sufrimiento, en la Cruz, asumió todos los pecados de los hombres, todas las ofensas a Dios. 1

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Page 1: 2. La Redenciredencion ón

La Redención

I. Pasión y Muerte de Jesucristo

La venida de Jesucristo al mundo tiene como finalidad restablecer el proyecto originario que Dios tenía para la

creación y para el hombre: Alianza de amor y llamada del hombre a la comunión con Dios su creador, que a

causa del pecado de Adán y Eva se vió truncado.

Después del pecado original, Dios vuelve a buscar al hombre innumerables veces a lo largo de la historia.

Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo Único, su Hijo amado, Jesucristo para dar una nueva y

definitiva oportunidad al hombre y salvarlo de la esclavitud del pecado.

Para ello, Jesús asumió toda la realidad humana herida por el pecado, la hizo suya, y reparó con su obediencia

de Hijo la desobediencia y rechazo originario de Adán y Eva. Toda la vida de Jesús tiene este sentido salvador:

desde su nacimiento en Belén, sus años de trabajo en Nazareth, su predicación y principalmente su muerte en

la Cruz y posterior resurrección.

1. El misterio de la Cruz:

La finalidad propia del misterio de la Cruz es cancelar el pecado del mundo (cfr. Jn 1,29), algo completamente

necesario para que se pueda realizar la unión del hombre con Dios. Esta unión es, como hemos dicho, el

objetivo último del plan de Dios (cfr. Rm 8,28-30). Jesús cancela el pecado del mundo cargándolo sobre sus

hombros y anulándolo en la justicia de su corazón santo.

En esto consiste esencialmente el misterio de la Cruz:

a) Cargó con nuestros pecados. Lo indica, en primer lugar, la historia de su pasión y muerte relatada en los

Evangelios. Estos hechos, siendo la historia Jesucristo el Hijo de Dios, tienen un valor y una eficacia universales,

que alcanzan a toda la raza humana.

Como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores (Cfr. Is 53), Cristo aceptó

libremente los sufrimientos físicos y morales impuestos por la injusticia de los hombres. En ese sufrimiento, en

la Cruz, asumió todos los pecados de los hombres, todas las ofensas a Dios. Por esto, cada rechazo del hombre

hacia Dios es, de algún modo, causa de la muerte de Cristo. Decimos, en este sentido, que Jesús “cargó” con

nuestros pecados al llevar la Cruz (cfr. 1Pt 2,24).

Los que condenaron a Jesús pecaron al rechazar a Cristo. Pero – como todo pecado es un rechazo a Jesús y por

tanto un rechazo a Dios– todo pecado encuentra un lugar en la Pasión de Jesús.

«La pasión y muerte de Jesús no pueden ser imputadas indistintamente al conjunto de los judíos que vivían

entonces, ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e

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Page 2: 2. La Redenciredencion ón

instrumento de los sufrimientos del Redentor; y aún más gravemente son culpables aquellos que más

frecuentemente caen en pecado y se deleitan en los vicios, sobre todo si son cristianos» (Compendio del

Catecismo de la Iglesia Católica , 117).

b) Eliminó el pecado en su entrega. Cristo no se limitó a sobrellevar nuestros pecados sino que también los

“destruyó”, los eliminó. Cristo soportó los sufrimientos de la Cruz, aunque en Él no había pecado. Con su

Santidad toma sobre sí el pecado en una unión obediente y amorosa hacia su Padre Dios y así lo elimina.

Ofreció al Padre sus sufrimientos y su muerte a favor nuestro, para nuestro perdón, por ello, dice el profeta

Isaías que «en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5).

2. La Cruz revela la misericordia y la justicia de Dios en Jesucristo

Fruto de la Cruz es, por tanto, la eliminación del pecado. De ese fruto se apropia el hombre a través de los

sacramentos (sobre todo la Confesión sacramental) y se apropiará definitivamente después de esta vida, si es

fiel a Dios. De la Cruz procede la posibilidad para todos los hombres de vivir alejados del pecado y de integrar

los sufrimientos y la muerte en el propio camino de unión con Dios.

Dios quiso salvar al mundo por el camino de la Cruz, pero no porque ame el dolor o el sufrimiento, pues Dios

sólo ama el bien y hacer el bien. Hay Cruz porque existe el pecado. Pero también porque existe el Amor. La

Cruz es fruto del amor de Dios ante el pecado de los hombres.

Dios quiso enviar a su Hijo al mundo para que realizara la salvación de los hombres con el sacrificio de su propia

vida, y esto, dice mucho de Dios mismo:

a) La Cruz revela la misericordia de Dios. La Sagrada Escritura refiere con frecuencia que el Padre entregó a su

Hijo en manos de los pecadores (cfr. Mt 26,54), a su propio Hijo. Por la unidad de las Personas divinas en la

Trinidad, en Jesucristo, Verbo encarnado, está siempre presente el Padre que lo envía. Por este motivo, tras la

decisión libre de Jesús de entregar su vida por nosotros, está la entrega que el Padre nos hace de su Hijo

amado, poniéndolo en manos de los pecadores; esta entrega del Hijo manifiesta más que ningún otro gesto de

la historia de la salvación el amor del Padre hacia los hombres y su misericordia.

b) La Cruz nos revela también la justicia de Dios. Ésta no consiste en hacer pagar al hombre por el pecado, sino

más bien en devolver al hombre al camino de la verdad y del bien, devolviéndonos los bienes que el pecado

destruyó.

La fidelidad, la obediencia y el amor de Cristo a su Padre Dios; la generosidad, la caridad y el perdón de Jesús a

sus hermanos los hombres; su veracidad, su justicia e inocencia, mantenidas y afirmadas en la hora de su

pasión y de su muerte, cumplen esta función: vacían el pecado de su fuerza condenatoria y abren nuestros

corazones a la santidad y a la justicia, pues se entrega por nosotros. Dios nos libra de nuestros pecados por la

vía de la justicia, por la justicia de Cristo.

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Como fruto del sacrificio de Cristo y por la presencia de su fuerza salvadora, podemos siempre comportarnos

como hijos de Dios, en cualquier situación en la que nos encontremos, en cualquier dificultad por la que

atravesemos.

3. Sacrificio y Redención

Jesús murió por nuestros pecados (cfr. Rm 4,25) para librarnos de ellos y rescatarnos de la esclavitud que el

pecado introduce en la vida humana. La Sagrada Escritura dice que la pasión y muerte de Cristo son: a)

sacrificio de alianza b) sacrificio de expiación, c) sacrificio de reparación por los pecados, d) acto de redención y

liberación de los hombres.

a) Jesús, ofreciendo su vida a Dios en la Cruz, instituyó la Nueva Alianza, es decir, la nueva forma de unión de

Dios con los hombres que había sido anunciada por distintos profetas. Esta nueva Alianza es sellada en el

cuerpo de Cristo entregado en manos de sus enemigos y en su sangre derramada por nosotros (cfr. Mt 26,27-

28).

b) El sacrificio de Cristo en la Cruz tiene un valor de expiación, es decir, de limpieza y purificación del pecado

(cfr. Rm 3,25; Hb 1,3; 1Jn 2,2; 4,10).

c) La Cruz es sacrificio de reparación por el pecado (cfr. Rm 3,25; Hb 1,3; 1Jn 2,2; 4,10). Cristo manifestó al

Padre el amor y la obediencia que los hombres le habíamos negado con nuestros pecados. Su entrega generosa

fue un corresponder sobreabundante al amor paterno de Dios que habíamos rechazado en el origen de la

historia.

d) La Cruz de Cristo es acto de redención y de liberación del hombre. Jesús pagó nuestra libertad de la

esclavitud del pecado con el precio de su sangre, es decir, de sus sufrimientos y su muerte (cfr. 1Pt 1,18).

Mereció con su entrega nuestra salvación para incorporarnos al reino de los cielos: «Él nos libró del poder de

las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los

pecados» (Col 1,13-14).

4. Los efectos de la Cruz

El principal efecto de la Cruz es eliminar el pecado y todo lo que se opone a la unión del hombre con Dios.

La Cruz, además de cancelar los pecados, nos libra también del diablo, que dirige ocultamente la trama del

pecado, y de la muerte eterna. El diablo nada puede contra quien está unido a Cristo (cfr. Rm 8,31-39) y la

muerte deja de ser separación eterna de Dios, y queda sólo como puerta de acceso al destino último (cfr. 1Co

15,55-56).

Removidos todos estos obstáculos, la Cruz abre para la humanidad la vía de la salvación, la posibilidad universal

de la gracia. La Cruz abre la puerta del paraíso que se había cerrado después del pecado de Adán y Eva.3

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Junto con su Resurrección y su gloriosa Exaltación, la Cruz es causa de la justificación del hombre, es decir, no

sólo de la eliminación del pecado y de los demás obstáculos, sino también de la infusión de la vida nueva (la

gracia de Cristo que santifica el alma). Cada sacramento es un modo diverso de participar de la obra redentora

de Cristo y de apropiarse de la salvación que de ella proviene. Concretamente el Bautismo, nos libra de la

muerte introducida por el pecado original y nos permite vivir la vida nueva de Cristo Resucitado.

Jesús es la causa única y universal de la salvación humana: el único mediador entre Dios y los hombres. Toda

gracia de salvación dada a los hombres proviene de su vida y, en particular, de su misterio pascual.

5. Corredimir con Cristo

Como acabamos de decir, la Redención obrada por Cristo en la Cruz es universal, se extiende a todo el género

humano. Pero es preciso que llegue a aplicarse a cada uno el fruto y los méritos de la Pasión y Muerte de

Cristo, principalmente por medio de la fe y los Sacramentos.

Nuestro Señor Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2,5). Pero Dios Padre ha

querido que fuéramos no sólo redimidos sino también corredentores (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica ,

618). Nos llama a tomar su Cruz y a seguirle (cfr. Mt 16,24), porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo

para que sigamos sus huellas» (1P 2,21).

Dios no ha querido librarnos de todas las penalidades de esta vida, para que aceptándolas nos identifiquemos

con Cristo, merezcamos la vida eterna y cooperemos en la tarea de llevar a los demás los frutos de la

Redención. La enfermedad y el dolor, ofrecidos a Dios en unión con Cristo, alcanzan un gran valor redentor,

como también la mortificación corporal practicada con el mismo espíritu con que Cristo padeció libre y

voluntariamente en su Pasión: por amor, para redimirnos expiando por nuestros pecados.

El Señor ha querido asociar a su Madre, más íntimamente que a nadie, con el misterio de su sufrimiento

redentor (cfr. Lc 2,35; Catecismo, 618). La Virgen nos enseña a estar junto a la Cruz de su Hijo.

José Antonio Ducay. Cristología. Resúmenes de Fe Cristiana.(Adaptación)

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II. Resurrección y Ascensión de Jesucristo

1. Cristo fue sepultado y descendió a los infiernos

Tras padecer y morir, el cuerpo de Cristo fue sepultado en un sepulcro nuevo, no lejos del lugar donde le

habían crucificado. Su alma, en cambio, descendió a los infiernos. La sepultura de Cristo manifiesta que

verdaderamente murió. Dios dispuso que Cristo sufriera el estado de muerte, es decir, de separación entre el

alma y el cuerpo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 624).

Como Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, su cuerpo muerto no sufrió la corrupción del sepulcro

(cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 627; Hch 13, 37). El alma de Cristo bajó a los infiernos. «Los ‘infiernos’ –

distintos del ‘infierno’ de la condenación– constituían el estado de todos aquellos, justos e injustos, que habían

muerto antes de Cristo» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 125). Los justos se encontraban en un

estado de felicidad (se dice que reposaban en el “seno de Abraham”) aunque no tenían aún la visión de Dios.

Diciendo que Jesús bajó a los infiernos, entendemos su presencia en el “seno de Abraham” para abrir las

puertas del cielo a los justos que le habían precedido. «Con el alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en

los infiernos a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios»

(Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 125).

Cristo, con el descenso a los infiernos, mostró su dominio sobre el demonio y la muerte, liberando a las almas

santas que estaban retenidas para llevarlas a la gloria eterna. De este modo, la Redención –que debía alcanzar

a los hombres de todas las épocas– se aplicó a los que vivieron antes de Cristo (cfr. Catecismo de la Iglesia

Católica, 634).

2. Sentido general de la glorificación de Cristo

La glorificación de Cristo consiste en su Resurrección y su Exaltación a los cielos, donde Cristo está sentado a la

derecha del Padre. El sentido general de la glorificación de Cristo está en relación con su muerte en la Cruz.

Como por la pasión y muerte de Cristo, Dios eliminó el pecado y reconcilió consigo el mundo, de modo

semejante, por la resurrección de Cristo, Dios inauguró la vida del mundo futuro y la puso a disposición de los

hombres.

Los beneficios de la salvación no derivan sólo de la Cruz sino también de la Resurrección de Cristo . Esos frutos se

aplican a los hombres por la mediación de la Iglesia y por los sacramentos. Concretamente, por el Bautismo

recibimos el perdón de los pecados (del pecado original y de los personales) y el hombre se reviste por la gracia

con la nueva vida del Resucitado.

3. La Resurrección de Jesucristo

“Al tercer día” (de su muerte), Jesús resucitó a una vida nueva. Su alma y su cuerpo, plenamente transfigurados

con la gloria de su Persona divina, volvieron a unirse. El alma asumió de nuevo el cuerpo y la gloria del alma se 5

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comunicó en totalidad al cuerpo. Por este motivo, «la Resurrección de Cristo no es un retorno a la vida terrena.

Su cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su Pasión, pero ahora participa ya

de la vida divina, con las propiedades de un cuerpo glorioso» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica,

129).

La Resurrección del Señor es fundamento de nuestra fe, puesto que atestigua plenamente que Dios ha

intervenido en la historia humana para salvar a los hombres. Y garantiza la verdad de lo que predica la Iglesia

sobre Dios, sobre la divinidad de Cristo y la salvación de los hombres. Por el contrario, como dice S. Pablo, «si

Cristo no resucitó, es vana nuestra fe» (1Co 15, 17).

Los Apóstoles no pudieron engañarse o inventar la resurrección. En primer lugar si el sepulcro de Cristo no

hubiera estado vacío no habrían podido hablar de la resurrección de Jesús; además si el Señor no se les hubiera

aparecido en varias ocasiones y a numerosos grupos de personas, hombres y mujeres, muchos discípulos de

Cristo no habrían podido aceptarla, como ocurrió inicialmente con el apóstol Tomás. Mucho menos habrían

podido ellos dar su vida por una mentira. Come dice San Pablo: «Y si no resucitó Cristo (...) somos convictos de

falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó» (1Co

15, 14.15). Y, cuando las autoridades judías querían silenciar la predicación del evangelio, San Pedro respondió:

«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien

vosotros disteis muerte colgándole de un madero. (...) Nosotros somos testigos de estas cosas» (Hch 5, 29-

30.32).

Además de ser un evento histórico, verificado y atestiguado mediante signos y testimonios, la Resurrección de

Cristo es un acontecimiento trascendente porque «sobrepasa la historia como misterio de la fe, en cuanto

implica la entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios» (Compendio del Catecismo de la Iglesia

Católica, 128). Por este motivo Jesús Resucitado, aun poseyendo una verdadera identidad físico-corpórea, no

está sometido a las leyes físicas terrenas, y se sujeta a ellas sólo en cuanto lo desea: «Jesús resucitado es

soberanamente libre de aparecer a sus discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias» (Compendio del

Catecismo de la Iglesia Católica, 129).

La Resurrección de Cristo es un misterio de salvación. Muestra la bondad y el amor de Dios que recompensa la

humillación de su Hijo, y que emplea su omnipotencia para llenar de vida a los hombres. Jesús Resucitado

posee en su humanidad la plenitud de vida divina para comunicarla a los hombres. «El Resucitado, vencedor

del pecado y de la muerte, es el principio de nuestra justificación y de nuestra resurrección: ya desde ahora nos

procura la gracia de la adopción filial, que es real participación de su vida de Hijo unigénito; más tarde, al final

de los tiempos, Él resucitará nuestro cuerpo» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 131). Cristo es el

primogénito entre los muertos y todos resucitaremos por Él y en Él.

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Reflexión histórica sobre la resurrección de Jesucristo

La resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente

comprobadas. Los Apóstoles dieron testimonio de lo que habían visto y oído. Hacia el año 57 San

Pablo escribe a los Corintios: «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo

murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día,

según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1 Co 15,3-5).

Cuando, actualmente, uno se acerca a esos hechos para buscar lo más objetivamente posible la

verdad de lo que sucedió, puede surgir una pregunta: ¿de dónde procede la afirmación de que Jesús

ha resucitado? ¿Es una manipulación de la realidad que ha tenido un eco extraordinario en la historia

humana, o es un hecho real que sigue resultando tan sorprendente e inesperable ahora como

resultaba entonces para sus aturdidos discípulos?

A esas cuestiones sólo es posible buscar una solución razonable investigando cuáles podían ser las

creencias de aquellos hombres sobre la vida después de la muerte, para valorar si la idea de una

resurrección como la que narraban es una ocurrencia lógica en sus esquemas mentales.

De entrada, en el mundo griego hay referencias a una vida tras la muerte, pero con unas

características singulares. El Hades, motivo recurrente ya desde los poemas homéricos, es el

domicilio de la muerte, un mundo de sombras que es como un vago recuerdo de la morada de los

vivientes. Pero Homero jamás imaginó que en la realidad fuese posible un regreso desde el Hades.

Platón, desde una perspectiva diversa había especulado acerca de la reencarnación, pero no pensó

como algo real en una revitalización del propio cuerpo, una vez muerto. Es decir, aunque se hablaba

a veces de vida tras la muerte, nunca venía a la mente la idea de resurrección, es decir, de un

regreso a la vida corporal en el mundo presente por parte de individuo alguno.

En el judaísmo la situación es en parte distinta y en parte común. El sheol del que habla el Antiguo

Testamento y otros textos judíos antiguos no es muy distinto del Hades homérico. Allí la gente está

como dormida. Pero, a diferencia de la concepción griega, hay puertas abiertas a la esperanza. El

Señor es el único Dios, tanto de los vivos como de los muertos, con poder tanto en el mundo de arriba

como en el sheol. Es posible un triunfo sobre la muerte. En la tradición judía, aunque se manifiestan

unas creencias en cierta resurrección, al menos por parte de algunos. También se espera la llegada

del Mesías, pero ambos acontecimientos no aparecen ligados. Para cualquier judío contemporáneo

de Jesús se trata, al menos de entrada, de dos cuestiones teológicas que se mueven en ámbitos muy

diversos. Se confía en que el Mesías derrotará a los enemigos del Señor, restablecerá en todo su

esplendor y pureza el culto del templo, establecerá el dominio del Señor sobre el mundo, pero nunca

se piensa que resucitará después de su muerte: es algo que no pasaba de ordinario por la

imaginación de un judío piadoso e instruido.

Robar su cuerpo e inventar el bulo de que había resucitado con ese cuerpo, como argumento para

mostrar que era el Mesías, resulta impensable. En el día de Pentecostés, según refieren los Hechos

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de los Apóstoles, Pedro afirma que «Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte», y en

consecuencia concluye: «Sepa con seguridad toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y

Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).

La explicación de tales afirmaciones es que los Apóstoles habían contemplado algo que jamás

habrían imaginado y que, a pesar de su perplejidad y de las burlas que con razón suponían que iba a

suscitar, se veían en el deber de testimoniar.

Francisco Varo, Rabbí Jesús de Nazareth

4. La exaltación gloriosa de Cristo: "Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso".

La Exaltación gloriosa de Cristo comprende su Ascensión a los cielos, acaecida cuarenta días después de su

Resurrección (cfr. Hch1, 9-10), y su entronización gloriosa en ellos, para compartir, también como hombre, la

gloria y el poder del Padre y para ser Señor y Rey de la creación.

Cuando confesamos en este artículo del Credo que Cristo «está sentado a la derecha del Padre», nos referimos

con esta expresión a «la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos

los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de

que su carne fue glorificada» [3] .

Con la Ascensión termina la misión de Cristo, su envío entre nosotros en carne humana para obrar la salvación.

Era necesario que, tras su Resurrección, Cristo continuase su presencia entre nosotros, para manifestar su vida

nueva y completar la formación de los discípulos. Pero esta presencia terminará el día de la Ascensión. Sin

embargo, aunque Jesús vuelve al cielo con el Padre, se queda entre nosotros de varios modos, y

principalmente en modo sacramental, por la Sagrada Eucaristía.

La Ascensión es signo de la nueva situación de Jesús. Sube al trono del Padre para compartirlo, no sólo como

Hijo eterno de Dios, sino también en cuanto verdadero hombre, vencedor del pecado y de la muerte. La gloria

que había recibido físicamente con la Resurrección se completa ahora con su pública entronización en los cielos

como Soberano de la creación, junto al Padre. Jesús recibe el homenaje y la alabanza de los habitantes del

cielo.

Puesto que Cristo vino al mundo para redimirnos del pecado y conducirnos a la perfecta comunión con Dios, la

Ascensión de Jesús inaugura la entrada en el cielo de la humanidad. Jesús es la Cabeza sobrenatural de los

hombres, como Adán lo fue en el orden de la naturaleza. Puesto que la Cabeza está en el cielo, también

nosotros, sus miembros, tenemos la posibilidad real de alcanzarlo. Más aún, Él ha ido para prepararnos un

lugar en la casa del Padre (cfr. Jn 14, 3).

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Sentado a la derecha del Padre, Jesús continúa su ministerio de Mediador universal de la salvación. «El Señor

reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor

nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene

preparado» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 132).

En efecto, diez días después de su Ascensión al cielo, Jesús envió el Espíritu Santo a los discípulos conforme a

su promesa. Desde entonces Jesús manda incesantemente a los hombres el Espíritu Santo, para comunicarles

la potencia vivificadora que Él posee, y reunirles por medio de su Iglesia para formar el único pueblo de Dios.

Después de la Ascensión del Señor y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, la Santísima Virgen María

fue llevada en cuerpo y alma a los cielos, pues convenía que la Madre de Dios, que había llevado a Dios en su

seno, no sufriera la corrupción del sepulcro, a imitación de su Hijo.

La Iglesia celebra la fiesta de la Asunción de la Virgen el día 15 de agosto. «La Asunción de la Santísima Virgen

constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los

demás cristianos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 966).

José Antonio Ducay. Cristología. Resúmenes de Fe Cristiana.(Adaptación)

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