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La Redención
I. Pasión y Muerte de Jesucristo
La venida de Jesucristo al mundo tiene como finalidad restablecer el proyecto originario que Dios tenía para la
creación y para el hombre: Alianza de amor y llamada del hombre a la comunión con Dios su creador, que a
causa del pecado de Adán y Eva se vió truncado.
Después del pecado original, Dios vuelve a buscar al hombre innumerables veces a lo largo de la historia.
Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo Único, su Hijo amado, Jesucristo para dar una nueva y
definitiva oportunidad al hombre y salvarlo de la esclavitud del pecado.
Para ello, Jesús asumió toda la realidad humana herida por el pecado, la hizo suya, y reparó con su obediencia
de Hijo la desobediencia y rechazo originario de Adán y Eva. Toda la vida de Jesús tiene este sentido salvador:
desde su nacimiento en Belén, sus años de trabajo en Nazareth, su predicación y principalmente su muerte en
la Cruz y posterior resurrección.
1. El misterio de la Cruz:
La finalidad propia del misterio de la Cruz es cancelar el pecado del mundo (cfr. Jn 1,29), algo completamente
necesario para que se pueda realizar la unión del hombre con Dios. Esta unión es, como hemos dicho, el
objetivo último del plan de Dios (cfr. Rm 8,28-30). Jesús cancela el pecado del mundo cargándolo sobre sus
hombros y anulándolo en la justicia de su corazón santo.
En esto consiste esencialmente el misterio de la Cruz:
a) Cargó con nuestros pecados. Lo indica, en primer lugar, la historia de su pasión y muerte relatada en los
Evangelios. Estos hechos, siendo la historia Jesucristo el Hijo de Dios, tienen un valor y una eficacia universales,
que alcanzan a toda la raza humana.
Como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores (Cfr. Is 53), Cristo aceptó
libremente los sufrimientos físicos y morales impuestos por la injusticia de los hombres. En ese sufrimiento, en
la Cruz, asumió todos los pecados de los hombres, todas las ofensas a Dios. Por esto, cada rechazo del hombre
hacia Dios es, de algún modo, causa de la muerte de Cristo. Decimos, en este sentido, que Jesús “cargó” con
nuestros pecados al llevar la Cruz (cfr. 1Pt 2,24).
Los que condenaron a Jesús pecaron al rechazar a Cristo. Pero – como todo pecado es un rechazo a Jesús y por
tanto un rechazo a Dios– todo pecado encuentra un lugar en la Pasión de Jesús.
«La pasión y muerte de Jesús no pueden ser imputadas indistintamente al conjunto de los judíos que vivían
entonces, ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e
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instrumento de los sufrimientos del Redentor; y aún más gravemente son culpables aquellos que más
frecuentemente caen en pecado y se deleitan en los vicios, sobre todo si son cristianos» (Compendio del
Catecismo de la Iglesia Católica , 117).
b) Eliminó el pecado en su entrega. Cristo no se limitó a sobrellevar nuestros pecados sino que también los
“destruyó”, los eliminó. Cristo soportó los sufrimientos de la Cruz, aunque en Él no había pecado. Con su
Santidad toma sobre sí el pecado en una unión obediente y amorosa hacia su Padre Dios y así lo elimina.
Ofreció al Padre sus sufrimientos y su muerte a favor nuestro, para nuestro perdón, por ello, dice el profeta
Isaías que «en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5).
2. La Cruz revela la misericordia y la justicia de Dios en Jesucristo
Fruto de la Cruz es, por tanto, la eliminación del pecado. De ese fruto se apropia el hombre a través de los
sacramentos (sobre todo la Confesión sacramental) y se apropiará definitivamente después de esta vida, si es
fiel a Dios. De la Cruz procede la posibilidad para todos los hombres de vivir alejados del pecado y de integrar
los sufrimientos y la muerte en el propio camino de unión con Dios.
Dios quiso salvar al mundo por el camino de la Cruz, pero no porque ame el dolor o el sufrimiento, pues Dios
sólo ama el bien y hacer el bien. Hay Cruz porque existe el pecado. Pero también porque existe el Amor. La
Cruz es fruto del amor de Dios ante el pecado de los hombres.
Dios quiso enviar a su Hijo al mundo para que realizara la salvación de los hombres con el sacrificio de su propia
vida, y esto, dice mucho de Dios mismo:
a) La Cruz revela la misericordia de Dios. La Sagrada Escritura refiere con frecuencia que el Padre entregó a su
Hijo en manos de los pecadores (cfr. Mt 26,54), a su propio Hijo. Por la unidad de las Personas divinas en la
Trinidad, en Jesucristo, Verbo encarnado, está siempre presente el Padre que lo envía. Por este motivo, tras la
decisión libre de Jesús de entregar su vida por nosotros, está la entrega que el Padre nos hace de su Hijo
amado, poniéndolo en manos de los pecadores; esta entrega del Hijo manifiesta más que ningún otro gesto de
la historia de la salvación el amor del Padre hacia los hombres y su misericordia.
b) La Cruz nos revela también la justicia de Dios. Ésta no consiste en hacer pagar al hombre por el pecado, sino
más bien en devolver al hombre al camino de la verdad y del bien, devolviéndonos los bienes que el pecado
destruyó.
La fidelidad, la obediencia y el amor de Cristo a su Padre Dios; la generosidad, la caridad y el perdón de Jesús a
sus hermanos los hombres; su veracidad, su justicia e inocencia, mantenidas y afirmadas en la hora de su
pasión y de su muerte, cumplen esta función: vacían el pecado de su fuerza condenatoria y abren nuestros
corazones a la santidad y a la justicia, pues se entrega por nosotros. Dios nos libra de nuestros pecados por la
vía de la justicia, por la justicia de Cristo.
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Como fruto del sacrificio de Cristo y por la presencia de su fuerza salvadora, podemos siempre comportarnos
como hijos de Dios, en cualquier situación en la que nos encontremos, en cualquier dificultad por la que
atravesemos.
3. Sacrificio y Redención
Jesús murió por nuestros pecados (cfr. Rm 4,25) para librarnos de ellos y rescatarnos de la esclavitud que el
pecado introduce en la vida humana. La Sagrada Escritura dice que la pasión y muerte de Cristo son: a)
sacrificio de alianza b) sacrificio de expiación, c) sacrificio de reparación por los pecados, d) acto de redención y
liberación de los hombres.
a) Jesús, ofreciendo su vida a Dios en la Cruz, instituyó la Nueva Alianza, es decir, la nueva forma de unión de
Dios con los hombres que había sido anunciada por distintos profetas. Esta nueva Alianza es sellada en el
cuerpo de Cristo entregado en manos de sus enemigos y en su sangre derramada por nosotros (cfr. Mt 26,27-
28).
b) El sacrificio de Cristo en la Cruz tiene un valor de expiación, es decir, de limpieza y purificación del pecado
(cfr. Rm 3,25; Hb 1,3; 1Jn 2,2; 4,10).
c) La Cruz es sacrificio de reparación por el pecado (cfr. Rm 3,25; Hb 1,3; 1Jn 2,2; 4,10). Cristo manifestó al
Padre el amor y la obediencia que los hombres le habíamos negado con nuestros pecados. Su entrega generosa
fue un corresponder sobreabundante al amor paterno de Dios que habíamos rechazado en el origen de la
historia.
d) La Cruz de Cristo es acto de redención y de liberación del hombre. Jesús pagó nuestra libertad de la
esclavitud del pecado con el precio de su sangre, es decir, de sus sufrimientos y su muerte (cfr. 1Pt 1,18).
Mereció con su entrega nuestra salvación para incorporarnos al reino de los cielos: «Él nos libró del poder de
las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los
pecados» (Col 1,13-14).
4. Los efectos de la Cruz
El principal efecto de la Cruz es eliminar el pecado y todo lo que se opone a la unión del hombre con Dios.
La Cruz, además de cancelar los pecados, nos libra también del diablo, que dirige ocultamente la trama del
pecado, y de la muerte eterna. El diablo nada puede contra quien está unido a Cristo (cfr. Rm 8,31-39) y la
muerte deja de ser separación eterna de Dios, y queda sólo como puerta de acceso al destino último (cfr. 1Co
15,55-56).
Removidos todos estos obstáculos, la Cruz abre para la humanidad la vía de la salvación, la posibilidad universal
de la gracia. La Cruz abre la puerta del paraíso que se había cerrado después del pecado de Adán y Eva.3
Junto con su Resurrección y su gloriosa Exaltación, la Cruz es causa de la justificación del hombre, es decir, no
sólo de la eliminación del pecado y de los demás obstáculos, sino también de la infusión de la vida nueva (la
gracia de Cristo que santifica el alma). Cada sacramento es un modo diverso de participar de la obra redentora
de Cristo y de apropiarse de la salvación que de ella proviene. Concretamente el Bautismo, nos libra de la
muerte introducida por el pecado original y nos permite vivir la vida nueva de Cristo Resucitado.
Jesús es la causa única y universal de la salvación humana: el único mediador entre Dios y los hombres. Toda
gracia de salvación dada a los hombres proviene de su vida y, en particular, de su misterio pascual.
5. Corredimir con Cristo
Como acabamos de decir, la Redención obrada por Cristo en la Cruz es universal, se extiende a todo el género
humano. Pero es preciso que llegue a aplicarse a cada uno el fruto y los méritos de la Pasión y Muerte de
Cristo, principalmente por medio de la fe y los Sacramentos.
Nuestro Señor Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2,5). Pero Dios Padre ha
querido que fuéramos no sólo redimidos sino también corredentores (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica ,
618). Nos llama a tomar su Cruz y a seguirle (cfr. Mt 16,24), porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo
para que sigamos sus huellas» (1P 2,21).
Dios no ha querido librarnos de todas las penalidades de esta vida, para que aceptándolas nos identifiquemos
con Cristo, merezcamos la vida eterna y cooperemos en la tarea de llevar a los demás los frutos de la
Redención. La enfermedad y el dolor, ofrecidos a Dios en unión con Cristo, alcanzan un gran valor redentor,
como también la mortificación corporal practicada con el mismo espíritu con que Cristo padeció libre y
voluntariamente en su Pasión: por amor, para redimirnos expiando por nuestros pecados.
El Señor ha querido asociar a su Madre, más íntimamente que a nadie, con el misterio de su sufrimiento
redentor (cfr. Lc 2,35; Catecismo, 618). La Virgen nos enseña a estar junto a la Cruz de su Hijo.
José Antonio Ducay. Cristología. Resúmenes de Fe Cristiana.(Adaptación)
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II. Resurrección y Ascensión de Jesucristo
1. Cristo fue sepultado y descendió a los infiernos
Tras padecer y morir, el cuerpo de Cristo fue sepultado en un sepulcro nuevo, no lejos del lugar donde le
habían crucificado. Su alma, en cambio, descendió a los infiernos. La sepultura de Cristo manifiesta que
verdaderamente murió. Dios dispuso que Cristo sufriera el estado de muerte, es decir, de separación entre el
alma y el cuerpo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 624).
Como Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, su cuerpo muerto no sufrió la corrupción del sepulcro
(cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 627; Hch 13, 37). El alma de Cristo bajó a los infiernos. «Los ‘infiernos’ –
distintos del ‘infierno’ de la condenación– constituían el estado de todos aquellos, justos e injustos, que habían
muerto antes de Cristo» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 125). Los justos se encontraban en un
estado de felicidad (se dice que reposaban en el “seno de Abraham”) aunque no tenían aún la visión de Dios.
Diciendo que Jesús bajó a los infiernos, entendemos su presencia en el “seno de Abraham” para abrir las
puertas del cielo a los justos que le habían precedido. «Con el alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en
los infiernos a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios»
(Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 125).
Cristo, con el descenso a los infiernos, mostró su dominio sobre el demonio y la muerte, liberando a las almas
santas que estaban retenidas para llevarlas a la gloria eterna. De este modo, la Redención –que debía alcanzar
a los hombres de todas las épocas– se aplicó a los que vivieron antes de Cristo (cfr. Catecismo de la Iglesia
Católica, 634).
2. Sentido general de la glorificación de Cristo
La glorificación de Cristo consiste en su Resurrección y su Exaltación a los cielos, donde Cristo está sentado a la
derecha del Padre. El sentido general de la glorificación de Cristo está en relación con su muerte en la Cruz.
Como por la pasión y muerte de Cristo, Dios eliminó el pecado y reconcilió consigo el mundo, de modo
semejante, por la resurrección de Cristo, Dios inauguró la vida del mundo futuro y la puso a disposición de los
hombres.
Los beneficios de la salvación no derivan sólo de la Cruz sino también de la Resurrección de Cristo . Esos frutos se
aplican a los hombres por la mediación de la Iglesia y por los sacramentos. Concretamente, por el Bautismo
recibimos el perdón de los pecados (del pecado original y de los personales) y el hombre se reviste por la gracia
con la nueva vida del Resucitado.
3. La Resurrección de Jesucristo
“Al tercer día” (de su muerte), Jesús resucitó a una vida nueva. Su alma y su cuerpo, plenamente transfigurados
con la gloria de su Persona divina, volvieron a unirse. El alma asumió de nuevo el cuerpo y la gloria del alma se 5
comunicó en totalidad al cuerpo. Por este motivo, «la Resurrección de Cristo no es un retorno a la vida terrena.
Su cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su Pasión, pero ahora participa ya
de la vida divina, con las propiedades de un cuerpo glorioso» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica,
129).
La Resurrección del Señor es fundamento de nuestra fe, puesto que atestigua plenamente que Dios ha
intervenido en la historia humana para salvar a los hombres. Y garantiza la verdad de lo que predica la Iglesia
sobre Dios, sobre la divinidad de Cristo y la salvación de los hombres. Por el contrario, como dice S. Pablo, «si
Cristo no resucitó, es vana nuestra fe» (1Co 15, 17).
Los Apóstoles no pudieron engañarse o inventar la resurrección. En primer lugar si el sepulcro de Cristo no
hubiera estado vacío no habrían podido hablar de la resurrección de Jesús; además si el Señor no se les hubiera
aparecido en varias ocasiones y a numerosos grupos de personas, hombres y mujeres, muchos discípulos de
Cristo no habrían podido aceptarla, como ocurrió inicialmente con el apóstol Tomás. Mucho menos habrían
podido ellos dar su vida por una mentira. Come dice San Pablo: «Y si no resucitó Cristo (...) somos convictos de
falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó» (1Co
15, 14.15). Y, cuando las autoridades judías querían silenciar la predicación del evangelio, San Pedro respondió:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien
vosotros disteis muerte colgándole de un madero. (...) Nosotros somos testigos de estas cosas» (Hch 5, 29-
30.32).
Además de ser un evento histórico, verificado y atestiguado mediante signos y testimonios, la Resurrección de
Cristo es un acontecimiento trascendente porque «sobrepasa la historia como misterio de la fe, en cuanto
implica la entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios» (Compendio del Catecismo de la Iglesia
Católica, 128). Por este motivo Jesús Resucitado, aun poseyendo una verdadera identidad físico-corpórea, no
está sometido a las leyes físicas terrenas, y se sujeta a ellas sólo en cuanto lo desea: «Jesús resucitado es
soberanamente libre de aparecer a sus discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias» (Compendio del
Catecismo de la Iglesia Católica, 129).
La Resurrección de Cristo es un misterio de salvación. Muestra la bondad y el amor de Dios que recompensa la
humillación de su Hijo, y que emplea su omnipotencia para llenar de vida a los hombres. Jesús Resucitado
posee en su humanidad la plenitud de vida divina para comunicarla a los hombres. «El Resucitado, vencedor
del pecado y de la muerte, es el principio de nuestra justificación y de nuestra resurrección: ya desde ahora nos
procura la gracia de la adopción filial, que es real participación de su vida de Hijo unigénito; más tarde, al final
de los tiempos, Él resucitará nuestro cuerpo» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 131). Cristo es el
primogénito entre los muertos y todos resucitaremos por Él y en Él.
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Reflexión histórica sobre la resurrección de Jesucristo
La resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente
comprobadas. Los Apóstoles dieron testimonio de lo que habían visto y oído. Hacia el año 57 San
Pablo escribe a los Corintios: «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día,
según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1 Co 15,3-5).
Cuando, actualmente, uno se acerca a esos hechos para buscar lo más objetivamente posible la
verdad de lo que sucedió, puede surgir una pregunta: ¿de dónde procede la afirmación de que Jesús
ha resucitado? ¿Es una manipulación de la realidad que ha tenido un eco extraordinario en la historia
humana, o es un hecho real que sigue resultando tan sorprendente e inesperable ahora como
resultaba entonces para sus aturdidos discípulos?
A esas cuestiones sólo es posible buscar una solución razonable investigando cuáles podían ser las
creencias de aquellos hombres sobre la vida después de la muerte, para valorar si la idea de una
resurrección como la que narraban es una ocurrencia lógica en sus esquemas mentales.
De entrada, en el mundo griego hay referencias a una vida tras la muerte, pero con unas
características singulares. El Hades, motivo recurrente ya desde los poemas homéricos, es el
domicilio de la muerte, un mundo de sombras que es como un vago recuerdo de la morada de los
vivientes. Pero Homero jamás imaginó que en la realidad fuese posible un regreso desde el Hades.
Platón, desde una perspectiva diversa había especulado acerca de la reencarnación, pero no pensó
como algo real en una revitalización del propio cuerpo, una vez muerto. Es decir, aunque se hablaba
a veces de vida tras la muerte, nunca venía a la mente la idea de resurrección, es decir, de un
regreso a la vida corporal en el mundo presente por parte de individuo alguno.
En el judaísmo la situación es en parte distinta y en parte común. El sheol del que habla el Antiguo
Testamento y otros textos judíos antiguos no es muy distinto del Hades homérico. Allí la gente está
como dormida. Pero, a diferencia de la concepción griega, hay puertas abiertas a la esperanza. El
Señor es el único Dios, tanto de los vivos como de los muertos, con poder tanto en el mundo de arriba
como en el sheol. Es posible un triunfo sobre la muerte. En la tradición judía, aunque se manifiestan
unas creencias en cierta resurrección, al menos por parte de algunos. También se espera la llegada
del Mesías, pero ambos acontecimientos no aparecen ligados. Para cualquier judío contemporáneo
de Jesús se trata, al menos de entrada, de dos cuestiones teológicas que se mueven en ámbitos muy
diversos. Se confía en que el Mesías derrotará a los enemigos del Señor, restablecerá en todo su
esplendor y pureza el culto del templo, establecerá el dominio del Señor sobre el mundo, pero nunca
se piensa que resucitará después de su muerte: es algo que no pasaba de ordinario por la
imaginación de un judío piadoso e instruido.
Robar su cuerpo e inventar el bulo de que había resucitado con ese cuerpo, como argumento para
mostrar que era el Mesías, resulta impensable. En el día de Pentecostés, según refieren los Hechos
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de los Apóstoles, Pedro afirma que «Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte», y en
consecuencia concluye: «Sepa con seguridad toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y
Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).
La explicación de tales afirmaciones es que los Apóstoles habían contemplado algo que jamás
habrían imaginado y que, a pesar de su perplejidad y de las burlas que con razón suponían que iba a
suscitar, se veían en el deber de testimoniar.
Francisco Varo, Rabbí Jesús de Nazareth
4. La exaltación gloriosa de Cristo: "Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso".
La Exaltación gloriosa de Cristo comprende su Ascensión a los cielos, acaecida cuarenta días después de su
Resurrección (cfr. Hch1, 9-10), y su entronización gloriosa en ellos, para compartir, también como hombre, la
gloria y el poder del Padre y para ser Señor y Rey de la creación.
Cuando confesamos en este artículo del Credo que Cristo «está sentado a la derecha del Padre», nos referimos
con esta expresión a «la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos
los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de
que su carne fue glorificada» [3] .
Con la Ascensión termina la misión de Cristo, su envío entre nosotros en carne humana para obrar la salvación.
Era necesario que, tras su Resurrección, Cristo continuase su presencia entre nosotros, para manifestar su vida
nueva y completar la formación de los discípulos. Pero esta presencia terminará el día de la Ascensión. Sin
embargo, aunque Jesús vuelve al cielo con el Padre, se queda entre nosotros de varios modos, y
principalmente en modo sacramental, por la Sagrada Eucaristía.
La Ascensión es signo de la nueva situación de Jesús. Sube al trono del Padre para compartirlo, no sólo como
Hijo eterno de Dios, sino también en cuanto verdadero hombre, vencedor del pecado y de la muerte. La gloria
que había recibido físicamente con la Resurrección se completa ahora con su pública entronización en los cielos
como Soberano de la creación, junto al Padre. Jesús recibe el homenaje y la alabanza de los habitantes del
cielo.
Puesto que Cristo vino al mundo para redimirnos del pecado y conducirnos a la perfecta comunión con Dios, la
Ascensión de Jesús inaugura la entrada en el cielo de la humanidad. Jesús es la Cabeza sobrenatural de los
hombres, como Adán lo fue en el orden de la naturaleza. Puesto que la Cabeza está en el cielo, también
nosotros, sus miembros, tenemos la posibilidad real de alcanzarlo. Más aún, Él ha ido para prepararnos un
lugar en la casa del Padre (cfr. Jn 14, 3).
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Sentado a la derecha del Padre, Jesús continúa su ministerio de Mediador universal de la salvación. «El Señor
reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor
nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene
preparado» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 132).
En efecto, diez días después de su Ascensión al cielo, Jesús envió el Espíritu Santo a los discípulos conforme a
su promesa. Desde entonces Jesús manda incesantemente a los hombres el Espíritu Santo, para comunicarles
la potencia vivificadora que Él posee, y reunirles por medio de su Iglesia para formar el único pueblo de Dios.
Después de la Ascensión del Señor y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, la Santísima Virgen María
fue llevada en cuerpo y alma a los cielos, pues convenía que la Madre de Dios, que había llevado a Dios en su
seno, no sufriera la corrupción del sepulcro, a imitación de su Hijo.
La Iglesia celebra la fiesta de la Asunción de la Virgen el día 15 de agosto. «La Asunción de la Santísima Virgen
constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los
demás cristianos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 966).
José Antonio Ducay. Cristología. Resúmenes de Fe Cristiana.(Adaptación)
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