2 3 · –mira, se ve claridad al otro lado. es un verdadero túnel o cueva, ¿será ésta la del...

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EdicionEsUnivErsitarias dEvalparaísoPontificia UniversidadCatólica de Valparaíso

E l C l a v i l e ñ o D o sC u e n t o s I n f a n t i l e s

ELBA ROJAS CAMUS

4 5

En busca de la Cueva del pirata,

al sur de Bahía Inglesa 7

El pañuelo de seda 21

Diabluras de Ojos de Gato 29

Clara y su hermano Goterón 47

Un mundo muy especial 55

Corazón sin alma 71

La Gotita Visionaria 75

El mago Malambruno y

su caballo Clavileño 79

INDICE

© Elba Rojas Camus, 2013

Inscripción N° 207.659ISBN 978-956-17-0543-2

Tirada: 500 ejemplaresDerechos Reservados

Ediciones Universitarias de ValparaísoPontificia Universidad Católica de ValparaísoCalle 12 de Febrero 187, Valparaíso Teléfono: 227 3087 – Fax: 227 3429E.mail: [email protected]

Dirección de Arte: Guido Olivares S.Diseño: Mauricio Guerra P.Asistente de Diseño: Alejandra Larraín R.Ilustración de portada: Felipe Díaz H.Ilustraciónes interiores: Felipe Díaz H.Corrección de Pruebas: Osvaldo Oliva P.

Impreso en Salesianos S. A.

HECHO EN CHILE

6 7

En busca de la

al sur de Bahía Inglesa cueva del pirata,

E l sol quema, implacable, mientras el mar invita a

refrescarse en él. Nico y Pancho, dos aventureros

de doce años, se alejan del grupo familiar instalado

bajo carpas en las Rocas Negras, entre Puerto Viejo y Bahía

Inglesa. Y el sol no da tregua. Se apresuran, antes que les

pregunten adónde van ¡quién les va a creer! Después de lo

que pasó en Puerto Cisne, más allá de La Ballena, los con-

trolan mucho –el año anterior, 1996, casi se ahoga una fami-

lia completa, amiga de ellos–; pese a que no tuvieron “arte

ni parte”, ¡cómo iban a ayudar o vigilar la marea si andaban

en los alrededores, investigando! Y eso que no saben lo de

las gaviotas enloquecidas, que los atacaron por ahí mismo,

en el roquerío donde al parecer tenían sus crías.

Nico es alto y delgado, trigueño; Pancho más bajo, ru-

bio, pero igualmente ágiles, y dorados por el sol nortino.

Caminan hasta el final de la playa larga, de Rocas Negras.

Llegan hasta el roquerío que la vez anterior les impidió la

pasada hacia la “Cueva del Pirata”. Según decían, estaba

entre estas Rocas Negras y Puerto Viejo. Han calculado

muy bien dónde podría estar. A su edad, ya no creen en

filibusteros actuales, pero si tiene ese nombre, piensan,

8 9

–Mira, se ve claridad al otro lado. Es un verdadero túnel o

cueva, ¿será ésta la Del Pirata?

–No. Debe estar al otro lado. Al fondo se ve arena ¡allá!

¿Ves? ¡Al fin, hemos llegado!

–¿Aquí será donde en las noches, cuando hacen fogatas,

han visto al Pirata?

–¡Ni los mariscadores se atreven a venir en la noche! Parece

mentira que lo hayan visto, ni siquiera en Bahía Inglesa –ar-

guye Pancho, satisfecho de haber llegado allí; son cómpli-

ces en muchas aventura secretas, desde su primera infan-

cia.

–Ya te conté que a unos compañeros de curso se les apa-

reció el Pirata cuando estaban alrededor de la fogata, aquí

debe haber sido.

Deciden entrar pronto al túnel. Y claro, ahora están de

acuerdo, no puede ser otra cosa que la mismísima Cueva

del Pirata. Suponen que el otro lado es más amplio y, por

supuesto, encontrarán algo fabuloso.

–De noche sería bueno venir, y hacer fogatas, a lo mejor lo

veríamos, ¡esto se impone! A esta hora no hay misterio, no

tiene swin.

–¿Para encontrarnos con el bucanero? –pregunta Nico–.

¿Crees que podríamos escaparnos una noche, antes que

nos vayamos? ¿Podríamos inventar una ´chiva´?

–Bueno. ¿No te lo aseguró también don Alfredo, el jardi-

nero? ¿O no le crees? –Entrando en la oscuridad del por-

es porque allí se escondieron o fondearon los corsarios o

piratas ingleses que anduvieron por estas costas. Esto es

creíble, es histórico. Y no es cosa de “cabros chicos”, con-

cluyen; hasta la historia cuenta que existieron ¡y a lo mejor

todavía quedan piratas!, ya que ahí en el norte, se habla de

“mercadería de contrabando”.

Llegan a la última playa de ese rincón, vecina a la misterio-

sa que ansían conocer. Es como una herradura pequeña,

abierta hacia el mar, encajonada entre peñascos y el respal-

do de la planicie desértica. Parados en lo alto de las rocas,

aceradas bajo el sol quemante, miran hacia el sur.

–Parecemos aves aquí, y allá abajo éramos dos pulgas ma-

rinas –dice Pancho, en tanto se dan cuenta que por el corte

a pique, de rincón a orilla, es muy difícil subir o pasar. Se

deslizan, resbalando sobre las rocas, hasta la playita conti-

gua, de arena muy blanca.

–Debimos venir por arriba –comenta Nico, observando ha-

cia la planicie invisible.

–Ahora se te ocurre –rebate su primo. El roquerío es com-

pacto. Suben al lado sur. Apoyados en las hendiduras, se

ayudan y espantan a las gaviotas que parecen decididas a

impedirles el paso (como las de Puerto Viejo). Arriba otra

vez, ven la siguiente playa, angosta, de agua más oscura

que la color esmeralda de Bahía Inglesa, y más encerrada

y profunda que la anterior, de donde vienen. Se deslizan

sobre la superficie lisa. Y caen a la arena. Mirado de norte

a sur, se ve una especie de pórtico entre las rocas: es una

boca de túnel en curva, pegado al litoral. Encantados entran

y se meten al agua.

10 11

tal rocoso, resbaladizo y tétrico, un ligero temor cruza por

su ánimo. ¿Existirá algún corsario, o serán contrabandistas

modernos los que hay?, piensa, serio ahora, vacilante entre

la fantasía y la realidad. El roce pegajoso de unos huiros,

adheridos a las rocas, de por sí resbaladizas, le hace perder

el equilibrio. ¡Cuidado!, grita el otro, es más hondo aquí.

–No puede ser profundo, es orilla. ¿No ves? El agua me

llega apenas a las rodillas.

–¡Qué voy a ver! ¡Camina apegado a la pared, por las rocas, si

puedes...! –No alcanza a concluir la frase, cuando también cae

al agua. Lo toman con buen humor, y audazmente avanzan

en la oscuridad. Es un pasadizo largo, como excavado en el

borde, entre el mar, terreno costero y rocas sobresalientes. El

agua las cubre a intervalos, al entrar en oleajes desde el po-

niente. Por ahí llega claridad, plateando la difusa superficie.

–Aquí debiera haber un embarcadero –acota Pancho, al

salir al otro lado–, ¡tiene que haber! ¡Pero…, harto chica la

playa, más largo es el túnel!

–Lo del embarcadero era idea tuya. Y este lugar no parece

muy profundo con esa pila de rocas asomando, ¡cómo iba a

entrar un barco!, tendría que quedarse mar adentro. Esto ya

me decepcionó, –protesta Nico, tirando las zapatillas más

lejos que las de su primo.

–Investiguemos el fondo marino –sugiere Pancho–.

Acuérdate lo que nos contó don Alfredo el año pasado, eso

de los cofres fondeados cerca de la orilla, a lo mejor entre

esas mismas rocas.

–¡Déle con don Alfredo! Que él también estuvo aquí, ya no

lo creo, cómo puede haber sido, primero minero, pescador,

mariscador y ahora… jardinero. Mejor, por hoy, no busque-

12 13

sibles, como un muro de rocas lisas, de altura superior a una

casa. No se podría bajar, menos subir por ahí. Se levantan

de un salto.

–¡Mejor vámonos Pancho!, –apura Nico, guardando sus

ágatas en los bolsillos. Se pone la polera. Amarra los cor-

dones y se tira las zapatillas al hombro.

–¿Ya? ¡Tan pronto! ¡Bueno, ya. Vámonos!, aunque preferiría

quemarme más –responde Pancho mientras anuda su po-

lera a la cintura. Veloces, suben al primer montón de rocas

por donde salieron del túnel. Avanzan equilibrándose has-

ta la salida de la cueva, devolviéndose; desde esta boca,

hacia el interior no se ve nada. Pancho tantea con el pie

para apoyarse. Al cargarlo, resbala. Cae; igual le sucedió en

la entrada contraria. Agita los brazos con valentía. Se aferra

a la roca. Queda de pie, cubierto de agua hasta los hom-

bros. Entonces Nico da una rápida ojeada hacia la entrada

por donde llegaron; sólo se ve un manto de agua, oscuro,

ondulado y amenazante, hasta allá. Sin muestras de temor,

afirmado entre piedras, dice:

–Pásame la mano. –Pancho lanza algunas maldiciones,

porque a cada intento de salir del pozo, resbala, pero per-

severa y lo consigue. Mudos, se sientan en esta boca sur

de la cueva de tantas ilusiones.

–Esto no estaba en mis libros, –dubitativo, trata de bro-

mear.

–Acuérdate cómo pasamos desde el lado norte hacia acá

e intentemos regresar, –propone Pancho, sobándose las

piernas y soltando un garabato.

mos. Sin snorkels, es difícil, y tengo el pecho un poco ´apre-

tado’, desde ayer que me está fregando, pero no podía per-

derme esta aventura.

–Vamos, cobarde –lo azuza su primo. Parece que así como

don Alfredo es la gente del norte, no como tú. Yo le creo.

Nico accede, sólo para averiguar cómo es el fondo en esta

parte, hasta ahora ignorada por muchos veraneantes, y con

los papás no podrán venir, de esto no le cabe duda. ¡Ellos

son los primeros en llegar!

No se internan en el mar. Y tan cerca de la orilla, nada ex-

traordinario se ve. Decepcionados observan cómo la ola

rompe muy adentro, sobre un muro de rocas, disparejo, ta-

pando el horizonte mientras imperceptiblemente sube el

nivel de las aguas.

Ya que están allí, sin encontrar señales de que este lugar

haya sido en realidad la “Cueva del Pirata”, deciden buscar

ágatas entre la arenisca, hay menos que en la Playa de Las

Ágatas, más allá en Puerto Viejo, comentan. Es grande la

decepción. Se tienden sobre sus poleras, con la cara bajo

los ´cucalones` y conversan acerca de venir por arriba, con

los papás, total a veces los viejos son bien cumpas, dicen y,

tal vez, haya un camino de autos, ya que algunos yeeps re-

corren esos arenales, subiendo por el camino de La Ballena

hacia Puerto Viejo. El cansancio los invade acrecentando

la modorra. La quietud parece detener el sol y el tiempo.

Medio adormilados sienten el agua que ha llegado a sus

pies. De repente se incorporan para observar. Las paredes

del borde costero, en esta playa semicircular, sí, son inacce-

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–Se te cayó la gramática.

–Para gramática estamos, imbécil, ¿no ves que estamos

atrapados?

–Tiene que haber otra salida de esta playa.

–Por el corte de la planicie, ¡nunca!

–Por ahí tendrá que ser. Apurémonos. ¿No ves que el agua

sigue subiendo? ¡Mira! No contábamos con la marea.

–Hace tan poco que estamos aquí; ¡Cómo subió tanto! –re-

clama, más malhumorado, Pancho. ¿Y mis zapatillas? !Se las

llevó el agua! ¡Tienes las tuyas y no me avisaste, mala gente!

–¡Creí que las tomarías!

Debían irse pronto. La única posibilidad de salir de allí

era escalando el roquerío, ese paredón hacia el desierto.

Pusieron la mirada en lo alto, apurados en subir, insensi-

bles al dolor de quemaduras y magulladuras. Pero era tan

liso que no podían apoyarse y a duras penas llegaron a me-

dia altura. ¡Tenían que llegar arriba! ¡No dejarse atrapar por

la marea, en esta playa del Pirata! Nadie sabía dónde anda-

ban y jamás los encontrarían. Continuaron ascendiendo en

línea oblicua hacia el terraplén, apoyándose en grietas o en

salientes rocosas; el avance era lento.

–Oye, ahora parecemos aves apegadas a una pared –tra-

tó de bromear Pancho, evitando pensar en el dolor de sus

pies descalzos.

–Al otro lado dijiste que parecíamos gaviotas o pulgas,

no me hace gracia, afírmate, mejor. –Habían subido casi

dos tercios del

total. De pronto,

Pancho resbaló.

–¡Mierda!, –mur-

muró entredien-

tes, logrando su-

jetarse. Sus heridas

aumentaron. Poco

más abajo, el agua,

estirándose, lamía la

roca, y subía demasiado ráp id o

para la lentitud de ellos. Apoyado,

como podía, el muchacho, a pasos de la

adolescencia, se tragó unos lagrimones y palabrotas

que se le escapaban de pura rabia. Había retrocedido a la

mitad y le dolía todo el cuerpo, más todavía al constatar que

sangraba.

–Me siento mareado, apúrate –un poco más arriba, lo urgió

Nico, entre toses y respirando hondo al adelantar la cabeza

para ver la situación de su primo.

–¿Me ves cómo estoy yo, estúpido? –respondió el otro,

sintiéndose herido, y le asaltó un temor más serio, no fuera

a ser… entonces le advirtió, sin moverse:

–No vayas a ‘cerrarte’ ahora, imbécil, trata de sentarte –y ra-

zona que, en el peor momento, se le ocurre a su primo tener

una crisis de asma. Con gran esfuerzo recuperó el espacio

perdido, y en un trecho muy angosto, saliente de roca, am-

bos se quedaron de pie un rato, apoyándose mutuamente.

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–Respira hondo, te digo, y relájate como puedas. Ni pense-

mos que estamos aquí le ordenó, preocupado. Siempre se

sintió más fuerte y decidido que su primo. Ahora sabe que en

momentos parecidos, pero no tanto, Nico siempre logra rela-

jarse y recuperarse –como la vez que casi se ahogaron por

bucear a escondidas–, después, los demás ni se imaginan,

¡las que han pasado! Se quedan un rato silenciosos, apega-

dos a los peñascos. Sopesando el inesperado final de una

aventura tan ansiada y planificada, desde que oyeron hablar

de esta famosa “Cueva del Pirata” que, para colmo, no es tal.

No saben cuánto rato llevan ahí, sin mirar hacia abajo, ni

pensar en malestares. Más repuesto, Nico le propone ayu-

darse uno a otro:

–¿Te acuerdas cuando fuimos a La Campana, allá en

Olmué? Hagámoslo así...

El resto del ascenso fue muy difícil y lento –en sus caras se

notaba la preocupación, pero ninguno daba su brazo a tor-

cer–. Y lograron alcanzar la planicie. Con un grito de alegría,

se sentaron sobre la última roca del borde superior. En tanto

miraban hacia el pie del acantilado, la angosta faja de

playa desaparecía totalmente, inundada por la resaca.

Pancho no soportó más; se quejó del dolor, de las

rasmilladuras en todo su cuerpo y, ¡perdí mis zapa-

tillas! Nico le examinó pecho y espalda, ayudándole

a ponerse la polera –que traía amarrada a la cintu-

ra–. Le dio pena, no imaginó que estuviera tan

magullado. Fugazmente pensó en los reproches

y preocupación paternos, que vendrían después,

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pero ambos resistirían como siempre. Sabían guardarse se-

cretos.

–Si te la hubieras puesto, no te habrías herido tanto –argu-

yó, por decir algo.

–Y tú, si no hubieras tenido miedo, no te habrías sentido

mal –le tiró el otro, olvidado de su consideración–. Suerte

que no la perdí también, ¡mala gente, no me acordaste de

las zapatillas...!

–Oye, mejor callemos, ni hablemos más de esto ¿Quieres?

–Respondió él, picado. Y todavía hablando entrecortado,

con un ligero silbido del pecho–, y no le contemos a nadie,

como otras veces.

–Qué cosa. ¿La aventura, lo tuyo, o lo mío? ¿Crees que no

se darán cuenta? Total para ti es más fácil, no te castigan

–dijo Pancho, adolorido.

–Que no contemos nada, de todo lo que hemos pasado,

entiende. Si no, jamás nos dejarán vagar tranquilos. Y ya

nos han fregado bastante, controlándonos como que fué-

ramos ´cabros chicos`.

–Bueno, ooh, pero si nos preguntan no podemos mentir,

algo contaremos. –Y se levantó un poco tembloroso. Le

dolía demasiado una pierna. Al volverse hacia el Norte,

gritó, –¡Mira! –Por el borde de la meseta, sobre los acanti-

lados, se acercaban dos hombres. ¡Sus padres! Los habían

visto y, gritando algo, agitaban los brazos. Ellos se apre-

suraron en alejarse de allí, para que no supusieran que

estuvieron allá abajo. Pero, los otros, ignorándolos cuan-

do llegaron, como que no los hubieran visto se acercaron

al borde, y observando con atención el agua que cubría

hasta el pie del acantilado, movían la cabeza, fran-

camente enojados, furibundos, y con razón por la

inconsciencia o inmadurez de sus primogénitos.

Después, los dos aventureros soportaron la andanada

de preguntas, y amenazas a futuro y que “razón tienen

sus madres en preocuparse de los desatinos de uste-

des, ¡cuándo van a aprender!”, y esta imprudencia que ya

“pasa de castaño a oscuro” y “con esto se acabó: no ve-

nimos más para estos lados” “y tú, Pancho, ¡pide permiso

nomás cuando lleguemos a casa!”.

Caminaron todo ese trecho (Pancho ´a pata pelada`, aguan-

tando la quemante arena y tratando de no cojear; Nico res-

pirando hondo con su pecho apretado), por el camino de

la llanura, y viendo lo fácil y rápido que habría sido venir

por ahí, pero ¿y la bajada? No habrían descubierto el túnel.

No se veía desde arriba. Jamás habrían acertado con esa

playa semicircular de pared tan alta. Esto de haber pa-

sado por el túnel, con marea baja ya era una hazaña.

Inhalando aire, Nico dijo:

–De la que nos libramos. Estoy convencido de

que el verdadero escondite del Pirata se es-

fumó como la playa. Tampoco está entre las

rocas de Bahía Inglesa...

–Y yo creo que está en el fondo del mar

–Puntualizó Pancho...

Hasta ahí nomás les llegó la sed de aventuras ese

verano. Después… cambiaron sus intereses, había otras

incógnitas, otras materias que investigar.

20 21

Hacía varios meses que la abuela estaba enferma.

Había adelgazado mucho y casi vuelto a su figura

de antaño –cuando su esposo se fue–. Nostalgia,

decían, ella siempre se ha sentido pasajera en esta ciudad

creciente, aunque la vegetación sea igual a la de su tierra.

Mas, en esos días, pareció recuperarse y ante la sorpre-

sa de todos, se vistió con uno de sus mejores trajes, ése

que guardaba de sus tiempos juveniles, de muselina verde

agua con adornos de encaje blanco. Aún le quedaba bien.

Mirándose al espejo, frente al peinador, vio su cabello, blan-

queado y, al bajar la vista, a su nieta…

–Entró en él abuela –dijo, riendo al imitar una broma de los

mayores.

–Cómo que entré, niña, es mi talla y con ella me iré –le res-

pondió muy seria.

–Pero no se enoje, ¿adónde irá? Se ve linda, preciosa como

una dama antigua, más antigua que...

–Estás atrevida hoy, Mariela, y yo... que por ti estoy vivien-

do.

El Pañuelo de Seda

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