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JOSÉ L. VALLEJO MARCHITE ERRANTE POR EL TIEMPO

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ERRANTE POR EL TIEMPO JOSÉ L. VALLEJO MARCHITE Errante por el tiempo 2 A María Dolores García Hervás Pero, ¿y esta palabra que irremediablemente huele a muerto apenas se desprende de mis labios? ¿Y esta angustia enquistada? ¿Y este cruel desaliento? ¿Y este dolor constante? Ahora quiero ser yo. ¡Dejadme ser! ¡Que aprenda a ser! Errante por el tiempo 3 1

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JOSÉ L. VALLEJO MARCHITE

ERRANTE

POR EL TIEMPO

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Errante por el tiempo

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A María Dolores García Hervás

Para que tu dolor no llores si se pierde su llama, porque queda en el rescoldo quemándose mi amor y para siempre

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Dejadme descansar mi amor errante más allá de las piedras que fijan límites. Dejadme allí fundar mi propia identidad. He recorrido ya un largo camino que une o separa -¿definitivamente?- la soledad por la que voy creciendo y vuestra soledad. Ahora quiero ser yo. ¡Dejadme ser! ¡Que aprenda a ser! Cuarenta largos años de no ser no pueden darme mi medida exacta, sólo aproximaciones: estatura, color de los cabellos y acaso de los ojos, y este lamento de sentirme un hombre que tiende aún las manos hacia precipitados regocijos. Pero, ¿y esta palabra que irremediablemente huele a muerto apenas se desprende de mis labios?

¿Y esta angustia enquistada? ¿Y este cruel desaliento? ¿Y este dolor constante?

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¿Y este horror a la muerte...?

¿Quién soy? ¿Adónde voy con este amor errante? ¿Qué existe más allá del horizonte, del sueño, de la nube o de la orilla de este río inmenso que unas veces es vida y otras llamamos vida? Dejadme descansar más allá de las piedras que fijan límites. Dejadme allí fundar mi propia identidad.

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2 Cada instante soy otro, como es otra la muerte, otros el mar y el mundo. Sigo aún arrastrándome en la noche en la que fue posible esta loca aventura de mi vida. Aquella noche se pobló de estrellas de un otoño que iniciaba su ciclo, de dolores, de lágrimas, de alegrías nerviosas. ¡Nacía, al fin, otro hombre! ¿Qué queda de aquel hombre? ¿Qué, Señor, del inmenso milagro de la vida, después de tantos años de ir paseando por la tierra triste su triste carne? Yo no lo sé, Señor. ¿Cómo puedo saberlo si en el alma se empoza la tristeza, y el corazón, cansado, de soledad se nutre? Cercándome, ahogándome, la gente ya no se para para responderme, y mis preguntas luchan contra un cielo que pudo ser azul y es negro todavía.

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No acierto a conjurar este desasosiego, esta innoble tristeza, este andar tropezando siempre en la misma sombra.

Una fecha del viejo calendario del tiempo cuenta mis pasos vanos por la vida. Una ráfaga ardiente del viento de tus manos me urge a seguir gastando los instantes que aún quedan a mi vivir, que es muerte por los cuatro costado. Porque eso soy, Señor: muerte en trinchera, a veces; siempre, muerte en avanzadilla. La vida que renace está sólo en las cosas que, más allá del límite de piedra, me siguen esperando. ¡Que no esperen, Señor! ¿Saben mi nombre, acaso? ¿No me están confundiendo con aquel que yo era cuando alzaba su vuelo desde mí tanto grito asombrado? ¿Para qué dar descanso a mi prisa? ¿Por qué, si es mi sino soportar este peso de amor, lleno de ausencias, a lo largo y lo ancho de esta playa de soledades?

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Dime, Señor, quién soy o aventaré sin tregua las palabras que aprendí de mi viejo diccionario, y las reduciré a un inútil silencio. En él se escudarán mis agrietados labios siempre que, desde el fondo de mi ser, las preguntas, requemándome, pujen por salir del carcaj del corazón en derechura al blanco. Con los pies destrozados, presiento que me iré sin saber nada acerca de este barro deleznable que un día, ilusionados, moldearon tus dedos.

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Sólo Tú lo sabías. Entonces yo ignoraba las palabras temblor, cansancio, angustia, desesperanza, soledad, engaño, desaliento, dolor, duda, demonio. Aquella noche vi, desde mi barco naufragado, la costa de la Muerte. ¡La Muerte! Estaba allí, cerca del varadero. Venía hollando días y semanas, años tal vez. Me pregunté: ¿Es mi tiempo lo que reduce a nada? Hoy, Dios mío, camino sobre sangre de sueños, y es mi vida huracán de presagios, infatigable sed, paramera agostada. Y también es el llanto de los ojos heridos, de las manos vacías de su polen, de los labios partidos y anegados por un gran aguacero de palabras.

Quise esperar a que volviese el día, vencer por un instante

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mi primer soledad en la alta madrugada. Todo en vano. Nunca más he sabido sino esta soledad desesperada, este doble cansancio de tener que elegir el paso atrás, Señor, o hacia delante. Un vendaval de horrores acude a donde estoy yo más despierto. ¿Luchar? Siento su frío secándome las venas. La Muerte no se aparta de mí: soy yo mi muerte. La llevo a todas partes. He dejado de ser y sigo siendo porque todo mi ser a muerto huele. ¿Y aquella profesión de fe en la vida

que juré en Por un mundo sospechado? ¿Huele también a muerto aquello que es posible sólo por el milagro creador de la palabra? Para morir no que queda mucho tiempo, ¿verdad, Señor? Sólo el instante exacto de ver cómo se aleja camino de la nada lo que fue, en su momento, renacida esperanza.

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Avancé hasta la orilla por recobrar mi viejo dolor. Alzaba el vuelo la luz. El mar era un inmenso lamento. Las gaviotas herían con sus alas luminosas la noche de mis ojos fatigados. El agua me venció y volví, de nuevo, a ser el navegante naufragado que se tropieza siempre con la Muerte. Cada día una muerte nos acecha: redonda, a veces, como las monedas, pequeña como el mundo que cabe en cada hoja de las que edita otoño por millares. Y es esta muerte mía cotidiana, o nuestra, si queréis, la que me aterra, porque nos va secando de forma imperceptible, gota a gota, el manantial del tiempo. Mi Señor, yo he sufrido, buscándote, la muerte.

Si a redimir mi angustia te convoco desde mi corazón, donde, enquistada, me muerde con su boca de dureza, dime: ¿vendrás, Señor de mi destino?

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¿O he de morirme así, desamparado, de espaldas a la tierra y hambreando tu luz?

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Señor, déjame oír su voz endurecida, déjame ver sus ojos taladrados, déjame, en el silencio, hablar por mis palabras y mi sangre. Quiero saber por qué bajó a mis soledades, de qué inútil espuma se me visten las manos que han renunciado siempre a establecer raíces y, a veces, no llegaron a sembrar la esperanza. ¿Caminar para ser? ¿No detenerse a la altura del pecho donde el amor nos vence? Por la tierra y la lluvia recién lavada el alma, denuncio ya sus muchas cicatrices, y sus nidos sin pájaros cuando apenas está naciendo otro dolor. ¿Su nombre? ¿Para qué? Se siente, no se llama. Los hombre lo nombramos ansia de vida.

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Nada más. Ansia que es ansiedad, porque la vida es eso justamente: correr sin paradero ¿Correr adónde, cómo? ¿Hacia otro manadero de muerte-vida? Náufrago cien veces, mil, sabiendo que Tú nunca me engañas, desde mi sangre más reciente y honda te grito que no entiendo esta nuestra locura-vida-muerte.

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He olvidado el otoño de aquella tierra oscura donde siguen venciendo el hachazo y el odio He olvidado el otoño de las agraces uvas y los vinos sin reposar. Ahora, después de bajar tanto a las bodegas del insomnio, vencido por un amargo amor intercostal, demando un vaso lleno hasta los bordes. Sé que no aguantaré más que un pequeño sorbo, y será suficiente para ocultar mi rostro verdadero. Ella, impasible, seguirá mi rastro, mi hedor a vino ácido, y jugará conmigo a las esquinas como si fuera un niño que no encuentro la puerta de mi casa. Y de pronto mi voz estallará en la calle preguntando cómo puedo escapar de la catástrofe.

Y gritaré mi nombre en todos los idiomas para que ya no sepa a quién de cuantos soy persigue.

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Por el aire, de soledad saltando a soledad, volaré a defender las cercas de mis sueños, a establecer contacto con la vida. Valencia, marzo de 1976