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  • La partitura

    Mnica Rodrguez

    ED ELV I V E S

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  • FICHA PARA BIBLIOTECAS

    RODRGUEZ, Mnica (1969)La partitura / Mnica Rodrguez. 1 ed. [Zaragoza] :

    Edelvives, 2016217 p. ; 22 cm. (Alandar ; 159)XVI Premio Alandar-cub.ISBN 978-84-140-0484-51. Msicos. 2. Amor. 3. Diarios. 4. Mongolia. 5. Enseanza.

    I. Ttulo. II. Serie.087.5:821.134.2-3119

    Direccin editorial: Departamento de Literatura GE

    Direccin de arte: Departamento de Diseo GE

    Diseo de la coleccin: Manuel Estrada

    Fotografa de cubierta: Thinkstockphotos

    Del texto: Mnica Rodrguez De esta edicin: Grupo Editorial Luis Vives, 2016

    Impresin:Edelvives Talleres Grficos. Certificado ISO 9001Impreso en Zaragoza, Espaa

    ISBN: 978-84-140-0484-5Depsito legal: Z 462-2016

    Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproduccin, distribucin, comunicacin pblica o transformacin de esta obra solo puede ser realizada con la autorizacin de sus titulares, salvo excepcin prevista por la ley. Dirjase a CEDRO (Centro Espaol de Derechos Reprogrficos) si necesita fotocopiar o escanear algn fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    El 0,7 % de la venta de este libro se destina a proyectos de desarrollo de la ONGD SED (www.sed-ongd.org).

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  • Novela ganadora delXVI Premio Alandar de Narrativa Juvenil

    El jurado se reuni el 22 de enero de 2016. Estaba compuesto por Andrea Villarrubia (profesora),

    Pablo Barrena (crtico literario), Luisa Mora (bibliotecaria), Heinz Delam (escritor), M. Jos Gmez-Navarro (editora)

    y Beln Martul (presidenta del jurado).

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  • 7

    SECRETOS

    Est nevando. Miro por la ventana y veo los copos caer. Pienso en diminutos pjaros bulliciosos y fros. Vienes y me tomas de la mano. Apoyo mi cabeza sobre tu hombro y entrecierro los ojos. Es bonito ver nevar desde tu hom-bro. Vuelan los copos, su silencio hermtico como un se-creto blanco. Tu mano se mueve y, antes de soltar la ma, la luz la alcanza.

    Vendr pronto me dices.Me besas en la mejilla y sales a la calle. Veo tu abrigo

    negro moverse entre los copos. Tus huellas. La nieve las va borrando y pienso en el olvido que vendr tambin a cubrirlo todo. Los recuerdos, esto que palpita, es decir, yo. O t, que te pierdes ahora al final de la calle y, de pronto, te giras y agitas la mano.

    Adis te digo. Aunque no puedas orlo. Mi aliento emborrona el cristal. Con un dedo pinto un

    corazn, no s por qu, y vuelvo a pensar en los secretos mientras la nieve cae dentro del corazn. Como si fuera una caja.

    Al fin, tambin el vaho desaparece, y el corazn y las huellas en la calle.

    As acabar siendo siempre. Por eso me he decidido a escribirlo, a contrtelo.Te sorprender que nunca te haya dicho nada de todo

    esto. Te sorprender que, ms all de nosotros, en m, viva esta historia que me empuja y se agita como si fuera

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    ma, producindome a veces un dolor tan semejante a la vida.

    Cuando termines de leer estos folios, tendrs que responder a una pregunta. Una cuestin que en m lleva tiempo debatindose. An no he tomado una decisin y me gustara saber qu haras t en mi lugar.

    El tiempo pasa, todo muda, se corrompe, muere.Muere, s.Pero hay cosas, tal vez, que perduran y puede que esta

    sea una de ellas. No quiero que siga siendo un secreto ms en el silencio

    de la tarde, alejndose como una pluma a la que nadie dar alcance. Perdindose con los otros secretos que nadie des-cubrir. Es demasiado importante. Al menos, puede serlo para alguien.

    Hay lugares por los que no se vuelve a transitar.Abro la ventana y el aire me corta y me envuelve. Saco

    la mano y dejo que los copos de nieve se desplomen en ella y se licuen. Cuando cierro la ventana, an un copo medio transparente sobrevive en mi manga.

    Me siento y escribo.

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  • 9

    I

    GANDALF

    Se llamaba Daniel y era un anciano ms de la residencia. Padeca, como muchos, de demencia. La nieve ya le haba cubierto la mayora de los recuerdos. Era testarudo como tantos otros, y la barba le llegaba casi hasta el ombligo. No era enteramente blanca, a tramos se volva ms bien gris y se ondulaba. Disminua a medida que creca, formando algo as como un largusimo tringulo. A veces se le vea recogiendo los finos pelos en que terminaba su barba con la mano derecha, como una doncella sujeta las haldas de su vestido. Por aquella rareza todos lo llambamos Gandalf.

    Nunca lo visit nadie.Gandalf era uno de mis preferidos. Mientras lo acica-

    laba o le daba la medicacin le sola hablar de ti, de nues-tros primeros encuentros. Saba que todo lo olvidaba y poda contrselo una y mil veces. Y aunque esto ocurra con algunos de los ancianos que tenamos en la residencia,

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  • 10

    yo solo le hablaba de ti a Gandalf. Quiz por aquel aspec-to de mago que le otorgaban las barbas o por esa mirada, a pesar de todo, tan honda. Tena, an no te lo he dicho, unos ojos pequeos y arrugados, de un grisceo similar al de la barba, extraamente profundos. En uno de ellos crecan las veladuras de las cataratas, ocultando la pupila bajo una nube blanca. El otro haba sido operado haca tiempo. l aseguraba que vea el mundo difuso y amari-llento por el ojo enfermo, y azulado y esplndido por el ojo operado.

    Veo dos mundos deca. El bueno y el malo.Cuando estaba contento, guiaba el ojo de la catarata

    para adentrarse en aquellos violetas y verdes que, asegu-raba, cubran el mundo. Cuando algo lo apenaba, sin embargo, cerraba el ojo bueno y apenas vea lo que lo ro-deaba borrado por la catarata. Un mundo confuso.

    Como su mente.Yo le hablaba de ti, y ahora me doy cuenta de que en-

    tonces l mova los dedos como llevados por hilos invisi-bles, y eso tambin me gustaba. Tena unas manos largas y finas, huesudas, con un tono grisceo, como la barba y los ojos, y estaban cubiertas de venas gruesas y azuladas, semejantes a ros. Cuando mova las manos, sus dedos, a veces, se acercaban hasta tocarse, y otras, se separaban en el aire. Nunca hasta la tarde en que empez todo entend aquel movimiento de las manos.

    Yo le deca:Hoy lo he visto. A Roberto. bamos por la calle Mayor

    Tatiana y yo, y entonces apareci. Al principio no nos vio, pero luego se dio cuenta de que estbamos all, las dos, agarradas del brazo haciendo que mirbamos el escaparate y dejando escapar unas risas. l se par y se agach para

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  • 11

    atarse el cordn. Pero sabe una cosa, Daniel? No lo tena desabrochado! Estaba haciendo tiempo para que pasramos a su lado. Y eso hicimos. Entonces nos salud y nos acom-pa un tramo; l me miraba todo el rato y me sonrea. No vea usted lo guapo que iba. Pensar que soy una creda, Daniel, pero a m me parece que se le van los ojos conmigo.

    Tal vez te acuerdes de aquellas tardes, de esos primeros paseos juntos. Pues yo se los contaba a Gandalf, una, siete veces, y l mova las manos y asenta como si supiese mu-cho del amor.

    No sola hablar demasiado, pero era simptico. En ocasiones deca palabras en un idioma extrao, frases que entonces cre inventadas y que ahora s que no lo eran. Pareca que el viejo anciano estuviera diciendo conjuros. Yo le deca:

    Pero, Daniel, de dnde sacar usted esas palabras tan raras? A ver si va a ser usted poeta o extranjero o las dos cosas.

    Gandalf entonces pareca avergonzarse, como si no acordarse de quin era fuera solamente una torpeza suya.

    Hasta que trajeron el piano.

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  • 13

    No s de quin fue la idea, ni quin lo don. Yo llevaba poco tiempo trabajando en la residencia fue mi primer trabajo, te acuerdas? y no me enteraba de muchas cosas. El caso es que empez a organizarse todo para hacer sitio al piano. Al final, se decidi que ira en la salita aquella que apenas usaban los residentes y que daba a la parte de atrs del jardn. Se quitaron los viejos muebles, se coloca-ron unas sillas muy pegadas a la pared y, en mitad de la habitacin, cerca de la ventana, colocaron el piano.

    Era de cola.Negro, con su forma de media ala que dejaron en-

    treabierta, como una enorme mariposa de azabache.La luz de la ventana se reflejaba en la tapa y lo haca

    brillar.Era viejo. A algunas teclas les faltaba el marfil y se vea

    su madera, afortunadamente sin apolillar. Era viejo, s,

    II

    EL PIANO

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  • 14

    como todos los habitantes de la residencia, sin contarnos a nosotras, las auxiliares.

    Doa Mariv sonri cuando todo estuvo a punto. Pal-me la bata con las llaves de la estancia en la mano, y dijo:

    Listo! Todas estuvimos de acuerdo en que era muy bonito y

    que aquel era el lugar ideal. Antes de que cerrramos la puerta, ya haba un montn

    de ancianos rodendonos y preguntando por aquello. Gan-dalf no estaba.

    Lo vi ms tarde, en el jardn, con la nariz pegada a la ven-tana y la barba recogida en la mano derecha. La otra, la iz-quierda, la colocaba a modo de visera sobre su cabeza para darse sombra y ver el interior de la estancia. Un hombre afi-naba el piano. Desde la ventana apenas poda verse su figura, pero s se oan sus arpegios, las escalas musicales.

    Se sobresalt al verme. Arrug el entrecejo y gir la cabeza como hacen algunos animales, mirndome desde la profundidad de aquellos ojos ancianos. Despus gui el ojo malo y, con una sonrisa extraa en l que siempre andaba ausente, pregunt:

    Ha venido Say?Fue la primera vez que o aquel nombre.Say. Sonaba extrao, lejano, acaso extico, unido ahora en

    mi recuerdo inevitablemente a aquellas escalas musicales, como deba de estar unido al suyo. Ni siquiera saba si hablaba de una mujer o de un hombre.

    Quin es Say? pregunt.l pareci no entenderme y agit en el aire la mano que

    no sostena la barba. Despus, como si le hubiese llegado de muy lejos, comenz a tararear una meloda sin abrir los

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  • 15

    labios. Las notas del piano se haban apagado bruscamen-te y aquel enigmtico tarareo, armonioso y profundo, llen la tarde.

    Le gusta la msica, Daniel? le pregunt extraa-da, porque nunca hasta entonces le haba odo cantar.

    Tard un rato en contestarme. Dijo:Recuerdo la msica. Me vino a la cabeza el ltimo artculo que haba ledo

    en una revista mdica sobre la memoria. Deca que en muchos casos de demencia, a pesar de existir una amnesia profunda, la msica se recuerda porque se guarda en una zona del cerebro diferente a la de otros recuerdos.

    Y ahora, mientras escribo, recupero aquella meloda intacta que sostengo entre los labios y que yo tambin ta-rareo. Apoyo la mejilla en la mano y miro por la ventana. Veo toda esa nieve. El olvido que seremos. Y pienso que el tiempo es capaz de borrarlo todo, de pudrir la madera de un piano, pero que la msica permanece.

    Gandalf, aquella tarde en que trajeron el piano, cerr los dos ojos y me dijo en un susurro:

    Yo quiero a Say, sabes? Siempre la quise. Eso tam-poco se olvida. A veces no recuerdo su nombre, pero lo que yo siento no se olvida.

    Y quin es Say? pregunt de nuevo.El anciano entonces cerr su ojo bueno y se hundi en

    la visin borrosa de su catarata izquierda. Por un momen-to tuve la sensacin de que se iba a poner a llorar. Pero no fue as. Simplemente dijo:

    No lo s. Eso no lo s.Se alej despacio, mientras sostena su larga barba con

    la mano derecha y deca:Eso no lo s. Solo s que la quiero.

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  • 16

    Fjate bien lo que deca: Solo s que la quiero. Y en el resto de su memoria, las altas montaas nevadas cu-brindolo todo.

    Me pregunt si acaso el amor se oculta en la misma zona del cerebro donde se guarda la msica. Si es as, t ests al lado de Light my fire y La valse d Amelie.

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  • 17

    No volv a escuchar ese nombre hasta pasados unos das, y fue en circunstancias extraordinarias.

    Yo estaba disgustada porque me haban obligado a hacer un turno de noche que no me corresponda. Preci-samente aquella tarde haba quedado contigo para ir al cine y tuve que llamarte para cancelarlo. Era nuestra primera cita a solas y lo tena todo planeado: el vestido, el color de los prpados, lo que te dira. Y ahora all, encerrada en el cuarto de las auxiliares, senta que el mundo se haba puesto en nuestra contra. Me mir al espejo. Me frot las pestaas negras y rizadas de rmel, con rabia. Tena la urgencia de la juventud, de los amores sin estrenar. Ahora sonro al recordarlo.

    Me consol, beb un caf y atend mis obligaciones. Despus, me sent a la espera de pasar la noche sin dema-siadas complicaciones. Me puse a leer y estuve hojeando

    III

    SAY

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    de vez cuando alguna revista mdica. Que no se muera nadie, rogu. Porque esas cosas sucedan. Fue pasando el tiempo y a ratos me adormeca.

    Debi de ser alrededor de las dos de la maana cuando me despert sobresaltada.

    Qu sonaba?No era la nica auxiliar de guardia, claro, pero mis

    compaeras se haban ido a dormir. Solo la novata, en este caso yo, pasaba la noche en vela mientras aguardaba cual-quier incidente. Y solo si era grave, avisaba al resto.

    Pestae y agit la cabeza para despertarme del todo. Entonces comprend. Aquel sonido vena de abajo. Era rtmico, intenso, hermoso.

    Alguien estaba tocando el piano, y lo haca muy bien.Baj desconcertada. Con pasos cortos y rpidos fui

    hacia la salita del piano, alisndome el cabello con las manos y recomponindome un poco el vestido. Normal-mente iba con la bata encima, pero an haca calor, lo re-cuerdo, y me la haba quitado. Llevaba aquel vestido verde que eleg para ir al cine contigo. En mis ojos an perma-neca la raya que me haba pintado para alargarlos y re-marcar ese vago aire oriental tan mo que siempre te ha gustado. Tal vez fue el vestido o aquellas lneas de los ojos lo que desencaden todo.

    Alcanc el cuarto del piano temiendo que la msica hubiese despertado a ms de un residente. Me imagin a un corro de viejos alrededor de aquel concertista noctm-bulo. Sin embargo, todo estaba tan en silencio, a excepcin de la msica, que sent miedo. Dud si deba despertar a las otras auxiliares.

    Pero la msica que sonaba era hermosa.Tambin triste.

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    Bella y terrible, recuerdo que pens mientras caminaba hacia la salita, como hipnotizada. Alcanc la puerta y la empuj suavemente, con temor.

    Supongo que ya sospechars quin estaba sentado al piano, pero es imposible que puedas imaginar lo que yo vi, lo que sent.

    Gandalf tocaba con los ojos cerrados y la cabeza la-deada. Tena la barba recogida sobre el hombro izquierdo y le caa por la espalda como una serpiente sobre el pijama de tela gris. Sus manos, debajo de aquel cuerpo encorva-do, corran veloces por las teclas. Su espalda se encoga y se estiraba, atravesada por aquella luz, aquellos chorros cristalinos que no eran sino su msica, tal vez sus recuer-dos. Aquella imagen me hizo estremecer y me sent yo tambin atravesada por aquel misterio: la msica y su rostro, esa expresin como jams ver ninguna. Conmo-vida y dolorosa.

    Ahora pienso que en esa expresin estaban fundidos el placer y el sufrimiento, y me hace pensar en tu rostro cuando hacemos el amor. Las expresiones faciales del gozo y el dolor comparten una curiosa similitud. Sufra Gandalf o disfrutaba con aquella msica? Miro de nuevo hacia la ventana donde los copos siguen con su silencioso descen-so para cubrirlo todo, como si en ellos pudiera encontrar una respuesta.

    Me qued fascinada. Nadie saba que Gandalf supiese tocar el piano, y lo haca como si aquel instrumento lo hubiera sido todo para l. Gandalf deba de haber sido concertista. Cmo no lo saba nadie?

    Sent que aquella msica se me suba a la piel, que me atravesaba el corazn. Not un escalofro cuando lleg a su final, con la suave presin de sus dedos. Las ltimas

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  • 20

    notas suspendidas en el aire. Ese hilo casi quieto, vibrante, que le alcanzaba ahora los ojos y los iluminaba.

    Silencio.La cabeza del viejo pareci desplomarse sobre la tapa

    del piano.Apoy las manos en el teclado, hizo presin con ellas

    para levantarse, y el sonido estrepitoso de las teclas llen la sala, rompiendo la magia. Entonces me vio.

    Say! dijo.Y fue tal la alegra de su rostro que pareci rejuvenecer

    veinte aos.

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  • 21

    Contena todos los males y al abrirla se dispersaron por el mundo. Solo qued una cosa en su interior: la esperanza.

    Los recuerdos de Gandalf, lo bueno, lo malo, lo borra-do por la enfermedad y lo que an permaneca all, de alguna manera, se abrieron aquella noche, se esparcieron. Me alcanzaron.

    Gandalf solo se qued con una cosa: la esperanza de Say, quienquiera que fuese. Su dolor.

    Con el silencio del piano, me di cuenta de que no es-tbamos solos. Magda y Nuria tambin estaban en la sali-ta, apoyadas la una en la otra. Y un par de ancianos, en pijama. Todos desconcertados.

    Ellas reaccionaron antes que yo. Venga, venga! dijo Nuria. Todos a la cama.Pero su voz no era la de siempre, estaba alterada por el

    concierto al que acabbamos de asistir.

    IV

    LA CAJA DE PANDORA

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    Yo me encargo de Gandalf les susurr.De dnde ha sacado la llave? pregunt Magda

    sealando la puerta de la salita.En la cerradura estaba metida la llave pequea y pla-

    teada del cuarto. Nos encogimos de hombros, sabiendo que iba a ser intil nuestro interrogatorio.

    Qu llave? Qu piano? deca Gandalf con los ojos de nuevo nublados.

    Me agarraba muy fuerte del brazo, mientras sujetaba la punta de su barba con la mano izquierda.

    Vamos arriba le dije. Tiene que dormir, Daniel.Por qu me llamas Daniel? pregunt asombrado.Despus, cuando llegamos arriba, volvi a sonrer.Lo he conseguido, Say dijo.Mir a su alrededor. Estbamos en su cuarto que era,

    como todos, una habitacin sencilla, con una cama, una mesita y un armario. Otros residentes decoraban sus pa-redes, personalizaban la cama con sus colchas, traan al-fombras o espejos, pero la habitacin de Gandalf era idn-tica a las habitaciones sin inquilino. Eso me produca una vaga sensacin de malestar, porque las habitaciones se quedaban sin objetos personales solo cuando mora un residente y sus familiares lo recogan todo; entonces, que-daban la marca de los cuadros en las paredes y esa luz fra de las habitaciones deshabitadas. Esa luz fra y triste de la habitacin de Gandalf.

    A l no pareca importarle.De pronto, como si recordara algo, me seal el cajn

    de la mesita de noche.Say dijo, est ah. Es tuya. Es hermosa como t. La confusin de personas es algo habitual en los ancia-

    nos dementes. Estbamos acostumbradas a ello. Sin

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  • 23

    embargo, la msica del piano y su expresin al hablarme como si yo fuera aquella mujer de su memoria a la que segua amando me desconcertaban y me conmovan al mismo tiempo.

    No soy Say le aclar con suavidad. O es que ya se ha olvidado de m, Daniel?

    l se acerc y me mir entornando los ojos, el izquier-do, nublado por la tela de la catarata, y el derecho, malva y penetrante. Me miraba con tanta fijeza que no supe sustraerme a su hechizo. Sent el imn de sus pequeas pupilas clavadas en las mas. Era una mirada firme, auto-ritaria, extraamente intensa, una mirada subyugante tambin y diferente a cuantas le haba visto. Sent, por un momento, que tena poder sobre m. Alz sus manos an-cianas y me ech el pelo por detrs de los hombros con delicadeza. Me dio la espalda y se fue hacia la ventana. En mi cuello perduraba el roce fugaz de sus dedos. De pronto volva a ser un viejo ms: los hombros encorvados, la bar-ba colgando y los ojos perdidos ms all del cristal donde se esparca la noche. Hizo un gesto con la mano, dndome a entender que me fuera.

    Mir el cajn de la mesita de noche y sent deseos de abrirlo. Gandalf no se acordara al da siguiente. Adems, l deseaba darle a Say lo que all hubiera. Y en aquellos momentos yo era para l Say. El tirador de la mesita de noche estaba levemente levantado, como llamndome.

    Sacud la cabeza. No, no poda hacerlo. No estaba bien. Para tranquilizar mi curiosidad, pens que lo ms probable era que en el cajn no hubiera nada. Que sencillamente Gandalf estaba reviviendo su pasado y sealaba otro cajn en algn lugar de su memoria, un cajn que haba existido muchos aos atrs.

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  • 24

    Gandalf volvi a agitar la mano en el aire, impaciente.Vete, vete! pareca decir.Cerr la puerta y me fui. En cuanto llegu al cuarto de

    las auxiliares, me puse la bata, la abotone hasta arriba y me recog el pelo en un moo. Las otras chicas comentaban en voz baja el extrao concierto nocturno de Gandalf.

    Qu fuerte! Y qu bien toca! Cmo habr encontrado la llave?Oye, Marta, qu fue lo que te llam?Yo me encog de hombros. No tena ganas de hablar.Me muero de sueo dije.Me tir en el silln y cog una revista. Al rato cerr los

    ojos.Pero no dorma. Pensaba en ti, en si mi amor por ti,

    que entonces empezaba, podra convertirse en algo tan grande e indestructible como intua que era el amor de aquel viejo por la enigmtica Say.

    Aquella mujer en la que me haba convertido sin que-rerlo esa misma noche.

    Aquella mujer que todava me habita.No poda saberlo, pero lo dese con todas mis fuerzas

    sin sospechar siquiera todo el dolor que encierra un amor as.

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  • 25

    Sigue nevando y acaso te preguntes por qu hoy, ahora, que hace ms de diez aos de todo lo que te cuento, he decidido escribirlo. Sacar a la luz este secreto. Luchar con-tra esta nieve que lo ocultar todo.

    Llevo mucho tiempo pensando sobre esto. Sopesando las consecuencias, porque a veces los secretos desvelados, los recuerdos ocultos traen sufrimiento, tal y como com-prend aquellos das.

    Pues bien, hoy le esta noticia en el peridico:La concertista de piano Say Sansar falleci en la

    madrugada de ayer en Mosc, tras una larga enfermedad. Tena 69 aos.

    Supongo que habrs hecho una rpida operacin men-tal y estars desconcertado. Gandalf muri hace diez aos, a la edad de 87. Say era mucho ms joven que Gandalf. Se llevaban 28 aos.

    V

    ECO

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  • 26

    l la conoci siendo ella una nia.Se enamor de una nia.Pero no quiero ir tan rpido porque podras hacerte juicios

    equivocados y quiero que sopeses con prudencia todo lo que te estoy contando para acertar a responder a mi pregunta.

    Me levanto y pongo uno de esos discos de msica cl-sica que tantas noches escuchamos. Te sorprenders aho-ra cuando mires el nombre de la concertista. S, es Say Sansar tocando a Rachmaninov.

    Say.Pero volvamos a la residencia. A Gandalf.El piano lo cambi. Y no porque l quisiera tocarlo a

    todas horas. No. Gandalf se olvidaba de que all haba un piano hasta que alguna auxiliar se lo recordaba. Todas le pedamos que tocara. Los residentes, nosotras. Nos sent-bamos en la sala y le veamos tocar.

    Al principio sus dedos parecan vagar por el teclado sin sentido hasta que de pronto encontraba un hilo y entonces todo su ser se transformaba, unido ya definitivamente al piano por vnculos invisibles. La msica flua y eran rfa-gas de luz, de sombra. Gandalf dejaba de estar con noso-tros. Sus ojos se iban muy lejos, imagino que a algn lugar de su pasado. La msica, puedo jurarlo, le haca recordar. En ocasiones regresaba ms feliz de sus conciertos, con su ojo bueno abierto, mirndolo todo, y otras, tan triste que daba mucha pena verlo.

    Se volvi inconstante. Rea a veces y otras se enfureca.Despus volva a la paz de la desmemoria.Era curioso que no hubiera olvidado ninguna de aque-

    llas notas. Sus manos suban y bajaban por el teclado. En ocasiones, con vigor; pero tambin tan delicadamente que se quedaban colgadas un instante en el aire

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  • 27

    Record esos movimientos de sus brazos cuando le hablaba de ti. Gandalf deba de estar escuchando su m-sica, tocndola, mientras oa aquel torrente de palabras de mis labios.

    Mientras le hablaba de ti.La msica. El amor.Todo ah confuso, revuelto, en aquella parte del cerebro

    que se resista al olvido. Por entonces habamos empezado a salir, casi se poda

    decir que ramos novios, y Gandalf ocupaba un espacio discreto en mis pensamientos. Todo lo ocupabas t. Nues-tros paseos entre los tilos amarillos. Aquel da era otoo. Me fij en una hoja que caa muy despacio. Entonces, sent tus manos, tu rostro inclinndose. La copa del tilo, la luz y la hoja amarilla desaparecieron cuando cerr los ojos y un vendaval subi por mi vientre, se llev mis labios, y era tu boca. Nuestro primer beso.

    Me acompaaste a la residencia y llegu colorada y sonriente.

    Doa Mariv me rega varias veces aquella tarde, y Gandalf me mir inquieto con sus ojos profundos. Y tristes. Pero a m nada me importaba porque a cada rato volva al instante de nuestro primer beso, y aquel vrtigo lo devo-raba todo. Sin quererlo, la sonrisa volva a mi rostro.

    Deseaba con ansia que sonara el telfono y que fueras t. Doblar una esquina y que estuvieras. Que sonara el timbre y tu voz me llamara. Que nos cruzramos en las escaleras, en el paseo, en la calle Mayor. Incluso all mismo, en la residencia, por absurdo que fuera.

    Te has enamoradoFue Gandalf. Lo dijo as, de improviso, con una voz

    diferente, desgarrada, torturada. A pesar de que yo le haba

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    hablado de ti, comprend que no era a m, a Marta, a la que se diriga, y que aquella frase le dola en algn lugar terri-ble de la memoria que volva para hacerse presente. Yo sostena el vaso en una mano y la medicina en otra. Pens que iba a decir algo ms, que iba a llamarme Say, a repro-charme que me hubiera enamorado, quiero decir, que Say se hubiera enamorado, pero no dijo nada. Pareci irse muy lejos. Arrug la frente como si algo lo estuviera martirizan-do y entorn el ojo bueno.

    La medicina, Daniel dije. Tiene que tomrsela.l volvi a mirarme como aquel da en su cuarto. Sus

    ojos, sbitamente vivos y autoritarios, retenan los mos. Todo pareci detenerse, y entonces movi los brazos en un gesto violento. Por un momento pens que me iba a golpear pero, en su viaje airado, las manos acabaron cubriendo su rostro y, antes de que pudiera darme cuenta, comenz a sollozar. Como un nio, con grandes hipos, restregndose la cara como si la barba fuese un pauelo. Encoga el co-razn ver a aquel anciano, el simptico Gandalf de la barba gris, en aquel estado de desconsuelo. Lo agarr de los hombros.

    Tranquilcese, Daniel! Tome la medicina. Se sentir mejor.

    Consegu que se la tomara, y despus lo llev a la sali-ta del piano. Cuando abr la puerta con la llave, l se que-d asombrado al toparse con el instrumento, como si fuese la primera vez que lo contemplaba. Como si viese un tesoro. Siempre le ocurra lo mismo.

    La persiana a medio cerrar extenda las tinieblas sobre la sala, ofreciendo una intimidad que no quise romper. Gandalf se sent al piano. Acarici las teclas con los dedos y se puso a tocar lo mismo que la noche que le descubrimos

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    en el piano. Aquella msica me llegaba muy hondo, tocaba alguna parte de m que desconoca. Me haca vulnerable, triste, dichosa. Y en medio de aquella confusin llegabas t, arrastrado por aquellas notas, y pensaba en nuestro amor y lo elevaba, lo magnificaba. Fue esa msica, ese concepto equivocado del amor, lo que me llev a cometer las imprudencias que me desvelaran el secreto de Gandalf.

    Pero para eso an tenan que ocurrir algunas cosas.Cuando Gandalf par, alguien abri la persiana de

    golpe, y el ruido y la claridad nos sacaron de aquella em-briaguez en que los dos nos habamos hundido. De pronto, doa Mariv estaba frente a m, reprochndome de malos modos no estar cumpliendo con mis obligaciones, llamn-dome la atencin por estar all sentada, sin hacer nada, mano sobre mano, escuchando al viejo. Qu injusta! Es-cuchar a Gandalf tambin formaba parte de mis obligacio-nes. Porque cules eran estas? Hacer la estancia de los residentes, aquella ltima parada en la vida, lo ms feliz posible.

    Pero no dije nada. En m perduraba el eco de la msi-ca de Gandalf, y eso era mucho ms poderoso.

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    Cada vez que Gandalf dejaba de tocar el piano, me miraba diferente. Era como si su msica me transformara en Say, en aquella mujer de sus recuerdos. No deca nada, pero yo lo senta. Era apenas unos instantes, lo que duraba la hue-lla de su msica, esa vibracin que convocaba todas las formas de tristeza.

    Gandalf envejeca a pasos agigantados. Miraba ator-mentado la vida a travs de su ojo bueno. Se crispaba, se dola de algo terriblemente profundo, tal vez bello, pero terrible. Como su msica.

    Qu le pasaba? Era el piano. Era Say. Yo lo saba. Probablemente haba sido un amor frustrado. Tal vez no correspondido. En cualquier caso, un amor desmedido, malogrado por algn motivo que jams podra llegar a conocer. Dej de pedirle que tocara. Pero cuando llevaba mucho tiempo lejos del piano, se volva indiferente a todo,

    VI

    EL PRNCIPE AZUL

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    ausente. Era un viejo sin vida. Un viejo de barba larga que miraba el horizonte detrs de los cristales, sin ninguna expresin en el rostro. El ojo bueno pareca vaco. Solo el otro, el izquierdo, velado por la catarata, aparentaba mirar el mundo.

    Entonces me preguntaba qu era mejor, si mantenerle sus recuerdos, por muy dolorosos que fueran, o dejarle ausente, sin identidad, pero en paz. An hoy no s contes-tar a esta pregunta.

    Por aquel entonces yo estaba pletrica. Todo iba bien contigo. Muy bien. Demasiado bien. Hasta aquel da en que volvi a tocarme turno de noche. Fue una noche compli-cada porque se muri un residente. Un hombre muy sim-ptico que iba en silla de ruedas. Le fall el corazn. Hici-mos lo que se hace en estos casos: la mdica certific su muerte, llamamos a los familiares, los aconsejamos.

    Son momentos difciles porque te encarias con los ancianos y, a ese extrao dolor de ver morir a un descono-cido al que quieres, se une el dolor de los familiares. O lo que es peor, la frialdad de los familiares.

    Es difcil acostumbrarse.Sal muy cansada. Amaneca. La luz del cielo rompa

    contra los altos tilos, ya sin hojas, con las ramas descubier-tas movindose levemente. Recuerdo que pens que pare-can huesos, esqueletos de rboles, y baj los ojos hacia el suelo, donde un remolino de viento se llevaba unos pls-ticos. Estuve un rato contemplando esa imagen no s por qu. Haba una luz de nieve; pens en el viejo y retom mi camino. Supongo que, si no hubiera mirado a los tilos tanto rato, mi vida no habra dado un vuelco. Pero la vida, ya sabes, es una sucesin de momentos, y unos y otros vienen tan unidos que nada sera lo mismo si cambiramos

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    el ms simple de ellos. As pues, dobl la esquina y mi vida se vino al traste.

    Supongo que lo recuerdas tan bien como yo. Porque nuestros ojos se cruzaron justo despus de que soltaras su mano y ella corriera a refugiarse en el portal del que aca-babais de salir.

    Ya hemos hablado muchas veces de esto y todo est bien. Nuestro amor se estaba fraguando. ramos muy j-venes. Pero tengo que escribir sobre ello, porque todo aquel dolor que yo sent de golpe, aquella cada del mundo en tu infidelidad error, como te empeaste en llamarlo fue lo que me llev a hacer lo que desencaden todo. Por-que yo deseaba que alguien me quisiera de verdad, como Gandalf a Say, ms all del olvido, ms all de la desme-moria y del tiempo. Ms all de cualquier otra mujer. Y pareca que t no sabas hacerlo.

    El desamor es algo terrible, te vence. Te aniquila. Aque-llos das yo no tena ganas de nada, me senta como Gan-dalf cuando sucumba a la apata. Nada mereca la pena si t ya no estabas conmigo. Hablamos, discutimos. Me pe-diste perdn cientos de veces. Pero me dola tanto que no estaba dispuesta a perdonarte.

    Entonces empezaste a salir con ella.Fue muy duro veros pasar algunas tardes bajo aquellos

    mismos tilos, ahora techados de nieve. La nieve que todo lo cubre y lo limpia. Pero mi corazn segua herido y la blancura de la nieve no era capaz de cubrir mi herida. Cerraba los ojos y vea rojo.

    Ahora sonro al recordarlo. Evoco mi imagen y la miro con ternura. Una joven con los ojos enrojecidos de tanto llorar, alta, con aquella larga melena que me llegaba ms abajo de los hombros y que siempre ataba en una coleta;

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    una joven que soaba, como todas las jvenes, con su prncipe azul. Cunto dao ha hecho el prncipe azul a la humanidad.

    Ni siquiera Gandalf, con todo su amor, fue un prncipe azul.

    Sobre todo Gandalf.Y yo, que sufra del mismo mal que l, o al menos eso

    crea entonces, el amor no correspondido, me dispuse a tomar la justicia por mi mano.

    A salvar a Gandalf, por ridculo que ahora suene.Ese fue mi error. La razn de que ahora lleve el peso

    de su secreto. La razn de esta carta.

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    Porque Gandalf empeoraba da a da.Mis compaeras seguan empendose en que tocara

    el piano y en verdad solo el piano pareca avivarlo. Pero cada sesin lo debilitaba, lo exprima, lo martirizaba hasta dejarlo exhausto, precipitndolo al vaco de la desmemoria.

    La ltima vez que lo o tocar el piano nevaba.Estbamos con algunos ancianos en la salita, y Gandalf

    volvi a interpretar lo mismo que la primera noche. Era la tercera vez que oa esa composicin. En las otras dos oca-siones me haba parecido bella y terrible. Ahora, sin embar-go, me resultaba insoportablemente bella y terrible, porque aquella intensidad de su msica me evocaba con tanta fuerza la ausencia de ti que me dola. Cada nota. Sus manos golpeando las teclas para sacarles aquella luz cegadora, hiriente.

    Cada arpegio, cada acorde.

    VII

    LA LTIMA VEZ

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    Te odiaba. Te quera. Como solo saben hacer los ado-lescentes.

    Nunca volv a escuchar aquella sonata tocada de ese modo. Su meloda luminosa, repetitiva y triste. Es posible que todo sucediera porque entonces mis sentidos estaban alterados y en aquellos arpegios del piano solo tuviera cabida mi propia tristeza.

    Adems estaba Gandalf, su forma de tocar. Yo saba que l senta exactamente lo mismo que yo cuando sus manos corran veloces por el piano, su espalda se arquea-ba y, al cabo, los dedos, viejos y tristes, presionaban las teclas.

    Los dos estbamos unidos en aquella msica, en nues-tro amor frustrado.

    Mir por la ventana y la nieve caa, no como hoy, sino ms fuerte; una nieve copiosa, encerrada tras el cristal y la msica. Una nieve pesada que caa, sin embargo, tan len-tamente que daba la sensacin de que el tiempo se estaba deteniendo.

    Y puede que eso fuera lo que pas.El tiempo se detuvo, al menos para Gandalf.Se detuvo en algn momento de su vida.Dej de tocar y se qued un rato ausente, temblando,

    como si le hubiera entrado la fiebre de golpe, sin atender a los aplausos y comentarios de los otros ancianos.

    Me levant y me acerqu.l me mir de nuevo con aquella profundidad de sus

    ojos viejos.Dijo:Siempre te esper.Y supe que se lo deca a Say.Que se lo haba dicho haca mucho tiempo.

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    Y que ahora, viejo, enfermo, con el olvido borrndole los recuerdos, segua esperando. Esperaba a Say.

    Y eso no poda olvidarlo.Ahora, diez aos despus de todo aquello, me pregun-

    to si lo que senta Gandalf era realmente amor, pura obse-sin o qu, y si acaso importa.

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    Fue aquella tarde en que de nuevo todo cambi. Yo saba por Tatiana que lo habas dejado con aquella chica y que estabas desesperado por hablar conmigo. Decid hacerte sufrir un poco, sabiendo que al final sera inevitable la reconciliacin. Estaba eufrica y entornaba un poco los ojos, deseosa de cierta venganza por el dolor sufrido.

    Doa Mariv me lo dijo: Daniel, el de la nueve, est muy mal. No se levanta

    de la cama. Tienes que intentar que coma y que beba. Ya ha pasado el mdico y lo ha dejado todo pautado.

    Me mir como si me viera por primera vez, y aadi:Pareces otra, Marta. Qu te ha pasado?Toda la luz de mis ojos, toda la alegra de tu renovado

    afn se vino al traste. Qu le pasa a Daniel? pregunt intentando mos-

    trar un tono poco afectado. Profesional.

    VIII

    LA DECISIN

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    Lo de siempre. Ingesta casi nula de alimentos, fatiga extrema, fiebre recurrente

    Cerr los ojos. Ya lo haba visto otras veces. Los pacien-tes as podan pasarse una semana, dos, y caer en estado de desnutricin. Sus cabezas deliraban y apenas mantenan la consciencia unas horas al da. Era la fase terminal. Sen-t un dolor terrible, como si Gandalf fuese ms mo que de cualquier otra. Como si aquel anciano fuese una parte importante de mi vida.

    Y en efecto lo era. Lo sigue siendo. La prueba es todo esto que te estoy contando. La pregunta que te espera al final de estas pginas.

    Cuando sub a su habitacin estaba dormido. Tena la barba por fuera de la sbana y pareca haber adelgazado en aquellos dos das en que yo no haba trabajado. Los pmulos estaban ms altos, las cuencas de los ojos ms hundidas y la larga barba culebreaba por la sbana blanca, para caer hacia el lado derecho.

    Estuve un rato sentada a su lado. Tena muchas otras cosas que hacer, pero decid esperar, all, junto a Gandalf, el pianista, el enamorado. El anciano moribundo.

    Despert, pero su cabeza vagaba an por el laberinto de los sueos, los recuerdos a medio olvidar. Dijo algunas palabras en aquel extrao idioma que ya le haba odo otras veces y se neg a comer o a tomar su medicacin.

    Le haban puesto una va con suero fisiolgico, as que desist. Recog las cosas dispuesta a irme cuando la mesi-ta de noche llam mi atencin. No haba nada particular, simplemente vi el pomo del cajn, igual que el da en que Gandalf me lo haba sealado, ligeramente levantado, como llamndome para que lo abriera. Me acerqu y tir de l, muy despacio, procurando no hacer ruido. A travs de la

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    pequea rendija que abr pude comprobar que el cajn no estaba vaco. Haba un sobre grande y abultado.

    Aquel descubrimiento me dej inmvil. Me sent una intrusa. Solt el pomo y recog la bandeja, nerviosa.

    Hasta maana, Daniel! dije muy alto.Antes de salir del cuarto, volv la cabeza. El anciano

    mova casi imperceptiblemente las manos y los dedos que tena ahora sobre la sbana. De pronto se gir, vio el cajn entreabierto y su expresin cambi. No podra describr-tela. Simplemente cambi. Sus manos se quedaron inm-viles. Todo l se qued inmvil y yo cerr la puerta y corr a cumplir con el resto de obligaciones.

    Cuando sal de la residencia senta un gran desconsue-lo. Gandalf se estaba muriendo. Record su sonrisa la primera vez que me llam Say.

    De alguna manera me gustaba ser Say.Cruc el paseo deseando encontrarme contigo, tener a

    alguien a quien abrazar, un lugar donde refugiarme y hun-dirme. Como la nieve se haba derretido, las calles estaban llenas de arroyos. Tom una bocanada enorme de aquel aire fro y humedecido mientras levantaba la vista hacia los tilos.

    All estabas. Como por arte de magia, una aparicin bajo uno de aquellos rboles a los que les empezaban a salir las hojas. Ahora s que no fue casualidad, que llevabas espe-rndome horas. Supongo que viste algo en mis ojos y que estabas nervioso. Aguardabas expectante mi reaccin. Debi de sorprenderte que no te dijera nada, que no te reprochara nada, que simplemente me acercara a ti y te abrazara.

    Nunca te cont que lo haba hecho por Gandalf y no por nosotros. Otro secreto que se abre en esta tarde de nieve. Ten paciencia, enseguida vienen los otros.

    Porque fue entonces cuando tom la decisin.

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    Cambi una guardia. No saba cunto tiempo le quedaba a Gandalf, y yo no haca noche hasta la semana siguiente. As que habl con Nuria y no le import. Yo le hara su guardia aquel martes en que el tiempo pareci mejorar. De camino a la residencia el sol se detena en los primeros brotes, verdeca el paseo. Zumb una abeja. Me fijaba en esos detalles con ansia, para espantar los nervios y las dudas. Estaba decidida a hacerlo.

    Quera salvar a Gandalf, pobre de m.Cuando mis compaeras se acostaron, empec con

    los preparativos. No haba querido subir a ver al ancia-no hasta el momento oportuno. Y ese momento haba llegado.

    Me puse mi vestido verde a pesar de que an no haca calor. Me solt la melena, me pint la raya de los ojos y apret los labios. No saba dnde guardar el busca y lo

    IX

    EL SOBRE

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    colgu de un lateral del vestido. Fui a la habitacin nueve. Abr la puerta y carraspe nerviosa.

    Gandalf dorma. La persiana no estaba bajada y entra-ba la noche, que era clara. Dej el busca sobre la mesita y esper de pie junto a la cama del anciano.

    Haba luna. Desde la ventana poda verla, casi redonda, rodeada de un halo luminoso que pareca querer alcanzar al anciano y que daba a su rostro un aspecto azulado.

    Yo estaba de pie y lo miraba, y mi respiracin se agi-taba.

    Dorma intranquilo. Haba papeles desperdigados por el suelo, por la cama. Jadeaba. O era yo? No poda distin-guirlo.

    Le toqu la cara con la palma de la mano y sent que yo estaba muy fra o l muy caliente. An tard un rato en abrir los ojos.

    Soy yo dije.l pareci desconcertado. No quise dar un paso en

    falso y tom sus manos. Estoy aqu.Sus ojos se empaaron. Parpade de nuevo. El aire

    sala y entraba de su boca entreabierta.Say? dijo al fin.Mov la cabeza afirmando.l me habl en aquel idioma. Solo unas palabras. Des-

    pus dijo:Perdname. Le agarr ms fuerte de la mano y me inclin hacia l. He venido a quedarme dije.Y despus susurr, casi sin pronunciarlo, moviendo

    mucho los labios:Te quiero.

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    Acerqu mi boca a la suya y lo bes. Un beso leve como el viento, y, no obstante, en mis labios se grab la huella de los suyos, viejos y resecos, por donde un hilo de aire entraba y sala, sostenindole apenas a la vida. Ola a me-dicinas. A muerte. Sin embargo, no sent repulsin.

    Sus pequeos ojos estaban ocultos por dos grandes lgrimas que parecan resistir la gravedad, all, detenidas, sin acabar de caer. Sonri, y entonces, s, aquellos dos goterones comenzaron su descenso sobre las viejas mejillas. Yo me dej llevar por la emocin de aquel sentimiento que no me perteneca. l seal los papeles.

    Recgelos, Say. Son para ti. Lelos y haz lo que te digo. Es hermosa. Como t. Como ella.

    Yo hice lo que me pidi y los recog. Haba muchos papeles, todos con pentagramas repletos de notas. Los orden como pude y le mostr el montn. Me seal un sobre que no haba visto y que estaba oculto entre las s-banas. Lo cog y guard dentro los papeles. En el sobre haba escrito en una caligrafa hermosa, en cursiva:

    Para Say Sansar.Me estremec.l movi la mano. Volvi a sonrer y cerr los ojos. Tienes tanto que perdonarme! dijo.No me mov. Al rato la respiracin de Gandalf resonaba de nuevo con

    fuerza en el cuarto y no volvi a abrir los ojos. An estuve un rato mirndolo. Casi me olvido el busca en la mesita de noche. Me acerqu a recogerlo y vi a travs de la rendija del cajn entreabierto una libreta gruesa, en la que haba escri-to en caracteres impresos DIARIO. Acerqu mi mano al cajn y entonces Gandalf se gir, me mir extraado y dijo casi violentamente:

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    Se acab la comedia!Me sobrecog, pero l ya haba vuelto a quedarse iner-

    te, con los pequeos ojos, an humedecidos, clavados en el techo, perdido de nuevo en su desmemoria.

    No me extra cuando a la maana siguiente Mariv nos anunci que Gandalf haba muerto. Como no tena familiares, me toc recoger sus cosas. Normalmente las metamos en una caja, a la espera de que fueran reclamadas y, si eso no suceda, se acababan repartiendo o tirando a la basura. Cuando tuve el diario en mis manos, un nuevo impulso me llev a abrirlo y leer las primeras pginas. No era un diario propiamente dicho, sino que all, en esas hojas rayadas, en una letra cursiva y angulosa, Gandalf narraba su propia biografa posiblemente empujado por el miedo de la desmemoria. Aquellas primeras hojas me de-jaron sin aliento. No poda abandonar la lectura, comple-tamente hipnotizada por el extrao personaje que descri-ban esas pginas, tan lejano a mi imagen del viejo Gandalf. Escuch unos pasos por el pasillo y guard el diario en mi bolso apresuradamente. Mi corazn golpeaba con fuerza. Nuria entr en la habitacin:

    Necesitas ayuda?No. Apenas tiene cosas. Ya est todo.Cerr la caja y entre las dos la llevamos al almacn. Mi

    bolso se zarandeaba colgado en bandolera de mi hombro, y yo senta el peso del diario provocndome, al mismo tiempo, un leve sentimiento de culpa y una irresistible excitacin.

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    Y eso es todo.Jams le confes a nadie mi atrevimiento.Te sorprenders de que en estos diez aos juntos nun-

    ca me hayas odo nombrar a Gandalf. Tal vez recuerdes una tarde en que Nuria habl de un anciano que tocaba muy bien el piano y yo desvi enseguida la conversacin. Tal vez ni siquiera prestaste atencin. Cmo ibas a imagi-nar todo lo que poda significar para m aquel anciano?; cmo ibas a imaginar que, de alguna manera, yo te haba engaado con l?

    Si ahora te lo cuento todo por escrito es porque quiero ordenar los hechos, para distanciarme de mis emociones y que no me interrumpas. Para que lo comprendas todo tal y como yo lo he vivido. Supongo que el tiempo el recuerdo habr cambiado algunas cosas porque, al fin, nada en nuestra memoria es como ha sido.

    X

    LOS PAPELES DE GANDALF

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    Nuestra reconciliacin definitiva lleg varios das des-pus de la muerte de Gandalf. Yo ya haba ordenado los papeles y haba ledo lo que l haba escrito en su falso diario. En el sobre, adems, haba una carta dirigida a Say escrita por el anciano antes de perder la memoria. Aquella carta y la confesin de su diario me dejaron desconcertada. No supe tomar una decisin.

    En algunos momentos me senta mal a causa de haber usurpado la identidad de Say y, en otras ocasiones, crea que, al menos, le haba dado una merecida alegra al an-ciano despus de una vida de sufrimiento y pesar. Sin embargo, aquella ltima frase suya: Se acab la comedia, me llevaba a pensar que Gandalf haba acabado por reco-nocerme. Que en algn momento de lucidez haba sabido que yo no era Say y me lo reprochaba. Aunque tambin poda ser que aquella frase ni siquiera fuera dirigida a m, o simplemente significara que se acababa la vida la co-media para l. O la comedia que haba vivido con Say.

    Nunca podra saberlo. Nunca podr saberlo.Yo entonces era joven. Crea en el amor de una mane-

    ra visceral. Ahora no habra actuado de la misma forma. No me habra hecho pasar deliberadamente por Say. No le habra besado ni le habra hecho saber que haba vuelto para quedarme. Qu saba yo, impostora, de su vida! Pero qu es lo correcto?

    En lo ms hondo de m, aunque no te lo creas, aunque te suene a disculpa, yo era, de alguna manera, Say.

    No Say Sansar, la real, sino la imaginada, la recorda-da por Gandalf.

    Por otra parte, si yo no me hubiera hecho pasar por Say, sus papeles habran acabado probablemente en la basura, pues no tena parientes ni conocidos. Su secreto se

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    habra olvidado para siempre. Ahora, sin embargo, est aqu conmigo, con todo su peso y su exigencia.

    La terrible historia de Gandalf, cuyo nombre real es Daniel Faura Oygon.

    Y ahora que Say Sansar tambin ha muerto, quiero que t leas el diario y la carta que encontr en el sobre dirigida a ella. Quiero que respondas a mi sencilla pregun-ta. A su pregunta.

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    CARTA A SAY

    Querida Say:

    S que hace mucho que no sabes de m, pero supongo que esta carta no te sorprender. Qu digo claro que te sorprender! Ni siquiera s si algn da esta carta y estas hojas llegarn a ti. Como dice aquel viejo proverbio ruso: Aorar el pasado es correr tras el viento. Y eso hago.

    Si me vieras ahora te asombraras. Soy un viejo fla-co, de esqueleto inclinado y frgil. No me afeito desde nuestra separacin, y ya imaginars por dnde me llega la barba. Tengo los ojos hundidos, y las manos me tiem-blan. Empiezo a padecer cataratas y, lo que es peor, a olvidar las cosas.

    Llevo aos recluido en esta pequea ciudad que nada sabe de m, y su nieve est metindose en mis huesos, en mi memoria. Olvido detalles, pormenores cotidianos, mientras otros t, por ejemplo, o la msica se vuelven cada vez ms precisos. Es como si me borraran partes de mi vida para dejarme solo frente al viento. Al pasado. Al-gunas tardes ni siquiera recuerdo qu hice esa misma ma-ana. Simplemente no existe. S que esto ir a ms, por eso lo he organizado todo para recluirme en una residen-cia. Sin embargo, mi pequea Say, hay cosas que no quie-ro olvidar. No imaginas hasta qu punto he llegado a amarte a pesar de todo, a pesar de m, aunque no supiera demostrrtelo, y no s si mi amor resistir este naufragio.

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    De momento, sigue llenndolo todo de una manera tan atroz que no deja lugar para nada ms.

    He pasado los ltimos aos componiendo la sonata de piano que transcribo al final de estas hojas. Aos de locu-ra, amarrado al piano, creando, borrando, tocando, su-friendo. No hago otra cosa, no hice otra cosa. Apenas duermo, no como, lloro. Por momentos, la luz de un ha-llazgo me ha hecho extremadamente feliz y he saltado por los rincones de esta casa alquilada y fra. Otros, sin em-bargo, me he lamentado, arrodillado delante del piano, sintindome incapaz de reflejar todo esto que bulle en m. Todo esto que puede que el olvido engulla y que, sin lugar a dudas, la muerte, ya no muy lejana, har trizas.

    Pero al fin aqu est. Say, te evoco, t tocas el pianSolo me he mantenido vivo para componer esta sonata

    y al fin creo que lo he conseguido. Es bella y triste. Como nosotros.

    Se acaba mi tiempo. No voy a volver a tocar el piano ni a componer msica. Ni siquiera voy a escucharla. Lo abandono todo. El olvido puede venir a buscarme. No hay nada ms despus de esta sonata.

    Tambin t ests a salvo de m.(Borrones, restos de tinta mojada)Perdname, Say, perdname.Ah, si este amor hubiera estado en otra partePero no es as, ha nacido dentro de m para devorar-

    me. Te he querido contra mi naturaleza, en medio de mis monstruos y mis miedos. Eras la nica luz de mi mundo y no pude soportarlo. Te destru.

    Say, esta sonata es tuya. Solo tuya, morir conmigo si no me perdonas. Pero si acaso crees que puedes salvarme,

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    si piensas que en nosotros hubo alguna vez algo limpio, algo bueno, si an hay alguna parte de ti que todava me quiere, entonces tcala y hazla pblica.

    Es tuya.Si no, que su msica se extinga con esta desmemoria

    que me devora y que ni una de sus notas llegue jams a odo humano.

    Es lo ltimo que te pido.

    Bi chamd khairtai.1

    Tu viejo Dagvan

    1 Te quiero, en lengua mongola.

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    1911-1920 Mi madre

    Nac en un pequeo pueblo de la costa oriental de Espa-a. Mi madre Kira Oygon era de nacionalidad rusa. Re-cuerdo su aficin a la msica, sus arrebatos de euforia y sus largos periodos de desnimo que la hacan postrarse en la cama y gemir durante das enteros. Vesta de manera estrafalaria y sola ponerme a m tambin trapos que en un pueblo como el nuestro llamaban poderosamente la atencin. Eso me avergonzaba.

    Cierro los ojos y veo: una habitacin penumbrosa, un nio. l est frente a la ventana, admirando el cuadro de luz que trepida y rompe contra las baldosas del suelo. El nio viste un traje amarillo. El traje de los domingos. Un traje que le queda demasiado pequeo y que le hace sentir ridculo. Pero hay algo. Dentro de la casa. Explotando por el aire rancio, estremecindolo: una vibracin que todo lo abarca y lo envuelve.

    Es msica de pera que Kira Oygon pone en su gram-fono.

    Se escucha el siseo de la aguja y las ondas agudas de la soprano. El nio se deja envolver por los festones de la voz, y dentro de ella hay otro mundo. l no est con el traje amarillo, y su madre no tiene los ojos tristes ni tampoco

    DIARIO

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    embriagados. En realidad, ella no est y solo percibe la bo-canada clida de aire que emana de su presencia. La luz. Y por detrs, el piano.

    El nio del traje amarillo posa los dedos sobre el alfizar de la ventana y los mueve. El sol los ilumina, pero l no puede verlo porque cierra los ojos y toca las teclas imagi-narias sobre el viejo trozo de madera. Siente, eso s, toda la luz como un gran oleaje que le calienta el rostro. Los dedos.

    Ese fue mi primer piano.

    A veces Kira Oygon me hablaba de mi padre. Se echa-ba entonces en el desvencijado divn y hunda la cabeza entre los brazos, apoyada en su respaldo como una mala actriz de teatro. Su pierna derecha formaba un bello trin-gulo sobre la otra y yo admiraba aquella rodilla blanca y redonda, el tobillo ondulado y los dedos de los pies largos y quebradizos. Por aquel pie yo me daba cuenta de que mi madre era frgil y perfecta. Entonces, ella asomaba, de entre los brazos, sus ojos y me miraba. Guardaba silencio largo rato, pero yo saba que por dentro estallaba, que de un momento a otro se lanzara a hablarme de aquel tal Alejandro Faura, que haba sido mi padre, eso deca ella, tu padre, tu padre, un hombre grande y ridculo, que la haba amado como nadie la amaba.

    Ni siquiera t, pequeo Daniil. Ni siquiera t.

    A veces sonrea y me daba cuenta de que era una mujer hermosa y de que yo la amaba como la haba amado aquel Alejandro Faura al que yo detestaba. Sus labios tenan for-ma de gaviota.

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    Nos conocimos en aquel bar me deca con los ojos fijos en los mos, tan negros y distantes que dolan, en-tre el humo y los sonidos del viejo piano que l tocaba. En cuanto me vio, sus manos se detuvieron, se levant, volvi a sentarse y, despus de dar una larga calada a su cigarri-llo, comenz a tocar: Ojos negros, ojos apasionados, siem-pre mirndome, sin dejar de mirarme. Daniel, t tampoco dejes de mirarme.

    Entonces, ella se levantaba y bailaba, cantando por el cuar-to con su bella voz:

    Ojos ardientes, hermosos.Cmo os quiero, cmo os temo.Tal vez os conoc en un momento maldito.Oh, por algo sois ms oscuros que lo profundo del mar.Pero no estoy triste, no estoy triste.

    En ocasiones, me agarraba y girbamos, ojos negros, ojos apasionados, y ella se rea y echaba la cabeza hacia atrs. Entonces, cerraba los prpados, y yo admiraba su cuello largo y blanco, y tambin me rea. Si la pisaba, se enfu-reca.

    T no sabes bailar como l me gritaba.

    A veces jadeaba y con las manos temblorosas me daba golpes en el pecho hasta que rompa a llorar. Entonces, yo la abrazaba y ella me deca que me quera, que yo era lo que ms quera en el mundo.

    Siempre me hablaba en ruso.

    Por qu mi padre no vive con nosotros? me atrev a preguntar un da.

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    Ella se qued rgida, con la mano en la cafetera que iba a le-vantar, pero sin llegar a hacerlo. El olor a caf se esparca por la estancia y yo vea el humo blanco que sala y se dispersaba con un movimiento de cobra voluptuoso. Como mi padre, ese humo inasible que sala de los sueos de Kira.

    Mucho mejor as dijo ella, alzando al fin la cafete-ra. Me quera tanto, Daniil, que no podamos estar jun-tos. Es mejor as, t y yo solos.

    Aquella frase me hizo feliz. Kira y yo solos. Para siempre. Me acerqu a ella y abrac su cintura. Al intentar sepa-rarme de sus piernas, mi madre inclin la cafetera y sin querer verti el caf ardiendo sobre mi frente y mi ojo izquierdo. Grit de dolor.

    Todo se nubl en aquella quemazn.

    Pero yo era feliz. Ella y yo solos, haba dicho Kira, ella y yo solos. Me dolan la piel y el ojo terriblemente, y sin embargo yo era feliz.

    La rueda de los das giraba entonces como un carrusel solitario y loco.

    Una y otra vez volva yo a mi ventana, y tocaba cada vez con ms energa el piano que era el alfizar, y senta el calor del sol o la lluvia trastabillando contra los cristales. La pera. No ramos felices as? Ella sentada en su divn mientras el plato del gramfono giraba y la voz de la so-prano dinamitaba los muros de la casa. Yo en la ventana, mis manos al sol y los ojos de Kira oscuros de llanto o de terror. Pero ella y yo solos. Despus, la msica se apagaba y solo se escuchaba el repetitivo jadeo del gramfono.

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    El gramfono. El gramfono.

    La primera vez que la vi con un hombre la odi. La odi tanto que me escond debajo de la cama y pas all tres das enteros. Al fin, Kira me convenci de que saliera, con la promesa de apuntarme a clases de piano.

    Despus hubo otros hombres, y yo ya no me esconda de-bajo de la cama. Una tarde cort con unas tijeras el traje amarillo de los domingos.

    A veces, los hombres le pegaban, y yo pensaba que se lo mereca.

    Las clases de piano me las daba un viejo, el seor Con-rado, en el bar donde tocaba cada noche. Yo sola ir a primera hora de la maana, cuando el bar estaba cerrado y acababan de fregarlo. Ola a leja, a restos de cigarrillo. Era un local pequeo, fantasmal a aquella hora en que la luz revolva la soledad de la barra y de las sillas volcadas boca arriba sobre las mesas. El piano era viejo y estaba desafinado, pero el seor Conrado, con una seriedad que contraa su maltratado rostro, me llevaba por las escalas musicales de aquel teclado de marfil amarillento y pega-joso. Yo me imaginaba que aquel era el mismo bar donde Alejandro Faura y Kira Oygon se haban conocido. Cuan-do tocaba vea a mi madre frente a m, con su traje negro y escotado, la falda entubando sus piernas y unos tacones altos. Ella me miraba embelesada, sus ojos negros obnu-bilados sobre m, con los labios en forma de ave untados de carmn y latiendo toda ella con las notas que salan de mis manos.

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    Tocas como extasiado me deca el seor Conrado, con su voz ronca y su eterno vaso de whisky en la mano. En qu andars pensando que la msica parece salrsete de los dedos.

    Yo me sonrojaba y volva los ojos a las teclas sucias, tra-tando de olvidar la imagen de mi madre, que estara en los brazos de cualquier hombre en el pequeo cuarto de nuestro apartamento.

    Un da llegu a casa, y Kira estaba muerta.

    Tendra nueve, diez aos. El silencio de la casa era lquido, de un lquido espeso, como de mercurio. Sent que haca mucho calor y que algo pasaba.

    Kira! llam. Mam!

    Todo ocurra muy despacio. Sent que mis movimientos pesados luchaban contra la resistencia de todo aquel silen-cio. La puerta de su cuarto estaba entreabierta. Recuerdo la rendija apenas iluminada por un hilo de luz. La empuj cauteloso y sus goznes chirriaron al abrirse.

    Kira estaba en la cama, su pelo negro se extenda por la col-cha y sus piernas formaban una curva graciosa. Tena un pie desnudo, tan inmvil que pareca de cera. Supe que estaba muerta por aquel pie. Mantena la boca entreabierta y los ojos fijos en la bombilla desnuda del techo. Por un momento yo tambin levant la vista hacia esa bombilla, como queriendo descubrir qu miraban sus ojos. La espiral incandescente de la ampolla me ceg. Regres a su cuerpo y tuve que parpa-dear varias veces para espantar el filamento inflamado que an perduraba en mis prpados. Me sent en la cama, apoy

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    los codos en las rodillas y hund la cabeza. Estuve as mucho tiempo. Despus, con una parsimonia como dictada por al-guien externo, tap su cuerpo y le lav la cara, que estaba con restos de rmel y lgrimas. Me esmer en maquillarla, ocul-tando los moratones del pmulo, pasando la barra de carmn por aquellos labios, recogindole los mechones negros.

    Me levant y la observ desde lejos: estaba muy guapa.

    Fui a mi cuarto, me vest con el traje amarillo roto por las tijeras y puse un disco en el gramfono. La voz de la soprano inund la casa y se hundi en ella con todo su silencio, su muerte y su miseria. Con todo aquel dolor que se aferraba a mi pecho como una garrapata.

    Entonces s, entonces me sent en una silla frente a la cama de Kira y llor.

    As me debieron de encontrar. No recuerdo quin ni cmo. No recuerdo nada de esos das, salvo el hambre y el sol hiriendo mis ojos, salvo el piano. Porque en algn mo-mento acud al bar de Conrado o tal vez lo imagin, pero all estaba, frente a m, el piano. El marfil amarillento de sus teclas. El polvo flotando sobre ellas, como pavesas que el sol encenda. Cerr los ojos y dej que mis dedos se des-lizaran por las teclas, guiados por aquella oscuridad que llevaba dentro. No toqu nada que el viejo Conrado me hubiera enseado. Toqu siguiendo mis impulsos, escu-chando el cimbrado de las cuerdas, su martilleo obligado por el pulso de mis yemas. El sonido colm la oscura sole-dad del bar. Mi pecho. Kira estaba de pie, escuchndome, y echaba la cabeza hacia atrs como si sobre ella cayera un

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    chorro de agua fresca. Sonrea. Kira, mi Kira, mi madre del alma, y yo tocaba notas graves y agudas que corran como ese ro que la baaba a ella.

    Unos aplausos me sacaron de mi enajenacin.

    Sentado en un rincn del bar, completamente borracho, estaba el seor Conrado. Se levant y sigui aplaudiendo muy despacio.

    Hijo, t tienes que estudiar msica de verdad me dijo.

    Levant su vaso y me lo brind.

    Por ti. Y por Kira, dondequiera que est.

    Entonces se puso a llorar.

    Mi padre

    No tard en aparecer en escena Alejandro Faura, mi padre. Puede que las instituciones lo hubieran buscado, puede que fueran los vecinos o aquel viejo y derrotado pianista. El caso es que un da me encontr frente a l.

    An no llova. El viento era obstinado y nos golpeaba. Un parque. No s por qu estbamos en un parque. Alguien me acompaaba y me dej frente a un hombre grande, viejo, con sombrero. Llevaba gabardina, corbata negra y camisa blanca. Era un hombre cualquiera aquel Alejandro Faura. Alguien desconocido al que no vi nada mo. Tena arrugas alrededor de los ojos y bordeando la boca, ancha y expresiva. Quise odiar ese cuerpo grande y esos ojos que me escrutaban, pero sent indiferencia.

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    As que t eres Daniel me dijo.

    Su voz era grave y resonaba en la garganta como si saliese de una caverna. Yo le miraba fijamente y no deca nada.

    Oye, yo no quiero los dijo entonces. No te gusto, no me gustas. Estamos en paz.

    Comenz a caminar, y yo mantuve la mirada sobre sus zapatos abrillantados y la grava del suelo, que chirriaba bajo nuestros pasos.

    Me han dicho que tocas el piano, pero que eres ton-to. Es eso cierto? Me mir, sonri y, con voz amistosa, aadi. Yo no lo creo, si de verdad tienes algunos genes mos. Porque t eres listo, chaval, no? Solo que el colegio no est hecho para los Faura.

    Se rio, pero como yo no deca nada ni le acompaaba en su risa, cambi la expresin.

    A ver si vas a ser tonto de verdad. Mira, yo no quiero saber nada de ti, pero los de la institucin esa no dejan de molestarme. Vamos a solucionar las cosas entre t y yo, hace? Bastantes problemas tengo yo ya.

    Se detuvo, se gir hacia m y aadi:

    Te pago el viaje a Madrid. Te pago los primeros meses en un internado y luego ya se encargar la beneficencia.

    Yo segua mudo. Aquel seor me daba exactamente igual, aunque intentara odiarlo todo el tiempo. Mira las manos que amaron a Kira, mira la boca que bes a Kira, me deca, pero todo eso no me importaba ya. Kira no exista. No exista mi madre ni tampoco mi padre. Mucho menos

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    ahora que lo tena delante y lo haba visto. Alejandro Faura solo exista en la voz melanclica de Kira y en su cancin, y ahora nada de eso exista. Quienquiera que fuese ese hombre a m no me importaba.

    l reanud su paso. Unas hojas se levantaron en un remo-lino de viento. Cayeron las primeras gotas.

    Vaya dijo subindose el cuello del abrigo, ser me-jor que vayamos a refugiarnos.

    Cuando salimos del parque, llova a mares. Apuramos el paso. l se baj las alas del sombrero y guard las manos en los bolsillos de la gabardina inclinando los hombros.

    Corre, chaval, vamos a tomar un trago.

    Entramos en un bar. Estbamos empapados. Eso a aquel hombre le hizo gracia y solt una risotada. Se frot las manos y busc una mesa vaca.

    Dos vinos calientes grit al camarero. Dos vinos calientes o es que ests sordo!

    Yo no me haba sentado. Segua de pie observndolo. De pronto, l pareci sentirse incmodo, se encogi un poco sobre la silla y juguete con el sombrero que haba dejado encima de la mesa. Levant los ojos hacia m: unos ojos distintos, intensos, llenos de algo que no se puede explicar. Tal vez haba algo de Kira en aquellos ojos alucinados. Me estremec. Su voz se torn ms emotiva.

    Oye, chico, yo quise mucho a tu madre. Kira era

    Dej de mirarme y sus ojos vagaron por el bar ruidoso. La lluvia golpeaba el cristal con furia y todo se nublaba

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    bajo aquel agua zigzagueante. Se respiraba la lluvia incluso dentro del bar.

    No quise seguir escuchndolo.

    Di media vuelta y me fui.

    1920-1932 El internado: 1920-1925

    Llegu con una maleta y una carta. Recuerdo la primera vez que vi el dormitorio. Era una estancia amplia llena de camas en hilera, tan altas que los ms pequeos tenan que utilizar banquetas de hierro para subirse a ellas. Ha-ba muchos nios, todos de pie al lado de las camas, en formacin, con sus trajes uniformados. La luz entraba por un lateral e inundaba la mitad de la estancia como un ro desbordado, provocando la mueca de algunos rostros.

    Todos me miraron, y me avergonc de mi pobre indumen-taria.

    Recuerdo pocas cosas de aquellos cinco aos en el inter-nado. Esta es una de ellas.

    El conserje me present.

    Irs al aula de segundo. Higinio, le acompaars.

    El nio aludido afirm con la cabeza. Era alto y enjuto. Le caa el pelo sobre el ojo derecho y tena la cara llena de espinillas. No se oa sino un martilleo nervioso de al-guien contra el hierro de una de las camas. Lo dems era silencio.

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    El hombre se fue.

    De inmediato, todos los nios comenzaron a gritar, a se-alarme y a rerse. Eso no lo podr olvidar. Tampoco mi primera noche all, porque las sbanas estaban dobladas de modo que no poda estirar las piernas, y la almohada ola a orines. Se escuchaban la respiracin de algunos ni-os y las risas ahogadas de otros. Permanec en vela. Un viento insistente sobrevolaba la estancia. En mitad de la noche, alguien se incorpor y dio un grito. El corazn quera salirse de mi pecho y era un animal vivo, agitado y turbio. Estaba terriblemente solo. Haba una claridad fo-gosa que restaaba sobre las camas, dotndolas de una esencia sobrenatural y dorada. En aquella bruma noctur-na dibujaba yo la figura de Kira, las teclas viejas del piano, al hombre grande del sombrero mirndome con aquellos ojos, repitiendo una y otra vez yo quise mucho a tu ma-dre. Y era el ulular del viento escapando por las ren-dijas de los grandes ventanales lo que yo oa, y eran las pesadillas que devoraban los sueos de los nios.

    A la maana siguiente, Higinio me dijo:

    Quin es Kira? Tu novia? Anda, cuntanos qu haces con ella!

    Estaba apoyado contra las baldosas blancas del inmenso cuarto de aseo, donde varios lavabos con la loza rota y los grifos descascarillados colgaban como cadveres blancos. Supe que haba hablado en sueos y me hice el propsito de no volver a dormir.

    Muchas cochinadas? insista Higinio, haciendo rer a otros nios que como l me miraban con sorna, los bra-

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    zos cruzados y los hombros apoyados contra la blancura rota de aquellos azulejos.

    Cochinadas solo las hago con tu madre dije.

    Higinio se puso blanco. El rostro risueo de sus acompaan-tes cambi bruscamente. Aquella fue mi primera pelea. Hubo otras, sobre todo al principio. Despus me respetaron por raro, por misntropo y por irascible. Sola insultarlos en ruso.

    Las clases las dbamos en un aula amplia, con pupitres de ma-dera, pedestal, pizarra y aquel mutismo tenso, acobardados por los capones y los golpes de regla con que nos castigaban los maestros. Yo sola vagar la vista, aburrido y hurao, sobre un enorme mapa que colgaba de una de las paredes. Estaba pintado en tonos ocres y azules, desgastado por el uso y lleno de letras que apenas se lean, como hormigas viajando sobre aquella formidable extensin de tierras donde todo era posi-ble. Me afanaba en buscar los nombres de ciudades del Impe-rio ruso, la tierra de Kira, que en aquellos aos pas a trans-formarse en la Unin Sovitica, y me imaginaba tocando el piano en los glidos bares de aquellas extensiones siberianas.

    En el internado no haba piano.

    Haba misas y, adems de las materias formales, nos ense-aban mecanografa, contabilidad y deportes. Mis dedos eran muy giles. Tambin mi cuerpo, y enseguida desta-qu en mecanografa y en deporte. En el resto de clases apenas consegua aprobar. No me interesaban.

    Don Afrodisio era el profesor de esgrima. Alto y esbel-to, como salido de una pelcula muda de las de entonces,

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    siempre daba las clases con el bombn puesto. Luca un bigote diminuto y tena un lunar en la mejilla derecha. Creo que fue el nico de los profesores que trat de en-tenderme. Me miraba siempre con la cabeza inclinada y los ojos entornados, como estudindome. Yo podra haber sido muy bueno en esgrima, pero tema lastimarme los dedos.

    En el recreo estaba solo. Me entretena torturando a las lagartijas que cruzaban los muros. Todo era una tensa espera, no saba para qu. Hasta que ocurri. No puedo recordar cundo ni en qu curso estaba. Los aos del in-ternado se me tornan oscuros, se entremezclan.

    Cierro los ojos y veo: el repujado dorado del altar de la iglesia, los bancos con los nios en fila. Un cura nuevo vestido con ropas de ricos. El aire mstico de la iglesia, el olor oscuro y cifrado del incienso. Se oyen palabras en la-tn. Su eco. Es una ceremonia especial. En el ltimo ban-co, un nio mira ceudo la punta de sus zapatos rotos. De pronto, una explosin de sonido lo llena todo, rompe el crculo sagrado de la iglesia, alcanza el corazn del nio. Vibrante, tubular y luminosa. As es la msica del rgano que nunca antes se haba tocado para aquellos expsitos. Cuando acaba el oficio, los nios salen atropelladamente. El cura, de espaldas a los bancos, an tarda en abandonar la iglesia. Solo un muchacho flaco, vestido con el unifor-me del colegio, permanece en su sitio. Cierra los ojos y trata de retener esa msica.

    Aquel descubrimiento cambi mi vida en el internado. Hua para ocultarme en la iglesia siempre que poda. Suba hasta el

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    lugar donde estaba el rgano que hasta entonces haba per-manecido oculto a mis ojos y admiraba sus tubos plateados, la madera que lo envolva y que guardaba cierto olor a humedad, sus botones nacarados. Era un rgano pequeo y constaba de un solo teclado, ms los pedales y las palancas para el cam-bio de registro. Me sentaba frente a l y tocaba mentalmente. Hasta que una tarde, tras una pelea con otros nios, corr a refugiarme en la iglesia y no pude controlar mi impulso.

    Toqu.

    Toqu aquel teclado, y prob tambin los pedales y las pa-lancas que nunca antes haba manejado. Toqu con furia y el aire de la iglesia se llen del timbre sonoro y violento de los tubos. Vibraba, sacuda, estremeca los pilares del tem-plo y de mi vida. Cuando dej de tocar estaba sudoroso. Abajo, en los bancos, don Afrodisio me miraba. Sujetaba el bombn entre las manos (solo en la iglesia se lo quitaba). Nuestras miradas se sostuvieron.

    Al fin, baj cabizbajo, consciente del castigo que me espe-raba. Correa o bastn, pues el azote con zapatilla era un correctivo menor que ni siquiera se apuntaba en el libro de los castigos. Me consolaba pensando que era don Afro-disio quien me esperaba y no otros temibles profesores que ya me haban dejado ms de una marca. En aquel momento decid que me escapara del internado.

    Don Afrodisio me agarr del hombro casi amistosamen-te y salimos al atrio, en silencio. Nuestras pisadas reso-naban en la piedra y su eco rompa el aire lgubre de la iglesia. Golpeaba mi corazn. Yo iba cabizbajo. Estaba decidido a fugarme, y aquel arrojo me produca cierta

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    laxitud en los miembros, como si no me importara nada, pues ya todo iba a llegar a su fin. Cruzamos el patio del colegio, el vestbulo, el claustro. Llegu a ver un trozo de cielo azul y a unos nios corriendo por la galera del segundo piso. Entramos en el edificio de los maestros y don Afrodisio se detuvo frente a la puerta del director. Mi valor flaque. Sent cierta agitacin. Mis piernas se aflojaron y mis tripas se movieron. Apret con fuerza el ceo y los labios. Don Afrodisio llam a la puerta y entramos. l no se quit el bombn que se haba vuelto a poner al salir de la iglesia.

    El director era un hombre feroz, mofletudo y sudoroso. Dej la mano inmvil en el aire con la que empuaba una pluma y nos mir expectante.

    Vaya, qu sorpresa, alguna nueva pelea del seor Faura Oygon? pregunt con sorna.

    Haba crueldad en aquella mirada, regodeo ante la expec-tativa de imponer un nuevo y severo castigo.

    Es otra cosa, don Jacinto dijo don Afrodisio. Es otra cosa.

    Se rasc su bigote y yo le mir con ojos feroces y tam-bin implorantes, detenindome en aquel lunar negro y grande que le daba ese aire extrao, de espadachn afe-minado.

    Adelante. No s a qu espera.

    Es bueno, ver acabo de descubrir que Daniel tie-ne grandes cualidades para la msica. Es pianista, sabe? Y quiz podra tocar el rgano de la iglesia los domingos.

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    Sin poder evitarlo afloj el ceo y abr mucho los ojos. Esper por si aquello era solo una irona, pero mi corazn, ansioso, galopaba ya al sonido de los tubos armnicos del rgano, con esperanza. De pronto, haba una luz en mi vida.

    Don Jacinto titube. Le cogieron tan por sorpresa aquellas palabras como a m mismo.

    Usted cree?

    Apuesto mi mano de tirador a que eso mejorar el com-portamiento y los estudios del seor Faura Oygon. No es as, Daniel?

    As es, seor me apresur a decir.

    Est bien. Probaremos, pero un solo suspenso, una sola pelea y dejar el rgano. Ha odo bien, jovencito?

    S, seor.

    Don Jacinto movi la mano, dando a entender que nos retirramos.

    Cuando salimos al pasillo, don Afrodisio me mir tratan-do de ocultar la sonrisa que asomaba a sus labios.

    Bueno, qu? dijo.

    Entonces yo sonre, y fui sincero. Nos despedimos.

    Mientras me alejaba an incrdulo y fascinado hacia las habitaciones de los internos, don Afrodisio me grit:

    Es la primera vez que te veo sonrer, Daniel. Espero que no sea la ltima.

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    Me afan, estudi como nunca y dej las peleas. Poda acudir al templo tres veces por semana para los ensayos. Haba un cura, don Evaristo, que saba msica y me ense-aba. Pronto le adelant.

    Don Evaristo era un hombre parsimonioso que hablaba en susurros tratando de impregnar a su voz una dulzura que distaba de poseer. La cabeza calva le brillaba, empapada en sudor. Tena an un poco de pelo por detrs de las orejas y sobre la nuca. Sola llevarse la mano al alzacuellos como si le apretara mucho y eso fuera el motivo de todas sus inco-modidades. Estaba obnubilado con mi capacidad musical, se obsesion conmigo. Yo le compona msica para los dis-tintos pasajes de la Biblia.

    Es sobrenatural murmuraba, olvidndose de la dul-zura para entonar violentamente aquellas palabras. So-brenatural, sobrenatural!

    A m me gustaba agitar su estado de nimo y exageraba mi talento, dicindole, por ejemplo:

    Hoy he soado con una msica, don Evaristo. Vea a un ser enteramente de luz que me la iba enseando. Quiere orla?

    Entonces tocaba en el rgano una de las sonatas que ha-ba aprendido del viejo Conrado y sobre ella improvisaba aadiendo tonalidades y agudos que la transformaban. La msica llenaba la nave y su eco resonaba en el bside, en la cpula, mientras don Evaristo se agarraba su alzacue-llos, sudaba y meneaba la cabeza.

    Prodigioso deca. Prodigioso.

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    Haba algo perverso tambin en aquel cura. En su mane-ra de mirarme, de tocarme. A veces, se le crispaban las manos y repeta por lo bajo: Eripe me, Domine, ab homine malo, y acuda a la pila bautismal para mojarse la frente, cruzando la iglesia a grandes zancadas. A m no poda en-gaarme. Yo saba que aquel cura ocultaba pensamientos oscuros como los hombres que acompaaban a Kira.

    En el quinto ao, la vida del internado comenz a resul-tarme cmoda. Tena la msica, los otros internos me res-petaban y mis resultados eran buenos. Apenas probaba la correa o el bastn. Pero todo acab el da que don Evaris-to puso la mano encima de mi rodilla y la fue subiendo mientras yo tocaba las teclas del rgano. Me levant vio-lentamente y le escup en la cara. l no se crisp. Se llev la mano a la mejilla mirndome, como transportado, con los labios entreabiertos.

    Non resistere malo sed si quis te percusserit in dextera maxilla tua praebe illi et alteram murmuraba, mientras extenda lentamente mi escupitajo por la mejilla con la mano derecha y me ofreca la otra.

    Sent asco. Aquella mirada era idntica a la de los hombres que acompaaban a Kira Oygon a casa; s, esa mirada. Le insult en ruso. Mis gritos debieron atraer a otros curas y all me encontraron, completamente enfurecido, gritando en un idioma desconocido para ellos. Don Evaristo se hallaba de rodillas, frente a m, con el salivazo cayndole por la mejilla.

    Me llevaron al despacho del director, sujeto por varios hombres, mientras un cura preceda nuestros pasos, con el crucifijo levantado, exhortando y rezando en latn.

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    Los correazos fueron ejemplares. El director y varios pro-fesores estuvieron presentes durante la ejecucin del cas-tigo. Yo escuchaba restallar la correa en el aire y su sonido pona todos mis msculos en tensin. Cerr los ojos y apret an ms las mandbulas tratando de no llorar. En ocasiones, al chasquido del cuero se una un grito gutural que se escapaba de mi garganta sin que yo pudiera evitar-lo y que estaba lleno de odio y de dolor.

    Cuando terminaron los mir con rencor y volv a insul-tarlos en ruso. El cura que me haba dado los correazos levant el crucifijo, sudoroso y colorado. El director nos observaba con un espanto y regocijo cercano al sadismo.

    Vade retro! susurr el cura.

    El profesor de Francs e Historia trat de poner sentido comn a aquella escena:

    Es ruso. Su madre era rusa. No hay que asustarse.

    Pero nadie quiso escucharlo.

    Es el demonio en persona asegur don Evaristo.

    Y todos se santiguaron.

    Me encerraron en una celda durante varios das. Don Eva-risto vena a suplicarme confesin un da tras otro. Yo escuchaba sus pasos tras la puerta, su jadeo, y callaba. Despus le oa rezar en susurros. La oscuridad y el ham-bre hacan mella en m. Alucinaba. Cerraba los ojos y vea la ventana de luz de mi infancia, la madera carcomida de su alfizar y la pera sobrevolando aquel cuarto. Un da me despert y estaba cantando.

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    Don Afrodisio vino a sacarme de all. Me dijo que haba intercedido por m y que haba conseguido mi expulsin.

    Es lo mejor para ti asegur. Mientras no encuen-tres un sitio donde dormir, te puedes quedar en mi casa.

    Pero yo rechac su oferta y, al fin, una maana de octubre, con apenas 15 aos, me vi solo en las calles de Madrid. Era el ao 1926.

    El viento soplaba en mis mejillas. El cielo clareaba. Tras de m se cerr la puerta del internado con un sonido que era el comienzo de mi verdadera vida. Algo semejante a la felicidad se revolvi en mi interior.

    Sent el miedo y la delicia de la libertad.

    Madrid: 1926-1927

    Durante un ao me gan la vida tocando en bares noc-turnos. Al principio me gustaba y, siempre que tocaba, mis ojos se deslizaban hacia la puerta en espera de que Kira, alguien como Kira, cruzase ese umbral para amar-me. Entraban borrachos, hombres con sombreros y za-patos recin abrillantados, emborronados por el humo de sus cigarrillos; mujeres con vestidos sueltos, cubiertos de festones, cabellos cortos y engominados o sombreros clo-ch, falsas imitaciones de galanes y actrices de moda. Al amanecer me acostaba, envuelto en el tufo del tabaco y la resaca del bar.

    A veces, antes de que abrieran el local, acuda a estudiar: haca escalas y compona o tocaba repertorios diferentes

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    de los que interpretaba cada noche. Un da descubr a una nia sentada en una esquina del bar, observndome. Reposaba la cabeza entre las manos y la inclinaba como si aquello que atenda, aquello que sala de mis dedos, fuera algo extraordinario.

    Cuando dej de tocar, sonri.

    Quin eres? pregunt.

    Ella levant las cejas sorprendida por mi pregunta.

    Clara! dijo, como si yo tuviese que saberlo.

    Y qu haces aqu?

    Escucharte.

    Pareca fastidiada por la evidencia de mis preguntas. Sonre.

    Ya, pero esto es un bar.

    Y eso un piano dijo, sealndolo.

    Me re abiertamente.

    Est bien, quin te trajo aqu y por qu me escuchas?

    Vine yo sola y te escucho porque me gusta.

    Me divirti la cabezonera de aquella nia salida de la nada.

    Quieres or ms?

    S.

    Volvi a apoyar los codos en la mesa y se qued expectan-te con una sonrisa a medio formar en los labios.

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    Toqu un vals. Pude comprobar que sus pies se movan por debajo de la mesa, rozando apenas el suelo con la puntera. Sonre. Antes de terminar, Azucena, la encarga-da de la limpieza y de la barra, una mujer grande y vulgar, con un mechn blanco en su oscura cabellera, grit:

    Clara Noem, qu haces ah! Arriba, a tu cuarto! Tu madre debe de estar buscndote.

    De eso nada contest la nia, entornando los ojos. Mam estar echando cuentas.

    Pues estar, Clara Noem. Y no me contestes as. La mujerona se apoy sobre su escoba y sigui reprendiendo a la nia. Si tu madre echa cuentas es porque el bar no va bien. Hay muchos gastos, mucho gandul que viene y no paga. Y luego est este dijo sealndome a m, que tambin hay que pagarle, mira t. Arriba, si no quieres que te d un escobazo!

    As que aquella nia era la hija de la duea del bar. Viva en el piso de arriba, y eso aclaraba que se hubiera colado por las escaleras interiores sin que nos diramos cuenta. Clara se puso en pie de mal humor y se fue dando fuertes pisadas. La mujerona continu barriendo y refunfuan-do. Cuando la nia lleg a las escaleras que conducan al segundo piso, se dio la vuelta y le sac la lengua. Des-pus me mir y sonri. Qu diferente era aquella nia de las mujeres que acudan por la noche al bar: viejas que trataban de aparentar veinte aos, pintarrajeadas como muecas, que apoyaban los brazos sobre el armazn de madera del piano para escucharme, extasiadas, con los ojos borrosos y aquellas estpidas sonrisas en los labios.

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    Adems del piano, tocas otras cosas?

    Lo haces todo tan bien, morenito?

    Si eres un niito todava Igual hasta eres virgen se burlaban.

    Yo me senta violento, me daban asco y, sin embargo, una despiadada excitacin me recorra el cuerpo como un re-lmpago. Algunas de esas mujeres dejaban jugosas propi-nas que yo iba ahorrando con el propsito de viajar a la Unin Sovitica. Los conservatorios de msica de aquel territorio comunista y maternal se haban convertido para m en un anhelo, una necesidad.

    Desde luego, all puede estudiar cualquiera. No hace falta ser rico me dijo un cliente, en una ocasin, al sa-ber mi ascendencia rusa.

    A veces, algunos hombres hacan tertulia cerca del piano y, en los descansos, me una a ellos.

    La Unin Sovitica es un estado de terror. Stalin quiere hacerse con todo el poder. Va a acabar desprestigiando al Ejrcito Rojo, y all estarn los alemanes para aprovechar-se de ello le discuta otro parroquiano conservador, de bigotes amplios, al que le faltaba una mano. Otro gallo nos cantara si Lenin no hubiera muerto. Si hasta quiere eliminar a Trotsky para quedarse con todo el poder, y lo va a conseguir. La gente no puede salir, no dan visados. Es una dictadura en todo rigor.

    Dictadura es lo que tenemos aqu, Carlos. Al menos Stalin es defensor de los campesinos, del proletariado Da oportunidades a todos. Este chico hara bien en ir all

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    a estudiar. Aqu solo tienen oportunidades los ricos y los catlicos.

    El hombre encendi una cerilla y dio varias bocanadas impetuosas a su cigarrillo, mirando retador a su amigo.

    Dictadura? Qu dictadura es esta? A ver grit su compaero. Dictablanda en todo caso. El general Pri-mo de Rivera est restaurando el orden social y eliminan-do el caciquismo. Adems, es un estado transitorio. En la Rusia sovitica, sin embargo, matan a cualquiera que no sea comunista.

    Y aqu se persigue a los comunistas. Y a los anarquistas.

    Porque son unos terroristas.

    Terroristas?? Pero qu!!

    La discusin duraba horas. Terminaba con el portazo de uno de ellos o con las rondas de alcohol que necesitaban para sumirse en el blando aturdimiento de la borrachera.

    Yo ansiaba abandonar mi vida oscura y convertirme en un simple estudiante de piano en aquel pas, que era blanco y fro, y que me perteneca porque haba sido el pas de Kira. No me importaban Stalin ni Trotsky ni las tropas ro-jas. Ni siquiera la Revolucin rusa, por la que poda sentir ms simpata a causa de mi pobreza. Yo solo quera estu-diar msica, y all tendra la oportunidad. Tal vez fuera una idea descabellada, casi imposible, pero me aferr