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-----�1---- DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE CARR Romano Giachei I e uando se daba todo por restaurado, re- puesto en la dimensión previsible (el «arco literario» que había transrmado al escritor americano), y se encaminaba bastante cansinamente al fin del siglo, de pronto la distancia que separaba la «novela» del «libro» ha sido tomada por asalto por un copartícipe en la primacía de la representación literaria, el relato o cuento. Los años ochenta han visto su regreso en masa: el New Yorker y Esquire, acompañados por trimestrales más o menos académicos, han llevado adelante la ya cruzada de los direntes Co- llier's, Liberty y Saturday Evening Post; han sa- lido, a menudo con osadía gráfica, libros que contienen únicamente relatos; las rotativas se han apresurado a correr a los regios adjudicán- dose una hermosa tajada del botín; y la publica- ción anual de los «mejores del año» se ha con- vertido en una operación editorial casi segura, mientras el reflo de la marea de estos «peque- ños buques narrativos» lo ha suido incluso la novela, que ha abandonado apresuradamente los largos viajes, reduciéndose a lo que John Barth llama «el grosor del centímetro y medio». Hace apenas seis años decía Malamud: «En los últimos decenios los verdaderos escritores de relatos han sido pocos. Yo soy uno, otro es Saul Bellow, y está también Eudora Welty, pero ldespués?. El énsis estaba en verdaderos. Poco después, sorprendido como todos, el mismo Malamud citaba a Raymond Carver, Ann Beat- tie, Jane Ann Phillips, Mary Robinson. «Son la voz más genuina de la América contemporá- nea», decía. lLo son en verdad? El nómeno se encuentra en pleno desarrollo: es un nómeno abierto a todas las soluciones, por tanto vital, y quizá váli- do. La escena cultural de la que se ha adueñado se ha iluminado por su presencia, hasta el punto de que una novedad como The Counterle de Philip Roth despierta curiosidad sólo por la «re- 50 surrección» de Zuckerman. Y tiene los remos en el agua también en altamar: la gran esperanza del momento es la novela que finalmente ha es- crito Carver. Se trata, pues, de una «estrategia» aparentemente menor con la que conquistar la entera rtaleza: el relato no sólo es breve, es programático. Sin embargo, mientras tanto se presenta dan- do relieve a personajes que en los dos períodos precedentes habrían quedado (quizá) a la som- bra de los direntes Hemingway, Dos Pasos, Mailer y Bellow. El ritual O. n Awards 1986, que ha alcanzado su sexagésima edición consecuti- va, rechaza la hipótesis, haciendo notar que en los veinte años, al abrigo de la actual prosperidad, el relato (en sus mismas páginas) ha tenido el apoyo de firmas como Joyce Carol Oates, John Barth, Saul Bellow, Alice Adams, John Cheever, Leo- nard Michaels, John Updike, Cynthia Ozick, Bernard Malamud y muchos otros. Malamud objetaría: «Pero lcuántos eran los verdaderos es- critores de relatos?». (Otra objeción la propor- cionan los datos de ventas, como si la novela apenas existiese. Y para ellos quizá es así). La consecuencia de este nómeno es la mul- tiplicación de los nombres célebres, que llegan a ser tales aunque sólo hayan firmado un único relato. Es, como veremos, la característica prin- cipal del nuevo «escenario». El grupo de los die- cinueve autores presentados por el O. n 1986 comprende a Alice Walker, Bobbie Ann Mason, Gordon Lish, Deborah Eisenberg y Joy- ce Carol Oates, ya conocidos, pero pone al mis- mo nivel a Stuart Dybek, Greg Johnson, Peter Cameron, Marrill loan Gerber, Alice Adams y, entre otros, un tal John L'Heureux, autor de on- ce libros que han pasado inexplicablemente de- sapercibidos (pero quizá no demasiado inexpli- camente) hasta ahora, y que ha adquirido ma gracias a e Comedian. Todavía es más singular el caso de Debra Spark, que se coloca en la clase de los «elegi- dos» del momento gracias a un libro, 20 Under 30, editado por ella, y con el que pone en primer plano, junto a los ya (muy) afirmados David Leavitt y Susan Minot, los relativamente desco- nocidos Kate Wheeler, Heidi Jon Schmidt, Marjorie Sandor, Leigh Allison Wilson, Ron Tanner, Brett Lott, Rand Burkert y otros once más. Los ha seleccionado guiándose sólo por su gusto, «relatos que me gustaría haber escrito yo misma». Pero su selección es notable porque in- troduce el elemento a primera vista desarmante de la edad: under 30 significa por debajo de los

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Page 1: 1 ---- · Tess Gallagher, la mujer con la que vive en la ac tualidad en Port Angeles, en el estado de W as hington donde nació, dice de aquel matrimonio: «Vivían de sueño en sueño,

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DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE CARVER

Romano Giachetti

I

e uando se daba todo por restaurado, re­puesto en la dimensión previsible ( el «arco literario» que había transformado al escritor americano), y se encaminaba

bastante cansinamente al fin del siglo, de pronto la distancia que separaba la «novela» del «libro» ha sido tomada por asalto por un copartícipe en la primacía de la representación literaria, el relato o cuento. Los años ochenta han visto su regreso en masa: el New Yorker y Esquire, acompañados por trimestrales más o menos académicos, han llevado adelante la ya cruzada de los diferentes Co­llier's, Liberty y Saturday Evening Post; han sa­lido, a menudo con osadía gráfica, libros que contienen únicamente relatos; las rotativas se han apresurado a correr a los refugios adjudicán­dose una hermosa tajada del botín; y la publica­ción anual de los «mejores del año» se ha con­vertido en una operación editorial casi segura, mientras el reflujo de la marea de estos «peque­ños buques narrativos» lo ha sufrido incluso la novela, que ha abandonado apresuradamente los largos viajes, reduciéndose a lo que John Barth llama «el grosor del centímetro y medio».

Hace apenas seis años decía Malamud: «En los últimos decenios los verdaderos escritores de relatos han sido pocos. Y o soy uno, otro es Saul Bellow, y está también Eudora Welty, pero ldespués?. El énfasis estaba en verdaderos. Poco después, sorprendido como todos, el mismo Malamud citaba a Raymond Carver, Ann Beat­tie, Jane Ann Phillips, Mary Robinson. «Son la voz más genuina de la América contemporá­nea», decía.

lLo son en verdad? El fenómeno se encuentra en pleno desarrollo: es un fenómeno abierto a todas las soluciones, por tanto vital, y quizá váli­do. La escena cultural de la que se ha adueñado se ha iluminado por su presencia, hasta el punto de que una novedad como The Counterlife de Philip Roth despierta curiosidad sólo por la «re-

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surrección» de Zuckerman. Y tiene los remos en el agua también en altamar: la gran esperanza del momento es la novela que finalmente ha es­crito Carver. Se trata, pues, de una «estrategia» aparentemente menor con la que conquistar la entera fortaleza: el relato no sólo es breve, es programático.

Sin embargo, mientras tanto se presenta dan­do relieve a personajes que en los dos períodos precedentes habrían quedado ( quizá) a la som­bra de los diferentes Hemingway, Dos Pasos, Mailer y Bellow. El ritual O. Henry Awards 1986, que ha alcanzado su sexagésima edición consecuti­va, rechaza la hipótesis, haciendo notar que en los veinte años, al abrigo de la actual prosperidad, el relato (en sus mismas páginas) ha tenido el apoyo de firmas como Joyce Carol Oates, John Barth, Saul Bellow, Alice Adams, John Cheever, Leo­nard Michaels, John Updike, Cynthia Ozick, Bernard Malamud y muchos otros. Malamud objetaría: «Pero lcuántos eran los verdaderos es­critores de relatos?». (Otra objeción la propor­cionan los datos de ventas, como si la novela apenas existiese. Y para ellos quizá es así).

La consecuencia de este fenómeno es la mul­tiplicación de los nombres célebres, que llegan a ser tales aunque sólo hayan firmado un único relato. Es, como veremos, la característica prin­cipal del nuevo «escenario». El grupo de los die­cinueve autores presentados por el O. Henry 1986 comprende a Alice Walker, Bobbie Ann Mason, Gordon Lish, Deborah Eisenberg y Joy­ce Carol Oates, ya conocidos, pero pone al mis­mo nivel a Stuart Dybek, Greg Johnson, Peter Cameron, Marrill loan Gerber, Alice Adams y, entre otros, un tal John L'Heureux, autor de on­ce libros que han pasado inexplicablemente de­sapercibidos (pero quizá no demasiado inexpli­camente) hasta ahora, y que ha adquirido fama gracias a The Comedian.

Todavía es más singular el caso de Debra Spark, que se coloca en la clase de los «elegi­dos» del momento gracias a un libro, 20 Under 30, editado por ella, y con el que pone en primer plano, junto a los ya (muy) afirmados David Leavitt y Susan Minot, los relativamente desco­nocidos Kate Wheeler, Heidi Jon Schmidt, Marjorie Sandor, Leigh Allison Wilson, Ron Tanner, Brett Lott, Rand Burkert y otros once más. Los ha seleccionado guiándose sólo por su gusto, «relatos que me gustaría haber escrito yo misma». Pero su selección es notable porque in­troduce el elemento a primera vista desarmante de la edad: under 30 significa por debajo de los

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----�,�----treinta años. Al viejo lema académico «publicar o perecer» lo sustituye el nuevo: «ser jóvenes oabandonar toda esperanza». La advertencia tie­ne su propia razón, que Debra Spark define delsiguiente modo: «En este libro no hay teenagersuicidas, ni narradoras que han perdido la virgi­nidad, ni jóvenes varones a lo Hermann Hesse.Están, sin embargo, los problemas que atormen­tan a los jóvenes de la sociedad americana». Esuna bandera temática, y tiene su importancia.

�.

G---Parecería en efecto que el reviva! del relato

fuese la válvula de escape de una sociedad que se mueve, incluso cuando entra en danza la cul­tura, en la doble vía tiempo-edad, la archicono­cida aceleración tecnológica y la no menos difu­sa idolatría de la juventud; y en parte es verdad. Pero sólo en parte. El filtro que hace tiempo (también en tiempos de Hemingway) llevaba al joven a la publicación era la experiencia. Lo era también en los años sesenta. Pero lpor qué su­poner que falta hoy en día tal filtro? (Más ade­lante veremos si es cierto). Además, no se ha de olvidar que en la mayor parte de los casos esta­mos delante de debuts, y que Fitzgerald escribió A este lado del paraíso a los 23 años, Hemingway tenía 27 cuando salió Fiesta, Truman Capote 24 cuando se afirmó con Otras voces, otros ámbitos, y que Norman Mailer, Philip Roth y William Styron, por no mencionar más que unos pocos nombres, tenían respectivamente 25, 26 y 26 años cuando entraron a formar parte del número de los «grandes». Como decía George Peele, «la belleza y la fuerza son propias de la juventud».

Una selección similar a la de Debra Spark la ha hecho Raymond Carver para The Best Ameri­can Stories 1986, otra antología anual, iniciada en 1915 pero que ha vuelto a su empuje inicial hace sólo cinco o seis años. Los nombres deben ser todos citados aquí porque pertenecen a una muchedumbre con muchas justificaciones: Do­nald Barthelme, Charles Baxter, Ann Beattie, James Lee Burke, Ethan Canin, Frank Conroy, Richard Ford, Tess Gallagher, Amy Hempel, David Michael Kaplan, David Lipsky, Thomas McGuane, Christopher Mcllroy, Alice Munro,

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Jessica Neely, Kent Nelson, Grace Paley, Mona Simpson, Joy Williams, To bias W olff. Sólo en muy raros casos el relato presentado es un de­but (e incluso cuando lo es, había aparecido an­tes en el New Yorker o en Esquire).

En este panorama ( que se completa con otros veinte o treinta nombres, haciendo temer lo que una parte de la crítica considera una «vitalidad exagerada») toma cuerpo la new fiction, la nueva narrativa. Y la conclusión, por tanto, es simple: más que de resurgimiento del relato debemos hablar de recuperación de una literatura que, sin razón, se había considerado estancada o anclada en la meseta incolora del medio mecánico. El medio mecánico existe: estos escritores o escri­toras evocan las soluciones de su fantasía miran­do la pantalla del ordenador, cuyo teclado es lo único que conocen. Pero no serán hombres de esta época si no lo hicieran. Lo importante es ver lo que produce el ordenador.

Carver, al introducir sus «20», escribe: «Pre­fiero la aproximación realista, personajes toma­dos de la vida -gente verdadera- en situaciones auténticas. Algunos lo consideran un método narrativo de viejo cuño, pero nunca he confiado en el lenguaje ampuloso». Y más adelante: «La raíz del movimiento actual es Grace Paley, que desde casi hace treinta años prepara el camino al relato actual, y Grace Paley ha escrito siempre relatos extraídos del calor de la realidad visible». Después, pasando revista a las «motivaciones de la realidad», ofrece la confesión que da luz, si no sobre todo, sí sobre una vasta región del movi­miento actual: «Un relato nace a menudo de la primera frase. La primera frase debe ser irresisti­ble, y poco importa si no sabemos todavía cómo será la segunda y no tenemos la más mínima idea de la última».

Estas «iluminaciones» que asaltan repentina­mente la página (la primera) son el soporte de la investigación. En Lawns, Mona Simpson co­mienza: «Yo robo». Jessica Neely afronta Skin Angels con la frase: «A comienzos del verano mi madre se puso a aprender de memoria el papel de Lady Macbeth durante cuatro mañanas a la semana y por la tarde trabajaba en la clínica ge­riátrica». O bien (Grace Paley en Telling): «Esta­ba debajo de aquel árbol en el parque». Carver prefiere cultivar, más que la situación, la imagen inicial de la situación, sin importar lo que suce­da después. «Escribir es descubrir», dice. El re­lato (pero -y esto es quizás el dato más sopren­dente- también la novela) no tiene ya las «es­trategias preconcebidas» de Dos Passos, que in-

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cluso parecía pasar revista a la crónica en su de­venir, mientras conocía ya la última palabra del texto. La nueva narrativa se emborracha de posi­bilidades, y es la raíz de esas posibilidades la que proporciona estímulo, impulso, motivación, rit­mo y estilo. «Pammy es una ciudad tejana desa­gradable», dice Joy Williams en el inicio de Health. En Invisible Lije Kent Nelson entra di­rectamente en la sustancia del relato: «Mi ma­dre tenía poco que añadir».

Los ingredientes, regulados por la voz (y por los signos de puntuación) de Carver, son: «Op­ciones. Conflicto. Drama. Consecuencias. Na­rración». Richard Ford concibe así su Commu­nist: «Me sentía como se siente uno cuando está solo en el andén de una estación y llega el tren, y sabemos que hay que decidir». La «vida» que después se abre en esta narrativa es la narración de la eventualidad transformada en elección. Es un método que, no obstante lo que dice Ray­mond Carver, ha asumido ya una paternidad: la del propio Carver.

II

Unos veinticinco años después de mi «fallido encuentro» con William Faulkner, tuve otro pero por razones diversas. Raymond Carver aca­baba de ser entrevistado en «First Edition» de una emisora de televisión, y se dirigía hacia la salida lentamente con su característico paso can­sino. Todavía sudaba, parecía llevar con fatiga su pesado cuerpo, y con los ojos buscaba ansio­samente la salida.

Intercambiamos unas pocas palabras, rodea­dos por la presencia de la gente que abarrotaba el lugar. «Nunca es fácil hablar del propio traba­jo», dijo Carver. Después esbozó una sonrisa y añadió: «Los escritores deberían escribir: no sa­ben hablar».

Poco antes había hablado de Catedral y de De qué hablamos cuando hablamos de amor, los dos volúmenes de relatos que, con Fires, han repeti­do el éxito (el descubrimiento) de Will You Plea­se Be Qui et, Please? Había expuesto con un me­ticuloso cuidado la fuente de su trabajo («Obser­var la vida, captarla en sus más mínimos deta­lles: para mí este es el oficio del escritor»), pero como si le resultase imposible comprender la impaciencia del telecámara. Pensé: no es un hombre de nuestra época, pero era consciente de que me equivocaba.

Raymond Carve.r es un hombre tímido; siem­pre parece indeciso entre darte la espalda o es­trecharte la mano. Tiene una vida que, casi con

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el mismo dualismo, podía tomar otra dirección. No bebe desde hace diez años, sólo desde hace diez años. Se casó con Maryan cuando tenían dieciséis él y catorce ella, y un hijo en camino. Tess Gallagher, la mujer con la que vive en la ac­tualidad en Port Angeles, en el estado de W as­hington donde nació, dice de aquel matrimonio: «Vivían de sueño en sueño, cada sueño era nuevo, una casi-realidad, mientras el sueño precedente se malograba». Carver pasó también de trabajo en trabajo, todos humildes. Mientras tanto escribía, a menudo en el asiento de un automóvil.

En 1976, cuando su primer libro de relatos lo llevó a la final del National Book Award, tenía cuarenta años y su matrimonio era un fracaso total. Y físicamente también estaba destrozado. Aquel año pasó más tiempo en el hospital que fuera: el alcohol lo estaba matando. A pesar de los ánimos que le daban Gordon Lish y John Gardner, dijo: «No me importa si ya no escribo una línea más.» Al año siguiente, en Dallas, co­noció a Tess; y volvió a vivir. Tess escribe poe­sía. En los últimos cuatro años, entre los dos, han publicado diez libros (Ultramarine es el cuarto volumen de poesías de Carver). En la actuali­dad, en Port Angeles, tienen dos casas y en cada una hay dos escritorios. «Tess se ocupa de los detalles del vivir», dice él, que mientras tanto contempla «la tierra y a la gente que nos rodea».

«Lo difícil es encontrar el modo exacto de describir lo que vemos», dice. «No es el modo. Cada uno de nosotros tiene el suyo, el de un es­critor tiene únicamente la necesidad de ser transformado en palabras. John lrving (Garp) tiene el suyo, y es distinto del de Flannery O' -Connor, del de William Faulkner, del de Ernest Hemingway. El mundo de cada individuo co­rresponde a las exigencias del individuo, y como tal es perfecto. Lograr transmitirlo a todos los demás es arte».

El mundo de Carver ha sido analizado con una abundancia de palabras que iguala, si no so­brepasa, el conjunto de sus escritos. Como mo­delo ( cuando la imaginación resultaba insufi­ciente) ha sido tomada la dimensión de sus «di­recciones»: Yakima (donde creció), Dallas, Tucson, El Paso, Port Angeles y alrededores. Pero para encontrar el correspondiente en la descripción, tanto de las gentes como de los lu­gares, es necesario volver a sus páginas. «Es na­tural, mi mundo no existe», dice el escritor. «Existe en la moralidad del narrar».

Después expone las piezas (sólo algunas) del mosaico en que consiste esa moralidad: «El es-

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mero es la única moralidad de la literatura. Lo decía Ezra Pound». «Aprendí a escribir relatos reflexionando sobre una frase de Chéjov: ' ... y de repente todo le resultó claro'. Son pal��ras _que abren posibilidades infinitas». «La ongmahdad radica en el adherirse a lo que sentimos profun­damente, no en las citadas innovaciones forma­les. Tiempo atrás John Barth se lamentaba del hecho de que sus estudiantes, que diez años an­tes estaban fascinados por las innovaciones for­males hoy ya no lo están. Temía el abandono del e¡perimentalismo. En mi opini�n el experi­mentalismo es a menudo el permiso para ser descuidados o imitadores». «El modo de ver las cosas de otrbs escritores -Barthelme, por ejem­plo- no puede ser adoptado por quien no tiene los mismos ojos. No funciona. El verdade_ro ex­perimentalismo es: crea lo nuevo. Es decu, en­cuentra lo nuevo en lo viejo, en lo banal, en lo común. Se puede hablar de una silla, de un par de pendientes, o de una piedra y hacer estrei:ne­cer. Es la delicia del arte, diría Nabokov. Y esta es la delicia que me interesa».

«En la narración debe haber tensión. La sen­sación de que algo está a punto de suceder, que algunas cosas están en movimiento contino. De otro modo, en la mayoría de las ocasiones, no hay historia no hay relato».

«El relato' es algo que se coge con el rabillo del ojo, al pasar». . , «lQuién ha ejercido influencia sobre mi? To­dos a quienes he leído (Hemir:igw!ly, �aulkner), y ninguno. Sobre todo han eJercido mfluenc1a sobre mí mis hijos».

«Debo mucho a dos hombres: Gordon Lish y John Gardnern.

Gordon Lish dirigía la sección de relatos de Esquire cuando, después de haberle rechaza�o todos los originales mecanografiados que le envia­ba pero con el ruego de que le enviase otros, de�idió finalmente publicarle Neighbors, que dio a conocer su nombre. John Gardner es el maes­tro que lo sostuvo (a menudo no sólo con pala­bras) cuando Carver acudía a la writing s�hool

_ de

Iowa debatiéndose «entre el alcohol y la smtaxis». Riymond Carver, hombre del interior que pa-

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recía destinado a ser ( como tiempo atrás había sido) el bedel de una escuela primaria, se en­cuentra a la cabeza de la producción literaria «supertecnológica» de la media culture que viene a parar sobre todo a Nuev� York.

«lNueva York? Es un umverso que da mie­do», dice.

Vuelve a descender las escaleras de los estu­dios de televisión, cuando tiene que subirlas con la misma prisa de quien no quiere perder el tren que lo va a llevar lejos, en la obscurida9 de la noche, hacia lagos y verdes campos, hacia_sen­deros que uno recorre con botas de �ontanero, incluso si (como sucede) hasta los pies del sen­dero ha llegado a bordo de un potente Merce­des, su único «pecado de gula».

III La transformación del canon estético que ha­

bía estado vigente durante casi cuarenta años de literatura que había superado dos grandes gue­rras y ot;as dos menores

? un �ecen�o. de ruina

económica otro de reflexiones ideologicas, dan­do tumbos'por el camino con acrobacias sociales y de costumbres, y que no obstante se había de­fendido también de la seducción del abandono (Kerouac), se anunció con anter�9ridad :-como hemos indicado- cuando la relacion escntor-so­ciedad se hizo espasmódica, no productiva, se dedicó (a menudo literalme?te) a sus p_r?pios asuntos escogiendo la mortifera protecc10n de la borra�hera solitaria y recurriendo a las fórmu­las de una escena totalmente personal. Las nor­mas tradicionales sufrieron el ataque de los dife­rentes Vonnegut, Barthelme, Doctorow (antes del aliciente nostálgico), Robert Coover, y de modo específico de John Barth y John Hawkes. Uno se confió con ellos a una elaboración cerca­na a la polaridad del absurdo: por una parte la metamorfosis de las máquinas ( el medio de es­cribir) por otra el derrumbamiento de la ideolo­gía, q�e habiendo perdido_ mordiente h�bía _ab­dicado del papel de «testigo» de la Histona.

Como conclusión de este desorden, llegamos al caos (y, por lo que nos ata_ñe, a la mítica �gura del escritor americano perdida entre las meblas de la aventura cósmica). En el plano práctico hay que hablar, con Barth, de la «me�cla» de d�­versas culturas, la de la altivez desdenosa predi­cada por Edmund Wilson y la del enlatado por Andy W arhol. Las técnicas metanarrativas, en aquel momento, eran imperios�s �orno la mega­fantasía que las generaba. Lo comico se mezcla-

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_____ ilS ____ _ ba con lo trágico, el horror con el placer, la gue­rra con la paz, la muerte con la vida: y el indivi­duo, por muy bien que le fuese, se hallaba de­samparado en medio de la masa. Después no ha­bía ni siquiera la masa. En aquellos años, Ray­mond Carver se preocupaba sobre todo de be­ber; y cuando lo aceptaron como «literato» transmitió el hielo de (su) miedo.

Pero Carver, después, se ha revelado como el más potente de los «salvadores». Una vez que desaparecieron los pieles rojas y los rostros páli­dos de las posiciones de punta (no han desapa­recido del todo, pero no hacen ruido), no podían por menos que abrirse paso los astronautas. Ha­biendo caído instancias como la inocencia, lo ru­ral, la experiencia directa, la participación revo­lucionaria, el libromensaje, la palabra que se pronuncia empapada de las miles contradiccio­nes del tiempo, y arrinconada la aventura terres­tre, ha sido reemplazada por la visión cósmica. Vonnegut y Burroughs la habían predicho desde el ceño adusto de la ironía y del desprecio, y Up­dike había ido a divisarla (antes que entre las brujas de Salem) entre los «infieles» de Nueva Inglaterra. Era, en todos los casos, un coqueteo con todo lo que fracasaba: la rabia de no estar ya entre los «tontos» del siglo XIX, que como ton­tos al menos no sabían.

Lo que sin embargo sí se sabía era que la lite­ratura no ofrecia ya ningún contacto con la reali­dad. Pero lde qué realidad? La de la percusión política naturalmente. (Si Nixon caía, Reagan no estaba lejos). Mientras Hemingway había tenido que esforzarse no poco para apartarse de las trabas psicológicas de la novela elaborada por Henry Ja­mes, su lección servía ahora, cuando ninguno lo había previsto; sus soluciones se convirtieron en la inesperada gratificación del oficio del (nuevo) na­rrador. Mientras Barth y Hawkes intentaban toda­vía penetrar en la idea (la fascinación) de la heren­cia esotérica (Sheherazade pero también, quizá sin saberlo ellos, Gaddis), y su generación se veía continuada por Pynchon y Barthelme, en otro lugar estaba en curso la exhumación del verbo hemingwayano, pero con un sorprendente corte: la reducción de la frase a fragmento.

Ha sido un converger multi-paralelo, aunque el punto de cita mayor se ha revelado el de Car­ver. Mientras Barth perseguía a sus estudiantes más allá de la puerta del laboratorio (y Hawkes, como hace todavía, callaba o pensaba en los hie­los polares), y Renata Adler y Joan Didion se obstinaban (como en parte Susan Sontag antes del viraje ideológico) en encontrar los hilos del

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discurso político incluso después de Vietnam (acaso con una espléndida premonición, la de América central), Carver, Ann Beattie y, en par­te, Frederick Barthelme declaraban ya la ambi­gua guerra que, victoriosa, ha producido hoy la paz de la proliferación de los talentos.

La elección del fragmento carveriano en lugar de la frase hemingwayana ha sido provocada por varios factores: la necesidad de alejarse de una realidad social que (por la doble herida del fraca­so de la «revolución» y del sometimiento al ído­lo tecnológico) conducía a la náusea; el reclamo del naturalismo, no perturbado ya por la intran­sigencia (el empeño) del realismo; la amenaza de un futuro nuclear saturado de muerte, por tanto la aproximación a un presente que ha de ser cogido no sólo con «el rabillo del ojo», sino con la mano de quien no cree ya en las fábulas; el callejón sin salida en que terminaban siempre los intentos de la experimentación. A finales de los años setenta -cuando Carver se preguntaba «de qué hablamos cuando hablamos de amor»­narrar significaba ya hablar por frases (fragmen­to), parágrafos, episodios, y nada más.

Así era posible seguir a la camarera que sirve una abundante comida al personaje gordo, lo harta de pan, carne y dulces, y después va a casa, se tumba boca arriba, se deja montar por el ma­rido, y mientras él jadea ella se siente gorda (aunque no lo es) y presiente también que «algo está a punto de cambiar» en su vida. Pero no sa­be, como lo sabemos nosotros, qué cambiará. No hay más que decir.

Mientras Barth, Hawkes o quizá Donald Bart­helme habrían hecho entrar por la ventana a un árabe que vende alfombras, o habrían ido a ex­plorar el mito de la delgadez con un personaje llevado en vilo de otra historia, Carver se limita a coger el valor del segmento de la vida. Inexpli­cable, quizá, pero «lqué segmento es nunca ex­plicable?» lLo es acaso la vida? El «mundo de cada uno» se halla dentro de una empalizada de misterio, y si es verdad que, intentando explicar ese misterio, es obligatorio desinteresarse del tejido más vasto de la sociedad y del «mundo real», es también verdad que no existen razones por qué se ha de hacer esto y no aquello otro. Los escritores de la nueva generación (Carver y los jóvenes, por lo menos, mientras para los de­más este razonamiento no vale), si tienen una obligación, es sólo hacia ellos mismos. El «escri­tor americano» (Farrell, pero también Dos Pa­sos) es una expresión que no les atañe.

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Alguien (Joe David Bellamy) llama a esta es­cuela «republicanismo literario», aludiendo al terreno de distracción que las últimas ventoleras políticas han puesto a disposición de los cultiva­dores de la evasión; o bien hay quien dice pala­dinamente: «narrativa reaganiana». La acusa­ción es grave e infundada, y se basa (aunque no solamente) en la fauna humana ilustrada por Carver: hombres y mujeres que viven en la pro­vincia más tétrica, pobrezuelos que no votan o si votan oyen sólo la televisión y al párroco, gente cuyo problema más gordo es la comida o cómo cambiar la casa-roulotte, cómo conseguir una caña de pescar, cómo averiguar si la mujer te pone los cuernos, cómo beber sin emborrachar­se demasiado, o bien emborracharse porque al fin y al cabo «en casa te esperan sólo los secos huesos de la mujer en una cama deshecha».

La voz de Carver es mucho menos incons­ciente, como la de Ann Beattie, que -como mu­jer- reivindica ese modo «masculino» de apro­piarse de la realidad. Y es cierto que se trata de realidad -una realidad no saturada ya de «olores sociales», pero no por ello menos cercana al hombre. Los personajes de esta corriente viven en el vacuum de ciudades y países, estaciones de servicio y moteles, pero también en casitas blan­cas y limpias, habitaciones amuebladas acaso con mal gusto: pero amuebladas, en un país sin nombre, sin fecha, sin puntualización histórica. Mientras Barth (y en una cierta medida el últi­mo Malamud) buscaban la universalidad en la aparente atemporalidad del pasado lejano (She­herazade, Elisabetta d'Inghilterra, Alma Mah­ler), Carver y compañía la buscaban -y la bus­can todavía- en el anonimato de rostros y situa­ciones que no cambian. Los hombres de Carver que se alejan cojeando podrían ser gemelos de los desesperados de Canne,y Row de Steinbeck.

Lo que les redime es la exactitud de la enun­ciación, incluso cuando falta el desarrollo. Es su correspondencia literaria, que se articula en la técnica del naturalismo. lSe trata de naturalis­mo minimalista? Ciertamente. Estos «mundos»

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es��n hec�os de casa (generalmente de una), fa­m1ha, amigos, amantes, hijos, y de sus proble­mas. La tensión de la que habla Carver no está siempre presente, pero porque no es fácil soste­nerla; cuando también este movimiento se haya agotado, lcuántos, de las docenas que circulan ahora, quedarán? Mientras no saben hacer más que mantener el resto del mundo fuera de la puerta de casa.

Se remiten pues a una tradición, la mayor (Hemingway, pero también Dos Passos el pri­mer Mailer, el primer Styron, y sob;e todo -iqué suma ironía!- Farrell); sólo, la desnudan,no son capaces de robustecerla con sustratosideológicos, que temen porque -habiéndoseformado a la sombra del Vietnam- conocen lavanidad reformista. «Cada vida humana es im­portante», dice Farrell. Lo dice también Carverpero no se siente con ánimos para narrarla toda;narra un día, un momento de ella. Lo mismohace Gordon Lish. Cuando salió What I KnowSo Far (1977) de Lish, las coordenadas de la so­lución pro y anti naturalista estaban ya en acto:el ritmo era severo, breve, pero la voz ( como enCarver, el Barthelme menor y Ann Beattie perotambién en otros muchos) era familiar in'clusocoloquial: «He ido de caza. No quería i; de cazapero iban todos, y por ello he ido yo también.Así ha pasado este domingo». O: «En nuestramanzan� hay si�te casas. En una estoy yo, en otra esta Alan Sllver. En las otras cinco hay chi­cos como nosotros».

Que el peso literario es más importante que la materia tratada lo demuestran otros dos libros de Lish, Dear Mr. Capote, que salió hace cuatro años, y el reciente Perú: un análisis desarticula­do de la locura (por boca de un loco) y la reevo­cación de un fragmento infantil. La excentrici­dad reducida a banalidad y la excéntrica banali­dad elevada a insólito espejismo se encuentran también en los trabajos de Bette Pesetsky y de Amy Hempel, ambas cercanas a Carver. Pero el tiempo de la narración es el presente (caracterís­tica también de sus novelas): la nueva narrativa no conoce otros, porque no hay, no existen. Ex�sten para quien especula (Bellow) y para qu�en evoca de nuevo (Roth), pero no para qmen e_voca. El actual caos de estilos, ......_ como siempre, se reduce a dos almas. � Tres al máximo. �