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DISCRECIONALIDAD Y ARBITRARIEDAD ADMINISTRATIVA

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DISCRECIONALIDAD Y ARBITRARIEDADADMINISTRATIVA

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ORLANDO VIGNOLO CUEVA

Palestra EditoresLima — 2011

DISCRECIONALIDADY ARBITRARIEDADADMINISTRATIVA

xxxx

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NOMBRE DE AUTOR4

Colección: Tesis & Monografías en Derecho

Comité de DirecciónProfesores:

Samuel Abad YupanquiAlfredo Bullard González

Carlos Caro CoriaGorki Gonzáles Mantilla

César Landa ArroyoJuan Morales Godo

EditorPedro P. Grández Castro

DISCRECIONALIDAD Y ARBITRARIEDAD ADMINISTRATIVA

Orlando Vignolo CuevaPrimera edición, octuibre de 2011

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de su autor.

© Copyright : ORLANDO VIGNOLO CUEVA

© Copyright 2011 : PALESTRA EDITORES S.A.C Calle Carlos A. Salaverry 187 – Lima 18 – Perú Telefax (511) 7197-626 / 7197-627 [email protected] / www.palestraeditores.com

Impresión y encuadernación: Grández Gráfi cos S.A.C. Mz. E Lt. 15 Urb. Santa Rosa de Lima – Los Olivos

Diagramación : Alan Omar Bejarano Nóblega

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º ISBN: Proyecto Editorial N.ºTiraje: ejemplares

Impreso en el Perú Printed in Peru

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A mis padres, por ser los mejores guías.A Claudia, por ser el impulso para avanzar.

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Índice

Tabla de Abreviaturas .............................................................................Nota del Autor ...................................................................................Introducción ...................................................................................

I Estudio sobre la arbitrariedad. La imposibilidad de que ésta sea alternativa a la discrecionalidad ..................................................... 1. Cuestiones jurídicas en torno al término arbitrariedad .......... 1.1. Buscando los rastros históricos de la arbitrariedad ....... 1.2. Los sentidos actuales de la arbitrariedad. Algunas características que deben ser resaltadas ........................... 2. El Estado de Derecho y la arbitrariedad ................................ 2.1. El origen del Estado de Derecho y su defi nitivo avance 2.2. El principio de legalidad aplicado sobre la Administración Pública. La vinculación de los poderes públicos a la norma. (La positive y negative Bindung) .................................. 2.3. ¿Hacia la vinculación estratégica a la norma? Explicaciones sobre la teoría de la esencialidad. ¿Crisis de la positive Bindung o convivencia pacífi ca con la vinculación estratégica? ....................... 3. La proscripción de la arbitrariedad por la Constitución. Dos casos de una batalla ganada en una guerra inacabada 3.1. El caso español: El principio de interdicción de la arbitrariedad contenida en el artículo 9.3 de la CE ......

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ORLANDO VIGNOLO CUEVA8

3.2. El caso peruano: Un largo camino por recorrer para lograr el control jurídico del poder administrativo ....... a) Las debilidades conceptuales de la jurisprudencia constitucional peruana sobre la interdicción de la arbitrariedad y otras nociones conexas ..................... b) ¿Es la solución para lidiar contra la arbitrariedad administrativa la cláusula del abuso del derecho contenida en el artículo 103 de la CP? ....................II Estudio sobre la discrecionalidad administrativa. Un concepto jurídico en el Estado social y democrático de Derecho .................. 1. Los presupuestos a tener en cuenta en la noción de discrecionalidad administrativa........................................ 2. El concepto de discrecionalidad administrativa que se defi ende ........................................................................... 2.1. El componente político en el concepto de discrecionalidad administrativa explicado ................... 2.2. Los argumentos de la crítica de Desdentado (y de otros autores) a la tesis de la discrecionalidad administrativa de Bullinger ......................................... 3. Algunas concepciones sobre la discrecionalidad administrativa distintas a la defendida en este trabajo 3.1. La teoría de la discrecionalidad administrativa como la obligación de adoptar la solución u opción más adecuada al interés público .................................... 3.2. La teoría que distingue a la discrecionalidad administrativa de la categoría del margen de apreciación ................................................................. 3.3. La teoría que localiza a la discrecionalidad solo en los supuestos de hecho de la norma jurídica. La defensa de esta teoría por Bacigalupo ..................... 4. No todos los conceptos jurídicos indeterminados son iguales. Algunos funcionan en ocasiones como medios de atribución de la discrecionalidad administrativa ....................................A modo de conclusión ........................................................................... Bibliografía ...................................................................................

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TABLA DE ABREVIATURAS 9

Tabla de abreviaturas

BVerfGE DECISIÓN DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL FEDERAL ALEMÁN

CC CÓDIGO CIVIL PERUANO

CE CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA, DEL 27 DE DICIEMBRE DE 1978

CEC CENTRO DE ESTUDIOS CONSTITUCIONALES

CEURA CENTRO DE ESTUDIOS RAMÓN ACERES

CNM CONSEJO NACIONAL DE LA MAGISTRATURA

CP CONSTITUCIÓN PERUANA, DEL 29 DE DICIEMBRE DE 1993

CPC CÓDIGO PROCESAL CIVIL PERUANO, DEL 23 DE ABRIL DE 1993

DU DECRETO DE URGENCIA PERUANO

EUNSA EDICIONES DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA

EDERSA EDITORIALES DE DERECHO REUNIDAS

FE FUERO DE LOS ESPAÑOLES

GG LEY FUNDAMENTAL (GRUNDGESETZ) DE LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

INAP INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA ESPAÑOL

IEP INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS

LGDCU LEY GENERAL PARA LA DEFENSA DE LOS CONSUMIDORES Y USUARIOS ESPAÑOLA, DEL 19 DE JULIO DE 1984

LJCA LEY DE LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO ADMINISTRATIVA ESPAÑOLA, DEL 27 DE DICIEMBRE DE 1956

LPAG LEY DE PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO GENERAL PERUANA, DEL 10 DE ABRIL DE 2001

LPCA LEY DEL PROCESO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO PERUANA, DEL 6 DE DICIEMBRE DE 2001

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10 ORLANDO VIGNOLO CUEVA

LRJAP LEY DEL RÉGIMEN JURÍDICO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLI-CAS Y DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO COMÚN ESPA-ÑOLA, DEL 26 DE NOVIEMBRE DE 1992

PTC PALESTRA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

RAP REVISTA DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

RCHD REVISTA CHILENA DE DERECHO

RDUDEP REVISTA DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD DE PIURA

REDA REVISTA ESPAÑOLA DE DERECHO ADMINISTRATIVO

RPDAE REVISTA PERUANA DE DERECHO ADMINISTRATIVO ECONÓMICO

SCE SENADO CONSTITUYENTE ESPAÑOL DE 1977-1978

STCE SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL

STS SENTENCIA DEL TRIBUNAL SUPREMO ESPAÑOL

SSTS SENTENCIAS DEL TRIBUNAL SUPREMO ESPAÑOL

TARW TRIBUNAL ADMINISTRATIVO ALEMÁN DE RENANIA —WESTFALIA

TCP TRIBUNAL CONSTITUCIONAL PERUANO

TC TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL

TS TRIBUNAL SUPREMO ESPAÑOL

TSJCC TRIBUNAL SUPERIOR DE JUSTICIA DE CANARIAS

UNAM UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

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PRÓLOGO 11

Prólogo

El tema del libro que tengo el honor de prologar no puede ser más importante, ni estar mejor elegido, especialmente

porque, como bien reconoce su autor, en el Perú todavía no ha sido objeto de tratamientos monográfi cos, vacío que esta obra está destinada a llenar. Además, se trata de un tema formati-vo como pocos, al menos desde dos perspectivas. En primer lugar, obliga a un conocimiento profundo de las instituciones más importantes del Derecho administrativo, pues si éste tiene como doble objetivo garantizar la efi cacia de la Administración Pública y al mismo tiempo someterla al Derecho y garantizar el respeto de los derechos de los administrados —de allí que haya sido defi nido como Derecho del poder para la libertad1—, es en el control de la discrecionalidad y la interdicción de la arbitrariedad que la satisfacción de esta fi nalidad encuentra su campo de pruebas

1 Esta feliz expresión es atribuida a González Navarro, F., Derecho admi-nistrativo español, vol. I, EUNSA, Pamplona, 1987, p. 123; aunque luego quizá ha sido Jaime Rodríguez Arana su más ferviente difusor.

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más importante. No obstante, su importancia trasciende este primer objetivo, porque además obliga al jurista a formarse en una de las que deben ser sus principales preocupaciones: la lucha por el Estado de Derecho, en virtud del cual no deben quedar ámbitos de ejercicio del poder exentos de control, lo que lleva a proscribir su arbitrariedad y a profundizar en el estudio de la discrecionalidad, a través de la cual se le reconocería legítimamente a la Administración un margen para determinar lo que es de interés general en el caso concreto; tomando así, una decisión que no ha sido predeterminada perfectamente por la norma que le otorga la potestad.

Como bien indica Orlando Vignolo, la discrecionalidad administrativa tiene una doble faceta, pues incide tanto sobre la relación entre la Administración Pública y el legislador, como entre aquella y el juez. De allí que haya sido definida como “el margen de libertad que se deriva para la Administración Pública cuando su actuación no está completamente predeterminada por una ley ni puede ser totalmente revisada por un Tribunal”2, aunque, como se indicará más adelante, solo pueda usarse en este caso la expresión libertad en sentido figurado. Sin embargo, esta doble faceta de la discrecionalidad no debe ocultar que el elemento constitutivo de la discrecionalidad es la relación entre la Administración Pública y el ordenamiento jurídico, quien no predetermina íntegramente la decisión que ésta debe tomar, del cual se derivan las diferencias del control judicial de la actuación administrativa discrecional frente a la actuación reglada. Es decir, que las especialidades del control judicial de la Administración se derivan de la forma en que las potestades son atribuidas por el legislador, lo que a su vez permite poner de manifiesto que la discrecionalidad no surge del silencio del legislador ni de la indeterminación normativa, sino que es pro-ducto de una remisión expresa del legislador al atribuir la potestad.

2 Bullinger, M., “La discrecionalidad de la Administración pública. Evo-lución, funciones, control judicial”, en La Ley, VII, 1986, p. 896.

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PRÓLOGO 13

Llegado este punto, es preciso poner de manifiesto una de las pocas diferencias que mantengo con el autor del libro, quien sostiene que la discrecionalidad exige apartarse de la vinculación positiva, y recurre al concepto de vinculación estratégica, defen-dido en el Derecho español por Luciano Parejo. A partir de la desaparición de la soberanía de la ley, Vignolo plantea reelaborar el principio de legalidad, aunque sin perder las conquistas de éste, para lo cual propone definirlo como la “exigencia de pro-gramación o densidad normativa mínima o suficiente en la que pueden (y resulta viable) la aparición de espacios administrativos decisorios provocados desde la propia indeterminación o la falta de regulación normativa. Por tanto, no hace falta exigir que en todos los casos exista una habilitación forzosa para cada caso puntual o una regulación absolutamente detallista capaz de descender a todos los resquicios de la realidad” (p. 77). Así, concluye, la Administración estaría constitucionalmente legiti-mada para actuar en los ámbitos que le incumba, “cumpliendo órdenes las estrictas del legislador o tomando las decisiones que no son adoptadas directamente por éste. Con lo cual, será forzoso que convivan tanto la vinculación positiva (en todas aquellas ma-terias reservadas constitucionalmente a la ley tales como la libertad ciudadanas, exigencias provenientes de la seguridad jurídica, o aplicaciones del principio de igualdad) unida al reconocimiento de la discrecionalidad como un margen legítimo y necesario para la actuación administrativa en determinadas situaciones o conseguir objetivos específicos” (p. 82).

Ante esta posición, cabría alegar en primer lugar que la Administración Pública está positivamente vinculada al orde-namiento jurídico, no solo a la ley. Por tanto, bastaría que fuera un reglamento el que otorgara la potestad o estableciera las condiciones para su ejercicio para poder mantener dicho princi-pio. Sin embargo, si a su vez este reglamento no desarrolla una previa regulación legal, como sucedería de admitirse la fi gura de

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los reglamentos independientes3, es indudable que la vinculación po-sitiva no sería otra cosa que una garantía formal, ya que sería la propia Administración la que tendría control sobre la fuente de sus poderes. Por tanto, es preciso tomar en cuenta el principio de reserva de ley, el cual, para regular ciertas materias exige una norma con rango formal de ley, y que además tenga un contenido mínimo. El fundamento de esta reserva no se encuentra ya en la superada soberanía de la ley, sino en el carácter representativo del órgano encargado de aprobarlas, que no solo actúa en nombre de la mayoría, sino donde también tienen voz las minorías, a las que les será igualmente la norma aprobada, a diferencia del Gobierno, que preside la Administración, el cual, si bien debe buscar el bien de todos, ha sido elegido por la mayoría.

En consecuencia, cuando se pretenda afectar los derechos de los ciudadanos es preciso hacerlo a través de una ley, más allá de los supuestos de delegación normativa o los casos excepcionales (y por

3 Esta categoría ha sido formalmente admitida por nuestro Tribunal Constitucional (entre otras, véanse las sentencias de 4 de julio de 2003, de 27 de enero de 2005 y 2 de febrero de 2006, recaídas respectivamente en los Exp. 0001/0003-2003-AI/TC, 1907-2003-AA/TC, y 4227-2005-PA/TC), para quien cabrían reglamentos independientes organizativos y normativos. Los primeros “se encuentran destinados a reafi rmar, me-diante la autodisposición, la autonomía e independencia que la ley o la propia Constitución asignan a determinados entes de la Administración”; mientras que los segundos están destinados “a normar dentro los alcan-ces que el ordenamiento legal les concede, pero sin que ello suponga desarrollar directamente una ley”. Más allá del término empleado, especialmente en el caso de los reglamentos normativos, pareciera que dichas sentencias no hacen referencia a lo que se conoce en doctrina como reglamentos independientes, que no requieren de ley previa, sino a una categoría especial de Reglamentos, aquellos que no desarrollan una ley en particular, aunque desarrollen lo dispuesto por la legislación en su conjunto. Serían los reglamentos autónomos, a los que hace referencia la STC de 5 de julio de 2004, recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC. No obstante, se trata de un tema que merece un estudio a profundidad, que en este momento no podemos más que promover.

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PRÓLOGO 15

ello limitados y transitorios) de situaciones de urgencia que requieren una respuesta rápida del Ejecutivo, a la que debe atribuírsele el carácter de de ley formal. Nuestra Constitución así lo establece expresamente, al indicar en el art. 2.24.a. que “nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe”, lo que constituye un perfecto reconocimiento de la vinculación negativa de los ciudadanos al ordenamiento jurídico. La otra cara de esta fórmula es que, si la Administración, o cualquier poder público, quiere afectar los derechos de los ciudadanos (porque cualquier afectación a un derecho conlleva una limitación a su libertad), debe tener como título una ley. Evidentemente, esta limitación se aplica en el caso de las potes-tades discrecionales que, no debe olvidarse, inciden fi nalmente sobre los administrados y su libertad, por lo que deben ser atribuidas legalmente. Evidentemente, Orlando Vignolo no desconoce los casos en los que es exigible una reserva de ley, recordando su posición a la defendida años atrás por Margarita Beladiez4 y, por tanto, cabría hacerle a ambas la misma crítica, pues si se requiere ley cuando la actuación administrativa actuación incida sobre la libertad de los ciudadanos o cuando así lo exijan los principios de seguridad jurídica, de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos y el principio de igualdad, ¿cabe acaso imaginar un supuesto de ejercicio de potestades discrecionales que no la requiera?

Como es lógico, esta necesidad de una ley previa que habilite la actuación administrativa discrecional no exige que la regulación sea detallada, sino que, por el contrario, permite que sea el propio legislador el que le encomiende a la Administración la determinación de lo que es de interés general en un caso concreto, para lo cual debe ponderar los distintos intereses en confl icto a partir de consideraciones extra jurídicas o de oportunidad5, lo que nos lleva al componente político

4 Beladiez Rojo, M., “La vinculación de la Administración al Derecho”, en RAP, N.º 153, 2000, pp. 315 y ss.

5 Puede verse la defi nición de discrecionalidad propuesta por Magide, Mariano, Límites constitucionales de las Administraciones independientes, INAP, Madrid, 2001, p. 252.

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de la discrecionalidad. Es a partir de esta atribución legislativa, de un margen de decisión propio a la Administración, cuyo reconocimiento no exige renunciar a la vinculación positiva ni recurrir a categorías de perfi les confusos como la vinculación estratégica, que se explican las especialidades del control judicial de los actos discrecionales; pues si es el legislador quien le otorga a la Administración, y no a los jueces, la potestad de determinar lo que es de interés general en el caso con-creto, éstos no estarán legitimados para sustituir la valoración hecha por la Administración por la suya propia, más aún cuando ésta utilice consideraciones no jurídicas al resolver, mientras que los Tribunales deben basar su decisión en criterios jurídicos. De allí que, si bien el control judicial de la actividad discrecional es posible y necesario, como se verá a continuación, la sustitución de la decisión, en los casos de pretensiones de pretensiones de plena jurisdicción, encuentre muchas más difi cultades, salvo los casos de reducción a cero de la discrecio-nalidad, como consecuencia de la naturaleza misma de esta última, y no únicamente como una autolimitación judicial.

En cualquier caso, está fuera de toda duda la admisibilidad del control judicial de los actos discrecionales o, como quizá sería me-jor decir, de los actos administrativos con elementos discrecionales, junto a los que coexisten otros reglados, como la competencia o el procedimiento. No obstante, si en los elementos discrecionales goza la Administración Pública de un margen de apreciación para decidir en base a criterios no jurídicos, ¿cómo puede llevar a cabo el juez el control de éstos, que conlleva el control del fondo de la decisión? Es aquí que adquiere toda su relevancia el principio de interdicción de la arbitrariedad, pues un acto administrativo nunca será válido si es arbitrario; es decir, si le falta racionalidad o razonabilidad. El límite de la discrecionalidad es la arbitrariedad, por lo que es preciso esta-blecer cuándo ésta puede predicarse de un acto administrativo, para lo cual Orlando Vignolo defi ende, con acierto, utilizar como criterio el sentido común, de modo que sería arbitrario “lo absurdo entendido como lo contrario a la lógica, lo insensato, asumido como lo opuesto

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PRÓLOGO 17

al sentido común de un hombre medio y honesto, y lo antisistémico, como lo contrapuesto a los requerimientos intrínsecos de cada uno de los sistemas en los que está organizada la realidad” (p. 50).

No obstante, ¿cómo hacer para controlarla? Es en este punto que la motivación adquiere relevancia, pues es en ella que podremos encontrar los motivos de la decisión y a partir de ella enjuiciarlos, para determinar si se trata de un acto arbitrario o no. Sin embargo, ¿qué ocurre si lo que falta es la motivación? ¿El acto administrativo, por el solo hecho de no estar motivado, es arbitrario? ¿O la falta de motivación es un vicio formal y únicamente un indicio de la arbitrariedad de la decisión, porque no es lo mismo carecer de motivos que no haberlos puesto de manifi esto? En el fondo, lo que está en discusión es la naturaleza de la motivación, como elemento sustancial o como elemento formal del acto administrativo.

La primera de las alternativas es defendida por Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, para quien lo no motivado es por eso mismo arbitrario6, posición que en el Derecho peruano parece compartir Diego Zegarra Valdivia, para quien la motivación no sería únicamente un elemento formal del acto administrativo7, y que habría sido recogida por nuestro Tribunal Constitucional en la sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC. Por su parte, otro sector doctrinal defi ende que es posible distinguir entre los actos no motivados y los arbitrarios, pues éstos serán los que carecen de motivos que los justifi quen, y no aquellos en los que dichos motivos no hubieran sido manifestados expresamente:

6 Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón., “Arbitrariedad y discreciona-lidad”, en Estudios sobre la Constitución española. Homenaje al profesor Eduardo García de Enterría, Martín-Retortillo, S. (coord.), vol. III, Civi-tas, Madrid, 1991, p. 2299 (también publicado en De la arbitrariedad de la Administración, 4ta ed., Civitas, Madrid, 2002, p. 87).

7 Zegarra Valdivia, D., “La motivación del acto administrativo en la Ley Nº 27444, Nueva Ley de Procedimiento Administrativo General”, en Comentarios a la Ley del procedimiento administrativo general, 2da. parte, Ara, Lima, 2003, pp. 196 y ss.

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mientras que los primeros tendrán un defecto sustancial, el vicio de los segundos será formal8. Si bien esta posición ha encontrado recien-temente a su más ferviente defensora en Eva Desdentado, no es para nada nueva, pues años atrás sostenía Juan Luís de la Vallina Velarde que “los actos que debiendo ser motivados careciesen de motivación o ésta no se encuentre efectuada de forma correcta incurre, sin duda, en un vicio de acuerdo con nuestro ordenamiento jurídico que hará el acto anulable (…). Indudablemente en tal supuesto nos encontramos con un defecto de forma, independientemente que en cuanto al fondo el acto sea absolutamente correcto, pero hay que considerar que da lugar a indefensión de los interesados”9.

Entre estas dos posiciones, me adscribo a la segunda, pues debe distinguirse entre la causa del acto y la motivación, como expresión formal de dicha causa. La falta de motivación constituye una pista de la arbitrariedad, o incluso permite presumir su existencia10, que solo puede ser desvirtuada por la Administración en caso de que proporcione las razones que justifi caron su decisión. Pero, aún así, siguen siendo distintas y, además, se trata de una presunción que puede ser desvir-tuada. Esta diferencia tiene poca relevancia si la Administración no aporta en ningún momento razón alguna que justifi que su actuación,

8 Especialmente, Desdentado Daroca, E., Discrecionalidad administrativa y planeamiento urbanístico. Construcción teórica y análisis jurisprudencial, Aranzadi, Pamplona, 1997, p. 155.

9 De la Vallina Velarde, J. L., La motivación de los actos administrativos, ENAP, Madrid, 1967, p. 70. Más recientemente, y por todos, puede verse también el trabajo de Diez Sánchez, j. J., El procedimiento administrativo común y la doctrina constitucional, Civitas, Madrid, 1992, pp. 258, 259.

10 Alonso Más, Ma. J., La solución justa en las resoluciones administrativas, Tirant lo Blanch, Valencia, 1998, pp. 267, 268.; y también en “La ejecu-ción de las sentencias anulatorias de actos administrativos por falta de motivación. (Comentario a la STC 83/2001, de 26 de marzo)”, en RAP, N.º 160, 2003, p. 210. Debe resaltarse que para esta autora si bien la falta de motivación provoca que el acto se presuma arbitrario, no se identifi ca sin más con la arbitrariedad.

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PRÓLOGO 19

caso en que el acto podrá ser anulado por carecer de motivación y porque se presume arbitrario. Sin embargo, sí adquiere importancia en los casos en donde la Administración Pública proporciona las ra-zones de su actuación, como consecuencia de la impugnación ante la JCA; es decir, estamos ante un acto no arbitrario, pero que, al haberse dictado sin la preceptiva motivación, tiene un vicio formal. ¿Debe ser anulado, en cualquier caso? ¿O acaso cabe que la Administración de las razones de su decisión, originalmente no motivada, al resolverse la impugnación dirigida contra éste, alegando justamente la presencia de este vicio, y se resuelva a favor de aquella?

Evidentemente, si consideramos que la falta de motivación es un vicio sustancial, no hay siquiera lugar para la discusión, pues el acto no motivado es arbitrario, independientemente de los motivos que pueda tener la Administración. Por tanto, el acto debe anularse, y debería declarase inválido por un vicio de fondo, claro está. Sin embargo, debemos preguntarnos si podría la Administración dictar luego un acto con el mismo contenido que el anulado, ahora sí alegando desde el principio las razones que ya manifestó previamente, cuando el acto original fue anulado por ser arbitrario y estar sustancialmente viciado. Si el vicio es sustancial, debería entenderse que el fondo de la decisión es incorrecto y no puede dictarse un acto idéntico al anulado, expli-cando únicamente las razones que lo justifi can (como lo justifi caban originalmente), pues de otro modo dicha sustancialidad no sería más que una etiqueta, vacía de signifi cado. Pero es evidente que sí existen razones para que la Administración pueda dictar la resolución correcta, a pesar de haber sido anulada por falta de motivación, como sucede normalmente con cualquier vicio formal.

Y volvemos así al carácter formal de la motivación, que no es posible desconocer. Por tanto, sus vicios serán vicios formales, que solo ocasionarán la invalidez cuando afecten al contenido del acto o produzcan indefensión, lo que constituye la piedra fundamental de la respuesta que se de a las cuestiones planteadas más arriba. La falta de motivación es un vicio formal que, por sí misma, es capaz de anular un

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acto administrativo, porque, como doctrinal y jurisprudencialmente se reconoce, impugnar un acto sin conocer sus fundamentos es recurrir a ciegas. No obstante, podría justifi carse la no anulación de dicho acto si durante el procedimiento de impugnación la Administración expone sus argumentos y, evidentemente, el administrado cuenta con los elemen-tos sufi cientes para reaccionar ante ellos, pues no habría indefensión. Evidentemente, uno de los requisitos que deben cumplirse para esta conclusión es que el recurrente tenga el tiempo necesario para contestar los argumentos de la Administración, pues de otro modo no existirá una verdadera posibilidad de defensa. En cualquier caso, como bien se ha indicado, la aportación tardía de los argumentos en todo caso priva el recurrente de los elementos de juicio necesarios para decidir si es pertinente o no la impugnación del acto, lo que le puede producir un perjuicio, especialmente si luego pierde el pleito. Por tanto, en estos supuestos, la Administración debería pagar los costos y costas del proceso, así como indemnizar al administrado si logra acreditar el daño11.

Más allá de su corrección, esta posición presenta ventajas pragmá-ticas, al encontrar perfecto acomodo con los principios de conservación y de economía procesal, que justifi caría conservar aquellos actos con vicios formales que fueran correctos en el fondo y no arbitrarios, siempre y cuando no se produzca indefensión. Estos principios también exigirían que la Administración presente sus razones, aún a destiempo, para que puedan ser enjuiciadas por los Tribunales, de modo que si se consideran insufi cientes por los tribunales, el acto se anularía por el fondo, no solo por motivos formales, y no sería posible para la Admi-

11 Desdentado Daroca, E., “La motivación de los actos administrativos y su control. Refl exiones críticas sobre las últimas orientaciones”, en Revista Vasca de Administración pública, N.º 84, 2009, p. 88; y Huergo Lora, A., “La motivación de los actos administrativos y la aportación de nuevos motivos en el proceso contencioso-administrativo”, en RAP, N.º 145, 1998, pp. 107 y ss.

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PRÓLOGO 21

nistración volver a dictar un acto idéntico, ahora sí con toda razón12. Además, como se ha puesto de relieve, la propia naturaleza del proce-so contencioso administrativo justifi ca que la Administración pueda argüir sus razones, incluso si no lo hizo a tiempo, pues si se trata de un proceso subjetivo y no meramente de un proceso al acto, su fi nalidad es determinar si las pretensiones de las partes están fundadas, para lo cual pueden alegarse razones que no hubieran sido aducidas en la vía administrativa13.

Como puede verse de todo lo expuesto hasta aquí, el estudio de la discrecionalidad administrativa es una tarea compleja, que exige un profundo conocimiento del Derecho administrativo. Los innegables méritos de esta obra muestran no solo la valentía de Orlando Vignolo para afrontar un tema con tantas aristas, sino también su capacidad para navegar con mano fi rme por un mar turbulento, y así llegar a buen término, bajo la dirección del profesor Dr. D. José Bermejo Vera, con quien realiza sus estudios de doctorado en la Universidad de Zaragoza. Para quienes lo conocemos, académica, personal y profesionalmente, sus logros no son una sorpresa, sino, por el contrario, los frutos natu-rales de su capacidad intelectual y la tenacidad con la que siempre ha enfrentado todos los retos.

Conocí al ahora profesor Orlando Vignolo en la Universidad de Piura el año 1998, durante el segundo año de su carrera, cuando fui su profesor del Curso de Derecho Constitucional I. Se trataba de mi debut en la actividad docente, así que desarrollé un especial vínculo con todos mis primeros alumnos, sentándose con algunos las bases de una futura amistad. Es el caso de Orlando, quien empezó a hacerse conocido por los pasillos de la Facultad, destacando no solo por sus notas, que luego lo llevarían a estar en el tercio superior de su promoción, sino también

12 Huergo Lora, A., “La motivación…”, Ob. cit., p. 94. En este caso, el benefi ciado sería claramente el administrado.

13 Desdentado Daroca, E., Discrecionalidad administrativa…, Ob. cit., p. 157; y Huergo Lora, A., “La motivación…”, Ob. cit. pp. 90, 91.

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22 VÍCTOR S. BACA ONETO

por su espíritu crítico y por su constante disposición a colaborar en todos los proyectos que emprendía la Facultad. Guardo un especial recuerdo de nuestras discusiones junto a algunos de sus compañeros (Alejandro Delgado y Álvaro Castro), con quienes Orlando formaba un grupo inseparable, así como de su participación, inmune al desaliento, en las competiciones deportivas de la Universidad. Desde entonces demostraba su talento y su capacidad de comprometerse seriamente con las personas e instituciones, virtudes que no ha perdido.

Al terminar la carrera, Orlando volvió a Chiclayo, su tierra (ori-gen que compartimos), y empezó a trabajar como abogado, aunque ya entonces se sentía atraído por la docencia e investigación propia del trabajo universitario. De allí que no dejara pasar mucho tiempo sin empezar a ejercer esta vocación, primero en la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo y luego en la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo, donde fi nalmente se integró al claustro como profesor a tiempo completo del área de Derecho administrativo. Fue entonces que decidió dar el paso siguiente en la carrera universitaria, matricu-lándose en el Programa de doctorado en Derecho de la Universidad de Zaragoza, lo que le llevó a realizar frecuentes estancias en España. Sin embargo, siguió viviendo y trabajando en Perú, lo que le da un más valor a la culminación de su trabajo de investigación, pues es mucho más difícil hacerlo cuando otras dedicaciones pueden distraer la atención. Se trata, por tanto, de una especial muestra de disciplina, que no puedo dejar de resaltar y elogiar.

A mediados del año 2009, Orlando tomó una decisión difícil, pues dejó la Universidad y viajó a la ciudad de Lima, para tra-bajar en la Asesoría Jurídica del Ministerio de Salud. Para quien se dedica al Derecho administrativo, el conocimiento en primera persona de la Administración Pública siempre es una experien-cia enriquecedora, más aún si se tienen intereses académicos, que no pueden estar desvinculados de la realidad. Su vocación universitaria no quedó apartada, pues desde la segunda mitad del año 2010 empezó a dar clases en la Pontifi cia Universidad

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PRÓLOGO 23

Católica del Perú, en el curso de Metodología de la Investigación Jurídica (sección Derecho administrativo). También entonces dejó el Ministerio, y se integró al Estudio Echecopar, donde segu-ramente sus aptitudes serán muy útiles, y podrá complementar su formación, personal y profesional, al lado de los destacados profesores y abogados que allí trabajan.

Tal es la semblanza del Orlando Vignolo, labor que el pro-loguista tiene el deber de realizar, pues no solamente presenta la obra, sino también al autor. En este caso puedo asegurar que se trata de una tarea que he realizado con gusto, no solo por-que el libro merece el esfuerzo de su lectura, sino porque no es difícil elogiar a su autor. Una de las satisfacciones del trabajo universitario es que permite formar, como reza la frase que identifi ca a la Universidad de Piura, a mejores personas y me-jores profesionales. En ocasiones, el profesor puede ser testigo del crecimiento, personal y profesional, de quienes fueron sus alumnos, que convierte en realidad lo que en las aulas se podía percibir como una promesa. Y este es uno de esos casos.

Víctor Sebastian Baca OnetoUniversidad de Piura, campus Lima

Abril de 2011

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NOTA DEL AUTOR 25

Nota del autor

La presente monografía, titulada “Arbitrariedad y discre-cionalidad administrativa”, fue presentada por el suscrito

para obtener el Diploma de Estudios Avanzados otorgado por el Programa de Doctorado de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza (España). El trabajo se realizó entre los meses de diciembre del año 2007 y junio del 2008 bajo la dirección del Dr. D. José Bermejo Vera, catedrático de Derecho administra-tivo de esta casa de estudios, siendo defendida posteriormente, en noviembre del año 2009, ante el Tribunal conformado por el profesor Dr. D. Fernando López Ramón, quien se desempe-ño como Presidente, el profesor Gerardo García Álvarez, que asumió la Secretaría, y con el concurso, como miembro, de la profesora Dra. Rita Largo Gil. Este órgano de evaluación, luego de las deliberaciones regulares, califi có al trabajo con la nota de sobresaliente.

En abril del 2010, esta monografía obtuvo el XIII Premio “Gascón y Marín” otorgado por la Academia Aragonesa de Ju-risprudencia y Legislación (Zaragoza, España). La versión que se

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recoge en esta edición, salvo el acápite referido a las debilidades de las Jurisprudencia constitucional peruana sobre las aplica-ciones del principio de interdicción de la arbitrariedad, además de las sugerencias de fondo y correcciones de estilo formuladas por el mencionado Tribunal (todas ellas asumidas en el texto fi nal), toma como base fundamental los datos obtenidos en la investigación inicialmente descrita.

Esta nota de presentación, más personal que de fondo aca-démico, no estaría completa sin los agradecimientos necesarios y de absoluto rigor, dirigidos a las muchas personas que cola-boraron en la correcta consecución de este trabajo. Su aliento, preocupación y ayuda material son alicientes para seguir —ter-camente— adelante con las labores de una actividad, como lo es la investigación universitaria, que muchas veces es acallada (y hasta ignorantemente despreciada) tras las voces potentes del pragmatismo y la consecución de soluciones jurídicas sin las razones adecuadas y pausadamente probadas en la refl exión teórica; sin embargo, ella y sus frutos (a priori, de impacto social más lento) se resisten a desfallecer, merced a ciertos esfuerzos individuales y algunos institucionales.

Por todo ello, mi gratitud a cada uno de los miembros de mi familia (a mis padres y dos hermanos, en particular a Gian-carlo, a quien le debo el acceso a casi la mitad de la bibliografía usada), a José María Recio y sus padres (verdaderos amigos que me acogieron con gran afecto en mis dos estancias de trabajo en la ciudad maña), a los profesores del área de Derecho admi-nistrativo de la querida Universidad de Zaragoza (de quienes asimilé mucho más que ciencia jurídica, pues pude aprehender la esencia de la vida universitaria). En particular, quiero que este reconocimiento se personalice en las fi guras y talentos intelectuales de los catedráticos José Bermejo Vera y Fernando López Ramón, ambos con su rigor y profundidad académica son auténticos maestros, capaces de dirigir y lograr que sus alum-

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NOTA DEL AUTOR 27

nos terminen abrazando —sin dudar— la noble profesión de ser profesor universitario. A mis buenos amigos Dr. Luis Castillo y Dr. Víctor Baca, profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura, de quienes recibí los consejos debidos y el impulso para persistir en las labores académicas, incluso este último ha tenido la deferencia de prologar el presente libro. En último término, quiero rescatar el aporte invaluable dado por la Biblioteca Central de la Universidad de Piura, mi alma máter y el lugar donde pacientemente comencé la aventura de buscar el dato —por encima de todo— como medio para catapultar una investigación.

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INTRODUCCIÓN 29

Introducción

Sería faltar a la verdad, decir que en el Derecho público pe-ruano existen sufi cientes luces y menos sombras sobre el

tratamiento de la discrecionalidad de la Administración Pública. A nosotros nos hace falta dedicarle mucho más tiempo, esfuerzo y análisis a esta esencial fi gura del Derecho administrativo. Por eso, lo que planteaban un par de autores españoles como Beltrán de Felipe y Sánchez Morón, de que ningún nuevo o apreciable aporte puede hacerse alrededor de este instituto1 debido a que todo estaría aclarado o escrito, sería un argumento más ajustado a la realidad del viejo continente (tal como puede comprobarse con la riqueza cualitativa y cuantitativa de la doctrina, sobre todo, la producida durante la segunda parte del siglo pasado).

En el Perú, el legislador (muchas veces desordenado y poco claro en la normas que emite), la bisoña jurisprudencia

1 Cfr. Beltrán de Felipe, Miguel, Discrecionalidad administrativa y Cons-titución, Tecnos, Madrid, 1995, p. 21. También Sánchez Morón, Miguel, Discrecionalidad administrativa y control judicial, Tecnos, Madrid, 1994, p. 9.

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contencioso-administrativa (nacida desde abril del 2002 con la entrada en vigor de la LPCA) y la doctrina (forjada esencialmente desde los años noventa) poco han hecho por trabajar y construir nociones alrededor de esta fi gura; desde su defi nición, pasando por su carácter fundamental en las actuales circunstancias de desarrollo —necesarísimo y urgente— del Estado social demo-crático de Derecho2, su contraposición diametral con la proscrita arbitrariedad3, las diferentes clases existentes, o los enlaces y distancias con los conceptos jurídicos indeterminados, entre otras cuestiones. Todos estos son elementos casi imposibles de seguir a través de una vía nacional segura y sin tropiezos, se

2 Al respecto puede revisarse de manera conjunta los artículos 2, 43, 45 y 118 de la CP, normas que terminan por diagramar nuestro Estado desde distintas formas (mediante califi cativos con fuerte contenido defi nitorio, o con imposiciones limitativas sobre los detentadores del poder, o re-conociendo derechos a favor de los particulares) como uno de Derecho —la califi cación más importante y que sostiene a las otras— al que se le pueden agregar los términos social, democrático y descentralizado. Ver Abruña Puyol, Antonio y Víctor Baca Oneto, Notas al curso de Derecho administrativo, pro manuscrito, pp. 65-82. Estos autores peruanos siguen a los españoles Santamaría Pastor y Ariño Ortiz, por eso resulta re-comendable hacer el contraste correspondiente con las siguientes obras de estos últimos: Fundamentos de Derecho administrativo, Ceura, Madrid, 1991, pp. 192-204 y Principios de Derecho público económico, Ara, Lima, 2007, p. 19.

3 Esta cuestión muchas veces no es bien entendida. Basta ver al respecto, en un Derecho cercano al nuestro como el ecuatoriano, en un segmento de una norma reglamentaria especializada en controlar la discrecionali-dad de la función ejecutiva —el Decreto Ejecutivo 3155 del año 2002— la proclamación de una defi nición bastante errada, de que la arbitrariedad “ha sido considerada como el aspecto negativo de la discrecionalidad, idea que hunde sus raíces en la idea germánica del poder residual del Ejecutivo como sustraído del campo de acción del Parlamento y, por lo tanto, libre del Derecho”. Ver. Campaña Mora, Jofre, “El control de la discrecionalidad en la contratación pública en Ecuador”, en RPDAE, N.º 1, 2008, p. 192.

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INTRODUCCIÓN 31

hace necesario entonces acudir a los avances, polémicas y re-trocesos de las ciencias jurídico-administrativas más maduras y de mayor data.

En vista de este panorama, a lo largo de este trabajo se en-contrarán materias bastante discutidas en España, Italia, Francia y Alemania, con algunos puntos pertinentes extraídos del cada vez más cercano mundo jurídico anglosajón, los cuales permiti-rán mostrar, entre otras cosas relevantes, el nacimiento, progreso, deformación y énfasis superior (puesto en marcha después del término de la Segunda Guerra Mundial) en la construcción de un cabal Estado de Derecho, más aún, estas iniciativas, no solo fueron dirigidas a que éste pueda resolver los verdaderos límites de sujeción del poder público, sino que solventaron los susten-tos necesarios para validar la confi guración social mediante la acción estatal (al inicio mediante el estatocentrismo y luego a través de la subsidiariedad) y la participación colaboradora de los ciudadanos en las decisiones públicas que les afecten; teo-rías que concretaron luego el Estado social y democrático, tan acopladas a nuestro objeto de estudio.

Avanzando un poco en la misma línea, resulta innegable que para estudiar la evolución de la discrecionalidad admi-nistrativa es obligatorio acudir a la revisión y al examen de la legislación, doctrina y jurisprudencia de este continente apare-cida durante todo el siglo pasado, datos que muy bien podrían encauzarse dentro de un movimiento pendular muy recurrente en muchos sectores del Derecho público4, que va desde su con-trol y reducción al mínimo o, en casos extremos, de postular

4 Cfr. Beltrán de Felipe, Miguel, Discrecionalidad administrativa y Constitución, Tecnos, Madrid, 1995, pp. 21-27. También reconoce esta característica Pérez Andrés, Antonio, “La limitación constitucional de la remisión legislativa al planeamiento. Hacia la reducción de la discrecionalidad”, en Hinojosa Martínez, E. y N. González-Deleito Domínguez (coord.), Discrecionalidad administrativa y control judicial. I

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su posible extinción por estar emparentada con la arbitrarie-dad —diría Huber en un frase representativa del momento, la discrecionalidad es “un caballo de Troya en el seno del Derecho administrativo de un Estado de Derecho”5— hasta llegar al en-tendimiento actual (casi generalizado) de que ésta “no es ni un dato meramente periférico o externo al ejercicio de la autoridad pública, ni tampoco una indeseada desviación respecto de un gobierno ideal de normas. Las potestades discrecionales son esenciales en cualquier sistema de toma de decisiones públicas, y por tanto, no tienen por qué ser necesariamente arbitrarias ni ajenas al mundo del Derecho”6.

Esta tesina ha recogido y seleccionado muchas de estas nociones siguiendo dos criterios esenciales, a saber: la relevancia que pudieran tener para nuestro Derecho, sea porque existe simetría en la confi guración general y en las fi guras existentes, o porque diversas cuestiones podrían resultar aleccionadores y un ejemplo a seguir, sin llegar, claro está, a la copia abierta. En segundo orden, por el caudal conceptual y formativo de las teorías presentadas, que muchas veces llegan a desbordar las posibili-dades de traslado y comunicación escrita que tiene el suscrito.

Ahora bien, quiero culminar esta breve nota introductoria señalando y estableciendo los dos segmentos capitulares en los que está dividido este trabajo, con la descripción sucinta de la diagramación interna seguida en cada uno de ellos. También de-jar en claro que, la lógica usada en la construcción de la armazón de aquel (que va desde la precisión de lo prohibido y antij urídico

Jornadas de estudio del Gabinete Jurídico de la Junta de Andalucía, Civitas, Madrid, 1996, p. 637.

5 Esta frase de Hans Huber aparece citada en la obra de García de Enterría y Martínez-Carande y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Curso de Derecho administrativo, tomo I, Civitas, Madrid, 2002, p. 457.

6 Galligan, Denis, Discretionary Powers, A legal study of offi cial discretion, Clarendon Press, Oxford, 1986, pp. 2-3.

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INTRODUCCIÓN 33

en el actuar de la Administración Pública, la arbitrariedad hacia los estudios sobre la indispensable discrecionalidad administra-tiva) es querida y perfectamente razonada. La idea es presentar al lector las abismales diferencias que existen entre una y otra, negando aquellas posiciones que intentan acercarlas, a partir de darle connotaciones negativas o indebidas a la discrecionali-dad, o que, incluso, en grado extremo, llegan a negar su origen constitucional o legal.

El primer capítulo es un estudio sobre la arbitrariedad y su lenta proscripción a la luz de la evolución del Estado de Derecho. En él se busca defi nirla, indicar sus sentidos y ver las fi guras que han aparecido para aniquilarla, especialmente en España y Perú. A esto, agregaré una reseña de cómo ha cambiado el Estado de Derecho y su primordial principio de legalidad desde la Francia post-revolucionaria hasta nuestros días (momentos en los que ya se habla de vinculación estratégica a la norma y esencialidad en la producción normativa del Parlamento).

La segunda parte esta dedicada a analizar el concepto, alcances básicos y posturas sobre la discrecionalidad administra-tiva tomando como punto referencial, entre las varias existentes, la doctrina que más aportes originales ha hecho en este sentido: la alemana.

Un segmento fi nal de este segundo capítulo intentará esbo-zar las ideas básicas de acercamiento (las más) y de distancias (las menos) existentes entre los conceptos jurídicos indetermi-nados y la discrecionalidad administrativa. En él se verán dos tesis contrapuestas —la unitaria y la separatista— que resultan relevantes para descubrir los claros vasos comunicantes que unen a ambas especies. En el avance de la oposición planteada aparecerán algunas nociones relevantes sobre la estructura de los conceptos indeterminados (el halo de penumbra, la zonas de certeza positiva y negativa), la llamada teoría del margen de apreciación, pero también se apreciarán algunas cuestiones re-

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levantes de la discrecionalidad (ésta no solo es una operación volitiva siendo imposible encasillarla solo a las consecuencias de la norma habilitante).

Concluyo esta nota, indicando que si de algo estoy seguro al hacer esta tesina, tal como lo había reconocido Rivero Ysern algunos años atrás tomando un absoluto consenso de todos los operadores jurídicos involucrados, es que todas las actividades de los poderes públicos están sometidas a la Constitución, la ley, y en general, al Derecho7. Sin embargo, lo difícil no es afi rmar esta verdad, tan obvia, como el avance y la generalización de la noción del Estado de Derecho a partir del siglo pasado, sino en indagar y analizar las particularidades de las diversas actividades de cada poder público y el contenido de cada institución jurídica involucrada en éstas. En suma, lo inútil es seguir repitiendo mecánicamente los axiomas generales sin descender al estudio pormenorizado y puntilloso de las fi guras a tratar.

7 Cfr. Rivero Ysern, José Luis, “Refl exiones sobre la discrecionalidad administrativa en el urbanismo. Breve reseña jurisprudencial”, en Hinojosa Martínez, E. y N. González-Deleito Domínguez (coord.), Discrecionalidad administrativa y control judicial. I Jornadas de estudio del Gabinete Jurídico de la Junta de Andalucía, Civitas, Madrid, 1996, pp. 561-562.

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CAPÍTULO I

Estudio sobre la arbitrariedad.La imposibilidad de que ésta seadiscrecionalidad

1. CUESTIONES JURÍDICAS EN TORNO AL TÉRMINO ARBITRA-RIEDAD

1.1. Buscando los rastros históricos de la arbitrariedad

Repetidamente se ha indicado que el signifi cado en nuestra lengua de la palabra arbitrariedad va referido a toda actua-

ción contraria a la razón y a las leyes, producida en el ejercicio de la sola voluntad o capricho del que la origina, siendo éste un sentido que ha sido recogido pacífi camente por diversos textos de examen de nuestra semántica8.

A partir de este sentido general, que ya de por si muestra claros indicios de que esta noción está directamente emparen-

8 Este signifi cado aparece recogido en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, tomo I, Espasa-Calpe, Madrid, 2006, p. 234. En la misma línea, con el agregado de que la arbitrariedad implica también el “abuso del poder, fuerza, facultades o infl ujos”. Ver. Diccionario de Derecho usual, tomo I, Heliasta, Buenos Aires, 2007, p. 352.

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tada con el Derecho, las explicaciones jurídicas que puedan ir surgiendo sobre el particular, deberán entender, desde un inicio, que la arbitrariedad es un concepto necesitado de puntualiza-ción, no cabe pues, pensar que en él existe una dirección unívoca, muy por el contrario, conviven varias y encontradas versiones de la palabra, de sus antecedentes o de sus derivados —tal como lo demostraremos en las líneas posteriores— algunos de los cuales resultan ser poco provechosas para nuestro propósito.

Vale entonces un ejercicio doble de precisión y depuración para superar la difi cultad inicial, sin llegar a ser simplista, pues como propone Granado Hij elmo, si esto no se hace bien, pueden surgir aplicaciones erróneas de normas que toman a esta expre-sión como supuesto de hecho (en su caso, se refi ere al artículo 9.3 de la CE que contiene la interdicción de la arbitrariedad);“sin embargo, que el supuesto de hecho (tatbestand) de la norma que prohíbe la arbitrariedad esté constituido por un simple concepto jurídico en el sentido de que no esté constituido por varios, no signifi ca que dicho concepto sea precisamente sim-ple, en el sentido de fácilmente aprehensible, y ello porque la arbitrariedad es un concepto jurídico indeterminado que resulta preciso fijar para posibilitar una adecuada aplicación de la norma (…). En otras palabras, la aplicación de la norma constitucional de la interdicción de la arbitrariedad supone una mera operación de subsunción en cuanto a que consiste en una disposición prohibitiva directa, pero una subsunción que re-quiere una previa operación de fijación del concepto jurídico indeterminado ‘arbitrariedad’ que la Constitución toma como supuesto de hecho al que anuda la terminante consecuencia de su prohibición”9.

9 Granado Hij elmo, Ignacio, “La interdicción constitucional de la ar-bitrariedad de los poderes públicos”, en Hinojosa Martínez, E. y N. González-Deleito Domínguez (coord.), Discrecionalidad administrativa

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Como podemos apreciar, se hace necesario recurrir a otros presupuestos conceptuales (esencialmente históricos) para poder obtener un panorama completo de la evolución de la arbitra-riedad, más aún, si como correctamente determina Fernández Rodríguez, aunque la palabra pueda tener una historia reciente (desde el pensamiento jurídico moderno) su adjetivo de origen —arbitrarius— recogido también en otras lenguas de infl uencia latina, tiene una data muy antigua10.

En el Derecho romano (uno de los ejes de nuestra actual ciencia jurídica) se podía someter los confl ictos e incertidum-bres de los ciudadanos a la decisión de un hombre que tuviera la agudeza y prudencia para utilizar de mejor manera su buen y leal saber y entender, extraídos de la práctica de su sentido común. Este individuo llamado arbitrer, escogido por el pretor en la fase apud iudicem del proceso, por ser un boni viri arbitrar-tu, debía llegar a una solución justa que satisfaga a las partes enfrentadas, sin necesariamente utilizar el ius; si lo hacía, gra-cias al aporte de un jurisconsulto, transformaba su condición arbitral a la de un iudex (el que dice lo que es Derecho en cada concreto pleito)11. Obviamente, y en eso sí estoy de acuerdo con

y control judicial. I Jornadas de estudio del Gabinete Jurídico de la Junta de Andalucía, Civitas, Madrid, 1996, p. 136.

10 Cfr. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, De la arbitrariedad de la adminis-tración, 4ta. ed., Civitas, Madrid, 2002, pp. 158-159. Este autor asume un análisis pormenorizado del término basado en varios glosarios y escritos históricos. También es importante recurrir al interesante estudio de Atias, Christian, Contra la arbitrariedad, teoría, Edersa, Madrid, 1988, pp. 20-35.

11 Cfr. Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., pp. 137-138. Es necesario exa-minar, en cuanto a estas defi niciones y al procedimiento seguido en las legis actio per iudicis arbitrive postulationem (en la que una de las partes pedía el nombramiento de un árbitro al pretor), las importantes obras de Dor´S, Álvaro, Derecho privado romano, 1ra. ed., EUNSA, Navarra, 1968, p. 74; Gímenez-Candela, Teresa, Derecho privado romano, 1ra. ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, p. 123; Von Ihering, Rudolph, El espíritu del

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Fernández Rodríguez, el árbitro, al resolver sobre la base de los hechos ya comprobados en la fase in iure, tenía una libertad de decisión restringida, no siendo viable en ella, ni la extralimita-ción de “la nuda voluntad, ni el mero capricho de aquel, que la idea republicana de la libertad, por otra parte, excluye”12; sin embargo, no solo lo caprichoso estaba prohibido por el ius, sino todo aquello que en la sentencia sea contrario al sentido común y a la inteligencia demostrada en la recta razón de un hombre promedio13. Por eso, es que este pronunciamiento era un acto del saber (que socialmente era admitido y reconocido) más que uno proveniente de la voluntad impuesta (del poder que so-cialmente era acatado), pues el árbitro se movía en el ambiente de la auctoritas14, no del ejercicio de las facultades de imperium recaladas en la potestas15.

Derecho romano en las diversas fases de su desarrollo, Comares, Granada, 1998, pp. 132-134.

12 Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., p. 160.13 La mayor incidencia que pone Fernández Rodríguez, principalmente en

sus fuentes romanas, en cuanto a que la acepción principal de la arbi-trariedad es lo caprichoso, ha sido fuertemente criticada por Granado Hij elmo, en los siguientes términos: “No obstante, la impresión que producen esas citas es la de un empleo del término como equivalente a caprichoso, sin que las referencias a la falta de razón revelen un empleo jurídico de la expresión que pueda contribuir decisivamente a aclarar diacrónicamente su sentido institucional en Derecho”. Ver. Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., p. 139.

14 Como indica el profesor Domingo, la palabra auctoritas “deriva, al igual que otros sustantivos con sufi jo tatû (i) —como heredita y civitas— del término auctor, procedente a su vez del verbo augere, que signifi ca auxiliar, confi rmar, ampliar, completar, apoyar, consolidar, dar plenitud a algo”. Ver. Domingo, Rafael, Ex Roma Ius, Aranzadi, Navarra, 2005, p. 68.

15 Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., p. 139. Debe entenderse, a fi n de tener completos los datos que luego servirán para las explicaciones posteriores, que potestas proviene “de potis, cuya raíz indoeuropea signifi ca la idea de poder constituido.” Ver. Domingo, Rafael, Ob. cit., p. 70.

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Lo esencial en lo descrito, es que la distinción diáfana entre auctoritas y potestas suponía un delgado equilibrio que debía ser mantenido desde la supremacía de la primera sobre la segunda, pues solo la razón o el buen sentido común “es lo único que legitima una autoridad y solo es la autoridad la que legitima una potestad. Solo en base a esa ratio subya-cente en la autoridad y, a través de ella, en la potestad, una y otra obtienen el reconocimiento social que les es preciso para subsistir como tales”16.

La extinción de la época clásica del Derecho romano, abrió paso a un periodo final marcado por la burocratización, la decadencia jurídica y la absoluta relevancia de la ley imperial como fuente única del Derecho17. En lo que nos interesa, en esta etapa se produjo la confusión entre auctoritas y potestas —trasladada hasta nuestros días, según la idea del que está investido de autoridad ejercita potestades públicas— cuestión que, aunque no determina ni la existencia del sustantivo arbi-trariedad y menos el significado peyorativo que ahora tiene, fue el eje de apoyo preciso para la penetración, durante el desarrollo filosófico de la Edad Media y Moderna, de la volun-tad y la libertad, como auténticos medios de agrandamiento semántico de la expresión bajo estudio18; produciéndose, consecuentemente, una reconducción de la inteligencia a la voluntad y el nacimiento del libre arbitrio (libertad) como un componente de la voluntariedad del acto humano. Pero en

16 Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., p. 140.17 Cfr. Gímenez-Candela, Teresa, Derecho privado romano, Ob. cit., pp. 52-53.18 Un ejemplo medieval hispánico puede ayudarnos a determinar el

ensanchamiento que tuvo la palabra arbitrario. Durante el siglo XIV apareció un acuerdo arbitrario creado por el rey Pedro II de Valencia, “El Ceremonioso”, que se usó para romper las disputas entre particulares por cuestiones del reparto de las aguas del río Mij ares entre las localidades castellonenses de Vila-real, Burriana, Almazora y Castellón de la Plana.

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ningún caso, ni la libertad ni la voluntad legitiman el bien, ya que solo la razón (práctica) puede darle carácter moral o jurídico a una acción, o permitir encontrar la verdadera naturaleza de las cosas (según fundamentos extraídos de la tradición aristotélico-tomista)19.

El desconcierto surgido entre auctoritas y potestas produjo el consecuente traslado de las cualidades pertenecientes a una y otra, tanto que hasta lo rescatable y base de la primera, debía ser previsto en el ejercicio de la segunda, para que ésta sea legí-tima y regular. Así lo reconoce García de Enterría cuando refi ere que el concepto (actual) de autoridad (léase poder organizado y políticamente reconocido), ya sellado en un solo concepto, se da “en el sentido de auctoritas, esto es, la cualidad que inviste a ciertos centros o personas de un plus de superioridad moral por causa de lo razonable de sus actos”20.

Desde esta fusión, nuestro recorrido histórico por los precedentes de la palabra va mostrando una primacía de los marcados por la razón y la inteligencia (autoridad que decide con equidad, despótico, tiránico), por encima de los signados por la libertad y la voluntad (vago, caprichoso, libre arbitrio, decidir sin atenerse a normas preestablecidas), a pesar de algunos requiebres aparecidos durante la Edad Moderna, básicamente, con las ideas de los llamados autores arbitristas de la Escuela de Salamanca —propios de la Monarquía espa-ñola de la segunda mitad del siglo XVI y del siglo XVII— que ponían el centro de gravedad en los excesos de los príncipes, producidos éstos, por una desviación de la voluntad de sus actos, los cuales podían ser corregidos a través de las fórmulas

19 Cfr. Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., pp. 141-142.20 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Democracia, jueces

y control de la administración, Civitas, Madrid, 2000, p. 157.

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peticionadas por los súbditos21. Sin embargo, aunque estas tesis y otras más22 voltearon la mirada hacia la voluntad, sin darse cuenta que el vicio que aparecería regularmente durante los siglos XVIII y XIX, “si bien se manifiesta en la voluntariedad del acto, se caracteriza en el fondo, por una lesión de la inteligencia”23, nos legaron de alguna manera la dirección correcta (el alcance objetivo) del posterior concepto: la arbitrariedad iba a incidir más en la mala actuación de los poderes públicos que sobre la de los privados.

No fue sino hasta el siglo XVIII —según referencia dada por Fernández Rodríguez— que aparece en nuestro idioma la primera acepción documentada, pretendidamente negativa, de la expresión arbitrario, hecha por el ensayista y sabio español Benito Jerónimo Feij oo y Montenegro, en sus escritos de crítica a las supersticiones que contradicen la razón, la experiencia empírica y la observación rigurosa y documentada. Aunque,

21 La producción de esta escuela es considerada como la primera literatura económica rescatable y precedente del mercantilismo surgido poste-riormente en otras naciones europeas como Francia e Inglaterra. Vale recordar que la palabra arbitrio, en esa época, era la medida que el rey podía tomar en benefi cio del reino, en ejercicio de su poder soberano y por su propia voluntad, como corresponde al concepto de monarquía absoluta. Por su lado, arbitrista es quien dirige un memorial al rey solicitándole que tome tal o cual arbitrio. El término arbitrio y arbitrista (solución, solucionador) se terminaron considerando despectivos en la época y equivalentes a dictámenes disparatados e imposibles, o a los llamados locos razonadores o locos repúblicos y de gobierno. Entre los autores más destacados de esta corriente tenemos a Luis Ortiz, Sancho Moncada, Tomás de Mercado y Pedro Fernández de Navarrete. Ver. Colmeiro, Manuel, Historia de la Economía Política en España, tomo I, Fundación Banco Exterior, Madrid, 1988, pp. 45 y ss.

22 Me refi ero al citado mercantilismo y a las corrientes denominadas pro-yectismo ilustrado y liberalismo desarrolladas durante el siglo XVIII.

23 Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., 1996, p. 142.

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vale decir, que esta noción convive claramente con el sentido de acto voluntario no forzado que se tenía desde varios años atrás24.

La evolución peyorativa de la palabra entonces ya iniciada, tuvo un camino de cierre más rápido en el mundo anglosajón25 —durante algunos años anteriores al fi nal del siglo XVII y del propio siglo XVIII— con la extracción de su contenido de los sentidos disímiles, merced a la fuerza e impronta liberal de Loc-ke, pues para él no cabía duda, y así lo demuestran sus trabajos (“Ensayo sobre el gobierno civil” y el fundamental “Dos tratados sobre el gobierno civil”, en los que plantea el desprecio por la idea del origen divino de los reyes de su tiempo, el sometimiento a la ley de todos los individuos, la necesidad de desterrar los abusos de un tirano y la implantación de la separación del Esta-do en cuatro poderes vigilantes y controlados mutuamente), de que arbitrary “era sinónimo de despótico absoluto, tiránico, no limitado por ley alguna (despotical power is an absolute, arbitrary

24 Cfr. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., p. 159. En esta cita resultan interesantes las anotaciones hechas por el autor sobre los sentidos del término en diferentes idiomas tales como el francés, italiano o inglés.

25 Siempre el mundo anglosajón en general, y con mayor énfasis en el Derecho, ha tenido un camino diferente a Europa continental, aunque claro, ahora cada vez más aparecen fuertes enlaces entre ambos sis-temas, promovidos desde la comunitarización jurídica de Europa (en esto resulta pertinente examinar el famoso Caso Factortame de los años noventa y la creación de las public laws claims realizadas mediante una aplication for judicial review ante la High Court, órgano en el que existe una lista de jueces especializados en Public Law). y desde cambios pro-fundos que van más allá de la ciencia jurídica. Por eso, al leer a Locke (y sus radicales avances) se notará que sus postulados (adelantados a su tiempo en temas de arbitrariedad y su proscripción) fueron el germen para el camino diferente seguido en la isla y su radio de infl uencia (la common wealth). De la misma opinión, citando las peculiaridades de los sistemas constitucionales británicos y norteamericano, se tiene en la doctrina peruana a Hakansson Nieto, Carlos, La forma de gobierno de la Constitución peruana, Universidad de Piura, Piura, 2001, pp. 10-25, 28-45.

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power one man has over another to take his life whenever he pleases); caprichoso en suma (el poder ought not to be arbitrary and at pleasure)”26.

La recepción posterior de su pensamiento en Europa conti-nental en “El espíritu de las leyes” de Montesquieu y las posturas de los revolucionarios norteamericanos (Benjamin Franklin y Thomas Jeff erson), produjo la generalización de esta expresión, para referirse en exclusiva a los abusos, extralimitaciones o situa-ciones contrarias a la racionalidad, realizadas por los detentadores o los agentes del poder constituido, tanto, que su acogida positiva fue casi inmediata en las dos grandes declaraciones de la época, la de Virginia de junio de 1776 y la del Hombre y del Ciudadano de 1789 (esto puede inferirse del análisis conjunto de los artículos 2, 3 y 5 del primer documento y de las normas 2, 3, 4, 7, 11 y 12 de la segunda declaración). Continuando este proceso durante todo el siglo XVIII (al respecto solo basta recordar la Constitución de Filadelfi a y la post-revolucionaria francesa de 1791).

Estos progresos en Europa (de donde se nutrió esencialmen-te la corriente y revolución independentista latinoamericana), que enlazan con el nacimiento y cimentación del Derecho ad-ministrativo, determinan la concretización de la lucha contra todo signo de arbitrariedad —venga de donde venga— aun-que, la mayoría de los esfuerzos estuvieron volcados en limitar efectivamente a los poderes públicos dejados y arrancados del Antiguo Régimen, a fi n de convertirlos en organizaciones con potestades exclusivamente jurídicas (no personales) que deban apoyarse necesariamente en una concepción determinada del Derecho, actuando conforme y desde ella27.

26 Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., p. 161.27 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón

Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 433.

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Es decir, a contrario sensu, se hizo patente la necesidad de desterrar el absolutista principio de que toda “la fuente de todo Derecho es la persona subjetiva del Rey en su condición de representante de Dios en la comunidad, lo que implicaba que pudiese actuar tanto por normas generales como por actos singulares o por sentencias contrarias a aquellas”,28 pues, éste era evidentemente el germen de arbitrariedad, siendo imposible de ser aceptado en la cambiante e innovadora sociedad (primero francesa y luego europea) de fi nales del siglo XVIII y principios del siglo XIX.

Así, pues desde los escritos de Locke —los primeros documentos que se conocen en la doctrina en los que se usa exclusivamente la palabra en sentido negativo—29 hasta esta época de cambios, más de una centuria después, mucho se había avanzado en clarifi car los sentidos de una palabra, que hasta nuestros días, se mantienen inalterables e indiscutidos.

1.2. Los sentidos actuales de la arbitrariedad. Algunas caracte-rísticas que deben ser resaltadas

En el pensamiento jurídico actual, tal como sucedía en las etapas anteriores, la razón mantiene un indiscutido papel cen-tral, y en muchos campos, resulta hasta excluyente, tanto que es insostenible propugnar refl exiones alrededor del irracionalismo jurídico30. Por eso, no es extraño que el Derecho administrativo la tenga (junto con sus conceptos derivados) como un elemento fundamental de sus avatares, no solo por lo que pueda enten-derse como arbitrariedad, a partir de las fi jaciones producidas

28 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 434.

29 Cfr. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., p. 159.30 Cfr. Blanquer Criado, David, El control de los reglamentos arbitrarios,

Civitas, Madrid, 1998, pp. 23-24.

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en función de su contenido31, sino por como la primera puede encajar, como concepto indeseable y que debe ser obligatoria-mente eliminado, en los contenidos de una ciencia dedicada a estudiar el Derecho de la Administración Pública cuando ésta actúa como poder público; es decir, cuando se desenvuelve con unas peculiaridades y fi nes que la diferencian en sustancia de otras personas u organizaciones privadas, a merced de la doble con-dición de tener, a la par de unas potestades (con una concreta condición jurídica-formal)32 por la que imponen de manera unilateral efectos jurídicos a otros sin importar su asentimiento, un conjunto de deberes, condicionamientos y límites.33

Adicionalmente, el hecho de que el Administrativo estudie a un sujeto que ejercita poderes jurídicos, usados en exclusiva para servir a intereses ajenos, lo obliga a poner un especial celo en las formulaciones que se pueda hacer de lo que es la razón, pues esto será, uno de los insumos para que el papel central en los tiempos actuales de este poder público se materialice, esto es el “arbitraje de las fuerzas sociales y económicas y de neutralidad en el turno político (…) que conllevan a la idea de servicio del interés general como fundamento ideológico de la organización administrativa en sus distintos ámbitos”34.

Ahora bien, el entendimiento de la razón en clave solo de la lógica, resulta inseguro y hasta podría reducir, llevada a extre-mos, la vigente defi nición de arbitrariedad. Por eso, es necesario redirigir la noción hacia el viejo concepto romano del sentido

31 Cfr. Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., p. 147.32 En este punto, me baso en la tesis funcionalista jurídico-formal formu-

lada por Boquera Oliver, José María, Derecho administrativo, 10ma. ed., Civitas, Madrid, 1996, pp. 63-67, 71-81.

33 Cfr. Martínez López-Muñiz, José Luis, Introducción al derecho administra-tivo, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 28-29.

34 Martín-Retortillo Baquer, Sebastián, El reto de una administración racionalizada, 1ra. ed., Civitas, Madrid, 1983, p. 28 (la cursiva es nuestra).

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común35, aceptando obviamente, la validez de los signifi cados recogidos por casi la totalidad de la doctrina, centrados en dar un juicio valorativo de las decisiones administrativas a partir de su condición de ser actuaciones obligatoriamente razona-bles, capaces de soportar una explicación objetiva, ya que “la autoridad es una cualidad de la comunicación, más que una persona. La elaboración razonada es la fuente de la autoridad, que es un valor social básico”36. Consecuentemente, el Derecho

35 El profesor Granado señala que la confusión actual sobre la razón se debe a la visión kantiana de la moral y el Derecho que deslegitimaba “por insensato todo discurso religioso, moral o jurídico que se recabase con una base trascendental o meta empírica, al tiempo que se potenciaba fi rmemente anclado en la sensatez. (…) La vieja cuestión de la razón como criterio último de la moralidad y juridicidad aparece oscurecida por la cuestión de la sensatez de las proposiciones morales y jurídicas que, si bien parece muy relacionada con la anterior, en rigor, suponen planteamientos diferentes, ya que la razón remite a un criterio último en el terreno de lo signifi cado por la proposición, mientras que la sensatez alude más bien a la capacidad signifi cante de la proposición en sí misma. En otras palabras, los planteamientos de razón se dirigen, más bien, al fondo, mientras que los de sensatez son, más bien, de forma”. Ver. Gra-nado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., pp. 146-147. Un autor que formula un planteamiento revalorizador de la razón práctica (al estilo del Derecho intermedio canónico-románico) es Atienza, Manuel, “Sobre el control de la discrecionalidad administrativa. Comentarios a una polémica”, en REDA, N.º 85, 1995, pp. 15-16.

36 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp.153 y ss. Tiene la misma opinión el profesor británico Galligan, al señalar que el actuar razonable del poder administrativo plasma uno de sus principios políticos esenciales. Ver. Galligan, Denis, Ob. cit., p. 267. Fernández Rodríguez fue otro que asumió una defensa cerrada en este punto, “la experiencia más elemental demuestra que el quehacer jurídico consiste esencialmente en razonar sobre la realidad con el fi n de persuadir a los de-más de la justifi cación de nuestra propia conducta o de la falta de justifi cación de la suya y no una mera mecánica combinatoria de dogmas más o menos convencionales con datos legales, jurisprudenciales o doctrinales (…). ¿Y que es razonable? ¿Cuándo puede califi carse de tal a una decisión? Cuando

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siempre exige que las decisiones de los poderes públicos sean justifi cadas a partir de no rehuir (o camufl ar) el fundamento de todas sus actuaciones; en suma, es imprescindible, en los actuales momentos, que la razón prevalezca ante todo37.

Pero, ¿por qué regresar al sentido común para defi nir a la arbitrariedad? El sentido común del hombre medio honesto que reivindica la búsqueda del bien razonable, es una forma segura y pragmática de indagar si los actos humanos, que in-defectiblemente deben estar basados en la libertad, pueden ser buenos (y por ende justos)38, entendiendo que “el bien no es sino la conformidad de un objeto con la razón en virtud de la natu-raleza misma de las cosas. Por tanto, es insensato, es contrario al sentido común (a lo que Balmes llamó criterio) lo irracional y lo irrazonable. Lo irracional no es tanto lo contrario a la lógica

se acomoda a una realidad objetiva o cuando se presenta de tal manera que su claridad y distinción nos constriñen a someternos a la evidencia”. Ver. Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 202 y ss.

37 Cfr. Atias, Christian, Contra la arbitrariedad, teoría, Ob. cit., pp. 26-27. En concordancia con la idea del texto principal, el autor señala que el Derecho no es una simple agrupación de normas y decisiones emanadas por las autoridades del poder público previamente habilitadas para ello, sino, que por el contrario, su esencia es la de siempre justifi car esas resoluciones, decisiones y reglas.

38 Existe un voto particular del presidente del Tribunal de Apelaciones inglés, Lord Greene, pronunciado en 1948 en el asunto Associated Houses Ltd vs. Wednesbury Corporation recogido profusamente por la doctrina no solo británica, que hace alusión al sentido común como un elemento sustancial del quehacer jurídico, al indicar que la autoridad enjuiciada realizaba un acto “tan absurdo que ninguna persona sensible podría soñar que se halla dentro de los poderes de la autoridad”, es decir, con-cluye el juez, sería una decisión irrazonable porque no se guía de los patrones (estándares) razonables de una persona sensata. Ver. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., pp. 211-213; Sánchez Morón, Miguel, Discrecio-nalidad administrativa y control judicial, Tecnos, Madrid, 1994, pp. 71-72; Wade, H. W. R., Administrative law, 6ta. ed., Clarendon Press, Oxford, 1988, pp. 408-409.

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formal como a la lógica deóntica, es decir, la de lo que debe ser según las exigencias naturales del buen sentido. Lo irrazonable no es tanto lo no motivado —pues la motivación es simplemente la explicación de los móviles de un sujeto— cuando lo no fun-damentado, lo que no encuentra explicación en las exigencias íntimas derivadas de la naturaleza de las cosas”39.

Entonces si mezclamos correctamente el sentido común (como un patrón o estándar humano) y lo hacemos trascender en una especifi ca razón para explicar la naturaleza de las cosas, entendida ésta como “un sistema en una unidad de intelección coherente, tanto en sí mismo, en virtud de la mutua imbricación de sus componentes, como en sus relaciones con los demás sis-temas que integran esa inmensa alteridad que denominamos el mundo”40, tendremos una vía allanada para encontrar los signifi cados correctos y actuales de arbitrariedad.

Pero, un par de respuestas adicionales quedan por res-ponder: ¿El mantenimiento de un auténtico Estado de Derecho soportaría la anterior construcción conceptual? ¿Qué tipo de razón puede servir para nuestro propósito? Estimo que la respuesta debe ser afi rmativa, pues si los poderes públicos in-cardinados en el Estado deben estar sometidos a la razón, y, la ciencia jurídica es uno de los instrumentos de racionalización del poder, resulta evidente, como puntualizó Atienza, “que las decisiones de los órganos públicos no se justifi can únicamente en razón de la autoridad que las dicta; además se precisa que el órgano en cuestión aporte razones intersubjetivamente válidas, a la luz de los criterios generales de la racionalidad práctica y de los criterios positivizados en el ordenamiento jurídico”41. En-

39 Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., pp. 148-149.40 Ídem, p. 149.41 Atienza, Manuel, “Sobre el control de la discrecionalidad administrativa.

Comentarios a una polémica”, Ob. cit., p. 15.

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tonces, no cualquier razón posibilitaría y cimentaría el ejercicio regular de las potestades públicas, y por ende, la producción de una decisión ajustada a Derecho, exenta de arbitrariedad.

Lo dicho, empuja a superar las razones de corte únicamente formal, ya que éstas, aplicadas en los actos de la Administra-ción Pública, terminan siendo una enfermedad antes que un remedio, porque la desvirtúan (a la par del deber de motivar)42 al rango de una simple etiqueta o empaquetadura, en la que basta haber cumplido con unos simples requisitos de forma para dar por sellada la justificación de la decisión, sin entender, que las razones son también argumentos construidos en el Dere-cho que deben probar una opción escogida. Por tanto, superar las taras del decisionismo y formalismo implica entender que el “Derecho de las sociedades democráticas avanzadas no puede guiarse únicamente por una racionalidad tan limitada como la racionalidad formal, sino que necesita contar con un modelo complejo de racionalidad práctica que incorpore también la dimensión instrumental (fi nalista) y la moral (referida a los fi nes últimos)”43.

42 Si se desvirtúa la motivación de un acto de la Administración Pública, en la forma descrita en el párrafo principal, se quiebra su esencialidad como medio que legitima el ejercicio de todo poder, “legitimidad del ejercicio que es inexcusable e irrenunciable, como lo prueba la categórica prohi-bición constitucional de todo uso arbitrario de aquel”. Ver Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., p. 165.

43 Atienza, Manuel, Sobre el control de la discrecionalidad administrativa. Co-mentarios a una polémica, Ob. cit., p. 18. Es pertinente la valorización de la motivación como justifi cación de la decisión a partir de la superación de la visión privatista del acto administrativo y del carácter formal de este elemento, tal como ha sido propuesto por Fernando Pablo, “El concepto mismo de motivación es el que debe ser reformado, en la medida en que la motivación no puede ser asimilada a los simples justifi cativa de toda motivación con relevancia jurídica. La motivación del acto administrativo se presenta así, una vez que se coloca en primer término su esencial característica

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Con estos tres ingredientes, el sentido común que permite trascender a la razón práctica indispensable para explicar un determinado problema jurídico según la naturaleza de las cosas, po-demos avanzar en compendiar y entregar los significados que podría soportar la palabra arbitrariedad, ya que habríamos acotado su contenido relevante para el Derecho administra-tivo. Éstos serían lo absurdo44, entendido como lo contrario a toda lógica; lo insensato, asumido como lo opuesto al sentido común de un hombre medio y honesto; y lo antisistémico como lo contrapuesto a los requerimientos intrínsecos de cada uno de los sistemas en los que está organizada la realidad45. Estos tres sentidos conforman una escalera gradual, mostrada de abajo hacia arriba, en la que “todo lo absurdo es insensato y antisistémico; todo lo insensato es también antisistémico,

de discurso justifi cativo de una decisión, más próxima a la motivación de la sentencia de lo que inicialmente podía pensarse en el seno de la dogmática de estricta inspiración privatista (que encuentre el mate-rial conceptual, por tanto, bien en el negocio jurídico, bien en el acto jurídico). A esta proximidad contribuye, por otra parte, la cada vez nueva perspectiva adoptada en el estudio del acto, del cual se subraya hoy la dimensión objetiva, sustrayéndolo de la reconstrucción en clave negocial-subjetiva”. Ver. Fernando Pablo, Marcos, La motivación del acto administrativo, Tecnos, Madrid, 1993, p. 31.

44 El término absurdo es una palabra de manejo muy superior a irracional, pues como demuestra Granado Hij elmo, la última “parece aludir más bien a lo propio de seres animados carentes de razón, esto es, a un comportamiento no humano (…) y porque lo irracional se presta a confusión con lo no razonable, en el sentido de no sufi cientemente fundamentado en la razón, siendo así que lo que se quiere expresar con este tipo de arbitrariedad es un acto humano cuya fundamentación no respeta las reglas elementales de la lógica formal o deóntica, por ejemplo, cuando incurre en contradicciones en sus propios términos o conduce a conclusiones ilógicas”. Ver. Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., p. 151.

45 Ídem, pp. 151-153.

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aunque quizás no sea absurdo si respeta las pautas de la ló-gica formal o deóntica. Finalmente, podríamos encontrarnos proposiciones que no son absurdas ni insensatas, pero que son antisistémicas”46.

Después de indagar alrededor de la semántica de arbitra-riedad nos queda por cumplir una última labor en este acápite, la de mostrar algunas características relevantes que encajarían con el concepto. En primer lugar, en una alusión que nos servi-rá mucho para defi nir a la discrecionalidad administrativa, el nacimiento y la concepción de la arbitrariedad solo es posible si previamente se entiende lo que es el Estado de Derecho, por ende, solo es posible combatirla dentro del marco de lo jurídico, siendo correcto afi rmar y concluir —siguiendo el sesudo dicho de Von Ihering— que solo “el ciego de nacimiento no puede concebir la sombra, el que ignora el derecho no puede conocer la arbitrariedad. El conocimiento de la arbitrariedad implica el del derecho”47.

Luego, no todas las arbitrariedades son jurídicamente re-levantes, en lo que nos concierne, solo podrán merecer censura aquellas “que se plasman en normas o proposiciones jurídicas, es decir, que se traducen en la exigencia de comportamientos obligatorios para otras personas”48; con lo cual, solo podrían ser prohibidos aquellos actos nacidos desde la voluntad de un sujeto que muestren el poder o la capacidad de decidir sobre la conducta de otros. Y claro, las actuaciones descritas serán reali-zadas con mayor incidencia por el poder público en el ejercicio regular de sus potestades, al crear, modifi car, extinguir, declarar o imponer unilateralmente los efectos jurídicos de éstas a todos

46 Ídem, p. 153.47 Von Ihering, Rudolph, El fi n en el derecho, Heliasta, Buenos Aires, 1978,

p. 174.48 Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., p. 153.

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los particulares; sin que esto, con sus excepciones49, pueda re-sultar equiparable a la actividad de los particulares, quienes, o deberán contar con el asentimiento del segundo interesado o, deberán reclamar su pretensión ante un tercero imparcial del propio poder público (el Poder Judicial)50.

Por estas razones es que el ordenamiento (y con mayor énfasis las constituciones) han reforzado las técnicas de control aplicables sobre los brotes y avances de la arbitrariedad de todos los poderes estatales, además de realizar un esfuerzo de síntesis en señalar cuáles son los límites de sus capacidades; todo esto con el fi n único de lograr extirpar su “tendencia natural a fun-cionar sin cortapisas, a imponerse a los ciudadanos en virtud de la superioridad de su imperium”51.

En esa misma línea, el Derecho administrativo no escapa a luchar contra la arbitrariedad producida por su objeto de es-tudio (la organización administrativa), siendo recurrente, por un lado, la obligación ampliamente aceptada, a que el poder administrativo tenga una previa habilitación normativa que le permita asumir unas determinadas potestades (casi siempre permitidas por actos del legislador), y por otro, la fi scalización, apartamiento y extirpación de cualquier acto producido en el ejercicio abusivo, irregular y, obviamente, arbitrario del poder jurídicamente atribuido52.

49 Me refi ero en este tema a la excepcional autotutela privada que se ma-terializa en actos como la legítima defensa, los estados de necesidad, la defensa posesoria inmediata, entre otras actuaciones permitidas por el Derecho sin necesidad de declaración y ejecución de un acto jurisdiccional.

50 Boquera Oliver, José María, “Criterio conceptual del derecho adminis-trativo”, en RAP, N.º 42, 1963, pp. 125-127.

51 Cfr. Blanquer Criado, David, Ob. cit., p. 26.52 Cfr. Wade, H. W. R. Administrative law, Ob. cit., pp. 23-24.

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2. EL ESTADO DE DERECHO Y LA ARBITRARIEDAD

2.1 El origen del Estado de Derecho y su defi nitivo avance

Aunque se pueden encontrar rasgos básicos de su defi nición en la división de poderes formulada por Montesquieu (principio que fusionó las distintas aproximaciones históricas y políticas ocurridas en el mundo anglosajón y europeo-continental ante-riores al autor francés)53, es entre los años 1829 a 1834, fechas de publicación de las obras “Das staatsrecht des königreiches württ emberg” y “Die polizeiwissenchaft nach den grundsätzen des rechtsstaates” de R. Von Mohl54, cuando aparece acuñada por primera vez —con más escepticismo que posibilidades de éxito—55 una expresión denominada Estado de Derecho, que sinte-tizaba la creciente racionalización de la vida jurídica y que ponía especial énfasis en el valor que habían tenido distintos sectores del Derecho en la conformación del concepto de Estado56.

Los albores de este principio lo muestran encaminado a sustentar las distinciones entre el poder legítimo (y por tanto jurídico) del que no lo es, entre el nuevo poder liberal del cada

53 Cfr. Garrido Falla, Fernando, “La administración y la ley”, en RAP, N.º 6, 1951, pp. 125-126.

54 El profesor Santamaría Pastor no se muestra totalmente seguro sobre este dato, porque, según señala, apoyándose en los propios escritos de Von Mohl, este autor alemán sintetizó una frase conocida del Canciller Bismarck, además de utilizar como fuentes adicionales a libros de Jordan y Politz, Müller, Welcker y Von Aretin que ya venían usando regular-mente esta fórmula. Ver. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrativo, Ceura, Madrid, 1991, pp. 192-193.

55 Los autores Krauss y Von Schweininchen en su libro Disputation übre den rechtsstaat muestran el califi cativo de artifi ciosa que le dio el príncipe O. Von Bismarck a esta frase. Ver. Legaz y Lacambra, Luis, “El Estado de Derecho”, en RAP, N.º 6, 1951, p. 13.

56 Ibídem. También reconoce este origen doctrinal alemán García de En-terría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 47-48.

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vez más detestado poder autoritario, pretensión que luego se vol-vería regular en toda forma histórica del Estado contemporáneo, pues, en esencia, los esfuerzos de los regímenes de distinto sello fueron los de no mostrarse (al menos en apariencia) como usur-padores de la potestad ejercitada57. En suma, lo que se intenta es concretar la teoría formulada por el primer liberalismo alemán de Kant, Fichte y Von Humboldt, en los simples argumentos de que el orden jurídico positivizado permite el mantenimiento del despliegue vital de cada individuo y la no intervención estatal para la procura (inútil) de felicidad y bienestar a favor de éste58.

Fue la apreciable armazón conceptual aparecida en años posteriores en las obras de Von Bahr, Stahl, Gierke, Gneist y Mayer59, la que permitió generalizar este concepto (Rechtsstaat) pero con una clara tendencia a considerarlo como el Estado de la razón, capaz de asegurar la libertad de los ciudadanos y la

57 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón, Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 433-434. También López-Muñiz reconoce el camufl aje hecho por algunos sistemas políticos no exacta-mente depositarios del contenido material del Estado de Derecho. “Por lo demás, en las formas históricas del poder público pueden reconocerse aproximaciones más o menos logradas o realizaciones mas o menos par-ciales o plenas del Estado de Derecho. No siempre realidades históricas concretas amparadas bajo tal denominación, hoy ya común, de Estado de Derecho responden a lo más esencial de cuanto reclama la juridicidad del poder público, alejándose más de esto que otras organizaciones políticas que no recibieron tal etiqueta”. Ver. Martínez López-Muñiz, José Luis, Introducción al derecho administrativo, Tecnos, Madrid, 1986, p. 30.

58 Cfr. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho adminis-trativo, Ceura, Madrid, 1991, p. 193.

59 Otro de los avances, hasta ahora reconocidos, que produjo esta im-portante escuela y sus seguidores, es “un perseverante empeño por diferenciar lo mejor posible dentro del Estado o del poder público la diversa naturaleza de las funciones que permitirían cabalmente distinguir la Administración y los otros poderes públicos”. Ver. Martínez López-Muñiz, José Luis, Ob. cit., p. 89.

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primordial limitación de cualquier organización estatal. Para alcanzar este fi n, los autores mencionados crearon fórmulas conceptuales materializadas en técnicas —más formales que materiales— desplegadas sobre todo en el fl amante Derecho administrativo. Obviamente, en esta época donde importaba más el Estado de Derecho como una forma de realización del Estado, antes que una meta o fi n a cumplir60, y, al no existir un contenido específi co ni seguro de la libertad y los derechos fundamentales, no existía la posibilidad de que esta categoría limitara efectivamente el actuar del poder público61.

Era, en síntesis, un Estado dotado por la ciencia jurídica —sin que en muchos casos llegue a ser ésta un valor integrante de su esencia— de una específi ca estructura organizativa, de un contenido regulatorio para toda la comunidad política y de expresas modalidades o formas de actividad; cabiendo su plena integración con el sello reformista y renovador del liberalismo político (el Estado de Derecho era la traducción jurídica de la democracia liberal). Aunque sobre la anterior afi rmación cabría decir, sin extremar el juicio negativo, que nuestro concepto no siempre ha sido un buen y leal vástago de esta corriente de pensamiento62.

Vale puntualizar, como insumo accidental pero con cierta relevancia que, lo resbaloso que resultó la construcción teórica

60 Esta defi nición sobre Estado de Derecho de Friederich Julius Stahl es citada por Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrativo, Ob. cit., p. 193.

61 Ídem, pp. 47-48.62 Cfr. Legaz y Lacambra, Luis, Ob. cit., pp. 13-15. Hago la afi rmación

fi nal, apoyándome en este autor español, ya que aunque el Estado li-beral siempre debe practicarse en el Estado de Derecho, muchas veces, el segundo ha sido apartado de las raíces del primero, para permitir el surgimiento de los estados totalitarios o de las democracias populares, las cuales se consideraban a sí mismas como Estado de Derecho.

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y práctica de este principio, demostrada en las continúas y encontradas formulaciones dogmáticas y en los vaivenes his-tóricos del avanzado siglo XIX63, determinaron la continuación atemperada (más práctica que querida) de ciertas fi guras del Antiguo Régimen.

Así, sobre lo anteriormente señalado Ott o Mayer reconoce que los “dos grandes principios que lograron extraerse son, por una parte, la soberanía absoluta del Estado; por otra, la sumisión de cierta esfera de la actividad del Estado al Derecho civil y a la jurisdicción civil. Ambos principios han sido conservados. Ya no hay dere-chos de supremacía que den la medida de la potestad del Estado sobre sus súbditos; no hay más que un poder del Estado, universal, que actúa soberanamente, en el sentido de la antigua majestas populi romani. No obstante, a diferencia de ésta y según el modelo que el régimen de policía diera, subsiste la posibilidad de aplicar, al Estado, hasta cierto punto, el Derecho civil destinado a regular las relaciones de los individuos entre sí y de recurrir contra él a los tribunales instituidos para juzgar las controversias de Derecho civil”64.

En esa búsqueda de cimentar límites jurídicos fi rmes65 para un Estado cada vez más cercano a la abstención antes que a la

63 Un buen recuento de posiciones, no solo jurídicas, sobre el Estado de Derecho aparece en Legaz y Lacambra, Luis, “El Estado de Derecho”, 1951, pp. 13-24.

64 Mayer, Ott o, Derecho administrativo alemán, tomo I, Depalma, Buenos Aires, 1982, p. 67 (la cursiva es nuestra).

65 La cuestión actual y siempre recurrente de limitar al poder mediante el Derecho se debe a que “la realidad política solo es positivamente valiosa cuando la virtus omnium de la organización no remata en una voluntad nula y arbitraria, sino en una voluntad impregnada de eticidad, capaz de conferir a la idea absoluta de justicia la precisión y certeza que con-vierta la validez en vigencia dentro de una situación histórica concreta. El ámbito existencial del Estado es el de la vida social, en cuanto la vida social tiene forma jurídica; por eso el Estado va necesariamente referido

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acción efectiva66, se introdujo, aunque no con pocas dudas (¿cuál debía ser la norma que permitiría diagramar las fronteras de sujeción de las actuaciones estatales?)67, la tesis de que el Estado debe realizar solo aquello que esté permitido por el ordenamien-to jurídico, es decir, el dogma (ahora constitucionalizado) de que todos los poderes públicos (entre ellos la Administración) debían estar sometidos obligatoriamente a la ley, más aún, éstos actúan y se manejan hacia los fi nes confi gurados e impuestos por el Derecho68.

La anterior cuestión resume los ingredientes aportados por la revolución francesa para predominar y frenar de manera real al acto arbitrario (nueva categoría de ilícito consumado por un agente público contra los derechos ciudadanos); por un lado, el principio de legalidad (nadie está por encima de la ley al ser la manifestación máxima de la voluntad de la colectividad), y en

al Derecho”. Ver. Conde, Francisco Javier, Teoría y sistema de las formas políticas, DIAN, Madrid, 1944, p. 87.

66 Garrido Falla señala que estas organizaciones estatales surgidas a la luz del constitucionalismo liberal, responden “a las exigencias de un Estado negativo, esencialmente abstencionista, en que la mayor parte de las instituciones sociales, las relaciones de trabajo y la totalidad de la actividad económica son materias propias del individuo, que para llevarlas a cabo solo necesita del Estado justamente una garantía de no intervención”. Vid. Garrido Falla, Fernando, Ob. cit., p. 128.

67 Baste solo recordar otro fragmento de Mayer, siguiendo a Stahl, “Lo que caracteriza al Rechtsstaat no está dado por la vigencia de la Consti-tución: queda todavía por realizarse. La expresión elegida indica lo que se exige del Estado; es necesario que en todo lugar y momento donde su actividad pueda producir efectos en otras personas (sus súbditos), exista un orden regulado por el Derecho, o como expresa la fórmula, que se ha considerado unánimemente como la mejor para exteriorizar este pensamiento, el Estado debe fi jar y delimitar exactamente los derroteros y confi nes de su actividad, así como la esfera de libertad de sus ciudadanos conforme a Derecho”. Ver. Mayer, Ott o, Ob. cit., p. 79.

68 Cfr. Martínez López-Muñiz, José Luis, Ob. cit., p. 30.

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segundo término, por el principio de libertad (el ser humano puede hacer lo que no está prohibido por la ley disfrutando al máximo de sus derechos naturales)69.

En consecuencia, resulta certera la alusión hecha por García de Enterría, de que todo el Derecho público post-revolucionario o moderno (y el Derecho administrativo como su mejor producto) estuvo marcado de arriba abajo, por la técnica de la legalización total de todas las acciones del poder estatal y por la exploración y salvaguarda de ámbitos reales que pudieran responder a la libertad e igualdad de los ciudadanos exigida por una sociedad cada vez más individualista70.

El avance del Estado de Derecho llega a un punto cul-minante con la labor de Kelsen, autor que promueve la plena identifi cación entre el Estado y la ciencia jurídica (positiva) y la eliminación de cualquier rasgo de corte liberal en el contenido de nuestro objeto de estudio71. Decía al respecto el autor: “por el término Estado se entiende a una comunidad de hombres, debe admitirse que esta comunidad está constituida por un orden normativo que regula la conducta mutua de los hombres que, como suele decir, pertenecen o forman parte de esta comunidad. Lo anterior, en virtud de que pertenecen a esta comunidad solo en tanto que estén sujetos a un orden normativo, mientras su conducta esté regulada por este orden. Que los hombres perte-nezcan a una comunidad signifi ca que estos hombres tienen algo en común que los une. Pero lo que tienen de común los hombres

69 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 561-563.

70 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 40-41.

71 Cfr. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho admi-nistrativo, Ob. cit., p. 193. Reconoce también esta identifi cación Legaz y Lacambra, Luis, Ob. cit., p. 15.

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que pertenecen a la comunidad llamada Estado, no es otra cosa que el orden normativo que regula su conducta mutua”72.

Las primeras décadas del siglo XX consolidaron la irrup-ción positivista propuesta por el jurista austriaco, reduciendo el Estado de Derecho al halo protector del principio de lega-lidad y de sus derivados, a pesar de que estos últimos son aspectos básicamente formales que resultaron insuficientes para controlar el surgimiento de los atroces totalitarismos europeos.

La cuestión relevante de esa época quedaría resumida así: “un Estado en el que la Administración no puede in-tervenir en la esfera de libertad de los individuos sin una precisa autorización de la ley: Meyer-Anschütz, así como las reglas de división de poderes, de la supremacía y reserva de la ley, de la protección de los ciudadanos mediante tribunales independientes y de la responsabilidad por actos ilícitos (R. Thomas)”73.

Luego, los errores de la doctrina concretizados sobre todo en el decisionismo de C. Schmitt y en las distintas tesis del po-der preexistente al Estado que exigían sumisión a sus súbditos antes que convencimiento74, obligaron a retomar la idea de que el Estado de Derecho debía tener un contenido material complementario, que revalorizara sus características axiológi-cas iniciales y lo convirtiera, en el hoy indiscutido, “principio material de ordenación de la actividad estatal, la cual ha de dirigirse a la consecución de unos valores determinados, el más importante de los cuales es el de la garantía y protección de la

72 Kelsen, Hans, Introducción a la teoría pura del derecho, UNAM—Grij ley, Lima, 2001, pp. 53-54.

73 Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrativo, Ob. cit., p. 193.

74 Cfr. Legaz y Lacambra, Luis, Ob. cit., 1951, pp. 18-19.

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libertad personal y política (K. Stern). Forma y contenido del Estado de Derecho se unen, pues, en una síntesis inescindible”75.

2.2 El principio de legalidad aplicado sobre la Administración Pública. La vinculación de los poderes públicos a la norma (la positive y negative bindung)

El principio de legalidad, manifestación más arraigada y principal del Estado de Derecho, surgió de la confl uencia de dos postulados liberales creados durante los siglos XVIII y XIX. En primer lugar, la expulsión de la arbitrariedad de los modelos políticos post-revolucionarios era un urgente requerimiento, y esto solo podía lograrse desde el señorío de la ley que desterrase la nuda voluntad de un solo hombre, se busco entonces que el sistema de gobierno basado en las decisiones subjetivas del prín-cipe absolutista y de sus agentes sea cambiado por un régimen general, objetivo, igualitario y previsible. Adicionalmente, se trasladó el centro de gravedad de la soberanía hacia el pueblo

75 Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrativo, Ob. cit., pp. 193-194. En el mismo sentido Legaz y Lacambra menciona que “El Derecho pertenece al Estado. No que el Derecho sea voluntad del Estado, pues el Derecho no es solo voluntad, porque la voluntad se expresa en la lex y el Derecho no solo tiene existencia solo bajo la lex; sino que al ser organización de la vida social, el Estado es necesariamente organización jurídica, porque el Derecho es la forma por excelencia de la vida social. Y como forma de la vida social, el Derecho es libertad, porque la vida social es vida y libertad, pero es vida en forma, vida estructurada normativamente, y, por lo tanto, es libertad organizada, libertad en la forma de libertad social, en su doble especifi cación como libertad jurídica y como libertad política (…). El Derecho no necesita pues, del Estado para ser; pero el Estado no puede existir sin el Derecho. En ese sentido fundamental podría afi rmarse que todo Estado es Estado de Derecho. Pero esta afi rmación solo puede signifi car que todo Estado contiene y realiza Derecho. La libertad pertenece a la esencia del Estado; es el Estado el que necesita de la libertad, no a la inversa”. Ver. Legaz y Lacambra, Luis, Ob. cit., p. 23.

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y sus representantes democráticamente elegidos, modifi cación sustancial que supuso la implantación de la vinculación obliga-toria de todos los representados al producto normativo creado por estos mandatarios del soberano (la ley)76.

Aunque ciertos planteamientos de algún sector de la doctri-na intentaron demostrar una dicotomía del principio en aras de materializar un ámbito de aplicación concreto y mayor didáctica en la explicación —legalidad formal versus legalidad material—77 debe reconocerse que la tendencia actual acepta la unidad monolí-tica de caracteres formales y componentes materiales de la fi gura (incluso permite asumir, sin mayores problemas, nociones adicio-nales que podrían ser compatibles con su contenido)78. Considero

76 Cfr. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho adminis-trativo, Ob. cit., p. 195.

77 Cfr. Duez, Paul y Guy Debiere, Traitè de droit administratif, Dalloz, París, 1952, pp. 204-208. Bacigalupo defi ende esta posición, a partir de consi-derar que el principio tiene una doble dimensión, “una formal, que es tradicional (a saber: exigencia de una previa habilitación y de un deter-minado rango normativo de la misma), y otra material, más reciente desde el punto de vista histórico-dogmático (exigencia de una determinada densidad regulativa) (…). La primera responde a la pregunta acerca de si es necesaria o no una previa habilitación legal para que la Adminis-tración pueda actuar, y la segunda a la pregunta (que solo se plantea si la respuesta a la primera ha sido afi rmativa) acerca de cómo ha de ser dicha habilitación”. Ver. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Marcial Pons, Madrid, 1997, p. 70.

78 En general, entre los sub-principios que podrían mantenerse en la actua-lidad, tenemos al de juridicidad (propugnado por Merkl) y a la reserva de Ley (creado por Laband y O. Mayer). Más lejana, imposible de ser man-tenida debido al avance constitucional, tenemos la expresión el bloque de legalidad (de Hauriou) por la que se agrupaba en un solo conjunto a las leyes, reglamentos, principios generales y costumbres. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 437.

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que los esfuerzos más importantes de concretización, aspectos no menores79, se deben centrar en entender si la obligación de acatar las leyes que tendría este poder público (al no actuar por propia autoridad sino amparado en la de la ley) debe extenderse a las demás fuentes regulares del ordenamiento jurídico80 y, adicionalmente, a verifi car si su forma de sujeción a la norma jurídica es similar o diferente a la de un privado81.

La respuesta sobre la extensión de nuestro objeto de estudio debe partir por reconocer que la soberanía de la ley (como norma suprema, única y exclusiva propia de la Revolución francesa) que desplegaba su imperio de manera irresistible sobre el Poder Judicial y el Ejecutivo, ha desaparecido junto con la extinción del Estado legal y la cimentación defi nitiva del Estado de Dere-cho. Bajo el manto ordenador de este último “todos los poderes (incluso el Legislativo) están sometidos a mandatos jurídicos porque la soberanía ya no reside en la representación parla-mentaria sino en la Constitución (…) la soberanía del número se somete a la soberanía de la razón; la soberanía del legislador es la mayoría parlamentaria y frente a ella se erige la soberanía de la Constitución que protege a la minoría frente a la eventual tiranía de la mayoría”82.

79 Decía Santamaría Pastor sobre la indeterminación de nuestro concepto, que en el principio de legalidad “se hace patente esa extraña maldición que parece pesar sobre todos los conceptos fundamentales del Derecho público, cuyo grado de confusión corre paralelo a su grado de impor-tancia”. Ver. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrativo, Ob. cit., p. 194.

80 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 437-438.

81 Cfr. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho adminis-trativo, Ob. cit., p. 195.

82 Blanquer Criado, David, Ob. cit., p. 43.

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Por lo dicho, es que cuando uno hace mención al principio de legalidad debe asumir que no se refi ere en exclusiva a la vin-culación de la Administración Pública a la ley parlamentaria, todo lo contrario, este concepto tiene un forzoso sentido amplio en el que se debe incluir a la Carta Magna, la propia ley y a todas las normas inferiores del ordenamiento en su conjunto83, en defi nitiva, es de entender que éste supone la obediencia ad-ministrativa a todo el Derecho y una manifestación indubitable del triunfo del Estado constitucional (de Derecho).

Sobre las particularidades que tendría el sometimiento de la organización administrativa a la norma jurídica, debo indicar que en general existen dos modalidades tradicionales y contrapuestas del principio de legalidad (no son las únicas como veremos en el siguiente acápite) por las que un sujeto se vincula a la norma jurídica; una de ellas, dominada por el aforismo todo lo que está prohibido no está permitido, considera a la regla positiva “como el fundamento previo y necesario de una determinada acción, la cual, por lo tanto, solo podrá realizarse válida o lícitamente en la medida en que la norma habilite al

83 Sobre la sumisión de la Administración a los reglamentos y a los actos administrativos no normativos, Garrido Falla señala que el principio de legalidad “no solamente supone la sumisión de la actuación ad-ministrativa a las prescripciones del Poder Legislativo, lo cual viene de suyo postulado por la mecánica de la división de poderes y por el mayor valor formal que a los actos del Poder Legislativo se concede, sino, asimismo, el respeto absoluto en la producción de las normas administrativas al orden escalonado exigido por la jerarquía de fuen-tes, y fi nalmente, la sumisión de los actos concretos de una autoridad administrativa a las disposiciones de carácter general previamente dictadas por esa misma autoridad, o, incluso, por autoridad de grado inferior siempre que actúe en el ámbito de su competencia”. Ver. Garrido Falla, Fernando, Tratado de derecho administrativo, vol. I, Tecnos, Madrid, 2002, pp. 198-199.

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sujeto para ello”84. En sentido contrario, aparece una vinculación a la norma más laxa (todo lo que no está prohibido está permitido) diagramada como un mero límite externo del actuar del sujeto, “el cual podría realizar válidamente cualesquiera conductas sin necesidad de previa habilitación, con la única condición de que no contradiga la norma”85.

En ambas casos, fue el austriaco Winkler quien forjó las frases positive y negative bindung como rótulos —ahora amplia-mente aceptados— que permiten referirse en específi co a las dos vinculaciones que tuvo la Administración Pública frente a la legalidad en diferentes lapsos históricos, tal como lo revisa-remos a continuación86.

Ambas versiones de la noción fueron mutando a lo largo del tiempo. Durante la primera parte de la Revolución francesa se consideró a este poder público como un mero ejecutor de la ley que debía realizar solo aquello para lo que estuviese nor-mativamente autorizado87. Se arraigó, entonces, la vinculación

84 Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrati-vo, Ob. cit., p. 196. También debe seguirse en este punto, en la doctrina peruana, a Abruña Puyol, Antonio y Víctor Baca Oneto, Notas al curso de Derecho administrativo, pro manuscrito, p. 69.

85 Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrativo, Ob. cit., p. 196.

86 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 440-441.

87 El profesor Garrido Falla reconoce que esta forma de legalidad adminis-trativa “responde a las exigencias de un Estado negativo, esencialmente abstencionista, en que la mayor parte de las instituciones sociales, las relaciones de trabajo y la totalidad de las actividades económicas son materias propias del individuo, que para llevarlas a cabo solo necesita del Estado, justamente una garantía de no intervención. Nada mejor para conseguir este propósito que salvaguardar jurisdiccionalmente los derechos subjetivos del particular en aquellos casos en que la actividad administrativa infringe una ley anterior, llegando incluso a admitirse la posibilidad de revisión de la actividad administrativa discrecional, en

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positiva y una visión judicialista del principio de legalidad, desembocando ambos conceptos en una defi nición del acto administrativo entendido como “acto de autoridad que emana de la administración y que determina frente al súbdito lo que para él debe ser derecho en un caso concreto”88, es decir, éste era estimado como una declaración jurídica que fi jaba y determina-ba cada situación individual, en cuanto a cargas, limitaciones, derechos o ventajas.

Al respecto, es necesario resaltar que esta primera versión del principio de legalidad mezclada en el naciente concepto del acto administrativo, fue advertida por Santamaría Pastor como “una transcripción del mecanismo judicial de ejecución de la ley, único a sazón que se conocía”89.

Posteriormente, la negative bindung de la Administración en similar posición a la que tendrían los ciudadanos, apareció con la reimplantación del principio monárquico en los principados alemanes del siglo, XIX y en la Francia bonapartista; en ambos casos, se considero que la soberanía reside en el monarca y no en el Parlamento, y, como el primero, junto con sus funcionarios debían servir al interés general respetando las leyes y no solo ejecutándolas, era indispensable que cuenten con ámbitos de actuación limitados externamente por la norma. Únicamente

consideración a que ésta es permitida por la ley en orden a ciertos fi nes, de los cuales no puede desviarse”. Ver. Garrido Falla, Fernando, Ob. cit., p. 128.

88 Mayer, Ott o, Ob. cit., p.126. 89 Santamaría Pastor, Juan Alfonso, La nulidad de pleno derecho de los actos

administrativos. Contribución a una teoría de la inefi cacia en el Derecho público, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1972, p. 230. El autor propone un fundamento de raíz histórica sobre el origen de la visión judicialista del principio de legalidad, que se centra en “el predominio numérico de los abogados entre los dirigentes revolucionarios y, en par-ticular, entre los componentes del Estado llano en los Estados Generales de 1789 y en la Asamblea Constituyente y Legislativa”.

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en materias de derechos fundamentales (libertad y propiedad) se continuó con la vinculación positiva, sin permitir la irrupción de la deslegalización de materias que creció sin parar durante esta etapa relativamente larga90.

Fue la doctrina germánica la que retomó el camino de la vinculación positiva reaccionando frente a las defi ciencias cla-morosas mostradas por la negative bindung, creando, primero, la reserva de ley como principio desprendido del de legalidad91, capaz de ser extendido no solo a las intervenciones administrati-vas sobre la libertad (ante el ejercicio del ius puniendi estatal) y la propiedad (especialmente en tributos), sino a toda actuación que limite o recorte derechos; situaciones en las que siempre se requerirá una previa habilitación de una ley aprobada por el Poder Legisla-tivo92. Luego, esta doctrina trató de fundamentar la contradicción de los llamados espacios jurídicos vacíos, pues no podía admitirse que un poder-función administrativo en el Estado de Derecho sea reglado, discrecional, normativo, o no normativo, pueda ser atri-buido o desarrollado sin basarse en una norma jurídica, ya que “la

90 Cfr. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho adminis-trativo, Ob. cit., p. 197.

91 O. Mayer, creador y propulsor del principio de reserva de ley, indicaba que “solo para ciertos objetos particularmente importantes se ha hecho de la ley constitucional una condición indispensable de la actividad del Estado. Para todos los otros casos, el poder ejecutivo queda libre; obra en virtud de su fuerza propia y no en virtud de la ley. Nosotros llamamos a esta exclusión de la iniciativa del ejecutivo —existente para estos ob-jetos especialmente señalados—, la reserva de ley. Esta reserva de ley se determina en las cartas constitucionales de distintas maneras. La forma clásica es el establecimiento de los titulados derechos fundamentales (…) con la reserva expresa o tácita de las limitaciones que estas libertades puedan sufrir por la ley o en virtud de la ley”. Ver. Mayer, Ott o, Ob. cit., pp. 98-99.

92 Cfr. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho adminis-trativo, Ob. cit., p. 198.

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producción jurídica es un proceso de legis executio paulatina a partir de la norma fundamental; en la medida en que la Administración se inserta necesariamente en una fase de ese proceso no puede actuar más que ejecutando normas antecedentes (tanto cuando ella misma dicta reglamentos como cuando desciende a los últimos grados de la aplicación singular, o aun de los actos ejecutivos de mero hecho)”93.

Esta reacción iniciada por Kelsen y Merkl, continuada por la doctrina durante el comienzo de la segunda post-guerra (basta solo ver los esfuerzos alemanes por edifi car un Estado de Derecho perfecto, capaz de resistir cualquier agresión tiránica94, culminados con la aparición y entendimiento cabal del artículo 20.3 de la Ley Fundamental de Bonn: “El Poder Ejecutivo y los Tri-bunales están vinculados a la ley y al Derecho”); permitió el próspero reingreso de la positive bindung desde la guía del principio de la previa norma como fi gura de doble uso: de juridifi cación y control judicial de toda la actividad administrativa y como cláusula de aseguramiento de la libertad e igualdad de los ciudadanos en un marco de seguridad jurídica95.

La historia reciente se cierra con la constitucionalización universal (formalmente, en algunos casos) de esta última ver-tiente del principio de legalidad, recogida como un modo de

93 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 440.

94 M. Bullinger, en el prólogo al libro de M. Bacigalupo, hacía mención de esta tendencia alemana de reexaminar el Estado de Derecho en fechas posteriores a la reimplantación de la democracia y la caída del III Reich, “la experiencia durante la dictadura condujo de nuevo en Alemania (…) a una abierta infl uencia de las ideas de democracia y de Estado de Derecho en la teoría dogmática del Derecho administrativo”. Ver. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., p. 10.

95 Cfr. Martínez López-Muñiz, José Luis, Ob. cit., p. 31.

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vinculación normativa diferente al predicado de los privados (de ellos se permiten actuaciones libres con límites meramente externos)96.

2.3 ¿Hacia la vinculación estratégica a la norma? Explicaciones sobre la teoría de la esencialidad. ¿Crisis de la positive bindung o convivencia pacífi ca con la vinculación estratégica?

El profesor Garrido Falla había propuesto hace algún tiem-po atrás, la posibilidad de que las dos modalidades del principio de legalidad puedan fundarse en una solución ecléctica, como forma de aprehender de manera adecuada las diferentes activi-dades no homogéneas y las posturas positivas o negativas que tendría la Administración Pública frente a la ley (éstas pueden darse desde la minuciosa regulación de la organización, los medios y los fi nes a conseguir, o con el reconocimiento de com-petencias con tinte discrecional desde los defectos de las reglas jurídicas que permitirían márgenes de apreciación imposibles de ser negados)97.

Aunque la tesis anterior no sea del todo certera98, pone en evidencia un escenario que ha ido apareciendo a luz de la vertiginosa incidencia administrativa sobre toda la realidad, merced de las obligaciones que son normativamente impues-tas. Todas ellas implican la superación del individualismo y la necesidad de confi gurar efectivamente el orden de la sociedad en pos de lograr la vigencia real de los derechos fundamen-

96 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 441.

97 Cfr. Garrido Falla, Fernando, Ob. cit., pp. 203-206.98 Cfr. Martínez López-Muñiz, José Luis, Ob. cit., p. 31. Indica el autor

que los argumentos de Garrido son insufi cientes para poder llegar a una solución ecléctica que distinga campos de actividad de la positive y negative bindung.

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tales y los niveles adecuados de bienestar reclamados desde el colectivo99. Lo dicho no es otra cosa que la defi nición de la cláusula constitucional del Estado social en su interpretación normativa100.

Las imposibilidades del legislador de poder reglar todos los supuestos fácticos, al mínimo detalle y con extrema abundancia, en los que la Administración debe desenvolverse, siguen contra-diciendo tercamente aquella evolución dogmática comúnmente aceptada, pero cada vez más desgastada y que merece ser repen-sada, de que “La Administración está sometida al legislador de tal forma que necesita habilitaciones permanentes para actuar (…) es el legislador el que fi ja los objetivos y fi nes a alcanzar por la Administración y quien, al mismo tiempo, le proporciona el utillaje apropiado para ello”101.

99 La creciente cantidad de tareas (con diferentes modos de intervención) que debe hacer una Administración Pública bajo los mandatos del Esta-do social, podrían resumirse en la oferta de bienes tutelares tales como “la educación, sanidad, vivienda (…) garantía de rentas, como ocurre en lo relativo a los pensiones de jubilación, desempleo, o familia (…) garantía de las relaciones laborales, a través de regulaciones legislativas, actuaciones reglamentarias, e intermediaciones del más variado signo (…) garantía del medio ambiente”. Ver. Ariño Ortiz, Gaspar, Principios de Derecho público económico, Ara, Lima, 2007, p. 140.

100 Cfr. Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho admi-nistrativo, Ob. cit., p. 227. En el Perú, hemos reconocido esta segunda modalidad del Estado social en la CP de 1993, tal como lo puntualizan Abruña y Baca. “Nuestra Constitución política, al igual que la española, su inmediata predecesora en este punto, opta nítidamente por la interpre-tación normativa de la cláusula, la cual desarrolla en forma exhaustiva e inequívoca y así se explicita en el artículo 44 CP que son deberes primor-diales del Estado (…) garantizar la plena vigencia de los derechos humanos(…) y promover el bienestar general (…)”. Ver. Abruña Puyol, Antonio y Víctor Baca Oneto, Notas al curso de Derecho administrativo, pro manuscrito, p. 77 (la cursiva es nuestra).

101 Embid Irujo, Antonio, “La relación entre los poderes del Estado en la reciente dogmática alemana”, en RAP, N.º 115, 1988, p. 407.

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Cuando aparecen materias que requieren explicaciones que no se encuentra únicamente en el contenido de la positive bindung (o del señalado principio de la previa norma), tales como los múltiples y amplios ámbitos de discrecionalidad administra-tiva permitidos por la ley y el uso instrumental marcadamente amplio —ahora menos recurrente— que tuvo el Derecho admi-nistrativo de especies y conceptos del Derecho privado, para salvaguardar de mejor manera el interés general (a sazón, también querido por el legislador).

Las difi cultades de una única explicación para una ex-clusiva e irrebatible vertiente del principio de legalidad, se consuman con el actual (y al parecer antiguo y permanente)102 avasallamiento de la división absoluta de poderes propuesta por Montesquieau103. Esta tesis, aunque resulta una cuestión

102 El profesor Embid ensaya, siguiendo a los franceses Eisenmann, Sabine y Althusser, tres explicaciones sobre las difi cultades de la separación radical de los poderes de Montesquieu: la primera que indica que esta tesis buscó la combinación de los poderes existentes antes que su di-visión, luego, la explicación de que ésta es un mito construido por sus comentadores antes que un planteamiento original del pensador francés, y fi nalmente, la solución que la muestra como una forma de colocar en una posición ventajosa a la nobleza del momento. Ver. Ídem, p. 405.

103 La escasa puntualización del contenido de las potestades que deben realizar los tres poderes públicos, punto débil de su tesis, mostrada en un extracto del libro XI “por el Poder Legislativo, el príncipe, o magistrado, promulga leyes por cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes. Por el segundo poder, dispone de la guerra o la paz, envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos o juzga las diferencias entre los particulares. Llamaremos a éste Poder Judicial, y al otro, simplemente, Poder Ejecutivo del Estado”, Ver. Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, El espíritu de las Leyes, Tecnos, Madrid, 2000. Esta cuestión llevó a que los poste-riores receptores de su teoría, incluyendo los propios revolucionarios, cambiarán el sentido de muchos de sus postulados, o, a interpretarla, fusionada con una posición abiertamente contraria: el principio de le-galidad, propugnado por Rousseau, que colocaba al Poder Legislativo,

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básica e insoslayable en los sistemas occidentales en los que se practica el Estado de Derecho, nunca pudo acercarse a lo que planteó en su momento el autor ilustrado 104. Ni existen los números previstos por él (ahora son muchos más los poderes públicos y las potestades por distribuir), ni el instituto resulta completamente aplicable en su contenido a las sucesivas fases históricas, ni menos pudo ser defendida a raja tabla por los tri-bunales de justicia105.

En la actualidad, al ser bastante común que las organiza-ciones administrativas aprueben reglamentos e incluso puedan tener competencias legislativas otorgadas desde la Carta Mag-na106, el propio Legislativo administra directamente por medio de leyes singulares, y fi nalmente, el Poder Judicial sustituye las decisiones administrativas puestas en su fuero107; por lo que resulta obligatorio reelaborar las relaciones que puedan existir

depositario de la representación del cuerpo político y productor de los actos legislativos emanados de la voluntad general, por encima de los otros dos. Ver. Boquera Oliver, José María, Ob. cit., p. 36.

104 Cfr. Embid Irujo, Antonio, “El coloquio de Heidelberg sobre el control judicial de las decisiones administrativas”, en RAP, N.º 124, 1991, p. 443.

105 Una muestra de esta cuestión es la sincera refl exión que plantea el TC cuando reconoce que “No cabe duda que en un sistema en que rigiera de manera estricta y sin fi suras la división de los poderes del Estado, la potestad sancionadora debería constituir un monopolio judicial y no podría estar nunca en manos de la Administración, pero un sistema semejante no ha funcionado nunca históricamente y es lícito dudar que fuera incluso viable”. Ver. STC 77/1983, de 7 de noviembre, F. J. 2 (la cursiva es nuestra).

106 En el ordenamiento peruano, el Presidente de la República, jefe máximo de la Administración Gubernativa estatal o Central, tiene habilitada por la CP (artículo 118.19) la potestad para dictar D. U. con rango de ley, en supuestos económicos y fi nancieros que deban catalogarse como extraor-dinarios y urgentes. Ver. Abruña Puyol, Antonio y Víctor Baca Oneto, Notas al curso de Derecho administrativo, pro manuscrito, pp. 94-101.

107 Cfr. Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., p. 406.

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entre ellos, además de proyectar un reacomodo del principio de legalidad a los actuales tiempos de vorágine y de respuesta rápida a los requerimientos sociales, pero claro, sin llegar a re-lativizar la indudable y obligatoria vinculación jurídica de todos éstos a la Constitución y al conjunto del Derecho.

Antes de entrar al detalle de las corrientes que desde la década del setenta han intentado replantear la cuestión, puede resultar útil esbozar algunas líneas más sobre la última idea del párrafo anterior. Lo ganado desde el principio de legalidad hasta ahora —la sujeción del poder público al Derecho, la juridicidad de su actividad, la mejora de las posibilidades judiciales de aplicar y defender los derechos subjetivos e intereses legítimos de los particulares, la progresiva eliminación de la arbitrariedad en campos antes minados para las reglas del Estado de Derecho—108 no puede ser perdido o despreciado frente a la creciente bús-queda de efi cacia y efi ciencia administrativa. Los intentos de una construcción doctrinal, de una reforma promovida por los políticos y, en general, cualquier argumento propugnado por un operador, deben observar el necesario equilibrio entre las ataduras legítimas impuestas a los poderes por el Derecho y la adaptabilidad de estos últimos al cambio. Por eso, cualquier intento de reconstrucción siempre deberá tener como nivel máxi-mo las defi niciones limitativas producidas desde el principio de

108 Estas zonas habían sido puestas en evidencia en los años sesenta por el pionero trabajo de García de Enterría (“La lucha contra las inmunidades del poder”). Indicaba el autor español que, de diferentes maneras, la Administración ha intentado mantener áreas inmunes al censo judicial, siguiendo una tendencia a conservar círculos de actuación con altas do-sis de arbitrariedad. Estos espacios, a criterio del autor, serían los actos discrecionales, los actos políticos y los actos normativos (reglamentos). Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, La lucha contra las inmunidades del poder, 2da. ed., Civitas, Madrid, 1974, pp. 19-22.

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legalidad que aparecen de manera inherente en cualquier forma de actuación administrativa109.

En consecuencia, las cuestiones referidas a la Adminis-tración Pública no pueden dictarse solo desde los innovadores postulados de las ciencias administrativas no jurídicas o en los dictados de miras efi cientitas del político; antes que eso, debe asegurarse la plena vigencia y larga vida de la legalidad y el Esta-do de Derecho, al menos, en la sustancia que hasta ahora hemos venido analizando. Es preferible tenerlos a ambos fuertes antes que dejarnos vencer por los cantos de sirena del pragmatismo.

Ahora, vamos a entrar de lleno en la evolución de nuestra fi gura propuesta en el ámbito hispanoamericano por Parejo Al-fonso110. Esta tesis se forjó en el seno de una conocida polémica española de los años noventa centrada en precisar la extensión e intensidad del control judicial de los actos administrativos dis-crecionales. En ella participaron varios autores reputados tales como el propio Parejo, Fernández Rodríguez, Sánchez Morón, García de Enterría111. Lo que vamos a analizar a continuación es

109 Cfr. Martín-Retortillo Baquer, Sebastián, Ob. cit., pp. 19-20.110 Digo esto, porque los datos que utiliza el profesor español no son total-

mente originales, por el contrario, son de raíz germánica (propuestos por autores como Ossenbühl, Bullinger, Oppermann, Erichssen y por alguna BVerfGE). Estas nociones aparecieron en la discusión sobre las nuevas relaciones que debían surgir entre los poderes del Estado seguida por la doctrina de Derecho público de ese país durante los años setenta del siglo pasado. Ver. Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., pp. 407-15.

111 La posición de Parejo Alfonso es abiertamente defendida y aplaudida por Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., pp. 30-35. Fernández Rodríguez se muestra en contra de ella y de sus antecedentes germánicos (la teoría de la esencialidad, la protección dinámica de los derechos fundamentales y la rehabilitación de los poderes discrecionales en favor de una Adminis-tración legitimada indirectamente en la democracia) califi cándolos como excesivos y conducentes a la radicalización de las posturas alrededor de la procedencia del control plenario y sustitutivo de la decisiones discre-cionales. Ver. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., pp. 78-80.

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el detalle de una de estas líneas de discusión esgrimida como argumento de defensa por Parejo.

Este autor en sus intentos por reivindicar la atacada discrecionalidad administrativa, defi ende una modalidad de vin-culación estratégica de la Administración a la ley, capaz de afi nar y superar las defi ciencias vigentes de la tradicional vinculación positiva. Toma como punto de partida de su teoría la siguiente afi rmación, “el principio superior del Estado de Derecho no es una magnitud jurídica fi ja y rígida; antes al contrario, es fl exible y admite su modulación según la realidad social y el tipo de acción administrativa de que se trate”112. Si esto es así, el principio de la previa norma no lo puede todo, necesita ser complementado con otras formulaciones que permitan superar los problemas de regulación o programación mínima, con diverso contenido, forma e intensidad, según cada sector. Por tanto, en estos mo-mentos es materialmente imposible garantizar una vinculación positiva tipo, única, estándar u homogénea.

Continúa su teoría, tratando de liquidar cualquier posible signo de inconstitucionalidad, para esto, recurre al papel que tiene la organización administrativa en el presente Estado social democrático de Derecho, estimada como un poder que, aunque dotado de legitimidad democrática indirecta, es el más apto de todos para afrontar diversas acciones en los contextos sociales altamente complejos, tecnifi cados y mutables del presente. Más aún, su fundamento y fi n institucional “se agota en la servicia-lidad efi caz y objetiva, por tanto en la satisfacción del interés general, lo que le presta la correspondiente legitimación (deri-vable del Estado de Derecho y del Estado social) por los medios

112 Parejo Alfonso, Luciano, Administrar y juzgar dos funciones constitucio-nalmente distintas y complementarias. Un estudio del alcance e intensidad del control judicial a la luz de la discrecionalidad administrativa, Tecnos, Madrid, 1993, pp. 99-100.

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y el fi n; todo lo cual le presta un específi co perfi l institucional y funcional”113.

Por eso, si se quiere cumplir con la razón de ser de la Administración Pública, no debe redoblarse los esfuerzos en liquidar su discrecionalidad, o en aceptar solo una limi-tada regulación positiva previa como modalidad exclusiva y excluyente de la legalidad, o en ser impreciso al señalar los límites del control judicial. Todo lo contrario, el camino a seguir es la “recuperación e, incluso, la reivindicación de la discrecionalidad”114, sumado al entendimiento de que en el Derecho son aceptables tanto las ordenaciones y regulaciones ordinarias (que rígidamente determinan las clásicas potestades regladas) como las normas que sean “instrumento de dirección o programación de la acción administrativa. Por eso, en mu-chos sectores la ley se limita a establecer criterios materiales, principios, estándares, objetivos, transfi riendo la decisión de fondo a otros poderes, que han de crear las reglas (generales o de caso concreto) aplicables”115.

Un último componente de esta tesis, es la admisión de un sistema de fi scalización judicial pertinente que no sustituya por su propia decisión aquella regla creada por la Administración que ha sido permitida por la norma jurídica. En consecuencia, debe ser un censo que “no puede reproducir exactamente la ac-tuación administrativa, por desbordar tal reproducción el ámbito de su función propia; debe limitarse a reproducir los extremos o aspectos formalizados o reglados (en el sentido de regulados), es decir, estrictamente jurídicos, de dicha actuación”116.

113 Parejo Alfonso, Luciano, Ob. cit., pp. 97-98.114 Ídem, p. 99.115 Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 34.116 Parejo Alfonso, Luciano, Ob. cit., p. 103.

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Sin embargo, existe un argumento que puede desprenderse de esta teoría, ampliamente criticado por la doctrina117, sobre una posible exención de toda intervención fi scalizadora del Poder Judicial sobre los actos discrecionales, basada en la legitimación democrática indirecta y capacidades técnicas y especializaciones superiores de la organización administrativa productora de estas decisiones. Al respecto, Parejo indicaba que el “Poder Judicial,

117 Al respecto me remito a lo señalado por García de Enterría “Cuando se enfatiza la legitimidad democrática de los administradores se está apuntando, aunque más intuitiva que técnicamente, a la aplicación a sus actos del mecanismo de la representación política: tales actos vendrían a valer como propios del pueblo a quien los administradores representan. Ahora bien, esto técnicamente no es exactamente así. El mecanismo de la representación política tiene su aplicación característica en las cámaras legislativas; no resulta propiamente de aplicación como consecuencia de la elección democrática de los titulares del Ejecutivo o de las entidades territoriales (…). Ahora podemos ver con cierta claridad donde radica el error de la tesis que disentimos, que la democracia en la designación de los administradores asigna un plus de legitimidad a éstos que reduciría correlativamente la función de control del juez sobre su actuación”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 50, 63. El profesor Beltrán de Felipe se aleja de esta postura debido a sus marcadas confusiones sobre la legalidad y la legitimidad, la irregular invocación del principio democrático para limitar el control plenario de la Administración por el Poder Judicial y la equívoca concepción de que el cuerpo funcionarial tiene representación y legitimidad democrática a la par que el Gobierno (este último si la tendría per se). Concluye el autor “la legitimidad de la Administración propiamente dicha dependerá de la legalidad de sus actos, pues su actuación será legítima a condición de poder constatar en la práctica si efectivamente sirve o no a los intereses generales y si ese servicio es objetivo y no arbitrario (…) la Adminis-tración no como poder sino como instrumento del Estado únicamente puede predicar legitimidad democrática en la medida en que se ajuste a su función o posición constitucional como instrumento del Gobierno al servicio objetivo los intereses generales con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”. Ver. Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., pp. 231-232 (la cursiva es nuestra).

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por su confi guración, posición y función institucionales (…) no está llamado ni en condiciones de participar directamente en el proceso de dirección ni en la confi guración de vida colectiva”.118

A pesar de los reparos que se puedan mostrar por la limita-ción de la intensidad judicial, el planteamiento general del autor español debe valorarse como una forma válida de entender el presente de las relaciones entre el legislador y la Administración Pública, ineludiblemente maleable, vertiginoso y de múltiples respuestas, que va decantándose por un enfoque dogmático diferente acerca del principio de legalidad. Considero que este instituto puede ser planteado como exigencia de programación o densidad normativa mínima o sufi ciente en la que pueden (y resulta viable) la aparición de espacios administrativos deciso-rios provocados desde la propia indeterminación o la falta de regulación normativa. Por tanto, no hace falta exigir que en todos los casos exista una habilitación forzosa para cada caso puntual o una regulación absolutamente detallista capaz de descender a todos los resquicios de la realidad119.

Lo relevante de la teoría de Parejo es admitir la convivencia pacífi ca entre las vinculaciones positiva y estratégica a la norma aplicada sobre la actividad administrativa. Esto puede entenderse mejor si se asume la atribución específi ca que opera “en la forma de una cobertura legal de toda la actuación administrativa: solo cuando la Administración cuenta con esa cobertura legal previa su actuación es legítima (…). La legalidad otorga facultades de actuación, defi niendo cuidadosamente sus límites, apodera, ha-bilita a la Administración para su acción confi riéndola, para tal

118 Parejo Alfonso, Luciano, Crisis y renovación en el derecho público, CEC, Madrid, 1991, p. 78.

119 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Marcial Pons, Madrid, 1997, pp. 80 y ss.

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efecto, de poderes jurídicos. Toda acción administrativa se nos presenta así como ejercicio de un poder atribuido previamente por la ley y por ella delimitado y construido. Sin una atribución legal previa de potestades la Administración no puede actuar”120. Frente a esta primer molde coexisten apoderamientos legales —graduados por el legislador— con una densidad relativa, de-positarios de un carácter programador, planifi cador o meramente delimitador, que resultan favorables para la aparición de un ma-yor margen de acción, concretización y decisión administrativa.

Entonces, nos encontramos ante un modelo de defi nición del principio de legalidad más favorable para la discreciona-lidad, puesto que desde el seno del primero pueden aparecer

120 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 442-443. El profesor Tornos Mas comparte (con varios matices) la posición sobre la previa norma, pero pone especial énfasis en un esencial equilibrio en el posicionamiento de la reserva de ley, “Solo la existencia de unos criterios legales previos permitirá una revisión del contenido del reglamento por el juez de lo contencioso-administrativo. La falta de tales principios hace absoluta la discrecionalidad del titular de la potestad reglamentaria, sin que los principios generales que puedan deducirse directamente del texto constitucional sean sufi cientes. Es el legislador quien debe determinar estos mínimos principios, y hacer posible el control de la actividad nor-mativa de la Administración en materia económica, actividad en la que la discrecionalidad debe ser amplia, pero no absoluta (…). El problema que me preocupa es fi jar el margen de discrecionalidad del legislador al actuar en el marco de la reserva legal, lo que supone analizar, la norma de remisión. Exigir simplemente el cumplimiento de la reserva legal puede ser un puro formalismo, pues en caso de admitir habilitaciones en blanco, ello supondría recurrir a una práctica deslegalización. Si, por el contrario, se amplía el contenido de la ley a límites exagerados, se paralizará la máquina normativa o se acudirá a la técnica del decreto-ley o se tratará de ampliar el ámbito del reglamento independiente”. Ver. Tornos Mas, Joaquín, “La relación entre la Ley y el Reglamento reserva legal y remisión normativa”, en RAP, N.º 100-102, vol. I, 1983, pp. 478, 500-501.

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varios ámbitos netamente jurídicos marcados con el signo de la segunda fi gura, siendo ésta una situación imposible de negar, tal como lo reconoció Tornos Mas cuando indicaba que ciertamente “debe admitirse que en determinadas materias, y en particular en la económica, la discrecionalidad administrativa será mucho mayor. Es decir, como la reserva constitucional es más fl exible, la remisión normativa permitirá una mayor opción política al gobierno”121.

Todo lo dicho, nos lleva a aceptar a la vinculación estratégica como una modalidad regular del principio de legalidad, sin más tapujos, que la indagación y análisis sobre las posibilidades del control judicial sobre los actos discrecionales producidos en aplicación de ésta. No obstante, debemos detenernos un poco en algunos puntos tomados de la doctrina y jurisprudencia alemana que pueden considerarse como insumos o antecedentes de la formulación propugnada por Parejo.

En primer término, la tesis del profesor español encuentra fácil ligazón con las ideas reformadoras de la legalidad defen-didas por un preponderante e infl uyente sector de la doctrina germánica (Ossenbühl, Schmidt-Assman, Herzog, Stern, Bu-llinger). Todas ellas, se inclinan a descartar la subordinación absoluta de la Administración a la ley por un concepto mucho más fl exible de dirección de la norma, que sea imperativamente más razonable y promotor de la acción administrativa, antes que un utensilio para constreñirla o prohibirla122.

121 Tornos Mas, Joaquín, “La relación entre la Ley y el Reglamento reserva legal y remisión normativa”, Ob. cit., p. 501. En este tema, también puede verse lo planteado por Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucio-nales de su atribución), Ob. cit., pp. 82-84.

122 Cfr. Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., pp. 408-409. Esta cuestión se puede notar por ejemplo en la tesis de Beladiez Rojo “El sometimiento de los poderes públicos al Derecho es, ciertamente, uno de los contenidos del

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En segundo lugar, Parejo123 se apoya en algunos de sus apartados (sobre todo cuando se refi ere a la reelaboración de la reserva de ley)124 en los avances de la teoría de la esencialidad (Wesentlichkeistheorie), y en menor medida, en la posterior noción de la reserva de la Administración (Verwaltungsvorbehalt). Ambas nociones surgieron en un periodo de fuerte discusión doctrinal sobre el posicionamiento y relaciones entre los diversos poderes públicos dentro del Estado de Derecho.

La teoría de la esencialidad —creada por Oppermann y ge-neralizada por algunas BVerfGE sobre derecho universitario y educativo—125 se muestra como una reserva en favor del Parlamento, respaldada en su originaria legitimación democrática, de toda decisión que deba ser estimada como esencial para la vida de la comunidad, y por ende, imposible de ser delegada en otro poder126. El sentido contrario de esta defi nición debe reconocer

principio de legalidad (…). Resulta, por tanto, que si bien puede afi rmarse que el principio de legalidad sí que exige que toda la actividad de la Ad-ministración se encuentre sometida al Derecho, esta sujeción al Derecho no conlleva a que la Administración no pueda actuar si previamente no se encuentra específi camente habilitada por una norma, sino que únicamente debe actuar respetando las previsiones del ordenamiento jurídico”. Ver. Beladiez Rojo, Margarita, “La vinculación de la administración al Derecho”, en RAP, N.º 153, CEC, Madrid, 2000, p. 320 (la cursiva es nuestra).

123 Cfr. Parejo Alfonso, Luciano, Crisis y renovación en el derecho público, Ob. cit., 1991, pp. 74-95. También reconoce este rasgo conceptual Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., pp. 55-56.

124 Indica Parejo sobre este punto, “la aplicación estricta y consecuente de la reserva de ley, es decir, de la obligada y primera intervención del le-gislador en las correspondientes materias, regulándolas efectivamente, determina el colapso del sistema estatal (por imposibilidad material del cumplimiento cabal de los requerimientos del Estado de Derecho), especialmente en los campos de la acción de fomento y prestacional”. Ver. Parejo Alfonso, Luciano, Ob. cit., p. 77.

125 Cfr. Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., pp. 412-415126 Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., pp. 412-414.

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que la Administración Pública puede “adoptar todas aquellas decisiones de rango secundario, no confi adas al Legislativo, creando las reglas jurídicas (generales o del caso concreto) corres-pondientes. La función administrativa no puede considerarse, pues, como simple ejecución de la ley (al menos con carácter general), sino que constituye un elemento importante, junto con aquella, para la protección de los derechos e intereses colectivos, en una perspectiva fl exible y dinámica”127.

La cercana emisión de una BVerfGE en agosto de 1978, aparecida a la luz de una impugnación presentada por el Tarw, destinada a cuestionar la validez de una autorización admi-nistrativa para montar una planta atómica con fi nes pacífi cos fundamentada en la AtomGesetz de 1977128, que puso en debate y duda la fragilidad y continuidad de esta teoría, pues se trataba de “una noción necesitada siempre de interpretación y sujeta, por tanto, a veleidades subjetivas”129. Más bien, el movimiento pendular de la jurisprudencia constitucional alemana lleva a la doctrina a discutir si era posible retomar un camino ya andado (pero ahora con mayores visos de raigambre constitucional, y de plano, con un mejor encaje en el sistema jurídico), el de la existencia de un reducto reservado desde la Constitución para la acción administrativa130.

La reserva de la Administración se puso así en la palestra de los estudios de Derecho público alemán (tesis defendida

127 Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 55.128 El fundamento de fondo del recurso interpuesto por el TARW era el de

puntualizar la constitucionalidad de esta decisión, que afectaba dere-chos fundamentales (tal como la vida y la salud de los ciudadanos), ya que si era así, una medida esencial en suma, debió ser adoptada por el Parlamento antes que la Administración autorizante. Ver. Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., pp. 413-414.

129 Ídem, p. 414.130 Ídem, p. 415.

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principalmente por Maurer, Schnapp, con algunos rastros durante los años cincuenta propugnados por Peters Y Fors-thoff) pero con claros indicios de que la noción no dudaría mucho, pues como lo reconoce Embid, el concepto era artifi-cioso “en cuanto falto de ataduras jurídicas, y también no necesario como tal. Solo la potestad de ejecución de las leyes podría caer dentro de él, y también las potestades internas de organización”131.

Las enseñanzas que nos dejan todas estas corrientes doc-trinales es la adaptabilidad que la reserva de ley y su fi gura de base —el principio de legalidad— deberán tener para ser solventes frente a la nueva idea general de relación entre los po-deres estatales, la cual supera con creces las concepciones de separación o de división a ultranza tradicionalmente expuestas durante el primer constitucionalismo liberal europeo132. Estos últimos conceptos, expansivos e ilimitados, imposibles de ser mantenidos en este nuevo contexto, deberán afi narse para ser capaces de aceptar no solo el carácter relacional expuesto, sino la legitimidad constitucional de la Administración para actuar en los ámbitos que le incumba, cumpliendo las órdenes estrictas del legislador o tomando las decisiones que no son adoptadas directamente por éste133. Con lo cual, será forzoso que convivan tanto la vinculación positiva (en todas aquellas materias reser-vadas constitucionalmente a la ley tales como las libertades ciudadanas, exigencias provenientes de la seguridad jurídica, o aplicaciones del principio de igualdad) unida al reconocimiento de la discrecionalidad como un margen legítimo y necesario para

131 Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., p. 417.132 Cfr. Embid Irujo, Antonio, “El coloquio de Heidelberg sobre el control

judicial de las decisiones administrativas”, en RAP, N.º 124, 1991, p. 442.133 Cfr. Embid Irujo, Antonio, Ob. cit., p. 418.

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la actuación administrativa en determinadas situaciones o para conseguir objetivos específi cos134.

3. LA PROSCRIPCIÓN DE LA ARBITRARIEDAD POR LA CONSTI-TUCIÓN. DOS CASOS DE UNA BATALLA GANADA EN UNA GUERRA INACABADA

3.1. El caso español: El principio de la interdicción de la arbitra-riedad contenido en el artículo 9.3 de la CE

La fi gura del título de este parágrafo fue inicialmente plan-teada por el alemán Leibholz en su obra Die Gleichheit vor dem Gesetz, de mediados del siglo pasado, como un concepto surgido desde los linderos vinculantes del principio de igualdad ante la ley, que al ser aplicados sobre el proceso de producción de las nor-mas legales (y no solo sobre los de aplicación efectuados por las administraciones públicas y los tribunales de justicia) determinaba la prohibición expresa y genérica de que éstas sean establecidas con tintes arbitrarios135, es decir, aparezcan como contrarias a lo razonable y opuestas a la justicia136. Este deber, que también puede ser extendido a la Administración en cuanto titular de potestades reglamentarias, implica una restricción de la libertad de determina-ción del legislador, no solo desde los no siempre útiles cánones de

134 Cfr. Beladiez Rojo, Margarita, Ob. cit., pp. 331 y ss. El autor peruano Baca Oneto se pregunta, en relación con la postura de Beladiez, si cabe la posibilidad de que existan algunas actuaciones administrativas fuera de las materias adscritas a la vinculación positiva. Ver. Baca Oneto, Víc-tor, Los actos de gobierno. Un estudio sobre su naturaleza y régimen jurídico, Ara—Universidad de Piura, Piura, 2003, p. 136.

135 Cfr. García de Enterría, E. y Eduardo Martínez-Caralde, “Recurso contencioso directo contra disposiciones reglamentarias y recurso previo de reposición”, en RAP, N.º 29, 1959, p. 168.

136 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, “¿Es inconve-niente o inútil la proclamación de la interdicción de la arbitrariedad como un principio constitucional? Una nota”, en RAP, N.º 124, 1991, p. 214.

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legalidad formal (como la subordinación de las normas inferiores a las de mayor rango), sino, y en eso encierra su capital valor, desde los aspectos sustanciales directamente construidos a partir de la noción de arbitrariedad (que recaen por ejemplo en la exigencia material del contenido de los principios generales del Derecho en cada caso concreto).

En resumen, lo descrito es una técnica de proscripción para que en el sistema jurídico no emerjan y rij an normas irra-zonables o injustas, fundadas en la reconducción del concepto de arbitrariedad a la técnica ius administrativista del ermessens-missbrauch o abuso de discrecionalidad137, cuestión que para el autor era perfectamente factible, ya que “la diferencia entre la potestad discrecional del legislador y la de la Administración o de los tribunales es, desde el punto estructural, puramente cuantitati-va; simplemente su Spielraum, su campo de juego, su ámbito de movimiento es mayor”138. Queda fi jada así una noción, luego de su uso muy recurrente en la doctrina, de que toda ruptura del principio de igualdad es una genérica arbitrariedad legislativa139.

Son los intentos contemporáneos a los de la obra de Lei-bholz promovidos por García de Enterría, profesor empeñado desde los inicios de su actividad investigadora en buscar solu-ciones —en una época preconstitucional regida por una Ley Fundamental—140 a la falta de fi scalización judicial en varias

137 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 168.138 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 214.139 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, “La interdicción

de la arbitrariedad en la potestad reglamentaria”, en RAP, N.º 30, 1959, p. 162.140 Me estoy refi riendo al FE de 1945, una de las ocho leyes fundamentales

aprobadas durante el régimen franquista (las otras fueron el Fuero del trabajo, Ley constitutiva de las Cortes, Ley de Referéndum Nacional, Ley de sucesión en la Jefatura del Estado, Ley de principios del movimiento nacional, Ley orgánica del Estado y Ley para la reforma política), que sirvió más para maquillar un respeto y vinculación real del poder a los

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zonas privilegiadas e incontrolables que tenían los poderes es-tatales141; los que introdujeron la interdicción de la arbitrariedad en el Derecho administrativo iberoamericano, esencialmente, para “posibilitar un control sobre la actividad reglamentaria de la Administración en su signifi cación precisamente material, de respeto a los principios generales del Derecho que informan sustancialmente el ordenamiento”142.

En esos momentos de la España franquista, se necesitaba cambiar el estado de las cosas, o, al menos, aligerarlo para forzar una mejora en las posibilidades de defensa de la esfera jurídica del ciudadano, y esto solo podía ser posibilitado desde un or-den de valores materiales surgido a partir del establecimiento de los principios generales del Derecho en una auténtica Carta Magna, capaz de ser aplicada “allí precisamente donde la lega-lidad nada precisa (poderes discrecionales, poderes inherentes, lagunas legislativas, directivas interpretativas)”143. Pero todavía más, estos principios podían y debían ser articulados de manera

derechos del ciudadano (y a su dignidad), antes que para transformarlos en categorías reales. Por eso, cabe afi rmar que durante esta época, estos derechos fueron hipótesis imposibles e inseguras de garantizar desde mecanismos o instituciones del Estado (completamente autoritario en ese momento).

141 Al respecto, basta solo recordar la famosa conferencia pronunciada por el autor en la Universidad de Barcelona durante los años sesenta, que luego se convirtió en su magistral artículo y libro ya citado, La lucha contra las inmunidades (…) cit. Este trabajo es considerado por la doctri-na iberoamericana como el pionero en la construcción de un Derecho administrativo garantista, libre de poderes desnudos, imposibles de controlar desde el Derecho.

142 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, “La interdicción de la arbitrariedad en la potestad reglamentaria”, en RAP, N.º 30, 1959, p. 131.

143 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, “La interdicción de la arbitrariedad en la potestad reglamentaria”, en RAP, N.º 30, 1959, p. 155.

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urgente en el sistema jurídico, porque la antigua confi anza en la legalidad formal (depositaria de la igualación con la racionali-dad propuesta por el movimiento ilustrado y las tesis idealistas hegelianas) se estaba agrietando aceleradamente, tanto, que se había convertido “en una simple medida técnica de la organi-zación burocrática, sin conexión con la justicia, y aún más, en un verdadero instrumento positivo de opresión y de perversión de los ordenamientos jurídicos”144.

Frente a este panorama, García de Enterría defi ende la introducción de la interdicción de la arbitrariedad creada por Leibholz —pensada por el autor alemán, para ser usada en exclusiva contra los actos legislativos que pudieran pervertir la libertad individual— y fomenta su recepción para controlar, en principio, solo a dos clases de reglamentos (los ejecutivos e independientes), mediante el tenor y sentido del artículo 17 del FE (a la sazón del clima político español que se vivía en esos momentos, que hubiese impedido terminantemente el control sobre las leyes dadas por el Jefe de Estado o las Cortes controla-das completamente por éste). Esta norma de la Ley Fundamental prohibía “justamente en la estructura del sistema jerárquico de normas la interpretación o alteración arbitraria (…). Este concepto de alteración arbitraria no puede entenderse más que como un límite al ejercicio de la potestad reglamentaria (…) por donde, sin esfuerzo, sobre esa base expresa, puede introducirse toda la técnica sustancial de control que sobre el concepto de arbitrarie-dad intenta instrumentar técnicamente el estudio de Leibholz (…) y como poder conectarlo a una norma constitucional española hasta entonces retórica”145.

144 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, “La interdicción de la arbitrariedad en la potestad reglamentaria”, en RAP, N.º 30, 1959, p. 156.

145 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 215.

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La postura dogmática del autor español tenía un ingredien-te más, de corte positivo, la antigua LJCA había admitido un recurso judicial directo contra normas reglamentarias; impug-nación que por lo demás era inédita en esa etapa del Derecho administrativo español, pues hasta esa fecha “solo se aceptaba un recurso directo contra los reglamentos y ordenanzas de los entes locales, y por cierto en forma imperfecta al articu-larse como una carga que condicionaba luego la posibilidad del llamado recurso indirecto contra los mismos reglamentos, es decir, el recurso contra los actos singulares en aplicación de tales reglamentos”146.

Esta innovación se vio refl ejada, tal como se descubre en los comentarios que hace el autor de dos sentencias emitidas por la Sala Quinta del TS en 1959147, en una cabal aceptación judicial de la interdicción de la arbitrariedad directamente dirigida contra la actividad reglamentaria antij urídica, a partir de que el citado órgano jurisdiccional consideró a este principio como un límite sustancial del ejercicio de este poder jurídico148; abriendo un ca-mino “que merece la pena ser destacado y comentado. El suceso que estas sentencias representan debe, en efecto, ser celebrado como uno de los más signifi cativos en la historia de nuestra justicia administrativa, sobretodo si, como es de esperar, llegan a marcar el comienzo de una actitud que el TS se disponga a

146 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 161.147 Me estoy refi riendo a los comentarios emitidos en su trabajo de 1959,

ya citado con anterioridad, García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 131-166.

148 Fue la jurisprudencia del Consejo de Estado francés aparecida desde 1945, la que permitió la expansión de la técnica de los principios generales del Derecho al campo de la justicia administrativa, gene-ralización que ahora es usual en casi todo el Derecho administrativo occidental. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 220.

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seguir sin desfallecimientos, y no paran en fallos ocasionales y aislados”149.

El triunfo defi nitivo de la institución llegó con su acep-tación en el artículo 9.3 de la CE de 1978, después de varios años de madurez doctrinal y de cotidianeidad en la actividad jurisdiccional preconstitucional, es decir, los constituyentes la recogieron con una bien ganada carta de naturaleza y ejercicio producida por la conjunción de los esfuerzos de la doctrina y los tribunales, los cuales afanosamente buscaron que los poderes públicos pudieran realizar el legítimo ejercicio de sus potestades, cualquiera sean éstas, pero sin caer ni tropezar en el agujero de las actuaciones arbitrarias150.

Fue la brillante defensa de L. Martín-Retortillo durante su participación en el SCE —como se notará, en un ambiente como el político que no le era usual— la que permitió instaurar la mayor medida de control sobre los poderes públicos y la prohi-bición más dura contra la indeseable arbitrariedad de éstos, pues “tantos años de insolencia del poder necesitaban de numerosos y diversos correctivos, necesitaban la reprobación expresa, pero demandaban también las modalidades específi cas que la técnica

149 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardoe, Ob. cit., pp. 131-132. Esta vía de control reglamentaria se extendió luego a varios supuestos en los que podía aparecer la arbitrariedad, tales como “una apreciación falsa de los hechos (…) falta de proporcionalidad, manipu-lación de los medios elementales de vida como instrumento coercitivo, desviación del poder, vulneración de derechos fundamentales (…) re-troactividad, iniquidad manifi esta, justicia natural en el sentido inglés, irracionabilidad, falta de buena fe exigible en la relación poder público ciudadanos, standard de buena administración, reserva a la ley formal por la magnitud e importancia de los efectos que el reglamento pretenda”. Ver. Ídem, p. 220.

150 Cfr. Martin Retortillo Baquer, Lorenzo, Materiales para una Constitución (Los trabajos de un profesor en la comisión constitucional del Senado), Alkal, Madrid, 1984, pp. 67 y ss.

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jurídica pueda abastecer. Entendí que la mención por su nombre del principio de interdicción de la arbitrariedad era una opción saludable para una Constitución democrática (…). Los poderes públicos, todos y cada uno de ellos, por muchas facultades que ejerciten, deben tener presente que les queda prohibida la arbitrariedad. De manera que, al ir a controlar a cada uno de los poderes públicos, por más que puedan parecer cerradas las puertas de acceso a ese control, ahí está la llave, que sea del caso, de la interdicción de la arbitrariedad”151.

Pero el mérito del profesor aragonés no fue solo la cerrada presentación, salvaguarda y aprobación defi nitiva de la técnica en el SCE —reconocida ya como un medio y pauta de control para adecuar el funcionamiento estatal (y administrativo) al Derecho— su valor se extiende también al agradecimiento que hizo al aporte de García de Enterría efectuado hace casi veinte años atrás, cuando trasladó, adaptó y reconstruyó la fi gura a las necesidades españolas. Al respecto, L. Martín-Retortillo afi r-maba que “había presentado también una enmienda personal, pequeño homenaje a mi maestro Eduardo García de Enterría, con la concreta pretensión de que en la larga enumeración del párrafo tercero se diera cabida a la interdicción de la arbitra-riedad de los poderes públicos (…). Él pudo recibir las mejores experiencias foráneas para potenciar aquí la utilización de los principios generales del Derecho como mecanismo de control de las administraciones públicas; asimismo, teorizó entre nosotros, gracias a sus aportaciones, el llamado principio de interdicción de la arbitrariedad al comentar dos famosas sentencias del TS”152.

En momentos más cercanos, con la fi gura desplegando sus efectos tuitivos y correctores en el caso concreto, debemos entender, en primera instancia, que ésta se muestra como un

151 Martin Retortillo Baquer, Lorenzo, Ob. cit., pp. 66 y ss.152 Martin Retortillo Baquer, Lorenzo, Ob. cit., pp. 58 y ss.

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avance específi co y diferente del principio de igualdad, tiene, por lo tanto, sustantividad propia y un alcance que no es posible lograr con este último, ya que su guía del progreso dirigido y exclusivamente aplicable al actuar de todos los poderes públi-cos, rebasa sus supuestos de aplicación, con lo cual, es válido entender que toda “ruptura de la igualdad puede ser un caso de arbitrariedad pero nunca el único. Arbitrariedad es sinónimo de injusticia ostensible, y no se comprende por qué ha de limitarse la injusticia a la desigualdad”153.

La diferencia presentada, con claras separaciones de natu-raleza, también se encuentra recogida en varias sentencias del TS y del TC. En una de ellas, se indica expresamente que esta “falta de justifi cación supone, en este caso, un acto arbitrario por parte del legislador, que vulnera la interdicción de arbitra-riedad de los poderes públicos que establece el artículo 9.3 CE (…) aún prescindiendo de si el artículo 14 CE es aplicable a los entes públicos, lo cierto es que las corporaciones municipales son tratadas de forma radicalmente distinta sin un motivo que lo justifi que, y el trato desigual manifi estamente injustifi cado extraña una arbitrariedad aunque no encaje exactamente en la previsión del artículo 14 de la Norma Suprema”154.

153 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 226. El autor hace estas refl exiones en función de la crítica planteada por Rubio Llorente sobre la introducción de la interdicción de la arbitrariedad en la CE. Según este último, la institución podría ser asumida en el contenido del principio de igualdad (artículo 14), lo cual obviamente, aparte de generar una innecesaria duplicidad, convertiría a la recepción de esta fi gura alemana, propuesta y defendida por García de Enterría, en un proceso curioso de acogida de terminologías extranjeras poco meditadas. Ver. Rubio Llorente, Francisco, “Juez y Ley desde el punto de vista del principio de igualdad”, en Jornada sobre el Poder Judicial en el Bicentenario de la Revolución Francesa, CEJ-MJ, Madrid, 1989, p. 108.

154 STCE 49/1988, de 22 de marzo, F. J. 13. Los pronunciamientos del TS sobre esta cuestión son varios, uno de ellos, que anula varias reglas

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Una segunda y última precisión tiene que ver con de-terminar si la interdicción de la arbitrariedad es exactamente un principio; entendido éste, como una norma de estructura abierta, en cuanto a la confi guración de sus elementos, que “no impone acciones perentorias a título de obligaciones o prohi-biciones absolutamente determinantes del enjuiciamiento de un supuesto de hecho”, sino que, más bien, solo se diagrama con conceptos no excluyentes (que podrían decaer frente a las razones dimanadas por otros principios, lo cual obligaría a la práctica de la ponderación o balance entre los enfrentados)155. A lo dicho, se podría agregar que los principios tienen como características adicionales, la imposibilidad meridianamente clara, de ser aplicados automáticamente (necesitan por tanto la concretización mediante la ordenación), luego, son normas que no requieren de un sustento previo (son justas y correctas per se), sirven para caracterizar, identifi car y dar fundamento axio-lógico a un específi co sector jurídico, y, fi nalmente, son normas defectibles al no establecer o enumerar exhaustivamente todos

del Reglamento sobre estructuras, organización y funcionamiento de hospitales del Insalud, señala que “al establecerse tales faculta-des del Director General se ha procedido de una manera contraria a la naturaleza de las cosas o de forma irracional, incurriendo en la arbitrariedad proscrita en el artículo 9.3 de la Constitución”. Ver STS 8786/1988, f.j. 4.

155 Cfr. Guastini, Ricardo, “Ponderación. Un análisis de los confl ictos entre principios constitucionales”, en PTC, N.º 8, 2007, p. 636. El autor, en el mismo extracto citado, propone cuatro características sobre los confl ictos entre principios constitucionales que impedirían el uso de los medios usuales de solución de confl ictos normativos, “se trata de confl ictos entre normas que, de ordinario, emanan del mismo momento (…), se trata de un confl icto entre normas que tienen un mismo estatuto formal, la misma posición en la jerarquía de las fuentes del Derecho (…), se trata de un confl icto en concreto (…), se trata de un confl icto parcial bilateral” (la cursiva es nuestra).

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los hechos condicionantes o excepciones sobre los cuales recaería o no la consecuencia jurídica156.

Afi rmados todos los caracteres esenciales de un principio, cabe preguntarnos ¿si el artículo 9.3 de la CE contiene exacta-mente uno, o por el contrario, estamos en presencia de un tipo distinto de norma?

La respuesta de esta cuestión apunta a que la fi gura es rotu-lada como principio, más desde la sencillez y generalidad de lo cotidiano, antes que desde las justifi caciones demostradas por la ciencia jurídica. Por eso, creo que el camino real es asumir que la interdicción de la arbitrariedad es una disposición directa prohibiti-va que inmediatamente ordena o impide algo, constituyéndose en el típico ejemplo de norma de imperium completamente reglada y con poco o nulos márgenes de apreciación discrecional, que se aplica desde la “mera subsunción de un supuesto de hecho en el arquetipo prefi gurado por la disposición, de suerte que, si nos encontramos en presencia del mismo, es forzoso aplicar la consecuencia jurídica que la disposición anuda”157. Por tanto, si aparece la arbitrariedad en un acto del poder público, ésta que-dará directamente prohibida por la CE dentro del supuesto único (la arbitrariedad) que acarrea necesariamente la consecuencia

156 Cfr. Guastini, Ricardo, Ob. cit., pp. 634-635. En concordancia con lo señalado en el párrafo principal, la doctrina chilena ha aceptado —con algunas matizaciones y diferencias— los rasgos de los principios como cuestiones básicas y de gran generalidad “que se irradian sobre todas las normas, imprimiéndoles sentido y sirviendo de criterio correcto para su exacta comprensión (…) son base de las normas y que éstas, junto a las costumbres, modelan a las instituciones (…). Y la cualidad que los principios tienen de informar axiológicamente todo el ordenamiento constitucional y la hermenéutica del mismo”. Ver. Cea Egaña, José Luis, “Hermenéutica constitucional, soberanía legal y discrecionalidad administrativa”, en RCHD, vol. 11, N.º 1, 1984, p. 7.

157 Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., p. 135.

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jurídica prevista en la disposición (la completa proscripción de la no querida arbitrariedad)158.

Vale recordar, en sentido contrario, que la doctrina siempre consideró a la interdicción de la arbitrariedad como una técnica propia de los principios generales del Derecho. Sobre lo expuesto, basta solo recordar la referencia hecha por García de Enterría, siguiendo a Latournerie, de que la institución parece cumplir con los requisitos de fijación de los principios “el criterio de la adherencia o fidelidad a los datos que expresa; el criterio de la fecundidad, en cuanto que los instrumentos no solo se deben preocupar por coor-dinar los resultados adquiridos, sino que también se deben obtener resultados nuevos; el criterio de simplicidad y el de precisión”159.

Pero, a pesar de lo indicado en el párrafo anterior, las exi-gencias asumidas por los constituyentes españoles para poder tener “la mayor medida posible de modalidades de control, es decir, técnicas jurídicas concretas para someter a pautas jurídi-cas verifi cables al funcionamiento”160 de los poderes estatales; permite sustentar que la prohibición de la arbitrariedad fue planteada y constitucionalizada —utilitariamente— como una norma dispositiva directa, imposible de ser incumplida o eximida de su aplicación casuística por un mal operador, a partir de sub-terfugios o indebidos camufl ajes provenientes o creados desde la natural indeterminación de los contenidos de los principios, tan defectibles (según el concepto ya explicado) como genéricos (necesitados de la formulación de una norma posterior y regu-

158 Ídem, p. 136.159 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, “La interdicción

de la arbitrariedad en la potestad reglamentaria”, Ob. cit., p. 160.160 Martin Retortillo Baquer, Lorenzo, Ob. cit., p. 66.

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larmente susceptibles de ser planteados en múltiples y diversos modos)161.

A la larga, el temor a una falta de ejecución material de otros principios o cláusulas de ámbito más amplio, determinó la im-posición de esta forma más segura de prevenir y luchar contra la arbitrariedad surgida en el seno de las organizaciones del poder público.

3.2 El caso peruano: Un largo camino por recorrer para lograr el control jurídico del poder administrativo

a) Las debilidades conceptuales de la jurisprudencia constitucional peruana sobre la interdicción de la arbitrariedad y otras nociones conexas

A diferencia de su par española, nuestra CP no recoge ex-presamente la interdicción de la arbitrariedad en su texto, sea como un principio o bajo la confi guración de una disposición. Esta omisión, aunque no impide la utilización de la técnica, si produce una atenuación de la fundamentación y efi cacia del control jurídico de los poderes públicos nacionales. Más aún, este silencio podría haber determinado que su existencia pasara casi inadvertida en nuestro Derecho, situación que solo se ve parcialmente remediada a merced de algunas pocas piezas de la jurisprudencia constitucional y otras tantas producidas por el más alto nivel de la función administrativa consultiva y de-cisoria, las cuales desde una derivación bastante forzada y más cercana a la imagen del cajón de sastre, asumen que nuestro objeto de estudio surge desde el Estado de Derecho162 siendo un principio

161 Cfr. Guastini, Ricardo, Ob. cit., p. 635.162 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F.

J. 12.

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“inherente a sus postulados esenciales (…) y a los principios y valores que la propia Constitución incorpora”163.

La imagen correcta del Estado de Derecho como un gran marco genérico y de encumbramiento de la fi gura, sin que esta consideración pueda llegar a ser su base conceptual fundante (vi-mos antes que ésta nace en concreto del principio de igualdad), también es repetida —literalmente— por un pronunciamiento del CNM de fi nales del año pasado164.

En la misma línea, es necesario mostrar que este origen, ya de raíz muy expansiva (pues todo lo jurídicamente existente proviene de nuestra Carta Magna y, de ser el caso, del propio Estado de Derecho en ella reconocido), se ha visto mucho más dilatado (y oscurecido) por algunos de los pocos actos del poder administrativo existentes sobre esta materia. Así, la Resolución Defensorial 038-2002/DP reconoce que “de ningún modo puede sostenerse que la distinta naturaleza de los procesos a cargo de la CNM justifi can una excepción a la exigencia constitucional de regirse por los principios que emanan de la dignidad humana y de la forma republicana de gobierno, que contienen el principio de inter-dicción de la arbitrariedad, conforme al artículo 3 de nuestra Ley Suprema (…)”.165

Frente a lo expresado, cabe decir que ni la dignidad del hombre o la configuración como República de un Estado pueden considerarse, en sentido estricto, como elementos de sostenimiento de la interdicción de la arbitrariedad en un orde-namiento, menos todavía, cabría asumirlas como las fuentes de

163 Sentencia recaída en el Exp. 6167-2005-PHC/TC, de 28 de febrero del 2006, F. J. 30. Sobre este origen tan extenso, también debe revisarse la resolución recaída en el Exp. 1803-2004-AA/TC, de 25 de agosto del 2004, F. J. 14.

164 Resolución 071-2009-PCNM, de 20 de abril del 2009, F. J. 11.165 Resolución 038-2002/DP, de 28 de noviembre del 2002, F. J. 2 (la cursiva

es nuestra).

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inspiración de éste. Los anteriores postulados, al no asumir las puntualizaciones y diferencias teóricas debidas, se convierten en rutas seguras para producir construcciones difíciles de mantener tales como que este concepto, en tanto “distintivo del Estado de Derecho”166, cumple con la fi nalidad de lograr “la plena realiza-ción de la persona humana, como lo indica el artículo primero del texto constitucional vigente (…)”167. Por eso, a pesar de lo favorable que pudiera resultar su reconocimiento jurisprudencial y administrativo, siempre debe existir en cada uno de los poderes involucrados, sumo cuidado en las expresiones vertidas sobre el instituto, asumiendo por encima de todo, su nivel de inclusión en nuestro Derecho y efectiva vinculación frente a los distintos sujetos existentes.

Sobre estos dos últimos puntos, sería conveniente recordar las palabras de Muñoz Machado referidos a los tres caminos de arranque y reconocimiento de todos los principios generales. Estos serían, indistinta o conjuntamente, la Constitución, ley y jurisprudencia. Cada uno de ellos otorga grados diferenciados de intensidad en las respectivas vinculaciones con los operadores, puesto que cuando “un principio está proclamado solamente en una ley, vinculará naturalmente a la Administración y a los tribunales (…) pero podrá ser desplazado por otras regulaciones legales que excluyan su aplicación. Si el principio tiene relevan-cia constitucional, tal apartamiento o relajación de su posición en el ordenamiento no estará disponible para el legislador, que también estará vinculado en toda su actividad por el principio general. Por supuesto, la vinculación de la Administración y de los tribunales se mantendrá, en tal caso (…), cuando los princi-pios solo alcanzan a tener reconocimiento en la jurisprudencia, mantienen su condición de pieza esencial del ordenamiento

166 Resolución 038-2002/DP, de 28 de noviembre del 2002, F. J. 5.167 Resolución 038-2002/DP, de 28 de noviembre del 2002, F. J. 5.

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jurídico y sirven de criterio de control de las decisiones de la Administración”.168

Entonces, tomando en cuenta la progresión planteada por el profesor español y los antecedentes inicialmente señalados, debemos situar a la interdicción de arbitrariedad en nuestra realidad como un principio de reconocimiento y afi rmación esencialmente jurisprudencial, que mantiene un importante papel directriz en todo el ordenamiento positivo, en específi co, y como bien señala el TCP, para marcar los linderos básicos de la “pro-hibición de todo poder ejercido en forma arbitraria e injusta”169, siendo esta última restricción un verdadero “límite infranquea-ble para todo poder público”170. Siendo así, y ante la necesidad de “una luminosa exposición del papel del juez en la defensa de estos principios materiales frente al legislador actual”171, todo el peso de la vigencia del instituto y sus bondades recaen en las aplicaciones fi scalizadoras de las actividades públicas realizadas por los jueces (los constitucionales y, de ser el caso, aquellos incardinados en el orden contencioso-administrativo).

Ahora bien, la jurisdicción contenciosa-administrativa poco puede decir en esta cuestión. En general, su juventud, la falta de especialidad real de sus integrantes y defi ciente pericia técnica, han abonado por una exigua trascendencia y peor práctica del principio. Por estas razones, no resulta para nada formativo el acceso a sentencias de cualquiera de sus grados, salvo algunas de la Sala Suprema de Derecho Constitucional y Social que han reconocido —de manera casi mecánica— la identifi cación de la

168 Muñoz Machado, Santiago, Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General, Thomson—Civitas, Madrid, 2004, pp. 412-413.

169 Sentencia recaída en el Exp. 1803-2004-AA/TC, de 25 de agosto del 2004, F. J. 14.

170 Sentencia recaída en el Exp. 1803-2004-AA/TC, de 25 de agosto del 2004, F. J. 14.

171 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 218.

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noción con la garantía adjetiva del debido proceso sustantivo, en tanto, “derecho de rango constitucional que implica obtener una decisión basada en los principios de razonabilidad, propor-cionalidad, interdicción de la arbitrariedad y motivación de las resoluciones”172.

Por tanto, el tratamiento jurídico de nuestro objeto de estu-dio, al menos con ciertos defectos, ha sido construido de manera prioritaria por el TCP, a partir de sentencias que, agrupadas en pequeños bloques de perfecta identifi cación, reiteran su uso como principio constitucional173 oponible a la incorrecta consecu-ción de la obligación de motivar los actos administrativos, de adaptarlos al principio de razonabilidad y por el irrespeto que pudieran ocasionar en contra de derechos constitucionales tales como el debido proceso (o el debido procedimiento administra-tivo) y el derecho a la defensa. Finalmente, sin que los anteriores supuestos dejen darle la siguiente condición, la interdicción de la arbitrariedad es vista ordinariamente como un argumento de acompañamiento de otros conceptos.

Sobre la última tendencia, considero que la posición de com-parsa dada por el guardián de la Constitución a la noción es un mal intento por buscar relacionarla con los varios sentidos de la arbitrariedad, destinada a que sus aplicaciones jurisprudenciales acaparen la mayoría de los signifi cados dados a la prohibida fi gura tales como la “apreciación falsa de los hechos, ruptura del

172 Casación 636-2005-Lima, 16 de enero del 2006, F. J. 6. Pareciera, que el Alto Tribunal en esta resolución olvida que el principio de interdicción de la arbitrariedad, antes que basamento de una decisión del poder público, es un medio que opone límites jurídicos a ésta, a fi n de conducirla hacia una vinculación real con los “principios generales del orden jurídico”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 216 y ss.

173 Sentencia recaída en el Exp. 005-2001-AI/TC, de 15 de noviembre del 2001, F. J. 2.

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principio de igualdad (…), transgresión de los principios inmanen-tes a la naturaleza de las instituciones, falta de proporcionalidad, manipulación de los medios elementales de vida como instru-mento coercitivo, desviación de poder, vulneración de derechos fundamentales (…), retroactividad, iniquidad manifi esta, justicia natural en el sentido inglés, irrazonabilidad, falta a la buena fe exigible en la relación poder público ciudadanos, standard de buena Administración (…)”174.

Los ejemplos de lo anterior se pueden notar en alguna re-solución emitida contra la decisión del CNM de no ratifi cación de un magistrado, señalándose que “ha hecho sin motivación alguna y sin respetar, entre otros, sus derechos a la dignidad, a la integridad moral y al libre desarrollo de la persona, al honor y la buena reputación, a la motivación de las resoluciones, así como al principio de interdicción de la arbitrariedad (...)”175. De igual manera, el TCP asume que la institución es un “inusual” receptáculo de otras, al declarar que los principios de participación y de predectibi-lidad “(…) regulados en los incisos 1.12 y 1.15 del Artículo IV de la Ley de Procedimiento Administrativo General, Ley 27444 (…) constituyen una expresión del principio constitucional de interdicción de la arbitrariedad y del deber de transparencia de las entidades públicas en atención a las garantías inherentes al debido proceso al cual tienen derecho las personas”176.

174 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 230 (la cursiva es nuestra).

175 Sentencia recaída en el Exp. 1050-2006-PA/TC, de 14 de marzo del 2006, F. J. 2 y ss. También se puede revisar, entre otras, las resoluciones del TCP aparecidas en el Exp. 05625-2005-PA/TC, de 14 de noviembre del 2005, F. J. 1; Exp. 8152-2006-PA/TC, de 15 de noviembre del 2007, F. J. 65; Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2006, F. J. 9; Exp. 0090-2004-AA/TC, 5 de julio del 2004, F. J. 12.

176 Sentencia recaída en el Exp. 04012-2009-PHD/TC, de 8 de enero del 2010, F. J. 2 (la cursiva es nuestra).

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A partir de los extractos explorados, se puede concluir que la poca jurisprudencia constitucional existente sobre la materia no termina por defi nir, menos, por potenciar adecuadamente el uso de esta categoría, y esto es a todas luces contraproducente. No se puede fi scalizar de manera conveniente las actuaciones públicas y tutelar los derechos subjetivos e intereses legítimos de los privados, sin tener institutos con conceptos claros y de alcances puntuales que permitan ganar las batallas cotidianas contra organizaciones del poder público como las nuestras, con altos niveles de degradación, puesta de espaldas al ciudadano y muchas veces no vinculadas positivamente al Derecho.

Ni la interdicción de la arbitrariedad es una escolta de otras fi guras de —supuesta— mayor tradición o calaje conceptual (en la suerte de papel secundario), ni en sentido contrario, su rol este-lar en la lucha contra la indemnidad del poder permite derivar de su seno toda la lista de principios existentes (como si los últimos fueran subprincipios tácitamente reconocidos en su contenido). Por tanto, el manejo más pujante y garantista del concepto por el TCP, como elemento principal del señorío y vigencia efectiva de nuestro Estado de Derecho frente a la arbitrariedad pública, incluye un doble trabajo de modulación y avance, destinados a alcanzar el posicionamiento y equilibrio en la judicialización existente del instituto.

Pero, a desmedro de las actividades posteriores necesarias para crear una auténtica doctrina jurisprudencial177, considero

177 Debe entenderse, como acertadamente lo precisó el profesor Nieto, que jurisprudencia y doctrina jurisprudencial no son dos cosas iguales, puesto que “confundir jurisprudencia y doctrina jurisprudencial es confundir el continente con el contenido (…). La jurisprudencia es una suma de textos lingüísticos que para los juristas solo tienen el valor de una materia bruta de la que puede extraerse una doctrina (…), La jurisprudencia es la creadora de la doctrina (o el lugar donde ésta se encuentra) mas es la doctrina la que integra (complementa) las fuentes del Derecho”. Ver.

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que en el futuro inmediato, la labor principal del juez constitu-cional será la de expurgar ciertas cuestiones erradas (los excesos señaladas en el anterior párrafo y que explicaré a continuación), desterrando ciertas experiencias que no contribuyen en la me-dición de la legitimidad constitucional de las medidas adoptadas por los poderes públicos178.

Según lo expresado, debe extirparse de raíz esta unifi ca-ción implícita de nuestro objeto y la arbitrariedad, cuando éstas son dos cosas radicalmente distintas (es más, una sirve para controlar y eliminar a la otra). En ese sentido, resulta incorrecta la utilización dada por el TCP a la interdicción de la arbitra-riedad (resaltando el título de nuestra noción en el respectivo fundamento), en cuanto a que ésta tiene un par de variantes provenientes —paradójicamente— de su objeto de atención: “el principio de interdicción de la arbitrariedad (…) tiene un doble signifi cado (…). En un sentido clásico y genérico, la arbitrariedad aparece como el reverso de la justicia y el Derecho (…). En un sentido moderno y concreto, la arbitrariedad aparece como lo carente de fundamentación objetiva; como lo incongruente y contradictorio con la realidad que ha de servir de base de toda la decisión. Es decir como aquello desprendido o ajeno a toda razón (…)”179.

Aunque, el Alto Tribunal frente a estos datos intente fundamentar una posibilidad distinta (incluso califi cando de manera correcta al principio como “inherente a los postulados

Nieto García, Alejandro, “Valor legal y alcance real de la jurispruden-cia”, en Teoría y realidad constitucional, N.º 8-9, 2002, p. 104. (la cursiva es nuestra).

178 Cfr. Muñoz Machado, Santiago, Ob. cit., p. 569.179 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004,

F. J. 12. El TCP repite estos argumentos sacados, principalmente, de la doctrina española en la sentencia recaída en el Exp. 06167-2005-PHC/TC, de 28 de febrero del 2006, F. J. 30.

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esenciales de un Estado constitucional democrático”180, orien-tador del normal desenvolvimiento181 y medio de adecuación de los poderes a la Constitución), lo que realmente termina pro-duciendo son algunos sentidos de la arbitrariedad. Más aún, termina condensando todos éstos en la fórmula de lo arbitrario como “aquello desprendido o ajeno a toda razón de explicarlo. En consecuencia (…) será todo aquello carente de vínculo natural con la realidad”182.

A mi modo de ver, estas penumbras se fundan en dos an-tecedentes. Primero, es plausible nuestra falta de tradición en el tratamiento jurídico de la interdicción de la arbitrariedad (la omisión constitucional y las vaguedades jurisprudenciales descritas así lo demostrarían). Mientras, en segundo orden, la cura asumida por el TCP para remediar lo anterior, se susten-ta en la búsqueda de erudición jurídica (a veces innecesaria) fundada en la copia desmedida y desordenada de ciertos segmentos doctrinales españoles (incluso algunos de éstos con tintes diferentes). En este último aspecto, es plausible la trasposición literal de páginas enteras escritas por los profeso-res García de Enterría, Sainz Moreno y Fernández Rodríguez, al menos hartamente recogidas en las dos sentencias más relevantes sobre la materia183, sin que en ellas medie ningún reparo por adaptar estas posiciones a nuestro Derecho, o en

180 Sentencia recaída en el Exp. 06167-2005-PHC/TC, de 28 de febrero del 2006, F. J. 20.

181 Sentencia recaída en el Exp. 06167-2005-PHC/TC, de 28 de febrero del 2006, F. J. 29.

182 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F. J. 12.

183 Me estoy refi riendo a la sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004 y la sentencia recaída en el Exp. 06167-2005-PHC/TC, de 28 de febrero del 2006.

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escudriñar su contexto efectivo en la doctrina de origen, o exista preocupación en la tarea de invocarlas y subsumirlas realmente de cara a los hechos discutidos en la litis especí-fica. Finalmente, las dos anteriores referencias terminan por enraizarse en la actividad del defensor de la Carta Magna y, mezcladas, son las causas directas para otorgar un atisbo de debilidad conceptual e improvisación que aún se mantiene en este tipo de jurisprudencia constitucional.

Sin embargo, no todo está mal. Siempre será preferible reco-nocer al instituto como uno inherente y posible de ser extraído implícitamente de la ratio constitucional184, destinado a extirpar la arbitrariedad acaecida en las diversas actuaciones públicas que desconocerlo sin mayores argumentos. Es más, resulta funda-mental que haya sido asumido como la columna vertebral de un puñado de sentencias para sustentar la no convalidación de los “ejercicios irregulares o arbitrarios de las funciones conferidas a los órganos públicos, puesto que un Estado solo puede predi-carse de Derecho cuando los poderes constituidos (…) respetan plenamente y en toda circunstancia los límites y restricciones funcionales que la misma Carta establece, sea reconociendo derechos elementales, sea observando los principios esenciales que, desde el texto fundamental, informan la totalidad del or-denamiento jurídico”185.

También, siguiendo la anterior vertiente jurisprudencial, se ha determinado que la interdicción de la arbitrariedad tiene alcance sobre todos los poderes públicos constituidos, no exis-tiendo, en el Estado de Derecho, algunos que sean “(…) soberanos,

184 Sentencia recaída en el Exp. 06167-2005-PHC/TC, de 28 de febrero del 2006, F. J. 20.

185 Sentencia recaída en el Exp. 2730-2006-AA/TC, de 21 de julio del 2006, F. J. 2.

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cuyas competencias puedan ejercerse de cualquier manera”186. Por tanto, ninguna de estas organizaciones pueden escapar a las obligaciones forzosas contenidas en el proceso aplicativo de las reglas del ordenamiento, las cuales están destinadas a demoler la adopción de decisiones basadas en la nuda voluntad particular del órgano correspondiente, sin la cobertura previa y concurrente del Derecho existente en unas circunstancias puntuales187.

Lo anterior puede ser visto, en clave de motivación (sea por ausencia o debilidad de ésta) y control del voluntarismo judicial, en la idea de que los excesos en el ejercicio de las potestades jurisdiccionales de la Sala Civil de la Corte Suprema, deben ser fi scalizados tan igual como sucedería con cualquier sujeto con habilitaciones regulares de potestades públicas, al encontrarse cualquiera de éstos “sometidos al principio de la interdicción de la arbitrariedad”188.

Por otro lado, en lo que nos interesa, los mejores argu-mentos del TCP en el control de las decisiones administrativas mediante la interdicción de la arbitrariedad han surgido —como habíamos adelantado— de las tres aplicaciones conjuntas de ésta con el debido procedimiento, el principio de razonabilidad y la motivación de actos. Debe indicarse que estas fusiones se logran

186 Sentencia recaída en el Exp. 3151-2006-AA/TC, de 17 de septiembre de 2008, F. J. 3 (la cursiva es nuestra). Sobre la sujeción de los poderes pú-blicos a las instituciones y principios constitucionales, resulta interesante —revisar con sumo cuidado— las polémicas sentencias emitidas por el TCP sobre la justicia electoral y la imposibilidad (aparentemente recor-tada por estos pronunciamientos) de impugnar en la vía constitucional las resoluciones emitidas en última instancia por el Jurado Nacional de Elecciones. A modo de ejemplo se puede ver la sentencia recaída en el Exp. 2366-2003-AA/TC, de 6 de abril de 2004, F. J. 4.

187 Cfr. Muñoz Machado, Santiago, Ob. cit., p. 569.188 Sentencia recaída en el Exp. 3151-2006-AA/TC, de 17 de septiembre del

2008, F. J. 3 (la cursiva es nuestra).

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en virtud del acentuado grado de adaptabilidad que tiene el instituto, en tanto su actuación permite apreciar “si se ha tenido en cuenta el mayor valor que, eventualmente, el ordenamiento jurídico puede reconocer a algún dato concurrente”189.

En el mismo sentido, antes de comenzar con la revisión de los tres exámenes adelantados por el párrafo anterior, vale acotar que en un par de resoluciones se han efectuado alusiones a las interpretaciones incorrectas de los hechos como supues-tos de arbitrariedad, poniendo énfasis en la falta de probanza desprendida de estos incorrectos ejercicios que acarrearían la categorización de “actividades vagas, caprichosas e infundadas desde una perspectiva jurídica”190. De igual manera, se ha señala-do que “la inexistencia o inexactitud de los hechos (…) sobre los que la Administración funda una decisión discrecional constituye un error de hecho, determinante para la invalidez de la decisión”191.

189 Muñoz Machado, Santiago, Ob. cit., p. 576 (la cursiva es nuestra).190 Sentencia recaída en el Exp. 06167-2005-PHC/TC, de 28 de febrero del

2006, F. J. 30.191 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2005-PHC/TC, de 5 de julio del 2004, F.

J. 14 (la cursiva es nuestra). A desmedro de este último supuesto, debo señalar que la jurisprudencia constitucional guarda absoluto silencio o muestra pocos destellos de las posibilidades de fi scalización relacionadas con la fi gura estudiada en este trabajo y su combinación con otras técnicas tales como la desviación del poder, la previsibilidad de la decisión, el cen-so de las interpretaciones normativas arbitrarias, las discriminaciones no justifi cadas (afectaciones al principio de igualdad), el principio de propor-cionalidad, el principio de seguridad jurídica, el principio de confi anza legítima, entre otras. Considero que el relativo olvido del tratamiento de nuestra noción mezclada con el principio de proporcionalidad, refl ejan en el fondo un atraso para otorgar la trascendencia que merece la motivación de los actos administrativos (a pesar de los avances que explicaremos en las próximas líneas), porque será fi nalmente en este campo donde ambas fi guras se transformen de mandatos normativos genéricos en verdaderos moldes de control jurídico de la Administración Pública. Así, solo se ha indicado, sin un mayor desarrollo, que los actos discrecionales emitidos

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Sobre el primer juicio referido al debido procedimiento, el es-fuerzo del Alto Tribunal se ha centrado en defi nirlo, desde una perspectiva formal o procedimental, como una garantía básica de los derechos subjetivos recaída en los respectivos titulares privados, e imputable únicamente por éstos a las diversas actividades administrativas que les afecten o atañen. Por tan-to, el debido procedimiento para ser operativo debe tener un radio de acción necesariamente extenso ya que “si bien tiene su ámbito natural en sede judicial, también es aplicable en el ámbito de los procedimientos administrativos”192. Vale indicar que, no obstante la importancia de la anterior con-sideración (más si tiene reconocimiento legislativo en virtud del artículo IV, numeral 1.2 del Título Preliminar de la LPAG), lo más trascendente en este punto ha sido la construcción de su vertiente material o sustantiva, entendida como la revisión sobre un acto administrativo de su “grado de razonabilidad o arbitrariedad en su argumentación (…) y la hipótesis de que, tras la eventual vulneración del proceso de donde se deriva,

por las organizaciones administrativas quedan sujetos a las limitaciones de “los elementos de razonabilidad y proporcionalidad. Es por ello que la prescripción de que los actos discrecionales (…) sean arbitrarios exige que éstos sean motivados; es decir, que se basen necesariamente en razones y no se constituyan en la mera expresión de la voluntad del órgano que los dicte”. Ver. Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F. J. 15 (la cursiva es nuestra). Sobre las posibilidades del principio de proporcionalidad en su vertiente negativa y su manejo en base a un triple test (juicio de adecuación, juicio de necesidad y juicio de proporcionalidad en sentido estricto), puede revisarse la excelente y minuciosa obra de Sarmiento Ramírez-Escudero, Daniel, El control de proporcionalidad de la actividad administrativa, Tirant lo Blanch, Valencia, 2004, pp. 205 y ss.

192 Sentencia recaída en el Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 9.

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éste se haya convertido en irregular y permita la opción de control”193.

Entonces, según lo explicado, el segundo examen planteado por el TCP referido a la motivación de los actos, estaría inme-diatamente ligado al debido procedimiento (o debido proceso) como su elemento inherente194, del cual dependería sin duda al-guna “la legitimidad del ejercicio de todo poder, y es, por ello, inexcusable e irrenunciable, tal como lo prueba la categórica prohibición constitucional de todo uso arbitrario de aquel”195. Con esto, el guardián de la Carta Constitucional coloca a la motivación en el papel esencial de medio expurgador de los fundamentos (argumentos) objetivamente usados por la Ad-ministración Pública en la adopción de sus decisiones196, si se quiere, es el elemento formal, necesario para alcanzar la adecuación jurídica de las razones justificantes y concretar la eliminación del voluntarismo administrativo (las muestras de procesos argumentativos sustentados en la “mera expresión

193 Sentencia recaída en el Exp. 2347-2004-AA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 2.

194 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F. J. 13.

195 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F. J. 13.

196 Cfr. Muñoz Machado, Santiago, Tratado de derecho administrativo y derecho público general, tomo I, Thomson—Civitas, Madrid, 2004, pp. 573-574. Sin embargo, a pesar de la categórica afi rmación del párrafo principal, debo indicar, apoyándome en el autor de esta cita (p. 574), que no todo acto inmotivado necesariamente es arbitrario, ergo nulo de pleno derecho, puesto que solo constituirá invalidez aquella falta de motivación “que se corresponda con la verdadera inexistencia de motivos que justifi quen la decisión adoptada por la Administración (…). También incurrirá en arbitrariedad cualquier decisión que, aunque motivada, no tenga un fun-damento objetivo y razonable, se apoye en una defectuosa interpretación de la realidad, o en hechos inexistentes, o erróneamente apreciados, o en una interpretación del ordenamiento manifi estamente carente de lógica”.

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de la voluntad del órgano que los dicte”197), o de los procesos deductivos irracionales o absurdos (la motivación del acto debe mostrar “una razón de la elección, ésta debe ser plau-sible, congruente con los hechos, en los que necesariamente ha de sustentarse, sostenible en la realidad de las cosas y susceptible de ser comprendida por los ciudadanos, aunque no sea compartida por todos ellos. No basta, como es obvio, cualquier explicación que la Administración convenga en dar en el momento de la obligada rendición de cuentas; éstas han de ser, en todo caso, debidamente justifi cadas”198).

A continuación, el TCP ha trabajado con capacidad para plantear algunas de las notas características que conformarían la motivación. Muchas de ellas, como veremos a continuación, se encuentran directamente conectadas con los postulados y alcances propios del principio de razonabilidad y su juicio aparecido sobre la actividad administrativa (en realidad esta última fi gura se convierte en el motor real de la motivación). Las consideraciones principales aparecidas en la jurisprudencia constitucional serían las siguientes: - La motivación tiene un contenido esencial, constitucionalmen-

te reconocido e imposible de ser disminuido o eliminado por cualquiera de los ejercicios existentes de potestades públicas. Este núcleo duro quedaría centrado en el respeto

197 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F.J. 15.

198 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F. J. 13. De similar manera, en otra resolución el TCP ha expresado que “el derecho a la motivación de las resoluciones administrativas es de especial relevancia. Consiste en el derecho a la certeza, el cual supone la garantía de todo administrado a que (…) estén motivadas, es decir, que exista un razonamiento jurídico explícito entre los hechos y las leyes que se aplican”. Ver. Sentencia recaída en el Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 9.

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por la existencia de “fundamentación, congruencia entre lo pedido y lo resuelto (…), sufi ciente justifi cación de la deci-sión adoptada, aun si ésta es breve, concisa o se presenta el supuesto de motivación por remisión”199.

- La motivación no es un elemento formal aplicable de manera similar, al barrido y sin remisiones al caso concreto, a todas las actuaciones administrativas (cada una de ellas debe tener su propia y regular justifi cación, pudiendo existir escasos supuestos en los que no se requiera su concurso), todo esto en razón de que la medida de su intensidad no es fi ja, ya que “la Constitución no establece una determinada extensión”200 de esta garantía.

- La actuación administrativa, para ser asumida como ver-dadero producto jurídico (más si produce efectos sobre la esfera de los administrados), necesita de motivación sufi ciente, es decir de argumentos construidos como au-ténticas razones que permitan mantener inalterable la “garantía de razonabilidad y no arbitrariedad de la decisión administrativa”201. En otras palabras, la motivación mien-tras se mantenga en condición adecuada es un refl ejo del principio de razonabilidad, prevista para eliminar las argu-mentaciones absurdas, insensatas, con factores irrelevantes, de datos inexactos o falsos (contrarios a los físicamente existentes), que no tome en cuenta el mayor peso (o valo-ración extra) de un dato concurrente. En suma, el acto con motivos que justifi quen su pronunciamiento aparece como la antítesis del acto arbitrario “desprendido o ajeno a toda

199 Sentencia recaída en el Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 9.

200 Sentencia recaída en el Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 9.

201 Sentencia recaída en el Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 9.

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razón de explicarlo (…) carente de vínculo natural con la realidad”202.

- La motivación es una exigencia de doble perspectiva recaída en la Administración y los jueces, estimándose como un deber administrativo fundamental y una materia de atención prioritaria en el desarrollo de los posteriores controles judi-ciales, al encontrarse en el pináculo de “cuestión clave en el ordenamiento jurídico-administrativo (…), objeto central de control integral por el juez constitucional de la actividad administrativa y la consiguiente supresión de los ámbitos de inmunidad jurisdiccional (…) y condición impuesta para la vigencia efectiva del principio de legalidad, presupuesto ineludible de todo Estado de Derecho”203.

- La motivación es un requerimiento que no admite diferencia-ciones o sesgos en función de la estructura de la competencia administrativa controlada, ya que esta garantía es “una exigencia ineludible para todo tipo de actos administrati-vos, imponiéndose las mismas razones para exigirla tanto respecto de actos emanados de una potestad reglada como discrecional”204.

A modo de conclusión parcial, y tomando en cuenta todo lo explicado, resulta necesario reconocer que ante las oscuridades y brillos, debilidades evidentes y fortalezas del cuasi solitario tratamiento de la interdicción de la arbitrariedad existente, es conveniente proponer un replanteamiento de su posición, asumiendo ciertas cuestiones —una más profunda que la otra— que bien podrían resumirse en una doble reacción: por un

202 Sentencia recaída en el Exp. 0090-2004-AA/TC, de 5 de julio del 2004, F. J. 13.

203 Sentencia recaída en el Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 9.

204 Sentencia recaída en el Exp. 0091-2005-PA/TC, de 18 de febrero del 2005, F. J. 9.

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lado, la fi nalización del retraimiento aplicativo por parte de los operadores, a fi n de potenciar su uso en los pleitos contencioso-administrativos y constitucionales pertinentes; y en segundo orden, desde un horizonte un poco más lejano, forzar su re-conocimiento constitucional explícito a partir de actividades judiciales y doctrinarias más consolidadas.

Sobre la primera de las consideraciones cabría recalcar que, aunque la labor del TCP no deja de sorprender por cier-tos errores técnicos y la apatía por construir una doctrina jurisprudencial debidamente apuntalada (bastante se ha dicho sobre ambos problemas en líneas anteriores), su sano atrevimiento por otorgar al instituto la categoría de principio implícitamente constitucional, sitúa el estado de la discusión en otro plano, puesto que lo tenemos reconocido entre noso-tros como fuente de Derecho y existe siempre la posibilidad de recurrir a su contenido cuantas veces sea necesario. Sin embargo, otro tema es darle a estas actuaciones jurídicas puntuales, las dosis de potencia dogmática que permitan posicionar a la interdicción de la arbitrariedad como el eje del sistema de fiscalización judicial de las actividades públicas. Por eso, el mayor reto en este punto es abandonar la timidez y, acto seguido, abrazar la teoría para solventar la praxis cotidiana.

Pero, la anterior cuestión se reforzaría así como sucede en España, la figura es incluida en la Constitución como una disposición directa negativa, irrebatible e inmutable en la materialización de su contenido, que soporta a los ciudada-nos en los difíciles y, a veces, invulnerables supuestos de arbitrariedad. Finalmente, creo que la recepción positiva de este instituto europeo podría generar un reforzamiento del censo sobre las prácticas de las potestades públicas y sus respectivos productos. Además, su implantación produciría el efecto favorable de agrupar en su seno a todas las técnicas que vayan en pos de la eliminación de los no pocos ámbitos

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inmunes al control jurídico de nuestros poderes públicos, y, que, de alguna manera, tenemos reconocidas, latentes o, como hemos explicado desde la jurisprudencia del TCP, parecieran muy atenuadas (sin ser capaces de desplegar todo su alcance garantista).

b) ¿Es la solución para lidiar contra la arbitrariedad administrativa la cláusula del abuso del derecho contenida en el artículo 103 de la CP?

El artículo 103 de la CP contiene un fragmento muy pe-queño —en medio de un espacio dedicado a reglar algunas características básicas de la expedición y aplicación de la ley— constituido, no en clave de mandato de acción peren-toria perfectamente definido e incondicionado (sea como obligación, prohibición o autorización), o como criterio de acción extraído de una norma específica, o como formulación eficazmente orientadora del destinatario para alcanzar metas u objetivos políticos, sociales o económicos; sino mas bien, como un ideal superior formado sobre la base de términos axiológicos pero exigibles per se205. Me estoy refiriendo a la fra-se que manifiesta y ampliamente (en toda práctica aplicativa que se haga del ordenamiento) indica que la norma suprema no ampara el abuso del derecho.

Como se notará, esta cláusula normativa es uno de los tantos valores que nuestra Carta Magna ha sabido reconocer y admitir en su texto (otros serían la dignidad del hombre, la soberanía del pueblo, la forma republicana de gobierno, la justicia). Dependiendo del sistema que se adopte, éste será, o la regularidad en el ejercicio de los derechos subjetivos (en el sistema del mismo nombre), o el mantenimiento de los fi nes normativamente impuestos sin que puedan

205 Cfr. Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., pp. 125-126.

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ser violados, desviados o sobrepasados por el operador (en el sistema objetivo)206.

En consecuencia, el abuso del derecho no es ni un principio, ni una directiva, ni una disposición; es un valor que refl eja el espíritu constitucional —opuesto esencialmente a toda actuación injusta o antij urídica— posible de ser conseguido o materia-lizado, no desde el contenido mismo del ordenamiento, sino mas bien, desde la guía trascendente que forzosamente pueda ejercer sobre éste207. Solo así, esta fi gura, recogida como una

206 Cfr. Moisset De Espanés, Luis, El abuso del Derecho, pro manuscrito, p. 4. La aceptación de estos valores como normas constitucionales es una cuestión corriente en toda Carta Magna, pues ésta es “una norma cualitativamente distinta a la demás, por cuanto incorpora el sistema de valores esenciales que han de constituir el orden de convivencia política y de informar todo el ordenamiento jurídico”. Ver. STC 9/1981, de 31 de marzo, F.J. 3.

207 Existe en la doctrina civilista peruana un autor, que se opone, en varias partes, a la postura sobre los valores que hemos expuesto en el párrafo principal. El profesor Fernández Sessarego desde su concepción tri-dimensional, con un signo evidentemente privatista, señala que “Los valores jurídicos no son, por lo tanto, como la estrella polar que guía a las normas. Los valores jurídicos son realizados en la conducta, pertenecen a su estructura, son vividos (…). Las normas no son juicios de valor. Se relacionan con los valores en cuanto que al representarse una conducta la mientan como conducta estimativa; realizando o dejando de realizar determinados valores jurídicos”. Ver. Fernández Sessarego, Carlos, El derecho como libertad, Universidad de Lima, Lima, 1987, pp. 111-112. Quiero decir frente a estas afi rmaciones, que pueden resultar válidas en general pero no frente a los estudios sobre la Constitución, que ésta tiene y debe recoger valores, para hacerlos trascender, no solo porque sean cuestiones anteriores, fundamentales y defi nidores del sistema en su conjunto, sino, y sobre todo, porque su recepción es un rasgo esen-cial, peculiar y corriente en toda Carta Constitucional. Por tanto, esta norma es “cualitativamente distinta a la demás, por cuanto incorpora el sistema de valores esenciales que han de constituir el orden de convi-vencia política y de informar todo el ordenamiento jurídico”. Ver. STC 9/1981, de 31 de marzo, F. J. 3. Adicionalmente, debemos entender que

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condena a cualquier actividad jurídicamente ilegítima, sea por intencionalidad, falta de interés legítimo o negligencia, previstos en los sistemas subjetivos; o, por falta de adecuación a los fi nes sociales o económicos, o por afectar la moral y las buenas cos-tumbres predeterminadas como objetivos normativos asumidos en los sistemas fi nalistas208, producirá la revalorización, intensa y arraigada en el grupo humano de dos valores adicionales de importancia primordial para la paz social: la solidaridad y la justicia material209.

Ahora bien, si queda clara la categoría que tendría este ins-tituto en la escala de la normatividad constitucional,210 la línea

el Derecho constitucional “no está compuesto solo por un texto codifi -cado y las fuentes jurídicas que lo complementan, sino también por los pactos que no siempre se ven a simple vista; porque en esta disciplina lo importante no solamente está en lo que se ve sino también en lo que no se ve, al igual que el hilo en un collar de perlas”. Ver. Hakansson Nieto, Carlos, Ob. cit., 2004, p. 43. En la doctrina chilena también se ha reconocido el carácter axiológico de la Constitución, desde la concep-ción de que ésta es “un programa máximo que, para la realización de los valores que animan al Poder Constituyente, ha trazado una serie de valores vinculados a gobernantes y gobernados. En esos valores se condensa, por ende, la legitimidad o razón justifi cativa ético-social del ordenamiento fundamental, el cual es tanto el punto de partida como el fi n para la comprensión de los principios y normas constitucionales y su desarrollo por el legislador, la administración y todo órgano que ejerza jurisdicción”. Ver. Cea Egaña, José Luis, Ob. cit., p. 7.

208 Cfr. Moisset de Espanés, Luis, Ob. cit., pp. 4-10.209 Cfr. García Toma, Víctor, Introducción a las ciencia jurídicas, Fondo de

desarrollo editorial-Universidad de Lima, Lima, 2001, p. 103.210 Cfr. Granado Hij elmo, Ignacio, Ob. cit., pp. 124-125. Este autor señala

sobre la citada escala de normatividad constitucional, que este concepto “aparece con frecuencia en la dogmática del Derecho público, sobre todo cuando se trata de califi car fenómenos jurídicos concretos partiendo de clasifi caciones duales (…). Pues bien, la Constitución presenta uno de los casos más claros de escala de la normatividad, ya que no todos los preceptos constitucionales tienen la misma naturaleza y efi cacia jurídica”.

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que debemos seguir para tratar de fundamentar su uso como medio —único o en conjunto— de proscripción y extirpación de aquellos actos de los poderes públicos signados con la huella de la arbitrariedad, es determinar, con argumentos sufi cientes, el sistema (subjetivo u objetivo) que permitiría estas deseables consecuencias. Pero esto no será fácil, ya que en el Perú los trabajos de la doctrina (básicamente civilista) han dirigido su mirada sobre el ejercicio irregular, disfuncional o antij urídico del derecho subjetivo (o una situación jurídica subjetiva)211 recono-cido en favor de un titular, como la vertiente más importante de nuestro objeto de estudio. Es más, la escasa jurisprudencia que ha tocado este punto es poco relevante para nuestro propósito, con lo cual tendremos que apoyarnos en el conjunto de normas existentes y en la doctrina, para establecer si, primero, la versión objetiva del abuso del derecho puede ser reconocida en nuestro ordenamiento, y, en segundo orden, si éste puede resultar una pieza conceptual adecuada para soportar nuestro requerimiento anteriormente formulado.

La condena al abuso del derecho apareció regulada le-galmente en el artículo 2 del título preliminar del CC212, en un primer, breve y poco caracterizador texto que decía lo siguiente: La ley no ampara el abuso del derecho. El interesado puede exigir la

Debe entenderse que este planteamiento no niega el principio normativo de la Constitución, aplicable a todo su contenido. Al respecto puede re-visarse el clásico estudio de García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Civitas, Madrid, 2001, pp. 49 y ss. En la doctrina peruana se puede examinar el interesante estudio de Castillo Córdova, Luis, Elementos de una teoría general de los derechos constitucionales, Universidad de Piura-Ara, Piura, 2003, pp. 98-99.

211 Cfr. Espinoza Espinoza, Juan, Los principios contenidos en el título preliminar del Código Civil peruano de 1984, 2da. ed., Fondo Editorial PUCP, Lima, 2005, pp. 77-82.

212 El CCP se aprobó bajo la vigencia de la antigua Constitución de 1979.

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adopción de medidas necesarias para evitar o suprimir el abuso y, en su caso, la indemnización que corresponda. Más tarde, la primera disposición modifi catoria del CPC efectuó un ligero retoque al primer párrafo del señalado artículo 2, en los siguientes términos: La ley no ampara el ejercicio ni la omisión abusivos de un derecho. Al demandar indemnización u otra pretensión, el interesado puede solicitar las medidas cautelares apropiadas para evitar o suprimir provisionalmente el abuso.

Es con la implantación de esta última modifi cación, que uno de los hacedores del anteproyecto del CPC, considera que el abuso del derecho ha sido implantado en versión objetiva (para salvaguardar el cumplimiento de los fi nes económicos y sociales, predeterminados normativamente, en toda práctica de los derechos subjetivos), ya que la razón fi nal de la norma es proteger a quien está siendo afectado no porque otro sea titular, tenga o le pertenezca un derecho, sino porque hace uso ilícito o antisocial del mismo.

El reconocimiento positivo de la vertiente teleológica va más allá de tener una reputada resonancia doctrinal, considero que a partir del sustento señalado, se posibilitaría la mejor interacción de las reglas legales (más antiguas) con las normas contenidas en la CP. En ese sentido, desde esta concepción, se tendría un eje de apoyo adicional para limitar correctamente a los derechos constitucionales desde la instrumentación que la ley haga de la socialización de éstos, con la aceptación correspondiente de los fi nes constitucionales ceñidos a este punto, que resultarían imposibles de ser sobrepasados por el titular (según concepto extraído de la negative bindung).

Dos ejemplos de esta cuestión podrían dar mayores luces al respecto. Si un operador revisa los recortes que puedan surgir por un uso antisocial de la propiedad contrario al bien común, encontrará un fi n proveniente del artículo 70 de la CP, que impone justamente lo contrario; o, si inspecciona las

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prohibiciones para realizar reuniones públicas por motivos de sanidad o seguridad públicas contenidas en su artículo 2.12, determinará que la norma indicada reconoce este derecho con una aspiración muy diáfana, se ejercitará válidamente en tanto no aparezcan estas dos situaciones anómalas reconocidas por la autoridad competente. En ambos casos, el legislador deberá reconocer estos dos objetivos para legalizarlos en supuestos específi cos y limitar, convenientemente, el contenido de los derechos fundamentales sobre los cuales se imputan. A su turno, el titular-privado deberá entender que su campo de acción, en el que puede moverse sin mayor problema, concluye con las barreras de carácter teleológico impuestas desde la Constitución desarrolladas por las normas legales.

Por estas razones de fondo, es que la visión fi nalista del abuso del derecho sería una corriente posible de ser mantenida en las actuales circunstancias de nuestra ciencia jurídica. No admitirla signifi caría regresar a periodos del individualismo más acentuado, ocurrido durante las primeras etapas revolucionarias de implantación del principio de legalidad.

A continuación, sería pertinente realizar un par pre-guntas que intenten responder el traslado y posible enlace del instituto en nuestra construcción conceptual. Así, sería inaplazable examinar si ¿el abuso del derecho puede ser usado por el Derecho administrativo o solo es una fi gura de exclusivo origen, estudio y praxis en las relaciones del Derecho civil o común? Y, a su turno, si ¿Los fi nes normativamente impues-tos pueden ser trasladados como límites de sujeción sobre el ejercicio de las potestades públicas o solo se pueden emplear con los derechos subjetivos?

La primera pregunta nos remonta a un problema bastante estudiado por la doctrina de las primeras décadas y mediados del siglo XX, que buscó por todos los medios cimentar la au-tonomía de nuestra ciencia frente al avance incontenible del

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Derecho común, que por tendencia natural siempre intentaba fagocitar cualquier intento de construcción de sectores nuevos, desde la idea desvirtuadora de que todo en la ciencia jurídica nacía y regresaba al Derecho civil (por el uso supletorio, a veces desmedido, de su contenido general), siendo imposible analizar algo sin antes haber recurrido al refi namiento y sistémica de la parte de la ciencia jurídica de mayor data.

Sin embargo, estas condiciones tenían varias grietas y fi su-ras, tal como lo demostraron, primero, Santi Romano y Laband213, y en fecha posterior, S. Martín-Retortillo. Ni la ciencia jurídica se reduce al Derecho civil, ni éste puede y debe hacerlo todo.

Lo que había ocurrido hasta ese momento (y que parece un contexto parcial aún reinante en el Perú, pues muchos no quieren comprender que el reloj ha avanzado y que el Derecho en su conjunto no puede quedarse tan rezagado, más, si resulta casi imposible fundamentar todos los supuestos fácticos des-de un solo segmento, el cual, ab origine, es limitado y también con problemas)214, era un proceso de retención, por estudio y análisis único, de varias fi guras transversales pertenecientes a la teoría general del Derecho, que habían sido vistas —en ese periodo de consolidación del Derecho administrativo— a través

213 Del autor alemán es forzoso revisar su obra Das Staatsrecht des deutschen Reiches aparecida en 1901.

214 Los profesores Abruña y Baca indican algunas cuestiones relevantes sobre este punto. Primero, que las normas de Derecho civil tienen y tendrán algunas desvirtuaciones técnicas de diversa índole (como todos los ordenamientos producidos por el legislador); en segundo lugar, éste se ha apropiado de fi guras que más bien pertenecen a otros sectores del ordenamiento (como el Derecho de las personas), y por último, la idea fuertemente arraigada en la comunidad jurídica de que es el Derecho supletorio de todos los otros, parte de la perfección que alcanzo en el Derecho romano (por tanto no es un mérito totalmente propio). Ver. Abruña Puyol, Antonio y Víctor Baca Oneto, Notas al curso de Derecho administrativo, pro manuscrito, p. 57.

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del único Derecho construido como sistema ordenado. Por eso, Santi Romano señala con bastante prolij idad que “un notable signifi cado es destacar el origen, al menos el origen probable, de las defi niciones corrientes de Derecho, defi niciones que han sido elaboradas o por las disciplinas de Derecho privado —que después las han impuesto a las demás—, o desde puntos de vista que no han alcanzado a superar los criterios propios de esas mis-mas disciplinas (…). Quien conoce el fatigoso pero importante camino de integración y corrección de conceptos, un tiempo exclusivamente propio del Derecho privado, que ha sido iniciado por los modernos iuspublicistas, fácilmente intuirá la necesidad de que se cumpla un procedimiento análogo en relación con la misma defi nición de Derecho que, conviene repetirlo, el Derecho público y la Filosofía del Derecho han modifi cado ad occhi chiusi dal diritt o privato”215.

Solo entendiendo que el abuso de derecho es una fi gura de base de toda la ciencia jurídica; aunque estudiada larga e inicialmente por la doctrina civilista216, debido a los impulsos de los franceses Josserand y Saleilles, que provocaron un fl ore-cimiento de esta teoría desde su afán –también querido por el Derecho público— de demostrar que no hay ningún derecho absoluto y que el ejercicio de éstos debe efectuarse en función del espíritu que anima a la propia norma; podremos examinar su introducción, correcta o no, en nuestro análisis. Y estimo, que la balanza de los argumentos expuestos se inclina hacia la dirección de considerarla una institución de carácter general, más, si su raigambre positiva es constitucional, pudiendo el De-recho administrativo echar mano de ésta cuando sea necesario

215 Romano, Santi, El ordenamiento jurídico, IEP, Madrid, 1963, p. 15216 Se encuentran antiquísimos antecedentes de esta concepción en la sen-

tencia de Paulo de que no todo lo lícito es honrado reproducida en las regula juris del Digesto.

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(en el presente caso ante la falta de reconocimiento expreso de la interdicción de la arbitrariedad), no cabiendo en lo absoluto su uso exclusivamente privatista (solo con mención y remarque en los derechos o facultades de los privados).

Como bien indicaba S. Martín-Retortillo, cuando comentaba la obra de Santi Romano, las construcciones jurídicas de validez general deben abarcar también “y con igual signifi cación el fe-nómeno jurídico-privado y el propio del Derecho público. Entre ambos fenómenos hay desde luego diferencias esenciales; no por ello, sin embargo, dejan los dos de integrar en su conjunto la realidad jurídica general”.217

La segunda interrogante que nos planteamos fue si los fi nes incluidos positivamente pueden ser extrapolados como fronteras para sujetar el ejercicio de las potestades públicas, es decir, si la aspiración que plantea y a la que quiere llegar la ley, puede convertirse en un rasero de juridicidad, en razón, de que el po-der otorgado por ésta no debe ser utilizado siguiendo motivos ajenos al fi n predeterminado por la norma218. La contestación frente a este requerimiento es sí. El Derecho administrativo reconoce comúnmente la presencia de una infracción de contenido teleológico de la ley, de carácter totalmente intrínseco (tanto que resulta obligatoria la confusión del fi n legal con el fi n del acto producido por la detentación de las potestades); irregularidad frente a la cual se debe dar respuesta correctiva mediante el instituto de la desviación del poder.219

217 Martín-Retortillo Baquer, Sebastián, “La doctrina del ordenamiento jurídico de Santi Romano y algunas de sus aplicaciones al campo del derecho administrativo”, en RAP, N.º 39, 1962, p. 46.

218 Cfr. Clavero Arévalo, Manuel Francisco, “La doctrina de los principios generales del derecho y las lagunas del ordenamiento administrativo”, en RAP, N.º 7, 1952, p. 101.

219 Ídem, p. 102.

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Con los dos ingredientes que ya hemos examinado resulta posible dar una respuesta fi able al tema de este acápite, y creo, que las posibilidades se acrecientan si ya algún autor, varios años atrás, había reconocido que la versión objetiva del abuso del derecho puede mantener un alto grado de efi cacia si se le relaciona con la desviación del poder, siguiendo una lógica del género a la especie, dado que no caben actos que sin suponer al segundo escapen del concepto defi nitorio del primero220. Si trasladamos esto en clave de potestad administrativa (y públi-ca) tendremos un verdadero utensilio para limitar su ejercicio mediante el elemento teleológico, a partir, de la idea genérica de establecer los casos en los que se atente contra el interés público específi co —y que a la sazón, vienen impuestos por la ley y el ordenamiento— desde el obrar administrativo dirigido sobre fi nes distintos a aquellos concretos atribuidos por la naturaleza y las condiciones del acto.

Mejor aún, como lo puntualiza S. Martín-Retortillo, “la Administración está obligada a realizar su actividad no solo respondiendo a un fi n público administrativo —lo que no sucede cuando obra por un fi n privado o por un fi n que aún siendo pú-blico no sea administrativo, como es el caso de la incompetencia absoluta—, sino que, dentro de tal concepto genérico, debe actuar precisamente el fi n específi co por el que le son concedidas las facultades determinadas que ejercita en el supuesto concreto. Ello signifi ca, por una parte, la más lógica acomodación del acto al ordenamiento jurídico general, y por otra, la posibilidad de una exacta valoración de la conducta administrativa en cuanto debe inspirarse en los principios lógicos que han de presidirla”221.

220 Cfr. Martínez Useros, Enrique, La doctrina del abuso del derecho y el orden jurídico administrativo, Reus, Madrid, 1947, pp. 16 y ss.

221 Martín-Retortillo Baquer, Sebastián, “La desviación del poder en el ordenamiento español”, en RAP, N.º 22, 1957, p. 137.

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El vicio que aparecería en la desviación del poder222 podría plasmarse como un amague, incumplimiento, descarte, cambio deliberado por otro (de corte público o privado), o cualquier otra modalidad atentatoria del fi n previsto positivamente, lo cual, permitiría la aceptación del abuso del derecho como una técnica preventiva o de alerta general (al poner en claro que no se tutela ni se defi ende desde el conjunto del Derecho aquellos actos del poder público que atacan o destruyen, en el caso con-creto, la fi nalidad normativa) y correctiva de carácter superior (que la volvería útil para luchar contra la arbitrariedad de las organizaciones del Estado, solo, si hábilmente se apoya en los hombros de la desviación del poder, colocándose en posición de un recubrimiento conceptual fi nal contra cualquier actuar irregular).

Sería deseable, como habíamos sustentado en el anterior acápite, tener reconocida la interdicción de la arbitrariedad en nuestro texto constitucional, o al menos, en la actualidad, debe-ría existir un manejo jurisprudencial más potente y garantista, como elemento principal de señorío y vigencia efectiva de nues-tro Estado de Derecho (y no tímidamente como una comparsa desprendida de cualquier otro instituto de mayor tradición o calaje conceptual). Creo que solo asumiendo esta fi gura europea, nuestro reconocimiento de la condena del abuso del derecho

222 El profesor Clavero Arévalo propone una sinergia entre la desviación del poder y los principios generales del Derecho que podría resultar alentadora para el Estado de Derecho, “Una construcción interesante sería el acercamiento de la doctrina de los principios generales del De-recho y la desviación del poder confi gurando como auténtico principio general del Derecho el que los administradores no pueden utilizar su competencia para fi nes distintos de los que la ley le impuso. Admitir la doctrina de los principios generales del Derecho implicaría en tal caso la desviación del poder”. Ver. Clavero Arévalo, Manuel Fran-cisco, Ob. cit., p. 104.

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adquirirá un sentido fi dedigno, ya que su aplicación construida sobre la base de la desviación del poder, tendría que ceder frente a la institución específi ca e idónea que tiene como misión básica el control exclusivo sobre toda actividad de cualquier poder público, desde la prohibición de la arbitrariedad. El abuso del derecho quedaría así, de nuevo, colocado en la posición de valor constitucional en la que siempre debe y deberá estar pero ahora unido a una técnica (principio o disposición directiva negativa según lo regulado por el futuro Constituyente) que soporta al Derecho y a todos los ciudadanos.

Pero hasta ahora, todo lo formulado es solo una deseable aspiración, tenemos que seguir dotando de herramientas de defensa a los que luchan contra de la arbitrariedad de la Ad-ministración Pública, al menos, desde lo que existe hasta el día de hoy. Y lo que tenemos, es la no protección constitucional del abuso de derecho puesta como una suerte de punta de lanza, en tanto, ésta incide, desde el pináculo del ordenamiento, sobre cualquier desviación del fi n normativa y expresamente impuesto a la organización administrativa en la concreta práctica de una potestad.

Si se desciende hacia la realidad del confl icto o la incer-tidumbre en la que se discuten posibles anomalías de origen administrativo que afectan los derechos de los administrados o el interés general, el carácter axiológico de nuestra cláusula deberá encontrar apoyo —para materializar sus efectos supe-riores— además de la desviación del poder, en las defi niciones contenidas en los artículos 43 y 45 de la CP que reglan a nivel máximo la forma de nuestro de Estado como uno de confi gura-ción social, democrática de Derecho y, respectivamente, el principio de legalidad (desde la positive bindung que obliga a los detentadores del poder a reconocer que ellos no son titulares de éste y que lo ejercitan con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen, cuestión que fácilmente se puede observar en

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las funciones del Presidente de la República previstas y descritas en los incisos 1, 8, 9 y 10 del artículo 118)223.

Estimo que las limitaciones jurídicas que atarían a los poderes públicos con la fi gura explicada, serían las más acomo-dadas a los institutos con los que contamos. Sin embargo, creo también, que solo podrían tener un lapso defi nido de vida útil, mientras se logra la implantación defi nitiva de la interdicción de la arbitrariedad en una futura reforma constitucional, pues, solamente ésta, es la que aseguraría un mejor panorama para lidiar contra el poder arbitrario y entregar el alma de razón que tanta falta hace a todas las organizaciones administrativas de nuestro Estado224.

223 Cfr. Abruña Puyol, Antonio y Víctor Baca Oneto, Notas al curso de Derecho administrativo, pro manuscrito, p. 70.

224 Cfr. Blanquer Criado, David, Ob. cit., p. 25.

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CAPÍTULO II

Estudio sobre la discrecionalidadadministrativa. Un concepto jurídico enel Estado social, democrático de Derecho

1. LOS PRESUPUESTOS A TENER EN CUENTA EN LA NOCIÓN DE DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA

No existe institución en el Derecho público que haya merecido tantas páginas y ardorosos debates como la discrecionalidad

administrativa. Como señalaba Gallego Anabitarte, refi riéndose a la calidad y cantidad de estudios alemanes sobre este punto (y a la fi gura que siempre aparece aparejada a nuestro objeto de estudio, el concepto jurídico o normativo indeterminado) que sería muy difícil poder condensar toda la riqueza, sutileza y matización de esta doctrina en un solo trabajo225. Más aún, con tanto escrito, resultaría —por decirlo menos— casi imposi-

225 Estas alusiones del autor aparecen en el prólogo del libro de Mozo Seoane, Antonio, La discrecionalidad de la administración pública en España. Análisis jurisprudencial, legislativo y doctrinal 1894-1983, Montecorvo, Ma-drid, 1985, p. 19. También reconoce esta difi cultad en la doctrina peruana: Baca Oneto, Víctor, Los actos de gobierno. Un estudio sobre su naturaleza y régimen jurídico, Ob. cit., p. 134.

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ble poder plantearse alguna refl exión completamente original sobre la institución, pero creo, al igual que Desdentado, que la discrecionalidad se ha convertido en un tema inacabado, inaca-bable, apasionante y confuso como él solo, que obliga a un gran esfuerzo de extracción y comprensión226.

Además, estudiar esta fi gura tiene un par de ventajas adi-cionales, por un lado, permite comprender la esencia misma del actual avance del Estado social, democrático de Derecho —punto que ya hemos tratado antes con alguna amplitud— y por otro, es sumamente valiosa para examinar la posición constitucional de todos los poderes públicos (y en especial de la Administra-ción) a partir de las labores encomendadas a cada uno en pos de salvaguardar el interés general.

El impulso de la razón y la prudencia me obligan a que el próximo recuento de polémicas —materias que serán la base y cuerpo de nuestro trabajo— sea modesto, buscando solo entregar la matriz de las más signifi cativas, a fi n de extraer los elementos problemáticos comunes que permitirían ir moldeando una posición personal. Por tanto, no escudriñaré en pequeños detalles, ni análisis que desciendan a la esencia de cada escuela propulsora, y menos, me centraré en escribir páginas farragosas de datos históricos. Intentaré esbozar solo los grandes segmentos dogmático-jurídicos de cada cuestión, con apoyo en los argu-mentos de sus propulsores más resaltantes.

Sin embargo, sí debo dejar en claro que las tesis que se revisarán a continuación giran alrededor de una fi gura jurídica, es decir, son análisis de una institución que merece atención, y por ende, un régimen propio desde la ciencia jurídica, en razón, de que cualquier concepción sobre el Estado de Derecho —in-

226 Cfr. Desdentado Daroca, Eva, Discrecionalidad administrativa y planea-miento urbanístico. Construcción teórica y análisis jurisprudencial, 2da. ed., Aranzadi, Pamplona, 1997, pp. 33-34.

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cluso la más estricta— la acepta y considera válida, ya que no pueden existir supuestos legales sufi cientemente detallados en todos los sectores de actuación donde pueda incidir la norma (sobre todo en las llamadas relaciones especiales de sujeción, o, en concreto, en las relaciones especiales jurídico-administrativas, según términos alemanes)227.

Estamos, en consecuencia, fuera del campo de la prohibida y siempre extirpable arbitrariedad228, porque la discrecionalidad

227 El profesor Gallego Anabitarte, siguiendo la doctrina alemana, estudió el concepto de las relaciones especiales de sujeción indicando sus notas ca-racterísticas comunes —aparecidas en el caso específi co con distinta intensidad— a saber “acentuada situación de dependencia, de la cual emanan determinadas obligaciones, estado general de libertad limi-tada, existencia de una relación personal, imposibilidad de establecer de antemano extensión y contenido de las prestaciones, así como la intensidad de las necesarias intervenciones coactivas en la esfera de los afectados, el hecho de que el individuo tiene que obedecer órdenes, las cuales no emanan directamente de la ley, el hecho de que esta situación se explique en razón de un determinado fi n administrativo, la alusión a un elemento de voluntariedad en dicha situación de sometimiento, el admitir, ex-presa o tácitamente, que la justifi cación de dicha relación se encuentra en la necesidad de una efi ciencia y productividad administrativa”, señala como sectores sometidos a estas características, según lo dispuesto por la GG, a “la situación del funcionario (art. 33, IV y V; art. 37, I, GG), la situación del militar (art. 17a, I, GG), la situación del escolar y del estudiante (art. 7, GG) y la situación del preso, la libertad vigilada (policial, fi scal), la relación con establecimientos de benefi cencia y sanatorios de tipo obligatorio”. Ver. Gallego Anabitarte, Alfredo, “Las relaciones especiales de sujeción y el principio de legalidad de la administración. Contribución a la teoría del Estado de derecho”, en RAP, N.º 34, 1961, pp. 25-26 (la cursiva es nuestra).

228 Existe una bien lograda explicación histórica de Mozo —tomada del avance del contencioso administrativo español del siglo XIX— sobre el concepto que iguala a la discrecionalidad con falta de regulación norma-tiva (lo cual deja más cerca a nuestra noción de la arbitrariedad). Decía el autor, refi riéndose a una teoría aparecida en la Ley de 1888 (denominada también Santamaría de Paredes) y que demoró mucho en extinguirse

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no permite el ejercicio de una potestad que ponga a la organi-zación administrativa por encima o delante del Derecho229; por el contrario, nos acercamos a un conjunto de ideas que buscan separar nuestra fi gura de todo aquello que es sancionado o prohibido por el ordenamiento (o el Poder Judicial), pues, si algo debemos hacer de cara al presente, es indagar y encontrar

en el Derecho español, que: “La discrecionalidad, concepto inseparable de lo reglado, ofrece, por su falta de clarifi cación legal, mucho mayor interés científi co. Lo discrecional es, en la mente del legislador, lo con-trapuesto a lo reglado, esto es, lo que no está sometido a normas, reglas ni condiciones, quedando así a la libre apreciación administrativa (…) la doctrina jurisprudencial repite una y otra vez, al enjuiciar cuestiones que aparecen como pertenecientes a la potestad discrecional, que ello resulta de la ausencia de reglas a que haya de someterse la apreciación administrativa (…). Allí donde no hay ley, reglamento u otro precepto administrativo, la Administración se nos presenta desligada de cualquier atadura en su actuación libérrima, como tantas veces se nos dice, sometida sólo a su propio juicio”. Ver. Mozo Seoane, Antonio, La discrecionalidad de la administración pública en España. Análisis jurisprudencial, legislativo y doc-trinal 1894-1983, Montecorvo, Madrid, 1985, p. 96 (la cursiva es nuestra). Esta dicotomía entre lo reglado y discrecional, que para nada puede ser aceptada en la actualidad, es aún profusamente recogida en la doctrina latinoamericana “El poder discrecional consiste, pues, en la libre apre-ciación dejada a la Administración para decidir lo que es oportuno hacer y no hacer. Se concibe por lo tanto como la facultad de obrar libremente (…) sin que su conducta esté previamente determinada por la regla de Derecho. Hay competencia reglada, por el contrario, cuando la norma jurídica impone al poder público la decisión que se tome, en atención a la existencia de ciertos requisitos que ella establece (…). El control de legalidad recae sobre el aspecto reglado del acto o actuación de la Administración. En su aspecto discrecional no es susceptible de control alguno. Donde existe, no puede haber control de legalidad, quedando, por otra parte, excluido el control de oportunidad”. Ver, Pierry Arnau, Pedro, “El control de la discrecionalidad administrativa”, en RCHD, vol. 11, N.º 2-3, 1984, p. 480.

229 Cfr. Cea Egaña, José Luis, Ob. cit., p. 13.

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el preciso rumbo constitucional, que le permita incluir (impe-rativamente) sus límites y el control judicial de su práctica230.

Pero ¿cuál sería la razón de fondo para estimar que la dis-crecionalidad es una fi gura jurídica? Creo, que la respuesta salta a la vista. Además, de ser una actividad sub-constitucional231, perfecta y forzosamente controlable por los tribunales, ésta pro-viene de una potestad o “facultad jurídica y no de hecho, porque está prevista, tasada y controlada por la misma ley que la otorga o por el contexto del ordenamiento jurídico. De manera que la discrecionalidad no supone ausencia sino que, todo lo contrario, presencia de ley de la cual ella emana”232.

Sin embargo, estas declaraciones y nociones generales no resuelven en lo absoluto todo el problema de la discrecionalidad, por el contrario, nos sumergen en el frondoso y complicado camino de las explicaciones de este fenómeno.

Debemos partir entonces desde un punto seguro y harta-mente verifi cable: la ley. Es en ella, en la que se dan casos —muy frecuentes— de falta de consistencia normativa, que determinan la imposibilidad de conectarla con la realidad (impedimento para

230 Cfr. Beltrán de Felipe, Ob. cit., pp. 49-50. Me parecen destacados los argumentos extraídos de la doctrina alemana (Forsthoff ) e inglesa (Wade y Forsyth) que el autor presenta en este punto, a la sazón, una de las formas de defi nir la discrecionalidad que tuvo un sector de la doctrina, a partir de denunciar cualquier tipo de construcción que viera a ésta como ilimitada o incontrolable desde la labor de los jueces.

231 Por eso, es perfectamente claro que las potestades discrecionales “no pueden tener validez alguna cuando aquellas sobrepasan o desbordan la Constitución Política de la República, peligro que se hace efectivo cuando el ejercicio de una atribución discrecional, que ha sido conferida por la ley, atropella o desconoce la esencia de las libertades y derechos que la Constitución asegura todas las personas”. Ver. Caldera Delgado, Hugo, “Límites constitucionales de la discrecionalidad administrativa”, en RCHD, vol. 16, N.º 2, 1989, p. 424.

232 Cea Egaña, José Luis, Ob. cit., p. 12.

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regular) debido a dos problemas puntuales que reseñaremos a continuación. En primer término, la no determinación de “la extensión y contenido de las respectivas prestaciones, así como la intensidad de las posibles intervenciones en la esfera de los afectados, es decir, cuando entra en juego la llamada imprevisi-bilidad. La segunda complicación se da cuando dicha regulación produzca una considerable pérdida de efi ciencia y productividad de la Administración”.233 En otras palabras, en ambas situaciones, la legalidad aparecería como infructuosa debido a que “una realidad objetiva impide su realización, y esto es única y exclusi-vamente cuando la multiplicidad y disparidad de las situaciones de hecho a tipifi car permite hablar de una imprevisibilidad”234, y en orden secundario, porque realizarla conllevaría la pérdida considerable de elasticidad administrativa para responder a la vorágine de la realidad.

Es en estas condiciones cuando aparecen —por obra y gra-cia del legislador— las cláusulas generales, los conceptos jurídicos indeterminados y las habilitaciones a favor de la Administración con poderes discrecionales, como medios cotidianos de cubrimiento de los no pocos requerimientos de regulación en varios sectores de la realidad; en todos los casos, al menos, desde grandes marcos generales en los que se fi jen las modalidades de actuación, lí-mites, vinculación a los derechos de los administrados y fi nes; elementos que por cierto, jamás deberán ser dejados en la mano subjetiva del poder público (de la Administración), porque, allí si que, —bajo la desnuda voluntad de éste— se pondría en serio riesgo la esencia limitadora del Estado de Derecho y del principio de legalidad235.

233 Ídem, p. 48234 Ibídem.235 Cea Egaña, José Luis, Ob. cit., pp. 50-51.

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Como se puede ir advirtiendo de las últimas explicaciones, el centro de gravedad de la defi nición de la fi gura que poda-mos asumir, deberá mirar, de manera obligatoria y detenida, la labor bastante particular que realiza el legislador al momento de atribuir las potestades discrecionales a las organizaciones administrativas, punto, que por cierto, fue descuidado en varios trabajos de la doctrina —sobre todo los publicados en nuestro idioma—236 ya que muchos de ellos centraron sus esfuerzos en tratar de explicar las formas y posibilidades de la fi scalización judicial de los actos producidos en relación con este tipo de po-deres jurídicos, “relegando a un plano secundario la faceta de la discrecionalidad como forma de articulación entre el Poder Legislativo y la Administración Pública”237.

Esta disparidad de tratamiento puede verse refl ejada níti-damente en la polémica que mantuvieron Parejo y Fernández Rodríguez, cuando el primero de los autores señalaba la falta de atención doctrinal sobre “lo que debía ser tenido realmente por competencia para decidir discrecionalmente (…). Pues es en este terreno, solo aparentemente bien trabajado por la doctrina y la jurisprudencia, donde reside la clave de los límites reales del control judicial y puede proseguirse la labor de afi namiento de éste”238.

A su turno, Fernández Rodríguez hacia mención, en soledad, a la necesidad de dotar a la jurisdicción contencioso-administrativo de un molde subjetivo y no únicamente revisor

236 Sin embargo, la doctrina mayoritaria sí fue clara en reconocer que estas potestades eran habilitadas directamente por el ordenamiento y “no mediante actos jurídicos determinados. La potestad es siempre la deriva-ción de un status legal”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 445.

237 Magide Herrera, Mariano, Límites constitucionales de las administraciones independientes, 1ra. ed., INAP, Madrid, 2000, p. 248.

238 Parejo Alfonso, Luciano, Ob. cit., p. 117 (la cursiva es nuestra).

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o de mera legalidad efectiva, a fi n de tornarla en un mecanis-mo “de efectiva tutela de derechos, los del recurrente y los de la Administración entre sí confrontados (…). Esos derechos e intereses legítimos son los que acotan su ámbito y los que, al propio tiempo, delimitan el campo de actuación del juez (…) el juez no tiene otra herramienta que el Derecho y no puede llegar, por tanto más allá de donde el Derecho le permita. Sobra ad-vertir que el Derecho no dice, ni puede decir en abstracto, cuál es la alternativa más racional de las posibles (…). Si se razona ab casus y no en abstracto, desde el suelo mismo de la realidad, como está obligado a hacer todo jurista positivo o, para ser más exacto, todo jurista a secas, el problema se ve de un modo muy distinto. La cercanía permite contemplar con nitidez los perfi les de la realidad, que desde las alturas de la Constitución quedan ocultos”239.

Por eso, las reformulaciones desde los parámetros normativos y enlaces que éstos permitan al control judicial, serán parte de la defi nición anhelada por este trabajo, pues, nuestro concepto debe encontrar un lugar exacto de manifestación en la norma jurídica, ya que a “ésta hay que acudir para tratar de descubrir las formas en que, primariamente, aparece aquella, si es que existen tales for-mas y en la medida en que puedan identifi carse como expresiones indudables de otorgamiento de poder discrecional a favor de la Administración”240.

Para lograr este cometido, hace falta recoger una posición básicamente positiva, que involucre forzosamente el margen o libertad permitida y asegurada por el legislador a la Adminis-tración, antes que una visión negativa; la cual, en suma, termina por no puntualizar la amplitud de la noción de nuestro instituto,

239 Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., pp. 174-176 (la cursiva es nuestra).

240 Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., pp. 355-356.

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confi nándolo meramente al estudio de las carencias o indetermi-naciones de las normas que contienen las pautas de fi scalización contencioso-administrativa y a los límites intrínsicos de ese con-trol jurídico, aplicados, sobre este margen o ámbito de libertad de actuación administrativa241.

Entonces, la habilitación normativa de competencias dis-crecionales y los métodos para el censo judicial de éstas —sin dejar de reconocer su importancia— desunidas del análisis sobre la propia densidad de la correspondiente norma, no permiten alcanzar una explicación certera y completa de la institución, siendo imperioso que “el método científi co para comprender el fenómeno (…) sea capaz de contestar a la pregunta de cómo se manifi esta normativamente tal facultad, cuando una norma atribuye un poder discrecional. La discrecionalidad es un proble-ma estricto de relación norma jurídica-Administración Pública (principio de juridicidad)”242.

Por otro lado, entiendo y asumo que en todo acto discre-cional, como administrativo que es, existen elementos reglados

241 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Ob. cit., p. 27. Tornos Mas también subraya esta labor esencial del legislador frente a la discrecionalidad, señalando que “el legislador debe reducir la discrecionalidad de la Administración Pública fi jando los fi nes, indicando los órganos competentes, defi niendo los poderes que se atribuyen, sus límites y los efectos de los actos dictados en base a los mismos, e imponiendo unos criterios directivos. En defi nitiva, la garantía de los ciudadanos no es ahora el contenido material de un derecho que la Constitución reconoce y que debe respetarse, sino la determinación de que se persiguen fi nes de interés general causando los menores per-juicios a los administrados, a través de unos procedimientos y con una organización que el legislador se ha encargado de pre-confi gurar”. Ver. Tornos Mas, Joaquín, La relación entre la Ley y el Reglamento reserva legal y remisión normativa, Ob. cit., p. 499.

242 Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., p. 53.

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(sujetos, causa, contenido, fi n, procedimiento)243. Entonces, no cabe aceptar postulados que intenten defi nir la discrecionalidad tratando de aislar los elementos del acto administrativo de uno y otro corte, como verdaderas piezas para armar una irreal dico-tomía, un burdo dualismo244 de conjuntos de actos discrecionales versus agrupaciones de actos reglados.

La anterior situación se debió esencialmente al desarrollo del control jurisdiccional “que al operar ex post facto, sobre re-soluciones ya producidas, se centra en indagar en qué parte de la actuación administrativa radica la discrecionalidad, contra-poniéndose así dialécticamente al acto discrecional en bloque (que

243 Decía García de Enterría y Fernández Rodríguez al respecto que “puede decirse que son cuatro por lo menos los elementos reglados por la ley en toda potestad discrecional y que no pueden dejar de serlo: la existen-cia misma de la potestad, su extensión (que nunca podrá ser absoluta, como ya sabemos), la competencia para actuarla, que se refi ere a un ente y —dentro de éste— a un órgano determinado y no a cualquiera, y, por último, el fi n, porque todo poder es conferido por la ley como instrumento de obtención de una fi nalidad específi ca”. Ver. García de Enterría, E., Martínez-Caralde, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 456. La dicotomía que contrapone a lo discrecional y lo re-glado tiene como antecedentes, en España, a tramos enteros del siglo XIX, anteriores a la aprobación de la Ley Santamaría de Paredes, lapsos, durante los cuales se discutió y aceptó que la primera de las formas de actuación administrativa debía ser, por razones más bien procesales, “li-bre, desprovista de cualquier freno e independiente de todo otro poder, para poder atender las necesidades generales allí donde se produzcan (…) el criterio de distinción entre lo discrecional-reglado, como tal, era el imperante en la época, según vimos, y con su buena historia de elabo-ración a cuestas; asumirlo legalmente, por tanto, nada tiene de extraño, porque constituía la base, efectivamente, de la impugnabilidad de las actuaciones administrativas; pero la ley poco más hizo que adoptarlo y echarlo a rodar por el mundo jurídico de la vida administrativa”. Ver. Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., pp. 96 y ss.

244 Así cataloga Gallego Anabitarte a estas construcciones doctrinales. Ver. Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., p. 26.

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realmente nunca existe pues la competencia para dictarlo, el procedimiento a seguir y, más tarde, el fi n a satisfacer siempre estarán predeterminados legalmente) frente al acto con elementos reglados y, eventualmente discrecionales”245.

Debo aclarar como última cuestión preliminar, antes de proseguir con la presentación de la noción, que lo que llamamos márgenes amplios o ámbitos de libertad en la aplicación del poder discrecional, debe entenderse en un sentido metafórico puesto que la fi gura es un dato proveniente del ordenamiento positi-vo —como ya demostramos en el procedimiento de atribución normativa de potestades discrecionales— y no uno anterior a éste, como, en sentido contrario, si ocurre con los derechos

245 Ídem, pp. 52-53. En la doctrina de nuestro continente han aceptado este punto Cea Egaña, José Luis, Ob. cit., p. 12; y Pierry Arnau, Pedro, Ob. cit., p. 480. Este último, sin embargo, presenta un serio error al patrocinar que solo puede controlarse desde la legalidad “el aspecto reglado del acto o actuación de la Administración. En su aspecto discrecional no es susceptible de control alguno”. Esta división inaceptable, vuelve al mismo punto que criticamos, intenta defi nir la discrecionalidad desde los elementos del acto, y sobre todo, utiliza otro tema francamente im-posible de sostener, el posterior control judicial que pueda surgir sobre éste, dependiendo si es o no discrecional. Considero que dos serían las razones para rebatir esta última postura, apoyándome en Desdentado, “En primer lugar, porque la ausencia de control judicial de determinados actos o actividades administrativas puede no deberse a su carácter dis-crecional. Puede que legalmente se sustraigan al control de los tribunales determinadas actividades regladas sin que ello pueda considerarse, claro está, como verdaderamente discrecionales (…). En segundo lugar, porque esta concepción de la discrecionalidad administrativa se basa en la idea de que el juez tiene un poder creador, un poder de decisión, de normación, en un sentido fuerte, que le permite confi gurar mediante su sola voluntad el ámbito de legalidad y de la discrecionalidad. Esta idea resulta inadmisible en un Estado de Derecho y en una sociedad democrática, en la que sin duda no es ésta la función atribuida al juez”. Ver. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 56.

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constitucionales que llevan inherentemente todas las personas en su condición de tales246.

Por tanto, cuando alegamos a la libertad no nos referimos para nada a una paridad de naturalezas entre los poderes públicos y las personas (naturales o jurídicas), que lleve a la posibilidad de que los primeros puedan ser titulares de algu-nos derechos fundamentales; discusión que, aunque pueda tener defensores en ambos lados de la orilla, lentamente se ha ido decantado por la negación de que éstos puedan disfrutar de derechos, más bien sobre ciertos ámbitos que pudieran ser susceptibles de protección —como las autonomías y algunas realidades procesales— deben aparecer los efectos tuitivos de las garantías institucionales247.

Me inclino a pensar en tres argumentos de fondo para negar los derechos de los poderes públicos:a) Primero, los derechos son la proyección jurídica, en dife-

rentes aspectos, de la dignidad humana; es más, este valor supremo que preside y es anterior al ordenamiento, es el presupuesto ontológico común del que solo las personas y sus formas creadas para colectivizar sus voluntades pueden ser exclusivamente partícipes248.

b) Luego, el origen posterior de los poderes públicos como organizaciones creadas por el ordenamiento para servir al ser humano —como es el caso de la Administración Pública a través de su objetivo, aunque no exclusivo, de salvaguardar diferentes intereses ajenos— plantea una enorme diferencia, ya que ellos tienen competencias, atribuciones, una especie

246 Cfr. Baca Oneto, Víctor, Ob. cit., p. 135.247 Cfr. Abruña Puyol, Antonio y otros, “Algunas ideas para el estudio de

la autonomía universitaria en el Ordenamiento peruano”, en RUDEP, vol. 1, 2000, p. 19.

248 Cfr. Castillo Córdova, Luis, Comentarios al Código Procesal Constitucional, tomo I, Palestra Editores, Lima, 2006, pp. 32-33.

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de poder juridifi cado puesto a su disposición como mecanis-mos necesarios para conseguir los fi nes públicos decretados por la norma. Por eso, bajo los lineamientos de esta división encajarían las garantías institucionales, como un medio de refuerzo para proteger las potestades que detenta un poder público, impidiendo que otra institución de condición simi-lar la prive de estas atribuciones, y con ellas, de su esencia y reconocimiento249.

c) Finalmente, la libertad de la Administración proveniente de la potestad discrecional es muy distinta a la originada en el principio de la autonomía de la voluntad prevista para los privados, ya que esta última, como indicaba Clavero, “supone libertad de actuación en lo no prohibido por la ley, aquella supone libertad de actuación cuando la ley autoriza dicha libertad. La autonomía de la voluntad y la potestad discrecional suponen, ambas, el reconocimiento de un margen de libertad en el ordenamiento jurídico, pero, mientras aquella se reconoce por vía general, salvo, en los casos prohibidos, la potestad discrecional se va concediendo en forma dosifi cada para cada caso concreto. La potestad discrecional no supone una facultad amplia y general de la que el administrador puede usar siempre que no se encuen-tre prohibiciones legales”250.

249 Cfr. Abruña Puyol, Antonio y otros, “Algunas ideas para el estudio de la autonomía universitaria en el Ordenamiento peruano”, en RUDEP, 2000, p. 24.

250 Clavero Arévalo, Manuel Francisco, Ob. cit., p. 89. En ese sentido, es interesante recordar que “la discrecionalidad, frente a lo que pretendía la antigua doctrina, no es un supuesto de libertad de la Administración fren-te a la norma; más bien, por el contrario, la discrecionalidad es un caso típico de remisión legal: la norma remite parcialmente para completar el cuadro regulativo de la potestad y de sus condiciones de ejercicio a una estimación administrativa”. Ver. García de Enterría, E., Martínez-

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2. EL CONCEPTO DE DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA QUE SE DEFIENDE

En la dogmática administrativista alemana del siglo pasado se cimentó la posición que ponía especial atención a la relación entre el Poder Legislativo y la Administración Pública, como núcleo y elemento defi nitorio clave de la discrecionalidad ad-ministrativa. Esta tesis propugnada, entre otros, por Bullinger, es recogida en nuestro idioma de manera matizada, en épocas más cercanas, por Magide en España y Baca en Perú, desde la defi nición que la muestra, en sentido extenso, como “el margen de libertad que se deriva para la Administración Pública cuando su actuación no está completamente predeterminada por una ley ni puede ser revisada totalmente por un tribunal”251.

Sobre esta postura, señalaba Desdentado que con ella “se pretende retomar un sentido originario, propio de la segunda mitad del siglo XIX, de la discrecionalidad como esfera libre frente al juez y al legislador y se opone a la tendencia de después de la Segunda Guerra Mundial que consideró esta concepción de la discrecionalidad contraria a la existencia de un Estado de Derecho, en el que la Administración ha de estar vinculada posi-tivamente por la ley y controlada por los tribunales con las menores lagunas posibles”252.

Caralde, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodrígue, Ob. cit., pp. 455-456.

251 Bullinger, Martín, “La discrecionalidad de la administración pública: Evolución, funciones, control judicial”, en La Ley, N.º 4, 1987, pp. 896 y ss.

252 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 57 (la cursiva es nuestra). Me in-teresa resaltar la última parte de la cita, porque la posición de Bullinger sobre la discrecionalidad administrativa que propugno, encaja con la idea, expresada en el capítulo pasado, de que la vinculación positiva a la norma debe coexistir con una vinculación, igualmente válida y constitucional, menos atosigante y detallista, que más bien, se centre en regular los grandes aspectos esenciales de la realidad, y, que deje en

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Las explicaciones que puedan surgir alrededor de esta formulación, determinan una composición mínima de la discrecionalidad, al menos, integrada por dos ingredientes conceptuales esenciales e íntimamente ligados en primer tér-mino, debe ser vista como un fenómeno de naturaleza bifronte de perfecta correspondencia entre los poderes públicos invo-lucrados, conformado, a su vez, en su interior por un margen de independencia administrativa aplicable a las relaciones que surjan entre ésta y los Poderes Legislativo y Judicial.253 Ambos caracte-res permiten una serie de cuestiones favorables, incluso para la implantación y reconocimiento constitucional de la institución estudiada, aunque si debo ser claro en señalar que son nociones que colisionan directamente con posturas de amplio arraigo y cercanamente divulgadas, así que se hace necesario abordar, primero, las bondades de la posición defendida, y luego entrar al análisis de otras formas de defi nición presentadas en la doctrina del Derecho administrativo.

La descripción bifronte nos lleva, como primer e indispensa-ble replanteamiento, a dirigir todas las miradas hacia el trabajo del legislador, antes, que a cargar toda la responsabilidad del control administrativo al juez, ya que será este primer poder público, al conceder potestades discrecionales y un ámbito rela-tivo de libertad a la Administración, el que termine limitando o ampliando, intensifi cando o haciendo decrecer, las posibilidades de censo del Poder Judicial. Por eso, los resultados ocasionados desde la tarea de control judicial del ejercicio de las potestades discrecionales, tendrán directa relación con el previo trabajo de atribución de poderes hecho por el legislador, puesto que “el juez contencioso-administrativo puede (y debe) llegar a la conclusión

manos de la Administración —con libertad, en el sentido impropio que hemos explicado— las materias secundarias o de concreción.

253 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 248.

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de que la escasa densidad normativa con la que el legislador ha programado la actuación administrativa impugnada le impide fi scalizarla con la intensidad propia de una tutela judicial efec-tiva (…), la densidad de la programación legal de la actividad administrativa determina —de forma mediata o refl eja— la intensidad de su control jurisdiccional”254.

Por tanto, el concepto de discrecionalidad aquí defendido es una operación de puesta en valor —como eje medular— de la relación legislador-organización administrativa, que nada tiene que ver con la implantación de dos espacios o márgenes coincidentes o intercalados, acumulativos o alternativos255, que van apareciendo, como planteaba Galligan en su central sense of discretionary power, de la unión de dos variantes marcadamente separadas, por un lado, una norma que le otorga libertad a una autoridad administrativa para adoptar una decisión, y por otro, el respeto y la actitud que los jueces (y otros poderes) deben tener en favor de ese ámbito256, y bajo las cuales solo “cuando

254 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 105-106.

255 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 251.256 Cfr. Galligan, Denis, Ob. cit., pp. 20-33. Esta postura ha sido criticada por

dos autores españoles: Desdentado y Magide. Por su lado, Desdentado ha señalado que “el problema de esa concepción de la discrecionalidad administrativa, sobre todo en su versión francesa, radica, en mi opinión, en que al introducir como factor confi gurador de la potestad discrecional al control judicial, impone una visión ex post que impide un adecuado análisis del problema del control de las potestades discrecionales de la Administración. De acuerdo con esta visión ex post los contornos del poder discrecional dependen de la política seguida por los jueces administrativos, con lo que no resulta posible analizar el carácter de determinadas potestades discrecionales que deberían limitar el control judicial”. Ver. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp. 61-62. Por su lado, Magide crítica la posición anterior, retomando el camino de la defensa de la relación entre el legislador y la Administración como el núcleo de

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ambas variables confl uyen de tal forma que queda un ámbito reconocido a la Administración para la adopción de decisiones fi nales existe discrecionalidad en un sentido central”257.

Tampoco defi endo la implantación de una tercera vía, como han esbozado muchos258, en la que se ponga especial énfasis solo

la discrecionalidad administrativa, a partir de señalar que “En realidad, al menos en lo que Galligan respecta, el problema de su concepción de la discrecionalidad no es que haga depender sus contornos de la voluntad de los jueces, porque no considera que éstos sean libres para controlar a su antojo el ejercicio por parte de la Administración de sus facultades discrecionales (…) sino que su planteamiento oscurece el hecho de que la discrecionalidad surge de la remisión que el legislador hace a la Administración, y que las limitaciones del control judicial de la discrecionalidad son proyecciones de dicha remisión”. Ver. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., pp. 251-252.

257 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., 1997, p. 61.258 Entre otros, Fernández Rodríguez es él que más ha centrado su posi-

ción de la institución en función del control judicial plenario de ésta mediante el test de razonabilidad, la interdicción de la arbitrariedad, la aplicación efectiva de la tutela judicial efectiva, entre otros ingre-dientes. Ver. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., pp. 27 y ss. En otra obra, la del actual Magistrado del TC Delgado Barrio, se nota la atención exclusiva que ha tenido la jurisprudencia del TS para concretizar los contornos del ejercicio de la potestad discrecional (urbanística en el caso del trabajo comentado) y sus correspondientes técnicas de control, pero, no se muestra en ningún resquicio, la revi-sión de la faceta entre el legislador y la Administración, tan importante para la fi gura como se revisará en el párrafo principal. Para mayor ahondamiento, una cita, de la primera parte del estudio, puede probar lo comentado: “Y ya con base general indicada, las líneas que siguen, con una referencia a los elementos reglados de la potestad de planeamiento y especial examen de su motivación, tiene por objeto exponer lo que en el campo de la jurisprudencia es el control del planeamiento por parte de los ciudadanos, de las Comunidades Autónomas y, en último término, de los tribunales”. Ver. Delgado Barrio, Javier, El control de la discrecionalidad del planeamiento urbanístico, 1ra. ed., Civitas, Madrid, 1993, p. 26 (la cursiva es nuestra).

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a una de las dos facetas, sin tomar en cuenta las implicancias, y a veces, el carácter principalísimo que puede tener el ámbito no previsto o dejado de analizar. Menos, puedo propugnar una teoría difusa que intente proponer como fuente de la discrecionalidad y sus límites al conjunto del ordenamiento (a todo el Derecho)259 —volveríamos forzosamente a la pregunta ¿cuál es el segmento normativo exacto en el que encontraríamos la solución en un caso concreto?— que no prevea que la norma habilitante es la clave única que permite discernir si se han entregado estos poderes a la Administración, cómo han sido posibilitados para su ejercicio, y si, fi nalmente, recoge algunos supuestos en los que pueda com-primirla, debido a la limitación del número de alternativas entre las que la Administración puede elegir, o, incluso, reducirla a cero —según términos extraídos de la doctrina alemana— debido a la disminución de alternativas a una sola260.

Un ejemplo extraído del Derecho español, y, que, también aparece en nuestra realidad, referido a la declaración adminis-trativa que califi ca como histórico a un bien, sometiéndolo a un régimen diferenciado de protección, nos puede dar mayores luces al respecto. No tendría sentido, ni la valoración de las ca-racterísticas del bien, ni el enjuiciamiento técnico de la realidad, realizados con fuertes y variables dosis de libertad administrati-va, si es que previamente no se revisa la norma habilitante que permite el ejercicio de estas potestades. Tampoco, se podría explicar este tipo de discrecionalidad técnica y las peculiarida-des aparecidas en su práctica, tales como la transformación de potestades teóricamente regladas, que “en su ejercicio adquieren extraordinario parecido con aquellas auténticamente discrecio-nales y en las que resulta, además, forzosa distinguir grados o

259 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 82.260 Ibídem.

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medidas de libertad administrativa261 diferentes en función de la naturaleza y características del bien sobre el que se proyecte la correspondiente declaración, el nivel de desarrollo de las ciencias (…) y la propia conciencia social en torno a lo que es lo que deba protegerse en cada momento histórico”262; si es que previamente no se examina la insufi ciencia e indeterminación de la estructura de la norma jurídica pertinente.

En defi nitiva, lo que si patrocino (y lo vuelvo a repetir) es que la discrecionalidad administrativa tiene como parte nuclear a “la relación entre el Poder Legislativo y la Administración, siendo las limitaciones a la intensidad del control jurisdiccional de la actuación administrativa discrecional proyección de ese núcleo”263, en razón, de que la estructura normativa generada por el primero, condiciona completamente su proceso de razona-miento en la interpretación, y con él, los niveles de intervención, legitimidad y límite de la fi scalización judicial basada (exclusi-vamente) en este razonamiento jurídico.

La remisión parcial hecha por el legislador a la Administra-ción para contribuir en el paulatino proceso de determinación del interés general, desde la ponderación de diversos intereses colectivos o privados enfrentados, o, desde, los que simplemente se presentan en el caso específi co264 —operación que es reco-nocida incluso por algunos autores lejanos a esta posición—265

261 Cfr. Barrero Rodríguez, María Concepción, “Discrecionalidad ad-ministrativa y patrimonio histórico”, en Hinojosa Martínez E. y N. González-Deleito Domínguez (coord.), Discrecionalidad administrativa y control judicial. I Jornadas de estudio del Gabinete Jurídico de la Junta de Andalucía, Civitas, Madrid, 1996, p. 297.

262 Ídem, pp. 297-298 (la cursiva es nuestra).263 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 252.264 Ibídem.265 Cfr. García de Enterría, E., Martínez-Caralde, Eduardo y Tomás-

Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 455-456. Aunque se encuentra

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deberá ser puesta en marcha siguiendo los límites constitucio-nales establecidos para la atribución legislativa (no es ésta, en consecuencia, una actividad libre del legislador).

Por otro lado, considero que es esencial determinar la ubicación de los ámbitos donde operaría nuestra figura en la estructura lógico-formal de la norma jurídica, sobre todo para señalar y mostrar (de manera coherente) el tronco doctrinal que este trabajo ha seguido. Y, creo que la discrecionalidad administrativa se generaría tanto en la indeterminación de los supuestos de hecho (la Administración Pública tendría en ellos verdaderos márgenes de decisión y no solo de operación interpretativa)266 como en la imprecisión de las consecuencias jurídicas267.

Debe indicarse que esta doble ubicación normativa de la discrecionalidad se denomina teoría unitaria, y tiene al profesor

parcialmente alejado a la postura de los dos profesores citados, Mozo Seoane asume el valor fundamental de la remisión hecha por el legislador a favor de la Administración, con las siguientes palabras: La facultad discrecional de la Administración exige algo más; en efecto, es cierto que para la existencia de discrecionalidad se requiere que la norma de atribución no determine con toda precisión, o no concrete hasta sus últimos límites, la idea de los intereses generales a los que aspira a dar satisfacción (…). Es necesario, pues, que no agote, o que no señale taxativamente la concreción que, para un supuesto abstracto, reclame el interés público, pero no es sufi ciente; deberá, además, remitir de ma-nera expresa al criterio de la Administración ejecutora la fi jación de lo que, en cada caso, mejor convenga al interés general previsto legalmente; esto es, no hay potestad discrecional más que allí donde la norma explícitamente autoriza al órgano administrativo a que sea él quien rellene el contenido concreto del interés general imprecisamente determinado”. Ver. Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., p. 405.

266 Bullinger, Martín, Ob. cit., pp. 906-910.267 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa.

(Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Ob. cit., pp. 161-162.

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Bullinger como uno de sus más conspicuos defensores268. Esta tesis fue la corriente mayoritaria y tradicional durante los años anteriores a los cincuenta en Alemania, incluso con antecedentes lejanos aparecidos en la formulación de la discrecionalidad técnica de Bernatizik en el siglo XIX269, luego se mantuvo con menos bríos durante los años setenta, como fórmula contraria al sector mayoritario de la doctrina germánica que buscaba separar en dos categorías completamente distintas a nuestra fi gura de los conceptos jurídicos indeterminados270.

Contra estos últimos intentos, diría el citado autor alemán que, no resulta “posible limitar la discrecionalidad al campo de las consecuencias jurídicas como sucedió desde 1985 (…), esta restricción es considerada, cada vez más, como una evolución disfuncional (…). También en los supuestos de hecho de una disposición legal es posible que (…) el legislador conceda discre-cionalidad para que la decisión directriz legal sea concentrada por un programa administrativo y realizada en cada caso me-diante concreción”271.

Ahora bien, retomando la doble posibilidad que daría la te-sis expuesta, podemos indicar que ésta serviría, de mejor manera, para rastrear espacios de discrecionalidad no solo en normas de estructura teleológica o fi nalista (como serían aquellas que

268 Otros autores alemanes que defendieron esta teoría, con sus matices, son Jellinek, Klein, Lerche, Engisch, Sethy y Scholz. Sobre las variantes de esta posición, dependiendo de su profundización en la relación de separación o unión entre la discrecionalidad administrativa y los conceptos jurídicos indeterminados, se puede ver el interesante recuento de Bacigalupo Sa-gguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 163 y ss.

269 Ídem, p. 164.270 Ídem, p. 162.271 Bullinger, Martín, Ob. cit., p. 7.

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impondrían, lógicamente en los supuestos de hecho, los fi nes u objetivos a la organización administrativa pero sin señalar los medios para conseguirlos)272, sino, también en aquellas que simplemente habilitan de discrecionalidad administrativa fi jadas a través de cópulas tales como podrá, deberá, concederá, denegará, hacer, no hacer, es discrecional para satisfacer de mejor manera al interés general, las cuales, permiten la validez de una determinada consecuencia en relación con un supuesto de hecho específi co, o, la elección administrativa de la concreta entre dos o varias posibles, o, fi nal-mente, la adopción de la medida que se considere más oportuna para servir al interés público.273

Estimo que este modo de delimitar a la discrecionalidad en la norma jurídica permitiría, en concordancia con nuestro concepto, que la remisión legislativa pueda ser aplicada admi-nistrativamente de manera segura y efectiva, puesto que en estos casos el margen relativo de libertad puede referirse tanto a la ponderación de intereses como a la producción de criterios que no necesariamente vienen incluidos en los supuestos de hecho. Estos últimos deberán servir como insumos esenciales, en todo

272 Para Igartúa esta modalidad de norma sería la más importante forma de entender que estamos en presencia de la discrecionalidad. Ver. Igartúa Salaverría, Juan, “Principio de legalidad, conceptos indeterminados y dis-crecionalidad administrativa”, en REDA, N.º 92, 1996, p. 544. Aunque tiempo después ha matizado su posición, entendiendo que la discrecionalidad tam-bién es reconocible cuando la norma no prescribe una consecuencia jurídica y deja en manos de la Administración la labor para establecer las reglas de su propia actuación (la llamada versión estructural) y, cuando utiliza en su contenido las fórmulas tales como podrá, tiene facultad, etc. (vertiente textual). Ver. Igartúa Salaverría, Juan, Discrecionalidad técnica, motivación y control jurisdiccional, Civitas, Madrid, 1998, pp. 35-36. También, apoyando la visión paradigmática de las norma de estructura fi nalista, se puede revisar a Atien-za, Manuel, Sobre el control de la discrecionalidad administrativa. Comentarios a una polémica, Ob. cit., pp. 21-22

273 Cfr. Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., pp. 367-368.

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o en parte, del contenido de una próxima decisión discrecional que se tenga que adoptar274. Lógicamente, los criterios técnicos, políticos, jurídicos, de oportunidad o conveniencia275 no fi jados por la norma habilitante, aparecen allí donde el supuesto de hecho es imperfecto, permitiéndose, en estos casos, que la Admi-nistración Pública deba realizar todas las labores jurídicas para encontrar aquellos que creen, completen, perfeccionen o integren a los establecidos (o no) positivamente, lo cual, a la larga, debe llevar a la adopción de la o las posibilidades correctas, entre una o muchas consecuencias jurídicas aparecidas en una norma276.

La postura entregada y ya delineada, tendría un valor po-sitivo más por explicar, en cuanto a la posibilidad de retomar al principio de legalidad como un elemento articulador entre el Poder Legislativo y la Administración, que supere la idea de que el primero es solo un medio garantizador de la esfera jurídica de los administrados. En su momento, el profesor Sáinz Moreno puntualizó este carácter, asumiendo que en “el ámbito de la dis-crecionalidad (…) no se trata solo de resolver ciertos problemas de interpretación y aplicación, sino de establecer las razones por las que el Poder Judicial puede revisar las decisiones que en esta materia ha tomado la Administración. Entra en juego, pues, el tema de la relación entre la Administración y la justicia, y el de los poderes que

274 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 255.275 Sobre los diversos criterios, no todos jurídicos, que tiene que tomar la

Administración en el ejercicio de la potestad discrecional, se pueden recordar las palabras de Sánchez Morón, “la discrecionalidad comporta, como se reconoce por doquier, la necesidad de tomar en cuenta criterios no estrictamente jurídicos para adoptar la decisión, es decir, criterios políticos, técnicos, de mera oportunidad o conveniencia (económica, social, organizativa), según los casos”. Ver. Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 114 (la cursiva es nuestra).

276 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Ob. cit., p. 192.

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la Administración tiene para cumplir sus fi nes, pero sobre todo, y fundamentalmente, el de la legalidad de la acción administrativa o, lo que es lo mismo, el de la libertad de los ciudadanos”277.

Por otro lado, asumir la efectiva posición institucional y las relaciones que de ésta puedan surgir entre la Administración Pública y el conjunto de poderes constitucionales, como una cuestión nacida de la formulación planteada, es la mejor manera de vincular el concepto de la discrecionalidad administrativa con la división de poderes278 y, a su vez, de conseguir la eliminación de cualquier tipo de diferencia poco reveladora de la esencia de la institución, que siga el criterio exclusivo del grado que tendría ésta frente a otros ámbitos discrecionales provenientes del Poder Legislativo o Judicial, que algún sector de la doctrina promovió con el afán de precisarla desde un mega concepto que sea trans-versal a todos los poderes públicos279.

Indicaba Atienza sobre esta criticada cuestión, que “el juez (en los casos difíciles) ejercita una discrecionalidad débil, en cuanto que su decisión no está completamente predetermina-da por las reglas (en realidad, los casos difíciles vendrían a ser aquellos en cuya resolución los principios jurídicos juegan un

277 Sáinz Moreno, Fernando, Conceptos jurídicos, interpretación y discreciona-lidad administrativa, 1ra. ed., Civitas, Madrid, 1976, p. 220.

278 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit. pp. 250-251.279 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 251. Esta postura proviene de la

propia teoría general del Derecho, defendida abiertamente por autores positivitas como Kelsen o Hart. El primero de ellos, indicaba que nin-guna diferencia cualitativa existe entre la discrecionalidad ejercida en preparar una ley conforme a lo previsto en la Carta Magna, una sentencia judicial para resolver un pleito, o en un acto administrativo conforme al ordenamiento, más bien, la distinción se debe al quantum, al grado y la posición jerárquica que pueda tener el poder público correspondiente al aplicar su libre apreciación a partir de una norma indeterminada. Ver. Kelsen, Hans, Teoría General del Derecho y del Estado, UNAM, Ciudad de México, 2001, pp. 159 y ss.

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papel destacado) (…) la administrativa sería una discrecionalidad fuerte, en cuanto que la conducta en cuestión está expresamente no determinada (…). Finalmente, existe también una discrecio-nalidad fortísima, característica de la legislación”280.

Esta misma concepción, con los mismos escalones gradua-les pero con diferentes nombres para cada una de las fi guras (denominas discrecionalidad jurídica a la de los jueces y política a la del Parlamento)281 podemos encontrar a la tesis presentada por Desdentado, la cual coloca (de nuevo) a la fi gura en posición intermedia entre los otros dos ejercicios de potestades discrecio-nales, asumiéndola como “una mezcla de juicio y voluntad en una proporción variable dependiendo, en cada caso, del carácter de la actividad en la que opere la Administración y de la mayor o menor intensidad de las constricciones que la rodeen. Depen-diendo de la proporción en que se encuentren los momentos técnicos, cognoscitivos o de juicio y los momentos de voluntad o de valoración, el grado de discrecionalidad de que disponga la Administración será más o menos amplio”282.

Considero que las diferencias entre los tres tipos de discre-cionalidad no tienen nada que ver con intensidades máximas ni mínimas en sus respectivas y efectivas prácticas, por el contrario, el contraste se da por argumentos ontológicos que colocan la discusión en otro plano, ya que la discrecionalidad judicial o jurídica aparecida en la formulación de una solución (sentencia) de un pleito específi co “no es otra cosa que el resultado de las difi cul-tades e incertidumbres propias de toda labor de interpretación jurídica, y de que, la a veces llamada discrecionalidad legislativa, es nada menos que la enorme capacidad conformadora del or-

280 Atienza, Manuel, Sobre el control de la discrecionalidad administrativa. Comentarios a una polémica, Ob. cit., pp. 24-25.

281 Cfr. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp. 73-74.282 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 75.

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denamiento jurídico que tiene el Poder Legislativo en el marco de la Constitución”.283

No estamos pues, frente a grados sucesivos de discreciona-lidad, según el actuar de cada poder público, permitidos desde un concepto transversal, común y aplicable sin mayor problema a todos ellos (esto es, un ámbito propio en el que las decisiones adoptadas tengan carácter fi nal o terminante, en razón de que ningún otro poder estatal está legitimado para sustituir dichas decisiones por las propias)284, sino, y en esencia, frente a activi-dades institucionales (incluso permitidas y habilitadas desde la Constitución) que conforman y defi nen la propia naturaleza jurídica de cada uno de ellos.

2.1. El componente político en el concepto de discrecionalidad administrativa explicado

Varios autores han afi rmado como parte de la sustancia defi nitoria de la discrecionalidad administrativa al elemento político (Sánchez Morón, Beltrán de Felipe, Magide, Giannini, Desdentado, Bullinger, Martínez López —Muñiz, García de En-terría, Fernández-Rodríguez285 y García Trevij ano Fos). Incluso alguno de ellos (Bullinger) introduce un tipo de discrecionalidad, la denominada táctica, para referirse a aquel ejercicio de poderes

283 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 251.284 Cfr. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 73.285 Decían estos autores que no es posible reducir el gobierno a la simple

e incolora nomocracia, siendo por tanto “ilusorio pretender agotar en cualquier momento el ámbito completo de la discrecionalidad: la nece-sidad de apreciaciones de circunstancias singulares, de estimación de la oportunidad concreta en el ejercicio del poder público, es indeclinable y ello alimenta inevitablemente la técnica del apoderamiento discrecional. Sustancialmente, eso es política, la cual es ilusorio pretender desplazar del go-bierno de la comunidad”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 457.

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discrecionales establecidos y guiados por los criterios de las políticas públicas, entendidas estas últimas, como programas de actuación administrativa previamente especifi cados y extraídos de una determinada ideología de gobierno (de partido político) sobre la res pública286.

Lo que sí es claro, en defi nitiva, es que el ejercicio de una potestad discrecional al comportar acciones como la creación, integración o concreción del interés general de un colectivo, en las que también se usan criterios extrajurídicos, no establecidos completamente por las normas habilitantes; terminan atando la naturaleza del fenómeno a la pura y dura actividad política287, ligazón que por cierto para nada quita el carácter consustan-cialmente jurídico de este poder, pues, en el actual avance del Estado de Derecho, lo jurídico y lo político son perfectamente compatibles y de obligatoria convivencia288, tal como lo demos-tró Sánchez Morón en términos de oportunidad (léase efi cacia política) y de Derecho. Al respecto, decía el autor español que “no es correcto dialécticamente contraponer oportunidad y juri-dicidad (o efi cacia y derecho). Es decir, la utilización de criterios no jurídicos en la decisión no tiene por qué ser antij urídica, ya que, si bien la decisión discrecional es una decisión enmarcada, limitada y a veces guiada por el derecho, no es una decisión exclusivamente jurídica”289.

286 Cfr. Bullinger, Martín, Ob. cit., pp. 906-907.287 Cfr. Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., pp. 47-49. También asume este

planteamiento Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 255.288 Ídem, pp. 255-256.289 Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 114. En ese sentido, es pertinente

la siguiente cita de Clavero “la potestad discrecional produce efectos jurídicos y, por tanto, no es lago ajeno al Derecho; pero ello no quiere decir que la determinación concreta del contenido del acto, en su aspecto puramente discrecional, se verifi que con arreglo a criterios jurídicos. La potestad discrecional, en su origen, en sus efectos y en su elemento

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Pero, centrémonos más en el punto referido a la estima-ción subjetiva y libre de los criterios a utilizar en una situación determinada, que debe efectuar la Administración Pública en la práctica de sus potestades discrecionales. Considero, en concordancia con el concepto que he defendido en el anterior acápite, que este proceso estimativo termina siendo una auténtica actuación de confi guración de la realidad, recaída, obviamente, sobre los hombros de la organización administrativa; la cual, ante la falta de precisión y puntualización del legislador de lo exigido por el interés público, debido a la aparición de normas indeterminadas que simplemente lo delimitan y señalan (sin agregar ni las acciones o medios más efi caces a seguir, ni su sentido correcto o que debe ser satisfecho, ni sus límites), termi-na aceptando la remisión hecha por éste, para asumir y ajustar, desde sus propios criterios, lo que mejor convenga al interés general previsto en legalmente290.

Lo mencionado, no es otra cosa, que “la concreción, en cada caso, de lo que convenga al interés público: no la determi-nación del interés público, sino la conformación de ese interés público”291; actuación primordial, que, por lo demás, va mucho

teleológico, es plenamente jurídica; pero en su ejercicio concreto, en su determinación, supone ausencia de criterio jurídico siempre que el administrador se acomode al fi n de la ley y actúe dentro de la com-petencia y de acuerdo a las formas exigidas”. Ver. Clavero Arévalo, Manuel Francisco, Estudios de Derecho administrativo, Civitas, Madrid, 1992, p. 76.

290 Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., pp. 404-405.291 Ídem, p. 406 (la cursiva es nuestra). Otra autora que reconoce este factor

político, en clave de la elección de alternativas (operación volitiva) es Desdentado, “no puede negarse que lo característico de la discrecionali-dad administrativa es, como han señalado diversos autores, la presencia de un momento intrínsicamente político en la fase de elección de la alterna-tiva, aunque ese momento se produzca en un marco delimitado por el legislador o incluso dentro de una política de actuación ya establecida

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más allá de la mera elección basada en criterios extrajurídi-cos de varias soluciones, cualquiera de ellas, jurídicamente indiferentes o irrelevantes292, defendida por quienes asumen a la discrecionalidad como un margen de volición aparecida solo en las consecuencias jurídicas de una norma de estruc-tura condicional293. La Administración al conformar el interés público establecido normativamente, mediante sus poderes discrecionales, pone en marcha todo lo necesario para con-cretar la salvaguarda de éste, estableciendo o precisando en sede aplicativa, los presupuestos o criterios ajustables a su propia acción, pues, éstos no existieron o son imperfectos por la propia boca de la norma habilitante294.

en la regulación”. Ver. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp.75-76 (la cursiva es nuestra). Este componente político y la estimación admi-nistrativa se ha refl ejado, a su turno, en la siguiente cita extraída de la obra de García de Enterría y Fernández Rodríguez “el ejercicio de las potestades discrecionales de la Administración comporta un elemento sustancialmente diferente: la inclusión en el proceso aplicativo de una estimación subjetiva de la propia Administración con la que se completa el cuadro legal que condiciona el ejercicio de la potestad o su contenido particular (…). La existencia de potestades discrecionales es una exigencia indeclinable del gobierno humano (…). La necesidad de apreciaciones de circunstancias singulares, de estimación de la oportunidad concreta en el ejercicio del poder público, es indeclinable y ello alimenta la técnica del apoderamiento discrecional. Sustancialmente, eso es la política, por lo cual es ilusorio pretender desplazar del gobierno de la comunidad”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., pp. 455 y ss.

292 Cfr. Delgado Barrio, Javier, Ob. cit., pp. 19-20.293 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa.

(Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Ob. cit., p. 113.

294 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 113-114.

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Solo así, explicando las razones defi nitorias de la discrecio-nalidad administrativa también desde los supuestos de hecho, es, como creo, se revelaría, de manera clara y realista el com-ponente político de nuestra fi gura; cuestión que, por ejemplo, podría ser demostrada en los requerimientos aparecidos durante la aplicación objetiva, imparcial y estricta de una ley, que, a la sazón, no ha señalado las acciones a seguir para servir y tutelar un preciso interés público; frente a lo cual, no solo hace falta, sino que resulta imperioso la concreción fi nal de esos supuestos inacabados o poco elaborados, por parte de la Administración, mediante el proceso esencialmente político de confi guración in-fralegal de este interés público puntual (a través de la producción de reglamentos o actos administrativos no normativos)295.

En contrapartida, esta operación de determinación en el espacio no defi nido por la ley296, permitiría verifi car la respon-sabilidad, tanto jurídica como política, de un concreto órgano administrativo ante los ciudadanos (en el caso peruano, depen-diendo del bloque de Administración Pública que corresponda, sea gubernativa estatal, regional o municipal, mediante los máxi-mos órganos ejecutivos, el Consejo de Ministros, el Presidente regional o el Alcalde).

Finalmente, para cerrar este acápite, debe entenderse que el término político aquí utilizado, se refiere, al concepto que

295 Sin entrar en grandes detalles, me debo declarar seguidor de la tesis, al menos desde las actuales circunstancias normativas peruanas, que coloca al reglamento y a los actos administrativos no normativos como especies de un solo género (del acto administrativo a secas). Esta corriente, de raíz básicamente italiana, puede ser vista en la defi nición contenida en el artículo 1.1 de la LPAG, y, en los extractos aparecidos en los artículos 23.1.1 y 29 de la misma norma. Para una mayor profundización sobre este punto se puede revisar a Abruña Puyol, Antonio y Víctor Baca Oneto, Notas al curso de Derecho administrativo, pro manuscrito, pp. 194-198.

296 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 256.

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conecta dos fenómenos muy típicos de las sociedades actuales, por un lado, la confrontación democrática entre facciones —en nuestra realidad, entre los indispensables partidos políti-cos297— las cuales buscan imponer sus intereses, tendencias ideológicas, y por ende, programas de gestión de la cosa pública al conjunto de los ciudadanos; frente al necesarísimo proceso de ponderación del interés general que debe realizar el poder público —mediante sus órganos directivos o deciso-rios— buscando paliar la colisión frontal (y en grado extremo, la extinción de uno frente al otro) de los diversos intereses individuales y colectivos aparecidos en la sociedad, proceso, que debe terminar con la elección de la salida o solución más adecuada y respetuosa del bien común. Sin embargo, esta decisión última deberá ser adoptada —obligatoriamente— recorriendo un camino procedimental de recolección y análisis de todos los intereses, voces y posiciones en juego.

La explicación anterior puede generar un problema, una brecha fácilmente comprensible, de impronta reduccionista, a saber, todo lo que se califique de político puede quedar teñido de confrontación y partidismo298. Y, si esas tareas se trasladan a los ámbitos propios de la Administración, como sucedería con una indebida comprensión y aplicación de la sustancia política de la discrecionalidad, se produciría no solo el va-ciamiento de la razón de ser de esta organización del poder

297 El profesor García de Enterría comentando la obra de Kelsen “Von We-sen und wer der democratie” (La democracia. Su naturaleza. Su valor) señala que este autor, desde su enorme valía, fue un fervoroso creador y seguidor de la fórmula del Estado de partidos (Parteinstaat) como condición imprescindible de la actual democracia real. A su turno, la doctrina italia-na creó también la noción de la partidocracia con las mismas previsiones. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 76 y ss.

298 Cfr. Magide Herrera, Mariano Ob. cit., p. 256.

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público, sino, y en concreto, los procesos de desprofesionali-zación y desestabilización del funcionariado público (con el desmesurado crecimiento de los puestos de confianza política y del clientelismo partidarista)299, la elevada carencia de neu-tralidad e imparcialidad en la detentación de las potestades administrativas y la perversa, sistémica (y conocidísima por nosotros) corrupción política300.

No creo que este trabajo sea el sitio para analizar, ni menos, para dar respuestas a semejantes problemas de nuestro poder más extendido y cercano al ciudadano (complicaciones, que por lo demás, son fácilmente trasladables a todo nuestro Estado) pero si estimo y pongo como punto relevante de mejora, sin ser una cuestión innovadora301, al uso, generalización e imposición,

299 En los sistemas parlamentaristas, como el italiano o español, se produce el fenómeno del copamiento de plazas de la Administración mediante “el reparto de cuotas de representación por partidos (la referida lotizza-cione, absolutamente cotidiana en nuestra vida política), de modo que no se haga más que transmitir al interior del organismo de que se trate el reparto político del poder del parlamento”. Ver. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 48. En los sistemas presidencialista, híbridos, o tan mezclados que no se saben que son, como sería el nuestro, la provisión de puestos de los niveles altos y medios vendría dada desde la decisión subjetiva (y muchas veces peligrosa) del Presidente de la República y el Consejo de Ministros; todo, esto, sin contar con lo que se replica en las Administraciones regionales y municipales. Este proceso, que padecemos a diario, ha producido la carencia de un único sistema funcionarial que revele estabilidad, neutralidad y efi cacia, que no se mezcle, al menos en las labores administrativas más esenciales, con plazas gobernadas por el régimen de Derecho privado. Estamos pues ante graves problemas, claves para el presente y futuro del Estado peruano, generados por el traslado de un mal entendido sentido de lo político a las actividades propias de la Administración.

300 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 79-84.

301 Digo esto porque casi todas las democracias occidentales se han pre-ocupado por dotar de cauces éticos a sus respectivas administraciones

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sin miramientos ni medias tintas, con medidas preventivas y correctivas, de la ética, como conjunto de deberes exigidos y exigibles directamente a cada uno de los funcionarios y fi n institucional de toda acción administrativa302.

Estimo que las palabras, de cierto modo, alentadoras pero directas de González Pérez, pueden abonar en ese sentido si “se quiere, de verdad, regenerar la vida pública, si se quiere afrontar con seriedad la tarea de hacer una administración pública que no solo no suscite la desconfianza y recelo de los administrados, sino que pueda servir de ejemplo a las actividades privadas, es necesario no limitarnos a sancionar el nauseabundo mundo de la corrupción, y recordar otros elementalísimos deberes”303. Hace falta de verdad instaurar indisolublemente aquellas medidas y raseros sencillos y diá-fanos a la vez, que algo más pueden hacer —incluso mucho más que las pomposas reformas administrativas promovidas por los gobiernos de turno— en pos, de no solo prevenir o castigar la corrupción, sino, del difícil proceso de integración de la conducta del funcionario con el contenido de la ética pública304.

públicas, ya sea mediante Códigos aprobados positivamente, por ende, vinculantes y exigibles, o, realizando grandes esfuerzos por volver efecti-vo el contenido de éstos, o de aquellas medidas puntuales sobre el tema, en la vida pública diaria de cada funcionario. El Estado peruano no ha escapado a esta corriente ya que está en vigencia el “Código de ética de la Función pública”, aprobado mediante Ley 27815 de agosto del año 2002. Por tanto, esta cuestión es moneda corriente en la preocupación de los políticos, gestores públicos y de todos los ciudadanos; al menos, en los dos primeros segmentos, de manera formal.

302 Cfr. González Pérez, Jesús, La ética en la Administración Pública, 2da. ed., Civitas, Madrid, 2000, pp. 31-34.

303 Ídem, p. 36.304 Ídem, pp. 37-42.

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2.2. Los argumentos de la crítica de Desdentado (y de otros auto-res) a la tesis de la discrecionalidad administrativa de Bullinger

El obligatorio contraste de opiniones sobre la fi gura que venimos tratando, precisa detallar una de las críticas305, que al-gún sector de la doctrina realizó a la teoría bifronte de Bullinger. Para cumplir con este cometido, he preferido escoger a la autora española Desdentado, en razón, de la elaborada concreción de datos y referencias que ofrece en su posición. A partir de ella, iré desperdigando algunas concreciones provenientes de otras fuentes.

La crítica comienza haciendo hincapié en lo que Desdentado considera como la médula negativa de la tesis de Bullinger: La acentuación del voluntarismo en el censo judicial de los actos discrecionales (de alguna manera, este defecto también puede inferirse en las posturas del inglés Galligan y de algunos autores franceses) que de ser seguido, sin miramientos, podría generar el oscurecimiento completo del destino de la fi scalización de la institución y de la propia naturaleza del poder ejercitado, ya que, “impone una visión ex post que impide una adecuado análisis del problema del control de las potestades discrecionales de la Administración. De acuerdo con esta visión ex post los contornos del poder discrecional dependen de la política seguida por los jueces administrativos, con lo que no resulta posible analizar si el carácter de determinadas potestades discrecionales debería limitar el control judicial”306.

305 Otro conocido y solvente autor español que colisionaría con la posición de Bullinger, sobre todo, por el término libertad usado en su teoría es Santamaría Pastor, Juan Alfonso, Fundamentos de Derecho administrativo, Ob. cit., p. 875.

306 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp. 61-62 (la cursiva es nuestra). He querido remarcar los términos control judicial para contrastarlos con la esencia de la tesis de Bullinger, que, mas bien, fi ja su punto central, como se explicó reiteradamente, en la relación legislador-Administración

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Incluso, la acentuación de esta postura, al menos desde la versión francesa, que coloca al juez a la misma altura o por encima —en potestades normativas y alcance de éstas— que el legislador, termina desvirtuando, no solo la esencia de su propia labor correctiva de la actuación administrativa, de la división de poderes, de la democracia y del Estado de Derecho actuales, sino, en lo que nos atañe, altera el carácter discrecional o reglado de los poderes administrativos “mediante la imposición por su mera voluntad de estándares de actuación o reconociendo una discrecionalidad que la ley no atribuye a la Administración”307.

Esta postura encuentra apoyo en un previo análisis hecho por Fernández Rodríguez sobre la fragilidad del concepto de discrecionalidad, formado y tomado desde los argumentos planteados únicamente por los jueces, porque si “la frontera entre legalidad y oportunidad la establece el juez caso por caso y es el juez quien varía su trazado cuando lo estima procedente, como de hecho ocurre, uno tiene derecho a pensar cualquier

pública y el margen de libertad que surge de ésta a favor del último de los poderes públicos nombrados.

307 Ídem, p. 62. Sobre este punto, sin tocar directamente a la tesis de Bullinger, el profesor Beltrán de Felipe ha mencionado que si la política jurisdic-cional es lo que diseña por completo la naturaleza de la discrecionalidad “entonces la situación es aún mucho más grave. Si la discrecionalidad la defi nen los tribunales, y si además carecen, respecto de ella, de criterios uniformes y derivados de la Constitución, la situación es sin duda, como señala nuestra mejor doctrina, de absoluta necesidad de la reconstrucción del concepto (…) no es posible dejar un elemento tan importante como la discrecionalidad en un estado califi cado (…) de confusión insuperable o desorden (Devolvé) porque entonces el propio sistema constitucional de legitimidad y de equilibrio entre los poderes (…) queda al albur de los vaivenes jurisprudenciales. Resulta más necesario que nunca establecer criterios, límites, estándares porque si no los tribunales utilizarán como único criterio su propio tacto y medida, que sin duda es un elemento siempre necesario pero que ha desempeñar un papel de complemento”. Ver. Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., pp. 80-81.

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cosa, pues, tanto si el juez no explica las razones últimas de su decisión, como sí lo hace de forma contradictoria, implícita o explícitamente, es evidente que la teoría falla o, para ser más exactos, que no existe una teoría válida del poder discrecional, ya que todo concluye con un puro decisionismo, según el cual, termina siendo discrecional lo que el juez se abstiene de criticar o corregir”308.

Dicho esto, el autor desciende más en el desarrollo de su postura y acomete contra Bullinger, achacándole ser partícipe del fundamento doctrinal que defi ende un intento progresivo por revalorizar y hacer viable la discrecionalidad administrativa en el Estado de Derecho, “no puede sorprender tampoco que en la década de los sesenta, y aprovechando un poco por los pelos un cierto giro en la jurisprudencia constitucional sobre la reserva de ley, haya surgido en Alemania una viva polémica de la que Embid ha dado cuenta entre nosotros, y al propio tiempo que Bullinger las trasladaba fuera de las fronteras alemanas en un artículo publicado simultáneamente en Francia y en España, y que a resultas de ella se esté abriendo camino progresiva-mente en aquel país una opinión favorable a la rehabilitación de los poderes discrecionales y a su reinserción en el marco del Estado de Derecho”309.

No quedan allí los datos contrarios de la crítica. El argu-mento siguiente intenta enlazar la visión de corte positivo sobre la fi gura propugnada por el profesor alemán —no formulada en términos de constreñir y fi scalizar al fenómeno— con una capacidad judicial limitada solo a la corrección y anulación de decisiones discrecionales, exenta entre sus facultades, de la po-sibilidad de poder sustituir la opción tomada previamente por

308 Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., p. 78.309 Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., pp. 79-80 (la cursiva es

nuestra).

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la organización administrativa, en cada sector donde ésta actúe específi camente.

Al respecto, decía Fernández Rodríguez, como si se tratara de un fundamento totalmente verifi cable o, si se quiere, que pueda inferirse o desprenderse de la tesis de Bullinger, que si “toda la teoría de la discrecionalidad se reduce a afi rmar que, en último término, la distinción entre legalidad y oportunidad depende solo del criterio particular y cambiante de los jueces, está justifi cado preguntarse quiénes son los jueces para enmen-dar la plana a la Administración, que, amén de contar con más y mejores medios que ellos para adoptar las cada vez más com-plejas decisiones que la vida colectiva requiere de continuo en la sociedad de nuestros días, cuenta con una legitimación popular, indirecta pero cierta, de la que aquéllos carecen”.310

Estas razones negativas, que se resumirían en la defensa a ultranza de la discrecionalidad administrativa, llevan a decretar y concluir al autor español —me parece de manera precipitada— que la defi nición de Bullinger, como las otras que intentan negar la fi gura, es excesiva y depositaria del radicalismo de la doctrina tradicional, que nada aporta en pos de alcanzar una explicación segura del fenómeno, aunque pareciera que muchas veces está cerca de conseguirla311.

Pero, es quizás la posición contraria al uso del término libertad para referirse al doble margen que tendría la Admi-nistración al ejercitar potestades discrecionales, el punto más elaborado de la crítica planteada contra la defi nición de Bullin-ger. Y, esto puede ser revisado fácilmente cuando se indaga lo propuesto por Desdentado, al comentar que la discrecionalidad es completamente diferente a la noción de libertad, en un plano esencialmente ontológico y de correspondencia con cada des-

310 Ídem, p. 80.311 Ibídem.

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tinatario (respectivamente, poder público o privado) debido a que “el sujeto que ostenta una potestad está habilitado por una norma para producir unos efectos jurídicos que otros sujetos tendrán que soportar. El sujeto que se encuentra en una situa-ción de libertad es aquel que ostenta el poder de actuar sin obstáculos ni perturbaciones externas, es decir, sin restric-ciones ni controles de ningún tipo. Esta libertad solo puede predicarse de los particulares y no puede considerarse, de modo alguno, identificable con la discrecionalidad de que disponen las autoridades públicas, sean las legislativas, judi-ciales o administrativas”312.

Agrega la autora, poniendo énfasis en la diferencia del alcance operativo de los ámbitos de libertad y discrecionalidad, que éstos no deben ser mezclados, pues mientras “los particulares pueden autorregular sus propios intereses en un ámbito de libertad reconocido por el ordenamiento jurídico, los entes públicos tan solo pueden regular los intereses ajenos de la sociedad, den-tro del ámbito otorgado por una ley y a través de una actividad discrecional”313.

Finalmente, Desdentado esgrime como última gran dife-rencia la vinculación a la norma, puntualizando una cuestión hartamente tratada en el anterior capítulo, la Administración se sujeta positivamente a la norma jurídica, en consecuencia, no puede actuar por sí misma dentro de un ámbito delimitado externamente por la ley, sino que la única actividad —reglada o discrecional— que puede realizar es aquella para la que la ley le habilite atribuyéndole potestad para ello (…). La potestad ad-ministrativa no implica nunca actuar con absoluta libertad dentro de una esfera ausente de controles o restricciones externas (…) la potestad ha sido atribuida a un sujeto para que éste satisfaga un

312 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 58.313 Ibídem.

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interés que no es el propio y que, además, no confi gura libremente, sino que le viene encomendado por el ordenamiento jurídico (…). Toda potestad administrativa sirve, por tanto, a un determinado interés general y esa relación entre la potestad y el interés protegido pone de manifi esto el carácter instrumental de la actuación de la Administración”314.

En ruta inversa, el particular tiene auténticos campos para ejercitar su libertad y derechos de manera diversa sin transgredir la frontera externa impuesta por la norma, la cual, obviamente, no alcanza al interior de su voluntad. Por tanto, los privados “ni tienen la obligación de perseguir con su conducta un fin determinado, ni su actuar está vinculado a un determinado interés”315.

3. ALGUNAS CONCEPCIONES SOBRE LA DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA DISTINTAS A LA DEFENDIDA EN ESTE TRABAJO

3.1. La teoría de la discrecionalidad administrativa como la obligación de adoptar la solución u opción más adecuada al interés público

Un mayoritario sector de la dogmática alemana —agrupados en la denominada teoría del Rechtsfolgeermessen— representado por Häberle, Reuss, Bachof, Jesch, Ule, Rupp, Martens, Stern,

314 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp. 58-59315 Ídem, p. 59. Los profesores García de Enterría y Fernández Rodríguez ter-

minan por aceptar que el antecedente (incluso normativo) más conocido de esta forma de vinculación a la norma, es el artículo 5 de la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789. En esta regla, los revolucionarios franceses habían establecido que “Todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido y nadie puede ser forzado a hacer lo que ella no ordena”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 435.

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Wolff , de fuerte infl uencia en la jurisprudencia de ese país316, se centró en circunscribir la discrecionalidad solo al ámbito de la indeterminación de las consecuencias jurídicas de la norma, extirpándola, en consecuencia, de los supuestos de hecho, sea, “por no confi gurarse su aplicación como obligatoria siempre que concurra el supuesto de hecho normativo (adopción, facultativa o preceptiva, de alguna de las diversas consecuencias jurídicas previstas como posible en la norma), bien, por no prever ésta, varias —aunque en su contenido predeterminadas— consecuen-cias jurídicas con carácter alternativo (adopción, facultativa o preceptiva, de alguna de las diversas consecuencias jurídicas pre-vistas como posibles por la norma) o, en fi n predeterminar ésta, el contenido de la consecuencia jurídica que, en su caso, deba o pueda aplicarse (adopción, facultativa o preceptiva, de una consecuencia jurídica no predeterminada normativamente)”317.

316 Estas posiciones germánicas también tuvieron mucha infl uencia en la jurisprudencia española y francesa del siglo XX. De esta última, he tenido acceso a tres resoluciones del Consejo de Estado que son sumamente interesantes, el árret Societé Maison Genestal del 26 de enero de 1968 (re-ferida a la anulación de benefi cios tributarios), el árret Ville Nouvelle Est del 28 de mayo de 1971 y el árret Societé Civile Sainte-Marie de l´ Asomption del 20 de octubre de 1972 (estas dos referidas a la catalogación de un bien como objeto expropiatorio). En la jurisprudencia española, entre otras sentencias, existe una del 18 de marzo de 1992 emitida por el TS que dirimía el confl icto surgido por el trazado de una vía pública al interior de un complejo industrial, que ha sido comentada por Delgado Barrio en los siguientes términos: “El Tribunal Supremo, valorando los intereses en juego y teniendo en cuenta la distorsión que la creación del vial determinaría para la industria, por un lado, y la falta de perjuicio para el interés público con su eliminación, por otro, anuló la determinación del planeamiento impugnado”. Ver. Delgado Barrio, Javier, Ob. cit., p. 115 (la cursiva es nuestra).

317 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., p. 115.

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Posteriormente, esta tesis fue usada como respaldo por un grueso segmento de la corriente doctrinal española de los años sesenta y setenta, en sus intentos por negar la visión tradicio-nal del ejercicio de la potestad discrecional como un margen de maniobra o espacio de indiferencia libre y abierto, en el que resultaba jurídicamente indistinto e irrelevante la adopción de cualquier decisión u opción tomada por la Administración Pública.

Pero regresando a los postulados de la teoría alemana ini-cialmente señalada, podemos indicar que, para ésta, la estructura de programación condicional de toda norma que habilita de potestades discrecionales permitiría enmarcar este fenómeno, tanto en la posibilidad administrativa de desenvolverse o no (discrecionalidad de actuación), como en la de optar o no por una determinada consecuencia (discrecionalidad de elección). Por tanto, la revelación de este concepto no solo se expresa en la presencia de elementos de cópula entre el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica, generalmente mostrados en palabras como deberá o podrá, sino, que también es obligatorio entender que ésta aparece como margen de volición en los casos en los que la Administración tiene atribuidos estos poderes por normas que solo contienen el primero de los términos de unión (deberá) pero o, no le marcan en lo absoluto la consecuencia que deberá adoptar, o no la obligan a asumir una o algunas en específi co318.

Avanzando más en el contenido de estas tesis de corte reduccionista, nos encontraremos con su relación directa con la noción de los conceptos jurídicos indeterminados —también de origen germánico y confi gurados mediante fórmulas de tipo descriptivo o empírico (anochecer, peligro inminente), o mediante términos sin conexión con la realidad de naturaleza valorativa o normativa (orden público, Estado ruinoso, utilidad pública, moral y buenas

318 Ídem, pp. 115-116.

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costumbres) urgidos de ser analizados mediante la incorporación en la norma correspondiente de conceptos meta-jurídicos319— y con la razón de ser de su carácter completamente opuesto a nuestro objeto de estudio.

En primer término, los conceptos jurídicos indeterminados al formar “parte del supuesto de hecho normativo y aquí nunca actúa (…) la discrecionalidad, tales conceptos no pueden conside-rarse sujetos de una apreciación discrecional (solo parcialmente controlable en sede judicial) por parte del órgano administrativo llamado a aplicarlos”320. Se trata entonces de extinguir la dis-crecionalidad mediante la segunda técnica, al menos, sacarla de plano de los ámbitos de los supuestos de hecho de la norma jurídica. A su turno, esta postura buscaba por todos los medios amenguar, alterar o incluso eliminar la discrecionalidad, por considerarla un cuerpo extraño al Estado de Derecho, todo esto, a partir de desnaturalizar su esencia política y las consiguientes posibilidades de elegir con las que ya no contaría la Administra-ción Pública en sede aplicativa321. Como correctamente señalaba Beltrán de Felipe, en esta teoría “el margen de libre valoración administrativa en que consiste la discrecionalidad desaparece, al no haber más que una solución jurídicamente posible”322.

La recepción de esta teoría en la doctrina española —y años después en nuestro Derecho público— sufrió varias modifi ca-

319 Cfr. Barnés Vásquez, Javier, “Una nota sobre análisis comparado. A propósito del control judicial de la discrecionalidad administrativa”, en Hinojosa Martínez, E. y N. González-Deleito Domínguez (coord.), Discrecionalidad administrativa y control judicial. I Jornadas de estudio del Gabinete Jurídico de la Junta de Andalucía, Civitas, Madrid, 1996, p. 236.

320 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., p. 117.

321 Cfr. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp. 67-68.322 Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., p. 238.

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ciones, algunas de ellas, de sello muy sustancial, que incluso derivaron en formulaciones más bien apartadas de la original.

Una primera cuestión diferente fue la percepción no reduc-cionista de la teoría, pues, a contrario de la doctrina germánica, los propulsores españoles no pusieron el debido acento en el confi namiento de la discrecionalidad al ámbito de las conse-cuencias jurídicas en la estructura normativa, por el contrario, usaron el camino inverso para señalar a los conceptos jurídicos indeterminados como instrumentos de control y extirpación de ésta. En suma, intentaron producir el mismo efecto negativo sobre la fi gura pero desde un punto de partida diferente323.

En ese sentido, el primer y reputado autor —el profesor Gar-cía de Enterría— que entendió y entiende esta tesis324, proponía la dicotomía entre unidad versus pluralidad de soluciones como

323 El profesor Beltrán de Felipe comparte la opinión mostrada en el pá-rrafo principal, al señalar que la idea del interés general como concepto jurídico indeterminado, “Desde los sesenta se implantó en la doctrina administrativista española como técnica de reducción y control de la discre-cionalidad, sosteniéndose que gran parte de las apreciaciones que hasta entonces se consideraban discrecionales en realidad no eran tales sino que se trataba de aplicaciones de conceptos indeterminados (y por tanto de competencia reglada, aunque indeterminada a priori)”. Ver. Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., pp. 238-239 (la cursiva es nuestra).

324 Digo esto, porque después de la publicación de su famoso libro La lucha contra las inmunidades del poder, el autor ha vuelto a repetir la idea de fi scalización de la discrecionalidad a través de los conceptos jurídicos indeterminados en su Curso de Derecho administrativo (tomo I, p. 445) y en Democracia, jueces y control de la administración (pp. 116-163). En este último libro vuelve a señalar con toda claridad que la “cuestión se pre-senta cuando resulta que la Administración ha efectuado una apreciación previa de la presencia o de los límites de esos conceptos legales en base a la cual ha dictado un acto administrativo y el ciudadano ha abierto un proceso contencioso-administrativo en el que cuestiona la validez del acto justamente porque la apreciación del acto no sea conforme, según su criterio, al concepto jurídico indeterminado formulado por la ley en la que el acto pretende apoyarse. Parece claro que ahí no existe ninguna potestad

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un medio de diferenciación conceptual entre la discrecionali-dad administrativa y los conceptos indeterminados. Decía al respecto, “(l)o peculiar de estos conceptos jurídicos indeter-minados es que su calificación en una circunstancia concreta no puede ser más que una: o se da o no se da el concepto (…). Hay, pues, y esto es esencial, una unidad de solución justa en la aplicación del concepto a una circunstancia concreta. Aquí está lo peculiar del concepto jurídico indeterminado frente a lo que es propio de las potestades discrecionales pues lo que caracteriza a éstas es justamente la pluralidad de soluciones justas posibles como consecuencia de su ejercicio (…). Aquí cualquiera de estas soluciones, alternativamente, es igual-mente justa, y precisamente porque lo que existe es libertad de decisión (la discrecionalidad consistiría en una libertad de elección), procediendo ésta en virtud de otros criterios materiales distintos de los jurídicos”325.

Luego, esta idea se trasladó a alguna jurisprudencia de su país, siendo usada como método frecuente de censo de la discrecionalidad (incluso con antecedentes esporádicos en reso-luciones del TS de los años cincuenta)326. El razonamiento seguido presenta a la práctica de los conceptos jurídicos indeterminados como un proceso reglado, debido a que “no admite más que una solución justa, es un proceso de aplicación e interpretación de la ley, de subsunción en sus categorías de un supuesto dado, no es un proceso de libertad de elección entre alternativas igualmente

discrecional de la Administración para apreciar a su voluntad la presencia y el alcance del concepto legal en la situación disputada” (la cursiva es nuestra).

325 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 32 y ss.326 Me estoy refi riendo a las SSTS de 27 de diciembre de 1956, de 20 de febrero

de 1959 y de 6 de julio de 1959, comentadas por el autor en su artículo “La interdicción de la arbitrariedad en la potestad reglamentaria”, en RAP, 1959, pp. 131-166. Luego, se emitieron las SSTS de 24 de octubre de 1959 y 28 de abril de 1964.

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justas, o de decisión entre indiferentes jurídicos en virtud de criterios extrajurídicos, como es, en defi nitiva, lo propio de las facultades discrecionales”327. Por tanto, la desaparición de la categoría de la discrecionalidad administrativa estaba prácti-camente sellada desde la unidad de la solución mejor ajustada al interés general.328

Frente a todo lo expuesto, sin discurrir muy alejados de la línea descrita, se alzaron las voces de dos autores (Gallego y su discípulo Mozo) en clara dirección por recuperar el carácter primariamente volitivo de la discrecionalidad, ámbito único en el que la Administración Pública actuaría libremente. Entonces, la posibilidad de catalogar a la llamada discrecionalidad cogni-tiva o de juicio como especie incluida en nuestro fenómeno no podría darse, ya que no cabe el ejercicio de estos poderes “en la interpretación y aplicación del supuesto de hecho, puesto que la norma no autoriza a la Administración a actuar libremente, sino que prescribe cuál debe ser el sentido de su actuación en cada caso”329.

El primer autor de los nombrados acepta retomar la posición original del Rechtsfolgeermessen, basándose en la limitación de la operatividad de la discrecionalidad administrativa, la cual debe ceñirse solo al espacio de las consecuencias jurídicas. Los términos usados por el profesor español son los siguientes: “En el supuesto de hecho jamás existe discrecionalidad, sino con-ceptos determinados e indeterminados de muy diversas clases, donde no hay discrecionalidad (libertad de actuación), sino in-terpretación, análisis racional de conceptos, examen empírico de

327 García de Enterría, E. y Eduardo Martínez-Caralde, Ob. cit., pp. 31 y ss.328 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón

Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 452.329 Gallego Anabitarte, Alfredo y Ana De Marcos Fernández, Derecho

administrativo: Materiales, tomo I, Cofás, Madrid, 1997, pp. 328 y ss.

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hechos”330. Además, vuelve a presentar a la cópula o unión de la norma jurídica como elemento en el que se podrá notar inicial e inmediatamente si las facultades otorgadas a la Administración Pública son discrecionales o no, y por ende, si la norma atributiva posee estructura condicional, facultativa u optativa331.

Pero, la postura culminante entre los autores que han de-fendido y usado la Rechtsfolgeermessen, mezclada o infl uenciada con la de los conceptos jurídicos indeterminados, llegó con la tesis propuesta por Sáinz Moreno. Esta teoría intenta justifi car un carácter plenamente instrumental de la Administración —como organización de servicio— a partir de señalar que el conjunto de su accionar (incluyendo a la actividad discrecional) tiene como fi nalidad y presupuesto básico a la satisfacción del interés público, por ende, esta noción se convierte en el criterio decisivo para enjuiciar la validez de todos sus actos, porque “donde se acepta que la legalidad administrativa es algo más que la compatibilidad de una acción con la norma, allí donde se entiende que legalidad es la conformidad de esta acción con el Derecho, la satisfacción del interés público deja de ser una mera

330 Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., p. 21. 331 El discípulo de Gallego —Antonio Mozo— también propugna la idea

alemana de la cópula o unión como medio inicial para descubrir la atribución de potestades discrecionales, “la manifestación típica de lo que llamamos discrecionalidad administrativa resulta de los términos o de la forma en que en la proposición normativa aparezcan vinculados a la consecuencia jurídica ordenada y el supuesto de hecho previsto; o, dicho de otro modo, la discrecionalidad radica en el elemento de la unión o cópula de la norma jurídica, y a él hay que acudir primariamente para averiguar si ésta confi ere o no la facultad discrecional al órgano administrativo que haya de aplicarla (…), cuando esa coordinación entre los dos elementos esenciales de la estructura de la norma se articula en forma potestativa u optativa, signifi ca que la propia está dando validez a cualquiera de las consecuencias jurídicas posibles”. Ver. Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., pp. 360-361.

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declaración de propósito para operar como principio jurídico vinculante, aparezca o no así escrito en la norma”332.

Esta última cita nos permite revisar el postulado general del autor, desde el atajo que hace de alguna debilidad de su postura proveniente de normas jurídicas insuficientes, se-ñalando que la intensidad de la regulación de la actividad administrativa mediante los fines es tan fuerte como los pro-pios mandatos legales, y, si, por mala praxis del legislador, en el contenido de los últimos no apareciesen específicamente concretizados los primeros, de igual manera, los actos de la Administración quedarían vinculados a la finalidad última de este poder público: el servicio al interés general, pues, es-tamos frente a una relación —siguiendo a Truchet— entre esta noción y la legalidad de la actuación administrativa directa (si incumple esta finalidad el acto puede ser declarado ilegal) y exclusiva (la posible decisión judicial solo podría fundarse en razón del interés público)333.

La guía máxima que impone el interés público obliga a que el ejercicio de las potestades discrecionales —habilitadas previa-mente por la norma sin establecer un criterio que deba servir como sustento de la decisión administrativa —334 deba ser hecho a partir de una dilucidación, caso por caso, de lo que lo satisface de manera más plena y exigente. Por tanto, en estas situaciones la Administración carece de posibilidades de elegir entre varias soluciones u opciones, todas, igualmente válidas e irrelevantes

332 Sáinz Moreno, Fernando, “Sobre el interés público y la legalidad admi-nistrativa (En torno a la obra de Truchet, Les fonctions de la notion d´ intérét général dans la jurisprudence du Conseil d´ Etat)”, en RAP, N.º 82, 1977, p. 439.

333 Ídem, p. 442.334 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa.

(Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Ob. cit., p. 122.

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desde el punto de vista del Derecho335. En otras palabras, no existe materialmente la sustancia política de la discrecionalidad admi-nistrativa, ya que “no es misión de la Administración descubrir, en cada momento y ante cada caso, lo que conviene al interés público; su tarea, por el contrario, es concretar y aplicar una idea previa de interés público, determinada por un procedimiento democrático (…) se trata de interpretar jurídicamente lo que tal noción signifi ca (…) la responsabilidad que la Administración asume en estos casos no es la del político de encauzar y dar expresión a la opinión pública, sino la del experto que pone sus conocimientos al servicio de la ejecución adecuada a una idea”336.

En conclusión, el interés general sirve para defi nir y deli-mitar el ámbito aplicativo de todo el Derecho administrativo (es, en suma un regreso a las fuentes originales de nuestra ciencia) y, en concreto, se constituye como una auténtica regla que la Administración debe respetar y emplear, puesto que ella no puede perseguir ningún otro objetivo (ni diferente al normati-vamente impuesto ni menos uno de corte privado) y porque todo

335 Cfr. Sáinz Moreno, Fernando, Conceptos jurídicos, interpretación y discre-cionalidad administrativa, Ob. cit., pp. 315-316.

336 Ídem, p. 327. A esta misma conclusión arriba García de Enterría, cuando remarca que en la expresión: la Administración sirve con objetividad a los in-tereses generales aparecida en el artículo 103.1 CE, aparece indudablemente un concepto legal (antes que jurídico) indeterminado “utilizado con inequívoca fi nalidad delimitadora, como es común a todos los conceptos jurídicos indeterminados, según he indicado a propósito de un concepto virtualmente equivalente al de interés público, el de utilidad pública y su juego como presupuesto de constitucional de la expropiación forzosa. Lo que la ley (aquí la Constitución) pretende es aludir a un ámbito limitado de actuación perfectamente singularizado, aunque su precisión correcta en cada caso resulte imprecisa —porque no puede hacerse de otro modo—”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, “Una nota sobre el interés general como concepto jurídico indeterminado”, en REDA, N.º 89, 1996, pp. 71-72 (la cursiva es nuestra).

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su actuar va dirigido a alcanzar y satisfacerlo con las mayores medidas y creces.337

Ahora bien, las dos funciones que la labor fi scalizadora del juez pueda atribuir al interés general (como presupuesto de cualquier actividad administrativa y como límite ya que no puede ser contradicho en sus exigencias por la organización ejecutora), aunque son distintas a las explicadas en el párrafo inmediatamente anterior, son perfectamente complementarias en la orientación de la acción administrativa hacia la regulari-dad jurídica, siendo incluso, medios valiosos para alcanzar una solución legítima al problema planteado y de aseguramiento de la coherencia de ésta con el resto del Derecho administrativo (al que proporciona unidad de inspiración)338.

337 Cfr. Sáinz Moreno, Fernando, “Sobre el interés público y la legalidad ad-ministrativa” (En torno a la obra de Truchet, Les fonctions de la notion d´ intérét général dans la jurisprudence du Conseil d´ Etat), Ob. cit., p. 443.

338 Sáinz Moreno, Fernando, “Sobre el interés público y la legalidad adminis-trativa (En torno a la obra de Truchet, Les fonctions de la notion d´ intérét général dans la jurisprudence du Conseil d´ Etat)”, Ob. cit., p. 448. Existen dos sentencias del TC (68/1984 y 132/1989) en las que este máximo órgano jurisdiccional español corrige las estimaciones que ha hecho el legislador sobre el interés general en el correspondiente contenido de sus actos nor-mativos, que han permitido a García de Enterría propugnar y dar fuerza al censo judicial de la actividad administrativa discrecional mediante la tesis expuesta en el párrafo principal (a través del uso de los instrumen-tos conceptuales brindados por los artículos 103.1 y 106 de la CE y la técnica de la desviación del poder). Las palabras usadas por el autor son las siguientes “¿y por qué tendría que ser de otra manera, preguntamos nosotros? ¿Por qué el Tribunal Constitucional tendría vedado interpretar la Constitución cuando ésta emplea el concepto de interés público con un claro sentido delimitador? ¿No supondría esa abstención, precisamente, infringir el mismo precepto constitucional y todo su sentido? (…) Tras la anterior pesquisa constitucional, nos resulta bastante simple entrar en el tema del posible control por el juez contencioso-administrativo de las aplicaciones ejecutorias que la Administración pueda hacer del interés general como causa o motivo de cualquier decisión (…). La Constitución,

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Existió una variante más radical de la tesis propuesta por Sáinz Moreno, propugnada por Fernández Farreres339, que llegó a la lógica y terminante conclusión (según los argumentos expues-tos de confi guración del interés público como concepto jurídico indeterminado y su aplicación como límite de todo ejercicio de poderes, sean discrecionales o no) de que la discrecionalidad no existía en las actividades propias de la Administración Pública340, puesto que ésta no puede realizar una elección entre varias al-ternativas mediante la práctica de sus potestades discrecionales, sin la posibilidad de una crítica o, incluso, una completa nega-ción jurídica. No habría entonces un ámbito de apreciación para escoger entre diversas opciones, y menos, podría postularse la existencia de zonas de inmunidad, ya que la determinación de

pues, se ha preocupado de que la Administración no pueda crearse a su arbitrio una fácil zona de inmunidad con la simple invocación formal que está actuando en servicio de los intereses generales, como precisa su artículo 103.1”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., pp. 79-80.

339 La intensidad de las conclusiones de Fernández Farreres no fueron las defendidas o asumidas por Sáinz Moreno, puesto que el último autor consideraba necesario la existencia de un núcleo intangible puesto a disposición de la Administración para que pueda optar por la me-jor solución a favor del interés público, tal como se puede revisar en los siguientes argumentos “Si el núcleo de la discrecionalidad consiste en que quien decide puede elegir la solución que más ade-cuada le parezca al interés público (principio de oportunidad), ¿cómo puede controlarse judicialmente esa decisión sin anular la esencia de la discrecionalidad (…) el control judicial del interés público (…) solo elimina las decisiones arbitrarias no las decisiones fundadas y razonables tomadas en el ámbito de las facultades atribuidas por la ley a la Administración”. Ver. Sáinz Moreno, Fernando, “Reducción de la discrecionalidad: el interés público como concepto jurídico”, en REDA, N.º 8, 1976, p. 77.

340 Cfr. Fernández Farreres, Germán, La subvención: concepto y régimen jurídico, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1983, p. 635.

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la opción o solución más adecuada vendría predeterminada por la noción de interés público341.

La discrecionalidad según Fernández Farreres —en el fondo una verdadera crítica a la tesis de Sáinz Moreno— ya no sería la posibilidad de elegir indistintamente entre cualquiera de las soluciones no arbitrarias, todas ellas igualmente justas y válidas ante el Derecho, dentro de un núcleo intangible de libertad administrativa creado por motivos de oportunidad que debe ser obligatoriamente respetado por los Tribunales, sino, muy por el contrario, debe entenderse como el ejercicio de potestades cognitivas o de discernimiento no reguladas detalladamente por la norma, destinadas a que la Adminis-tración adopte la decisión más adecuada y posible de cara al interés público342. Entonces solo cabría caracterizar correcta-mente al fenómeno como el “deber de apreciar y valorar ante cada situación concreta y específi ca la solución más adecuada y conforme al interés público”.343

La fi gura quedaría así reducida y desnaturalizada a la mera aplicación objetiva de conocimientos técnicos puestos en manos de la Administración para ser utilizados en la adopción de la única, mejor y más justa solución adecuada al interés público, a partir de la verifi cación de las características y circunstancias concurrentes en el caso preciso. De esta manera, se elimina cualquier posibilidad de que la organización administrativa pueda elegir u optar entre varias posibilidades y que su dis-crecionalidad tenga la elemental sustancia política. No habría mucho más que decir de la fi gura, si peor aún —en conclusión totalmente extrema— se le debe señalar como un elemento ex-

341 Ídem, p. 640.342 Ídem, p. 641.343 Ibídem.

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traño y negativo para el Estado de Derecho, que puede y debe desaparecer de la realidad jurídica.344

344 Esta posición negadora y radical de Fernández Farreres no se ha salvado de varias críticas. Una de ellas, la de Desdentado, señala lo siguiente: “Esta visión de la Administración y de la discrecionalidad no es hoy sostenible. En un Estado como el actual, caracterizado por la complejidad social, es habitual la atribución de importantes decisiones, no puramente jurídicas y técnicas, a la Administración. La ley cuando atribuye potesta-des discrecionales a la Administración le está confi gurando a esos efectos como un centro de decisión, está compartiendo con ella la tarea en que consiste la adopción de políticas de actuación y de elección de medios para llevarlas a cabo. Ni la Administración es un mero órgano ejecutor, ni la discrecionalidad es equivalente a la interpretación y aplicación de la ley”. Ver. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 67. De igual manera, Bel-trán de Felipe se muestra bastante crítico con esta posición, “En cambio aplicar la misma técnica al concepto de interés público o general (es decir, su caracterización como concepto jurídico indeterminado) no me parece acertado. Es verdad que no resulta posible examinar fuera del contexto histórico en el que fue importada de Alemania (intento de construcción de un verdadero Estado de Derecho en el seno del régimen franquista por medio del sistema de garantías contenido en la LJCA de 1956) (…). Luego de este punto de vista, el interés general es un concepto parcialmente jurídico, según demostraron Häberle o Truchet, y también político, pero a mi juicio no es un concepto jurídico indeterminado (…) el punto de partida (englobar el interés general en la misma categoría de conceptos como justo precio o diligencia de un buen padre de familia, o sea, en los conceptos jurídicos indeterminados) permanece indemostrado (…) tampoco se demuestra la razón por la cual la determinación de la mejor (de la única) solución posible corresponde en última instancia al Juez y no a la Administración”. Ver. Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., pp. 244-246. De manera general, basado en la exclusiva localización normativa de la discrecionalidad al ámbito de las consecuencias jurídicas, Baciga-lupo ha demostrado una contradicción del conjunto de estas posiciones, “quienes sostienen que la discrecionalidad solo actúa en el ámbito de las consecuencias jurídicas de las normas jurídico-administrativas deberían llegar a la conclusión de que en este último caso solo está en discusión la apreciación (o cognición) de conceptos indeterminados pertenecientes a supuestos de hecho de la norma habilitante, y no la ulterior decisión volitiva —únicamente discrecional, según la concepción reduccionista

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3.2. La teoría que distingue a la discrecionalidad administrativa de la categoría del margen de apreciación

Algunos defensores alemanes de la tesis que limitaba la discrecionalidad al espacio de las consecuencias jurídicas de la norma (principalmente Bachof, Stober y Wolff ) al mismo tiempo que la formulaban, propugnaron —en clara concordancia con sus esfuerzos por reducir la libertad administrativa aparecida en la discrecionalidad— una categoría desprendida de nuestro objeto de estudio llamada margen de apreciación o beurteilungsspie-

de la discrecionalidad— de si, una vez verifi cada la concurrencia del supuesto de hecho normativo, se aplica o no la consecuencia jurídica prevista por la norma o, en caso de ser más de una las consecuencias permitidas, una u otra entre las varias posibles. Más adelante comple-taría sus dudas y críticas indicando que “se quiera reservar el término discrecionalidad administrativa para caracterizar el margen de volición del que pueda disponer la Administración en el proceso de aplicación de las normas jurídico-administrativas, excluyendo por tanto del mis-mo al margen de cognición (…) es, como toda cuestión esencialmente nominal, opinable; una cuestión, en defi nitiva, de preferencias (…) si lo que distingue al margen de cognición que asiste a la Administración en la aplicación de conceptos normativos indeterminados es que se trata de un margen de maniobra en su favor no intencionado por el legislador (…) la pregunta que se impone es la siguiente ¿por qué los márgenes de maniobra intencionados por el legislador (propiamente discrecionales, según este entendimiento de las cosas) son cualitativamente distintos de aquellos otros márgenes de maniobra no intencionados pero sí asumidos (como inevitables) por el legislador? Querido o no por él, ¿no se está en ambos casos ante un margen de maniobra de la Administración de efectos cuando menos similares (por no decir idénticos) en cuanto a su efi cacia limitadora de la intensidad del control judicial de su ejercicio? Que la amplitud del margen pueda ser distinta en un caso y en otro es ciertamente posible (más aún, probable), pero ella solo determinaría una diferencia cuantitativa (y no cualitativa) entre uno y otro margen. Ver. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 36-37, 125-126.

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lraum, basada en la aparición de ciertos espacios exclusivamente cognitivos, a través de los cuales la Administración podía rea-lizar operaciones de valoración o aplicación (en el marco de la cotidiana subsunción, nunca de la interpretación) de algunos (y solo de ellos) conceptos jurídicos indeterminados incluidos o pertenecientes al supuesto de hecho normativo345.

Estos conceptos normativos (o jurídicos) indeterminados serían del tipo normativo, es decir, aquellos que remiten a un juicio de valoración que debía ser realizado caso por caso por la Administración que lo utilice. En concordancia con lo expresado, pero señalando otros términos para las defi niciones, uno de los propulsores de esta tesis (Bachof) presentó, desde la diferencia entre conceptos de valor y de experiencia, a los primeros de los nombrados —aunque no rígida ni solamente— 346 como los que “no responderían al principio de unidad de solución justa, pues cabría la posibilidad de que en su aplicación a un mismo supuesto diversos aplicadores pudieran llegar a soluciones diver-sas pero igualmente sostenibles. Ello radicaría en la esencia de unos conceptos que remite, precisamente, a un juicio valorativo al propio aplicador de la norma”347.

En suma, la fi nalidad de todas estas construcciones es la de diferenciar y contraponer la labor discrecional de la Administración Pública frente a otras habilitaciones normativas, específi camente las de los conceptos jurídicos indeterminados y las potestades regladas, asumiendo la imposibilidad de que en las primeras ma-nifestaciones exista el señalado margen de apreciación o elección, por el contrario, en estos supuestos, la organización administrativa

345 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 127-128.

346 Ídem, p. 128.347 Ídem, pp. 127-128.

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debe realizar un ejercicio volitivo y de valoración diametralmente opuesto a la práctica cognitiva, de juicio o de comprobación propia de las diferenciadas, a fi n de seleccionar la única solución adecuada y querida por el Derecho, descartando completamente las demás por inválidas348.

En consecuencia, solo algunos de los conceptos jurídicos in-determinados, al no estar rigurosamente medidos ni concretizados en la norma jurídica, necesitarán puntualización y precisión al momento de ser aplicados, y para esto, deberán ser practicados a través de un margen de apreciación en el que se revelen y estimen aquellos elementos que merecen un juicio de tipo personal, impo-sible de ser sustituidos por otros sujetos operadores349.

Pero frente a lo dicho, debe indicarse que el reciente avan-ce de la doctrina alemana ha mostrado el agrietamiento de la contraposición entre el margen de apreciación (desplegado sobre los conceptos jurídicos indeterminados) y la discrecionalidad administrativa, siendo visible la existencia de posturas que niegan la autonomía de estos dos ejercicios (con estructuras conceptuales específi cas). Los fundamentos dogmáticos —ci-taremos y seguiremos en este punto a Ossenbühl— cada vez más señalan a ambos como medios que proporcionan ámbitos de libertad administrativa que determinan no pocos problemas de incertidumbre en la fi jación y extensión de la voluntad del legislador350.

La cuestión reseñada si se traslada a sede judicial, puede mostrar puntualmente al margen de apreciación convertido en

348 Cfr. Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., p. 38.349 Cfr. Stober, Rolf, Derecho administrativo económico, 1ra. ed., INAP, Madrid,

1992, p. 223.350 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa.

(Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Ob. cit., pp. 129 y ss.

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una competencia de la competencia (Kompetenz-Kompetenz), debido a “que las normas jurídico-administrativas (…) casi nun-ca contienen referencia alguna (ni siquiera implícita) de la que puede deducirse con cierta seguridad una voluntad legislativa de las características mencionadas. En consecuencia, la cuestión quedaría nuevamente diferida a una interpretación judicial, desprovista en la mayoría de los casos de referente normativo alguno, en la que acabaría imponiéndose la predisposición natural o intuitiva de los jueces a controlar más o menos (se-gún la complejidad de cada caso) la actuación administrativa impugnada”.351

La solución que plantea Ossenbühl frente a esta complica-ción (agravada en el control judicial de la discrecionalidad) es la eliminación de cualquier fundamentación abstracta del margen de apreciación, a fi n de reconstruirlo mediante argumentos tópicos. Estos últimos, que podrían servir para escudriñar y examinar jurídicamente una específi ca decisión administrativa, se pueden enumerar de la siguiente manera:- La fi scalización judicial debe ser adecuada en la revisión de

las denominadas competencias técnicas y sus productos (las decisiones discrecionales complejas), sin llegar al exceso funcional, ya que los jueces no están debidamente prepara-dos para fundamentar o razonar la corrección de los juicios técnicos contenidos en esos actos administrativos. Más, si en la resolución de muchos pleitos, las sentencias de los jueces utilizan opiniones periciales de expertos diferentes a los previstos legalmente a intervenir en el respectivo pro-cedimiento administrativo352.

351 Ídem, p. 148.352 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-

tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., p. 149.

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- Debe considerarse que la falta de densidad y programación normativa en varios sectores (principalmente complejos) que lleva a la falta de un control plenario de los tribunales, debe ser compensado legalmente con la previsión y deber de uso de varias garantías procedimentales y, además, con la toma de decisiones mediante órganos administrativos colegiados, in-dependientes, de conformación plural, con fuertes dosis de imparcialidad y con especiales relevancias de legitimación social, técnica o funcional. Todas estas condiciones deben ser puestas obligatoriamente a favor de los administrados afectados y de terceros interesados en el asunto concreto353.

- Las habilitaciones normativas de márgenes de apreciación indican siempre, salvo por la existencia de elementos en la norma que indiquen una voluntad legislativa contraria, atribuciones de ámbitos de libertad de confi guración y pre-rrogativas de estimación, parcialmente controlables por la jurisdicción contencioso-administrativa.

A pesar de estas no pocas colisiones teóricas en la doc-trina original del margen de apreciación, el traslado de esta teoría junto con la de los conceptos jurídicos indeterminados en la doctrina y jurisprudencia española de mediados de los años sesenta —en una época marcada por el autoritarismo y el desprecio por la visión garantista y equilibrada del Derecho administrativo— iniciado con el trabajo de García de Enterría (“La lucha contra las inmunidades del poder”)354; produjo una

353 Ibídem.354 Sobre este punto, el reputado autor español indica que “la necesidad de

reservar a la autoridad que aplica un concepto jurídico indeterminado el llamado por Bachof margen de apreciación (beurteilungsspielraum) (Jesch lo llama expresivamente Besgriff shof por diferencia de Begriff skern, esto es, halo del concepto por diferencia de su núcleo fi jo, utilizando cate-gorías de Heck), que en todo caso (…) es un margen cognoscitivo y no volitivo”. Ver. García de Enterría, Eduardo, La lucha contra…, cit., p. 38. Esta posición la ha mantenido en una de sus más recientes obras, al

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corriente doctrinal, bastante matizada y variopinta, de impulsos más radicales contra la discrecionalidad administrativa que las tesis planteadas en Alemania. Incluso, los pasos posteriores a ésta pusieron en evidencia, a través de diversos obras (plantea-das en las respectivas polémicas), una clara confrontación entre las posiciones constitucionales de la Administración Pública y el juez en el marco general del Estado de Derecho (sobre todo en los limites —sustitución o no del acto impugnado— que deberán tenerse en cuenta al materializar el control judicial del contencioso-administrativo).

Los refl ejos de varias de estas posiciones marcaron a la discrecionalidad como un ámbito exclusivamente volitivo que debía ser fuertemente controlado, reducido y hasta extinguido,

señalar que los conceptos jurídicos indeterminados postulan la necesidad de concretarse en su aplicación a partir que el margen de apreciación practicado permita que la indeterminación lógica del enunciado no se traduzca en una absoluta, eliminándose “cualquier interpretación y la contraria, o una invocación meramente caprichosa capaz de legitimar cualquier solución. Por el contrario, resulta manifi esto que la utilización que la ley hace de esos conceptos apunta inequívocamente a una reali-dad concreta, perfectamente indicada como determinable, pues, en esta proscripción radical, que existe un límite a la indeterminación, y un límite manifi esto y patente, nada impreciso, ambiguo o vaporoso, un límite ro-tundo. Es aquí, en este punto inequívoco y preciso, donde debe situarse la explicación de que los conceptos legales indeterminados postulan una única solución justa”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 243. Sin embargo, en el mismo trabajo (pp. 244, 245) acepta un relajamiento de la diferencia radical entre discrecionalidad y margen de apreciación, cuando hace presente que “en el caso de los conceptos de valor que, en aplicación de la ley, usa la Administración, ese ámbito de apreciación, utilizado por la Administración inicialmente en su resolución ejecutoria, se benefi cia de una presunción de objetividad, no muy distinta de la que corresponde al ejercicio de una genuina potestad discrecional”. También insiste en el relajamiento de su inicial posición en su artículo “Una nota sobre el interés general como concepto jurídico indeterminado”, 1996, pp. 69 y ss. (la cursiva es nuestra).

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tal como puede revisarse en la doctrina desarrollada por García de Enterría, Fernández Rodríguez, Fernández Farreres y, en me-nor medida, en la de Sáinz Moreno. Se postuló así, de manera expresa, que “gran parte de las apreciaciones que hasta entonces se consideraban discrecionales en realidad no eran tales sino que se trataban de aplicaciones de conceptos indeterminados (y, por tanto, de competencia reglada, aunque indeterminada a priori)”355, cabiendo sobre estos espacios, la elección de la única solución justa o posible desde el Derecho que mejor se ajuste al interés general (no de cualquiera).

Incluso, en una temprana jurisprudencia del TS de 1964 (dos años después de la conferencia en Barcelona de García de Enterría que generó su comentado y pionero libro), ya se asumía la unidad de la solución justa en la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados como una forma de exclusión de la discrecionalidad, debido a que “las facultades discrecionales se caracterizan por la pluralidad de soluciones justas posibles entre las que libremente puede escoger la Administración, según su propia iniciativa, por no estar comprendida dentro de la norma la solución concreta, mientas en el concepto jurídico indeterminado (ruina, precio justo, utilidad pública, etc.) es confi gurado por la ley como un supuesto concreto, de tal forma que solamente se da una única solución justa en la aplicación del concepto a la circunstancia de hecho”356.

355 Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., p. 239.356 STS, de 28 de abril de 1964, F. J. 3. En el mismo sentido, es útil revisar la

STS, de 4 de noviembre de 1997, F. J. 10 en la se recoge la idea del margen de apreciación en la aplicación de los conceptos jurídicos indetermina-dos. También se puede ver la STS, de 11 de diciembre de 1996, F. J. 1, en la que se indica que “la utilización de la técnica del concepto jurídico indeterminado nos lleva a una conclusión fi rme: que la aplicación de esta técnica solo permite una solución: la solución que se justa en Derecho”.

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A la larga, y como una lógica consecuencia de su desarro-llo, estas posiciones propugnaron no solo el enfl aquecimiento conceptual de la fi gura, sino, la completa desaparición de la categoría (al menos desde la noción tradicional que la miraba como un margen de libertad que permitía elegir indistinta y válidamente cualquiera de las opciones en la concreta decisión administrativa)357. Esta conclusión terminante puede notarse en la siguiente cita extraída del trabajo de Fernández Farreres, cuando establece la imposibilidad de que la Administración pueda valorar, decidir o elegir la solución o medida que mejor se adapte al interés general, “con arreglo a estas premisas (…) parece que habría que concluirse reconociendo la inexistencia de discrecionalidad alguna, propiamente dicha, en el actuar de la Administración Pública. Inexistencia de discrecionalidad como resultado de la radical incompatibilidad entre el interés público concebido y confi gurado como concepto jurídico indeterminado y el propio concepto de discrecionalidad basado en la posibilidad de elección libre entre una pluralidad de alternativas decisorias cualquiera de ellas justas y por ende conformes y adecuadas a Derecho”358.

Un segundo efecto de esta doctrina que resulta perfec-tamente visible, si es que se revisa el ámbito procesal, es la posibilidad de que el juez no solo pueda anular la decisión impugnada sino sustituirla por la que considere pertinente, a partir de la realización de un proceso de interpretación de las normas positivas en la que se ha previsto una única solución posible (la más acertada al interés público), la cual, obviamente, no ha sido adoptada, o, simplemente, no ha sido correctamente elaborada por la organización administrativa. Con esto, la fi ja-

357 Cfr. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo y Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, Ob. cit., p. 452

358 Fernández Farreres, Germán, Ob. cit., p. 635.

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ción última de lo que es más adecuado para el interés general quedaría en manos de los jueces y tribunales, eliminándose las constitucionales actividades de la Administración de servirlo en los sectores y materias que han sido previamente establecidas por el legislador. Entonces, “el problema no es pues de margen o de libertad de apreciación (pues no existe posibilidad de elección entre diversos comportamientos) sino de prueba de cuál es esa única solución que el ordenamiento reconoce como válida por ser la que mejor se ajusta al interés general”359.

El avance de esta tesis incluso abarca los trabajos de un autor que ha sido (gran) antagonista con alguno de los representantes más conspicuos de la corriente iniciada por García de Enterría. Me estoy refi riendo a las ideas formuladas por Parejo Alfonso360

359 Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., p. 241. La posición Fernández Rodríguez sobre este punto ha sido defi nitiva, señalando que “ante la disparidad de conductas, totalmente rutinizadas además, no hay otra conclusión posible que la de negar todo valor a la supuesta imposibilidad de sustitución. Si se sustituye la decisión administrativa sin ningún reparo en tantas y tantas ocasiones es, indudablemente, porque esa sustitución no repugna ni se enfrenta con ningún inconveniente de principio. Si no se sustituye en otras habrá que concluir que ello se debe a razones de porte diferente y, por supuesto, no generales en cuanto no derivadas de ningún principio general”. Ver. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., pp. 107-108.

360 La revisión más minuciosa de la famosa discusión entre Parejo y Fer-nández Rodríguez plantea una cuestión clara, hay menos diferencias y disparidades entre ambos sobre el concepto y control de la discrecional, que la que se puede inferir a primera vista. Esta cuestión ya la había señalado Atienza con el siguiente argumento “Desde el punto de vista del discurso explícito —y una vez expurgados los textos de de malos entendidos, argumentos retóricos, etc.— las diferencias que resultan, son en mi opinión más de énfasis que teóricas; más —como antes de-cía— discrepancia de actitudes que de creencias (…). En mi opinión, la contraposición —ciertamente, bastante radical— que anima la polémica (los contrastes que acabo de señalar serían, si acaso, síntomas de un hiato más profundo) se encuentran en un extremo apenas explicitado en la

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sobre el margen de apreciación como un ámbito de cognición o juicio que estrictamente no es discrecional, pues, para “el do-minio jurídico de los problemas resultantes de este fenómeno real, se elabora cabalmente la teoría beurteilungsspielraum o ámbito o margen de apreciación. En la medida, pues, en que el margen de apreciación juega en el terreno de los conceptos jurídicos indeterminados, no habilita tampoco —como no lo hacen éstos— verdadera discrecionalidad administrativa (…) supone que la discrecionalidad deba reducirse a la hipótesis de reasignación de capacidades o competencias de decisión, de verdadera creación, por voluntad de la instancia así competente, de la regla jurídica aplicable (…) la discrecionalidad se caracteriza —radicando en ellos su especifi cidad respecto de las competencias resultantes de los conceptos jurídicos indeterminados— por una debilitación de la programación o vinculación positivas efectivas de la acción administrativa por parte de la norma”361.

Las críticas vertidas sobre esta postura, principalmente en los puntos referidos a la confrontación unidad versus pluralidad de soluciones y la mala asimilación de la teoría de los conceptos jurídicos indeterminados por los operadores españoles, no tar-daron en llegar. Los distintos trabajos de los profesores Sánchez Moròn, Beltrán de Felipe, Bacigalupo y Magide se ocuparon largamente de estas incoherencias y problemas, tal como lo mostraremos a continuación.

La diferencia radical entre el ejercicio de los de conceptos jurídicos indeterminados a través de la puesta en marcha del

discusión y que pertenecería, si se quiere, a un tercer nivel de abstracción: el de la teoría del Derecho pura y simple. A lo que me estoy refi riendo es, pues, a dos formas de entender el Derecho y su función en el contexto del Estado democrático”. Ver. Atienza, Manuel, “Sobre el control de la discrecionalidad administrativa. Comentarios a una polémica”, Ob. cit., pp. 14-15.

361 Parejo Alfonso, Luciano, Ob. cit., pp. 119 y ss (la cursiva es nuestra).

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margen de apreciación y la discrecionalidad administrativa, es decir, la consecución en el primer supuesto de una única de solución, es puesta en duda por Sánchez Morón (incluso pro-pugna un pleno acercamiento entre ambos institutos). El autor plantea la existencia de una contradicción lógica (ejemplifi cada en el fragmento del artículo 1 de la Ley 16/1985 referido a la condición obligatoria de valor artístico, histórico o antropológico de un parque o jardín para ser estimado como bien integrante del patrimonio histórico español) que aparecería si se admite la existencia del citado margen de apreciación, puesto que esto implicaría “que la Administración puede llevar a cabo aplica-ciones distintas del concepto que serían igualmente lícitas, lo que pone en cuestión que exista una solución jurídicamente aceptable (…) en la mayoría de los casos el resultado al que puede llevar la aplicación de un concepto indeterminado —tanto más cuanto más abstracto es, y los hay de enorme grado de abstrac-ción— es cuestión susceptible de una pluralidad de opiniones sostenibles con argumentos lógicos y razonables, que desbordan la pura interpretación jurídica para extenderse a juicios de tipo técnico o puras valoraciones fácticas (…) lo que ocurre es que el grado de discrecionalidad será en estos supuestos menor que en otros, dado que el proceso administrativo de valoración se halla condicionado y restringido por el concepto indeterminado, es decir, porque, con todo, la norma reguladora de la potestad es imprecisa, contiene un criterio valorativo necesario”362.

362 Sánchez Morón, Miguel, Discrecionalidad administrativa y control judicial, Tecnos, Madrid, 1994, pp. 117-118. El ejemplo normativo mostrado en el párrafo principal nos llevaría a plantearnos la siguiente pregunta, que obviamente generará múltiples aristas y respuestas ¿Solo una solución desde la ley puede darse para admitir que un determinado bien —en este caso un parque o jardín— goza de las condiciones artísticas adecuadas para ser considerado parte del patrimonio histórico español? Creo que la respuesta es muy difícil, ya que no existe cuestión más opinable, llena

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Las correcciones que se han intentado crear frente a la teoría criticada, para lograr un nivel adecuado de fi scalización judicial de estas fi guras, a partir de la creación de nociones atemperadas pero de alguna manera siempre opuestas a nuestro objeto de estudio (tales como la cada vez más discutida discrecionalidad técnica, la instrumental o jurídica-técnica363 y la interpretati-

de incertidumbre, que escapa largamente a la interpretación jurídica, que la apreciación artística. Por ende, estamos en un campo donde muchas respuestas pueden resultar válidas y perfectamente encajadas en el supuesto normativo.

Esta noción ha sido ampliamente estudiada en la doctrina italiana para defi nir aquella actividad “valorativa fundamentada en reglas de una ciencia, disciplina, arte (…) la cual se expresa en juicios que consien-ten un margen, aunque sea mínimo, de opinabilidad”. Ver. Igartúa Salaverría, Juan, Ob. cit., p. 28. Sin embargo, en los últimos años esta noción es bastante discutida por un fuerte sector de la misma doctrina que la alumbro, debido a su inutilidad “puesto que considera que tras ella no hay más que supuestos de aplicación de conceptos normativos indeterminados que requieren el empleo de criterios técnicos, lo que en ocasiones complica mucho su fi scalización”. Ver. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 265.

363 Ésta debe “utilizar los criterios y conocimiento técnicos pertinentes para aplicar adecuadamente el defi nición opuesta a la discrecionalidad administrativa, llamémosla de corte ‘tradicional’, fue creada y defi nida por Desdentado para los casos en que la Administración concepto, es decir para determinar si la sustancia es o no tóxica, si el sujeto padece o no grave alteración psíquica (…). En esa utilización y aplicación de los criterios y conocimientos técnicos, el órgano administrativo competente se encontrará con el problema del método científi co no proporciona un único modelo ni una respuesta unívoca y deberá, por tanto, ejercer su discernimiento en la elección y uso de los criterios y en la realización de las valoraciones (…). En la utilización de los conocimientos y reglas técnicas aparece, así, como ya he dicho, un margen de discrecionalidad instrumental, que es consecuencia de identifi car de manera cierta una única respuesta verdadera. Ahora bien, la existencia de esta discrecio-nalidad instrumental no debe llevarnos a la errónea conclusión de que en estos supuestos la Administración tiene una discrecionalidad fuerte,

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va364), solo han terminado por cimentar la insufi ciencia y el oscurecimiento de los conceptos jurídicos indeterminados y su margen de apreciación, al menos, desde los caminos trazados por un fuerte segmento doctrinal (y en menor escala) por la jurisprudencia española.

Considero que las dudas que generan estos intentos re-formadores (que no logran escapar a la visión separatista y de control de un instituto sobre otro) se debe a que ellos mismos no son capaces de explicar como lograr, siempre y en todos los casos, una solución justa cuando estamos frente a un supuesto normativo que de por sí es incierto, y que mayor ahondamiento, podría aceptar sin mayor problema la subsunción de uno u otro supuesto fáctico. Además, debe tenerse en cuenta que lo que se intenta subsanar es un problema de origen, de mala importa-ción a la doctrina española del contenido real del margen de apreciación, teoría que nunca fue utilizada en su medio original para contraponer a los conceptos jurídicos indeterminados (y su

en el sentido, de que el ordenamiento jurídico le ha atribuido un poder jurídico de decisión (…). No me parecen justifi cadas ni las teorías que afi rman que la Administración tiene atribuida discrecionalidad para realizar las apreciaciones técnicas que requiere la aplicación de conceptos tales como interés histórico-artístico, edifi cio en ruina (…) ni me parecen aceptables tampoco las teorías que consideran que, en estos casos, existe un poder de valoración —aunque no de verdadera discrecionalidad— exclusivo a favor de la Administración como consecuencia de la mayor representatividad y pluralidad de ésta”. Ver. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp. 137 y ss.

364 Para Igartúa la verdadera y característica discrecionalidad sería la estra-tégica, es decir, aquella que aparece “cuando las normas imponen fi nes y objetivos pero predeterminan los medios para arribar al fi n u objetivo establecido”. Ver. Igartúa Salaverría, Juan, Discrecionalidad técnica, mo-tivación y control jurisdiccional, Civitas, Madrid, 1998, p. 36. En el mismo sentido y planteado la distinción con la discrecionalidad interpretativa se puede ver su artículo “Principio de legalidad, conceptos indeterminados y discrecionalidad administrativa”, en REDA, Nº 92, 1996, pp. 544-554.

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margen de apreciación) contra la discrecionalidad en razón de la unidad versus la pluralidad de soluciones en la adopción de la concreta decisión, por el contrario, esta corriente compartía la visión germánica tradicional que diferenciaba a ambos institutos por su distinta y exclusiva localización dentro de la estructura normativa (las consecuencias para la discrecio-nalidad y los supuestos de hecho para los conceptos jurídicos indeterminados)365.

La crítica se acrecentaría si se entiende que el propio sector de la doctrina alemana que había formulado el margen de apre-ciación demostró, sin mayores complicaciones, la posibilidad jurídica de que en su ejecución aparezca más de una interpreta-ción jurídica lícita del concepto y, por ende, no solo una solución justa. Siguiendo el razonamiento presentado por Magide, la conclusión diferenciada a la que llegan los alemanes se debería a una mala asimilación y entendimiento de lo que signifi ca el proceso de disyunción aparecido por igual en los procesos dis-crecionales y de los conceptos jurídicos indeterminados, como separación o división de los hechos que se subsumirían en el supuesto normativo frente a los que no podrían hacerlo, existien-do en ambos casos fuertes dudas para determinar cuáles podían caer a uno u otro lado de la línea de exclusión. Esto, lógicamente, daba lugar a muchas posibilidades de respuesta administrativa en cualquiera de los dos ámbitos señalados366.

Es más, resultaba claro que en los varios trabajos sobre el tema realizados por Bachof, jamás se propugnó la tesis que siempre se le endilgo a este autor, tal como lo demostró en las traducciones correspondientes el profesor Magide a inicios de la presente déca-

365 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 181 y ss.

366 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., pp. 264 y ss.

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da367. Para muestra se puede observar un par de extractos de estos trabajos. En el primero de ellos se indica que “dentro del posible margen de apreciación difícilmente puede hablarse de una apre-ciación correcta o incorrecta, sino solamente de distintas opiniones posibles”368. En el segundo, se vuelve a recalcar que a través de “los conceptos jurídicos indeterminados la aplicación del Dere-cho no resulta tan claramente vinculada como con los conceptos clasifi catorios, que determinan más precisamente su objeto. La vinculación comprende solamente el tipo al que se refi ere. Solo está jurídicamente objetivado y por lo tanto resulta legítimo, lo que se encuentra en el ámbito del tipo, e ilegal solamente lo que no está cubierto por él”369.

Como punto fi nal de este acápite, debo hacer mención a la posición —digamos en términos reales— escéptica que ha mos-trado Beltrán de Felipe frente a las posibilidades y aplicaciones prácticas que tendría la distinción de las fi guras que venimos tratando en dos categorías separadas radicalmente. La existencia de una zona de penumbra en cada concepto (puesta más en evi-dencia en los de valor) obliga a determinarlo mediante el uso del margen de apreciación, el cual, obviamente, genera valoraciones de oportunidad y un defi nitivo quiebre de la unidad de solu-ción. El problema se acrecienta cuando la densidad normativa en algunos supuestos es muy escasa (por ejemplo en conceptos tales como urgencia, buena fe, estado ruinoso o interés general),

367 El profesor Magide Herrera traduce dos citas de Bachof extraídas del libro “Beurteilungsipierlraum, Ermessen und unbestimmer rechtsbegriff im Verwaltungsrecht” de 1955 y la obra colectiva “Velwaltungserecht” de 1994, en las que se demuestra la inconsistencia, falta de relación y hasta oposición con la tesis de la unidad de solución justa, a partir del uso de juicios disyuntivos (en los conceptos de valor), planteada por la doctrina española mayoritaria. Ver. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 268.

368 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 268.369 Ibídem.

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y, a la vez, aparece margen de apreciación; en estos casos se hace necesario entender que “el Derecho no ofrece parámetros sufi -cientes o positivos, razón por la cual resulta complicado cuando no imposible encontrar esa única solución legal que anularía la discrecionalidad”370. La clave para resolver esta cuestión, aunque relativa y no válida en todos los supuestos debido a la falta de criterios de programación o pautas objetivas ofrecidas por el Derecho, sería el entendimiento de que “la densidad normativa o de la programación legal —mejor, jurídica— de la decisión se convierte así en un criterio para distinguir la discrecionalidad de la no discrecionalidad”371.

3.3. La teoría que la localiza a la discrecionalidad solo en los supuestos de hecho de la norma jurídica. La defensa de esta teoría por Bacigalupo

Existe una teoría de más reciente aparición en la dogmá-tica alemana que se alza como la tercera vía de defi nición de la discrecionalidad administrativa. Ésta intenta crear un camino autónomo que supere los errores y ligerezas de la duplicidad de sectores de localización normativa de la visión unitaria y del confi namiento a las consecuencias jurídicas de las tesis reduc-cionistas, siendo defendida en su sede originaria por autores como W. Schimdt, Koch, Geitmann, G. Schmidt-Eischstaedt, Obermayer, Rubel, Weber, y en la doctrina iberoamericana por el español Bacigalupo.

Según estos autores, el criterio básico de la fi gura se puede ubicar, solo y exclusivamente, en el ámbito de los supuestos de hecho de las normas jurídico-administrativas. Concretamente, esta limitación del fenómeno a esa parte de la norma jurídica,

370 Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., p. 110.371 Ídem, p. 111.

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se debe a que este sector es, en sentido amplio, la que siempre generaría discrecionalidad debido a las inexistencias o imperfec-ciones refl ejadas en su contenido y que han sido —obviamente — queridas y recogidas en la respectiva norma habilitante. Con lo cual, cabrían hasta tres posibilidades producidas en función de la mencionada indeterminación: Que exista ausencia, insufi ciencia o imprecisión de los criterios que fi jarían la aplicación o no de una consecuencia jurídica u otras al caso específi co372.

Es en el tránsito tripartito que las potestades discrecionales se ejercitarían por la Administración Pública para “establecer —o, al menos precisar— en sede aplicativa los presupuestos de su propia actuación, intencionalmente imperfectos (inacabados o indeterminados) en su confi guración normativa inicial. De ahí que se conciba la discrecionalidad administrativa como habili-tación a la Administración para completar (o incluso crear) en sede aplicativa el supuesto de hecho imperfecto (o inexistente) de una norma jurídico-administrativa”373. En sentido contrario, la discrecionalidad actuaría como ejercicio de poderes perfeccio-nadores, integradores o, al menos, de señalamiento de la razón o criterio que sean capaces de forjar un trazo seguro para el supuesto de hecho que ha sido presentado por la norma jurídica como inacabado.

Los defensores de esta posición, a la par que construían la defi nición descrita, plantearon algunas ventajas (de diversa índole) que tenía sobre sus pares; incluso, algunas de éstas po-seían argumentos justifi cantes que se acercan al propio contenido constitucional. El primer punto favorable —asumido en concreto por W. Schmdit— es que esta teoría es la única que tiene en

372 Cfr. Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atri-bución), Ob. cit., pp. 181-182.

373 Ídem, p. 182.

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cuenta la obligación constitucional de los órganos aplicadores de la ley de actuar conforme a criterios razonables que constitu-yan un auténtico programa, sucesivo y ordenado, de aplicación de esta norma (Vollzugsprogramm), modifi cable solamente si concurren cuestiones objetivas que justifi quen este cambio. Por tanto, la aceptación “o no de una consecuencia jurídica (cuya adopción por la Administración es facultativa) sin criterio alguno —que complete el supuesto de hecho imperfecto de la norma habilitante— constituye, desde el punto de vista jurídico, un despropósito: ni más ni menos que un ejercicio arbitrario de la potestad discrecional”374.

Una segunda cuestión sería que, si el ejercicio de la potestad discrecional radicaría únicamente en perfeccionar, integrar o crear un supuesto de hecho indeterminado, inacabado o inexis-tente mediante condiciones, razones o requisitos creados ex novo por la Administración, en suma, en transformar una parte de la estructura lógico-formal la norma habilitante, quedando el fenómeno reducido (con un fuerte ventaja operativa para el accionar de la Administración) a realizar cambios del carácter permisivo de la cópula normativa (podrá, puede hacer, está autorizado a, por una de característica más cercana a lo imperativo deberá, está obligado a) que fi je y establezca la elección o la adopción de una determinada consecuencia jurídica.

Finalmente, podemos indicar que un rasgo de esta postura —más distintivo que ventajoso— es la fuerte crítica que hace a la reducción total a las labores de ponderación que propugnan los defensores del confi namiento de la discrecionalidad al ámbito de las consecuencias jurídicas, evitando cualquier tipo o trabajo de subsunción en este segmento. Sin embargo, este punto debe

374 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 186-187.

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ser matizado, ya que “ello solo es así cuando la Administración adopta o concreta, en ejercicio de su discrecionalidad, los cri-terios fi nalmente determinantes de su aplicación o no de una consecuencia jurídica u otra, pero no, evidentemente, cuando llega el momento de que la Administración subsuma bajo los mismos el supuesto fáctico al que se enfrenta in concreto”375.

Como ya habíamos adelantado, en el ámbito iberoamericano el autor que más y mejor ha defendido esta postura ha sido Ba-cigalupo, afi rmación demostrada no solo en los argumentos que a continuación se presentan, sino en la calidad científi ca general de la obra de donde se extraen (por cierto, de muy recurrente uso en el presente trabajo).

El autor se decanta por esta tesis debido a que “aparece como más consistente, tanto desde un punto de vista lógico-normativo como dogmático-constitucional. Las otras dos teorías no solo adolecen de cierta superfi cialidad, por lo que su fundamentación lógico-normativa se refi ere (que contrasta, en todo caso, con la cuidada y, sobre todo, aguda elaboración lógico-normativa de la teoría a la que desde ahora mismo profeso mi adhesión), sino que, lo que es mucho más grave, provocan serios reparos desde la óptica dogmático-constitucional”376.

Bacigalupo estima que de todo el conjunto de defi ciencias señaladas en las tesis reduccionistas o unitarias, la que podrían acarrear los más graves prejuicios y anomalías (debido a su impronta y calidad dogmática-constitucional) es la falta de ob-jetividad en la determinación de los criterios que permitirían adoptar o elegir entre una o varias consecuencias jurídicas, si-tuación que ocurriría (e incluso se agravaría) si es que no se tiene

375 Ídem, p. 184.376 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-

tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., p. 192.

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en cuenta que cualquiera de las dos mencionadas posibilidades de actuación, implica necesariamente, un proceso de integración, perfeccionamiento, o incluso, de creación del supuesto de hecho imperfecto de la norma jurídica-administrativa habilitante. Toda esta serie de errores de origen, de ubicación básica de la fi gura, puede llevar, en grado extremo pero previsible, a ejercicios arbi-trarios de las potestades discrecionales (que el autor los atribuye y endilga a las dos posturas opuestas, aunque reconociendo que ellas no plantean la utilización del fenómeno sin criterio objetivo alguno y sin razones que lo justifi quen).

En defi nitiva, el autor concluye en la imposibilidad de poder localizar la fi gura fuera del terreno de los supuestos de hecho normativos y a la vez pretender que funcione con objetividad en su praxis concreta, pues, “¿cómo negar que tal ejercicio solo opera en el ámbito de los supuestos de hecho normativo, si, como se acaba de recordar, dichos criterios no nacen —ni pueden hacer— otra cosa que completar o integrar el supuesto de hecho imperfecto de la norma habilitante (premisa lógico-normativa)? Una de dos: o el ejercicio de la discrecionalidad debe responder siempre a criterios objetivos (en cuyo caso opera, completándolo, en el marco del supuesto de hecho normativo), o no debe respon-der siempre a ellos (lo que, como es evidente, resulta insostenible en un Estado Derecho). Sin embargo, solo en este último caso cabría afi rmar que el ejercicio de la discrecionalidad no afecta necesariamente al supuesto de hecho de la norma habilitante, li-mitándose de este modo al ámbito de sus consecuencias jurídicas. Así pues, no es posible afi rmar al mismo tiempo que el ejercicio de la discrecionalidad debe responder siempre a criterios objetivos y que, no obstante ello, ésta actúa en el terreno de los supuestos de hecho normativo”377.

377 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución),

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4. NO TODOS LOS CONCEPTOS JURÍDICOS INDETERMINADOS SON IGUALES. ALGUNOS FUNCIONAN EN OCASIONES COMO MEDIOS DE ATRIBUCIÓN DE LA DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA

La diferencia entre concepto jurídicos indeterminados debe ser posible. No todos tienen la misma confi guración y natura-leza jurídica, ni menos puede considerarse que se encuentran adscritos al mismo tratamiento jurídico, esto último, refl ejado sobre todo en la intensidad de la fi scalización jurisdiccional que se debe aplicar en el contencioso-administrativo en cada uno de los pleitos específi cos presentados en su sede. La clave para entender esta diferencia, no tan sutil como podría pensarse en primera instancia, está en enlazar dos puntos fundamentales:- Que, entre la discrecionalidad y los conceptos jurídicos in-

determinados no existen una radical y cualitativa separación (al estilo de las tesis —en concreto españolas — que ubican a la discrecionalidad solo en las consecuencias jurídicas y promueven la utilización de estos conceptos como medios para limitarla e incluso extinguirla) a través de dos catego-rías con contenidos defi nitorios disímiles y contrapuestos. Por el contrario, entre ambas existen varios vasos comu-nicantes, tanto que “si bien la aplicación de los conceptos normativos indeterminados que conforman el supuesto de hecho de una norma supone normalmente una operación interpretativa en sentido amplio, este tipo de conceptos funcionan en ocasiones como un mecanismo de atribución de discrecionalidad administrativa propiamente dicha, de manera que también cabe hablar de discrecionalidad en el supuesto de hecho de la norma”378.

Ob. cit., p. 192.378 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 280. Esta posición ha sido también

rescatada por Bullinger en su citado trabajo “La discrecionalidad de la

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- No se puede ir al otro extremo de la línea, negando la unidad de solución justa desde las imposibilidades de alcanzarla en la zona de penumbra de un concepto indeterminado, aceptando y defendiendo la fusión en una sola gran cate-goría de los dos institutos jurídicos aquí tratados. Más aún, considero poco certero el uso que estas posiciones hacen de los aspectos surgidos de la relación existente entre el legis-

administración pública: Evolución, funciones, control judicial”, en La Ley, 1987, pp. 906-910. En la doctrina española, Eva Desdentado ha creado la distinción entre conceptos indeterminados jurídicos en estricto y los jurídico-políticos, para poder fundamentar que en los segundos “la Admi-nistración realiza una actividad de apreciación y satisfacción del interés público mediante la elección de una determinada política de actuación (…). En estos casos, la norma deja un margen a diferentes concepciones políticas, a la elección entre diversos criterios de política administrativa, al establecimiento de determinados objetivos y a la decisión acerca de la adecuada relación medios-fi nes (…), aunque nuestros tribunales han seguido, con carácter general, la teoría de los conceptos jurídicos indeter-minados y, por tanto, la idea de la única solución correcta en la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados, en la práctica, en el control de algunos de ellos —como por ejemplo, los de utilidad pública e interés social— han aplicado un control que se limita a exigir solo que la deci-sión administrativa tenga una justifi cación admisible. Ahora podemos entender que esta modalidad no responde a difi cultades de control o de prueba, sino al necesario respeto al ejercicio de una discrecionalidad atribuida por el ordenamiento jurídico a la Administración en la aplicación de este tipo de conceptos”. Ver. Desdentado Daroca, Ob. cit., pp. 124 y ss (la cursiva es nuestra). Finalmente, desde una posición más matizada —debido al giro producido casi al término de su formulación, ya que defendió abierta-mente el beurteilungsspielraum— Parejo indicaba que “puede haber y hay supuestos en los que la confi guración concreta y real del caso reduzca la discrecionalidad clara resultante de la construcción normativa de la potestad-competencia administrativa, y también, al contrario, supuestos en que la programación normativa, sin estar construida en forma discre-cional típica (por ejemplo, con conceptos jurídicos indeterminados que otorguen un gran margen de apreciación), conduzca en la práctica a una competencia decisional equiparable a la discrecionalidad en sentido estricto”. Ver. Parejo Alfonso, Luciano, Ob. cit., p. 126 (la cursiva es nuestra).

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lador y la Administración Pública (ya que en ambos casos las consideran materializadas en una indeterminación de la norma jurídica-administrativa que deberá ser completada, perfeccionada o fi jada mediante criterios aparecidos en una labor exclusivamente integradora de la Administración).

Esta igualdad estructural de menor aceptación en la doctrina, pero con algunos adeptos, ha aparecido refl ejada en la posición de Sánchez Morón (auténtico abanderado de esta postura), cuando señalaba que “en el ejercicio de toda potestad discrecional, la Administración está llamada en estos casos a completar una norma imprecisa en el proceso aplicativo. Lo que ocurre es que el grado de discrecionalidad será en estos supues-tos menor que en otros, dado que el proceso administrativo de valoración se halla condicionado y restringido por el concepto indeterminado, es decir, porque, con todo, la norma reguladora de la potestad es menos imprecisa, contiene un criterio valora-tivo necesario”.379

Cabe entonces considerar que entre los conceptos jurídicos indeterminados y la discrecionalidad se puede enunciar y seguir sin mayor problema una tercera postura, que no se coloque en las antípodas de la unión estructural, como si ambas institucio-nes fueran un único fenómeno (planteada por los que ubican a la discrecionalidad solo en el supuesto de hecho normativo), o, yendo en ruta inversa, plantear la defensa a ultranza de la

379 Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 120. En la misma línea, poniendo énfasis en la naturaleza discrecional que recaería sobre el margen de apreciación, concepto necesario para fl exibilizar la distinción planteaba por la doctrina separatista tenemos a Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., pp. 40-42. De los autores que más argumentos han dado en pos de unir a las dos fi guras, como manifestaciones de un mismo fenómeno, tenemos a Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administra-tiva. (Estructura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 203-206.

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distinción categorial (defendida por los que localizan a la fi gu-ra discrecional en el terreno de las consecuencias jurídicas y asumen el margen de apreciación aplicado sobre los conceptos jurídicos indeterminados).

La idea a desarrollar en esta materia es bastante simple y recurrente; primero, debemos señalar los errores concretos de las dos posturas negadas para luego esgrimir la solución corres-pondiente que termine por aceptar que no todo es blanco o negro (hay matices, aproximaciones y distancias) en los contenidos conceptuales de las dos instituciones; pues, como explicaremos, existen casos en los que se admite el ejercicio discrecional en la aplicación de algunos conceptos jurídicos indeterminados en su zona de incertidumbre (lo que permitiría sostener la aparición de la primera en los supuestos de hecho de la norma jurídica); mientras, por otro lado, también es valedero aceptar que hay otra clase de conceptos, en los que por diversos motivos que luego explicaremos, no existe más que una operación de interpretación administrativa (de mera aplicación del Derecho) bastante alejada de las labores de ponderación de intereses públicos defi nidoras de la discrecionalidad administrativa.

La tesis que confi na la discrecionalidad a las consecuencias jurídicas y defi ende la dicotomía (delimitación y reducción) de ésta en función de los conceptos jurídicos indeterminados (es-pecial y fuertemente seguida en España por Mozo y su maestro Gallego) como si fueran dos habilitaciones legales diferentes (dos formas disímiles de articulación de la Administración frente al legislador con mecanismos de control judicial e intensidades también distintos), que dan lugar, en el caso de los poderes discrecionales, a “un proceso volitivo de libertad para elegir, a iniciativa del órgano, entre varias soluciones todas justas en derecho”380; contrapuesta de la noción de concepto jurídico in-

380 Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., p. 296.

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determinado que exige “un proceso de juicio cognoscitivo que conduce necesariamente, supuesta su corrección jurídica, a la solución prevista por la ley (…) la ejecución de la norma requie-re la determinación o la valoración concreta de los elementos o datos incorporados por aquella con su misma imprecisión lógica y pre-jurídica, pero que como tales juicios de valoración o apreciación están sometidos a unas reglas de conocimiento o de experiencia intelectualmente verificables; aquí no hay pues, elección ni ejercicio alguno de voluntad para el órgano emisor del juicio de estimación”381; puede tener, a mi modo de ver, apoyado en una buena dosis de doctrina reciente, las siguientes fl aquezas y contrariedades frente a nuestro punto de análisis:a) No se puede seguir afi rmando abiertamente que los con-

ceptos jurídicos indeterminados son un medio de reducción de la discrecionalidad administrativa382, sosteniendo esta

381 Mozo Seoane, Antonio, Ob. cit., pp. 296 y ss.382 Como ya dij imos esta posición penetró en cierto sector jurisprudencial

español. Por ejemplo, la STS, de 22 de junio de 1982, F. J. 4 indica que “En la concreción de los conceptos jurídicos indeterminados, en el caso de autos la necesidad y conveniencia del servicio, la Administración actúa con un margen de apreciación, mal llamado de discrecionalidad, que viene acotado objetivamente por los hechos determinantes de la decisión administrativa” (las cursivas son nuestras). En el mismo sentido, puede verse la STS, 17 de junio de 1989, F. J. 3. También, la sentencia del TSJCC, de 13 de diciembre de 1996 indica que “ante la confusión de los llamados conceptos jurídicos indeterminados con los poderes discrecionales, la técnica jurídica moderna diferencia aquellos con las facultades discre-cionales en que mientras estas últimas se caracterizan por la pluralidad de soluciones justas posibles entre las que libremente pueda escoger la Administración, según su propia iniciativa, por no estar comprendida dentro de la norma la solución concreta, el concepto jurídico indetermina-do, por el contrario, es confi gurado por la ley como un supuesto concreto de tal forma que solamente se da una solución justa en la aplicación del concepto a la circunstancia de hecho, por lo que su alcance ha de fi jarse

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cuestión solo (y parcialmente) en el plano de la fi scalización judicial de nuestro fenómeno y la posible aplicación que en ella se haga de la tan mentada unidad versus pluralidad de soluciones justas (que también resulta frágil e irrealizable en ciertos supuestos). Este argumento ha generado (a la larga) el ennegrecimiento de una distinción posible pero que defi -nitivamente se encuentra mal fundamentada. El abandono que hace la concepción criticada de la primaria relación entre el legislador y la Administración, impide entender que solo si se regresa a esta perspectiva de la relación bifronte, podría ser posible que en algunos supuestos la norma legal establezca una sola solución u opción justa en la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados, sin espacios libres para determinar absolutamente nada, puesto que la ley solamente remite a la Administración a “la aplicación de un supuesto concreto de la defi nición que la propia norma hace del interés general”383. Lo dicho supone retomar la postura alemana que permitía gozar a la organización administrativa de poderes discrecionales en “la interpretación de al menos algunos de los conceptos normativos indeterminados incluidos en las normas que regulaban su actuación, que había sido, y seguía siendo, predominante en Austria, y que se había extendido, si bien

(…) en vista a hechos plenamente acreditados” (La cursiva es nuestra). La pregunta que saltaría a continuación sería ¿que tan concreta y específi ca puede ser la respuesta administrativa en la aplicación de un concepto como necesidad de servicio y la garantía de seguridad ciudadana (presentado en el pleito dilucidado por la citada sentencia del TSJCC)? Luego, ¿será posible que el juez encuentre realmente una exclusiva solución contraria a la elaborada y pronunciada por la Administración? Graves preguntas que me parece no se deben dejar al simple apotegma unidad versus pluralidad de soluciones justas, cabe entonces la búsqueda de respuestas adicionales.

383 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 260.

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con menor fuerza, por el resto del área germánica (el Imperio alemán, y posteriormente la República de Weimar, y Suiza)”384.

b) Asumir el margen de apreciación aplicado sobre los con-ceptos jurídicos indeterminados puesto en favor de la Administración, implica aceptar que no existe una sola solución justa, al menos no desde el control jurisdiccional, ya que pueden aparecer diferentes modalidades de interpre-tación administrativa lícitas de la norma correspondiente, y por ende, varias respuesta para un solo supuesto. Sin embargo, se hace necesario desmontar un argumento en contrario para defender de mejor manera lo expresado. La tesis aquí criticada busca apoyarse en la apreciación por juicios disyuntivos (concepto extraído de las fórmulas alemanas iniciadas por Bachof), en tanto, ésta es una técnica exclusiva-mente ejecutable en la consecución del principio de unidad de solución; argumento que fue ardorosamente defendido (aunque matizado en periodo más cercanos)385 por García de

384 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 261. Este autor indica correcta-mente que luego las excepciones (refl ejadas en un puñado de sentencias de los tribunales alemanes) en las que se aceptaba el ejercicio de la dis-crecionalidad en algunos conceptos (obviamente, en los que no cabría una única solución) fueron conceptualizadas por Bachof y Ule como el margen de apreciación, a partir de ese momento (mediados de los años cincuenta), como una categoría distinta a nuestro objeto de estudio.

385 El profesor español señalaba más recientemente, en claro relajamiento de la cerrada defensa de la unidad de solución justa efectuada en anteriores obras, que “todos los reproches críticos que, desde un punto de vista lógico y aún de teoría del Derecho, se han opuesto a esa explicación, tradicional en la doctrina alemana, donde la teoría de estos conceptos se formulan inicialmente, son absolutamente redargüidles con esta simple observación. La unidad de solución justa no quiere decir que una sola conducta específi ca y singular que puede merecer, entre las infi nitas posibles, la califi cación de actuación de buena fe, por ejemplo, quiere decir que una conducta o es de buena fe o no es de buena fe, y que por ello ha de utilizarse necesa-riamente, en la expresiva fórmula alemana, una apreciación por juicios

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Enterría cuando reconocía que la “utilización que la ley hace de estos conceptos apunta inequívocamente a una realidad concreta, perfectamente indicada como determinable, pues por de pronto proscribe tomar en consideración el concepto contrario u opuesto, he aquí, pues, en esta proscripción radical, que existe un límite a la indeterminación, y un límite manifi esto y patente, nada impreciso, ambiguo o vaporoso, un límite rotundo. Es aquí, en este punto inequívoco y preciso, donde debe situarse la explicación de que los conceptos legales indeter-minados postulan una única solución justa”386.

Pero las posibilidades de éxito de esta construcción son improbables, debido a que este autor intenta diferenciar como dos operaciones distintas a dos prácticas esencial-mente iguales desde la óptica del carácter disyuntivo. En ambos casos, o aplicando el margen de apreciación en los conceptos jurídicos indeterminados, o ejercitando poderes discrecionales, nos encontramos ante formas de separar o acotar aquellos supuestos fácticos aparecidos en la realidad (realmente dudosos) que pueden o no ser incluidos en el supuesto de hecho normativo, es decir, entre aquellos que podrían resultar correctos de los que serían jurídicamente incorrectos. Por tanto, en los que nos importa, el “reconoci-miento del citado margen expresa la posibilidad de que esos casos dudosos puedan caer tanto en un lado como a otra lado de la línea de exclusión. Luego, existe una pluralidad de soluciones jurídicamente lícitas, posibles desde un punto de vista jurídico, que es una característica que tradicionalmente se ha predicado de la discrecionalidad”387.

disyuntivos”. Ver. García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 83 (la cursiva es nuestra).

386 Ibídem. (La cursiva es nuestra).387 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 269.

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c) Aceptar la aparición y ejercicio del margen de apreciación implica admitir que éste nace de la existencia de una zona de penumbra (bautizada por Jesch en versión original como Begriff shof) en la estructura de un concepto jurídico inde-terminado, que resultaría difícil de controlar por el Poder Judicial, debido a las imposibilidades —objetivas— de ob-tener, siempre y en todos los casos, unicidad jurídica en las respuestas, opciones o soluciones adoptadas por la decisión administrativa. Al menos, en supuestos específi cos sería di-fícil asumir en este fragmento altamente gaseoso, la alusión planteada por Sáinz de que “por muy difusos que sean los límites del concepto, el criterio para conocer hasta dónde al-canzan esos límites lo proporciona su esencia o núcleo, porque el concepto llega hasta donde ilumina el resplandor de su núcleo”.388 Incluso, a fuerza de la propia realidad (centrada en las reales limitaciones jurisdiccionales), el propio García de Enterría reconoce que la utilización del ámbito de apre-ciación que hacen un grupo de conceptos (los denominados de valor) “se benefi cia de una presunción de objetividad, no muy distinta de la que corresponde al ejercicio de la genuina potestad discrecional; pero es igualmente importante notar que esa presunción puede ser atacada ante el juez (…). El concepto indeterminado es, pues, perfectamente controlable por el juez como ocurre con cualquier otra interpretación de la ley que la Administración haya avanzado”389.

Entonces, ¿cómo admitir que en la zona de penumbra del concepto exista una sola solución justa? ¿Cómo seguir presen-tando esta cuestión cuando la jurisprudencia del TS de los años ochenta y alguna de los noventa seguía hablando de única solución

388 Sáinz Moreno, Fernando, Conceptos jurídicos, interpretación y discreciona-lidad administrativa, Ob. cit., p. 197 (la cursiva es nuestra).

389 García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo, Ob. cit., p. 84 (la cursiva es nuestra).

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con una pluralidad de versiones válidas de ésta? ¿Cómo posibilitar un control judicial plenario sobre los conceptos que rebata los obstáculos que surgirían en la eliminación de la única solución justa presentada en la práctica administrativa del margen de apreciación?

Las respuestas de estas preguntas nos deben llevar por una ruta distinta. El proceso lógico-jurídico de subsunción de supuestos fácticos en el contenido signifi cante del concepto, resultante de la aplicación del margen de apreciación para con-cretar éste en el caso específi co, implica que “la Administración puede llevar a cabo aplicaciones distintas del concepto que serían igualmente lícitas, lo que pone en cuestión que exista una sola solución jurídicamente aceptable”390.

En suma, el margen de apreciación reclama en varios pun-tos, el ejercicio de potestades discrecionales para decidir entre varias respuestas igualmente lícitas, dato que fue camufl ado tras la categórica afi rmación del principio de unicidad que he-mos repitiendo, sin tomar en cuenta que no todos los conceptos son iguales (más o menos abstractos, detallados o confi gurados normativamente). Tampoco todos éstos pueden deparar una exclusiva, verdadera y justa solución, ni caben enmarcarse en la interpretación jurídica (puede usarse valoraciones de diverso tipo)391, es posible que algunos permitan la salida o respuesta más conveniente. En extremo, incluso, el margen de apreciación por defi nición, admite que en un grupo de conceptos sea jurídi-camente posible “una decisión y su contraria, siempre que ambas puedan presentarse como aplicaciones jurídicamente defendi-bles del concepto en cuestión. Así, en los casos límite propios de dicho margen tan jurídicamente lícito, habría podido ser,

390 Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 117.391 Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 118.

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declarar la ruina como no hacerlo o fi jar el valor de un terreno en diez millones o en diez millones y medio”392.

En consecuencia, la única forma de poder sostener las dife-rencias entre las dos instituciones en el ejercicio efectuado por la Administración, al menos desde el criterio cualitativo, (menor imprecisión de la norma habilitante en el caso de los conceptos, por tener un criterio valorativo que impediría aplicaciones administrativas —per se antij urídicas— en la zona de certeza negativa393, entre otras nociones) es abandonando “la oposición una única solución justa/varias soluciones jurídicamente indi-ferentes, y en general, en las limitaciones a la intensidad del control jurisdiccional de la actuación administrativa, para pasar a examinarla desde la perspectiva de la articulación entre el Poder Legislativo y la Administración Pública”394. Pues, será solo la ley la que determine los distintos grados de sometimiento de la orga-nización administrativa al derecho, es decir, en sentido inverso, la densidad e intensidad de este vínculo o sujeción es directa consecuencia del expreso ámbito de libertad o apreciación, según los casos, que la ley haya querido conferirle395.

A su turno, la tesis que expresa su conformidad con la aplicación de los conceptos jurídicos indeterminados en su zona de incertidumbre con la práctica de los poderes discrecionales, como si fueran dos expresiones de un solo instituto —a la sazón, existiría una unión estructural entre ambas— sostenida desde el argumento de la imperfección (inacabado o indeterminado) del supuesto de hecho de la norma jurídica-administrativa que deberá ser remediado a partir de la puesta en marcha de un proceso de integración, tiene al menos tres consideraciones muy

392 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 270.393 Sánchez Morón, Miguel, Ob. cit., p. 120.394 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 270.395 Barnés Vásquez, Javier, Ob. cit., p. 228.

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puntuales que deben ser rebatidas o, en alguna de ellas, comen-tada y valorada favorablemente de manera parcial:a) La tesis defendida ampliamente por Bacigalupo que presen-

ta a la discrecionalidad como un fenómeno que solo puede aparecer y ponerse en ejercicio en el supuesto de hecho normativo, siendo imposible, en consecuencia, que exista una diferente localización de esta fi gura (y lógicamente de los conceptos) en otra parte de la estructura lógico-formal de una norma jurídica.

Sin embargo, y eso si comparto plenamente la posición de Magide, la doctrina jurídico-administrativa española, mu-cho menos la nuestra, nunca ha recogido ni ha sido favorable para implantar una diferenciación o similitud entre estas fi guras basada en las distintas partes normativas, al estilo de la dogmática alemana; la cual, como vimos en los acápites anteriores, tradicionalmente tuvo en la indagación en los distintos segmentos de la norma habilitante, los caminos de explicación e, incluso, de colisión entre corrientes doc-trinales396. Peor aún, resultaría poco importante el criterio mencionado para nuestro propósito, puesto que, como se notará en las siguientes líneas, defendemos abiertamente la atribución de potestades discrecionales mediante cierto tipo de conceptos jurídicos indeterminados, por lo que la discrecionalidad administrativa podría aparecer también en las consecuencias jurídicas.

b) Un segundo punto que considero acertado en el desarrollo de esta teoría, es la posibilidad de que tanto en la aplicación de los conceptos en su zona de incertidumbre o penumbra y el ejercicio discrecional acepten operaciones de corte volitivo. El citado Bacigalupo —como propulsor hispano-americano de las tesis de reacción que propugnaron Koch, W. Schmidtt , entre otros contra la, repetidamente explicada,

396 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 273.

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corriente mayoritaria alemana— en clara crítica a lo que Bachof había presentado como la contraposición entre lo volitivo (la discrecionalidad administrativa) versus lo cognoscitivo (margen de apreciación sobre los conceptos), indicaba que “nada impide considerar que la determinación del signifi cado intencional— a saber, condición que deter-minaría la inclusión o no de un concepto indeterminado en su zona de incertidumbre (¡determinación necesariamente volitiva, pues no cabe juicio cognoscitivo alguno en la vague-dad!), es también —lato sensu— un modo de interpretarlo. Ahora bien, en tal caso no cabría postular ya la naturaleza exclusivamente cognoscitiva de toda interpretación jurídica (…). Las decisiones aplicativas que se adoptan en la zona de incertidumbre de un concepto normativo indeterminado no son, pues, el producto de una operación estrictamente cognitiva (lógico-deductiva), sino, bien al contrario, el pro-ducto de una operación volitiva, operación que consiste, precisamente, en la fi jación por el aplicador de la norma de un criterio de aplicación del concepto —es decir, de una condición sufi ciente para su aplicación o inaplicación— que permita decidir sobre su aplicabilidad o no al candidato neutral de que se trate”397.

Siguiendo esta línea argumental, sería en el caso concreto, cuando aparecen vaguedades e imposibilidades materiales de la interpretación jurídica (que solo permitiría establecer si un supuesto calza dentro de la zona de certeza positiva o negativa de un concepto jurídico indeterminado, pero no la sustentación de la elección entre las varias posibilidades de respuesta o solución en el área incierta, acto que sería volitivo por excelencia), cuando más se debe aceptar que

397 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., pp. 200-201.

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este método debe ser complementado en el propio concepto con “la perfección (¡disyuntiva!, según lo señalado ya) de las reglas semánticas que habrán de regir su aplicación o inaplicación en la zona de incertidumbre”398.

La certera refl exión hecha por Magide, termina por de-rrumbar esta cuestión, “¿No es acaso un acto volitivo la decisión de optar por una de las interpretaciones que se plantean como posibles a la hora de aplicar un concepto jurídico indeterminado? Por otro lado, resulta innegable la participación de elementos cognitivos en la adopción de de-cisiones discrecionales, que no pueden resultar del capricho de la voluntad del órgano decisor, sino que han de partir de la cuidada apreciación de las circunstancias o intereses relevantes (…). Lo volitivo y lo cognitivo pertenecen al ámbito de lo psicológico, y la distinción resulta irrelevante en relación con la argumentación que justifi ca la adopción de una decisión administrativa”399.

Sin embargo, considero que Bacigalupo acierta parcial-mente. Correctamente descubre la falacia de esta supuesta oposición entre estos dos fenómenos fundada en las res-pectivas (y supuestamente diferentes) naturalezas volitiva o cognoscitiva (o de conocimiento), pero, y ese es un punto fl aco de su postura, no termina por responder de manera clara, por qué las operaciones de aplicar e interpretar en la zona nebulosa del concepto son distintas. Por el contrario, esta imposibilidad de argumentar diferencias entre estos métodos se debe a que, en ambos casos, estas actuaciones no se pueden escindir (en suma, son labores propias de una noción extensa de interpretación jurídica necesarias para concretar el concepto mediante criterios intermedios) que resultan completamente utilizables en todas las partes de

398 Ídem, p. 301.399 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 274.

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la fi gura. Obviamente, la utilización de los citados criterios intermedios en las zonas de certeza positiva y negativa serán usualmente imperceptibles (por ser implícitos) y visibles (y hasta controvertidos) en el sector de incertidumbre (donde se ubicarían los supuestos que el autor español llama como candidatos neutrales)400.

c) La negativa de Bacigalupo para aceptar alguna distinción de corte cualitativo entre la discrecionalidad administra-tiva y los conceptos jurídicos indeterminados en su zona de incertidumbre es rotundo. Esto, debido a que ambas producen “la perfección o integración en sede aplicativa del supuesto de hecho —imperfecto— de la norma habilitante (…) se conciben ambas cosas como manifestaciones de un mismo fenómeno de naturaleza (materialmente) normati-va (…) son sino modalidades de un mismo fenómeno: la perfección o integración en sede aplicativa del supuesto de hecho imperfecto (indeterminado o inacabado) de una norma jurídica-administrativa”401; afi rmaciones, que según el autor, pueden ser demostrables en tres planos distintos, en el teórico-normativo (ambos estarían en el supuesto de hecho normativo), en el jurídico-metodológico (ambos se tratarían de operaciones de integración normativa de naturaleza volitiva y no cognitiva) y, fi nalmente, en la programación o vinculación normativa que proveen (teniendo igual intensidad en el control jurisdiccional)402.

El profesor español considera que la reivindicación de esta agrupación estructural va mucho más allá del plano lógico-nor-

400 Magide Herrera, Mariano, Límites constitucionales de las administraciones independientes, 1ra. ed., INAP, Madrid, 2000, p. 276.

401 Bacigalupo Sagguese, Mariano, La discrecionalidad administrativa. (Estruc-tura normativa, control judicial y límites constitucionales de su atribución), Ob. cit., p. 203.

402 Ídem, p. 204.

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mativo (de plantear criterios en un supuesto de hecho normativo para elegir por o entre una o varias posibilidades de actuación, por o entre una o varias consecuencias jurídicas en el ámbito de la discrecionalidad, o de excluir o discriminar candidatos neutrales en el espacio de signifi cación de un concepto jurídico indeter-minado en su zona de incertidumbre), la señalada identifi cación conceptual se necesita a partir de la propias exigencias de la CE (mostrada en los contenidos de los principios de igualdad ante la ley, interdicción de la arbitrariedad y la objetividad en la actua-ción administrativa) que obligarían a este poder público a ejercer regularmente sus poderes discrecionales y la aplicación de los conceptos en su zona de incertidumbre mediante una labor de integración que permita establecer criterios realmente objetivos que perfeccionen las correspondientes normas incompletas, evitando así la arbitrariedad en estas actuaciones.

Claro, si uno observa estas aseveraciones, sobre todo la unifi cación presentada en base a operaciones de la Administra-ción Pública (similares) de determinación o perfección mediante criterios integrativos de normas incompletas, puede llegar a creer y considerar que las diferencias de corte cualitativo no existen entre estas dos fi guras. Pero, no se debe tener apuros (menos en los temas de discrecionalidad) para presentar conclusiones, sin antes haber revisado todo el contenido de una teoría. Al menos, en la formulación de Bacigalupo existe un punto esencial poco tratado, los mentados criterios (intermedios, de actuación o sub-normas) que la Administración Pública utiliza para justifi car su decisión al momento de ejercitar potestades discrecionales o poner en práctica los conceptos jurídicos indeterminados en su zona incierta. La pregunta que vendría a continuación sería ¿son iguales estos criterios, en su origen y características, siempre y en todos los casos?

La contestación a este punto, que será el punto culminante de este acápite, debe enmarcarse en el contexto general que co-

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rrectamente Magide describe, al propugnar la matización de la tesis de Bacigalupo, “El principio de igualdad, el de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos y el de objetividad de la Administración exigen que sus decisiones sean justifi cables, y toda justifi cación remite a razones objetivas (intersubjetivas) que pueden considerarse criterios de actuación de la Adminis-tración y que ésta puede variar justifi cadamente. Por otro lado, la aplicación de un concepto normativo indeterminado es una cuestión de interpretación jurídica en sentido amplio, de con-creción y aplicación del Derecho, en suma”403.

Si se acepta que son distintos, el origen y la calidad de los criterios que servirían como justifi cación de la decisión admi-nistrativa, en uno y otro caso, tal como se hará a continuación, podremos construir la idea de que en el conjunto de los con-ceptos jurídicos indeterminados existen algunos que podrían atribuir potestades discrecionales a la Administración (que se sustentarían en unos criterios muy puntuales iguales al instituto discrecional) frente a otros que si tendrían una naturaleza (con criterios, ergo, con argumentos) radicalmente disímiles.

Esta última posibilidad ya había sido puesta en evidencia en la propuesta de Desdentado cuando planteaba la existencia de conceptos indeterminados jurídicos, que no atribuirían poderes discrecionales propiamente dichos, a lo sumo, un tipo de la fi gura bastante debilitado que sería directa consecuencia de la tarea hermenéutica de la Administración Pública, surgida a partir de “un margen de discrecionalidad instrumental (…) en el que el intérprete se ve obligado a recurrir (…) a criterios justi-fi cativos de segundo orden, que implican considerar que solución es más acorde con la realidad, con la regulación jurídica o con los valores y principios más importantes del ordenamiento jurídico, valorar las consecuencias de las diferentes interpretaciones posibles y decidir

403 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 275.

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qué solución es la más adecuada a la justicia o al bienestar social”404. Frente a los primeros aparecerían los llamados jurídicos-políticos que sí atribuirían a la organización administrativa auténticas potestades discrecionales en toda su magnitud, ya que en estos casos “la norma exige llevar a cabo elecciones de política admi-nistrativa, valoraciones de lo más conveniente para la satisfacción del interés público, o incluso decisiones de organización interna de la propia Administración (…), la Administración realiza una actividad de apreciación y satisfacción del interés público mediante la elección de una determinada política de actuación (…), la decisión fi nal que se adopte dependerá de los criterios que a priori se hayan adoptado acerca de los objetivos a perseguir y de las prioridades que se hayan establecido respecto a diversos fi nes, los cuales variarán indudablemente según la posición del sujeto que realiza la valoración, de sus convicciones e incluso del programa de acción que pretenda desarrollar”405.

Como se notará en la dicotomía planteada, cuando la profesora española apunta a que en ciertos conceptos —los jurídico-políticos— aparezca “un poder de elección atribuido a la Administración —lógicamente permitida por el legislador a través de la norma jurídica— y que ha de ser respetado por los tribunales en el ejercicio de su actividad jurisdiccional”406, simplemente, está reconociendo, de manera implícita, la característica bifronte de la discrecionalidad administrativa que hemos presentado al inicio de este capítulo y, adicionalmente, la posibilidad real de que ésta aparezca habilitada en favor del órgano administrativo competente, mediante una remisión parcial efectuada por la norma (a través de un concreto concepto jurídico indeterminado), como ya adelantamos, a fi n este poder público pueda determinar

404 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 124 (la cursiva es nuestra).405 Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., pp. 125-126 (la cursiva es nuestra).406 Ídem, p. 127.

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el interés general a partir de la ponderación de los intereses en juego407. Entonces ¿que más si no la pura y dura discrecionalidad administrativa habilitada mediante una fi gura (que muchos) consideraban un medio de extinción de nuestro objeto?

Ahora bien, en uno y otro caso, se deberá entender que la decisión administrativa que asuma cualquiera de los dos tipos de conceptos jurídicos indeterminados, podrá y deberá funda-mentarse en criterios bastante distintos. Por un lado, los conceptos que atribuyen discrecionalidad, forjarán una decisión que deberá acudir, obligatoria y necesariamente, a criterios extrajurídicos que la justifi quen (pueden ser todos o no), porque “el ejercicio de la discrecionalidad supone la participación de la Administración del interés general, y que éste se determina a partir de los intere-ses concurrentes. En consecuencia, los argumentos que justifi can el ejercicio de la discrecionalidad de la Administración han de dirigirse a justifi car la concreta ponderación de dichos intereses que realice la Administración”408.

407 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 283.408 Ídem, p. 277. En sentido similar, el profesor Beltrán de Felipe ha aceptado

que los criterios de oportunidad (obviamente extrajurídicos) son razones válidas para fundamentar un acto de la Administración Pública en el Esta-do de Derecho, indicando que “también las apreciaciones de oportunidad son queridas —y limitadas— por el Derecho, razón por la cual no cabe contraponer; al menos de manera absoluta, legalidad y oportunidad”. Ver. Beltrán de Felipe, Miguel, Ob. cit., p. 24. Debe entenderse que la contraposición legalidad versus oportunidad, muy tratada por algunos autores para solventar el control judicial de la discrecionalidad adminis-trativa, es sencillamente insostenible en las actuales circunstancias, ya que la decisión discrecional basada en razones extrajurídicas (encuadradas en la criterios de oportunidad) proviene del ejercicio de potestades del mismo corte que han sido permitidas y habilitadas por el ordenamiento. Por tanto, estos poderes resultan jurídicamente correctos, son queridos y permitidos por el Derecho. No creo que sea posible aceptar la tesis de Fernández Rodríguez que mira a los criterios de oportunidad como la incapacidad del Derecho para poder brindar —siempre— los argumentos

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Lógicamente, es imposible explicar la aplicación adminis-trativa de estos conceptos basada en criterios extrajurídicos, solo desde la norma jurídica-administrativa que lo contiene. Por el contrario, deberá considerarse que las diversas actividades u operaciones (políticas, sociológicas, económicas, en extenso, de valoración u oportunidad)409 que la Administración pueda realizar para formar su decisión, deben quedar fuera de los alcances de la interpretación jurídica (y de los criterios que se puedan obtener en función de ésta), ergo, de la propia norma positiva. En suma, la labor hermenéutica en general, no se utiliza (ni sería útil, ni bastaría) de ninguna manera en la práctica de estos conceptos jurídicos indeterminados, ya que la defi nición administrativa del interés general a partir de la ponderación de los intereses en juego (que podría generar múltiples soluciones correctas, rasgo típicamente discrecional), aparecida en estos casos, desde la propia remisión normativa (desde la propia voluntad del legislador), exige que este poder público lleve “a cabo elecciones de política administrativa, valoraciones acerca de qué es más conveniente para la satisfacción del interés pú-

que permitan obtener la solución más justa. Este autor indica al respecto que “el Derecho en su conjunto es un sistema complejo de respuestas que se resiste, como es obvio, a ser expresado en fórmulas estereotipadas como la Matemática o la Química. Por eso no puede tampoco afi rmarse en abstracto y por adelantado en todos los confl ictos posibles dónde el Derecho no podrá llegar en ningún caso. En muchos de ellos no dará de sí de facto lo sufi ciente por muchas y variadas razones (…). Allí donde no llegue podrá, si se quiere, explicarse a posteriori este resulta-do afi rmando la libertad de la Administración para tomar sus propias opciones o califi cando éstas y su concreta elección como una cuestión de mera oportunidad por quienes sientan apego a tales ideas y no acierten en comprender sin ellas la Administración de nuestros días, aunque tal explicación adicional sea, ya en rigor, innecesaria”. Ver. Fernández Rodríguez, Tomás-Ramón, Ob. cit., pp. 95-96.

409 Cfr. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 128

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blico o incluso decisiones de organización interna de la propia Administración”410.

Entonces, lo importante en este punto, desde la puntuali-zación preliminar, es encontrar algunas pistas en la respectiva norma habilitante, que permitan descubrir si nos encontramos ante un concepto que atribuye discrecionalidad a la Adminis-tración Pública o no. Y creo, que la respuesta ha sido claramente esbozada por Magide, al asumir dos factores que serían funda-mentales para este propósito, “un análisis fundamentalmente teleológico de la norma en busca de dicha remisión en favor de la Administración, y la comprobación de si la aplicación de si el concepto en cuestión exige, o implica necesariamente, que el órgano competente termine de defi nir el interés general mediante una ponderación de intereses en presencia”411.

A contrario sensu, existen conceptos jurídicos indetermi-nados que no atribuyen discrecionalidad administrativa, ya que no permiten que la Administración Pública pueda ponderar intereses en un caso concreto, debido a que esta actividad ha sido previamente materializada por el legislador en la respectiva norma jurídica. Por lo que, en este supuesto, deberá considerarse que la actuación de este poder público se encuentra completa-

410 Ídem, p. 125.411 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 283 (la cursiva es nuestra). Las

características descritas de esta clase de conceptos fi jan varias razones para modular su fi scalización judicial (recaída sobre el acto adminis-trativo que lo contiene). Esta aseveración debe llevarnos a un control judicial que tome en cuenta que la aplicación de éstos exige una valo-ración política de fondo, con la posibilidad de obtener varias opciones válidas y no una única solución correcta, es decir, presuponen una toma de posición valorativa y de oportunidad por parte del órgano competente para adoptar la correspondiente decisión. Si no se asume esto, habrían muchas posibilidades de que el juez usurpe funciones (administrativas) que no le han sido otorgadas por el ordenamiento (y menos por la propia Constitución). Ver. Desdentado Daroca, Eva, Ob. cit., p. 128.

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mente predeterminada por la norma habilitante en cuestión y deberá atenerse a aplicar lo que el Derecho (positivo) ha dispues-to. Estamos, en consecuencia, ante decisiones que provienen y se justifi can por su referencia a la norma y al Derecho en general, que usan exclusivamente criterios jurídicos admitidos desde la interpretación jurídica (en las tareas de concreción de la norma mediante el razonamiento jurídico)412.

En el sentido expresado, el TS referido a los conceptos de riesgo para la salud y posición en el mercado del infractor contenidos en la LGDCU (utilizados por la Administración demandada para imponer en grado máximo una sanción administrativa contra el particular) había indicado que la aplicación hecha de éstos no constituye el “ejercicio de una potestad discrecional, sino que estamos ante conceptos jurídicos indeterminados (los indicados), que la Administración llenó valorando el contenido del expediente en atención a las circunstancias que dieron origen a la elaboración del producto (…). La califi cación de la infracción hecha por la Administración constituye un caso de aplicación de la ley, puesto que aquella conducta infractora, fue subsumida en la categoría de infracción grave conforme a la ley”413.

Podría resultar difícil explicar que en esta clase de concep-tos (como podría ser el caso de los mencionados en el párrafo anterior, o situación fi nanciera de excepcional gravedad, o, Estado ruinoso) se puedan adoptar criterios jurídicos —en su zona de incertidumbre— que provengan (y se defi nan) desde ámbitos no jurídicos (como la economía, administración bancaria, o la ingeniería civil). La respuesta frente a esta aparente contradicción es muy simple. La remisión y exigencia que la norma hace de ellos permite su juridifi cación y posterior aplicación mediante

412 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., pp. 277-278.413 STS 3146/1993 F.J. 3.

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operaciones interpretativas en sentido amplio414. En suma, el uso de diversos criterios (de cualquier naturaleza) en la labor de concreción normativa podría encauzarse a través de una legítima labor de interpretación jurídica (se podrían considerar jurídicos) si vienen impuestos y se refi eren directamente a la norma; lo cual, genera que la decisión administrativa solo pueda aducir como argumentos justifi catorios a los conceptos expresamente incluidos en el precepto, pero nunca a consideraciones extra legem, ubicadas en la línea argumental de ponderar o salvaguardar otros intereses públicos no previstos en el contenido positivo de ésta415.

Por lo dicho, debe tenerse presente que a pesar que “la norma imponga el recurso a leges artis propias de los diferentes ámbitos de actuación de la Administración, que en ocasiones pueden ser enormemente complejas, inciertas en su aplicación y relativamente discutibles de acuerdo con el estado de saber en el sector de que se trate, pero que quedan juridifi cadas por venir su empleo impuesto por la norma, y con cuyo uso la norma no pretende remitir al órgano que actúa la confi guración fi nal del interés general mediante una labor de ponderación de los intereses en presencia”416.

414 Cfr. Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 278.415 Ídem, pp. 279-280.416 Magide Herrera, Mariano, Ob. cit., p. 283 (la cursiva es nuestra).

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A modo de conclusión

1. La arbitrariedad y la discrecionalidad son esencialmente diferentes. No se puede, no al menos desde la ciencia jurídi-co-administrativa, equiparar los sentidos absurdo, insensato y antisistémico de la arbitrariedad producidos a partir del ejercicio de las potestades por parte de la Administración Pública, con la posibilidad de que ésta pueda confi gurar (legítimamente) el interés general desde la ponderación de los intereses en juego por expresa y querida remisión del legislador, actividad propia de los ámbitos discrecionales en los cuales usualmente y sin mayor asombro se desenvuelve este poder público.

2. La lucha jurídica contra la arbitrariedad de los actos de los poderes públicos es constante y cotidiana. El Derecho administrativo ha sido un pilar fundamental para que el Estado de Derecho (principalmente a través del principio de legalidad) pueda convertirse, desde sus orígenes hasta sus evoluciones más recientes, en una verdadera muralla contra todo acto arbitrario de la Administración Pública.

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En cualquier caso, las construcciones conceptuales siempre tuvieron una sola guía, la destrucción de todo signo de arbitrariedad en la actuación de los poderes estatales, pues ésta era nociva, atentatoria de los derechos de los ciudadanos y, en general, contraria al contenido del propio Estado de Derecho.

3. El sentido peyorativo, y en grado extremo, antij urídico de la arbitrariedad, no es una realización conocida desde siempre (y por todos) en la ciencia jurídica. Más bien, hubo un buen tramo de tiempo en que esta palabra (y alguna variante) fue entendida como una forma correcta y hasta regular de llevar adelante actividades de manera libre (el citado libre arbitrio). Solo fue hasta el siglo XVIII que empezó un recorrido negativo para este término, esencialmente por las fuertes afectaciones que su contenido podía representar para la razón, indispensable para producir los actos del hombre, y luego (con los trabajos de Locke en el mundo anglosajón) con las repercusiones que ésta podía estar en el propio ac-tuar, obligatoriamente objetivo y racional, que debían tener los recién aparecidos poder públicos modernos (surgidos luego de la caída del absolutismo). El cierre de este punto histórico para la arbitrariedad se dio con la implantación en el periodo revolucionario francés de una nueva categoría del ilícito: el acto arbitrario cometido exclusivamente por los agentes del Estado.

4. La defi nición que se pueda dar de arbitrariedad debe tener en cuenta al menos dos componentes fundamentales: el sentido común (como patrón estándar tenido por todos los seres humanos que permite indagar si los actos producidos libremente son justos) y la razón, concepto último sobre el que recaerá la práctica del primero para poder responder de manera correcta a las necesidades actuales de limitación y control de los que siempre imponen comportamientos

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A MODO DE CONCLUSIÓN 223

obligatorios a terceros: los poderes públicos. Ambas nocio-nes fusionadas, pueden otorgar un concepto seguro de la arbitrariedad que pueda ser utilizada en la tesis de que en el Estado de Derecho es imposible aceptar (es más, se deben extirpar) actuaciones irracionales de los poderes públicos, sustentadas únicamente en su respectiva autoridad (en el ejercicio desnudo de sus potestades).

5. El Estado de Derecho y sus más signifi cativos principios (el de legalidad y reserva de ley), a pesar de que no han perdido valor (siguen siendo fundamentales tanto que se encuentran, en muchos casos, constitucionalizados) se han transformado con el paso del tiempo. El peso de la realidad, la vorágine y las necesidades sociales actuales (ergo, los requerimientos del propio interés general) reclaman efi cacia (rapidez) con franca jurididicidad en la actuación de la Administración Pública. Y esto, solo puede ser cubierto si repensamos y permitimos que la idea del primer constitucionalismo liberal europeo no nos ciegue en la búsqueda de nuevos trazados conceptuales. Estamos en otra época, en una en la que el poder público debe actuar efectivamente (no puede mante-nerse al margen de la confi guración del orden social) pero sin desvincularse —en lo absoluto— a los límites sujetorios impuestos por el Derecho (tomando como pretexto el afán por lograr mayores cometidos y emprendimientos). No po-demos perder, por una supuesta agilidad administrativa, lo que tanto ha costado construir a lo largo de la corta historia del Derecho administrativo.

6. La discrecionalidad administrativa es una fi gura total y completamente jurídica, que deberá ser aceptada como un margen de libertad (en sentido fi gurativo) producido desde la norma emitida por el legislador que plantea especiales consideraciones en las labores de fiscalización judicial recaídas sobre este tipo de actos producidos por la Admi-

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nistración Pública. La discrecionalidad administrativa es entonces un fenómeno de naturaleza bifronte (colocado de cara a la actividad de dos poderes públicos distintos) pero que centra su inicio, desarrollo y explicación real en la primara (y más importante) relación aparecida entre el legislador y la organización administrativa, razón por la cual, los argumentos más importantes para entenderla están centrados en la norma legal que habilita de estas específi cas potestades a la Administración, más que en el control juris-diccional materializado en el contencioso-administrativo.

7. La actividad discrecional al implicar la configuración administrativa amplia del interés general a partir de la remisión normativa permitida (y dejada de hacer) por el legislador, implica la actuación de este poder público desde criterios muchas veces extra-jurídicos, que no son asumidos ni pueden ser rastreados desde la propia norma jurídico-administrativa habilitante (ni siquiera desde el Derecho). Ésta es la verdadera expresión de un ámbito libre en el que la Administración puede (y debe) hacer múltiples operacio-nes, todas ellas igualmente pertinentes, en la que la única solución justa es imposible, ya que muchas respuestas y soluciones pueden ser útiles para defi nir el interés público a salvaguardar, a partir de la ponderación de intereses priva-dos puestos en juego en el caso concreto. Éstos argumentos nos debe llevar a pensar que la explicación jurídica de la fi gura discrecional pasa por entender que ésta, indubitable-mente, tiene un contenido político (que muchas veces, antes y hasta ahora, la hizo incomprensible, de manera aparente, para el Derecho administrativo).

8. Existen serias imposibilidades para aceptar que la discre-cionalidad administrativa solo aparezca confi nada a los supuestos de hecho o a las consecuencias jurídicas, en la específi ca estructura de una norma jurídico-administrativa

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que permita su otorgamiento en favor de una Administra-ción Pública. La discrecionalidad no puede encajar en la idea del aislamiento por diferentes partes normativas, en aras de explicarla, reducirla, contraponerla contra otros institutos (los conceptos jurídicos indeterminados) o, incluso, permitir su extinción (la idea de centrarla y poner todos los esfuerzos en la secundaria relación de control judicial, la de la Admi-nistración y el juez), ya que ni se puede argumentar razones favorables para seguir manteniendo estas dicotomías me-diante apotegmas difi cultosos (muchas veces imposibles) de sostener (como el principio de unidad de solución justa en la zona de penumbra del concepto jurídico indeterminado) ni se puede pretender (como reacción) tratar de limitar la discrecionalidad a los supuestos de hecho normativos, sin observar que existen posibilidades serias que nuestra fi gura aparezca en las consecuencias jurídicas (mediante la explicada atribución efectuada por cierto tipo de conceptos jurídicos indeterminados que permiten la confi guración del interés general a la organización administrativa correspon-diente).

9. La discrecionalidad administrativa es una fi gura que se ha desenvuelto con altas dosis de polémica y enfrentamiento en la ciencia jurídico-administrativa (basta solo ver los encarnizados debates y las diferentes corrientes teóricas y jurisprudenciales que han existido a lo largo de los años). Sin embargo, hay un punto en común sostenido en todas las posturas opuestas que ha permitido darle la relevancia a esta institución (mostrada en una bien lograda armazón con-ceptual desprendida desde la doctrina hacia los tribunales), esto es la importancia —cualitativa y cuantitativa— actual que tiene esta fi gura en el desenvolvimiento administrativo, imposible de ser negada y que promete quedarse por mu-cho tiempo más, al menos si seguimos entendiendo que la legislador no puede regular todo con la debida densidad y

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detalle, es más, nunca lo pudo hacer realmente. Todas estos son argumentos son razones más que justifi catorias, que obligarían a darle a esta fi gura una importancia jurídica real y seria (sobre todo en el Derecho administrativo peruano).

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el mes de octubre de 2011,por encargo de Palestra Editores S.A.C.

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