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MUJERES DE LA BIBLIA TOMO 1 - MUJERES DE LA BIBLIA MUJERES DE LA BIBLIA Tal como Dios lo dispuso, los hombres siempre han tomado el liderazgo en la escena del mundo. Han gobernado, han legislado, han forjado la historia. Las mujeres en su honorable lugar secundario, cumplieron su destino dando a luz y criando a futuros reyes y comandantes, legisladores y forjadores de historia. Ellas amalgamaron estrechamente sus vidas con la de los hombres a quienes pertenecieron como compañeras matrimoniales. Siguieron hasta la muerte como una sombra correspondiente a la imagen de sus esposos y se ubicaron junto a ellos en las galerías de la historia. Por eso, al oír el nombre de Abraham se espera oír el de Sara; al nombrar a Isaac, el nombre de Rebeca surge junto al suyo. Sufrieron, amaron, callaron y murieron esperando lo que Dios está preparando para que lo alcancemos todos juntos. Nos fortalece exaltar aquellas imágenes humanas. El ayer revive y se actualiza en las palabras de ellas. La Biblia dice muy poco que revele la personalidad y los sentimientos que tuvieron. Pero al reconstruir el momento histórico que les tocó vivir, podemos ver las circunstancias que enfrentaron y los hechos que más se hicieron sentir en sus vidas. Ciertamente, hay muchos vacíos que llenar y tenemos que confiárselos a la imaginación. Pero todo lo que se puede rescatar del ayer, real y documentado, nos provee un marco auténtico en el cual colocar a las mujeres del lejano pasado. Este libro es simplemente una interpretación liberal de lo que pudieron haber sido los sentimientos y las reacciones de ellas ante las etapas históricas que les tocó vivir ante el entorno. Es una reconstrucción novelesca de

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MUJERES DE LA BIBLIA TOMO 1 - MUJERES DE LA BIBLIA

MUJERES DE LA BIBLIA

Tal como Dios lo dispuso, los hombres siempre han tomado el liderazgo en la escena del mundo. Han gobernado, han legislado, han forjado la historia. Las mujeres en su honorable lugar secundario, cumplieron su destino dando a luz y criando a futuros reyes y comandantes, legisladores y forjadores de historia. Ellas amalgamaron estrechamente sus vidas con la de los hombres a quienes pertenecieron como compañeras matrimoniales. Siguieron hasta la muerte como una sombra correspondiente a la imagen de sus esposos y se ubicaron junto a ellos en las galerías de la historia. Por eso, al oír el nombre de Abraham se espera oír el de Sara; al nombrar a Isaac, el nombre de Rebeca surge junto al suyo.

Sufrieron, amaron, callaron y murieron esperando lo que Dios está preparando para que lo alcancemos todos juntos.

Nos fortalece exaltar aquellas imágenes humanas. El ayer revive y se actualiza en las palabras de ellas.

La Biblia dice muy poco que revele la personalidad y los sentimientos que tuvieron. Pero al reconstruir el momento histórico que les tocó vivir, podemos ver las circunstancias que enfrentaron y los hechos que más se hicieron sentir en sus vidas. Ciertamente, hay muchos vacíos que llenar y tenemos que confiárselos a la imaginación. Pero todo lo que se puede rescatar del ayer, real y documentado, nos provee un marco auténtico en el cual colocar a las mujeres del lejano pasado.

Este libro es simplemente una interpretación liberal de lo que pudieron haber sido los sentimientos y las reacciones de ellas ante las etapas históricas que les tocó vivir ante el entorno. Es una reconstrucción novelesca de sus vidas, con la ayuda de la arqueología y la historia registrada. Es un esfuerzo por verlas, oírlas y seguirlas como seres vivos y vibrantes, que las cenizas del pasado no pudieron sepultar. Siguen teniendo voz propia; siguen siendo ejemplos amonestadores y edificantes.

Por eso es muy bueno que las dejemos hablar.

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MUJERES DE LA BIBLIA TOMO 1 - MUJERES DE LA BIBLIA

LA ESPOSA DE CAÍN

Espinos y abrojos al este del Paraíso

Génesis capítulo 4 – Judas versículo 14

Entre las impresiones imborrables de mi niñez está la imagen de un parque vedado para los descendientes de Adán. De tanto en tanto, nosotros, los únicos habitantes de la tierra, nos acercábamos a aquel lugar histórico y los contemplábamos desde afuera.

La imponente visión de los querubines con las espadas giratorias de fuego a la entrada del Edén, hacía palpitar muy fuerte el corazón. Esas espadas estaban indicando que Jehová no había olvidado la ofensa que nuestros padres le habían hecho. El Edén estaba rodeado de montañas, solo tenía un lugar de acceso, bien custodiado. Nadie podría burlarse de Dios apoderándose de aquel jardín único, que El no daría a quien no lo mereciera. Fuera del Edén la tierra estaba seca y dura. ¿Qué había pasado con aquella niebla que brotaba del suelo para mantener la vegetación fresca y viva dentro del huerto, como nuestros padres nos contaban? Vivir y alimentarse era arduo trabajo entonces. Teníamos que permanecer cerca de algún río para poder cultivar algo para comer.

¿Dónde estarían los leones mansos que jugaban con Adán y Eva y les lamían amigablemente la mano? Las bestias salvajes que nos rodean ahora, están llenas de desconfianza. Tienen una mirada agresiva y huyen de nosotros. Al quebrase la amistad entre el hombre y Dios, se ha hecho mucho más difícil la amistad entre el hombre y los animales. Hay brechas muy profundas que dividen a la creación. La serpiente, astuta y mal intencionada, comenzó la desunión.

Adán nos contó muchas veces acerca de la sentencia de Dios. Lo veíamos labrar el suelo con herramientas improvisadas y comer el pan producido con sudor y esfuerzo. Pero la parte de aquella sentencia que realmente atrapaba nuestra imaginación con inagotables sugerencias, estaba en las palabras pronunciadas contra la serpiente que los había inducido a la rebelión: “Sobre tu vientre irás y polvo es lo que comerás todos los días de su vida. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la descendencia de ella. El te magullará en la cabeza y tú le magullarás en el talón”.

Abel frecuentemente repetía esa profecía palabra por palabra. Su natural inclinación a analizar y profundizar las cosas lo llevaron a la conclusión de que, si Dios había prometido que alguien vendría a quebrantar la cabeza de la serpiente, eso significaba liberación para la prole de Adán.

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Abel era un amoroso pastor de ovejas y eligió un cordero perfecto entre sus manadas para hacer una ofrenda a Jehová, en expresión de gracias por habernos hecho esa promesa que nos daba una esperanza y atenuaba la impresión de ser simplemente los hijos de un condenado a muerte.

Caín nunca quería ser menos que su hermano menor. El también amontonó piedras para hacer un altar y trajo una ofrenda de vegetales y frutas que cultivaba. Jehová aceptó la ofrenda de Abel consumiéndola, pero dejó intacta la ofrenda de Caín. Razonando sobre esto con Abel, llegamos a la conclusión que, lo que Dios pedía del hombre eran sacrificios vivos, como el cordero. Sin duda había razones importantes, pero no las entendíamos. Dios nos estaba dando una lección práctica. Pero Caín no lo tomó así. Para él, fue un desprecio de Dios; se vio relegado a segundo término, a pesar de ser el primogénito de Adán. Después de esto comenzó a cultivar odio en su corazón contra Abel. Un día amargo, un día que no debió existir, invitó a nuestro hermano a acompañarlo al campo, donde ninguno de la familia pudiera interferir en sus planes, y allí lo mató.

Ese hecho nos puso frente a una realidad que hasta entonces no habíamos tenido muy en cuenta. La muerte existía, se podía causar con cualquier instrumento, con palos o piedras, aún con dos manos crispadas de furia. Abel, nuestro hermano sereno, razonador, pacífico, fue el primer muerto humano que vimos. Nos agrupamos todos alrededor de él, menos Caín. Perplejos y angustiados, lo contemplamos durante algunas horas, sin convencernos de su mutismo y su inmovilidad eran definitivos, y al fin lo enterramos. Era un hecho vil que no podía quedar sin castigo.

Poco después, Caín le contó a nuestros padres que Dios mismo le había pedido cuentas de la sangre de Abel y lo había sentenciado a hacer vida de fugitivo. Tuvo la osadía de quejarse acerca de su castigo y decir que era demasiado severo. Sabía que de allí en adelante no tendría paz y no podría quedarse mucho tiempo en ningún lugar. Eligió la tierra al este del Paraíso para peregrinar en ella, pero no quería irse solo. Le pidió A Adán que me enviara con él como esposa suya.

Yo sentí miedo cuando mi padre me habló de eso. ¿Debo vivir toda la vida atada al hombre que mató a Abel? – le pregunté.

De nada te valdría resistirte, hija. El no reconocerá tu negativa. Si no te sometes a él te tomará por la fuerza, como hace con todo lo que le codicia. En cambio, si lo aceptas buenamente, puedes ser una influencia beneficiosa que le ayude a controlar su rebeldía.

Para reforzar sus argumentos, Adán me recordó el mandato de la procreación que Jehová les había dado al bendecirlos es su día de boda en el Edén, en el cual yo también debía participar.

No había más que decir. Desafiar a Caín era imposible. Negarme a ser su esposa quizá significaría morir en sus manos, como Abel.

Ante la familia reunida para despedirnos, me dispuse a seguirlo, si alternativa, sin ilusiones, sin entusiasmo. Las oscuras perspectivas del futuro solo tenían algunos rasgos consoladores. Me atraía la idea de criar hijos y más tarde tener a los hijos de ellos sobre mis rodillas. El ver la tierra poblándose a nuestro alrededor sería una compensación por este matrimonio lleno de interrogantes y temores.

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Acampamos en lugares distintos de la tierra de Nod, la tierra del Fugitivo, como se le llamó a esa extensa zona al este del Paraíso.

Nació nuestro primer hijo, Enoc, pero esto no cambió la disposición mental de Caín. Siempre estaba huyendo de algo. Nunca volvió a ser aquel joven alegre, que venía a mostrarnos con orgullo los frutos obtenidos de la tierra. Cada vez se parece más a Adán, vacío por dentro, pero siguiendo algún pensamiento oscuro. Necesitaba un lugar donde enterrar sus vacilaciones y remordimientos, un lugar con bullicio y movimiento donde aturdirse, por eso fundó la primera ciudad y le dio el nombre de su primogénito, Enoc. Al lado de Caín siempre me sentí sola, insegura, sin saber cual iba a ser mi próximo paradero. Pero ahora, las nuevas generaciones están inventando cosas que hacer más interesante la vida. Algunos descubrieron vetas de metales en la tierra y comenzaron a fundirlos. Idearon maneras de darles formas y hacer vasijas y herramientas variadas. Son aficionados a la cría de ganado, pero a menudo pelean entre ellos por la posesión de ciertos animales. La falta de paz de Caín, sus desconfianzas y temores, llegaron a ser también la triste herencia de sus descendientes. Muchas veces se repite el drama en que el más fuerte o el más rápido para actuar, le quita la vida a su adversario. Las contiendas se hacen cada vez más peligrosas, ya que los fundidores de metales empezaron a fabricar cuchillos, hoces para podar y otros instrumentos cortantes que ahora aparecen en cualquier pelea.

Una nota alegre en medio de ese cuadro la proporcionó Jubal en la sexta generación, al inventar los instrumentos musicales, arpas, flautas y caramillos. La música tiene un efecto sedante que nos compensa por tantas tensiones.

Otro invento interesante fue el de la escritura. Con una pequeña cuña de metal se graban signos que representan ideas o acciones, sobre planchas de barro blando amasado, que luego se dejan secar al sol o en un horno de cocer tortas.

Mi padre nos refirió todo lo que sabía de la creación de los cielos y la tierra, tal como Dios se lo reveló cuando tenía una relación armoniosa con su Creador. También le enseñó cómo habían sido criados él y la esposa que le dio para cumplir el mandato de procreación. Todo esto fue escrito en tablas de arcilla antes de su muerte para instrucción de sus descendientes. Algunas de nuestras preguntas nunca tuvieron respuesta, porque después de la sentencia de Dios y de haberlos expulsado del Edén, el Creador nunca volvió a dirigirles la palabra.

Algún tiempo después de la muerte de Abel, que no había tomado una esposa ni dejó descendencia, mamá tuvo oto hijo varón, al cual llamó Set y lo recibió como una compensación por la pérdida de Abel. Los descendientes de Set resultaron ser más sosegados, más unidos y amorosos que los nuestros. Se ve que agradaban a Jehová con su manera de ser y El los bendice con la paz.

En la sexta generación de Set nació un hombre que se llama Enoc, igual que nuestro primer hijo. El se identificó como profeta de Jehová y nos hizo pensar mucho anunciando que habrá un castigo general de Dios para la maldad, que ha llegado a ser un azote que nos quita el gozo de vivir. Enoc habla de miríadas que vienen al mando de Dios para castigar a los impíos.

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Yo estoy ahora muy avanzada en años y tengo muchas interrogantes en la mente sobre el futuro de este mundo que vi formarse a partir de nosotros, la primera familia humana. Evidentemente, todo anda muy mal.

El Dios a quien mis padres le dieron la espalda no se ha encerrado en el Edén sin importarle lo que pasa afuera. No está muerto ni dormido.Tal como marcó los tiempos y sazones de la creación, ahora está señalándole a la humanidad descarriada que tiene un plazo para actuar y un juicio para enfrentar.

Por eso ha levantado un profeta, para advertirnos sobre lo que tiene que venir.

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La esposa de Noé

La emoción de una experiencia irrepetible

Génesis capítulos 6; 7; 8 y 9

Desde niño, Noé se sintió profundamente atraído y preocupado por el mensaje que su bisabuelo, Enoc, había recibido de Dios, el cual señalaba a un día futuro en que habría un ajuste de cuentas con los inicuos. Su temor de ofender al dios verdadero le hizo vigilar sus caminos e medio de un mundo n que la maldad y la violencia se intensificaban continuamente.

Una multitud escuchó ese mensaje con indiferencia, solamente unos pocos lo tomaron en serio. Pero, sea que lo creyeran o no, nadie pudo dejar de reconocer que Jehová tuvo un profeta en esos primeros años del mundo. Jehová probó que los inicuos no pueden burlarse de sus juicios. Mi familia y yo tuvimos el privilegio de atestiguarlo.

El mundo no le perdonó a Enoc su desafío. Muchos se levantaron contra él para hacerlo callar. Como no pudieron amedrentarlo, querían quitarle la vida. Pero Jehová lo libró de la violencia que lo rodeaba, borrándolo del escenario terrestre y nunca más fue hallado. Así demostró dios que sus siervos le pertenecen, y viven o mueren según su voluntad.

El mundo que nos rodeaba se fue hundiendo poco a poco en la iniquidad. En los últimos días aparecieron los gigantes que fueron llamados “hijos de Dios”. Eran violentos y provocadores. A cualquier mujer que les llamaba la atención la conquistaban con astucia y se la llevaban, convencida o aterrada. No aceptaban ruegos ni razones. No querían ser nada menos que amos y señores de la humanidad que los contemplaba impotente y atónita. Los hijos que los gigantes produjeron, los Nefilim, de imponente destreza y fuerza, crecieron con la misma disposición. Atropellaban los derechos de los demás, deshacían hogares y sometían mujeres, pisoteando los sentimientos y los escrúpulos del hombre común.

Cuando aquella nueva situación se presentó en la tierra, Noé era soltero todavía. Dios le comunicó que se proponía borrar de la existencia aquel sistema y que su paciencia para tolerar el error duraría solamente 120 años. Dentro de ese período, Noé decidió casarse y tuve la bendición de ser su elegida. Vimos crecer a nuestros tres hijos, cultivando la esperanza de que se salvaran junto a nosotros cuando viniera el derrumbe de aquella civilización pecaminosa.

Cam se destacaba mucho entre los jóvenes por su piel oscura. Sem nos llenaba de gozo con su buena disposición hacia lo espiritual. Jafet tenía sus buenas cualidades como hijo obediente y compañero de sus

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hermanos. Felizmente, hallaron buenas esposas que tomaron en serio los mandatos recibidos por Noé y cooperaron de corazón en la construcción del arca y los preparativos previos al gran diluvio.

Muchas veces comentamos con Noé que, evidentemente, la mano de Jehová estaba en todo lo que tenía que ver con nuestra pequeña familia. El mundo se había llenado de burladores. Entre los padres y hermanos de nuestras nueras, no hubo nadie que nos escuchara respetuosamente, nadie que se esforzara por alcanzar la salvación. Pero Dios no permitió que la fe de ellas se debilitara ni que fueran influidas por la oposición, ni puestas en contra de sus esposos.

Cuando el arca estuvo terminada, algo maravilloso sucedió. Animales de toda clase, aún los que nunca se acercan al hombre, empezaron a salir de los bosques cercanos y a rodearnos. Jehová le dio a Noé el mandato de entrar en el arca con toda su familia y hacer entrar a los animales, porque faltaban solo siete días para abrir las compuertas de los cielos y dejar caer agua a raudales por cuarenta días y cuarenta noches.

La emoción de aquellos momentos decisivos es muy difícil de describir. Ver entrar los animales al arca y ubicarlos en sus correspondientes lugares. Disfrutar de la docilidad con que se dejaban guiar y pensar que iban a ser nuestros amorosos compañeros de viaje en camino a un nuevo mundo, era una experiencia desconocida y única. En aquella gran caja alquitranada que habíamos construido con esfuerzo por tantos años, se centraba el interés amoroso del creador. Parejas de animales de diferentes géneros, capaces de producir variedades de especies, y los únicos representantes del género humano que habíamos probado la autenticidad de nuestra fe.

Cuando la última pareja de animales entró, un golpe de viento cerró la puerta del arca. Ahora empezaba el capítulo culminante de aquella maravillosa aventura, con hondos sentimientos mezclados. Sabíamos que el mundo corrupto estaba pereciendo fuera del arca, pero entre ellos había gete que había tenido gestos de amor y bondad hacia nosotros, que se habían hecho querer y nos dolía pensar que no los veríamos más porque no habían creído en el mensaje de Dios, ni habían estimado el don de la vida.

Las muchachas lloraban por sus familias y los muchachos las consolaban. Noé les decía: Debemos recordar que es lo ellos eligieron, Jehová no nos autorizó a hacerlos entrar contra su voluntad. La salvación es un regalo de Dios, pero si hay que forzar a alguien para que la acepte, ya no es un don gratuito. No debemos llorar por el juicio justo de Dios debemos respetar su voluntad aunque nos duela, porque lo que El hace y dispone siempre es lo mejor.

A medida que pasaban los días nuestra debilidad humana fue dando paso a la resignación y al equilibrio. Nos acostumbramos al sonido constante de la lluvia, que antes no conocíamos, ese monótono y serio monólogo representaba en ese momento, muerte para unos y vida para otros. Hallábamos placer en las tareas diarias, dándole de comer a los animales. Tratábamos de idear nuevas maneras de preparar cereales y granos, sabiendo que, por un largo tiempo no veríamos frutas ni vegetales frescos.

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Noé le encargo a nuestros hijos que fueran tomando notas en planchitas de arcilla, con una cuña de metal, de cualquier novedad que se produjera durante el viaje, con su correspondiente fecha, para no olvidar nada. Así quedó registrado que el diluvio comenzó el día 17 del segundo mes, en el año 600 de la edad de Noé. Las aguas siguieron subiendo durante 140 días y el arca flotaba en seguridad sobre ellas. Hasta las más elevadas cumbres fueron cubiertas. Si los gigantes, con su fuerza sobrehumana, habían alcanzado los lugares más altos, de nada les habría servido. Un viento fuerte empezó a remolinear sobre aquel inmenso océano y las aguas comenzaron a bajar. Cuando llevábamos cinco meses flotando a la deriva, el 17 del mes séptimo, sentimos un gran sacudimiento y nos dimos cuenta de que habíamos encallado en una montaña.

Durante otros cinco meses, las aguas siguieron decreciendo y al décimo mes, en el primer día empezaron a verse las cimas de las montañas. Ahora sabíamos que era solo cuestión de esperar que el agua terminara de sumirse en los lugares más profundos y la tierra se secar. ¡Cómo deseábamos volver a pisarla, plantarla, verla resurgir!

Cuarenta días después de aparecer las cumbres de las montañas, Noé abrió la ventana del arca y envió al cuervo. Entendimos que no halló lugar en que posarse, porque lo veíamos ir y venir ardedor del arca. Poco después Noé soltó una paloma, la cual volvió, como rogando que la refugiásemos, porque no habíamos encontrado lugar donde quedarse. Noé alargó su mano y la introdujo de nuevo en el arca. Siete días después volvió a enviarla, y ésta vez, tuvimos la sorpresa de verla volver a la caída de la tarde, con una ramita de olivo en el pico. ¡Ahora sabíamos de seguro que las copas de los árboles estaban al descubierto! Otros siete días pasaron y repetimos el experimento. Esta vez nuestra pequeña exploradora, no volvió, porque evidentemente había hallado un lugar que le servía como nido.

Los muchachos no dejaban de hacer anotaciones sobre arcilla de cualquier dato importante, y un prolijo registro del tiempo trascurrido. Aunque los días iban y venían en un ritmo igual, sin variaciones, siempre sabíamos en que mes estábamos, en que semana y en qué día. Desde el comienzo de la vida del hombre en el Edén, ciertos conceptos permanecían sin cambio. El día tenía 24 horas, la semana tenía 7 días. El mes tenía 30 días y el año tenía 12 meses. Ahora sabíamos que habíamos entrado al 601 de la vida de Noé, y que estábamos en el día primero del primer mes. La edad del fiel patriarca, mi esposo, era ahora el punto de partida de cualquier cálculo. Noé levantó entonces el techo del arca para tener una visión más amplia en toda dirección. La tierra se veía seca, pero nadie intentó salir porque esperábamos la autorización de Dios.

Su mandato llegó en el mes segundo, el día 27, cuando habíamos estado en el arca un año y diez días. Lo primero que Noé dispuso fue un sacrificio de animales y aves adecuadas para ofrecer en el altar que improvisamos, dando gracias al Todopoderoso por nuestra salvación. Aunque la vida era nuestro único despojo, sin bienes materiales, ¡qué ricos y favorecidos nos sentimos! Las palabras de Jehová en respuesta a tal ofrenda nos infundieron bienestar y seguridad, porque nos prometió que nunca más vendría un diluvio para quitar toda vida de la tierra. Nos

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aseguró que quedaban establecidos para siempre un tiempo de sembrar y un tiempo de cosechar, un tiempo de frío que se llamaría invierno y un tiempo caluroso que se llamaría verano. Entonces algo nuevo y maravilloso apareció en el cielo: un hermoso arco con siete colores. Dios dijo que esa era la señal de un pacto que él hacía con toda carne, por tiempo indefinido, certificando que nunca más habría un diluvio para destruir a los vivientes. Comprendimos que, como toda criatura humana descendería de nuestros tres hijos, al estar ellos presentes, la promesa abarca a todos los vivientes que llenarían la tierra en el futuro.

Desde aquel día señalado en la corriente del tiempo, cada vez que aparece el arco iris, nuestro corazón late gozosamente recordando la promesa de Dios de que la tierra nunca más será barrida con destrucción.

De allí en adelante, fue maravilloso ver al descubierto, el cielo, que antes había estado oculto por el dosel de aguas congeladas que giraba junto con la tierra desde su creación. Sentir el calor del sol sobre nosotros, en vez de verlo con una claridad difusa, contemplar las distintas fases de la luna, observar las estrellas, distinguir los rasgos de las estaciones y comprender que el año seguía teniendo como antes 12 meses de 30 días, y cada semana sus siete días con sus noches, ¡todo eso era fascinante! Fue algo sorprendente enterarnos de que podíamos asar la carne de los animales y alimentarnos de ella, algo que jamás habíamos hecho, pero eludir todo uso profano de la sangre, porque representaba la vida y es propiedad sagrada del Creador.

Al fin, empezaron a llegar los nietos. El primero, que nació un año después que habíamos salido del arca fue Arpaksad, hijo de Sem cuando éste tenía cien años. Pronto estuvimos rodeados de niños y niñas de distintas edades, unos de piel blanca con cabellos rubios o morenos, otros de piel oscura y cabellos crespos como Cam. Muchas veces les contamos porqué Jehová había borrado de la existencia aquel mundo ruidoso, desordenado y lleno de violencia. Tratamos de grabar en la mente de ellos la lección que el diluvio global nos enseño: la tierra tiene Dueño. No podemos contaminarla y escapar al ajuste de cuentas. Aunque para nuestro limitado entendimiento, Dios tarde en actuar, hay un tiempo señalado para cada cosa debajo del cielo y el hombre no puede burlarse de su Creador.

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Rebeca

Un amor edificado en la fe verdaderaGénesis capítulo 24

Cada boda es el punto culminante de una historia de amor y el punto de partida de una vida nueva. Hubo bodas, como la mía, que influyeron en el curso de la historia y en formación de futuras naciones.Crecí en Padán-aram, en Siria, educada con la moral estricta de una familia honorable y temerosa de dios. Nacor, mi abuelo, nos contaba cuando éramos niños, que su hermano Abraham había sido enviado lejos de esas tierras por Jehová mismo, a vivir como peregrino en Canaán, en lugares que jamás habías visto. Obedeciendo a su Dios, un día lo habían visto partir con su bella esposa Sara y sus siervos, más de 300, y sus camellos y su ganado.

Abraham era una leyenda para nosotros. No sabíamos si algún día llegaríamos a conocerlo, pues el abuelo Nacor decía que solamente Dios podía hacerlo volver a la tierra donde antes lo había mandado salir. Nos impresionaba oír hablar de la fe del tío Abraham y de la grandiosa promesa que Jehová le había hecho acerca de multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo.

Cuando estaba por cumplir los veinte años, mi mente bullía con los sueños de la adolescencia. Como las chicas, deseaba casarme, tener una casa grande con un huerto, muchos niños, y vivir siempre cerca de los míos. Oía decir a los que habían recorrido mucho, que la tierra era hermosa e interesante y que había muchos lugares diferentes para conocer, pero para mí no había ningún lugar como Padán-ara.

Una tarde, salí de casa para cumplir con mi tarea asignada de traer agua para usos domésticos. Cuando llegué a la fuente, un cuadro inesperado apareció ante mis ojos. Diez camellos arrodillados a la sombra de los árboles, varios hombres en ropas humildes, de esclavos, descansando, y un anciano con ropas señoriales sentado junto a la fuente, con la cabeza caída sobre el pecho, en actitud de oración. No era gente del lugar, tenían señales de fatiga. Se veía que habían hecho un largo viaje. Al acercarme, el anciano levantó la cabeza y sus ojos se fijaron en mí con gran sorpresa. Me contempló en silencio mientras llenaba mi cántaro. Con voz temblorosa me saludó y preguntó si tendría la amabilidad de darle de bebe. Me apresuré a bajar el cántaro y lo acerqué a sus labios. ¡No me imaginaba que con éste acto tan sencillo le estaba

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poniendo un sello a mi futuro! Me ofrecí voluntariamente a sacar agua para los camellos, y lo hice. El anciano seguía mirándome atónito, emocionado, había en sus ojos una humedad de lágrimas. ¿Tanto le conmovía ese servicio que yo le estaba haciendo? ¿Acaso en su tierra la gente no se ofrecía a hacer cosas buenas por los demás? ¿Porque me miraba así?

Cuando los camellos acabaron de beber él sacó de una bolsa un pendiente para la nariz y brazaletes de oro y me los puso en ambas muñecas, y me preguntó: ¿De quien eres hija, y hay lugar para quedarse en tu casa? –Soy hija de Betuel. Mis abuelos se llaman Nacor Y Milca. Tenemos mucho lugar en esta casa, y también forraje para los camellos.

¡Entonces el anciano se arrodilló y oró en voz alta dando gracias a Jehová que lo había guiado al hogar del hermano de su señor Abraham!Cuando oí el nombre de Abraham salí corriendo para casa; me olvidé del cántaro y de todo, y entré gritando, llamando a los míos, para hacerles saber que había llegado Padán-aram gente enviada por Abraham.

Laban mi hermano, se quedó deslumbrado al ver el oro que lucía en mis manos. Le conté lo que el anciano había dicho, y él se apresuró a alcanzarlos junto a la fuente. Todos salimos de casa para recibir a la caravana. Los esclavos empezaron a prepara una cena, pero el mayordomo de Abraham dijo que no comería sin antes declara su misión pues Abraham le había enseñado a poner las cosas de Dios en primer lugar. Entonces empezó a exponer la razón de su viaje, sorprendente especialmente para mí. Delante de la familia reunida, relató como su señor le había hecho jurar que no tomaría mujer para Isaac su hijo de entre las cananeas, sino que vendría a su parentela en Siria y de entre ellos tomaría una esposa para Isaac. Cuando llegó a la fuente se puso a orar rogando a Dios que, si estaba en este lugar la mujer que debía ser la esposa del hijo de su señor, que ella misma saliera de allí a su encuentro y accediera a darle de beber cuando él se lo pidiera. ¡Entonces comprendí el asombro con que miraba mientras yo sacaba agua para él y luego para los camellos! En ese momento, yo era la respuesta de Dios a una oración.

Mis hermanos preguntaron por qué Isaac mismo no había venido, y él explicó que Abraham jamás dejaría volver a su hijo al lugar de donde Jehová le había mandado salir. Canaán, dijo él, era la tierra que Jehová había prometido como herencia para la descendencia de Abraham, pero ellos estaban viviendo allí en tiendas, como peregrinos, esperando el tiempo en que Jehová los autorizaría a tomarla como posesión.

Mientras él hablaba, yo estaba tratando de poner mi mente en orden y contar el costo de todo lo que se insinuaba en el futuro inmediato para mí. Era un momento de grandes decisiones. Deduje que, si aceptaba seguir a aquel hombre, Eliécer, el mayordomo de Abraham, eso significaba no volver jamás a Padán-aram. Si Isaac no había venido personalmente a buscar una esposa, tampoco volvería mas tarde; y siendo yo su esposa, tampoco me dejaría volver a mí. Negarme a ir equivalía resistir la voluntad de Jehová. ¡Cuánta responsabilidad! Eliécer acababa de decir que Sara había muerto tres años atrás. Eso significaba que yo, con mis inexpertos 20 años, tendría que ocupar el puesto de señora, y ser la mujer más importante del campamento de Abraham, lejos de mi madre, sin poder correr a ella para recibir consejo en cualquier

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situación en que no supiera como proceder. Significaba enfrentar la ausencia, la nostalgia, un viaje de muchos días por lugares desiertos y aun peligrosos, y luego llegar a una tierra desconocida para casarme con un hombre al que jamás había visto. Mientras estos pensamientos se presentaban atropelladamente en mi cabeza, oí a mis hermanos decir: -“Es evidente que todo el asunto procede de Jehová. Nosotros no podemos decir nada. Ahí está rebeca, puedes llevártela y que sea la esposa del hijo de tu señor, como Jehová lo tiene dispuesto”.

Eliécer se postró en la tierra dando gracias a Jehová. Luego sacó de sus bolsas joyas, ropas y cosas de valor y me dio a mí, a mi madre y a mis hermanos. Eso en sí consumaba la boda, pues era el pago de una dote, y al aceptarla nos obligaba a todos a cumplir con el trato. De modo que, desde aquel momento, yo era la esposa de Isaac. Antes de que expresara mi voluntad o mi parecer, mi familia había decidido el asunto teniendo en cuenta la voluntad de Dios sobre todas las cosas.

Esa noche después de los acontecimientos emocionantes, comimos y fuimos a dormir. Yo pensé que tendría algunos días para prepararme y para acostumbrarme a la idea. Al otro día, muy temprano, mi madre me despertó. Eliécer había madrugado mucho y les rogaba que lo enviaran enseguida de vuelta. Yo no me opuse, entendiendo que era la voluntad de Dios. Mi madre habló largamente con Débora, mi nodriza, para aconsejarla, ya que ella iría conmigo, y también me dieron varias esclavas como siervas. Como a la media tarde, la caravana estaba pronta con los diez caballos, y marchamos, Eliécer y sus hombres, Débora y yo y las doncellas. Me senté de costado en el camello para poder ir mirando hacía atrás. Quería llenarme los ojos de aquel paisaje en que había crecido: las palmeras que me habían visto jugar de niña, y la casa grande donde me había criado. Mi madre mis hermanos y los fieles esclavos, todos estaban en la puerta agitando las manos en despedida. Los miré hasta que se convirtieron en un cuadro confuso a la distancia. Las lágrimas nublaban mis ojos. Pensaba que podía ser la última vez que los viera. Y realmente, esa fue la última vez.

Las palabras de mis hermanos siguieron resonando en mis oídos por largo tiempo, hasta el fin de mi vida: - “Hermana nuestra, seas la madre de miles de millares, y tu simiente posea la puerta de tus enemigos”.

El viaje hasta el campamento de Abraham era de más de mil kilómetros y nos llevó varios días. Aunque un camello puede correr hasta 18 horas por día a una velocidad pareja y bastante considerable, en consideración a nosotras, las mujeres que integrábamos la caravana, los períodos de viaje se interrumpían a menudo para armar las carpas y hacernos descansar.

Un día, a la caída de la tarde, nos acercamos a Hebrón, el punto final de nuestro viaje. De lejos se veía a un hombre caminando por el campo. Eliécer dijo, señalándolo: -“¡Ese es Isaac!”.

-¿Cómo lo sabe usted? –pregunté. –Casi no se le distingue.-Es su costumbre salir a orar y meditar a la caída de la tarde.Pronto estábamos cerca de él. Me bajé del camello y me cubrí con

mi velo, pues es la costumbre en Siria Que una novia se cubra en símbolo de sujeción cuando es entregada a su esposo. Así, en los campos de

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Canaán, en un marco tan sencillo, vi por primera vez el rostro del hombre que iba a significarlo todo para mí desde allí en adelante.

Fue emocionante llegar junto con Isaac y nuestros acompañantes al campamento de Abraham y recibir la bienvenida de todos, y especialmente conocerlo a él. Las mujeres empezaron a preparar una gran cena. Encendieron varios fuegos y asaron cabritos y tortas al rescoldo. Los hombres cantaban acompañándose con distintos instrumentos musicales, especialmente flautas y salterios. Luego, Isaac me llevó a la tienda de Sara. Esa iba a ser mi tienda. Allí estaban los tapices y los cojines de piel de cabra teñidos de azul y rojo; allí estaban sus joyas, sus hermosos velos, sus perfumes predilectos. Ahora yo tenía el derecho de usar todo lo que era de Sara, de ocupar el lugar de Sara, y además, la gran responsabilidad de hacer feliz al hijo de Sara. Bueno, esto no fue difícil. Isaac era realmente manso, pacífico, y tenía una mente muy espiritual. Me cuidaba como su más preciosa posesión, y yo le obedecía reconociéndolo como la persona que más autoridad tenía sobre mí en la tierra, no solo por ser mi esposo y cabeza, sino por ser el depositario del pacto de Jehová y su más fiel servidor después de la muerte de Abraham.

Pero no fue todo gozo en nuestro matrimonio. En la vida, lo amargo y lo dulce siempre se intercalan, y a veces hasta se mezclan en la misma copa. Con el pasar de los años una sombra se fue extendiendo sobre nuestra felicidad. Los hijos que tanto deseábamos no llegaban. Isaac me instaba a confiar en Jehová cuando me veía llorar de desilusión.

Poco a poco, me fueron invadiendo muchos temores amargos. ¿Que sería de mi vida si un día, cansado de esperar Isaac, me enviara de vuelta a Padán-aram y tomara otra esposa? ¿Cómo podría yo decirles a mis hermanos que sus palabras de despedida habían sido en vano?... “Seas la madre de miles de millares…” Lo sentía especialmente amargo porque siempre se consideró que una mujer sin hijos no era bendecida por Dios.

¿Y sin Isaac tomara otra esposa sin despedirme, y yo me viera relegada y sustituida en mi propio campamento? Un día le conté todas esas preocupaciones a él, y me consoló diciéndome que jamás pensaría en tomar una concubina como había hecho su padre.

-“Tengo confianza- dijo- en que nuestro hijo llegará un día, y no quiero que tenga que sufrir sintiéndose perseguido por los celos de un hermanastro, como sufrí yo cuando Ismael me perseguía dentro de mi propia casa”.

Al cabo de veinte de veinte años de larga espera, aparecieron las evidencias de que el milagro iba a producirse. Una gran felicidad me inundó. ¡Al fin cumpliría con el propósito de haber llegado al campamento de Abraham!

Pero de nuevo, lo amargo y lo dulce se mezclaron. Yo sentía cosas extrañas dentro de mí que me hacían temer lo que sucedería. Me puse en oración delante de Jehová y entonces oí las memorables palabras de Dios: “Dos naciones están en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas, y un pueblo será más fuerte que el otro, y el mayor servirá al menor”.

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Cuando se cumplieron las nueve lunas nació el primero, cubierto de espeso vello rojo, y lo llamamos Esaú, que significa velloso. Luego nació el otro, con la mano asida al talón de su hermano y recordamos las palabras de Jehová: “el mayor servirá al menor”. Por eso lo llamamos Jacob, que significa “suplantador”.

Era un gozo verlos crecer junto a nosotros. ¡Pero qué distintas personalidades! Jacob tranquilo, amoroso, apegado al hogar. Siempre estaba cerca de nosotros; llegó a ser un excelente mayordomo en el campamento. Esaú era rebelde, a veces violento en sus reacciones. Desaparecía por muchos días, pues le gustaba la caza y se interesaba demasiado en las cananeas, adoradoras de ídolos.

Un día volvió al campamento cansado, con hambre, y encontró a Jacob cocinando un potaje rojo que a él le gustaba mucho. Con su habitual impaciencia y su modo caprichoso exigió que Jacob se lo diera. Cuando deseaba algo era como un niño, no sabía esperar. Jacob, a quien yo le había referido muchas veces lo que Jehová me reveló antes del nacimiento de ambos, acerca de los derechos de la primogenitura que le serían concedidos, puso a prueba el aprecio de su hermano por las cosas sagradas, ofreciéndole el potaje a cambio de sus derechos. Esaú cerró el trato con Jacob, sin darle mucha importancia al profano negocio que acababa de hacer. Con su natural falta de responsabilidad, echó el asunto al olvido sin si quiera comunicarlo a Isaac y a mí el trato que había hecho. Isaac estaba muy envejecido, y fue quedando gradualmente ciego. Entonces pensó que era el momentote transmitir las sagradas palabras del pacto de Dios al próximo heredero. Tal vez por su avanzada edad y estado enfermizo, él no veía claro en ese momento que debía ser Jacob y no Esaú quien recibiera la bendición, lo cual tenía en sí el valor de un documento. Yo tenía mucho temor de que la bendición fuera mal colocada, siendo pronunciada sobre quien no le correspondía, de modo que, aprovechando que Esaú había salido a cazar a pedido de Isaac para venir luego a recibir la bendición, me apresuré a preparar uno de los platos favoritos de Isaac con carne de cabrito. Lo hice vestir a Jacob con las ropas de su hermano y le puse parte de la piel de las cabras sobre la nuca y las manos, a fin de que, si su padre lo palpaba, creyera que era Esaú, ya que él tenía tanto vello. Desde cierta distancia oí a Isaac bendiciendo a Jacob con las palabras del pacto de Dios, las que él y su padre Abraham había oído a su debido tiempo.

-“Sírvante pueblos, e inclínense a ti los hijo de tu madre. Maldito sea cada uno de los que te maldigan y bendito cada uno de los que te bendigan”. –(Génesis 27:28,29)

Ahora mi corazón descansó tranquilo. Sabía que Jehová me había usado en ese momento, uno de los mas dulces de mi vida. Pero, otra vez, lo dulce y lo amargo vinieron juntos. Casi enseguida entró Esaú, y al descubrir que su bendición había sido ya conferida a Jacob, lloró en voz alta, como un niño, no por arrepentimiento, al haber vendido sus derechos a su hermano, sino por lo que él personalmente había perdido. Poco después de esto, varios de los más allegados a nosotros me advirtieron que Esaú hablaba abiertamente de matar a Jacob cuando su padre ya no existiera. El hizo otra cosa para mostrar cuan poco aprecio tenía por el pacto de Dios. Se casó con una cananea sin siquiera pedirnos

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consejo u opinión a Isaac y a mí. ¿Qué hijos podría criar con una adoradora de demonios, una de esas hititas descaradas que me amargaban la vida con su presencia? Pensé que si Jacob hiciera lo mismo yo perdería todo deseo de vivir. Él tenía ahora setenta años, era tiempo de que buscara una esposa, pues recaía sobre él la responsabilidad, de continuar levantando la descendencia de Abraham, para que llegara a ser “padre de una multitud” como Jehová había prometido. Por eso, y para alejarlo de su vengativo hermano, lo enviamos a mi hermano en Padán-aram. Viajeros venidos de allá nos habían traído noticias de que Laban, tenía dos hermosas hijas solteras. Allí Jacob hallaría una madre digna para sus hijos, una adoradora de Jehová.

Fue una satisfacción para mí que Isaac aprobara el viaje y lo volviera a bendecir, repitiéndole lo que Dios le había prometido a Abraham, y esta vez sabiendo que era Jacob quien recibía la bendición. Como siempre nuestro amado hijo no opuso ninguna resistencia a nuestra voluntad. Por fin íbamos a tener nietos, aunque tal vez nunca los viéramos. La idea era muy dulce, pero la despedida fue amarga. El era el verdadero compañero de nuestra vejez, el que velaba por nosotros. No era fácil despedirse de un hijo así, menos aún cuando Isaac tenía ya 130 años y estaba ciego, y yo empezaba a sentirme abrumada físicamente bajo el peso de mis 110 años. Cierto, estábamos rodeados de fieles siervos que habían trabajado y vivido con nosotros por largo tiempo, pero los siervos nunca sustituyen a los hijos.

Años después de la partida de Jacob, supimos que estaba trabajando fuerte para mi hermano Laban, y que Jehová lo había bendecido con una familia y una importante posesión de ganado, Nos mandó a decir que un día esperaba volver con un gran campamento para estar de nuevo junto a nosotros, y nos quedamos soñando sobre ese día. Esa posible felicidad era nuestro tema predilecto de conversación, aunque no sabíamos cuando se realizaría, y si estaríamos vivos para verlo volver.

Al hacer un recuento de mi vida, nunca lamenté el haber seguido la guía de Jehová y de mis padres, aceptando el contrato de boda que ellos concertaron con el esclavo de confianza de Abraham. Jamás lamenté el haber vivido en tiendas, peregrinando junto a uno de los amados patriarcas que fueron depositarios de las promesas de Jehová. El haber tenido conocimiento, de la misma boca de Jehová, de que mi vida era el punto de partida de dos naciones, era un privilegio inmerecido que compensó de sobra los momentos amargos de mi existencia.

Isaac me reconforté muchas veces asegurándome que esta vida transitoria no era la única que había para los que obedecen al Dios verdadero. Aunque muriéramos sin volver a ver a nuestros hijos, Esaú por haberse establecido en Seir y Jacob por estar tan lejos de Siria, un día resucitaríamos para enterarnos de cómo Jehová había cumplido su promesa hecha a Abraham, de hacer su descendencia numerosa como las estrellas del cielo. Isaac mismo había escuchado esas palabras, atado en el altar donde Abraham iba a sacrificarlos por mandato de Dios. El decía que, si el ángel de Jehová había detenido la mano de s padre cuando estaba por bajar el cuchillo sobre él, eso era en sí, nos solo una prueba de que Dios estaba satisfecho en cuanto a la obediencia de

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Abraham, sino también una prueba de que Jehová no dejaría perder su descendencia. Eso nos aseguraba que, por medio de Jacob, llegaríamos a ser numerosos como las estrellas del cielo.

Aunque tantas veces lo amargo y lo dulce se mezclaron en mi vida, nada podría borrar el gozo de haberme puesto a la disposición de Jehová, desde aquel día en que acerqué mi cántaro a los labios del anciano Eliécer, junto a la fuente, en Padán-aram.

(*)La BIBLIA no dice nada en cuanto a la muerte de Rebeca. No se la nombra cuando Jacob volvió a encontrarse con su padre 20 años después de su partida a Siria, lo cual hace suponer que ella ya había muerto.

Álef Guímel

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Jokébed

Una vida en el marco de la esclavitud

Éxodo, capítulos 2 y 3Números 26:59

La vida de los esclavos nunca que fácil ni regalada, y es por lo general una sucesión de sorpresas, una visa inestable con algunas ráfagas de paz, que en cuanto uno empieza a disfrutarlas ya se desvanecen. Eso es lo único que yo conocí.

Hace ahora 175 años que vino mi pueblo, Israel, vino a refugiarse en Egipto, cuando eran 70 personas que huían del hambre en Canaán. Hace 175 años que los hijos de nuestro antepasado Jacob vinieron aquí para comprar grano, a fin de que ellos y sus familias no murieran por falta de alimento. Entonces tuvieron que la gran sorpresa de encontrar a su hermano José, a quien habían vendido como esclavo en su adolescencia, convertido en primer ministro de Egipto.

La sabiduría de José había salvado a Egipto del hambre y lo había convertido en una despensa bien surtida a la cual acudían los pueblos de los alrededores a comprar alimento. Egipto tenía una gran deuda de gratitud con Jehová y con José. Cuando sus hermanos fueron invitados a vivir en esta tierra y a trae con ellos a su anciano padre Jacob, el Faraón, en reconocimiento por todo el bien que José le había hecho a su pueblo, le asignó a la familia de 70 miembros que buscaban refugio en Egipto, un lugar en qué habitar, la tierra de Gosén, y fueron tratados como huéspedes de honor.

Pero aquella bendición fue pasajera. El faraón agradecido y compasivo que los trató tan bien, murió. Su sucesor ya no los miró con los mismos ojos, Israel se estaba convirtiendo en un pueblo próspero y grande con la bendición de Jehová. La casa real de Egipto empezó a temer que algún día podrían ser tan fuertes y numerosos como los mismos egipcios y se desataría una lucha interna para apoderarse del país. Fue en ese tiempo turbulento que nací yo. Las palabras que Jehová nuestro Dios había pronunciado a nuestro lejano abuelo Abraham, son un verdadero consuelo: “Tu descendencia poseerá las puertas de tus enemigos”.

Estas palabras se cumplirían algún día, pero evidentemente hay que esperar. Nuestra situación es muy difícil. Un pueblo esclavo, sin armas, controlado en todos sus movimientos, en medio de una potencia

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numerosa, rica, despiadada, ¿qué puede hacer si su Dios no lo ayuda con un milagro?

Egipto es un verdadero imperio comercial. Un tráfico de naves que surcan del Mar Rojo y navegan a lo largo del Nilo, cargan en sus puertos todo tipo de productos agrícolas, tejido, joyas, objetos de vidrio que loe egipcios trabajan con tanta habilidad, y objetos religiosos, para vender en otros países. Aunque casi nunca se ve lluvia por aquí, el Nilo mantiene un caudal muy potente, que es una buena vía navegable y además nos asegura el agua para regar los plantíos, porque nace entre las montañas de Etiopía, donde llueve abundantemente, de modo que viene desde allá con sus poderosa corriente.

Aparte de comercial con ganado, ovejas, productos de tierra y papiro para escribir, Egipto es conocido en todo el mundo por sus carros de guerra que fabrica y los caballos que cría especialmente para la guerra. Estos son muy bien pagados por cualquier país que los necesite. Por eso, el ser aliado de Egipto cuando en caso de emergencia, es considerado como una manera de asegurase el triunfo.

Por eso, los descendientes de Cam, bajos, delgados, de piel oscura, sin ser negros; de cabeza y cara afeitada, ¡tan diferentes de los hombres de nuestro pueblo, no pueden ser desafiados ni puestos en peligro por nosotros, que ni siquiera tenemos un caudillo que nos dirija! Cómo y cuándo llegaremos a poseer la puerta de nuestros enemigos, es un secreto que solo Dios sabe.

Hay otro peligro, más sutil más disimulado, que está causando estragos en nuestro pueblo. Lamentablemente, en estos casi dos siglos de convivencia con los egipcios, algunos se han contaminado con la falsa religión. De vez en cuando se ve a ciertos israelitas, tanto hombre como mujeres, depositando ofrendas en los altares levantados a los innumerables cientos de dioses, casi siempre con cuerpo humano y cabeza de algún animal. Cada ciudad tiene su patrón y señor. Cada uno de los dioses principales tiene su templo, donde sus sacerdotes lo tratan como un príncipe, aunque es solo una imagen si vida. Le cantan un himno para despertarlo cada mañana, lo bañan y luego le sirven el desayuno. El templo no se abre al público; permanece siempre cerrado como la casa privada de ese dios.

Adoran varias trinidades, algo muy chocante para nosotros, que reconocemos solo a un Dios supremo. El sol y la luna son dioses para ellos. El aire, el cielo y la tierra tienen sus dioses. El poderoso río Nilo es un dios muy reverenciado, y el mismo Faraón es considerado una deidad que tiene que vivir en forma humana porque el pueblo necesita verlo y oírlo. Todos estos ídolos tiene también un rey: Amón-Ra, a quien deben rendirle cuentas.

Egipto está muy contaminado por la magia. La gente consulta de continuo a los médium espiritistas, y alo que pronostican el futuro. Es muy triste ver a algunos de nuestro pueblo acudiendo a ellos y llevados atados al cuello esos pedacitos de papiro con fórmulas mágicas para ahuyentas las enfermedades. Es fácil ver que la gente tendría mas salud si tuviera mayor higiene, y si abandonara esa costumbre de andar descalza, pisando la suciedad de los caminos, aunque tenga los pies heridos. Tienen mucho conocimiento sobre hierbas medicinales y saben

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combinarlas. Los médicos egipcios son famosos y viene gente de otros países a consultarlos. Lo malo son las recetas mágicas que hacen con esas hierbas, mezclándolas con sangre de ratones y excremento de moscas, lo cual supones que es repugnante a los espíritus y los ahuyenta.

Aquí es muy prominente el culto a los muertos. A los animales se les trata mejor que a mucha gente, en la creencia de que en ellos se encarnan cuerpos ilustres. Los que tiene dinero para hacerlo, preservan el cuerpo, convirtiéndolo en una momia, porque aseguran que esa es la única forma como el muerto puede volver a vivir. Una de las maneras mas barata de hacerlo es sumergiéndolo en mirra durante más de 70 días, y luego frotándolo con sal. Para momificar a los reyes y a los ricos se usan preparaciones mas caras, y no simplemente mirra, una resina extraída de un árbol. Los faraones pasan la mitad de sus vidas preparando una hermosa tumba y equipándola con las mejores cosas, ya que esperan pasar allí una “buena vida” después de la muerte.

El libro de los muertos contiene encantamientos escritos y formulas mágicas para protegerlos de los malos espíritus. Pero, como han comentado algunos, no tiene ninguna formula para protegerlos de los ladrones y profanadores de tumbas que buscan las joyas y objetos de valor que se dejan junto a sus dueños.

Egipto es una nación en que se da muy poco valor a las cualidades morales de la gente. Casi no se mencionan, ni siquiera en relación con los dioses. Uno le pregunta a un egipcio por qué le rinde devoción a tal dios o diosa y nunca le va ha decir que está agradecido por tal o cual bien espiritual, sino por algún beneficio material. No dirá nunca: “Porque mis hijos son buenos, porque ninguno es un delincuente; porque tengo paz y felicidad…” En cambio dirá: “Porque este año nacieron muchos terneros en mis campos; porque tengo trigo en abundancia para vender; porque no soy tan pobre como mi vecino”.

El sentido de la justicia no parece existir entre ellos, ni tampoco un concepto claro del pecado y la culpa. Si alguien comete un mal serio jamás va a confesarlo. Está obligado consigo mismo a negarlo. Siempre dirá: “No tengo culpa”. La obligación de probar la culpabilidad de los jueces y estos por lo general, fallan a favor del acusado, porque la gente mira con buenos ojos a los que dejan pasar el mal sin castigo. Sus conciencias oscuras y sin entrenamiento solo hablan a favor de ellos, y no se quejan por nada ni los hacen sentir incómodos.

Las únicas leyes que los egipcios conocen son los decretos dictados arbitrariamente por el rey en ciertos momentos, que, con el paso del tiempo, quizás caigan en el olvido porque un nuevo Faraón, o nuevos ministros, consideren que ya no vale la pena exigir su cumplimiento. Nunca tuvieron una constitución o un código escrito de valor permanente. Uno de los derechos reales que más dolor causó, fue el que demandaba la muerte de todo hijo varón de los hebreos. Los soldados tenían orden de registrar las casas de los esclavos y arrojar a los recién nacidos a las aguas del Nilo. Si eran niñas, se les permitía vivir. Al no existir jóvenes israelitas, cuando éstas crecieran se casarían con egipcios y el pueblo de Israel desaparecería poco a poco. Fue en este tiempo dramático que nació nuestro segundo hijo varón, tres años menor que Aarón. Miriam, nuestra

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hijita, entrando en la adolescencia. Justamente ahora, en esos días de tanta angustia, nacía este bebé, hermoso y sano, al cual deseábamos ardientemente salvar del decreto mortífero del faraón. No era posible salir de Egipto, ni ocultarlo por mucho tiempo. Logré esconderlo por tres meses. Cada vez que veía soldados en la calle mi corazón se agitaba dolorosamente. ¿Vendrían a buscar al niño? ¿Estarían sobre aviso?

Me preocupaban mucho algunas mujeres de nuestro pueblo que estaban inclinándose a dioses egipcios. Parecí que se habían dedicado a observarme y decían cosas con doble intención:

-“¿Qué pasó con el niño que esperabas? Nadie ha visto a los soldados venir a buscarlos. Tú no tienes cara de duelo como las madres que tuvieron que entregar a su hijo para que lo arrojen al Nilo. No quieres hablar porque estas ocultando algo. ¿Acaso te sientes mas privilegiada que las demás?”

Un día tuve que tomar una decisión valerosa, porque era imposible continuar así. Jehová vio la tribulación que había en mí y puso una idea muy buena en mi mente. Preparé una cesta, siguiendo el modelo de las embarcaciones de papiro que trasportan varias personas. El papiro es esa hermosa planta acuática, como lo indica su nombre “planta de río”. Sus hojas anchas y largas pueden elevarse a casi cinco metros de altura y provee material para muchas cosas: barcos, canastos, sandalias, cajas, y en planchas prensadas de hojas entretejidas, ha probado ser un material muy durable para escribir.

De modo que tejí la cesta, la barnicé con una mano de betún y con resina de pino para hacerla impermeable, como le hacen a las embarcaciones, y allí a aquel bebé tan hermoso para dejarlo flotando a la orilla del Nilo, donde la princesa acostumbraba a bañarse en los días plácidos. Amran, mi esposo, aprobó el proyecto.

Hablé con Miriam, mi hijita, acerca de la misión que ella tendría que cumplir. Vigilaría desde un lugar cercano, y cuando la princesa descubriera la cesta, se acercaría para ofrecerle una nodriza que criara al niño. –Tienes que ser fuerte hijita, y estar preparada para lo que venga. La princesa comprenderá enseguida que se trata de un bebé hebreo, porque es rosado y robusto, tan diferente de los bebés egipcios, menudos y de piel oscura. Imagínate que la princesa dijera: “Es necesario entregar al niño a los soldados inmediatamente”. ¿Vas a ser fuerte entonces y alejarte resignada y sin decir palabra?

Me prometió que así lo haría. Esto sería muy duro para ella, porque estaba tan encariñada con su hermanito. –Cuando tú seas madre o abuela, Miriam tal vez seamos un pueblo libre que no tenga que ver a sus hijos sacrificados. Pero ahora somos esclavos, no tenemos derecho a protestar ni a pedir nada, mucho menos a maldecir, porque nos costaría la vida. Los esclavos, cuando tenemos un dolor muy grande, lo único que podemos hacer es tragárnoslo ¡Mejor que tú aprendas esto desde niña!

Llegó el día elegido, y salimos Miriam y yo, muy temprano, en dirección al Nilo con la valiosa carga viviente y una esperanza en el corazón. Se comentaba que la joven princesa era una persona compasiva, de nobles sentimientos, muy diferente a su padre, el Faraón. Depositamos el niño entre las plantas que bordean el río, cerca del palacio, y yo volví a casa, hablándole a Jehová dentro de mí todo el camino, encomendándole

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al niño y diciéndole una y otra vez cuánto deseaba que viviera para servirlo. Pasaron algunas horas y al fin Miriam entró en nuestra humilde vivienda con carita radiante. Antes que pudiera decirme nada comprendí que todo había salido bien. Me presenté ese mismo día ante la princesa y ella me fijó un salario para criar al niño. ¡Qué cosa maravillosa estaba haciendo Jehová por nosotros! Podríamos estar con el niño, inculcarle fe y amor hacia el Dios verdadero, y todavía recibir pago material por hacerlo.

-¿Sabes mamá? Cuando la princesa lo vio se enterneció tanto, y dijo: “Le llamaremos Moisés porque ha sido salvado de las aguas”.

-Es un nombre muy bonito, Miriam, aunque no sea un nombre hebreo. Tendremos que olvidarnos de los nombres que nosotros habíamos elegido para ponerle.

Los años fueron pasando y el niño crecía hermoso y sano. Cuando ya no necesitó leche materna y cuidados especiales, tuve que entregarlo al palacio para que recibiera la educación superior como miembro de la familia real, ya que era el hijo adoptivo de la princesa. Luego Moisés solicitó que me dejaran venir regularmente a verlo porque me había tomado cariño como nodriza. Tenía que emplear muchas horas recibiendo instrucción política, histórica, militar, y todo o que constituía la cultura egipcia. Le quedaba también algún tiempo para juegos y recreo en los jardines del palacio. Los guardias me conocían y me dejaban pasar a verlo. Siempre hallábamos algún tiempo para hablar de nuestras esperanzas de la liberación y de las cosas hermosas que Jehová había prometido a Abraham, Isaac y Jacob. Todo esto era un gran consuelo para mí. Años después del nacimiento de Moisés nacieron muchos hijos varones entre los judíos en cautiverio. Pero los egipcios ya se habían olvidado del decreto de muerte contra los bebés hebreos.

Fue un deleite criar tanto a Aarón como a Moisés. Escuchaban con gran atención cuando les hablábamos de Jehová, el Dios del cielo. Ambos niños eran muy diferentes en su personalidad. Aarón tenía facilidad de palabra y era muy conversador. Moisés en cambio era calladito y retraído. Tenía una leve tartamudez, lo cual quizás era una de las causas porque se privaba de conversar. En cambio, aprendió a escribir con mucha facilidad, y lo hacía tan bien en egipcio como en hebreo. De vez en cuando me leía alguno de sus ingeniosos poemas.

La princesa estaba orgullosa de su hijo adoptivo y lo vestía regiamente. Cuando creció le confiaron algunas misiones importantes en el palacio y era evidente que esperaban que fuera una persona valiosa para el estado cuando llegara a ser un hombre maduro. Muchas veces Amram y yo tuvimos temor de que Egipto lo mareara con sus halagos, y que el lujo desenfrenado del palacio lo hiciera olvidar de su pueblo, cada vez más oprimido por la esclavitud. De vez en cuando teníamos oportunidad de hablar con él, y entonces nos tranquilizábamos porque su corazón no había cambiado.

Una noche, Amram y yo estábamos acostados. Ya hacía varias horas que había caído el sol. Oímos que alguien empujaba la puerta y entraba. Amram se levantó y preguntó:-¿Quién anda allí?

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Entonces oímos la amada voz de nuestro hijo en tono bajo:- Padre, madre, no se asusten; soy yo Moisés. Por favor, no levanten la voz. Nadie deber saber que estoy aquí.

¡Qué extraño! El nunca venía a los barrios de los esclavos para que la gente no sospechara la relación que tenía con ellos, y especialmente con nosotros, su familia. Alguna razón muy especial tenía que haber para que viviera a tan altas horas de la noche.

En el brasero todavía ardían algunos carbones del fuego en que había calentado en la cena. Arrimé una antorcha y la encendí para poder verlo mejor. No tenía las ropas señoriales que usaba en el palacio, sino la ropa rústica de los sirvientes más humildes.

-Hijo mío, ¿Qué pasa por qué estas vestido así?-Muchas cosas han sucedido en pocos días y debo huir lejos. No

podía irme de Egipto sin verlos una vez más, padres queridos. Hace pocos días vi a un capataz egipcio castigando brutalmente a un hebreo y la sangre ardió en mis venas. No pude soportarlo y me trabé en lucha con el egipcio mientras el esclavo escapaba. Sin darme cuenta, puse tanta fuerza en mis manos que lo maté, aunque no era esa mi intención. Pensé que nadie estaba observando la escena y lo enterré allí mismo, seguro de que la cosa no iba a pasar de allí, pero al día siguiente encontré dos hebreos luchando entre ellos y quise separarlos. Le dije al más agresivo: “¿Por qué debes golpear así a tu compañero?” Y él me contestó con ira: “¿Quién te nombró a ti juez y príncipe sobre nosotros? ¿Tienes pensado matarme a mí como hiciste con el egipcio?”

Me alejé de allí muy dolorido, porque parece que los hebreos están tan confundidos que ya no entienden la diferencia entre los que los atacan y los que los defienden. Evidentemente este no es el momento para ayudarles a conseguir su liberación. Y ahora, alguien me advirtió que el asunto llegó a oídos del Faraón y ha dada ordenes de buscarme y darme muerte. En Egipto cualquier criminal puede quedar impune, pero no los traidores, y eso es lo que Faraón piensa de mí. Soy alguien a quien se le ha ofrecido todo a cambio de su lealtad: riquezas, poder, honores… ¡Y ahora han descubierto que mi corazón está con los esclavos!

-¿Qué piensas hacer ahora hijo?- Preguntó Amram.-Pienso irme a Madián y trabajar como cualquier jornalero. Aunque

los egipcios sienten desprecios por cualquiera que pastorea ovejas, pues lo consideran un trabajo no digno de hombres emprendedores, a mí me gusta hacerlo y en Madián es un muy común. Empezaré por allí, y luego Jehová me indicará cuál es su voluntad. Ustedes me enseñaron que cuando Abraham estaba preocupado por morir sin descendencia, Jehová le hizo llegar una promesa: “No temas Abraham. Soy para ti un escudo” Eso es lo que espero que Jehová sea para mí en este momento difícil.

-Hijo ya tienes cuarenta años. Cuando estés en Madián Cásate y forma tu familia. Tú también como Abraham deberías preocuparte por tu descendencia.

Moisés nos aseguró que así lo haría. Luego sus amorosos brazos nos rodearon y nos besó varias veces. Antes de marcharse me dejó un encargue que cumplir:

-Mamá, yo sé que mi desaparición será un duro golpe para la princesa. Estoy defraudando todas las esperanzas que ella puso en mí, y

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me duele hacerlo. A medida que la situación de los hebreos se fue agravando quise interesarla en el asunto para que usara su influencia y tratara de aliviar sus cargas. Pero no hizo nada. Quizás tiene miedo de enojar al Faraón, o tal vez no le importan los sufrimientos de mi pueblo. Yo no puedo dividir mi lealtad a Dios con mis deberes hacia Egipto y hacia mi madre adoptiva. Si tú encuentras la manera de hacerle llegar un mensaje, hazle saber que la quiero y la respeto mucho, y que estoy agradecido por cuanto ha hecho por mí.

-¿Cómo piensas llegar a Madián, hijo? A pie te llevará mucho tiempo.

-Uno de los siervos del palacio, que es un amigo confiable, el mismo que puso sobre aviso en cuanto a lo que el Faraón trama contra mí, me espera con un caballo donde termina el caserío. Iré hasta el monte Sinaí y lo rodearé. Del otro lado ya es tierra de Madián. Pienso quedarme allí en las inmediaciones del Sinaí. Y ahora sí, papá, mamá, un último beso. Necesito mucho la bendición de ustedes. Me duele el corazón porque tengo que dejarlos en la esclavitud. Despídanme de Aarón y Miriam, y déjenles mis cariños por favor. Díganles que les ruego mucho que cuiden mucho de ustedes. Si Jehová quiere nos volveremos a encontrar. Espero que la ansiada liberación de los hebreos ocurra pronto, y Jehová me permita tener parte en ella. Ya me voy, no me iluminen con la antorcha, y quédense adentro por favor.

Después de esto, Moisés se perdió en la oscuridad de la noche. Amram y yo nos quedamos confundidos, llorando en silencio. ¡Cuántas cosas pueden cambiar en poco tiempo! ¡Estábamos tan seguros de que la posición de Moisés en el palacio era estable! Jamás pensamos que de pronto se iba a convertir en un fugitivo. Probablemente nunca lo veremos de nuevo ni tendremos el gozo de conocer a sus hijos. El tiene que huir para salvar su vida, nosotros seguimos gimiendo en la esclavitud. ¡Nuestro hijo, condenado a muerte en Egipto por segunda vez, como cuando era un bebé indefenso!

A pesar de la oscura situación, nuestro corazón reboza con un gozo que nadie podrá quitarnos, porque el amor de Jehová, que inculcamos en Moisés ha sido más fuerte que el esplendor, la riqueza y el poderío de Egipto. El ha dejado todo atrás sin pena, para identificarse con el pueblo odiado y perseguido del Dios verdadero. Que Jehová lo bendiga y lo guarde en los lugares desiertos que tiene que cruzar.

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Miriam

En camino a la Tierra PrometidaÉxodo, capítulos 2 al 16

Números capítulo 12

Estamos acampando nuevamente en el desierto de Sin, muy cerca del Monte Sinaí, el lugar donde el pueblo, de pie, vio la aterradora manifestación de la presencia de Jehová sobre el monte, con truenos, relámpagos, sonidos de cuerno que estremecían, y la montaña humeante. El espectáculo era tan estremecedor que le pedimos por favor que fuera Moisés, como vocero de Dios quien hablara, porque no podíamos resistir la voz del Todopoderoso. Allí escuchamos los Diez Mandamientos. Hace casi cuarenta años ahora, y yo tenía entonces noventa años de edad.

Hemos vagado durante cuatro décadas acampando en distintos lugares que Jehová señaló y ahora estamos en la misma zona, cerca del Mar Rojo. Podíamos haber cruzado estos desiertos en poco tiempo para llegar a destino, pero Jehová nos hizo errar el rumbo y acampar en diferentes puntos durante puntos durante tanto tiempo, en castigo por nuestras infidelidades y murmuraciones. Por decreto divino, la generación que salió de Egipto debe morir en el desierto. Solo los que nacieron durante esta larga peregrinación entrarán en la Tierra Prometida y los que eran niños al salir de Egipto.

Ha sido muy interesante durante estos cuarenta años ver crecer a tantos entre nosotros, que se convirtieron en padres de familia luego. El cuidado amoroso de Jehová nunca nos dejó sufrir hambre o sed más que temporalmente. Nuestra ropa y calzados no se gastaron en este tiempo y van pasando de unos a otros a medida que crecen. Ahora estamos próximos al ansiado arribo a la Tierra Prometida, pero yo sé que he de tener el privilegio de verla o habitarla. Pertenezco a la generación que debe morir en el desierto. Mis pobres huesos cansados después de 130 años de andar, ansían un lugar de reposo. Mis ojos se han oscurecido y los paisajes están envueltos en niebla aún en pleno día. Todo lo veo borroso, solamente cuando l agente se acerca puedo distinguir su rostro.

Como todos los ancianos, vivo mucho en el pasado y repaso mis más queridos recuerdos. Olvido fácilmente todo lo que sucede hoy a mi alrededor, pero resurgen en mi mente de continuo los sucesos de ayer. Es hermoso comprobar que Jehová nos ha usado como instrumentos

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suyos y nos ha conservado dentro de su pueblo a pesar de nuestros errores.

Cuando estaba entrando en la adolescencia tuve el privilegio de montar guardia a orillas del Nilo, cerca de una cesta de papiro, donde dormía mi nuevo hermanito, con la esperanza de que la princesa, hija del Faraón, lo recogiera y lo librara del decreto de muerte que pesaba sobre todos los bebés hebreos: El feliz resultado de aquella experiencia me proporcionó una de las impresiones imborrables de mi vida.

Moisés se crió en el palacio como hijo adoptivo de la princesa y lo veíamos poco, pero sabíamos que se interesaba profundamente en la situación de los esclavos hebreos y que él también se sentía parte del pueblo de Jehová. Cuando él tenía cuarenta años, sucedió aquello que causó su huída a tierra de Madián y lo convirtió en persona no grata en Egipto.

Defendiendo a un esclavo hebreo que era brutalmente agredido por un capataz egipcio, éste murió en la lucha. El hecho llegó a oídos del faraón y él recomendó la captura de Moisés. Por segunda vez, mi hermano estaba bajo condenación en Egipto. Más tarde comprendimos que Jehová estaba manejando las cosas en armonía con su propósito.

En la tierra de Madián, Moisés se casó con la hija de un sacerdote, Jetró, y pastoreaba las ovejas de su suegro cerca del monte Sinaí. Allí se le apareció el ángel de Jehová en medio de una zarza que ardía pero no se quemaba y le habló en representación del Dios verdadero. El le aseguró que Jehová estaba escuchando los clamores de su pueblo esclavo, y que veía sus trabajos forzados y la manera como los egipcios los oprimían.

Habían pasado cuarenta años desde su huída de Egipto. Jehová lo mandó presentarse ante el faraón reinante en ese momento y exigir la libertad despueblo hebreo.

Dos cosas muy importante preocuparon a Moisés al recibir esta asignación. Primero: ¿Creería el pueblo hebreo que él venía de parte del Dios Verdadero cuando la adoración de El había estado descuidada por siglos?

Jehová le aseguró que al invocar su Nombre y explicar su significado, los israelitas reconocerían que el Dios de sus antepasados lo estaba enviando.

Su segunda preocupación se basaba en un pequeño defecto que Moisés tenía en el habla. Temía que su presentación ante el Faraón no iba a tener la fuerza persuasiva que él deseaba infundirle. Entonces Jehová asignó a Aarón para que oficiara como vocero y dirigiera la palabra al Faraón.

¡Qué hermosos fue volver a ver a Moisés después de cuarenta años de ausencia, y saber que estaba comisionado para liberarnos y levarnos a la tierra en que peregrinaron nuestros antepasados!

Cuando al Faraón se le solicitó libertad de los esclavos, respondió con soberbia que había que aumentarles el trabajo porque estaban demasiado ociosos y por eso pedían libertad para ir al desierto a adorar a su Dios.

Hubo varias entrevistas entre el rey de Egipto y Moisés y Aarón. El Faraón se mantuvo firme en su negativa de dejar salir libres a sus esclavos hebreos. Entonces Jehová comenzó a plagar a los dioses de

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Egipto, mostrando así que no tenían ningún poder para defenderse ellos mismos ni a sus adoradores. El Nilo era considerado un dios, y no pudo impedir que sus aguas se convirtieran en sangre. Había dioses de la ganadería y la agricultura que no pudieron defender lo que se suponía que guardaban. Las deidades que controlaban el tiempo, no evitaron el granizo desbastador que mató gente y animales cuando el Faraón se negó a liberar a sus esclavos, después de haberle rogado Moisés y Aarón por séptima vez que lo hiciera. Allí sucedió algo que Egipto jamás había visto: granizo mezclado con fuego, de punta a punta del país. El Faraón, aterrado por la manifestación del poder de Dios, hizo llamar a Moisés y pidió que cesara el granizo, pues estaba dispuesto a liberar a los hebreos. La cosecha de de lino y cebada ya estaban perdidas, el trigo todavía podía salvarse porque viene mas tarde. Moisés le aseguro que la plaga se detendría, aunque no creía en un cambio de corazón del obstinado Faraón. No se equivocó. Al rey de Egipto no le bastaron siete plagas. Al volver a negarles la libertad a los hebreos, el país se lleno de langostas como nunca antes; después de eso una densa oscuridad cubrió la tierra, no había diferencia entre el día y la noche. En cambio en la tierra de Gosén, donde habitábamos los esclavos, había luz. Después de la cuarta plaga, ninguna había afectado al pueblo del Dios verdadero. Ahora faltaba el golpe decisivo. Ya las nueve plagas anteriores habían demostrado la inutilidad y la impotencia de los dioses egipcios que no pudieron defender lo que se confiaba a su cuidado. La gente que era capaz de pensar entre los egipcios, hacía muchas preguntas, Evidentemente estaban perdiendo la fe en las imágenes que habían adorado hasta entonces. Llegó la noche tan esperada. Amón-Rá, el principal entre los dioses de ellos, a quien se le dedicaban los primogénitos, debía ser desenmascarado con esta última plaga, cuando hasta el primogénito del Faraón sería hallado muerto en su lecho.

Esa fue una noche inolvidable. Cada familia hebrea había comido su cordero de Pascua y había marcado con sangre el dintel y los marcos de la puerta en señal de que sus habitantes creían en la liberación y la esperaban. Ninguna sangre se veía en los umbrales, porque era símbolo de liberación y debía pisotearse.

Vestidos, calzados, de pie, teniendo separadas las cosas que no queríamos dejar atrás; listos para partir cuando recibiéramos la señal durante la madrugada, con el corazón palpitante de emoción y expectativa, cada hora se nos hacía larga como u año.

A la medianoche, terribles alaridos de duelo salían de las casa cercanas y la gente corría a la calle con sus primogénitos muertos en sus brazos, buscando en vano el auxilio de los sacerdotes y practicantes de magia. Entonces se enteraron de que cada hogar había sido tocado por la tragedia, excepto las casas de los esclavos, señaladas con la sangre del cordero. La desesperación y el miedo de ser extinguidos a causa del abuso que habían cometido con los esclavos hebreos, se habían apoderado de ellos.

La gente, empezó a rogarnos encarecidamente que saliéramos de Egipto. Les pedimos que nos dieran algo de valor para compensar algo de los 215 años de aflicción y sufrimiento que nuestro pueblo había soportado como esclavos de ellos.

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Para apaciguar la justa indignación de Jehová, sacaron de sus casas los objetos más valiosos que poseían y los pusieron en nuestras manos.

Cuando Moisés y Aarón dieron la orden de marcha, empezados a caminar en dirección del Mar Rojo llevando nuestros animales domésticos y nuestras pertenencias, a la luz de la luna llena, que de allí en adelante fue el distintivo de todas nuestras pascuas. Cada familia cargaba con su artesa en la cual estaba el pan aún no leudado, que habían preparado para el día siguiente. Era seiscientos mil hombres, cabeza de familia, con sus esposas, sus hijos y en muchos casos, ancianos desvalidos que pertenecían a la familia. ¡El pueblo de Israel se había hecho muy numeroso a pesar de la gran opresión sufrida!

Además de nosotros, una multitud de los egipcios que habían perdido su fe en sus dioses, quería compartir el destino de los hebreos y adorar al Dios de ellos que los premiaba con la liberación.

Mientras Egipto lloraba por la muerte de los primogénitos que habían sido dedicados a Amón-Rá al nacer, el pueblo de Israel se encaminó hacia el desierto seguido por los egipcios desilusionados de sus dioses. Por orden de Moisés, los huesos de José, el amado hijo de Jacob, iban con nosotros.

Cuando llegamos al mar Rojo, se presentó el momento más crítico del viaje. La situación parecía una trampa mortal, pero sabíamos que Jehová no nos había librado de nuestros enemigos para dejarnos perder ahora. El mar estaba delante, las montañas a ambos lados y el ejército egipcio con todo con todo su despliegue militar, venía persiguiéndonos por detrás. Por que el obstinado Faraón, cuando se repuso de la dura sorpresa que le causó la muerte de su hijo primogénito. Lejos de humillarse ante Dios, incubó un deseo de vengarse del pueblo hebreo, impidiéndole llegar al Sinaí. Rodeado de impresionante pompa, él mismo estaba dirigiendo esta operación de guerra junto a su segundo hijo, que era el comandante del ejército, con lo mejor de su caballería y su sus carros bélicos.

El pueblo hebreo se sentía desfallecer ante una situación tan peligrosa. Moisés nos alentaba diciendo: “No tengan miedo, estén firmes y vean la salvación de Jehová, porque a los egipcios que ustedes ven hoy no los volverá a ver nunca más. Jehová peleara por ustedes y ustedes mismos guardaran silencio”.

Hasta ese momento y desde que habíamos salido de Egipto, la presencia de Jehová se había hecho notar como una columna de nube de día y como pilar de fuego de noche. Iba delante de nosotros y se detenía en los lugares en que teníamos que acampar. Pero en ese momento culminante, la columna de nube se movió hacia atrás, cubriendo el campamento de la vista de los egipcios. Recibimos la orden de levantar las tiendas, lo cual llevaría algunas horas. Cayó la noche. Nadie durmió ni aun los niños. Un fuerte viento del este soplaba sin cesar. Entonces aconteció el sorprendente milagro, cuando Moisés extendió su vara. El mar se abrió y dos muros de agua petrificada, detenida en posición vertical, dejaron un lecho seco en el que debíamos caminar. Y el pueblo caminó por el ancho corredor acuoso, temblando de emoción ante aquella manifestación del poder de su Dios, jamás igualada. Los egipcios con su

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impresionante ejército, no se nos habían acercado en toda la noche, a causa de la nube que nos cubría. Pero al levantarse la nube y advertir que Israel caminaba en medio del agua por una vía seca, pensaron que ellos podían hacer lo mismo.

Cayeron en la emboscada y cuando iban entrando en el mar, las ruedas de los carros empezaron a salirse, haciendo tropezar a los caballos, de modo que los carros avanzaban con gran dificultad. Cuando los últimos integrantes del éxodo de Israel alcanzaron la orilla, Moisés recibió el mandamiento de extender de nuevo su mano sobre el mar. Las aguas volvieron a su lugar y anegaron totalmente el ejército egipcio. Al amanecer, pudimos ver la playa cubierta de soldados y caballos muertos yaciendo entre los carros despedazados.

En aquella memorable ocasión, Moisés, con la habilidad poética que todos conocíamos, compuso un canto magnífico que el pueblo entonó a coro a orillas del mar y quedó como parte de nuestro cancionero de allí en adelante.

Yo, a pesar de tener noventa años, no podía contener mi gozo. Tomando una pandereta, guié a las mujeres jóvenes en una danza mientras los hombres seguían cantando el cántico de Moisés. Nosotras nos uníamos a ellos en el estribillo que decía:

“Canten a Jehová, porque se ha ensalzado soberanamente.Al caballo y su jinete él ha arrojado en el mar”Después de esa gran experiencia, partimos de allí y peregrinamos

en el desierto. Al cabo de tres días en que no se veía agua por ningún lado, llegamos a un lugar en que había agua, pero era tan amarga que no se podía beber. Por eso aquel lugar se llamaba Mara.

¡Qué pueblo rebelde somos! Después de todo lo que Jehová había hecho por nosotros, la gente estaba reprochándole agriamente a Moisés que nos había sacado de Egipto para dejarnos morir de sed en el desierto. Moisés clamó a Jehová por ayuda y se le mandó a cortar cierto árbol y arrojarlo en el agua, después de lo cual se volvió dulce y agradable. Salimos de ese lugar y llegamos a Elim. ¡Qué fiesta para los ojos! Elim tenía setenta palmeras y doce fuentes de agua.

Hacía dos meses y medio que habíamos abandonado Egipto y al salir de Elim, vinimos a acampar en este mismo desierto inhóspito donde estamos ahora. Aquí pusimos a prueba a Jehová nuevamente con nuestras murmuraciones. El pueblo empezó a quejarse porque no tenía carne como en Egipto. Entonces Jehová le reveló a Moisés que al atardecer comeríamos carne y al amanecer el nuevo día tendríamos pan.

Esa tarde, el campamento se llenó de codornices y pudimos cocinarlas y comerlas. Al amanecer el día siguiente, el suelo apareció cubierto de unos copitos menudos. Al verlos todos comenzamos a pregunta: ¿Man hú? (qué es esto).

Moisés nos explicó que era el pan del cielo que Jehová nos daba. Debíamos juntarlo antes de que salga el sol amasarlo y hornearlo cada día. Lo nombramos maná, de acuerdo a la pregunta que salió de la boca de todos al verlo por primera vez. Junto con el maná vino la ley del sábado. Algo completamente nuevo, un día dedicado a la adoración de Jehová cada semana. El séptimo día no caía maná y nadie debía salir a buscarlo, porque ningún trabajo servil estaba permitido.

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A mí me irritaban estas rebeldías del pueblo por el agua, cuando añoraban la carne, cuando hasta llegaban a llorar acordándose de los ajos y las cebollas que cultivaban en Egipto y que no se encontraban en el desierto. Pero entonces, yo hice algo peor. Me puse celosa a causa de la esposa de Moisés, porque le daban tanta importancia en el campamento a pesar de ser una extranjera. Hasta que ella llegó con sus padres y sus dos hijos, yo me sentía especialmente privilegiada como profetiza de Jehová. En cambio ella ahora tenía una imagen brillante, y yo me sentía opacada y olvidada. Hablé con Aarón del asunto y casi le puse las palabras en la boca para darme la razón. Los dos estuvimos de acuerdo en que al fin, Moisés no era más que nosotros sus hermanos, porque Jehová también había hablado por nosotros.

En realidad, estábamos provocado la ira de Dios y fuimos llevados a su presencia en la tienda de reunión.

Luego de hablar en defensa de siervo Moisés, Jehová descargó su indignación sobre mí, hiriéndome de lepra. Cuando mis hermanos me vieron cubierta de manchas blancas, ambos clamaron a Dios por su perdón. Jehová respondió con aquellas palabras que me dolieron terriblemente, pero me las merecía:

-“Si el padre de ella le escupiera directamente en el rostro ¿no quedaría humillada por siete días? Que esté en cuarentena fuera del campamento y entonces sea admitida”.

La sentencia se cumplió y el campamento quedó detenido en aquel lugar hasta que pude unirme a ellos. Es algo muy triste mirar de lejos el pueblo de Dios, su congregación amada, y sentirse indigno de estar en ella.

Por la bondad de Jehová fueron solo siete días, pero me parecieron años. Cuando me reintegré, limpia y curada, muchos me abrazaron con gozo. Fue algo muy emocionante comprobar que no me rechazaban. De allí en adelante siguieron considerándome profetiza de Jehová y respetando mi palabra.

Volvimos a levantar campamento y Moisés envió un hombre de cada tribu a Canaán para expiar la tierra y traer un informe. Dos de ellos, Josué y Caleb, hablaron de sus maravillosos frutos, y nos aseguraron que era una tierra que manaba leche y miel, como Jehová nos había dicho. Trajeron deliciosas muestras de higos y granadas y un enorme racimo de uvas que tuvieron que cargarlo sobre los hombros de dos hombres en una barra, porque pesaba más de treinta kilos.

Diez de ellos, en cambio, hablaron negativamente. Dijeron que habían visto allí un pueblo de gigantes que seguramente nos despedazarían si nos atacaban. Nuevamente el pueblo clamó por volver a Egipto y entonces Jehová decretó que, por los cuarenta días que los hombres habían estado recorriendo la Tierra Prometida, vagaríamos cuarenta años en el desierto sin poder entrar en ella, hasta que muriera la generación rebelde que había salido de Egipto. Solamente Josué y Caleb, los dos espías que habían traído un informe fidedigno, entrarían con vida a la Tierra Prometida.

Ahora, los cuarenta años ya están por cumplirse. Miles de veces vuelve a aparecer en nuestras conversaciones aquel día glorioso en que Jehová nos dio el reconocimiento como nación, ante el Monte Sinaí,

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después de 215 años de esclavitud en Egipto. Un pueblo sufrido, humillado, despojado, que por fin tenía dignidad y nombre ante el mundo. El único pueblo liberado por Dios mismo y regido por sus leyes.

Podíamos haber entrado en la Tierra Prometida en unos pocos meses, pero por nuestra terquedad y desobediencia hemos vagado cuarenta años en estos desiertos. Los que experimentamos aquella maravillosa liberación y la cruzada del Mar Rojo, no entraremos a la tierra que mana leche y miel.

Mi cuerpo agotado descansará en este desierto, pero yo sé que Jehová no ha de olvidarme. Es un gran consuelo repasar mentalmente las palabras del poema que escribió Moisés respecto a Job, nuestro lejano pariente, cuya historia recogió y redactó aplazar por la tierra de Uz:

“Si un hombre físicamente capacitado muere ¿puede volver a vivir?Todos los días de mi trabajo obligatorio esperaré hasta que llegue

mi relevo.Tú llamarás y yo te responderé, por la obra d tus manos sentirás

anhelo”.

Job 14: 14,15

Álef Guímel

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Rahab

De espaldas a Jericó Josué capítulos 2 al 6

Me hace muy feliz, amigos, saber que me han llamado. Han perforado zapas de ceniza y mantos de sombras. Han penetrado en el pasado con una potente lámpara, y con voz cálida me han animado a atravesar las eras y a venir al plano en que ustedes viven, para contarles de nuevo mi historia.

Me gusta repasar recuerdos y revivir horas desvanecidas. Sé que después de oírme me comprenderán mejor, y también verán claramente las razones que Dios tuvo para aborrecer y destruir Jericó.

Jericó era una ciudad muy fuerte, demasiado segura de sí misma, edificada en una llanura, cerca de la ribera occidental del Jordán. Como en tantas ciudades de la antigüedad, unos tenían todas las ventajas y otros carecían de todo privilegio. Mi niñez tuvo el sello de la pobreza: lucha, privaciones, comparaciones tristes con los que tenían mas y lo lucían ostentosamente.

El orgullo de Jericó se basaba en su ejército bien entrenado, en sus dioses imaginarios y en su muro doble.

¿Por qué edificaban muros dobles las ciudades de la antigüedad? Era una gran defensa en caso de invasión. El muro interior estaba a varios metros del exterior y el espacio entre ellos se rellenaba con escombros, barro y piedras, de modo que, cualquier enemigo que rompiera el muro exterior tenía que luchar con todo eso antes de llegar al muro interior. Eso daba tiempo suficiente para que los atalayas en sus torres de vigilancia dieran aviso, y el ejército se preparara para repeler el ataque.

A los que eran demasiado pobres para comprar un terreno adentro, se les permitía edificar sobre el muro. Naturalmente, en caso de ataque, serían los primeros en caer, si no se enteraban a tiempo para dejar sus casas y refugiarse en la ciudad. El hecho de vivir sobre el muro hacía que muchos nos miraran como una clase inferior. Al parecer nuestra vida no tenía el mismo valor que la de ellos.

Estos hechos hicieron un impacto en mi mente desde niña y crecí con la obsesión de salir de la pobreza. No había muchas cosas que una mujer pudiera hacer para cambiar su situación en Jericó. De no casarse

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con un hombre en buena posición, lo cual era una posibilidad remota, estaban los trabajos de temporada como las cosechas, el ambulantismo inseguro, vendiendo artesanías, o esa manera fácil de hacer dinero que puede hallar una mujer a costa de llevar sobre sí un título denigrante: ramera. Desgraciadamente, yo me decidí por eso.

Este negocio tenía categorías y diferencias en todo el mundo antiguo. Estaba la prostituta que recibía sus clientes en casas y trataba directamente con ellos, y estaban las que ejercían lo que se llamaba “prostitución sagrada”, porque se hacía en el interior de los templos y el precio era controlado por los sacerdotes, engrosando las entradas de la religión.

Las costumbres no variaban mucho de una ciudad a otra. Por lo general las muchachas que prestaban estos servicios en los templos, se vestían con ropas atrevidas, de olores chillones, y se sentaban en el suelo en rueda. Los visitantes extranjeros pasaban en frente de ellas y elegían una, indicándolo por medio de arrojar una moneda en su seno. La muchacha se levantaba y los acompañaba a aposentos interiores preparados para tal fin. Con el pasar del tiempo, aparecían evidencias de que aquellas relaciones dejaban sus frutos. Cualquier niño que naciera, pertenecía a los dioses mudos, insensibles, cincelados por manos humanas. Como propiedad de ellos, eran inmolados en homenaje a tales deidades.

Poco a poco, me fui enterando de estas cosas en mi adolescencia, y eso influyó en mi actitud hacia la religión. Era muy difícil amar y respetar a esos dioses que pedían muerte y gozaban de la corrupción. Comprendí, aunque muy vagamente, que tenía que haber un Dios verdadero que no se asemejara a las deidades mezquinas de Jericó. Mirando alrededor, la tierra hermosa y productiva, el cielo limpio sobre nuestras cabezas, el gozo de existir de los animales, la elegancia de las palmeras que eran un sello distintivo en el paisaje de Jericó, y nosotros mismos, lo que somos y lo que podemos lograr, me decía a mí misma que Alguien a quien no conocía, tenía que ser el autor de todo.

Ya era suficiente para mí haber llegado a ser lo que era, pero mi corazón estaba resuelto a no mezclar mi manera indigna de hacer dinero con la religión. Quiero aclararles, que no todo en mi forma de vivir fue de mal nombre en aquellos días. Cultivé un hábito bueno, sin imaginarme que eso iba a tener que ver con las más grandes bendiciones que recibí en mi vida. En la azotea de mi casa tenía un plantío de lino, una planta que tiene poca raíz y no necesita tierra profunda. Aprendí a cultivarlo, a tejerlo y a teñirlo. Hacía cientos d metros de cuerda de lino de vistosos colores, que servía para muchos usos, y la vendía. Cuando volvía a casa con esas mondas en la mano, sentía una satisfacción diferente de la que me dejaba el otro dinero.

Y a propósito de ese lino y esta cuerda, algo magnífico sucedió. Una tarde cuando estaba oscureciendo, llamaron a mi casa dos hombres. Por sus ropas y acento, me di cuenta de que eran hebreos. Pidieron hospedaje para descansar esa noche y una cena, que gustosamente pagarían lo que fuera necesario. Nos aclararon que, por la ley de su Dios no comerían nada que contuviera sangre, ni animal que no hubiera sido desangrado. Les traje un lebrillo para lavarse los pies y los invité a

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ponerse cómodos, mientras mi madre preparaba la comida. Luego, toda la familia se reunió en el comedor para escucharlos. Sabíamos que representaban a un Dios muy poderoso, Se había divulgado en todas las naciones cananeas que, 40 años antes, Jehová los había liberado de la esclavitud en Egipto con grandes milagros, y que la tierra de Egipto, al negarse a dejarlos salir, había sido azotada por diez plagas. Después de eso habían cruzado el mar Rojo, abierto milagrosamente para dejar una ancha avenida seca por la que avanzaron hasta la orilla, mientras que el ejército egipcio que los perseguía, había sido aniquilado al volverse a cerrar las aguas. El mismo milagro se había repetido en el río Jordán, hacía pocos días, cuando el pueblo lo había cruzado en seco frente a Jericó.

Estos dos jóvenes eran parte de la nueva generación nacida en el desierto, la valiente juventud de Israel. Estábamos fascinados escuchando sus relatos, cuando llegó a nosotros un sonido de pasos en la escalera, que desembocaba en el muro interior. Evidentemente, un grupo estaba ante nuestra puerta. Se oyeron algunos golpes rudos, y una voz autoritaria:

-¡Abran, en nombre de la guardia del Rey!Nos quedamos helados. ¿La guardia del Rey? ¿Qué buscaban?

Sólo podía ser por causa de aquellos hebreos, que estaban ante nuestra puerta. Había que pensar rápido. Le dije a mi padre:

-Pronto, llévatelos a la terraza y escóndelos entre los fardos de lino que tenemos allí para secar.

Al fin abrí la puerta, cuando ellos seguían golpeando con impaciencia. El capitán del piquete preguntó con ira:

-¿Por qué tardaste tanto en abrir?-Disculpe señor, yo estaba desvestida para acostarme y tuve que

volver a vestirme.-¿Dónde están los hebreos que entraron aquí hace más de dos

horas? Alguien le ha dado aviso al Rey y él nos manda para que se los llevemos.

-Señor, los hombres que usted busca supongo que son dos extranjeros que estuvieron aquí solo un rato y se fueron porque yo les advertí que era la hora en que se cierran las puertas de la ciudad y después ya no podían salir.

-¡Muchacha tonta! ¿Cómo los dejaste ir siendo hebreos? ¡Estos hombres eran espías! ¿No sabes que donde ellos van trastornan todas las cosas y siembran desolación?

-Señor, yo no sabía que eran hebreos, y jamás pensé que podían ser espías. Pero estoy segura de que ustedes pueden alcanzarlos. Tomaron para el lado del río.

-Vamos tras ellos- dijo a los soldados. Yo respiré con alivio. Cuando estaba a mitad de la escalera se dio vuelta y me dijo:

-Mira muchacha, si otra vez llegan hombres como estos a tu casa, ingéniate para detenerlos bastante tiempo mientras alguien de tu familia va ha dar aviso al ejército. No queremos que ningún hebreo asome la nariz en Jericó. No sabemos lo que están tramando, pues están acampados cerca, a la orilla del Jordán. Se patriota y hazle este servicio a tu pueblo y a tu Rey, porque si otra vez dejas escapar a un hebreo sin

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denunciarlo, las cabezas de todos los que están en esta casa van a rodar por el suelo.

Fue un momento terrible. Me recosté contra el marco de la puerta porque pensé que iba a desvanecerme. Solo mi recién nacida fe en el Dios de los hebreos podía sostenerme en pie. Corrí a la azotea en cuanto ellos desaparecieron y llamé a los jóvenes, que ya estaban acostados entre el lino como para pasar la noche.

-Ustedes no pueden quedarse aquí de ninguna manera esta noche. Mi familia y yo estamos en peligro de muerte si descubren que los tenemos escondidos. Tienen que irse de cualquier forma, y deben huir hacia las montañas porque los buscan para el lado del río.

Era imprescindible que salieran de nuestra casa cuanto antes. Pero ¿cómo? No podían bajar por la escalera, a la vista de todos. No quedaba otra posibilidad que la ventana que daba al muro exterior pero estaba a gran altura. Saltar era imposible... Entonces me acordé… ¡bendita idea! ¡La cuerda de lino! Tenía como 30 metros de cuerda de tejida, teñida de rojo, que aún no había vendido. Con ella podíamos ayudarlos a descolgarse por la ventana y huir resguardados por la oscuridad de la noche.

Pero no podía dejar ir a aquellos hombres sin hacer un pacto con ellos. Sabía cuánto significaba para ellos el nombre de Jehová y que jamás lo usarían para jurar en falso, por eso les pedí que me juraran por su Dios que cuando vinieran a tomar Jericó salvarían mi vida y la de mi familia.

Me lo juraron. El pacto que hicimos contenía tres cláusulas: 1) Que no divulgaríamos nada del asunto; 2) que cuando ellos volvieran debíamos estar todos dentro de la casa, pues no responderían por la vida de cualquiera que estuviese fuera; y 3) que dejaríamos un pedazo de esta cuerda roja colgando de la ventana. Nos despedimos de ellos llenos de ansiedad y expectativa. Les rogué que se quedaran escondidos en las montañas por lo menos tres días, mientras los soldados los buscaban. Nos tranquilizamos mucho cuando supimos que habían vuelto sin ellos. Ahora solo quedaba esperar liberación.Pasaron varios días más, y una mañana, con las primeras luces del alba, nos despertamos con un sonido desacostumbrado. Era un sonido de marcha, y luego de trompetas. Saltamos todos de la cama y corrimos a la ventana que daba al muro exterior. ¡Qué espectáculo! El pueblo de Israel en pleno, más de dos millones de ellos, estaban rodeando a Jericó. Caminaban sin prisa y en silencio. Todos los hombres jóvenes, armados, iban al frente siguiendo a un anciano de figura erguida que los comandaba. Era Josué, el que había quedado al mando del pueblo después de la muerte de Moisés. Detrás de los hombres de guerra, los sacerdotes cargaban el arca sagrada cubierta con un lienzo, y detrás de éstos marchaba el resto del pueblo, mujeres, niños, ancianos.

Mi padre me llamó la atención:-¡Mira, allá, esas dos cabezas que se vuelven para mirarnos! ¡Son

los muchachos que estuvieron en casa! Nos saludaban agitando la mano y sonreían con aire de triunfo. Nuestras cabezas apiñadas en la ventana y el pedazo de cuerda roja, les daban la seguridad de que habíamos guardado el pacto.

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Mientras tanto, Jericó se llenó de alarma. El ejército aprontaba los carros y los caballos; todos corrían a ocupar sus posiciones. Los atalayas estaban en sus torres de vigilancia. Las puertas de la ciudad no se abrieron esa mañana, y en realidad nunca más se volvieron a abrir.

Nos quedamos esperando el ataque, pero, sorprendentemente, a una señal de Josué, la caravana se abrió hacia el Jordán. En el mismo orden y en silencio, se fueron de vuelta a su campamento. Por alguna razón que no entendíamos, había que seguir esperando.

Mi padre decía:-Eso es lo más extraño que he visto. Esto nunca se hace en la

guerra. Si un pueblo va ha invadir a otro, lo toma de sorpresa para no darle tiempo a repeler el ataque. En cambio ellos se van después deponer a Jericó en alerta. ¿No se dan cuenta de que el Rey podría despachar mensajeros para avisar a otros reyes cananeos y juntar un gran ejército contra ellos?

-Padre, los hebreos son diferentes y hacen las cosas de manera diferente del resto del mundo. ¡Quién sabe qué es lo que el Dios de ellos ha dispuesto hacer! Tengamos fe y sigamos esperando.

La misma cosa sucedió por seis días consecutivos. Fue una prueba para nosotros, por que el fin no venía al tiempo en que nos parecía que debía venir, ni de la manera en que lo habíamos esperado. Los hebreos nos han dicho que no debíamos salir de la casa después que ellos volvieran y esto lo cumplimos al pie de la letra. Uno de esos días una de mis primas vino a ver que pasaba con nosotros, pues no nos había visto más. Quería convencernos de que abandonemos la casa y nos refugiáramos en algún lugar lejos del muro, ya que estábamos en una posición tan peligrosa; pero le dijimos que nos quedaríamos pasara lo que pasara. Por ella nos enteramos de cómo estaban las cosas afuera. Nos refirió como Jericó estaba paralizado por el terror. No se veían músicos en las calles, como era habitual, ni vendedores ofreciendo diferentes cosas. La gente vagaba llena de pánico, comentando en voz baja sus temores. Sus profundas ojeras decían que por muchos días no habían podido entregarse despreocupadamente al sueño. Grupos de personas se sentaban en las escalinatas del templo esperando escuchar algo reconfortante de la boca de los sacerdotes.

-¿Y qué dicen ellos? – pregunté.-Yo me paré a escucharlos en otro día, que no debíamos dejar de

confiar en los dioses que siempre han guardado a Jericó, porque un pueblo que tiene un solo dios, como los hebreos, no puede superar a un pueblo que tiene tanto dioses como nosotros. Además, dijeron que ellos ni siquiera conocen a su dios, porque nunca han podido hacerle una imagen, ni tampoco saben si tiene cara de hombre o de animal. También dicen que los hebreos no tienen ánimo para atacarnos, por eso se la pasan dando vuelta sin decidirse a hacer nada, y esa es otra razón para no temerlos.

Según ella, la gente los oída sin entusiasmo. No los convencían. No pude menos que comentarle:

-¿Eso es todo lo que la religión falsa tiene que decir en la hora más crítica de Jericó? ¿Acaso Egipto también no se tuvo que enfrentar a los

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hebreos, y sus muchos dioses salieron perdiendo ante el Dios de los hebreos que es uno solo?

Cada noche, antes de acostarnos, yo me cercioraba de que cada uno estuviera en casa, y de que el pedazo de cuerda roja colgara de la ventana. Tenía presentimiento de que el séptimo día iba a ser definitivo. Por fin llegó, y con las primeras luces del alba, otra vez, aquel sonido de marcha, y aquellos toques de trompetas. Cuando estaban rodeando la ciudad por séptima vez, vimos que Josué hacía una señal y al unísono el pueblo levantó un grito de alabanza a Jehová. En ese momento hubo un gran sacudimiento y los muros de la ciudad cayeron con estruendo. Los hombres de guerra de Israel empezaron a trepar sobre los escombros y a entrar en la ciudad en todas direcciones. Pero… ¿y nosotros? ¿Cómo podía explicarse que estuviéramos firmes en nuestro lugar? Nos dimos cuenta que, por milagro de Jehová, esa parte del muro no había caído. En pocos minutos los dos muchachos hebreos que conocíamos subieron a nuestra casa y nos dijeron:

-Pronto, tienen que venir todos con nosotros. Josué quiere conocerlos.

Me impresionó mucho su figura erguida, su barba, su cabello gris, y su sonrisa paternal. Nos dijo que se alegraba de que Jehová hubiera recompensado nuestra fe y el servicio que habíamos prestado a los espías. Nos aseguró que estábamos libres para permanecer con el pueblo de Israel si así lo deseáramos, o marcharnos a vivir en cualquier otro lugar de la tierra.

Mientras tanto, la batalla en Jericó progresaba, y era un espectáculo tremendo. Se oían llantos de niños y de mujeres, los quejidos de los que eran traspasados por la espada, los balidos desolados de las ovejas, y los relinchos de los caballos apresados entre las paredes de llamas que no podían traspasar. Algunos soldados israelitas volvían de adentro con oro y metales preciosos que depositaban en montones. Mi padre le dijo a Josué que él podía guiarlos a los depósitos de alimento valioso que el pueblo podía usar. Josué le respondió que la ciudad no iba a ser saqueada, porque Jehová la había pronunciado maldita y les había ordenado no tomar nada excepto metales preciosos. El aire se puso denso y pesado a medida que el humo de los incendios ascendía.

Recuerdo que yo temblaba de pie a cabeza. Algunas de las ancianas se acercaron a mi madre y a mí y nos hablaron comprensivamente: -Ustedes han pasado por muchas emociones fuertes y deben estar agotadas. ¿Por qué no vienen con nosotras al campamento? Vamos a dejar que los hombres terminen su tarea. La guerra es para ellos, que tienen el pulso mas firme que nosotras.

Las seguimos. Debían ser ya las primeras horas de la tarde. Al cabo de más o menos una hora de camino, nos detuvimos a descansar bajo un grupo de palmeras. Entonces aproveché para hacerles a las mujeres de Israel una pregunta que hacía muchos días estaba en primer lugar en mi mente:

-¿Por qué no atacaron el primer día?Ellas me contestaron que unos días antes, Josué se encontró de

pronto delante de una figura alta. Era un guerrero con su espada desenvainada. Cuando él le preguntó: -¿Eres de los nuestros o estás en

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contra de nosotros? La respuesta fue: -No, sino que yo… como príncipe del ejército de Jehová he venido ahora. Este príncipe angelical le había delineado a Josué el proceder que debía seguirse para tomar a Jericó. ¡Que bien que habíamos sabido esperar y no nos habíamos desalentado porque el fin no venía en el momento ni de la manera como lo habíamos esperado!

Nuestra llegada al campamento de Israel fue otra sorpresa. Yo había pensado que iba a encontrar un campamento desordenado, improvisado, de cualquier manera. En cambio, todo tenía un orden y una limpieza sorprendentes. En medio estaba la tienda sagrada, y alrededor las tribus acampadas; cuatro al norte cuatro al sur, cuatro al este y cuatro al oeste.

Mis primeros días entre ellos fueron inolvidables. Me encantaba visitar diferente tiendas y ver como estaban arregladas. Aprendí a hacer las comidas que mas les gustaban a los israelitas, y tejidos en telar que en Jericó no sabíamos hacerlos. Me hubiera encantado poder entrar en la tienda que servía como templo, pero me dijeron que eso no estaba permitido a los gentiles y tuve que conformarme con imaginar las cosas que los sacerdotes hacían allí. Me emocionaba mucho pensar que dentro del Santísimo Jehová les hablaba en ocasiones especiales para manifestar su voluntad, en asuntos de interés para toda la nación.

Mi familia y yo continuamos viviendo con ellos durante los seis años de guerra de la conquista. Nos sentíamos parte de Israel. Con ellos festejábamos las victorias, y con ellos llorábamos a los caídos en la guerra. Durante ese tiempo 31 reyes fueron vencidos y mucha tierra fue sojuzgada. No habían llegado aún los límites que Jehová había señalado para la tierra, pero el pueblo estaba cansado de tanta lucha y decidieron quedarse así y empezar a disfrutar la paz. Entonces vino la división de las tierras. Cada tribu y cada familia recibieron su porción.

Salmón era un israelita que se había hecho muy amigo de nosotros y frecuentemente nos visitaba cuando había una tregua en la guerra, o cuando le daban algunos días de descanso. Así que ahora vino a contarnos con gran gozo acerca de los campos que le correspondían dentro del territorio de la tribu de Judá. Me sorprendió grandemente cuando si yo quería compartir su vida y su herencia como esposa suya. Pero Salmón, -le dije-. ¿Acaso te olvidas de la clase de mujer que yo he sido y de la vida que yo he vivido?

Su respuesta fue: Rahab, si Jehová te consideró digna de ser salvada de la destrucción de Jericó, yo también te considero digna de ser una madre en Israel. Yo te pido por favor, si vas ha ser mi esposa, no recuerdes más todo aquello. Tu pasado quedo enterrado en las ruinas de Jericó y nadie lo va ha sacar de allí.

Nos casamos y fuimos muy felices. Muchas veces comentamos con Salmón que la realidad había superado todos los sueños. Cuando mirábamos los campos cultivados, las colinas llenas de rebaños, el continuo aumento del pueblo, y nuestros hijos creciendo sanos y alegres, no encontrábamos palabras para darle gracias a Jehová por sus bondades. Solo había una cosa que perturbaba aquel cuadro de paz. Era un pensamiento que estaba sobre nosotros siempre, como una espada: era la incertidumbre de que algún día tendríamos que morir. Y a veces se

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lo dije a mi esposo: -Salmón yo no quisiera morir. ¡Me duele tanto pensar en las cosas maravillosas que Jehová todavía hará por Israel, y que nosotros no estaremos aquí para verlas!

Cuando íbamos a las asambleas siempre prestábamos mucha atención a las palabras de los sacerdotes, buscando indicios de que la muerte algún día dejaría de existir. Justamente, un año, cuando habíamos ido a Siló para la Pascua, andábamos caminando ante la muchedumbre que llenaba las calles, cuando de pronto, volvimos a encontrarnos cara a cara con Josué. Yo no había vuelto a verlo desde aquel día en que lo conocí frente a Jericó. Ahora tenía alrededor de cien años. Inmediatamente se fijó en Salmón y le tendió los brazos. ¡Cómo no iba a reconocer, si Salmón había peleado tantos años bajo sus órdenes en la guerra de la conquista! Pero la gran sorpresa fue cuando, dirigiéndose a mí, también me tendió los brazos diciéndome: -Rahab, hija, ¡cuánto me alegro de que te hayas quedado siempre con Israel!

-Señor, ¿usted se acuerda de mí, y se acuerda aún de mi nombre?-¡Cómo no me he de acordar de tu nombre, si he tenido que

escribirlo tantas veces!-¿Escribir mi nombre…? ¿Por qué?-Tu sabes Rahab, que Moisés estaba registrando la ley y la historia

de Israel hasta el momento de su muerte. Yo estoy continuando ese relato desde el punto en él lo dejó. ¿Y cómo se podría contar la conquista de la Tierra Prometida sin decir lo que tú hiciste por nuestros espías y lo que Jehová hizo por ti? Ese libro seguirá creciendo, y algún día será leído, no solo en todas las sinagogas de Israel, sino en partes muy lejanas de la tierra.

Cuando Josué me dijo eso, ustedes no pueden imaginar lo que sentí. ¡A mi, que siempre me había dolido la idea de morir, el comandante de todo Israel me aseguraba que seguiría viviendo en las páginas del registro sagrado!

Y allí fue donde ustedes me encontraron, en lugar honroso que Josué me otorgó en el libro de Dios. No me corresponde estar aquí, repasando con ustedes mis memorias. He transgredido las leyes del tiempo para responder al llamado de los quieren conocerme. Mis compañeros, los que tuvieron parte en aquella historia, duermen en el polvo. Pero un día, estaremos todos juntos en la tierra, y les volveremos a contar nuestros recuerdos cuantas veces quieran oírlos.

Sin embargo, también vamos a querer callarnos y escuchar, pues en ese tiempo, serán ustedes quienes tendrán la más grande historia para contar. Por que para ustedes también ya está decretado un día, en que echarán a andar libres por la tierra, dándoles la espalda a un montón de ruinas humeantes.

Y nuevamente quedará probado más allá de toda refutación, lo que yo vi probado en Jericó. ¡Que Jehová es justo en sus juicios, grande en misericordia, y poderoso para salvar!

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RUTUna nueva vida dentro de un pueblo diferente

Rut, capítulos 1 al 4

Noemí ha muerto, feliz, satisfecha, compensada por Jehová después de tanto sufrimiento. Ultimamente se sentía colmada, enriquecida. El despojo violento del pasado era como el recuerdo de una pesadilla.

Contemplando su cuerpo inmóvil, tan envejecido, y la paz que irradiaba su rostro, di gracias en mi corazón al Dios Todopoderoso, por la parte que me permitió tener en devolverle a esa querida viejecita, una gran porción de la felicidad que había perdido.

Cuando la conocí en Moab, mi tierra natal, era una mujer vigorosa, llena de vida. Con Elimelec, su esposo, Mahlón y Kilión, sus dos hijos, llegaron como refugiados, sin bienes materiales, y enipezaron a trabajar fuerte para establecerse y subsistir. El motivo de abandonar su hogar en Judá, fue un hambre severa que estaba azotando toda la tierra de Israel.

Cuando las cosas aparentemente iban bien para ellos y podían esperar años de paz en Moab, llegó el primer golpe duro para la familia con la muerte de Elimelec. Pero, Noemí tenia dos hijos jóvenes en quienes apoyarse Y se sintió consolada. Luego, esos hijos empezaron a pensar en formar sus propias familias. Orpá, otra muchacha moabita, y yo, fuimos las elegidas para completar el círculo de familia. Las dos llegamos a quererla por sus virtudes y por haberle dado una buena formación a aquellos dos hombres que ahora eran nuestros esposos, Así pasaron diez años, pacíficos, prósperos, llenos de momentos felices. Pero la muerte insaciable volvió a aparecer, y en poco tiempo Mahlón y Kilión tuvieron que dormir en el polvo junto a su padre.

No hay palabras suficientes para expresar nuestra desolación. Eramos tres viudas desvalidas, desorientadas, sin hijos que nos consolaran.

Algunos viajeros que venían de Israel nos dijeron que la tierra estaba recuperándose, que había buena producción, y

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podía esperarse que la angustia del hambre y la escasez no volvieran a aparecer por algún tiempo. Noemí nos anunció su decisión de cruzar nuevarnente el Jordán y volver a Belén, donde estaban las tierras de su familia, Ella era entonces solo la sombra de aquella mujer enérgica y saludable que había llegado a Moab años atrás. Hubiera sido una crueldad, una falta de amor y compasión, dejarla volver sola. Sabíamos que, por humanidad, muchas casas se abrirían por el camino, brindándole hospedaje y alimento, pero de todos modos, tanto Orpá como yo, deplorábamos la idea de separarnos de ella en tales circunstancias.

Además, Noemí no se sentía fuerte para enfrentar a la gente que la había visto partir y decirles que volvía vacía, despojada, viuda y sin hijos. Nos explicó que esto era doblernente triste en su caso, porque la tierra asignada a ellos no tenía heredero y esto equivalía a borrar el nombre de la familia en los registros de la nación. Sus campos sin dueño, sin brazos fuertes que los trabajaran, serían un triste testimonio de abandono y desolación.

-¿No puedes vender tus canipos o arrendarlos? -le preguntamos.

-Podría hacerlo hasta el año del jubileo, cuando la tierra debe ser devuelta a sus dueños legítimos, de acuerdo a la ley de Moisés. Esta es una sabia disposición de Jehová, para impedir que los ricos se hagan poderosos y acaparen tierra, quitándole definitivamente a una fanlilia en desgracia, la porción hereditaria que ha recibido. Pero aún así, al no tener herederos, nadie reclamará mi posesión en el año del jubileo. Nadie podrá decir de allí en adelante: Estos son los campos de Elimelec, Mahlón y Kilión. Entonces, hasta el nombre de ellos será olvidado. Por eso es tan triste volver y decirles a los que me conocen que lo he perdido todo, que no hay nadie que pueda recibir esas tierras, trabajarlas y poblarlas. Me mirarán como alguien a quien Dios no bendice, alguien que no merece tener un nombre en Israel.

-Entonces, ¿por qué quieres volver, Noemí? Si te quedas con nosotras en Moab, tendrás siempre nuestro apoyo y cariño. No te faltará el pan de cada día y te cuidaremos como se cuida a una madre.

No la convencimos. Ella pensaba que, de cualquier manera tenía que volver, por si Dios le indicaba alguna forma de darle un heredero a sus campos en Belén, y no dejar perder el nombre de la familia. Además, no quería morir en suelo

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extranjero, sino en aquella tierra bendecida por Jellová y dada como herencia a sus elegidos.

Cuando Noemí vio que Orpá y yo estábamos decididas a acompañarla, comenzó a exhortarnos, más bien a rogarnos, que nos quedáramos en Moab, donde podríamos casarnos de nuevo y encontrar nuestra felicidad. De todos modos, salimos las tres juntas para enfrentar todos los inconvenientes y sucesos imprevistos de un largo viaje a pie. En el camino, Noemí intentó nuevamente razonar con nosotras y hacernos volver. Como siempre, el bien de los demás era para ella más importante que sus propios intereses. Quiso hacernos entender que nuestro sacrificio no tendría la recompensa que merecía, y que un día, envejecidas, solas, y todavía viudas, lamentaríamos nuestra condición de extranjeras en Israel. De acuerdo a la ley de Moisés, si Noemí hubiera tenido algún otro hijo, soltero o casado, o aún muchos años menor que nosotras, él tendría la obligación moral de extender su protección a la viuda de su hermano y darle un hijo que heredara la tierra que pertenecía al esposo fallecido, no dejando perder su nombre. Pero, no quedaban hijos que cumplieran tal requisito legal, ni se podía esperar que aún naciera alguno. No había tampoco tíos o primos que cumplieran tal obligación. En cuanto a los parientes más lejanos, ¿quién podría asegurar que se interesarían en redimir la herencia de Elimelec y sus hijos?

Finalmente, Orpá decidió volver a Moab porque Noemí la convenció de que no estaba procediendo de una manera justa consigo misma. llorando con amargura se despidió de nosotras y emprendió el regreso.

Yo preferí obedecer a mi corazón, que me decía que nunca iba a ser feliz si abandonaba a Noemí. Si volvía a Moab, sabía que allí nadie me hablaría de Jehová y de sus leyes. Viviendo en ese pequeño círculo de familia había aprendido a amarlo y había conocido los grandes hechos de la historia en que El había intervenido para ayudar a su pueblo. Con el entendimiento que tenía ahora, sería imposible volver a inclinarme ante los dioses paganos, ni aún ante Kemós, el más encumbrado entre los dioses de Moab, a quien se le atribuían las victorias en la guerra y en casos de extrema angustia, aún se sacrificaban niños en su altar, como prueba de que le dábamos lo que más nos dolía, a cambio de su ayuda. Aún él, ya no me inspiraba temor ni reverencia. Por eso le aseguré a mi anciana suegra: -Donde tú vayas yo iré y donde tú pases la noche, yo pasaré la noche. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Desde este momento, solo la muerte podrá separarme de ti.

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Al fin llegamos a Belén y la ciudad se conmovió con nuestra presencia. A algunos les costaba reconocer que aquella mujer gastada, abatida y triste, era Noemí. Recién estaba comenzando la cosecha de la cebada. Un día, le pedí permiso a Noemí para dejarla sola todo el día, a fin de participar en las rebuscas. Sabía que la ley de Israel hacía tal provisión amorosa. Se les mandaba a los jefes de familia no segar avaramente, sino dejar intactas las esquinas y no recoger nada que cayera de los carros que cargaban la cosecha, para que las viudas, los huérfanos y los extranjeros hallaran rebuscas que valieran la pena y bendijeran al dueño del campo en su corazón. -Levítico 19: 9, 10.

Yo había venido con Noemí de tan lejos para ayudarla, de modo que me sentía inquieta, ansiosa por empezar a trabajar para asegurar nuestro alimento y almacenar algo para el invierno. Era un tiempo ideal para trabajar largas horas, antes que el calor del verano se hiciera sentir en todo su rigor. Por todos lados se veían los grupos de los segadores, y sus cantos llenaban el aire. Después que ellos hacían lo más grueso del trabajo, los pobres del pueblo y los refugiados extranjeros tenían entrada libre al campo. Sin saber por qué, dirigida por Dios, pedí permiso para cosechar en el campo de un hombre muy mayor y rico, estimado y respetado en la región, cuyo nombre era Boaz.

Al ser extranjera y desconocida, todos notaron mi presencia. Pronto se corrió la voz: -¡Es la nuera de Noemí, la moabita que vino con ella!

Cuando Boaz hizo un recorrido del campo, él también quiso saber quién era yo, y ordenó que trabajara junto a las muchachas de su casa. Recomendó a los hombres jóvenes que dirigían la siega que nadie me molestara y que a propósito dejaran espigas en mi camino, para que yo pudiera llevar una cantidad mayor de grano al volver a casa cada noche. Al mediodía, me hizo sentar a la mesa con sus segadores, brindándome la comida preparada para ellos.

El primer día, cuando batí la espiga a la caída de la tarde, para llevarme solamente el grano, era tanto que alcanzó para llenar un efá, una de esas medidas que equivalen a 22 litros. Si hubiera sido algo líquido, hubiera sido un peso difícil de transportar, pero como era grano pude levantarlo y caminar con él hasta la ciudad. Noemí casi no podía creerlo cuando vio aquel primer salario. Al decirle quién era el dueño del campo, su sorpresa fue más grande aún, porque Boaz era pariente de El imelec y alguien que podía redimir la herencia de la familia.

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Le comente a Noemí: El hombre me hizo sentir muy bienvenida y no me mostró menosprecio por ser extrajera. Yo sé que algunos recuerdan esa parte triste de la historia, cuando el éxodo de Israel sal ió de Egipto y el rey de Moab no les dio permiso para pasar por nuestra tierra. En vez de socorrerlos por ser un pueblo recién liberado de la esclavitud, les cobró la comida y el agua que le pidieron.

-Eso quedó muy atrás en el tiempo, Rut. Es una pena que surgiera ese antagonismo. Ustedes son descendientes de Lot y nosotros de Abraham. Somos en realidad, parientes. Nuestros idiomas se parecen tanto, que no es difícil entendernos. Individualmente, los moabitas en realidad nos tratan bien, y nosotros a ustedes. Cuando Elimelec y yo llegamos con los muchachos buscando refugio en Moab, muchos se mostraron compasivos y nos ayudaron a empezar de nuevo. Además, hay una razón poderosa para que Boaz se sienta inclinado a ser bueno con los extranjeros. Su madre también fue una muchacha pagana que, como tú, abandonó su tierra y sus dioses falsos, y vivió en Israel hasta su muerte. Boaz es uno de los hijos de Rahab, la mujer de Jericó que albergó a los espías de Israel, y fue recompensada con la salvación propia y la de su familia cuando Jericó fue destruida.

Cuando terminó la cosecha de la cebada y del trigo, me daba pena Pensar que ya no tendría un motivo para ir a los campos de Boaz, donde me sentía tan a gusto trabajando con sus jóvenes y comiendo en la misma mesa con ellos. Pero Noemí había estado meditando un plan y a su debido tiempo me lo reveló. De acuerdo a ¡a ley y las costumbres de Israel, la viuda sin hijos debía tomar la iniciativa y hacerles recordar a los hombres cercanos de la farnilia que tenían un deber que cumplir con relación al que había muerto dejando sus tierras sin herederos. Pudiera ser que ella planeara casarse con otro hombre que le atrajera más que cualquier pariente del difunto, y que no le diera tanta importancia a la herencia que pudiera recibir un hijo que aún no existía. Para entender todo el alcance de la ley del matrimonio entre cuñados es necesario tener un punto de vista espiritual del arreglo de Dios, verse uno mismo como una piecita importante dentrode un gran engranaje. Es necesario resignarse con humildad a ser una esposa que no fue solicitada por amor y que tal vez, será mirada con hostilidad por la esposa y los hijos anteriores.

Al tratarse de un matrimonio impuesto por las circunstancias, también podría ser que, una vez producido el heredero, no existieran razones para conservar tal relación. De modo que, era la mujer quien tenía que tomar la delantera, y

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dar la prueba de que estaba dispuesta a aceptar todas las desventajas para salvar la herencia de su primer esposo.

Noemí me instruyó sobre lo que debía hacer. Había llegado el punto culminante de la cosecha. Esa noche los hombres iban a aventar la cebada en la era. Estarían muy ocupados al atardecer, lanzando el grano contra el viento, con una pala de aventar. la brisa se llevaría el tamo y dejaría la paja a un lado, separándola del grano, que cae a plomo porque pesa más. luego vendría el trabajo de cernir con la criba para guarlo limpio de piedrecitas u otras cosas extrañas. Cuando los hombres hacen ese trabajo, llevan una manta y se acuestan allí mismo. Las mujeres les preparan una merienda y la llevan a la era, para que ellos no tengan que volver a la casa ya que esa noche será más corta que las otras para dormir, y estarán más cansados que de costumbre.

Noemí me dijo que me vistiera bien y me perfumara. Alrededor de cuando todos durmieran, debía ir sigilosamente y acostarme a los pies de Boaz, dándole así una señal de que esperaba su protección en el, arreglo matrimonial.

Noemí añadió: Yo debería ser quien hiciera esto, Rut, pero a mi edad no puedo ya producir el heredero de nuestras tierras, de modo que tú debes sustituirme. Además, mereces tener un lugar seguro junto a un buen esposo y espero que Jehová te lo conceda.

Estuve en la era tratando de ser útil a los trabajadores, cuando se dispusieron a merendar antes de dormir. Cada uno preparó un lugar para dormir sobre la paja. Noté que Boaz se proponía hacerlo junto al montón de grano, entonces me alejé. Cuando todos estaban acostados y había total silencio, hice tal como mi suegra me había instruido, acostándome a los pies de Boaz sin despertarlo ni decir palabra. A medianoche refrescó y él se despertó con frío. Cuando me vio a sus pies, no me reconocía, en la oscuridad de la noche, y me preguntó quién era. Me identifiqué y le, dije que esperaba que él extendiera su manto sobre mí porque él era un recomprador.

Con su bondad de siempre, me encomió porque no había ido tras los Jóvenes buscando mis propios intereses. Me aseguró que todo saldría bien, porque el pueblo entero me consideraba una mujer virtuosa. Pero, recordó que había un recomprador más próximo, y me aseguró que saldría a buscarlo poco después del amanecer. Si el otro pariente no aceptaba el privilegio, entonces Boaz sin falta me tomaría como esposa. Antes del amanecer, me dispuse a volver a casa para evitar una ola de comentarios y suposiciones entre los trabajadores.

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Boaz insistió en que llevara un generoso regalo de grano ya aventado.

Esa mañana muy temprano, Boaz fue a la puerta de la ciudad, que es el lugar en que se deciden los casos legales en Israel. Allí reunió a diez hombres para que actuaran como jueces. El otro pariente cercano apareció después de un tiempo de espera, entre los muchos que entraban ,y salían de la ciudad, y Boaz le planteó el caso delante del recién formado tribunal.

Al principio le gustó la idea de adquirir los campos, pensando en dejarles a sus hijos una herencia más valiosa, lo cual le daría prestigio y lucimiento a los ojos del pueblo. Pero, en cuanto supo que, al aceptar el trato también debía producir un heredero que recibiera las tierras en nombre de Elimelec, se desinteresó completamente. Eso equivalía a invertir una importante cantidad de dinero para añadir brillo aotro nombre que no era el suyo. Ese razonamiento mezquino era muy mal mirado en Israel. Equivalía a mostrar desacuerdo con la manera de Dios de hacer las cosas. Por eso, delante del tribunal y de la gente del pueblo que se acercaba para oir el juicio, él se quitó una sandalia y se la dio a Boaz, como era costumbre en Israel, atestiguando que le cedía el derecho de recompra. De vuelta a su casa, habrá tenido que explicarle a muchos por qué andaba con un pie descalzo, habiendo renunciado al privilegio de edificar la casa de un hombre que murió sin hijos.

De allí en adelante, los acontecimientos se movieron con gran rapidez. Cuando Boaz volvió del juicio en las puertas de Belén, yo ya era su esposa ante una cantidad de pobladores que fueron testigos del trato. Las mujeres del pueblo acudieron a casa para felicitar a Noemí. Muchas le decían que yo había sido para ella mejor que siete hijos. Yo me sentí muy bendecida, porque este nuevo matri monio no fue para Boaz un asunto de cumplir con un deber legal, o algo hecho con la mitad del corazón. El llegó a demostrarme verdadero apego y yo me esforcé por hacerlo feliz. El niño que nació como heredero de Elímelec, se llama Obed.

Fue muy gratificante comprobar que Noemí lo amaba como un hijo propio. Creció rodeado del cariño y los cuidados de ella; eran dos entrañables amigos. Noemí se sintió muy recompensada por este retoño de sus raíces y hace pocos días, cerró los ojos con la seguridad de que su familia conservaría su nombre y su lugar dentro de Israel. Yo, igual que Rahab, la madre de Boaz, puedo decir que he comprobado que Jehová

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nunca deja sin recompensa lo que se hace por amor a su Nombre.

Álef GuímelMujeres de la Biblia 1

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Débora

Una mujer profética dirigiendo una guerraJueces capítulos 4 y 5

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MUJERES DE LA BIBLIA TOMO 1 - MUJERES DE LA BIBLIA

Los más importantes recuerdos de mi vida están ligados a un tiempo de prueba en Israel, cuando Jehová me permitió el privilegio de actuar como profetiza suya y desempeñar el papel de juez, sin nombramiento oficial.

Mucha gente acudía a mi hogar edificado junto a una gran palmera, en la región montañosa de Efraín, a contarme sus problemas y a requerir mi consejo. A veces me sorprendía de las cosas que brotaban de mi boca para fortalecerlos y consolarlos, pero era el espíritu de Jehová que hablaba por mí.

Aquel fue un tiempo de muchos trastornos y dificultades. Hacía veinte años que nos veíamos oprimidos por Jabín, rey de Canaán, la falta de principios de los él gobernaba estaban bien a la vista. Bandas de asaltantes despojaban nuestros campos, se llevaban el producto de las cosechas y todas las cosas de valor que encontraban, dejando muerte y desolación a su paso. La gente estaba tan atemorizada, que huía del campo a las ciudades y la riqueza agrícola de Israel estaba siempre amenazada.

El rey Jabín tenía un ejército grande y bien armado, con novecientos carros de guerra, al mando de Sísara, mientras que en Israel apenas había unas cuantas espadas. Sin duda los cananeos sabían esto, de modo que en caso de una confrontación militar, ellos nos consideraban pan comido.

Jehová me indicó que debía llamar a Barac de la tribu de Neftalí, para que trabajáramos juntos por la liberación de Israel. Barac acudió a mi tierra y le entregué el mensaje de Dios. El debía reclutar un ejército de diez mil hombres y subir con ellos al monte Tabor, Jehová por su parte haría venir a Sísara con sus hombres al torrente de Cisón, al pie del monte, y allí los entregaría derrotados a pesar de su enorme superioridad militar.

Barac respondió que iría, únicamente si yo marchaba con él. Sin duda, el hecho de que el pueblo me conociera tanto, y el que Dios hubiera dado tantos mensajes por mi boca, le daban un sentido de seguridad. Esto significaba dejar mi lugar seguro en las montañas y trasladarme al frente de batalla corriendo muchos riesgos. Con el consentimiento de Lapidot, mi esposo, que entendió el planteo de la citación como algo dirigido por Jehová, me dispuse a acompañarlo. Le advertí a Barac, que aunque la victoria era segura, el honor mayor no sería para él, porque Jehová dejaría la ejecución de Sísara en manos de una mujer.

La tarea de reclutar diez mil hombres no fue fácil, aunque el número era pequeño comparado con la población del país. La llamada se difundió entre todas las tribus, pero la respuesta de los soldados voluntarios fue lenta. Las tribus de Zabulón y Neftalí, proveyeron la mayor parte de los luchadores, pero hubo tribus que ni siquiera consideraron la posibilidad

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de intervenir. Era de conocimiento general que Israel no estaba preparado para una ofensiva militar, ni siquiera para una pobre defensa. Evidentemente, la fe de muchos era débil y no estaba alentándolos para la acción. Además, los que vivían en territorios donde los cananeos no atacaban, quizás ponían en duda la dramática situación en que estaban tantos de sus hermanos en los puntos más vulnerables.

Al fin el escuadrón de diez mil estuvo listo y ascendimos al Monte Tabor. Desde allí teníamos a la vista el hermoso valle de Jezreel y las ciudades cercanas. El Monte Tabor es único en ese lugar, realmente conspicuo, pues no hay otras montañas que puedan ocultarlo de la vista. Lo que sucede allí se ve desde lejos y desde los cuatro puntos cardinales.

Sísara pronto tuvo noticias de aquel movimiento de soldados que era un desafío para él y empezó a concentrar su jactancioso ejército y sus carros de guerra en el lecho del río Cisón, al pie del monte. En verano, esta parte del torrente está seco y parece un lugar adecuado para acampar.

Cerca de allí vivía un descendiente de Jetró, el que fue suegro de Moisés, Heber el cineo, con su esposa Jael, que tampoco era israelita, pero tuvo una buena oportunidad de probar su apego al pueblo de Israel.

El aspecto del ejército de Sísara era imponente, por su número, su armamento y su fiereza. Aquellos novecientos carros de guerra, tirados por hermosos caballos, no eran carros comunes, las ruedas tenían en el centro otra rueda llena de cuchillos afilados que sobresalían y deshacían todo lo que hallaran a su alcance. Al lanzarlos a plena velocidad entre las filas del enemigo, eran más los que morían traspasados por los cuchillos, que por las flechas de los arqueros.

Se necesitaba coraje y fe para que hombres de a pie, con unas pocas espadas, empezaran a bajar las laderas del Monte Tabor con el fin de provocar la batalla final. Cuando Jehová lo dispuso, yo transmití a Barac la orden de marcha. Solamente la seguridad de que Dios estaba con nosotros podía sostenernos en ese momento climático.

A medida que descendíamos del monte, cuando Sísara quiso poner toda su maquinaria de guerra en movimiento, se armó una gran confusión entre su ejército. Inexplicablemente, empezaron a traspasarse ellos mismos con la espada y mientras luchaban, un milagro aconteció. El cauce seco del torrente de Cisón empezó a brotar agua, cosa que jamás sucede durante el estiaje. ¡El río estaba resucitando en todo su poder para ayudarnos!

Los caballos luchaban por desprenderse de los carros. Se oían sus relinchos y los gritos desesperados de los hombres, mezclados con el ruido del agua que inundaba el cauce. Los pocos que escapaban del desastre fueron alcanzados por nuestros soldados y ejecutados. Para ellos sí fue suficiente nuestro escaso armamento. Sísara logró escapar a pie y alanzó a llegar a la casa de Heber, donde buscó refugio confiadamente, pues sabía que ese no era un hogar de israelitas enemigos. Jael le salió al encuentro y astutamente le ofreció amparo bajo su techo. Le dio leche y lo hizo dormir, pues estaba rendido. Luego, con un clavo y un martillo traspaso las sienes del violento enemigo de Israel. Cuando Barac llegó buscándolo, lo encontró muerto. Así se cumplió la palabra de Jehová que dijo que Sísara caería en manos de una mujer.

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Aquella emocionante victoria merecía un cántico conmemorativo. Eran costumbre en Israel que las mujeres hagan público su júbilo en ocasiones así, componiendo canciones apropiadas y cantándolas con acompañamiento musical. Le pedí a Barac que me ayudara a escribirlo para no olvidar ningún detalle. En el período de paz que siguió a aquella victoria, nuestra canción fue leída y cantada en las sinagogas a lo largo y ancho del país.

Algunos me han dicho: ¡Qué apropiado que tu nombre signifique abeja! Con este cántico has demostrado que puedes convertir en miel el néctar que retienen tus recuerdos.

De tanto en tanto me deleita repasar partes de aquel cántico, porque hacen resurgir en mente los hechos que lo inspiraron.

En los días de Samgar, hijo de Anat, en los días de Jael,No había tránsito por los senderos,

y los viajantes de veredas viajaban por senderos indirectos.Los moradores de la campiña abierta cesaron, en Israel cesaron,

hasta que yo, Débora, me levanté, hasta que me levanté como madre en Israel.

(Jueces 5:6 y 7)

Ese fue el tiempo en que el terrorismo desatado por los cananeos causó que la gente tuviera miedo de andar por los caminos desolados y no quisiera vivir en el campo, donde los cananeos asaltaban frecuentemente y se llevaban el producto de las cosechas:

Ellos procedieron a escoger dioses nuevos.Fue entonces cuando hubo guerras en las puertas.

No se veía un escudo, mi una lanza,Entre cuarenta mil en Israel.

(Verso 8)

Todo esto fue el resultado de apostasía. El pueblo tuvo que reconocer que nunca le iba bien cuando abandonaba a Jehová para adorar dioses de hechura humana. Israel no podía prevalecer sin Jehová. Debía confiar en su Dios y no en armas, puesto que solo había una lanza o una espada entre cuarenta mil en el país.

Y los príncipes de Isacar estuvieron con Déboray como Isacar, así fue Barac.

A la llanura baja fue enviado a pie.Entre las divisiones de Rubén

fueron grandes los escudriñamientos del corazón.¿Porque te sentaste entre las dos alforjas,

para escuchar el son de carmillos para los rebaños?Para las divisiones de Rubén

hubo grandes escudriñamientos del corazón.(Versos 15 y 16)

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Esta emergencia resultó en un escudriñamiento del corazón para muchos, puesto que a algunos su corazón los movió a responder, mientras otros como la tribu de Rubén, no hicieron caso de la llamada. No arriesgaron sus vidas para defender a los que eran atacados por las bandas merodeadoras. Querían la bendición de vivir en la tierra prometida, querían los beneficios, pero no lucha.

Galaad se quedó en su residenciaal otro lado del Jordán;

Y Dan, ¿porqué continuó morandodurante aquel tiempo en naves?

Aser estuvo sentado ocioso a la orilla del mar,y junto a sus desembarcaderos siguió residiendo.

Zabulón fue un puebloque despreció su alma hasta exponerla a la muerte.

Neftalí también, en las alturas del campo.(Versos 17 y 18)

Los que vivían en Galaad, del otro lado del Jordán no lo cruzaron para venir a sumar sus esfuerzos a los nuestros. Los que vivían a orillas del mar siguieron ocupados con sus naves, disfrutando la belleza de sus costas. Ellos estaban lejos de la amenaza de los cananeos, por eso no los conmovió el clamor de sus hermanos en peligro. Olvidaron que, cuando el nombre de Dios está comprometido en una causa, todos los miembros de su pueblo tienen la responsabilidad de obedecer y participar en su vindicación.

Los de Zabulón y Neftalí no pensaron en sí mismos primero. Se hicieron disponibles arriesgando sus vidas. Por eso escribí que despreciaron sus almas exponiéndolas a la muerte. La recompensa fue maravillosa. ¡Vieron el poder de Dios en acción y participaron en la victoria! ¡Enriquecieron su vida con una experiencia inolvidable!

Desde el cielo pelearon las estrellas, sí,desde sus órbitas pelearon contra Sísara.

El torrente de Cisón los arrolló,el torrente de la antigüedad, el torrente de Cisón.

Fuiste hollando fuerza oh, alma mía.(Versos 20 y 21)

Cuando el lecho del río empezó a brotar agua, vimos el brazo poderoso de Jehová luchando a favor de Israel y nos sentimos fuertes en nuestra debilidad. Tal como lo expresé en ese cántico, tuvimos la exacta impresión de que las estrellas estaban peleando desde sus órbitas para ayudarnos a vencer.

Por la ventana se asomó una mujer y quedó esperándolo,la madre de Sísara por entre las celosías:

“¿Porqué ha tardado en venir su carro de guerra?¿Porqué tiene que demorar tanto el golpeteo de cascos y carros?”

(Verso 28)

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Sísara el jactancioso comandante que sin duda se había reído de la debilidad de Israel y había pregonado su victoria antes de lograrla, no iba a volver. Mi imaginación se solazaba representando el momento en que su madre esperaba detrás de una ventana la procesión triunfal de su hijo, exhibiendo un gran número de prisioneros judíos, victoreado y homenajeado como vencedor. En cambio, hay silencio en las calles, no hay procesión ni música militar. Lo único que llega es una noticia de muerte y derrota. La tan esperada fiesta se ha convertido en duelo.

Así perezcan todos tus enemigos,oh Jehová, y sean los que te aman

como cuando el sol sale en su poderío.(Verso: 31)

Así resultaron ser los enemigos de Israel, como pasto que se seca bajo el calor abrasador del sol. ¿Qué es la carne humana, sino hierba que no puede desafiar al más resplandeciente sol del universo, que es Jehová?

Muchos años de paz siguieron a ese período turbulento. La gente del rey Jabín lloró la muerte de Sísara y el humillante destrozo de su ejército. Aquella generación nunca se recuperó de esa pérdida, ni se atrevió más a atacar a nuestros pacíficos campesinos para robarles sus cosechas. Aprendieron por las malas que quien ataca al pueblo de Jehová, se acerca demasiado a El para provocarlo, como si intentara tocar la niña de su ojo.

Álef Guímel

La hija de Jefté

Virtud y abnegaciónJueces capítulos 10 y 11

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Ayer se fue el grupo de amigas y compañeras de aquel lejano tiempo en que cambié la razón de mi existencia. Algunas de ellas vienen cada año y pasan cuatro días conmigo, estimulándome en mi fidelidad. Es algo que aprecio profundamente, y siempre espero con ansias la próxima visita. A su vez, ellas atraen algunas jovencitas que no conocen Siló, y piensan que mi ejemplo y exhortaciones son un estímulo valioso para ellas también. Hace ahora muchos años que llegué a la tienda sagrada de adoración, para servir como trabajadora voluntaria de por vida, obedeciendo a un voto de mi padre, el juez Jefté. Aquí se esfumó mi juventud como una ofrenda quemada en el altar. Algunos me encomian con admiración, otros me miran compasivamente, como alguien que desperdició su vida, o que sacrificó lo mejor para complacer a un padre que hizo un voto sin calcular el costo.

Pero yo no siento lástima por mí misma, ni me considero despojada. Aunque ya no tengo la lozanía y el vigor de aquellos años, llevo a mis espaldas un bagaje de recuerdos, un tesoro de horas vividas intensamente, que nunca van a cambiar e valor, como si estuvieran fundidas en oro.

Algunos me han dicho: “-Sabemos que lloraste mucho antes de sentirte preparada para separarte de tu padre, y viajar tanta distancia para ponerte al servicio del sacerdocio”. Es verdad, pero no confundan sentimiento con rebeldía. En el primer momento, tuve que arrancar de mi corazón los propósitos hondamente arraigados, los sueños más queridos, la esperanza del hogar propio y la maternidad.

Sabiendo que mi padre era ya un hombre de edad avanzada, y no teniendo hermanos ni hermanas carnales solamente una familia propia podría llenar el vacío cuando papá, a quien tanto admiré y quise, me dejara sola. Estos razonamientos no eran producto de un sentimentalismo exagerado, porque seis años después de separarme de él para venir a Siló, Jefté terminó sus días sobre la tierra. (Jueces 12:7) El hecho de que él ya no existiera, no me hizo sentir liberada del voto. Jamás pensé en dejar mi lugar no volver a las tierras de Galaad para reclamar mi herencia. Amo este lugar le ha dado un sentido diferente a mi vida. Aun cargar con un haz la leña para quemar en el altar, o volar un cántaro de agua sobre las manos ensangrentadas de un sacerdote que acaba de preparar un sacrificio, son cosas que tienen un lado espiritual y dan gozo al corazón. Si alguna vez pasó por mi mente una duda, ha bastado con recordarme a mí misma porque estoy aquí y a quien estoy sirviendo. Mi corazón ha sido trasplantado a una tierra nueva, don de florecen otros motivos, otros valores y propósitos. He echado raíces tan hondas en la adoración verdadera, que ahora sería imposible arrancarlo de ella sin dañarlo.

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Volvamos a la razón del voto. Hacía casi veinte años que los amonitas caían periódicamente sobre Israel en un lado o en otro, matando, saqueando los productos del campo, y estorbando el progreso y la estabilidad económica de la nación, cuando mi padre fue hecho juez de todo Israel. El era un hombre de profundas convicciones religiosas y sabía donde estaba la falla. Lamentablemente, Israel había tolerado la invasión de dioses extranjeros, había aceptado en su tierra, considerada santa, ridículas imágenes de cuerpos humanos con rasgos animales, y aún estaba ofreciendo sacrificios quemados a tales absurdos sustitutos del Dios verdadero.

Mi padre era aun hombre que había sufrido grandes humillaciones. Era hijo de Galaad y de una esposa secundaria que había sido prostituta antes de casarse con mi abuelo. Los hijos de la otra esposa, estaban en contra de Jefté por ser hijo de una mujer que había tenido mal nombre en su juventud. No querían que él recibiera su parte de la herencia, lo despreciaron y al fin lo echaron de la casa. Jefté tuvo que olvidarse de que tenía familia y se estableció en Tob, en un lugar donde los amonitas atacaban casi sin tregua. Allí formó un ejército de voluntarios, que lo reconocieron como el elegido de Dios. Eran hombres de todas las tribus de Israel, muchos tenían problemas económicos, deudas y lucha para sobrevivir. Tenían razones muy personales para desear que Israel fuera liberado de sus enemigos y pudiera prosperar.

Mi padre entendió que el primer paso era hacerle ver a Israel que habían ido demasiado lejos en su apostasía y debían demostrar arrepentimiento sincero para reobrar el perdón de Dios. El pueblo, movido por aquellas palabras, empezó a destruir las imágenes de los dioses extranjeros. Cuando los amonitas se enteraron de eso, se enfurecieron y se prepararon para una ofensiva total. Nuestro pueblo también comenzó a congregarse y armarse para repeler la invasión. La tierra de Galaad fue el punto de concentración para los que querían participar en la lucha. El ejército voluntario estaba listo, pero no surgía nadie como comandante, y ciertamente necesitaban un cerebro que coordinara la acción y decidiera la estrategia. Dios les hizo entender a los ancianos de Galaad, entre ellos mis propios tíos, que el hombre a quien habían echado fuera de su hogar, era la persona que más éxito había tenido en frenar los avances amonitas en Tob. Entonces, lo increíble sucedió. Movidos por la sabiduría celestial, sus propios hermanos vinieron a rogarle a mi padre que actuara como juez de la nación y dirigiera la guerra, que ya fuera inminente.

Jefté aceptó la propuesta, pero con una condición. El no quería dirigirlos solo en ese momento crítico, sino hasta la muerte. Mi padre temía que, una vez vencido el enemigo, el pueblo volvería a sus titubeos religiosos y ofendiera gravemente a su Dios, que le había tendido una mano salvadora, como tantas veces en el pasado. Así, Jefté quedó establecido como juez de todo Israel.

El sabía que la guerra era decisiva para el futuro de la nación, y que Jehová era la única fuente de ayuda confiable. Por eso hizo un voto a Dios, prometiendo que la primera persona de su casa que saliera a recibirlo, si volvía victorioso, sería dedicada al servicio de Jehová en la tienda de adoración, en Siló. El sabía que entre ellos podía estar yo, y

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esto significaba privarse de mi compañía en su vejez, y renunciar a tener herederos, lo cual había sido su más querida ilusión.

Antes de que el conflicto se desatara en toda su furia, Jefté envió mensajeros al rey de Amón, pidiéndole razones por los continuos ataques que Israel estaba soportando. De esta manera, Amón quedaba señalado como el agresor, y por lo tanto, la responsabilidad por el derramamiento de sangre que se avecinaba les correspondía a los amonitas.

El rey enemigo respondió con una mentira crasa. Dijo que ellos habían sido despojados de Israel de una porción grande de territorio, cuando salieron de Egipto en marcha hacia la tierra prometida, y querían recuperarla. El juez de Israel mostró en esta ocasión, que no era un soldado rústico que ignoraba la historia. Explicó como Israel había evitado cuidadosamente pasar por Edom y Mohab, porque sus reyes, atemorizados por el arruinamiento que Dios le había causado a Egipto con las diez Plagas, habían pedido que los judíos no pasaran por sus tierras. Tampoco habían transitado por la tierra de Amón, ni habían tenido trato con ellos. Le hizo ver al rey de Amón que la tierra que estaba reclamando la habían perdido 300 años antes, luchando contra los amorreos, no contra Israel.

La guerra se hizo inevitable y al fin comenzó. Jefté tuvo una victoria resonante, que fue festejada por toda la nación. Eso significaba que, el período de paz y prosperidad tan deseado, estaba por comenzar. Yo sentía un gozo irreprimible. Preparé mis panderetas y esperé su llegada. Quería ser la primera en la casa que lo abrazara y lo felicitara. Al salir a su encuentro, sucedió lo que menos esperaba. Tristeza y estupor se reflejaron en su rostro y rasgó su ropa en señal de angustia. Mi danza quedó paralizada y la risa se congeló de mis labios. Entonces oí una explicación que jamás había imaginado. Me dijo con voz entrecortada, que había hecho un voto a Jehová y no podía volverse atrás, y que por mi causa se sentía tan abatido. Sus palabras no eran muy claras, pero entendí inmediatamente lo que se esperaba de mí. Yo estaba envuelta en ese voto. La gran victoria obtenida era un favor especial de Jehová que requería una ofrenda como muestra de gratitud y aprecio. Traté de aliviar su mente turbada asegurándole que no estaba opuesta al voto pronunciado por él, y que estaba dispuesta a cumplir con lo se esperaba de mí. Le pedí por favor que me permitiera ausentarme por dos meses a una casa en las montañas, con un grupo de amigas allegadas. Elegí como compañeras a las que tenían un punto de vista espiritual y un gran aprecio a la adoración verdadera. No quería verme rodeada por personas que debilitaran mi decisión.

Ese era un punto de viraje en mi vida, un cambio de rumbo y de propósito, y mi mente necesitaba un reajuste. Israel iba a estar festejando el triunfo con gran bullicio, y yo no podía estar entre ellos con cara de fiesta. Valoraba profundamente lo que la nación festejaba, pero sentía la responsabilidad de pagar parte del precio de aquella algarabía. El mío era un sentimiento distinto, era esa clase superior de gozo, que se puede expresar con lágrimas sin que se ahogue en ellas.

Durante esos dos meses escudriñé mi corazón. Quería asegurarme de que justipreciaba el privilegio de servir en la tienda de adoración. Me pregunté a mí misma muchas veces si estaba obrando influida por la

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emoción de la victoria, o por el hecho de que todo Israel estaría hablando de la actitud de la hija del juez Jefté, o si mi decisión se debía a una gratitud genuina hacia el Autor del milagro que nos había liberado. Pero, al fin pude convencerme de que estaba entregando mi vida como ofrenda, con sincero regocijo y sin dobleces.

Cuando volví a Mizpá después de esos dos meses en las montañas, empecé a preparar mi ropa y algunos recuerdos y objetos de valor para mí, que no quería dejar. En esos días antes de mi partida, papá y yo tuvimos algunas conversaciones que nunca se borraron de mi mente. El sabía que había sacerdotes en Siló que no honraban su ministerio. La mala fama que los hijos de Elí, el sumo sacerdote, se habían ganado por su mala conducta reprensible, era objeto de comentarios en muchos lugares. Mi padre me exhortó a no olvidar que yo era parte de una nación dedicada al Dios verdadero, y que el hecho de que algunos no lo honraran como El merecía, no debían eclipsar en mi mente el valor de lo que a mí me tocaba hacer, porque cada uno seremos juzgados individualmente por Dios. Me aseguró que al fin, los que con mente carnal cultivan sus peores rasgos y nos hacen sufrir, en vez de cultivar sus virtudes para ayudarnos a seguir viviendo, esos son los que pasan y se olvidan. No debemos permitir que debiliten nuestra determinación de seguir fieles para lograr la aprobación de Jehová. Recuerdo muy bien una de sus ilustraciones: -Son piedras de tropiezo en el camino, pero no son un motivo para cambiar de amino. ¿De qué te serviría una senda suave para los pies, si te aleja del lugar adonde quieres llegar?

Me instaba a tener siempre presente el ejemplo inspirador de los que fueron amados por Dios, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, y no permitir que los se queden cortos en su devoción me desanimaran. Me rogaba especialmente, que no permitiera que mi preciosa juventud fuera mancillada por los deseos impuros de algún hombre profano, que menospreciara el valor de estar dando mi vida como ofrenda a Jehová. Me pidió que jamás me detuviera a considerar una propuesta inmoral. –Recuerda -me dijo-, el castigo decretado contra Elí por no disciplinar a sus hijos, que Dios hizo conocer por medio del profeta Samuel. Jehová no quiere más descendientes de Elí en el sacerdocio. Cuando él muera, su línea sacerdotal morirá con él. En cambio las obras de amor de los que han servido a Dios de todo corazón, nunca serán olvidadas.

De tanto en tanto, según se lo permitían sus obligaciones, me padre venía a Siló para visitarme y fortalecerme con su cariño. Juntos repasábamos las grandes razones que me habían traído a la tienda de adoración. Desde que él terminó su carrera, a veces he sentido el desamparo que produce el no tener un brazo de carne donde apoyarme. Pero entonces, surge en mi mente la seguridad de que Dios está con su pueblo. Aquí, en la tienda sagrada, está el arca recubierta de oro que simboliza su presencia. Es emocionante pensar que uno vive tan cerca de ella, en los barrios destinados a los sacerdotes y sus familias, y a los trabajadores voluntarios.

Cuando llega la Pascua, multitudes nos rodean para celebrarla, procedentes de todas las tribus. Aquí se ofrecen las primicias del trigo y la cebada para darle gracias al Dador de todo lo bueno. Tenemos el privilegio de escuchar miles e voces cantando salmos de Moisés y otros

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autores, expresando los más elevados sentimientos que pueden colmar un corazón humano. Por eso, éste sigue siendo el mejor lugar del mundo para cultivar y disfrutar nuestra bendita relación con el Dios verdadero.

Álef Guímel

Mical

El fruto ácido del sarcasmo

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1 de Samuel capítulo 15, 16, 17 y 181 de Reyes capítulo 1

Hoy es un día de gran regocijo en Israel. El rey David ha convocado una asamblea especial para instalar a Salomón como rey. Quiere verlo antes de su muerte, para frustrar la conspiración de su hijo Adonías, que pretende usurpar el poder.

Mientras Israel ríe y canta, llenando de algarabías las calles y las plazas de Jerusalén, y aquí en la ciudad de Sión, parece que hasta el suelo vibra con ruidoso júbilo que levantan, yo he llorado con gran amargura por mi vida vacía y sin sentido, a pesar de que vivo en esta gran casa de cedro, la más hermosa y valiosa de la capital, el palacio personal de David.

He llorado con profundo dolor, porque Salomón pudo haber sido el hijo que no tuve. Como primera esposa de David, yo estaba en posición privilegiada para iniciar su linaje. Este podría haber sido uno de los días más gloriosos de mi vida, viendo a un hijo mío coronado como rey compartiendo los honores que él recibiera.

No puedo decir que es una injusticia. Envejecida y sola, comprendo, aunque tarde, la parte que yo misma tuve en forjar mi desdicha. Además, el haber llegado yo a la casa de David a causa de los manejos traicioneros de mi padre, el rey Saúl, fue un mal comienzo. ¡Cuánto mejor hubiera sido todo si yo hubiera tenido equilibrio y la dulzura de mi hermano Jonatan, en vez de la terquedad y la soberbia de mi pare Saúl!

Desde que David llegó a ser famoso por derribar a Goliat, el gigante filisteo, con una honda y una piedra, cuando ni siquiera sabía manejar una espada, el resultó ser uno de los hombres más amados en toda la historia de la nación. La gente lo veía como un héroe, un elegido de Dios, porque era un pastorcito adolescente, un muchachito que nunca había tenido entrenamiento militar, cuando mató a Goliat.

¿Por qué Saúl, mi padre, odió a David hasta el punto de intentar matarlo varias veces? El profeta Samuel lo reprendió severamente cuando Saúl, impaciente por su tardanza, ocupó el lugar de los sacerdotes, que no le correspondía, ofreció sacrificios a Dios. Fue entonces que Samuel pronunció aquellas significativas palabras: “Obediencia es mejor que sacrificio”.

Luego Samuel pronunció una sentencia irrevocable: Saúl quedaba rechazado por Jehová como rey a causa de haber rechazado él mismo la palabra de Dios. Y añadió: “Jehová ha arrancado hoy de ti el regir real y ciertamente se lo dará a un semejante tuyo que sea mejor que tú”. Aquellas palabras fueron una espina clavada en la carne, que mi padre nunca pudo extraer y olvidar. Cuando David empezó a mostrar que el favor de Jehová estaba sobre él, Saúl sospechó que este era el hombre

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mejor que él que iba a heredar el reino. David escapó de las garras de la muerte varias veces, porque Dios cuidaba de él.

Buscando la oportunidad de tenerlo más a mano para aniquilarlo, Saúl le propuso una alianza matrimonial en la cual le daría a mi hermana mayor, Merab, por esposa. Pero, cuando llegó el momento de realizar la boda, David fue notificado que Merab ya había sido entregada a otro hombre, Adriel.

Yo estaba enamorada de David y vi la oportunidad de llegar a ser su esposa, sustituyendo a Merab. Conversé de esto confidencialmente con siervos allegados a mi padre, y les pedí que trataran de ponerle esta idea en la mente. Todo marchó bien, pero cuando supe que el precio que David tenía pagar por mí exigía la matanza de cien filisteos, me angustié mucho. Era una trampa de mi padre, con la esperanza de que David no saliera vivo de esa aventura. Pero volvió victorioso y eso elevó su popularidad. La gente, de allí en adelante, hablaba más de David que de Saúl en todo Israel, y el odio del rey hacia David se hizo doblemente intenso.

¡Qué cosa extraña, como Dios maneja los corazones! Jonatán, mi hermano, amaba intensamente a David, a pesar de ser muchos años mayor que él. ¿Y por qué razón llegó a sentir ese apego tan fiel a David, aunque éste podía llegar a ocupar el trono que le hubiera correspondido a Jonatán? Mi hermano entendió claramente que David era el elegido del Dios verdadero para regir a la nación en pacto con El. El mismo hecho que causo odio en mi padre, encendió un amor profundo y genuino en el corazón de Jonatán hacia David.

Finalmente, David y yo nos casamos. Para ese tiempo, yo ya estaba alerta en cuanto a los acontecimientos y dispuesta a impedir en lo posible que Saúl le causara daño a David. Un día me di cuenta de que nuestra casa era constantemente vigilada. Eso indicaba que había un plan en marcha y que el desenlace no se haría esperar. Entonces, le rogué a David que huyera en la oscuridad de la noche, y lo ayudé a salir por la ventana, mientras los que vigilaban la casa cuidaban la entrada. Arreglé una imagen de terafim en la cama, rodeándola de ropa, de modo que parecía un cuerpo que dormía, puse una mata de pelo de cabra sobre la almohada, que aparentaba ser la cabeza de David, y esperé el amanecer.

A la mañana siguiente, los mensajeros del rey, viendo que David no salía de la casa llamaron y preguntaron por él. Los atendí y les dije que él estaba enfermo. Volvieron a Saúl con el mensaje y él los envió de vuelta con la orden de matarlo en la misma cama. Allí descubrieron que el enfermo era un simple monigote. Pero, ya habían pasado muchas horas, y David estaba a salvo, al menos por el momento.

No tuve más remedio que enfrentar la ira de mi padre. El no podía entender que yo de veras amara a David y quería ayudarlo. Para apaciguarlo, tuve que decirle que lo había encubierto porque David me había amenazado de muerte si no lo ayudaba a huir.

El rey, mi padre, me obligó a quedarme en su casa, siempre tratándome como objeto de su propiedad. Tenía otro plan traicionero en cuanto a mí, que no tardó en salir a la luz. Se proponía demostrarle a David su desprecio, entregándome a otro hombre por esposa. Así, sin que mi voluntad fuera tenida en cuanta para nada, fui conducida a casa de Paltiel, mi nuevo dueño. Algo que me compensó en parte, fue que Paltiel

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se mostró muy comprensivo y cariñoso, e hizo esfuerzos sinceros por hacerse querer.

Mientras tanto, mi hermano Jonatán, indignado por las acechanzas de nuestro padre contra David, salió a buscarlo, y finalmente se encontró con él en alguno de sus escondrijos. El cariño sincero de Jonatán fue un estímulo grande para David. Ahora ya no estaba solo, tenía un pequeño ejército de 400 hombres, en el cual estaban sus propios hermanos carnales, y gente infeliz, que no había sido tratada con justicia en su vida, gente agobiada por deudas y problemas, procedente de todas las tribus de Israel. Estos no eran sediciosos. No hicieron ningún intento de derribar al rey, reconociendo que, si Dios lo había ungido, sólo El tenía derecho a derrocarlo. -1 Samuel 22:1, 2

Por mandato de Dios, David volvió a la tierra de Judá y se estableció en Hebrón. Los ancianos de Judá lo ungieron como rey de su tribu cuando tenía treinta años, y Hebrón fue su lugar de residencia por siete años y medio, mientras yo permanecía en casa de Paltiel.

Hebrón estaba cerca de Jerusalén, que ese entonces permanecía en manos de los jebuseos y se llamaba Jebús. Allí en el Monte Sión, que se veía de todas partes, estaba la famosa ciudadela que David se propuso conquistar, porque los límites que Dios le había señalado a su pueblo incluían esa porción de territorio. La mano de Jehová estuvo con él, y los jebuseos derrotados, abandonaron el lugar. Aquella fortaleza que se veía desde tan lejos vino a ser la casa de David, el rey de la provincia de Judá, al cual muchos proclamaban rey en todo Israel.

En este tiempo, Hiram, el rey de Tiro, en un gesto de amistad y adhesión a David, le envió cedros de sus bosques y hombres expertos en trabajos en piedra y en madera, para trabajar en la construcción de su palacio real.

Los ojos de todo Israel estaban sobre David y sus obras. La gente en general entendió que éste era el hombre mejor que Saúl, que iba a gobernar a Israel, tal como el profeta Samuel había predicho. Aún los que habían estado más allegados a Saúl hasta entonces, empezaron a abandonarlo. Hasta el comandante en jefe del ejército, Abner, tío de padre, fue a Sión para hacer un pacto de amistad con David. Fue en esa ocasión que David le dijo que no quería volver a ver su rostro si no me llevaba para devolverme a él como esposa legítima. Abner se ocupó personalmente del asunto, y un día me apareció en casa de Paltiel con la orden de que me dejara partir porque David me reclamaba.

Mi corazón latió como loco. Después de casi ocho años sin ver a David, me hice la ilusión de que él guardaba algún cariño especial por mí. El tío Abner me advirtió que iba a hallar todo muy cambiado. Yo no sería la única esposa de la casa. David había tomado seis esposas en Hebrón, las cuales, con sus hijos, compartían los honores y los gozos que él recibía como rey. Ahora existía una familia real en la cual yo sería simplemente un opaco integrante.

Paltiel recibió con mucho dolor la noticia de nuestra separación forzosa. Lloró como un niño, porque había llegado a quererme y no se resignaba a dejarme ir. Durante un largo trecho del camino su carro siguió al de Abner. Paltiel no podía dejar de llorar, hasta que Abner se encaró de nuevo con él y le dijo que era mejor que volviera a su casa y se

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olvidara de mí. ¡Qué amor tan fiel, lamentablemente desperdiciado! ¡Cómo hubiera deseado yo ver a David llorando la milésima parte de las lágrimas que estaba derramando Paltiel!

El recibiendo de David fue muy amable. Me sentí halagada por el honor de vivir en su palacio, y por ser la primera esposa del héroe más victoreado de la nación. Pero pronto comprendí que David había exigido mi regreso porque ese era un caso de lesa majestad. Una esposa es considerada una propiedad de valor, y David no estaba dispuesto a aceptar la voluntad de Saúl, que ilegalmente me había transferido a otro hombre. El prestigio el nuevo rey estaba en juego. El tenía que demostrarle al pueblo, que las decisiones del rey Saúl no eran incuestionables. En cuanto a mí, debía resignarme y aceptar el hecho de no ser una esposa amada como Abigail, o como Bat-Seba. Yo era simplemente un premio de guerra, ganado con riesgo de su vida; algo para exhibir, no para disfrutar.

Poco después de llegar al palacio real cometí el error más lamentable de mi vida. A David le dolía pensar que el arca sagrada, que desde los días de Moisés había representado la presencia invisible de Dios entre su pueblo, estuviera guardada en la casa de un levita, después de haber sido hurtada y devuelta por los filisteos, y no tuviera un lugar digno donde morar. Le oímos comentar al rey algunas veces que, no era lógico siendo él un simple humano, que habitara en un regio palacio y el arca sagrada no tuviera el templo que merecía.

David decidió hacer traer el arca al Monte Sión y alojarla en una tienda especial. Esto di motivo a una gran fiesta, y se pidió a todo el pueblo que participara expresando su alegría, porque al estar el arca en Sión, el asiento del gobierno teocrático, fluirían bendiciones a toda la nación. Músicos y cantantes levitas integraban la gran procesión. El arca venía cubierta por un lienzo, sobre los hombros de algunos sacerdotes. David escribió su primera canción de acción de gracias para esa ocasión, y la entregó a los hijos de Asaf para que se encargaran de cantarla cuando el arca sagrada estuviera entrando en Sión.

Yo observaba desde una de las ventanas del palacio y algo me sacudió de sorpresa. ¡El rey venía danzando por la calle, vestido con un simple efod de lino! Me pareció absurdo que no estuviera vestido con sus ropas reales, para saludar al pueblo con la dignidad propia de la ocasión.

Lamentablemente, no supe interpretar aquella forma sencilla de expresar su alegría, sin protocolo ni formalidades. Tampoco supe frenar mi lengua, y cuando salé a encontrarme con los festejantes, al enfrentar a David, cometí la locura de decirle que se había portado como un casquivano al expresar su gozo bailando con ropas livianas. La gente en cambio, disfrutaba de todo con un gozo delirante. Antes de retirarse a sus hogares, cada hombre, mujer y niño, recibieron una torta anular de pan, una torta de dátiles y una de pasas.

Después de aquel mal momento frente a David ese día, me castigó ignorándome como esposa. No se divorció de mí ni me dejó libre para iniciar una vida fuera del palacio. Tuve que quedarme en mi lugar, como un objeto decorativo. No me falta nada en cuanto a cosas materiales, pero me falta amor. Nunca tuve hijos que me consolaran. De mi familia no queda casi nadie. Mi padre, Jonatán, y otros dos hermanos míos,

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murieron en una batalla contra los filisteos. Mi hermana Merab también murió dejando cinco hijos en los cuales volqué mi cariño, y mi instinto maternal insatisfecho. Luego, hubo un problema serio con los gabaonitas, por una injusticia que Saúl había cometido contra ellos. Los gabaonitas exigieron que se les entregaran siete descendientes de Saúl para matarlos, a fin de dar la ofensa por vengada y no tomar represalias más severas. Cinco de ellos fueron los hijos de Merab.

Ahora, en mi vejez, tengo mucho tiempo para pensar y comprendo que David fue muy noble a pesar e sus errores. Dos veces tuvo oportunidad de matar a Saúl, su enconado enemigo, y no lo hizo porque era el ungido de Jehová para el reino. Hizo venir al palacio a Mefibóset, mi sobrino, hijo de Jonatán, lisiado de ambos pies. Le entregó tierras que habían pertenecido a Saúl y aseguró el sustento de su familia. Pero, el propio Mefibóset tiene un asiento concedido de por vida en los comedores del palacio, por el amor que David sintió por Jonatán, su padre.

Es indudable que el corazón de David ha estado fijo en la adoración de Jehová. Su más ardiente deseo ha sido siempre que Jehová también tenga una casa dedicada a El en Israel. Un ángel fue enviado para dar reconocimiento a ese propósito y le ordenó que comprara la era de Arauna, el jebuseo, en un lugar rocoso más elevado que Sión, al norte, en el Monte Moría, el mismo lugar en que Abraham ofreció simbólicamente a Isaac en sacrificio. Se le advirtió que él no tendría el privilegio de edificar ese templo porque había sido un hombre de guerra. En cambio, Salomón, su hijo, lo edificaría respaldado por Dios, en un tiempo de paz y prosperidad.

David no viviría muchos días después de esto, pues está muy débil y enfermo. Pero, tiene la inmensa alegría de saber que la obra se realizará. Ha hecho todos los preparativos posibles para facilitarle a Salomón esta tarea. Hay grandes cantidades de mármol, madera, oro y plata, listos para ser usados. Hasta los cantantes y músicos están asignados desde ya. Sin duda, será el edificio más hermoso del mundo.

David anunció públicamente que deja su tesoro personal de oro y plata como contribución para la obra del templo. El pueblo, después de escuchar al rey, se sintió movido a contribuir generosamente. Salomón ha recibido hasta los planos detallados, de la mano de su padre. Nuevamente nuestro amigo, el rey Hiram de Tiro, ofreció mano de obra y material para este proyecto gigantesco.

Este es el gran día de la coronación. Salomón, el segundo hijo de Bat-Seba, montando la mula de David, salió del palacio y anduvo por las calles de Jerusalén. La columna de gente que lo sigue crece continuamente. Junto al manantial de Guihón, en las afueras de la ciudad, lo proclamarán rey en todo Israel. La multitud jubilosa lo acompañará de vuelta al palacio, con sus cantos y sus instrumentos musicales, en una procesión jamás vista antes. Hoy, ríen y cantan con gran bullicio. Muy pronto acompañarán a David a su lugar de descanso en la tierra, llorando y entonando plañidos. ¡Así es la vida; la risa siempre tan cerca del llanto! Todo pasa rápidamente. Hace ya treinta años que David ocupó ciudadela de Sión y comenzó a reinar sobre todo Israel, sumados a los siete años y medio que reinó en Hebrón, sobre la tribu de Judá.

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Han pasado más de cuarenta años desde aquel día en que lo ayudé a huir en la oscuridad de la noche, para escapar de las emboscadas de mi padre. Tal vez en ese momento David creyó en mi cariño, ya que le estaba demostrando que él significaba más para mí, que el lazo de sangre que me unía a Saúl. Después, sucedieron muchas cosas que nos separaron… Ahora no podemos cambiar la historia ni volver e tiempo atrás. David seguirá siendo amado por su pueblo aunque ya no esté presente. Yo seré solo un recuerdo borroso en la mente de los que me conocieron, un episodio de escasa importancia en la vida e un rey colmado de gloria.

Álef Guímel

LA MUJER DE SUNEM

El premio a la hospitalidad

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2 Reyes 4: 8-372 Reyes 8: 1-8

La historia de Israel y la ley de Dios estuvieron bien arraigadas en mi conocimiento y en el de mis hermanos desde la temprana niñez. Mis padres tomaban muy en serio el mandamiento de hablarnos de todo esto al acostarnos, al levantarnos y andando por los caminos.

Mi entendimiento de la historia de Israel hizo resaltar este pensamiento en mi mente: Dios nos dio un país en que morar como pueblo libre después de redimirnos de la esclavitud en Egipto. El quiso que cada tribu tuviera su tierra bien delineada. No hubo parcialidad, ninguna tribu fue favorecida por su superioridad militar. Cada tribu recibió una provincia para conservarla como porción hereditaria. La productividad dependía de la lluvia y de la bendición de Dios. Como conclusión, nosotros los israelitas, no somos dueños de nada, simplemente somos depositarios de lo que el único Dueño de la tierra quiso poner en nuestras manos para que lo usemos de una manera que lo honre a El, pero todo lo que tenemos sigue perteneciendo a Jehová.

Esta conclusión, muy arraigada a mí, fue lo que me hizo sentir una gran felicidad cuando podía compartir cosas con otros. Me casé con un hombre mucho mayor que yo y estábamos en una posición desahogada. Nuestra familia no se había visto afectada por enfermedades graves ni tragedias que nos sumieran en la pobreza. Materialmente hablando, no me faltaba nada, pero tenía algo que envidiar a cualquier mujer mas pobre que yo: No había tenido la felicidad de ser madre, y la idea de que mi esposo llegaría a ser anciano antes que yo y me dejaría sola, me hacía mirar el futuro con tristeza y con incertidumbre.

Por la bondad de Dios llegué a conocer al profeta Eliseo que con frecuencia pasaba por Sunem, la localidad en que vivíamos.

Lo invitamos a comer en nuestra casa algunas veces y siempre le rogábamos que volviera a visitarnos. Su compañerismo era sumamente edificante. Escuchar sus experiencias era un deleite y una fuente de ánimo. El percibió esto y se le hizo una costumbre venir a vernos cuando andaba cerca.El honor de tener como huésped a un profeta del Dios verdadero merecía más que una comida de vez en cuando, por eso le rogué a mi esposo que edificáramos en el techo, una pieza especial para que él descansara allí y se quedara todo el tiempo que quisiera. La amueblamos y la arreglamos confortablemente con una cama, una mesa, una silla y un candelabro. Le dijimos que esa pieza era suya, que nadie más la ocuparía y estaría siempre lista y limpia para albergarlo.

Las estadías de Eliseo en Sunem nos dieron la oportunidad de oír de sus mismos labios los hechos poderosos que Jehová realizó usándolo como instrumento. Le emocionaba relatarnos la extraordinaria experiencia de ver a Elías, su amado maestro, ascendiendo a la altura en un carro de fuego y dejando caer su manto, su vestidura oficial de

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profeta. Elías le había asegurado que, si lo veía al ser quitado de su presencia, recibiría una doble porción del espíritu o poder con que Jehová lo había dotado a él. Eliseo había querido saber si el uso de aquel manto le confería ese poder. Se dirigió al Jordán y, golpeando sus aguas, preguntó: “¿Dónde está Jehová el Dios de Elías?” La respuesta no se hizo esperar. Las aguas del Jordán, separándose gradualmente, le dieron paso sobre el lecho del río.

Por él mismo, y por otros que comentaban sus milagros, nos enteramos como habían sido sanadas con sal las aguas malas de Jericó. En otra ocasión, cuando unas calabazas silvestres puestas por equivocación en un guisado lo habían contaminado con un veneno mortal, un simple puñado de harina en las manos de Eliseo lo habían convertido en una comida saludable.

Era evidente que Eliseo disfrutaba de la hospitalidad de nuestra casa. En una de las ocasiones en que vino a pasar unos días, envió a Guejazi, su asistente, adonde yo estaba en mis tareas, para preguntarme si había algo que podía hacer por mí. Estaba dispuesto a interceder ante el jefe del ejército p aún ante el rey, si hubiera alguna petición que hacer a mi favor.

Le dije que no echaba de menos nada, ya que vivía en medio de mi pueblo, gozando de todas las ventajas que la ley me concedía como israelita natural. Guejazi, volvió a subir con mi respuesta. Un momento después regresó diciendo: “Eliseo te llama”. Subí a su pieza y me quedé de pie a la entrada. Entonces él dijo algo maravilloso que resuena en mis oídos todavía: “A éste tiempo fijo, el año que viene, tendrás un hijo en tus brazos”. Mi respuesta turbada de asombro fue: “¡¡No amo mío, oh hombre del Dios verdadero! ¡No digas mentiras a tu sierva!”

Pero fue verdad; al año siguiente yo tenía un hijo en mis brazos. Creció sano y hermoso. Le gustaba andar por los campos siguiendo a su padre y a los segadores. Un día, uno de los peones apareció en la casa cargando en brazos al niño que se quejaba constantemente._ “El señor me ordenó que lo trajera porque desde hace largo rato le oímos decir: “¡Ay mi cabeza! ¡Ay mi cabeza!” Le hemos mojado la frente, lo hemos hecho descansar a la sombra, pero no se le pasa”.

Eso fue en las primeras horas de la mañana. Yo me senté con él sobre las rodillas sin saber qué hacer para mejorarlo. Cada momento que pasa lo veía peor y su respiración era cada vez más agitada. Al mediodía murió. En medio de la terrible angustia que se apoderó de mí, mi mente estaba llena de un solo pensamiento: ¿Por qué me había dado Dios un hijo que no esperaba si debía perderlo así? Solo el profeta podía saber la respuesta. A esta altura del año él estaba en el monte Carmelo. Tenía que ir a su encuentro.

Subí a la pieza de Eliseo en la azotea con el niño muerto en mis brazos lo dejé sobre su cama. Me envolví en un manto y fui al encuentro de mi esposo rogándole que me dejara usar una de las asnas y llevar a uno de mis peones como acompañante porque debía ir en busca de Eliseo.

El se mostró muy sorprendido porque no era luna nueva ni sábado. Pensó que yo quería dedicar un tiempo especial a la adoración de Jehová. Yo no quería decirle que nuestro hijo había muerto para ahorrarle esta

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terrible consternación. Tenía la esperanza de que Eliseo pudiera hacer uno de sus sorprendentes milagros.

El viaje hacia el monte Carmelo se me hizo interminable. Al fin, divisamos a Eliseo desde lejos, y él también nos divisó a nosotros. Estaba conversando con Guejazi y los dos se quedaron mirándonos y esperando nuestro arribo.

Guejazi corrió a mi encuentro y me preguntó con tono preocupado: “¿Te va bien? ¿Le va bien a tu esposo? ¿Le va bien al niño?”

Le contesté afirmativamente sin detenerme. Seguí adelante hacia la montaña y al llegar junto a Eliseo me bajé del asno y me eché a sus pies aferrándome a ellos, como si temiera que él fuera una visión que iba a desvanecerse. Guejazi quiso apartarme de él pero Eliseo no se lo permitió: “Déjala, porque tiene una gran amargura en su alma y Jehová me lo ha informado”.

Entonces le dije: “¿Pedí yo un hijo por medio de mi señor? ¿No dije yo: -No debes conducirme a una esperanza falsa? Hombre de Dios, tú recuerdas que mi esposo es mucho mayor que yo. La muerte vendrá y me dejará sola. Antes de que tú llegaras a nuestra casa yo pensaba en eso con tristeza pero fui aceptándolo como un hecho que nadie podía cambiar. Cuando por intercesión tuya ante Jehová nuestro Dios, yo llegué a tener el hijo que ya no esperaba, la idea de la viudez no se me hizo tan dura. Me dio la impresión de que a la muerte le habían cortado las uñas. Pero ahora que he tenido a mi hijo por varios años, ahora que conozco ese amor del que me consideraba privada, perderlo es cruel y doloroso. Si yo tenía que sufrir este dolor, ¿por qué quisiste que lo tuviera? ¿No era mejor para mí haber existido como un árbol incapaz de dar fruto y haberme encaminado a la muerte en esterilidad? Por lo menos, lo que uno añora con la imaginación no duele como lo que se ha tenido de veras y es como un gajo arrancado del tronco de uno, que deja un desgarrón muy difícil de curar”.

El rostro de Eliseo se perturbó. Yo no apartaba mis ojos de él. Vi claramente que mis palabras habían tocado su corazón. Entonces le dio su báculo a Guejazi instruyéndolo sobre lo que debía hacer para que el niño volviera a la vida. Pero yo no estaba conforme con que Guejazi fuera solo y le dije a Eliseo que no soltaría sus pies si él no iba conmigo.

Guejazi se adelantó al profeta y yo íbamos más atrás. Cuando faltaba poco para llegar, lo vimos regresar en su asno. Había hecho todo lo que Eliseo le había dicho, pero el niño no había despertado.

Cuando llegamos a casa él subió a su pieza y no me permitió seguirlo. Tuve que esperar abajo mientras él oraba a Jehová y luego le daba aliento con su misma boca y calor con su mismo cuerpo. Bajé de nuevo y se puso a caminar de acá para allá dentro de la casa; luego subió otra vez a la pieza de arriba. Guejazi vino un poco después y me dijo emocionado: “¡El niño ha estornudado siete veces y ha abierto los ojos! ¡Sube a verlo!”

Cuando entré en la pieza Eliseo me dijo con una gran sonrisa: “¡Alza a tu hijo!”

Me postré en tierra sin palabras para expresar mi gratitud. Luego tomé al niño y bajé la escalera con él en brazos.

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Los años pasaron y seguíamos viendo a Eliseo periódicamente y oyendo hablar de sus maravillosas obras. Supimos cómo había multiplicado veinte panes de cebada de modo que alcanzaran para cien hombres. La curación de Naamán, el prominente comandante militar de Siria afligido de lepra, fue un hecho que se difundió por todo Israel.

Algún tiempo después tuve la satisfacción de saber que el profeta no nos había olvidado. Vino un día a nuestra casa para advertirnos que se aproximaban siete años de hambre para Israel y que debíamos marcharnos a vivir en cualquier país cercano para evitar los aciagos que se acercaban.

Sin la menor duda nos aprontamos, llevándonos algunas cosas que queríamos conservar, y dejamos nuestra querida casa grande y cómoda y nuestras tierras. Vivimos durante siete años en la tierra de los filisteos y entonces decidimos volver ya que el período anunciado por Eliseo estaba terminando.

Al regresar, me dirigí primero al rey para pedirle restitución de nuestras tierras abandonadas y mi hijo fue conmigo. El era ahora el fiel compañero de mi viudez. Conseguimos una audiencia y cuando nos dirigíamos a hablar con el rey, allí estaba Guejazi también. El rey lo estaba interrogando acerca de los milagros de Eliseo.

¡Qué satisfacción cuando Guejazi nos presentó diciendo: “Mi señor el rey, esta es la mujer y este es su hijo a quien Eliseo revivificó!”

Tuve el privilegio de dar testimonio de las cosas maravillosas que Eliseo había hecho en nuestra casa. El rey, después de escucharme con atención llamó a un oficial de la corte y le dijo:_ “Devuélvele todo lo que le pertenece y los productos del campo desde el día que dejó la tierra hasta ahora”.

Mi hijo para ese tiempo ya era un mocito fuerte y guapo, me ayudó a arreglar nuestra casa, abandonada por tantos años y pronto fue hermosa y confortable otra vez. ¡Esa casa tan llena de recuerdos!

La bondad de Jehová se expresó en muchas formas en mi vida. La recompensa que recibí por aquella hospitalidad que tuve Leonor de brindar a Eliseo, fue muy superior a lo que él recibió de mí. Jehová siempre paga en medida plena lo que hacemos por amor a su Nombre.

Ahora que les cuento todo esto, aquellos días reviven en mi mente y veo que las cosas más hermosas de mi vida tuvieron que ver con aquella pieza que yo le pedí a mi esposo que edificara para el profeta.

Junto a la puerta de esa pieza oí la promesa:- “El año que viene tendrás un hijo en tus brazos”.Fue en aquella pieza que Jehová me dio otra muestra de su bondad

infinita, cuando la voz de Eliseo pronunció aquellas palabras:- “¡Tu hijo vive! ¡Álzalo y llévatelo!”.-

NITOCRIS

Reflejos de una gloria sin retorno

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Daniel capítulos 4 y 5

Esta noche me siento especialmente inclinada a la nostalgia. Hay muchas cosas que pesan en mi corazón y con frecuencia me empujan fuera de la realidad presente y me obligan a vivir en el pasado. Recuerdo vez tras vez a mi padre, Nabucodonosor, y las grandes lecciones que tuvo que aprender acerca del Dios de los hebreos, Jehová, que en una manera muy sabia aplacó su arrogancia su rebeldía.

Tengo una imagen mental nítida de mi padre. Cuando se encontraba en Babilonia, sus días estaban muy ocupados entre sus asuntos de estado, reuniones militares, magos y consejeros; planear y vigilar la marcha de las grandes obras de edificación que tanto lo apasionaban; organizar acontecimientos culturales y artísticos, asistir a fiestas religiosas, y dividir su atención entre las muchas esposas y concubinas que tenía en el palacio. Una de éstas, era egipcia. Esas fue mi madre y me pusieron su nombre, Nitocris.

Cuando éramos niños, Nabucodonosor nos mandaba a llamar para vernos y pasar algún tiempo con nosotros, solo de vez en cuando. Ese era un día de fiesta para sus hijos. Los servidores del palacio nos acicalaban y nos conducían a su presencia. El nos hablaba del poderío del imperio, de las obras de edificación con que deseaba embellecer Babilonia, de las fortificaciones que la hacían invencible. Inculcaba en nosotros el patriotismo, el deber de conservar y defender todo aquello que nuestros antepasados nos habían legado. Los hijos del rey estábamos bien contagiados del orgullo de pertenecer a esta Babilonia fundada por Nemrod, cuyo templo, el más importante, está en Esagila, donde se le adora con el nombre de Marduc. Allí, en medio de esa tierra consideraba santa, está Etemenaki, la torre que Nemrod no pudo terminar a causa de la confusión de las lenguas, que mucho tiempo después fue terminada y reverenciada como una gran reliquia. Etemenaki (“Casa de fundación del cielo y de la tierra”, en caldeo), fue completada como un zigurat, una torre cuadrada, escalonada, cada piso teniendo una superficie menor que el de abajo, terminando en una estructura pequeña que alberga un templo.

En Babilonia la religión siempre estuvo ligada a la historia y las conquistas, por eso en el templo de Marduc, en Esagila, se conservan los más valiosos despojos de las naciones sometidas, junto con los trofeos otorgados a los vencedores, y las armas que pertenecieron a los guerreros más prominentes caídos en la batalla. Allí fueron llevados los vasos de oro y de plata que habían pertenecido al templo de Jehová en Jerusalén, despojado cuando Nabucodonosor, mi pare, la conquistó.

En los mejores días de Babilonia, llegaban barcos de toda la tierra habitada a descargar sus productos; era un cruce de caminos para el comercio mundial; un enorme depósito de too lo mejor que se producía en todas partes. En ambas orillas del Éufrates, dentro de la capital, había

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muelles en que atracaban estos barcos. También la flota de Babilonia que constaba de tres mil galeras, se veía siempre en movimiento, impulsada por velas y por remos. En tiempos de paz, estos barcos se usaban en el comercio, en tiempos de guerra traían y llevaban soldados y abastecían las tropas.

Aparte de las grandes naves que surcaba el Eufrates, se veía un tráfico de embarcaciones pequeñas, navegando los canales que atravesaban la ciudad y el campo. Eran una gran red que llevaba agua a todas partes y aseguraba el riego y la productividad de la tierra. Los pequeños barcos con productos importados o con la producción local, se detenían en las oficinas del gobierno que, a ambas márgenes del río, fijaban el precio de los productos. Era muy pintoresco observar la carga que llevaban estos pequeños almacenes flotantes, cebada, maíz, dátiles, higos y granadas, que nuestra tierra producía en abundancia. Atractivas obras de artesanía, canastos, vasijas, sandalias, mantos y adornos femeninos. Todo captaba el interés de los compradores que paseaban a orillas del río, seguros de encontrar allí cualquier cosa que necesitaran.

La abundante producción de la tierra, y la habilidad que la gente había adquirido para conservar el alimento, le daban a la ciudad un sentido de seguridad ante cualquier emergencia que se presentara. El gobierno y el ejército aseguraban que Babilonia podía resistir un sitio de veinte años.

La jactancia de Babilonia, proclamándose a sí misma ciudad invencible, se basaba en la estructura de su muro doble, no igualada por ninguna otra ciudad del mundo. Tenía una anchura sólida de veintiséis metros y una altura de cien metros. Encima de esas murallas había construcciones a ambos lados, con una avenida al medio por donde transitaban carros y caballos. Desde ese muro, los centinelas realizaban una vigilancia extensa y continua. Pensábamos que nada podía tomarnos por sorpresa, y que ningún poder humano sería capaz de humillarnos. Nabopolasar, mi abuelo, comenzó la construcción de esas murallas y Nabucodonosor, su hijo, la terminó. El también ideó algo nuevo en Babilonia, los jardines colgantes que le dieron un aspecto especial al palacio real. En sus terrazas escalonadas crecían árboles, arbustos y una variedad maravillosa de flores, haciendo el efecto de montañas cubiertas de vegetación. Por las escaleras de mármol, se puede pasar de una terraza a otra. Muchos esclavos han trabajado siempre allí por turnos, girando bombas en forma de tornillo para hacer subir el agua a 91 metros de altura, donde está la última terraza y los grandes depósitos de agua. Desde allí baja porcados que riegan las terrazas inferiores que empiezan a 23 metros de altura desde el suelo.

Mi padre ideó estos maravillosos jardines para hacer feliz a Amytis, una princesa meda que tomó por esposa. Cuando la trajo al palacio, ella se sintió desilusionada ante la tierra llana de Babilonia y suspiraba por la región montañosa de Media.

Aparte de estas magníficas obras de ingeniería, el palacio real, las ciudadelas en que habitaban los más prominentes militares con sus oficiales, los muros y los jardines colgantes que eran el asombro de los visitantes extranjeros, mi pare mandó construir un palacio de verano a orillas del Éufrates, dos kilómetros al norte de la capital. Para protegerlo,

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se levantó una segunda muralla que se extendía hacia el sur abarcando gran parte de la zona rural. En caso de sentirnos amenazados, siempre podríamos volver a la capital supuestamente invencible, con su muro doble, su ejército bien equipado, y sus torres de vigilancia, desde donde los arqueros podían descargar una lluvia de flechas contra cualquier posible invasor.

El Éufrates que la cruza, tampoco representaba un peligro. A lo largo de sus márgenes también se levantan muros fortificados y tiene 25 puertas de bronce de dos hojas que descienden profundamente en el agua del río y se aseguran con enormes barras. Es imposible abrirlas desde afuera. Por eso los babilonios reían en aquellos días señalados para su caída. ¿A quien le preocupaba que los persas estuvieran abriendo un canal para desviar el agua del Éufrates? Aunque consiguieran secar el lecho del río, no hallarían manera de entrar en Babilonia. Pero lo increíble sucedió.

Nabonido mi esposo, estaba en el sur, en Temá, una ciudad hermosa de Arabia que él mismo había conquistado y pensaba convertirla en una segunda capital del imperio. Su amor por las letras y las artes lo impulsaban a huir del bullicio de la capital dejar atrás los muchos compromisos y obligaciones del estado. Cuando Belsasar, nuestro primer hijo, tuvo edad para suplantarlo en el trono, Nabonido se asentaba por largas temporadas, sabiendo que yo respaldaría a mi hijo y que tenía buenos colaboradores entre los nobles y los militares.

En aquellos días, cuando se supo que Ciro el persa estaba acampando cerca de Babilonia, Nabonido reunió algunas fuerzas militares y salió a enfrentarlo, pero fue derrotado y se refugió en Borsipa. El también creía que ésa era simplemente pretensión jactanciosa de los persas que jamás podrían tomar Babilonia. Pero cuando la excavación del canal fue completada, Ciro dio orden de abrir las esclusas y el agua del río empezó a desviarse. La noche era corta para todo lo que tenían que hacer. Cuando el agua bajó lo suficiente, empezaron a caminar dentro del río. Esperaban hallar alguna manera de abrir las puertas de bronce, pero al llegar a ellas las hallaron abiertas. Ese hecho, inconcebible para los babilonios, nunca tuvo explicación. Nunca supimos si, a causa de los festejos religiosos que ocupaban la atención de todos, por única vez en la historia los guardias olvidaron cerrarlas, o si fueron cerradas como siempre y el Dios de los hebreos las abrió para dar paso a los invasores que castigarían a Babilonia por sus errores y dejarían volver a su pueblo a la tierra de sus antepasados.

Volviendo atrás, a las cosas que quedaron lejos, vienen a mi mente los días tristes de la enfermedad mental de mi padre. Estuvo siete años obsesionado con la idea de que era un toro, comiendo pasto y durmiendo debajo de los árboles, sin cortarse el pelo ni las uñas. Incluyendo ese tiempo en que nadie se sentó en su trono, reinó 43 años. El pueblo esperaba su vuelta, porque el profeta Daniel había dicho que el reino le estaba asegurado hasta que él reconociera que el Dios Altísimo es el verdadero gobernante del universo y puede dar o quitar el poder a quien El quiera.

Llegó el día en que Nabucodonosor recobró la razón espontáneamente, sin intervención de los médicos ni de los magos de la

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corte. De allí en adelante fue un hombre diferente. Aquella asombrosa experiencia le había hecho perder su soberbia y muchas veces admitió que el Dios del cielo lo había humillado. Fue algo que hizo pensar a los más allegados a él y a la gente razonable de entre el pueblo.

Un día inolvidable para Babilonia, fue aquel en que mi padre retomó el trono. Gente de todos los barrios de la capital y de las localidades cercanas llenó la Avenida de las Procesiones y pasó frente al palacio saludando y vivando a Nabucodonosor. Desde un balcón, él se dirigió a su pueblo, explicando lo sucedido y demostrando que su capacidad mental estaba completamente restaurada. Sus palabras de conclusión son muy reveladoras:

“Ahora yo, Nabucodonosor, alabo y ensalzo y glorifico al Rey de los cielos, porque todas sus obras son verdad y sus caminos son justicia, y a los que andan con orgullo él los puede humillar”.

Daniel 4:37

Mi padre era un hombre muy religioso, un devoto adorador de Marduc, nombre de Nemrod deificado. El cuidaba que Esagila, la tierra santa de Babilonia, se mantuviera en óptimas condiciones, y la había remodelado totalmente. Al templo de Marduc en Esagila se llevaban los tesoros despojados a las naciones subyugadas.

Además, en distintos puntos de la capital había 53 templos dedicados a los dioses principales y 55 capillas dedicadas a dioses del cielo y de la tierra, además de 180 altares de Ishtar, la diosa de la fertilidad, Babilonia llegó a jactarse en documentos escritos para la posteridad, de haber alcanzado la cifra, jamás superada por ninguna otra ciudad, de mil y ocho templos y capillas y 372 altares callejeros. La gente en Babilonia no hacía nada importante sin consultar a un mago o a un sacerdote. La religión controlaba gran parte del comercio y revendía los productos perecederos de la tierra que se traían como ofrendas, así como la carne de animales sacrificados en los templos.

El arte de la adivinación influía mucho a la gente. Usaban un mapa del cielo dividido en secciones, para predecir el destino de los niños según el signo bajo el cual nacían.

Quizás todavía usen con frecuencia aquellas tablas de arcilla que representan un hígado humano con secciones numeradas, para consultarlos antes de tomar decisiones importantes. Otras veces, consultan el hígado de los animales ofrecidos en sacrificios. Según la apariencia de sus venas, la forma de sus bordes y la intensidad del color, se hacen predicciones.

Después de la muerte de mi pare hubo varios reinados cortos. Los que le siguieron no pudieron estabilizarse en el poder como él. Mi hermano mayor, Evil Merodac, reinó solamente dos años. Cometió errores y no se hizo querer por el pueblo. Mi cuñado, Neriglisar, lo asesinó y usurpó el poder. Cuatro años después, él murió, y su hijo, Laváis Marduc, ocupó el trono. Este sobrino mío era un hombre joven libertino, irresponsable. Su vergonzoso reinado duró solo nueve meses, hasta que alguien puso fin violento a su vida. Nabonido, mi esposo, era entonces

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gobernador de Babilonia. El pueblo lo respetaba, y muchos lo señalaron como la persona indicada para ocupar el trono y dirigir todo el imperio.

Nabonido había sido el yerno predilecto de mi padre, porque tenían tantas cosas en común. El interés de ambos en el arte, la cultura, la religión las obras edilicias, los hicieron buenos amigos. Mi esposo es hijo de una sacerdotisa de Sin, el dios de la luna, y esto causó que Nabucodonosor lo apreciara aún más. En una campaña militar, Nabonido conquistó la ciudad de Temá, un oasis de Arabia visitado por muchas caravanas mercantes. Es un lugar tranquilo y a él le encantaba pasar largas temporadas allí, escribiendo sobre hechos históricos. Belsasar entonces ocupaba el trono en representación de su padre. Así estaba, ejerciendo pleno poder en el reino en ausencia de su padre, aquella noche trágica en que los dioses de Babilonia probaron estar ciegos, mudos y paralizados, cuando más se necesitaba que nos defendieran.

Nadie imaginaba en Babilonia que el día en que trajeron los primeros cautivos judíos y se celebró como una gran hazaña la caída de Jerusalén ante nuestras fuerzas, allí quedaba señalado el tiempo del desplome para nosotros, ante el avance de Ciro, rey de Persia, sesenta y ocho años después.

Daniel nos hizo entender que no fue por la superioridad de babilonia que Jerusalén cayó, sino porque Jehová decretó setenta años de cautiverio para su pueblo, en castigo por sus infidelidades.

Daniel había llegado a Babilonia como adolescente cuando, durante el primer sitio a Jerusalén, diez años antes de su caída, los babilonios habían tomado cautivos, hijos de nobles y príncipes, jóvenes inteligentes y sin ningún defecto físico, lo mejor de la juventud, a fin de usarlos en importantes puestos en la corte.

Daniel se hizo famoso interpretando los sueños de Nabucodonosor, especialmente aquél en que él se vio a sí mismo como un hermoso árbol que era cortado, se le implantaba un corazón de bestia, y se le aseguraba el recobro de su posición al cabo de siete años.

El tiempo fue transcurriendo, y Babilonia se sentía cada vez más segura de sí misma, ostentando su poderío y su prosperidad material, hasta que llegó aquella noche que cambió su lugar en la historia. Estábamos celebrando el año nuevo, una de las fiestas religiosas más importantes. Belsasar quiso tener un gran banquete con mil invitados. Sabíamos que Babilonia estaba amenazada por los medos y los persas y que estaban cavando un canal. Pero nadie estuvo de acuerdo en posponer los festejos. Esto equivaldría a dudar de que Babilonia fuera invencible. Los militares y los nobles concurrieron a la fiesta trayendo a sus esposas y concubinas muy engalanadas. Yo estuve entre ellos al mediodía, y luego volví a mis habitaciones a descansar con una gran inquietud en el corazón, porque mi hijo estaba bebiendo mucho y temía que hiciera algún disparate o se pusiera en ridículo delante de todos. En cierto momento, llamó al jefe de la guardia y le pidió que hiciera traer de Esagila, del templo de Marduc, los vasos usurpados del templo de Jerusalén para beber en ellos. Salieron carros del ejército, custodiados, para traer mil vasos de oro y plata para usar en el banquete. Eso era un desafío, una ofensa al Dios de los hebreos. Me quedé mirando por la ventana hasta que los vi volver por la Avenida de las Procesiones. Poco

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después, un extraño silencio apagó la bulla de los comensales, un silencio que debe haber durado más de media hora.

Envié a una e mis damas de compañía a averiguar que sucedía. Volvió aterrada a contarme que habían visto el dorso de una mano escribiendo sobre una de las paredes del salón de banquetes, unas palabras misteriosas que quedaron allí grabadas. Belsasar estaba proclamando un nuevo decreto que aseguraba que el que interpretara esa escritura, sería vestido de púrpura y oro y honrado con el tercer lugar en el reino.

Tenía que ser algo muy importante para que él, que estaba en el segundo lugar del reino al sustituir a Nabonido en el trono, ofreciera el lugar más alto después del suyo. Empezó a llegar gente de todas partes, militares, magos, sacerdotes, que querían competir por el premio más elevado que jamás se había ofrecido en Babilonia. Yo también decidí volver al salón de banquetes para ver aquellas palabras en clave, que representaban un mensaje indescifrable para los presentes. Agrupados alrededor de la mesa de Belsasar, sabios, astrólogos, consejeros de estado, nobles y gente del pueblo, todos se declaraban impotentes y perplejos.

Me animé a alzar la voz entre ellos para recordarle a mi hijo, que aún vivía entre nosotros aquel profeta hebreo, Daniel, que había llegado como prisionero a Babilonia siendo un niño, y que fue el único que pudo interpretar con sabiduría los sueños de mi padre, el rey Nabucodonosor. Ninguna de sus palabras había fallado. Por eso, aún se hablaba de él en Babilonia como Daniel, “el que desata nudos”.

Felizmente Belsasar me escuchó y envió un carro en busca del profeta. El anciano Daniel, lúcido, lleno de sabiduría y dignidad a pesar de tener ya más de 90 años, explicó sin vacilación el significado del mensaje.

MENE – Dios ha enumerado los días de tu reino y lo ha terminado.TEKEL – Has sido pesado en la balanza y has sido hallado

deficiente.PERES- Tu reino ha sido dividido y dado a los medos y los persas.

Cumpliendo las palabras de Belsasar, a pesar de que Daniel no deseaba esos honores, fue vestido con un manto púrpura, el color de los reyes, y un collar de oro puro fue puesto alrededor de su cuello. Así lo sacaron a la calle y lo escoltaron por la Avenida de las Procesiones, proclamando que, desde ese momento, él era el tercer gobernante del país.

Aquel mensaje cargado de pesados presagios cambió el estado de ánimo de los festejantes. Todos nos preguntábamos cuándo y cómo se cumplirían aquellas predicciones, sin saber que esa misma noche tendríamos una respuesta completa, irreversible.

Embargada por muchos sentimientos dolorosos, volví a mis habitaciones. Llegó la noche. Mis dos damas de compañía me instaron a acostarme varias veces, pero yo sabía que era inútil y que no podría dormir. Ellos trataban de levantarme el ánimo recordándome que las murallas de Babilonia eran invencibles, que nadie podría abrir las puertas de dos hojas que descendían hasta el lecho del río, y que aunque

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estuviéramos sitiados podríamos resistir hasta veinte años hasta agotar el alimento almacenado.

Todo esto era verdad, pero yo no podía borrar de mi mente ese hecho insólito: Los persas habían estado ya por algún tiempo cavando un canal en el norte, muy cerca del Éufrates. Ellos, guerreros tenaces, héroes de grandes conquistas, ¿no sabían que estaban haciendo un trabajo inútil? ¿No creían que Babilonia era inviolable?

Los persas son muy tercos en la guerra y jamás aceptan sobornos para abandonar una empresa. Todo el mundo sabe que es imposible comprarlos. No hay oro ni piedras preciosas, ni posesiones materiales que puedan seducirlos más que la conquista que se proponen lograr. La noche avanza. Nada calmaba mi inquietud, y mis oídos estaban en estado de alerta tratando de interpretar cualquier ruido extraño que viniera de la sala del banquete. Nuevamente mandé a una de mis doncellas en busca de novedades.

Volvió angustiada, llorando. Llegaban mensajeros de distintos puntos de la ciudad diciendo que los persas estaban entrando por las puertas del río. No había centinelas sobre los muros, no había arqueros que los detuviera con una lluvia de flechas. Todos estaban en los festejos. Poco después, se oían gritos de horror entre los asistentes a la fiesta, un gran alboroto que no tenía nada que ver con la algarabía de las horas tempranas. El mayordomo del palacio acudió a mis habitaciones.

-Señora Nitocris, estamos cuidando las puertas que vienen hacia aquí. Por favor, no salga. Queremos protegerla y rogar por su vida. Los persas no están hiriendo a nadie que no opone resistencia. Confiamos en que no le harán ningún daño. Por favor, hágase fuerte porque tenemos que darle una noticia muy triste. El rey Belsasar ha muerto, porque intentó hacerle frente a los persas con una daga en la mano. Estaba ebrio, no sabía lo que estaba haciendo…

¡Que cosa tan absurda, hacer frente a un ejército invasor con una daga! Si mi hijo hubiera recordado en ese momento las palabras del profeta Daniel, que le advirtió que su reino era dado a los medos y los persas, quizá no hubiera muerto. Si se hubiera humillado como su abuelo, Nabucodonosor, tal vez habría alcanzado misericordia y hoy viviría con nosotros en el desierto.

Aquella noche, yo perdí la noción del tiempo, esperando sin saber qué esperar. Recuerdo un momento en que, mirando por la ventana, vi un resplandor rojo en el cielo y pregunté a una de mis doncellas:-¿Está amaneciendo? –No, mi señora. No es la hora del amanecer todavía. Es el incendio de los barcos. Oí decir en el patio que los persas han juntado todas las embarcaciones pequeñas y las están quemando para que la gente no pueda huir en ellas. En cambio, los barcos grandes ya están todos en poder de ellos.

Cuando de veras llegó el amanecer y los militares en las ciudades despertaron, se encontraron con oficiales persas guardando las puertas y ordenando que se rindiera incondicionalmente, porque Babilonia había caído. Lo increíble había sucedido, sin lucha, sin desperdicio de vidas, sin arruinamiento. Los persas y los medos habían mantenido sus normas.

El mundo habla de Ciro como “el príncipe justo”. Nabonido y yo pudimos comprobar que es un apodo bien ganado. Fue muy humano y

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misericordioso con nosotros. No nos arrojó de la opulencia a la pobreza. Fuimos deportados a Persia y nos dieron una casa en al provincia de Catania, donde hemos vivido sin carecer necesidad de nada.

Después de un tiempo, mi esposo fue asignado gobernador de esta provincia y aquí estamos ahora, envejecidos, gastados físicamente, viviendo más en el pasado que en el presente.

Dos años después de la caída de Babilonia, por decreto de Ciro, los judíos pudieron volver a Jerusalén y comenzar la reconstrucción. Según las noticias que nos llegaron de Babilonia, casi cincuenta mil volvieron, justamente cuando se cumplían setenta años desde su deportación. Daniel esperaba eso, pero nadie imaginaba cómo sería posible, ya que era norma de Babilonia no dejar jamás que un prisionero volviera a su tierra. No los maltratábamos ni les negábamos la oportunidad de progresar. Tenían trabajo bien remunerado. Podían tener propiedades a su nombre, instalar negocios, educar bien a sus hijos, pero sin salir de Babilonia. Por eso, muchos nacidos en el desierto no se decidieron a dejar las ventajas materiales para volver a una ciudad que había estado desolada durante setenta años. Daniel, que ya era muy anciano, tampoco fue con ellos.

Ahora, Nabonido y yo estamos en la misma condición, deportados y recordando con nostalgia la patria que no esperamos volver a ver en lo poco que nos queda por vivir.

¡Qué diferencia en el paisaje! Babilonia era para su pueblo, una reina de gran belleza que había colocado su trono entre el cruce de muchas aguas. El agua, ese elemento vital, era reverenciada y amada como una diosa. Aní, el dios del firmamento y Enlil, el dios de la tierra y las tormentas, junto con Ea, la diosa de las aguas, formaban una de las principales trinidades. Cuando se inauguraba un nuevo canal se hacía una fiesta popular llena de colorido, porque Ea nos daba una fuente más de prosperidad. ¡Qué feliz me sentí cuando se inauguró el gran estanque que llevaba mi nombre!

Todo debe estar distinto ahora. Los persas han cambiado muchas cosas. Babilonia perdió su lugar como señora de los reinos y como centro del comercio mundial. Sus dioses han palidecido de vergüenza. ¡Cuántos se preguntarán como yo, que estaba haciendo Marduc aquella noche en que dejó caer esa ciudad proclamada invencible, en manos de sus invasores! ¿No creíamos todos que él vigilaba desde el templo, en lo más alto de Etemenanki, la torre que él mismo empezó a edificar cuando estaba en la tierra y se llamaba Nemrod? Todos los dioses de babilonia cayeron de su pedestal aquella noche trágica, cuando el río amado, el Eufrates, dejó de traer agua para introducir en la ciudad un caudal enorme de hombres armados.