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Y, sin embargo, contento

Javier Arcas González

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Ita et lingua modicum quidem membrum est et magna exul-

tat. Ecce quantus ignis quam magnam silvam incendit.

Iacobus 3, 5

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Índice

Capítulo 1 9

Capítulo 2 29

Capítulo 3 45

Capítulo 4 64

Capítulo 5 83

Capítulo 6 101

Capítulo 7 116

Capítulo 8 131

Capítulo 9 147

Capítulo 10 166

Capítulo 11 186

Capítulo 12 199

Capítulo 13 218

Capítulo 14 235

Capítulo 15 261

Capítulo 16 282

Capítulo 17 321

Capítulo 18 321

Capítulo 19 336

Capítulo 20 354

Capítulo 21 374

Capítulo 22 398

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Capítulo 23 417

Capítulo 24 440

Capítulo 25 458

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CAPÍTULO 1

I “Lo peor de todo son esos ojos. Unos ojos de gato como los

faros de un coche de luciérnaga. Unos faros acuchillados en la diana central por una lanza de jíbaro. Unos ojos fijos, apun-tando, insistentes. –¡Joder con esos ojos! El lugar es de pelícu-la de gángsters, de la mafia más mafiosa, junto al mar. Sólo dos focos parten la oscuridad en dos reflejos paralelos, rielantes, difusos sobre la negra superficie del siempre inquieto mar os-curo: por un lado, la luna, allá arriba, jugando al escondite en-tre nubes rápidas; por otro, la solitaria luz de la esquina de un edificio del puerto, colgada al aire, agarrada sólo por un su-puesto casquillo y un paraluz con forma de boina. Montones de cajas y palés negros, apoyados contra el opaco edificio. Y, en un recoveco, en lo hondo de una gruta de maderas perforadas, esos ojos.

Eso es lo malo de las esperas. Que uno ya está de por sí in-quieto en un paraje de película de terror. Que uno anda un po-co mosca con cualquier movimiento, ruido o cambio de luz que juega con las sombras fantasmales. Que uno está en alerta má-xima, porque el mero hecho de estar en un sitio así, a las dos de la mañana, supone haber cometido tantos crímenes en el códi-go civil particular de su familia que ya da pánico todo. Y en-tonces, en la tensa espera, uno va y descubre esos ojos. Al prin-cipio, se nota cómo viene el escalofrío de detrás para adelante, muy rápido, pero lo suficientemente lento como para apreciarlo en todo su recorrido. Luego, el cosquilleo, frío, que sube por la espalda hasta la nuca. Después, el ejercicio de contención para no salir palpitando del lugar. Y toda una demostración de aguante, hasta que se serena el bombeo cardíaco, el palpitar del corazón, sentido con fuerza en las sienes. Y uno se obliga a mirar a eso que lo ha puesto al borde del pánico. Y se tranqui-liza cuando comprende que son los ojos de un gato. Y es que no

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paran de mirar. Y, aunque uno sabe lo que es, la presión de to-das las circunstancias no termina de calmarle a uno. Y está mo-lesto con esos ojos romboides, y, a la vez, embriagado por la fascinación de un poder que uno no posee.

–¡Joder con esos ojos!

Pero hay un instante de despiste, un microsegundo que uno no mira a esos ojos, y, de repente, descubre que se han ido. Que, en un instante, han dejado de ser círculos perfectos para convertirse en elipses. Y que se han apagado. Sin más.

Y entonces es cuando uno sabe que ha llegado la hora.”

Lucas terminó de leer su texto pero permaneció con los ojos pegados al papel. Luego, su mirada fue tomando altura, lenta-mente, hasta enfocar al resto de la clase. Silencio. Muchos le miraban directamente. Otros no, ensimismados en su nada, abu-rridos de ese ejercicio.

–Bueno, ¿qué os ha parecido? ¡Quiero comentarios ya! –bramó Jaime Calero, el profesor, desde su posición elevada por la tarima crujiente. Exigió la atención de los disidentes. Sin em-bargo, como siempre, la primera respuesta del auditorio fue el silencio. Lo volvió a intentar con una de sus muletillas más re-currentes:

–¡Veeeeenga, vaaaaamos, hombre!

–Lo de “rielantes” un poco repipí, ¿no? –comentó con gesto adusto Laura Gil, una preciosidad morena con melena de anun-cio, que también se recreaba en ir por la vida de crítica culta la-tiniparla, pero en plena etapa de pavo total.

–¡Tremenda tirada de la moto…! –acertó a gruñir el alumno del fondo, tras un denodado esfuerzo por combinar las cuatro palabras de su estrecho léxico.

–Creo que la descripción del momento de pánico es buena;

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a mí me ha empezado a dar el canguelillo, jiji. Menuda chorra-da..., por unos ojos de gato, jiji… –se atrevió a afirmar, sonro-jado, el tímido Félix Lavares, que tenía fama de pijo y de cague-ta.

Se trataba de los primeros y tímidos comentarios para que la gente se soltase. En seguida, el profesor Calero orientaría la discusión por aspectos más interesantes. Al menos, eso era lo que esperaba el autor del texto.

–¿”Joder con esos ojos”? Tú te obsesionas, macho. ¿Y la parida esa de “faros de coche de luciérnaga”? ¡Menuda paliza! –seguía insistiendo el desparramado del fondo, más interesado en montar follón que en establecer una conversación seria. Seguro que estaba allí por castigo...

–Pues a mí me estaba empezando a interesar. Me gustaría saber cómo sigue… –acertó a comentar una alumna de primero de bachillerato, llamada Silvia Cameselle, que compartía curso con Lucas, aunque era de otro grupo.

–Yo creo que es una mezcla de película de suspense y co-media de adolescentes, jejeje –apuntó Félix, animado al ver que nadie le había partido la cara por haber hablado en la primera ocasión.

–A mí me mola toda la movida que has utilizado de parale-lismos, tío, te lo has currao como un poeta… ¡No sé qué pintas aquí, pringao! –terminó de apuntillar, con voz de falsete, el anormal de siempre.

Y así hasta el infinito. Jaime Calero observaba con interés al alumno que permanecía encima de la tarima, mirando imper-térrito a sus críticos. Él sólo esperaba una opinión, la del profe-sor, pues el resto de los participantes eran pura basura. Desqui-ciados aburridos, que estaban por obligación en el Taller, y no por devoción como él. A todos los paquetes del colegio los cas-tigaban con la asistencia obligatoria a estudios y clases de re-

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fuerzo en los recreos, como este Taller de Escritura Creativa.

–¿Qué te parecen las opiniones de tus compañeros, Lucas? –le interrogó, malicioso, Jaime Calero.

–Lógicas –comentó el aprendiz de narrador, sin mover un músculo de la cara.

–¿Lógicas? ¿A qué viene eso?

–Los dos sabemos por qué están aquí –contestó Lucas al profesor, mirándolo de reojo, y de manera sibilina.

–¿Y eso invalida sus opiniones?

–¿Usted qué cree? –le contestó, categórico, Lucas.

–Creo que lo primero que tienes que aprender es a aceptar las críticas.

–Sí, profe, pero de gente cualificada… –respondió Lucas, levantando ligeramente las cejas.

–Todas las personas están siempre cualificadas para opinar sobre algo que les propongas –contraatacó Jaime Calero.

–No es mi público.

–Pues entonces, yo tampoco lo soy –concluyó el profesor de forma brusca, dando un manotazo mientras cerraba su libre-ta–. Podéis recoger.

En ese mismo instante sonó el timbre de fin de recreo largo, o también conocido como del comedor. Todos los participantes en el taller sonrieron de manera maligna por el inesperado fin de la sesión. Lucas notó cómo le hervía la sangre.

Vuelta a las aulas.

Humillado, Lucas se fue encendiendo camino de su clase. ¡Anda y que le den morcilla al muy idiota! –empezó a mascullar para sus adentros. Para un alumno que tiene interesado, encima

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lo acosa. Todas las personas, aunque sean la mierda más mier-denta del mundo pueden opinar sobre lo que tú les propongas. ¡Venga ya! Va a seguir con el taller tu padre. Así entre los dos os lo pasaréis tope guay aguantando a ese reducto de cloaca. Con estos pensamientos, Lucas se fue haciendo mala sangre por el pasillo.

Barullo de fin de recreo largo en colegio de pago. Hordas de alumnos, con toda la excitación de un fin abrupto de diver-sión, subiendo por las escaleras entre empujones, chillidos, más empujones, palmadas, carreras y grupitos femeninos de fin de conversación. Lucas Sendón se incorporó a la riada del desaba-rajuste, que sólo empezaba a ordenarse al término de su bulli-cioso recorrido, cuando alcanzaban sus respectivas clases. Mi-raba a la masa con desprecio. Se sintió fuera de juego entre la chusma que hedía a sudor y vociferaba. Como la plebe romana rugía por las hediondas callejas de la Urbs, –se dijo a sí mismo. Él ya no era así. Al menos, eso deseaba.

Él ya había madurado.

Estaba en primero de bachillerato. Ya no tenía entre sus prioridades hacer el borrego. Ya no encontraba gozo en mez-clarse con la riada impersonalizada. Él quería trascender su ado-lescencia por superación, con ideales nobles, con deseos de ser alguien. Destacar del montón. Demostrar que era… un intelec-tual, por ejemplo. Por eso, el despecho del profesor Calero se venía a sumar al hondo pesar que sentía por compartir su exis-tencia con la recua de sus compañeros de estudios. Una nube de negras formas amenazaba rayos y truenos sobre su cabeza. ¡Ay del primero que osase invocar su ira! Como un Zeus encendido en viscosa cólera, descargaría la más odiosa de sus artes: el re-lámpago de la ironía más hiriente. La humillación con la que se sufre días enteros... ¡Hasta que se percibe todo el alcance de la mala leche escondida entre inocentes palabras!

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Entró en la clase e ignoró a todos. Sacó sus apuntes de Geografía y empezó a pintarrajear, abstraído, el mapa mudo.

II

Gerardo Conde, más que correr, volaba hacia la clase de primero de bachillerato. Acababa de terminar su vigilancia en el sorprendente soleado patio de octubre, y subía las escaleras de tres en tres. De paso, había entrado como una centella en su mi-núsculo despacho para coger el material de la clase y, cerrando el pestillo de la puerta desde dentro, salió a la misma velocidad. No era nuevo en el oficio y sabía lo mucho que se jugaba lle-gando puntual al aula. Era prioritario hacer acto de presencia. La fama de Gerardo Conde entre el alumnado era bastante bue-na, pues se le consideraba un hombre justo. Trabajaba con pa-sión. Era metódico. Dominaba la clase. Tenía voz de actor de cine y atrapaba a su público como un encantador de serpientes. Sus exámenes eran motivo de orgullo para los alumnos, pues no regalaba ni la hora, aunque era raro que alguien le suspendiera. Era coruñés y ejercía de tal: elegante –siempre trajeado–, con sorna fina e irónica, tenía la clase y el tono humano de un polí-tico seductor: todas las alumnas del colegio suspiraban por él a escondidas (o no tanto). Entró en la clase de primero con la misma velocidad que traía y saludó con un ¡buenas tardes! bas-tante rutinario.

Ni se imaginó el zapatiesto con el que se iba a topar.

–Saquen sus libros y abran por la página 32 –ordenó al pu-pilaje nada más dejar sus papeles encima de la mesa–. Como saben, hoy vamos a trabajar con un documento estadístico de población. Vamos a leer los datos. Vamos a ver las variables y los aspectos técnicos en los que tenemos que fijarnos. Vamos a interpretarlos y a hacer una hermosa exposición sobre su conte-nido.

El alumnado protestó ligeramente. ¡Tampoco había que ir

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tan rápido, hombre, que no se trataba de acabar el temario en diciembre! –pensó más de uno–. Aun así, fueron metiéndose en el trabajo. Gerardo Conde les enseñaba a ver el gráfico, a en-tender qué mostraba, a saber dónde buscar lo relevante para luego comentarlo. Casi todos los alumnos le seguían, aunque sudando, y no pocos con la lengua fuera.

–Bien. Ya sabéis lo que hay que hacer y cómo –se concedió el tuteo Gerardo, tras el esfuerzo expositivo–. Ahora os toca trabajar a vosotros, en absoluto silencio. Lo corrijo con nota en diez minutos.

Tras los breves suspiros de siempre, los futuros analistas de índices de población se enfrascaron en el análisis. Ruidos secos de hojas que van y vienen, buscando información y teoría, y ruidos sordos de piruetas de bolígrafos sobre manos tensas de estudiantes con los cerebros echando humo. Gerardo Conde se sentó en la silla del profesor y repasó su propio ejercicio. Le-vantó la vista y observó, justo por el hueco que dejaban el límite de sus gafas y sus propias cejas. A pesar del desenfoque de la miopía, tenía nitidez suficiente para verificar que todo el grupo estaba entregado a la tarea. ¿Todo? Evidentemente, no. Siem-pre, al igual que la vieja conocida aldea gala de sus tebeos de infancia, había quien se resistía una y otra vez ante el invasor. Las Tres Gracias (nombre con el que se designaba a los tres re-petidores de curso) ignoraban un trabajo que ya conocían del año anterior y cuchicheaban entre ellos, de manera tan imper-ceptible que asustaba su dominio en ese arte; Estefanía y Julio disimulaban de mala manera su recién estrenado amor de inicio de curso, más pendientes de guiñarse sonrisitas que de trabajar; y Berto, otro clásico, que a esas alturas de la vida ya estaba per-dido, mirando sorprendido cómo los demás trabajaban, sin comprender qué resortes les impulsaban a hacer una tarea como aquella. O sea, lo de siempre –concluyó Gerardo Conde–.

Al volver la mirada al libro, vio el tenue reflejo de algo que

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no cuadraba en su organizada perspectiva de la clase. Levantó la cabeza entera y se fijó en Lucas Sendón. Era evidente que al-go fallaba. Estaba ido, pintarrajeando un mapa de ayer y de siempre, y no estaba trabajando. Se levantó y se dirigió con pa-sos mudos hacia la segunda mesa de la segunda fila. Lucas lo vio venir y un chispazo de furia iluminó por un instante sus ojos lejanos. Sin embargo, no se movió. Gerardo le hizo un gesto in-terrogatorio con la cabeza, mirándolo de nuevo por la ranura miope de su ángulo visual. Lucas hizo un gesto feo con los la-bios. Un gesto que parecía de desprecio –pasa de mí, tío, que no tengo ganas de seguirte el rollo– pero que parecía significar otra cosa. Conde se dirigió en voz baja al chico, como no queriendo alertar a nadie. Cosa que, evidentemente, no consiguió.

–¿Qué pasa, Lucas? –le preguntó casi sin mover los labios.

–No me encuentro bien – le respondió con mala cara.

–¿Estás mal?

–Sí.

–¿Te puedo ayudar en algo?

–¿Qué tal dejándome en paz? –dijo ahora Lucas con un ros-tro nuevo, como de furia.

–No me parece una respuesta muy adecuada, ¿no te parece? –preguntó sorprendido Gerardo, alzando lo suficiente la voz como para que toda la clase se enterase (de hecho, afloraron va-rias cabezas entre un mar de hombros).

–Es que hoy no me parece estar para dar contestaciones adecuadas –contestó con suficiencia Lucas, haciendo un mala-barismo mental que no le hizo gracia a Conde.

–¿Cómo? ¿No sólo no hace su trabajo sino que encima se molesta porque me intereso por usted? –replicó Gerardo Conde, alzando ya demasiado la voz.

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Lucas advirtió el cambio del tuteo al tratamiento de corte-sía: mal asunto, pero sonrió. Lo estaba esperando para descargar su veneno. Es que Lucas, en aquel martes 18 de octubre, a las 15:10 h., ya le daba todo igual. Había dado la guerra por perdi-da. Estaba dispuesto a autodestruirse. Por lo tanto, la última ba-talla iba a ser serena, sin agobios, sin molestarse ni a parecer nervioso.

–¿Y a cuál de sus dos naturalezas pronominales le debo su interés? ¿Al colega cómplice tuteador, Dr. Jekyll, o al ilustre y frío tratador de cortesía, Mr. Hyde? –interrogó con una sonrisa hiriente y babosa, sabiendo que había disparado su última bala, mientras oía el revuelo de sonrisas mal contenidas del resto del grupo. La broma con respecto a Conde era vieja, pero las cir-cunstancias eran óptimas. A Gerardo le entró la erupción.

–¿Tú chaval estás idiota o qué? ¡Fuera de clase! ¡Es intole-rable esta falta de respeto! ¡Váyase directamente al despacho del Subdirector! –impetró Gerardo Conde, rojo como la grana.

Lucas se levantó. Cogió su mochila y se fue de la clase con aire de cansado. A sus espaldas, sonó un “¡pero qué pringao!” del subnormal del Berto, por lo que no tardó en seguir a Lucas al pasillo. Se fue entre risas e intentos de Conde por mantener el orden. Lucas lo esperaba en el pasillo con la caldera a cien. Ber-to, al cerrar la puerta, ni lo vio. La primera bofetada no la sintió hasta que una onda expansiva de picor recorrió toda su mejilla en círculos concéntricos. Su cerebro captó entonces lo ocurrido, cuando aún resonaba el eco del golpe. Percibió el olor del enemigo en su lateral y se volvió rugiendo, dispuesto a matar.

Pelearon como dos gallos de corral, porque cuando dos quinceañeros se pegan con rabia se dan a muerte. Centran toda su energía en hacer daño. Elevan hasta lo impensable su umbral del dolor para aguantar y seguir sacudiendo. Casi todos sus mo-vimientos son espasmódicos, irracionales, autómatas. Por eso se

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yerran tantos golpes, cada uno de ellos fatal para el contrario si lo alcanzara, y no se matan porque Dios no quiere. El cerebro se atasca y sólo transmite una orden: tumbar al contrario, derrum-barlo, quitárselo de encima. Derrotarlo. Luego…, luego ya se verá. Si no cae uno pronto, terminan los dos reventados por los suelos, o bamboleándose en precario equilibrio sobre sus dos patas traseras, respirando entre estertores de sangre y sofoco, desorden de ropa rota y pelo enmarañado. En esa posición se encontraban Lucas y Berto, tras los vanos intentos de Conde por separarlos.

Al ruido de la pelea, y el barullo de los compañeros de cla-se, fueron acudiendo profesores y más alumnos de otras aulas del mismo pasillo. Lucas y Berto se tentaron con mirada torva, en silencio, una última vez, y finalmente decidieron dejarlo en tablas. Sus cerebros volvían ya a emitir señales a sus respectivas inteligencias. Se hizo el silencio total en el pasillo, con todas las miradas yendo y viniendo de uno a otro combatiente. Se oyeron unos pasos al final del pasillo, unos tacones agudos aunque ba-jos.

Unos tacones de respeto.

La gente se hizo a ambos lados del pasillo y todas las cabe-zas se giraron hacia la menuda figura de la directora del colegio.

–¡Virgen Santa! –fue lo único que llegó a decir, con cara de espanto, al contemplar el final del primer acto de la grotesca tragedia.

III A los dos alumnos les cayó una semana de expulsión tem-

poral y un mes de trabajos en beneficio de la comunidad esco-lar. Mal rollo lo de “beneficio de la comunidad escolar”; a ver en qué lo concretaban luego –pensó Lucas–. La decisión la to-mó la Dirección del Colegio El Olivo junto con el Consejo Es-

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colar del centro, en una minúscula y contundente reunión en la que todas las partes estuvieron de rápido y mutuo acuerdo. Has-ta el punto de que apenas llegó el representante de Personal No Docente, le pasaron la hoja para que firmase y punto final. También acordaron informar a las familias “para que promovie-sen un diálogo con sus hijos sobre la inutilidad de la violencia” y advertirles, de paso, que la gravedad de los sucesos no era tan grave, salvo que volviera a repetirse, “en cuyo caso, se informa-ría a la Autoridad Competente, y se abriría un Expediente San-cionador”.

Eso, de manera oficial.

Pero, de manera extraoficial, la cosa era mucho más seria. El Olivo era un colegio con un prestigio más que notable en la ciudad de Vigo. No sólo por sus más de cuarenta años de vida pegado a las faldas del alto de Puxeiros, sino porque sus miles de antiguos alumnos ocupaban muchos de los puestos más rele-vantes de la localidad. Decir El Olivo en Vigo era hablar de la industria naval y pesquera, de la industria del automóvil, de la empresa privada y de los ejes técnicos que hacían mover el en-granaje industrial y comercial de la ciudad. Era hablar del Círculo Mercantil, de la Cámara de Comercio y del Puerto. Era hablar, finalmente, de política y de cargos oficiales.

Y ese prestigio se lo había ganado a pulso. No se lo había regalado nadie. Nacido, como casi todo en Vigo, por iniciativa de un grupo particular de familias emprendedoras, había sido el primer colegio de la ciudad que había implantado una nueva metodología, basada en el trato personalizado de alumnos y pa-dres. Y toda esa historia y ese prestigio estaban encarnados en la figura de su actual directora, Laura Jáudenes, que llevaba más de 30 años al pie del cañón.

–Tenemos un protocolo y lo aplicaremos –le dijo Laura Jáudenes al Subdirector de Bachillerato en el amplio despacho

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de la comandante en jefe.

–Por supuesto, Laura. Esperemos que todo quede en una anécdota más…

–¿Cómo hemos llegado a esto, José Luis? –interrogó con ojos preocupados al Subdirector, buscando una explicación y pasando al coloquio más personal con el que era su mano dere-cha desde hacía más de una década.

–Como sabes, los tiempos cambian, y, por desgracia, hoy no es un hecho tan extraordinario…

–¡No en nuestro colegio! –respondió con enfado Laura–. Tenemos, y me aseguro personalmente de que se aplican, todos los medios para evitar un enfrentamiento como el de hoy: ha-blamos con las familias, hablamos con los alumnos, los aten-demos uno a uno, les hacemos planes personales de mejora, nuestros compañeros se desloman a hacer cursos de asesora-miento y orientación, tienen tutores grupales, tienen tutor per-sonal… –Laura paró a coger aire y seguir con su dura queja que ganaba en volumen y dolor conforme avanzaba–. ¡Y sé que se hace bien! ¡Por Dios, José Luis! ¿Cómo se pueden reventar la cara dos niñatos después de todo lo que hacemos para que sean personas decentes? ¿En qué estamos fallando?

José Luis Valeiras sonrió, tratando de tranquilizar la excesi-va preocupación de Laura Jáudenes. Siempre ha habido peleas en un colegio, tampoco es para tanto –se dijo Valeiras. ¿No se estaría volviendo demasiado mayor?

–No les fallamos en nada. No somos nosotros los culpables y tú lo sabes tan bien como yo. No carguemos con más parte de culpa que la que nos corresponde.

–Está bien. Aplicaremos el protocolo y esperemos que no trascienda mucho el incidente. ¿A qué hora vienen las familias de esos chicos? Quiero encargarme personalmente.

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–Ni se te ocurra –le cortó de manera brusca José Luis Valei-ras–. El protocolo dice que soy yo quien habla con ellos…

–¡Dichoso protocolo! Sabes que para mí los problemas del colegio son demasiado míos y…

–…para eso está el protocolo. Para que la directora no se tome como algo personal lo que no lo es. Lo siento. Lo haré yo. ¡Y no admito réplicas! –concluyó José Luis con una sonrisa pa-cificadora, mientras negaba con su larga mano.

–Habla con sus tutores personales, José Luis, por lo que más quieras.

–Eso también lo contempla el protocolo. No te olvides de que el noventa y cinco por cien del protocolo lo escribiste tú –dio por zanjada la cuestión el Subdirector–. Anda, vamos, que tenemos que seguir con lo de los horarios de los becarios. Olvi-da esta historia.

IV Elvira Gutiérrez estaba tomando un café con su secretaria

personal en la Sala de Juntas del despacho cuando le sonó el móvil. Lo cogió molesta por esa intromisión en su breve des-canso, antes de arremeter contra una dura tarde de trabajo. Des-lizó su mano de revista de manicura en el bolso de piel y sacó su teléfono. Vio el nombre del colegio El Olivo en la pantalla y tuvo un ligero sobresalto. Descolgó con rapidez.

–¿Sí? –dijo al auricular, con voz clara y rápida.

–¿Elvira? Soy José Luis Valeiras, del colegio de Lucas…

–¡Hombre José Luis! ¿Qué tal estás? –sonrió Elvira a nadie presente en la sala.

–Muy bien… Verás, te llamo porque no he encontrado a Alberto y…

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–¿Ha pasado algo? –preguntó Elvira preocupada por el tono del Subdirector y por la ausencia telefónica de su marido.

Valeiras le explicó lo sucedido. Elvira estaba atónita.

–No me creo lo que me cuentas, José Luis, de verdad, es que me estás dejando a cuadros. ¿Dónde está Lucas?

–Tranquila. Está conmigo. Lo ha visto el médico y no tiene nada. Unos arañazos y los nudillos despellejados…

–¡Dios mío, por favor, José Luis…! ¡No sé qué decir!

–No digas nada. Son cosas de chavales. Mira… tenéis que venir al colegio y hablamos con calma… Lucas te espera aquí. Está ya tranquilo.

–Vale, vale. Un millón de gracias, José Luis. A ver si en-cuentro a Alberto y vamos para allá –propuso Elvira mientras caía en la cuenta de que su intensa tarde de trabajo saltaba por la borda.

Elvira Gutiérrez se puso en marcha como una máquina ges-tora limpia y eficaz. Localizó en un minuto a su marido Alberto, lo desembarazó de otra tarde similar a la suya en el mismo des-pacho de abogados, y condujo el cuatro por cuatro con suavidad pero con firmeza por la Avenida de Madrid. Su marido tampoco entendía cómo había hecho su hijo lo que decían que había he-cho, y trataba de encontrar una lógica mientras repetía “no en-tiendo nada”. En realidad, Alberto no hablaba más que para sí mismo.

Cuando entraron en el despacho de Valeiras, las miradas de padres e hijo se cruzaron. Su madre advirtió la preocupación de Lucas en un milisegundo. Intuyó la consternación de su hijo, más preocupado por lo que se avecinaba que por los golpes que había recibido. Ella quiso tranquilizarlo con una mirada de pena y calma. Su padre lo miró más inquisitivo que severo y con una sonrisa a modo de mueca. Valeiras les volvió a relatar el suceso

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y las medidas adoptadas.

–¿Una semana? Por Dios, Valeiras, ¿cómo que una sema-na? –saltó Elvira como una tigresa–. No estoy de acuerdo, José Luis, me parece ridículo. No. No puede ser… ¿Qué hago con mi hijo una semana en casa? Me trasladas el problema a mí. Te la-vas las manos, y me complicas la vida. ¿Te parece educativo apartarlo una semana? ¿Cuándo te ha dado mi hijo un proble-ma?

El dulce rostro de Elvira se había contraído en un gesto feo de enfado, tras haber estado tensa durante el relato más porme-norizado de las hazañas de su hijo. Lucas intervino y cortó de raíz la inútil protesta.

–¡Déjalo, mamá! Tiene razón. Yo empecé y merezco el cas-tigo. Luego lo hablamos –le dijo con voz segura Lucas a su ma-dre.

V –¡Expulsado una semana! –gritó, sañudo, el padre de Berto,

media hora más tarde, cuando le tocó el turno de comparecen-cia–. ¡No estoy de acuerdo! ¡No señor! ¿Qué quiere usted que haga yo con mi hijo una semana en casa? Mire usted, yo me en-cargo de castigarlo como se debe, pero no me lo mande una se-mana para casa porque eso es darle vacaciones, ¿me entiende usted? O si no, me lo puede castigar aquí por las tardes, por ejemplo hasta las ocho de la tarde, y darle un escarmiento… Cualquier cosa menos enviármelo para casa de vacaciones, ¡manda carallo!

–Lo que usted quiere es que yo castigue a los profesores del colegio hasta las ocho de la tarde para que vigilen a su hijo, después de haber hecho lo que ha hecho. Eso es lo que quiere usted. Usted es su padre. Usted lo matriculó en este colegio. Y usted estuvo de acuerdo con la normativa de convivencia que le

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dimos en su día. No tengo nada más que decir.

A José Luis no le había tocado una papeleta fácil aquel mar-tes 18 de octubre. Nunca lo era cuando había que mandar a al-guien para casa, ¡manda carallo! Era de carácter abierto y ama-ble, pero no consentía que nadie se le subiese a las barbas. Y el padre de Berto le había tocado las narices más de lo que sopor-taba su paciente educación. La entrevista concluyó con miradas hoscas pero inflexibles. Y a buen, pocas… ¡manda carallo!

VI –Venga, dímelo. Soy tu madre. ¿Ha sido por una niña, ver-

dad Luc?

–¡Te he dicho ochenta veces que no, mamá! ¡Y no me lla-mes Luc! ¡Sabes que lo odio!

–Pero, entonces ¿por qué ha sido? ¡Es que no lo entiendo!

–Te lo contaré un día, ¿cuántas veces quieres que te lo repi-ta? Ahora déjame en paz. Me duele todo.

Alberto, desde el salón, llamó a su mujer con la voz agotada por la insistencia:

–¡Deja en paz a Lucas y ven a cenar de una veeeeeeeez!

Elvira quiso besar a su Luc, pero el chaval evitó el amor de madre. ¿Es que no se daba cuenta de que lo que necesitaba aho-ra era sentirse mal? –se gritó a sí mismo Lucas mientras se gira-ba indignado hacia el otro lado de la cama. Elvira salió de la habitación y acompañó en silencio a Alberto. Cenaron apagados y desconcertados. Pero, tras recoger la loza, camino de su habi-tación, Alberto le pasó un brazo por el cuello a Elvira, mientras le susurraba con tranquilidad:

–Vamos, déjalo ya. Todos tuvimos nuestras historias a los 16 años.

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–Tú sólo has tenido las historias que yo te permití –le res-pondió Elvira con una sonrisa, mitad pícara, mitad agradecida.

VII –¿Así que es un pijochuloputas y que te cae mal? ¡Pues te

jodes, imbécil! ¡Expulsado una semana! ¡Yo es que no sé cómo me contengo y no te parto la cara, so idiota! ¿Tú sabes lo que me cuesta pagarte ese colegio, so anormal?

Visto desde fuera, el ambiente en casa de Berto pintaba una situación próxima al delito, con detención del supuesto parrici-da por vejaciones y maltrato infantil. Pero los cuatro que esta-ban sentados a la mesa de la cena estaban muy tranquilos. Sa-bían que todo era postureo, puro teatrillo, chaparrón de verano, mucho ruido y nueces ninguna. De hecho, Blanca, la madre de Berto, cerró la tragicomedia apremiando a su marido en voz ba-ja:

–¡Deja de gritar y come antes de que se te enfríen los champiñones!

Y Ángel Lavilla se calló. Y empezó a comer con furia la tortilla de gambas y los champiñones. Berto sonrió con los ojos entrecerrados a su madre, mientras su hermana Clara le daba toques con su pie por debajo de la mesa, al mismo tiempo que –muy servicial y amable ella– le llenaba de agua el vaso al padre. Sin embargo, ya en la cama, Berto se sorprendió al oír una riso-tada apagada en la habitación de sus padres. ¿Qué estaría tra-mando ese? –se preguntó mosqueado Berto, antes de intentar dormir con los moratones de la pelea.

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CAPÍTULO 2

I Una semana de expulsión eran unas vacaciones extra, una

vez superados los interrogatorios paternos de rigor, el aviso de severas medidas de castigo, la exhortación a la madurez y a la edad y la representación teatral de sincera compunción, con ju-ramento incluido de “tranquilos, nunca más”. Si Berto no se equivocó aquella noche con sus aciagos presagios por la sonrisa de hiena de su padre, Lucas había hecho de tripas corazón y ha-bía logrado convencer a sus padres para pasar la semana en la casa de Playa América. Quería estar solo. Pensar. Vagar (nunca mejor dicho). Tomar determinaciones…, si se terciaba. Allí vi-vía su abuela, una anciana de otros tiempos, que estaría encan-tada de la compañía del nieto, y él, gracias a la intensa vida so-cial de ella, podría disfrutar de la suficiente soledad y libertad de movimientos que todo bachiller puede desear. De esta mane-ra, al día siguiente, Lucas cogía el ATSA1 en la Gran Vía, junto a la mítica tienda de muebles de nombre francés, con billete pa-ra Panxón.

Berto Lavilla tuvo menos suerte. Su padre era un hombre hecho a sí mismo a la viguesa, es decir, trabajando como un animal desde que era un crío, aprendiendo un oficio los fines de semana. Había logrado una posición acomodada con el tiempo, gracias a la modesta empresa que había fundado donde tenía ya empleados a otros diez fontaneros. Si algo le sobraba a su pa-dre, eran contactos en el desagradable mundo de las cañerías y cloacas de la ciudad. Por eso, su padre lo levantó a las siete de la mañana, su padre le hizo desayunar con él y su padre se lo llevó a la oficina donde se incorporaría a uno de los equipos de la empresa fontanera, que en aquellos días andaban ocupados

                                                                                                                         1  ATSA: Asociación de Transportistas, SA (autobuses de rutas inter-urbanas del área metropolitana de Vigo).  

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con una reforma criminal de sanitarios y desagües en una de las colmenas de la calle Travesía de Vigo. De nada sirvieron sus lamentos, sus ayes y dolores ni otro tipo de tretas. Su padre las venció todas con un silogismo irónico y cruel: –mi hijo ya es un hombre pues da puñetazos; mi hijo no quiere estudiar; así pues, invirtamos su fuerza bruta en algo provechoso, aunque sea qui-tando la mierda de los demás, –replicaba, risueño, a su Bertiño del alma–. De nuevo, Ángel Lavilla, el padre de Berto, come-tiendo delitos con su hijo y mandando la Ley de Protección del Menor al carallo. O sea, amor de padre en estado puro: rudo pe-ro eficaz.

II Jaime Calero solía mirar el e-mail nada más llegar al cole-

gio. Era algo obligado para todos los profesores desde que en El Olivo se había implantado la estrategia comunicativa de “papel cero”. Abrió su cuenta de gmail, a donde redirigía todas sus co-rreos y vio la carpeta de entrada. Vació las mil y una basuras electrónicas –siempre el puñetero Viagra, a pesar del detector de spam– y se quedó con los dos correos del Subdirector. El primero se dirigía a todo el claustro de bachillerato, avisando de la expulsión y las otras medidas adoptadas con los dos alumnos. El segundo era personal:

“Jaime: me gustaría hablar contigo sobre lo que pasó ayer con los dos alumnos expulsados. A las doce, me paso por la bi-blioteca y hablamos. Un saludo.”

Jaime Calero comprobó que, efectivamente, a las doce de ese día tenía guardia en la biblioteca del colegio. Se quedó mi-rando la pantalla pensativo. Malo, malo. Mal asunto –empezó a intuir con semblante sombrío–.

Jaime Calero hizo un repaso mental de lo acontecido en el final del taller del día anterior, preparando su defensa. Era cierto

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que el módulo penitente que dirigía en horario de recreo estaba llegando a su fin. De hecho, sonó el timbre nada más concluirlo a golpe de libreta. También era cierto que Lucas era de los po-cos que asistían voluntariamente. Y que el chaval se había es-forzado en crear un texto que estaba a años luz del resto… Lo que ocurría era que el crío se había convertido en un niñato creidillo al que había que bajar los humos con demasiada fre-cuencia –se justificó Calero–. Y parece que se encendió con la forma de corrección. Quizá debió ser más prudente con él… –se lamentó con desgana–. De todas formas, su corrección no podía provocar una pelea de gallos así. Era algo desproporcionado… Todo el mundo sabía cuál fue el verdadero motivo de la lucha, lo que le proporcionaba un verdadero contexto a la furia incon-tenida… –concluyó su razonamiento, mucho más tranquilo.

Efectivamente, el avispero de los murmullos se había desatado tan pronto como terminó el asunto en el pasillo, tras entrar todo el mundo en sus clases. De hecho, los profesores tu-vieron que imponerse con malas formas para volver a la norma-lidad del trabajo y apagar los últimos chisporroteos. Pero fue sólo un intermedio. Al finalizar las clases, ya no eran murmu-llos sino discusiones y comentarios altisonantes a grito pelado, entre risotadas histriónicas. Esa tarde los chats echaron humo, y los corrillos de alumnos y madres se dispararon como un cañón de confeti. Luego vendría la normalidad y el aire barrería los rescoldos de la fiesta, pero, mientras tanto, ¡qué escándalo tan fenomenal!

–Estamos tratando de comprender qué pasó ayer entre Berto y Lucas, Jaime. Me han dicho que la salida de Sendón de tu ta-ller fue fea, y que se enfadó con tus formas –le inquirió José Luis Valeiras al profesor vigilante de la biblioteca.

–Creo que fui un poco brusco, y el chaval pudo sentirse he-rido… Pero, piensa, que lo que aquí tenemos es mar de otro fondo.

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–Lo que no quita para que echemos más leña al fuego –respondió, seco, Valeiras, que no quería que le despejaran balo-nes fuera–. Además, ¿qué necesidad tenías de humillar a tu úni-co alumno interesado? Lo conoces bien, sabes que se esforzó y no te costaba tanto haber valorado algo su trabajo…

–Es que es un creído, un chuleta, un crío demasiado orgu-lloso para no recibir bien otra cosa que no sean alabanzas. Me puso de los nervios con tanta altanería y desprecio al resto de sus compañeros… Le venía bien una cura de humildad… Ade-más, insisto, se sacudieron por esa chica. Lo que ocurrió en mi taller fue sólo la última gota que desbordó los muros flacos de contención de dos arrebatados…

–Bueno… Como excusa, te libera… Pero como profesor has sido responsable, voluntaria o involuntariamente. Nadie en ese curso es ajeno a las disputas de Lucas y Berto por la chica, pero me parece un riesgo grande jugar con ellas, tensar la cuer-da de unas hormonas al rojo vivo, y temo, –y eso es lo que te vengo a aclarar–, que hayas jugado sucio, dándole cuerda a Ber-to en sus comentarios babosos sobre el trabajo de Lucas…

–Venga, hombre, no lo dirás en serio… ¿Estás juzgando mis intenciones?

–Yo no juzgo nada, Jaime. Sólo te exijo que reflexiones so-bre lo que pasó para que tengas las ideas claras, no vaya a ser que hayas sido culpable y vuelvas a pifiarla en el futuro…

Valeiras estaba empeñado en cargarle el paquete. No sabía muy bien cómo escurrir el bulto.

–Bueno, eso habría que verlo con más calma. ¿O es que buscas un chivo expiatorio que presentar ante la opinión pública en caso de que el escándalo llegue muy lejos? Como mucho, hablaré con los dos cuando regresen y trataré de arreglarlo…

–Va a ser muy difícil que arregles nada.

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–¿Por qué? Creo que tengo suficiente confianza con los dos y…

–Con uno la has perdido de golpe.

–¿Con Lucas? Que no, que hablaré con él y me lo sabré ga-nar otra vez…

–No. No querrá.

–¿Estás seguro? No hay mal que cien años dure…

–Lucas no quiere volver a tu taller. Me dijo que tiene gente de sobra para que le ayuden, tanto aquí en el colegio, como fue-ra…

–Insisto… Se le pasará el rebote y volverá a ser todo igual… –dijo Calero, cada vez menos convencido. Percibió la tensión en el Subdirector, dispuesto a dar el toque de gracia.

–No, Jaime –insistió Valeiras, y concluyó la conversación mirando con ojos duros al profesor–. Me lo dijo con una mirada de odio, con luz de rabia que se levanta de las tripas. Él te hace culpable. Y ese odio tú y yo sabemos que no se cura en un cha-val de un día para otro. Tiene que cerrar y cicatrizar la peor he-rida que puede sufrir un adolescente: la de la confianza traicio-nada. Él te estimaba, nunca esperaría que fueses tú quien col-mase el vaso de la irritación. Buscaba en ti un refugio a sus lu-chas internas, y lo vendiste… Vas a tener que olvidarte de él por una buena temporada, ¿te enteras?

III El origen de todos los males se llamaba Andrea Freire, un

bellezón de mujer que más que quitar el hipo lo provocaba. An-drea Freire llevaba sólo unos pocos años en El Olivo, pero su entrada en las aulas del prestigioso centro provocó una auténtica conmoción, tanto en el evidente bando masculino como en el

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sufridor femenino. Era una chica de portada de revista, de anun-cio, una joven con rostro de modelo y proporciones escultóri-cas. No había canon de belleza que no cumpliese a rajatabla. Rubia rubísima, con melena suelta a medias, ojos primaverales, nariz respingona, labios suaves, cuello alto y erguido y talle de espectáculo festivo, Andrea era ya toda una mujer, muy segura de sí misma, con las ideas claras y conocedora del amplio po-tencial de su magnífica artillería. Era concienzuda, simpatiquí-sima con todos y, al mismo tiempo, reservada hasta el misterio. Dotada de una inteligencia práctica vivísima, anteponía intere-ses a sentimientos, algo que la convertía en una aventajada en el marasmo adolescente que pululaba por los dominios de El Oli-vo. Pero no terminaba de calcular del todo su intensa actividad de juego a cuatro bandas. En eso se le notaba la excesiva juven-tud y la poca experiencia para mover todos los hilos de las complicadas tramas que pretendía articular.

Por ejemplo, era consciente de haber sido una pieza clave en la toma de una decisión terrible para los alumnos y muy ce-lebrada por las familias: la implantación del uniforme escolar a todos los escolares de El Olivo. No fue la única causante, pero las otras chicas, temiendo perder terreno en el sector masculino, empezaron a imitarla en el arte de la provocación con escotes de mareo, minifaldas muy minis, depravados tangas multicolores y vestidos demasiado sueltos o ceñidos. El claustro y la dirección de El Olivo, viendo el despropósito carnicero al que se estaba llegando, tomó la decisión de poner a todos uniforme, y en esta tierra paz y en la otra gloria. Si los padres y profesores se con-gratularon con la medida, los alumnos montaron en cólera, pu-sieron el grito en el cielo, y dijeron que era una imposición reaccionaria y de épocas retrógradas. Como no consiguieron el apoyo de nadie, tuvieron que tragar, pero se vengaban todos los días dando el cante con el uniforme: que si la camisa por fuera, que si el jersey atado a la cintura, que si los zapatos negros es-taban todos los días en el zapatero porque se me rompieron

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ayer, que si el cinturón de tachuelas metálicas, que si pulseras y colgantes y que si te vas a desgañitar a todas horas exigiéndome que vaya bien vestido, puñetero reaccionario. Al final, tras dos años de forcejeos, el uniforme dejó de ser motivo de lucha de clases, y las críticas se dirigieron a los propios alumnos, que se acusaban entre sí de haber provocado el desaguisado.

Tampoco calculó bien Andrea su juego afectivo con los dos únicos chicos que tenían alguna opción temporal de ganársela. Desde el principio, se dio cuenta de que Lucas era un hombre guapo, refinado, elegante y sensible; lo suficientemente listo y de buenas notas como para ser un importante recurso en las Ma-temáticas, la Economía o la Lengua. Sus delicadas proporciones no iban en detrimento de un cuerpo bien tallado. Y su rostro melancólico, sus ojos de canela, y su cresta de rubio sucio le proporcionaban una estampa atractiva, habitualmente caracteri-zada con el epíteto de “es muy riquiño”. Pero, también desde el principio, captó que el líder carismático era Berto, deportista excelente, bromista hasta el dolor de pecho, muy creativo e inesperado, con el que la vida se disfrutaba de una manera más sorprendente y divertida. Su físico era de galán dulce de anun-cio de perfume, muy masculino y muy suspirado por el colecti-vo femenino.

Andrea jugaba sus bazas, según se terciase lo que le apete-cía. Y pasó todo el curso de cuarto de ESO yendo y viniendo de un extremo a otro, oyendo las palabras más sentidas de atercio-pelada belleza de Lucas y riendo como una loca las ocurrencias de un Berto, inspirado e imparable en el arte de hacer bravatas por su primer amor, hondo hasta la médula. En el inicio de pri-mero de bachillerato, tras un veraneo de intermitentes escarceos con ambas partes, había intentado mantener el mismo juego, sa-biendo que la partida se acababa el año siguiente, con la selecti-vidad y un futuro seguro fuera de Vigo. Y, con un poco de suer-te, mucho antes. Ahora, con el espectáculo de la pelea, se había

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asustado. Lejos de estar encantada porque dos machos cabríos se la disputaran a cabezazo limpio, le preocupaba no haber sido capaz de intuir el cataclismo del escándalo. No había calculado bien el complejo mundo desquiciado de los celos entre ambos pretendientes, a pesar de que Berto los mostrara a gritos con pa-labras y gestos tenebrosos, con el color de la bilis en la mirada. Tampoco imaginó, ni de lejos, que un hombre tan equilibrado y sereno como Lucas era capaz de ocultar una tensión que lo tenía agarrotado por la furia y la disputa de batallas imaginarias. Y ese desconcierto la turbó sobremanera, pues comprendió que no dominaba, ni un poco, el difícil juego del tonteo amatorio. Aho-ra, había quedado a la vista de todos su ambiguo proceder. Des-de luego, aquella pelea no se le olvidaría en muchos años, pues fue un paso importante en su conocimiento sobre el alma de los hombres. Tenía que desarrollar la suficiente prudencia como pa-ra superar esta nueva lección.

Por otro lado, todas las miradas femeninas, –ya de por sí hostiles–, la reprochaban como a la harpía más grande del uni-verso. No era la única alumna que optaba por cualquiera de los dos partidos, y muchas la tildaban de perro del hortelano, que ni come, ni deja comer. El vacío absoluto fue la respuesta del total mujerío de su curso ante lo ocurrido: ni una palabra. Ni una mi-rada más, ni siquiera de desprecio. A Andrea no le importó ex-cesivamente. Sabía que no tardarían las aguas en volver a su cauce, sobre todo, cuando volviesen los dos pollitos arrestados en casa.

IV La llegada, a media mañana, a la casa de la abuela en Playa

América fue cualquier cosa menos lo que esperaba Lucas. En el viaje preparó la posible entrevista con su abuela, que si bien era cierto que tenía un cariño loco por su nieto preferido, no era menos cierto que tenía un carácter exigente y persuasivo que

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habría que atender con cuidado esmero.

La abuela Romina era una mujer nada común. Viuda ni se sabía desde cuándo –Lucas no llegó a conocer de manera racio-nal a su abuelo materno–, era una mujer que desplegaba una in-cesante actividad en su zona de residencia. Desde muy joven, cuando estudió en la Universidad Central de Madrid, se movió por los ambientes y corrillos culturales de la capital. Amante de las letras, había hecho sus pinitos en el teatro y en la poesía de salón de los años sesenta. Viajó con su marido, directivo de una conservera de siempre en Vigo, por medio mundo. Tuvo sus contactos políticos con algunos miembros de la disidencia espa-ñola en Francia y Sudamérica, aunque lo dejó, a instancias de su esposo, que no quería líos con las autoridades del momento. Desde que se trasladó a Galicia, en el final de la década de los años 60, se había hecho de la tierra, encantada por la sencillez de sus gentes, su musical modo de hablar y la ternura de unas amistades sinceras y abnegadas. Aprendió la lengua de sus ve-cinos, instrumento imprescindible para negociar de tú a tú en el mercado y la plaza, y en la conversación íntima y confiada. Se enamoró de los poetas gallegos, sobre todo de los más antiguos. Era querida y admirada por todos, pues siendo una señora se hi-zo una más del pueblo. Congeniaba con unos y otros, y acom-pañarla por la calle era un martirio ante los mil y un requeri-mientos de paisanas y amigas. Trabajaba con interés en las la-bores asistenciales de la parroquia de San Félix, especialmente en Cáritas, una vez que consiguió superar sus conflictos entre política y religión. Todos los años montaba un buen par de ma-rimorenas para conseguir fondos y ropa de los lugareños y de los miles de turistas que aparecían por el verano. La abuela Romina estaba a punto de cumplir los setenta años, pero aparen-taba diez o veinte menos por su vitalismo y sus buenos haceres con la cosmética, la moda y el buen gusto. Siempre comía acompañada, y en su casa las reuniones de mujeres tenían hora-rio fijo semanal. Nadie que quisiese hacer algo importante en el

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municipio podía prescindir de su consejo sabio o de su simple apoyo, como bien sabían alcaldes, asociaciones de vecinos o promotores varios.

Desde la parada del ATSA hasta la casa de la abuela había que andar un trecho breve. Al llegar al despampanante chalé, Lucas se encontró con que no le esperaba nadie. La empleada del hogar de toda la vida, Rosina, lo recibió con un par de besos y le dijo que le tendría preparada la comida para las dos y me-dia, y que la señora no volvería hasta las cinco, cuando esperaba hablar con su nieto. Lucas subió a su habitación preferida, la que fue de su tío Carlos en otros tiempos de vida en común, y deshizo la pequeña mochila con sus pocas pertenencias. Luego, como aún no eran ni las doce, salió a dar una vuelta por el paseo marítimo hasta el muelle de Panxón.

Se sentía extraño. Desubicado.

Totalmente fuera de juego, por la rutina escolar rota. Mien-tras paseaba y contemplaba abstraído el tenue oleaje del alto mar, se le fue la cabeza a su clase, a sus compañeros, a su acti-vidad ordinaria. Estarían a punto de entrar en el segundo módu-lo de la mañana, tras un extenuante recreo de alta competición, bien en la lucha de sexos, bien en el apasionado combate depor-tivo. Luego, tocaba clase de inglés, con la Señorita Pepis y su encantadora ayudante nativa, a la que le tomarían el pelo y de la que se reirían por su ingenuidad. Se vio sonriendo a nadie, en sus recuerdos, manifestando abiertamente sus pensamientos, al no tener más público que las gaviotas de la playa.

Se dio cuenta de que, en el fondo, estaba triste. Muy triste.

Herido en su orgullo de hijo modélico, de alumno sobresa-liente y de todas sus muchas cualidades aumentadas por su en-greimiento e imaginación. Lo que más le dolía, sin embargo, no era nada de eso. Lo que le dolía de verdad, hasta el escozor ner-vioso, era haberse fallado a sí mismo, haberse puesto al descu-

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bierto por su falta de contención, mostrar su miseria. Haberse alejado tanto de lo que deseaba mostrar y que todos lo aprecia-sen: su notable madurez personal. Esa misma que ahora había quedado en entredicho y que sólo se podría caracterizar como idealizada y falsa.

V Berto fue un hombre, sí señor. Viendo la probabilidad cero

de escaquearse de la tarea impuesta por el delincuente de su pa-dre, le puso buena cara al mal tiempo, le echó arrestos al asunto y se comportó y trabajó como un hombre. Se alegró de que su padre lo adjudicase al equipo del Patillas, un currante divertido y negro-agitanado del trabajo de sol a sol en tierra, mar y aire, que respondía al nombre de Marcos. En cuanto se subió a la furgoneta rotulada de la empresa, Berto ya había calzado un CD de música en el equipo del coche, que el Patillas llevaba tiempo tuneando por dentro. Los graves eran una maravilla, y los leds, brillando a juego con el sonido del bajo, le daban un aire de dis-coteca de pueblo de lo más molón.

–¡Eeeesssse Patillas, métele caña que nos vamos, que nos vamos, a darle el matarile a los cagódromos de Vigo! –chilló Berto, nada más subir al puesto de piloto el Patillas. Luego, fue llevando durante todo el camino el compás de la música, dando manotazos en la chapa de la puerta de la furgoneta. El Patillas se reía, mientras intentaba prevenirlo:

–Bien, bien. Así me gusta, concho, que vayas al curro ale-gre, porque a la media hora de destripar cañerías y váteres te vas a cagar en todos tus muertos.

–¡Venga ya, Patillas! ¿A que te gano a currelo y saco más cagaderos que tú, tronco?

–Por mí como si te los quieres comer con mantequilla –respondió Patillas sin entrar al juego.

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Lo cierto es que Berto se lo tomó como un reto personal, y trabajó con tanto ahínco y maestría que dejó boquiabierto al res-to del equipo.

–Quillo, ¿por qué no te viés toh loh díah, mi arma. Que zólo con verte, uno paga entrada pa disfrutá der ezpertáculo? –le dijo el tercer componente de la cuadrilla, un andaluz de risa perma-nente en una boca en deconstrucción.

Total, que en el descanso de la media mañana, mientras echaban el pitillo del placentero vicio, el proceder de Berto era ya noticia. Y no defraudó en lo que restaba de jornada, tanto por su animosidad como por el número de ocurrencias divertidas con las que se despachaba a gusto, entre mazo, escoplo y llave inglesa. Cuando al mediodía le relataron a Ángel Lavilla su proceder, el padre pareció contrariado, pero reía para sus aden-tros con la coña marinera de su Bertiño. Y es que Ángel, so ca-pa de duro de película, babeaba con su hijo.

VI Casi sin querer, llegó hasta el final de la playa, junto al

puerto de Panxón. Recortada en el azul del cielo, se distinguía una silueta tan familiar como querida. Antón, con caballete, pincel, boina y pipa daba rápidos brochazos sobre un supuesto lienzo. Estaba mirando fijamente al agua y no percibió la llega-da de su viejo discípulo de clases veraniegas de dibujo artístico. Antón Freijanes era casi de la familia, desde los años en que la abuela Romina lo acogió bajo su patrocinio, y lo puso como maestro de dibujo de dos generaciones de la familia. Antón y Lucas estaban extrañamente unidos por misteriosos lazos de afinidad.

–¡Salve, magister del pincel de la mar! –saludó Lucas, co-mo tenía por costumbre.

–¡Hola Lucas! ¡Espera! ¡Espera un segundo, que ahora es-

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toy contigo! –respondió Antón sin dirigirle ni la mirada. Lucas miró lo que hacía: con trazos enérgicos, embadurnaba de ocres distintas zonas de papel.

–¡Sí!… ¡Sí, esto es!… Ya lo voy cogiendo… –murmullaba en voz alta para sí–. ¿Sabes lo difícil que es pintar la mar en movimiento, Lucas? Pues creo que lo estoy consiguiendo, jeje. Había que aprovechar el tiempo de sol para coger esas tonalida-des, Lucas. Pensé que ya no las volvería a ver hasta el verano que viene… Bueno, creo que ya está. ¿Qué te parece? –interrogó a Lucas mostrando unos apuntes incomprensibles de acuarela.

–Pues… no sé qué decirte, la verdad.

–Claro, claro… Es que no lo comprendes. Cuando vengas a casa lo entenderás mejor. Por cierto, ¿no tienes hoy colegio? –cayó en la cuenta el pintor.

–Me han dado billete para una semana.

–¡Conchos, Lucas! ¿Qué has hecho, filliño?

–Una de gladiadores en el circo.

–¿De gladiadores? ¡Ah, sí! Comprendo… Tienes todavía restos de la arena en el rostro, hercúleo amigo… Y dime… ¿merece la pena tu Penélope hasta el punto de conseguir un via-je de regreso a Ítaca?

–No es una Penélope. Es Afrodita vestida con el uniforme de El Olivo.

–Sin embargo, no percibo las huellas del amor en tu ros-tro…

–No es fácil de explicar, Antón.

–Si me lo cuentas, pintaré un cuadro mitológico.

–Quizá otro día, magister. A lo mejor con unas cañas, unos

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aparejos, buenas miñocas2

y tiempo por delante.

–Me parece bien. Te monto el plan.

–Vale, Antón. Me voy que me esperan en la casa grande pa-ra comer.

–¡Salve, amigo!

Lucas se despidió con un movimiento sonriente de manos y rostro, y enfiló a marchas forzadas el regreso a la casa de Playa América.

                                                                                                                         2  Miñoca: lombriz empleada en el arte de pesca deportiva.  

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CAPÍTULO 3

I La abuela Romina, sentada en su amplio escritorio-secreter

de marqueterías nobles, leía con suma atención el arrugado pa-pel rescatado de la mochila del día de autos. Llevaba puestas sus puntiagudas gafas para ver de cerca, de cuyas patillas pen-día un cordel de rojo cuero. Lucas estaba en frente, esperando con aparente calma. Miraba de soslayo el severo rostro de la an-ciana, concentrado por entero en la lectura. La abuela Romina era experta en leer en diagonal y sorprendía a todos por su rapi-dez. Sin embargo, en aquella soleada tarde del tercer día de arresto en Playa América, Lucas comprobó que leía despacio, captando todos los detalles de su relato sobre los famosos ojos del gato. Sin levantar la cabeza del papel, comentó:

–¿Y por qué ese “¡joder con esos ojos!”? ¿Tienes que ser grosero para parecer espontáneo?

Lucas no respondió porque la abuela no lo esperaba. Tan sólo se arremolinó en la amplia butaca. Romina continuaba con su corrección de inquisidora de estilo y sintaxis.

–¿“La presión de todas las circunstancias no termina de calmarle a uno”? –se preguntó con extrañeza Romina–. ¿Cómo te va a calmar la presión, filliño?

Terminó de leer el misterioso relato inconcluso. Todavía le dio un repaso más, sólo por encima, antes de dictar sentencia.

–Me gusta, Luquiñas. Tiene fuerza. Está muy bien escrito…

Lucas agradeció con una sonrisa sincera el veredicto. La verdad es que sabía que a la abuela le iba a agradar e incluso sorprender, pero no las tenía todas consigo.

–¿Y ahora qué? ¿Cómo continúa el asunto?

–No lo sé, abuela. Tuve un arranque de inspiración la otra

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noche y me salió eso.

–Pero, ¿quieres seguir o no?

–¡Claro que quiero! Si no, no te lo habría enseñado…

–¿Y por qué crees que yo te puedo ayudar mejor que tu pro-fesor del colegio?

–¡Ya te lo conté el primer día! Ese tío ha sido borrado de mi disco duro: Delete files? Yes! No quiero verlo ni en pintura.

–Bien, pero comprenderás que, por mucho que te enfadases con él, tenía razón. Si quieres escribir para el público de andar por casa, tienes que saber que todo el mundo opinará sobre lo que les propones… –retomó Romina la argumentación de Jaime Calero, cortada por el timbre de fin de recreo.

–A mí lo que diga la gente de la calle me importa tres ble-dos. Lo que me interesa de verdad es que le guste a los entendi-dos.

–¡Ah! ¡Ya comprendo! Quieres escribir para los críticos e iniciados, no para el vulgo.

La abuela le contó que conocía a unos cuantos escritores, y por cierto muy afamados, que hacían precisamente eso. Y a otros que escribían sólo para ganar premios. ¡Y lo hacían muy bien: ganan casi todos! Aunque le advirtió de que había que te-ner en cuenta que, al final, unos y otros eran una panda de ami-guetes que se autoincensaban. Sin embargo, a pesar de los lau-reles, apenas ningún mortal los leía, ni incluso los que, engaña-dos por la publicidad grandilocuente de los medios de comuni-cación, los compraron.

–¿Eso es lo que quieres? ¿Ser un autor de estantería?

–¡Abuela, joé, que sólo es un cuento!

–¡Luquiñas, joé, que no te enteras!… –sonrieron ambos por

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la inesperada réplica burlesca de la anciana señora–. Vamos a ver, filliño, no es normal que un joven de tu edad escriba así. Tú eso lo captas, ¿no? Creo que sabes escribir porque te encanta leer. Y creo que además te gusta y sabes hacerlo… Pero tam-bién creo que no sabes por qué escribes…

–¡Ah! ¿Pero es que hay que escribir por algún motivo? ¿No puede ser una afición, un entretenimiento, una forma de pasar el rato?

–¡Vamos, Luquiñas! Tú y yo sabemos mil maneras mucho mejores de pasar el rato con dieciséis años –sonrió, picarona, la abuela Micalea–. Tú tienes talento. Tienes un don. Y ese regalo no lo has conseguido sólo tú con tu esfuerzo. Se ve que tienes facilidad para hacer algo muy complejo. Es una cualidad que sólo te pertenece en cuanto que se te ha regalado… Y, como to-dos los dones que se nos entregan a cada uno, queda supeditado al libre albedrío, a la caprichosa libertad del uso que queramos hacer con él. Puedes enterrarlo en un cofre en tu mísero rincón, y cavar y descavar cada vez que quieras recrearte con tu tesoro. Pero también puedes correr el riesgo de hacerlo público, mos-trándoselo a otros, aunque algún patán te diga que es una por-quería. Entonces, muchos podrán disfrutar de él, admirarlo y desearlo. Tú perderás una parte importante de ese tesoro tan tu-yo porque ya no te pertenecerá en exclusiva, pero a cambio ga-narás la riqueza de ser alguien en muchos, de formar parte im-portante de sus vidas.

–¡Muy hermosas palabras, abuelita, aunque un poco difíci-les de seguir con tanta metáfora! No sé… No sé si quiero escri-bir para la gente… Quizá sea más fácil verlo desde el punto de vista de… ¿la fama?… Pero tú me lo planteas como una forma de servir a los demás…, sí… como una especie de darse… Nunca había imaginado esa posibilidad…, ni esa responsabili-dad…

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–¿Responsabilidad? No lo veas sólo como una carga, Lu-cas, sino también como una satisfacción. Te insisto en la misma idea de que, lo que has recibido gratis, puedes compartirlo con quien lo quiera disfrutar contigo, aunque no gratis, evidente-mente –sonrió Romina ante su extraño vericueto mental.

Lucas prometió a su abuela que lo pensaría. Que le daría un par de vueltas para ver si lograba alcanzar el sentido completo a su denso coloquio. El lunes se iba con Antón a probar la suerte de la pesca, y tendría tiempo para reflexionar. Su abuela se le-vantó, decidida, y le dio un besazo sonoro en la mejilla, justo antes de salir con urgencia para la reunión del club social de amas de casa, perfecta tapadera para la partida de tapete y lico-res suaves de mujer.

Por su parte, el nieto aprovechó lo que restaba de tarde para lagartear en la cercana playa, mientras pensaba sobre su anhela-da Andrea, su extraña situación de expulsado y martirizarse, de paso, por su comportamiento tan infantil como despreciable.

II Berto había llegado sano y salvo al sábado. No sólo eso,

sino que se había endurecido con el esfuerzo del trabajo, y esta-ba ya en paz con su conciencia. Creía haber pagado con creces el enfado paterno. El sábado no había destripe de cañerías, así que habló con su padre para que le diese algo de vuelo durante el fin de semana. Ángel Lavilla no encontró fuerzas ni argu-mentos para negarse. Incluso le soltó un billete de cincuenta eu-ros sacado directamente de su cartera, mientras le decía con una media sonrisa:

–Cógelo. Te lo has ganado.

Berto se quedó desconcertado porque era la primera vez que su padre le aflojaba la mosca. Luego, a solas en su cuarto, su mente se puso a enredar y empezó a quejarse por dentro como si

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le hubieran estafado. ¡Qué cabrón explotador infantil! –se em-pezó a gritar a sí mismo–. ¡Curro como una mala bestia y me da una propina para pipas! ¡Y encima yo doy botes de alegría!… Hombre, es verdad que cincuenta eurazos caídos del cielo son un desmadre, pero es que yo soy medio gilipollas, tío. Tendría que haberlos rechazado y, cuando terminase este suplicio, nego-ciar con ese negrero. ¡Es que soy lelo, tío, un burro del cara-llo!… Bueno, para, para, para. Que estás castigado, Bertito, y que podía haberte puteado toda la semana, y encima, de gratis, y si te gusta bien, y si no que te den. Bueno, vale, es cierto, pero si fuese un currito de su negocio, le tendría que haber pagado un pastonazo, sin contar con los contratos, seguridad social y toda la leche esa. Bueno, sí, pero coño, ¿qué le quieres? Es tu viejo, no tu jefe. Y además, majete, es la primera vez que se afloja la billetera, incluso parecía que con gusto, que eso también hay que valorarlo, no vaya a ser que empiece a aficionarse, el muy cabrón…

Así estuvo un buen rato Berto, haciendo de Gollum, y mon-tándose un lío soberbio por un billete de cincuenta euros. Lo cierto es que le dieron cancha libre y pista despejada con una fortuna en sus siempre arruinados bolsillos. Cuando se cansó de discutir consigo mismo, planeó el día. Ya tendría tiempo luego de arrepentirse –e incluso de sentirse mal– por haber puesto a parir a su padre, pero ahora tocaba montárselo bien: a las cua-tro, pachanguita de fútbol con los colegas en Samil, bañito in-cluido. Vuelta a casa, arreglarse y salir con los mismos colegas y otros que aparecerían, seguro. Llamadita a Andrea para que-dar a las seis en la Puerta del Sol, debajo del Sireno. Marcha, marcha y más marcha. Algún estimulante de más si se ofrecía, y unirse al botellón de El Castro, a golpe de billete. Hoy paga el nene, que es millonario. Y si estamos lo suficientemente bien… Si pudiéramos rematar a gol… ¡Joder, macho, eso sería demasié p’al body!

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Cumplió el plan a rajatabla. Efectivamente, tras el deporte playero y chapuzón, cogió el bus Circular y se bajó en la Puerta del Sol. Debajo del Sireno –espectro sardíneo de espanto eleva-do un porrón de metros por dos pilastras de mármol negro–, es-taba Andrea. Y con ella, un buen grupete de gente de clase. No le hizo mucha gracia a Berto tanta comuna. Prefería un estar a solas con Andrea, pero ¿qué le quieres, macho? Saludó a todos con las manos y una sonrisa lejanas. El grupo empezó a vito-rearlo también desde la distancia –“¡Eeeesse Bertooooo!”–, y a aplaudirle mientras reían como unos sátiros.

Andrea se adelantó y se lanzó en sus brazos con un ternísi-mo “¡Bertiiiiiiiiño!”, mientras se lo comía a besos. El resto del rebaño empezó a corear un “¡Ooooooh, queeeé boooniiiitooo, queeeé boooniiiitooo!”, entre risas y envidias. A Berto se le ace-leró la maquinaria. Percibió el cálido contacto del cuerpo de Andrea que lo rodeaba como una pulpesa. Y pensó estar en la gloria, aspirando el conocido perfume exótico que le embriagó una vez más… El tiempo, el espacio y el sonido ambiente se de-tuvieron. Y vivió con tal intensidad ese milisegundo de felici-dad que le pareció toda una vida, mientras volvía en sí mismo con la algarabía del encuentro.

En el grupo estaban las Tres Gracias, como los llamaba Conde, es decir, Iago, David y Gonzalo, con más ganas de juer-ga que el mismo Berto. Otras parejitas, que sonreían con mirada bobalicona, como Estefanía y Julito, Ana y Pedrito, o Claudia y Andrés. El resto lo formaban el compacto grupo de las Gorgo-nas –llamadas así porque siempre iban juntas y a su rollo, aun-que no se perdieran una fiesta–, y el acostumbrado cagueta y pi-jo Félix Lavares, que, desquiciado por el súbito follón callejero, hacía locuras estúpidas como dar botes con las manos en alto, gritando aquello de ¡oeéoéoéoeeeeeéoeeeéoé! Nadie entendía por qué lo hacía.

La gente que paseaba por la zona miraba al grupo con ges-

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tos contradictorios: desde la mala cara de señoras mayores sus-pirando por una juventud perdida, hasta el contagio alegre de otros congéneres de especie similar. El rebaño se dirigió, bajan-do por la calle Carral, a la zona de marcha. De local a local y ti-ro porque me toca, fueron haciendo la ruta de la perdición, cada vez más exaltados por brebajes ignotos y por lo atestado de los locales, donde el cagueta Félix –al igual que los demás despare-jados– se estaban poniendo las botas a practicar el “perdón”: no había un buen culo ni buena delantera femeninos que no se so-baran al grito de “¡perdón, perdón! ¡Paso! ¡Gracias!”, con el va-so del cubata en la mano, a la altura convenida, y llevando re-cuento de las fechorías.

El grupo fue creciendo con algunos de otras clases de pri-mero de bachillerato y de otros cursos del colegio. Aquello pa-recía un recreo, vamos. Lo cual no estaba nada bien, porque luego todo el mundo comenta por aquí y por allá, y con la can-tidad de bocazas que hay se entera hasta el apuntador. Eso era de lo peor que tenía el colegio. Que todo el mundo cotilleaba de todo el mundo –se lamentó Berto–. Por eso, tras un rato de bai-les simiescos, de botes tribales y gritos de manada al ritmo de una música más ruidosa que melódica, la recua se fue desbara-tando y reduciendo, entre adioses de miradas turbias, risas idio-tas y emociones en erupción.

Ya era de noche cuando enfilaron las largas cuestas del monte-parque de El Castro. Se agradecía el fresquito tras el so-foco del apretamiento en los tugurios. Quedaba aún la etapa fi-nal de la fiesta, con los últimos zambombazos alcohólicos y las primeras derrotas estomacales, todo ello en medio de un mare-mágnum de campamento de desmadre hippy. Perdidas las Gor-gonas, escandalizadas por tanta promiscuidad –y en el fondo fe-lices por tener material para despotricar durante una semana al menos–, y las Tres Gracias, que ya estaban en otros rollos alter-nativos, quedaron las parejitas y el pringao del Félix Lavares,

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que ya no sabía ni cómo se llamaba, ni dónde estaba, ni con quién iba, a pesar de que montaba mucha escandalera con una voz rota y una lengua arrastrada, ingobernable por la desajusta-da actividad cerebral. Cuando llegaron a la falda del parque, a la altura del Ayuntamiento de la ciudad, Claudia y Andrés, que se iban ya de retirada, se lo llevaron a casa en un acto de extraña solidaridad, sabiendo que Félix iba a ir dejando un reguero de vomitonas y que iba a ser un largo trayecto de tembleques, fríos y mareos. O sea, lo de todos los sábados.

Berto y Andrea, tras hacerse con nuevas bebidas, en vasos-pozales de tamaño sorprendente, pronto se quedaron decidida-mente solos. Ocultos en una zona de plantas de jardinería, esta-ban muy juntos, muy encariñados, muy sonrientes y… ambos muy lúcidos. Berto tenía que rematar la faena y pasar de nivel. Andrea se mantenía alerta, y a la expectativa.

III La tarde del sábado 22 de octubre fue una tarde de sorpresas

para Elvira Gutiérrez, la madre de Lucas. Recibió en su casa la visita de Gloria Carrera, madre del tímido pijo y cagueta Félix Lavares. Eran amigas desde tiempos de juventud cuando ambas estudiaron en El Olivo, el mismo colegio de sus hijos. Tras los inevitables rencores de dos chicas demasiado iguales en la apa-riencia, que fueron superados por la vida misma, mantuvieron una sincera amistad a lo largo de los años. El hecho de tener hi-jos de la misma edad en el mismo colegio las unió aún más, y su cercanía ganó un grado de intimidad hasta llegar a lo confi-dencial. Juntas se lamentaban y se animaban, juntas se alegra-ban y lo celebraban, y juntas se complementaban en el extraño placer del cotilleo social, aportando cada una sus propios datos pacientemente recolectados de lunes a viernes. Se sentaron en el amplio salón con ventanales a la Plaza de España.

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–Elvira, guapa, tienes que ayudarme –se arrancó sin más preámbulos Gloria, mientras removía el azúcar moreno en la ta-za de porcelana con medio café denso y aromático.

–¿Qué pasa, chica?

–Es sobre Félix. Empiezo a estar preocupada por él.

–¿Preocupada, Gloria? Pero si es un encanto de niño…

–Nadie lo niega. Pero es que no lo veo centrado… Lo veo acobardado, muy introvertido, con mucha timidez. Antes no era así…

–Tranquila, mujer. Son las típicas cosas de los niños a esta edad. Están en pleno pavo y tan desorientados…

–Sí, querida, pero yo veo a tu Lucas y se me cae la baba, guapa. Porque me fijo en mi Félix y lo veo a años luz…

–Pero no te preocupes, mujer, que ya verás cómo va cam-biando poco a poco. Es verdad que Lucas es un niño muy tran-quilo, pero espera a que empiece a despertar… ¡Vamos, con la que nos ha hecho esta semana, ya te digo que le empiezan a sa-lir los cuernecillos!

–Bueno, chica, tranquila… Una pelea de críos… Al menos, demuestra que tiene sangre en las venas, Elvirita, pero es que yo al mío no le veo ni eso…

–Pero… ¿tan preocupante te parece?

–No sé… Estamos un poco desconcertadas… Mi madre y yo hemos hablado a ver si nos convendría que lo viese un psicó-logo…

–¡Hala! ¡Un psicólogo! Que exageras, mujer. Pero… pero, ¿qué os ha llevado a pensar en eso?

–Elvira, guapa, es muy fuerte esto que te voy a contar… –mientras la miraba fijamente con ojos ensombrecidos.

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–¿Qué pasa? –preguntó Elvira, a la que se le dispararon los mecanismos de alarma.

–Sé que bebe como un descosido, Elvira, cariño… Estamos en casa destrozadas…

–¿Que bebe como un descosido? ¿Quieres decir que se ha convertido en alcohólico con sólo dieciséis años?

–No es a diario… Es sólo cuando sale con los otros chicos. Yo creo que lo hace para desinhibirse y no parecer tan poquita cosa…

–Mujer, todas hemos salido de marcha y hemos bebido al-go, quizá alguna vez nos mareamos un poco, pero poca cosa más… ¿Estás segura de que se emborracha, en plan emborra-charse en serio?

–¡Y tan en serio! Yo creo que es que no se controla –gimió Gloria–. Me llega a casa descolorido, tembloroso, muerto de frío, con el estómago revuelto, siempre mascando ese odioso chicle de menta, y, al día siguiente, con un resacón de caballo… Elvira, por Dios, ¿qué se te ocurre? ¿Qué podemos hacer?… Hoy ha vuelto a salir… ¡A saber cómo nos llega hoy!… He de-jado a mi madre rezándole a todos los santos…

–¿Le has castigado sin salir? ¿Habéis hablado con él?

–Hasta el agotamiento. Siempre dice que se siente avergon-zado, que tratará de evitarlo. Le hemos dado confianza para que lo intente, para que se supere y sea fuerte… Pero es inútil… Además, tampoco puedes pretender que se quede encerrado to-dos los findes en casa…

–Ya. Ya veo. Pues chica, si es así, efectivamente igual ne-cesitáis asesoramiento médico… No sé… Quizá sea una reac-ción tardía a… –Elvira no se atrevió a decir lo que hubiera que-rido decir. Todavía estaba a flor de piel el abandono del sinver-güenza del marido de Gloria, fugado con una neumática verbe-

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nera, y eso que hacía ya más de dos años largos de lloros, la-mentos y consuelos. Sin embargo, Gloria no quiso tocar el tema y siguió centrada en el hijo.

–Yo sé de qué van estas cosas, Elvira. Félix va a necesitar mucho apoyo, y creo que si se pegase a la rueda de Lucas…, no sé, se me ocurría…, a lo mejor es una buena ayuda… ¿Qué te parece?

–Hombre, chica, tú sabes que Lucas es muy independien-te… No sé si querrá estar atado a algo o a alguien. Yo puedo hablar con él y ver si le puede echar una mano…

–Elvira, por Dios, no sabes cómo te lo agradezco… Yo creo que le podría ayudar un montón ¿sabes, guapa? Y, sobre todo, podrían hacer planes distintos a la dichosa salida de los fines de semana…

–Vale, cuenta con ello, Gloria. ¡Qué peniña me dan estas cosas, querida! ¡Es que los niños, –que mira que son buenos, los pobres–, pero es que se ponen a hacer el idiota y nos vuelven locas, y nos matan a disgustos como ni se imaginan! Trataré de convencer a Lucas el martes, que es cuando vuelve de Playa América.

–Por cierto, ¿qué tal está?

–Hablé ayer con mi madre. Lo ve tranquilo y arrepentido… Ella no duda de que se peleó con ese otro niño por una chica…

–¡Pues claro, mujer! ¿No me digas que no sabes de qué va la historia?

–Yo lo intuí, pero es que se me cerró en banda. Para que luego te quejes de tu Félix… No ha querido ni tocar el tema con nosotros…

–¡Pero si lo sabe medio Vigo, mujer! Yo sé lo que me dijo Félix, pero me lo han corroborado mil fuentes distintas…

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–¿Que lo sabe medio Vigo? –preguntó con gesto feo Elvi-ra–. ¡Me dejas turulata, Gloria! ¿Cómo no me lo has dicho an-tes? ¿A qué esperas? ¡Mira que saberlo todos menos noso-tros…! Me parece una broma fea, chica.

–Pero, mujer, yo pensé que lo sabías todo… A ver si soy capaz de contártelo de manera ordenada…

IV Lucas cenó en compañía de la abuela y de Rosina. Fue una

cena para agradar al niño, a base de comida basura, delicada-mente seleccionada con lo mejor de la carnicería de Nigrán. Lu-cas, que no era ni estereotipado ni tonto, disfrutó de unas ham-burguesas de ternera gallega, con denominación de origen, y con unas patatas fritas de las de verdad, minuciosamente corta-das en grosor milimétrico y onduladas en una fritura de aceite de oliva.

–¡Esto sí que son burguers, Rosina, y no la basura de las de la tele! ¡Y las patatillas, crujientes y ricas, ricas!

–¡Como siempre se hicieron, Lucas, como siempre se hicie-ron! –respondió agradecida Rosina.

Al término del banquete, abuela y nieto se sentaron en el sa-lón de estar. Romina miró intensamente a los ojos canela de su nieto que, sabiendo lo que buscaban, apartó la vista.

–¡Mírame a los ojos, Luquitas! –ordenó amablemente la abuela. Lucas los volvió poco a poco y sintió respeto por esos ojos escrutadores, en un intento vano de ocultar lo que estaban gritando.

–Filliño, ¿por qué estás tan molesto contigo mismo?

–Abuela, estoy defraudado conmigo mismo. ¿Acaso no has visto estos ojos antes, abuela?

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–Sí, muchas veces. Son ojos de desconcierto, de duda, de pasiones ardientes mal contenidas… y también ojos de falsedad, de querer aparentar lo que no se tiene… ¿Por qué te martirizas, filliño? No eres feliz.

–Tengo un problema que no sé cómo abordar ni resolver.

–¿Ese problema tiene nombre de chica guapa?

–Eso es sólo una parte del problema…

–Efectivamente, Luquiñas. Veo que eres más espabilado que la mayoría de los chicos.

–Abuela, me da palo hablar contigo de esto… No te lo to-mes a mal, pero es que preferiría aclararme yo primero…

–¡Claro que sí, hijo mío! Sólo hablaremos de lo que tú quie-ras. Pero te voy a dar un consejo… Mañana, que te vas con Freijanes a la mar, habla con él.

–¿De qué?

–De los dolores que llevas en el alma.

–¿Tú crees que él sabrá deshacer la madeja?

–No creo que toda. Pero sí algunos de sus nudos más gor-dos, porque son los más fáciles de deshacer, y van despejando el camino…

–¿Y por dónde empiezo?

–No te preocupes. Él ya lo ha intuido. Tú sólo tienes que arrancar, y él ya mete la primera.

Lucas meditó un breve instante sobre lo que le decía su abuela. Puestos a confiar, no era mala baza para salir del atolla-dero. Pero Lucas tenía una pregunta interesada que hacerle a su abuela.

–Abuela, ¿qué es la intuición? –preguntó como asustado por

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su atrevimiento.

–Un conocimiento que tenemos casi todas las mujeres y apenas ningún hombre…

–¿Tiene que ver con la mirada…? ¿Con lo que ven vuestros ojos?

–Tiene mucho que ver, aunque, no lo es todo.

–Debe de ser muy chulo… Os envidio por esa forma tan misteriosa de conocer. Me gustaría tenerlo, o al menos, cono-cerlo un poco…

–¿Quieres que te enseñe una muestra? –preguntó con ocu-rrencia Romina, pues tuvo una idea clarividente y repentina–. ¡Ven conmigo!

Romina se levantó rápida y llevó a su nieto a la sala de los espejos, una estancia de otros tiempos en las que se celebraron bailes de salón. En la pared del fondo había dos retratos de cuerpo entero de sus abuelos, en sus tiempos de vida plena. Romina le puso una silla delante del cuadro del abuelo.

–¡Sube, Lucas!

Al hacerlo, sus ojos quedaron a la altura de los ojos del re-trato del abuelo. Los miró con atención, sorprendido por su fuerte viveza.

–¿Qué ves en esos ojos, Lucas?

–Veo vida. Veo un brillo de extraordinaria fuerza… Nunca me había fijado, y eso que he visto mil veces este cuadro…

–¿Qué más ves, Luquiñas? –insistió Romina.

–No sé… Veo muchas cosas… –contestó con un cierto es-calofrío, desconcertado–. No lo sabría decir… Determinación, riesgo, aventura…

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–Baja, Lucas. Has visto mucho para ser la primera vez…

–¿Tú ves todo lo que tienen esos ojos, abuela?

–¡Claro que lo veo! Lo vi mil veces en vida de tu abuelo y quedó ahí, en el cuadro, perfectamente reflejado…

–¡Joé, abuela! ¿Y tú crees que el que lo pintó sabía todo eso?

–No. No lo sabía todo. Pero intuyó mucho y lo dejó ahí plasmado.

–¿Era el pintor uno de esos “apenas ningún hombre”?

–¡Ya lo creo! Y tú lo conoces mucho, Luquiñas… Te vas mañana de pesca con él.

V Andrea se sacudió de forma brusca a Berto. El querido

“Bertiiiiiiño” no era más que un manojo de nervios mal conte-nidos, que había empezado a trabajarse la faena con delicadeza cero. Andrea detectó que la maquinaria del chaval se había puesto en marcha y ya no habría manera de que se parara por sí misma. Y es que no estaba segura. No.

No lo estaba.

Era cierto que le gustaba Berto, tanto como otros muchos antes. Pero no tenía la seguridad completa de que fuese él el elegido. Para poder acceder a sus pretensiones tenía que tener una seguridad tal que no podría quedar ningún resquicio para la duda. Y como no era el caso, decidió frenar al autómata que se iba acelerando solo. Era el momento de cortar en seco, antes de que ella misma se descontrolase y de que él empezase a cruzar terrenos vedados.

–¡Estate quieto, animal, que me haces daño! –le dijo con

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fuerza Andrea…

–Perdona, es que no me controlo… –respondió sorprendido Berto, excusándose con cara de pena, pero volviendo a insistir. Andrea se apartó de sus manos desquiciadas y se puso de pie, rápida. Berto se vio palpando la hierba de la loma de El Castro. Indignado, le gritó:

–¿Pero qué haces, tía? ¡Que se me va a cortar el rollo!

–¡Por mí como si se te corta la respiración, so cerdo! –respondió Andrea con un enfado muy bien disimulado.

–¡A ver, Andrea, mujer! ¡Ven, anda!

–¡Que te den, capullo! –y se fue, con paso rápido, con cara de enfado, y bajando a toda máquina hacia el asfalto, camino de casa, indignadísima.

–¡Espera, Andrea, espera! ¡Que te acompaño…!

–¡Ni se te ocurra! ¡Anda y que te zurzan, so pedorro! –respondió ya lejos Andrea, inalcanzable. Al menos, esta vez ella había calculado bien.

Berto se quedó idiotizado, alelado, fuera del mundo. No en-tendía nada. Empezó a dar vueltas por la zona sin sentido. Co-gió el vaso-pozal medio lleno de mejunje halitoso, y se lo bebió de penalti. Luego, lo tiró a sus espaldas y se fue a casa, mientras murmullaba un eterno “manda huevos, joder, manda huevos” que le duró toda la noche.

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CAPÍTULO 4

I El lunes fue el gran día de la estancia de Lucas en Playa

América. A las ocho de la mañana estaba montado en el coche de Antón Freijanes, camino de San Adrián de Cobres, en el in-terior de la ría de Vigo, más allá del puente de Rande. El coche de Freijanes era una especie de caótico almacén de restos con-tradictorios: los aparejos de pesca se entremezclaban con las pinturas y la ropa, y uno se podía encontrar un pincel en el bote de las rapalas3, o un tubo de óleo en la caja de los plomos. Ha-bía libretas diseminadas por todo el coche con viejos apuntes de inspiración inútil, de las que podían pender sin ningún problema una potera4, un trozo de sedal mal guardado o los restos aplas-tados de una miñoca entre dos láminas de papel. Lo más curioso de todo es que Freijanes tenía, dentro de ese caos, una especie de orden; mejor habría que decir que tenía un mapa mental y una memoria prodigiosa del habitáculo del coche.

Al llegar al muelle, les esperaba un amigo de Freijanes que salía con otros dos marinos en un mejillonero. Iban a pasar la mañana en una batea, propiedad del cultivador, y les recogería a la vuelta de faenar, al final de la mañana. Andar por una batea no es fácil para el novel: compuesta por varios flotadores enor-mes de metal, la estructura se extiende con vigas grandes de madera y otras finas transversales. Siempre hay que pisar en las intersecciones de las finas con las más anchas, pero hay que ha-cerlo con decisión para no dedicarse a hacer equilibrios. El ver-dín del moho, o las mismas cagadas de gaviota, la hacen a veces resbaladiza de derrape y susto, pero no hay problema si uno se

                                                                                                                         3  Rapala: arte de pesca con forma de pez del que penden anzuelos de tres púas.  4  Potera: arte de pesca del choco y calamar con forma de pez y cola con corona de púas.  

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mueve con voluntad. El agua queda un metro más abajo y caer-se es hacerse fijo una avería de dolor indescriptible, además del frío remojón, claro. Ni Antón ni Lucas tenían problemas con los desplazamientos por el inestable armazón, pero todo cuidado era poco. Se dirigieron a la zona de uno de los flotadores de me-tal coloreado de azul, y fueron descargando el material de pes-ca, apoyando cañas, aparejos, cubos y mochillas en las maderas altas. Se fueron al inicio de la batea. Como el día iba despejado y el agua estaba nítida, vieron la cadena, florecida de algas, que sujetaba la estructura, hundiéndose en el verde del fondo. Ha-bría unos veinte metros de profundidad.

–Hoy vamos a ir con camarón, Lucas, que me da buena es-pina –comentó Antón. Y dicho esto, sacó un pequeño cubo con agua de mar lleno de quisquillas.

–¿A qué hora es la pleamar, tiburón? –empezó con las bro-mas Lucas.

–Nos queda hora y media de subida, pezqueñín. Luego, po-cas posibilidades… De retirada casi.

–¿Y estás seguro con el camarón, viejo lobo? ¿No te habrá comido el tarro algún guasón que se reserva para él lo que no quiere que cojas tú?

–Es posible, pero llevan una semana a muerte con la bicha transparente. ¿Sabes cómo se mete el anzuelo?

–Espero no haberlo olvidado… El sedal tiene que salir por detrás, en medio de la cola ¿no?

–Es lo básico, chaval. Si no pasa bien, no trabaja nada y pierdes el tiempo como un capirote.

Armadas las dos cañas con el cebo y un plomo del uno, sol-taron lastre al fondo de la mar, a ambos lados de la cadena. Se sentaron en las maderas, con los pies colgando, separados unos dos metros. A Lucas le parecía mucha distancia para hablar, pe-

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ro, en medio de la ría, no importaba andar a gritos. Le gustaba bailar el cebo, porque le faltaba paciencia, hecho que sorprendía a Freijanes, mucho más inmóvil. Lucas decidió arrancar la con-versación.

–Antón –dijo en una voz imposible para la confidencia– ¿quieres que te cuente por qué estoy de baja escolar o no?

–Concéntrate en la pesca, Lucas. Tenemos hora y media pa-ra hacer algo. Luego ya me cuentas tus batallas de Tirios y Tro-yanos.

Lucas se quedó un poco trastornado. ¿Hora y media? Más le valía que empezasen a picar porque si no… no sabía si iba a ser capaz de contenerse tanto tiempo.

–¡Ah! ¿Tenéis hambre, eh guapas? –dijo Freijanes al notar unos tímidos tironcillos de vibración en la caña.

–¿Qué pasa, te pican ya?

–¡Por ahí andan, de desayuno!

–Pues a mí ni las ganas…

–Levanta el sedal para ver si tienes bien el camarón. Si es-tán ahí abajo, y tienen hambre, no le hacen ascos a nada.

Lucas recogió el sedal con rapidez. Le fastidiaba que estu-viesen allí y no sacase nada. Efectivamente, el anzuelo y el hilo se habían movido. Recolocó la trampa carnicera y volvió a echar a fondo. Aún no había notado que el plomo llegaba a la arena cuando Antón gimió de contento.

–Ven con papá, guapa, ven. ¡Lucas, aquí viene la primera!

Lucas la vio tirando y forcejeando mucho antes de salir del agua. Cuando llegó a la superficie dio dos o tres buenos coleta-zos, y subió campaneando. Freijanes la sostuvo en la axila, la desembarazó del aparejo y la metió en una bolsa grande de ma-

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lla. Era un buen ejemplar de lubina, plateada y ancha como una delicia. Pero no era una robaliza5, que eran los trofeos a los que aspiraba Lucas. Si la lubina de Antón había tonteado antes de morder, la pieza que le tocó en suerte a Lucas fue súbita y vio-lenta. Notó el tirón seco y la confirmación de que había entrado hasta el fondo casi a la vez. Lucas gritó, porque sabía que venía algo grande.

–¡Antón! ¡Asesino de alevines! ¡Aquí sí que viene la madre de todas las lubinas! ¡Ostras, cómo tira, la muy bestia! ¡Paaaaaraaaa, que me revientas todo! ¿Qué es esto, Antón, que hace más fuerza que un cachalote?

–¡Espera, Lucas, no fuerces! ¡Déjame ver! –y Antón le co-gió la caña de las manos temblorosas–. ¡Está haciendo vela! ¡Hay que conseguir que no se vaya a las cuerdas! ¡Saca la caña para afuera…, así, así, eso es…, ya se va hacia afuera! ¡Toda tuya, rapaz!

Lucas cogió la caña con ansiedad. De vez en cuando, daba un tirón hacía arriba, y después la dejaba ir. Desde luego, había picado bien. Siguió forcejeando con la pieza un buen rato, y el pez empezó a agotarse. Siguió subiendo y empezó a intuir una forma plana y redondeada. Parecía una choupa6, pero bastante grande. Cuando logró sacarlo, Antón se lo confirmó:

–¡Bien, Lucas! ¡Tú dedícate a las choupas, que yo sigo con las lubinas! –ironizó Freijanes.

–¡Vale, por mí te puedes dedicar a las lorchas7, bufón! –respondió con sorna similar Lucas–. Además, que sepas que los lomos de una choupa, y más de este calibre, no te las cambio por ninguna sardinilla de esas que pescas tú.

                                                                                                                         5  Robaliza: lubina grande.  6  Choupa: pez similar a la dorada.  7  Lorcha: pez de fondo feo, pequeño y despreciado.  

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Lo cierto es que Antón se hinchó a sacar lubinas, con algu-na que otra choupa entremezclada, y que Lucas sólo cobró otra pieza, una lubina de tamaño medio. A la hora, los peces se can-saron de jugar al ratón y al gato y seguir ahí era perder el tiem-po. Freijanes se movió por el perímetro de la batea, pero fue pa-sear en vano. En esa hora fructífera se habían levantado una do-cena de piezas grandes y otras tantas que, por no dar el tamaño, devolvieron a las aguas. No es que tuvieran una especial con-ciencia ecologista. Simplemente, sabían y respetaban la mar y sus frutos, aunque, antes de devolverlas al agua, Freijanes les daba un beso y las despedía con palabras de cariño depredador:

–¡Un besiño, guapa! Come, crece, multiplícate, y cuando seas un robalizón de los de foto nos volvemos a ver en esta misma batea, dentro de un año.

Pasado un rato, Antón decidió cambiar de estrategia.

–¡Marinero! ¡Cambiamos a la rica miñoca!

Recogieron los aparejos y pusieron los nuevos, con unas hermosas lombrices marinas que tragaron el anzuelo la mar de bien, pues eran carnosas y duras. Las echaron con cascabel8 en dos huecos de la malla de madera, y se sentaron apoyados en el flotador azul a la espera de la suerte y de la estúpida voracidad de algún pez despistado. Freijanes sacó las viandas. La pesca abre un apetito animal porque se ha estado faenando con tensión en el instintivo drama de la vida y la lucha por la muerte. Co-mieron un generoso trozo de empanada de zamburiñas, mientras bebían agua. Luego, se sentaron juntos en la cara de la batea que daba a Rande. Lucas supo que, ahora sí, iban a hablar.

                                                                                                                         8  Cascabel: alarma sonora que se fija a la punta de la caña y que avisa cuando vibra.  

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II Clara, la hermana de Berto tenía la cualidad de estar siem-

pre pendiente de los demás. Desde muy pequeña, se sintió ale-gremente atraída por atender a los suyos, por ayudar a su madre en las tareas del hogar, por mantener el orden y la limpieza en la casa de los Lavilla, por que todos estuviesen a gusto. Siempre era la más rápida en coger lo que se cayese, en ir a abrir la puer-ta, en poner la mesa o en coger el teléfono. Al principio, parecía que se comportaba así por la vanidad de los mil cumplidos que le hacían todos, desde el simple “gracias, guapa”, hasta el su-perlativo de “eres la niña más buena del mundo”. Sin embargo, Clara Lavilla sentía ese impulso desde lo más profundo de sus entrañas, y disfrutaba sinceramente ejerciendo de criada de to-dos. Era, sencillamente, su forma de ser. Clara era probable-mente el principal elemento de cohesión de la familia de Berto.

Tenía tres años más que él y, con el paso del tiempo, esas disposiciones se habían consolidado y fortalecido por la expe-riencia y por una conciencia madura que daba sentido de felici-dad a su vida. No cambiaría las alegrías que le proporcionaban esta forma de ser por nada del mundo.

Menos alta que su hermano, era como él morena y simpáti-ca. Quizá demasiado delgada, pero bien formada y con rostro alegre de paz. A su hermano le parecía que le faltaba un poco más de carne estratégica para entrar en el grupo de las mazizo-rras, pero esas apreciaciones le traían sin cuidado y le servían para llamarlo “charcutero machista”. Estaba en la universidad, en el CUVI9, estudiando segundo de Filología Inglesa. Se ago-biaba sobremanera con los exámenes, a pesar de sus excelentes calificaciones, y su madre creía que el estrés le venía a su hija por no darles ningún disgusto con una mala calificación. Se equivocaba Blanca. Desde segundo de bachillerato, Clara había

                                                                                                                         9  CUVI: Siglas del Campus de la Universidad de Vigo.  

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advertido que podía canalizar sus deseos de ayuda a otros en el campo de la docencia, por lo que se determinó a realizar unos estudios que la dirigían a esa meta y para los que no estaba es-pecialmente dotada. Eso le llevaba a suplir con horas de estudio y trabajo personal sus carencias.

Clara estaba preocupada con Berto y compartía lo que de-tectaba en la vida de su hermano con su madre, mientras plan-chaban la ropa el domingo por la tarde.

–Mamá, Berto está fatal. Está ido. ¿No lo has visto en la comida? Tenía una cara de desterrado que no es normal. Él siempre ha sido muy fiestero y extrovertido, y ahora está en la pola10

más absoluta, zombi perdido…

–¿Será por lo de la pelea y la expulsión?

–Será, porque desde hace tiempo ha desconectado los chips de la realidad.

–¡Bueno, mujer, tú tranquila, que ya se le pasará! –respondió Blanca sin darle importancia, mientras doblaba una camisa.

–¡Ya me lo dirás cuando lleguen las primeras notas! ¡Oirás los juramentos en arameo de papá y tu propio disgusto! Enton-ces, me dices que no me preocupe…

–¡Bueno! –dijo con resignación Blanca–. ¿Y qué quieres que haga yo? ¡No podemos estudiar por él!

–He pensado que lo de Berto quizá no sea estudiar… ¿Viste con qué ganas y alegría se iba a trabajar con los de la cuadrilla esta semana?

                                                                                                                         10  Estar en la pola: localismo que significa no enterarse de nada, estar abstraído o despistado.  

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–¡Yo lo tengo claro, chica! Pero tu padre dice que hoy, sin el bachillerato no vas a ningún sitio… Una vez que lo acabe, que haga una FP o que trabaje en la empresa… Tanto me da.

–El problema de papá es que es de piñón fijo. Y se le ha metido en la mollera que Berto tiene que hacer el bachillerato por narices. No me parece justo que ni le pidiese su opinión a Berto ni que le preguntara qué quería hacer.

–¡Ah, claro, ya salió la juventud revolucionaria! ¿Crees que tu padre es injusto por pedirle a Berto que aguante un par de años, que luego se le abren mil puertas con los ciclos de forma-ción profesional? Aunque no lo parezca, es amor sincero de pa-dre que quiere lo mejor para su hijo, no de viejo gruñón oxida-do…

–¿Cuánto de sincero tiene ese amor sin contar con el pare-cer de Berto? ¿Se puede asesorar a alguien imponiéndole algo? ¿No podemos estudiar por él, decías? Mucho me temo que no os va a quedar otra opción…

–¡Vamos, Clara! –alzó el tono, Blanca, sin indignarse–. ¡Hablas de tu hermano como si lo tuviésemos en trabajos forza-dos! Él tiene capacidad de sobra para hacer bachillerato y lo que se proponga. ¡Lo que no se puede consentir es que no lo haga por vagancia o porque le cueste! Luego, con el paso de los años, nos lo echaría en cara… nos preguntaría que por qué no le obli-gamos a estudiar y ser alguien con una vida con más oportuni-dades… ¿Sabes lo que le costó a tu padre hacer lo que ha hecho en su vida? ¡Se pasa el día lamentándose de no haber podido es-tudiar! ¡Yo no quiero que Berto pueda decir eso nunca! Y, si para conseguirlo, tengo que forzarle, lo haré sin caer en la pena tonta de que le hago sufrir. ¡Eso sólo es blandenguería de ma-dres tontas!

Clara se quedó pensativa. No imaginaba que sus padres ac-tuaran con tanta perspectiva, viendo el futuro desde las exigen-

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cias y la realidad del presente. Quizás tuvieran razón, porque lo que estaba claro es que Berto había sacado la ESO sin despei-narse, y el bachillerato no era para tanto. El planteamiento del ciclo superior de formación profesional era un destino óptimo para su hermano. Clara entrevió también lo duro que tendría que ser para su madre obligar a Berto, hacerle sufrir, por su bien. Tendría que reflexionar sobre esta nueva lección de la es-cuela pedagógica de la vida.

–¡Es probable que tengas razón, mamá! Pero algo tenemos que hacer con Berto porque así, como va, no saca el bachillerato ni aunque le toque en una tómbola –apuntó Clara, implicándose tanto con Berto como con la postura de sus padres.

III Alberto y Elvira estaban en el sofá grande de la sala de es-

tar, con la televisión encendida pero ignorada, y hablando de las revelaciones de Gloria de la tarde anterior.

–¡Tenemos que tener cuidado con estas cosas, Alberto! ¡No podemos ser los últimos en enterarnos!

–¡Bueno! A veces pasa… Lo importante es que no nos vuelva a ocurrir.

–¿Has visto esta mañana cómo nos miraban todos los cono-cidos? ¿No has visto el cinismo en sus rostros alegres cuando nos saludaban tan corteses?

–La gente es feliz con estas cosas por la envidia, cariño. En el fondo, les molesta que nuestra vida sea tan… ¿deslumbrante? Somos gente respetable… Y tenemos un hijo que ellos no lo tendrían ni en sueños. Por eso se alegran tanto de verle caer una vez. Son unos hipócritas, ven la mota en nuestra ojo y no ad-vierten el estiércol en el que se rebozan sus hijos…

–Bueno, Tito, tampoco te pases… Sé que estás tan dolido

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como yo… Es verdad que muchos nos envidian, pero no todos los niños son tan… tan así…

–¡Tienes razón! No hay que ser extremo. Lo que me sor-prende es que no advirtieses que Lucas estaba enzarzado con esa chica, tú que te las das de…

–¡No tiene nada que ver, Alberto, por Dios! ¡Sabes que nuestro hijo sabe tapar sus emociones cuando quiere! Y luego… que una se engaña, ¿sabes? Puedes percibir algo, pero no te en-caja en absoluto con tu esquema mental y lo desechas como una percepción equivocada.

–Pues ya ves. A partir de ahora tendrás que andar más aten-ta…

–Tenemos que ver lo que hablamos con él el martes, cuando vuelva. ¡Y nada de que no quiere hablar! Hay que tirarle de la lengua y aclararse. Por mi parte, ya tengo algo…

–¿Algo de qué?

–De esa chica. Andrea se llama.

–¿Y qué sabes?

–¡Buff! –resopló Elvira antes de hacer un resumen rápido de sus averiguaciones–. Por lo que he visto, es muy guapa y va de misteriosa. Notas normalitas y familia sin datos. Tiene em-bobados a todos los chicos de El Olivo, aunque sólo tienen op-ciones nuestro Lucas y el niño con el que se peleó. También me he enterado de que el tal Bertito es un chico indolente, amante de la juerga y con una vida poco recomendable… Lo último más comentado es que ayer, después de salir por la zona de vi-nos, se fueron solos al botellón de El Castro. Así que imagínate con la niña de marras… A ver si ahora vamos a tener un pro-blema, después de dieciséis años de paz, con esa pelandusca.

–Me asombra tu capacidad de conseguir información. ¿To-

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do eso te dijo Gloria ayer?

Elvira sonrió ante la inocencia de su marido.

–¡Tengo muchos canales, Alberto! Lo más efectivo hoy pa-ra saber todo lo que quieras de quien quieras no está en la con-versación con las amigas. Prueba a escribir tu nombre en Goo-gle, guapo, y verás tu vida, obras y milagros a la vista de to-dos…

–¿Has escrito el nombre de Lucas en Google? –preguntó extrañado Alberto.

–El primer enlace es a su perfil de Facebook…

–¿Y tiene acceso todo el mundo? –se fue alarmando, cada vez más, el padre de Lucas.

–Al perfil sí, pero si quieres adentrarte en el submundo de las redes sociales, necesitas tener el nombre de usuario y la con-traseña…

–¡Ah, comprendo! Te los dio Lucas.

–¡Qué va! ¡No hacen falta! Como hice toda la operación desde su ordenador, al tener las contraseñas guardadas automá-ticamente, te da acceso inmediato…

Alberto hizo un gesto feo con la cara. Sabía que su mujer era demasiado obsesiva con lo suyo y lo que consideraba de su propiedad. Estaba espiando a Lucas y no le pareció bien. Alber-to presentó sus objeciones.

–No me parece bien que lo espíes, Elvira. Tiene derecho a su intimidad.

–¡Y nosotros a la nuestra! –replicó con fuerza Elvira–. No es una persona sola en esta vida. Vive en familia y todo lo suyo es nuestro. No puede ir por ahí contando cosas que no tienen por qué saberse, ni hacer algo de lo que ni tú ni yo nos entera-

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mos. ¡Así que no pienses que lo espío! Llámalo prudencia de madre que no se chupa el dedo.

–Me parece muy peligroso. Si se entera, se enfadaría mu-cho. Tiene a gala ser noble con nosotros… Y nosotros con él. Si le miras el ordenador, no jugamos limpio…

–¡Déjate de tonterías! Si lo hubiésemos mirado antes, no nos habría estallado este asunto sin enterarnos.

–No sé, Elvira. Creo que no está bien –dijo Alberto venci-do, con corazón de Judas.

–Espera que empiece a leerte los e-mails que se ha escrito con esa chica… y ya verás cómo cambias de opinión.

IV Berto estaba buceando en lo profundo de su desconcierto.

La verdad es que había rozado con la punta de los dedos su ma-yor victoria y hacer de aquella malograda trade-noche un hito para su historia personal. Tan embebido estaba en los prolegó-menos y tan seguro de llegar a buen puerto, que la violenta hui-da de Andrea lo había dejado alelado. Llegó a casa arrastrando los pies, tras una larga caminata desde El Castro hasta el popu-lar barrio de Coia. En su andar perdido, se cruzó con todo tipo de gentes que no le hicieron ni caso, a pesar de llevar la mirada perdida y moverse como un muñeco rígido. Sólo reaccionó algo cuando pasó por la Plaza de América, junto al centro comercial Camelias, donde vio a varias parejitas de niños haciendo teatro de adultos, y a los que miró con envidia.

Nada más llegar a su casa, se quitó los pantalones y las za-patillas y se echó a dormir la medio mona que llevaba encima. Durmió mal y se despertó peor, allá cerca de las dos de la tarde, cuando se vistió la misma ropa y fue a comer en hermetismo absoluto. Después de una comida muy ligera, se volvió a su

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cuarto donde se tumbó otra vez en la cama. A media tarde, es-cuchó a su hermana y a su madre hablar en la habitación de al lado, y tuvo la impresión de que discutían sobre él. Cogió el móvil y empezó a escribir una serie de sms a Andrea que, de puro repetidos, parecían convulsivos, obra de un enfermo men-tal. Berto, sin respuestas de Andrea, empezó a enfadarse con fu-ria primitiva.

–¡Contesta, tía, contesta!

Y se tumbaba con fuerza en la deshecha cama. Hasta quince veces le envió el mismo mensaje. Una hora y media más tarde, le llegó por fin la respuesta:

“¡Mndam un mnsaj + y te dnuncio x intnto d violacn i ako-so! olvdm kbrn”

Berto se estuvo quieto con la maquinita. “¡Hay que jorobar-se con las tías!” –pensó para sus adentros–, en un nuevo cúmulo de rabia y de desesperación. Tiró el móvil al suelo que se salvó del destrozo gracias a la moqueta. Se levantó de mala manera, echó el pestillo a la puerta y encendió el ordenador, dispuesto a saciar sus fracasos hundiéndose en la más burda charcutería de la web.

V –Entonces, ¿qué, Lucas? –empezó a la gallega, Antón.

–¿Qué de qué? –respondió Lucas con tanta ansia como irre-flexivamente.

–Tu abuela llora a escondidas tu amargura.

–Es muy preocupona, Antón. ¡Qué te voy a contar yo…!

–Es realista. Ha visto tu infelicidad con ojos de bruja y eso le duele.

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–No me lo ha parecido…

–Claro que no. ¡Tú ni sabes mirar, ni ver, ni comprender!

–Nones, Antón. Sé lo uno, lo otro y lo de más allá.

–Si fuera cierto, te tiraba ahora a la mar, por canalla…

–¿No me crees, Antón? Vi los ojos del abuelo que pintaste, y vi cosas…

–Entonces no viste nada, filliño –aseveró Freijanes, negan-do con la cabeza.

–De acuerdo, Antón, vi poco e imaginé mucho en esos ojos…

–¿Merece la pena tu Afrodita? –atacó, directo, Freijanes.

–No se puede hacer otra cosa, Antón. Es verla y quedarse tieso hasta la médula.

–¿Y si la miras?

–Si te fijas en los detalles… ¡Entonces estás perdido sin remedio!

–¿Tanto? Será que han vuelto a bajar los dioses de paseo por la tierra.

–Esta, por lo menos, se les ha escapado del Olimpo…

–¿Y qué dicen sus ojos?

–Son especialmente hermosos, con tonalidades que van del verde oscuro al naranja…

–¿Y qué dicen sus ojos? –volvió a insistir Antón.

–Creo que hablan de amor.

–¿No tienes la seguridad? ¡Malo! Porque los ojos de una mujer enamorada claman amor a gritos.

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–Quizá no sepa entenderlos…

–¡Quizá tengas miedo a escuchar lo que de verdad dicen!

–¿Miedo?… Quizá sí.

–¡Si le tienes miedo a la verdad, no hay nada que hacer, fi-lliño!

–¡Seguro que hablan de afecto y de proximidad real! –dijo Lucas, agarrándose a un clavo ardiente.

–Díselo a tu púgil, con el que comparte seguramente más que afecto y proximidad…

–¡Eso lo dices para picarme! ¡Cuidado, magister, no vayas a ser tú ahora quien salude a las lubinas!

–¿Y los tuyos? Tus ojos… ¿qué dicen? –cambió el tercio Freijanes.

–¿Los míos? ¿Qué van a decir?

–¿Por qué no eres feliz con tu vida?

–¿Eso crees que dicen mis ojos?

–Tus ojos, tu rostro y hasta las uñas de los pies…

–Me las cortaré esta noche.

–¿No te tendrás miedo también, Lucas?

–Querría ser una persona adulta, con carácter firme y sin oscilaciones.

–¿Con dieciséis años? Eso ni tu abuelo, que era gente se-ria…

–¿Desisto entonces?

–¡Persevera, amigo mío! Los deseos no se hacen realidad en un instante más que en los cuentos. No puedes alcanzar lo que quieres sin aceptar de dónde partes.

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–¿Y de dónde parto?

–De una situación de inmadurez de la que no se sale sólo con voluntad. El cuerpo juega sus bazas, y la naturaleza está terminando en ti su proceso cíclico de etapas.

–¿Y qué hago, espero a que se me asienten las hormonas y las neuronas?

–Puedes ayudarle al proceso. Quedarse parado es de amor-fos. Para eso tienes la inteligencia, la voluntad y el camino de la virtud…

–No me vendrás ahora a lo Marco Aurelio con lo de la tem-planza, justicia y todo ese rollo…

–Yo no hablo de cine. Hablo de que te pongas metas de me-jora en lo concreto, que forjes un carácter en el que lo racional domine sobre las pasiones…

–¡Bueno, carallo! ¡Ya empezamos con el auriga de Platón…

–¡Déjate de platones y piensa por ti mismo! Pensar y vivir no es citar a filósofos, Luquiñas. Y tienes que hacer dos cosas más…

–¡Tú dirás, magister!

–Todas las noches mírate en un espejo a los ojos. Y escucha lo que te dicen: si avanzas o retrocedes.

–¡Me van a tomar por loco, Antón!

–¡Ya lo hacen, no te preocupes! Y luego, para saber qué di-cen unos ojos, un rostro, un ambiente donde vive una persona, debes hacer otra cosa…

Lucas tensó sus sentidos. Estaba convencido de que iba a recibir una revelación de un dios, cuyo contenido estaba vedado a la mayoría de los mortales.

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–¿El qué?

–Si quieres comprender a los demás, no los mires con tus ojos. Ponte en su situación, en su lugar, y mira con los suyos. Entonces, empezarás a ver de verdad.

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CAPÍTULO 5

I José Luis Valeiras ocupaba el trono de Subdirector en su

impresionante despacho de El Olivo. Una multitud de títulos, participaciones en congresos y otros méritos apenas dejaban en-trever que las paredes eran de un color melocotón, que le daba un tono de hogar a la estancia y le quitaba la frialdad de otros colores más oficiales. La amplia sala disponía de un ventanal enorme desde el que se veía la ciudad, el mar y, más allá, las is-las Cíes. Tan espacioso era el despacho que tenía distintos am-bientes en la misma habitación: la zona de trabajo personal, con una amplia mesa repleta de papeles y con una extensión per-pendicular donde se situaban el ordenador portátil, una pantalla supletoria y una impresora láser; una zona de recibir, en el late-ral derecho, amueblada como una sala de estar, con dos butaco-nes verdes, un sofá de cuero a juego y una mesita baja de cris-tal; y allá, al fondo, junto a la ventana, una larga mesa de reuniones en la que cabían a su alrededor doce personas senta-das. El resto de la decoración eran estanterías apelmazadas de libros, y algunas fotografías de gran valor emotivo, enmarcadas en plata.

Enfrente de Valeiras estaban de pie Roberto Lavilla y Lucas Sendón, ambos uniformados con rigor y con las mochilas de los libros colgadas en la espalda. Atendían en silencio el discurso de bienvenida, tras una semana apartados del oficio.

–Supongo que habréis tenido tiempo para reflexionar en ca-sa, hablar con vuestras conciencias y, espero, que con vuestros padres. Sé que hay disputas personales entre vosotros dos, como lo sabe todo hijo de vecina… ¡Bien! Os recuerdo que no venís al colegio a resolver esas diferencias sino a trabajar. Fuera del recinto escolar, como si os queréis batir a duelo. ¿Alguna duda?

Ninguno de los dos dijo esta boca es mía, pero ambos nega-ron con las miradas y, levemente, casi sin movimiento, con la

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cabeza.

–Espero que no vuelva a repetirse algo parecido. Yo entien-do muchas cosas y soy muy comprensivo, pero el que vuelva a confundir las aulas con un ring, que vaya haciendo las maletas, que se va a su casita y no vuelve por aquí –les amenazó Valei-ras con una mirada fija y dura–. Como sabéis, no os necesita-mos en el colegio para nada, que tenemos lista de espera para ocupar vuestros puestos y los de cien más… Y si lo que queréis es dedicaros a hacer el verraco, lo sentiré mucho… ¡Bien! ¿No hay dudas, no? ¡Venga, podéis ir a clase!

Lucas evitó la salida conjunta del despacho con su rival. No quería verse en la tesitura de dirigirse a clase por dos largos pa-sillos vacíos, ni entrar en su aula a la vez que Berto.

–Don José Luis, ¿podría hablar un minuto con usted? –preguntó con cierto titubeo.

–Lo que quieras, Lucas… Berto, ¿tú necesitas algo?

–No, gracias –respondió con la mirada ida y aprovechando que el cielo le daba una oportunidad de oro para hacer también el camino hacia la clase en solitario.

Tras quedar a solas Valeiras y Lucas, la atmósfera cambió en un santiamén. Pasó de ser el despacho de la autoridad a una estancia de confianza. Lucas había tenido todo un día en Playa América para analizar su actitud y preparar esta conversación. Había practicado no poco rato mirándose en el espejo de la puerta del armario de la habitación de su tío Carlos. José Luis le invitó a sentarse en el cómodo sillón.

–Verá… yo quería pedirle disculpas por la pelea… Sé que me comporté como un crío idiota y me dejé llevar por el enfa-do… Todo ello fue una estupidez que… que le habrá causado molestias, que ha preocupado a mis padres, y… Bueno, que la-mento lo ocurrido –dijo, balbuceante, el alumno que hasta hacía

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muy poco era un engreído de bofetada.

José Luis Valeiras advirtió el cambio para bien con una sonrisa que aceptaba las disculpas.

–Tendrías que hablar también con Gerardo Conde. Él lo pa-só bastante mal con el incidente, le faltaste al respeto y tuvo que soportar mucha tensión…

–Yo, don José Luis, si usted me lo pide, me cuelgo un cartel de hombre anuncio con la palabra “perdón” y me paseo por to-do el colegio anunciando mi arrepentimiento.

–No creo que haga falta tanto –sonrió la exageración Valei-ras–. ¡En fin!… ¿Qué tal estás, Lucas? ¿Qué has pensado sobre lo que me dijiste la tarde aquella, antes de que llegasen tus pa-dres?

–Lo he meditado mucho… Estoy absolutamente seguro de que él no me puede ayudar en estas condiciones, y querría soli-citar cambio de tutor personal…

–¿Absolutamente seguro? Te recuerdo que hasta ayer Jaime Calero y tú erais uña y carne…

–Él ha roto la baraja… Permitió comentarios que en una clase normal no permitiría ni Mary Pitty from London… Eh… Disculpe, la señorita Pitty, quería decir –se corrigió azorado.

–¿Y quién no te dice que en dos semanas todo vuelva a ser como antes, Lucas? ¿No te arrepentirás de cambiar?

–No –dijo, rotundo, el alumno.

–¿Esa firmeza tan clara es porque estás dolido por una con-fianza rota? Insisto. No quiero que me vengas dentro de unos días con que todo está ya solucionado, y que quieres volver con él…

–No –insistió, Lucas, con sequedad.

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–¿Por qué estás tan seguro?

–Esta mañana, antes de venir aquí, a su despacho, me lo he encontrado en el pasillo. Vino a saludarme y a interesarse por mí, muy sonriente, aunque su proceder era cínico…, no era sin-cero…, venía a quedar bien.

–O sea, que te va a saludar, se interesa por ti y tú piensas que es un falso… ¿Cómo puedes juzgar así a tu tan querido ex tutor?

–No juzgo nada. Lo vi claramente en sus ojos.

II Berto llamó a la puerta antes de entrar en el aula, aunque no

esperó el permiso para abrir y entrar. Tenía curiosidad por ver cómo era recibido por el grupo, y, muy especialmente, por la fu-riosa Andrea. Estaban a media clase del primer módulo, con el siempre sorprendente profesor de Lengua y Literatura que, además, le había tocado en sufridora suerte la papeleta de ser el tutor del grupo de 1º B.

–¡Hombre, bienvenido, Don Juan! ¡Ante vos inclino mi es-pinazo! –e hizo una reverencia burlesca que sólo buscaba pro-vocar las risas, dado que el docente tenía una ligera joroba que hacía fácil su mote –“el maceto”–, conocido y coreado por to-dos. Berto lo miró desconcertado, sin entender nada, aunque luego cayó en la cuenta y le hizo gracia. Andrea ignoró a Berto en su corto paseíllo hasta el pupitre, como si hubiese entrado el hombre invisible.

Lo malo del profesor de Lengua, Fernando Adrio, era que superaba a todos sus alumnos en espíritu gamberro, y se reía de sí mismo más que de ellos. Tenía una lengua bífida con la que no daba puntadas sin hilo, y sacudía siempre donde más dolía. Cuando les empezó a dar clase el año anterior, los alumnos no

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entendían nada y no sabían si reírse o presentar las más airadas protestas a la dirección del colegio por ese energúmeno animal. Pero, en pocas semanas, advirtieron que todo era teatro cómico, y que sus clases eran un show por el que merecía la pena pagar la entrada.

No obstante, había enseñado a sus pupilos a distinguir los momentos de broma de los que estaba en serio, y en su asigna-tura se trabajaba a conciencia, porque, si no, no le temblaba la mano a la hora de hacer una escabechina con las notas. Aunque aparentaba ser un tipo duro, todo el mundo sabía que no era pa-ra tanto, porque daba siempre mil oportunidades para aprobar o para subir nota al que se lo propusiese en serio. Entre sus ma-nías estaba la de no poner nunca diez en el boletín de las notas. Quizá algún afortunado lo conseguía en la calificación final y el mismo Adrio consideraba este hecho como una señal de que se estaba ablandando. Esto indignaba al sector femenino, mucho mejor dotado para la asignatura, y cuyas representantes más aventajadas, –“las megacrakis”–, siempre se quedaban en el nueve por unas décimas. Como es lógico, era el preferido por los varones, quizá por ese toque de locura y genialidad insólitas que los unía con el profesor en una misma especie.

En esos momentos, estaban metidos de lleno en una discu-sión provocada por el mismo profesor. Les había dado la pala-bra a los alumnos para que expresasen su opinión sobre la fina-lidad de la sintaxis y si merecía la pena estudiarla. Iba conce-diendo el turno de respuestas por riguroso orden de alzado de mano, y aquello estaba siendo un combate entre ambos sectores de desigual madurez: las chicas, muy serias, dando atinadísimas respuestas, y los chavales intentando ser recurrentes con contes-taciones del tipo de “una forma intelectual de tortura”, “un mé-todo de complicarse la vida”, o “un invento para justificar el sueldo de un profesor de Lengua”. Adrio se cansó de escuchar inexactitudes y concluyó:

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–La sintaxis es la mejor herramienta para hacer un derra-mamiento inútil de ceros.

Y se quedó tan ancho.

Con lo que todo el mundo río la frase al principio, pero quedó perplejo después. El grupo de las Gorgonas tomó nota de la declaración, con la idea de sacarla de contexto y aprovecharla con malicia algún día.

–A ver, mis hermosos jabalíes –epíteto con el que se refería cariñosamente al grupo–, que no os enteráis, hombre, que no os enteráis… La sintaxis teórica es un horror, pero los primeros que la sistematizaron lo hicieron con la idea de tener un método de estudio para alcanzar las más elevadas cumbres de la retóri-ca… Por cierto, pongo un diez al que me diga cómo se define retórica. ¿Alguien?

Varias manos de las sufridas competidoras del diez levanta-ron la mano con un resorte de bala. Fernando Adrio señaló a la megacraki Uxía.

–El arte del correcto hablar y escribir.

–¡Eso es! Ars recte loquendi, decían en latín los muy cer-dos… ¡Mira que usar una lengua muerta, que ya no conoce casi nadie! ¡Puagg, qué poco gusto! Luego añadieron lo de “y escri-bir”. ¡Uxía, muy bien! Quizá el día de mañana te ponga un diez, pero como sea de tarde ni lo sueñes…

Los juegos de palabras malos eran una excusa para que los alumnos protestasen y se desahogasen un poco, diciendo aque-llo de “¡Dios mío, qué malo!” o “¡Pero, por favor!”. Estos mo-mentos los tenía perfectamente coordinados Adrio, aunque los alumnos pensaban que eran espontáneos. Algunos, como el pijo y cagueta Félix Lavares ni los olían y se los tenían que explicar, luego, en el recreo.

En ese momento entró Lucas repitiendo el mismo ritual de

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Berto. Andrea seguía viendo hombres invisibles, aunque disi-mulara muy mal. Adrio no quiso cortar una explicación que le parecía importante (no en vano, intentaba argumentar a favor del estudio de la sintaxis), por lo que sólo lo saludó con la mi-rada, sin cometer un nuevo exceso.

–En el fondo, como todo lo que hace referencia al uso del lenguaje, es una cuestión de dignidad. Todo el mundo está más o menos de acuerdo con que la persona es la que ostenta esa primacía dignataria, pues es capaz de razonar y actuar reflexi-vamente de manera libre. Pero, por muy dotada que esté, si no es capaz de expresar su razonamiento, su dignidad queda acci-dentalmente maltrecha y manifiesta. Si uno quiere expresar una argumentación en defensa de algo de lo que está convencido, deberá saber ordenar su discurso con estructuras causales, con-secutivas o finales; si quiere contraargumentar a los que opinen lo contrario, tendrá que hacer uso de formas adversativas o con-cesivas. Y así, con todo el razonamiento verbal. Si os dais cuen-ta, pasa lo mismo con la adquisición del vocabulario. No estu-diéis teoría de la sintaxis, que es un horror, sino usadla como una herramienta para expresaros como seres de la raza humana, y no como hermosos jabalíes. ¿Me seguís?

La gente entendió la idea principal, aunque no calaron la profundidad de todo lo expuesto. Con eso le llegaba a Adrio pa-ra empezar a justificar su sueldo como profesor de Lengua y comenzar a torturar intelectualmente a sus queridos y hermosos jabalíes. Luego, ya vendría la vida misma en la que la emplea-rían con hábito eficiente en su expresión escrita.

Tras la clase de Lengua le tocó el turno a la asignatura de Filosofía, con toda una profesional del enredo lógico y con un temario pelmazo, según el parecer de la clase. Aurora Pozo se desgañitaba en cada sesión por que sus alumnos comprendiesen la enorme cantidad de interesantes opciones que les abría el co-nocimiento de la sabiduría, pero la tradición primero, y las po-

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cas ganas de poner en marcha el uso de las neuronas después, hacían que sus clases fueran las más interesantes para desconec-tar y montarse unas películas imaginarias de primer orden. De esa manera, iban en rebaño al despeñadero. Salvo las megacra-kis, claro.

En el tercer módulo de clase, el grupo estaba ya frito. Para colmo, los miércoles tocaba con Gerardo Conde, con lo que la gente se sacudió como pudo las ganas de no hacer nada, y se dispusieron a trabajar de lo lindo. Cuando sonó el timbre, anun-ciando el recreo de la mañana, todo el mundo salió afuera con ganas de airearse y echar la bestia, tras ese titánico esfuerzo ma-tutino. Lucas se entretuvo un minuto con el profesor de Geogra-fía, resolviendo sus cuentas pendientes.

III A Jaime Calero no le hizo ni pizca de gracia los malos ges-

tos de su querido Lucas cuando fue a saludarlo por la mañana. Pero, cuando Valeiras le confirmó en el recreo que era rechaza-do como tutor personal y que se iba a encargar el propio José Luis de asesorar al chico, se enfadó de veras y su palidez de ira no disimuló en absoluto sus pensamientos. Tras contestar con un manido “¡Bueno! ¡Qué le vamos a hacer!”, se retiró a sus cuarteles de invierno donde dio rienda suelta a su contradicción. Su pensamiento destilaba hiel a gritos insonoros, con razona-mientos de furia que iban desde el lamadrequeloparió hasta el quetedeninsolentedemierda. Ni él sabía si con semejantes exa-bruptos internos se refería a Lucas, a Valeiras o, incluso, a sí mismo.

Jaime Calero se había hecho un experto en el arte de la di-simulación y del buen parecer. Hasta tal punto dominaba su es-trategia, que casi todos le comían en la mano. Por supuesto, to-dos los alumnos, aunque ellos no fuesen más que un camino

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cierto para alcanzar su verdadero objetivo: los padres. Era el profesor profidén, el más interesado en ayudar a los estudiantes, a los que les dedicaba sus mejores sonrisas y dedicación más exclusiva. En el inicio de curso, los alumnos de bachillerato po-dían elegir al profesor que ejerciese la tarea de tutor personal del alumno y de la familia. Calero tenía una miríada de candida-tos, por lo que la dirección le concedió el privilegio de que eli-giese él entre los que le habían seleccionado. Calero no era idio-ta, y en el ejercicio de su privilegio sabía aparentar generosidad con el resto del claustro, eligiendo a los que más le interesaban, sí, pero también a unos pocos que iban a ser fuente segura de problemas académicos, y que nadie cogería por su propia volun-tad. Este gesto le valía el reconocimiento sincero de sus compa-ñeros, y era muy bien visto por la dirección de El Olivo.

Los padres, a los que Calero llegaba en primer lugar gracias a las exaltadas referencias que cantaban sus retoños, comproba-ban personalmente tales excelencias en las entrevistas de aseso-ramiento o en las reuniones generales, donde Calero desplegaba todo su aroma hipnotizador. Ellos lo tenían en gran estima, y todos los que habían sido elegidos por el taimado personaje creían que les había tocado el premio gordo de la lotería.

El motivo por el que Jaime Calero se dedicaba a unas rela-ciones públicas tan intensas era su deseo de ambición. No esta-ba dispuesto a pasarse toda la vida perdiendo el tiempo con criaturas repugnantes, tan exasperadamente dependientes de uno, impartiéndoles clases de Historia del Arte o de Ciencias Sociales. Sus ansias de ascender en la escala social le habían hecho dirigir sus esfuerzos hacia dos posibles metas: por un la-do, lograr un puesto brillante en la dirección del prestigioso co-legio; por otro, acercarse a las familias mejor posicionadas em-presarialmente en la ciudad, para tener una puerta de escape en cuanto se presentase la mínima ocasión. Cerrada la primera vía por un perspicaz Valeiras, que le intuía la jugada, llevaba ya

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cinco años y medio trabajándose la amistad más exquisita con las mejores familias. Y una de ellas era la familia de Lucas. Ahora, el incidente ocurrido con el imbécil engreído del niño, y por su falta de cálculo y contención, había echado a perder un concienzudo trabajo, hilado con sedal del más fino oro; un roto en una red que la hacía inservible para sus propósitos.

–¡A tomar viento! –concluyó su amargo razonar.

IV Curiosamente, el trío amoroso se encontraba aislado en el

recreo. Por una parte, Andrea seguía sometida al ostracismo más cerril de las chicas. Berto, desbaratado emocionalmente, no había tenido fuerzas ni para jugar la pachanguita de todos los recreos, y deambulaba sin orden ni concierto por la zona de de-portes. Y Lucas era, de por sí, un llanero solitario que no admi-tía cualquier compañía. Estando así las cosas, a Andrea le faltó tiempo de arrimarse a buen árbol, y fue al encuentro de Lucas, apoyado en la puerta exterior del colegio, echando un pitillo, norma que permitía el centro con los alumnos de bachillerato que tuviesen permiso paterno.

–¡Hola, Lucas! ¿Cómo estás, guapo? –le saludó, muy son-riente, Andrea.

–¡Corroído por los celos. Ahora bien lo sabes! –respondió Lucas de una forma un tanto brusca para ser Andrea su interlo-cutora.

–¡Qué tontería! Pensaba que eras más maduro…

–Puede que no lo sea, ricura, pero lo que se comenta por ahí me revuelve las tripas…

–¿Lo dices por lo de la noche en El Castro? Bien sabes que lo dejé con un palmo de narices…

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–No viniste a darme ningún beso ni a gritarme Bertiiiiiño, como se habla por ahí…

–¡Ya! Querías que fuese a Playa América a darte ánimos…

–Mira, Andrea, creo que esta situación es un poco absurda. Deja de tontear y decídete por uno de los dos. Yo te prometo que respetaré tu decisión y no me interpondré si no soy el elegi-do.

–¡Qué caballeroso! ¡Lucanor, mi doncel de blasonado escu-do! ¿No puedo ser amiga de los dos? –le contestó, haciendo mucha burla.

–¡Yo no llamaría amiga a ninguna mujer que me morrease! –soltó con desprecio Lucas a una Andrea que no dejaba de son-reír.

–¡Pero qué radicales sois los hombres! ¡Lo queréis todo en exclusiva!

–En cosas del corazón, es exigencia legítima, Andrea.

–¿Me citas a Lope de Vega ahora, Lucanor? No seas tan culto conmigo, que soy más llana que todo ese artificio –le si-guió el juego del diálogo teatral.

–Yo lo que te quiero decir es que tu actitud me saca de qui-cio. Creo que soy razonable… pero tu comportamiento me llevó a actuar de manera irracional, y eso me indigna.

–¡Está bien, Lucas! Te pido perdón por si te he causado da-ño. Yo te quiero de verdad, te lo digo sinceramente, y creo que eres una persona excelente, pero…

–¡Pero prefieres alguien que te haga reír, que desborde tu sentido del humor y que haga payasadas y locuras por ti! ¡Yo no soy capaz de hacerlo, y eso lo sabes! Si no aceptas esta caren-cia, es que te importo bien poco…

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–¡Claro que me importas! Pero somos muy jóvenes aún. Yo he leído libros y publicaciones… y sé que todo ligue con dieci-séis años no es más que un inicio en la larguísima carrera del amor, un ensayo de lo que será mucho más adelante. Vamos, que no se puede ir en serio a esta edad, ¿no crees?

–No. Yo también he leído libros y revistas. En ellos se dice que el amor sincero de un tío, enamorado hasta las cachas de su primer amor, es único, irrepetible y tan profundo que deja una huella que lo marcará para el resto de su existencia. Y yo lo creo. He pensado mucho al respecto. Andrea, quizá yo no me case nunca contigo, soy consciente de que es lo más probable. Pero no me pidas que te abra el corazón con esa premisa. Es que lo desnaturaliza todo. No sería amor, sería… Eso, lo que tú di-ces, un ensayo…

Andrea entendió el razonar de Lucas. De todas formas, se asombró de que a esas alturas de la vida todavía hubiese alguien tan ingenuo.

–¿Tan grave es la cosa? No sabía que las mujeres teníamos tanto poder con tan poca edad…

–Lo sabes perfectamente, Andrea, aunque no lo quieras re-conocer…

–¡Lucas, no te precipites ni me exijas un absolutismo que no puedo concederte aún! Dame tiempo para pensar y déjame que me aclare. Pero no me rechaces en el proceso, y no me juz-gues mal por lo que comenten las Gorgonas… Déjame que me acerque de nuevo a ti, sin prisas, pero sin exigencias… Y cuan-do quieras hablamos de cómo veo la situación, tú y yo a solas, sin Tuenti ni Facebook de por medio. Entonces, aprovecha y convénceme de lo que me has dicho. ¿Me vas a conceder esa oportunidad?

–Tienes la puerta abierta, Andrea…

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Andrea le sonrió con ojos de agradecimiento. Lo abrazó, y le dio un sentido beso en la mejilla, hecho que confirmó a Lucas las buenas disposiciones de ella. Un beso apasionado no habría tenido sentido después de lo hablado, y lo hubiera rechazado con enfado. Andrea, que seguía abrazando a Lucas, le dijo en un susurro a su oído.

–¡Gracias, Lucanor!

–¡Bienvenida de nuevo, Andrea! –respondió Lucas con toda la emoción chorreando de contento por los poros de su piel, pe-ro con toda la inseguridad de la esquiva Andrea rondándole por su cerebro.

V Después de comer, unos tenían vigilancia de patio y los

demás descansaban en el recreo largo del comedor. La sala de profesores se llenaba de estómagos saciados y la gente comen-taba la actualidad. Como en el resto del país, la política, el fút-bol y las tendencias dominaban las discusiones y los grupos de conversación. Los profesores se encendían pronto en el debate, mientras que las mujeres trajinaban en conversaciones más ba-jas. En general, había buen ambiente en el claustro, aunque a veces, más por el cansancio que por la mala gaita, algunos se enzarzaban con palabras gruesas y enfados de venticuatro horas. Donde no había grupos era cuando alguien sacaba a colación el tema educativo, lo mal que andamos, y las vergüenzas de una política rutilante, continuamente cambiando, y exigiendo hacer malabarismos pedagógicos a los docentes. Todos se apiñaban en un coro de desdichas, de enfados y de quejas estériles por in-eficaces. Pero, al menos, les quedaba el derecho al pataleo. En estas estaban cuando Fernando Adrio, uno de los más ácidos atacantes del sistema, recibió una llamada telefónica que le pa-saron desde Secretaría, justo cuando estaba proclamando, a voz en grito, que él había suspendido a gente del antiguo COU, que hoy serían catedráticos de Universidad. Dejó las exageraciones

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y atendió la llamada.

–¿Fernando? –Sonó la clara voz de Carmen, la recepcionis-ta de El Olivo.

–El mismo que habla, viste y calza. ¿Quién me llama?

–Es Clara, la hermana de Berto.

–¿Y qué quiere nuestra querida Clara?

–Creo que solicitarle una reunión…

–Vale, pásame a la salita de al lado, que aquí está la gente a gritos arreglando la educación española.

Adrio cogió el teléfono en una silenciosa sala, próxima a la de profesores.

–Hola, aquí Fernando Adrio para servir y complacer a la an-tigua alumna y futura colega filóloga más aplicada del mundo. ¿Cómo estás, guapa?

–Muy bien, don Fernando –sonrió telefónicamente la her-mana de Berto a su viejo profesor–. Verá, querría pedirle si nos puede recibir una día de estos para hablar sobre Roberto…

–¿Cómo? ¿Te han nombrado ahora tutora legal de ese bi-cho? Son los padres quienes solicitan entrevistas, no las herma-nas…

–Por supuesto, don Fernando. Lo que ocurre es que me gus-taría estar en la entrevista con mis padres, porque quiero ente-rarme bien y poder echarle una mano…

–¡Ah, la buena samaritana! Es una pena que no tenga veinte años menos, Clara, porque si no te pedía en matrimonio…

–¡Pero qué ocurrencias tiene usted, don Fernando! –exclamó Clara riendo.

–Por mí no hay problema con la reunión. Además, estando

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tú, seguro que me ayudas a aplacar al viejo gruñón de Ángel Lavilla, jeje. ¿Cuándo os viene bien?

–Ya sabe que, para que pueda estar mi padre, tiene que ser a partir de las ocho de la tarde. Sé que es un abuso, pero no lo perpetraremos muchas veces más.

–¿Qué tal el viernes, en la cafetería Baviera?

–¡Perfecto! ¿A las ocho y cuarto?

–¡Correcto, Clara! Allí nos vemos… y piénsate lo del ma-trimonio, guapa…

–El viernes le doy una respuesta definitiva, don Fernando. Gracias por todo.

–Gracias a ti.

Fernando Adrio sacó su teléfono-PDA y anotó la cita. Con un poco de suerte, a las nueve y media de la noche podría man-tener su plan de cervezas con el grupo de amantes de la Guiness de El Olivo, una cita ineludible para quien quisiera desconectar de la estresante semana en las aulas, y para reírse de la estupi-dez humana. Reunión tan consolidada que incluso era aprobada por las celosas mujeres de los participantes. ¡Qué remedio les quedaba!

VI –¡Hola, José Luis! ¿Cómo estás? ¿No habrá habido otra pe-

lea, no? –respondió a la llamada Elvira, después de ver con cier-to susto en la pantalla del móvil el nombre de El Olivo, el mis-mo día en que su Lucas regresaba a las aulas.

–No, mujer, tranquila. Te llamaba porque tu marido no me coge el teléfono… Verás, es sobre la decisión de Lucas de que sea yo el tutor personal este año… No sé qué os parece, o si lo habéis visto ahí en casa…

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–¡Vamos, José Luis! Por nosotros, encantados de la vida. Es una pena que Lucas haya sido tan tajante con lo de rechazar a Jaime… ¡Si es una delicia de profesor! ¡Además, nos conocía-mos ya tanto…! ¡En fin! Cosas de niños, ¿no crees?

–Bueno… sí. Muchas veces son impredecibles. Os llamaba para confirmaros este asunto, y deciros que cuando queráis os paséis por aquí para charlar…

–Bien, José Luis. Lo hablo con Alberto y te decimos un día por el niño. Tenemos muchas cosas de las que hablar, y deseo escuchar tus opiniones…

–Vale, pues quedamos así. Un saludo a Alberto, y me decís.

Cuando colgó Valeiras la llamada, Elvira llamó por el telé-fono interno del despacho a su marido.

–Ha llamado Valeiras, Alberto. Quiere una cita para quedar. Vete buscando hueco en la agenda, porque tenemos que ir con el plan cerrado.

–Vale. Lo vemos esta noche –respondió Alberto sin cortar la atención del monitor, donde estaba repasando la declaración de un perito sobre una demanda de un cliente suyo.

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CAPÍTULO 6

I Silvia Cameselle se enteró el viernes de que Lucas no iba a

volver al Taller de Escritura Creativa. No lo había echado aún en falta por la ausencia forzosa del elegido de sus deseos, pero ahora, con la confirmación oficial por vía de los hechos, decidió sumarse al abandono. ¿Qué sentido tenía participar en esa acti-vidad, si no se encontraba el que inspiraba e impulsaba su crea-tividad? Era una auténtica pena, porque en esas tres sesiones semanales disfrutaba de Lucas en exclusividad, sin interferen-cias de Andrea ni otras posibles rivales.

Silvia Cameselle se sintió atraída por aquel espigado y atractivo muchacho, tras observarlo con detenimiento durante bastante tiempo. Había comprobado que era mucho más serio y maduro que el resto de los compañeros de curso, únicamente in-teresados en hacer de machotes, provocar risas de alboroto, y exponer musculitos. Nada de ello le hacía el más mínimo tilín a Silvia. Lo que la atrajo de una manera más decisiva fue escu-char los acertados comentarios de texto de Lucas, en los que no sólo se mostraba un trabajo muy elaborado, sino que se eviden-ciaba una profundidad de pensamiento de hondo calado, así como una delicada expresión de los sentimientos. Hasta la pro-pia voz del chico parecía vibrar con tonos más graves cuando ella lo escuchaba. Silvia había seguido con devoción esas inter-venciones durante los dos últimos cursos de la ESO. Ahora, en bachillerato, el uno de letras, la otra de ciencias, les había toca-do en clases distintas, y el destierro la llenó de zozobra. Queda-ba aislada de Lucas, además de dejarlo a merced absoluta de Andrea, sin capacidad para contrarrestar ningún pegajoso hilo de esa peligrosa Aracne.

Silvia sabía que no podía competir con la belleza de An-drea. Era una chica alta, de tez morena en la que resaltaban el blanco de sus ojazos latinos y sus dientes en la sonrisa. Ondula-

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ba su melena castaña con la gracia y naturalidad de quien la usa para aportar expresividad a sus palabras. Estaba muy arriba en el ranking de preferencias masculinas, pero no tenía ni las artes ni la espectacularidad de modelo de la rubia belleza. Sin embar-go, tenía el don de la oportunidad y se creía capacitada para contentar y comprender un corazón como el de Lucas. La ale-gría natural y la frescura de Silvia se complementaría perfecta-mente con la excesiva seriedad de él, y más sabiendo, como ella sabía, que era una pantalla tras la que el chico escondía su timi-dez. Además, Silvia apenas le exigiría hacer locuras ni tonterías para corresponderle, como obligaba Andrea a todos sus preten-dientes.

Ella creía que a Lucas había que cazarlo por los vericuetos de su inteligencia y de su timidez. Y creía que esto era muy im-portante, porque Silvia buscaba aportar en las carencias de Lu-cas, y enriquecerse con sus cualidades, y como él no era tonto, tarde o temprano se daría cuenta. Para comprobar todo esto, ne-cesitaba de contacto, de tiempo de coloquio, de espacio para bucear en el alma del chico.

Desde la distancia, Silvia Cameselle siguió con atención el reencuentro de Lucas y Andrea en la verja de acceso a El Olivo, mientras echaban el pitillo reglamentario. Cuando los vio abra-zados, señal inequívoca de reconciliación, Silvia supo que co-menzaba su particular calvario por un periodo de tiempo tan in-definido como insoportable. Hasta que Andrea volviese a echar los dados del amor y la suerte recayese otra vez en Berto. Ella, una vez más, tendría que esperar.

O quizás no tanto. Porque como no se aclarasen pronto las cosas, no le iba a quedar más remedio que pasar a la acción, y dejar de lado su pasiva espera.

II

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Félix Lavares estaba idiotizado, contemplando un par de he-rrerillos que parloteaban en la rama de un viejo sauce del cole-gio. Como de costumbre, estaba más solo que la una, y nadie osaba molestarle, no fuera a ser que despertara y quisiera enro-llarse con uno. Tan embebido estaba, que ni oyó los pasos de Lucas a sus espaldas.

–¡Eh, pijo cagueta! –trató de llamar su atención el educado compañero.

Félix salió del embobamiento en un microsegundo, y sin volverse, mirando ahora la lengua de mar y las Cíes al fondo, le contestó.

–Tu, quoque? Pensé que, al menos tú, no me llamarías así…

–¡Tranqui, tío, que lo decía por decir! No te chamusques…

–Quisiera no hacerlo, pero uno ya empieza a estar harto de lo mismo…

–Félix, venga, que tenemos que hablar.

Félix miró de reojo a Lucas, extrañado de que le solicitasen audiencia. Era cierto que Lucas era un tipo legal, aunque sólo fuese por la vieja amistad de la infancia.

–¿Hablar? ¿De qué puede querer hablar el Conde Lucanor con el pijo cagueta?

–Déjate de condes y patronios, Félix. Parece que tu mami le pidió socorro a la mía, y ahora me está dando la paliza para que me haga cargo de ti…

–¿Que te hagas cargo de mí? ¿Como si fuese una mascota?

–Más o menos.

–Ya le diré a mi madre que te deje en paz. Su mascota no necesita guardián.

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–¡Félix, mírame a la cara, que te estoy hablando!

Félix se sorprendió por la extraña orden. Lucas le estaba mirando fijamente a los ojos, de una forma tan penetradora que le produjo sonrojo y vergüenza.

–¿Qué me miras, Lucas? ¡Pareces un truchón!

–Verás Félix –prosiguió Lucas bajando la vista–, tú estás más perdido que un pulpo en un garaje. Yo creo que te vendría bien que empezases a organizar algo tu caótica vida. Y, aunque me lo pidió mi madre, he pensado al respecto y creo que tiene razón.

–¡Bienvenidos a El Olivo, el lugar donde la vida de alguien es tan privada como las páginas de las revistas del corazón! ¿Y a quién más se lo ha dicho? A mi vecina del cuarto derecha y a mi cuñada que es muy simpática… –empezó a desbarrar Lava-res.

–Mira, cagueta, no te confundas conmigo. Ya sé que te mueves entre las Gorgonas y gentuza de mal vivir, y que ellos funcionan así, pero yo no soy de los voceadores.

Félix guardó silencio unos instantes. Le estaban ofreciendo una guinda por la que llevaba tiempo suspirando: una vida so-cial normal, con gente normal, sin tener que ir por ahí haciendo el anormal. Pero tenía que dárselas de duro, no fuera que se no-tase mucho que lo deseaba como agua de mayo.

–¿Y se puede saber en qué quiere mi madre que te hagas cargo de mí?

–¡Yo qué sé! Supongo que lo típico: estudiar, salir juntos y todo ese rollo…

–¡Ya! Supongo que incluidos los sábados…

–Hombre, Félix, es que lo tuyo con los sábados es patéti-co… Das más pena que Tarzán en una disco, macho.

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–¿Y tú, Lucanor? ¿Vas a empeñar tus sábados con Andrea para cuidar del caniche?… Sí. Ya se ha corrido por todo el solar que os habéis reconciliado… ¿O me vas a dejar atado a una fa-rola mientras le recitas poemas a la escultórica y le comes la oreja? Lo mío será patético, pero lo tuyo con Andrea es como para hacer vomitar a una cabra, de relamido y cursi…

–¡Cuidado, cagueta, no pises terreno fangoso, no vayas a hundirte en tu propia mierda! –reaccionó con enfado más que manifiesto Lucas. Las Gorgonas eran las responsables de haber transmitido una imagen suya de encuentros amorosos con An-drea rozando el ridículo poético, con escenas de teatro moder-nista en verso, esperpentizadas por el grupo al modo del astra-cán.

–Es lo que comentan…

–¿Y sabes lo que murmuran de ti, cacho carne con ojos?

–¡Bien que me lo tengo que comer, día sí, día también! ¿O qué te crees, que sólo tú eres víctima de esa gente? Tienes razón en que mi vida es un caos, pero es un caos que yo me lo guiso y yo me lo monto; es una alternativa de disfrute… En eso engaño a todo el mundo…

–Eso no te lo crees ni en sueños, Félix. Es el argumento que te has buscado para tener una vía de escape a una vida patética. Y no necesito ni medio minuto para demostrártelo. ¿Quieres que lo pruebe?

–¡Déjalo!… Con algo hay que engañarse ¿no?… Si no, ¿qué esperanzas puede tener un pijo cagueta?

Lucas pensó en la postura de Félix. La verdad es que no le quedaban muchas opciones de vida. Sin ser especialmente ca-chas, ni un Adonis, con una inteligencia demasiado frecuente-mente trabada, y con una vida doméstica rodeada de mujeres mayores que lo llevaban en palmitas, la opción de ir por ahí

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dando el cante y hacerse el gracioso con salidas de tono de loco parecía una opción razonable para casi cualquiera. Era com-prensible, pero Lucas sabía que esa forma de vivir era destructi-va, suponía machacarse la autoestima y ser el bufón de un grupo de gente que no lloraría por él ni lágrimas de cocodrilo. Estaba bien claro a la vista de sus ojos perdidos y desorientados. Sin embargo, Lucas atacó por el flanco correcto.

–¡Félix, tú vales mucho más que una esperanza de vida de muñeco roto! Tú siempre has sido un tío alegre, y recuerdo que tenías un genio de mil puñetas cuando algo te enfadaba. Eras un idealista… ¿Recuerdas cómo te indignabas con las injusticias del mundo? Era un poco de tebeo si quieres, pero todos vibrá-bamos con tus soflamas sobre la distribución de la riqueza en el mundo… ¿Recuerdas cuando quisimos organizar una manifa al respecto? Tú nos encendías los corazones, enardecías a las ma-sas, las ponías en movimiento… Tampoco hace tanto tiempo… Y ahora… Ahora te has convertido en un payaso, en un idiota al que la gente lo soporta para reírse de él cuando se aburre…

Los viejos recuerdos aceleraron el corazón de Félix, y una sonrisa apenas dibujada apareció en su rostro conforme avanza-ba el discurso de Lucas. La emoción acompañó de forma brusca al episodio, y cuando terminó Lucas su perorata, tenía los ojos empañados y un gesto de rabia.

–Está bien, Lucanor. Seré tu Patronio. ¡Por los viejos tiem-pos!

III José Luis Valeiras repartió destinos, tal y como se había

prometido a los infractores. La misión de los trabajos en benefi-cio de la comunidad escolar pretendía no ser un castigo, sino más bien una medida educativa de reparación ante una injusticia cometida con los demás. El subdirector le dio vueltas a las op-

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ciones y pensó en cómo podría aplicar esta doctrina con sus muchachos. A Berto y a Lucas les convenía ponérselo fácil, pa-ra que lo tomasen con gusto y no como castigo fastidiador, aun-que supusiese un esfuerzo personal. Al atlético y as de los de-portes Bertiño, le vendría bien organizar una liguilla de futbito con los niños de primaria, en el recreo largo del comedor. De esa manera, estaría ocupado, podría enseñar a los más pequeños y pondría toda la carne en el asador en algo que le apasionaba.

Sin embargo, el caso de Lucas era más complejo. Tras mi-rar y remirar papeles, no encontraba algo que se adecuase a Sendón. Lo de ponerlo como guía o profesor de refuerzo en al-guna asignatura ya lo había intentado en alguna ocasión y no había salido bien. Le faltaba paciencia y la propia autonomía de Lucas le hacía muy difícil entender que otros necesitasen la de-pendencia de alguien para salir adelante. No consiguió encon-trar nada, y el tiempo se agotaba porque se tenían que ir a casa ese viernes con el trabajo asignado. Valeiras decidió ir a tomar un café para ver si se le despejaba la cabeza, o si encontraba a alguien que le echase una mano. Al salir al pasillo, se cruzó con Silvia Cameselle, que lo saludó con una sonrisa y a la que le devolvió la cortesía. Y, unos pasos más adelante, se le encendió la luz.

–¡Silvia! ¡Un momento, por favor! ¿Tienes un minuto?

Silvia giró sobre sus tacones y atendió los requerimientos de Valeiras.

–Silvia, ¿cómo te va con lo del teatro de guiñol en infantil?

–¡Bueno…! Hacemos lo que podemos. Nos faltan ideas pa-ra sacar todas las semanas una obrita, y eso que los peques son felices con cualquier historieta…

–¿Qué tal os iría un refuerzo?

–¡Hombre, todo lo que sea aportar, nos vendría muy

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bien…!

–¿Crees que Lucas Sendón podría ser un buen fichaje para el equipo?

Silvia pensó que se estaba mareando, como si todo le diese vueltas, aunque reaccionó con prontitud.

–¡Don José Luis, el Conde Lucanor no sería un fichaje, se-ría un pleno al quince!

–Se lo voy a proponer… En principio, cuenta con el se-ñor… Conde –sonrió Valeiras con el apodo en sus propios la-bios.

Silvia sonrió para sus adentros, aunque mantuvo la compos-tura. Valeiras le leyó el contento en los ojos.

–¡Muchas gracias, señor subdirector!

–A ti, Silvia –contestó Valeiras con otra sonrisa sin disimu-lar.

IV A las ocho y cuarto de aquel viernes, en el café Baviera de

la Plaza de América, se dieron cita el profesor Adrio y la fami-lia de Berto. En torno a la mesa, pidieron refrescos variados que fluctuaron desde las fresquitas cañas hasta los productos de die-ta. Se habían saludado con la cordialidad de quienes llevan años sufriendo juntos por conseguir una meta común. Adrio tonteó con Clara haciendo mucho teatro y todos se lo pasaron muy bien. Al terminar la función entraron en materia.

–Bueno, señores, entonces… ¿cómo veis al bicho? –se arrancó Fernando Adrio por la directa, después de un asombro-so trago largo a su caña que la dejó maltrecha.

La respuesta fue un silencio conocido por Adrio. No se de-

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cidía nadie a iniciar los cañonazos. Al final, fue Clara quien agarró el toro por los cuernos.

–Don Fernando, Berto está ido. Desde que conoció a An-drea, deambula como un enajenado. No es capaz de ocupar dos segundos seguidos la cabeza en algo que no sea esa chica. Está montándose a todas horas películas en su imaginación con su novia, y pasa horas delante de los libros sin leer una palabra ni pasar una hoja.

–¿Está enamorada de verdad la bestia, entonces? Es un ali-vio comprobar que tiene corazón y sentimientos –intervino Adrio.

–¡Menuda chorrada eso de estar enamorado! Que le guste una chica, lo comprendo, que a todos nos gustan, ¡pero no tanto como para estar todo el día idiota perdido! –intervino Ángel Lavilla, que ya se estaba irritando. Su mujer le lanzó rayos y cu-lebras con la mirada.

–Estupidez o no, esta es la realidad, amigo Ángel. Hoy no es como en su época, en la que lo primero era ser formal, lo se-gundo tener trabajo y lo tercero ejercer de marido. Ahora los chavales van por la directa…

–Eso es porque los padres somos medio idiotas, Fernando, porque les damos todo lo que piden y aún más. A este zángano lo pilla mi padre y lo pone a andar en dos patadas…

–Hoy no, Ángel. Tú no eres muy diferente a tu padre, y mi-ra lo que te está pasando con Berto.

Blanca decidió intervenir para centrar la conversación.

–Fernando, ¿tú crees que el bachillerato le queda grande a Berto?

–Blanca, eso te lo diré el día que empiece a estudiar. Por ahora es pura incógnita. A ver…, él hizo la ESO con el sobaqui-

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llo, y puede tener alguna dificultad, pero no como para que le quede grande el bachillerato…

–¿Y cómo podemos hacer algo, don Fernando? –preguntó, ansiosa, Clara.

–¡Amiga mía! Si tuviera el secreto, sería millonario… Po-dríamos desterrarlo a un país sin Andreas, pero no funcionaría porque la chica tiene vida propia en su imaginación. Podríamos arrancarle el corazón y que fuese un robot, lo cual no parece muy ético, aunque quedase muy estético. Podríamos aplicarle unos electroshocks, pero igual se quedaba definitivamente idio-ta… Sin embargo, creo que es tiempo de construir.

Con ese final, despertó las expectativas de sus sufridos compañeros.

–De construir… ¿el qué? –preguntó Clara.

–A ver si me explico. La adolescencia tiene hoy sólo mala prensa, pero esa forma de verla es propia del burgués acomoda-do que no quiere problemas, ni implicarse, ni que nadie le toque los píndaros…, no sé si me explico…, y disculpen las damas.

–Siga, siga, –le animó Blanca, aunque su marido empezaba a poner caras raras.

–Yo digo que es la mejor etapa en la vida de un chaval… Y que además despliega tal cantidad de protones que le lleva a pensar que es capaz de comerse el mundo. Ante esta euforia, cada quien tira por un lado o por otro… En general, casi todos tiran para el mismo sitio, de eso ya se encarga la tele y el cine, pero es un derroche, un desperdicio… El Berto de turno tiene tal potencial, que destinar toda su energía a un único foco es echar a perder la mitad…

–¿Quiere decir que se puede centrar esa energía en varios objetivos?

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–Quiero decir, Clarita, que no es que se pueda, sino que se debe. Berto ahora está eligiendo los focos a donde quiere desti-nar sus ganas de ser un supermán. Y, con dieciséis años, buen panorama por delante, y una vida acomodada, los mil posibles focos quedan reducidos a los dos o tres caprichos del nene. Di-cho de otra manera, que con una Andrea por delante, su cerebro se traslada a sus partes pudendas; su fuerza bruta se dirige al apasionado deporte futbolero, y sus ansias autonómicas se con-centran en el egocentrismo introspectivo, viviendo para sí y a los demás que les den morcilla…

Ángel estaba más perdido que Abundio, nada dado a teorías pedagógicas ni psicológicas. Empezaba a sudar y estaba incó-modo porque había percibido que Adrio no hablaba para él, sino para quienes podrían seguirle. A ver si por la noche, Blanca le aclaraba algo.

–Don Fernando, ¿cómo le cambiamos los focos? –preguntó Clara tras la estrambótica exposición.

–No se le pueden cambiar. Ninguna de ellas es metafísica-mente mala, sólo hay que ordenarlas. Lo que habría que intentar es proporcionarle otras metas, otros objetivos, otras aspiracio-nes posibles que le ilusionen y en las que sea él el verdadero protagonista. En mi parecer, eso sería, en el caso de Berto, or-denar sus focos. Y luego, experiencia, tiempo, alguna que otra morrada…, y cuatro toneladas de paciencia familiar.

De nuevo vino a hacerse el silencio a pesar del bullicio del local. El enfoque era interesante, pero todos tenían clara la si-guiente pregunta, aunque supiesen que no hubiese una fórmula mágica. Al final, Clara, hizo lo inevitable.

–¿Y cómo lo conseguimos, don Fernando?

–Tenéis que poner en marcha la creatividad familiar, Clari-ta. A mí se me ocurre que hay que darle responsabilidades en casa, que se gane la paga semanal currando con su padre, que

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aproveche el mes de trabajos en beneficio de la comunidad es-colar, que es algo que le va a gustar y donde puede aportar mu-cho. Que no vea el estudio como un problema de todos menos suyo, que se meta de lleno en las asignaturas que más le gustan, que comprenda los porqués de sus obligaciones y los haga pro-pios, no algo que le viene de fuera. En definitiva, que sea él y que haga las cosas por propia voluntad. Que tenga motor pro-pio, vamos.

Adrio se dirigió especialmente a los padres, mirándoles a los ojos.

–Hay que respetar mucho sus decisiones, dejar hacer mucho aunque se la pegue, y hay que proponer, no imponer, Ángel y Blanca. No tenéis en casa a un cucaracho botarate, sino a un pobre hombre que intenta aclararse sobre cómo debe ser. Yo voy a trabajar en esa línea con él, pero en casa tenéis que apoyar la jugada, detectando esos focos que pueden sacar de él lo mejor de sí mismo.

Ardua tarea por delante, pensó Clara, que veía lo que se le venía encima. Desde luego, mira que los chicos son raros. Ella había tenido su pavo idiota también, pero había sido más in-terno que externo, y en el fondo había procedido en solitario de una manera más o menos similar a como había propuesto Adrio. A ver cómo se digería la teoría de los focos y los protones.

–Así que, si os parece bien, quedamos así…

Todos le agradecieron el esfuerzo a Adrio. Se despidieron con la ilusión de que algo habían avanzado, y de que había una ruta que poder recorrer. No era poco tal y como estaban las co-sas.

Adrio se dirigió a la calle Alfonso X el Sabio, donde se en-contraba, haciendo esquina, la cervecería Griffone, pegada al patio del colegio de las Jesuitinas. Allí le esperaban, en torno a una mesa cargada de Guiness, varios compañeros de oficio y

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beneficio.

–¡Hombre, Adrio, pensábamos que ya no venías! –le saludó uno de los contertulios.

–¡Sí claro, para beberte tú solo la manguera del elixir de re-galiz! ¡A ver, morena, una pinta como Dios manda!

La simpática y pequeñita camarera le guiñó un ojo mientras le sonreía, mostrándole el vaso especial del 250 aniversario de la mítica stout.

–¿De dónde vienes, Adrio? –le interrogó otro.

–De intentar salvar al mundo de otra mala bestia.

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CAPÍTULO 7

I Berto se levantó el sábado más despejado que nunca. Tenía

esa mañana partido de fútbol con el equipo del colegio e iban a jugar contra uno de sus rivales más enconados. El año pasado les habían ganado fuera y en el de casa no pasaron del empate. Los retos deportivos transformaban al apático Berto en una má-quina demoledora, y había planificado con el entrenador hasta el último detalle del partido contra el Cíes. Le preocupaba a Berto la banda derecha, en la que su principal figura era Félix, un tío rápido pero miedoso en las entradas. Su pánico era cono-cido por todos los equipos de la liga estudiantil, y todos intenta-ban atacar por sus dominios. Muchos trataban de amedrentarlo en la primera jugada para luego tener vía libre. Berto, que juga-ba de central, acababa reventado la mitad de los partidos por te-ner que tapar lo que no frenaba el cagueta. Pero como era veloz si tenía campo por delante, compensaba sus defectos. Ese sába-do iban a cambiar de táctica y lo subirían unos metros para po-ner a Julito cerrando la banda atrás del todo. A ver si funciona-ba.

Las admiradoras de ambos colegios, junto a los padres, constituían el cien por cien del público en estos encuentros, na-da amables, por cierto. Cada vez más, entre los padres de los jugadores, había surgido una especie nefasta que se dedicaba a animar sólo a su hijo, a darle orientaciones precisas sobre cómo ejecutar las jugadas, y a montarle broncas al árbitro cada vez que alguien tocaba la pierna a su nene. Querían, más que sus propios hijos, hacer de ellos una estrella futbolera. Para conse-guirlo, trajinaban, especulaban, hacían contactos con equipos mejor posicionados, intentaban que su roro fuera subiendo pel-daños y su meta se dirigía al R. C. Celta por lo menos. Los en-trenadores estaban hasta el moño, siempre recibiendo indicacio-nes de unos padres obsesos, especialistas en táctica futbolística

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y más pesados que una vaca en brazos. Pero les iba en el sueldo, así que tenían que templar gaitas y contentar a todos. Y si los papás eran unos plastas, las mamás eran de lo peor: un rebaño de ultras, agrupadas en corrillos con la única finalidad de insul-tar a los contrarios y de poner a caldo al árbitro con gritos de grulla histérica, mientras mascaban chicle o comían pipas, po-niéndolo todo perdido.

Berto quería ahogar sus desalientos interiores echando la mala gaita en el campo. Esa mañana jugaban en casa y se las iba a pelar para conseguir la victoria. Cuando llegó al vestuario, fue recibido como siempre con aclamaciones y ánimos voluntario-sos. Entre el numeroso público femenino, le extrañó ver a An-drea, que lo exhortó con un "¡Bertiño, cómetelos a todos!", mientras alzaba la bufanda con los colores del colegio y le dedi-caba la más brillante de sus sonrisas.

Berto quedó desconcertado.

¿Pero alguien podía entender a las pavas? Tras una semana en el dique seco, con la vuelta a los brazos de Lucas, y con los morros y el vacío absoluto para él, ahora lo animaba como si nada hubiese pasado entre ellos, como si hubiese habido un sal-to en el tiempo y la semana de negros días no hubiese existido. Berto no sabía si estar feliz o agarrarse un rebote del quince. Lo decidiría después del partido, que ahora se tenía que concentrar en lo verdaderamente importante.

Habría sido un partido más de la liga si no hubiese sido por dos hechos que fueron noticia durante mucho tiempo. El partido era de máxima rivalidad, pues el ganador cogería la cabecera de la liga y los dos equipos estaban muy igualados. Se conocían bien de otros encuentros, en cursos pasados, así como sus pun-tos fuertes y débiles. A Félix le tocó en mala hora un jugador bronco que tenía a su padre dándole ánimos desde la lustrosa barandilla. Antes de tocar bola alguna, ya estaba el papaíto de

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las narices metiéndose con Félix, ladrándole con un "¡guau-guau, cuidado cagueta que te muerden!" Félix hizo oídos sordos pero se le fue calentando el orgullo. Cuando cogía la pelota, su marcador rival le coreaba el ladrido de papá, o le entraba con fuerza, y solía perderla ante las risotadas del adulto espectador. Los de su equipo ya ni se atrevían a pasarle, porque era balón perdido seguro.

Tras un primer tiempo duro, de patio de colegio, y de toma y daca, nadie había logrado ni una jugada de las que encienden los ánimos. Nicolás, profesor de Educación Física y entrenador del equipo, les aclaró la situación con rostro serio:

–¡Tenéis que jugar por las bandas, hombre! Si no, vamos directos a las tablas. Tú, Félix, eres mucho más rápido que ese armario que te marca, tienes que superarlo y correr como una centella para dar el pase a los que vengan por el centro.

–¡Olvídese, profe, ese se pone pálido con el maromo y con su padre! –sentenció Julito, que había presenciado de cerca la pésima actuación del pijo y cagueta Lavares.

–Mire, don Nicolás, yo es que me aturullo con ese pavo y el subnormal de su padre, pero le juro por mi madre que si me puedo ir yo le hago la jugada –respondió, a la desesperada, Fé-lix.

–¡Estamos buenos! –remató Berto, que no tenía ninguna fe en Lavares.

Nicolás mandó a todos al campo, pero retuvo a Félix un momento. Algunos comentaron después que el chico salió con otro talante. Vamos, que no era el de siempre. La segunda mitad prosiguió con igual aburrimiento bronco. Parecía que a los del Cíes les valía el empate. Pero a los quince minutos, en un rebo-te, la bola cayó en la zona de Félix y se vio algo sorprendente. Padre e hijo empezaron a ladrar, pero Félix era ya otro. Hizo un regate corto y dejó seca a la familia de cánidos. Entonces corrió

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como alma que lleva el diablo. Los defensas, desconcertados por la inesperada huida del lateral, se quedaron clavados, más tiesos que un bloque de granito. Nicolás le gritó a Félix:

-¡Féliiiiiiiiiix, mira a Bertoooooo!

Y Félix lo vio de reojo antes de que se le echara encima un defensa que venía con ganas de tumbar a quien fuese. Entonces, hizo un pase de rosca por delante de toda la defensa, clavándo-sela a media altura a Berto que venía como un huracán. Engan-chó una volea criminal, un trabucazo de gozo que sonó a golpe seco. El cañonazo dio de perfil al portero en su costado, tum-bándolo. Cancerbero y balón entraron juntos en la portería. A pesar del poco público, se escuchó un rugido de gol que atronó en todo el estadio. Félix fue aupado y manteado en medio del campo, como el gran héroe del día.

Pero el partido aún no había terminado.

El pijo y cagueta Lavares le echó todos los arrestos que le quedaban, y dejó plantado otras tres veces al caniche armario y a su papá ladrador, corriendo como una fiera, y haciendo siem-pre el mítico pase. Pero la defensa ya se conocía la jugada y ce-rraban sin problema a los atacantes que subían dispuestos al gol. Lavares ya no sabía muy bien qué hacer. El papi y el chimpancé laterales se habían enfadado mucho con la nueva sistemática del cagueta, así que decidieron pasar a la acción y a Félix le caye-ron patadas dolorosas por todos lados. A cada una de ellas, La-vares le gritaba con cara de loco al colegiado, pidiendo tarjetas de todos los colores para su agresor, pero este siempre le decía que menos lobos, Caperucita, que no fuese niña y que se levan-tase. Félix se fue calentando y elaboró una estrategia de persona retorcida y resabiada. Esperó la ocasión propicia, cuando por centésima vez, el caniche iba a por él. Se pegó a la banda, junto al padre del arrollador, e intuyó cuándo su marcador le iba a clavar los tacos de nuevo en los gemelos. Félix saltó a tiempo y

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el hijo, con las botas por delante, arrolló al odioso padre, mar-cándole las espinillas y derribándolo, con tan mala suerte que cayó hacia adelante contra la barandilla, donde dejó las huellas de un labio roto, con sangre suficiente para hacerle un análisis hematológico completo. Félix, que con el inocente saltito se ha-bía llevado la pelota, corrió de nuevo la banda. Vio cómo la de-fensa, e incluso el portero, se replegaban en el centro del borde del área pequeña, a la espera del consabido centro. Félix no qui-so hacer de nuevo la fracasada jugada por lo que siguió corrien-do con la bota pegada a los pies.

Y, de repente, lo vio claro. Defensa y portero le habían de-jado un pasillo diáfano hasta la portería, sin obstáculo alguno. Y, sin pensarlo media vez, le pegó a la bola con todo el odio acumulado durante más de tres años de furia contenida.

¡Se acabó el cagueta!

El balón entró limpio ajustado al palo, dejando a todos con cara de idiotas. De nuevo el rugido, el manteo y la gloria defini-tiva hasta la próxima jornada.

El caniche, después de ayudar en lo que pudo a su dolorido padre, se puso loco. Corrió como un animal hacia el nuevo hé-roe que estaba despistado con las bromas de su celebrado gol. Berto lo vio venir como un toro enfurecido y comprendió lo que iba a pasar. Fue a blocarlo, pero no lo consiguió porque venía con la fuerza de un loco dispuesto a matar a Félix. Hizo un salto de karateka y le metió los tacos en la espalda, lanzándolo hacia adelante. Se oyó un chasquido espantoso y Félix cayó como un monigote descontrolado. Su grito de dolor se ahogó en el susto cuando fue consciente de lo que había sucedido, y se desmayó lívido como la cal de las líneas del campo.

Lo que podía haber sido una bronca de telediario se quedó en nada, gracias al resto de los componentes del Cíes. Ante los gritos desaforados de los locales, el capitán del Cíes puso orden.

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Sus propios compañeros recriminaron al salvaje su actitud, lo llamaron de imbécil para arriba, y si no llegan a detener al por-tero dos veces batido le parte la cara al caniche, que ahora llo-raba desconsolado de orgullo roto y furor. El capitán del Cíes habló con el árbitro para que quedara la sanción por escrito en el acta, y que se le abriera expediente en la Federación. Los ju-gadores de El Olivo aplaudieron el gesto, y, aunque quedaban cinco minutos de encuentro, decidieron entre todos, árbitro in-cluido, que se había acabado el partido.

Las grullas histéricas abandonaron el campo, muy reconfor-tadas por la nobleza de sus chavales. Mientras tanto, un padre del público que era médico, atendió a Félix que, nada más vol-ver a la consciencia, sintió un dolor de escalofríos en la espalda, una punzada que le daba tembleque y que curiosamente le pro-vocaba una risa histérica y tonta. El médico se llevó a Lavares a urgencias para hacerle unas placas, y salió del campo muy des-pacio y en una posición erguida muy extraña, con el tórax hacia delante y la espalda arqueada. Todo el mundo le aplaudió y le gritó sus ánimos. El médico advirtió a las extasiadas admirado-ras que ni se atreviesen a tocarlo. El pijo y cagueta Félix Lava-res era el nuevo héroe. Incluso entre las Gorgonas hubo sollozos y corazones tiernos, que chorrearon por primera vez en varios años por ese simpático compañero, al que ellas mismas habían masacrado tantas veces con su iracundo veneno. Ahora, al me-nos durante un tiempo largo, iba a ser un intocable.

II Lucas, como todos los fines de semana que podía, se había

exiliado a su verdadera patria. La ruta del ATSA le dejó otra vez en Panxón, a pie de playa y, tras andar diez minutos, se plantó en la casa familiar. Dejó sus cosas en la habitación del tío Carlos, y se fue de paseo hasta la casa de Antón Freijanes, ante la ausencia de la abuela. Habían quedado por teléfono para

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charlar, y el artista iba a pasar la mañana en el estudio casero que tenía en el amplio garaje de su casa.

La vivienda se encontraba muy próxima a la de abuela, en la Calle de la Telleira. La casa de Antón era mitad museo, mitad chalé, mitad explotación agropecuaria. Los tres usos compartían el mismo espacio, salvo las habitaciones privadas del segundo piso. Nada más entrar, se accedía a un enorme salón tapizado de madera y atiborrado de cuadros y experimentos de Freijanes. De las vigas del techo pendían todo tipo de extraños colgantes, desde una lámpara de araña con velones de plástico y tuerta en lámparas, hasta un farol rojo de minero. Había también carbure-ras, de la época espeleológica de Freijanes por las Cuevas del Rey Cintolo, y más cuadros sin enmarcar, colgados con alam-bres enganchados en los bastidores. A Lucas le encantaba pa-sarse horas descubriendo novedades en unas pinturas mil veces observadas. Casi todo eran acuarelas marinas, género en el que Freijanes se había hecho con una reputación sonora.

Lucas avanzó hacia la parte de atrás de la casa, cruzó el pe-queño jardín–huerta, donde le recibió muy contento Joker, el viejo pastor alemán de Antón. Tras acariciarlo y hacerle cuca-monas, asustó a un par de gallinas que picoteaban por la hierba, y oyó la recia voz del pintor que lo reclamaba desde el garaje. Freijanes estaba vestido de faena, con bata azul de dependiente de ultramarinos de posguerra, la boina calada y ladeada, y per-fumando el ambiente con el denso humo de una pipa de largo recorrido en la fumada.

–¡Luquiñas, ven a ver esto, a ver si lo reconoces!

Lucas se acercó a ver el cuadro que le daba la espalda a la entrada. Al principio, no lo distinguió, pero enseguida cayó en la cuenta del agua viva del puerto de Panxón. Era un cuadro ex-traño porque nadie pintaría un agua de mar en tonos ocres y amarillos, salvo que lo hubiese respirado en muchas horas de

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contemplación de un mar con suelo arenoso y marea baja. Además, la acuarela parecía desenfocada, salvo en único punto, una parte concreta del agua a la altura de los ojos, en el centro de la lámina. Se trataba de un truco óptico, un efecto que enga-ñaba al ojo, y mientras lo que enfocaba la retina permanecía inmóvil, el resto de la visión captaba el agua circundante que parecía moverse en mil destellos de sol. Lucas suspiró admira-do.

–¡Antón, es increíble! ¿Cómo lo logras, viejo bribón?

–Fijándome en los detalles en que no se fija el ojo, –respondió Freijanes muy solemne.

–¡Ostras, tío, pero es que esa agua se está moviendo! ¡Yo lo flipo!

–¿Ves como lo entenderías? ¡Hay que ver el cuadro, no los estudios ni bocetos, bergantín! Anda, vamos a la casa a tomar un refresco.

Se dirigieron al cuerpo principal del hogar y entraron en la cocina. De una nevera de los tiempos del Pleistoceno, sacó Frei-janes una lata de limón y otra de cerveza para hacer una clara. Las mezcló con precisión milimétrica, y brindaron.

–¡Por el arte, Antón!

–¡Por la pasta que genera el arte! –respondió éste con sorna. Rieron y bebieron un trago largo del fresco mejunje. En dos sorbos más, la clara fue historia y salieron a la sombra del jar-dín, donde se sentaron en tumbonas de playa. Antón empezó a disparar con bala gorda, mientras acariciaba a Joker.

–¿Qué tal te va con la oftalmología, rapaz?

–Produce dolor de cabeza, Antón.

–¿Tanta intensidad pones en tus rayos X?

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–No me parece fácil eso de meterse en la piel del otro y ver con sus ojos.

–No me extraña, chavalín. No es arte de media hora.

–¿Y merece la pena el esfuerzo?

–Depende de tu intención.

–Uno puede ser muy servicial sin hacer cosas raras, Antón.

–Cierto, pero ¿puede amar?

–¿Amar? –respondió, extrañado Lucas–. ¡Claro que puede amar! El mismo servicio es una forma de querer.

–Sí, muy bien, Luquiñas. Pero, dime, ¿qué buscas en esos ojos que miras?

–No te negaré que lo primero es la curiosidad…

–Efectivamente, el morbo y el vicio, desnudar a los demás, tener dominio de mente superior.

–Pues ni eso consigo…

–Claro. Empiezas mal y no vas a puerto, sino contra las piedras. El arte de mirar es para comprender, no para ir de listi-llo.

–Es casi imposible…

–Eso es porque miras sin querer, no amas a los que miras, y eres un golfo.

–No con todos, Antón.

–Entonces, ¿lo has conseguido alguna vez?

–En un par de ocasiones, pero no me ha gustado lo que he visto.

–¡Cuenta, rapaz!

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–Lo que he visto me ha producido dolor, viejo Homero.

–¡Ah! Ya lo decía algún literato eso, ya.

–¿Alguno?

–Muchos. De otras épocas. Decían que conocer la verdad provocaba el dolor, porque la gente se empeña en ocultarla para que no se desencadene la tragedia.

–¿Tan fea es la verdad, Antón?

–Eran otros tiempos. Momentos de disidencia y de lucha… La verdad no es fea, Lucas, es la que es. Lo importante es cono-cerla y luchar por encontrarla, aunque desenterrarla sea doloro-so. Al menos, se sabe con qué se enfrenta uno. ¿Qué verdades han visto tus ojos de miel?

–Sólo ha sido en un par de ocasiones, y porque me interesó mucho…

–¿En querer o en morbear?

–Un poco de cada. La primera vez fue casi inconsciente-mente, pero se me mostró clara. Se trataba de un profesor admi-rado, de alguien al que quería como a un amigo de verdad… Fue el que provocó mis vacaciones forzadas…

–¿El famoso Calero?

–El mismo. Tras la expulsión, quiso hablar conmigo, pero yo no tenía ningún interés. Entonces me fijé en sus ojos y fue… no sé cómo decirlo… algo como instantáneo. Me vi a mí mismo con ojos de codicia, con ojos interesados de presa, con mirada de deseo. Y me asusté. Salí corriendo de esos ojos y huí sabien-do que no podría confiar nunca más en ellos…

–¡Qué curioso! Tu idolatrado Calero, ante quien los demás éramos poco más que unos chalados…

–Le di vueltas y vueltas sobre qué podía significar eso. No

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sé…

–¡Hum! ¡Raro, raro! ¿No será que busca otra cosa que sólo puede acceder a ella a través de ti?

–¿Otra cosa como qué?

–Algo que tú tengas y él no. Quizá sea prestigio, fama, ha-cer de ti una persona de éxito y estar agazapado a tu sombra pa-ra recibir su parte… La gente es endiabladamente retorcida.

Lo único que tenía claro Lucas es que no tenía nada claro. Era cierto que había intuido algo en los ojos de Calero, pero no sabía interpretarlo bien.

–¿Cómo lo puedo llegar a saber?

–Tendrás que seguir practicando, Lucas… Pero yo no te lo aconsejo. Has huido y has hecho bien. Déjalo como está. ¿Y tu segunda visión?

–¡Esa es más chunga, Antón!

–¿Se refiere a tu Afrodita? Si no quieres, no me la cuentes.

–Claro que te la cuento, abuelo. ¿A quién se lo podría con-fiar si no?

–Como quieras…

–Andrea vino a reconciliarse conmigo. Parecía sincera cuando me lo pidió, o quizá por la emoción no fui capaz de pen-sar en otra cosa…

–¡Ajá!

–Aunque luego, en otros momentos sí he intentado mirar con esos ojos… Los esconde muy bien.

–Es que pretendes jugar en su campo, y te lleva dieciséis años de ventaja –sonrió para sí el viejo pintor.

–Aun así, algo conseguí ver: que no estaba segura…, que,

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efectivamente, ha decidido que no voy a ser yo el elegido… porque ese llegará dentro de unos cuantos años y yo no estaré allí. De hecho, hablando con ella, sus palabras me lo confirma-ron. Así que aquí me tienes, reducido a un entretenimiento, o a un método de aprendizaje… ¿Crees que esto es así, Antón, que no tengo ninguna posibilidad?

–¡Humm!… ¿Qué dice su cuerpo cuando está en tus bra-zos?

–Yo no he notado nada, quizá porque sólo he querido dis-frutar del momento…

–Si estuviese loca por ti, no sólo lo habrías notado, Luqui-ñas. ¡Lo habrías respirado! ¡Tendrías que haberlo sentido con todos sus sentidos!

–Entonces, eso corrobora que no…

–¿Es que aún no lo has captado?

–¡Hombre…! La verdad es que Andrea no ofrece mucho… Tan sólo un poco y con fecha de caducidad… Hasta que apa-rezca el otro…

–¡Y tú en medio, como el jueves!

–¿Qué hacer, Antón? Yo nunca imaginé que podía desem-peñar el papel de un fascículo en el libro del amor.

–Pues esto es lo que hay, Luquiñas. Tú decides.

–Con ella delante no tengo opción de elegir, Antón.

–Usa más la cabeza que el corazón… Es tiempo de decisio-nes. ¿Cómo vas a querer en serio a una mujer que te trata como una página más de su diario? ¿No te das cuenta de que tú mis-mo has intuido que no tiene sentido una entrega así, por un es-pacio corto de tiempo?

–Claro que lo he intuido, bribón. Y sé que lo que me ofrece

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Andrea no colma ni un ápice lo que yo considero… Pero, An-tón, cuando la tienes delante… Cuando te abraza, te olvidas de todo…, y vives la ilusión de que quizá sí podría conquistarla por entero, de hacerle cambiar de opinión…

–¡Ella no cambiará de opinión, Lucas! –se puso serio Antón en la voz y en la mirada–.

–¿Estás seguro, Antón? ¿Sí?

–¡Y tanto, Lucas de mi almiña! Porque ella conce tu insatis-facción, tu negativa a contentarte con un poco… Y ella no ha hecho nada por remediarlo. Eso confirma tus posibilidades nu-las de que cambie. Y ahora lo sabes, Luquiñas. Y ella lo va a in-tuir a la primera, nada más verte. Tus ojos le dirán que, en el fondo, ya no la puedes amar.

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CAPÍTULO 8

I Aquel sábado fue un día extraño en la vida de la pandilla

habitual porque no hubo salida nocturna. Muchos de los com-pañeros de Félix Lavares, tan pronto como pudieron, se acerca-ron al Hospital Xeral para interesarse por el sonoro chasquido, mientras hacían apuestas sobre el alcance de la lesión: que si dos costillas rotas, que si cuatro, que si ninguna pero fajín para un mes… El trayecto en el bus urbano, que por cierto coparon, fue un canto monocorde de lamentos y laudatorias del nuevo héroe, unidos a los más hoscos insultos a la actitud salvaje del arrollador. Algunos jugadores del Cíes, incluido su capitán –que decididamente era un tipo de una pieza–, se habían subido al ca-rro con gesto adusto y fraternal con sus rivales. Algunas Gorgo-nas, aprovechando que había público nuevo, hicieron alguna in-tentona de tonteo con ellos, pero, al ver que el horno no estaba para bollos, desistieron. Al llegar a la Plaza de España, bajó la marabunta en bloque para ir, por la calle Pizarro, hacia las ur-gencias del Xeral. Reconocieron pronto a la abuela de Félix, a la que todos saludaron muy amables, y a la que interrogaron. Se hizo un notable y apretujado corro en torno a la venerable an-ciana, a la que todos observaban en silencio.

–No sabemos nada aún. Ha entrado con su madre y ese mé-dico tan majo que nos ha traído a Félix, y a ver… ¿Y todos vo-sotros? ¿Qué sois, compañeros de mi nieto?

Todos afirmaron con la cabeza, incluidos los extranjeros del Cíes, porque eran todos una piña.

–¡Ya veo que mi nieto es muy popular! –sonrió la anciana señora, aunque a una idiota de las de siempre se le escapó un carraspeo sonoro, que fue respondido con miradas de odio y le provocó un sonrojo de metedura de pata.

–¿Sabe cuándo le van a dar algún pronóstico? –preguntó

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con voz de gacetillera otra Gorgona, que hizo que todos dirigie-sen sus miradas ansiosas a la abuela de Lavares.

–¡No sé, filliña! Unos diez minutos…

Entonces, Berto y compañía le empezaron a contar a la abuela de Félix las hazañas de su nieto, con tanta pasión y ener-gía, que parecía que la anciana rejuvenecía de emoción y orgu-llo.

–¿Seguro que hablas de mi Félix, rapaciño? –le preguntó con enorme contento la abuela a un Berto emocionado.

–¡Félix Lavares, señora! ¡Alumno de 1º B de El Olivo y el más grande lateral derecho del equipo! –aseveró Berto con so-lemnidad.

Entre unas cosas y otras, habían transcurrido quince minu-tos de cantares de gesta, momento en el que aparecieron Gloria y el magullado héroe. Toda la piña se trasladó al unísono a ro-dearle. Félix, aguantando el dolor, sonrió a los suyos, y la ma-dre comentó una primera valoración: parecía que no había hue-sos rotos, aunque sí las suficientes fisuras de costillas como pa-ra celebrar un churrasco. La pobre abuela de Félix, que había quedado desplazada por la curiosidad de los asistentes, preguntó que qué había dicho. La información viajó en círculos concén-tricos hasta que llegó a la anciana. Berto apartó a la gente y la hizo pasar junto a su hija y su nieto.

La noticia de cuatro fisuras fue acogida con educados suspi-ros y chasquidos de dientes, aunque también se escucharon ex-presiones poco apropiadas para una señora de esa edad. Al oír-las, a la abuela se le levantó el gesto e hizo un ademán negativo de desaprobación, provocando varios “lo siento”.

Total, que al bueno del Lavares le iban a poner un corsé del quince, algo de reposo, ausencia futbolera total y justificación perfecta para alcanzar todos los caprichos y mimos de mujeres y

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compañeras, –pensó Berto–. Tras el parte de guerra, todo el mundo se fue haciendo mutis por el foro y abandonaron poco a poco el hospital. Berto quiso permanecer junto a Félix porque tenía que hablar a solas con él. Y para lograrlo, iba a tener que pasarse un buen rato en las siniestras urgencias del Xeral.

II La abuela Romina, después de una comida frugal, ampliada

con diversos complementos para el voraz nieto, quiso pasar al salón con Lucas para tener un rato de conversación.

–Luquitas, estoy esperando la continuación de los ojos del gato…

–Ya me gustaría haber podido escribirte algo, pero no ha si-do fácil –respondió mintiendo Lucas.

–¡Claro, querido, habrás estado muy ocupado mirándote el acné!

La broma no le hizo gracia a Lucas, más porque la trola no había colado que por la impertinencia sobre los cráteres en el rostro del chaval.

–Aunque no te lo creas, no he podido estar centrado para continuar con esa historia. Además, voy a tener que cambiar de rumbo durante un mes… Me han pedido que escriba obritas de teatro de guiñol para los enanos.

–¿Quién te lo ha pedido, Lucas?

–Los del cole. Bueno, más que pedírmelo me han obligado a hacerlo… Es por lo de la expulsión ¿sabes?… Pero yo sé que más que obligarme, me lo han pedido.

–¿Porque eres bueno escribiendo?

–Puede… O porque son muy malos los que hay… Bueno,

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las que hay… Un par de tías de ciencias…

–¿Y qué vas a escribirles?

–¡Ya se me ocurrirá algo, abuela! Me han dicho que tampo-co hay que romperse la cabeza…

–¿Son de infantil? ¡Ah, Lucas, te lo vas a pasar muy bien!

–¿Tú crees? –respondió con un gesto incrédulo.

–Son infantes, Luquiñas. Almas simples e inocentes. Fíjate en sus ojos, y verás los sentimientos en estado puro, sin haberse manchado todavía por lo grotesco de la vida.

–¿Y eso me garantiza que lo voy a pasar bien?

–No sólo eso, sino que vas a aprender mucho.

–¿Qué me puede enseñar un niño de tres años, abuela?

–Un mundo feliz que tú viviste y del que no recuerdas casi absolutamente nada. A ver, relátame un recuerdo de cuando tu-viste esa edad…

Lucas guardó silencio, tratando de recordar.

–¿Sabes la de veces que he intentado recordar más cosas que las dos o tres que me han quedado en las neuronas? –respondió con impotencia Lucas.

–¡Pues persiste en el intento, porque cuanto más viejo te hagas, más ganas tendrás de recobrar esos recuerdos… y más difícil te resultará.

–Recuerdo tres o cuatro cosas… quizá impactos emociona-les… Son muy vivos.

–¿No me cuentas ninguno?

–Nones, abuelita. Son materia reservada…

–Bien, Lucas. Los míos hablan de una niña juguetona, ves-

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tida de blanco y adornada con un lazo de seda roja. Y de unos padres jóvenes, tan lejanos como próximos, en cuyos hombros río y lloro.

–¿Eso son recuerdos o sueños, abuela?

–Lo he soñado muchas veces también… Pero en los sueños aparecen cosas distintas, como el vestido de seda gris de mi madre, que en los recuerdos siempre es perfectamente blanco, o los consuelos de mi padre, en los que ya no soy una niña, sino mucho mayor…

–¡Qué curioso! Yo aún no sueño con mis recuerdos infanti-les…

–¡Ya te llegará, Luquiñas, ya!

Lucas se quedó pensativo con un breve silencio y la mirada perdida.

–¿Qué historias les escribo a los niños, abuela?

–Historias de niños…

–¡Vale! ¿Y alguna idea más, o me busco la vida en Inter-net?

–¡Te lo digo en serio, Luquitas! Cuéntales historias muy fa-cilitas, –nada de argumentos retorcidos o complicados–, de per-sonajes muy sencillos, que siempre acaben bien, con el héroe besando a la princesa y siendo felices, y con el malo recibiendo unos buenos estacazos… –sonrió la abuela, como recordando–. Además, las marionetas te permiten usar cualquier tipo de per-sonaje… Animales, monstruos, lo que quieras…

–A ver si antes de que me vaya el domingo te enseño la primera obra.

–¡Vale! Pero te voy a pedir un favor…

–¿Cuál?

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–Consérvalas. Algún día servirán para otros.

III Jaime Calero desplegaba los fines de semana una intensísi-

ma agenda de compromisos sociales, que previamente había amañado durante los días lectivos. Raro era el fin de semana que no se introducía en dos o tres casas de selectas familias de su pupilaje, invitado a comer, a tomar café, o simplemente a una ligera merienda de tertulia compartida. Aquella misma tarde del sábado, a las seis y media, celebraba su segundo encuentro fa-miliar del día, tras el aperitivo del mediodía con los Viña. Se trataba ahora de la familia de su tutelado Telmo Cortés, unos encantadores cuasi ancianos a los que les había venido un hijo en etapa tardía, y que más que padres eran sus abuelos. Los Cortés, aunque fueran campechanos, eran gente bien posiciona-da, con plaza y asiento en el Círculo Mercantil de Vigo, y diri-giendo una red de empresas auxiliares del sector naval. Ni que decir tiene que representaban un excelente partido para las in-tenciones de Calero, porque, además, estaba convencido de que se había ganado la confianza plena del empresario.

El anciano y buen hombre ya le fiaba hasta los proyectos que planeaba poner en marcha, y no daba un paso sin escuchar antes el asesoramiento del encantador Calero, entre otros. En más de una de sus conversaciones frívolas, el padre de Telmo bajaba repentinamente el tono de la voz y le espetaba al profe-sor aquello de “mira, Jaime, me gustaría saber qué piensas de una idea que me está rondando por la cabeza esta semana…”. A Jaime se le erizaban los pelos de la nuca cada vez que eso ocu-rría, y siempre tenía una respuesta ponderada, sin correr el mí-nimo riesgo, y animando al viejo empresario a la iniciativa pero, eso sí, con mucha cautela.

En esta ocasión, se quedó a solas con el matrimonio en la

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sala de estar, tras la jovial despedida de Telmo que salía con los amigos. A Pepe Cortés, se le veía especialmente contento esa tarde.

–Mira, Jaime, qué bien hice en seguir un consejo tuyo… Bueno es de hace ya un tiempo y a lo mejor ni te acuerdas…

–Pues no sé, Pepe… Tú dirás –contestó como sin importan-cia Calero, aunque con todos los sentidos en tensión.

–Sí, hombre, sí. Era aquello que te pregunté sobre si contra-tar a la chica esta que nos está haciendo una auditoría interna sin que se entere nadie… Que yo me temía que se estaba yendo el dinero por algún saco roto…

–¡Ah, sí, ya recuerdo! ¿No me dirás que tu intuición resultó cierta…?

–¡Buf! ¡Ni te puedes imaginar, oye! ¡Bendita la hora en que se me ocurrió la idea! ¡Y gracias a Dios que tú me la confirmas-te, Jaime!

–¿Pues? ¿Qué has encontrado?

–¡Huuuuu! ¡Nos hemos llevado un disgusto enorme, Jaime! –contestó con feliz pesar Pepe Cortés.

–Vamos, que es que ni te lo imaginas, Jaime, hijo –corroboró su mujer.

–Resulta que uno de mis hombres de confianza me la estaba jugando… Una cosa muy compleja, no te creas, pura ingeniería financiera… Vamos, ¿quién me lo iba a decir a mí?

–¿Y el montante?

–Bastante dinero, Jaime, bastante. Pero es tan complejo que ni yo mismo me he terminado de aclarar de cómo era el proce-so… algo de desvíos temporales de fondos y cobros de intereses a cuentas de la propia empresa, pero gestionadas desde dentro,

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nada escandaloso… En fin, que había un movimiento no muy grande, pero fijo y semanal, ¿me oyes? Al final, después de más de diez años… Un pastón.

–¡Es increíble, Jaime –intervino ahora la esposa–! ¡Y una persona tan cercana a Pepe, que lleva toda la vida trabajando con nosotros…! ¡Qué chascos nos da la vida, Jaime! Yo es que estoy muy apenada… Mira, cuando Pepe me lo confirmó esta semana… ¡Vamos! ¡Que no me lo creía, Jaime, por Dios! ¡Qué peniña, qué peniña, Jaime! Es que, cuando hay dinero por me-dio, no valen ni amistades, ni familia, ni nada de nada… Anda, pues mira que no lo invitamos veces a comer aquí, en la casa de la playa, y…

–Déjalo, Lucía, que el pobre Jaime no tiene por qué sopor-tar que estemos tan chafados –le replicó Pepe a su mujer con una sonrisa.

–La verdad es que es increíble los desengaños que produce la vida… –intervino Calero, en un ejercicio teatral de excelente cinismo–. Y total, por cuatro perras gordas… ¿De qué le valen ahora a ese desgraciado? Yo es que no entiendo cómo la gente puede ser tan falsa, cómo no se dan cuenta de que se coge antes a un mentiroso que a un cojo… ¿Y la amistad, Pepe? ¿Y los va-lores? ¿Y todo eso que se ha dado gratis: las oportunidades, el trabajo, el respeto…? ¡Todo por la borda en un instante! Se des-corre el velo, y ¡plaf! El hundimiento total.

–Di que sí, Jaime. ¡Tú lo has dicho muy bien! ¿Dónde que-dan los valores, la lealtad, la confianza? Vamos, Jaime, yo te digo que ese personaje a mí me dice que no está a gusto en la empresa por lo que sea, que quiere cobrar más… ¡yo qué sé! Que se quiere comprar un yate, o que se quiere ir de crucero a las Bahamas con la mujer y los niños… ¡Vamos! Me lo insinúa, y con el aprecio que yo le tenía, se lo pago de mi bolsillo, ¿oyes? Pero esto… Esta falta total de honradez… ¡Vamos! Que

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ahora se queda sin nada, y ya veremos si no termina en la cár-cel… Porque a mí…, un amigo mío… ¡Ese se viene conmigo a donde sea, tú lo sabes bien, Jaime! Pero traicionarte así… ¡Qué horror!

–¡Bueno, Pepe, me alegro un montón de que el consejo fue-ra acertado! –le recordó Calero.

–Vamos, que no sabes lo agradecidos que te estamos, ¿oyes? No, por esto…, por todo lo que haces con el chico, y por la suerte que tenemos de contar con tu ayuda.

–¡No, hombre, no! Yo sólo hago mi trabajo, y estoy encan-tadísimo con una familia tan afable como vosotros, que me hon-ráis con vuestra amistad… –siguió dando coba Calero.

–Yo, muchas veces lo he pensado… Y me digo: ¡Qué pena que Jaime tenga ya ese trabajo de profesor! Si estuviese libre, ¡qué a gusto me lo llevaba yo a mi empresa! ¡Qué buena mano derecha me he perdido! Pero, claro, no se puede tener todo en esta vida…

Jaime Calero burbujeó de gozo. ¡Tanto tiempo esperando un momento como ese! ¡Por fin! Pero, bueno, había que seguir interpretando el papel… Le respondió con una risa teatral.

–¡Qué exagerado eres, Pepe! ¿Qué iba a poder hacer un po-bre profesor como yo en tu empresa?

–¡Hombre, Jaime! Yo te pongo a mi vera, y tú te haces con el control en un plisplás. Vamos, cuento yo con un tío como tú, y yo duermo tranquilo todas las noches, sabiendo que tengo a un amigo al frente, ¿oyes? Mira, sólo con el tiempo que nos de-dicas, lo bien que nos atiendes a Telmo, lo bien que lo orientas, lo que se dice de ti en el colegio… y también fuera del cole-gio… ¡Vamos, tú no eres un pobre profesor! ¡Tú eres de lo me-jor que nos ha podido pasar en esta vida!

–Gracias, Pepe, gracias. Bueno, pues yo te tomo la palabra,

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¿eh? La verdad es que soy feliz en una institución tan prestigio-sa como El Olivo. Y, además, aunque muchos digan lo contra-rio, el trabajo de profesor es de los más agradecidos que hay. Tú, Pepe, fíjate en esta conversación que hemos tenido hoy… ¿Qué puede haber mejor para un profesional como yo que lo consideréis un amigo eficaz, una persona que os sirve lo mejor que puede, y que ahí están los frutos? ¡Dime si eso no agrada a cualquiera!

–¡Vamos! ¡Que sí! Que no sabes la de veces que Pili y yo hablamos de esto…

–¡Hay, Jaime, no te lo puedes ni imaginar! Y, porque allá arriba tienen esa política tan restrictiva con los regalos, que si no, ya habrías comprobado lo mucho que te apreciamos, Jaime –apuntó la mujer de Pepe, buscando la aquiescencia de su mari-do. Ahora…, el día que el niño termine en el colegio…, ese día vas a saber lo que te apreciamos… Que de eso Pepe y yo tam-bién hemos hablado mucho…

–¡Vamos, mujer, que no! Que si os pasáis luego vienen los dimes y los diretes, y las envidias y que si la falta de rectitud y todas esas historias que conocéis tan bien.

–¡Por nosotros no quedará, Jaime! ¡Nos importan tres pepi-nos lo que diga la gente! Para nosotros eres como de la familia, Jaime, ¿oyes?

IV Berto había tardado lo suyo en encontrar un momento de

soledad con Félix. Aprovechando que la madre y la abuela atendían las precisas indicaciones de los traumatólogos, Berto se aproximó a la nueva estrella del equipo y le hizo la pregunta que le estaba corroyendo desde que Félix había saltado al cam-po en la segunda mitad.

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–Félix, macho, ¿qué te dijo el míster antes de salir, cuando os quedasteis a solas?

–¿Por qué?

–Porque fuiste otro, como casi ya no te recordábamos los viejos del lugar.

–Nada. Me dijo que regatease al animal ese y que hiciese la jugada famosa…

–¡Que no, Félix! ¿Qué te dijo? Tú saliste con otra cara del vestuario…

–Lo que me dijo es personal, no para irlo comentando por ahí…

–¡Te juro por mis muertos que no lo quiero saber para ir por ahí largando! ¡Me interesa para mí!

–¿Para ti? No entiendo para qué te puede servir… ¡Si tú que eres el megacrack del equipo!

–No es para jugar al fútbol, es para… la vida…

–¿Para la vida? Te veo muy metafísico…

Berto se estaba impacientando porque veía que la familia de Félix iba terminando con los médicos, y el muy lelo no soltaba prenda.

–¡Que sí, hombre! A ver, yo te lo explico… Pero me lo tie-nes que contar, ¿eh?

–¡Vale! Suelta –aceptó la propuesta, Félix.

–Lo que te ha dicho el míster me puede servir para cambiar mi actitud ante lo que me cuesta, como a ti te costaba enfrentar-te a esa mala bestia y a su padre…

–¡Ah, ya! ¿En tu caso…, sería el estudio por ejemplo…?

–Por ejemplo y mil historias más. ¿Qué te dijo don Nico? –

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exigió ya, con poca paciencia, Berto.

–Pues, verás… ¡Me metió una bronca de la leche, tío! Me dijo que no me enteraba, que iba a mi bola. Que no era capaz de entender que formaba parte de un todo, y que, si yo no funcio-naba, no es que no hiciese nada malo, es que perjudicaba al res-to… Que era un egoísta y que no tenía corazón para pensar en los demás, que sólo me preocupaba por mí mismo y que así no merecía la pena seguir jugando. Que no era solidario y que la responsabilidad todavía no se había cruzado conmigo. Que tenía dos opciones, o que cambiara o que me fuese a la puta calle a jugar a las canicas…, y no sé cuántos rollos más, pero todos por el estilo.

–Ya… Pero de todo eso…, de todo lo que te dijo, ¿qué te hizo cambiar?

–A mí lo que más me reventó fue lo de que perjudicaba al resto y que no tenía corazón para pensar en los demás. ¿Sabes por qué? Porque yo siempre he creído que soy un poco mierdas en muchas cosas, pero si de algo estaba contento conmigo mis-mo era con que siempre me preocupo por los demás. Y creía que era así hasta que me soltó el rollo. El tío me dejó tieso con aquello de que, si no me la juego, perjudico al resto… ¿Y sabes por qué? ¡Porque encima tenía razón, macho! ¡Esa es la pura verdad, tío!

–Sí, sí… Y ahí tienes el resultado: la espalda hecha un puz-le…

–¡Joé, tío, no lo sabes bien! Me duele hasta el respirar, Ber-to, pero no te imaginas lo feliz que me hace cada vez que me duele. Porque ahora sí que tiene sentido… Ahora tengo este do-lor porque lo he dado todo por el equipo… ¡Y estoy jodido, sí, pero feliz, macho!

–¡Éeeese Féeelix! ¡Éste es mi hombre, sí señor! –y Berto quiso abrazarlo, pero fue rechazado con violencia de susto en

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los ojos de Félix.

–¡No me toques, animal! ¡A ver si me vas a despachurrar!

Tras abandonar a Félix, Berto se dijo a sí mismo que tenía que pensar sobre lo que le había dicho Lavares. Trató de rete-ner, con nerviosismo, todo lo que le había oído, sin perder un solo detalle, porque todos podían ser relevantes si los iba a apli-car en otro contexto. ¿Estaría en esa respuesta la solución a sus males? Él intuía que quizá no toda, pero sí lo suficiente como para empezar a moverse.

El problema de Berto lo señalaría hoy un pedagogo teórico como falta de motivación. Es la mítica respuesta que les ha ser-vido a tantos para justificar unos números de fracaso escolar más propios de otra especie que de la humana. Y también la han argumentado para lavarse las manos, echando las culpas siem-pre a los demás, o a lo demás. El propio Berto Lavilla sabía que su verdadero problema no era la falta de motivación, ni que le faltasen razones para hacer bien las cosas, ni motivos por los que hacerlas. Berto Lavilla se dio cuenta de que lo que le pasa-ba era que había renunciado.

Sí. Había renunciado a ser él mismo.

Lo había intuido en un chispazo de la inteligencia, tan breve y fulgurante que sólo quedaba de él la impresión producida y un mundo por descubrir, que existía realmente. Estaba haciendo un esfuerzo de memorización como no había hecho nunca: por un lado, quería preservar las palabras, los gestos, las miradas, la expresión y hasta el timbre de la voz de Lavares; por otro, que-ría mantener en la memoria los anchos campos y valles que ha-bían sido iluminados en ese fugaz instante… Mucho contenido, para tan poco entrenamiento.

Bajó las escaleras a saltos, salió por la entrada de las ambu-lancias, y acercándose a la parada de taxis de enfrente, pidió al taxista un bolígrafo y una hoja para anotarlo todo. El taxista,

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que lo había visto llegar como un torpedo, y viendo la determi-nación del chaval en su petición, no dudó en prestarle ayuda, casi más exigido que exhortado. Aquel extraño chico se había tumbado sobre el capó blanco inmaculado del taxi y escribía con verdadero ahínco. Llenó hasta dos hojas enteras de la libre-ta con una caligrafía que le causó espanto –aun en la distancia– al asombrado taxista. Sólo después de garabatear como un pose-so, adoptó su postura erguida y le volvió la educación, aunque no antes de haber releído varias veces sus notas y estar confor-me. Berto le devolvió los trastos al taxista.

–Tenga. Muchas gracias. ¿Le debo algo?

El taxista no tuvo tiempo de decir ni pío. Cuando levantó la mirada, después de recoger el bolígrafo y la libreta del asiento del copiloto, Berto ya se había alejado cuatro metros, andando rápido por la calle Pizarro, bajo los soportales y releyendo sus notas. El taxista, relajado al fin, sólo tuvo tiempo de gritarle a lo lejos:

–¡De nada, chaval!

Y Berto acusó el recibo, levantando la mano, pero sin vol-ver la cabeza.

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CAPÍTULO 9

I El domingo la familia Sendón Gutiérrez se reunió en la casa

familiar de Playa América. Invitados por la abuela Romina, comerían en intimidad los cuatro, tras el oficio en el Templo Votivo del Mar, como tenía por costumbre la abuela. Una vez al mes, como mínimo, exigía la matrona ser acompañada por la única familia que le quedaba en Vigo. En esta ocasión, el plato fuerte del banquete serían las lubinas pescadas la semana pasa-da por el nieto y el sagaz Antón. El trayecto desde San Xoán hasta la casa materna fue acompañado de un agradable paseo por la línea de costa, donde ya se apreciaba el cambio de tiem-po. Un vientecillo cálido del suroeste anunciaba la irremediable presencia de lluvias, y el cielo estaba tomando posiciones para hacer honor al parte meteorológico del telediario de toda la vida para Galicia.

El trayecto fue de charla compartida, con las mujeres cogi-das del brazo por delante, y los hombres detrás, interviniendo de manera entrecortada en los diálogos.

–Mamá, ¿qué tal se porta Lucas los fines de semana? ¿Es-tudia?

–Se porta como un hombre, y si estudia o no debes pregun-társelo a él. Sabes que nunca os he vigilado a ninguno.

–Lucas, ¿has estudiado el fin de semana? –preguntó Elvira a su hijo, volviendo la cabeza.

–Aún no ha terminado el fin de semana, mamá.

–O sea, que no has dado un palo al agua…

–He estado escribiendo…

–¡Muy bien, Lucas! Tú escribe que eso es lo importante, hi-jo mío. Y estudiar… ya estudiarás cuando haya exámenes,

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¿verdad cariño?

Las ironías de su madre sacaban de quicio a Lucas y ello le provocaba respuestas con retranca hiriente.

–¡Claro, mamá! Pero no te preocupes: no bajaré del diez pa-ra que nadie te pueda criticar o reírse de ti porque tienes un hijo sólo notable.

Alberto miró con mala cara a su hijo y le hizo un gesto re-probatorio. Lucas le gesticuló que lo dejase pasar, sin darle im-portancia. Elvira provocó un rictus de enfado por la ironía de un hijo, cada día más borde con todos, pero especialmente con ella. Sin embargo, la abuela tuvo que contener la sonrisa. Cuando lo consiguió, reprochó al nieto:

–¡Lucas, no seas malo! Nadie se quiere meter contigo si apela a tu responsabilidad.

–Sí, abuela –concedió Lucas, sabiendo que había logrado callar a su madre.

–Además, Elvira, tu hijo te dice la verdad, porque ahora en el colegio tiene el deber de escribir.

–Nadie le va a poner un sobresaliente por ese deber –siguió, terca, la madre de Lucas.

–¿Y para qué quieres tanto sobresaliente, mujer? Con la de cosas buenas que se pueden hacer sin sacarlos…

–Vayavayavaya. Mira ahora a la tierna abuelita, justificando en el nieto lo que nunca consintió en sus hijos. ¿O ya no te acuerdas, mamá, de lo que suponía en esta casa una mala nota?

–Jajaja, ¡Claro que me acuerdo, Elvirita! Pero cuando seas abuela lo entenderás.

–La vejez os ablanda el corazón a los abuelos. Y malcriáis a los nietos pasando por encima de sus padres…

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–¡Claro, Elvira, cariño! Es que es una pena que vosotros, los padres, apenas tengáis tiempo para hablar con ellos, para pa-sar tiempo juntos. Es la vida moderna, supongo… –respondió Romina, tirando a dar.

–Ahí te equivocas, mamá. Nosotros hablamos y pasamos todo el tiempo que podemos juntos. Y nos interesamos por sus cosas, ¿o no es así, Lucas?

–A veces habláis y preguntáis demasiado, mamá.

La queja era normal en un chico que atravesaba la edad, pensaron Elvira y Alberto, y no le dieron importancia. Pero sí la abuela, que había intuido un tono amargo en las palabras de su nieto.

–¡No te quejes, Luc, cariño! Tendrías que ver a tu abuelo preguntando… Eso sí era un interrogatorio en toda regla. Lo nuestro es el más amable interés…

Lucas no soportaba las excusas ni el argumentario de su madre, y menos cuando apocopaba su nombre con el maldito “Luc”. No obstante, rechazó la réplica que tenía en la punta de la lengua y que era demasiado mordaz para que sus padres so-portasen dos desaires tan seguidos. El mismo Lucas se sorpren-dió luego por ese ejercicio de contención, y vio en ello una prueba más de que su madurez se iba consolidando.

–¡Bueno! Ya está bien de paseo y cháchara. Vamos a casa a comer –ordenó Romina, sin proporcionar alternativa alguna a la caravana.

II Silvia Cameselle llevaba varias horas encerrada en su habi-

tación, haciendo que estudiaba. Sin embargo, su madre, que veía a través de las paredes, sabía que estaba inquieta, nerviosa, con ansias de concentrarse en algo muy importante, y que, pro-

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bablemente, eso que descomponía la habitual serenidad de su hija no podía ser otra cosa que el amor.

¡Por fin!, –pensó la madre.

Ya iba siendo hora de que el corazón de su hija se viese conmovido por alguien. No es que le disgustase la inocente ale-gría de la chica –que parecía disfrutar con cualquier cosa–, ni el que nunca hubiese roto un plato, ni muchísimo menos el que fuese una estudiante bastante responsable para lo que se estilaba hoy en día. Pero tanto bálsamo y mar tranquila no podía ser sino una poderosa capa de aceite tras la que se escondía la natural marejada.

Durante la comida, Silvia le había transmitido su estado con mil y un gestos, ante los que se hizo la inadvertida, para no preocupar a nadie en la mesa y para que nadie se metiese donde no le llamaban. No. No había perdido detalle y la turbación de su hija había sido analizada gesto por gesto, expresión por ex-presión, incoherencia por incoherencia. Y la madre estaba feliz, porque ambas disfrutaban de toneladas de confianza recíproca –con las lógicas reservas familiares–, y porque se había prepara-do con tesón e interés para ese momento. En la etapa más her-mosa de la vida –pensaba la madre–, cuando aparece el amor, se llena de horizontes multicolores el alma de la mujer. También de desconcierto, de angustia y de temor. Pero, para esos males, conocía ella buenos remedios.

Silvia, sentada encima de la cama, con varios papeles ro-deándola, y con su diario abierto y marcado en varias localiza-ciones precisas, se frotaba las sienes mientras intentaba concen-trarse con los ojos cerrados. Había bajado al mínimo la música del MP3 para que fuese un tapiz de fondo y no un obstáculo a los borboteantes impulsos de su cerebro alterado.

Era consciente de que, al día siguiente, se iniciaba su autén-tica milla de oro, y no podía dejar pasar la oportunidad de ha-

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cerse notar ante Lucas. Su cabeza trataba de planificar todos los momentos en que, necesariamente, iban a estar muy próximos: las lecturas de las obras, los ensayos leídos y, sobre todo, la es-tancia en el cajón, nombre con el que denominaban al pequeño mueble que hacía de parapeto a los actores para las representa-ciones del guiñol. Allí habría contacto físico, agobios, sudor… y teatro. Mucho teatro. Ocasión, por lo tanto, de que lo extraño pareciese normal, lo ruboroso fuese muestra de sencillez, y los afectos desatados no pareciesen antinaturales. Sin embargo, a pesar de tener todo esto tan claro, Silvia no era capaz de dar más pasos en su estrategia porque se veía continuamente asalta-da por una imaginación en estado de gracia, que chorreaba todo tipo de situaciones ficticias en las que ella se entretenía, embe-lesada, recreando posibilidades muy remotas. Le costaba Dios y ayuda deshacerse de esos atractivos pensamientos, de esas mi-radas dulces y de ese tronar de las palabras de Lucas a la vera de su oído. Haciendo un esfuerzo más que notable, luchaba por desterrarlas de su cabeza e intentar seguir trazando un plan. Porque, además, se le acababa el tiempo.

En estas batallas internas se encontraba sumida Silvia, cuando unos golpecitos en la puerta la trajeron a la realidad. A la verdadera vida real. Desconcertada, recogió como pudo los papeles y otras intimidades abiertas, y concedió el permiso a la mano interruptora.

–Silvia, ¿me dejas pasar? Quiero hablar contigo…

–¡Ah, mamá! Claro que sí.

Entró Alicia en el cuarto de su hija y se sentó en el butacón de la habitación, lugar preferido de Silvia en sus momentos de lectura, y ocupado en otras muchas ocasiones por la madre.

–¿Qué tal estás, Silvy? Te veo nerviosa, como excitada…

–Sí, mamá. Un poco descentrada nada más. Es que… me tengo que organizar con todo lo que llevo encima: que si los de-

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beres, las obritas de guiñol, los turnos de comedor con los pe-ques…

–Claro, cariño. Asumes tantas responsabilidades que una tiene que estar muy bien organizada. ¿Te puedo ayudar?

–No es fácil, mamá. Hay que ponerse en situación…

–No me digas que no soy capaz de ponerme en tu situación –sonrió Alicia, mientras le guiñaba un ojo a su hija.

Silvia decidió que había llegado el momento de poner las cartas boca arriba. La entrada de su madre, las palabras huecas de su diálogo y el guiño eran señales inequívocas de que estaba en el ajo, y de que no podría mantener por más tiempo el secre-to.

–Está bien, mamá. Es un chico precioso, por el que se me acelera el corazón, me sube la temperatura y me arde la cara… Y me derrito por él en mis comeduras de tarro… ¿Me sigues?

–Como la seda, Silvia. ¡Descríbemelo, anda…!

–Es Lucas Sendón, no sé si te acuerdas de él…

–¡Hum! Sí que lo recuerdo, guapa, pero más como un niño que como lo que se habrá convertido ahora, ¿eh? –le respondió con una sonrisa de complicidad.

–¡Uh! Se ha hecho grande, muy grande… Es más alto que yo, tiene un tipo de tío cachas, aunque no lo sea especialmen-te… Es muy elegante y serio…, aunque lo de serio creo que es timidez. Un poco creído de más, pero no con los que considera a su altura. Tiene una voz preciosa, vibrante, con tonos ya muy graves… y por su boca salen palabras que enamoran, mamá, porque es muy delicado en el uso del lenguaje, y le gustan la precisión y los conceptos. Creo que es muy cerebral, aunque quizá sea también pura fachada… Y sus ojos… Bueno, es que me voy a poner toda colorada si te hablo de sus ojos, ¿sabes?

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–¡Déjalos para más adelante…! Caray, Silvy… Se ve que apuntas alto… Y, dime, ¿hace mucho que estáis saliendo?

Silvia suspiró sonriendo con ojos de ansiedad desilusiona-da. La madre lo captó al instante.

–¿Te lo digo o ya te lo han gritado mis ojos? –le respondió Silvia con voz rota.

–¿Y a qué esperas para hablar con él, Silvia? Tú eres una chica muy buena y eres muy guapa… Si él no se anima, tendrás que ponerle el arco, la flecha y gritarle que dispare…

–¡Hay obstáculos, mamita! –y puso ojos de rabia e impo-tencia.

–¡Ah, bueno! Está ya cazado, ¿verdad, corazón?

–Y ante esa, no hay nada que hacer, mamá. Tú vas con tu velita y aparece ella con el faro de Finisterre en la mano…

–¿Y eso es lo que te desasosiega? Supongo que todo esto no es flor de un día, y hasta ahora no te había visto así…

–Es que ahora tengo una oportunidad, mamá… No de apa-gar el gran farol, claro, pero sí de acercarme a él en solitario…

–¿Cómo es eso, mujer?

–Tiene que estar un mes con nosotras, las del guiñol, escri-biéndonos y representando obritas para los niños del infantil.

–¡Ajá! ¿Y tienes ya un plan de conquista, Silvia?

–Sólo se me ocurre que la actividad le atraiga… No es complicado que pudiera ser, por su gusto por la literatura y por-que creo que las sonrisas y las miradas de los niños le van a ro-bar el alma… Voy a intentar que no se quede sólo un mes, sino que siga todo el año…

–¿Y sólo en eso consiste tu plan? –preguntó, admirada, Ali-

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cia.

–Sí. Lucas va a requerir una pesca lenta, suave, sin forzar, atrayéndolo sin que apenas lo note, y cuando se dé cuenta… es que estará ya pescado…

–Pero eso relega tu postura a actriz secundaria, Silvia. A la espera de que la otra te deje el camino libre…

–Así es, mamá. Yo no puedo rivalizar con ella. Pero a Lu-cas sí le puedo hacer ver que soy mejor que ella…, y que, con-migo, él sí puede ser feliz…

Alicia miró con ojos preocupados a Silvia.

–Pero, hija mía, ¿estás dispuesta a sufrir ese calvario? –le preguntó con cara de pena.

–¡Mamá! Ya llevo casi dos años sufriéndolo.

–¿Casi dos años, cariño? No me habías dicho nada. Ni me había dado cuenta…

–¡Claro, mami! Es que hasta ahora no había tenido ninguna oportunidad.

III Andrea estaba padeciendo un extraño tranquilo fin de se-

mana que se había ido al garete por culpa de ese animal que casi desmonta a coces al pobre Félix. Es cierto que ella se había emocionado como todos al ver la resurgida figura del cagueta, y que con el segundo tanto del cada vez más deseado mozo había gritado y dado botes como la primera. Pero, luego, no había si-do capaz de involucrarse en la trifulca de la defensa del compa-ñero, ni se había sentido con fuerzas para acompañarlo al hospi-tal, un lugar que detestaba y del que huía por una disimulada aprensión.

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El sábado por la tarde había intentado ponerse en contacto con Berto, con la excusa de interesarse por Lavares, y, de paso, iniciar una primera conversación de aproximación, que podría haber concluido en una íntima salida los dos juntos y solos, ha-blando y contemplando la luna desde el mirador del Paseo Al-fonso, al lado del olivo que representaba a la ciudad. Berto ha-bía hecho oídos sordos a los mensajes de ella, incluido el recha-zo de una llamada perdida, algo inaudito en un Berto en condi-ciones normales.

¿Estaría excesivamente molesto por la reconciliación con Lucas, quizá demasiado afectuosa para un tío corroído por los celos? Ya había sucedido en otras ocasiones y Berto había re-gresado como un perrillo faldero, dispuesto a tragar con carros y carretas, con tal de disfrutar de su compañía. O, a lo mejor, se había vuelto medio idiota con el suceso de Félix y ahora iba de solidario por la vida con un compañero al que calificaba de “pringao” en sus momentos más caritativos.

No lo sabía, porque, a estas edades, los tíos ya empiezan a hacer cosas raras y no siguen el conocido patrón de domesticaje de las mujeres, tan eficiente hasta la fecha. A los muy idiotas se les meten ideas en la sesera y empiezan a discurrir por otros senderos ya no tan accesibles. Y eso era un fastidio para An-drea, porque se había quedado descompuesta y sin novio en un fin de semana que tendría que haber sido como todos los demás.

El cambio de programa había dejado fuera de juego a An-drea, hasta el punto de que se dio cuenta de que no tenía planes alternativos, en caso de que le fallase lo previsto. Y eso no esta-ba nada bien. ¿Acaso su vida era tan pobre que pendía sólo del delicado hilo de un grupo de compañeros que, en el fondo, ni le iba ni le venía? Comprobó con rabia que, efectivamente, era así. Es cierto que tenía la iniciativa y la soltura como para montárse-lo por su cuenta. A cualquier sitio donde fuese a mover el es-queleto, con medio contorneo, tendría una legión de zánganos

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dispuestos a robotizarse bajo sus órdenes. Sí. ¿Y qué? A ella eso no le decía nada. Era un esfuerzo idiota, una pérdida de tiempo sin oficio ni beneficio, y correr riesgos inútiles con el tí-pico pasado de vueltas. ¿Con qué amigas podía quedar un do-mingo como aquel?… ¿Amigas? Como mucho seguidoras, o las típicas plastas que se arriman a buen árbol, a ver si en río re-vuelto pescan algo.

¿Cuál era la clave de esa soledad? Andrea le dio vueltas al asunto y llegó a dos conclusiones: la primera, por ese exceso de organizar planes de futuro que la llevarían fuera de la ciudad, con una meta de éxito muy probable, y que le impedía tejer vínculos sólidos en su entorno; la segunda, por haber descuida-do las viejas y leales amistades de sus amigas de toda la vida, cuando decidió jugar a las bazas del amor, y rodearse de los más apetitosos dulces de su caprichoso interés. Y Andrea, la au-tosuficiente Andrea, la triunfadora y envidiada por todas, se sin-tió triste.

Muy triste.

Hasta el punto de que se concedió unas lagrimillas de emo-ción dolorosa, y mucho más de orgullo herido. ¿Cómo una chi-ca como ella podía decir, a ciencia cierta, que no tenía amigas de verdad? Lo cierto era que no sabía cuándo iba a ser llamada para salir de esa ciudad que la oprimía, en la que sentía que mil ojos la estaban vigilando siempre, desde los púlpitos de la murmuración… Era cierto que le habían dado algo más que es-peranzas en la agencia donde había depositado sus ilusiones. Era cierto que, desde el verano, todo parecía haberse precipita-do en una actividad frenética de llamadas, entrevistas, fotos y grabaciones. Pero había pasado casi un mes y medio y nadie daba señales de vida. Desde entonces, cada vez que sonaba su móvil, lo cogía con tantos deseos como desilusión, al compro-bar que no era lo que tanto ansiaba.

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Y, la verdad, estando así…, a ver quién era la guapa que se tomaba el curso en serio, y mucho menos cualquier otra estupi-dez secundaria, como el mantener las supuestas viejas amista-des o ilusionarse con el amor de un pipiolo, por muy inocente que fuese.

Andrea optó por la vía de escape segura. Encendió su orde-nador y repasó todas sus cuentas de redes sociales en las que participaba de manera muy activa. Allí, buceando en los muros de sus compañeros de fatigas, se enteró del alcance de la lesión de Félix. Comprobó con envidia algo que ya había intuido en el terreno de juego: todas las tías de la clase suspiraban por él y se derretían como unas degeneradas con unos comentarios que da-ba grima leerlos. Todo ese afecto por el chico le supo mal, la enervó y las tachaba a todas de estúpidas niñatas sentimentaloi-des y de enfermas mentales. Luego se sumergió en los micro-blogs, y allí se encontró con un post de Berto, que sólo podría calificarse como de sorprendente: “Creo que he visto la luz”.

–¿La luz? –se preguntó Andrea–. Este ya va medio pedo y se pone a escribir chorradas, a ver si alguna imbécil pica… La luz… ¡Yo sí que te voy a dar luz, gilipollas!

Y Andrea le contestó con un comentario inocente sólo en apariencia, pero que destilaba mala baba por doquier: “¿No será el mechero, trompetero?”.

Y Andrea, por fin, se rió en aquella espantosa tarde de amargas reflexiones.

IV Berto amaneció el domingo a una hora tardía, y eso que la

noche anterior no se había ido de marcha, ante la extrañeza de su familia, que se preocupó de veras por si estaba enfermo. ¡Claro que lo estaba! Había rechazado el fuerte impulso de res-ponder a los mensajes insinuantes de Andrea para salir, y eso

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era una señal más que evidente de que al chaval le pasaba algo raro. Él despejó dudas familiares casi gritando, diciendo que es-taba bien y que tenía que pensar.

A su padre sólo le dio la situación para acrecentar sus dudas sobre la cordura de su propio hijo. Su madre intuyó que algo le había afectado, pero estaba nerviosa porque no sabía si para bien o para mal. Y Clara despejó la situación, con un pensa-miento irónico: “Hombre, si tiene que pensar, puede que hasta sea de la familia”. Total, que lo dejaron en paz. No obstante, su familia permaneció alerta al ver la energía con que saltó de la cama a la ducha, la rapidez con la que desayunaba y ni el bue-nos días con besos para todos, tan propio de él los domingos. Y volvió a encerrarse en su habitación, donde le seguía dando vueltas a varias hojas escritas y esparcidas por todo el cuarto. Por supuesto, no dedicó ni un minuto a hacerse la cama, ni a re-coger la ropa ni a vestirse decentemente. En un rasgo de gene-rosidad, hizo el esfuerzo de abrir la ventana para ventilar una habitación que acumulaba hedores de oso, perceptibles incluso por el propietario de la cueva.

No había conseguido dormirse hasta muy tarde, trajinando con sus deshabituadas neuronas al ejercicio reflexivo, y tratando de ver. Él intuía que, entre todos aquellos papelotes –los famo-sos del taxi y otros que había escrito después– tenía las claves para encontrar el tesoro. Sólo había que ordenarlos, releerlos y profundizar en ellos para lograrlo. En ese primer momento de la mañana del domingo, Berto hizo su primer ejercicio intelectual consciente, al reflexionar sobre lo que había reflexionado el día anterior. Semejante novedad le atrajo, a pesar de lo extraño del ejercicio. ¿Lo estaba enfocando bien? ¿Debía pedir ayuda? ¿Cómo unir los luminosos trazos desenterrados sin errar el ca-mino y acabar peor que de donde había salido? Repasó lo que había vislumbrado con nitidez, y que eran pasos seguros.

–Vamos a ver, vamos a ver –se dijo para reafirmar su de-

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terminación y su propia seguridad. Al escuchar las palabras de Félix en el hospital, Berto había sentido el revolcón interno y el chispazo de un paisaje tan ignoto por un lado y tan transitado por otro. ¿Pero qué era eso que había vislumbrado? Tras no po-cos esfuerzos, se dio cuenta de que, en realidad, llevaba tiempo explorándolo sin caer en qué era. Y ahora lo había visto claro.

Era su mundo interior a medio formar, su personalidad in-conclusa.

Allí vio las grandes contradicciones de su vida, la oposición entre las ideas que le venían de fuera y las que él asimilaba y admitía, sus sentimientos más ocultos, sus tanteos para determi-nar lo que había de ser identificado con el bien o con el mal, su contradictoria voluntad capaz del heroísmo y de la ruindad a la vez, y una más o menos delimitada personalidad, incompleta por el esfuerzo que suponía levantarla según sus ideales. Hasta la fecha se había refugiado muy a gusto en su mundo interior, ignorando al resto, y buscando una aparente soledad para re-crearse en ese mundo tan suyo como de nadie más. Pero había pasado el tiempo y Berto se dio cuenta de que se había abando-nado. Que esa tarea de ser él y no otro, la había supeditado a lo fácil, al gusto, al capricho. En definitiva, que llevaba demasiado tiempo sin ser él.

O, mejor dicho, sin ser el que deseaba ser.

Y ahora veía, como una necesidad perentoria, acabar y per-feccionar su forma de ser, hacerla tan diferente y atractiva que la pudiese mostrar en público con orgullo a los demás, y que fuese reconocida y querida por todo lo que aportaba.

¡Ya estaba! ¡Por fin sabía lo que había visto en el hospital Xeral!

–Poco a poco, empiezas a ver claro, Bertiño, empiezas a veeer claaaaaroooo –empezó a canturrear a grito pelado de la forma más estrambótica que nunca se había escuchado. El canto

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becerril fue escuchado por Blanca y Clara desde la cocina, y sin saber por qué les dio la risa tonta. Ambas mujeres se miraron con confianza. Parecía, pues, que Berto se estaba aclarando.

Pero ahora venía lo difícil de verdad. No tardó Berto en darse cuenta de que esa tarea inconclusa se había agarrotado porque había dejado de luchar. Porque se había cansado de dar-se morrones él solo contra los muros infranqueables que opo-nían el ideal a la cruel realidad. Y tenía que tener cuidado, por-que el mismo peligro de dejarse llevar por lo fácil estaba allí, y podía verse dentro de diez años volviendo a psicoanalizarse pa-ra reemprender la tarea abandonada.

Debía contar con un apoyo firme y externo, que le guiase con mano severa y cariñosa a la vez. Pensó en quién podría ayudarle así. Fue escribiendo nombres y descartando modelos. Al final, le quedaron apenas tres personas en quien podría con-fiar de veras: su madre, a la que tachó enseguida sin saber por qué pero intuyendo que no, que no podía ser; su hermana Clara –aunque fuese una chica–, por la extrema confianza que tenía con ella; y Fernando Adrio, porque, a pesar de sus payasadas, era un tío legal que estaba dispuesto a ayudar a la gente sin pe-dir nada a cambio, y confiaba en él precisamente por esa abne-gación.

Berto siguió canturreando el resto de la mañana, ante el jol-gorio femenino de la familia, que vislumbraba que los razona-mientos del imberbe iban por buen camino.

–Sólo se canta cuando se tiene la conciencia limpia –apuntó Blanca mientras rehogaba con un Albariño casero la compacta masa de carne del roti de ternera. A Clara le pareció bien el di-cho, pero pensó que no terminaba de encajar con su hermano. Tras la excelente comida, Berto volvió a hacer historia en su ca-sa. Le exigió a su madre que se quedase en el salón con su pa-dre charlando, mientras él y Clara fregaban el campo de batalla

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del asado. A Blanca casi le da un aire, motivo que le sirvió de excusa para tomarse con Ángel un buen copazo de aguardiente de hierbas, como hacía años que no se tomaba. En la cocina, mientras tanto, se disputaba otro encuentro.

–¡Muy bien, Bertiño! Es toda una sorpresa ese arranque de amor por el fregoteo.

–De eso nada, monada. Lo que quiero es hablar contigo, sin que nos den la paliza los viejos.

–¿Es sobre tus nuevas aficiones a la ópera? –preguntó con buen talante Clara, a pesar de que hiciera sonrojar a su her-mano.

–¿Se ha oído mucho? Apenas me he dado cuenta.

–Sólo ha faltado la vecina del quinto, echándote claveles…

–¡A esa le iba a dar yo en los claveles! –respondió Berto con mala intención, pues eran admirados el buen tipo y figura de la del quinto en toda la comunidad de vecinos.

–¡No seas salido, Berto! ¡Aún te tendré que fregar la bo-ca…! –le corrigió, molesta y divertida a la vez, su hermana–. ¿Es que no podéis pensar en otra cosa los hombres?

–Bueno, vale, deja en paz a la macizorra. Necesito tu ayuda fraternal, amparándome en el cuarto mandamiento.

–¿En el cuarto mandamiento? ¿A qué viene esa chorrada ahora, Berto?

–A que me tienes que ayudar a ser una persona decente, hombre, antes de que a papá le dé un berrinche y se nos vaya a la tumba sin haberle honrado lo más mínimo…

Clara rió la ocurrencia de su creativo hermano. La verdad es que Berto tenía cada salida que la rompía a una por la mitad. Cuando estaba de ese humor, a Clara le parecía el más encanta-

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dor de los chicos.

–¿Y por qué no le pides ayuda a tu Andrea, esa creadora de felicidades?

–¡Déjate de Andreas, Clara! Necesito alguien que me com-prenda de verdad para salir de un atasque mental en el que estoy metido… Y, aunque no te lo creas, tú eres de los pocos en quien confío…

–¡Qué bonito, Berto! No sé si echarme a llorar…

–Como te suelte una leche, vas a llorar con gusto…

–¡Hala, ya salió el cromañón oculto bajo la piel del civiliza-do hermano!

–¡Bueno, vale! ¡No me desquicies, tía!… Entonces, ¿qué? ¿Cuento contigo o me tiro por la ventana?

–¡Si va a servir de algo…! ¡Claro que puedes contar, tonto!

–¡Gracias, maja! –Y Berto le estampó un sonoro besazo a su hermana en la mejilla, que le provocó cosquilleo en sus oídos y unas risas escandalosas. En medio de tan buen ambiente, se oyó la voz desgarradora de su madre.

–¡Arrrrg! ¡Berto, desgraciao! ¿Has visto como tienes tu ha-bitación? ¡Mucho yo ayudo a fregar, y tu cuarto como una po-cilga, so guarro! ¡Ven aquí inmediatamente!

Berto bajó las orejas, se secó las manos y aguantó el chapa-rrón.

–¡Tranqui, mami, que lo recojo después de fregar!

–¿De fregar el qué, gorrino de primera? Recoge la ropa, hazte la cama, pon bien la colcha y limpia esas asquerosas botas de fútbol. ¡Vamos! ¡La ropa sucia a la lavadora, y no te meto a ti porque me la atascas, pedazo de mala bestia!

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Berto obedeció sin decir esta boca es mía. Si algo desqui-ciaba a su madre, eso era tener la habitación descuidada. Y la verdad es que Berto comprobó que su cuarto parecía más que una osera, una pocilga.

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CAPÍTULO 10

I Tal y como estaba previsto, el lunes 31 de octubre salió un

día gris y lluvioso que reducía la paleta de colores de la ciudad a los fríos tonos húmedos de la acuarela. La luminosidad de los días anteriores se había fugado ante la amenazadora presencia de las nubes. El ordinario caos circulatorio de la ciudad se in-crementó hasta lo exasperante, especialmente en la atestada Avenida de Madrid, donde, para colmo de los colmos, siempre había un golpe de chapa y faros, que inutilizaba un carril del ca-jón central de la arteria principal de escape, mientras los impli-cados hacían partes amistosos.

Llovía con toda la alegría de una vieja conocida que vuelve a casa, como sólo llueve en Vigo. A la acuosa estampa, vino a sumarse unas nubes bajas que entraban por el mar, y que deja-ban ocultas a la vista todas las zonas con menos altura, mientras que las elevadas parecían flotar en una bruma que apenas perfi-laba sus contornos.

Los alumnos varones, especialmente sensibles a estos cam-bios de horario –y no tanto a los meteorológicos–, definían su estado con el término de “sobao”: “¡Pavo, no grites que estoy sobao!, “Pero qué sobe llevo encima, tronco”, “Hoy en Filo me voy a pegar la sobada padre”, “No seas paliza, que estoy más sobao que la marmota”, y otras expresiones similares. Sin em-bargo, las alumnas presentaban un activismo fuera de toda re-gla. Charlaban, parloteaban, reían y discutían a gritos como si fuesen parlamentarios en pleno extraordinario de batalla cam-pal. Semejante cháchara, provocaba las iras de los chicos en el corto trayecto del autobús escolar. No se podían estar quietas, ni sentarse bien, levantándose continuamente, y golpeando a sus compañeros, “sobaos” en cualquier postura, y que gruñían como osos molestos, a pesar del “¡perdón, perdón!” de las eléctricas mozas.

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En las tres primeras horas de clase se mantuvo la misma tó-nica por los opuestos bandos. Algunos profesores agradecían la paz temporal de los más aguerridos guerreros, aunque supiesen que no las aprovechaban. Otros titulares de cátedra, mucho más malvados, aprovechaban para espabilar al personal con inespe-rados sustos, que desentontecían por unos instantes al aludido, que no tardaba en regresar al plácido duermevela. Pero, cuando sonaba el timbre del recreo, se acababa la tregua, y se desataban los impulsos atávicos de los bellos durmientes, que dejaban a las chicas muy atrás en ruido y follón.

Los recreos lluviosos delimitaban las áreas de esparcimien-to de los colegiales, a los que no les quedaba más remedio que agruparse en patios, pabellones cubiertos o zonas bajo protec-ción. Ello limitaba los movimientos de las parejas, y se hacían corrillos de necesidad en los que las Gorgonas estaban en su salsa. A los fumadores empedernidos les importaba un pepino la lluvia y, desdeñando coger una pulmonía, se empapaban con tal de darle unos “tiros” al pitillo del consuelo. La mayoría se me-dio refugiaba en un tejadillo de chapa que cubría la entrada de El Olivo, y parecían una concentración de indios haciendo hu-mo y jurando en arameo.

Andrea salió a por Lucas, que intentaba hacer aritos con el humo, y trataron de hacer un imposible aparte. Ella le miraba intensamente a los ojos, y él decidió mantener una conversación de miradas, a pesar de la turbación que le provocaban sus iris verde-oscuro con gotitas de naranja y canela. Acompañaron el diálogo con gestos. Ella, muy sonriente, le preguntó por el fin de semana, y él puso cara de circunstancias. Andrea se dio cuenta enseguida de que le mentía. La mirada de Lucas estaba filtrada por un visillo de fina tela, que le impedía ver claro en sus ojos asustadizos. Le interrogó con sus hombros y abriendo mucho los ojos, indicando que qué le pasaba. A lo que él res-pondió que ya hablarían cuando tuviesen campo despejado. An-

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drea, ante las excusas, decidió pasar al ataque, y enmarcó una mirada del más tierno cariño apasionado por Lucas, que casi lo hace caer. Tuvo que apartar esos ojos para no soñar diez mil años con ellos, a pesar de saber lo que sabía. Lucas bizqueó un poco, pero ella insistía con una fuerza arrolladora. Lucas tuvo que alzar la mano y tapar esos ojos de bruja que lo estaban des-componiendo. No le gustó la interrupción a Andrea, que puso mirada de fiera herida, y contraatacó con pupilas burlescas, de niña mala y gamberra. Volvió a insistir para saber qué lo apar-taba de unos ojos nunca, hasta ahora, rechazados; y él respondió echando nuevas cortinas, con miradas nerviosas y oscilantes de Este a Oeste, sin fijar la atención en los de ella.

Andrea supo que estaba huyendo…, pero ¿por qué? Lo mi-ró con calma y una cierta curiosidad que tranquilizó a Lucas. Ello le permitió al chico ahora mirar más allá de los ojos de ella, como si traspasasen su nuca y se perdieran en los edificios de enfrente. Y ella advirtió la apertura gradual de su pupila hasta que se vio reflejada en el negro brillante. Y se metio en aquella cueva para mirar por esos ojos, ver a dónde miraban y qué tra-taban de ocultar.

Sin pensarla, se encontró con una pregunta en los labios que no era suya: “¿Sí o no?” Ahora el diálogo fluía con fuerza esen-cial, sin palabra ni gesto alguno.

–¿Sí o no qué, Lucas?

–¿Tengo alguna posibilidad?

–¿De exclusividad? Sabes que no, Lucas.

–Entonces, adiós. No me vuelvas a mirar a los ojos.

–¿Podrás soportarlo, cariño?

–Es cuestión de recordar tu “sabes que no, Lucas”.

–Todavía nos queda tiempo.

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–El no es el final.

Y Andrea se vio expulsada de aquella negrura con una vio-lencia inusitada. Aún le dio tiempo, sin embargo, de ver cómo se cerraba una última cortina en los ojos de Lucas, tan recia y opaca que los suyos nunca podrían volver a traspasar. Vería muchas veces más aquellos ojos, pero ya no podría mirar nunca en ellos. Andrea abandonó a Lucas. Notó que estaba empapada por dentro y por fuera, y que había pasado mucho tiempo. Esta-ban casi al final del recreo. Lucas contempló su cigarrillo con-sumido. Lo tiró con maestría a la alcantarilla próxima a la acera y se quedó pensativo.

No estaba desilusionado. Había confirmado los presagios de Antón y su propia intuición. La última respuesta a Andrea fue un esfuerzo titánico para no dejarse llevar por aquel tentador “todavía”. Pero el rotundo “sabes que no, Lucas”, había echado el cerrojo definitivo a su corazón para Andrea. Había girado la llave y la había lanzado en mar abierta, mucho más allá de las Cíes. Se sintió profundamente liberado y disfrutó del poder que acababa de ejercitar, no sin notable esfuerzo.

Lucas había comprendido, por primera vez en su vida, lo que significaba ser libre con todas sus consecuencias.

II En la primera clase después del recreo, apareció Fernando

Adrio y mandó a todo el mundo que se sentase en silencio. Cuando lo logró, comenzó a hablar de esa extraña manera que tenía él, que levantaba la expectación de sus alumnos incluso hasta el punto de que todos le atendiesen.

–Desde el principio del curso, yo les dije a ustedes que los milagros eran posibles. Es cierto que la gente hoy ha perdido la fe en los milagros, como han perdido la fe en la lotería o en las quinielas. Ahora, quizá por esta terrible crisis que nos subyuga,

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creo que esa fe en los milagros se va a revitalizar porque son creencias de tiempos de angustia. Sin embargo, los que nos de-dicamos a la educación, nunca la hemos perdido, créanme, por-que todos los años vemos milagros.

Los alumnos se miraron entre sí, con gestos interrogatorios sobre el porqué del discurso de Adrio, pero nadie tenía ni idea.

–Y yo hoy quiero presentarles un milagro y de los gordos. De los del tipo de un tullido sin piernas que anda, o de los de un ciego que ve, o incluso del que estaba muerto y ha resucitado –Adrio miró de reojo a la ventanilla de cristal de la puerta de la clase e hizo un gesto con la mano, apenas percibido por dos o tres alumnos.

–Yo quiero hoy que ustedes se pongan de pie, y reciban con un fuerte aplauso a una persona que demostró hace un par de días que siguen existiendo los milagros. ¡Con todos ustedes, Féeeeeeelix Lavaaaaaares!

En ese momento, se abrió la puerta y entró el héroe del par-tido del sábado. Lo hizo acompañado de su madre, Gloria, que lo traía del médico, y de José Luis Valeiras. Un estruendo de ar-tillería rompió el silencio general de los pasillos de aulas. Los vítores, los silbidos cosquilleantes de oídos, los aplausos y de-más vivas se oyeron en todo el recinto escolar. No faltaron cu-riosos –profesores, alumnos e incluso personal no docente– que, ajenos a la noticia, acudieron con rapidez a asomar la cabeza al aula para ver qué nuevo escándalo habían organizado los de 1º B de bachillerato. Durante casi cinco largos minutos se alargó el follón, ampliado por un grupo numeroso que no desaprovechó la ocasión de poder ponerlo en práctica de una manera legal. Gloria no cabía en sí de gozo por la bienvenida otorgada a su Félix, que ya empezaba a mostrar que tenía sangre en las venas. Al final, entre Valeiras y Adrio, consiguieron reducir a las hor-das y contener a las huestes en sus asientos. Les dieron a todos

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los avisos sobre cómo tratar a un herido de guerra –nada de achuchones, besos sí pero sólo de chicas guapas, ni empujones, abrazos o palmadas en la espalda–. Al final del entremés, Adrio volvió a tomar la palabra…, y ahora tocaba la mala:

–Como bien sabéis, estamos a finales –muy finales, por cierto– del mes de octubre, es decir, tiempo de exámenes…

Suspiros, gritos de susto, “yas” interrogativos, “qués” y “venga yas”. Derrumbes sonoros de brazos en mesas y cabeza-zos sobre los libros le proporcionaron la certeza a Adrio de que sus pupilos habían comprendido el mensaje. Cuando los lamen-tos se redujeron a la mínima expresión silabeante, Adrio conti-nuó haciendo mucho teatro.

– ¡Así me gusta, chicos! ¡Eso es valor, altura de miras, fre-nesí responsable! Con ustedes, uno se siente realizado, sí señor. ¡Qué gusto de gente, aplicada y trabajadora, que enarbola sus más delicadas expresiones de entusiasmo para dar cuentas de un trabajo sublime que…!

–¡Bueno, vale ya! ¡Déjelo! –le gritó una de las megacrakis de primera fila, con cara de enfado, que realmente no tenía ga-nas de teatro y sí le había preocupado el anuncio del profesor. Adrio se quedó tan sorprendido que tartamudeó un instante y luego se calló. Se hizo un silencio duro en la clase. ¿Cómo reaccionaría el imprevisible “maceto”? Todos esperaban o su arranque de ira –mal asunto–, o un misil envenenado contra la aplicada alumna –buena señal–. Pero Adrio no hizo ni lo uno ni lo otro. Tan sólo se sentó en su mesa y prosiguió en un tono normal, como de telediario.

–Bien, por lo que me han comunicado sus profesores, el ca-lendario de exámenes queda de la siguiente manera: durante es-ta semana, podrán aprovechar las clases para resolver dudas, y a partir del próximo lunes comenzarán las pruebas. Les cuelgo en la corchera las fechas, y luego toman nota. Y ahora, pueden

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abrir el libro por la página 168, donde continúa el estudio que estamos haciendo de las Coplas de Jorge Manrique.

La clase transcurrió con normalidad, y Adrio no hizo refe-rencia alguna al corte que le había dado la megacraki, hecho que sorprendió al conjunto. La misma chica, estaba hecha un manojo de nervios, esperando que el “maceto” hiciese una inte-rrupción en la explicación, y le soltase un revés dialéctico que la dejase grogui durante unas cuantas semanas. Trataba de concen-trarse en lo que estaban trabajando, pero no era capaz de fijar la atención, y apenas se atrevía a mirar al profesor. Pensó que el muy cabrón estaba esperando a que se relajase, para pillarla desprevenida y hacer más pupa. Acabó la clase. Adrio recogió sus papeles, y se despidió muy correcto. Al pasar al lado de la interruptora, se detuvo y le preguntó:

–¿Se encuentra usted bien, señorita?

Y todo el mundo guardó silencio, porque sabía que había llegado el momento.

–Un poco nerviosa, don Fernando. Disculpe usted que le haya interrumpido… No ha sido correcto…

–¡Oh, sí, querida! Ha sido muy correcto, un poco brusco, quizás…

–¡Lo siento, don Fernando!

–¡Que no, mujer! Tranquilícese. ¿Está usted ya más tranqui-la?

–Sí, gracias.

–Es que, efectivamente, usted y tres o cuatro personas más no tenían derecho a recibir esas palabras. Entiendo que se in-dignase, pero debe comprender que hablaba para el rebaño…

–No tiene que disculparse, don Fernando…

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–¡Que sí, mujer! ¡Deje usted darme el gozo de ennoblecer-me!

–¿Cómo? No entiendo…

–¿Cómo? Pues pidiéndole perdón, señorita. Pidiéndole per-dón.

Y Adrio se fue, dejando a la megacraki pensativa y con ella al resto de la clase. Las mismas Gorgonas, preparadas con papel y bolígrafo para recoger el ataque, se sintieron avergonzadas y desistieron en su propósito. Con gestos como este, Adrio se humanizaba y aumentaba en sus alumnos, sin quererlo, su pode-rosa imagen de hombre decente. Y muchos intuían que, cuando no lo aparentaba, era porque hacía teatro con el fin de hacerles menos aburrida la existencia.

III A la hora del recreo largo del mediodía, Silvia estaba con el

corazón en un puño, intentando aparentar normalidad, tratando de hacer correr los larguísimos minutos de la espera haciendo carantoñas a los niños, y dejando medio turulata a Marisa, su compañera de actividad, que nunca la había visto en esas condi-ciones.

–¿Estás bien, Silvy? –se interesó medio preocupada, medio curiosa.

–Yo sí, ¿y tú? –respondió con cierta tensión.

A Marisa, amiga sincera de Silvia, le bastó con ver la figura del Conde Lucanor, andando medio perdido por los pabellones de infantil, y observar el derretimiento de fusibles de su amiga, para atar cabos y no necesitar más revueltas para deshacer la madeja.

–¡Hola, señor literato! Es para nosotros un honor contar con

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la nobleza de su pluma… –saludó Silvia, siguiendo un guión que había memorizado de sobra. Lucas sonrió ante el recibi-miento.

–¡Menos bromas, doncellas! En cuanto termine mi castigo, adiós y buenas noches.

–Esperamos convencer a usía para que entienda aquesta pri-sión como dulce entretenimiento, y perdure muchos meses en su buen quehacer de tejedor de historias para dar gran contento a aquestos infantes –intervino, muy astutamente, Marisa ante la extrañeza de la propia Silvia, que creyó que se le abrían los cie-los por el oportunismo de su compañera.

–Ya sé que lo nuestro va a ir de guiñol, pero espero que no habléis así siempre.

–Bueno, un poco de humor nunca viene mal. Ten en cuenta, Lucas, que aquí estamos más solas que la una –añadió Silvia, con una sonrisa que dejaba opaca a la del anuncio del Profidén.

–Bueno, a ver qué se tercia… ¿Dónde nos ponemos?

–¡Ven por aquí, Lucas! –le dijo Marisa mientras le agarraba por el brazo y despertaba las suspicacias de Silvia, que nunca se habría atrevido a esas confianzas.

Fueron al pequeño despacho que usaban habitualmente. En torno a una mesa camilla, se sentaron y las chicas le explicaron el manejo del teatrillo. Lucas atendió las instrucciones, e inter-pretó que aquella actividad se sostenía por los pelos, fruto del esfuerzo de las generosas compañeras, y amparado por algún dios favorable a los niños. Ante tal inestable equilibrio, Lucas decidió hacerse cargo y tomar las riendas del asunto.

–¿Tenéis alguna obrita por ahí?

Silvia cogió de una estantería una carpeta donde archivaban los textos de las representaciones. Eligió una que había escrito

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ella y que le parecía de las más hermosas. Se la dio a Lucas con un cierto tembleque en el folio, advertido por el chico, ante el que la tranquilizó.

–¡No te preocupes, Silvia, seguro que es muy buena!

Silvia pensó, aliviada, que Lucas había advertido su nervio-sismo y lo habría achacado a su temor de que, literariamente, no tuviese mucha valor. Lo que no sabía ella era que Lucas ya le había leído la mirada, y comprendido que su nerviosismo es-condía otros intereses. Ya habría tiempo para profundizar en ellos.

IV Alberto y Elvira habían concertado un encuentro con José

Luis Valeiras en el colegio, al final del día. Aunque ambos apa-recieron de sport, mantenían una elegancia de anuncio de gran-des almacenes. Los saludos fueron familiares y José Luis fue directo al grano, ya que habían solicitado con cierta urgencia la entrevista. Nada más acomodarse todos, mientras se mesaba la canosa y recortada barba, les preguntó:

–¡Bueno! ¿Qué tal veis a Lucas?

Elvira no dio opción a Alberto, que se tendría que resignar a hacer de apoyo logístico de su mujer.

–Pues ya te puedes imaginar, José Luis…, con demasiadas novedades para lo que pensábamos que iba a ser un curso tan apacible como todos los demás…

–No, mujer, no. No me digas que aún te preocupa lo de la pelea…

–¡Qué va! La pelea me da la risa al lado de lo que nos va-mos enterando… Es sobre esa chica, Andrea, creo que se llama, ¿no? –le preguntó a un Alberto sereno y cabeceante en afirma-

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ción.

–¿Os preocupa que a Lucas le guste ese bombón? Lo extra-ño es que no le gustase…

–Me parece lógico que le guste una niña guapa, José Luis, pero de ahí a estar obsesionado con ella me parece más preocu-pante.

–¿Qué quieres decir con “obsesionado”? ¿Te refieres a la pelea otra vez?

–¡Que no, José Luis! Que tenemos a Lucas más enganchado que una pinza. Y además, todos sabemos que esa niña está ju-gando con los donjuanes, y los está sacando de quicio. Esta se-mana voy contigo, mañana con el fontanero…

–¿Eso es lo que te preocupa? ¿Que sea fontanero? –comentó Valeiras con risa desdramatizadora. Laura le ignoró el gesto y siguió con el plan.

–¿Habéis hablado con ella, José Luis? ¿Estáis haciendo algo para que no siga esta situación?

–Estamos en ello, Elvira. Pero es un tema delicado… Hay que saber distinguir bien entre lo que es estrictamente personal de lo que atiende a la vida colegial.

–¡Bueno! Espero que la hagáis entrar en razones, José Luis. No se puede permitir que en un colegio como el nuestro haya gente sólo pensando en desquiciar a los niños.

–Vamos, vamos, que estás exagerando, Elvira.

–¿Exagerando? Perdona, pero creo que a mi edad ya sé muy bien si debo exagerar o no –le replicó Elvira con un resplandor de enfado en la mirada, que no pasó desapercibido a Valeiras–. ¿Tú sabes lo que comentan vuestros alumnos en Tuenti y en Fa-cebook? Parecen una jauría en celo, José Luis.

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–En el colegio no tenemos por norma meternos a espiar la vida privada de la gente, Elvira…

–Pues no sé yo si es una buena decisión, no vaya a ser que os llevéis una sorpresa…

–¿Y todo esto que me cuentas, te lo ha dicho alguien o lo has descubierto tú sola? –preguntó Valeiras de manera nada inocente.

–Tengo mis fuentes, como todos… Además, en este colegio nuestro se mantiene esa odiosa tradición del chismorreo con el que todo el mundo sabe lo de todos.

–En eso estoy contigo, Elvira. Es una lacra que tendríamos que conseguir erradicar de este lugar. Pero, ¿crees que podré contar con la colaboración de los padres? ¿Con vosotros mis-mos, por ejemplo?

Alberto intervino por primera vez.

–¡Eso ni lo dudes, José Luis! Pero volvamos al tema que nos importa… Nos preguntábamos si Lucas no verá perjudicado su rendimiento académico mientras esté esa chica danzando por medio…

–¡Eso ni lo dudes, Alberto! –jugó Valeiras con el mismo tono que Alberto. Ambos sonrieron, aunque a Elvira no le hizo gracia–. Los chavales pasan por estas cosas, hombre. Durante un tiempo estará tonteando y descentrado, pero Lucas tiene un potencial tan grande que dudo que le afecte al expediente.

–¿Y si te digo, José Luis, que no nos gusta en absoluto la presencia de esa niña en la clase de Lucas? –intervino Elvira, decidida.

–No se me ocurre qué pueda hacer el colegio… ¿Quieres que la expulsemos por ser guapa?

–No porque es guapa, sino porque es un bicho y provoca al-

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tercados entre los alumnos y los vuelve tontos. Mira, José Luis, esto que te estamos diciendo lo podemos hablar con unas cuan-tas familias más, y estamos dispuestos a meteros presión aquí arriba…

–¿No me estarás amenazando, verdad Elvira? –preguntó ahora Valeiras con un casi bisbiseo que indicaba enfado súbito con consecuencias inmediatas e imprevisibles.

–¡Vamos, José Luis! ¡Que estás exagerando! –le replicó Al-berto con una sonrisa malvada al peligroso Valeiras, y tratando de suavizar el farol del motín.

–Aunque también hay otras posibilidades, claro –prosiguió Elvira–.

–¿Ah sí? Me gustaría conocerlas.

–Quizá no podamos deshacernos de la niña… pero sí que podemos poner tierra de por medio…

–¿Os queréis llevar a Lucas?

–¿Por qué no me cuentas ese plan tan estupendo que anun-ciáis aquí para hacer un curso en Estados Unidos?

Elvira acababa de lanzar el segundo farol de la tarde.

–¿Quieres mandar a Lucas allá a hacer bachillerato? Sabes que no lo aconsejamos a estas edades. Es un programa para alumnos de la ESO… Luego vienen los problemas del nivel, la dificultad para aprobar la selectividad… Sabéis que no es una buena idea.

–Efectivamente, lo sabemos muy bien. Así que piensa tú en algo, José Luis. Para eso estamos aquí, para que nos ayudes con este problema. Porque queremos a esa pelandusca lejos de nues-tro Lucas –concluyó Elvira, determinada.

–Es que no queremos que se nos despiste y que, por ejem-

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plo, bajase las notas… –concluyó, a modo de disculpa, Alberto.

“Por ejemplo”. Mensaje recibido. O sea, lo de siempre –captó José Luis sin gran esfuerzo.

–Mirad, yo creo que este asunto no lo tenéis bien enfoca-do… A ver si me explico. Lo primero, esa chica no es un pen-dón tal y como suponéis; no al menos en el colegio. Decís que no, que el tema de la pelea es ya historia, y creo que no lo es. Lo que pasa es que os ha pillado con el pie cambiado, y os ha molestado mucho ser la comidilla de los rumores. Yo lo entien-do, no creáis… A nadie le gusta estar en boca de todos para ser despellejado. Y lo digo por propia experiencia.

Elvira intervino, tras estar un rato pintando gestos de pocos amigos.

–José Luis, no nos repitas lo que ya sabemos. Dinos qué ha-cer para salir de este embrollo, y que todo vuelva a la normali-dad.

–Lo segundo, Lucas –siguió Valeiras como un Panzer–. Sus problemas sentimentales, y más si se derivan hacia hechos co-mo el de la pelea, deben ser motivo de una conversación pausa-da entre los tres, donde podáis hablar con calma, y con sereni-dad. Exponedle abiertamente lo que pensáis, y tratad de llegar a acuerdos. ¿Me equivoco si imagino que vuestra conversación con él sobre el incidente no pasó de un conjunto de advertencias y de regañinas? –le preguntó a Elvira con la mirada fija en ella.

–¡Más o menos! Lucas no facilita profundizar mucho en sus cosas. Al menos le sacamos el compromiso de que no volvería a suceder… –respondió ella con cierto fastidio.

–Ello nos lleva al tercer punto. No podéis seguir tratándolo como a un niño grande. Él no lo es. Elvira, cada vez que te re-fieres a él o a sus compañeros los calificas de niño o de niña. No lo son. Y además les molesta mucho. También parece que

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habéis reducido vuestros compromisos como padres a que Lu-cas lleve un expediente inmaculado y, a estas edades, eso no es serio. Creo que tendríais que hacer el esfuerzo de respetar su au-tonomía, y poder hablar con él tratando temas intrascendentes para vosotros, pero que a él le importan mucho.

–Es una valoración un poco dura, ¿no crees José Luis? –intervino ahora Alberto–. ¿Acaso crees que no hablamos con él, que no nos interesamos por sus cosas? No es cierto que sólo nos preocupen sus notas… Comprobamos que es un chico que sabe estar, que se preocupa por los demás, que es servicial…

–Pero no habéis tendido lazos de confianza para hablar de lo que a él le interesa, además de todo eso que has dicho, que está muy bien.

–Te equivocas, José Luis, insistimos –remachó ahora Elvi-ra.

–¿Sabéis dónde tenéis la prueba del algodón de que no me equivoco? Si fuese cierto lo que decís, no os habría cogido por sorpresa sus disputas amorosas.

La prueba no tenía refutación posible. Alberto y Elvira, cru-zaron miradas rápidas de inteligencia.

–Vale, está bien. Ya se ve que tienes razón, José Luis. Ten-dremos que sentarnos Elvira y yo a hablar para ver cómo enfo-camos esto que nos has dicho.

–Bien, por mi parte, pensaré en algo que le pueda ayudar de verdad. Pero, como padres suyos que sois, no podéis esperar que otro os saque las castañas de este fuego. Quizá podría ha-cerlo por vosotros, y probablemente tendría más opciones, pre-cisamente porque yo no soy su padre. ¡Ya sabéis cómo son los adolescentes! Pero también os advierto de que todo lo que gana-ría de respeto y prestigio ante él, lo perderías vosotros. Además, si dejáis pasar la oportunidad, Lucas nunca llegará a compren-

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der por qué no sois capaces de poneros en su lugar, y poder tra-tar precisamente con sus padres lo que más le importa. ¿Y en qué más os puedo ayudar yo? Pues puedo allanaros el camino para que él confíe en vosotros, en lugar de en terceros. O que no se os cierre en banda cuando le queráis sacar el tema. ¿Os pare-ce bien?

Alberto y Elvira se mostraron conformes con afirmaciones de sonrisa. ¡Qué remedio les quedaba! Elvira no acabó el en-cuentro contenta, aunque lo disimuló bastante bien. Esperaba que Valeiras se hubiese rendido a sus pretensiones sin rechistar. No es que no tuviese razón en lo que les había dicho, pero la evidencia de no haber quedado bien como padres la irritaba en extremo. Y lo de hablar con Lucas… eso no era tan fácil… y menos sin que se descubriese el tomate…, habría que andarse con pies de plomo. Alberto, por su parte, se las veía venir, por-que conocía mucho mejor a José Luis que su mujer, y sabía que no iba a entrar a un juego de dimes y diretes. También estaba molesto por las reconvenciones de José Luis, pero no cabía du-da de que el buen hombre era honesto, y les había advertido por el bien de todos. Ahora tendría que convencer a su mujer para elaborar un plan, y conseguir que su irritación no durase dema-siado.

CAPÍTULO 11

I El lunes por la tarde habían quedado Lucas y Félix para es-

tudiar juntos, tal y como deseaban las madres. Lucas impuso que Félix se trasladase, a pesar de las heridas, hasta la casa de la Plaza de España, donde habilitó una zona del tercer piso para el trabajo en común. Llegó el dolorido haciendo mucho teatro por el esfuerzo, para que se le valorase en su justa mediada su nota-ble sacrificio. Lucas no se anduvo con muchas ternuras y lo lle-vó al piso superior.

–¡A ver, Félix, que vamos justos de tiempo!

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–¡Ya te digo, tío! Mira que avisar de los exámenes así, de sopetón…

–No te excuses, Félix, que el calendario nos lo dieron ya en septiembre.

–¡Sí, pero eso se va avisando poco a poco, concho!

–A ver. Mañana tenemos clase con Conde, Inglés con la Pitty y Economía. Tenemos ejercicios de los tres, ¿sabes?

–¿Por dónde empezamos?

–Tú empieza por donde quieras, que yo voy a mi bola.

–¡Joé, tío! ¿A eso le llamas estudiar juntos?

–Hombre, si lo que esperabas es que te diese clases particu-lares, vas de ala, macho. Como mucho, te apoyo con alguna du-da.

–Bueeeeno, vale. Venga, pero vamos a la par, por ejemplo con Economía…

–¿Economía?… Esa es la que más te gusta, ¿verdad?

–Sí. Yo creo que…

–Si es la que más te gusta, déjala para el final, Félix –le cor-tó la cháchara Lucas.

–¿Y eso? –contestó sorprendido Félix.

–Es mera estrategia, hombre. Empieza por lo que más te cueste, ahora que estás fresco. Y lo otro, como te gusta… Ya sabes, sarna con gusto, no pica.

Para llevar apenas diez minutos, Félix ya había recibido la primera lección. Nunca había visto a nadie que ese consejo, mil y una veces repetido, lo llevase a la práctica. Y, mire usted por dónde, ahí estaba Lucas que trabajaba así. Cogió el libro de Conde, de mala gana, dispuesto a inmolarse con algo que no le

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apetecía.

–¿Y tú siempre lo haces así, tronco?

–Verás, Félix, mi caso es muy distinto. Yo no tengo pro-blemas con ninguna asignatura –le respondió con unos aires de suficiencia, que le dieron asco a Félix por la envidia.

Consiguieron trabajar bastante en silencio, aunque Lucas percibió los continuos movimientos en la dura silla de su com-pañero de trabajo. Se dio cuenta de que el pobre hombre, más que sentirse incómodo por el fajín y los dolores, lo estaba por la falta de hábito. Al terminar los deberes, casi una hora más tarde, Félix plegó los libros mientras suspiraba de satisfacción.

–¡Bueno, Lucas, hoy sí que ha cundido el estudio!

–¿Qué dices, pringao? ¿Ya has terminado? –preguntó ex-trañado Lucas.

–¡Hombre, pues claro! ¿Qué más quieres? –respondió Félix, muy rotundo.

–¡Pues que empieces a estudiar, hombre! Has terminado las tareas. Ahora, a chapar… Lo duro de verdad, tío.

–¿Pero qué dices? A mí no me piden sacar todo dieces –le espetó Félix, medio rebotado, medio hiriente.

–¡Tampoco te piden que sigas con la media de cuatro pen-cos por evaluación, como sueles hacer, subnormal! Además, ¿ya no te acuerdas de que la semana que viene tenemos todos los exámenes?

–¡Sí, tío! Pero, bueno, tampoco hay que exagerar, que esta primera sólo es una evaluación informativa…

–¡…y tú quieres informar de que sigues siendo un zángano zopenco! ¿No eres el nuevo héroe de El Olivo, ejemplo de es-fuerzo y entrega por los demás, modelo que todas las genera-

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ciones de alumnos tendrán que emular?

–Una cosa es el fútbol y otra las notas, lo sabes bien.

–Lo que veo es que no sabes que son lo mismo, porque el héroe lo es en todo o no lo es en nada. No te busques excusas, y ponte a chapar, que en esta ocasión no vas a suspender ni una. De eso me encargo yo.

–¡Bueno, ya lo que faltaba! ¡Que me tratases como mi ma-dre! ¿Sabes que tienes el mismo mal rollo que ella?

–¿Y no te da el cerebro para intuir que no tiene nada que ver los malos rollos de los padres con tu responsabilidad perso-nal? El estudio, machote, o lo haces tuyo o vas a ir siempre de lado, arrastrado perdido. ¿Quién quiere hacer bachillerato, aton-tao, tu madre o tú? Parece mentira que no lo cojas…

Félix lo había entendido siempre. Como siempre le había faltado fuerza de voluntad para llevar a cabo tan buen propósito. En fin, le concedió la razón al Conde Lucanor, más intratable que nunca, y decidió aprovechar la fuerza de la obligación de un amigo, mucho más poderosa que todos los discursos de una madre. Y volvió a abrir los libros, dispuesto a estudiar. Pero lo cortó Lucas de nuevo, con aire cansado.

–Félix, así no se estudia. Necesitas un plan.

–¿Un plan de qué, pavo? ¿Vas a monitorizar mi vida o qué? –contestó medio irritado.

–¡No seas crío, anda! Un plan de estudio es otra estrategia para optimizar recursos. Antes de ponerte a estudiar a lo bestia, párate a pensar en cómo lo llevas y trázate el plan. Escríbelo en un papel y no te deshagas de él hasta que termines los exáme-nes.

Así que era eso, pensó Félix. Advirtió que, efectivamente, nunca había realizado un plan de esos, a pesar de que se lo hu-

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biesen dicho millones de veces. ¿Resultaba ahora que también eso funcionaba? ¡Ostras, es que como funcione, soy medio lelo, macho! –pensó para sus adentros el cada vez más sorprendido Félix. Estuvo pensando, quizá por primera vez en su vida, sobre cómo llevaba las asignaturas para planificarse: Mate, de pena; Inglés, si había suerte, copiando; Geo e Historia, no había estu-diado nada, sólo ejercicios; Economía, bastante bien; Filo, la daba por perdida; Lengua, sin chapar la teoría, y la gramática a medias; TIC, sobrao… Y el resto, las marías. Félix escribió sus pensamientos y luego se atascó de nuevo. ¿Y ahora, qué? –pensó el pobre iniciado. Pidió ayuda al experto compañero de salvación.

–Ahora, pones por escrito todo lo que te entra en cada exa-men, y repasas lo que te sabes, lo que te suena, y lo que ni te imaginabas. En las de chapar, te haces esquemas muy básicos y te los metes en la cabeza a martillazos. Luego lo rellenas con la paja. Te lo preguntas mentalmente, y cuando veas que te lo sa-bes lo escribes. Compruebas que todo va niquelado, y a otra co-sa, mariposa.

–¡Hala, tío! Para hacer eso hay que echarle tres o cuatro ho-ras mínimo a cada asignatura…

–¡Y da gracias, que estamos al principio, chaval! ¡Ya verás en los trimestrales de diciembre! ¡Como no empieces ahora, no te va a llegar la meada ni al suelo, colgao!

II Si Félix Lavares estaba siendo sometido a un marcaje de

cerca por Lucas, no le iba en la zaga Berto, que tenía a su lado a Clara, intentando organizarle la vida estudiantil al caótico mu-chacho. Bertiño había aparecido en casa con cara de susto, y había sacado casi en volandas a su hermana de sus estudios para avisarle de que habían anunciado las fechas de exámenes, y me-

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cagonlamar, Clarita, questavezsí, queyomemeto ylasapruebo-tóas yalosviejoslesdaunsubidóndelaleche. Clara, asustada por la impulsiva reacción de su hermano, tardó en comprender el complejo y acelerado mensaje, y no tuvo otra opción que se-guirle la corriente, calmarlo, echarle una bronca por lo impulsi-vo de su actitud y asegurar esa acometida positiva, fruto de no se sabía qué milagro, para que Bertiño se pusiese a estudiar.

Tras lograr hacer todo eso, ambos trazaron un plan de traba-jo bastante similar al que le planteaba Lucas en esos momentos a Félix, y provocando en Berto pensamientos casi gemelos a los del lastimado lateral. Berto tuvo un momento de bajón cuando comprendió el sacrificio que le iba a suponer superar esa prue-ba, pero la firmeza y la voz tranquilizadora de su hermana ama-rraban en él los cabos de la buena esperanza en conseguirlo. Él tenía ahora ganas, una fuerza de voluntad motivada por sus pen-samientos interiores que lo dirigían a metas concretas, siguien-do las marcas de un mapa del tesoro que tenía en la cabeza. Se-mejantes cambios sólo podían estar relacionados con los extra-ños acontecimientos del fin de semana –pensó para sí Clara. Aún no habían hablado y no sabía si, al solicitar su ayuda el domingo en el fregoteo, se refería a eso que estaba haciendo con él o a otras cosas. Pero la buena de Clara no iba a desaprovechar una oportunidad como aquella.

–¿Te queda claro, entonces?

–¡Me queda, tía, me queda!

–Bueno, pues yo sigo con lo mío que también tengo que es-tudiar.

Berto pasó una hora larga solo en su habitación, en silencio, y –¡oh novedad!– con la puerta abierta. Blanca sólo se dio cuen-ta de este detalle cuando fue a su habitación y advirtió que su hijo estaba concentrado en libros y libretas. Fue tal la impresión que se llevó, que se encerró en su cuarto matrimonial para sofo-

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car el lagrimeo de emoción de contento que le había sobreveni-do. Cuando salió, unos minutos más tarde, con las huellas eli-minadas del rostro, volvió a mirar a su hijo con detenimiento, retardando un poco el familiar andar para disfrutar de más tiem-po del espectáculo. Se metió en la cocina, con la puerta entor-nada, y con todos los sentidos pendientes del nuevo silencio que había decidido instalarse en su hogar.

Al poco, Berto se levantó con furia y jurando en arameo. “¡Pero cómo cuesta esta mierdaaaa!” escucharon las mujeres con intranquilidad, comprobando las luchas de un deshabituado a los lances de la concentración estudiosa. Ambas escucharon sus pasos y sus bufidos, camino de la habitación de Clara, a la que iba a pedir auxilio.

–Clara, tía, no soy capaz de concentrarme. He leído cien veces el primer párrafo, este de Historia, y no soy capaz de me-térmelo en la cabeza. ¿Qué pasa? ¿Soy anormal perdido o qué?

Clara sonrió muy tranquila y apaciguó al desconcertado guerrero.

–Mira que eres cabezón, Berto. ¿No te he dicho que lo estu-dies por esquemas?

–¡Y dale, tía! Que si me pongo a hacer esquemas no me da tiempo a nada…!

–Eso es lo que tú crees. Inténtalo, hombre, y verás cómo te da tiempo de sobra. ¿No te das cuenta de que el mismo proceso del esquema es un estudio buenísimo? Tienes que leer, com-prender, discriminar y escribir. Anda, ponte aquí conmigo y los vas haciendo. ¡Ya verás, tonto!

Clara le hizo un hueco generoso en su amplia mesa de uni-versitaria. Berto accedió con mala cara pero, dispuesto a todo como estaba, se cogió su silla de oficina, la arrastró con furia por el pasillo, y entró en la luminosa habitación de Clara gol-

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peando todo lo golpeable con las patas giratorias. Pronto Berto se dio cuenta de que se encontraba muy a gusto estudiando con su hermana. Al fin y al cabo, los dos compartían martirio de oficio, y ante el cansancio o el desánimo, el ejemplo del otro –más bien el ejemplo casi exclusivo de la otra– ayudaba a seguir en el empeño.

Así estuvo Berto tres horas seguidas, haciendo esquemas con una caligrafía que causaba espanto en su hermana, ya de por sí horrorizada por las animaladas ortográficas que intuía. Y luego, estudiándolos. Clara advirtió las extrañas corresponden-cias de las fases del estudio con los movimientos corporales del hermano: cuando hacía esquemas, sólo movía manos y brazos para escribir con una presión del bolígrafo sobre el papel que podría taladrar un bloque de granito; y cuando intentaba memo-rizarlos, le daban todo tipo de tics nerviosos como picores en la espalda, movimientos continuados de toda la pierna izquierda impulsada por un tacón que bailaba el baile de San Vito, restre-gamientos del rostro, y contabilización numérica de ideas con unas manos movidas por duros resortes que sacudían toda la mesa.

Clara, a las dos horas de estar en su compañía, ya había terminado sus quehaceres, pero tuvo la generosidad de aguantar mucho más tiempo para que su hermano siguiese. En esos mo-mentos, haciendo como que leía un voluminoso tratado de lite-ratura inglesa, se dedicaba en realidad a explorar a Berto y lle-gar a conclusiones evidentes de lo muy distintos que eran los dos hermanos.

Clara recordó también sus inicios conscientes de estudio en serio. No tuvieron nada de impulsivo ni de cortes bruscos en su forma habitual de trabajo hasta ese momento. Más bien fue una lógica transición en una chica trabajadora, que entendió al prin-cipio el estudio como una tarea más, y que luego fue cogiendo cuerpo hasta convertirse en un amplio y profundo lago. Nada

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que ver con el hermano, cuyo interés por el estudio semejaba un chorro a presión de una boca de agua, demasiado tiempo entela-rañada y oxidada por la falta de uso.

A eso de las ocho y cuarto de la tarde, la hermana decidió que por ese día ya le llegaba al pobre Berto. Como sabía que había estudiado bien y que se sabía con cierta firmeza lo adqui-rido, quiso la buena mujer estimular la habitualmente depaupe-rada autoestima de su hermano.

–Bueno, Berto. Basta por hoy, guapo. Ahora te voy a pre-guntar.

–¿Qué? –casi gritó sorprendido Berto–. No, tía, el examen en su día.

–¡Que no, hombre! Ya verás cómo te lo sabes. A ver, em-pieza con el rollo este de las Coplas de Jorge Manrique.

–¿Las Coplas del pringao del Manrique, tía? ¿Me preguntas por las Coplas, tronca? ¿Quieres que te las cante o que te las baile? –empezó a hacer teatrillo de farsa Berto. Pero, al punto, empezó a escupir la introducción, siguió con datos precisos so-bre los contenidos temáticos, los tópicos, la estructura métrica de la sextilla manriqueña, y fulminó la pregunta con las caracte-rísticas del estilo, sin saltarse ni los más retorcidos nombres de los recursos literarios presentes en la grandiosa elegía “inmedia-tamente anterior a la aparición del Renacimiento” –puntualizó Berto. Lo mismo hizo con el primer tema de Geografía e Histo-ria, y con un listado no pequeño de vocabulario de Inglés. La hermana aplaudía los éxitos de su hermano, y acabó la sesión con un “éste es mi Berto, sí señor”, que al novel estudiante le supo tan bien como las campanas de plata repicando a gloria que sentía cada vez que metía un gol en el fútbol.

A Blanca, que no se había perdido detalle auditivo del fe-nómeno, le bailó el corazón de contento, y preparó un tortillón de patatas con cebolla –plato preferido de su querido Berto–

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como no la había hecho de grande nunca antes. El chico se me-recía el regalo.

III La semana seguía plomiza, con una humedad del 90%, llo-

viendo intermitentemente pero con furia contumaz. Para los alumnos se estaba haciendo agotadora por el brusco cambio de costumbres, el inesperado reclutamiento, cada cual en su casa, apretando en el estudio. Y por una maquinaria cerebral que chi-rriaba como una pesada locomotora, tras haberse oxidado por llevar demasiado tiempo abandonada.

El martes 1 de noviembre era festivo desde siempre en Ga-licia11. El día de los difuntiños exigía visita obligada a los cam-posantos, poner en orden y limpiar tumbas y nichos, oraciones breves para los más piadosos y sentimientos de pérdida y dolor por la ausencia de seres queridos para todos, especialmente por los más recientes. Fue una mañana de respiro para los agobia-dos alumnos, que ni se plantearon planes alternativos para por la tarde. El miércoles se volvió a la rutina, que cada vez lo era menos porque se veía envuelta en el nerviosismo creciente. Era fruto de una responsabilidad bastante irresponsable, de un sólo acordarse de Santa Bárbara cuando truena, de una tradición multisecular en la vida de los estudiantes.

Los equipos educadores de El Olivo trataban de que la gen-te estudiase al día, metiéndoles presión con trabajo diario califi-cado, con alguna que otra prueba oral sorpresa y con otros re-cursos que sólo conseguían una eficacia muy regular. Por eso,

                                                                                                                         11  En realidad, el festivo que se celebra es el de “todos los santos”, y la conmemoración de “todos los fieles difuntos” es el día 2 de noviembre, pero la costumbre de visitar los cementerios se trasladó al festivo, que es conocido popularmente en Galicia como el día de “los difuntiños”.  

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desde hacía años, habían implantado baterías de exámenes en medio de los periodos largos de cada trimestre. La medida ase-guraba que los siempre indolentes alumnos tuvieran que sacu-dirse los estragos de una vida demasiado acomodada, ponerse las pilas y hacer lo mejor posible esas pruebas. Porque, además, los resultados eran recogidos en un boletín que llegaba a casa, cuyo contenido había que justificar en todos los casos ante los padres.

Esta medida había sido discutida con encono de posturas enfrentadas por parte de los profesores de bachillerato, pues muchos eran partidarios de no realizar estas evaluaciones in-formativas, apelando a que así no se le facilitaba al alumnado la necesaria madurez. El contraargumento de consolidar los hábi-tos de estudio y la conveniencia de los exámenes regulares se impuso al final por la vía del sentido común y la fuerza de los hechos, al ver que sin ese esfuerzo obligado los alumnos lo de-jaban todo para el final, no llegaban y obtenían unos resultados docentes catastróficos. La dirección había optado, no obstante, por una solución un tanto salomónica, al decidir que hubiese boletín de calificaciones y que, al mismo tiempo, los exámenes parciales no liberaran materia de cara al trimestral. De esta ma-nera, se obligaba a estudiar en serio a los alumnos en periodos más cortos y no se restaba volumen a los trimestrales, que eran unos exámenes exigentes de aúpa, con mucho contenido teórico y práctico.

Los padres, muchas veces desbordados por los desmanes propios de la edad de sus hijos, y habiendo agotado sus escasos recursos de presión para meterlos en vereda, esperaban encon-trar en esos boletines nuevos argumentos para cortar los desma-dres filiales. Sus nenes lo sabían bien, y por eso se dejaban las pestañas. Nadie quería ver peligrar sus salidas de fines de se-mana, el recorte semanal de ingresos e, incluso, en los casos más graves, el quedar incomunicados digitalmente, tras el cierre

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cautelar de internetes, móviles, consolas y demás parafernalia. Sin embargo, en El Olivo, como en todos lados, ya se empezaba a apreciar diferencias entre los dos clásicos grupos: los que ac-tuaban al vaivén de las circunstancias y sólo se movían por el miedo al castigo, y los que habían ya decidido coger el toro por lo cuernos, tener motor propio y trabajar por sí solos, al margen del mercadeo paternal con las notas como moneda de cambio. Si Félix y Lucas eran dos buenos ejemplos de ambas posturas, el caso de Berto se podría calificar de estado de transición: si bien la amenazadora presencia de los cercanos exámenes le ha-bía disparado todos los muelles, no era menos cierto que el po-bre hombre ya estaba barruntando que tenía que ser autónomo en su vida y dirigirla él, y no ser arrastrado por las olas como la barquilla del famoso poema de Lope de Vega.

Silvia Cameselle se vio imbuida en esta espiral de violencia estudiadora como todos los demás, y viendo peligrar el teatrillo de guiñol y su melodrama personal, movió fichas para salvar una y otra necesidades, pues, aunque el estudio fuese el estudio, también había un compromiso con los recreos del infantil que su sentido de responsabilidad no estaba dispuesto a ignorar. Por esto, en la reunión del grupo del mediodía del miércoles, puso en alerta a sus dos compañeros de oficio y les advirtió de que el jueves y viernes actuaban y, que ella supiese, no tenían ni plan-teamiento, ni nudo ni desenlace. La tan suspirada ayuda del Conde Lucanor estaba resultando un poco chasco porque pasa-ban los días y el autor no presentaba nada. Presionado por Mari-sa y Silvia, acordaron resolverlo aquel mismo miércoles 2 de noviembre, quedando todos juntos en casa de Lucas a estudiar y, a su término, comenzar la redacción de la obra. Lucas no sa-bía muy bien qué le iba a parecer a su madre ese incremento de estudiantes en el chalé de Plaza de España, ni tampoco si, enci-ma, se iba a molestar por la presencia de las dos chicas, que jun-to con Lavares y el propio Lucas podrían parecer un juego ama-ñado de parejas.

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El compromiso de Berto con sus obligaciones en beneficio de la comunidad le resultaba menos preocupante porque no te-nía que preparar nada, lo resolvía todo en horario escolar, y él mismo no estaba dispuesto a perderse ningún recreo por culpa de un agobio de exámenes al que ya le dedicaba la tarde entera. Desde el primer día, había dispuesto los equipos de cinco juga-dores de cada clase, tratando de seleccionarlos para que fuesen equilibrados, y jugaban al rey de pista: gol marcado, equipo a la calle y entra otro. Berto hacía de árbitro y revivía escenas de su infancia futbolera con los movimientos torpes de los pequeños, con los piques de niños que apuntaban maneras de líder, con la enorme alegría de una idiotez tan grande como un gol de recreo. En esos miniarbitrajes vino a retomar sus viejas consideraciones sobre la justicia, la equidad, el valor de la entrega, la oposición entre individualismo y trabajo en equipo, la ilusión compartida y el orgullo del éxito. Pensamientos estos que, al término de la breve competición, lo ensimismaban para ver cómo los aplicaba él en su vida y con qué marcas del plano del tesoro se corres-pondían. De hecho, Berto, el líder carismático, amigo del follón y de la juerga, el primero en apuntarse a un bombardeo, se esta-ba haciendo más reflexivo, más introspectivo y deseaba estar más a solas para pensar y seguir con su labor de reconstrucción interior.

Si muchos lo advirtieron, pocos alcanzaron a ver en qué consistía realmente ese proceso. La mayoría pensaba que había retrocedido en el tiempo y que se había idiotizado como un crío en la edad del pavo incipiente. No se equivocó sin embargo An-drea, que intuyó perfectamente lo que le estaba ocurriendo. A ver si a este le da también por hacerse un hombre ahora, y me quedo con las ganas –reflexionó la chica al final del recreo del miércoles, después de haberlo estado estudiando con sumo cui-dado desde la distancia.

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CAPÍTULO 12

I Andrea no terminaba de dar crédito a lo que le había suce-

dido con Lucas. Todo había sido demasiado rápido y demasiado contundente. Apenas unos días después de haberle dado entrada a Lucas, este le respondía con una negativa brusca, dolorosísi-ma para él, pero tan firme como inesperada. Andrea sabía que lo que más le inquietaba del suceso era su propio orgullo de mu-jer despedida. Nunca antes nadie la había rechazado. Y ahora ya conocía al menos a una persona que había encontrado motivos lo suficientemente importantes como para anteponerlos a ella, la auténtica belleza ante la que se rendían todos. Y eso era muy, pero que muy peligroso, según el entender de Andrea. Porque, en cuanto se corriese la noticia, iba a haber marejada profunda: sin duda, iba a perder su condición de intocable.

Andrea era capaz de comprender el rechazo de Lucas por su negativa a un amor en exclusiva. El chico era idealista y serio, y se creía esas estupideces del amor romántico, duradero de por vida y trascendente más allá de la muerte. Vale. Pero, hasta la fecha, siempre había vuelto a sus faldas, siempre se había arras-trado de nuevo ante su imponente figura, a pesar de saber que nunca la iba a poseer en su totalidad. Y lo cierto es que casi lo consigue una vez más en aquel diálogo de ojos, si no hubiese sido por aquella salvadora mano que levantó y que deshizo el hechizo.

Sí. ¡La odiosa mano de Lucas!

Pero no se podía olvidar tampoco que la levantó conscien-temente y con firmeza. Y que desde aquel momento fue él quien gobernó por entero la situación. Andrea se había visto en aque-llos ojos ridículamente pequeña ante la grandiosa figura de él. Creía que aquella diferencia podría haber estado motivada por la falsedad de su comportamiento ante la nobleza de Lucas, que hablaba con el corazón en la mano. También su orgullo se vio

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sacudido por esta consideración. ¿Realmente compensaba com-portarse como lo estaba haciendo? ¿Acaso no confiaba dema-siado en unas esperanzas que podrían ser ciertas en un grado tan pobre de probabilidad de éxito? ¿Y si fracasaba? ¿Iba a encon-trar a un chico mejor que Lucas?

Ahora se daba cuenta de que había sido poco prudente. Era lo malo de creer firmemente en una ilusión que podría quedarse en humo y papel mojado. Ahora bien, si se hacía realidad, daba por bien empleado todo el sacrificio de haber vivido montada en el caballo de la inestabilidad emocional durante tanto tiempo. Andrea determinó que a lo hecho, pecho. Era prácticamente im-posible recuperar al Conde Lucanor.

Ahora sólo le quedaba Berto. Un perfecto monigote mien-tras alguien le traía noticias que corroborasen las esperanzas. Berto estaba bien para pasarlo bien, para echarse unas risas, pa-ra ver cómo su bronce de líder se licuaba en sus brazos, para provocar la envidia. Pero para poco más. Si no salían adelante sus proyectos, le podría valer como recurso de entretenimiento hasta acabar el bachillerato y, una vez en la universidad, podría elegir al predilecto de sus opciones.

Eso era lo malo.

Que ya estaba pensando en las alternativas a una ilusión ro-ta. Quizá fuese lo más inteligente. Pero también era, al mismo tiempo, una inteligencia de amargura. Así que Andrea, con todo ese pesar en su corazón, decidió ponerse a estudiar y preparar, aunque fuese mínimamente, los exámenes que se avecinaban. Había que salvar por lo menos la cara.

II Jaime Calero estaba exprimiendo sus dos horas de tutoría

del miércoles por la tarde para seguir abriéndose horizontes. Era momento de dar un rápido repaso a todos sus tutelados para

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quedar bien con todos. Primero con las familias, claro. En aque-llas dos horas pasaron todos sus alumnos por su exiguo despa-cho, donde fueron advertidos de que había que echar el resto en los exámenes, con expresiones del tipo de “¿estarás chapando en serio, no, machote?” O “¿no me dejarás mal delante de tus padres, verdad?” Porque, para Calero, los resultados de sus tute-lados formaban una parte importante de su éxito con las fami-lias. Su obstinado proceder le obligaba a unir irremediablemen-te las calificaciones de sus alumnos a sus probabilidades de ac-ceso a sus intereses. Por eso, cada evaluación, aunque fuese só-lo informativa, ponía en acción al preocupado y amabilísimo profesor, que tenía que hacer importantes esfuerzos para que no se notase su implicación rastrera y verse traicionado por los nervios.

Era cierto que, en caso de que alguno no obtuviese las cali-ficaciones previstas, tenía bien preparado el discurso de la ma-durez para tranquilizar a los preocupados padres. Pero siempre era mucho más conveniente que todo saliese según lo conveni-do, y venderles el humo del optimismo de que, partiendo de unas buenas notas iniciales, las metas de los chicos se podían dirigir a la búsqueda de la excelencia. A los padres, semejante afirmación los elevaba un palmo del suelo y soñaban con nove-las desorbitadas. Ese era el estado que necesitaba Calero para meter el rejón bien metido.

Cuando le llegó el turno a Telmo Cortés, le estalló el petar-do en las manos. El chaval entró en el despacho un poco cabiz-bajo, con cara triste y alicaído.

–¿Qué te pasa, campeón? –le preguntó Jaime con una am-plia sonrisa que invitaba a la confidencia.

–Don Jaime, tenemos un problema… –le espetó a Calero el acobardado campeón que no se atrevió ni a mirarle a la cara.

–¿Un problema? ¿Qué problema? ¡A ver, mírame a la cara,

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hombre! –sonrió Calero, pensando que se trataba de una tonte-ría.

–A ver cómo lo arreglamos… –siguió, titubeante. A Calero esa primera persona del plural, repetida ya en dos ocasiones en el mínimo diálogo no le gustó ni un poco. Bien sabía él que los alumnos cuando triunfaban sólo usaban la primera persona del singular. La del plural le exigía una implicación personal para salir de un atolladero.

–Venga, hombre, cuéntame.

–Don Jaime, me he despistado totalmente. He estado a por uvas desde el mes de septiembre, y veo que no me da tiempo a estudiar los exámenes. Prepárese porque va a ser una debacle…

–¡Venga, no exageres, Telmo! Tienes buena cabeza y, a po-co que te pongas, los sacas. Quizá con no muy buenas notas, pe-ro de ahí a una debacle… Me parece una exageración.

–Pues no lo es, ¿sabe? ¿Por qué cree que le digo esto? Me he puesto estos días a estudiar y no soy capaz de concentrarme. Pasan las horas y no avanzo. ¡No lo logro, profe!

A Calero le hervía la sesera. Doscientas preguntas se entre-cruzaban de manera simultánea en sus neuronas a mil por hora: ¿Pero qué decía el payaso este? ¿Qué van a decir sus padres? ¿Estará enamorado? ¿Cómo no te has dado cuenta? ¿Cómo te ha engañado si siempre decía que estaba chapando? ¿Por qué no lo verificaste preguntando a sus profesores? ¿Le digo que hable con sus padres o hablo yo con ellos?

–¿Crees que necesitas ayuda? ¿Con un plan intenso, crees que lo sacarías? –ametralló Calero al angustiado alumno.

–¡Ya he hecho un plan intenso! Se me va la cabeza…, no soy capaz de tenerla quieta…

–¿A dónde se te va, Telmo? –preguntó con interés Calero

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para ver si encontraba un hilo.

–¡A mil rollos, profe! A todas las chorradas con las que me monto películas…

–¿Qué hay en tus pelis, Telmo? ¿Chicas hermosas, triunfos, dinero, vida a lo grande?

–Sí y no… Porque se dan todas a la vez, al mismo tiempo, sin detenerme en ninguna de ellas, una detrás de otra y sin aca-bar ninguna, sin coherencia, todo en un revoltijo…

Calero lo vio claro, con un susto en el cuerpo. La cosa iba de mal en peor.

–¿Cuántos porros fumas, Telmo?

–¿Eh? ¿Cree que es por eso?

–¡Claro que sí, idiota! ¿Cuántos? –preguntó con cara de po-cos amigos, previendo que acababa de levantar un agujero que no se tapaba en dos días.

–Eh… Bastantes.

–¿Cuántos, atontao, cuántos? ¡Dímelo!

–Pero no se lo dirá a nadie, ¿verdad?

–¡Claro que no!

–Unos dos o tres…

–¿A la semana?

–Al día…

–¡Joder, Telmo! ¿Pero con qué tortilla de patatas me vienes ahora? ¿Desde cuándo estás enganchado?

–Desde el verano para aquí.

–¿Y la pasta? ¿Tus padres te dan para tanto? No me sue-na…

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–Yo me la consigo…

–¡No me digas que también te has convertido en camello, animal!

–Hombre, eso no es ser camello. Vendo a los demás para tener para mí. Sólo unas piedras, nada en plan industrial…

Nada en plan industrial, decía… Pero no es posible, hom-bre, no es posible esta mala suerte, precisamente con el hijo de Pepe, la mejor opción de vía de escape –se lamentaba Jaime Ca-lero, tapándose la cara con las manos.

–¿Qué hacemos, profe? –preguntó Telmo, ahora que ya ha-bía metido en el problema a Calero. Y no sabía hasta qué punto.

III Fernando Adrio también tenía la última hora del miércoles

asignada a la tutoría con alumnos. Como no disponía de despa-cho, hablaba con su gente en la biblioteca del colegio, donde había asentado sus reales desde hacía años, y donde se compor-taba como un señor feudal, administrador de la ciencia y el sa-ber contenidos en las ordenadas estanterías. Aunque la sala era de uso común, Adrio había tomado posesión de la mesa del pro-fesor, disponía de un armario atestado de libros para su uso per-sonal, e incluso un archivador metálico, cerrado a cal y canto con una llave que sólo él disfrutaba. Las horas de tutoría esta-ban en el horario escolar del centro, por lo que habitualmente disponía de la biblioteca en solitario, a modo de despacho. Allí se encontró con Berto durante los últimos cuarenta y cinco mi-nutos del día, antes de salir pitando para su casa en el bus del colegio.

–¡Hola, Berto! ¿Cómo te va la vida, mala bestia?

–Pues, aunque no se lo crea, mucho mejor de lo que se ima-gina…

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–¿Y eso? ¿Te ha tocado la lotería o qué?

–Mucho mejor, don Fernando. Creo que he visto la luz…

–Y al ver la cantidad de mierda que te rodea, la has apaga-do, ¿verdad?

–¡Que no, hombre, que es de verdad…! Que creo que ya me voy aclarando…

–¿Y qué has visto, Bertiño? Ahora en serio. A ver, dime…

–¡Estoy enfrascado con el mapa del tesoro! –le comentó con unos ojos sinceros de ilusión a Adrio, que no se atrevió a ironi-zar porque entendió que lo del mapa del tesoro era importante para la pobre bestezuela.

–A ver, aclárate… Primero dime qué es el tesoro y luego explícame qué es lo del mapa…

–Verá, no es tan fácil de explicar como de verlo. Yo lo he visto claro, pero aún me queda bastante por aclarar…

–¡Jopé, Bertiño, que me estás mandando de paseo el princi-pio de no contradicción!

–Sí, sí, le explico… Bueno, más o menos… A ver si soy capaz… Bueno, le advierto…, esto se lo cuento porque usted es como de la familia… ¡Pero no me vaya por ahí luego pregonán-dolo…!

–¡Que sí, pesado, palabrita del Niño Jesús! –le respondió con cierto cansancio Adrio, mientras hacía una cruz con los de-dos pulgar e índice de su mano derecha y los besaba.

–Verá, me di cuenta de que no estaba siendo yo… Que ha-bía dejado de ser el que tenía que ser… Que no había acabado de desenterrar el tesoro.

Adrió sonrió.

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–¡Mira que eres tozudo, Berto! ¿Cuántas veces no se te ha-brá dicho eso, chaval?

–Da lo mismo, don Fernando. Tenía que verlo yo.

–¿Y eso es la luz que has visto?

–Esa es la conclusión. El tesoro todavía no sé en qué con-siste, aunque sí algunos trazos…

–¿Cuáles son?

–Verá… Creo que soy un tío legal, amigo de mis amigos, que tiene fuerza de voluntad para hacer lo que quiere, a pesar de los pesares. Creo que también soy alegre y espabilado por natu-raleza, amigo de la juerga y de pasarlo bien con los colegas. También soy servicial, por lo menos en lo que me interesa, y quiero de verdad a la gente, a los míos. Pero estaba atascado, todo tirado, inmóvil, sin avanzar…

–O sea, que tenías muchas cosas claras, viste más o menos una meta, pero te tumbaste a la bartola por medio del camino…

–¡Eso es! –respondió con alegría Berto, al comprobar que se había explicado bien, al menos para su interlocutor.

–¿Y por qué te atascaste, mala bestia?

–Yo creo que no fue por mala voluntad… Vamos, que no lo hice a propósito aunque luego sí que lo hiciese…

–¡Hala! Otra vez de paseo el principio de no contradicción.

–Me explico, espere… Yo siempre vi, más o menos claras, las marcas del camino del tesoro. Y quería seguirlas, pero es que el esfuerzo era mucho… Que, además, tampoco había que tener prisa… Que, bueno…, poco a poco, con mucho relajo…, total ¿para qué correr? Además, tampoco se estaba nada mal sin avanzar…, ahí apalancado, durmiendo la mona… Y me quedé ahí tumbado, a la fresca, la mar de contento, aunque un poco

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fastidiado…

–¡Ya! La maldita conciencia, ¿eh?… –le sonrió con mala idea Adrio.

–Sí. Pero era fácil taparle la boca. Lo malo es que fue pa-sando el tiempo y advertí que, bueno, que no se estaba mal, pe-ro que ya la cosa se empezaba a poner chunga… Mis padres y mi hermana, agobiatas perdidos por ver si me enderezaba, ¿sa-be? Y a mí, verlos tan preocupados me ponía de mala leche, ¿sabe? Me excusaba diciendo que se olvidasen de mí. Luego, vi que los colegas sólo te buscan para ir de fiesta, pero cuando ne-cesitas a uno que te eche una mano, pasan de ti cantidad… Co-mo no te preocupas en serio por ellos, sino que los usas de ex-cusa sólo para montártelo guay, la gente se da cuenta y pasa de uno… Luego, también vi que era el tío más guay del mundo con todos menos con los míos… Y eso te va machacando por den-tro, ¿sabe? Y llega un día en que te agobias porque te has ido tan lejos de cómo querías ser, que hasta te das asco y todo… ¿Me sigue?

–¡Como una moto, Berto! –dijo Adrio, que estaba viviendo el relato con pasión ya conocida de otros casos.

–Y estando en estas, con las tripas revueltas, vas un día a jugar un partido de máxima rivalidad, en el que te juegas el primer puesto de la liga, y aparece un soplamoscas que no tiene ni media bofetada, y el míster le suelta una homilía que lo trans-forma, y el tío le echa unos arrestos que no parece él. Y yo lo flipo, porque en ese momento, vi la luz, don Fernando. Yo le ju-ro que la vi, porque me vi reflejado en el cagueta Lavares y vi que se podía cambiar… Vamos, que era posible el milagro, co-mo usted dijo luego…

–¡Y ya está! Te pusiste en marcha otra vez, ¿no?

–Eso es. Bueno… primero me levanté del suelo, y vi que no había completado el camino. Si el Lavares era capaz de cam-

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biar, yo soy Tarzán y esto lo cambio yo aunque me quede sin pestañas… ¡Y aquí me tiene! ¡Caminando otra vez! Aunque un poco desorientado a veces…

–¿Ah sí? ¿Y en qué has avanzado, Berto?

–Me he puesto a estudiar como un cerdo… Yo solito, ¿sa-be? Es que se me echaron encima los exámenes… Pero ahí le estoy dando duro porque quiero, no porque me dé la brasa mi madre o mi hermana. Y quiero volver a ser un tío legal, alguien en quien la peña pueda confiar… Quiero volver a ser yo mismo.

A Adrio le interesaba saber hasta dónde había llegado en sus investigaciones.

–¿Y ya sabes por qué te tumbaste?

–Por comodidad. Porque hacía lo que me apetecía y no lo que debía. Porque no tenía casi nada propio… Toda mi vida y mis ideas se las debía a alguien… Y ninguna era mía. Yo tenía claro que eso no podía seguir así… ¡Pero no sabe lo que cuesta, don Fernando!

–¡Ya lo creo que lo sé! Todas las mañanas, cuando suena el despertador lo sé, ¡hombre! –le sonrió, animante– Y cuando no te apetece corregir, y cuando tienes dolor de cabeza y vas a cla-se con una sonrisa… ¿Crees que los demás no hemos pasado y estamos pasando todos los días por ahí? Esa es la vida. ¡Vivir! A pesar de uno mismo. Y a pesar de que ya hace muchos años que desenterramos nuestro tesoro particular, Berto.

–Ya me imaginaba yo que el tesoro de las narices no arre-glaba el asunto…

–¡Claro que lo arregla, chaval! Tu tesoro te dirá cuál es tu ideal de vida, tu perfección… Tu meta. Dará respuesta al senti-do de tu vida y de tu trabajo, de tu amor y de tu odio, de tu lu-cha por la vida… Lo verás todo claro, pero también verás que no se te va a ahorrar ningún esfuerzo, que te vas a caer mil ve-

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ces, aunque mil veces te levantes, que lo importante es avanzar, no conformarse nunca, es decir, no volver a tumbarse. Y en ese proceso de vivir, será cuando disfrutes de verdad de tu tesoro.

–¡Joder, don Fernando! ¿Y usted sabía todo eso y no me lo dijo?

–¡Bertiño… Empezaba a estar hasta los mismísimos de de-círtelo! Pero, bueno, como buen asno que estás hecho, tenías que verlo tú mismo para convencerte… ¡Bien! Has progresado un poco…

–¿Sólo un poco? –preguntó Berto con cierta desilusión.

–Sólo un poco. Pero ya has dado el cambio esencial, has empezado a caminar. Ahora, sigue tu intuición, revisa las mar-cas de tu camino, y alcanza de una dichosa vez tu tesoro, Berti-ño.

–¡Veeeeeenga! –gritó, Berto, emocionado con la ilusión.

–Pero ahora es el momento de concretar, bestia peluda. Te-nemos que hacer un plan para que no te desmoralices, para que avances todos los días, y para que llegues a ver clara y nítida tu meta. ¿Tienes papel y bolígrafo para anotar?

IV Cuando llegó Félix Lavares al tercer piso del chalé de Lu-

cas, ya estaban los tres metiéndole prisas a las neuronas. La pre-sencia de las dos guapas en la sala le fue apenas advertida a La-vares mientras Lucas le abría la puerta y subían por las escale-ras. Félix notó que se le aceleraba el corazón, y no precisamente por el esfuerzo de escalar peldaños, aunque fuese una buena ex-cusa en caso de que se notase mucho. El saludo de Félix a las chicas fue de sonrojo y hola tímido, pero apenas lo notaron por-que sólo respondieron con gestos y minúsculas miradas. Le quedaba un hueco al lado de Silvia para estar emparejados, y

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todo el nerviosismo de Félix se manifestó en tres mil torpezas seguidas: se le cayó la silla al colgar la mochila en ella; al le-vantarla, se dio un golpe en la cabeza con la mesa, en donde bailaron bolígrafos y estuches; al sentarse se apoyó mal y se es-currió por el lateral, ante un imprevisto tirón de las maltrechas costillas, y en su tambaleo se abrazó a Silvia y su silla, a las que cogió por la cintura y casi acaban los dos en el suelo, en plan foto de revista para lelos.

–¡Pero, Félix! ¿Qué carallo haces? –le reconvino Lucas que no podía aguantar la risa. Lo cierto es que todos menos él se es-taban partiendo el hígado. Rojo como un tomate, sacó su cabeza de las profundidades, y trató de disimularlo con ayes de dolor espaldar. No coló. Pero el muy aprovechado, aún le echó cuento y para levantarse se apoyó en la pierna de Silvia, mientras su-plicaba el “perdón”. Todos volvieron a reír por el descaro y la fama que tenía en el citado arte. Al fin, encontró el equilibrio estable y se puso a hacer que estudiaba, mientras observaba el sonriente rostro de Marisa, que miraba abajo, al libro, y no po-día verle. Y se le pasó a Félix el sonrojo. Y se tranquilizó. Y, curiosamente, se encontró muy a gusto estudiando con esa gen-te: su amigo Lucas y las dos pavas, gente buena, normal, cu-rrante, y bien considerados. Le pareció encontrarse, después de muchos años de soledad, como un miembro perteneciente a un grupo social de élite, fuera de las cutres compañías de necesidad que había tenido que mendigar hasta la fecha. Estas considera-ciones y la presencia de las dos bien dotadas compañeras lo es-timularon a trabajar con la misma seriedad que el resto.

Cuando, a la hora y media, hicieron un receso, comentaron brevemente la accidentada llegada de Félix, donde volvieron a reír, pero esta vez los cuatro, con un Lavares plenamente inte-grado en el grupo. Después comentaron otros asuntos relacio-nados con los exámenes, y Félix pidió a Lucas ayuda en Mate-máticas. Lo dejaron para otro día en que estuviesen solos, y no

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molestasen a las chicas que eran de Ciencias y estudiaban otro temario. Tras unos refrescos, generosidad de la nevera de la fa-milia Sendón Gutiérrez, se volvieron al estudio silencioso e in-tenso.

Lucas tenía en frente a Silvia, pero le llamó la atención más, en ese momento, la mirada de Félix. Estaba claro que se estaba autopreguntando un rollo teórico –parecía que de Filosofía– y el chico le miraba fijamente con ojos ciegos, sin verle, porque es-taba mirando hacia adentro, a su excelente memoria gráfica en la que había aprendido a apoyarse cuando se quedaba atascado. Y le estaba funcionando relativamente bien, porque las pregun-tas de Filosofía eran perfectas para atascarse. Lucas también se estaba autoexaminando, pero ello no le impedía mirar a su ami-go y observar esos extraños ojos inexpresivos. Se daba cuenta de que Lavares se desatascaba en la memoria por otros gestos del rostro, y por los movimientos autónomos de sus manos. La sonrisa acompañaba a unos labios bisbiseantes y mudos, que daban otro tirón largo hasta que se le volvía a calar el discurso. Lucas pensó en lo diferente que eran él y Félix. No entendía ese modo de estudiar a golpe de leñazo memorístico, sin entender lo que se memorizaba. Bien comprobado tenía él que eso era pan para hoy y hambre para mañana, porque con ese método, al pa-sar el examen, se borraba el disco duro y apenas quedaban res-tos, salvo fragmentos aislados e inconexos que, por inútiles, el cerebro terminaba por desechar.

A eso de las ocho dieron por bien aprovechada la tarde, y pasaron a resolver el motivo que había hecho duplicar la asis-tencia en la sala. Lucas advirtió a Félix, de que ya se podía lar-gar, porque allí no se estudiaba más: se iban a meter en el gui-ñol.

–Oye, y eso del guiñol, ¿de qué va? ¿Puedo apuntarme?

–Ni de broma, Félix. Esto no es un circo –le negó con fir-

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meza Lucas. Pero Marisa no le dejó proseguir porque creía que era mejor un Félix sumando poco, que nadie sumando nada.

–¿Por qué no, Lucas? Después del festival que se ha monta-do él solo hoy aquí, tenemos resuelta la sección cómica –le dijo a Lucas, buscando la aquiescencia de Silvia, que enseguida apoyó a la amiga con una sonriente afirmación de cabeza. Así es como Félix entró a formar parte del grupo teatral. Silvia sólo presentó una objeción:

–Félix, me parece bien que te unas al grupo, pero tienes que ser un tío legal…

–¿Y no lo soy, tía? ¿Qué quieres decir?

–Que si estás con nosotros, estás con nosotros. Tienes que comprometerte. No vale eso de hoy sí, mañana no me apetece… ¿Lo entiendes?

–Yo me comprometo, Silvia. Al menos, mientras esté Lucas en la movida.

–Bien. Entonces, bienvenido al grupo.

–¡Gracias! –y lo dijo Félix con el corazón sonriente, porque se sintió aceptado. Sin embargo Marisa le dejó claro algo más:

–Por cierto, Félix, majete… Ser legal también quiere decir que no te vas a dedicar al “perdón” con nosotras… Eso lo en-tiendes, ¿no?

–¡Por supuesto! Vosotras no sois unas guarras… quiero de-cir…, que las tías a las que les gusta el “perdón” están más sali-das que los pavos que se lo hacen… No sé si me explico…

–¡Vale, macho! Eres un sol dando razones –le contestó un poco indignado Lucas.

–Bien, Félix. Es importante que lo comprendas porque en el teatrillo el espacio no era muy grande para nosotras dos, y ahora

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con vosotros vamos a estar como sardinas en lata –le explicó Silvia.

–Palabra de honor. ¿Somos colegas, no? –se conjuramentó con la decencia Félix.

Estando así las cosas, se pusieron a pergeñar una historia. Silvia advirtió de las marionetas que tenían: un lobo, tres cerdi-tos, dos personajes femeninos, dos masculinos y una última que se movía con palos y que representaba un minirebaño de ovejas. Como Félix era manitas, se comprometió a ampliar los persona-jes, pero no había tiempo para esta ocasión. Lucas puso su po-derosa maquinaria a trabajar.

–A ver… Supongo que el cuento de los tres cerditos ya lo habéis hecho…

–Hasta el aburrimiento, Lucanor –le contestó con la misma cara Marisa.

–Y el de Pedrito y el lobo, también…

–También, maese. Olvídate de los clásicos, porque ya los hemos quemado todos. Hay que crear algo nuevo, Lucas –le animó Silvia, bastante esperanzada.

Lucas empezó a pensar despacio, vislumbrando en su ima-ginación historias en estado embrionario pero completas, y bus-cando algo que pudiese funcionar. Mientras tanto, Félix intenta-ba hacer lo propio pero en voz alta, diciendo memeces que, al principio hicieron gracia, y luego cansaron. Lucas le obligó a comerse el tarro en silencio, tal y como hacían las chicas. Pasa-ron diez minutos y el silencio empezó a hacerse incómodo. Sil-via presintió que el Conde Lucanor estaba con la olla a presión pero atascado, así que echó mano de su carácter práctico y em-pezó a escribir una obra bastante cutre, pero que se podría ador-nar en las revisiones. Marisa se apuntó al juego de Silvia, com-plementando lo que escribía la amiga. Félix estaba desquiciado.

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Y Lucas… lo estaba entreviendo.

–¡Ya está! ¡Lo tengo! –y todas las miradas se dirigieron a él, donde Lucas leyó la esperanza en forma de ansiedad–. ¡Va-mos a usar la didáctica! –exclamó Lucas, provocando rostros in-terrogativos de las chicas, y de zozobra total en Félix, que no sabía ni intuía qué podría significar ese palabrejo.

–¡Venga, suelta! –le exigió Silvia, ansiosa.

–Veréis, es una historia que nos puede dar juego y enseñar algo a los críos, sobre todo con el tema de los caprichos en las comidas…

Nadie le seguía.

–¡Bien! ¡Sí! ¡Yo creo que daremos la campanada! –confirmó Lucas, mientras hacía gestos que a Félix le recordaron los suyos de cuando marcó el gol.

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CAPÍTULO 13

I Laura Jáudenes había quedado con su tutelada Marisa Rui-

bal en el módulo de lectura-estudio. La chica pidió permiso para entrar y la directora se lo concedió con una afirmación suave y rotunda a la vez.

–Buenas, doña Laura –saludó con una sonrisa.

–Hola Marisa, espera un segundo. Siéntate donde estés más a gusto –le dijo Jáudenes, mientras terminaba de responder a un correo electrónico.

Marisa eligió la zona de recepción del despacho de la co-mandante en jefe. Pero no se sentó en el sofá, sino en una de las dos amplias y cómodas butacas de cuero rojo. Jáudenes terminó y se acercó a la chica.

–Bueno, Marisa, ¿cómo te va la vida?

–Aquí estamos. He traído la agenda para repasar los puntos en los que habíamos quedado…

–¡Ah, muy bien! ¿Qué tal te han ido, mujer? ¿Los has podi-do afrontar todos? –le preguntó por el hueco de las gafas apo-yadas en la punta de la nariz. A Marisa esa imagen de la direc-tora no le gustaba mucho. Lo recordó Jáudenes y se las quitó rápidamente.

–Sí y no… ¿Qué quiere que le diga? Algunos objetivos son demasiado ambiciosos para despacharlos en quince días, ¿no cree?

–Ya lo creo, Marisa. Algunos son metas de una vida entera. Pero no te preocupes, vamos poco a poco. Dime.

Marisa examinó sus papeles.

–Lo de echar una mano en casa en serio va bastante mejor. Lo he vuelto a hablar con mi madre y hemos cambiado de tácti-

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ca. Hemos preferido actuar juntas en lugar de ir por separado. Así, mientras ponemos la mesa o secamos los platos hablamos de nuestras cosas…

–Bueno, está bien. Yo creo que os ayudará porque tengo la sensación de que allá, en Nigrán, estás un poco aislada, ¿no?

–Tengo mis amigos, no se crea… Pero es verdad que los del colegio están casi todos aquí, en Vigo.

–¿Crees que tus padres valoran bien tu ayuda?

–Sí, por supuesto. Hombre, al principio eran más agradeci-dos con las palabras, por aquello de la sorpresa inicial. Ahora no hablan tanto pero sus caras lo dicen todo.

–¿Y qué tal el segundo punto?

–¿El orden? En mis cosas creo que está ya casi consolidado. El problema me viene cuando tengo que ordenar lo que otros desordenan, como mis hermanos, o a veces incluso mi padre. Me sigo torturando mentalmente con que si ya son mayores, con que cuándo aprenderán a recoger las cosas, que de qué van… Las típicas quejas, vamos. Y, cuando lo hago, no pongo buena cara, además de meter alguna que otra bronca al causan-te, claro.

–¿Tan complejo te resulta dulcificar esos pequeños servi-cios? Si total, los vas a hacer igual…

–Me sale el carácter brusco, doña Laura. Y quizá el orgullo de no querer ser una sirvienta para los demás. Es triste, y sé que lo hemos hablado muchas veces, pero lo llevo muy dentro… De hecho, caigo en el absurdo de no ser una criada en casa y aquí en el cole me dedico a cuidar los pequeños. ¿No le parece?

–Sí, pero aquí lo haces por gusto. Si consiguieras hacerlo por ese mismo motivo en casa… Bien. Lo importante es que lo tienes perfectamente detectado, mujer. Poco a poco lo irás con-

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siguiendo. Además, si lo haces con una sonrisa, moverás a los demás a que se impliquen contigo. ¡Pruébalo y me dices!

–OK. Lo sigo intentando. Pero es que no quiero que me to-men por tonta… Bueno ya sabe… las tonterías que se le pasan a una por la cabeza.

–¿El estudio?

–La Física este año está pegando duro, ¿sabe? Me está cos-tando más que el año pasado, pero no me preocupa. Oiga, yo creo que este año se están pasando un poco, ¿no?

–¿Con el estudio?

–Con la exigencia en general. Yo noto mucho el cambio, y veo que la gente también va más asfixiada. De momento, creo que voy bien, pero me está ya dando un poco de canguelo con los trimestrales…

–Tenéis más capacidad. No te preocupes por eso. Tú sigue el plan y el método que concretamos, y ya verás cómo funciona.

–Sí, pero no se olvide de que yo luego tengo que atender a mis hermanos pequeños, ayudarles con sus estudios, jugar un rato con ellos, ayudarles a cenar… Me tengo que quedar ya por las noches, ¿sabe?

–Espero que no mucho tiempo, ¿no?

–No, una hora nada más.

–¿Y te diviertes? ¿Tienes tiempo para ti, Marisa?

–Lo voy buscando. Ahora con los exámenes está más cru-do… Sí que salgo, con Silvia y otras chicas, además de cuando vamos toda la familia al cine o de excursión, claro. Además, ahora que se nos han apuntado dos chicos a lo del guiñol, la co-sa empieza a ponerse interesante… –dijo, con cierta malicia di-vertida, la chica.

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–¿Dos? Que yo sepa sólo estaba Lucas…

–Se ha apuntado también Félix, si no le parece mal, claro. Creo que podemos echarle una mano para ayudarle, ¿no cree?

–Esa ayuda al chico es absolutamente desinteresada, ¿ver-dad? –le preguntó Jáudenes con mucha malicia socarrona. A Marisa le dio la risa de labios y rubor.

–Verá, a mí me gusta… Desde hace tiempo, ¿eh? No desde que es el nuevo héroe. Pero lo veo demasiado perdido o trauma-tizado. No sé, quizá me atraiga por eso mismo…

–Espero que te haga tilín por algo más, mujer, porque si no vas a sufrir mucho…

–Sí, sí. No por algo más… ¡Por mucho más! Pero eso, si no le importa, se lo cuento mejor en otra reunión…, o no…

–Por supuesto, chica. Bueno, pues concretando…

–Sí, vale. Que ponga la sonrisa en los detalles de servicio en casa, que siga el plan de trabajo y pedir auxilio si veo que no llego a todo, ¿no?

–Eso es, Marisa. En la siguiente entrevista abordaremos otros asuntos que hay que empezar a ir afrontando. ¡Ah! Y que no te olvides de Félix –le concluyó Jáudenes, con un gesto de picardía alegre.

II Mientras medio claustro se dedicaba a tareas de vigilancia

en el recreo, Jaime Calero quiso hacer una visita rápida y deses-perada al orientador del colegio, Pedro Aranda, un hombre con simpatía congénita, recurrente hasta dar vueltas de tuerca con cualquier asunto, y un hombre feliz, a pesar de que tenía un ho-rario de estrés y trabajo para dar y regalar. Calero se fiaba de él, porque era buen colega, absolutamente discreto por su profe-

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sión, y un tío inteligente al que una advertencia de ceja o de la-bios le valían para situarse.

–Pedrito, tengo un problema con un tutelado…

–¿Tú problemas con un alumno? ¡Menuda novedad!

–Verás, es un chaval de dieciséis años, que siempre ha ido bien con los estudios, pero desde el verano se ha desmadrado un poco y se ha metido en lo de los porros…

–¡Eso ya no es tanta novedad, Jaime! ¿Qué le pasa? ¿Se han separado sus padres, malas compañías, pavo de pasotismo, des-concentración y pérdida de memoria…? Son todos igual.

–Este no tiene problemas de familia, pero se ha abandona-do, se ha metido con amiguetes de mal vivir en el barrio, cartera ancha y problema repentino.

–Ya. ¿Y te lo ha contado para salir del rollo?

–Me lo ha contado de puñetera casualidad, Pedro. Con los exámenes, se ha puesto a estudiar y se ha dado cuenta de que no fija nada, que no se concentra y que no da pie con bola… Y to-do esto de repente. Así que ya te imaginas, porque me ha pilla-do el asunto en babia y ahora se va a montar un follón de no te menees con sus padres.

–¿Y qué quieres que haga yo, que te calme? Hoy en día hay muy buenos ansiolíticos…

Calero no entró a la broma.

–Tengo una duda… ¿Los porros no crean adicción, verdad?

–No física, pero sí psíquica.

–¿Y eso?

–Que el chaval no va a tener el mono de la necesidad impe-riosa del síndrome de abstinencia, pero sí que deseará la euforia

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artificial que provoca la resina; el buen rollo, la aparente segu-ridad que proporciona, que le hace vivir en un mundo de ensue-ño. ¿Me sigues?

–Sí, bastante bien. ¿Y lo de no ser capaz de memorizar o concentrarse?

–Eso es la típica manifestación del porretas a esas edades. En cuanto lo deje, volverá a despejarse, y en esta tierra paz y en la otra gloria.

–¿Y cuánto tiempo necesita para despejarse la cabeza?

–Depende, Jaime… ¿Cuánto fuma?

–Me ha dicho que dos o tres al día…

–¡Uff! ¡Jaime, ese va bueno! El problema no es lo que pue-da tardar en despejar la cabeza… El problema es no salir del grupo, del ambiente en el que se mueve y en el que seguirá cir-culando el porreo como marca de la casa.

–¿Y si lo aíslo? ¿Cuánto tardamos en que tenga la cabeza lista?

–Si consigues eso, –que lo dudo, salvo que te lo lleves en barco a alta mar–, con ese nivel de consumo…, podría estar medianamente bien en un par de semanas a lo sumo…

–¡Me cagüen…! ¡La pifiamos pero bien!

–¿Quiénes la habéis pifiado, Jaime?

–El crío, que va a suspender hasta el recreo; y yo, porque me he visto unas cuantas veces con sus padres y no les he dicho nada…

–¿Unas cuantas veces? ¡Ostras, Jaime, eres todo un ejemplo de tutor! Yo aún no he visto a ninguno.

–¡Qué ejemplo ni qué leches! ¿Y ahora qué hago, Pedrito?

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–Pues comerte el marrón, guapo. ¡Además, tú no tienes la culpa, hombre! No entiendo por qué te preocupas tanto. Habla con el chaval y anímale a que se sincere con sus padres… Ofré-cete tú para ayudarles a cambiar el hábito… No sé… Lo típico de estos casos. El problema es suyo, Jaime. Me parece que te implicas demasiado con la gente… ¿No será que lo que te fasti-dia es que vas a quedar mal con ellos por no haberlo advertido antes?

–¿Y a ti no te fastidiaría?

–Hombre, no es plato de buen gusto para nadie, pero de ahí a hacerlo un problema personal, me parece que lo tienes desen-focado, macho.

–Su familia y yo somos amigos, ¿es que no lo entiendes?

–Mayor motivo para que hagas como te he dicho. Y si quie-res que intervenga yo con el chaval, me lo mandas.

–¡Bueno, gracias, Pedrito!

–¡No te estreses, Jaime, que hay que llegar a viejos!

A Calero se le fundieron las últimas esperanzas. La había pifiado pero a base de bien con el retrasado del Telmo –razonaba para sí Jaime. Le empezó a dar vueltas y revueltas a su torturada mente para ver qué partido jugar. En realidad ya lo sa-bía, pero después de la confirmación del orientador, había que pasar a la acción y representar el papel del desconcierto, el ros-tro del disgusto sorprendente y de la conmiseración, la represen-tación de víctima engañada por su excesiva buena fe en un chi-co malo que había engañado a todos. Tenía que coger por banda al niñato, encerrarlo en el despacho hasta que le jurase por sus muertos que se lo iba a cantar todo a papá y a mamá, y asegu-rarse de que lo iba a hacer con él presente en la conversación.

Luego, tras el disgusto, la preocupación de Pepe y los lloros de la buena mujer, tendría que dejarles flotando una tabla de

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salvación próxima, una esperanza de que no se volvería a repe-tir, una implicación tan personal con el chico y sus padres, que no le cabría a la familia Cortés otra postura que su agradeci-miento más sincero y la exculpación del pobre profesor y amigo de la familia, que estaba tan dolido como ellos. A ver si colaba y mantenía incólumes sus garantías.

III Lo más peligroso de las Gorgonas era que, más que un gru-

po concreto de personas, se trataba más bien de un concepto. Un nombre genérico que tenía mil caras distintas, la mayoría de ellas ocultas, al igual que las mil y una serpientes que hacían las veces de cabellera del mitológico bicho. Si los clásicos atribuían todo tipo de males a las tres hermanas, el más temido de todos ellos era el de quedar convertido en estatua de piedra cuando se miraba a la Gorgona a la cara. El nombre le venía al pelo al concepto pues toda víctima de las Gorgonas de El Olivo, cuan-do se topaba con el mar de los murmullos, se quedaba petrifica-da y con la procesión por dentro.

El peligro de ser un concepto sin identificar del todo en per-sonas concretas, era que despertaba las suspicacias, y se gene-raba un clima incómodo de falta de confianza, salvo que la per-sona se hubiese probado y comprobado por la fuerza de los he-chos de la amistad sincera. Todo el mundo había identificado a algunos de sus miembros más destacados, como era el grupo de chicas de la clase de Berto y Lucas. Sin embargo, todo el mun-do sabía también que había Gorgonas en segundo de bachillera-to, en toda la ESO y, sobre todo, en muchas casas de los alum-nos, en formas de madres ociosas y adictas al cotilleo.

El nombre del concepto se lo había adjudicado el inefable Adrio, en una de sus clases, hacía ya unos años, y los alumnos lo recibieron con agrado. Bajo la apariencia de una inocente ex-

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plicación sobre la mitología presente en la poesía del Barroco, Adrio les explicó varios mitos clásicos cuyo latente significado perduraba a través de las generaciones de los hombres, sin per-der un ápice de su rica expresión. Que si Dafne y Apolo, que si Deucalión y Pirra, que si Aracne y Palas, que si Narciso y Ve-nus. Y, en su repaso de los inframundos, les explicó el signifi-cado del cancerbero, del lago Estigia por el que juraban los dio-ses, y las divinidades del Hades con Proserpina, Hipnos y Tána-tos y demás protagonistas de película de terror. Las Gorgonas aparecieron al final de la erudita exposición, y Adrio la vinculó en la actualidad a la peste del arte de la murmuración. Como el tema era viejo en el colegio, y como cada quien había padecido ese mal en mayor o menor medida, gustó el término y se adju-dicó de manera inmediata a los correveidiles y a todo hijo de vecino sospechoso de dedicarse al maldito empeño.

Las famosas Gorgonas de la clase de 1º B no perdían detalle de los extraños movimientos que se estaban produciendo de una manera tan discreta. La última noticia que habían expandido a bombo y platillo era la reconciliación de Lucas y la peligrosa Andrea, y apenas advirtieron la ruptura, que tan sólo intuyeron ante la ausencia de tiernas escenas entre los dos pipiolos. Las Gorgonas estaban desconcertadas porque no se habían dado cuenta de qué había sucedido y, sobre todo, cuándo había pasa-do. Cierto que investigaron sus fuentes, y que recogieron la in-formación de que la última vez que se les había visto juntos fue en la reja de entrada al colegio, pero los testigos sólo pudieron relatar lo que vieron: que ambos gilís, tía, se estuvieron mirando como diciéndome cómeme, y no se derritieron allí mismo por-que había gente haciendo de escopeta, ¿me sigues, tía? Y claro, las investigadoras les seguían en sus declaraciones, a pesar de la retórica tabernaria.

No le dieron importancia tampoco las Gorgonas al hecho de que el Conde Lucanor anduviese de paseo con las chicas del

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guiñol. Era necesidad y no amor al arte, concluyeron, por lo que no despejaban la ecuación ni entendían el porqué de la ruptura de tan dichosa pareja. Era un gran fastidio, sin duda. Sus con-clusiones, no obstante, las fueron haciendo públicas, pero con tanto retraso que ya todo el mundo las intuía. El fracaso de la ausencia de sorpresa llevó a las Gorgonas a un estado de desánimo y de descrédito. Incluso algunos, animados por la ho-ra mala de las bichas, se atrevió a plantarles cara, a ponerlas a caer de un burro, y a ser víctimas de sí mismas en el arte del desquicie.

Semejante falta de respeto las picó y se revolvieron sila-beando como locas. Crearon historias demasiado verosímiles como para despertar las dudas, y poco a poco recuperaron su maltrecho prestigio y el temor de casi todos. Propagaron conte-nidos inventados de una supuesta conversación de Andrea con la directora, dejando entrever que la comandante en jefe le ha-bía impuesto el cinturón de castidad a sus peligrosos juegos de tonteo, so capa de expulsión. Que la chica se había achantado y que andaba solitaria en desanimante deambular, bien escocida; que, a saber qué tramaba la muy taimada fuera de las aulas para contentar a dos gallos dispuestos a romperse la cara por ella; que el Conde Lucanor estaba haciendo teatro de despiste para no perjudicarla, pero que se desmontaba por dentro con la sola presencia de la rubia cabellera; que el cagueta Lavares se había pegado a la rueda del Conde para hacer el trabajo de escopeta y coartada perfecta del juego; que Berto no se comía una rosca, porque el muy infantil estaba emocionado jugando con los ena-nos… Y demás historias por el estilo.

Tal empeño pusieron en rehacerse, que usaron de todos los medios a su alcance para hacer llegar hasta los últimos rincones del planeta sus supercherías. Y así, llegaron, como era previsi-ble, al mundo de las redes sociales, donde se debatía con pasión –bajo la cara del anonimato para quien no estuviese en la salsa–

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los amores prohibidos de los nuevos Adán y Eva.

Semejante proceder provocó la derrota de los ingenuos e ignorantes.

Y a Elvira Gutiérrez, madre del protagonista masculino, esas disputas y comentarios la sacaban de sí misma, la ponían de muy mal carácter, y le daban ganas de intervenir en los deba-tes, poniendo de vuelta y media a los críos idiotas. Pero nunca lo hizo, porque tocar el teclado de Lucas y escribir algo era po-nerse al descubierto. Así que optó por lo más sensato, y le exi-gió a Alberto una fecha pronta para entrar en conversaciones con Lucas, y atajar este problema desde su misma raíz.

IV No tuvieron casi tiempo para ensayar, aunque al final del

día anterior ya habían cerrado la historia, decidido qué papeles iba a representar cada uno de los cuatro componentes, y se ha-bían hecho a la idea de cómo debían moverse por el escenario del guiñol. A las dos y media de la tarde del jueves, en medio del recreo del comedor, los cuatro alumnos de bachillerato se acomodaron como pudieron en el estrecho cajón, hombro con hombro, pierna con pierna, etc. con etc. Colgaron las copias del texto en el tablero que los ocultaba, se repartieron los dos mi-crófonos por parejas, y empezaron a sudar la gota gorda, en medio de sofocados eructos por la comida rápida, y contención nerviosa de otros movimientos reflejos de los tensos cuerpos, sobre todo los de los varones, que se estrenaban en la palestra. Los chicos se pusieron en los extremos, y las féminas quedaron muy apretujadas en el medio, contenidas por las fuerzas de pre-sión varonil. Por un ventanuco de respiro y de espionaje, Lucas pudo contemplar cómo el enorme vestíbulo del edificio enmo-quetado del infantil se iba llenando de minúsculos espectadores, sentándose con un orden ejemplar, y manteniendo más o menos

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la calma ante la presencia maternal de las profesoras de sus cur-sos. Lucas se acordó de las palabras de su abuela en Playa Amé-rica, y comprobó cómo efectivamente los más pequeños de El Olivo rezumaban expectación ante la obra de monigotes, que iba a ser para ellos la más cierta y real historia jamás contada, como se decía el Quijote a sí mismo.

La historieta pedagógica que interpretaron fue un notable éxito. Los niños interactuaron con los guiñoles como no lo ha-bían hecho hasta la fecha, respondiendo a coro a las preguntas de los personajillos que exigían síes o noes. Incluso hubo un ni-ño lanzado, rubito y de ojos enormes, que se puso a discutir con el lobo en medio de la representación, lo que le llevó a improvi-sar a Félix sobre la marcha, y a salir con gracia del apuro, mien-tras la profesora de turno ponía las cosas otra vez en orden.

La historia que había visto Lucas consistía en un niño al que no le gustaban las judías que le habían puesto para comer ese día. Lucas confirmó con Silvia y con las profesoras, que ese era el plato menos apreciado por los pequeños. La madre del nene le pedía y le suplicaba que se las comiese, porque tenían no se sabía cuántas vitaminas y las necesitaba para hacerse una per-sona mayor y fuerte. El hijo no hacía caso a razones, y se nega-ba a comer las asquerosas judías verdes. Sólo quería comer chuches. En estas estaban cuando la madre ve a un cazador que pasaba por ahí, y le pide ayuda con su hijo. Entonces el cazador, le narra al pequeño un cuento de unos niños como él, capricho-sos y mal comedores, que sólo le daban al diente a lo que les apetecía. Además, como les gustaba tanto se fueron poniendo muy gordos, y como eran tan egoístas adquirieron la forma de cerditos. Un lobo que vivía en el bosque cercano, los capturó y, como tenía mucha hambre, los cebó a base de chuches, de bo-llos y chocolates, hasta que se convirtieron en unos auténticos gorrinazos pletóricos de tocino. Entonces sí que se los iba a zampar y quedar bien a gusto… Pero llegaba el cazador y hacía

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escapar al lobo y salvaba a los niños-cerditos, que se pusieron a régimen y se hicieron normales. Después de esta historia, el ni-ño le dijo al cazador que no se la creía…, hasta que el cazador le enseñaba la cabeza del lobo. Con el susto, el niño creyó y comió no sólo las judías sino todo lo que le pusiesen delante. Final con soliloquio de moraleja por parte del cazador.

Aplausos a rabiar. Ovaciones y risas. Y satisfacción. Los actores salieron del cajón chorreando por el esfuerzo. Saludaron al público y se escabulleron al patio, rápidos, para aprovechar los diez minutos que restaban de recreo y comentar las jugadas más interesantes.

–Sólo te ha faltado el pareado final para ser un enxiemplo perfecto, Lucanor –le comentó Marisa, muy feliz por el desarro-llo de la representación.

Todos lo hablaron. Se detuvieron en la discusión entre el lobo y el audaz alumno, tan metido en la historia que no podía quedarse quieto sin decirle al lobo que era un “apestoso” y un “malísimo” y que, porque no tenía a mano la pistola de rayos láser, que si no “te mato y te remato con dos tiros que te evapo-ran, idiota de lobo, caca de lobo”.

Lucas se había fijado en los enormes ojos del pequeño mientras discutía con Félix, metido en la piel del lobo. Le había impresionado la fuerza del odio en aquellos ojazos por aquel lo-bo tan malo. Y comprendió que tenía que tener mucho cuidado con lo que escribía, porque las pasiones en los pequeños no ad-mitían escalas ni gradaciones, aunque durasen poco. Si ese niño hubiese tenido a mano su pistola láser, no habría dudado en ma-tar y rematar al malvado lobo, al menos con el láser de su mira-da. Esta consideración le llevó a poner un semblante de preocu-pación y de prudencia.

–¿Qué te pasa, Lucas? Se te ha borrado la felicidad de re-pente –le preguntó Silvia que estaba más que feliz.

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–Nada, rollos míos. Tengo que madurarlos –despejó Lucas el interés de la chica, con la que no iba a compartir confiden-cias.

–Pero Lucas, ¿no has visto sus caras al final de la obra? ¿Puedes describir mejor los conceptos de agradecimiento, con-tento, alegría, amor…? –insistió Silvia, tratando de encontrarle los ojos, mientras su castaño pelo volaba ligeramente por la bri-sa del mediodía.

–Sí. Sí que las he visto, Silvia. Y tendré también que anali-zarlas para comprender su significado. Pero también he visto otras caras y debo reflexionar antes de hablar por hablar con vo-sotros –le respondió Lucas, pero sin mirarla.

Y fue una pena –pensó Silvia– que no la hubiese mirado porque estaba radiante de contento, y esa era la imagen en la que quería que se fijase su anhelado Lucas.

–Y mañana otra vez, ¿no? –preguntó Félix, imaginando una nueva ovación.

–A la misma hora, pero mañana son los mayores… –le con-testó Marisa, con la mirada puesta en el espléndido rostro de Silvia y haciéndose elucubraciones.

–¿Los mayores? ¿No serán los de la universidad, no? –bromeó Félix.

–Sí, Félix, cariño. Los de la universidad de tontolandia, ese país de donde procedes –le reprochó Lucas, ya más despejado de sus complicaciones mentales.

–¡A ver, concho! Que era una parida… No hacía falta insul-tar… –se quejó Lavares.

–¡Claro que no, lobo malo! –le respondió Lucas y le intentó abrazar y palmear jugando con buen humor, olvidando las fisu-ras del costillar.

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–¡Ahaaaaaaahhah! ¡Quieto, quieto, joé, que me duele un huevo! –se quejó Félix, mitad en serio, mitad exagerando.

–¡A ver, chicos, ese vocabulario! ¡Que estamos en el patio de infantil! ¿Es que no os dais cuenta? –les reprochó Marisa, con gesto de señora mayor amonestando a dos niños, que po-nían cara de derrotados por el descuido, mientras seguían son-riendo por dentro.

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CAPÍTULO 14

I El viernes 4 de noviembre a Berto le faltaban pocos segun-

dos de mecha para que su cabeza hiciese un big bang más pode-roso que el original. A pesar de la presencia consoladora y ani-mante del pedazo de pan de su hermana, semejante empeño en el estudio lo estaba dejando agotado por un lado, y con los ner-vios de punta por otro. A todo el caos de datos, fechas, esque-mas, mapas conceptuales, fórmulas y demás conocimientos, se vino a sumar su propio ejercicio del pensamiento abstracto so-bre su personalidad. Berto trataba de que no interfiriese un asunto con el otro, pero eso exigía una disciplina que él apenas había ejercitado en su maltrecha vida intelectual. Por si fuera poco, los atinados consejos recibidos en la sesión de tutoría con Adrio, venían a aumentar la presión de unas neuronas epilépti-cas, al borde del colapso. Berto no se sentía bien con tanta agi-tación interior, y quería que pasasen los exámenes como quien se sacude una carga insoportable. A él le parecía mucho más importante ir siguiendo las marcas del mapa, pero la cuesta de los exámenes era un repecho que había que superar antes de empezar a correr hacia la meta. La evaluación para él tenía la fuerza evidente del cambio, era una señal para los demás de que el viejo Berto, zascandil y maromo, gamberro y libertario, era historia.

Berto recordó las concreciones que le había hecho apuntar Adrio en un papel, que doblado y calzado en el bolsillo de su camisa de uniforme siempre llevaba consigo. Lo abría y releía veinte veces cada hora, porque Berto intuyó que el astuto tutor no andaba de nuevas por la senda de la madurez –dada su abul-tada experiencia–, y que en ese papelote se encontraban muchos puntos no advertidos todavía por el propio Berto. Antes de en-trar en su gustoso oficio de míster deportivo en el recreo, volvió a sacar el papelón y releyó las ideas allí escritas:

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“1º.-Horario fijo de estudio y de encargos en casa. Cum-plirlo porque me da la gana, sin esperar a que nadie me lo exi-ja. Porque me viene bien a mí.

2º.-Conocerme mejor: ver qué hago mal y qué bien. Saber por qué la pifio y arreglarlo al día siguiente para mejorar.

3º.-No ser chapuzas: acabar siempre bien lo que haga.

4º.-Pensar en mis rollos después de hacer lo que tengo que hacer, no antes”.

Berto comprobó que la primera advertencia le estaba siendo dada por la fuerza de los hechos, gracias a los inevitables exá-menes. Mira tú por dónde, no hay mal que por bien no venga –se consoló. El segundo ahí estaba… Adrio le recomendó que lo hiciese en momentos en que estuviese tranquilo. El tercero era más difícil de conseguir por una mala costumbre que tenía que acabar todo cuanto antes mejor, para dedicarse en exclusiva a lo peor de sí mismo. Lo cual le llevaba directamente al cuarto pun-to, que se retorcía de manera un poco indomable.

A base de darle vueltas y revueltas a sus cosas, uno acababa un poco tarumba, agotado y con ganas de despejar la cabeza. Por ejemplo, ahora mismo, iba a dedicar todo su tiempo libre del recreo a atender a los críos de primaria. Era cierto que no había sido iniciativa suya, pero sí que se lo había tomado a pe-cho como algo propio, y le daba vueltas en su cabeza para que cada día saliese mejor. Y ese tiempo dedicado a la organización, a compensar los equipos, a distribuir mejor los tiempos, era un tiempo de gozo y satisfacción.

Viendo que ya pasaba casi un minuto de la hora prevista, Berto echó a correr a los patios de primaria. Como ya era un personaje habitual, cada vez era reconocido por más alumnos que lo saludaban, sonrientes, y le aplicaban el título de “míster”. Esos saludos mostraban la confianza de los pequeñajos, y a Ber-to se le enternecía el corazón, además de subirse un peldaño

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más en su autoestima. Cuando llegó al campo, ya le esperaban los dos cursos enteros de cuarto, listos para la disputa del rey de pista. Fue recibido con alborozo y algún que otro reproche por la tardanza. Al hacer sonar el silbato, reinó el silencio entre los enanos y Berto se dispuso al sorteo de campos y orden de equi-pos. Les tocó, en primer lugar, a los dos mejores y comenzó la competición, que era radiada desde la banda por los que estaban a la espera, imitando los gritos de exageración de los locutores profesionales. Se metieron con el árbitro, aunque de manera simpática, y él se volvió a los comentaristas para saludar, deta-lle que se aplaudió mucho. Avanzaba el tiempo, y la disputa no se decantaba por ninguno de los dos, así que Berto interrumpió el juego y determinó el desempate a penaltis. El primero lo me-tieron, el segundo fue fallo y a la calle.

Los capitanes se picaron de muy malas maneras, y azuzaron a los compañeros del equipo a apoyarles en sus discusiones. Al medio segundo, cuando Berto trataba de desenganchar a los dos gallitos, se empezaron a aporrearse a empujones y patadas. Ber-to los paró en seco de un empujón, quizá demasiado brusco, que consiguió que los dos niños se volviesen contra él a gritos, con lloros, con insultos y demás espectáculo de alta competición profesional. Berto hizo sonar su silbato y todos respondieron al toque de queda, menos los dos pollitos que seguían enzarzados. Berto estuvo a punto de perder los estribos y liarse a bofetadas con los críos, pero se contuvo y ordenó silencio a gritos, con ca-ra de loco, de las que asustan de verdad. Ordenó a los otros dos equipos que saliesen a jugar y él llamó en un aparte a los dos capitanes.

–¡A ver! ¿Qué os pasa a vosotros? –les gritó con cara de pocos amigos.

Los dos capitanes le respondieron a la vez dando también gritos. Vale, vale, valeeeee; primera ley del pupilaje, no esperes que nadie te responda con mejores modales que los tuyos, –

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pensó para sí mismo Berto. Levantó las palmas de las manos y ambos se callaron. Puso un orden de actuación:

–¡Es que eres un paquete de árbitro! –comenzó el capitán perdedor–. Cuando iba a tirar a gol, este me hizo penalti, en-trando por detrás y sin dejarme chutar, que era gol seguro por-que su portero es un paquete también.

Berto le preguntó al capitán ganador si eso era cierto.

–Bueno, un poco sí, pero luego él se vengó en la siguiente jugada y, cuando no mirabas, me dio una patada en el culo, el muy guarro…

–Bueno, vale, vale… ¡Ya está! Vamos a ver, vosotros ¿para qué jugáis, machotes?

–¡Para ganar, no te fastidia! ¿O tú juegas en el equipo del cole para perder, idiota? –le contestó con mucha determinación el capitán perdedor.

–¡Andrés! ¿Qué forma es esa de hablar, con esos insultos?

–No, don míster, perdón… Pero reconoce, Berto, que te equivocaste.

–¡Vale, Andrés, majete! Lo reconozco. Pero eso no te da derecho a liarte a patadas con un compañero de curso.

–¡Eso, abusón, eso! –replicó el vencedor.

–¡Te callas tú, que ahora voy contigo! –le miró con ojos de furia. ¡Muy mal, muy mal! Entre compañeros no puede uno pe-learse por una chorrada como un partido de fútbol. Hay que ser deportivos, y no unos guarros, ¿queda claro?

Los dos microfutbolistas afirmaron con la cabeza. Berto les obligó a darse la mano, y a hacer las paces. Dentro de cinco mi-nutos, ya habrían olvidado el encontronazo, y ancha es Castilla. Pero antes de volver al segundo encuentro, el tal Andresito le

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espetó a Berto:

–Por cierto, ¿no fue a ti a quien expulsaron una semana del cole por pelearte con otro mayor?

A Berto le dieron ganas de darle un patadón en el culo y mandarlo a la Plaza de España. Pero, haciendo un nuevo ejerci-cio de contención, apartó el pensamiento y buscó una respuesta que calmase al mal perdedor.

–Sí, así fue. Y estoy muy arrepentido de ello. ¿No ves cómo ahora, en lugar de pelearme con otros, me dedico a que no os peleéis vosotros? Pues por eso lo hago, chaval.

Y el tal Andrés pareció entenderlo con un simple “¡Aaaah, vale!”, que lo tranquilizó del todo. Al acabar el recreo, todos se despidieron de Berto, y Andrés le dio las gracias y todo, y le di-jo que era un tío guay, y que nunca más se pelearía con nadie por un partido de fútbol, y que no consentiría que otros compa-ñeros lo hicieran. Berto se fue a su pabellón de bachillerato con el rostro del niño grabado en su cerebro, agradeciendo al cielo que todo hubiese acabado bien.

Y le vino una pregunta a la cabeza. Una más para rumiar cuando acabasen los dichosos exámenes: ¿Por qué él nunca tu-vo a un Berto que le explicase las cosas como acababa de hacer con Andrés? Con esta idea, entró en su pabellón, sin acordarse ni del big bang, ni del agobio, ni de que la mecha se había apa-gado antes de llegar a la carga explosiva.

II Alberto Sendón y Elvira Gutiérrez estaban esperando la lle-

gada del hijo a la casa paterna. Habían decidido esperarlo en la sala de estar para hablar sobre lo que tanto preocupaba a su ma-dre, y quizás no tanto a su padre. Había que aprovechar aquella tarde, antes de que se fuese a casa de la abuela, porque si no,

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adiós, hasta luego, y una semana más en blanco sin solucionar nada. Tan importante le parecía a Elvira el asunto, que se había permitido el lujo de no ir a trabajar aquella tarde al omnipresen-te despacho de su vida. A pesar de todo, se respiraba un cierto tufillo a tensión, que se acrecentaba con el paso del tiempo, conforme se acercaba a la hora prevista de regreso del hijo.

Lucas llegó con la cabeza ocupada en los exámenes, en el plan que tendría que hacer con sus compañeros la tarde del sá-bado en casa de la abuela para preparar otra guiñolada, y sabo-reando las nuevas mieles del éxito de la representación con los mayores. Al cerrar la puerta, se encontró de sopetón a la pareja en la sala de estar. Se extrañó por la hora, y por las caras, y por-que iban de punta en blanco, pues no se habían cambiado la ro-pa del trabajo.

–¿Qué tal? –saludó Lucas, con el gesto de la sorpresa. Se quedó a la entrada del salón, bajo el vano de la puerta.

–Lucas, pasa y siéntate con nosotros. Queremos hablar con-tigo de varios asuntos, porque ya hace un tiempo que no char-lamos con calma… –se arrancó la madre, que mostraba un ver-dadero interés. Lucas intuía que la charla pintaba en bastos, y se puso un poco a la defensiva. Intentó leer en los ojos de su ma-dre, pero esta lo advirtió y cerró las cortinas. Lo que le preocu-paba no lo tendría que buscar en mis ojos, sino en sus oídos porque se lo iba a decir alto y claro. Sí, muy clarito –se reafirmó Elvira.

–¿Es algo de lo que hablasteis con Valeiras el otro día? –preguntó, extrañado Lucas, mientras se sentaba en el sofá. Sus padres estaban cada uno en una butaca, en su frente.

–Sí y no, un poco de todo. Por ejemplo, ese pequeño vicio, que ha aparecido también de repente, de invitar a gente a casa sin que nosotros sepamos nada…

–¿Lo dices por Marisa y Silvia? Sabes que es por lo del

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guiñol… Y además estuvimos toda la tarde estudiando a lo bes-tia… Si no me crees, pregúntale a la madre de Félix…

–Sí, tuve que preguntarle. Y es extraño que me tenga que enterar por ella de quién ha vaciado la nevera de refrescos… No es que me parezca mal, Lucas, son dos niñas encantadoras, y sé que estudiasteis mucho. Me parece fenomenal.

–Lucas –intervino, Alberto–, no nos importa el hecho en sí, ¿entiendes? Yo creo que hubiese sido bueno que nos lo hubieses contado…

–¿Y a qué hora os lo iba a contar, papi? Os recuerdo que aquel día os fuisteis a cenar a no se sabe dónde, sin pasar por casa. Y cuando llegasteis yo ya estaba en el séptimo sueño… –respondió, un poco airado de más.

–Es verdad, Luc, pero al día siguiente…, o en el desa-yuno… ¡Yo qué sé!

–Mira mamá, yo no le di importancia porque, además, co-mo van a volver por aquí, ya os lo diría. No quise ocultaros na-da… Y por cierto, mami, yo te lo suplico como hijito tuyo que soy: ¡no me llames Luc, aaanda! –y puso una carita muy inocente, como de niño suplicante, que le recordó a Elvira las palabras de Valeiras.

–Bueno, Lucas, vale. Perdóname, sabes que lo hago sin querer, cariño…

–A ver, Lucas, dinos cómo te van las cosas por el cole –le preguntó Alberto.

–Pues van… Como siempre. Chapando a lo bestia porque el lunes empezamos los exámenes, bien lo sabéis… ¡Ah, por cier-to, mañana he quedado en casa de la abuela con los del teatro para preparar otra obra… Lo digo para que lo sepáis ya…

–Sí, cariño, ya lo sabemos. Nos lo dijo ella esta mañana.

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–¡Vaya! ¡Pues sí que estáis bien informados! No sé para qué preguntáis nada, si ya lo sabéis todo… –contestó con tono elevado, de protesta, Lucas.

–Vamos, Lucas, no seas niño. Sabes que hablo todos los viernes con mamá, y ella me lo comentó, como de pasada… No es otra cosa, ¿sabes?

–Lucas, el motivo de tu pelea con ese chico… –introdujo Alberto el tema.

–Eso ya lo hablamos, papá… Es historia.

–¿También la chica, cariño? –preguntó Elvira sin sonrojo.

–¿Andrea? ¿Estáis mosqueados por lo mío con Andrea? –preguntó Lucas con aires de incredulidad.

–Claro, hombre. No nos han llegado muy buenas referen-cias de ella… –apuntó Alberto, ante la aquiescencia de su mu-jer.

–¿Y se puede saber de dónde habéis sacado esas referen-cias?

–¡Vamos, Lucas, que no somos tontos! Todo el mundo ha estado hablando de vosotros y comentando… Y todos pasándo-selo bomba, mientras nosotros, a dos velas…, cariño. Y, por lo que me sigo enterando, sigue la fiesta y nosotros seguimos sin comernos un rosco, guapo –le replicó su madre con aires de empezar a estar molesta.

–¿Que sigue la fiesta? ¿Qué fiesta? No os sigo… Me parece que alguien os informa sin saber mucho de qué habla.

–¿Tus compañeros de curso no saben de lo que hablan? –preguntó con mucho cinismo Elvira, pero se le borró la sonrisa de la boca al darse cuenta de que había dado un paso en falso. Alberto la miró de reojo con cara de advertencia, y no ocultó su disgusto por la pifia.

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–¿Mis compañeros? No sabía que hablases con ellos para informarte sobre lo que hago por ahí. Pero me resulta extraño que haya uno solo en mi clase, Gorgonas incluidas, que te in-formen a ti de nada, ¿sabes, mamá? Hay una especie de código de conducta entre nosotros, que dice que a los padres, ni la ho-ra… Así, que ya me explicarás cómo mis compañeros te han di-cho que sigue no sé qué fiesta… –y Lucas se lo preguntó a su madre con unos ojos duros, de rabia contenida. Si a sus padres les molestaba enterarse por otros sobre sus actividades, a él le exasperaba que le fueran con dimes y diretes.

La madre no supo qué responder. Ella sola se había metido en la madriguera del lobo, e irse por las ramas quedaría dema-siado artificial. Elvira presintió la tormenta que se iba a desatar, pero entendió que no le quedaba más remedio que contarle la verdad. Se quedó con ojos de pena, con el corazón roto por lo que le iba a comunicar a su hijo, y porque, a lo peor, no se lo perdonaba nunca…

–Lucas, hijo mío. Nuestra deseo siempre ha sido el de darte lo mejor que pudiésemos darte. Eres el sentido de nuestras vi-das, y quizá por un amor de madre demasiado celoso haya cru-zado una barrera que no debería haberlo hecho sin tu consenti-miento.

Elvira hizo una pausa para tragar saliva, coger aire y poder recitar de un tirón lo que le tenía que decir. A Lucas, el proemio de su madre lo puso en alerta. No. No podía ser cierto… ¿Su madre espiándole? ¿No se habría atrevido a tanto? ¡Más le va-lía, porque si no era capaz de una barbaridad! ¿Le andaría pre-guntando a las madres de los otros? ¿De qué iba ese rollo de lo de Andrea? A Lucas se le amontonaban las preguntas en la mente, a pesar de lo breve de la pausa.

–Lucas, tengo que decirte que lo que te digo de esa chica y tú lo sé por boca de tus compañeros, pues no se comenta otra

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cosa en tuenti y en facebook… –se sinceró la madre con ojos temblorosos.

Pues sí. Lo había hecho. Pero ¡qué degenerada! Toda la confianza… ¡a la mierda! –se torturaba Lucas.

–¿Cómo? ¿Que me habéis estado espiando? ¿Has mirado en mi ordenador? ¿Es eso cierto?

–Lucas, he sido yo. Tu padre no ha hecho nada –quiso ex-culpar Elvira al padre y cargarse toda la porquería encima. Lu-cas respondió rápido, como una centella iracunda.

–¡Es tan falso como tú. Calló, luego otorgó!

–Tienes que comprendernos, Lucas… Las malas lenguas nos llevaron a la desesperación. No nos quedó otro remedio, ca-riño… –intentaba dar razones su madre.

A Lucas se le vino el mundo encima. ¡Espiado por sus pro-pios padres!

El sarcófago de su intimidad, resguardado de ojos extraños y de próximos, había sido violado por un celo de madre más preocupada por su imagen que por el valor inmenso de la propia vida privada. Sus sentimientos, sus reflexiones escritas en forma de prosa crítica de artículos de costumbres, sus amores con An-drea, sus chats idiotas con compañeros de clase que quizás de-jaban al descubierto facetas ocultas de su vida. Y el horrísono delito de ponerlo a la luz cuado él siempre quiso mantenerlo ce-rrado a cal y canto.

Lucas se sintió expoliado y la furia le creció de lo más hon-do de su estómago, la bilis encabritó un carácter moderado pero inclinado al salvajismo como ni hubiese imaginado, y la fuerza de la razón de que sus padres no tenían ningún derecho a hacer lo que habían hecho, fueron creando una mezcla de humores y fluidos que le estallaron en la cabeza y que reventó como una presa que se desmoronaba por la presión de un agua arrolladora,

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bestial, que arrasaba todo a su paso.

–¡Pero qué cariño, ni qué cariño…! Eres una jodida egoíiiiiiiiiistaaa, y te odioooooo. ¡Sólo piensas en tu puta repu-tación de mierdaaa, y en el qué dirán…! ¡Que os den morcilla a todos, y a vosotros los primeros, hijoooos de puuuuuta! –Lucas, que se había levantado del sofá, se sintió arder. Como el día en que se pegó con Berto, con el odio chorreando por los poros.

Alberto, desquiciado por los gritos del odio, se levantó y le dio una bofetada de humillación y violencia. No estaba dispues-to a soportar una escena así. El golpe hizo callar a Lucas, cuyos ojos manaban cascadas de dolor moral y de espíritu traicionado, casi a la par que las lágrimas de su madre, que nunca pensó en escuchar las más odiosas palabras en boca de su hijo, mientras hacía gestos de piedad y misericordia.

Lucas salió corriendo del salón, saltó por encima de la me-sita de cristal, cerró de un golpe la puerta, rompiendo muchos de los cristalitos de su enrejado de madera. Subió a su habita-ción y se tiró encima de la cama, con el ánimo roto por las in-dignas palabras, la humillación hirviéndole en la sangre y con fuerzas de sobra para seguir vomitando locuras de furia. Cogió el ordenador de su habitación y lo desmontó a golpes contra la pared, tiró la unidad central escaleras abajo, con un estruendo de lata y chasquido de plásticos rotos; la pantalla siguió una pa-rábola similar, antes de reventarse contra la barandilla, mientras les gritaba a sus padres, locos perdidos por el arrebato de su hi-jo:

–¡Ahí tenéis el puto ordenador de los cojones! ¡Mirad ahora el correo, y mis cuentas y lo que queráis, ¡cabrones de mieeeeeerdaaaaa!

Se encerró en la habitación con un golpe de puerta que pro-dujo eco. Aún pasó mucho tiempo antes de que lograra calmar-se lo mínimo. Tuvo gestos de locura para volcar la cama, dar

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patadas a las puertas del armario y hundirlas, y despellejarse los nudillos a puñetazos contra los cajones de una cómoda. Su pa-dre le exigió que abriese la puerta o la tiraría abajo, y Lucas le respondió que lo hiciese, y que llamaba a la policía para denun-ciarlo por maltrato. Alberto lo dejó estar, viendo que todavía se sulfuraba más.

Al final, tras media hora de chillidos apagados, animaladas y lloros, se agotó la fiera y se hizo el silencio. Su cerebro volvía a trabajar, entre chispazos verdes de odio, y vio que tenía que salir de esa casa, antes de que se volviese loco, asfixiado por el malestar. Necesitaba tiempo para pensar y reflexionar. Vagaría por el náutico y cogería un ATSA, el último del día, camino de Panxón.

III Pepe y Lucía Cortés habían sido citados de urgencia por

Calero para hablar de un asunto especialmente importante. Pepe quiso dejarlo para el sábado por la mañana, pero Jaime se había negado y les exigió presencia inmediata en una salita del cole-gio, a las cinco de la tarde.

Llegaron un poco molestos por la premura y rotura de pla-nes de trabajo del padre, y al llegar a la salita se encontraron con su querido Telmo sollozante y a Calero con una cara de disgusto que daba pena. Lucía se conmovió ante la trágica es-tampa, e interrogó a Jaime con la mirada. Pepe fue más directo:

–¡Jaime, por Dios! ¿Qué ha pasado?

–¡Aquí tenéis al alumno que me ha dado el mayor disgusto de mi vida profesional! ¡Mirad que he visto de todo y uno está curado de espanto, pero cuando un alumno, al que quieres como a un hijo, sobre el que has puesto toda la confianza del mundo, que te engañe así…, comportándose como un crío, sin dejarse ayudar, es que te revuelve el estómago…!

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Pepe no daba crédito a la desilusión y el agravio de Calero, al que veía dolido de veras, con expresiones desesperadas.

–Telmo, dinos a tu madre ya mí qué ha pasado.

Telmo Cortés seguía sollozando, con los ojos enramados, mirando al suelo. A última hora del viernes, había sido sacado de la clase al despacho de su tutor y Calero le había metido caña hasta que reventó y le prometió que cantaría todo como un paja-rito a sus papás.

–Ha sido sin querer, papá, yo no soy mala persona…

–Eso ya lo sabemos, pero cuéntanos exactamente lo que ha sucedido –le requirió muy serio su padre.

–Yo… –y no pudo continuar. Le volvieron a brotar las lá-grimas en torrentes y movimientos hiposos, mal contenidos.

–A ver, tranquilo Telmo. Deja que se te pase y sé hombre. ¿No te da vergüenza llorar así como un niño?

Poco a poco se fue calmando, aunque Lucía estaba a punto de explotar por la tensión mal contenida.

–Soy un porrero –dijo con la boca más pequeña que jamás usó.

–¿Puedes repetir eso que has dicho, alto y claro, Telmo? –preguntó el serio rostro de Pepe que quería la confirmación del hijo.

–Que soy un porrero, que fumo jachís, y que no lo volveré a hacer…

Pepe levantó la mirada a Calero, que le confirmó con un gesto el notición. Lucía lloraba en silencio para sus adentros.

–A ver, machote, Telmo, hijo mío. Explícale a tu padre có-mo es eso.

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–Empecé este verano, en la playa, cuando salíamos todos los amigos juntos… Un día Toño se trajo una china y nos ense-ñó cómo se hacía. Nos lo fumamos a caladas para probarlo. A mí me mareó un poco, pero me dio un subidón que me puso muy contento… Luego, un rato más tarde, nos hicimos uno ca-da uno, y el colocón fue una pasada. No sabes lo feliz que te sientes. Y luego seguimos, siempre que nos juntábamos.

–Ya. ¿Y estás enganchado ahora, Telmo?

–No está enganchado, Pepe. El porro no produce adicción. Así que esto lo cortamos ya, sin tratamiento ni puñetas. De eso ya me he informado yo… –le contestó Calero, que tenía que empezar a intervenir como salvador de la familia.

–¿Desde cuándo lo sabes, Jaime? –preguntó Pepe con mos-queo.

–Desde ayer por la tarde, Pepe. Tendrías que ver el disgusto que me llevé.

–Bueno, Jaime, esto no deja de ser desconcertante. No en-tiendo cómo no pudiste intuirlo y advertirlo antes… Esas cosas se notan, ¿no?

–Pepe, ¿lo advertisteis vosotros en casa? Yo tampoco. La alarma saltó cuando le pregunté a Telmo por sus estudios y me dijo que no era capaz de concentrarse ni de estudiar. Ese es el principal problema ahora, y luego otros que hablaremos.

–Ya, Jaime. O sea, que nos ha engañado a todos. ¿Te parece bonito, Telmo?

–No papá. No lo volveré a hacer.

–Claro que no, hijo. De eso ya me encargaré yo –le contestó Pepe de una manera un tanto misteriosa, pero claramente ame-nazadora.

–Bueno, Pepe y Lucía, ya está el mal localizado. Ahora hay

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que ponerse en marcha para salir de esta.

–Telmo, espéranos a tu madre y a mí fuera, en el coche –ordenó Pepe Cortés.

Telmo salió cabizbajo aunque con cierta dignidad. En cuan-to se quedaron los tres a solas, el ambiente fue otro. Sin duda, no el que esperaba Calero.

–Jaime, no te voy a ocultar que hoy me habéis dado un dis-gusto tremendo, ¿oyes? Yo, por lo poco que sé, me imagino que esto no pasa de una chiquillada, pero no van a quedar las cosas así, porque el rapaz tiene que aprender la lección, ¿no crees, Jaime?

–Estoy contigo, Pepe.

–Y, dime, Jaime. ¿Qué repercusiones tiene esto que ha he-cho?

Jaime habló con claridad sobre los problemas de concentra-ción y de memoria del chico. Lo más urgente era conseguir ais-lar a Telmo del grupo de porreros, porque mientras los tuviera a su alcance seguirá metido en el asunto. Les animó a hablar con él desde el disgusto y la pena por la confianza traicionada, y que charlaran con más frecuencia sobre sus asuntos. Calero lo hizo bastante bien, transmitiendo esperanza y seguridad en el éxito.

–Entiendo, Jaime. Yo te agradezco que hayas levantado esta liebre. Es una pena que no haya sido antes, y eso es lo que más me preocupa de esta historia.

–¿Qué es lo que más te preocupa, Pepe? –preguntó Jaime con voz firme.

–Pues, hombre, que no lo advirtieses antes. Mira, Jaime, si el chico se presenta dentro de una semana con un boletín de no-tas cargado de suspensos, todos nos habríamos enterado de que algo pasaba, y tirando de la madeja lo habríamos descubierto,

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¿o no, Jaime? –Calero le confirmó con la cabeza–. Bien, pues eso es lo que no me encaja, que un profesor tan próximo al chi-co como tú no haya advertido nada. Ni tú ni otros profesores, Jaime, ¿me sigues?

–Entiendo vuestro desconcierto, Pepe.

–Yo es que, al ir hablando tú, le he dado vueltas al coco y me he hecho preguntas que tienen difícil respuesta. A lo mejor me las puedes aclarar tú, Jaime… –insinuó con inocencia Pepe Cortés, engañando a Calero.

–Si te las puedo contestar, yo encantado, Pepe.

–Pues ahí va la primera. ¿No te comentó ningún profesor que Telmo estaba raro, o que había bajado su rendimiento, o que no estaba dando pie con bola?

–Pues no recuerdo, quizá el típico comentario de pasillo al que no le das más importancia… Luego le preguntaba al chico y me decía que sí, que bueno, que lo habían pillado sin los debe-res, pero que ya lo estaba solucionando… No es fácil, Pepe. Si el chaval te quiere engañar, lo puede hacer, al menos por un corto periodo de tiempo…

–Pues no me cuadra eso, Jaime, ¿oyes? Porque aquí tenéis a gala que hacéis un seguimiento personalizado de los alumnos, y me extrañaría que se le hubiese pasado por alto a tanta gente el rendimiento nulo de Telmo…

–Una cosa no quita a la otra. Tampoco tienes por qué des-confiar de un chaval que siempre ha ido bien, ¿no?

–Ya me perdonarás, Jaime, pero me siento… no sé… como engañado. No me cuadra que nadie lo advirtiese. Mira, en las empresas nuestras trabaja mucha gente, y es cierto que alguno nos puede tomar por tontos, pero no es lo habitual, eso lo sabes bien, Jaime, ¿no? ¿Recuerdas lo que hablamos el sábado pasa-do?

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–Efectivamente. En ese sentido, os tengo que pedir discul-pas y entono el mea culpa. Ha sido un error no haberlo adverti-do, aunque tenéis que reconocer que no era fácil…

–En la vida hay pocas cosas fáciles, Jaime. Pero es que yo creo que no has sido sincero con nosotros, porque yo ya estaba con la mosca detrás de la oreja, ¿me sigues?

–No. No sé a qué te refieres –y puso gesto de desconcierto.

–Verás, te cuento. Este mismo lunes subimos aquí al cole-gio para arreglar unos papeles en secretaría. Nos atendieron tan bien como siempre, y salíamos encantados, cuando en el vestí-bulo nos encontramos con Gerardo Conde, el profe de Historia, ¿sabes? Y va y nos suelta, así, a bocajarro, que si tenemos un minuto. Y nos sentamos en unos sillones y nos dijo que estaba muy preocupado con Telmo. Que si no dormía por las noches, que en clase estaba ido, que le habían dicho otros profesores que lo veían fatal, que no traía nunca los deberes y que si sa-bíamos algo. A nosotros nos extrañó mucho, pero claro, Conde es el encargado del grupo y algo sabría para decirnos esas cosas. Aunque nos inquietamos un poco, le dijimos que lo íbamos a hablar contigo, precisamente mañana, sábado, cuando queda-mos para comentar nuestras cosas… A él le extrañó que no nos hubieses dicho nada aún, porque ellos habían puesto anotacio-nes en el sistema informático. Y fue un momento a secretaría y sacó una copia de todas las anotaciones, que pasaba de los dos folios, Jaime.

A Calero le bailaba la rabia en las tripas. ¡Touché! El muy imbécil del Gerardo Conde ya se podría haber metido en sus co-sas y dejar a los Cortés en paz. ¡Maldito imbécil!

–Pues me parece muy mal, Pepe. Es cierto que este año no he mirado mucho el sistema de anotaciones, pero si Conde sabía eso me lo tendría que haber comunicado, en lugar de iros a vo-sotros con el cuento.

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–¡No, hombre! Si él lo hizo de buena fe. De hecho comenzó su conversación diciendo algo así como “ya os habrá dicho Jai-me que Telmo no termina de arrancar este año…”. Estaba ver-daderamente sorprendido de que no nos hubieses dicho nada. Y eso sólo puede indicar que estabas a por uvas, Jaime. Que mu-cho colegueo con Telmo, pero que te la estaba colando por la escuadra, ¿oyes? Que, si hubieses tenido un mínimo de interés, habrías mirado esas anotaciones, y no nos vendrías ahora con esta historia de los porros, de los exámenes, y disimulando un enorme disgusto, ¿me oyes?

–Pepe, yo te aseguro que…

–¡Tú no me aseguras nada, Jaime! –le cortó seco Pepe, con la fuerza de la razón–. Y, entonces, yo me tengo que hacer otras preguntas, ¿sabes? Por ejemplo, si no nos habrás estado enga-ñando más tiempo, si lo que hacías al venir por casa era buscar otros intereses distintos a los de Telmo, o qué sé yo, ¿sabes? Me he quedado totalmente chafado contigo.

–Jaime, es que es muy fuerte, no habernos dicho nada, ¿en-tiendes a Pepe, verdad? –intervino Lucía desde el fondo del si-llón.

–Sí, hombre, yo os entiendo, pero creo que sacáis las cosas de quicio. Es cierto que tengo parte de culpa por no haber sido más diligente, pero no he sido yo quien le ha liado los porros a vuestro hijo, como tampoco vosotros, claro. Nos ha engañado a todos.

–Tienes razón, Jaime. Pero unos teníais más medios para haberos dado cuenta del engaño y nosotros no. Además, no has respondido a mis inquietudes, Jaime. Vamos, tenemos confian-za, somos amigos, ¿no es así?

–Yo creía que sí, Pepe. Pero, por lo que veo, has acudido a esta reunión con cartas en la manga y con la escopeta cargada. Además, dime, qué otros intereses podría tener yo con vosotros.

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Si tú mismo me ofreciste la posibilidad de nombrarme tu mano derecha en la empresa. ¿Acaso acepté? ¿Aproveché la mano pa-ra agarrar hasta el codo? Ya te dije que era un pobre profesor, y por lo que veis bastante descuidado. ¿En qué me he aprovecha-do de vosotros, eh, Pepe? ¿En daros consejos? ¿Cuánto os he cobrado por ellos?

Pepe advirtió que el razonamiento de Calero era más una escapatoria que buenas razones.

–Lo sentimos mucho, Jaime. Pero estamos defraudados contigo. Vamos a pedir una entrevista con el subdirector para que nos busque otro tutor para Telmo. Ya no nos fiamos de ti. Es verdad que no sé muy bien por qué, pero tengo la sensación de que nos estabas engañando…, no sé con qué motivos. Jaime, no sabes el disgusto que nos hemos llevado con lo de los porros, pero eso no es nada con la impresión con que nos quedamos contigo, como de que algo no está claro, ¿me oyes? Y yo así, con una sombra de duda no me quedo tranquilo. Exijo claridad total, Jaime, a ti y a todos los que tienen que ver conmigo. Te agradecemos lo que has hecho de bueno con Telmo y con noso-tros, pero tienes que comprender que nuestra relación termina aquí.

Jaime volvió a excusarse y les dijo la pena que sentía por perder a los que consideraba unos amigos sinceros. Que el tiempo pondría a cada uno en su sitio, y que ya tendrían ocasión de comprobar que se trataba de un error.

Cuando se fueron, Calero echaba espumarajos por la boca y maldecía su mala suerte y toda su impotencia. A este paso, se iba a quedar a dos velas. Además, a ver cómo se lo tomaba el cabrón de Valeiras, y si no le complicaba del todo la vida.

IV –Silvia, hija, cuéntame cómo te va la vida, que llevas una

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semana sin decir ni pío –le preguntó la madre en la cocina, des-pués de la cena en familia, mientras recogían la vajilla.

–Pues va achuchada, mami. Con todo el rollo de los exáme-nes, ya te imaginas…

–¿Y con el Conde Lucanor?

–¡Eh, eh, mami, que te estás haciendo muy curiosona… –le contestó con una sonrisa de confidente, mientras secaba un pla-to con un paño.

–Pero mujer, es que me tienes en vilo, y no me dices na-da…

–Valeee, te cuento pero, por favor, sé discreta ¿eh?

–Como una tumba, chica.

–¿Eso incluye al que comparte cama contigo? –preguntó in-teresada Silvia.

–Vamos, chica, sabes que tu padre y yo somos una sola co-sa…

–Sí, sí, hasta que la muerte os separe…

–Además, él de estas historias no entiende. Se fía totalmen-te de mí y, aunque no lo creas, de ti. ¡De eso ya me encargo yo! –le sonrió con picardía Alicia.

–Pues, verás… Estuve en su casa el otro día, ¿recuerdas? Estaba también Félix que es un tío con salero y que se terminó apuntando. Después de estudiar nos metimos con la obra y fue increíble…

–¿El qué fue increíble?

–Cómo se la sacó de la manga, así, ¡plaf! Sobre la mar-cha… Tiene una cabeza prodigiosa. La redactó en diez minutos mientras nosotras la pasábamos al ordenador. ¡Qué diálogos,

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qué gracia, qué expresividad…! Luego, la ves desde fuera y te das cuenta de que no es para tanto, pero así, en vivo y en direc-to, me dejó sorprendida…

–Ya… Y él contigo, ¿qué?

–Agua total, mamá. Estamos en tratos y roces iniciales. De hecho, todavía no ha mostrado el más mínimo interés por mí. Yo creo que no tiene ojos para otra que no sea su Andrea.

–¡Tú no desesperes y sigue! Creo que por ahí vas bien en-caminada. Y, sobre todo, sé muy natural… Creo que Lucas es bastante noble y si advierte que le estás haciendo teatro… igual se mosquea.

–Yo no he hecho nada raro. Hombre, sí que le lancé deste-llos de ojos y sonrisa de felicidad, pero él no los vio porque es-taba muy ensimismado, dándole vueltas a no sé qué problemas de la obra que había escrito…

–¿Y los niños? ¿Le ganaron el corazón? Sabes que tu prin-cipal baza es que continúe todo el año con vosotras…

–Eso es lo que más me angustió porque vi que se fijaba con detenimiento en sus reacciones y lo noté más preocupado que contento. Tengo que tirarle de la lengua para ver qué le pasó.

–¿Y Félix? –no quería dejar un cabo suelto Alicia.

–Félix es un show. En el colegio todo el mundo ha pasado a respetarle mucho. Es que verás, mamá, a la mayoría, la historia de lo de su padre nos daba mucha pena y había como un deseo general de que lo superase y de que triunfase en algo. Ahora se le ve mucho más feliz. Y con nosotras… Con nosotras está en-cantado. Según él, nunca se hubiera imaginado tener tratos con dos macizas como Marisa y yo, jaja.

–¿Macizas? ¿Te gusta ese adjetivo tan machista y obsceno?

–Es como hablan ellos, ya sabes… Es una forma de hablar,

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una chorrada. Félix no tiene un pelo de tonto aunque le cuesten algunas cosas. Yo creo que aún no se ha sacado la espina de lo de su padre, pero con Lucas y nosotras está feliz. Se le ve en la cara, y este sí que mira a los ojos, ¿sabes? Y lanza mensajes bien claros…

–¿Y?

–Y yo lo tengo muy claro, pero él no va a desaprovechar la oportunidad, ¿entiendes? Creo que ha intuido que conmigo no tiene nada que hacer, y se ha lanzado a por Marisa que, de mo-mento, le hace mucha gracia.

–Ya veo. Bueno, chica, pues hay que seguir allí, ¿no?

–¡Buff! Ya lo creo, mami. A ver qué pasa este fin de sema-na que hemos quedado en casa de la abuela de Lucas para escri-bir otra obra. Se comenta que allí el chico es feliz, que se en-cuentra en su verdadera salsa, con la abuela y ese amigo suyo tan raro, el pintor.

–Bueno, Silvy, pues ya me contarás el domingo, ¿vale?

–Pensé que estarías más preocupada por los exámenes –le hizo el quiebro a la madre.

–¿Por los exámenes? Nunca me he preocupado por tus exámenes…

–Pues bien que lo disimulas, mamá…

–Es que me llega con verte estudiar, ¿sabes? ¿Para qué me voy a preocupar por una cosa en la que pones toda la carne en el asador? –le confió su madre a Silvia, con toda la razón del mundo.

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CAPÍTULO 15

I Lucas apareció en el portalón del chalé de Playa América a

las nueve y cuarto de la noche, bajo una oscuridad bastante den-sa y cortinas de agua brillante en los resplandores de las farolas de la calle. Estaba chorreante de lluvia y con el alma anegada en el infortunio. Su paseo bajo la llovizna en la zona del náutico de Vigo le había devuelto la calma y la reflexión y sólo tuvo fuer-zas para aumentar los charcos de la ciudad con sus lágrimas. Se había pasado dieciocho pueblos con sus padres, había destroza-do su habitación, había reventado media casa a ordenadorazo limpio… ¡Qué desmadre! ¡Qué comportamiento tan poco ma-duro, tan falto de contención y racionalidad! ¡Qué retroceso a la mentalidad de niño pequeño, caprichoso y gruñón! ¡Qué ver-güenza, Dios, qué vergüenza!

Dos cosas le dolían en el cuerpo y otras dos en el alma. El bofetón de su padre fue humillante pero violento. Todavía le pi-caba el moflete y el ruido del palmetazo lo tenía grabado a fue-go en sus tímpanos. Y luego las manos. Los despellejones en los nudillos y la violencia de los golpes empezaban a resentirse ahora que había pasado la calentura. Su alma lloraba por los in-sultos del desquicie y por la intimidad violada. Si bien esta úl-tima era la que había desatado todo lo demás, ¡qué lamentables los resultados de la ira! A la media hora larga de pasear por el Arenal, recordaba los hechos como si fuesen muy lejanos, deseando que sólo fueran producto de una pesadilla o de una historia ya superada. Los dolores corporales se empeñaban en recordarle la realidad de su proceder.

Pensó en sus padres. Era cierto que nunca les habría dicho lo que les dijo, estando sereno, porque además era falso cuanto les gritó. No lo sintió entonces, ni ahora, ni nunca. Pero fue su arma arrojadiza de la venganza, como un eructo involuntario que a uno mismo sorprende en una recepción de alto copete.

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¿Quién hubiera sido capaz de contener aquella violencia in-terna? ¿Acaso el mismo hecho de que saltase la rabia de esa manera no le indicaba mucho sobre lo que ni él mismo había in-tuido sobre su propia vida? Tendría que aclararlo con Freijanes, porque él tenía el presentimiento de que esa ira la había estado almacenando hasta que una grieta la despidiese en una erupción de bestialismo. Su madre llorando… ¡Bien que se lo había ga-nado a pulso por ser como era y por tratarme como a un crío! No. No. Es tu madre, tío, es tu madre, la que te parió con dolo-res, la que te dio de tetar de sus pechos, la que suspiró contigo y pasó en vela media vida para que fueses feliz. Y su padre, ro-to… Obligado a usar la violencia con él, por primera vez en su vida. El muy cabrón…, Te pilló desprevenido, fue muy zorro, porque si no, de qué te iba a meter la mano encima, que le sacas una cabeza al muy… ¡Que no, coño, que no! ¡Que ojalá me hu-biese roto la cara! Ojalá… Así habría evitado el vandalismo del destrozo… Lucas dialogaba consigo mismo sin poder apartar los sentimientos contradictorios hacia sus padres. Sí.

Su madre y su padre.

Tan queridos como odiados en un instante, dejando a la luz, abierto a todos, algo que sus padres no encontrarían nunca, por mucho que hubiesen rebuscado en su ordenador o en sus dia-rios. Algo que ni él mismo había podido imaginar que fuese ca-paz de concentrarse en un único punto y estallar como una su-pernova. Es como si todos los malos momentos de su vida se hubiesen concentrado en esa micropartícula, tan ridícula que daba la risa al verla, pero con la potencia de un cataclismo nu-clear…

Estaba profundamente arrepentido de todo ello. Se arrastra-ba, llorando, como suplicando perdón a la gente por el mero he-cho de existir, de vivir y de haber cometido una tropelía de ese calibre.

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Era cierto que se habían entrometido en campo ajeno sin pedir permiso, y que esa falta de respeto le parecía que era gra-ve. Pero, ¿acaso no eran sus padres? ¿Tan importante era su in-timidad como para no compartirla con ellos, ni aunque fuese de una manera incompleta? ¿Es que habría alguien mejor en este mundo, con quien hablar sobre sus interioridades? Le parecía una idiotez que eso hubiese sido la espoleta del terremoto…

Aquellas palabras a sus padres… Eran ciertamente insopor-tables. Cómo deseaba en esos momentos haber disfrutado con ellos de esa mínima confianza para hablarles de su pena, de su corazón roto, de ver si entre todos encontraban un camino para la redención.

Y luego estaba su regresión al mundo infantil. El maduro Lucas, el Conde Lucanor, modelo de estudiante y de hijo, el se-rio y reflexivo muchacho que despertaba un halo de misterio en-tre sus compañeras, y regueros de envidia entre sus compañe-ros… ¡Qué pufo, Dios, qué pufo!

Entró en el porche del chalé y llamó al timbre. Salió su abuela a abrir, y lo recibió con un abrazo, mientras el chaval se deshacía en sollozos.

–Abuela, vengo a pedir asilo político durante no sé cuánto tiempo… –se le logró medio entender a Lucas.

–¡Dios mío, Lucas! ¡Estás empapado! Pasa, sécate y ponte cómodo. No me tienes que decir nada ahora, ni me tienes que dar explicaciones, ¿vale? Estás en mi casa, y aquí mando yo, ¿está claro, filliño?

La abuela estaba al corriente y agobiada por una perturba-dora llamada de su hija Elvira. Si el chico acudía a la casa ma-dre, ella se haría cargo… a su manera. Lucas se fue tranquili-zando poco a poco. Su abuela le obligó a cambiarse de ropa y a tomarse una taza de caldo de cocido, de esas que resucitan a un muerto. Vio las manos de Lucas, despellejadas y amoratadas, y

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mandó a Rosina a por yodo y una pomada para los golpes, que le untó con cariño materno. Y luego le dio las buenas noches y lo dejó solo. Romina cogió su móvil y mandó un corto mensaje a su hija: “Está aquí. Yo me ocupo. Tranquilos”.

Lucas durmió mucho pero no descansó casi nada. Se aho-gaba en sus pesadillas. Se despertaba con la misma violencia de aquella tarde, y sufría como nunca lo había padecido antes. Así una vez y otra. Al final, a eso de las cinco de la mañana, se que-dó tranquilo y durmió plácidamente. Amaneció a las once y media. Tras un paso rápido por ducha y lavabo, se vistió y bajó a la cocina donde le esperaba Rosina con el café, las tostadas y las galletas de siempre. Apenas hablaron y fue un desayuno vio-lento para la buena mujer. Lucas se dio cuenta y se sintió culpa-ble por hacer sufrir a otra persona más. Salió al porche cubierto, donde la abuela leía una revista en un sillón de enea, acomoda-da entre abundantes cojines. No llovía, pero había nubes a ras de suelo y el paisaje era invernal. A Lucas le impresionó el si-lencio del paraje.

–¿Qué tal dormiste Lucas? –le preguntó la abuela mirándole a los ojos.

–¡Más o menos! Hubiera seguido en la cama todo el día… –le respondió, mirando al suelo, Lucas.

–¿Y quién te lo impidió? ¡Haberte quedado, hombre! ¿No te habrás acatarrado?

–Tranquila, abuela. Y si me he acatarrado, ¿qué más da? Quería levantarme para pensar. Eso es lo más importante.

–¿A pensar… tú solo?

–¡Pues claro! ¿Cómo voy a pensar acompañado?

–Mediante el diálogo, Luquiñas.

Lucas meditó las palabras de la abuela.

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–¿Quieres que piense contigo, abuela?

–Piensa contigo mismo, con las gaviotas o con quien te dé la gana, filliño.

–Prefiero meditar primero, y luego hablamos, ¿te parece bien?

–¿Cómo no me va a parecer bien?

Lucas se fue a la playa. La recorrió entera, hasta el muelle de Panxón, ida y vuelta. Al final, se sentó en la fría arena, mi-rando al invisible mar. Por su parte, lo tenía claro con respecto a sus padres. Estaba avergonzado hasta necesitar pedir perdón por respirar. Había sido un salvaje y sólo suplicaría su perdón. No tenía derecho a montar el pollo que había montado, aunque to-dos tendrían que rebajarse a la imperfección de su hijo y com-prender que su brutal reacción no había sido libre ni deliberada. No la contuvo porque no tuvo opción. Seguro que lo entendían.

En segundo lugar, tenían que tratar lo del espionaje. Les aclararía dos cosas: una, que él tenía ese derecho y era inque-brantable como reconoció su propia madre; pero, como muestra de buena voluntad, no les guardaría nunca más secretos en los que su buena fama quedara a merced de la chusma. No tenía ningún problema en hablar con ellos, pero sin presiones.

En tercer lugar, tenían que abordar el problema de la con-fianza. Era cierto que le dedicaban poco tiempo, pero era el que había y él tenía que poner más de su parte por intimar con ellos. Finalmente, él había causado los destrozos en el hogar y pagaría de sus ahorros los arreglos.

Estando sereno, el cerebro de Lucas era una apisonadora de lógica y de sentido común. Su principal problema personal se centraba en esa falta de contención que le disparaba la violencia desde las tripas a los puños. Creyó que era una señal de falta de madurez. También se vio a sí mismo siendo demasiado chulo

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con todos, su desprecio por sus iguales, sus comentarios iróni-cos. Percibió claramente que esa actitud no era, en contra de lo que un día pensó, una señal de madurez, sino de todo lo contra-rio. Además, era injusta, porque él no había hecho nada para merecer ser más inteligente, mejor dotado para la escritura o ser un tío con buena planta. Se dio cuenta de que no era muy capaz de ponerse en el lugar de los demás. Si fuese corto, contrahe-cho, feo o paticorto, seguro que estaba todo el día quejándose de que nadie le entendía, de que nadie se ponía en su lugar… Y también se dio cuenta de la baba cínica con la que trataba a sus padres, auténticos dardos envenenados que no tenían que pade-cer por su mal carácter de niño engreído. Y vio mil errores más, con una clarividencia que lo soliviantaba y que le dolían en el orgullo. ¿Cómo no había caído en ellos? ¿Cómo es que siendo tan reflexivo, tan crítico con todo, tan hábil para analizar a los demás, no los hubiese advertido en sí mismo?

Era una auténtica piltrafa de tío. Se sintió como un auténti-co cerdo, quizá por el exceso de compunción y un poco también por el gusto a martirizarse, propio de la edad. Era buen estu-diante, correcto en las formas, pero una auténtica basura de per-sona. Sí, tío…, eres un montón de mierda con una fachada de anuncio, Lucas –se dijo a sí mismo, a modo de conclusión.

II Berto volvió del partido hecho una furia. Nunca corrió tanto

en un partido con un resultado tan inútil. La gente del equipo ese sábado por la mañana estaba “sobada” perdida, y no se ente-raba de qué iba la fiesta. Lograron empatar de milagro en el descuento, después de que el míster don Nico les metiese una bronca del trece y los calificase como abotargados y coleccio-nistas de miserias humanas. El orgullo sale caliente al campo y se rehace lo perdido… Pero esta vez no dio para más que el empate. Los muy pringaos del Cíes seguro que ganaban y los de

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El Olivo mantendrían el liderato por un miserable punto de as-fixie –se lamentaba el capitán.

Después de regresar a casa, se tumbó encima de la cama y trató de organizarse. Por la tarde iba a estudiar un rato con Clara y, a eso de las siete, igual se iba a dar un paseo para refrescar el “tarro”. Antes de comer, le llegó un mensaje de Andrea, invi-tándolo a salir por la tarde. A Berto se le encendieron los áni-mos. Le respondió que sí, pero con la condición de salir sólo ellos dos, sin Gorgonas, ni más testigos. La respuesta del OK, lo puso en vena. Comió con un exceso de humor que sus mayores interpretaron correctamente: seguro que el niño tenía plan con chica de buen ver. Al acabar la comida, se escaqueó del frego-teo con la excusa del estudio. Nunca fue tan bien recibida una excusa así en casa de Berto. A la media hora, llegó su hermana Clara y le acompañó. Pero Berto tenía la cabeza en otros asun-tos, y no se concentraba.

–Clara, ¿qué sentís las pavas cuando estáis coladitas por un tío? –le soltó en medio del silencio, como una pedrada en un cristal.

–¡Déjate de pavas y estudia, alcornoque! –le respondió Cla-ra sin dirigirle la mirada. Berto le lanzó el pique.

–Me dices eso porque tú a los tíos ni los hueles, ¿verdad?

El patadón directo a la espinilla le hizo ver estrellas a Berto y gimió como una niña mientras se frotaba el escozor y cogía mucho aire de manera rápida.

–¡Joé, tía, te has pasado tres pueblos!

–¡Eso para que aprendas a tenerle respeto a tu hermana ma-yor, atontao!

Volvió Berto a estudiar pero no podía. Le obsesionaba la curiosidad.

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–Anda, Clarita, ¿dime qué sentís las chicas guapas cuando os ronda un príncipe azul?

A la hermana le dio la risa floja, porque su hermano era un pesado, pero un chaval que le robaba siempre el corazón con su ingenio.

–¿No me vas a dejar estudiar, verdad cabezón?

–No hasta que me lo cuentes.

Clara reflexionó unos minutos, para ver si era capaz de re-sumirle la respuesta y poder seguir estudiando.

–Verás, Bertiño, no puedes ir a saco con ella. Si te lanzas y avasallas, si te haces pesado y cargante, a las chicas nos agobia, nos enfada y nos sentimos utilizadas. Tienes que jugar a hacerte el interesante…, a despertar en ella el interés de que tienes mu-cho por mostrar todavía, a practicar el sí pero no…, para que ella tenga que intervenir y no sea pura pasividad. Fíjate en cómo te recibe: si es con una sonrisa –le imitó el gesto–, la cosa va bien porque se encuentra a gusto contigo. Si te rehúye la mirada o si se siente tensa o desdeñosa, haz una retirada a tiempo antes de que quemes el campo. El amor tiene sus tiempos, Bertiño. Primero, es la atracción… Luego el estar a gusto y, finalmente, la correspondencia. Los tíos sois unos animales y tenéis la sen-sibilidad en los mocos. Una chica que esté colada por ti te hará ver que ella vale mucho más que tú, lo cual supondrá un reto para ti, y tendrá conciencia de que ella es el premio, no que tú lo seas para ella. ¿Lo has entendido?

Berto tenía que hacer esfuerzos para seguir a su hermana. Intentó tomar notas de la lección, pero ella no se lo permitió. Tras darle un par de vueltas, llegó a sus conclusiones simplistas y primitivas.

–¡Qué raras sois las tías, macho! ¿No sería más fácil decir: tía me gustas y yo te gusto, vamos allá?

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–Hombre, si estuvieses en la época de las cavernas, todavía te sería más fácil. Le dabas un garrotazo y la arrastrabas de los pelos a la cueva.

Berto se detuvo unos momentos pensando.

–Bueno, a ver qué pasa hoy…

–¿Qué vas, con Andrea?

–No, con Scarlett Johansson, ¿no te joroba? ¿Con quién voy a salir?

–Pero si ya llevas tiempo con esa chica… ¿Qué dice ella?

–Es que no me aclaro. Tan pronto pasa del sí quiero al que te den, guarro de mierda.

–Ninguna chica le dice eso a nadie si no se lo merece, Berti-to…

–¡Bueeee! Ya salió la moralista… Si hay rollo, hay rollo, y si no, ajo y agua…

–Berto, si tus pensamientos y sentimientos hacia esa chica los pudiera ver yo, ¿te darían vergüenza y a mí asco?

–No sólo pienso en esas cosas cuando estoy con ella, ¿sa-bes? –intentó excusarse Berto, bastante sonrojado.

–¿Me repugnarían o no? –insistió Clara.

–Muchos sí, otros no porque verías que es amor del bueno, de verdad.

–Pues si muchos sí, hace bien en llamarte guarro, cerdo y salido. Porque lo eres y porque la instrumentalizas. Sólo quieres desfogarte tú y a ella que le den, sin rechistar, y encima que esté contenta y te aplauda. ¿Cómo te sentirías si un chico me tratase así, a tu hermana?

–Me entrarían ganas de romperle las piernas… Bueno, tie-

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nes razón. Ya lo voy pillando, pero no te creas que es tan fácil de contenerse uno mismo…

–Por eso no te preocupes. Nosotras siempre llevamos los mandos.

III Alberto y Elvira seguían conmocionados por el espanto vi-

vido. Elvira, sintiéndose culpable de la escena, estaba derrum-bada y no cesaba de suspirar, a pesar de los intentos de Alberto. Habían cenado unas tonterías para calmar el fuero de las tripas y volvieron a caer en estado catatónico, sólo interrumpido por el mensaje de Romina que, sin ser mucho, algo aliviaba la situa-ción.

–Tito, ¿por qué nos ha pasado esto? –preguntó desde el agu-jero de su desolación Elvira.

–Ya te dije que no era buena idea meternos a ver sus cosas sin su consentimiento. De todas formas, me parece que ha sido una reacción demasiado desproporcionada para ser normal, ¿no crees?

–Yo ya no creo nada, Tito… ¿Por qué no pudimos hablar como personas normales?

–Porque él dejó de estar normal… Era imposible dialogar con una fiera…

–No. Yo te digo antes de que estallase…

–Yo creo que se sintió acorralado, me pareció entender que estaba tenso y a la defensiva…

–¿Por qué, Tito, por qué? –preguntaba Elvira a nadie.

–Lo que tengo claro es que no es nada normal. No se ha tra-tado de una chiquillada… Quiero decir, que esa violencia no es

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propia de un chico, aunque esté alterado… Parecía un desequi-librado…

–¿Qué quieres decir, Tito? –preguntó con miedo Elvira.

–Quiero decir que estoy muy preocupado, Elvira. Verás, hace menos de un mes, se desató a bofetada limpia con ese otro chico. Parece que fue una lucha de una violencia desmedida, una alteración desproporcionada. Y hoy otra vez lo mismo, El-vira. ¿No tendrá alguna neurona fundida?

–¿Quieres decir que…? –seguía Elvira con el temor.

–No. No quiero decirlo. ¿No compensaría llevarlo al médi-co del seguro y que lo mirase despacio…? Esas alteraciones tan súbitas, esa violencia incontenible… No me digas que no son preocupantes. Y dos veces casi seguidas, en menos de un mes… Ya no se trata de un hecho aislado, Elvira. No digo que le pase nada, pero tenemos que desechar todas las dudas, ¿no?

–¿Y no podría ser todo más sencillo? Por ejemplo, que es-tuviese sobrecargado de trabajo, o su inestable relación con esa desgracia de chica, o la presión de los cuchicheos de todos, o el dolor por haberle mirado sus cosas privadas… Todo eso, Tito, ¿no le podría haber llevado a explotar? Quizás haya sido sólo eso. La verdad es que hablamos tan poco con él, que no termi-namos de saber qué le pasa.

–No te digo que no, Elvira. Pero una visita al médico no ha-ce daño a nadie…

–¿Recuerdas lo que nos dijo Valeiras? Hablar con él, desa-rrollar cauces de confianza, no tratarlo como a un niño, intere-sarnos por sus cosas. Desde que hablamos con el profesor, no hemos hecho nada de eso…

–¡Y para una vez que lo intentamos, nos explota el berrin-che! No hay quién lo entienda. Que si lo dejamos, porque lo de-jamos; que si nos interesamos, porque le metemos presión…

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–Es inaudito que no conozcamos a nuestro propio hijo, ¿no te parece? ¿Por qué no fuimos capaces de intuir la que se estaba montando, Tito? Porque no me digas que esto ha sido un arran-que de furia porque le dio una ventolera… Yo creo que estuvo acumulando historias y, por lo que sea, quizá por lo de su orde-nador, se disparó todo.

–Algo tiene que dar explicación a unas reacciones tan des-proporcionadas, Elvira. Y yo no me apeo. Creo que no pasa na-da porque lo vea el médico –concluyó con muchas dudas. Se hi-zo un breve silencio.

–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Elvira con ansia y des-concierto.

–Mucho me temo que esperar a que Lucas se normalice. A ver si tu madre lo consigue y, después, tendremos que hablar con él… No nos queda otra…

–¿Y la bofetada, Tito? ¿Ya no te acuerdas de ella?

–Nunca imaginé tener que hacer algo así, y menos a estas alturas, Elvira. Creo que pesará sobre mí mucho tiempo, y que cada vez que hablemos, cada vez que paseemos juntos, cada vez que nos miremos, estará en medio esa bofetada.

–¿No crees en el perdón, Tito? ¿No confías en que Lucas nos perdone algún día?… Yo espero que sí, Tito.

–Yo también lo espero, Elvira. Pero temo más a su orgullo herido que a su capacidad de perdonar.

–Es muy duro eso, Tito… Es nuestro hijo…

–Puede… Pero quizá también hoy haya dejado de serlo co-mo era hasta ahora. Quizá, con todo lo vivido, sigamos teniendo un hijo llamado Lucas, pero ya no será ni tu Luc, ni mi Lucas, ni el Luquiñas de tu madre…

–¿Pero qué otra forma de ser hijo nuestro puede ser, Tito?

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–No lo sé. Con lo que ha pasado hoy, creo que tenemos que enterrar nuestra visión del Lucas niño, para pasar a comprender al Lucas hombre… Hay que pensarlo muy bien, porque quizá sea la única manera de seguir teniéndolo…

–¿Tú crees? ¿No exageras, Tito? –comentó Elvira con cierta desilusión.

–Mira, Elvira, ponte en su lugar. Trata de comprenderlo desde su punto de vista. Un chico educado para quedar bien, es-tudioso y ordenado para contentar a los demás. Un hijo aparente pero que quizá quisiera ser de otra manera y no puede. Un cha-val creído porque vive rodeado de nuestro orgullo. Todo eso lo ha mamado aquí, en su casa. De su madre y de su padre. Y eso ha entrado en oposición con lo que le gustaría ser. Quizás que-rría liberarse de la pantalla que muestra, y sacar a relucir su verdadero yo… Pero en esta casa y en esta vida que le hemos hecho vivir, se hace imposible su deseo. Eso provoca frustra-ción, se va quemando por dentro aunque no se manifieste al ex-terior… Y llega un momento en que explota. No sé cómo lo ve-rás tú, Elvira, pero me parece que su reacción violenta no ha si-do buscada ni querida… Ha sido irracional, totalmente descon-trolada. ¿Lo entiendes?

–Pero, Tito, ¿cómo no lo hemos advertido?

–Si hubiésemos estado atentos, lo habríamos percibido, creo yo, Elvira. Él probablemente iba dejando pistas, quizá de mane-ra inconsciente porque eran involuntarias… Por ejemplo, las ironías del paseo del domingo pasado… ¿No las recuerdas? “Tú hijo mío, escribe, que eso es lo importante”, le dijiste. ¿Y qué te contestó? Aquello tan feo de que no te preocupases que no ibas a quedar mal por sus notas… ¿No caes en la cuenta? Lucas en-tiende que para ti sus notas tienen el único valor de que tú pue-das seguir mirando con la cabeza alta a las demás madres, y que te puedas pavonear de que tu niño sea un Einstein. Y eso con

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todo. Mira su gran madurez, su saber comportarse en público, ser envidiado por todos. ¿Esa es la forma de ser que quiere Lu-cas? ¿O se la hemos impuesto nosotros?

–¿Crees que somos unos hipócritas, Tito? ¿Que nuestra vida es pura fachada?

–No lo es porque nuestros logros y éxitos son reales, nues-tro trabajo no es ficción ni mentira, ni sus sobresalientes son re-galos. No es pura fachada, pero creo que… hemos estado muy preocupados de que todo ello se notase excesivamente. Que hemos sido orgullosos de más…, y que Lucas se ha visto forza-do a ser coherente con la familia de donde procede. Dicho de otra manera, que nos hemos equivocado no sólo con él, sino con nuestra forma de vivir la vida. Si lo queremos recuperar, noso-tros tendremos que ir por delante y cambiar también.

–¿Quieres decir que tendremos que ser más… normales? ¿Quieres decir que no se note nuestra vida feliz?

–Quiero decir que seamos más naturales. Más auténticos, como Lucas quiere ser, sin tener tanto en cuenta a los demás… ¿Recuerdas lo que te ha gritado hoy, Elvira? ¿Acaso no tenía razón cuando te echó en cara que sólo pensabas en tu reputación y en el qué dirán…? Hombre, estaba medio ido y exageraba, pe-ro eso fue lo único que nos echó en cara… Que él no tenía vida propia, que era un adorno más en el éxito de la vida de sus pa-dres. Él lo cree así, y quizá no le falten razones para pensarlo, pues no ha visto otra cosa en su vida…

–Pero, cariño, entonces ahora todo tiene mucha más lógica. Es fácil comprenderlo desde ese punto de vista. La culpa ha si-do nuestra y totalmente nuestra… Y eso quiere decir otra cosa, Tito…

–¿El qué?

–Que no tienes que llevar a tu hijo a ningún médico. Que no

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ha hecho nada raro que ni tú, ni yo, ni nadie en sus circunstan-cias no hubiese hecho.

–¿Qué es lo que no hubiésemos hecho?

–¡Explotar, Tito! Explotar como un arsenal que se lleva to-do por delante –exclamó con pena y alivio a la vez.

IV Ángel y Blanca, después de comer, decidieron irse a dar un

paseo, ya que la lluvia estaba dando una breve tregua el sábado. Blanca siempre había defendido esa media tarde del sábado pa-ra pasarla con su marido. Le encantaba hablar y discutir con él, que le contase cómo iban los negocios, y ella le hablaba de las cosas del hogar, de los chicos y de las noticias de la familia, desperdigada por todo el sur de Galicia. Desde Coia, cogían un bus urbano que los dejaba en la zona del centro, y empezaban a dar vueltas sin un rumbo muy fijo. Urzáiz, Príncipe, Gran Vía… Zonas de tiendas, de barullo de gente, de compras. A Ángel lo de las tiendas le ponía enfermo, pero se hacía el interesado por-que era una de las pasiones de su mujer. Mira, Ángel, ¿has visto cómo viene la moda este invierno? Mira los zapatos de hombre, qué cómodos son ahora, ¿quieres que entremos y te los prue-bas? ¿No me digas que ese conjunto no es una preciosidad para Clarita? ¿Y cómo vamos a adornar la casa estas navidades, Án-gel? ¿No ves que ya empiezan a ponerlo en todos los sitios?

Y Ángel sonreía, afirmaba, y se admiraba de la capacidad de atención de su mujer, algo muy propio de quien no tiene nin-gún interés y le coge todo por sorpresa. Tras la concesión a los grandes almacenes y las tiendas de la moda, se dirigían a algún café próximo o a Bonilla, a tomarse un chocolate con churros. Cuando se sentaron en una mesa de una cafetería de Gran Vía, casi al lado del cruce con Urzáiz, empezaron a charlar de sus cosas.

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–¿Estarás contento con tu hijo, Ángel, verdad? –le comentó Blanca, muy interesada en que su marido advirtiese los progre-sos de Berto.

–¡Bueno, mujer! Esto es por los exámenes… Para que no le cortemos las alas. Ya verás en cuanto pasen, cómo no vuelve a rascarla…

–¡Que noooo, hombre, que no! Que el crío está cambiando de verdad.

A Ángel le dio la risa burlona.

–¡Cómo sois las mujeres! Os agarráis a un clavo ardiente con tal de no perder las esperanzas. No, Blanca, a mí ese no me la cuela más veces…

–¿Pero no te acuerdas de lo que nos dijo Fernando Adrio? ¿No has visto cómo está estudiando con Clara? ¿Cuántas veces le hemos tenido que pedir que estudie para estos exámenes? ¿O no te acuerdas de otras veces, que en media hora ya lo había es-tudiado todo? Ayer mismo, y eso que era viernes, se metió entre ojos y nuca tres horitas largas…

–Bueno, vale, esta vez se ha puesto él solo, pero seguro que nos pasa factura…

–¿Factura? ¿A qué te refieres?

–Como las notas sean medio buenas, ya verás cómo nos viene con que si le aumentemos la paga, con que las salidas has-ta las cuatro de la mañana, con que si la moto o con lo que sea. Ese no se mata por amor al arte, que te lo digo yo…

–¡Y dale! ¡Qué cabezón eres, Ángel! Tendrías que estar dando gracias al cielo por el cambio, y aquí estás rompiéndote el coco con que si te va a cobrar… Cualquier cosa menos acep-tar que el pobre crío esté madurando de verdad.

–¡Bueno, mujer, bueno! Ya te diré dentro de quince días, y

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ese día me reiré de tu inocencia…

–Yo te apuesto una mariscada de las gordas a que estás equivocado.

–Mira, Blanca, si el chaval me cambia y empieza a ser res-ponsable, yo te meto una mariscada que no la olvidas en lo que te quede de vida. ¡Como si quieres hacer un crucero por el mar Báltico! Yo más feliz que la puñeta, fíjate…

–¡Habla bien, que no estás en casa! –le amonestó Blanca con cara de seriedad.

Permanecieron unos instantes en silencio, observando a la gente de la cafetería.

–Mira, Blanca, a mí lo que me preocupa ahora es Clara…

–¿Clara? ¿Qué le pasa a Clara? Pero si esa hija tuya no nos la merecemos nadie en esta casa…

–Es verdad, Blanquita. Pero tiene ya veintidós años y yo la veo muy encerrada en casa, que sale poco, que no parezca que tenga novio… ¿No te resulta extraño?

–¡Vaya, hombre, ahora resulta que tienes prisas por casarla!

–¡Hala, ya estás exagerando, mujer!

–Clara tiene un millón de amigas, y sí que sale con una pandilla de la facultad. ¿Que no sale tanto como otras? Ella sa-brá por qué. ¿No te das cuenta de lo que estudia para sacar la carrera y tener más oportunidades? Otras igual van más sobra-das o son más vagas, pero ella… ¡Erre que erre! ¡Y un disgusto, cuando no lleva matrícula de honor en un examen!

–¡Eso ya lo sé, chica! Pero me parece que está un poco re-cluida de más. Creo que se divierte poco… No sé, la veo con poca marcha encima. A ver si se nos va a convertir en un ratón de biblioteca y le pasan los años y…

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–¡Tú eres medio idiota, Ángel! Desde luego, a los hombres os encanta buscaros problemas para no aburriros… ¿Qué ratón de biblioteca ni qué puñetas, hombre?

–¡Habla bien, que no estás en casa! –le recordó Ángel con muy mala leche y con sonrisa cínica. Blanca lo miró con ojos de que te sacudo.

–No, en serio, Ángel. ¿Te preocupa lo de Clara? ¿De ver-dad?

–Hombre, lo he pensado alguna vez, Blanca. No es que quiera que vaya todo el día colgada de un pelanas de esos que no han dado un palo al agua en su vida, pero tanta sobriedad de vida… No sé… A veces me parece que es demasiado buena, tan responsable que se agobia por los demás, y seguro que la gente se aprovecha de ella… También es muy insegura, Blanquita, y a estas edades y con su currículum no lo tendría que ser, ¿me si-gues por dónde van los tiros?

–Te sigo, Lavilla, te sigo. Me parece que exageras de más, pero para que estés tranquilo hablaré con ella, a ver qué me di-ce.

Se levantaron, pagaron los cafés, y se volvieron hasta la Puerta del Sol para coger el autobús de vuelta, mientras seguían con su cháchara distendida, camino del hogar. Blanca pensó en qué haría de cena, y se lo preguntó a Ángel.

–Haz cualquier cosa, mujer, que todo te queda muy rico –le contestó a Blanca sin resolverle la duda de qué plato preparar. O sea, como siempre.

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CAPÍTULO 16

I La sobremesa en casa de la abuela parecía el guión de una

telenovela sudamericana, de esas en las que el sentimentalismo es tan empalagoso que hastía. Es que el chaval no era capaz de explicar de otra manera sus reflexiones, su dolor por lo sucedi-do y sus deseos de perdón. Romina lo advirtió pero no quería cortarle el efluvio de emociones al nieto, no se fuera a atascar y ni una cosa ni otra. Mañana, antes de comer, ya le explicaría ella cómo habla un hombre cuando reconoce que se ha equivo-cado, o cómo ser sencillo sin parecer ñoño y algún que otro re-curso más para la vida de adulto que acababa de estrenar Lucas, a grito limpio y cortando las amarras del sometimiento paterno.

Romina le habló con severidad. Era su nieto y lo quería más que a sí misma, pero Lucas se había comportado como un salva-je, y tenía que sacar consecuencias. No tenía ni edad ni mentali-dad de niñato estúpido montabroncas y berrinchero.

–Tienes que demostrar que eres un hombre, Lucas, y dejar la niñez para los recuerdos de tus padres –le aclaró la abuela con mirada seria.

Lucas estaba apesadumbrado por la bronca de la abuela, porque ella disparaba a donde más le dolía, al sentido de la res-ponsabilidad disimulado y teatral que lo convertía en un falso. La abuela apeló a su hombría, a su inteligencia y a su humani-dad, demostrando que era una persona capaz de amar en serio a los suyos y no por lo que dictase el guión. Que si sus padres no lo habían hecho bien, él se había comportado como un idiota, porque tenía capacidad sobrada para haberlo advertido. Y, no haberlo hecho, era de niño acomodado que espera a que los de-más le hagan un hombre sin él poner nada de su parte.

Duras palabras de la abuela que fueron admitidas con resig-nación por Lucas, en el idóneo marco de autoflagelo por el que

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pasaba el chico, denostándose como imberbe, inmaduro e irres-ponsable. Sin embargo, la abuela le dejó también claro este pun-to.

–No me digas que ahora, encima, pretenderás dar pena, ha-ciendo teatrillo barato de automachaque… Eso sería tan patético como toda tu historia reciente. ¡Sé hombre, Lucas, que ya va siendo hora! –y se lo dijo con un énfasis y una mirada que no le daban muchas opciones a no tomárselo en serio.

–¡Tienes razón, abuela! Ya me estaba martirizando en plan inválido sufriente. Es que me tira mucho eso, ¿sabes?

–¡Pues te me vas olvidando de todas esas tonterías! Has cruzado una línea y no vas a volver ahora la mirada atrás, anhe-lando tu niñería infantil.

–Vale, abuela, un millón de gracias –le agradeció el nuevo consejo con cara seria.

–Y con una sonrisa en la cara siempre, ¿eh, Lucas? Tienes que empezar a poner rostro a tu vida. Demasiado difíciles están ya las cosas para tanta gente como para que tú, que lo tienes to-do, vayas con gesto de mártir desvalido e incomprendido. ¿Quieres que te ponga ejemplos de verdad para dejarte triste el corazón por motivos serios?

–Que no, abuela. Que ya sé que la vida está muy difícil, con la crisis y todo eso…

–¡Tú qué vas a saber, Luquitas! Para que lo aprendas de una vez por todas: lo importante no es decir que uno ya sabe que las cosas están mal; lo importante es saberlo de verdad, padecién-dolo junto al que sufre, hombro con hombro. Hacerte una mis-ma cosa con ellos y condoliéndote con lo mismo con lo que ellos sufren. Vente un día a Cáritas conmigo, y sabrás de qué te hablo. Eso te vendría muy bien, ¿sabes? Quizá el lunes te lleve ahí y vas a empezar a saber lo difícil que es la vida.

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–Como quieras, abuela. Pero… ya no estás enfadada con-migo, ¿verdad? –le robó el sentimiento a Romina.

–¡Claro que no, hijo mío! Yo nunca he estado enfadada contigo. Te lo digo por tu bien, y te lo digo en este tono porque con ciertas cosas no se juega ya, a tu edad. Hay que poder ha-blarte como a un adulto.

–¿Cuándo crees que debo hablar con mis padres, abuela? –preguntó, confiado y deseoso.

–Aún no estás preparado, Lucas. Creo que tienes que medi-tar un poco más, tomar decisiones, tener claro qué les vas a pro-poner. Sí. Tú querrías que viniesen esta tarde, que os perdona-rais y seguir tan felices como si aquí no hubiese pasado nada. ¿Y sabes lo que harías, Lucas? Otra comedia patética como la que acabas de hacer ahora conmigo. No… Tienes que proponer-te y explicarte. Será una conversación de gente seria. Nada de lloriqueos y de bobaliconadas. Y… también creo que tendrías que hacerle una visita a Antón. Es un consejo de abuela que sa-be a quién te manda.

En ese momento, sonó el timbre de la casa. Les cogió des-prevenidos porque no esperaban visitas. En realidad, sí. Pero Lucas lo había olvidado. Entraron, muy amables, Silvia, Félix y Marisa. Saludaron muy cortésmente a la sorprendida abuela y a Lucas, que se golpeó la frente, mientras suplicaba perdón con la mirada a su abuela. Ella se lo concedió, gracias a las circunstan-cias que hacían comprensible el olvido, pero quiso enterarse de qué iba la fiesta.

–¿Cómo? ¿No le ha dicho nada su nieto? –preguntó, extra-ñada Silvia.

–Hemos estado muy ocupados resolviendo algunos asuntos familiares, guapa. Así que vosotros sois los del guiñol… –se si-tuó Romina.

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–Sí, señora, y salvadas por la campana gracias a su nieto –le comentó Marisa.

–Sí. Últimamente está un poco sonado de más… –miró de reojo a su nieto, tras el zambombazo–. Bueno, Lucas, te recuer-do que me prometiste que me las ibas a guardar, ¿no?

–Sí, abuela. No te preocupes. La tengo en la carpeta…

Y entonces Lucas se dio cuenta de que el mundo había se-guido avanzando mientras él se había bajado un momento. Re-cordó que no tenía ni la carpeta, ni los libros para los exámenes, ni la obra de guiñol, ni nada. Que tampoco tenía ropa para afrontar unos días más en Playa América. Y que había sido un idiota precipitado sin querer saber nada más que de sus proble-mas.

–¡Eh, tíos! Empezamos a chapar, y después nos metemos con el teatro. Abuela, por favor, ¿puedo hablar contigo un mo-mento en tu despacho? –le preguntó mientras se apartaba del grupo y le exponía su situación menesterosa. La abuela le son-rió.

–¡Menos mal que tienes una madre y una abuela, Lucas! Te lo han traído todo esta mañana, muy de mañana.

–¿Qué dices? ¿Han estado aquí? –preguntó con ansiedad.

–Claro que han estado. Tu madre ha caído en la cuenta de que en un momento dado despertarías a la realidad. Están todas tus cosas en el ropero. Y por la noche me cuentas quiénes son estos chicos y me lees las obras, ¿vale?

Lucas respiró, aliviado. Así que, en medio de todo el caos, su madre había tenido encima la preocupación de pensar en él, de prever sus necesidades del futuro. Se dijo que eso no podía ser un detalle aislado. Que, probablemente, siempre habría sido así; pero, en su ceguera, no lo había captado nunca.

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Cogió sus libros y fue al salón donde tenían una espaciosa mesa de comedor con sillas altas. Esta vez Silvia se sentó a su lado, a su izquierda. Estaba trabajando las mates y resolvía ejer-cicios. Lucas apenas se dio cuenta, pero el codo de ella le roza-ba su brazo con los movimientos de las cuentas, y eso le produ-jo un extraño placer de suave cosquilleo. No apartó el brazo y se dejó rozar. En diez minutos, estaba totalmente dormido.

Un cuarto de hora más tarde se despertó de manera brusca por el ruido de las risas apagadas. Eran Silvia y Marisa, pues Félix también había caído tieso como un pajarito, usando la misma técnica.

–¡A ver, bellos durmientes! –comentó Marisa mientras se tapaba la boca.

Despejados por el sonrojo y azorados por lo descarado de su proceder, siguieron estudiando en absoluto silencio, hasta a eso de las siete y media de la tarde. Dos horas y media para la tarde de un sábado, no estaba tan mal, a fin de cuentas. La abue-la no perdía detalle de todo lo que se vivía en su salón. Cuando cerraban los libros, les tenía ya preparada una merienda en con-diciones. Las chicas se desvivieron en agradecimientos y ense-guida le echaron una mano a Rosina para prepararlo todo. El gesto no pasó desapercibido a la abuela, que vio que eran buena gente, chicos serios que habían estudiado a conciencia.

A la experta Romina le sobraron cinco minutos de deglu-ción para intuir las relaciones afectivas del grupo. Silvia inten-taba captar la atención de la mirada de Lucas, pero este nunca se había mostrado tan esquivo. La joven intuyó su preocupa-ción. Romina también vio el dubitativo estado de Marisa con respecto a Félix, que estaba como en su casa, a pesar del velo turbio de sus ojos claros.

–Bueno, ¿qué? ¿Empezamos con la obrita? –se lanzó Mari-sa.

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II Berto estaba con todos los sentidos al loro para ver si se

cumplían algunas de las pistas que le había dado su hermana. Cuando apareció Andrea, andando por la calle Pí y Margall, la saludó desde el quiosco del Paseo Alfonso, donde la estaba es-perando desde hacía más de un cuarto de hora. Ella respondió con una sonrisa dental espectacular, mientras aceleraba el paso para el encuentro con Berto. Bueno, mira, esto empieza como Dios manda –se dijo Berto mientras ponía cara de babeo. Se sa-ludaron con un abrazo y un par de roces mejilleros que queda-ron muy elegantes pero que indicaban las distancias. Avanzaron unos metros, hasta que llegaron a la zona central del mirador, apoyados en la barandilla de hierro, con el olivo que representa a la ciudad a su derecha. Miraron el gris espectáculo de la ría cubierta de nubes bajas y un mar de color aluminio, absoluta-mente inmóvil, como un plato.

–¿Todavía sigues con el pringao ese del Lucanor, Andrea? –le preguntó sin mirarla.

–Parece que tiene cosas más importantes que yo, Bertiño. Lo he mandado a freír espárragos –salvó la situación la chica desde el gris del cielo.

–Ya. Y ahora te aburres y vienes conmigo, ¿no?

–Por lo que veo, no pareces estar muy contento, Bertiño. Ahora tienes una oportunidad guay. Sólo quedas tú. ¿Me con-vencerás?

–¿Y cómo quieres que lo haga, Andrea? Quizá pienses que soy un animal, un guarro y un salido, pero no lo soy. Soy una persona mucho más interesante que todo eso… –le dijo Berto, haciendo el ridículo más espantoso, al tratar de seguir los pasos de la estereotipada respuesta que le había dado su hermana.

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–¿Así que te vas a hacer el interesante ahora? ¿Para que yo me sienta atraída hacia esos misterios que escondes, Berto? Y luego, ¿qué? ¿Seguirás con el manual del perfecto seductor, in-vitándome a no ser mero objeto pasivo, y a pasar a la etapa del encuentro? ¡Por Dios, Bertiño, que eres más inocente que un canario!

¡Hala, qué pillada! –se dijo Berto–. Cuando llegue a casa, le voy a decir a la subnormal de Clara que es tonta del bote. Des-bordado por el saber de la belleza rubia, Berto se quedó todo azorado, en silencio, sin saber qué decir.

–Mira, Berto, que no te engañe nadie. Las chicas hoy no somos nada convencionales. Cada una es como es y al que se la quiera ganar se la tiene que currar. Por ejemplo, supongo que te habrás fijado también en mi sonrisa de llegada. Habrás dicho: ¡Bien! ¡Me sonríe, así que está a gusto conmigo!… Que sepas que esa misma sonrisa se la he puesto al busero mientras me cobraba, a la señora que me ha cedido el asiento porque se ba-jaba en la parada y a un pringao vestido con mono azul que me ha lanzado un piropo. Así que nada de recetas precocinadas, ¿entiendes, mamón? –le dijo con muchos aires de superioridad.

–Entonces, ¿es todo falso, Andrea? ¿No estás a gusto con-migo?

–¡Claro que sí, Berto! Pero yo lo que te quiero decir es que no te fíes ni de tu padre, y que seas natural.

–¡Ya! –exlamó Berto, ofendido ante la lección.

–Y… dime, Berto. ¿A qué te dedicas ahora, que no se te ve el pelo?

–Ya sabes que ahora estoy con los de primaria en los re-creos…

–Sí, pero no en el recreo de la mañana. No es fácil encon-trarte dispuesto a pegar la hebra…

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–¡Ah, bueno! ¡Sí, es verdad! Es que le estoy dando vueltas ahí a varios asuntos y no es fácil aclararse…

–¿Asuntos? ¿Cuáles, Bertiño? A lo mejor te puedo echar una mano… –se interesó Andrea.

–Es sobre mi futuro, sobre las posibilidades que tengo… Son cosas muy personales, Andrea. Te parecerían un rollo pata-tero y… seguro que te reirías…

–¡Que no, hombre! Dime, porfa, ya verás como no me río…

–Verás, ¿tú has descubierto tu tesoro?

–¿Mi tessssoro, Gollum? ¡Ellos nos lo robaron, sucios y as-querosos hobbits! –tonteó Andrea–. ¿Qué tesoro, Berto? –le sonrió a un Berto mosqueado por las bromas.

–El tuyo. Seguro que lo has descubierto ya. Que lo has des-tapado y lo has visto brillar ante tus ojos… ¿No es cierto? Además, las chicas en eso vais muy por delante de nosotros.

–No sé de qué me hablas con lo del tesoro. ¿Te refieres al sentido de tu vida, a lo que quieres ser de mayor, o algo así?

–Mmm, sí…, más o menos.

–¿Y ese rollo de dónde lo has sacado ahora, Bertito? ¿Te dedicas a jugar a los piratas del Caribe?

–¡No, hombre, te lo digo en serio! Yo voy siguiendo las marcas en el mapa y sé que me estoy acercando a la solución, a aquello que, cuando lo vea, lo reconoceré y me diré: ¡claro, idiota! ¡Siempre lo tenías allí, y no te dabas cuenta!

–¡Ah, ya! ¿Te refieres a la personalidad?

–Bueno… Sí… También a la personalidad.

–¿Y qué pistas has encontrado ya, Bertito?

–¡Uff! ¡Muchas, Andrea! Por ejemplo, que soy absoluta-

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mente distinto de los demás.

–Hombre, claro. Vaya chorrada de pista. ¿Y te has roto mu-cho la cabeza para llegar a esa pista?

–No es tan evidente, ¿sabes? La tele, el cine, la publicidad, tu familia, tu equipo de fútbol… Todos quieren que seas como ellos te dicen. No te quieren como tú seas, sino como ellos quie-ren que seas. De esa manera, uno deja de ser uno mismo para pasar a ser del montón. Y a eso lo llamamos aficiones, relacio-nes familiares, modas, lo guay… ¡Ya! ¿Y uno dónde queda? ¿Qué pasa, no puedo ser del Madrid y que me guste cómo juega el Barça? ¿Soy un borrego porque mi padre es fontanero, y qué va a dar de sí el hijo de un fontanero? ¿No puedo querer a mi hermana y darle una patada en la espinilla?

–¡Ostras, Berto, te estás haciendo un filósofo! Sigue, sigue, que esto se pone muy interesante…

–¡A ver, tía! ¡Que luego te vas de la lengua y anda todo el mundo con el cuento en la fiambrera!

–¡Que no, Berto, te lo juro! Dime qué más puntos del mapa has descubierto.

Berto se dio cuenta de que, a pesar de la desilusión con la que había empezado su diálogo con Andrea, el viejo sistema que le había contado su hermana era infalible. Él se había hecho el interesante y ella había mordido el anzuelo. ¿Curiosidad? ¿Mujeres? Por mucho que uno sepa, parece como que no puede huir de su condición.

–¡No, guapa! ¡Ahora te toca a ti! ¡Dime una pista de tu teso-ro! –le exigió a Andrea.

–Pues, ¡yo qué sé! Lo vi hace tanto tiempo que casi no lo recuerdo, ¿sabes?

¡Ya! –pensó Berto para sí mismo–. ¡Tocado! O lo sabe y lo

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oculta por lo que sea, o es más corta que el rabo de una mosca.

–Mira, Andrea, que no cuela. Que sueltes la lengua o yo soy una tumba.

–¿Me estás presionando, Berto? Sabes que no me hace gra-cia…

–Sin embargo, tú sí que te permites el lujo de presionar-me… ¿Quién avasalla a quién?

¡Vaya con el anormal del Berto! Ahora resultaba que el muy idiota razonaba y todo –se molestó Andrea.

–¡Bueno, vale, te cuento! Yo, lo primero que vi fue algo pa-recido a lo tuyo, que era absolutamente distinta a todas las de-más…

–¡Eheheh! ¡Eso no vale! Estás copiando…

–¡No, hombre, espera y verás! Yo me di cuenta de que atraía a todos por mi simpatía y porque todo el mundo decía que era muy guapa. He seguido creciendo y, por lo que se ve, sigo siéndolo. Entonces entendí que mi belleza me hacía poseedora de un don del que podría sacar mucho partido…

–¿Eso es lo que viste? ¿No es un poco utilitarista, tía? Di-go… un poco así como de zorra de alto standing…

Andrea le sacudió un manotazo en el hombro por la descon-sideración. Él respondió haciendo teatro de dolores y bastabas-ta, perdonaperdona, ja ja ja ja.

–¡Mira que sois cerdos los pavos, tío! No me has dejado acabar… Yo entendí ese día que con lo buena que estoy podía hacer más dulce la vida a los demás, sólo con mi presencia, ¿en-tiendes, animal?

–¡Hombre, sí! Pero es que alegras la vista demasiado a to-dos, y eso trae problemas cuando hay más de un gallo en el co-

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rral…

–¡Sí majo! Pero eso fue la siguiente pista. Y no te la voy a contar hasta que no largues tú otra.

Empezó a lloviznar. Nada. Cuatro gotas. Pero lo suficiente como para encerrar a los piratas en un bar próximo. Allí siguie-ron con sus interioridades. Berto se dio cuenta de que era la primera vez que estaba con Andrea –y ya llevaban un buen ra-to–, sin que pensase en ella en términos que le darían asco a su hermana. Y que, además, se lo estaban pasando bomba, cono-ciéndose para comprenderse. Estaban los dos muy a gusto. O sea, en el segundo paso del ciclo del amor de Clara: estar a gus-to. Así de simple. Estar.

III

El cuento del teatrillo del guiñol se lo dio resuelto Romina, cuando propuso que probasen con las fábulas de Samaniego, o mejor aún, con las de Esopo. Buscaron en la vieja biblioteca una edición de la época de Matusalén, pero que mantenía el tex-to fresco, con una delicada traducción que preservaba todo el espíritu del griego clásico original. Allí encontraron varias his-torias muy conocidas, como la de la zorra y el cuervo o el lobo y el cordero en el río. Pero tenían el problema de que todos los personajes eran animales y no tenían ni una marioneta de ese ti-po. Félix dijo que él se hacía cargo, que se iría a un chino y que allí había figuras de animales de todos los tamaños y gustos.

Quedaron así, y optaron por la fábula de las ranas que que-rían tener un rey. Había que adaptarla mucho, para que los pe-queños lo entendiesen, pero para eso estaba el Conde Lucanor. Mientras lo hacía, observó despacio a Silvia. Más bien, habría que decir que la detectó. Su figura, sus movimientos naturales, su hablar relajado y tranquilo.

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Sus ojos.

Los observó despacio cuando no le miraban a él. Pero no era fácil, porque todo lo que hacía y decía, mientras preparaban el texto, parecía consultárselo a él con aquellos ojazos, mientras él bajaba los suyos, azorado. No tenía los ánimos para bucear en aquellos ojos oscuros y sonrientes. Pero sí se atrevía a mirarlos cuando fijaban la atención en algo distinto a él. Eran unos ojos demasiado francos para la debilidad en la que se creía encontrar Lucas. Demasiado poderosos para hacerles frente. Y demasiado limpios para acceder a ellos con su turbia mirada. E intuyó que, un día, cuando estuviese más compuesto, los miraría a fondo para ver qué miraban y lo que le decían.

A las ocho y media, las chicas se fueron y Félix fue retenido por Lucas y la abuela, cuando esta fue advertida de los proble-mas del chaval con las salidas alcohólicas. Llamaron a su madre y recibió el permiso para pasar la noche en Playa América.

Después de cenar, Lucas le dijo a su abuela que se iban a dar una vuelta por la playa, que iban a charlar de sus cosas, y a ella le pareció sólo a medias bien, por el mal tiempo y la noche. Enchubasquerados, con capucha y todo, salieron a la playa, iluminada con las farolas del paseo.

–Félix, tío, ¿cómo estás? –empezó Lucas que quería hablar largo y tendido con el amigo.

–¡Yo dabuten, tío…! No, de verdad, desde que me he meti-do en esto del guiñol y desde que estudio contigo, me ha cam-biado la vida, macho.

–Y, a pesar de tan favorables circunstancias, ¿cómo estás tú por dentro?

–¿Te refieres a mi vida? Todo va mejorando… También lo del partido y el costillazo del perruno me echó una mano. Desde ese día, me mira todo el mundo bien.

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–Efectivamente… Desde ese día. Todo el mundo se alegró de que por fin triunfases en algo. Había varias tías, Gorgonas incluidas, que se deshacían por ti.

–¡Ya lo noté, ya! ¡Menudas harpías, tío! Primero me destro-zan con lo de mi padre y ahora que qué guay, Félix, ven aquí guapo que te mato a besos. ¡Anda y que las zurzan!

–Por cierto, ¿cómo llevas lo de tu padre? –ese era el princi-pal interés de Lucas.

–¡Joé, tío! No quiero hablar de esa mierda, ¿sabes? ¡Es muy jodido, tío, muy chungo!

–Yo creo, Félix, que estás traumatizado con eso, y hasta que no lo superes no te desatascarás… Digo yo, vamos…

–Es posible, Lucanor. Pero no te puedes hacer a la idea de lo que es eso. ¿Cómo lo vas a entender con unos padres como los que tú tienes, Lucas?

A Lucas se le ensombreció el rostro, y Félix lo advirtió a pesar de la penumbra. Lucas fue sincero con su amigo y le con-tó su historia, su despropósito, sus pensamientos y sus ansias de comenzar una nueva vida. Félix no daba crédito a sus oídos, y sufrió con su amigo el pesar. Estando en tiempos de confiden-cias, Félix se animó a contarle cómo se sentía de verdad.

–Lucas, lo que me has dicho es muy fuerte. Nadie lo supon-dría, de verdad, es que ni de coña, tío. Pero, a pesar de todo, no tiene ni punto de comparación con lo que nos ha pasado a noso-tros, macho. Tú no sabes lo que es que, de repente, tu madre te diga, con catorce años, que tu padre se va de casa. ¿Y por qué, mami? Porque nos lo ha robado un putón verbenero. ¡Joder, Lu-cas! Es que te cagas en todo… Yo quise hablar con él pero no me dejaron. Luego el rollo del divorcio… Las disputas por lo que tú te quedas, por lo que yo me llevo. La pensión. El pavo que renuncia a disfrutar de los tiempos establecidos por la ley

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para que yo los pase con él. Vamos, que no me quería ver ni en pintura. ¡Anda y que te dé por culo el chulo de la zorra con que te vas, hijo de puta!

Y Félix le dio un patadón de primera a una lata de refresco, para pasar a los dolores de la espalda provocados por la reac-ción.

–Y luego, tu madre, tío. Todo el santo día llorando, a pesar de que disimule. Las noches entre sollozos… La llegada de la abuela al hogar porque la madre está tan hecha mierda que no es capaz ni de hacerte una sopa de esas de sobre… Y dos años lar-guísimos, Lucas, hasta que la cosa se va normalizando en casa. Y, mientras tanto, las muy impresentables de las Gorgonas pa-sándoselo a tope con la historia, y las madres de tus amigos que te miran con cara de pena y te dicen que no te preocupes, y al-gunos y algunas que te empiezan a insultar con lo de tu padre… ¿Recuerdas los motes, Lucas, el de barragano, el don Juan de Austria, el bastardo, el penalti? Hay que ser cabrones, Lucas…

Félix se detuvo para ahogar su rabia. Y para pasar a un tono más intimista si cabía, bajo la atenta mirada de Lucas.

–Yo no me maté porque Dios no quiso, ¿sabes? Estuve a punto de suicidarme varias veces. Pero es que no tengo huevos para hacerlo. Me justificaba con que mi madre se volvería loca, pero en el fondo era que no me atrevía. Cada vez que me vienen con el rollo, me lo vuelvo a plantear, tío. Es que… no hay lo que hay para tirarse desde la ventana, o para cortarte las venas con un cutter, o ahorcarte, ¿sabes? Se te ponen de corbata y te da la sensación de que vas a hacer una gilipollez absoluta. Y, otras veces, el deseo de que te compadezcan, te lleva a intentar-lo otra vez… En fin, que es todo una verdadera mierda.

Lucas le apoyó una mano en el hombro, mientras Félix ba-jaba la cabeza unos instantes. Pero se animó de nuevo.

–¿Te puedes hacer cargo de lo que ha sido mi vida en los

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últimos años? ¿Entiendes por qué ahora estoy más feliz que un tonto con una pajarita?

–Es muy fuerte, Félix. Perdóname por no haberte ayudado antes, ¿sabes? Iba demasiado a mi rollo para llegar a compren-derte, para pensar un solo instante en tu desgracia. Tranquiliza-ba mi conciencia intentando sentir pena por ti, pero nunca arri-mé el hombro. ¡Y eso que siempre fuimos amigos!… ¿Sabes por qué no lo hice? Porque me dabas miedo, porque pensaba que tu desgracia me salpicaría, y que yo también tendría pro-blemas con mis padres… y huevadas de ese estilo. En el fondo, ahora lo veo claro, eran justificaciones para no salir de mi rollo, de mi supuesta vida perfecta. Yo, Félix, te tengo que pedir per-dón de verdad, porque fui un cerdo… Un hijo puta más de esos, que llegó incluso a esbozar una sonrisa cuando alguien mencio-naba el barragano o el penalti.

Lucas le suplicó con gestos de tragedia clásica.

–¡Yo te lo pido por lo que más quieras, Félix! ¡Perdóname! –y estaba realmente emocionado, quizá más por sí mismo que por su amigo. A Félix le bailó la voz, aunque fue cogiendo fuer-za poco a poco.

–Bueno, tío, no exageres. Ya sabía yo que durante algún tiempo les seguías el juego a los demás. Con los que te son indi-ferentes, duele menos, ¿sabes Lucas? ¡Venga, yo te perdono, y te absuelvo, tío!

Se abrazaron en un gesto de dolor compartido. Tras la apre-tura, en la que Félix no sintió las fisuras, hubo risas, bromas y arenazos.

–Te lo tenía que pedir, ¿sabes?

–¡Y yo lo necesitaba! ¡Gracias, Lucas! ¡Eres un tío noble, todo un señor conde!

Luego, más relajados, Lucas le comentó sus planes de ma-

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durez. Le invitó a que hiciese lo mismo, sobre todo, para vencer ese mal rollo de la bebida compulsiva.

Malo. No debía haberlo hecho.

El pobre Félix, con tanto discurso y tanta emoción, había olvidado su deriva alcohólica. Y se le despertaron los instintos. Y, cuando se fueron a la cama, Félix bajó al salón de la casa, se agarró una de las botellas de aguardiente blanca que tenía la abuela para el café de los amigos, y se emborrachó sin sentido, mientras sonreía con risa artificial y estúpida. Rosina oyó rui-dos, y se levantó. Ayudó al chico a devolver en el cuarto de ba-ño, y le hizo una manzanilla. Le prometió que no se lo diría a nadie, y que ella justificaría la ausencia del aguardiente. Pero también le hizo jurar al pálido Félix que era la primera y última vez que le cubría las espaldas, y que buscase ayuda en su casa para vencer la adicción. Así lo hizo Félix, entre sonrojos de vergüenza y mareos de desequilibrio.

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CAPÍTULO 17

I Silvia y Marisa salieron esa noche juntas de paseo. Estaban

cansadas de tanto trajín y querían despejar la cabeza de mate-máticas, teatros y otras mil responsabilidades. Su intención era ir a un par de pubs, tomarse unos refrescos o alguna copichuela y charlar. Marisa vivía en el propio Nigrán, y Silvia pasaría la noche en su casa. Entraron en un bar tranquilo, con música de fondo y luz tenue. Buscaron un rincón solitario, iluminado por una lamparita de corte victoriano, y pidieron unos combinados a un camarero que parecía muy fresco y contento por la presencia de las chicas.

–Silvia, tú vas lanzada a por Lucas…

–¿Qué? ¿Tú crees…? ¿Tanto se me nota? –respondió un poco azorada.

–Vamos, a poco que te fijes…, vas dando la nota cantidubi, chica.

–Parece que se da cuenta todo el mundo menos él –respondió con la mirada ida.

–¡Vamos! La abuela te cachó en un minuto, que de eso ya me di cuenta yo. Y él no es tonto, y acabará por percibirlo… Esta tarde parecía más ido que nunca. No había forma de encon-trarle los ojos…

–¿También tú se los buscabas, Marisa? –le preguntó con cierta preocupación a la amiga.

–Yo le tenía ganas, Silvia, pero viendo lo que veo, te dejaré el paso libre… Al fin y al cabo, no estoy segura de que sea de los míos…

–¿Y cuáles son los tuyos, Marisa?

–Necesito gente más desprotegida, menos autónoma. Tíos

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que me necesiten realmente, no sé si me sigues…

–Un tipo Félix, vamos –le ejemplificó Silvia con una sonri-sa apenas dibujada.

–Pues…, sí. Un tipo Félix. Me he dado cuenta de que él sí que necesitaría de alguien como yo…

–Hace unas semanas parecía que te reías de él, Marisa…

–Hace una semana parecía que nos reíamos todas, Silvia… A mí siempre me dio pena… y siempre me interesó…

–¿Tú crees que con eso te llega para enamorarte de un tío?

–¿Que me dé pena? No, guapa. Tiene que tener buena plan-ta, ser simpático e impulsivo…, un gatito al que domar.

–O sea, un Félix en estado eufórico…

–Por ejemplo… ¿Así que quieres ser Condesa, Silvia? –le cambió el rumbo a la preguntona Silvia.

–¿Qué te parece, Marisa, lo ves posible?

–La gente habla de que sigue liado con Andrea a escondi-das…

–La gente dice muchas paridas, tía. También comentan que Félix está haciendo el papel de coartada o de avisador… ¿Tú te crees eso? Yo no, con lo que he visto esta semana…

–Habría que enterarse de si la guapa rubia sigue tonteando con Lucanor… Mientras ande ella por medio, tú no tienes nada que rascar.

–¿Y si las habladurías no fuesen ciertas, Marisa? ¿Sería tiempo de ponerse a tiro?

–Si está sin compromiso, habrá que tener cuidado… Podría ser que tu Lucas lleve un par de días ido por haber cortado con Andrea… Eso siempre quema a los pavos, y están un tiempo

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con la desilusión. Por tanto, ir al ataque podría ser contraprodu-cente, Silvia. Ningún tío que acaba de salir del fuego quiere echarse en las llamas…

–¿Y entonces…? Imagina que realmente es así, que han cortado. ¿Qué tendría que hacer?

–Yo creo que estar ahí, nada más. Hasta que os encontréis a gusto juntos, sin ningún otro motivo más que el del compañe-rismo de estar metidos en lo mismo. Cuando se le pasen los humos de la otra, despejará la mirada… Y lo primero con lo que se tiene que encontrar entonces es con tus ojitos… Que le digan algo así como ¡eeeh, Luuucas, estoy aquíiii, cuchicuuuchi!

–¿Y cuánto tiempo hará falta para eso?

–¡Yo qué sé, Silvita! No parece Lucas un frívolo de esos de hoy corto contigo, mañana me busco otra y a seguir la fiesta… Parece mucho más sensible, y las huellas le tardarán en cicatri-zar.

–Así que paciencia, ¿no?

–¡Ya te digo, guapa! Además, creo que es lo mejor para los dos.

–¡Sí, claro! Me gustaría verte en mi situación, a ver si de-cías lo mismo.

–Si estuviese en tu situación, me alegraría de tener una amiga que me dijese lo que te he dicho, porque, Silvia, yo te he hablado con la razón y con el sentido común. Precisamente, por estar fuera del asunto, lo veo con más claridad que tú.

–¡En fin! Ya se ve que en esta historia con Lucas me toca hacer de guardameta…

–¿De guardameta? ¿Qué dices, tía? –preguntó extrañada Marisa.

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–Sí, de estar a la espera. Dependiendo siempre de lo que hagan los demás, y actuar sólo si es imprescindible y cuando se presente la ocasión.

–Bueno, chica, si lo quieres ver así… Lo importante es que nadie te meta un gol –le sonrió con complicidad Marisa.

II El domingo por la mañana el tiempo dio una tregua y se

animó con un poco de alegría. Las nubes se subieron unos me-tros, dejando algún jirón por el que se veía un cielo azul esplén-dido, que la gente empezaba ya a añorar.

Félix se levantó como pudo, tras un sueño nada reparador y un despertar a martillazos secos en la nuca. Se fue rápido a su casa, intentando que no se notase mucho la memez nocturna. En el desayuno, cada sonrisa le costaba Dios y ayuda, y decidió sa-lir de terreno ajeno antes de que se le cayese el mundo encima.

Lucas pasó la mañana encerrado, estudiando hasta que su abuela lo requirió para acompañarla al templo votivo. Tan pron-to como terminaron, se volvió rápido a la casa para seguir con los exámenes, y dejó a solas a Romina, que tenía compañía de sobra para el regreso.

A eso de las dos de la tarde, Lucas decidió que estaba todo amarrado y bien amarrado. Cerró los libros y ayudó a Rosina a montar la mesa. No estuvo muy animada la comida, así que Lu-cas respetó el tono apagado de lo que habitualmente era una reunión alegre.

–¿Ya pensaste, filliño? –le preguntó, compasiva, Romina, en los cafés.

–Sí, abuela…

–¿Y a qué llegaste?

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–A todo, menos a una cosa.

–¿Cuál?

–El por qué así.

Romina no lo pensó ni un instante.

–Te espera Antón esta tarde.

–¿Y qué le digo?

–El por qué así.

–¿Él tiene la respuesta?

–La tienes tú, Lucas. Pero no le has hecho caso.

Se hizo otro silencio. A Lucas le volvió la curiosidad por algo que llevaba tiempo barruntando pero que no se atrevía a preguntarle a su abuela. Ella lo leyó todo en sus ojos marrones.

–¿Te preguntas por qué me fío tanto de Antón?

La curiosidad de Lucas era más atrevida. No supo qué res-ponder.

–Puedes preguntárselo a él, si lo prefieres –le dijo la abuela, con cierta desilusión.

Lucas decidió sincerarse.

–Abuela Romina. Sé que no debería preguntarte esto, pero es que lo presiento desde hace tiempo y…

–Soy tu abuela, Lucas. Y el hecho de que estos días te haya hablado en otro tono no quiere decir que no tengamos la misma confianza de siempre.

–¿Hay algo entre ti y Antón, abuela?

–Sí.

Y otro silencio… Lo rompió Romina.

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–No es lo que piensas, Lucas. Nos queremos…, no sé cómo decirte para que lo entiendas… Si te digo que como algo pare-cido a viejos amigos íntimos, ¿lo comprenderías?

–Abuela, esta mañana, antes de que llegases a casa, he esta-do en el salón de baile, viendo tu retrato. Sólo había visto el del abuelo, ¿recuerdas?

–Sí, Lucas. ¿Y que viste?

–Vi una fuerza en tus ojos del retrato que me arrolló. Eran ojos de amor, abuela, ¿no es cierto?

–Sí. Los mejores ojos que he visto pintados en mi vida.

–¿Y posaste para él, evidentemente?

–¡Pues claro!

–¿Eran ojos para él, abuela? ¿Para Antón?

–Claro que no. Eran para tu abuelo. Siempre que posába-mos nos situábamos al lado de Freijanes y nos mirábamos in-tensamente. Él quería pintar ojos sinceros.

Lucas se sintió avergonzado por sus pensamientos retorci-dos. Le pidió perdón a su abuela con la mirada, que se lo con-cedió con alegría.

–¿Así que amigos íntimos, entonces…?

–La respuesta la tienes en ese cuadro, Lucas. Es una historia vieja, de personas hechas y derechas, que habla de afectos ho-nestos y de lealtad.

Lucas estaba interesado en ella.

–¿Me la quieres contar, abuela?

–¿Estarás preparado para comprender el corazón humano, Lucas?

Él creía que sí, pero no se fiaba de sí mismo, dadas las cir-

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cunstancias. La abuela intuyó que, a pesar de los pesares, el chi-co era de naturaleza noble y estaba capacitado para entenderla.

–Hubo un día, después de los retratos, y cuando sus visitas a esta casa fueron más frecuentes, en que Antón me confesó que se había enamorado perdidamente de mí. También me confió que no podía traicionar la vieja amistad con tu abuelo ni conmi-go, y que él comprendía que el suyo era un amor imposible, porque mi marido y yo nos amábamos de verdad. Lo había ad-vertido a la hora de hacer los retratos, y se desgarró por dentro. Decidió poner tierra de por medio y viajó por todo el mundo: estuvo en París, Nueva York, Buenos Aires, Praga… Sólo cuando se le curó el mal de amores regresó. Entonces pudo vol-ver a mirarme con los ojos limpios, y regresó a Playa América donde seguimos en contacto los tres.

Lucas escuchaba sorprendido el relato de los viejos tiem-pos. Le conmovió la hombría de Antón, tan sincera como dolo-rosa, y su huida para no hacer daño.

–¿Nunca amó a otra mujer, abuela?

–Eso se lo tendrás que preguntar a él, Lucas. Yo no soy de las que andan ventoleando la vida de los demás.

–Pero tú lo sabes, ¿verdad?

–¡Claro, filliño, claro! ¿O es que crees que no tengo ojos en la cara? –le respondió con una sonrisa de complicidad.

III Por primera vez en muchos años, Calero tuvo un fin de se-

mana sin visitas ni empeños. Le resultó tan raro que empezaba a aburrirse. En momentos como ese, añoraba la vieja posibilidad de haber tenido una mujer e hijos, no haberse atrevido en las muchas ocasiones que la vida le había presentado. Se dio cuenta de que no podía tener la cabeza desocupada y decidió darse una

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vuelta por la ciudad, a ver si ponía un poco de orden en sus preocupaciones. Subió al parque de El Castro, paseando lenta-mente entre pinos, abetos y jardinería de ciudad. El aire seguía soplando del sur, húmedo y anuncio de nuevas lluvias, aunque no para esa mañana.

Jaime Calero le daba vueltas a la entrevista con los Cortés, y presagiaba sus posibles consecuencias. El padre siempre le había parecido más ingenuo de lo que resultó ser. Tendría que haberse dado cuenta, en sus encuentros sabatinos, de que era un hombre de natural desconfiado, incluso con aquellos con los que parecía que más confiaba. Allí pecó Calero de poco pruden-te, aunque Pepe nunca lo habría cazado si no hubiese sido por el mortífero inoportunismo de Conde. ¡Puñetero idiota! –se lamen-taba con febril enfado.

¿Qué le diría Valeiras? De nuevo, en menos de un mes, otra familia salía pitando de su prestigioso círculo de influencias, malencarados, disgustados por los desaciertos de su quehacer profesional. Tanto barullo seguro que encendía las alarmas del subdirector, que iría acumulando información y podría llegar a conclusiones muy ciertas. Si eso ocurriese, estaría en un verda-dero peligro. De seguro que esa semana era requerido al despa-cho de Valeiras a dar su versión de los hechos. Sería puro for-malismo, pura teoría de honestidad, del tipo de “mira lo que nos han dicho, a ver, Jaime, cuéntame cómo lo ves tú porque me re-sulta extraño”. Pero, en el fondo, sabía que, o tenía muy buenos argumentos, o sus razones serían puestas en solfa. ¿Y con qué se iba a defender? Desde luego no con los argumentos que les expuso a los Cortés. Con unos padres podrían haber colado, pe-ro no con el astuto y experimentado zorro de Valeiras.

Llegó a la parte más elevada del montecillo de la ciudad, junto al mirador. Desde allí, se desplegaba el mar de ladrillos de la ciudad en cuesta, cayendo hacia el mar.

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¿Inadvertencia? ¿En un profesor que tenía fama de lo con-trario? ¿Indolencia? No cuela. ¿Descentrado momentáneamente por algún problema? ¿Cuál, Jaime, cuál, si no lo ha notado na-die?… ¿Y ser sincero? El escándalo, la rumorología, el descré-dito, el desprecio, el abandono… ¿Volver a empezar? ¿Dónde?

Se mirase por donde se mirase, Jaime no terminaba de en-contrar una excusa lo suficientemente buena para él mismo, en su papel de abogado del diablo.

¿Hacerse el loco y pasar una temporada ejerciendo sólo de profesor, para que no se detectaran sus movimientos? Había abierto demasiadas vías de escape para abandonarlas todas de sopetón sin levantar más sospechas. Piensa, hombre, piensa –se gritaba a sí mismo, cayendo en la ansiedad de una imposible so-lución.

Anduvo unos pasos más y se dirigió a la cafetería. Pidió un gin tonic con mucho hielo en vaso ancho y alto. Con el dedo, iba hundiendo los hielos que volvían a ascender entre remolinos gaseosos y salpicaduras diminutas del gas de la tónica.

¿Y ganar tiempo? ¿Pedir una excedencia? Con el curso co-menzado, imposible. ¿Ocultarse bajo una depresión? Hombre, no le resultaría difícil conseguir una baja médica… Pero sería sólo otra forma de retrasar el problema. Pero algo era ya. Calero le pegó un trago corto a la mezcla. El gas saltó sobre su lengua y le hizo cosquilleos que le llegaron hasta la nariz. Siguió gol-peando los hielos, que se empeñaban en seguir su trayectoria ascendente. Sólo caerían cuando no quedase líquido en el que flotar. Claro. Era evidente. Entonces, en un suspiro, intuyó la solución. Extraña manera de proceder del cerebro. ¿Cómo sería capaz de poner en relación unos signos con unas ideas tan leja-nas? –se preguntó mientras sonreía satisfecho.

Salió de la cafetería y volvió al mirador. Cogió el teléfono móvil y buscó en la agenda de contactos. Llamó a un número

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conocido y habló con suma amabilidad. Su interlocutor necesi-taba ayuda, y él se la iba a prestar generosamente. Sólo le tenía que confirmar una fecha. Y era muy buena para Calero. Dema-siado buena por lo próxima. En apenas nueve días. Colgó y con-templó el paisaje.

Vigo a sus pies o Vigo como despeñadero. Eran las dos op-ciones que le quedaban al astuto profesor. Una marcha poco honrosa de El Olivo le cerraría prácticamente todas las puertas de la ciudad. Sí.

Salvo que no pudiesen hundirlo, claro. Por mucho que qui-siesen.

IV Berto estaba siendo interrogado, a petición propia, por Cla-

ra ante sus padres. Quiso hacer una demostración de lo mucho que había estudiado y de lo bien que se sabía las materias de los exámenes que empezaban al día siguiente.

Ángel Lavilla comprobó que su Bertiño tenía un memorión de primera, y terminó de convencerse de que no era un animal sin cerebro. Sobre todo, porque el crío nunca antes había queri-do ponerse en una situación así, dando la cara y demostrando que era un hombre.

Su madre, Blanca, le atendió sólo en las primeras preguntas, y llegó a la conclusión de que había acertado en mover a su ma-rido para que obligase al chaval a hacer el bachillerato. Más le valía que no se enterase Clara de que ella había sido la promoto-ra del chaval en la sombra. Ahora ya se estaba planteando metas más altas, por ejemplo la universidad.

Al terminar el recital de tenor, todos le aplaudieron. Enton-ces, pidió tregua el cantante para demostrar el agradecimiento, para lo cual sacó un papel donde tenía escritas las palabras.

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–Gracias, gracias. Espero que los miembros de esta familia, con esta elemental demostración, hayan comprendido, de una vez por todas, que ya no soy el mismo de siempre. Hoy ha naci-do el nuevo Berto, hijo responsable, padre de mis trabajos, y hombre de bien.

Más aplausos. Mientras seguían la bufonada, Ángel le susu-rró a su mujer al oído, aquello de que ahora verás cómo nos pi-de la moto o el aumento de paga. Ella le miró, recordándole la mariscada. El chico prosiguió su discurso.

–Y, puesto que un nuevo Berto ha nacido, debemos felicitar a sus padres y hermana por todo el esfuerzo y ayudas concedi-das. Yo os lo agradezco de corazón.

Y les empezó a aplaudir, mientras el resto se unían a las ovaciones.

–Pero no querría dejar pasar la ocasión sin hacer algunas advertencias y exigir un nuevo trato por los que tanto me han ayudado a hacerme un hombre. Como estaréis todos de acuerdo conmigo, a un hombre no se le puede seguir tratando como a un crío. Un hombre hecho y derecho debe tener verdadera autono-mía, poder gestionar sus intereses y deseos, y ser al mismo tiempo responsable y libre. Por eso, quiero pediros a todos que hagáis el esfuerzo de concederme las siguientes peticiones que os quiero hacer.

Momentos de expectación y mosqueos. Ángel le miró rien-do a Blanca, mientras Clara estaba bastante desconcertada por el morro de su hermano.

–En primer lugar, quiero pedir a mis padres y hermana que no me eviten ningún trabajo que yo mismo pueda realizar por mis propios medios.

Desconcierto por parte de la audiencia.

–En segundo lugar, que como ya soy mayorcito nadie me

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imponga horarios en mis responsabilidades. Yo sabré el tiempo que tengo que dedicar a cada cosa, y los días en que estaré más libre u ocupado. Así que nada de eso de estudiar dos horas y media porque lo dice mamá…, etc. Mis estudios son mi pro-blema, y yo me encargaré de sacarlos adelante como mejor pueda.

Blanca, le miró a Ángel y le dijo con la mirada: “Ahora te chinchas, viejo gruñón”. A lo que le respondió con un gesto de que tuviese paciencia.

–En tercer lugar, y como consecuencia de los dos primeros, creo que mi familia tiene que hacer un gesto por su parte. He pensado que ello podría ser no tener tampoco horarios fijos de entrada y salida de la casa familiar, y un aumento generoso de la atribución semanal, de la que el nuevo hombre hará un uso responsable. Fin de la petición. ¿Qué? ¿Os parece bien? –les di-jo mientras doblaba el discurso y se lo metía en el bolsillo del pantalón.

Follón. Risas de Ángel. Enfado de Blanca. Gestos de nega-ción de Clara, y mucho más teatro de revista. Todos hablando y chillando a la vez, a ver a quién se le oía más. El padre felicitó al hijo con unas palmadas en la espalda, y las mujeres se pusie-ron en contra de ellos. Al final, Blanca se impuso y mandó a to-dos callar.

–¡Berto, desgraciado, eres peor que tu padre! No das un pa-lo al agua en tu vida, y el día que mueves un dedo pides más que la reina de Saba. Mientras quieras vivir en esta casa, cum-plirás las normas que te digamos, y si no te gustan ya sabes dónde está la puerta, so descarado.

–¡Alto ahí, mujer! –intervino Ángel–. Yo estoy de acuerdo con Berto en muchas de las cosas que ha dicho. Él dice que se ha convertido en un hombre nuevo y nos ha hecho tres peticio-nes. Que cumpla con creces la primera, luego la segunda, y,

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cuando veamos que es así, nosotros concederemos la tercera. ¿Vale, Berto?

De nuevo el follón. Que ni de coña, que o todas a la vez o nada. Que sí, sí, vas bueno. Que o cumples o nanai de la China. Que mira que me reboto y que os den. Etc.

Fue una comida de discusiones y de mucha risa, porque los comensales se lanzaban auténticos pepinazos de ironía, y acaba-ron todos muy contentos con la partida en tablas, pero con grandes progresos, porque todos habían ganado en sus intereses. En la tarde dominical de sofá y televisión de Ángel y Blanca, continuaron hablando sobre el tema.

–Mira, Blanquita, yo sólo con lo que ha estudiado, me da para reconocer que he perdido y te pagaré la mariscada. Pero reconoce que yo también tenía razón.

–Lo importante, Ángel es que está cambiando para bien, ¿sabes? ¿Viste ayer lo contento que llegó del paseo con esa chi-ca? ¿Y cuando nos contó lo que habían estado haciendo? ¿Re-cuerdas que tu hijo te haya contado alguna vez lo que hacía en una salida del sábado por la tarde, y más lo que hacía con las chicas?

–Que síiii, que tienes razóoon. Pero baja la cabeza y reco-noce que yo también la tengo, anda guapa…

–Bueeeeno, vale lo reconozco. ¡Cómo sois los hombres!

–¡Cómo sois las mujeres! –le sonrió, Ángel.

–¿Y qué hacemos ahora, majo?

–Lo dicho. Que cumpla las condiciones, y le vamos soltan-do cuerda…

–Vale, Angelito. Por cierto…, ¿cómo estabas tan seguro de que iba a pedir eso?

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–Mujer, pareces tonta… Tú lo habrás parido, pero yo sé cómo son los de mi especie –dijo, como si fuese muy evidente la ordinariez que le había soltado a su mujer.

–Ya veo… Sois todos unos señores muy delicados y elegan-tes, que andáis de árbol en árbol, haciendo el animal, y diciendo a vuestras hembras que sólo saben parir la mar de bien…

–Pero, mujer, cómo eres…

–¡Que te zurzan, Angelito, cariño!

V –¡Hola, rompecorazones! ¿Cómo te va? –le saludó Freija-

nes a Lucas desde la ventana del salón-museo.

–Lo de rompecorazones es muy equívoco, ¿no crees, viejo? –le respondió Lucas mientras acariciaba a Joker que le había plantado sus patas en el pecho.

–¡Pasa y ponte cómodo, escritor! He consultado el vuelo de las aves y sólo he visto grajos y cuervos…

Lucas entró con Joker en la casa. Se puso cómodo en un bu-tacón de cuero con orejeras, en frente de Antón, mientras Joker se tumbaba a los pies del amo.

–Me han dicho que venga a verte, como los griegos acudían al oráculo de Delfos. ¿No te habrás convertido en una sacerdoti-sa de Apolo que entra en trance, viejo lobo?

–¡Eso quisieras tú! Que fuese una guapa griega para ligárte-la, bergantín.

–¿A tu edad? Eso no funcionaría, anciano.

–Sin embargo, no es mala la metáfora que has usado con lo del oráculo de Delfos…

–¿Y eso? ¿A qué viene ahora lo del oráculo?

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–¿Sabes cómo funcionaba el asunto o no?

–Sí, más o menos. Lo suficiente como para no perder ahora el tiempo con eso.

–¡Ah, Lucas, no es cierto! No perdemos el tiempo en Del-fos, lo ganamos.

–¡Venga, sacerdotiso, aclárame el destino! –le instó con cierta urgencia.

–¿Sabes qué significa el famoso gnose se autón?

–¿El “conócete a ti mismo”? Sí que lo conozco… Ah, bueno, ya caigo…

–Efectivamente, Lucas, conócete a ti mismo y te evitarás muchas tragedias en esta vida.

–¡A ver, oh vate, enséñame los oscuros caminos del corazón del hombre!

–Déjate de vaticinios y otros rollos… Me han dicho que te dedicas a hacer de Terminator y no comprendes por qué…

–Supongo que la abuela te habrá ido con el cuento…

–Sí, sí. Pero ya me lo estaba esperando yo ese cuento.

–¿Ah sí? ¿Y por qué no me avisaste, truhán?

–¡Pero si yo te avisé, calabacín, yo te lo advertí!

–¿Qué me advertiste, hombre?

–Lo que pasa es que no te interesó un pepino, Lucas. Esta-bas tan pendiente de mirar en los ojos de los demás, que el otro consejo lo pasaste por alto. ¡Quizá porque creíste que no te ha-cía falta, don Perfecto!

–No lo recuerdo. ¿Me echas un cable?

–Al cuello habría que echártelo, malandrín. Te está bien

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empleado por cabezón y por chulo.

–¡Pero qué! ¿Qué era, Antón?

–Te lo dije el día de los ojos. ¡A ver, recuerda, mente privi-legiada!

–¿El día de los ojos? Me dijiste que mirara con los ojos de la gente para ponerme en su lugar y comprender el porqué de su actuar…

–¿Y qué más te dije, rapaz?

–No me dijiste más… Espera, a ver si me acuerdo… No sé, tío, ¿qué más me dijiste?

–¡Que mirases todas las noches a los tuyos en un espejo, hombre!

–¡Ah, sí! Ya me acuerdo… Pero… Sí, es cierto… lo olvidé por completo, Antón.

–¡Eso te pasa por la curiosidad, bergante! Descubriste un nuevo mundo y te olvidaste de mirar el tuyo.

–¡Venga ya! ¡Eso no explica nada! –comentó, defraudado, Lucas.

–Eso lo explica todo, hombre…, ¡todo lo explica! Si te hu-bieses mirado frecuentemente a tus propios ojos te habrías visto y conocido como realmente eres. Y no te sorprenderías de hacer las bestialidades que haces. Habrías visto, en el día a día, que eras un creído, que a este o a aquel lo habías despreciado, que te creías mejor que el resto de los mortales, que tu madurez era pura apariencia –fariseísmo del fetén–.

Antón, paró para coger aire y comprobar que los ojos asus-tados de Lucas le seguían la exposición.

–Que te molestaban cosas de tus padres y que no te rebaja-bas a hablarlas con ellos porque estaban muy por debajo de tu

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grandeza, que tenías muy mala baba porque estabas todo el día enfadado contigo mismo… Que eras un zoquete, que lo sabías y que estaba en tu mano dejar de serlo. Pero no quisiste mirarte a los ojos, ponerte en tu lugar y ver por esos ojos para entender lo que te pasaba… No sé si por miedo, por puro egoísmo o por simple descuido… Te di un consejo esencial para tu vida de marinero recién enrolado, y ni te quisiste acordar de ella. Esta-bas a lo tuyo, a satisfacer lo que te interesaba, esa chica, la Afrodita en la tierra, y al resto que le den aire…

El soliloquio de Freijanes fue concluyente y deprimiría a un optimista nato, de no ser porque Lucas ya había pensado en to-do eso y había llegado a las mismas conclusiones.

–Pero, eso, Antón, ¿hubiese evitado lo que pasó?

–¡Claro que lo hubiese evitado! Salvo que seas una mala bestia sin entrañas, y tú y yo sabemos que no eres así. Lo ha-brías visto un día y otro, y otro, y otro más… Habrías tomado cartas en el asunto, habrías actuado. Cambiarías, más tarde o más temprano, pero evitarías transformarte en un bicharraco con dos vidas paralelas y contrapuestas. Y, si lo hubieses hecho, no te preguntarías nunca “¿por qué así?” ¡Qué memez, Lucas, por Dios! ¡Por qué así!

A Lucas le dolió la falta de lealtad que había tenido con An-tón por no haber seguido sus consejos, un error más que lo ha-bía precipitado al desgarro. Pero se repuso enseguida porque vio al viejo sonreír.

–¿Aprenderás de una vez, bergante?

–¡Claro que sí, viejo tunante! Lo tenía ahí… y no lo seguí, Antón. Yo te juro que fue por puro despiste, no porque no qui-siese seguir tus consejos…

–No jures tan rápido, Lucas. Te despistaste porque te intere-saba mucho más seguir siendo como eras que hacerte un hom-

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bre.

–¿Cómo? ¿Qué dices? Te aseguro que no…

–¡Que sí, hombre, que sí! Olvidaste lo que te dije porque querías ser superior a los demás, conocerles de una forma que ellos no pueden conocer, y así estar mejor posicionado ante ellos… Ese fue el verdadero motivo por el que olvidaste el se-gundo consejo, Lucas. Siempre anteponiéndote a los demás.

Lucas aprendió aquella tarde que no podía hablar con tanta ligereza como lo hacía habitualmente, no al menos hasta que se conociese lo suficientemente bien como para saber que lo que decía era cierto o no.

–¿Y ahora qué?

–Ahora lo mismo, Lucas. Hasta que te caigas de viejo, sigue mirándote en ese espejo y analiza el porqué de tu vida. Corrige, mejora, sé persona. No vuelvas a caer en el error de que la ma-durez es el objetivo de la vida.

Antón, abrió los brazos, como un viejo maestro filósofo.

–La madurez, la responsabilidad, la bondad, la grandeza del hombre se consiguen en las pequeñas batallas de toda nuestra vida, no en los grandes virajes de timón. Esos hay que reservar-los a situaciones extremas de peligro. Lo importante es corregir el rumbo a diario, grado a grado en la estrella de los vientos, y llegar así a buen puerto, chaval.

–Ya. Ya entiendo. Así que… me hablabas de la vida ente-ra… ¡Joé, Antón, qué imbécil he sido!

–¡Y tanto! Pero de nada valen lamentaciones de niño tonto. ¡Ponte a trabajar ya! He visto demasiadas vidas naufragadas como para deseárselo a nadie, y mucho menos a una persona querida como tú, Lucas.

Lucas lloró, para sus adentros, de agradecimiento al viejo.

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Se juró a sí mismo –aunque matizándose el juramento, como acababa de aprender– que seguiría el consejo del viejo filósofo todos los días de su vida. Que tendría que aprender a llevar el timón, a corregir el rumbo a diario. Que tenía que pedir perdón a mucha gente.

Antón, tras las conmociones, le concluyó a Lucas:

–Ahora sí. Dile a la abuela que ya pueden venir tus padres.

–¿Y qué y cómo les digo todo lo que les tengo que decir, Antón?

–Se te da bien escribir. Mejor que hablar, rapaz. Escribe un texto con las ideas, floréalo todo lo que quieras, pero quédate con las ideas principales. Eso te ayudará a no pasar nada por al-to.

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CAPÍTULO 18

I El lunes 7 de noviembre empezaron con Matemáticas y

Economía la tanda de los exámenes. Berto vivió las pruebas con una seguridad que no acostumbraba, y cuando vio el primer examen casi le da la risa.

¿Para eso me he pegado la matada padre? ¿Para esta parida de examen? –se preguntaba mientras devoraba las resoluciones.

Lucas también conocía de sobra el planteamiento y desarro-llo de las cuestiones, y sólo tuvo que repasar al final para estar totalmente convencido de que su examen iba perfecto.

Félix estaba como un flan, porque nunca estaba seguro de nada, a pesar del estudio y de la aparente confianza de los mo-mentos previos. Empezó con muchas dudas el primer ejercicio, sabiendo que no lo estaba haciendo bien. Pasó al segundo donde no había dudas y el tercero que lo tenía claro. En el cuarto se atascó en un par de pasos pero salió pronto del bache y lo arre-gló sin problemas. Le quedaba más de la mitad del tiempo fija-do –algo inaudito en su experiencia– y volvió a la primera pre-gunta. No había manera de salir del embrollo.

A ver, Félix, recuerda. ¿Cuándo estudiamos esto de las ope-raciones con radicales? ¿Fue en casa de la abuela de Lucas o el día en que me apunté al guiñol? Poco a poco se le fueron desve-lando las cortinas del recuerdo hasta que lo vislumbró clara-mente. ¡Bó, qué chorrada! ¡Ya me acuerdo! Lo resolvió con la firmeza de la seguridad y lo entregó.

No le faltó tiempo a media clase para pensar que tanto Félix como Berto habrían dejado el examen medio en blanco y que no tendrían ni idea, dada la prontitud con que entregaron sus pape-les.

El segundo encuentro con los exámenes fue mucho más dis-

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tendido porque allí había algunos problemas y operaciones que resolver, pero eran fáciles, y el mayor peso se lo llevaba la teo-ría. Los tres lo bordaron.

¡Vamos, Berto, vamos! ¡Que nos salimos! –comentó en voz alta el chaval, ante las risas de los compañeros más próximos.

De nuevo, les sobró más de un cuarto de hora del tiempo es-tablecido.

En el recreo, Félix comprobó con Lucas lo que había res-pondido. Todo bien, menos el retorcido ejercicio cuarto de ma-temáticas, ese en el que se había trabucado y lo había resuelto tan rápido. La había pifiado en colores. ¡A tomar viento el diez! –se lamentó Félix. Lucas advirtió el notable cambio de Félix. Antes daba botes de alegría con un cinquillo raspado, y ahora se enfurruñaba por un siete y medio en mates. ¡Quién lo diría! Para él, sin embargo, los exámenes no dejaban de ser un mero trámi-te ante el que ni se inmutaba. Él tenía la cabeza puesta en otros asuntos, y cuando resolvió las dudas a Félix se retiró de los co-rrillos y se ensimismó en lo suyo.

Andrea estaba hablando con Berto, viendo todas las pifiadas que había cometido por su tambaleante e indeciso estudio. Berto no entendía cómo había podido cometer esos errores tan idiotas.

–Pero tía, ¿cómo has fallado en eso? ¡Si era súper fácil!

–Mira, Berto, no me toques las narices, que para un examen que te sale bien no te vas a poner ahora todo chulo conmigo…

–¿Para uno? Que no, Andrea, que el de Economía también lo he fusilado…

–¿No habrás hecho un cambiazo y te las das ahora de guay? –preguntó con cierto rencor la chica.

–¡Que no, tía, que no! ¡Que esta vez me lo llevaba bien chapao todito!

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–No sé, no sé… No me fío un pelo de los tíos como tú, ¿sa-bes?

–Pero Andrea, ¿es que no me crees capaz de estudiar? Te juro por mis muertos que me lo sabía al dedillo. ¿Quieres que te lo cante para que te convenzas, mujer?

–¡Anda y que te den, so pedante! –le respondió con gesto de desprecio la rubia belleza, que ya le daba la espalda y se largaba con males aires. ¡El muy mamón! ¡Ahora le da por estudiar al muy anormal! –se fue rumiando Andrea, hacia a la máquina de refrescos para sacarse una bebida isotónica.

Berto la vio irse y no entendía por qué se había mosqueado con él. ¿Porque le habían salido bien los exámenes? Nunca le había parecido mal a ella que aprobase aunque fuese copiando. ¿Por envidia? Igual resultaba que ahora se sentía ofendida por que él sacase mejores notas que ella. ¿Había alguien que enten-diese a las pavas? –se preguntaba el desconcertado Berto por la actitud de Andrea. Vamos, que casi ni disfrutó de sus éxitos académicos y las victorias se las tendría que reservar para can-tarlas en su casa.

II Laura Jáudenes escuchaba atenta el relato de Valeiras sobre

lo que le había contado el padre de Telmo Cortés a primera hora de la mañana. Jáudenes seguía la conversación con el cerebro trabajando a toda máquina. Al terminar el relato de los hechos, Valeiras pasó a las consideraciones personales, a su interpreta-ción de lo sucedido.

–Mira, Laura, a mí lo de este hombre cada vez me gusta menos.

–¿Qué es lo que te gusta menos, José Luis? ¿El hecho de que haya tenido problemas con dos tutelados?

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–El hecho es extraño, tratándose de Jaime…

–¿Y qué te preocupa? Quitando estas dos excepciones, Ca-lero es el favorito de todo el mundo…

–¿Es el favorito o se hace el favorito, Laura?

–Pregunta a las familias y los chavales y verás…

–Eso ya lo sé. ¿No será todo fruto de una operación de mar-keting?

–Yo te aseguro que no, José Luis. Conozco a mi gente y no suelo juzgar intenciones sino que me quedo con los hechos. Jaime le dedica tiempo de verdad a sus chicos, empeño y dedi-cación. Y todo lo que me llega de las familias, salvo esto últi-mo, confirma todo lo que te he dicho.

–Yo no digo que no trabaje, Laura. De hecho, todo lo que has dicho lo vemos todos. Pero a mí me resultan chocantes al-gunas noticias.

–¿Por ejemplo?

–Que haya determinadas familias con las que pasa mucho tiempo fuera del colegio, sobre todo los fines de semana. Ade-más, son familias concretas, no lo hace con todas, y allí sé que echa el resto.

–¿Lo dices porque crees que se implica demasiado perso-nalmente?

–Con unos más que con otros. Lo de los Cortés, por ejem-plo. Llevaba casi un año quedando habitualmente los sábados con ellos. ¿A ti te parece normal?

–Hay gente que se encariña y él les corresponde. Quizá sea excesivo, como tú dices, pero lo que haga cada uno el fin de semana no es competencia nuestra…

–¡Alto ahí, Laura! Yo no lo tengo tan claro. Si uno tiene

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una relación tan estrecha con una familia, eso puede ser una fuente de problemas. Por ejemplo, en caso de tener un conflicto con el colegio, ¿de qué parte te vas a poner?

–Estoy contigo, José Luis. De todas formas, ojalá el pro-blema que tuviésemos con todos los profesores es que se impli-caran demasiado…

–Ahora bien, Laura, ¿no crees que esas amistades particula-res, tan celosamente cuidadas y escondidas, no pueden esconder otros propósitos?

–¿Me hablas de poder, de influencia, de codearse con la jet, estar con los top?

–Es evidente. Si tiraras de la manga, probablemente lo con-firmarías. Pero hay algo más…

–¿Algo más…? –y Laura entendió que Valeiras aún tenía munición para rato.

–Lo más curioso es que un profesor que le dedique tanto es-fuerzo y atenciones a sus alumnos y familias cometa errores de bulto… Por ejemplo, con los Cortés… Que no haya mirado desde principio de curso las anotaciones del chaval que indica-ban claramente su situación. O en el caso de Lucas, que no hu-biese comprendido que jugar al pique entre los dos gallitos le podía salir caro. Son como descuidos impropios de alguien que se preocupa tanto por su gente, como tú dices.

–¿Qué insinúas? –le preguntó Laura, con cierto cansancio.

–Que todo indica que los alumnos no son el centro de aten-ción de Calero, y sí parece más claro que lo son sus padres.

La directora empezó a zanjar la discusión.

–¿No tendrás algo personal contra él, verdad?

Valeiras estaba defraudado por la oposición presentada por

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la comandanta en jefe.

–¿Personal? Puede que sí…

–¿Y eso?

–Ha habido información que ha alimentado rumores y chismorreos sobre mí que sólo pueden proceder de gente de nuestro bando. Podría ser que Calero haya estado metido en el ajo…

–¿Estás acusándole de darle al pico? Me parece un poco fuerte, ¿no crees? Necesitas aportar datos concretos para afir-mar tales cosas.

–Ya lo sé. Estoy detrás de ello, y más le vale que no los en-cuentre porque, si no, vamos a tener un problema.

Laura Jáudenes recordó viejas rencillas entre ambos en el pasado.

–¿Le tienes envidia a Calero, José Luis?

–¿Se la tienes tú?

–No desvíes la pregunta. Responde.

–Ni que decir tiene que tuvimos nuestros enfrentamientos a la hora de optar al puesto que ocupo…

–Pero si le ganaste en las elecciones por goleada… –le res-pondió con suficiencia.

–Porque se retiró a tiempo. En cuanto supo que no le salían las cuentas. Tampoco es envidia. Quizá, sí desconfianza.

–No me parece correcto. No se ajusta a tu puesto.

–O sea, que todo lo que te he dicho no te parece relevante…

–Me parece relevante en su justa medida, José Luis. ¿Que una familia se pone a mil por hora porque descubre que su hijo es un porrero? No lo saquemos de quicio, porque sólo ellos son

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los que se han estado chupando el dedo. Además, todo empezó y se consolidó en el verano. Y si sus padres están en la luna de Valencia, ello no les exime de su primera responsabilidad. Que luego Jaime la pifia al despistarse… Bien, es cierto, pero es un error pequeño y apenas importante, teniendo en cuenta que es-tamos en noviembre. Creo que exageran, y que el tal Pepe Cor-tés anda todo el día buscando cabezas de turco. No debemos en-trarle a la jugada. Y de los Sendón ¿qué me dices? ¿También tiene la culpa Jaime de que los dos críos se estampen a bofeta-das por una chica? ¿Tiene él la culpa de que Lucas sea un en-greído y Berto un desaforado? No. Me niego, José Luis.

–¿Y te parecen lógicos esos despistes en un tío con la fama que tiene? –insistió el subdirector, sin querer darse por vencido. A Laura aquella machaconería le irritó.

–¿Tú no te equivocas nunca, verdad Valeiras?

Malo. Cuando Laura Jáudenes lo llamaba por el apellido, el horno no estaba para bollos.

–Yo no te digo eso, Jáudenes. Te comento lo que me parece relevante –respondió un poco altivo de más.

–Creo que, habitualmente, es así. Pero hoy no. Si quieres poner en tela de juicio a un profesor de este colegio, dame datos y no impresiones. Y no trates de atraerme a tu bando emocional. Soy la directora de todos, ¿entiendes? Creo que es lo que debo hacer. La verdad no enfrenta a nadie y menos a las personas próximas, por dura que resulte.

–De acuerdo, señora directora. La próxima vez vendré con pruebas inequívocas.

–No habrá próxima vez, José Luis. No insistas. Tu papel es de coordinar, no de dividir. Tienes que ser capaz de entender que eres una misma persona, aunque tú separes al José Luis hombre del Valeiras subdirector. La gente no distingue y tu

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puesto está al servicio de todos ellos, sin enturbiarse por renci-llas o viejas historias, que sólo pueden provocar injusticias. ¿Me entiendes?

–¡Qué remedio, señora directora!

–Bien, José Luis. Hablaré yo con Jaime sobre este asunto. ¿Te parece bien?

–Mucho.

¡Qué remedio, señora directora! En frío, más adelante, Va-leiras estará totalmente de acuerdo con lo que le había hecho ver Laura. Pero en caliente, tal y como estaba al salir del despa-cho, se montó un enfado solemne en su interior.

¿Así que quieres pruebas? ¡Pruebas te daré yo! Y entonces te comerás toda tu inocencia y buenismo. A partir de hoy mis-mo me dedico a buscar pruebas de que lo que intuyo es verdad, y me voy a morder la lengua para no reírme mientras reculas –se iba diciendo Valeiras en su interior. Y es que no hay peor co-sa en un hombre que ir a por lana y salir trasquilado.

III Por la tarde, Lucas y Marisa quedaron en casa de ella para

seguir estudiando, aprovechando que estaban cerca. El día si-guiente era el turno para la Lengua y Literatura Española y la Geografía e Historia. Ella cambiaba la asignatura de letras por la Química. Estudiaron hasta media tarde. Sólo lo necesario pa-ra terminar de fijar los conceptos, amarrar alguna parte más flo-ja, o jugar a detectives para ver qué les podría caer. La madre de Marisa les preparó una merienda muy de chicas, con café con leche y unas pastas. Lucas añoró el bocadillo de regimiento que le solía preparar Rosina, pero puso buena cara. Al terminar, de-cidieron darse un paseo hasta la casa de la abuela Romina, acompañados de los hermanos pequeños de la chica.

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–Lucas, quiero darte las gracias por lo del teatro, creo que aún no te lo había dicho –le dijo sonriendo y mirándolo de reojo.

–¡Es lo que hay, chica! Sabes que es más obligación que devoción…

–Ya lo sé, hombre. Pero sería buenísimo que continuaras tras el arresto…

–¡Vamos! No hagas teatro conmigo, que no cuela.

–¡Te lo digo en serio, Lucas! No es peloteo. ¡De verdad! No sabes los agobios que nos daban a Silvia y a mí.

Lucas recordó a la chica ausente. Y sus turbadores ojos de alegría. Un oasis en medio de tanta reflexión y desorientación.

Pasearon un rato en silencio, atendiendo a los curiosos diá-logos de los pequeños.

–¿Sabes que ella y yo somos amigas de toda la vida? Un día, si me prometes no decirle nada, te enseñaré fotos de cuando éramos niñas. ¡Ya verás cómo te ríes!

–Pues yo apenas os conocía y eso que llevamos juntos ni se sabe cuánto tiempo.

–Ha sido una pena… –suspiró sin querer Marisa.

–¿Una pena? ¿No me digas que suspiráis por mí?

–¡Míralo, qué creído el Conde Lucanor! Yo no, Lucas. Tú no eres mi tipo.

Lucas se sintió molesto al ser rechazado tan abiertamente.

–¡Ya! Tu tipo es Rambo o algo así, ¿no? –le largó con poca gracia.

–Mi tipo es problema mío, Lucas. Igual que el tuyo tirará hacia el rubio de póster de moda –le lanzó el anzuelo envenena-

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do.

–¿Estás segura? Yo creo que los póster están muy bien para admirarlos, para entretenerse un rato, pero para poco más…

–¿Me estás diciendo que tú y Andrea…?

–Sí. Te estoy diciendo… Lo hago porque me fío de ti. Más te vale que no se corra la voz por ahí o te tacharé de la lista.

–¿Crees que me parezco en algo a las Gorgonas? –le res-pondió ofendida.

–Mira, no te enfades, Marisa, pero creo que todas las muje-res sois un poco Gorgonas…

–¿Y dices que no me enfade? No sé cómo puedes ser tan misógino…

¿Misógino? Él creía que no lo era.

–Además, toda afirmación que generalice es injusta, como bien sabes –prosiguió ella.

–Es verdad. Pero no era una declaración de intenciones, ¿sabes? Era un comentario chorras. Nada más.

–En ese tipo de chorradas es donde se os ve el machismo que ni vosotros mismos detectáis.

–Mira, no voy a discutir eso. Lo que quiero decir es que no se puede tomar al pie de la letra cualquier expresión. Para mí, lo verdadero se muestra en los ojos de la gente…

–¿Y eso? ¿Te las das ahora de poeta?

–Dime si no es verdad, tú que eres mujer, que ves sin ver, hueles sin oler, reconoces sin tocar, adviertes sin estar presen-te… La intuición, ¿sabes a qué me refiero?

Marisa guardó silencio, sorprendida. No se imaginaba que Lucanor se hubiese adentrado por esos vericuetos del alma. En-

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traron en el arenal de Playa América, con gran contento de los niños, y pasearon por la zona oscura de la playa, la que había quedado apelmazada por la marea en retirada.

–Dime, Lucas, ¿de dónde has sacado esos datos sobre la in-tuición? –preguntó Marisa, interesada.

–De muchos sitios, chica… Yo creo que todo empezó con unos ojos pintados en un cuadro…

–¿En un cuadro? Tiene pinta de historia romántica.

–Lo es, pero de otros tiempos.

–¿Y ya has comprobado que los hombres no tenéis ni pizca de intuición?

A Lucas le dio la risa floja.

–Te diré un secreto, Marisa. Tenemos mucha más de la que os imagináis. Lo que pasa es que no la advertimos y no la desa-rrollamos apenas. También es cierto que vosotras tenéis un dis-co duro mejor fabricado que el nuestro, y eso os pone a casi años luz de nosotros…

–Ya. Y, dime, Lucas, sólo por curiosidad, ¿qué has intuido en mí? –preguntó risueña y curiosa.

–Si no te enfadas… –le respondió Lucas con prevención.

–Que no…

–Tus ojos buscan y dudan, guapa. Entiendo que tu corazón no las tenga todas consigo.

–¿Qué chorrada es esa, Lucas? ¿Ahora adoptas el papel de adivino charlatán conmigo?

–Me refiero a Félix –y se paró en seco y le miró fijamente a los ojos de la chica.

Marisa guardó silencio, como un respeto especial por la cer-

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tera estocada. Se sintió un poco desconcertada, se ruborizó rá-pidamente y se agarró al fuerte brazo del chico.

–¿Quién te lo ha dicho, Lucas? No me creo que lo hayas in-tuido.

–Tus ojos, Marisa.

–¿Mis ojos? Los he tapado con siete velos.

–No para quien ha cruzado barreras de cemento.

Marisa le empezó a apretar el brazo y Lucas se sintió incó-modo.

–¿Te importa soltar mi brazo, Marisa? No vaya a ser que nos vea alguien y le vaya con el cuento a Félix. Se enfadaría mucho.

–¿Y en los de Silvia…? ¿No has leído nada en sus ojos?

–Ya estamos otra vez, con la Gorgona husmeando… –le di-jo Lucas en tono de broma.

–¡Vale, vale! Déjalo. No me lo digas. De acuerdo, es cosa tuya…

Aquella noche, después de cenar, Marisa envió un mensaje a Silvia que era la bomba. La amiga, al recibir el sms, no pudo resistirse y la llamó al móvil, a pesar de la política de ahorro que había decidido emprender con el aparatejo, tras un buen susto en forma de factura telefónica y una cara fea de su padre.

–¿Es verdad, Marisa? ¿Es cierto que ha dejado a Andrea?

–Palabrita del Niño Jesús, tía.

–Bueno, es que me haces feliz, feliz y feliz. Vía libre, ¡qué pasada!

–Cuidado, Silvia. No te descuides que este tío es más listo que el hambre. Con decirte que me ha cachado lo mío con Fé-

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lix…

–¿Qué dices? ¿Cómo lo ha adivinando?

–Me dijo que se lo cantaron mis ojos, ¿tú te crees algo?

–Eso quiere decir que es bueno mirando, el tío. Tendré que tenerlo en cuenta.

–Ya te digo. Bueno, mañana hablamos, que si no tu padre te va a volver a mirar con cara de Corleone.

–Un beso, guapa. Feliz me voy a la cama.

–Chao, anda, pesada, que eres una pesada, ja ja.

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CAPÍTULO 19

I Berto disfrutaba de una incómoda sesión de lingüística con

la pseudo filóloga de su hermana Clara. Le estaba trayendo por la calle de la amargura porque la chica se había empeñado en que entendiese algunas cuestiones básicas de la sintaxis, conte-nido inevitable del examen con el profesor Adrio.

–A ver, animal, ¿te sabes ya los nexos clave?

–¡Que sí, tía, que no me ralles más!

–Dime de qué tipo son los correlativos “tan que” y “tal que”.

–Introducen subordinadas adverbiales impropias consecuti-vas intensivas; por ejemplo, “daba tales gritos que se enteró to-do el vecindario”. ¡Como la tronca del quinto cuando la visita su maromo, que yo los oigo!

¡Zas! Bofetón en toda la boca.

–¡Cerdo! ¡Que eres un cerdo! –le gritó indignada Clara, in-capaz de entender que su hermano relacionase la sintaxis con algo así. A Berto la bofetada le pilló de improviso y se molestó mucho.

–Mira, tía, como vuelvas a meterme la mano encima te me-to una leche que te reconocen por las huellas dentales, ¿te ente-ras hijaputa? –le dijo, muy alterado.

–¡A mí no me insultes, ¿eh? ¡Guarro de mierda! ¡Un co-chino! ¡Eso es lo que eres! Vete a la pocilga de tu habitación y déjame en paz. Encima que me preocupo por él, se cabrea el muy imbécil. ¡Anda y que te den, so animal! –le contestó, roja de ira, la buena de Clara que se había desquiciado con el insulto fraterno.

Al ruido de los gritos, acudió la madre a la sala donde, en

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teoría, estudiaban los hijos.

–¿Pero qué os pasa que andáis todo el día a gritos? ¿No po-déis estudiar como personas normales? ¡Ay Dios mío! ¡Ya de-cía yo que todo iba muy bien en esta casa de desgracias!

–¡Dile a este hijo tuyo que me deje en paz! ¡Le digo que se estudie los nexos, y no quiere, le digo que practique el análisis y me manda a freír espárragos, le digo…! –chillaba Clara muy enfadada.

–¡Que te calles! –la cortó el chico– ¡Pesada de los huevos, que llevas un día insoportable! ¡Puñetera filóloga del carallo!

La madre puso orden y paz, al más puro estilo familiar.

–¡Os vais callando los dos o ya podéis ir buscando un sitio para pasar la noche, so escandalosos!

–¡Este que se vaya con la vecina del quinto, que es lo único que quiere!

–¡Lo que te pasa es que te jode, porque tú eso no lo vas a ver ni en películas de alquiler, so tía infeliz!

Y ya estaban a punto de pasar a las manos. La madre inter-vino de nuevo, con formas y gestos más propios de su marido.

–¡Se acabó de hacer el payaso! ¡Berto, a tu habitación! ¡No te quiero volver a oír esa boca tuya llena de porquería, que sólo sabe vomitar animaladas! ¡Y tú, Clara! ¡Te me vas callando y no lo desquicies más! ¡Demuestra un poco de sentido común!

Cada uno se enfurruñó consigo mismo y con el rival. Berto se metió en su pocilga con un portazo, mientras la chica cerraba la puerta y murmuraba un ¡estoy hasta las narices de ese imbé-cil!, que a su madre le dolió. Blanca pensó que todo era fruto de la tensión de los exámenes, y de las excesivas cargas con que se torturaba su hija.

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Al poco, Berto empezó a cantar a grito pelado, montando una escandalera de primera. Lo hizo sólo por fastidiar, por dar la nota, por demostrar que a él no le ganaba nadie. A los cinco o seis minutos se cansó de hacer el becerro y se calmó por fin. Es-tudió como pudo. Más bien, se contentó con ir a asegurar la teo-ría con la que esperaba llegar al aprobado.

La cena fue de silencio y de miradas de trabuco. Ángel La-villa, que había sido advertido de las desavenencias de los her-manos, intentó tener una cena normal y empezó contando un chiste:

–Va un tío de Porriño con una cabra atada con una cuerda por la calle y…

–…le dice la cabra que ha sacado de paseo al animal. ¡Ven-ga, macho, que es más viejo que Tarzán! –le cortó Berto.

Ángel no se lo tomó bien, y empezó el festival.

–¡Mira, idiota, como vuelvas a llamar “macho” a tu padre, te meto un fogonazo que te desgracio! ¿Te enteras, payaso? –le dijo, haciendo el gesto con el codo hacia delante y el puño ce-rrado vuelto hacia su cuello.

–¡Eheheh, bajando marchas, papaíto, que a fogones habría que vérselas! –le dijo Berto un poco enrojecido por el pique. A Clara le dio la risa de rasgueo de nariz, y la buena de Blanca tu-vo que volver a gobernar la casa.

–¡Por Dios bendito! ¿Podremos cenar en paz? ¿Por qué no dejáis todos de comportaros como malas bestias?

Se levantó Berto y se fue a la habitación. No quería más bronca por aquel día. El resto cenó un rato en silencio.

–Mamá, es que está insoportable… –dijo en voz bajita Cla-ra.

–¡Bueno, dejadlo en paz ya! Yo creo que está histérico per-

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dido con los exámenes –intentó justificarlo su madre.

–¡Y además se las busca él! Sabe cómo desquiciarnos a to-dos y se emplea de lo lindo… –insistió Clara.

–Pero ¿no os dais cuenta de que lo que busca es llamar la atención? Hoy ha venido feliz del cole diciendo que va a sacar no sé qué notazas y no le habéis hecho ni caso… ¡Con lo impor-tante que era para él!

–Bueno, mujer, bueno. Ni que hubiese sacado la cátedra en Filosofía y Letras por Sevilla –le restó importancia el padre.

–¡Papá, que eso ya no existe…!

–¡Hala! ¡Otra que siempre tiene algo que decir! –le respon-dió con fastidio Ángel.

Y Clara se levantó de la mesa, harta también de tanta discu-sión, y se quedó el matrimonio a solas, bastante cariacontecidos.

–Hay días en los que es mejor no levantarse uno, ¡manda carallo! –fue todo lo que pudo expresar el agotado señor de La-villa. La madre sólo suspiró. La cena que le había costado un trabajo de mérito se había quedado sin comer. ¿Había mayor agravio para una excelente cocinera? Blanca se comió también aquel postre amargo en silencio.

II “Comente las ideas del texto, centrándose, por ejemplo, en

si está de acuerdo con la idea de que el uso masivo de las nue-vas tecnologías por parte de las actuales generaciones tendrá un factor peyorativo para el desarrollo del idioma; o, por el contra-rio, si cree que no tendrá incidencia alguna con respecto a otros usos de la lengua”.

La pregunta del comentario crítico del examen le pareció un tema aburrido a Lucas, por haber discutido mucho sobre ese

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asunto consigo mismo; a Félix le pareció estupendo porque sa-bía lo indecible sobre el tema y era usuario compulsivo de la comunicación en los nuevos medios; y a Berto le resultó un fas-tidio considerable, sobre todo, porque no sabía qué significaba “peyorativo”. Alzó la mano y Adrio respondió con un gesto de no hay dudas. Al final, se lo dijo, con mucho riesgo, una de las Gorgonas que estaba a su izquierda.

El problema de Berto es que no había hecho, a esas alturas del curso, ni una sola práctica del ejercicio, y, con el nivel de su expresión escrita, se podrían tumbar las escasas posibilidades de aprobar que aún le quedaban.

–¡Venga, Berto, que tú puedes! –se dijo a sí mismo y lo oyó toda la clase. Se estaba haciendo una costumbre y quizá adqui-riera el rango de ritual. Berto empezó con su introducción:

“Yo creo que si, es decir, que no afectará para el desarrollo posterior de la lengua el uso de los cachibaches de tecnolojia dijital. Por que una cosa es que lo usas para comunicarte con tus colegas y otra bien distinta andar con royos de estos de cla-se en los que uno no puede ir por la vida diciendo: tío, m das 1 folio, bs. Que ba a pensar el tío si le dices eso. Vamos, que no cuela.”

No es que Berto estuviese muy orgulloso del inicio, pero algo era algo. Prosiguió su comentario, haciendo un esfuerzo ímprobo. Había dejado lo más difícil de su examen para el final. Lo que estaba escribiendo era una auténtica animalada de co-mentario crítico, pero, a lo mejor, al profesor Adrio le hacía gracia y no se cebaba demasiado con el pobre hombre. Cuando lo entregó –esta vez fue de los últimos–, le dijo a Fernando que tuviese piedad, que se fijase en la literatura y en la sintaxis que iban de película, y que el comentario era para que se echase unas risas el profesor, y así no se aburriría tanto en la correc-ción.

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Seguro que, una vez corregidos, leía su comentario al resto de la clase para divertimento de las masas. Esa era una costum-bre que tenía el Maceto y que ayudaba a desdramatizar un poco los errores personales, al mismo tiempo que advertía de que a la siguiente, uno estaba finiquitado. Los alumnos se lo pasaban bien cuando leía las más absurdas de las respuestas, salvo cuan-do les tocaba el turno a uno de ellos, o se reconocían en la bes-tialidad. Por suerte, solía contar el pecado y no el pecador, aun-que todo el mundo sabía quién podía haber sido el autor que ha-bía perpetrado semejante lingüisticidio.

En el recreo, todo el mundo comentaba sus miles de ejem-plos de lenguaje de sms, sus ocurrentes ideas y sus argumenta-ciones. De alguna manera, el comentario crítico siguió en el re-creo con férreos defensores del lenguaje simplificado y los acé-rrimos salvadores del idioma.

–Yo te digo que cada situación requiere un uso apropiado, y en el de los móviles y el chat, lo lógico es escribir así, además del problema de la pasta, claro –defendía Félix Lavares.

–Y te acostumbras, y luego cometes todo tipo de pifias en el uso normal –le respondió Marisa.

–Hombre, yo creo que tampoco hay que exagerar, cada cosa tiene su momento, y no tendrían por qué interferir tanto. De he-cho yo lo uso y no me afecta… –trató de conciliar ambas postu-ras Silvia.

–¿Que no interfiere? ¡Venga, hombre! ¿Estáis de coña? Es evidente que sí –aportó leña al fuego un seguro Lucas.

–¿A ti te afecta? ¿Quieres que te lea el último sms que me mandaste? ¿Has escrito algo así en tu vida en un examen? –le respondió Silvia con mirada severa. Lucas advirtió la fuerza con la que defendía un argumento evidente. Un dato más. Segura y firme, mientras que él se movía por las balbuceantes ciénagas de la vida.

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–Lo importante ahora es que llega el examen de Conde, y quiero repasar, así que dejad el asunto para mejor ocasión –concluyó Félix, que ya estaba hojeando el libro de Geografía e Historia.

Tras el recreo, el ansiado examen de Gerardo Conde, para quitárselo de encima cuanto antes, más que nada. Tenían todos ganas de vaciar el montón de contenidos, mal retenidos en sus memorias frágiles, y liberar así presiones. La prueba exigió po-ner toda la carne en el asador. Berto, como casi todos los que habían estudiado, soltó primero el contenido teórico. A él le be-neficiaba especialmente, porque allí no tenía que improvisar nada y la redacción le venía dada por el libro. La práctica exigía poner en juego demasiados conceptos distintos y aplicar la téc-nica de combinación adecuada. Finalmente, llegaba la redacción final de la respuesta, un verdadero suplicio para un Berto escaso de recursos, una floreada respuesta para un Félix con menos da-tos objetivos pero muy bien adornados, y una auténtica exposi-ción de manual de Geografía para un Lucas de contundente ca-beza.

Mañana, Inglés y Filosofía. Y vuelta a empezar con la mis-ma historia.

III Después del recreo, Laura Jáudenes se reunió con Jaime

Calero, en el despacho de la dirección.

–Jaime, querría que me explicases cómo fue lo de los Cor-tés.

Jaime Calero estaba con toda la prevención del mundo y con todas sus artes preparadas. No imaginaba que el asunto fue-se a llegar hasta la institucional directora y lo interpretó como una situación especialmente grave para él. Le contó la historia del desencuentro con los Cortés y de cómo le quisieron cargar

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la responsabilidad del desaguisado. Fue breve en sus palabras, pero mostró desconcierto, pena, dolor e incomprensión. Nadie que lo hubiese visto actuar dudaría de que sus palabras eran profundamente rectas y sinceras.

–Por mi parte, Jaime, tengo que decirte que no debes preo-cuparte. Creo que tú mismo has descrito muy bien la situación. Y nadie te va a pedir responsabilidades de una gente así.

–Muchas gracias, Laura. De verdad que supone para mí un alivio enorme el que me lo digas. Fíjate que yo estaba preocu-pado porque la mismísima Jáudenes quería hablar sobre el asun-to conmigo…

–Ya te he visto, ya. Mira, Jaime, para mí es muy importante que todos los profesores del colegio os identifiquéis al máximo con el proyecto educativo. Y entender la atención personalizada de la gente sé que requiere un esfuerzo plus de todos, y además gratuito. En ese sentido, puedo asegurarte que siempre te he vis-to con muy buenos ojos, Jaime.

–Verás, Laura, en mi caso, no es sólo porque trabaje aquí. Es, sobre todo, porque creo que es el mejor sistema educativo de entre los que disponemos. Sacar lo mejor de cada alumno, según sus posibilidades, sigue siendo un poco utópico, pero tra-bajando con esa meta, se llega mucho más lejos que de otra forma. ¿Me entiendes, Laura?

–Perfectamente, Jaime.

–Y lo de las familias es algo básico. Todos sabemos que si a los padres se les deja de lado en esto de la escuela, no hay nada que hacer. Por eso mismo, creo que lo lógico es dedicarles las mejores energías a ellos. También estoy convencido de que ese es el mejor camino para llegar antes, más y mejor con cada uno, tal y como nos recuerdas siempre, Laura.

–No hace falta que me lo digas, Jaime. Todos comprobamos

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tu empeño y tú mismo sabes que eres el preferido por la mayo-ría… Sin embargo, Jaime, me preocupa algo que no termino de entender…

Calero tensó las neuronas.

–Tú dirás…

–A pesar de que esas ideas las tratamos de encarnar todos, y me consta que la gente se esfuerza por hacerlo así, y a pesar de que tú vas muy por encima de la media, no veo que tus compa-ñeros te admiren por ello. ¿A qué crees que puede deberse eso, Jaime?

–Me preguntas algo que yo no te sé responder, Laura. Quizá tendrías que preguntarles a ellos…

–Es que me resulta curioso que seas el preferido por padres y alumnos, y bastante ignorado por los profesores… Cómo te diría yo… Por ejemplo, cuando salimos en los primeros puestos del ranking de selectividad, todo el colegio se alegra, nos felici-tamos y agradecemos de manera especial a los que dan clases en segundo de bachillerato. Algo parecido ocurre con los exá-menes externos de inglés, alemán y francés, o en las competi-ciones deportivas. Sin embargo, en los logros de nuestro mode-lo educativo nadie se felicita, ni lo hace con quien mejores re-sultados obtiene…

–Yo creo que eso es porque la gente piensa que esos logros forman parte de lo que se espera de ellos por su trabajo normal, mientras que los éxitos que le dan relumbrón al colegio son fru-to de esfuerzos extras, de ilusión añadida que no figura en el contrato. ¿Podría ser?

–Podría ser, Jaime. Sin embargo, es lo que sustenta todo… No sé, tengo que pensarlo mejor. Yo creo que un profesional como tú tendría que ser el de mayor prestigio entre sus compa-ñeros, precisamente por hacer lo ordinario de manera extraordi-

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naria.

–¡Vamos, Laura, no exageres, que me vas a ruborizar! –expresó, feliz, su aparente turbación por el elogio.

–Te lo digo en serio, Jaime. La verdad es como es –le res-pondió con una sonrisa de agradecimiento.

–Mira, Laura, eso quizá lo podamos arreglar un poco ahora. Como sabes, la semana que viene son las elecciones sindicales a comité de empresa. Quizá no lo sepas, pero me voy a presentar en una de las candidaturas. Allí se verá si la gente me apoya o no…

A Laura la noticia le cogió por sorpresa, porque nunca Jai-me Calero había mostrado interés por estar en el comité de em-presa. Es más, con frecuencia criticaba a los sindicalistas con tono velado pero contundente. En El Olivo había una lucha sin cuartel entre dos facciones opuestas –tan sólo aparentemente–, que se echaban los cacharros a la cabeza, medio en serio, medio en broma. La que siempre solía ganar era la que llevaba las si-glas de el SIP (Sindicato Independiente de Profesores), que sa-caba cinco o seis de sus listas; y el PED (Profesores para una Educación Digna), que también siempre lograba entre dos y tres representantes. La dirección del centro se encontraba más a gus-to con los primeros, quizá más comprensivos con las tomas de decisión de la empresa gestora del colegio.

–¿Y con quién te presentas, Jaime?

–Verás, le he estado dando muchas vueltas, y al final creo que al colegio le interesa más que vaya con el PED. Ya sé que te gustan menos que los del SIP, pero si saco mi representación habrás metido una pica en Flandes.

–¿Cómo es eso, Jaime?

–Pues lo que te he dicho. Que, si salgo elegido, tendrás en el PED un amigo. Lo cual puede ayudarte a la hora de algunas

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votaciones complicadas.

–¿Y eso te lo va a permitir el PED?

–Mi independencia es la condición que les he puesto para entrar en sus listas. Y han aceptado, claro. ¿No te das cuenta de que conmigo sus esperanzas de obtener mejores resultados em-piezan a tener una base sólida?

IV Después de una comida de colegio, rápida y desganada, el

grupo del guiñol vino a reunirse en el local del infantil. Félix apareció con ocho ranas de peluche, conseguidas en los chinos. Les había hecho aberturas en las partes traseras y brazos, y la mano pasaba perfectamente para mover las patas delanteras y la cabeza. Compró cuatro verdes y cuatro rosas, estas últimas con grandes pestañas y los labios pintados. Los cuatro rieron la ju-gada porque eran muy simpáticos los bichos. También se había fabricado una serpiente verde con una media a la que le había pegado dos bolas de ping-pong como ojos.

La fábula de Esopo de las ranas que querían un rey había sido reescrita íntegramente por Lucas y corregida por Silvia y Marisa, pues el Conde Lucanor tendía a elevarse demasiado pa-ra los cerebros de los pequeñines. Pasaron todo el recreo ensa-yando, con el convencimiento de que daría resultado. A Silvia le parecía la obra más divertida de cuantas se habían represen-tado, y así se lo hizo saber a sus compañeros.

Lucas pensó sobre el contenido de la fábula, mientras salían al patio del infantil. Unas ranas que siempre estaban a disgusto con lo que tenían, pedían más y más y no se contentaban con nada. Cuando Zeus las castiga con una serpiente que se las co-mía, aprendieron la lección, pero ya era tarde para ellas.

¿También era tarde para él?

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Había empezado a auscultar sus ojos de miel en el espejo de la habitación del tío Carlos. Y no le gustaba lo que veía de sí mismo. Demasiados errores, demasiadas equivocaciones, siem-pre con las mismas dificultades, sin superarse, sin avanzar un pobre paso de tortuga.

Mirar esos ojos suyos sólo le provocaba malestar, descon-tento consigo mismo. Porque se daba cuenta de que no estaba siendo como querría, y cambiar esas tendencias tan arraigadas en su vida era un trabajo ímprobo. Nunca se había fijado en que sus defectos eran tan propios de él como sus méritos, y había querido vivir al margen de los primeros, despreciándolos o jus-tificándose con cualquier excusa para que no le torturase la con-ciencia. Pero ahora, que había empezado a levantar la alfombra de su vida, y que era capaz de intuir la basura persistentemente escondida allí, no se veía con fuerzas para acometer la limpieza, porque pensaba que era una tarea para un titán.

¿Sería ya demasiado tarde, por haber dejado arraigar dema-siado sus vergüenzas?

Al principio, con los humores elevados por la evidencia de lo nuevo, tras la charla última con Freijanes, se había empeñado con ilusión y ganas. Pronto se dio cuenta de que la capacidad de sacrificio que exigía esa tarea no la alcanzaba ni de cerca. Poco a poco, le había dicho Antón. Sí, poco a poco, pero ni aún así. Además, su alma era como una gusanera. En cuanto tapaba un agujero, se abría otro simultáneamente en otro aspecto de su vi-da.

No obstante, se había marcado líneas preferentes de correc-ción del rumbo, y ahí sí que trataba de mantenerse firme: no maltratar a nadie, no ir de sobrado, tener voluntad de ayudar de verdad a los demás, ser más sociable, tener sensibilidad ante el sufrimiento ajeno y saber acercarse a los problemas de la gente, aunque sólo fuese para dar ánimos. Había visto que no necesi-

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taba irse a ninguna zona desastrada del mundo para poner en práctica esas disposiciones. A su lado, entre sus compañeros, amigos y familiares, en su propia ciudad, podía desarrollarlas de una manera real y eficaz.

¿Cómo persistir en el intento, a pesar de la evidencia del re-novado fracaso? ¿De dónde sacar fuerzas para mantener el áni-mo en la lucha consigo mismo? ¿Es que iba a necesitar siempre de un apoyo externo que lo sostuviese, de un Freijanes o de una abuela? ¿Por qué la ilusión de ser mejor y la voluntad del cam-bio no le eran suficientes para avanzar en su vida sin desani-marse? Lucas se hacía estas preguntas con sincero dramatismo, con mentalidad de tragedia clásica, buscando una solución a sus enigmas.

En esos momentos, observó cómo uno de los niños de in-fantil corría jugueteando y riendo con otro. En un momento da-do, se le trabó un pie y cayó en plancha sobre las duras baldosas del terrazo. Los pequeños son un poco de goma, y al caer dio la impresión de que rebotaba una vez más sobre el suelo. En cuan-to terminó de aterrizar, surgió el lloro escandaloso. Silvia, que salía en ese momento del pabellón, vio toda la escena. Sin preo-cuparse demasiado, atendió al niño, lo abrazó, lo calmó y lo echó de nuevo a correr con una sonrisa, todavía con los regue-ros de las lágrimas frescos.

–Los niños son increíbles, ¿verdad, Lucas? Les haces dos cariñitos y aquí no ha pasado nada –le comentó con una sonrisa Silvia.

–¿Cómo lo hacéis? –preguntó intrigado Lucas.

–¿Cómo hacemos el qué?

–Saber cómo atenderlos…

–¿Consolarlos? Es cuestión de quitarle importancia a lo que ha pasado. Lloran enseguida porque se asustan, ¿sabes? Más

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que por el dolor. Como son tan simples, reaccionan así, sin dar-le importancia, y vuelven a sus juegos. Cuando se hacen daño de verdad, son otros los lloros y los gestos…

Lucas volvió a su interior con lo que acababa de escuchar. ¿Acaso él no era un poco como un enano que estaba dando sus primeros e inseguros pasos por la nueva vida, y no paraba de darse castañazos? Sin embargo, él no se levantaba con la pronti-tud de los irracionales seres. Cada vez tardaba más en alzarse… y además se desanimaba.

Quizá a él le faltaba la simplicidad de los pequeños, el no darse tanta importancia cada vez que se caía con todo el equi-po… Y volver a sus juegos como si nada hubiese ocurrido… Al fin y al cabo, lo importante no era tanto caerse y levantarse co-mo llegar al final de la carrera, al final del día, con un montón de espacio recorrido.

Pensó que tendría que rumiarlo despacio y hablarlo con Freijanes.

V Berto estaba terminando sus encuentros futboleros con los

de primaria, y en esas circunstancias era el Berto de siempre. Disfrutaba como un loco, animaba a los jugadores, les quitaba importancia a lo que, deportivamente hablando, no la tenía, y era querido y admirado por todos los chavales. Al terminar el último encuentro, se le acercó Andresito y lo miró con cara de emoción.

–¿Sabes don míster que esta semana ya he parado tres pe-leas? –y le señalaba con tres dedos la cantidad, con una mirada de alegría de fondo.

–¡Muy bien, Andrés! ¿A que te has sentido mucho mejor?

–Muchísimo mejor que ellos. Ahora me quieren nombrar

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árbitro de las peleas, je, je.

–Oye, Andrés, ¿por qué haces eso? ¿Por lo que yo te dije? –le preguntó Berto con tono intimista.

–En parte sí…, en parte no.

–¡A ver, explícate, hombre!

–En parte sí porque no nos debemos pelear, y en parte no porque a mi equipo de clase nos dan puntos extra cada vez que hago que no se sacudan…

–¡Ah…! ¡Ya! ¿O sea, que comercias con las peleas? ¿Te parece bonito? –le preguntó poniendo las manos en jarras. Aun-que le tuvo que explicar qué significaba comerciar con las pe-leas.

–¡No es por eso, no! Es aprovecharlas. De paso que hago algo bueno, si me dan puntos extra, pues mucho mejor, ¿no?

–¡Bueno, si es así, me parece bien!

–¡Claro, hombre! Aunque yo pienso que cuantas más peleas mejor, porque así saco más puntos…

–Ya, ya veo. Bueno, pero no puedes desear que haya más peleas, Andrés, porque si no, lo estropeas todo.

–¡Que noooo! Pero lo bueno es que yo me siento bien y en-cima nos dan puntos. Parece que va a compensar ser bueno, ¿no crees míster?

–Eso siempre compensa, Andrés.

–Bueno, chao, míster Berto.

A Berto le hizo gracia la picaresca del enano. Míralo. Y pa-recía tonto cuando lo compramos. Estuvo un rato riéndose solo, con cara de embobado, como si fuese un bobalicón. Entonces, no sabía por qué, el cerebro se le puso en marcha, mientras iba

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camino de su edificio.

¿Y por qué no hacía él lo mismo? Si estaba estudiando, se estaba portando como un hombre en sus responsabilidades, si estaba decidido a encontrar el tesoro, ¿por qué hacía el animal, como el día anterior en su casa, desquiciando a todos y querien-do ser el centro de atención? ¿Por qué retrocedía a su condición infantil? ¿No era eso tirar el mapa por la ventana? ¿O lo que él andaba buscando era siempre que alguien le diese puntos ex-tra…? ¡Toma ya, pues claro! –se dijo, dándose una palmada en la frente.

Berto dio con otro rastro en su búsqueda particular aquella tarde. Decididamente, tenía que empezar a asumir sus responsa-bilidades sin pedir a cambio ningún punto extra. Porque eran sus asuntos. Y punto. La vida misma.

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CAPÍTULO 20

I La semana de los exámenes iba transcurriendo lentamente,

aunque ya se veía la luz al final del túnel.

Esa esperanza siempre resultaba algo catastrófica para al-gunos estudiantes que, sin hábitos ni costumbres, llegaban a la conclusión de que, por esta vez, ya habían hecho suficiente. Ello originaba que los últimos exámenes de una semana así ob-tuviesen unos resultados más bajos que en los primeros. Era una realidad estadística, que aumentaba su porcentaje cuanto más jóvenes fuesen los pupilos.

Berto y Félix tuvieron que hacerse una violencia de auto-dominio especial para no ceder a esa agradable y sinuosa tenta-ción. El primero lo tenía más fácil porque la motivación era in-terior, y porque pretendía demostrarse a sí mismo que era un hombre de palabra cuando le lanzó el discursito a la familia. Pa-ra Félix, sin embargo, el asunto era mucho más difícil porque sus ánimos personales no sentían la urgencia de Berto y porque, efectivamente, ya había dado mucho más de sí de lo que su ma-dre y abuela podían esperar.

A Félix le quebraba la voluntad el huir hacia adelante. Le encantaba engañarse a sí mismo, más o menos conscientemente, con la idea de que tenía tiempo de sobra para recuperar el desa-guisado en la siguiente oportunidad. ¡Y venga, que ahora sí me meto! ¡De verdad, confía en mí! ¡No te preocupes que esto lo arreglo desde ya!

En la ESO lo había ido consiguiendo y ahora, en el bachi-llerato, nada le indicaba que no pudiese volver a hacerlo. Por eso, tras los exámenes del miércoles, se dedicaba ya a jugar con el engaño de siempre, y su rendimiento cayó hasta la sima de su Atapuerca particular. En el recreo del tercer día de la semana, Félix se lo comentaba a Lucas.

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–Oye, Lucas, ¿a ti no te ocurre que, cuando pasan varios días de exámenes, te dan ganas de mandarlo todo a freír monas y tumbarte a la bartola?

–Hace años que no me pasa, tío. Eso te ocurre porque no es-tás acostumbrado… –le respondió Lucas con intención didácti-ca.

–Está claro, Lucanor, no todos somos tan guays como tú, ¿sabes? Pero podrías bajar del pedestal y ponerte al nivel del pueblo llano, es decir de la gente normal.

La respuesta le picó en el ánimo a Lucas. Estaba especial-mente sensible con todo lo que hiciera referencia a sus privile-giadas dotes y a ser considerado un creído.

–Mira, Félix, no existe la gente normal. Lo que existen son muchos anormales… El hecho de que sean mayoría no les quita un ápice de deformidad, ¿me sigues?

–Como buen anormal que soy, con dificultad –le ironizó Félix.

–Si eres anormal es porque quieres o porque crees que te conviene eso de hacerte del rebaño, despersonalizarte, mezclar-te con el resto de la marabunta. Es que no te esfuerzas para qui-tarte de encima lo que no te deja ser como quieres ser.

–¡Pues por eso te lo pregunto, hombre!

–¡Qué va! Tú me lo preguntas para ver si tengo una solu-ción mágica, que te permita dejar de ser una mala bestia y con-vertirte en una persona decente sin esfuerzo. Y eso sabes que no existe, guapo.

–¿Pero es que en esta vida todo exige esfuerzo, Lucanor? –protestó con cierto desánimo Félix.

–No todo. Pero sí lo que es importante de verdad, Félix. Un trabajo, una posición social, tener relaciones normales, amar a

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una mujer, sacar adelante una familia…, todo lo típico vamos… Nada de eso se hace sin esfuerzo y sin entrenamiento.

Félix se quedó en silencio, intentando calcular cuánto es-fuerzo le quedaba por realizar en esta vida. Le dio una congoja tremenda.

–Me estás hundiendo la vida, Lucanor –fue la conclusión a la que llegó.

–No seas quejica, ni te me vuelvas otra vez un cagueta, Fé-lix. No se trata de afrontarlo todo a la vez, hombre. Se trata de hacer cada cosa en su momento. A fin de cuentas, ¿de qué me estás hablando? ¿De arrojar la toalla porque ya has hecho mu-cho? No has hecho casi nada, majo. Estamos empezando el cur-so y todo lo que puedas hacer ahora es un peligro dejarlo para después. Pero no porque se te vaya a acumular mucho para el examen trimestral, ¿entiendes? –Félix afirmó con un gesto–. Se trata de hacerlo bien porque a ti te interesa, por nada más.

–Lucas, tú sabes perfectamente que yo no necesito razona-mientos. Los míos, que son mucho peores que los tuyos, me sirven para entenderlo. Mi problema no es convencerme… Es vencerme. Quitarme estas pocas ganas de encima.

–Perdona que te niegue la mayor, Félix. Los razonamientos no sirven sólo para entenderlo. Los razonamientos y los motivos por los que se hacen las cosas hay que hacerlos tuyos, ¿sabes? Si sólo buscas entender, eso tiene poca fuerza y no te moverá. Lo que te pondrá en marcha es que eso que has entendido lo ha-gas algo tuyo. Lo que tiene que importarte es que tú quieras ha-cerlo porque es tuyo, porque forma parte de ti y eso te hace me-jor… No des más razón de lo que haces que la de satisfacerte a ti mismo.

–Eso suena a egoísmo brutal, tío, ¿no?

–No lo es. Porque estamos hablando de hacer propio aque-

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llo que nos mejora. ¿Es que no lo pillas? Si tú eres responsable con tu trabajo, o te haces más generoso con los demás, primero te perfeccionas tú, sí. Pero luego, como consecuencia de ser quien has decidido ser, beneficias a los demás con tu generosi-dad o con tu ser responsable, ¿me sigues?

–Más o menos… Creo que lo voy pillando. De todas for-mas, lo que te preguntaba al principio veo que tiene la misma respuesta. Para lograrlo hay que dejarse la piel…

–O no. Depende de cómo quieras vivir tu vida. Si quieres ser un parásito social, no tienes que hacer apenas esfuerzos.

Lo del parásito social era un dardo envenenado, lanzado con el fin de suscitar una reacción que fuese lógica con lo que estaba exponiendo Lucas. Félix se dio cuenta y no entró al tra-po, lo cual defraudó un poco al previsor Conde.

–O sea, que quien algo quiere algo le cuesta, ¿no? Y no hay más tu tía.

–Estamos hechos así, Félix. Pero yo no me creo que seas tan burro de querer algo y no conseguirlo por el esfuerzo que te cueste. Eso no es una persona, es un desecho, una basura de tío.

–Pues me parece que el mundo está lleno de basura, Luca-nor.

–No, Félix. Yo creo que el tiempo pone a cada uno en su si-tio, y a fuerza de golpes se van asentando en la vida… Lo que es un rollo es que, al final, uno termine siendo lo que no le que-da más remedio que ser. Eso es un poco terminar con una vida perra. ¿Lo entiendes? ¿Te he aclarado algo que te convenza?

–Tú lo has dicho antes, Lucanor. No necesito tanto conven-cimientos como pasar a la acción. Me lo tendré que repetir mu-chas veces esta tarde: siempre que me dé el bajón o que la olla se me quiera ir de excursión.

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–No es mala técnica para comenzar.

–¿Sabes lo que me pasa, Lucas? Estos días sin ti son un po-co martirio. Estudiar contigo me da más ánimos.

–Sí, entiendo que sea una ayuda, y que juntos siempre se chapa mejor. Pero creo que eso son sólo circunstancias que nos ayudan a hacer lo que debemos. Es decir, que lo tenemos que hacer aunque no tengamos esas ayudas. Y si ahora te has que-dado sin ellas, más que suspirar, lo que tienes que hacer es ape-chugar y tomar la iniciativa. Es el mejor entrenamiento, macho.

–Bueno. Ya veremos qué pasa mañana.

–¡Sé tú mismo, Félix!

A Félix le conmovió la claridad de ideas de Lucas. ¿Cómo un tío llegaba a esas conclusiones tan firmes? ¿De dónde obte-nía Lucanor la luz para ver tan claro y tan hondo, si él era un auténtico cegato, incapaz de ver más allá de dos pasos por de-lante? Vale que el Lucanor es un tío con un cabezón de piruleta enorme, vale que es un tío que se raya mucho, y que está dotado como ninguno de nosotros en clase. Pero de ahí a ver tan claro, a interpretar tan correctamente los mecanismos de la edad…–se asombraba Félix.

Estaba claro que hasta hacía casi nada él nunca le había da-do vueltas a su vida, ni había intentado comprender los porqués de su proceder ni el sentido de su actuar. No se había planteado más metas que las de ir saltando obstáculos sin dejarse los dien-tes en el intento. Y, desde que estaba con Lucas, arrimado a su razonable proceder, había comenzado a imitarle en la reflexión. Empezaba a sentir la urgencia de avanzar en su proceso de ma-durez, más que nada para no quedarse descolgado de las nuevas amistades con las que se trataba ahora, que le llevaban mucha ventaja.

¿Él podría llegar a interpretar así su vida? ¿Podría llegar a

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los escondidos recovecos de su alma para iluminarlos, desente-rrarlos y encontrar los motivos suficientes para moverse por sí mismo, sin ayudas –como le decía Lucas–, siendo autónomo? De momento, lo urgente era seguir el consejo del amigo, no abandonar y acabar bien el trabajo. Hasta el final. Aunque en el intento se dejase el pellejo.

II Andrea estudiaba a solas en su habitación, con los cascos

puestos, siguiendo el ritmillo de la suave música con el pie de-recho. Al lado de los apuntes y libros, tenía el ordenador encen-dido con la página de Tuenti abierta, y cada poco tiempo miraba con una cierta ansiedad a los que se iban conectando, en la barra de estado de la aplicación. Recibió varias ofertas de su abultadí-sima lista de amigos para iniciar un chat, pero no respondió a ninguno. En realidad, sólo le interesaba una conversación y, en el mejor de los casos, se permitiría además darle vía a Berto pa-ra comentar algunas tonterías. Pero a nadie más.

Los exámenes que había ido haciendo no eran una maravi-lla, aunque tampoco iban a ser un desastre. Sabía que en Lengua y Literatura e Inglés iba a sacar buenas notas. En Economía y Filosofía, así, así. En Geografía le iba a meter Conde un cate como una catedral y, en Matemáticas, pensaba aprobar por los puntos de trabajo en casa. Los que tenía al día siguiente eran mucho más fáciles –TIC12 y Ciencias Medioambientales y de la Salud–, al margen de las marías –Educación Física y Religión– que no pensaba dedicarles ni cinco minutos. La traca gorda se había celebrado los primeros días.

Al cabo de casi una hora, decidió que ya estaba todo el pes-cado vendido. Subió el volumen de la música y decidió dedicar-se a perder el tiempo en la web. Visitó varias revistas de ten-                                                                                                                          12 TIC: siglas de Tecnologías de la Información y de la Comunicación.

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dencias y de moda, otros tantos blogs de belleza y todo el reco-rrido de sus favoritos. Abrió el correo electrónico y miró con ansiedad la carpeta de mensajes nuevos, totalmente vacía. Le dio al botón de actualizar varias veces seguidas, con tic nervio-so, a pesar de la seguridad de que no iba a entrar nada nuevo… Esa espera era un poco tortuosa de más.

¿Cuándo llegaría la deseada respuesta? ¡Dios, cómo lo an-siaba! Y un día, y otro, y otro… y los muy torturadores, nada…

Andrea se preguntaba qué pasaría cuando llegase el feliz correo. Sólo las afortunadas recibirían el sonido de pato en su altavoz y el anuncio de que tienes un nuevo e-mail. Y ella sólo podía pertenecer al grupo de las afortunadas. Pero no llegaba. El día que apareciese le daría un revolcón de primera. Gritaría. Lloraría de emoción. Lo leería una y mil veces. Besaría la pan-talla. Y saldría como una centella hacia sus padres para que se preparasen para un viaje sin retorno.

En ese momento, advirtió en la ventana en segundo plano que se había conectado Berto. Decidió matar el rato con él.

–K tl, Brt? Chapnd much x examns?

En el recuadrito del chat apareció el mensaje de “Berto está escribiendo”.

–Andrea, titi, k tl? Yakab d studiar. T mndo uns bss (;-)

–K tl con t hermn? T puteao mch?

–K b! echo pzes.

–Salims virerns?

–Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii (:-p)

–Solos?

–Yes!!!!!!!

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–M tiens k dar + pists d tu mpa… :-o) jejeje

–Mi tsoro eres tu (:-ooooooo), jaja

–Pro no sbes l mio, jeje

–Kual es? S yama Brto?

–xq el ¿?

–T kro mch, tía!

–L virns t lo digo!!!!

–Guai!!!! Bssssssssssssssss

–Too

Berto seguía amarrado y bien amarrado, no como ese idiota de Lucas, niñato creído que se había atrevido a cortar amarras. Él se lo perdía. Igual no la lloraba mucho, pero ella sabía que el corazón de él había quedado tocado de por vida. ¡Cuántas veces me añorarás, niñito chulito! –se dijo Andrea con encono.

Todavía no era muy capaz de entender por qué un tío como Lucas, que estaba hasta los tuétanos por ella, había tenido esa prodigiosa fuerza para rechazarla por una idea absurda, por una especie de ideal de otras épocas… Semejante proeza había pro-vocado que en su cabeza y corazón empezase a desear de ver-dad a Lucas.

Un tío que se jugaba el todo por el todo de esa manera era un pavo con principios, sí, señor. Un tío de una pieza. No era una joya más que adornase su figura. Era el auténtico brillante de quinientos mil quilates que coronaba de manera majestuosa su imponente figura. Una pena de hombre… Con que tuviese un poco más de salero y buena coña, no tendría rival en su corazón siempre insatisfecho.

¿No pedía demasiado? ¿No buscaba a una persona tan per-fecta para ella que no fuese real? ¿Era un deseo infantil que to-

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davía perduraba en su vida deseosa de ser ya, de una vez por to-das, adulta? Si le llegaba el correo electrónico que esperaba, multiplicaría por mil las posibilidades de encontrar a su hombre ideal. Si entonces no lo hallaba, sería que no existía. Y siempre sabría a dónde volver para conceder lo que Lucas pedía.

Estuvo un tiempo Andrea sin darle más trabajo al cerebro que el de seguir la música de sus cascos. Era increíble cómo se había apagado esa música mientras razonaba. Decidió bajar un poco el volumen y seguir con sus enredos.

Le intrigaba especialmente el rollo aquel del mapa del teso-ro de Berto. Estaba claro que hablaba de su personalidad. Pero eso era muy peligroso porque a saber qué le decía su tesoro, cuando lo hallase, al muy idiota. A ver si resultaba que se en-contraba con que tenía que cambiar, hacerse responsable, o cualquier otra locura de esas que les dan a los tíos cuando caen de la burra. Igual le venía con las mismas que el Lucanor, o le daba por hacerse ermitaño, o decidía que ella era un estorbo pa-ra su vida.

Por suerte, el muy tonto confiaba plenamente en ella, y ya se encargaría Andrea de aclararle bien, de interpretarle correc-tamente el significado de su tesoro. No fuera a ser que, encima, también perdiera a la única posibilidad medio aceptable que le quedaba en sus dominios. No. Jamás lo permitiría.

Hasta que llegase el mensaje, claro.

III La mañana del jueves se pasó corta. Los exámenes del día

eran para disfrutar y echarse unas risas por los estúpidos errores que cometía la gente por descuido, equívoco o atolondramiento. Los tres habían sido tipo test, y habían ideado un sistema viejo para copiar todos como monstruos.

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Lucas había pedido permiso, a primera hora, para ponerse en la fila de delante, con la excusa de que todo el mundo le que-ría fastidiar preguntándole respuestas o copiándole el “a b c d” que tachara. Además, lo pidió con cara de verdadero tío repe-lente que repudia a los demás, y que no quiere que nadie saque mejor nota que él, y so capa de ello, aparecer como honesto ante el profesorado. No era muy difícil que la bufonada colase, por-que hasta hacía bien poco el chico tenía fama bien ganada de ser así, y algunos profesores del Reino de Babia todavía no habían advertido cambio alguno en el chaval.

La profesora de Ciencias Medioambientales y de la Salud, la Chari –una ingenua que creía en la bondad natural del hom-bre y férrea partidaria de la escuela constructivista– vio con buenos ojos las disposiciones del excelente alumno. Y no sólo se lo permitió, sino que le alabó en público la integridad.

Lucas estaba un poco nervioso porque era la primera vez que se prestaba a un juego así. Le había dado vueltas, por si ha-cer aquello no supondría caer en una contradicción con sus planteamientos nuevos de la vida. Y, de entrada, le parecía una aberración. Sin embargo, su viejo espíritu crítico le advirtió de lo estúpido de la existencia de esa asignatura cuya utilidad era más que cuestionable para una persona que tuviese un dedo y medio de frente. Animado por estos pensamientos, optó por echar el resto y presentar de esa manera su propia lucha contra el sistema. Rebeldía propia de todo espíritu joven que se precie de serlo.

Ante la laudatoria pública de la Chari, el resto de la clase protestó e hizo mohínes de desprecio. Toda una representación teatral, demasiado evidente para cualquier profesor que no fuese la buena de la Chari. Comenzó el examen, y Lucas desde la primera fila, a la vista de todos, empezó a cantar las respuestas correctas: un rascarse en la espalda, la a; un tocarse la oreja iz-quierda, la b; un apoyar la mano en la nuca, la c; y darse con el

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bolígrafo en la sien derecha, la d.

La Chari, ajena a todo amaño, –impropio de la bondadosa naturaleza humana–, se puso a leer muy pronto una revista de no se sabía qué, pero que la tuvo totalmente despistada. Sólo había dejado en alerta el sentido del oído, y ¡ay de aquel que di-jese esta boca es mía! Le aplicaría un sermón en el despacho y le quitaría un punto del examen! Total, que el bueno de Lucas parecía un epiléptico maniático, que no paraba de repetir tics, mientras toda la clase anotaba el resultado.

Al acabar el examen, algunos poco previsores delincuentes lo hicieron realmente mal, y a punto estuvo de fastidiarse el in-vento. Cuando cantó Lucas la última pregunta, se levantaron de golpe diez alumnos al mismo tiempo, en distintas partes del au-la, y con enorme sorpresa de la Chari, que no entendía la simul-taneidad y precisión de tiempos de los participantes. A pesar de todo, coló la broma, y viendo que los otros dos exámenes del día también seguían el mismo método, decidieron por unanimi-dad que Lucas siguiese mostrando su repugnante manera de ser, su honestidad vomitiva y sus tics recientemente adquiridos.

TIC y Religión pasaron como agua de mayo entre el alum-nado de 1º B. En el recreo, el nuevo héroe nunca había recibido tantas palmadas, parabienes y besos de todas las tías, desde las menos favorecidas hasta la más favorecida del conjunto, una Andrea que se quedó con las ganas de besarle en los labios y se tuvo que contentar con un mejilleo de necesidad. Pero bien fuerte, eso sí. Aunque a Lucas no le tembló el corazón ni lo más mínimo.

Era jueves y tocaba representación tras la comida. Las chi-cas les estaban esperando en el cajón, con todas las ranas dis-puestas y la serpiente de Félix. El muy bocazas, llegó gritándo-les a Silvia y Marisa la hazaña del Conde y ellas le miraron con cara de reproche. En el fondo, molestas por no haber estado en

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clase de Lucanor y habérselo pasado pipa con la fiesta. Pero ha-bía que representar el papel de mujeres maduras y Marisa co-mentó un “bueno, es lo que faltaba, Lucas, ¿no te da vergüen-za?”, ante las risas de Félix y del propio desvergonzado.

De nuevo, el vestíbulo lleno a reventar. De nuevo, Lucas fi-jándose en los niños por el pequeño mirador. De nuevo, Félix buscando al pequeño que se encaró con él para tenerlo localiza-do. Las apreturas, calor y presión, de nuevo. Las ranas atrajeron toda la atención del minúsculo público. Les entraba mucho me-jor la representación que la de la semana pasada, cuyo recuerdo ahora al novel autor le provocaba vergüenza ajena. Los niños seguían con pasión la historia de los bichejos divertidos, que no paraban de quejarse.

Cuando apareció el culebrón –gracias al brazo de Félix– y empezó a zamparse a las ranas lloricas, los rostros de los pe-queños cambiaron. ¡No les gustaba que esa asquerosa serpiente se comiese a sus simpáticas ranitas! ¡Mierda! ¡La estamos ca-gando! –se dijo Lucas, mientras el lelo del Félix ponía todo su empeño en zamparse ranas, absolutamente ajeno al descontento del público. Lucas les advirtió a las chicas.

–Tenemos que arreglarlo, Silvia. Los críos están cabreados con que la serpiente se esté zampando a las ranas. ¿Qué hace-mos?

–De momento, mientras pensamos algo, que sigan saliendo ranas, y que Félix se las siga comiendo, y tú, Lucas, di que la serpiente se tiró diez años comiendo ranas.

Así lo hicieron. Y se empezaron a escuchar los primeros lamentos infantiles, y los primeros gritos de “¡fuera serpiente!”, “¡serpiente mala!”, y a advertir a las pobres ranas a las que la serpiente las atacaba por detrás.

–¡Ya sé! –dijo Lucas–. ¿Qué tal si aparece un ejército de ranas que se cargan a la serpiente? ¿O, mejor aún, una súper ra-

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na que las salva a todas?

–Hombre, se nos va totalmente del guión, pero creo que es lo mejor, –apuntó Silvia, angustiada.

–Necesito algo que haga de capa para el súper ranón –pidió Lucas, agobiado.

Y el resto se lo guisó y se lo comió el propio Lucas. Con su voz grave de locutor, anunció que Súper Ranón, el defensor de las ranas, iría en su ayuda. Cuando apareció en escena la trans-formada rana, con la mayor cutrez de capa de la historia del tea-tro de guiñol, hecha con un pañuelo asqueroso, lleno de restos humanoides, propiedad todo ello de Félix, el público rompió a gritar y a aplaudir de entusiasmo, con “¡Bieeeeeeeen!” “¡Mata a la culebra antes de que se cargue a todas las ranas, Súper Ranón!” y cosas por el estilo. Lucas lo hizo volar y empezó a darle una buena tunda a la serpiente, que, finalmente, quedó desvanecida, colgando del escenario. Aplausos a rabiar, y todas las ranas de nuevo en el escenario, entre el entusiasmo de un público enfervorizado como nunca.

Cuando acabaron, Lucas resopló. Y todos se unieron en un extraño abrazo en línea, con las dos chicas en medio y Félix siendo un caballero, a pesar de la estrechez del recinto. Al salir, fueron de nuevo muy aplaudidos. Saludaron y se dirigieron al patio a coger aire. Ahí comentaron entre grandes risas, y esta vez con parabienes normales, la sorprendente resolución de la obra.

–Se ve que lo que les tira es la acción –comentó Silvia, con unos ojos y una sonrisa extraordinariamente grandes.

–Yo creo, Excelencia, que hay que olvidarse de rollos pata-teros, de fábulas y de intenciones didácticas, y dedicarse a lo de siempre: personajes simpáticos, mucho bollo y unas buenas tor-tas al final para los malos –apuntó Félix.

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–¡Joder, es que soy medio idiota, tíos! Todo esto ya me lo había avisado mi abuela… Cuando se lo cuente esta tarde, me va a meter una señora bronca por ir de listo.

–Bueno, al menos ya lo tenemos resuelto para mañana. Ahora sólo hay que conseguir una capa un poco decente, o que Félix cambie de pañuelo con más frecuencia –aclaró Marisa, que ponía cara de asco, mientras sostenía por una punta la recu-perada capa de Súper Ranón.

Antes de salir cada pareja para su aula, quedaron para vol-ver a reunirse en el fin de semana en la casa de la abuela de Lu-cas, repitiendo el plan del fin de semana anterior, salvo la pan-zada de estudio.

IV Berto se aproximó con bastante cautela a la habitación don-

de estudiaba Clara. Entró sin pedir permiso y muy despacio, muy en silencio… Bastante temeroso, vamos, sabiendo que iba a desencadenarse la tormenta.

–¡Un paso más, y te arranco los ojos! –le advirtió Clara, sin levantar la vista de sus folios y con una voz muy baja pero níti-da y fría como el hielo.

–Clarita, please, que…

–¡Que te den por saco, animal! –levantó un poco el tono aunque no la mirada.

–Venga, tía, que es Gallego…

–Por mí como si es Japonés, anormal… ¡Larga de aquí!

Pero esta vez cometió el error de mirarlo. Y Berto ponía tal gesto de arrepentimiento, de dolor sumiso, de agobio desvalido borreguil, que le movió las entrañas a su hermana.

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–¡Discúlpate primero, primate! –le exigió con mirada dura.

–¡Ostras, tía, si no me humillas, no estás contenta!

–¡Pues claro que no, atontao! ¿Crees que puedes ir por ahí pisando callos y luego poner cara de bueno como si nada? El que la hace, que la pague.

–Bueeeno, vale. Perdón. ¿Te vale así?

–¡Ah nononono! ¡De rodillas y prometiendo que serás bueno!

–¡No fastidies! ¿De rodillas y todo? Ni de coña, tía, que te den aire… –e hizo ademán de irse, pero su hermana no reaccio-naba. ¡Pero qué gente, joder, qué gente! ¡Hay que joderse! –dijo en voz baja, aunque perfectamente audible.

–Tú sigue hablando como un carretero, que así llegarás le-jos, patán… –le siguió reprochando Clara sin levantar ahora la cabeza.

–¡Bueno, vale, tú ganas, tía! –y se arrodilló en el suelo con una pierna y, abriendo los brazos mucho, le dijo a grito pelado:

–¡Yoooooo, Bertooo Lavilla, en pleno uso de mis facultades mentales, le pido perdón a la patética de mi hermana Claaaaara, para que me ayude con el Galleeeegooo!

La chica se vio sorprendida por los gritos y el show, y se apresuró a detener a su hermano, dispuesto a hacer toda una de-claración jurídica de armisticio de fin de guerras intestinas y familiares. Le dio la risa tonta, una vez más.

–¡Pero, qué haces, so voceras! ¡Venga, vaaaale, vale, ya es-tá bien!

–¡Por fin! A ver si me explicas el rollo este del lle, te, che y todo lo de los pronombres, tía –le exigió a su hermana.

–¡Alto, alto, Bertiño! No me desmontes mi plan de estudio.

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Dime qué quieres que te explique, y luego harás lo que yo te di-ga.

Berto le planteó de corrido todas las mil dudas que tenía. Clara le organizó el plan y le exigió silencio mortal hasta que se lo hubiese metido en la cabeza.

El pobre hombre echaba humo por todos los agujeros de su cuerpo. Si en castellano, haciendo esfuerzos titánicos, se acer-caba de lejos al uso vulgar de la lengua, en el idioma autonómi-co era una desgracia catastrófica. Sus escritos eran ininteligibles por muchos motivos habituales, a los que se añadían una orto-grafía más propia del etrusco o del sánscrito, un léxico de dudo-so origen, y un peculiar uso de la sintaxis, que hacía dudar del ordenamiento lógico de las estructuras cerebrales del chico. Con la teoría lo resolvía sin problemas, por la redacción dada por el libro, como en todas las asignaturas. Pero cada vez que tenía que componer algo similar a un apaño de oración, deshacía todo lo que había adquirido con tanto esfuerzo.

La hermana sufría con él sus movimientos espasmódicos, su inquietud, su nerviosismo y desesperación por introducir los conceptos en su cabeza, como cuando se rellena un embutido cualquiera, sea chorizo, morcilla o salchichón. Le conmovía la fuerza de voluntad que se estaba forjando a golpe de intentos y favorecida por el mínimo apoyo moral y cariñoso de ella. Pero, por Dios, ¿cómo se puede ser tan zoquete, Señor? ¿Por qué lo has hecho tan corto y tan animal? –suplicaba Clara a la divini-dad.

Al final, dejó a un lado sus obligaciones –¡qué remedio!– y se decidió a echarle una mano, tratando de explicarle algo. Tuvo que armarse de valor porque el intento fue como hacer rodar un coche cuesta arriba con ruedas triangulares. Al final, hicieron lo que pudieron, y Clara creía que, con un poco de suerte y mucha misericordia docente, igual superaba el amargo trance.

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Berto tenía que cambiar muchas cosas, pero una de ellas que a Clara le parecía clave era el atender en clase en aquellas asignaturas que su hermano rechazaba por considerarse incapaz. Y luego, trabajo diario. De eso, ya se encargaría ella, pero más adelante, cuando no existiese la urgencia de los exámenes ni el compromiso idiota del orador familiar. Cuando dieron por fina-lizada la tarea, llegó la cena que, sorprendentemente, resultó en-trañable y simpática, tras la pax romana celebrada en la sala de estudio.

Aquel día, Clara empezó a estudiar sus asignaturas a las diez y media de la noche. Lo dejó pasada la una de la madruga-da, porque se caía de sueño y no era capaz de avanzar más. Cuando se acostó fue muy discreta, aunque no tanto como para que lo advirtiese su madre Blanca desde su habitación que, preocupada, comprobó la hora.

–¡Dios mío, ayúdala! ¡A mi pobre niña, que es tan buena! –suspiró para sí.

Ángel se medio despertó y le preguntó:

–¿Qué dices, mujer?

–Sigue durmiendo, anda. Aún pensarás que estoy rumian-do…

–Sí… –le contestó Ángel más dormido que despierto, y tar-dó unos ocho segundos en volver a la tierna serenata de ronqui-dos de hombre necesitado de descanso, ante la satisfacción de Blanca.

–Duerme, grandullón, duerme. Que para velar ya estoy yo… –se dijo antes de caer en un profundo sueño, lleno de ale-grías y temores, de confianza y de conciencia tranquila, tal y como a ella le gustaba dormir.

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CAPÍTULO 21

I El viernes 11 de noviembre el día salió de nuevo con ganas

de batalla. Carreras de nubes bajas con otras más altas, y, en las tristes oquedades entre unas y otras, más nubes. Distintos gri-ses, desde el blanco sucio al gris plomo, no auguraban más que una cortina detrás de otra, aguaceros de festival, riadas de tonos marrones por la ciudad, tráfico embotado, poesía social en boca de obreros.

En el colegio eso suponía la vuelta del montón a los patios cubiertos, a carreras inútiles contra las trombas, vahos en los cristales, ansias mal contenidas, aumento de incidencias, ner-viosismo creciente, sopores mal contenidos… Examen de Ga-llego. Si era poca la humedad reinante, vinieron a sumarse los efluvios de los sudores en manos, espaldas y piernas. Preguntas de carrerilla, tachones de ira última. Incluso los mejores, escri-bieron con desgana.

Berto tenía que obtener siete puntos, porque dos los perdía fijos en presentación, ortografía, expresión y demás perrerías de los amargados de los filólogos, se decía. La teoría la había cal-cado, pero ya se vería. Lucas se quitó el examen de encima por la vía sintética, produciendo unas respuestas concentradas y breves, que al corrector le producirían dolor de cabeza. Andrea deambulaba por las preguntas, respondiendo por fascículos a varias a la vez, señal de que la cosa no iba nada bien. Félix se amarró también a la teoría y fulminó la práctica que sabía. Lue-go se puso a la caza y captura de lo que pudiese caer. Las chicas del guiñol, por su parte, se habían desenvuelto bastante bien en su prueba, más dadas a las lenguas y jugando la baza de la ex-presión lógica, que ejercieron con poderío y precisión ortográfi-ca.

El último examen fue un acto de rebeldía, de despecho para casi todos los que aún quedaban vivos en la guerra de las notas.

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La cuestión era terminar lo mejor posible aunque ya no estuvie-sen presentes la pasión ni el deseo de méritos.

Tras la tortuosa prueba, el bajón, después del minúsculo es-pejismo de los vítores por el fin de los exámenes. Estaban can-sados, un poco agarrotados de más. Efectivamente el bachillera-to no era como la ESO, pensaron casi todos. Aquí la cosa va en serio. Hubo más silencio en las restantes horas de clase que en medio de los exámenes, como también hubo una atención nula, de cerebro frito, de desconexión permitida. La mayoría sólo quería dormir. Por reducirse, se redujo hasta las ganas habitua-les de discusión, e incluso las ansiadas muestras de afecto entre parejitas parecían fuera de contexto y ni se buscaban ni se pro-ponían.

Los chicos del guiñol nunca fueron con tantas pocas ganas al cajón. Allí el calor era espantoso y la comida reciente no faci-litaba sino el sopor generalizado. Las chicas, más puestas en su papel de salvadoras del espectáculo, y, en el fondo, verdadera-mente preocupadas por que el público disfrutase, tuvieron que dar codazos y ánimos a los dos chicos, que parecían maromos a punto de desplomarse.

Súper Ranón estrenaba capa y escudo a lo Supermán, con traje azul y botas rojas. Marisa se los había fabricado por la tar-de, aburrida del Gallego. Los aplausos y agradecimientos de los pequeños fue lo único que les devolvió a la realidad a Lucas y Félix. Las caras de los niños siempre son agradecidas con aque-llos que se ocupan de ellos. ¿De dónde sacarán esa espontanei-dad? ¿Será que a ellos no les dará el bajonazo? –se preguntó Lucas.

Adrio los cogió por la tarde y, viendo el panorama, les hizo una propuesta distendida de cine en la sala de audiovisuales. Todos se lo agradecieron y no fueron pocos –incluido el mismo Adrio– los que se dejaron llevar por las susurrantes invitaciones

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de Hipnós, Morfeo, la Bella Durmiente y demás compañeros mártires del placentero sueño. El timbre de final de las clases los despertó a casi todos y, de manera apresurada, recogieron todo lo que pudieron y salieron con paso cansino hacia los au-tobuses del transporte escolar, donde más de uno llegó hasta el final del recorrido busero por seguir durmiendo en el traque-teante y plácido viaje.

II Lucas regresó a la casa de la abuela con la idea clara de re-

cuperarse. Olvidarse un poco de todo lo contingente y, ahora sí, dedicarse por entero durante unos cuantos días a terminar de poner las bases mínimas de acción. Sin embargo, al chico le ha-bían organizado la tarde sin él saberlo. Al llegar a la casa de Playa América, Rosina le dio el mensaje de parte de la abuela. Que descansase un rato, que se echase la siesta si tenía ganas o que se diese una vuelta, pero que a las ocho de la tarde llegarían sus padres y tendría concilio con toda la familia.

Lucas recibió con alegría la noticia; de hecho, hacía tiempo que quería poner en orden las relaciones con sus padres, y no le había dedicado poco tiempo en su cabeza a imaginar cómo se desarrollaría ese reencuentro. Había pensado los pesares, los perdones, los dolores, arrepentimientos sinceros desnudos de toda representación teatral, propósitos de enmienda, desconfia-dos en sí mismo pero con la disposición de confiar en sus ma-yores, sinceridad de afectos y deseos de reincorporarse a la vida familiar, el espacio del que tan violentamente había desertado.

Y, a pesar de tenerlo todo imaginado una y mil veces, inclu-so redactado y puesto por escrito, siguiendo el consejo de Frei-janes, la noticia lo puso nervioso. No sabía hasta dónde llegaría el enfado o el desconcierto de sus padres, hasta dónde estarían dispuestos a admitir, si vendrían en son guerrero o a fumar la

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pipa de la paz. Sea como fuere, el incidente había marcado un antes y un después en la vida familiar de los Sendón. Ya nada volvería a ser igual. Y eso también le producía un cierto miedo –quizá sólo fuese añoranza– por la pérdida de una vida dema-siado conocida y previsible, ante la que se había hecho y contro-laba demasiado bien.

Se fue a la habitación del tío Carlos. Quería dar una última vuelta a sus argumentaciones, al contenido de sus diálogos. Se sentó en la alta y mullida cama, con el espejo de la puerta del armario en frente. Y se miró a la cara. Advirtió al instante que tenía cara de agotado, de víctima, de pena. No. No quería ese gesto. Se dio cuenta de que el mismo hecho de pensar en lo que había de venir aquella tarde le forzaba la interpretación gestual y –como tal actuación– le resultó falsa, insincera, teatral, de máscara. Tenía que borrar de su expresividad toda huella de tea-tro, toda marca de querer dar pena, todo gesto de conmisera-ción.

Trató de recuperar su cara normal, y se dio cuenta de que no sabía cuál era el rostro de la naturalidad. Toda una vida actuan-do para los demás le dejaba sin cara propia, sin una expresión en la que se encontrase a sí mismo.

Pensó en cómo sería su rostro cuando hablaba con los que se sentía a gusto: Freijanes, la compañía del guiñol, su abuela cuando trataban asuntos de interés compartido, Rosina… ¡Rosi-na! La tenía ahí abajo, en sus dominios del servicio. Pero cortó bruscamente el impulso de saltar las escaleras y gritarle una pe-tición impropia de una persona en sus cabales. Intentó parecer normal. Se veía reflejado y seguía sin reconocerse. Nunca había caído en ello. Al final, decidió animarse con la vieja criada.

–Rosina, ¿cuál es mi cara normal? –le dijo desde la espalda a una mujer que estaba afanada en la elaboración de la cena.

–Lucas, a veces dices unas cosas muy raras, ¿sabes? –le

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respondió sin desatender el sofrito que tenía en la sartén.

–A ver, ya sé que suena raro, pero es que esta tarde, con mis padres, no quiero disimular, quiero parecer todo lo sincero que pueda ser.

–¿No te das cuenta, guapo? Ese es tu problema, Lucas. Que ahora te has empeñado en parecer –y recalcó cada sílaba del verbo parecer– sincero. Lo que tienes que hacer es no parecerlo sino serlo, y la cara se te pondrá sola.

Lucas no le dedicó ni medio segundo a pensar lo que le ha-bía dicho Rosina. Quería una solución práctica y ¡ya!, no un concepto. A pesar de que la vieja criada le había dado todas las claves en su breve respuesta.

–No me entiendes, Rosina, no quiero parecer nada, quiero ser yo mismo, sin parecer nada… ¿Lo entiendes?

Rosina se volvió y en su giro se trajo la sartén donde crepi-taban en el aceite el ajo cortado muy fino, las cebolletas, y los tacos de pimiento rojo. Se estaban dorando demasiado rápido y quiso alejarlos un momento de las llamas.

–Entonces, sé tú mismo, Lucas.

–¿Y eso cómo lo hago? Es que me he estado mirando arriba y he visto que no hay nada que haga o piense sin actuar, sin po-ner caras o gestos…

Rosina guardó un instante silencio mientras observaba la sartén verbenera.

–¿Recuerdas las patatas fritas, doradas, retorcidas en giros suaves, crujientes por la parte de fuera, blanditas y jugosas en el centro, con las escamas de la sal?

–¡Claro que las recuerdo! ¿Las vas a hacer para esta noche? ¿Y qué tienen que ver con lo que estamos hablando?

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–Pues eso… Esa es la cara tuya que más me gusta, la que me parece más auténtica de ti… Mientras las saboreas.

–¿Y cómo es ese rostro, Rosina? –preguntó con ansiedad Lucas.

–Es espléndido, sonriente sin reír, amable y agradecido por el regalo de las patatiñas, de sumo placer al estallarlas en la bo-ca con la lengua y el paladar.

–Pero, ¿tú crees que esa es mi auténtica cara? ¿Voy a poner cara de degustación patatónica con mis padres? –preguntó Lu-cas como algo que le parecía absurdo.

–Verás, meniño, esa es la cara que más me gusta de ti. No por las patatas. Sino por la expresión, porque es la que más me recuerda a cuando eras niño, cuando eras feliz sólo con llegar a esta casa, corretear por el arenal o jugar con los perros en el jar-dín, Luquiñas.

–Ya… Ya entiendo. Una especie de Mr. Potato y de crío fe-liz, sin preocupaciones.

–No sé quién es Mr. Potato, pero lo de crío feliz, sin preo-cupaciones, creo que responde bastante bien a lo que andas bus-cando.

Lucas volvió a la habitación, después de agradecerle a Ro-sina la ayuda. Le parecía un poco increíble y, en el fondo, esta-ba defraudado. Lucas pensaba que ese rostro del que le hablaba Rosina era un salto al pasado, una vuelta al mundo infantil, una etapa en la que aún no había tenido que aprender a actuar. En el fondo, buscar su rostro auténtico suponía rechazar todos aque-llos años de supuesta seriedad y de logro de la madurez; de lo que él consideraba su personalidad. Rechazarlos todos, anular-los, por falsos.

¡Qué fuerte!, se dijo a sí mismo. Tuvo sensación de años perdidos, de haber errado sin ton ni son, al pairo. Se agobió un

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poco por querer recuperar cuanto antes el tiempo perdido. Un nuevo tema para discutir y hablar con Antón.

A este paso, iba a resultar que no sabía ni quién era Lucas Sendón Gutiérrez.

Cogió los papeles del texto reconciliador que había elabo-rado y los plegó para introducirlos en un sobre. En su cara de-lantera, escribió “Para el viejo truhán Antón F. No lo abras has-ta las ocho en punto. Lucas”. Y se lo llevó a la casa de Freija-nes. Ante la ausencia del propietario y de Joker, se la dejó en-cima de la mesa de la cocina.

III –“¡Cuack! ¡Tienes seis mensajes nuevos!”

Escuchó la voz sintética del ordenador, mientras Andrea se cambiaba el uniforme y se ponía cómoda. Nada más entrar en la habitación, tras llegar a la casa desierta, lo había encendido para que fuese arrancando mientras se ponía un vestido ligero, todo de una pieza, por el que se introdujo como una funda en un pa-raguas. Se acomodó los pliegues, evitando tirones de arrugas y mala colocación, mientras sentía un hormigueo en la zona de su ombligo.

Se forzó a no girarse rápidamente hacia la pantalla, a pesar de las ganas, e incluso se tomó con calma el sacarse bien las medias, no de un tirón, masajearse un poquito los pies que esta-ban fríos de más, y calzarse unas sandalias con tiras doradas. Luego recogió la ropa, alisó la cama, y se dirigió con aparente calma al escritorio. Abrió el programa de correo y de un golpe de vista lo vio.

¡Ahí estaba!

“MAS&BOTH Escuela de Modelos y Azafatas. Barcelo-na”.

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En segunda posición, tras un primer correo idiota de Face-book y otros cuatro de no se sabía qué. Sin dejar de mirar a la pantalla, tanteó por encima de la mesa con la mano derecha y localizó al tacto el ratón. Lo acercó al segundo correo e hizo click.

Pantalla en blanco dos segundos, reinicio de la carga de to-da la parafernalia exterior del programa de correo electrónico, la publicidad y los banners de locura psicodélica, “Espere… Car-gando nuevo mensaje…”. ¡Venga, vengaaaa! ¡Dichoso ordena-dor, más lento que la madre que lo parió! –se gritaba a sí mis-ma. Y en un pestañear, de golpe y porrazo, el mensaje entero, encabezado por el logotipo de la agencia y el “Estimada An-drea”.

Le dio a la ruedecilla del ratón con histerismo y comprobó que era largo, muy largo. ¡Bien! ¡Ahora, a leer despacio!

“Estimada Andrea:

Después de haber estudiado el catálogo de vídeos y foto-grafías que te hicieron nuestros directores de arte, en la sesión celebrada en el Pazo Los Escudos en el mes de octubre, tengo el placer de comunicarte que para MAS&BOTH ESCUELA DE MODELOS Y AZAFATAS sería un honor contar con tus servi-cios para esta Escuela-Agencia, tal y como nos solicitaste en el mes de julio pasado.

Como sabes, nuestra Escuela forma parte de una red inter-nacional de preparación y formación de las mejores profesio-nales que quieren dedicar su vida al mundo del estilismo, la be-lleza, la moda o la atención del servicio de grandes eventos. En este sentido, has tenido la suerte de haber sido seleccionada en-tre las chicas con más opciones de nuestro país, haciéndote con un puesto privilegiado en nuestra exclusiva Agencia.

En el próximo mes de enero se dará comienzo al inicio de una nueva promoción de alumnas de nuestra Escuela-Agencia,

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a la que esperamos que te puedas incorporar. Tal y como nos comunicaste, estás interesada en finalizar tus estudios de Ba-chillerato, deseo que será posible gracias a los numerosos con-tactos con las más prestigiosas instituciones académicas y edu-cativas de Barcelona. Tendrás que optar por una de las ofertas que te propongamos. No obstante, como bien se te comunicó en el momento del casting, te recuerdo que se considera que tu formación en nuestra Escuela es prioritaria a cualquier otro módulo educativo, y que, desde el primer momento de tu incor-poración a la Agencia, puedes ser requerida para hacer prácti-cas en alguno de los muchos eventos para los que somos selec-cionados.

Supongo que eres consciente de que se abren ante ti las puertas a una nueva vida marcada por los cánones de la exce-lencia, la profesionalidad y el éxito. Estamos encantados de que ese camino lo quieras recorrer con nosotros, para lo cual pon-dremos todos los recursos de promoción, tecnológicos y de oportunidades con los que contamos.

En los ficheros adjuntos a este correo, te indicamos la do-cumentación que debes presentar antes del 20 de diciembre del presente año. También te enviamos toda la información necesa-ria sobre nuestra Escuela, impresos para realizar la matrícula, precios de las mensualidades, y el modelo de contrato que ten-drás que entregar firmado con el resto de la documentación.

Esperamos que te decidas a venirte con nosotros a Barce-lona, para lo que esperamos tu respuesta a este correo. Desea-mos que nos confirmes la reserva de plaza cuanto antes, pues lo necesitamos para la organización académica y el plan de estu-dios de tu promoción, cuyo impreso se encuentra también entre los archivos adjuntos.

Sin otro particular, recibe un cordial saludo.

Jaume Blond Carrer

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Director de RRHH de MAS&BOTH”

Andrea leyó y releyó el mensaje doscientas veces, dete-niéndose en los párrafos más farragosos del texto, intentando comprender todos los aspectos y significados de su contenido.

Después de la tensa lectura, le entró un tembleque que arrancó del vientre, subió a su estómago, llegó en forma de cos-quilleo a toda su cabeza, y, finalmente, cayó de forma brusca a sus piernas, rodillas, y tobillos donde se frenó de golpe, dejando los pies rígidos y más fríos que nunca. Con las convulsiones, se le vino a disparar la emoción, se introdujo el hipo, y las lágri-mas florecieron autónomas, mientras con sus palmas ponía for-ma de proa para dejar libre el trabajo a los ojos llorosos. Así es-tuvo dos, cinco, diez minutos…, quién sabe. Sin poder gritar, ni dar saltos, ni exteriorizar su satisfacción, en la soledad de la ca-sa silenciosa, musitando tan sólo un “Dios, gracias, Dios”.

Se le abrían las puertas del éxito, sí, y ella no iba a defrau-darles. Pondría toda la carne en el asador –en ese momento aún no imaginaba hasta qué punto– para encabezar su promoción, su curso, su década, la historia completa de MAS&BOTH de la que sería su referente para las generaciones venideras. Desde ahí, el salto a la publicidad, la televisión, el cine, las pasarelas, y, con el paso de los años –¡era tan joven aún!–, la imagen de marca de los más exclusivos productos.

Mujer famosa, deseada por los más apuestos galanes y por los más millonarios herederos de las casas más envidiadas, nú-mero uno en los rankings de ofertas y cachés, portadas exclusi-vas de revistas exclusivas, invitada de honor a la troupe del glamour y del papel cuché. Toda su vida imaginada, ansiada en sueños despiertos, desfilaba de nuevo ante la aturdida y hermo-sa joven, con la fuerza que proporcionaba el matiz de lo posible. Le dio una risa histérica, mezclada con lloros y mocos, una sen-sación de placentero poder que la convertía en la dama del uni-

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verso, la diosa de la tierra, la todopoderosa Andrea.

Sería duro el camino y áspera la refriega, pero teniendo una posibilidad en sus manos, por muy remota que fuese, ello le da-ba alas para que su imaginación se deleitase con todo lo que cu-piera en su cabeza. Sintió una felicidad intensísima, como nun-ca había sacudido ni su mente ni su cuerpo. Pero también la fie-reza de la tigresa que no permitiría a nadie soltar su presa.

¿Cuándo llegarían sus padres? ¿Se alegrarían con la noti-cia? ¿Desearían que su hija, su única hija, se convirtiese en una estrella de fama mundial? ¿Cómo se haría su traslado a Barce-lona? ¿Se irían ellos a vivir con ella? Si así fuese, en cuanto empezase a obtener sus primeros ingresos, tendría que corres-ponderles por su generosa entrega y el amor a su hija.

¿Qué diría su madre? ¿Tendría que enfrentarla a su padre, siempre más atento a los requerimientos de la niña de sus ojos? Nada la detendría, y mucho menos una madre demasiado severa que no le dejaba siempre volar con sueños de fantasía. Dema-siado pegada al terreno como para tener más ilusión que solven-tar el día a día del hogar familiar o satisfacer a un pobre marido asalariado.

Tenía que preparar la escenita del regreso de sus padres, calculando todas las reacciones posibles, entendiendo que no cediesen inmediatamente a sus prisas por dar el consentimiento legal para una menor que firmaba su primer contrato hacia la gloria. ¿Cómo iban a negarse? ¿Cómo iban ellos, sus queridísi-mos y amantísimos padres, a arruinar su futuro tan prometedor?

Ella nunca les permitiría hacerlo, claro. ¡Hasta ahí podría-mos llegar!

IV Antes de marcharse a su casa, José Luis Valeiras se dirigió

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al despacho de Laura para resolver un par de cuestiones técnicas y para limar asperezas tras el desencuentro por culpa de Jaime Calero.

–Elvira, te dejo los informes de los alumnos de la ESO a los que se van a aplicar adaptaciones curriculares. A ver si están lis-tos para el lunes, que el martes tienen que salir para la Conselle-ría de Educación.

–¿Los has revisado tú, José Luis? –preguntó Laura desde su mesa de dirección, atiborrada como siempre de cien mil pape-les, sin levantarle la mirada y con el rostro sereno.

–Sí, sí. Como siempre…

–Entonces no tengo nada que añadir. Dámelos que te los firmo y se los dejas tú ya a los de Secretaría.

Valeiras le acercó los papeles oficiales y Laura estampó to-das las firmas requeridas.

–¿Te marchas ya? ¿No podemos charlar cinco minutos? –le miró por encima de sus lentes Laura.

–Todo lo que quieras, pero a las seis de la tarde tengo que estar en casa, con Sonia y los niños.

Laura cerró los asuntos en los que trabajaba. Despejó un minúsculo espacio de su mesa, tras la que se adivinó la madera del mueble. Se echó para atrás en su silla de dirección e invitó a Valeiras a tomar asiento en frente de ella.

–Hablé con Calero, ¿sabes?

–Me imagino…, después de lo que me dijiste el otro día –le respondió con mirada baja, Valeiras.

–Me sorprendió lo nervioso que estaba y, en cuanto lo tran-quilicé, se expresó con mucha naturalidad. Me comentó algo sorprendente…

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–Que se va a presentar a las elecciones sindicales… Sí. A mí también me parece extraño.

A Laura, el hecho de que Valeiras se hubiese enterado por su cuenta, no le sorprendió en absoluto.

–Se hizo el cuco, advirtiéndome de que va a ir en la lista del PED, pero para echar una mano…

–¿Una mano? No te sigo.

–Yo tampoco le seguí hasta que me explicó que si salía ele-gido tendríamos un amigo en territorio hostil. ¿Qué te dice esto, José Luis?

–Si no te enfadas, te diré mis impresiones y lo que sé.

–Soy toda oídos –y se acomodó todavía más en la silla, qui-tando los codos de la mesa y desplazándose hacia atrás.

–Me ha contado un pajarito que no fue iniciativa del PED el ficharlo sino que él mismo se propuso. Este dato me parece re-levante en una persona a la que nunca le ha dicho nada el apara-to sindical.

–¡Ya! Sigue, por favor.

–Yo me pregunto, Laura, lo siguiente: ¿Por qué? O mejor dicho, ¿para qué hace eso Calero?

–¿Y?

–Si uno está metido en la movida del comité de empresa, en el rollo de los sindicatos, y todo eso, parece lógico que quiera figurar. Pero no en el caso de un Calero al que todos le hemos oído alguna palabra más alta que otra sobre ese tipo de organi-zaciones…

–¿Y has concluido algo?

–Sólo se me ocurre una respuesta. Se está protegiendo. De

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nosotros, claro. Nadie puede echar de un trabajo a un tío que es-té en el comité de empresa.

–Ya. Te entiendo. Pero lo que no alcanzo a ver es por qué necesita protegerse de nosotros. Algo muy grave tendría que ocurrir para que tuviese sensación de peligro en su puesto de trabajo.

–Eso es lo que más pánico me da. Se protege para salvar su puesto de trabajo. Ello quiere decir que hay algo que puede po-nerlo en peligro. ¿Qué es? Habría que preguntárselo a él… ¿Tú confías en Calero, Elvira?

–No tanto como en ti, pero mucho más que tú en él.

–Ya. Tengo malos presentimientos con este asunto, Laura, porque desde que hemos empezado este curso todo lo que gira en torno a Calero es un poco desconcertante… Sinceramente, ¿tú crees que los del PED le van a dejar ir por libre, incluso vo-tando en contra de lo que decida el grupo?

–Él me aseguró que sí… ¿Y qué más te ha dicho tu pajari-to?

–No mucho más. Que los del PED confían en que, con Ca-lero en sus listas, sus resultados se pueden disparar. Sincera-mente, yo no lo creo.

–Él me habló de que estaba seguro de tener a muchos se-guidores ocultos entre el profesorado, y que, de ser así, demos-traría que en el colegio se valora mucho a quien mejor encarna nuestro proyecto educativo.

–Eso se lo dirías tú, Elvira. Él no arriesga tanto cuando ha-bla. ¿No te envolvería en su cháchara mareante?

–En todo lo que dijo, estoy de acuerdo con él. Creo que en nuestro colegio no se valora especialmente a quien mejor cum-ple con su función asesora y tutorial de familias y alumnos…

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Valeiras mantuvo la calma, no sin cierto esfuerzo.

–Sabes que no comparto en absoluto esa opinión contigo. Porque todo el mundo trabaja igual de bien aunque no se le no-te, ni hagan teatro de vedettes. ¿Acaso piensas que no le echan tiempo, dedicación y esfuerzo profesores como Conde, Adrio, Chari, Tomás, Nico o incluso la misma Señorita Pepis? ¿Y cuánto se les valora a ellos?

–Las elecciones nos despejarán este asunto, creo.

–Las elecciones no te despejarán nada, salvo que el PED arrase. Y lo sabes bien. Habrá que estar atento a su cara los pró-ximos días.

Laura hizo una pausa premeditada. Le clavó los ojos en los de José Luis.

–Sinceramente, ¿no crees que tienes demasiados prejuicios con él? No te lo digo para molestarte… Me resulta extraño que tú, precisamente tú, lo tengas enfilado. No me cabe en la cabeza que…

–¿Lo hubieras preferido a él como subdirector, Laura?

–Sabes que ahí no podía decidir mucho…

–¿Lo hubieras preferido? Dímelo. Necesito saberlo.

–En absoluto, José Luis. Eso ni lo dudes.

Valeiras cogió aire, tras una pausa mínima.

–¿Crees que soy subdirector, aguantando el tipo desde hace tanto tiempo, con la esperanza de que un día ocupe tu trono, Laura?

–Hmm. Creo estar bastante segura de que, a pesar de lo ape-tecible del puesto, ese no es tu principal interés.

–¿Y cuál crees que es mi principal interés?

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–Creo que te importa mucho más que El Olivo sea una má-quina perfectamente engrasada, que funcione con la precisión de un reloj.

–Caliente, caliente. Y ahora, Laura, respóndeme con toda sinceridad. ¿Crees que Calero tendría ese mismo interés si fuese subdirector?

Laura tardó en responder.

–Todo es posible. No sé las cualidades directivas que posee. Probablemente, no de una forma tan clara como tú.

–¿Admites, al menos, la posibilidad de duda?

–En efecto, José Luis.

–Querida Laura, creo que va siendo hora de que te enteres bien de una historia de la que sólo conoces una parte.

–¿Una historia? ¿Qué dices?

–La historia de por qué yo soy tu subdirector, por qué me presenté a las elecciones y por qué puse todos los medios a mi alcance para alzarme con una victoria honesta.

–Es una historia bien conocida. No entiendo qué puedas añadir ahora que yo no sepa.

Valeiras cambió la postura. Se apoyó con los codos en la mesa y cerró los puños delante de su cara. Cerró los ojos recor-dando, y habló sin parar. Le contó a la directora cómo pertene-cía a una de las familias fundadoras del colegio, cómo vivió con intensidad el empeño de sus padres por sacar adelante aquel ab-surdo proyecto de poner en marcha un centro escolar, en una época en la que se encargaba de todo el muy centralista estado. Las luchas, las noches sin dormir, los agobios para afrontar los créditos, las reuniones en casa de sus padres con los otros pro-motores, y todo lo que hizo posible que El Olivo fuese lo que hoy era.

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Él mismo y sus hermanos fueron alumnos del colegio. Allí descubrió, de manos de excelentes profesionales, su vocación docente, su pasión por las Ciencias Exactas. Le animaron a es-tudiar la carrera con intención docente, y concretaron con acer-tados consejos su ilusión por pertenecer a ese claustro de emi-nencias al que tanto admiraba. Cómo lo fue consiguiendo todo, poco a poco.

Con su puesto de profesor tenía colmadas todas sus aspira-ciones. Todo su camino profesional lo había recorrido bajo la batuta de ella, a la que le debía casi todo cuanto era. Nunca deseó ser algo más de lo que ya era. ¿Por qué se presentó, en-tonces, a la elección de subdirector?

Un día, sin querer, le llegó el cuento de alguien de fiar que escuchó una conversación solapada de varios profesores, entre los que no se encontraba Calero, por cierto. Por lo que le advir-tieron, esa gente hablaba de tretas, planes de asalto, y disgusto con una dirección demasiado rígida y con mentalidad poco aperturista. Un camino próximo para lograrlo era accediendo a la subdirección y torpedearla desde las alturas. Entendió que el asunto pintaba feo. No estaba dispuesto a consentir esa tropelía con ella.

–Hablé con los viejos fundadores que quedaban vivos para pedirles consejo –prosiguió Valeiras, mirando ahora a los pape-les de la mesa–. Ellos lo vieron claro y me animaron a plantar cara a los ocultos conspiradores, presentándome a las eleccio-nes. Ellos lo moverían por detrás. También me indicaron que a ti no te dijese nada, salvo que no alcanzase el puesto. Ahora, ya es tiempo de que lo sepas.

José Luis, se arrellanó en la amplia butaca, bajo la atenta mirada de Elvira.

–No sabíamos qué candidatura iban a presentar, Laura. Cuál fue mi sorpresa, imagino que igual que la tuya, cuando apareció

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Calero como opción visible. Me caía bien ese profesor, tan di-plomático y con tanto don de gentes. Sin embargo, era él el ta-pado. Ellos lo movieron, lo auparon, lo apoyaron, lo defendie-ron. Calero estaba metido en el ajo, aunque no fuese más que un títere movido por otras manos. No sé hasta qué punto era cons-ciente de su misión derrocadora. Pero lo cierto es que allí estu-vo, luchando a cara de perro contra mi candidatura.

Valeiras miró directamente a los ojos de Jáudenes.

–Un día que nos quedamos solos en la sala de profesores me advirtió de que lo mejor era que renunciase, que a él le apo-yaba la vieja guardia, la más prestigiosa, y que yo no tendría opción alguna. Que no quería enemistarse conmigo por esa lu-cha. Yo le dije que no me apeaba y que ganase el mejor. El res-to ya lo conoces. Mi victoria supuso su caída en desgracia, se le retiraron los apoyos y tuvo que replegarse en las familias. ¿Sa-bías algo de esto, Laura?

–Te mentiría si te dijera que no. Yo también tengo mis paja-ritos y fui advertida de lo que se jugaba en esas elecciones. Cuando ganaste tú, respiré aliviada. Comprendo que para ti, Ca-lero sea siempre motivo de sospecha, de temor a un nuevo Idus de Marzo. Pero te olvidas de que yo soy la jefa. Que si tú tienes pajaritos, yo tengo un palomar entero… Son gente leal, no te preocupes. No conmigo, sino con el colegio y los valores que representa.

A Valeiras aquella información le sorprendió tan sólo un poco. Siempre intuyó que Elvira sabía mucho más de lo que aparentaba.

–Entonces, ¿por qué confías en Calero? ¿Por qué no eres suspicaz con él? –le preguntó con gesto extrañado, Valeiras.

–Verás, José Luis, en este negocio llevo muchos años como bien sabes. Yo creo que Jaime es una excelente baza mientras represente su papel de preferido de alumnos y familias. Yo lo

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recogí cuando todos le retiraron la confianza. Traté de quitarle hierro al asunto de la pérdida de las elecciones, y le animé a que aprovechase sus facultades de relaciones públicas para atender bien a la gente, para que se implicase en la ayuda personalizada de la gente. Y me lo ha agradecido toda la vida, una vez y otra.

Valeiras estaba desconcertado. No sabía si era Elvira o Ca-lero quien controlaba los hilos de sus relaciones. Laura prosi-guió su parte de la historia.

–Me enteré por terceros, una vez más, de que a Jaime no le interesaba dedicarse a la enseñanza, aguantando a críos el resto de sus días. Que intimaba con las familias para hacerse un hue-co en algún puesto de mayor relevancia social… Ya sabes a qué me refiero. Lo seguí de cerca, y comprobé que, efectivamente, podría ser cierto el chisme. Pero también advertí que, para lo-grar su propósito, Jaime echaba el resto con la gente. Y eso be-neficiaba al colegio. ¿Lo entiendes?

Valeiras afirmó, aunque sin ceder.

–Laura, ¿no te parece muy peligroso ese juego?

–No si lo tengo bajo control, José Luis. Comprendí al ins-tante lo que había ocurrido con los Cortés. La propia mujer de Pepe no paraba de cantarme las excelencias de Jaime, su amis-tad con ellos, el consejo que le pedía su marido a Calero, lo ati-nado de sus propuestas. Pensé que, por fin, lo estaba consi-guiendo. Me alegré por él. Pero tuvo mala suerte. Se descuidó en mal momento y el desconfiado padre se amoscó. Le retiró la confianza y todo por la borda.

–¿Te alegraste por él, has dicho? –preguntó, sorprendido, José Luis.

–¡Claro que sí! ¿No te das cuenta de que su empeño se diri-ge hacia allí? No puedo desearle que acabe dando clases, amar-gado, incapaz de haber conseguido su objetivo. El día que lo lo-

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gre y se vaya ganaremos un poco y perderemos otro tanto. ¿Lo entiendes?

–Pero, Laura, eso es puro teatro. Es tener a un tío disimu-lando todo el día. ¿Ese es el beneficio del que me hablas? No se puede ser buen profesor así…

–Él lo está siendo. De momento. Con otra finalidad, si quie-res, pero Calero trabaja como el que más y tan bien como todos esos profesores que me has citado antes. ¿Que sus propósitos son otros? ¡Bueno! Ya los conocemos. Mientras siga haciendo bien su trabajo, y se siga excediendo, no tenemos derecho a qui-tarle la ilusión.

–Es que… No soy capaz de entender a una persona así…

–Porque tienes la enorme suerte de trabajar en aquello que te gusta y que te apasiona. ¿No eres capaz de entender que hoy hay demasiada gente que trabaja en donde puede, que tiene que subsistir donde sea, mientras no alcance aquello que le gustaría? Primum vivere…, José Luis.

–Soy perfectamente capaz de entenderlo. Pero tienes que comprender que, sin la información que me has dado, no era como para estar mosqueado… Ahora bien, si tiene el placet de la comandante en jefe, no tengo nada que decir. A pesar de que me parezca excesiva tu generosidad con uno que quiso ser trai-dor.

–Ponte en su piel y dime si no te gustaría que te tratasen así.

Valeiras no tuvo nada que objetar. Seguía sin parecerle del todo bien el proceder de la directora.

–Entonces, señora directora, supongo que me podrás expli-car también lo del sindicato.

–Aún no tengo respuestas para eso. Pero mucho me temo que ya lo hayamos resuelto con lo que sabemos. Jaime cree que

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tú vas a ir a por él, y aún no ha conseguido su propósito de sal-tar hacia la fama. Está buscando ganar tiempo. Si sale elegido, será intocable durante unos cuantos años más…

–¡Ya!… Dime, Laura, ¿y si no consigue su propósito de ob-tener ese puesto? ¿Lo vamos a tener toda la vida haciendo tea-tro?

–Toda nuestra profesión se basa en el teatro, ¿no crees? ¿Qué hace un profesor para captar la atención de los chicos? ¿Cómo se mantiene la disciplina en una clase? ¿Cómo ilusio-namos a la gente? ¿Nos enfadamos realmente cuando echamos una bronca a un alumno o a un grupo?

–Eso son recursos, Laura, lo sabes bien. Sólo medios para conseguir un objetivo mayor. No equivalen a la falsedad.

–Pero son medios efectivos, José Luis. Nos ayudan en nues-tro propósito. La finalidad de Jaime está más allá de educar, pe-ro para lograrlo es imprescindible que pase por esa etapa. No lo logrará si no es un excelente educador, una persona en la que las familias confíen por la fuerza y la evidencia de los hechos.

Valeiras guardó silencio unos instantes.

–¿Crees que lo conseguirá algún día? –preguntó, deseándo-lo, sobre todo para perderlo de vista de una vez.

–Espero que sí. Me he dado este curso de plazo. Si no lo lo-gra, yo misma me moveré para buscarle un sitio.

–¿Y eso? ¿No te pasas de la raya?

–En absoluto. Será puro y simple agradecimiento.

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CAPÍTULO 22

I Lucas escuchó cómo entraba el motor en el jardín de la ca-

sa. Era el coche grande de sus padres. La abuela, a la que habían recogido en el club social de Nigrán, venía con ellos. Eran las ocho en punto de la tarde. Y la lluvia en ese momento estaba dando un respiro. Vaya usted a saber por qué.

Volvió a mirarse en el espejo y pensó en las patatillas. Le salió la cara pero muy forzada. ¡Menuda chorrada! Saldré con la cara que tenga, sin hacer teatro –se propuso. Escuchó la entrada de sus padres en la casa. Los saludos a Rosina. Y cómo pasaban al salón. A la zona de los sofás y butacones con orejeras. Re-chazaron la invitación de la abuela a tomar o beber algo. Escu-chó los pasos de Romina que se acercaban al pie de la escalera y escuchó su nombre. Ni muy alto, ni muy bajo. Normal. Todo el mundo sabía que estaba esperando a ser requerido.

Lucas salió de la habitación con un paso que quiso aparen-tar firme. Bajó las escaleras rápido, aunque deseaba ir más len-to. ¡A ver, tío, deja de fingir! –se exigió antes de llegar al re-llano. Luego prosiguió el descenso de manera más pausada, más suave, como queriendo no ser advertido. Llegó a la puerta del salón y entró. Sus padres lo miraban en silencio. A su madre le temblaba ligeramente el labio inferior. Había llorado sus penas en la ausencia. Lo supo al ver sus ojos. Su padre mantenía un rostro severo, inmutable, sin expresar nada más. La abuela, lo observaba con confianza.

Se puso en frente de ellos. El silencio era demasiado denso. Quiso comenzar a hablar y no pudo. Pero no lloró. Se había contenido. Y tenía muy claro todo lo que tenía que decir. Cogió aire con fuerza. Aun así, al arrancar su discurso, le bailaba en la voz un vaivén emotivo. Una desgracia de voz para quien podría pasar por locutor de radio.

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–Abuela, ¿me dejas a solas con papá y mamá? –le preguntó sin mirarla.

Romina sabía que eso iba a ocurrir. Al menos lo había in-tentado. Le hubiese gustado escuchar de viva voz la conversa-ción. Pero no tenía derecho a permanecer allí. Se levantó con pausa, y, al pasar por detrás de Lucas, le dio unas palmaditas en el hombro. A él le dio tiempo para coger su mano y besársela. La abuela estuvo a punto de caramelo. Pero también se contuvo. Cerró la puerta.

II Antón regresó de su paseo vespertino por campos, playas y

carreteras en compañía de Joker. Al entrar en la cocina, vio el sobre de Lucas. Consultó su reloj de muñeca y rasgó el sobre. Se sentó en el salón, en su butaca de orejeras, para leer las pala-bras de Lucas:

“Estoy desolado. Y, sin embargo, contento. Mi cabeza y co-razón han explotado en cien ocasiones con el dolor sincero, verdadero, de mal hijo que ha hecho sufrir a sus padres. Pero, al mismo tiempo, doy gracias por lo que ha sucedido”.

III Le estaba costando Dios y ayuda el discursito. Todavía le

bailaba la voz pero había arrancado ya, y él sabía que iba a ga-nar en confianza poco a poco, hasta recuperar su espléndida voz de graves diversos. A pesar de que las palabras salían en perfec-to orden desde su memoria, no eran de compromiso. Eran las más sinceras que encontró.

Elvira y Alberto escuchaban con suma tensión, aunque ex-trañados por la expresión adversativa. El “y, sin embargo, con-tento” les sorprendía sobremanera. No se lo esperaban. Ambos

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lo advirtieron a la vez y ambos comprendieron que lo había ad-vertido la otra parte contratante.

IV “Soy vuestro hijo y me siento orgulloso de serlo. A vosotros

os debo la existencia; a vosotros, una vida acomodada; a voso-tros, una familia donde he crecido rodeado del cariño, de las atenciones y de las preocupaciones de dos personas que lo han dado todo por mí. Sólo por esto, debería mil veces daros infini-tas gracias, como infinito es el paso que me concedisteis de la no existencia a la vida. Mil infinitas gracias por todo el amor paterno y materno, tan mal correspondido por unos deberes fi-liales tan pobremente ejercidos. Mil infinitas gracias, también, por haberme insertado en la familia de los hombres, ocupando una posición de privilegio en la sociedad en la que vivo”.

Antón apreció el estilo directo del chaval escribiendo, aun-que le pareció literario en exceso.

V Alberto y Elvira escuchaban reflexivamente, en silencio, las

palabras de su hijo. Ella había esperado una explosión senti-mental de lloros, arrepentimientos, abrazos y besos. Y lo que estaba escuchando, a pesar de no parecerse en nada a lo que imaginó, le agradaba. Quizá por la sinceridad con la que habla-ba Lucas, o por la hermosura de sus palabras, nunca antes escu-chadas.

Alberto, como era más cerebral, se encontraba más cómodo con el discurso, aunque le parecía demasiado poético, como si lo hubiese copiado de algún libro. No obstante, tuvo la seguri-dad de que Lucas hablaba con el corazón en la mano. Salvo que fuese un esquizofrénico o un excelente actor, claro. Pero ningu-na de las dos opciones le encajaban, dadas las circunstancias.

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VI “Os debo –proseguían las letras de Lucas– incluso lo que no

es mérito de nadie: vuestra inteligencia sobresaliente ha recaí-do en mí por arte de la genética de mil generaciones. Y creo que os sentiríais todavía más orgullosos de mí si en esto os su-perase. Es tal la grandeza de los padres, que se alegran con que sus hijos sean mejores que ellos mismos; incomprensible misterio para una persona que no entienda lo que es el amor.

Y, con la inteligencia, la educación. El valor de las cosas grandes y pequeñas, el respeto a las costumbres y a la tradición familiar; una forma de ser concreta dentro del amplísimo elen-co de posibilidades que ofrece la existencia humana; una vida tan distinta a las mil vidas del resto de los hombres, y tan privi-legiada que me situó en el escasísimo tanto por cien de la élite de los hombres, que disfrutan de una vida resuelta en lo mate-rial, sobreabundante en lo afectivo, y en la excelencia de lo in-telectual. ¿Qué más puede desear un hombre? ¿Si hubiesen po-dido elegir quiénes habían de ser, no es cierto que casi todos los hombres hubiesen elegido sin pestañear ser un “yo”, ser un Lucas Sendón Gutiérrez?”

Antón se imaginó la escena, con un Lucas interpretando su papel de orador, gesticulando mínimamente, pero lo suficiente como para añadir expresividad a sus palabras. Prosiguió la lec-tura.

“¿He sabido estar a la altura de la vida que me habéis da-do? No. Es evidente. Estoy desolado por las aberraciones acu-muladas, y, sin embargo, contento. Mil veces que os pidiera perdón no resolvería la proporción de la injusticia que he co-metido con vosotros. Y no hablo sólo de los últimos y detesta-bles actos con los que salí de mi casa, rechazando un hogar y una familia nunca valorados en su justa medida. Me refiero a

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un largo periodo de tiempo, de muchos años, en los que he que-rido vivir al margen de vosotros, en los que no me he encontra-do a gusto en mi propia casa, en los que he renegado de mi fa-milia.

Con un espíritu crítico voraz, os he puesto en tela de juicio, os he criticado en mis pensamientos, sólo he querido ver vues-tros defectos y me he rechazado a mí mismo por lo mucho en común que tenía con vosotros. Por ser, en definitiva, hijo vues-tro. Hasta allí llegó mi idiotez de persona autosuficiente, deseo-sa de ser distinta de todo lo que había heredado, ansiando ser mucho mejor que vosotros, y acabando por ser un monstruo aislado, desarraigado, soberbio y amargado, viviendo en las ti-nieblas del malestar y del odio.

Sí. Yo he odiado cuanto en mi vida me recordaba a voso-tros, cada vez que en el espejo de mi pensamiento advertía que tal actitud o cual proceder tenían su origen en mi padre o en mi madre. Por eso mismo, debería ser desterrado de esta familia, expulsado de su matriz, arrancado como mala hierba de la huerta.”

VII

Elvira ya no se pudo contener más. La dureza de las pala-bras de su hijo, a la par que la contundencia de su argumenta-ción, la estaban destrozando. ¿Cómo contener ese impulso ma-ternal, ese resorte de la naturaleza más instintiva, de saltar sobre su hijo, de cubrirlo de besos, de explicarle que le daba todo lo mismo, que lo perdonaba, que era su hijo al que querría por mu-chas veces que la matase a dolores? Las lágrimas de unos ojos que gritaban el amor de madre, que perdonaban lo que fuese, que expulsaban del interior de su alma tanta congoja acumula-da, que pensaban ya que su hijo, su queridísimo Lucas, estaba exagerando, que no había nada que no fuese capaz de perdonar

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su corazón de mujer, volcaban su emoción al alma de Elvira.

Fue una lluvia silenciosa, apenas advertida gracias a la pe-numbra en que se encontraba, pero respirada por Lucas desde sus primeros regueros.

Alberto estaba oyendo verdades que desearía no haber es-cuchado nunca de labios de su propio hijo. En él se acentuó el sentido de culpa por haber hecho –bien es cierto que involunta-riamente– que su hijo hubiese llegado a sentirse así en su propia casa, con su propia familia. Ya no miraba a Lucas, sino al suelo, con la mirada perdida pero sin perderse una sola palabra de su hijo.

VIII –¡Uff! –suspiró Antón por la violenta sinceridad de Lucas.

Así que ¿hasta ahí llegaba su resquemor con los padres? Antón pensó que no lo debían estar pasando bien en la casa de Romi-na. Continuó leyendo, con el pesar de la congoja.

“Y, sin embargo, estoy contento. He tenido que explotar pa-ra advertir todo lo que os he dicho. He tenido que hacer el sal-vaje, insultaros, destrozar la habitación que me pusisteis a mi gusto, escaparme de una casa donde me sentía un extraño, in-capaz de poder ser un yo mucho mejor que vosotros, para dar-me cuenta de que todo es mentira.

He aprendido muchas cosas en estos días por la vía de la ausencia. Algunas tan sencillas como añorar la presencia si-lenciosa de mis padres. Silenciosa, sí, pero presencia. He año-rado la seguridad de un padre que, un día, me enseñó a montar en bicicleta y que me sostuvo hasta que me fui solo. He deseado volver a seguir el rastro de un andar familiar, el de mi madre, que siempre se movía inquieta preocupándose por las tareas de la casa. He ansiado volver a escuchar los susurros de unos pa-dres que hablaban de mí, aunque en su momento me pareciesen

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insoportables. He echado en falta precisamente todo aquello de lo que había renegado…

Por eso estoy contento. Porque he adquirido conciencia de quién soy. Porque ahora sé cómo debo ser. Porque he com-prendido que sin mi familia, mi vida no tiene sentido. Porque he aprendido a distinguir lo que son los defectos y los errores de mis padres con lo que ellos son realmente. Porque he compren-dido que mis defectos y errores, aun siendo míos, no muestran mi verdadero ser. Que hablan más de mí y de vosotros nuestras virtudes y cosas buenas, y que esas son las que nos hacen de verdad personas. Y que los defectos que tenemos sólo indican nuestro afán de lucha por mostrar nuestro verdadero rostro. Porque he comprendido que la perfección no existe en este mundo, y que moriré con muchos defectos, aunque oponga toda mi fuerza de voluntad a su imperio. ¡Qué ingenuo he sido! Has-ta en eso se advierte lo poco que merezco, a pesar de la alta consideración en que siempre me he tenido.

Sí. Y, a pesar de todo, estoy contento. Creo que necesitaba estallar para razonar y rehacerme; explotar para rechazar los pedazos extraños a mi vida y renacer con lo mejor que tengo, que es todo lo que me habéis dado. Ha sido una bajada a los in-fiernos para purificarme, para olvidar una etapa, para comen-zar una nueva vida. Entiendo que no soy merecedor de vuestro perdón. Pero una sola cosa me anima la esperanza de pedíroslo una vez más y la de volver a ser aceptado por vosotros como hi-jo: el amor. Lo he aprendido en esta casa, gracias a la abuela, a Romina, a Antón y a vosotros mismos.”

Antón tuvo que sacar su pañuelo de mil usos para sonarse la emoción que lo estaba turbando.

IX Lucas estaba terminando sus palabras. Sólo necesitaba un

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impulso más para concluir y dar paso a los gestos.

–Es el amor, el cariño que nos tenemos, esa fuerza que nos puede volver a unir, a pesar de los añicos en que he convertido mi vida. Y confío en ella porque he comprendido que siem-pre… eh… siempre la hemos tenido…

No pudo acabar. Ahora sí. La explosión. Elvira, manando a chorros, se levantó presurosa y agarró a su hijo en un abrazo, evitando que se desplomase por el esfuerzo y la emoción, mien-tras se tapaba la cara con las manos. Alberto apuntaló el conjun-to.

Hablaron mucho más aquella tarde, aquella noche y hasta bien entrada aquella madrugada. Todos se sinceraron. Todos es-tuvieron de acuerdo en que tenían que cambiar, y en quitar im-portancias. Había hablado de manera muy hermosa, como lo es la verdad, pero sus padres insistían en que se había juzgado con dureza excesiva. Ellos habían llegado a conclusiones parecidas en sus conversaciones de salón en la casa de Plaza de España.

Y, cuando se fueron a dormir, Lucas abrazó, una vez más a sus padres. Cuando lo hizo con su madre, recordó un sueño tan-tas veces repetido –de esos que no quiso comentarle a la abue-la– y reconoció al fin a qué mujer pertenecía ese aroma de per-fume floral, ese cuello que abrazaba tan fuerte en su sueño y a cuya propietaria no conseguía identificar. Ese perfume estaba allí, en el cuello y en la espalda de Elvira. Se dio cuenta enton-ces Lucas, de que llevaba muchos años sin estar en los brazos de su madre, y que en su sueño él era un niño. Un bebé. Nunca había caído en ello. Y la abrazó más fuerte, y ella se dejó que-rer. Y en esa fuerza, Elvira comprendió que su niño Luc había muerto, y que abrazaba al nuevo hombre Lucas.

Romina, en cuanto había salido del salón, había usado una técnica vieja. Llevaba años sin ponerla en práctica pero la oca-sión la pintaban calva y bajo ningún concepto estaba dispuesta a

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perdérselo. Antes de irse al club social, había girado la maneci-lla oculta del ropero que lindaba con el salón. La maniobra de-jaba al descubierto una rejilla más que amplia para seguir las conversaciones, que en el salón quedaba oculta por uno de los cuadros de la pared.

Rosina quiso enterarse también de la fiesta, y la abuela de Lucas se lo permitió. Acabaron ambas llorando como Magdale-nas, también abrazadas y sudando por lo estrecho del cuartucho. En los momentos de los abrazos finales, dieron por bien com-pletada la historia, y salieron con cuidado hacia el despacho de Romina donde disimularon una excitante lectura. Al salir del sa-lón, se hicieron las encontradizas y protestaron mucho por la hora que era. Lucas encontró los ojos de su abuela hablando con los de su hija, y comprendió que no se había perdido detalle.

Al apagar las luces, Lucas y la abuela escucharon sonrisas en la habitación de Alberto y Elvira. Lucas tuvo que superar el recelo inicial al que estaba acostumbrado. La abuela suspiró:

–¡Al fin, menos mal! Mira tú por dónde, ya hacía tiempo que no se oían risas en esta casa. ¡Y ya iba siendo hora!

X El sábado 12 amaneció con las mismas intenciones aviesas

que el día anterior. En Vigo, el sábado era distinto, con el opti-mismo de un fin de semana por delante, en el que podrían lle-varse a cabo tantos planes como se añorarían el espeso domingo por la tarde-noche. Es la vida. El lunes todo el mundo pondría la mala sangre en el claxon del coche, juramentos en idiomas va-riados, gestos de italianos y legañas en los ojos. Pero eso sería el lunes. Hoy tocaba hacer planes. La mitad de los que habían ideado los vigueses se fueron al garete al comprobar la persis-tencia del goteo incesante de las nubes. Cada uno se acomodó como pudo y pensó en no amargarse demasiado la vida por una

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tontería como esa del tiempo.

Berto no jugaba esa semana. Menos mal, porque tenía las mismas ganas de jugar al fútbol que de iniciar clases de solfeo de música pakistaní, se dijo a sí mismo. Con lo bien que se es-taba en el calorcillo de la cama. Pero claro, en casa de los Lavi-lla, pretender levantarse tarde era como que te tocase la lotería.

La buena de Clara solía madrugar y le fastidiaba el gusto de practicar la hibernación y, como la ducha estaba pared con pa-red junto a su cuarto, en cuanto inició el chorreo, a Berto le die-ron ganas de cortar el agua. Ya lo hizo una vez, pero la escanda-lera que montó su hermana, y el follón de toda la familia viendo qué ocurría, le quitaban las ganas de tan mal remedio. A Clara, le dio por el canturreo bajito, muy caritativo con todos los de la casa, salvo con el vecino Berto, al que le llegaba con total niti-dez la musiquilla fraterna. ¡Mecagonlaleche, la tía esta del cara-llo!, gruñó, y empezó a aporrear la pared para ver si cogía la in-directa la hermana. Se calló un momento, pero insistió, ahora con suaves silbidos. Berto se levantó hecho una furia y, dicién-dose animaladas, llegó a la puerta del baño, y le metió cuatro palmadas de furia, ¡blam, blam, blam y blam! mientras le grita-ba:

–¡¡Pero deja de armar ruido, so pedorra!!

Clara se calló al instante, y cuando Berto se giró para volver a su habitación, se encontró con sus padres en el pasillo, con ca-ras de pocos amigos, y vestimentas fantasmales.

–¿Pero que follón es este? –preguntó irritada Blanca.

–¡Dile a la colgada esa que baje el volumen, que no hay quién coño duerma! ¡Jodé con la tía de los huevos, todos los pu-tos sábados igual!

Su madre avanzó con cara de cansancio, aparentemente pa-ra advertir a Clara, pero al llegar a la altura de Berto, le soltó un

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soplamocos la mar de sonoro.

–¡Te he dicho mil veces que hables bien, so desgraciado! ¿Tú crees que puedes decir tantas animaladas juntas, cuatro ta-cazos de cada tres palabras, animal de bellota?

Berto sólo dijo un ¡Ostras, qué leche, qué leche madao! Y se volvió a la habitación picado por el bofetón. Se metió con violencia en la cama, mientras su hermana se movía en silencio.

–¡Clara! –escuchó que le gritaba su madre a la hermana–, ¡deja dormir a tu hermano! ¿Cuántas veces te lo tengo que repe-tir?

Clara salió del baño, con una toalla anudada en la cabeza, y pidiendo mil perdones. Total, ya estaba despierta toda la casa. ¡Qué mas da! –se dijo Ángel, antes de emitir un bostezo de campeonato. En el desayuno siguió la discusión del problema de los ruidos. Berto, molesto por haber recibido, le echó en cara a su hermana todo tipo de sapos y culebras. Ella se reía.

Al terminar el desayuno, la madre anunció el plan del sába-do por la mañana. Todo el mundo al supermercado a por mate-rial para dos semanas. ¡Lo que faltaba! –se dijo Berto. Primero no dejan dormir y ahora a hacer de chacha. Lanzó una pregunta envenenada.

–¿Y después del maravilloso plan, qué nos vas a montar, mamuchi, una sesión especial de limpieza de cristales o de fre-goteo de techos?

–¿A qué viene esa ironía, majo? –le preguntó con enfado su padre, ante los gestos de desesperación de Blanca.

–No, por nada. Porque si no se os ocurren ideas para joder-me el sábado os puedo dar unas cuantas.

A Clara le volvió a dar la risa tonta. Su padre se puso hecho un energúmeno, gritando y gesticulando mucho, tirando el café

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y la tostada con mantequilla, mientras Blanca dudaba entre irse a vivir debajo de un puente o mandarlos a todos al cuerno y me-terse a monja. Tras arreglar el estropicio paterno sobre manteles y suelos, obligaron a Berto al fregoteo del desayuno mientras se acicalaban las mujeres, como si ir a Alcampo fuese lo mismo que ir a una fiesta de gala. El padre se desesperaba por la tar-danza.

–¿Vamos a ir hoy o lo dejamos para mañana? –comentó a las mujeres encerradas en el gineceo.

–No, si ya te digo que las tías son de lo peor… –le comentó Berto a su padre, en plan de colegueo. Ángel no estaba para humores.

–¡Como vuelvas a llamar tía a tu madre, te meto un casta-ñazo que se te pasa la tontería de golpe! ¿Te enteras, payaso?

En ese momento salían las mujeres con mucha compostura. Blanca puso paz.

–¿Pero ya estáis otra vez igual? Es que no se os puede dejar solos. Anda, vamos.

Bajaron al garaje y allí se montó otra discusión. Ángel que-ría ir en la furgoneta rotulada del taller y las mujeres dijeron que nones. Y Ángel que así cabían mejor las compras, y ellas que el fontanero era él y que no fuese guarro, que estaba la furgoneta llena de mierda. Y él, que no había cogido las llaves del coche grande; y ellas, que si le decían dónde estaba el ascensor. Y Berto, en medio del rifirrafe, partiéndose el costillar pero po-niendo expresión de marroquí, de mi no entender.

Jurando en vaya usted a saber qué idioma, Ángel Lavilla subió al piso a por las llaves del coche de los viajes, mientras Berto se preguntaba cómo se las arreglarían las tías para que to-dos hiciesen lo que ellas querían. Al final, apareció el chofer, que tuvo tiempo en el ascensor para quitarse el enfado y vino

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con bríos de ironía.

–¿A dónde quieren ir las señoras? ¿Al Rincón del Gourmet o al Harrods?

–¿Qué tal a esos grandes almacenes de lujo a donde nos acostumbra a llevar el señor, no vaya a ser que un día se gaste un euro de más y haya que hacerle ocho by-pass? –le respondió Blanca, con tan mala cara que ninguno de los dos hijos se atre-vió a reír, a pesar de las ganas que tenían. Ángel entró en el se-dán y arrancó el coche. Abrió las puertas y se montaron todos.

A Berto le sonó el pitido de un nuevo mensaje. Abrió el móvil y vio que era de Andrea, solicitándolo para una tarde de mutuo conocimiento. Le respondió de inmediato con un of course, tía. El resto del trayecto lo hizo en silencio, a pesar de los comentarios ruidosos del resto de la familia. Escuchó una voz en su conciencia: ¡Eh, Berto! ¡Despierta! ¡Estás volviendo a ir como los cangrejos, de culo! ¡No estás siguiendo las marcas! Bueeeno, vaaaale –se autorrespondió ante la sorpresa de todos.

XI Silvia habló con Félix y Marisa para quedar juntos en el

centro comercial de Gran Vía, donde las chicas querían hacer unas compras y, cuando llegase Félix, podrían comer en uno de los variados chiringuitos de picoteo con que cuenta el lugar. Después, a coger el ATSA, y a casa de Lucanor a preparar un nuevo show.

Marisa, a la que habían traído sus padres a Vigo por hacer también otras compras, se encontró con Silvia en el acceso de las escaleras mecánicas. Tras los saludos, iniciaron el descenso mientras se quitaban chubasqueros empapados y sacudían mo-lestos paraguas en recinto cerrado. En la segunda planta pasea-

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ron por los escaparates de modas variadas, y al final se decidie-ron por uno. Silvia buscaba un jersey y unos vaqueros y Marisa una bufanda a juego con todas las prendas que tenía de invierno. Las atendió un dependiente la mar de simpático, acostumbrado a tratar con todo tipo de pelajes jóvenes.

–¡Hola chicas! ¿En qué os puedo ayudar? –les preguntó so-lícito.

–Primero déjanos ver y luego ya veremos si te necesitamos –le respondió, brusca, Marisa. Silvia se extrañó por el tono.

–¿Qué te pasa, mujer? ¿Te ha hecho algo el chaval? –le preguntó en un susurro.

–¡Ese es mal bicho, Silvy! No te fíes de él ni le hagas con-cesión alguna.

–¿Y eso?

–Eso es que hace un par de semanas vine con mi prima a probarse unos pantalones y el muy cerdo, con aquello de te queda un poco ajustado en el culete, te subo un poco el dobladi-llo y no sé qué más, le metió una sobada que me río yo del per-dón. Mira, si mi prima es medio lela o si le gusta que la toque-teen es su problema, pero conmigo la lleva clara.

–Pero mujer, si te vas a comprar una bufanda. ¿Qué te va a toquetear?

–A mí nada, pero a ti con los vaqueros, ya te contaré…

Efectivamente, apareció muy interesado el tocón cuando sa-lió Silvia del probador con unos vaqueros lavados.

–Déjame verte, guapa, a ver, gírate. ¿Te aprietan o te los notas justos?

–Yo creo que me van bien… –respondió Silvia, un poco azorada.

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–Espera, guapa, déjame que te diga –y se dirigió rápida-mente hacia ella, con las manos por delante. Pero se cruzó Ma-risa y le dio el alto ahí, majo. No hay que tocar nada, ¿sabes? Que le quedan muy bien.

–¡Ah, claro, claro! Lo importante es que estés cómoda con ellos –respondió el lanzado dependiente.

–Te quedan guay, chica, ¿a que sí? –le preguntó Marisa a Silvia, guiñándole un ojo.

–Pues no sé. Creo que me van un poco justos, –dijo, mien-tras se palpaba las costuras y nalgas.

–Ten en cuenta, que al lavar siempre encoge un poco el al-godón, así que si no estás segura te traigo otra talla –le dijo el chaval tras la barrera de Marisa.

–Sí. Yo creo que sí.

Al final se llevó los de una talla mayor. El jersey no lo en-contró. Marisa volvió loco al dependiente con un no tendrás una con un poco más de verde, no, no tanto, o si no, un poco más de rojo, ¿esta?, uff, yo creo que es mucho, y una de marca quizás, ¿pero es que no tienes más bufandas?

–Mira, guapa, te he sacado doce modelos distintos de bu-fandas. Y no. No tengo más. Creo que lo que quieres es una que te pegue con todo, y eso es absurdo, ¿me entiendes?

–A lo mejor te entiendo o a lo mejor no. Eso no es tu pro-blema. Tu problema es que me busques una bufanda como la que yo quiero y, si no la tenéis, me voy al comercio de al lado y punto pelota, ¿me entiendes tú? –le soltó Marisa con una borde-ría que a Silvia le parecía excesiva.

–Oye, maja, si lo que quieres es tomarme el pelo, te estás pasando de lista, ¿sabes? Las bufandas que tenemos son las que hay. Si te gustan, bien. Y si no, ajo y agua, guapa –le respon-

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dió, cansado e irritado el mozo.

La respuesta le pareció intolerable a Marisa que, si no la di-suade Silvia, le monta una catástrofe de gritos, le pide el libro de reclamaciones, y le canta las cuarenta sin cartas y todo.

–Pero, mujer, tranquila –le dijo Silvia ya fuera del comer-cio.

–¡Anda y que le den al soplagaitas ese! ¡Capullo impresen-table!

–Venga, déjalo. Vamos a seguir viendo.

No lo consiguieron. En la cuarta tienda en la que entraron, una chica un poco cínica de más le dijo que no se iba a arruinar si se compraba dos bufandas, ya que tenía tanta ropa y tan va-riada. Si tuviera menos ropa, como el resto de la gente, seguro que encontraba una adecuada. A Marisa la tuvo que sacar otra vez Silvia, antes de que se disparase.

–Tienes que comprenderlos, chica. Quieres una bufanda que combine con cinco colores distintos. No es fácil.

–Yo, querida Silvia, comprenderé lo que haga falta, pero la pelandusca fracasada esa que no me largue ningún sermón so-ciológico de la ropa porque esa no es manera de atender a la gente.

A Silvia se le iba agotando la paciencia.

–¿Pero, se puede saber qué te pasa, tía? –le preguntó ya en-fadada.

–¿Que qué me pasa? –repitió irritada y a gritos.

Y se calló. Se sentó, muy despacio, en un banco del pasillo y se tapó la cara con las manos, casi llorando.

–¡Me pasa que soy imbécil, tía! Que me he enamorado de un payaso, de un alcohólico perdido, de un enfermo crónico, sin

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fuerza de voluntad, sin palabra y sin dos dedos de frente. ¡Y que me está poniendo de los nervios!

–¿De Félix?

–¡No, de tu padre, tontaina! ¡Pues claro que de Félix!

Silvia comprendió su sufrimiento porque era tarea en la que llevaba tiempo empeñada.

–¿Qué ha hecho esta vez? –le preguntó Silvia, sentándose a su lado.

–Me llamó al móvil esta madrugada, tía. Eras las dos y me-dia, ¿me oyes, Silvia? ¡Las dos y media! ¡Borracho como una cuba! Y me empezó a decir ordinarieces, obscenidades, bestia-lidades… Unas cosas que si las oyeses te harían vomitar aquí mismo, Silvia. ¡Qué horror! Me puse dura con él pero, claro, con la melopea que llevaba encima, hasta le hizo gracia…

Silvia la abrazó y le tapó la boca, mientras Marisa solloza-ba. Eran las doce y media de la mañana. Tenían que salir de ese pasillo, donde llamaban excesivamente la atención, y se metie-ron en un bar que tenía una zona reservada donde no había na-die. Silvia pidió un par de refrescos, y se dispuso a hablar con su amiga para ver cómo afrontaban ese problema. Al menos, an-tes de que apareciese el pobre de Félix y Marisa le montara un concierto del quince y lo amenazara con el libro de reclamacio-nes.

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CAPÍTULO 23

I Félix se levantó con un resacón tremebundo, medio marea-

do, con la boca ácida por el maltrato estomacal. Estaba molido. Apenas recordaba qué había pasado la noche anterior, salvo la evidencia de que se había dejado llevar otra vez por el cubateo salvaje, por los deseos de furia y desquite, tras los esfuerzos de los exámenes. Poco a poco iba volviendo a la realidad. Miró el reloj y comprobó que eran ya las once y media de la mañana. Cerró los ojos para ver si conseguía mitigar el dolor.

Estando en esa posición, le vinieron a la memoria poco a poco los recuerdos de la noche loca. Había salido solo, pensan-do que malo sería que no se encontrase con nadie conocido. Y fue bastante malo, porque aquellos conocidos con los que se cruzó no eran santos de su devoción, así que se organizó un re-corrido rápido por sus antros de perdición preferidos, pidiendo una copa en cada uno de ellos, y practicando el perdón con un descaro que ahora le resultaba vergonzoso y obsceno.

¿Cuánto bebió? No lo recordaba. Seis, siete… Ni idea. Al menos echó una vez la pota, aunque creía que antes de llegar a su casa, tambaleante y helado de frío, con sudores febriles, ha-bía dejado algún que otro pastelito por la acera. Recordó, final-mente, que también se había sentido muy solo, muy abandona-do, muy tirado. Y que, en algún momento de la noche, en uno de aquellos momentos de euforia alcohólica, alguien le había llamado, y le había contado todas las hazañas logradas en la no-che, inventando mucho y exagerando más… ¿Le habían llama-do o había llamado él? Ya no lo recordaba, pero qué más daba. El otro se daría cuenta de que estaba pedo perdido y se habría reído a su costa… ¡Bah! ¡Que le den!

Siguió un rato más con los ojos cerrados, intentando sopor-tar los mazazos en la nuca. De repente, tuvo un escalofrío. ¿Quién le habría llamado? Se medio incorporó como pudo, en-

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tre ayes, y se arrastró hasta la cómoda donde debería estar el móvil. Lo encontró tirado en la alfombra, junto al revoltijo irre-conocible de sus pantalones, y tras tropezar con una zapatilla. Abriendo un ojo para no deslumbrarse por la potente luminaria de la pantalla del aparato, se fue al menú de llamadas recibidas. La última era de su madre, de hacía dos días. Con nuevos sudo-res, logró acertar con las teclas para llegar al menú de llamadas realizadas. ¡Joder, joder, jodeeeeeeeer, qué cagadaaaaaa! –se gritó a sí mismo. Y, cuando observó la hora de la llamada, le dio el bajón total.

Se levantó y comprobó que se había acostado en calzonci-llos. Se puso el pijama para salir de la habitación, camino del baño donde estaba el botiquín a donde fue a por toda una caja de analgésicos. Se tomó dos pastillas granates con forma de mi-sil, con un poco de agua. Se aseó de mala manera, medio dor-mido, medio atontado. Se obligó a una ducha fría, gélida, en parte como remedio, en parte como castigo por anormal. Estaba un poco más despejado pero las pastillas aún no habían comen-zado su acción. Félix era un cúmulo de torpezas y desvaríos, tropezando con mucho, tirando casi todo, y quejándose por to-do. Al salir, su madre lo esperaba en el pasillo.

–¿Cómo estás, Félix? –le preguntó con ojos de pena. Él aparentó normalidad, y respondió con un bien, bien. Se le tra-baba la lengua, empastada y sin reflejos. Con todo, fue capaz de explicarle a su madre que tenía plan con las chicas y tarde con Lucas. La madre medio sonrió y le dijo que fuese a la cocina a desayunar.

Félix recogió malamente su habitación, hizo la cama a la francesa, sin muchos escrúpulos, y la camisa, cazadora, ropa in-terior y pantalones los hizo una bola para mandarlos a la lava-dora. En la cocina le esperaba su madre que le preparaba el desayuno.

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–¿Qué tal ayer, Félix? ¿Lo pasasteis bien? –le preguntó Gloria con la mirada perdida.

–Sí, muy bien. Buen rollo. Y hoy, a disfrutar del fin de se-mana, con buena gente y a hacer otra obrita que…

–¿Cuánto bebiste, Félix? –le cortó, con mala cara, su madre.

–Nada, mamá… Bueno, una copita al final. Es que las chi-cas no toman alcohol. De verdad, que me estoy reformando.

–¿Estaban Silvia y Marisa contigo, Félix? –siguió el inte-rrogatorio la madre.

–Que síiiii. ¿No te lo dije ayer? –comentó el chico con aires de cansado, mientras quitaba el envoltorio a una magdalena.

–¡Qué raro! –comentó, haciendo teatro, Gloria.

–¿Raro? ¿Por qué? ¿No me crees? Llama a la madre de Sil-via y dile si no vamos a comer hoy juntos y luego nos vamos a Playa América…

–¿A la madre de Silvia? No. Ya no hace falta llamarla a ella.

Félix advirtió el peligro. Algo había sucedido y su madre sabía que estaba mintiendo.

–¿Qué quieres decir? ¡A ver, no me ralles! –se exculpó con un gesto de desdén.

–He estado esta mañana con la madre de Marisa. Nos he-mos encontrado por la calle. Es que han venido a Vigo de com-pras, ¿sabes?

Félix se estaba atragantando con la magdalena, el café con leche y con el embrollo.

–Me ha dicho que ayer Marisa no salió. ¿Tú lo comprendes, Félix? Mira que es extraño –prosiguió Gloria con un toque de

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cinismo insoportable.

Félix bajó los brazos. Dejó caer el último bocado de la magdalena en el café, salpicando la mesa. Hizo gestos de dis-gusto, de qué le quieres, vale me has pillado.

–Félix, ¿con quién saliste ayer y cuánto bebiste? –le pre-guntó ahora la madre con voz amenazadora.

–No salí con nadie. Y me tomé un par de copas.

–¡Mientes!

–¿Por qué estás tan segura? ¿No me vas a creer nunca?

–¡De momento, no, guapo! O sea, que sales de diez de la noche a cuatro de la madrugada, vas solo y te tomas un par de copas. ¿Crees que soy idiota o qué? Antes de salir, me cogiste dinero de la cartera, por lo menos veinte euros. ¿Cuánto te que-da? No. No me lo digas. No te queda ni un duro porque te lo gastaste todo en garrafón asqueroso, ¿me oyes? ¡A mí me vas a mentir a estas horas!

Félix callaba otorgando. No tenía nada que decir, salvo aguantar el chaparrón.

–¿Hasta cuándo, Félix? ¿Hasta cuándo vas a seguir así? ¿Crees que puedes emborracharte siempre? ¿Lo hacen tus nue-vos y queridos amigos, esos que tú llamas gente de bien? ¿No te estabas pegando a su rueda para cambiar? ¿No parecía que esta-bas bien encaminado, que te habías metido a estudiar, que eras el nuevo héroe del colegio? ¿Que se había acabado el pijo y ca-gueta Lavares? –lo masacró la destrozada madre, decepcionada por la vuelta a las andadas de su hijo. Sin embargo, recordarle lo del pijo y cagueta Lavares, fue mentarle la bicha a Félix, y se encendió de ira, a pesar de las maltrechas fuerzas.

–¡No me recuerdes un mote del que sólo tú eres la culpable! ¡Sabes tan bien como yo que si me llamaban así, también me

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llamaron penalti, bastardo y otras lindezas por culpa de un pa-dre al que tú echaste de esta casa! ¿Lo recuerdas? Sí, hola bas-tardo, ¿cómo está tu nueva madrastra, el putón verbenero?, me decían. ¿Tuviste que tragar tú con eso? ¿Y ahora me llamas pijo y cagueta? ¿Elegí yo a mi padre como tú elegiste a tu marido, a ese hijo de puta? ¿Por qué no vas a su casa y le llamas y le dices que tiene un hijo que es un pijo y un cagueta? ¿Por qué no me llevas de feria en feria con un cartel que ponga: aquí está mi hi-jo, el pijo y cagueta Lavares, cuyo padre se marchó con una pu-ta bananera porque yo no le gustaba?

Félix fue subiendo poco a poco el tono de su voz. Ante la pelea, entró la abuela en la cocina en silencio. Gloria estaba asustada, con la boca y los ojos muy abiertos y las manos inten-tando tapar el rostro del horror. Cuando calló Félix, se echó a llorar en silencio. Félix se levantó con la intención de marchar-se. Antes de salir de la cocina, se volvió y remató a la madre, con un tono frío y distante.

–Sí que quiero cambiar, ¿sabes? Pero no soy capaz. Creo que he mejorado mucho, me he portado bien durante dos sema-nas, he estudiado como nunca, tengo amigos que me aprecian y con los que hago cosas buenas por los demás. ¿Me lo has agra-decido una sola vez en este tiempo? ¿Por qué no me has dicho nada? Que, por ejemplo, estabas contenta con lo que estudiaba, con lo del teatro guiñol, con pasar las tardes con Lucas… ¿Por qué sólo hablas conmigo cuando hago el idiota, cuando fracaso? Respóndeme a esto y, quizá, empiece a encontrar motivos para dejar de beber. Sabes que me voy todo el fin de semana. Tienes tiempo para pensarlo. Ya me cuentas a la vuelta.

II La mañana en la casa de Playa América amaneció tarde.

Salvo Rosina, el resto fue saliendo de las habitaciones en torno

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a las doce de la mañana. Seguía lloviendo fuera, pero daba lo mismo. El sol se llevaba en el corazón. Elvira apareció con es-plendor y una alegría que la rejuvenecieron diez años. Alberto bromeaba también. Y Lucas y la abuela callaban, con rostros se-renos y alegres, mirando a la pareja de tórtolos. Tras varios co-mentarios intrascendentes, Romina les pidió que se quedasen el fin de semana entero toda la familia. Total, para lo que había que hacer en Vigo… Confirmaron la propuesta. Ello les daría más tiempo para disfrutar del momento.

Lucas les comentó el plan de la tarde con los del teatro. Les contó a todos cómo estaban desarrollándose las interpretacio-nes, las anécdotas y sucedidos, como Súper Ranón. Todos rie-ron y compartieron ilusiones y empeños. Elvira quería conocer a las chicas. Ahora, una vez resuelto su principal problema, te-nía cabeza y corazón para los demás, especialmente para Félix, por el que se sentía conmovida. Al terminar, las mujeres se en-cerraron en la cocina y los hombres decidieron dar un paseo por el arenal, a pesar de la lluvia. Iban bien protegidos y con ropas deportivas.

–¿Sabes, Lucas, lo que te tengo que agradecer? –le preguntó Alberto a Lucas.

–¡No me digas que no fue un buen discurso! Pero te asegu-ro, papá, que fue sincero, no una chirigota.

–Eso ya lo sé yo, hombre, a pesar del dramatismo… ¿No te gustaría dedicarte al Derecho? Con esa oratoria, te comerías a cualquier juez –le sonrió a nadie su padre.

–Bueno, no sé aún. Ya lo veremos con calma, cuando acabe este año. ¿Qué te tengo que agradecer? –le retomó la pregunta Lucas, estimulado por la curiosidad.

–Yo no me expreso tan bien como tú, pero creo que me sa-bré explicar… Verás, ayer, mientras hablabas, tuve una sacudi-da interior, ¿sabes? Me di cuenta de que, gracias a tus palabras,

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se me daba una nueva oportunidad de ejercer de padre tuyo, ¿me entiendes?

–Más o menos. Sigue, sigue.

–Es fácil. Reconociste los hechos y fuiste humilde, quizá por primera vez en mucho tiempo. Pero también me enfrentaste a mis errores y, aunque nosotros ya los habíamos admitido por nuestra cuenta, me impresionó mucho escuchártelo a ti, de tu propia boca. Y comprendí que, a pesar de todo, me ofrecías una nueva oportunidad de volver a cumplir contigo mi papel de pa-dre, evitando todo lo que nos había alejado tanto.

Lucas callaba, mirando a la arena oscura, mientras seguía la exposición de Alberto.

–Hubo un momento de tus palabras ayer, Lucas, que no se me olvidará en la vida. Y fue cuando comentaste cómo había anidado el odio en tu corazón. En ese momento, se me partió el alma, ¿entiendes? Sentí un dolor, que llegó a ser físico, y que me resultó casi insoportable. En ese momento me di cuenta de dos cosas muy importantes, ¿sabes cuáles?

–Sí. Que no te creías capaz de hacer daño a nadie y que me lo habías hecho precisamente a mí. Y… que no te lo perdona-rías nunca, salvo que pudieses reparar el daño hecho.

Alberto se quedó asombrado por la respuesta de su hijo.

–¡Increíble, Lucas, yo no lo habría dicho mejor! ¿Cómo lo has sabido?

–Es que ¿sabes qué pasó, papá? Para entender bien lo que me estaba pasando, me tuve que meter en vuestra piel. Me metí en vuestros ojos y me vi a mí mismo siendo como era. Por eso comprendí lo espantoso de mi forma de ser. Entendí todo lo que me pasaba y os comprendí muy bien. Cuando eres capaz de eso, cuando lo has practicado unas cuantas veces, no te resulta muy difícil volver a entrar en esos ojos en los que ya has estado. Te

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sientes cómodo allí, ¿sabes? Y cuando bajaste la mirada a la al-fombra, volví a entrar en esos ojos y supe qué estaban viendo.

–¿Fuiste capaz de decirnos todo aquello y entrar al mismo tiempo en mis ojos? –preguntó más asombrado todavía Alberto.

–Hombre, el rollo me lo sabía bastante bien y no ocupaba mucho cerebro… –dijo Lucas, con aire pícaro.

–¡Qué sinvergüenza, Lucas! Usaste la intuición a la vieja usanza. Jugabas con cartas marcadas. Es cierto que me pillaste desprevenido, que si no… Y, por cierto, ¿también viste los ojos de tu madre? –preguntó, interesado.

–¡Pues claro! Pero lo que vi en ellos no te lo contaré a ti. Se lo diré a ella. Ya sé que luego lo chismorreáis todo, pero que sea ella la que te lo diga.

Caminaron un rato en silencio, mientras la arena seguía inundándose de microcráteres.

–¿Y ahora, qué, Lucas? ¿Has pensado también en cómo se-guir?

–Yo creo que empezando por ser claros. Tenemos que dedi-carnos tiempo, ¿no crees, papá? Sin ese espacio no os podré ha-blar de nada, ni vosotros a mí de vuestras cosas… Bueno, quizá no tendría que decirlo, pero creo que ya estoy capacitado para… hacerme responsable de algunas cosas de la casa o de la familia. Que puedo apoyar más en lo que veáis conveniente. No sé si me explico…

–¡Claro que sí! Lo del tiempo, habrá que buscarlo… Ya sa-bes cómo es nuestro trabajo… Quizá podría ser en las cenas…, intentar estar todos… Al menos de manera más habitual. Creo que sí que podría ser.

–Papá, creo que también necesitamos pasarlo bien juntos… Hace tanto que vivimos tan a nuestro aire que añoro disfrutar

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juntos de un viaje, de una película, de una obra de teatro… No sé.

–Habrá que intentarlo los fines de semana.

–Espero que sea algo más que intentos… –advirtió Lucas.

–Ya no todo depende de nosotros, como bien sabes. Pero soy el primero en reconocer que necesitamos de esos momen-tos, así que no pienses que tus peticiones van a caer en saco ro-to…

Lucas guardó unos instantes de silencio.

–¿Qué pasará cuando nos volvamos a enfadar, papá?

–No pongas la venda antes de la herida, Lucas. Seamos ra-zonables, hablemos, comprendámonos, y no tendría por qué lle-gar la sangre al río.

Lucas volvió a sus silencios. Hacía tiempo que quería ha-cerle una pregunta a su padre, pero no había encontrado la opor-tunidad hasta ese momento. Paró su caminar, e hizo que su pa-dre se frenase. Mirándole fijamente se atrevió:

–Papá, siempre me he preguntado cómo os conocisteis, có-mo os enamorasteis, cómo supisteis que debíais casaros. Sé que son preguntas muy personales y que no debo hacértelas, pero como me afectan totalmente, son para mí muy importantes. ¿Has pensado alguna vez en que si los abuelos no se hubiesen conocido, ni tú ni yo existiríamos? ¿No te parece que somos demasiado fruto del azar?

Alberto no se esperaba ese giro tan filosófico.

–¿Eso es lo que te preocupa, Lucas? ¿Crees que somos fruto del azar? ¿No te parece demasiado rebuscado?

–Quizá sea demasiado simple, tanto como las leyes de la lógica… Me hago otras preguntas difíciles, ¿sabes? Por ejem-

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plo, por qué soy hijo único… Si me hubieseis dado un her-mano… ¿No habría sido nuestra vida absolutamente distinta? Son planteamientos ante los que me da vueltas la cabeza…

Alberto meditó unos instantes antes de responder.

–Lucas, no todo está al mismo nivel. No es lo mismo el ma-trimonio de tus abuelos a que seas hijo único. Como tampoco están en el mismo plano la realidad o la idea del destino ciego. Por no hablar de conceptos como la libertad, el mal o la res-puesta personal del hombre ante la pregunta del más allá… Por decirlo de otra manera, con ejemplos, es muy distinto plantearse la cuestión de que si tu madre y yo nos conocimos por capricho del destino, a la otra pregunta de por qué eres hijo único. ¿Me entiendes?

–Sé que son planos distintos de abstracción.

–Sí. Sí que lo son. Es muy distinto creer que lo que nos su-cede en la vida tiene una causa o que sea fruto de la casuali-dad… Eso determina a la persona, su manera de pensar o de vi-vir, ¿sabes? Ha sido la gran pregunta del hombre durante toda su historia. ¿Es que te la estás haciendo ya, Lucas?

–Sí y no. Tengo mis dudas y mis certezas. Quizá trate de razonarlo todo demasiado…, y, a lo mejor, no todo es razona-ble…

–Lucas, creo que ha llegado la hora de que empieces a leer, a estudiar, a meditar y a sacar tus propias conclusiones. Yo te diré que hace mucho tiempo me hice las mismas preguntas y tomé una postura… Quizá, luego, no haya sido muy coherente con ella, pero eso no le quita un punto de su fuerza. Siempre hay tiempo de rectificar y de recomenzar.

Alberto hizo una pausa más. Dudó sobre si decirle lo que le iba a comentar o no a su hijo. Decidió que ya tenía madurez su-ficiente para comprenderlo.

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–Mira, Lucas, me preguntabas por qué eres hijo único. Te aseguro que no fue nuestra voluntad que lo fueras. Pero no pu-dimos tener más hijos. Por mucho que lo deseáramos tu madre y yo, no podíamos hacer nada para solucionarlo. Ese fue el gran momento para mí… Ahí es donde más vueltas le di a ese tipo de preguntas que tú te haces. Esa fue mi gran prueba, porque me negué a aceptar la resignación, a conformarme con un “qué le vamos a hacer”. Necesitaba respuestas que le diesen sentido a todo lo que sucedía en mi vida…

–¿Y llegaste a buen puerto, es decir, lo viste claro? –preguntó, intrigado, Lucas.

–No fue algo rápido ni inminente. Me llevó su tiempo… Pe-ro puedo asegurarte que hice una elección libre, razonada y coherente. Sólo me he arrepentido en mi vida cuando no he sido consecuente con aquello que vi tan nítido.

Lucas, por lo que conocía de la vida de su padre, creyó sa-ber a qué baza jugó.

–¿Encontraste la respuesta fuera de ti, verdad?

–No. La encontré en mí mismo… Por ahora, no te diré más. ¿Sabes por qué?

Lucas negó con la cabeza.

–Porque esa respuesta es personal e intransferible. Yo te podré aconsejar y explicarte cómo procedí yo. Y creo que debe-rías hacerlo también con aquellos en quienes confías de verdad. Eres muy joven, y los consejos te pueden ayudar mucho. Pero no olvides que, al final, sólo tú puedes optar, sólo tú decidir. La búsqueda de la verdad de tu vida, Lucas, es tan personal, tan tu-ya que no puedes esquivarla. Ni echarle la culpa a nadie por se-guir unos consejos u otros. Será totalmente tuya.

–Entonces, ¿mi verdad puede ser diferente a la tuya? ¿No es eso relativismo puro y duro?

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–La verdad ha de ser necesariamente una. La lógica nos di-ce que, si fuese muchas y distintas, eso no sería la verdad, por-que nada puede ser y no ser al mismo tiempo. Pero has de ser tú quien la descubra, la comprenda, la asimile, la quiera y la hagas tuya. Nadie te la puede imponer. ¿Me sigues?

–Entiendo lo básico. No estoy preparado para profundizar tanto… Todavía.

–Vete poco a poco. Pero yo te animo a que te empeñes cuanto antes en dilucidarla. No esperes a sufrir un cataclismo interior para resolverlo…, para llegar a tal estado de desespera-ción que no te quede más remedio que optar por la vía de ur-gencia, tal y como le ha sucedido a tantas personas. Las prisas son malas compañeras en este viaje.

Siguieron deambulando por el arenal en silencio. A Lucas le parecía que se le había abierto un mundo nuevo de perspecti-vas con su reconciliación. Sin embargo, la charla con su padre volvía a dejarlo todo un poco en el aire. Tenía que seguir pro-fundizando, ahondar en la dirección hacia la que dar un nuevo paso. Llegar a la verdad de su vida. Verla clara y luchar por ser coherente con ella. Comprobarla. Verificarla.

Lucas comprendió que todavía estaba muy lejos de alcanzar esa meta. Que estaba todavía muy retrasado en aquel viaje. Pero ya tenía lo básico para avanzar, desplegar el velamen, y apuntar la proa cortando el mar. Salir de aquella borrasca. Superar las nieblas y nubes, y navegar viento en popa a toda vela.

III Félix apareció en el centro comercial de la Gran Vía de Vi-

go con unas bolsas de tienda de chinos, cara de despistado y con el paso no muy firme. Marisa y Silvia lo vieron llegar desde la cristalera del local donde llevaban un buen rato.

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–¡Ahí está el muy patético! –suspiró Marisa–. Espero que, encima, no venga en plan de víctima y con perdones de mentiri-jillas…

–¡Déjale tranquilo, Marisa! Dale una oportunidad.

Félix las localizó al pasar junto a la cristalera. Casi se pegó un susto al verse observado y volvió sobre sus pasos para acce-der al local, poniendo sonrisa de bobo. Entró con grandes voces, haciéndose el loco, como si no hubiese sucedido nada.

–¡Qué tal, titis! ¿A que no sabéis de dónde vengo? Es que se me ocurrió una idea genial, dándole vueltas a la cabeza. Mi-rad lo que he comprado.

Y puso las bolsas encima de la mesa, de donde empezó a sacar calcetines de punto de colores chillones, hebras de lana y pelotas de ping-pong.

–Con un poco de maña –prosiguió–, nos vamos a hacer unas marionetas de lo más chulas. Como la serpiente de la se-mana pasada, pero mucho más simpáticas…

Félix se dio cuenta de que no colaba.

–¿Qué pasa? –preguntó, a la desesperada, disimulando ex-trañeza sin mucha convicción.

–Pasa, Félix, que no vas a hacer más teatro de guiñol –le espetó en la cara Silvia.

–¿Cómo dices? No entiendo…

–¡Claro que entiendes, cerdo borracho! ¿Sabes a quién vas a llamar a partir de ahora a las dos de la madrugada? –Marisa echaba rayos por los ojos y el rostro era de bruja furiosa.

–Yo… Este… Verás, perdona…

–¡Ni perdona ni perdono, so guarro! ¡Ahora coges tus mier-das compradas en los chinos y te vas a tu puñetera casa, y nos

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dejas en paz! ¿Por qué no le dices a tu madre las lindezas que me vomitaste por teléfono, eh, asqueroso?

Félix lo estaba pasando mal. Se tiró en la butaca pegada a la pared. Y empezó a poner gestos de apesadumbrado.

–Marisa, yo…

–¡Qué Marisa ni qué Marisa! ¡Vete a tomar viento, animal!

–Pero, déjame pedirte perdón por lo menos… –suplicó Fé-lix, levantando los brazos.

–¡De eso, nada! ¿Hasta cuándo, Félix, vas a estar pidiendo perdón? ¿Hasta que te cojas otro cebollón y te dé por hacer el indio?

–Pero, pero, espera, es que necesito ayuda, estoy colgado, yo…

–¡Pues si necesitas ayuda, vete al psiquiatra, payaso! ¡Y de-ja de molestar a la gente de bien! ¡Que me tienes frita con tus memeces! –le sacudió Marisa con ojos de dragona.

Félix no sabía salir del atolladero. Estaba rodeado y a punto de irse a pique.

–¡Silvia, yo te pido que no me larguéis del teatro! ¡Házselo ver a esta fiera, por favor!

Hasta el momento, Silvia había permanecido callada. Tan sólo mirando con ojos y gestos duros a Félix. Ahora que estaba zozobrando, decidió echarle un cabo.

–Félix, guapo, tienes que darte cuenta de que lo que has he-cho con Marisa está muy mal. Es muy feo… ¿Estás de acuerdo conmigo?

–¡Totalmente, Silvia! –respondió, esperanzado y dispuesto a tragarse todo lo que le pidiesen.

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–Verás, Félix, lo hemos estado hablando y creemos que no puedes seguir en esta actividad, porque has pasado al terreno personal y además has atacado a una persona del grupo. ¿Lo en-tiendes?

–Sí que lo entiendo, pero yo os pido, os suplico, que me de-jéis seguir…

–No. No podemos. La has cagado, tío. A menos que…, bueno no creo que funcione, pero… –Silvia se hizo la dubitativa desesperanzada.

–A menos que qué, Silvia. Lo que me pidáis, lo que quie-ras… –boqueaba el chaval.

–¿Por qué te emborrachas de esa manera, Félix? –le pregun-tó, directa, Silvia y advirtió el suspiro pesaroso de Marisa, limi-tada a mirar con las peores poses que se le ocurrían.

–¡Venga, tía, no fastidies! ¡Sabes por qué lo hago! ¿Quieres humillarme contándote otra vez la mierda esa? –le respondió airado y mandándola a paseo con un gesto de su brazo.

–¡Mientes, Félix! –le dijo muy serena y muy fría Silvia–. ¡Te estás excusando con el rollo ese de tu padre para justificar tus animaladas! ¡Y además pretendes dar pena! ¡Qué patético eres, Félix!

–¡Que no me justifico nada, jodé! ¿Qué sabrás tú de qué se siente en esa situación? ¡A mí me gustaría veros a todos en mi piel, a ver qué hacíais!

–Ya lo hemos hecho, Félix. Nos hemos puesto en tu situa-ción y sabemos que te sigues justificando… ¿Pretendes engañar a dos tías listas como nosotras?

–¡Qué leches os vais a poner en mi situación! ¿Cuánto os habéis puesto: cinco minutos, diez? Lo mío no se entiende con una miseria de piadosa preocupación. Hay que vivir con esto,

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guapas, no dormir…, tener miedo a salir a la calle…, ser el hazmerreír de todo el mundo, estar…

–¡Pero qué pesado que eres! ¡Cállate, anda, pesado! –intervino ahora Marisa. ¡Y responde de una vez a lo que te ha preguntado Silvia! ¿Por qué te coges una borrachera padre cada vez que sales?

Félix estuvo un rato en silencio, haciendo que pensaba. En realidad no lo necesitaba porque ya lo había hecho antes mu-chas otras veces y sabía por qué se mantenía en su propósito.

–¿De verdad queréis saberlo? ¿Queréis saberlo en serio? Yo, si queréis, os lo digo, pero será firmar mi sentencia de muerte… Os debo una explicación, sí… Pero yo os pido que os lo guardéis, que no salga de aquí, porque, si no, sólo me dejaréis la opción de cortarme las venas.

–¡Menos patetismo, Félix! Con nosotras no tienes que disi-mular, que ya te vamos conociendo –le advirtió Silvia.

–Prometedme por lo más sagrado que esto no sale de aquí –les exigió Félix.

–Mira, majo, yo no te prometo nada porque te lo voy a can-tar yo sola todito, todo, ¿sabes? –se le encaró Mari-sa–. Tú no dejas de beber porque te has refugiado en el teatro de la compa-sión, majo. Tú sólo buscas dar pena a los demás para que, al menos, la gente al verte pueda decir ¡pobre chico, qué mal lo es-tá pasando, claro, con su drama!… Tú abusas de los buenos sentimientos de la gente normal, como nosotras, porque es cier-to que a veces das pena. Pero insistir tanto se hace pesado, ¿sa-bes? Y a las que nos da por pensar, comprendemos enseguida que eres un payaso que sólo busca que los demás lo compadez-can. Y ahí, enquistado como estás, eres feliz… Y de lo que no te das cuenta es que más que pena empiezas a dar rabia y asco, ¿sabes, guapo? Porque hay gente que está intentando ayudarte y tú nos mandas a tomar viento con tu infantilismo y tu niñería de

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crío idiota. Así que a ver si reconoces de una vez tus tonterías y empiezas a comportarte como un adulto. Y ahora, querido Félix, si eres hombre, dime si me he equivocado en algo. ¡Dímelo si te atreves!

Félix estaba con la sangre hirviendo. Sus ojos rezumaban odio. Ya no vio a dos compañeras y amigas enfrente. Vio a dos rivales, a dos enemigos que lo iban a masacrar. No tenía capa-cidad de contención y, tal y como le había advertido Marisa, sus deseos de despertar la compasión en los demás le estaban tiran-do fuerte. Imposible oponerse a esa fuerza tan tentadora que le abriría, además, las puertas a un nuevo episodio de verdadero sufrimiento.

¡Pobre, Félix, mirad qué colgado está! ¡Parecía que se había vuelto normal, pero no…, miradle cómo anda solo, con la mira-da perdida, desechado de todos! ¡Pobre Félix! ¿Quién se apiada-rá de él?

El chaval sufría mucho en sus imaginarias escenas, aunque supiese que eran mentira.

¡Si me dejaran tirado…! ¡Si me volviese a quedar más solo que la una! ¡Qué penoso y verdadero cuelgue! Entonces sí. En-tonces sí que intentaría llamar la atención de una vez por todas. Ser noticia pública de desgracias, de incomprensión, de aban-dono total. Ahí… Colgando, como un monigote roto, de una cuerda atada al techo… Con una carta para el juez cantando sus penas… Su entierro, su funeral…, rodeado de lágrimas juveni-les que suspiraban perdón al cadáver del pobre Félix.

Sin embargo, una mano amiga lo rescató de la agradable espiral de autodestrucción masoquista. Silvia vio en sus ojos lo que estaba ocurriendo en la cabeza de Félix y corrió en su ayu-da. No le dejó seguir con el juego, pues lo interrumpió con la mejor de sus sonrisas.

–¡Félix! Somos tus amigas. De verdad. Nos importas en se-

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rio, ¿sabes? Nosotras te queremos, y queremos que seas feliz, chico. No queremos torturarte sino ayudarte. Sólo tienes que de-jarte ayudar… No nos desprecies a nosotras ni a Lucas, Félix –y lo dijo con la voz más dulce de su repertorio.

El chaval volvió a la realidad con sus palabras.

–Que no os desprecie… No, no entiendo…

–Si vuelves a las andadas, nos ignoras, pasas de nosotros, nos desprecias. Haces inútiles nuestros deseos de bien para ti. ¿Me sigues?

–Que no os desprecie… Yo nunca os despreciaría aunque hiciese lo que no os guste. No tenéis derecho a ser maltratadas por nadie… Igual que Lucas… Yo sólo desprecio a mi padre, a ese hijo de…

–Si te alejas de nosotros –le cortó Silvia–, cediendo al gusto de tus caprichos, nos desprecias, te repito, Félix. ¿Quién te ha dicho alguna vez lo que te hemos dicho nosotras ahora? ¿Sabes lo que le preocupas a Lucas? No te tenemos en el grupo de gui-ñol por misericordia, ¿sabes? Fuiste tú el que se quiso apuntar.

–¡Y no nos arrepentimos, Félix, te lo digo yo! –intervino, finalmente, Marisa que había percibido la batalla que estaba disputando a solas Silvia con su querido Félix. Su abatimiento por las duras palabras que le había dirigido, la habían despista-do.

Félix se paró en seco y liberó la presión con un manotazo de la inteligencia: ¡alto, quieto parao! A estas no las engañas y mira lo que te están diciendo, tío, no seas idiota. Baja la cabeza y déjate ayudar por gente de bien, como siempre has querido, y que te echa un cable gratis, encima.

A Félix le vinieron a la memoria unas palabras de un co-mentario de texto de Lucanor. Comenzaba citando a Cicerón, en una de sus magistrales intervenciones ante el Senado de Roma.

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¿Cómo eran? Había dicho algo parecido Marisa antes… Hasta su madre se lo había dicho también… ¡Si se las había aprendido de memoria!… Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra? ¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra pacien-cia…? ¡Eso es! El colgao de Catilina. ¿Hasta cuándo, Félix, vas a seguir haciendo el gilipollas?… ¿Cómo se dirá gilipollas en latín?

Las chicas advirtieron los esfuerzos de Félix en su razonar. Al final, intervino Silvia.

–¿Qué? ¿Qué dices? ¿Te has quedado alelado?

–Que… que ¡tenéis razón! ¡Soy un imbécil como la copa de un pino! ¡Perdonadme las dos! ¡Ya veis qué poca cosa soy! Iba a mandarlo todo a la mierda otra vez. ¡Gracias a las dos de nue-vo!

Silvia apreció en los ojos la sinceridad de Félix. Cuando es-te le miró a los suyos, le hizo un gesto dirigiéndolos a Marisa sin girar la cabeza.

–Ma… Marisa…, yo… Verás, estoy avergonzado. Sólo es-tando borracho podía haberte dicho eso que te dije por teléfono. ¿Me perdonas de verdad, guapa? Digo, ya que estamos en plan de buen rollo.

–¡Claro que sí, idiota! ¡Cómo no te voy a perdonar, ya que tú también estás en plan de buen rollo! Pero vuelve a las anda-das y conocerás a una Marisa que ni sospechas.

Tras un rato más de chácharas, risas recuperadas, interés por los nuevos personajes hechos con medias, y demás histo-rias, abandonaron el local para meterse en otro muy próximo, con un extraño respaldo mullido de color blanco brillante, don-de comieron.

Cuando les atendió una amable camarera, les preguntó por las bebidas. Las chicas siguieron en su línea.

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–¿Y para el caballero?

–Una cervecita bien fría –pidió Lucas–, pero sin alcohol, ¿tenéis?

–Mira Félix, no te engañes, ¿quieres? –le dijo con cara sa-ñuda Marisa.

–A ver, ¡que era broma! Tráigame un agua bien fría.

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CAPÍTULO 24

I A media tarde, de nuevo en el Paseo de Alfonso, junto al

quiosco, Berto soportaba mal la lluvia de un día que se estaba oscureciendo a marchas forzadas. Andrea apareció resplande-ciente desde Pi y Margall, con un chubasquero de charol grana-te, encapuchada, unos vaqueros ajustados y botas altas de caña marrones. Cruzaron la calle y se metieron en el bar de las confi-dencias. Saludaron a la tabernera, una mujer amplia en todos los sentidos, incluyendo la sonrisa, y les guiñó un ojo al reconocer-los.

Era un bar pequeño pero muy bien puesto. Todo el mobilia-rio era de madera, incluido el forrado de las paredes hasta un metro y medio. La barra era de granito gris oscuro pulido, y ha-cía un extraño giro hacia el fondo, en una zona que se ampliaba en anchura. Los chicos se quedaron en una mesita redonda pró-xima a la puerta. Colgaron sus ropas de agua en la percha, y se sentaron muy juntos, para rozarse bien, sentir el calor del otro, y hablar en volumen de confidencia, si se terciaba en el derrotero de la discusión.

A Berto le pareció que Andrea estaba especialmente radian-te. Muy pronto se dio cuenta de que iba maquillada. Sin exage-rar, pero perceptible de cerca. ¿Se habrá pintado por mí? Berto se hacía ilusiones. Ella se frotaba las manos para hacerlas entrar en calor. Pidieron unos capuchinos a la oronda propietaria y se metieron en faena.

–¿Cómo estás, Bertiño? ¿Ya se te ha pasado el mosqueo del Alcampo? –le preguntó ella muy risueña.

–Poco a poco lo vamos consiguiendo. ¿Y tú? –Berto le co-gió las manos a Andrea y se las calentó en las suyas. Ella se de-jó hacer y se arrimó muy sonriente.

–Yo súper requetebién, Bertiño, después de la paliza de los

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exámenes.

–¿Te van a salir bien?

–No todos. Pero eso poco importa ahora. Ya habrá tiempo de solucionarlo.

–Yo he preferido solucionarlo ahora. Gracias a la pesada de Clara.

–¡Clara…! ¿Qué tal está? Ya casi ni la recuerdo…

–Chapando como una cosaca y tratando de hacer conmigo alguien de provecho.

–¿Te está echando una mano con las marcas, eh Bertiño? –preguntó interesada Andrea, que quería ir centrándose en lo im-portante.

–¡Nooo, qué va! Eso es personal. Ella no sabe nada de ma-pas de tesoros, aunque me está ayudando a desvelar algunos puntos. Está siendo una buena guía a ciegas…

–A ver, ¿por dónde íbamos, guapo?

–Yo te había dicho ya muchas cosas, tía. Te tocaba desem-buchar a ti. ¿Cuándo lo descubriste? Dime, que eso me interesa mucho.

–Ya te dije que hacía mucho tiempo. Y lo he ido confir-mando. Como tú dijiste, Berto: ¡Claro! ¡Era eso! ¿Cómo no me di cuenta antes?

–¿Y qué sentiste en ese momento? –preguntó él, apretando las manos de ambos.

–Fue muy especial. Como una especie de luz, de claridad, ¿sabes? Y una enorme ilusión. Luego está la parte del reto, cla-ro.

–¿El reto? ¿A qué te refieres?

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–Al tesoro, tonto Gollum. El tesoro es un reto, una meta, un deseo posible por el que hay que luchar. No es el final de una meta, es el inicio de la carrera de la vida.

–¡Ya! ¡Comprendo! Yo no sé qué aparecerá allí. Llevo unos días descentrado con todo el rollo de los exámenes, y lo he de-jado de lado un poco…

–¡Claro! Es que los tíos sois… tan inútiles… No sois capa-ces de hacer dos cosas a la vez, como nosotras.

–¡Hombre, no me lo pongas a huevo, Andrea, que yo soy muy capaz de hacerte dos, tres y hasta cuatro cosas a la vez! –propuso Berto en plan pícaro. Ella se soltó de sus manos y le dio un manoplazo.

–Los tíos sois un poco monotemáticos, ¿no? ¿No eres capaz de pensar en otra cosa?

–Ja, ja.¡Qué poco sentido del humor tenéis las tías, Andrea! Anda, dame las manos otra vez, tonta, que aún las tienes frías.

–A las tías nos va el sentido del humor inteligente, ¿sabes? No ese de pocilga en el que os revolcáis todo el día los tíos.

–Venga, mujer, no te despistes. Dime cómo lo ves, cómo lo reconoces…

–¿El tesoro? Ya te lo he dicho, hombre. Además, te ves a ti mismo proyectado en el tiempo…

–¿Qué? Cuéntame cómo es eso, Andrea. ¿Qué es, como una máquina del tiempo? No me lo creo, tía.

–No pienses en ningún artefacto electrónico… Es… como una visión.

–¡Bueno, lo que faltaba! ¡Ahora me vienes con visiones, Andrea!

–Que sí, hombre. No tienes por qué pensar en cosas raras.

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Simplemente, lo ves.

–¡Lo ves! ¿Así de fácil, no? –preguntó Berto, incrédulo.

–Bueno, ya me contarás cuando lo descubras… A veces pa-reces medio corto, Berto.

–Sí, bueno, pero ¿me lo vas a decir? ¿Qué viste tú, Andrea? –preguntó el chaval con unos ojos muy grandes.

–Si piensas que te lo voy a decir, estás majara, tío.

–Veeeengaaaa, please, cuéntaselo al corto de tu Berto, no vaya a ser que lo vea y no me dé cuenta de que lo ha visto. An-da porfiiii.

–¿Me prometes que no se lo dirás a nadie? –le preguntó Andrea, mirándolo muy fijamente, con sus impresionantes oja-zos verde marina con puntitos de calabaza.

–¡Por mis muertos, Andrea!

Y la chica vio que sus ojos eran sinceros. A pesar de todo, pensaba que era un peligro confiarle a un tío algo importante. En un momento de desquicie, se le podría ir la lengua de excur-sión y hacerlo público. Pero, en este caso, ¿qué más daba? Si, total, se iba a hacer público más tarde o más temprano… Ade-más, por mucho que hablase no había quién frenase al piloto ganador.

–Vi que mi vida estaba rodeada de luces, de flashes de es-tudio, de aromas exclusivos. Palpé el satén de las sedas más de-licadas, aspiré el rosa más voluptuoso, y me vi ansiada por mu-chos, poderosa sobre todos, convertida en una reina. Una vida gloriosa de esplendor sobre todos, para elegir a quien quisiera, y con el tiempo suficiente para vivir en la memoria de varias ge-neraciones…

–¿Qué dices, tía? ¿Me tomas el pelo? ¿O es que ibas fuma-da de más? ¡Yo te lo preguntaba en serio…!

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–¿No me crees? –le preguntó con cierto fastidio Andrea, preambulando las iras y las furias sobre el pobre Berto, y más después de haberle contado la verdad.

–¿Crees que soy imbécil o qué? Venga, tía, dime qué es lo que viste, andaaa, je, je.

A Andrea le resultaba intolerable la incredulidad de Berto sobre sus sueños. Se puso muy seria, con cara de enfado ase-sino. Le respondió babeando en verde, muy cínica:

–¡Claro, Berto! ¿Cómo iba a ser posible una maravilla así? La vida es más cutre que todo eso, ¿verdad? En realidad, lo que vi fue una mierda de casa, desportillada, con ventanas a un patio interior por el que subían aromas de repollo y callos de cerdo. Me vi gorda, afeada por dieciocho partos consecutivos, todo el día esclava de la casa ridícula y de los mamones que me había hecho un cerdo fontanero que estaba mañana, tarde y noche viendo el fútbol, gordo como una vaca, bebiendo cerveza y echando eructos, mientras todo el mundo chillaba como locos y yo lloraba de felicidad. ¿A que es una maravilla, Bertiño?

A Bertiño no le hizo ni pizca de gracia lo que acababa de oír de labios de la enfadada Andrea. Un esperpento en el que él era el protagonista del cuento de terror, pensando todo el día en comer, beber y hacer el animal. Y además fontanero, claro. No podía ser otra cosa… ¡Tenía que ser un puñetero fontanero! No podía ser un tío normal, un buen esposo, una vida feliz. No. La vida al lado del fontanero era una asquerosa miseria, un asco de vida, en la que él era el culpable de todo. Berto se quedó tocado, dolido. Hundido. ¿Por qué eran tan crueles las tías?

Sintió que se le rompía la maquinaria por dentro. Había co-sas con las que no se puede jugar. Le soltó las manos y se diri-gió a Andrea con la rabia de un desesperado. No lo supo expre-sar mejor ni de una manera más fría.

–¿Eres un poco víbora para decirme eso, no crees? ¿Qué

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has pretendido, molestarme? No lo has conseguido, guapa. Yo no seré el cerdo ese del que hablas. Seré un señor, ¿sabes? Y los señores… Los señores no se andan con zorras como tú. Ahí te quedas, Andrea. ¡Vete con tu mierda a tumbarle la moral a quien te lo consienta, petarda de los cojones!

Dicho y hecho. Se levantó. Cogió el chubasquero mientras ella aún intentaba recuperarse de lo que había oído. Tiró un bi-llete de diez euros encima de la mesa, con mucho desprecio pe-liculero, y salió a la calle donde luchó contra la lluvia, tratando de contener la furia y la rabia, y dando por buen pecho lo hecho.

Berto estaba a punto de explotar.

¡Contente, tío, contente!, se autoanimaba. Le dio un pata-dón de gol a un container de la basura que protestó de manera hueca. ¡Contente, jodé, Berto! ¡El puto fontanero! ¡Hay que ser zorra para decirme eso! ¿Esa es tu forma de divertirte, Andrea? Pues te pueden ir dando morcilla. ¿Eso es lo que piensas de lo que puede ser tu vida conmigo? ¡Porque es una pava, y no tiene media vuelta, que si no le inflaba la cara, ahí mismo, a fogonazo limpio! ¡Lo que te merecerías sería un tío que te joda viva hasta que deseases tirarte por la ventana en la caldera del repollo! ¡O, mejor, en la de los callos! ¡Así estarías en tu salsa, so guarra! Y tu fontanero de mierda lo grabaría todo en vídeo y lo colgaría en Internet para que el mundo se descojonase de lo lela que eres. Si tu penosa vida la vas a vivir con un fontanero, ahí te la comas, maja, porque yo… ¡Vamos, antes me hago ingeniero, aunque sea sólo por joderte y amargarte la existencia! ¡Búscate a un fontanero, sí…! ¡Es lo que más te conviene, tía imbécil, callosa y repollosa!

La chica necesitó tiempo para reaccionar. ¡Ostras con el Berto! ¿Por qué se había sulfatado así, de esa manera, hasta el punto de insultarla y dejarla allí tirada, en un bareto de mala muerte? ¡Quizá se hubiese pasado con la ironía, pero la brus-

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quedad del cambio en Berto, que llegó al desprecio de la chica de sus sueños, indicaba algo más. ¿Qué tecla había desafinado esta vez?

Pagó los cafés intactos y salió del bar con la impresión de que no volvería a entrar en él nunca más.

Los tíos son una panda de animales. Y su delicadeza está tan diluida en su afán por hacer el salvaje que apenas es recono-cible. Entonces, ¿cómo es que Berto se había sentido tan ofen-dido? –se preguntaba Andrea, más sorprendida aún que enfada-da por el rechazo. ¿Por llamarle fontanero? ¿Por el hecho de que todos los fontaneros tienen una vida como le dije? Igual lo he herido de forma gremial… Vale, su padre es fontanero y ellos no son como le dije, pero, tía, si se lo dije sólo para tocarle la moral, no para desquiciarlo.

Andrea andaba bajo la lluvia, con la intermitencia de las fa-rolas y la oscuridad de unas calles habitualmente mal ilumina-das.

¿Cómo no la había creído? ¿Tan ilusorio e irreal le parecía lo que vio en su tesoro particular? ¡Espérate un mes y ya verás si es ilusorio, atontao! –se gritó a sí misma Andrea–. Le seguía dando vueltas para intentar comprender qué había sucedido. A fin de cuentas, seguía en la etapa de aprendizaje y comprender sus errores era fundamental para no volver a cometerlos en el futuro, cuando ella fuese la que de verdad apostase por alguien.

Tras mucho cavilar, llegó a la conclusión de que le había tocado el alma a Berto. No una caricia o una palmadita. No. Le había soltado un buen zarpazo, dejándole un roto considerable y grietas de uñas de pantera. Había mezclado la idea de un futuro juntos, –que para él era una verdadera ilusión de felicidad–, con un concepto de fracaso vital, con una negación de aspirar a ser alguien respetable en la vida. Y junto a todo eso, mentarle los orígenes y predeterminarlo al fracaso. ¡Menudo follón en un só-

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lo instante! Ya dilucidaba Andrea que con las ilusiones, las as-piraciones, y el resto de adláteres que configuran el concepto de felicidad para un hombre era mejor no jugar. Bien a las claras se lo había hecho ver el muchacho.

¿Y ahora? ¿Merecía la pena el esfuerzo de volver a recupe-rarlo para un mes escaso que le quedaba en la ciudad? Andrea llegó a la conclusión de que no. Como mucho, que volviese el chaval pidiendo papas y ya se vería…

II Aprovechando que en la casa de la abuela había una cocina

de leña, y siendo tiempo propicio para ello, Rosina y el resto de las mujeres decidieron preparar un magosto de castañas asadas y la otra variedad, las cocidas con leche y anís. Sería la base de una merienda para todos, chicos incluidos, y preámbulo del co-cido del domingo. Rosina había conseguido un excelente lacón, grelos, cachelos, repollo, garbanzos –que ya llevaban un rato a remojo– y chorizos de buena madre para la comida del día si-guiente… y para toda la semana.

Eran cerca de las cuatro cuando llegó el grupo de los titirite-ros. Ninguno pensó que aquella tarde del sábado iba a estar tan repleta la casa de Lucas. Se hicieron las presentaciones, los sa-ludos, los “pero cuánto has crecido chica”, los “pero qué guapas estáis”, y los saludos de ayuda humanitaria internacional para Félix. Rosina le dirigió unas miradas al pobre Lavares que tuvo la sensación de que le estaba echando el mal de ojo, el meigallo y no sabía qué más maldiciones. Él respondió con sus ojos que tranquilidad, pero Rosina no se fiaba un pelo. Se encerraron en el salón a trabajar.

Romina, Elvira y Rosina se quedaron solas en la cocina, mientras Alberto leía el periódico en el despacho de la abuela.

–¿Mamá, has visto a Silvia? –le preguntó sin levantar la vis-

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ta de la bandeja de galletas.

–¡Claro que la he visto! ¡Ya es la segunda vez que la miro! ¿Qué te crees, que con los años he perdido facultades?

–No, señora Romina –intervino Rosina–. No hay que tener muchas facultades para apreciarlo. Yo, que no veo tres encima de un burro, lo he visto así que…

–¡Así que sigue preparando el chocolate, vieja alcahueta! –la cortó Romina. Y las tres se echaron a reír. Sí. Definitivamen-te, era tiempo de risas en la casa de Playa América.

–Y eso que ha cerrado rápida cortinas y telares –prosiguió Elvira.

–Es espabilada la chica, ¿verdad Rosina? A nosotras nos cae muy bien. Pero el atontado de tu hijo aún no se ha enterado de la fiesta.

–Quizá aún siga dolido por lo de Andrea… –suspiró Elvira.

–¡Qué va, mujer! ¡Ni Andrea ni tres cuartos! Ha estado en donde tenía que estar. Por eso no se ha enterado. Pero ya verás como lo intuye pronto… A ver qué dice él… Podría ocurrir que no le diga ni fu ni fa, –comentó Romina.

–¡De eso nada, señora! ¡Ya lo creo que va a decir! Espérese usted unos días y ya verá si no los ve de paseo por la playa con las manos cogidas! –siguió la novela Rosina.

–¡Sí, mujer, sí! ¡Tú grita bien alto, a ver si hay algún vecino que no se entere de lo que pasa en esta casa! –le gritó con voz baja Romina.

Apareció Alberto en la cocina.

–¿Qué estáis tramando? Se oyen las discusiones hasta en el despacho.

–Espero que no lo hayan oído los chicos –dijo Rosina, toda

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apenada por su indiscreción. Pero no había ningún problema. En el salón reinaba un alboroto más que notable, entre historias posibles, nuevos personajes de calcetín y risas variadas.

–¿Y esta, Elvira? ¿Te parecerá bien esta chica? –le preguntó con sorna la abuela.

–¿Y por qué me habría de parecer mal? ¡Con lo maja que es! Además, estamos poniendo cotos en casa… No se trata de que a mí me guste, sino que se entiendan bien… y todo eso…

–¡Qué enternecedor! ¡Aquí está la tiburona de mi hija ce-diendo terreno! ¡Ay, madres, qué fácil se os compra hoy! –prosiguió en son de guerra Romina, y provocó otro altercado de discusiones. La típica tontería de si cualquier tiempo pasado fue mejor o no.

A la hora de la merienda –los chavales ya habían percibido el olor de las castañas y la tarta de galletas y chocolate–, no hu-bo muchas sorpresas, pero todos recibieron con igual ilusión la fiesta. Mientras devoraban castañas, en torno a la mesa, comen-zó el interrogatorio.

–¿Entonces, Lucas, de qué va esta vez la representación? –preguntó Romina.

–Félix te lo explica.

Y Félix sacó de debajo de la mesa un muñeco recién estre-nado. Tenía el cuerpo de color rojo con bandas naranjas y viole-tas. Dos enormes ojos encima de la boca, y unas hebras de lana de color azul oscuro. Saludó a la concurrencia, mostrando Lava-res sus dotes de ventrílocuo.

–¡Señoras y señores, con todos ustedes, procedente de las selvas de la Amazonia, Fran Cisco, el rey de los calcetudos!

–¿Calcetudos? –preguntó Alberto–. ¿Y ese nombre?

–Se le ha ocurrido a su hijo Lucanor, mente privilegiada en

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el arte de decir chorradas, je, je, je.

Pero nadie le rió la gracia. ¡Jodé qué pavos más cortos! –se comió Félix para sus adentros.

–¿No le gusta el nombre, señor Sendón? –preguntó Marisa intrigada.

–¡Hombre, mira que es feo! ¡Calcetudos! Suena a cabezu-dos. Habría que buscar algo más divertido y original… ¿Cómo podría ser? ¿Calcetillo? No, suena a calzoncillo, Cal… Cal…

–¿Qué tal Calcetiñecos, señor? –insinuó Rosina, con cierta timidez.

–¿Calcetiñecos? ¡Es buenísimo! –apoyó Lucas.

Y acuerdo general, tras diez minutos de parabienes entre todos por lo logrado del nombre y la ocurrencia de la criada.

Conforme avanzaba la merienda, Lucas volvió a observar a Silvia de manera disimulada. No le interesaban tanto sus ojos como el resto de la chica. Tranquila, confiada, desenvuelta… Sólo se azoraba cuando lo buscaba con la mirada, siempre muy sonriente. Tranquilizaba con sus ojos a Elvira, a Alberto, a la abuela… Era una chica normal, feliz de compartir parte de su historia y de su vida con los seres cercanos.

En un momento dado, sus ojos se encontraron accidental-mente. Lucas echó las cortinas, rápido. No quería que ella lo viese en aquel calamitoso estado, con toda la casa revuelta y el edificio por levantar. Ella insistió. Pero él levantó muros de hormigón. Se sintió un poco defraudada. Lucas, le hizo un gesto con las manos de tranquilidad. Piano, piano. Ya habrá tiempo.

III –¿Pero qué te pasa, desgracia con patas? –le preguntó Clara

a Berto esa misma tarde-noche. Le había sorprendido que regre-

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sara tan pronto de su encuentro con Dulcinea.

–¡No me pasa nada! ¡Déjame en paz, que quiero pensar! –le respondió Berto desde la cama, donde se había tumbado sin qui-tar ni siquiera la colcha.

–Pero, hombre, cómo vas a pensar tú solo, si no hay ambu-lancias en la zona –le lanzó el pique Clara.

–¡Venga, Clarita, no me fastidies que estoy quemao de ver-dad!

Clara lo advirtió. Se acercó a la cama del chico y se sentó en el borde, en plan muy maternal.

–A ver, dime qué te pasa. ¿Te has vuelto a pelear con An-drea?

–¡Qué va! La he mandado a freír espárragos.

–¡Hala! Eso si que es una novedad. ¿No era ella la que lle-vaba la batuta?

–No sé si era ella o no, pero ahora se ha quedado sin or-questa.

–Pero ¿qué os ha pasado? A ver, Bertito, cuéntame, que se-ré buena y te intentaré ayudar.

Berto le relató a grandes rasgos el encuentro.

–¡Es muy fuerte, Berto! Creo que has hecho bien en man-darla a paseo…

–Lo malo es que en ese momento muy bien, pero ahora ya estoy otra vez…, querría estar a su lado de nuevo…

–¡Ya! Te resistes a dar el carpetazo. Pues yo lo haría, ¿sa-bes? Una tía que te trata así, que nos ha insultado a todos, dicho sea de paso, y que te humilla de esa manera es que no te quie-re… Seguro, Berto. Pasa de ti.

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–Siempre ha pasado de mí, Clarita. ¿No merece la pena que siga intentándolo?

–Ni de coña, ¿me oyes? Esa sabe que no te necesita para nada, y que cuando le dé la gana te cambia por otro, como un cromo. Piénsalo en serio, y tú mismo te darás cuenta.

–¿Y qué hago? ¿Me busco una novia entre las Gorgonas? –preguntó al techo Berto.

–Hombre, chico, entre un diamante y la bazofia hay bastan-tes grados para elegir. No eres un tío idiota. Tienes carácter, eres líder de fútbol, tienes gracia y salero, mucho músculo, eres guapo y no eres un corto mental. Creo que puedes apuntar mu-cho más alto que a un cagallón de chucho.

Ambos rieron. Berto agradecía la ayuda y los ánimos de la hermana. Al menos, le estaba haciendo pasar el mal trago.

–¿Sabes lo que pasa, Clara? Que yo creo que es que estoy descentrado… Como no tengo resuelto lo del mapa y todo ese rollo, no tengo la cabeza para nada más. De hecho, me interesa mucho más descubrir lo mío que cien Andreas. Ahora lo veo claro.

Tuvo que poner al día a Clara sobre sus elucubraciones acerca del sentido de su vida, la búsqueda de su personalidad, el querer ser alguien útil, las marcas del mapa. Ahí la hermana só-lo podía aconsejar, porque sabía que era bocado de un solo pla-to, y que su hermano Berto se lo tenía que guisar y comer él so-lo.

–¿Comprendes que allí poco te puedo ayudar, Berto? –le dijo con cara de resignación.

–Sí, Clara. Pero, sólo por probar, ¿tú por dónde crees que van los tiros?

Lo cierto es que la hermana lo había pensado muchas veces,

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pero como el chaval daba tantos bandazos ya no lo tenía muy claro.

–Verás, Berto, antes del día en que empezaste a canturrear aquello de “ya me voy aclarando”, yo lo tenía bastante nítido. Después de verte el empeño y el interés que le has puesto, todo se transforma. Hombre, tienes que ser constante, y trabajar así todos los días. ¿Ir a la universidad? ¿Hacer un ciclo? ¿Ponerte a trabajar con papá? Son retos que tú tienes que querer afrontar y no acometerlos solo, deberías apoyarte en buenos amigos y lo que podamos hacer desde aquí.

–No es que me estés concretando mucho, ¿no?

–Ya lo sé. Si lo que quieres es que te dé una respuesta, la llevas clara, majo. Eso es lo que tienes que ver tú, y luego con-siderar qué tienes a favor y qué en contra. La fuerza tiene que salir de ti, Bertiño, no de los demás, ¿me entiendes? Es tu teso-ro, tus ansias, tus ilusiones. Creo que tienes que madurar toda-vía mucho, pero tienes tiempo de sobra para hacerlo…

–¿Y qué pasaría si lo que descubriese fuese un imposible? –le preguntó preocupado.

–Si fuese un imposible, no sería una válido para ti. Tus as-piraciones, tus ilusiones, Berto, tienen que influir en tu conduc-ta, ¿sabes? Si no te mueves por ellos, ciegas el caño de la fuen-te. Nunca llenarás la balsa. Será sólo un ilusión tonta de niño caprichoso. Yo creo que tú estás más bien en otra fase, más de fondo, que cuando despierte brotará con una fuerza arrollado-ra… ¿Conoces el poema de Bécquer sobre el arpa olvidada, Berto?

–¿A qué viene ahora Bécquer, tía? ¿Te vas a poner románti-ca?

–Recoge la idea que te estaba tratando de explicar, pero como tu cerebro está reducido a un ganglio nervioso, no ves

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más allá de las cuatro simplezas a las que reduces el mundo.

–¡Bueeee! ¡Ya estamos faltando! ¿De qué va el rollo ese del arpa? ¿Ese pavo no se dedicaba al amor romántico? No sé qué tiene que ver con lo que estamos hablando.

–El día que estudies algo sabrás que Bécquer no habló sólo del amor. Tiene rimas dedicadas a la poesía, al arte, al genio creador que duerme en todo hombre. Y, aunque te parezca una exageración, también en ti hay ese genio creador, esa pasión por salir del estado catatónico en el que te encuentras, de búsqueda entre las nieblas, como decía Machado.

–¿Ahora Machado también? ¡Tú lo que quieres es que yo sea filólogo, una rata de biblioteca como tú! ¿Qué tiene que ver la poesía con la vida, tía?

–Lo tiene que ver todo, lo que pasa es que eres un ignoran-te. Los hombres sois unos animales y confundís arte con inutili-dad. Sois tan utilitaristas que parecéis muñecos de cuerda, dan-zando de un lado para otro, chocando con todo y siguiendo vuestra ruta sin rumbo… Los poetas, para que te enteres, son los que más han hablado sobre el ser humano. En ellos tienes muy buenos guías, Berto. Pero para entenderlos hay que estu-diar algo, y no ser un animal de bellota sin pulir como tú.

–¡Bueno, vale! A ver, dime qué dice el Bécquer ese.

–Es una de sus rimas más conocidas. Trata de un arpa olvi-dada en un ángulo oscuro de una sala, llena de polvo, abando-nada. Y es una pena, porque es un instrumento que puede ex-presar las notas más elevadas del arte y del corazón del hombre. Pero mantiene la esperanza de que la mano de su dueña vuelva a tocarla, y así sacar a la luz todas sus maravillas. Verás, al fi-nal, dice así:

“¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas, como el pájaro duerme en las ramas,

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esperando la mano de nieve que sabe arrancarlas! ¡Ay! –pensé–. ¡Cuántas veces el genio así duerme en el fondo del alma, y una voz, como Lázaro, espera que le diga: ¡Levántate y anda!”

Berto se quedó pensativo. Con cierto esfuerzo, consiguió establecer paralelismos entre el pájaro dormido, el arpa dormida y el Lázaro dormido. Cuando despertase, arrancaría el vuelo, la música y su caminar. ¡Toma ya! Ahora resulta que la poesía sí que decía cosas interesantes, –se sorprendió el propio Berto.

–¿Y qué hago? ¿Sigo aquí tumbado hasta que se me des-pierte el genio?

–Tú mismo estás ya moviéndote para despertarlo. Pero lo que te quiero decir es que el día que lo veas, Bertito, ese día, ya no tendrás que esperar más. Ya nadie te tendría que empujar. Tú mismo tendrás vida propia. Nadie tendrá que tirar de ti. ¿Lo en-tiendes, cabezón?

En esas estaban, cuando escucharon la llave en la puerta, y comprendieron que sus padres volvían de su paseo sabatino vespertino.

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CAPÍTULO 25

I Mientras seguía chorreando el cielo el domingo por la ma-

ñana, Lucas se acercó a la casa de Freijanes. Joker lo saludó con dos ladridos desde dentro, y Antón supo que era Lucas por la forma en que el chucho movía el rabo.

–¡Pasa, bergante, y sacúdete el agua de encima! –le gritó desde dentro.

Lucas accedió a la cocina, acompañado de un Joker loco de alegría. Antón estaba limpiando unas botellas de vino que había subido de la bodega.

–Os estoy preparando los caldos, Luquiñas. Albariño del mejor. De casa de un amigo de confianza.

–¿Seguro que es bueno? ¿No será de esos vinazos caseros más ácidos que la lejía que bebéis con tanto orgullo? –lanzó el envite Lucas.

–¡Ya lo probarás, tunante! Y ya me dirás si no es una deli-cia… Es de lo mejor que guardan las entrañas de esta casa.

–¿Es un vino parturiento, entonces?

–Recién salido de madre. Fresquiño como sólo se mantiene en la bodega. ¿Quieres probarlo?

–¿A estas horas? Quizá un compañero que está conmigo en la casa te lo probaría, pero yo no.

–Tú te lo pierdes… ¿Qué tal los acuerdos de paz por ahí abajo, con tu “y sin embargo, contento? –le recordó con risa amable.

–Casi nos matamos a besos, Antón.

–No está mal tener a alguien a quien dárselos, rapaz…

Lucas entendió que era una queja velada de Freijanes.

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–Antón, ¿por qué no te casaste? –le preguntó, muy cuco.

–Porque no pude, –respondió, esquivo.

–¿Nada más, viejo truhán?

–Ya te lo he dicho todo. Y no insistas.

Lucas dio por perdida la partida. Al final, se centró en lo que le importaba.

–A ver, viejo tunante, tenemos que hablar.

–¿Y de qué, si se puede saber? Cualquier día te cobro por el mucho trabajo que me das.

–¡Ya te pagaré en especie…! Por cierto, ¿no te han invitado hoy a un cocido?

–No lo pagas tú, que nos invita la abuela. Llevo oliendo el lacón desde antes de desayunar, je, je.

Lucas volvió a lo que le importaba.

–Pues de qué voy a querer hablar sino de mí mismo. Tengo algunas dudas.

–Entonces, espera un momento, que termino con los vinos y nos tomamos un aperitivo.

Antón dejó inmaculadas las dos verdes botellas, cuyo inte-rior era tan brillante que aclaraba su verde oscuro. Las metió en la nevera y sacó un refresco para Lucas y una cerveza para él. Se fueron al salón-museo, donde ocuparon los habituales pues-tos de charla. Antón silbaba de contento, y Joker se hacía ilu-siones de que algo podía caer, viendo los refrescos del amo en su mano.

–¿Y qué tripa se te ha roto ahora? –le preguntó Antón antes de besar la boca del botellín marrón.

–Verás, es que estoy un poco atascado… No sé cómo decir-

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te…

–Pues como no me des más pistas, vamos aviados.

–Es sobre lo que veo en mis ojos por las noches.

–¿Qué? ¿No te gusta lo que ves?

–No mucho, la verdad, pero eso no es lo que me preocupa. Lo malo es que toda meta de mejora que me propongo me cues-ta un montonazo conseguirla.

–¿No serán muy altas esas metas, Lucas?

–Te explico. Me doy cuenta de que voy muy de sobrado por la vida con mucha gente, o que desprecio a todos los de clase, salvo dos o tres… O que le doy muchas vueltas a las cosas y que me monto unas películas de odio y violencia que parezco Rambo… Rollos así, ¿lo pillas?

Antón reflexionó unos momentos, mientras contemplaba el marrón del cristal de la cerveza.

–¿Y qué te propones? ¿Qué metas te marcas?

–Pues mejorar en ellas… A ver, me digo: hoy no voy a des-preciar a nadie en clase, por ejemplo. Y así un día, y otro y otro… Nada, macho, no hay forma.

–Eso te indica lo arraigado que tenías el vicio, chavalín. Tú dale caña hasta que venzas la tendencia… Lo que te preocupa es que ves que no mejoras, ¿no?

–Exacto, Antón.

–¿Y te has preguntado por qué no mejoras?

–No consigo entenderlo. En cuanto me doy cuenta de que estoy poniendo a parir a alguien, rechazo el comportamiento… Pero no te creas que lo advierto pronto. A veces tardo horas, y otras ni me entero.

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–¿Y luego lo pasas mal en el espejo?

–¡Hombre, es que es desanimante! ¿No crees?

–Lo desanimante era lo mal que lo hacías antes, no ahora que lo intentas hacer bien. Al final, lo irás consiguiendo… Con más esfuerzo y, poco a poco, se te allanará el camino.

Lucas trajo un recuerdo a la conversación.

–El otro día vi cómo caía un enano de infantil y se echaba a llorar. Le hacían tres mimos y el tío se levantaba y seguía ju-gando, como si nada. Yo veo que me cuesta un riñón levantar-me con esa agilidad…

–Interesante ejemplo, Lucas. ¿Sabes por qué tardas tanto en levantarte, por qué no se te pasan las rabietas pronto, y luego te desanimas?

–Le he dado vueltas, pero no caigo…

Antón no sabía si decírselo o no. Más tarde o más tem-prano, el chico se daría cuenta, así que prefirió adelantarle la so-lución para ir ganando terreno y evitarle dolores.

–Porque sigues actuando, –dijo Antón y le metió otro beso largo al botellín.

–¿Que sigo actuando? ¿Qué chorrada es esa? Explícate, an-da, viejo lobo, que cada vez que hablo contigo me rompes los esquemas.

–Porque sigues actuando. ¡Razónamelo, hombre!

–No entiendo. Dame más pistas, please!

–No piensas en los demás cuando te intentas corregir.

–¡Pero qué dices, tío! Si todo esto lo hago por los demás…

–No. Piensa, Lucas.

Lucas no sabía qué hacer, cómo roer ese hueso. Luego, se

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lo aclararía Antón y se daría palmadas en la frente por lo evi-dente de la respuesta. Pero ahora estaba absolutamente fuera de juego.

–Nada, chico… Más pistas o me rindo.

Antón acabó la cerveza y la depositó en la mesita del salón. Hizo gestos de cansancio, de no entender cómo una lumbrera como Lucas no caía en el asunto.

–Mira, botarate, a ver si me explico bien. Tú, ¿en qué pien-sas cuando te quieres corregir en alguna de esas cosas feas que ves en el espejo? ¿Quién recibe el daño o el provecho de tus in-tentos? ¿Lo haces por los demás, o por quedar tú bien contigo mismo?

–Quedar bien conmigo mismo… Hombre, eso también se consigue si lo haces por los demás, ¿no?

–Sí, siempre y cuando no inviertas el orden, rapaz. Si pri-mero buscas el decirte a ti mismo: mira qué tío más bueno soy, mira cómo progreso, mira qué bien que ya me estoy portando como un hombre, sí señor, estoy feliz con este éxito que tanto me ha costado y con el que tanto me he engrandecido… ¡Y mira qué bien le viene a los demás que ahora se benefician de mi grandeza! Y cosas por el estilo, mal invento, chavalín. Primero y únicamente, hazlo por los demás y tu premio vendrá después. Mientras sólo busques mejorar tú, y a los demás lo que les to-que en suerte, como de regalo, mal asunto, berzotas. Porque es-tás intentando deshacer una madeja enrollando otra peor.

–¿Otra? ¿Cómo es eso?

–Te sigues envaneciendo… Te sigues inflando en tus lo-gros. Te sigues encerrando en ti mismo. Hasta que seas un orgu-lloso tan rematadamente gordo que dé asco estar a tu lado. Y llegará un momento en que volverás a explotar como la semana pasada. Porque, en el fondo, a pesar de las buenas intenciones,

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seguirás siendo igual de engreído que ahora, habrás puesto otra vez la meta en ti mismo.

Lucas pensó rápidamente en lo que acababa de escuchar. No quería perder el hilo de la exposición.

–¿Crees que no me levanto pronto porque me humillan mis fracasos?

–A todos nos humillan. La clave es la importancia que nos damos a nosotros mismos y lo muy alto o bajo que nos conside-remos. Si partes desde abajo, sabiendo que lo normal es que cometas burradas, no te extrañarás tanto cuando las hagas… Lo importante no es cometer errores, sino situarlos en el contexto adecuado. Y cuando reacciones, porque has provocado dolor, porque has fastidiado al vecino, porque has sido tan injusto con aquel y el de más allá…, en lugar de cabrearte por lo mal que has quedado con ellos y contigo mismo, con tu representación teatral, piensa en el daño cometido y arréglalo. Hazte un jura-mento personal de que no volverás a hacerlo más y pide perdón. Así te ennoblecerás. Ayudando de verdad a los demás. No que-dando tú bien. Eso es pura falsedad. Teatro barato. De guiñol.

–¿De guiñol? –preguntó sorprendido Lucas. No podía ser una casualidad.

–Sí, Luquiñas, de guiñol. Una apariencia de teatro que sólo vale para recordar que existe un auténtico teatro, que es el bueno de verdad. ¿Lo coges?

–¿Crees que me he portado como un muñeco de guiñol, An-tón?

–Mientras no cambies en lo que te he dicho, seguirás con-virtiendo tu vida en una bufonada, en un recuerdo de una vida real, la buena de verdad.

Lucas se quedó pensativo. Tenía mucho que procesar. An-tón le dio tiempo para que ajustase las ideas.

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–Es curioso, ¿no Antón?

–¿El qué, bergante?

–Que uno se ennoblezca gracias a sus errores.

–Sólo si los reparas, majo.

–Bueno, eso, si los arreglas. Pero no me digas que no es pa-radójico.

–Es la vida misma, chaval. Así estamos hechos.

–¿Entonces? –preguntó, ansioso, Lucas.

–Entonces, a luchar, marinero. Que fracasas, levántate rápi-do y arréglalo. Que mejoras, no lo prediques a los cuatro vien-tos. Deja que esos vientos te lo canten, cuando hayan recogido los murmullos de aprobación de la gente por ti. Y entonces, alé-grate, porque sabrás que has triunfado y has sido el último en enterarte.

II La semana escolar arrancó con las emociones de las notas.

Los profesores iban entregando las pruebas corregidas, entre emocionados “¡vivas!”, juramentos, “¡increíbles!” y frustracio-nes adivinadas. Miss Josefina y Mary Pitty from London no se quemaron mucho y Berto superó el obstáculo con un estrechí-simo margen de quince décimas. Resopló, mientras se autoani-maba con un “¡vamos, Berto, vamos!” Las inglesas se cebaron con el pobre Félix que no llegó al dos.

Adrio dedicó una de sus clases a corregir el examen y a comentar las burradas más destacadas con las que se topó. El comentario de Berto fue leído entero, para cachondeo de toda la clase. Aún así, llegó al cinco y medio, todo un mérito, teniendo en cuenta que había perdido los dos puntos de rigor. Economía, Matemáticas, Geografía… fueron desfilando en los dos prime-

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ros días de la semana. En general, notas bastante aceptables. El desmadre se produjo con las calificaciones de TIC y de Reli-gión, en donde todo el mundo sacó un diez. Advirtieron las pro-fas que vale, que lo habían entendido, y que nunca más un exa-men tipo test. ¿Pero cómo lo hicisteis?, preguntó la Chari, ante las risas de público y crítica.

Al final, Lucanor –por no hacer mudanza en su costumbre– salió pletórico de dieces, Félix suspendió el Inglés, Berto el Ga-llego, y las chicas del guiñol con una media que se acercaba al nueve. Andrea se llevó cuatro paquetes de regalo para casa: Ma-temáticas, Geografía, Economía y Filosofía. No se le quedó muy buena cara, no… Pasaba al furgón de cola de la clase.

El martes por la tarde, se reunió el claustro para evaluar a los alumnos. Una tarde espantosa de cursos, cada loco con su tema, cantando las glorias y desdichas de la ajetreada vida del profesor. Adrio dirigió y cerró la sesión de su curso.

–Bueno, pues, analizando en general los resultados, resulta que tenemos un grupo bastante bueno, con gente que se ha puesto las pilas y el curso ha empezado a rodar definitivamente –concluyó un exultante Adrio con sus pupilos.

–Sin embargo, perdona que diga un par de cosas, Fernando –quiso apuntar la directora, que presidió la tarde en la sala de profesores.

–Tú dirás, Elvira.

–Me parece bien el análisis que has hecho del grupo, sin embargo creo que es bueno aclarar un par de detalles que me parecen interesantes. En primer lugar, recordad a la gente que los trimestrales están a tiro de piedra, en menos de un mes. Así que no se confíen. En segundo lugar, ya que los chavales han respondido bien, aprovechad la oportunidad para meter más ca-ña y subir el nivel. Todo lo que se pueda avanzar ahora es tiem-po ganado para el final. ¿Os parece bien?

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–A mí me parece perfecto. Ahora que han cogido el ritmi-llo, a ver si conseguimos que lo mantengan, –apuntó Adrio, jun-to al resto del profesorado que confirmó la iniciativa.

–Y un asunto más, Fernando. Esto que voy a decir no afecta sólo a primero de bachillerato sino a muchos cursos del colegio. Tenemos que poner los medios para intentar, de una vez por to-das, cargarnos el ambiente de chismorreo, murmullaje y dimes y diretes que está tan metido entre nuestra gente. Y lo digo aho-ra, Fernando, porque en tu clase el problema alcanza cotas preocupantes…

–Las Gorgonas… –musitó, el encargado del grupo.

–Exacto. Las Gorgonas. Empieza tú mismo por olvidar ese nombre y no vuelvas a usarlo más ni permitas que tus chicos lo hagan. Y el resto lo mismo. No se puede dar carácter de oficia-lidad, por muy en broma que sea, a algo que es detestable. To-dos los tutores personales me vais a hablar con los alumnos y sus padres y lo vais a tratar específicamente. Indicadles que es-tamos hartos –todos lo están, incluidos ellos– de este asunto. Y que vamos a ir a por él. Os pasaré un correo electrónico con las medidas que se van a tomar, que lo está ultimando José Luis. Creo que ha llegado la hora de afrontar de una vez por todas es-ta persistente desgracia. ¿Cómo lo veis?

–Sería un alivio, Elvira. Poder vivir sin la presión de que te estén siguiendo doscientos radares para cogerte en un renun-cio… –apuntó Jaime Calero, seguido por todo el claustro.

–Pues entonces, hemos terminado. Os recuerdo que, si al-guien aún no lo ha hecho, hoy son las elecciones a comité de empresa, y que votéis los que queráis antes de iros. Muchas gracias a todos y hasta mañana.

Todo el mundo recogió, aliviado por el fin de la prolongada sesión. Elvira reclamó a Jaime.

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–Jaime, ¿cómo va la cosa? ¿Qué impresiones tienes?

–Pues la verdad, no sé muy bien. La gente no dice nada, salvo los de siempre que animan a voz en grito. Es una incógni-ta para mí estos resultados.

–¿Pero nadie te ha dicho nada? ¿No percibes en el ambiente que te apoyan?

–La gente se ha vuelto muy tímida, así, de repente.

–Bueno, chico, suerte.

–Gracias, Elvira.

A Jaime Calero le quedaba todavía una hora larga de espe-ra, hasta que se abriesen las urnas. Las pasó a solas en su despa-cho, haciendo que trabajaba, que leía, que investigaba… Todo un enredo de actividad para evitar pensar en el resultado. Su tercer puesto en la lista del PED prácticamente le daba seguro una plaza, pero había que confirmarlo.

A las ocho de la tarde, se cerró la votación con una partici-pación bastante elevada. Casi el ochenta y cinco por cien del censo emitió una papeleta en la urna. ¡Mejor! Cuanto más vo-tos, más opciones, se dijo Calero. A las ocho y diez la abrieron, en presencia de los representantes de los dos sindicatos, y de la presidente de la mesa, que le tocó en suerte a la Chari. SIP, SIP, PED, PED, SIP, PED, SIP. Comenzó el recuento. Punto final. El SIP ganó las elecciones por un margen no muy abultado. Ca-lero consiguió su plaza. El PED sacó su máximo histórico, con tres representantes en el comité de empresa de El Olivo.

Calero arrancó el coche y salió aparentemente tranquilo del colegio. La procesión iba por dentro, y no variaba mucho de las otras ocasiones en las que algo le salía bien. José Luis Valeiras recibió en un sms el resultado de las elecciones. Aunque Elvira se lo reprochara, se lamentó para sus adentros. Y en un minuto, ya le estaba enviando otro mensaje a Elvira: “Calero está den-

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tro.”. Elvira leyó el mensaje que confirmaba sus intuiciones y sonrió. ¡Bueno, qué se le va a hacer! Quizá sea lo mejor para todos, se dijo a sí misma.

III –Bueno, Berto, al final, sólo el Gallego, –le animó Adrio.

–Pues ya me fastidia, don Fernando. Porque le eché lo me-jor de mí mismo.

–Lo importante es que no cambies de actitud. Y que traba-jes en clase y en casa todos los días. Así los agobios serán me-nos, y no pondrás histérica a toda la familia.

–¿Ya le ha ido alguien con el cuento? –le contestó con gesto de sorpresa.

–Me crucé el sábado con tus papis. En la calle Príncipe. Y tomamos un café rápido, casi de penalti.

Berto afrontó el problema que le roía la sesera.

–¿Sabe que no termino de ver claro? –le preguntó un poco desanimado.

–¿Vas a ingresar en la ONCE? –respondió sardónico el inefable Adrio. Ambos rieron la tontería.

–No sé cómo seguir. Veo que me cuesta todo un montón, ¿sabe? A pesar del propósito de mejorar, de retomar la búsque-da del mapa.

–¿Y qué esperabas, que una sirena te lo desenterrase mien-tras tú te tomabas un cubata a la sombra, abanicado por dos be-llezas polinesias?

–Hombre, pues no estaría mal, je, je… No, en serio… Lo de los chavales del fútbol en los recreos, ¿sabe? Me está comiendo el tarro.

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–¿Y eso? Cuenta, hombre, –lo animó a proseguir Adrio, mientras se recostaba en su sillón de profesor.

–Veo que con cuatro tonterías los hago felices. Que me res-petan. Incluso me he permitido el lujazo de dar consejos a algu-nos… ¿Quién lo diría, eh? El desastre del Berto dando lecciones a los pequeñines…

–¿Y esos consejos que das, Berto, están bien, son buenos?

–Sí.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Pues verá, porque, si fuese yo el crío, me gustaría que me los dieran así, como los doy yo… Y porque tengo la experiencia de que esos consejos, si los pones en práctica, funcionan… Te evitan mucho mal rollo vital.

–¡Ajá! Realmente interesante, Berto.

–¿Y eso? ¿Le dice algo a usted?

–Me dice mucho… Pero me da un poco de impresión, así de entrada, no te creas…

–Dígame. Soy todo oídos.

–No majo. Creo que tienes que ingresar en la ONCE, ¿sa-bes?

–¿A qué viene esa parida ahora, otra vez?

–Por dos motivos: uno porque lo tocas y no lo ves. Y dos, porque si yo te parezco una sirena, no sólo tienes mal la vista, es que rozas el desequilibrio mental… Y un consejo, Bertiño. Hazme caso. Ponte en serio con la ortografía y la expresión, porque así no vas a ningún lado, ¿me entiendes?

–Eso ya lo sé… ¿Pero qué quiere decir con lo de la sirena y lo de que lo estoy tocando y no lo veo?

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–Sigue hurgando, Berto. Estás caliente, caliente. ¿Me harás caso?

–Porque me lo pide usted, que si no… Y ¿quiere que se lo diga cuando lo encuentre?

–No hará falta, porque se te va a poner tal cara de susto… que la gente te va a hacer fotos.

Berto salió del despacho de Adrio, donde había comunicado también que le gustaría seguir entrenando y ocupándose de los recreos de primaria. Al menos una temporada más, hasta las Navidades. Luego ya se vería.

–Es que ahí me siento respetado, querido, valioso… Y útil, porque veo que les puedo ayudar y que, cuando me hacen caso, mejoran. No sólo el Andresito guasón, sino todos. Aprenden a jugar en equipo, piensan en los demás y no se dedican a ir de chupones por la vida, se acostumbran a jugar con orden, mante-niendo las líneas. Y cómo atienden cuando hacemos una piña para explicarles algo colectivo, algo que les afecta a todos. Y el agradecimiento de los chavales… que me llaman don míster. Y veo que se fían de mí más que de nadie y eso me agobió al prin-cipio porque me di cuenta de que tenía que ser responsable, de que mi ejemplo era básico para que comprendan que lo que yo les pido he de ser yo también el primero en hacerlo. Y todo eso hace que, cuando estoy con ellos, sea el mejor Berto de todos los Bertos que conozco.

Le seguía dando vueltas al tema, hablando consigo mismo, imaginando que aún estaba con Adrio en el despacho. Mientras tanto, se dirigía al pabellón cubierto, donde seguiría con los críos, dirigiéndoles la vida.

En uno de los descansos obligados de uno de los equipos, se sentó con los eliminados en la banda, mientras seguía arbitrando desde lejos. Uno de los enanos, animaba a los dos equipos para que metiesen el gol que le daría entrada a la pista. Entre

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“¡uuuuys!” y “¡pero qué malo eres!”, el chavalín, que respondía al nombre de Brais, le dijo:

–Oye, don míster, ¿tú nos vas a dar clase algún año?

–Pero qué dices, hombre, si yo soy un alumno, como tú –sonrió Berto por la ocurrencia.

–¿En qué curso estás? –le preguntó el chaval curioso.

–En bachillerato.

–Entonces, sí puedes. Porque estoy en cuarto de primaria, y hasta el bachillerato me quedan –y se puso a contar con los de-dos– seis o siete años…

–¿Y qué? ¿Quién te ha dicho que yo voy a ser profesor? –le respondió casi sin atenderle, más pendiente del partido que de la conversación.

–Pues sería guay que fueses profe, don míster.

Y, en ese momento, uno de los equipos metió gol. Gritos de alegría y cambio de equipos en la pista.

–¡Venga, don míster, pita el inicio del partido, que se acaba el tiempo! –le gritó Brais desde el centro del campo.

Pero Berto no estaba para pitidos. Se le había caído el silba-to de la boca. Y se le había puesto una cara muy extraña, mitad de feliz, mitad de idiota, mitad de susto, mitad de lelo. Cara de espasmo. Babeando. Y fueron todos los niños a ver qué le pasa-ba. Intentaron reanimarle pero no reaccionaba. Los chavales se asustaron porque se había quedado como una estatua. Algunos avisaron a los profesores que vigilaban en el recreo para que lo viesen.

–Pero Berto, ¿qué te pasa? –le preguntó una profesora de primaria de toda la vida.

Berto empezó a salir del coma, y abandonó el patio, musi-

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tando para sus adentros, de manera tan repetida que parecía un mantra: ¡Jodeeeer, pero qué fuerte, tío, jodeeeer!

IV Los Calcetiñecos supusieron la confirmación del éxito del

novel grupo de actores. Incluso se atrevieron con la música y cantaron una canción pegadiza, ante la que se unió un coro de cientos de palmas minúsculas. Los dos únicos personajes que se salvaron de la quema de las anteriores ediciones fueron la ser-piente, que seguía en su papel de mala, y Súper Ranón, que ca-da vez que aparecía levantaba tal expectación que se convirtió en el auténtico héroe de toda la sección de infantil. El viernes 18, en la sesión con los mayores, se añadió un poco más de dramatismo y mucha más acción, con un aumento proporcional a la edad en aplausos y vivas.

Lucas se fijó en los cientos de caras, cuando salieron a sa-ludar. Eran unas caras que alegraban el alma, el corazón y po-nían sonrisas sinceras en las bocas de los actores. Lucas pensó que ese agradecimiento, esos pequeños momentos de felicidad en esas caras, le enganchaban a uno. No por el éxito. Sino por el agradecimiento tan ingenuo como sincero de los niños. Y com-prendió que esa satisfacción interior que estaba viviendo, acompañada de algún que otro escalofrío, no tenía precio en es-te mundo. No se podía cambiar por nada. Y que, si no era la fe-licidad, se le acercaba mucho. También fue consciente de que debía aprovechar ese momento de alegría interior para hacer acopio de lotes de felicidad, que sirviesen de consuelo para los malos tragos de la vida.

Al terminar la función, todos los actores rieron el éxito de la obra, y le agradecieron de verdad a Félix la ocurrencia de la in-vención de los Calcetiñecos. Salieron rápido para las últimas horas de clase. Al terminarlas, cuando subían a los buses, Lucas

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le dijo a Silvia que quería hablar con ella. Quedaron en la Plaza de España, a las cinco y media de la tarde y darían una vuelta por ahí. A la chica le bailó el corazón y las tripas le cosquillea-ron.

Lucas entró en su casa vacía. Dejó las cosas del colegio en su habitación. Miró con lástima las huellas de su acto vandálico que aún permanecían, y recordó que había quedado al día si-guiente con su padre para arreglar el armario y comprar un nue-vo ordenador.

Se cambió de ropa. Zapatos por deportivas, camisa por polo de rugby, tergal por vaqueros, cazadora por náutica. Se miró en el espejo del baño, y comprobó, una vez más, que el proceso de cambio seguía siendo doloroso, que le costaba mejorar. Pero vio reflejados en sus ojos los cientos de caras sonriéndole, que le provocaron una sonrisa. Ahí, dentro del cajón, se perdía muchas de esas caras durante el desarrollo de las obras. Pero sabía que había triunfado cuando los vientos le traían los ecos del éxito. Y descubrió que Antón tenía razón. Que, entonces, venía la ale-gría, la tranquilidad, el gozo por haber hecho el bien. Y la sere-nidad, porque esa alegría tapaba todo rastro de miseria personal en el resto de las batallas fracasadas.

Sin embargo, pensó que Antón se había equivocado en una cosa, aunque él lo hubiese citado como ejemplo. El guiñol no era un simulacro del teatro real, del bueno de verdad. No. El guiñol era un auténtico y verdadero teatro, donde también aflo-raban la pasión y el sentimiento, la victoria y la derrota, la en-trega y el egoísmo. Y esos grandes temas se adaptaban a un lenguaje y a unos personajes apropiados para una mente sencilla como las de los niños. Quizá Antón lo hubiese olvidado ya. Si es verdad, como dicen, que los ancianos se parecen cada vez más a los niños, le haría una demostración a él y a la abuela pa-ra que lo comprobasen.

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El timbre que anunciaba a Silvia lo sacó de sus pensamien-tos. Bajó rápido, sin disimular, las escaleras. Esa tarde no tenía el discurso preparado. Sólo la idea. No necesitaría actuar. Cogió las llaves de casa y dejó una nota a sus padres.

En el portal se saludaron con sonrisas y cogieron camino del parque de El Castro. Había dejado de llover el jueves por la mañana y el sol luchaba por hacerse paso entre los jirones de nubes que insistían en hacerse las remolonas en la ciudad. Ella estrenaba vaqueros, llevaba una camisa clara de un estampado suave y un tres cuartos de tela de gabardina muy blanco.

–Lucas, la semana que viene terminas oficialmente con tus obligaciones en el teatro… –comenzó ella.

–¿A que es una pena? Con lo bien que nos lo pasamos…, respondió, haciendo teatro bufo de gestos, indicando pesar.

–¿No vas a seguir? –le preguntó ella con cara de susto.

–¿Merece la pena, Silvia?

–¡Claro que merece la pena, Lucas! ¿No has visto las caras de tu público hoy?

Pasearon un rato en silencio, mientras ascendían por las empinadas cuestas del parque. Silvia entendió que su chico es-taba pensando en la decisión y no quiso interrumpirlo. Llegaron al mirador.

–¿Y Félix, Silvia? ¿También lo queréis a él?

–Por supuesto, Lucas. Sólo por lo de los Calcetiñecos se merecería un puesto de honor. ¿No crees?

–Supongo que Marisa estará feliz, –le comentó en tono pí-caro.

–Sí. Aunque tiene un largo recorrido que hacer con él. Está todavía bastante fuera de juego…

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–Debemos ayudarle entre todos. Él tiene un problema más grave que todas nuestras tonterías juntas, Silvia.

–¿Lo de su padre, no?

–No. Lo suyo. Tiene que ser capaz de superar ese trauma y comprender que su vida puede ser como él quiera que sea, abso-lutamente al margen de lo que hizo su padre o su vecino o su abuela. Yo creo que él se martiriza porque fue rechazado, ¿re-cuerdas? No quiso ni aceptar las visitas del hijo a las que tenía derecho. Es… ¿Cómo decirlo…? Es el hijo rechazado.

–Con nosotros ha pasado a ser el compañero acogido…, musitó Silvia.

–Por eso está tan feliz en el grupo, Silvia. Hasta que lo su-pere, no lo podemos abandonar. El día que sea independiente, que elija él.

–¿Y tú, Lucas? ¿No te has sentido nunca como un hijo re-chazado? Lo digo por la que tuviste con tus padres.

–No, Silvia. Fui yo el que los rechazó. Pero fue un error. Gracias a Dios, estuve muy bien asesorado por mucha gente. Si hubiese estado solo podría haber hecho cualquier bestialidad.

Habían llegado al mirador. Contemplaron en silencio la ciudad a sus pies.

Lucas cogió de la mano a Silvia y a ella casi le da un pata-tús. Se volvieron y se miraron a los ojos muy fijamente.

–Silvia, debes darme tiempo, –dijo Lucas en un susurro.

–El tiempo no es problema, Lucanor, –le respondió entre nervios y ansias, temblando como un flan.

Lucas entró en el negro de los ojos de Silvia y hablaron sin palabras.

–¿Sabes lo que veo en tus ojos, guapa?

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–Sí.

–¿Seguro?

–Confírmamelo.

–Me veo a mí mismo. Querido y amado sin reproches. Tal y como soy.

–¡Bingo!

–¿Y qué ves en los míos, Silvia?

–Lamento no ver tan claro, Lucas. Tienes echadas las corti-nas.

–Por eso te pido un poco más de tiempo.

Se rompió el momento. Lucas le soltó la mano, y se apoyó en la barandilla. Ella le cogió el brazo.

–¿Tan feo es lo que escondes en esos ojos que no me lo de-jas ver, Lucas? –le preguntó ella un poco defraudada.

–No es que sea feo. Es como una casa patas arriba. Todo un revoltijo.

–Pero yo he visto que es una casa muy hermosa…

Siguió otro pausado silencio.

–¿Cuándo supiste que estaba… enamorada de ti?

–La primera o segunda vez en que me fijé en tus ojos. Lo gritabas en estéreo. Luego, todo lo demás hablaba de lo mismo. Y me lo confirmaron tus sonrisas cuando peor lo estaba pasan-do. Tú lo intuiste, y preferiste ocuparte de mí a dejarme solo con mis problemas.

–¿Por qué has tardado tanto en dar este paso? –le preguntó ella, mirando a la ciudad.

–Necesitaba tiempo para estar un poco más… presentable…

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Y para despejar mi cabeza. Así, como estaba, no podía atender-te como te mereces, Silvia. Ahora ya lo voy teniendo más claro y creo que podré empezar a dar pasos… ¿Lo pillas?

–Creo que sí. Pero… si me dejases ver claro… si me deja-ses intervenir a mí, irías más rápido. ¿O crees que te querría menos por subir juntos ese obstáculo?

–Aunque no lo creas, es un obstáculo que yo debo superar en solitario… Pero tranquila… Creo que es necesario que lo ha-ga así para que luego, juntos, la cosa funcione…

–Lo que quieras, Lucanor. Pero, aunque no me dejes entrar del todo en tus ojos, déjame que al menos te acompañe desde fuera. No me quiero perder el momento en que consideres que ya estás listo para descorrer los velos.

Lucas se volvió a la chica y le cogió las manos. Se las besó. De momento, no se creía con derecho a besar nada más. Ella lo abrazó muy suavemente, y el la cubrió con sus brazos, pero res-petó la suavidad y no apretó.

–Silvia, ¿te gusta Playa América? –le dijo en un susurro al oído.

–Me encanta.

–Te lo digo porque ese tiempo que necesito lo voy a tener que pasar por aquellas tierras. Todavía ando mal, con muchas muletas…, y necesitaré la ayuda de la abuela y de Antón. Pero las tardes nos las podemos reservar para pasear por el arenal.

–¿Podré acompañarte?

–Eso espero, Silvia. Es lo que más deseo.

V A la vuelta de las vacaciones de las Navidades, se anunció

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al curso la baja de Andrea. De nuevo, la marea de los murmu-llos amenazó con levantarse en la propia clase, con Adrio tra-tando de frenarla.

–Antes de que empecéis a chismorrear, que sepáis que se traslada por motivos profesionales de la familia. Y punto. Y ahora, a lo nuestro.

El aviso de Adrio fue bastante eficaz, porque apenas se co-mentó nada de la partida de Andrea en los foros sociales de la web. Tan sólo cuatro desesperados que suplicaban por la belleza perdida, aunque cuando la tuvieron delante no se atrevían ni a acercarse a ella. El más dolido de todos era Berto. Le hubiese gustado despedirse de la chica y quedar, al menos, como ami-gos. Pero no tuvo oportunidad.

Unas semanas más tarde, mucha gente se lanzó a la caza y captura de Andrea por la red. Había borrado sus perfiles públi-cos y privados de todas las cuentas conocidas por todos. Ni ras-tro. El juego duró otro par de semanas, y la chica y el asunto de su huida perdió interés.

Un día de finales de enero de ese mismo curso, Berto se acercó, por primera vez desde la pelea, a Lucas. Fue en un in-termedio de clases.

–¡Eh, pringao! ¿Sabes algo de la pava?

–Nones. Ni me interesa. Lo sabes bien.

Hubo un silencio. Se habían hablado sin mirarse a la cara.

–Oye, tú y yo tenemos un asunto por acabar, no sé si re-cuerdas…

–Lo recuerdo, y por mí eres el campeón. Yo te corono.

–¡Que no te enteras, pringao! Que no quiero continuar la pelea. Sólo quiero pedirte que… me perdones, aunque seas un pringao… –y se lo dijo mirando a los ojos a Lucas y con una

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sonrisa. Lucas le dio la mano.

–¡Lo mismo digo, pringao!

Algunos comentaron que habían visto a Andrea por la tele-visión, en una competición de coches o de motos. Que iba em-butida en un mini traje de modelo de una firma comercial y que sostenía un paraguas para darle sombra a un piloto.

Cuando acababan el curso, Lucas se acercó al pringao y le dijo a bocajarro:

–Plaza de Independencia. Perfumería Unibel.

Allí se plantó esa misma tarde Berto. En el escaparate, un enorme póster de no se sabía qué producto de belleza, mostraba una fotografía enorme de una tía que quitaba el hipo. O que lo provocaba, más bien.

Vestida apenas con un salto de cama, con botas rojas de ca-ña y un sombrero de paja, Andrea ponía rostro al producto en cuestión. Berto lo miró fijamente. ¿Era ella? Estaba tan maqui-llada que apenas era reconocible. Y se fijó en sus ojos y verificó que eran de ella, de su Andrea. Sus ojos verde-marina con pun-titas naranjas eran inconfundibles para quien los había mirado tantas veces de cerca.

Parecía feliz… ¿O no?

Tras un rato, Berto llegó a la conclusión de que, más que fe-liz, Andrea parecía orgullosa. Orgullosa de sí misma. No sabría explicar por qué.

Había sido un idiota cuando ella le contó –quizá por prime-ra y última vez– la verdad. La verdad de lo que vio en su tesoro. Que aquello que había visto, poco a poco, se iba cumpliendo. Pero, ¿quién se lo podía imaginar?

–¡Bueno! Lo cierto es que lo mío casi es peor que lo de ella. Si en aquel momento le digo qué iba a decirme a mí el mapa,

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habría reaccionado igual…, ¿verdad Andrea? –se dijo a sí mis-mo, reflejado en el escaparate.

Deseó que triunfase.

Al fin y al cabo, Berto siempre supo que una chica como ella nunca se contentaría con alguien tan poca cosa como él. Ni el propio Lucanor tenía posibilidad alguna…

Ellos eran gente normal. De la vida real. Gente discreta. Cada uno luchando por hacer bien sus cosas, pero nada del otro mundo. No personajes de anuncio, ni estrellas de televisión, ni gente de portadas de revista. Ellos no podían permitirse el lujo de sonreír a una cámara de fotos para que los demás envidiasen su felicidad.

A ellos les llegaba con sonreír a una cámara familiar, o amistosa. Con una sonrisa natural y sincera, para recordar con los suyos sus pequeños momentos de felicidad, en la típica tarde invernal de aguaceros y esperanzas.

FIN

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