yourcenar marguerite - cuentos completos

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cuaentos

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  • Introduccin

  • En la apreciacin ya unnime de la obra de Marguerite Yourcenar, una

    autora capital del siglo XX, cuya obra es clsica en la manera en que lo son aquellas

    obras que se extraen del tiempo en que nacen insertndose en esa ficcin que

    llamamos historia, sera un grave error postergar las dos docenas de cuentos

    escritos antes y despus de los aos dedicados a la construccin primorosa,

    escrupulosa, titnica, de dos de las cumbres de la novela contempornea, Memorias

    de Adriano y Opus Nigrum, y de joyas talladas con la brevedad de Alexis o el tratado

    del intil combate y El tiro de gracia. Lejos de ser producto de la fogosidad de una

    joven que resolvi muy pronto ser una escritora de una pasin y una precisin poco

    comunes, precisamente por saber a muy temprana edad qu y cmo iba a escribir,

    estos relatos escritos con idntico mimo compositivo que las grandes novelas, que

    datan de los aos de formacin y de los aos de sabidura y sosiego, resultan uno a

    uno y en su totalidad un autntico prodigio narrativo. Los tres relatos de la seccin

    que cierra este volumen, aunque reescritos aos ms adelante, provienen tambin

    de los aos treinta; al igual que los tres que se hallan en la primera, sus obras ms

    tempranas, son cifra y resumen de su singular concepcin de la obra y de su

    inigualable funcionamiento: al decir de Josyane Savigneau, Yourcenar desarrolla,

    afina, consolida, compone por adicin y por sustraccin, esboza y recapacita y traza

    con pulso firme una obra que haba soado e imaginado entre los dieciocho y los

    veinte aos, siempre subordinada al ansia de saber y al afn de servir.

    En la dcada de los treinta la obra no est conclusa, pero el destino est

    sellado. La obsesin de Yourcenar en llevar a cabo todos los proyectos concebidos,

    todas las tareas que se fue imponiendo, resulta enfermiza tal vez, pero es sntoma

    de una fortaleza en las decisiones propia de una mujer que supo muy pronto quin

    iba a ser, y que lo fue cabalmente con el paso de las estaciones, del primer al ltimo

    otoo. Ao tras ao Yourcenar va escribiendo y a veces va descartando las

    sucesivas piezas de ese mosaico concebido en su juventud; va reescribiendo y

    aadiendo y reordenando los volmenes de cuentos, cuyas fechas de publicacin

    pueden parecer algo confusas por esa situacin de elaboracin casi permanente.

    Entre los cuentos de juventud publicados pstumamente con el ttulo de

    Cuento azul (1993) y los tres relatos magistrales de Como el agua que fluye (reescritos

    en 1979-1981, aunque sus grmenes datan de mediados de los aos treinta), se

    intercalan dos libros ms unitarios, Fuegos (1936) y Cuentos orientales (1938, edicin

    ampliada de 1978). Con la excepcin del primero, los otros tres van acompaados

    de notas prologales o epilogales en los que la autora da cumplida noticia

    bibliogrfica de todos ellos.[1]

  • I

    Cuando el lector se ha encariado con un autor y el autor muere, y llega la

    hora de releer sus producciones ya conocidas y de paladear esos vinos decantados

    por el tiempo y hallar sabores novedosos, es corriente que surja el afn por conocer

    inditos, descartes, curiosidades que se fueron quedando en las gavetas de su

    escritorio. Entre los hallazgos que se hicieron en los archivos de Marguerite

    Yourcenar a su muerte, en 1987, seguramente los ms destacados sean tres relatos

    cortos de una coherencia proverbial, debida a la lucidez con que Yourcenar imagin

    qu y cmo iba a escribir a medida que adquiriese las herramientas del narrador y

    el rigor exquisito con que las emplea. Son los tres cuentos que figuran en el

    arranque de este volumen, escritos entre 1924 y 1930, aos en que comienza a

    trabajar en la dinmica literaria y a afinar las tesituras narrativas que aos despus

    culminara con Memorias de Adriano: esa metfora que arraiga en las entraas del

    hombre, un sentimiento a medias escptico y a medias esperanzado, pero que

    resalta ante todo la dignidad del ser humano.

    Cuento azul, el nico verdadero indito que dej Yourcenar a su muerte,

    apunta ya en la direccin de los Cuentos orientales. Expone desde luego el anhelo de

    Oriente que impregna toda su obra y demuestra una atencin extrema por plasmar

    con justeza todo un mundo sensorial, adems de producir un efecto caracterstico

    en la autora: parece que transcribiera una tradicin ancestral de acuerdo con las

    convenciones de la literatura oral ms cercana. Es posible que se quedara en el cajn

    por haberse ideado para formar parte de un trptico que contendra un Cuento

    rojo y un Cuento blanco, de los cuales no se conserva ms que la idea.

    Mucho ms curioso y bastante ms redondo es La primera noche, que

    Yourcenar reescribe pule, abrillanta, remata y transforma a partir de lo que

    habra sido el primer captulo de una novela proyectada por su padre. Esta

    narracin despojada de vana literatura contiene una experiencia doblemente

    fundacional en la sensibilidad de la narradora: apura el juego de las complicidades

    entre padre e hija, el misterioso placer de la suplantacin, la identificacin que se

    entabla entre ambos como clave de la transmisin de un saber estar y de una

    manera de ser; al mismo tiempo, relata con la lucidez del hombre maduro un

  • episodio que condensa una cosmovisin anclada en lo ms ntimo, en una noche de

    bodas, bordeando las fronteras del tab. Con su tono de sensualidad tierna y

    desengaada y su transposicin de la realidad vivida, en l hallamos la vaga idea

    de que la vida es as, a la vez que bien pudiera ser de otra manera.

    Maleficio, de corte ms convencional, es una primera aproximacin al

    mundo mediterrneo y profundo con la que se cierra este trptico de juventud

    acerca de la credulidad, segn lo define Josyane Savigneau en La invencin de una

    vida (Alfaguara, 1991), obra de referencia fundamental en cuanto a la vida y el

    universo propio de Marguerite Yourcenar. En realidad una especie de borrador

    previo de las capillas preciosas y las suntuosas estancias que, dentro de un vasto

    palacio, ir construyendo Yourcenar con criterio y con tesn a lo largo de los aos,

    dejando a la vez que sea el tiempo quien esculpa sus formas ideadas antes de que

    llegue el cincel que empua una mano magistral.

    II

    Producto de una crisis pasional de envergadura considerable, Fuegos es el

    ms unitario de los cuatro libros que forman este volumen. Se trata de una serie de

    composiciones lricas que, talladas como piedras preciosas no siempre de forma

    regular

    la perfeccin es enemiga de lo bueno, se ensartan en un hilo conductor que

    trenza una determinada nocin del amor tal como se hace y se deshace en

    situaciones precisas. Anclados en el mundo referencial del clasicismo helnico, del

    que Yourcenar fue finsima conocedora, en estos destellos de prosa repujada como

    trabaja el orfebre a la antigua, y de una modernidad sin embargo rabiosa, el

    mundo clsico viene a ser ms bien un teln de fondo sobre el que descansa un

    espritu radicalmente moderno: Fuegos, ms para bien que para mal, ostenta el

    signo de su tiempo, de las vanguardias de entreguerras, del expresionismo

    exacerbado. Desde ambos registros, Yourcenar construye nueve meteoritos

    incandescentes en los que un estilo convulso y una arrogancia confesa, una audacia

    verbal siempre al filo de lo excesivo, no impiden o ms bien permiten que el

    legtimo esfuerzo por no perder ni un pice de la complejidad de una emocin o el

    fervor de la misma fructifique en piezas de alta poesa.

  • Fuegos es un libro del deseo que arranca por la confesin de un deseo:

    Espero que este libro no sea ledo jams. Entre cada uno de los relatos que lo

    componen se han incorporado los extractos de un diario, aforismos a veces en los

    que se superponen el desgarro y la pasividad de quien vive con una compleja

    mezcla de sentimientos un amor que es enfermedad y es vocacin. Contienen un

    grado de intimismo de una lucidez expositiva extraordinaria: en la locura

    apasionada del amor una Marguerite Yourcenar ya no tan joven se conoce y se

    reconoce paso a paso. En el fondo, aun esquivando el cuerpo a cuerpo, la persona

    que habla en Fuegos con la insolente voluntad de dirigirse slo a un lector ya

    conquistado pone en tela de juicio si el amor total con los riesgos que comporta

    tanto para s como para el otro, de inevitable engao, de abnegacin y de humildad

    autntica, pero tambin de violencia latente y de exigencia egosta, merece o no el

    lugar exaltado que le han concedido los poetas. Las pasiones abstractas se asocian

    en el fulgor de estas llamaradas a la glorificacin o al exorcismo de un amor idlatra,

    y esa abstraccin prevalece en ocasiones sobre la obsesin carnal del sentimiento.

    III

    No tan homogneo como Fuegos, Cuentos orientales es tambin un libro

    autnomo, que responde asimismo a una concepcin precisa del relato; dentro de

    unas coordenadas estrictamente clsicas, los temas que desarrolla dan lugar a

    libertades mayores y a mayor amenidad y variedad. Comprendidos entre dos

    relatos que se centran en sendos pintores el gran pintor chino que se salva y se

    pierde abre el volumen; lo cierra el pintor flamenco que medita con reposo y

    tristeza frente a su obra, posiblemente sean reflejo del agua que corre en la veta

    ms amable de todo el flujo narrativo de Marguerite Yourcenar, no en vano el

    primero, Cmo se salv Wang-F, ha dado pie a una adaptacin estremecedora y

    destinada a un lector infantil. Se trata de transcripciones de fbulas o leyendas

    que Yourcenar desarrolla de manera ms o menos libre, tomndolas de fuentes

    clsicas u orientales, de las baladas balcnicas, de las supersticiones de la Grecia

    contempornea o de una admirable novela japonesa del siglo XI, el Genghi

    Monogatari, aunque en este caso Yourcenar viene a colmar una laguna que presenta

    el texto original y de alguna manera completa lo que estaba slo esbozado en un

    relato que tiene cada vez ms adeptos.

  • En una obra cuentstica relativamente corta dos docenas de cuentos no son

    tantos para tan larga vida dedicada a la escritura, y por nmero casi la mitad de los

    cuentos, diez en total, se hallan en este libro, es posible recorrer un compendio o

    un muestrario bastante exhaustivo de las formas en que encuentra cauce el gnero

    exquisito del relato corto, desde el golpe seco de la epifana que parece repentina,

    pero que viene prefigurada por detalles acaso inapreciables en una primera lectura,

    hasta las variantes del cuento tradicional y teido de oralidad, pasando por el mito

    recreado a la medida de un sentimiento y con el afn de darle de nuevo la funcin

    de explicacin del ser humano que tuvo en su origen, o la fabulacin que crece y se

    expande con naturalidad orgnica hasta ser novela corta, como sucede en dos

    ocasiones en el libro que cierra el volumen. Est el episodio que en su remate

    inconcluso encuentra su final, est la narracin que se tensa hacia el final en que se

    resuelve. Cuentos orientales son las pequeas piezas de msica de cmara que

    jalonan una sinfona mayor, las palabras de alcoba que al adormecer y sosegar al

    oyente despiertan el sentido, la descripcin de un terreno acotado con amor en el

    cual cabe un mundo entero.

    IV

    Con la perspectiva cronolgica y lineal con que se pueden leer, estos Cuentos

    completos forman a la vez un libro que crece como la vida vivida con inteligente

    intensidad, y que culmina de improviso, y an en la madurez, en un relato que no

    concluye y se prolonga hacia el futuro a la vez que enlaza con los hechos ms

    sobresalientes del pasado.

    Los tres relatos de Como el agua que fluye son obras de juventud, pero que

    siguen siendo, para el autor, esenciales y queridas hasta el final. Son, por tanto,

    obras de plenitud. En versiones muy distintas apareci el primero, Ana, soror

    en un libro de 1934, La Mort conduit lAttelage, dividido en tres relatos que se acogan

    a la advocacin de tres pintores: el que se amparaba en Durero se refundi en Opus

    Nigrum; el dedicado a Rembrandt se escinde en los dos con que termina esta seccin;

    el que se encomienda al Greco aunque en su segunda y definitiva versin tanto el

    escenario italiano como la fogosidad de la trama lo acercan ms a Caravaggio es

    el que contiene el germen del primero. Al reescribirlo casi cincuenta aos despus

  • apunta Yourcenar que es prueba de la relatividad del tiempo. Estoy tan de

    acuerdo con esta narracin como si se me hubiera ocurrido escribirla esta misma

    maana.

    La relevancia del tab que se explora en este relato con delicadeza exquisita y

    de forma absolutamente convincente, en la doble vertiente que aqu tiene el incesto,

    dos seres unidos de perfecto acuerdo por derecho de sangre con el atractivo casi

    vertiginoso que ofrece el quebrantamiento de la costumbre, alcanza tales

    proporciones que la propia autora dedica al final de esta seccin abundantes

    pginas a exponer su enfoque sin olvidar otros que lo preceden, de John Ford a

    Byron, de Goethe a Thomas Mann en una nota ensaystica que acaso sea

    definitiva en lo tocante a la unin de dos seres excepcionales, y emparentados, y a la

    transgresin abismal de una ley y una moral que son producto de ciertas culturas.

    Pero la novela corta en que

    deviene Ana, soror contiene, adems de una recreacin histrica y geogrfica

    minuciosa y genial, un personaje como la madre de Ana y Miguel, una primera

    aproximacin a la mujer perfecta tal como a menudo la so: a la vez amante y

    desprendida, pasiva por cordura y no por debilidad, una mujer que posee una

    singular gravedad y el sosiego de quienes no aspiran a la felicidad. Es el prototipo

    o la decantacin de esos otros personajes femeninos de Yourcenar la Mnica de

    Alexis, la Plotina de Memorias de Adriano que son creaciones memorables.

    Un hombre oscuro y Una hermosa maana, ya se dijo, son escisiones de

    un texto de los aos treinta que no convenca del todo a su autora. Episodios

    complementarios de una historia amplsima, que acaso pudo tener un desarrollo

    semejante a Opus Nigrum, novela con la que tienen un aire de familia, constituyen la

    narracin biogrfica o el seguimiento del rastro de un hombre aparentemente

    anodino, inculto, que piensa casi sin palabras, pero que encierra en su oscuridad el

    misterio luminoso de la existencia humana, sujeto a la frrea voluntad de una

    narradora como Marguerite Yourcenar, que domina todos los recursos del arte

    narrativo y que ante la proliferacin de episodios sabe transcribir sin rodeos y sin

    un simbolismo innecesario la larga meditacin que acompaa a Nathanael,

    protagonista de Un hombre oscuro a lo largo de su paso por la tierra.

    Por la precisin de su prosa y por la vitalidad que palpita en sus relatos, la

    narrativa breve de Marguerite Yourcenar, siempre al margen de las modas literarias,

    embebida en su educacin clsica, en el estudio de los grandes maestros, y anclada

    en una rara combinacin de metfora y narracin, de experiencia y de mito, de

  • realidad y sacralidad, sobresale sin igual en el modo de la narracin histrica. A

    veces sera lcito dudar, a la vista de la evolucin del gnero, que Yourcenar sea una

    narradora histrica propiamente dicha. Posee una rara atemporalidad con la que

    logra sin esfuerzo aparente que cualquiera de sus personajes sea nuestro

    contemporneo, que se mueva en un espacio ms propio de la eternidad que del

    tiempo, y que mundos aparentemente alejados en el espacio y en el tiempo sean fiel

    reflejo de nuestro mundo de hoy. Tal vez sea tan alto el grado de ntima

    convivencia que alcanza con los episodios relatados que en sus textos todos los

    hombres ntidamente somos el mismo, y que la felicidad y el dolor y el amor y la

    muerte se repiten desde hace milenios con arreglo al nico argumento de la vida

    humana.

    MIGUEL MARTNEZ-LAGE

  • Cuento azul

  • Cuento azul[2]

  • Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de

    cara a la mar azul, en la sombra color ndigo de las velas remendadas de retazos

    grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo

    del barco, pareca estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una

    red de mallas muy abiertas. El navo tena que virar continuamente para evitar los

    escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentn azulado.

    Al crepsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de

    mrmol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que

    antao fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los

    mercaderes arrastraba tras de s por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso,

    era ms alargada, ms estrecha y no tan oscura como en pleno medioda; su

    tonalidad, de un azul muy plido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por

    debajo de los prpados de una enferma. En las blancas cpulas de las mezquitas

    espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en

    cuando, una turquesa se desprenda por su propio peso del artesonado y caa con

    un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.

    Se levant la luna y emprendi una danza errtica, como un espritu

    endiablado, entre las tumbas cnicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la

    cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montaas

    desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de

    los centauros.

    Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las

    mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del

    viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se

    desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes

    como la hoja de un sable.

    Tan intenso era el fro, que el mercader holands perdi los cinco dedos de su

    pie izquierdo; al mercader italiano le amput los dedos de la mano derecha una

    tortuga que l haba tomado, en la oscuridad, por un simple cabujn de lapislzuli.

    Por fin, un negrazo sali del palacio llorando y les explic que, noche tras noche, las

    damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader

    griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismn hecho de

    sangre seca y de tierra de cementerio, as es que el nubio los introdujo en una gran

    sala color ultramar y recomend a las mujeres que no hablaran demasiado alto para

  • que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que

    chupan la leche del claro de luna.

    Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos vidos de las esclavas, en

    medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondi a sus

    preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de

    dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tach de impostores, pues

    las sortijas que le ofrecan se volvan invisibles al contacto de su piel amarilla.

    Ninguno advirti la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo

    de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los

    maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los trtaros, invocando al sol en la

    lengua turca, e invocando a la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada

    de telas de araa, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de

    gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que exista; en la siguiente sala,

    color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se

    desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella pareca no darse

    cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.

    Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y all

    deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros.

    Constantemente los molestaba el trajn de los aguadores, y un perro sarnoso fue a

    lamer el mun azul del mercader italiano, el que haba perdido los dedos. Al fin,

    vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo

    granizado en un ataifor de cristal turbio; lo deposit sin mirar dnde, sobre una

    columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantndolas hasta

    la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros

    fluan desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a travs

    de dos lgrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de

    fina tela desteida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la

    joven tena por costumbre prosternarse para rezar y lo haca constantemente.

    Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era

    sordomuda; as, se limit a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos

    inquirieron cmo ir hasta el tesoro mostrndole en un espejo sus ojos color de gema

    y sealando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader

    griego le ofreci sus talismanes: la nia los rechaz como lo hubiera hecho una

    mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader

    holands le tendi un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia

    desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar

    si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.

  • Luego, con una brizna de hierba levant el picaporte de la puerta y se

    encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los

    bordes de la fra luz matinal. La joven se sirvi de su dedo meique para abrir la

    segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el

    interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los

    mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete vboras pequeas y negras, en

    tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar

    si no sera un fantasma.

    Las colinas, azules a distancia, se volvan negras, pardas o grises a medida

    que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perda el valor y

    para darse nimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano

    recibi por dos veces la picadura de un escorpin y sus piernas se hincharon hasta

    las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no pareca sentir dolor

    alguno e incluso caminaba con un paso ms seguro y ms solemne que los otros,

    como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader

    irlands lloraba viendo cmo gotas de sangre plida perlaban los talones de la

    muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.

    Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la

    caverna, que no abra al mundo ms que una boca angosta y agrietada. La gruta era,

    sin embargo, ms espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, as que sus ojos

    hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier

    fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro

    del subterrneo, y cuando el mercader italiano lanz una guija para calcular la

    profundidad, no se la oy caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si

    una sirena bruscamente despertada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus

    pulmones. El mercader griego empap sus manos vidas en aquella agua y las sac

    teidas hasta las muecas, como si se tratara de la tina hirviendo de un tintorero;

    mas no logr apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por

    aquellas aguas ms densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus

    largas trenzas y sumergi los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos

    como en las mallas sedosas de una oscura red. Llam primero al mercader holands,

    que se meti las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francs, que se

    llen el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborr un odre que llevaba al

    hombro, en tanto que el mercader castellano, arrancndose los sudados guantes de

    cuero, los llen y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que pareca llevar dos

    manos cortadas. Cuando le lleg el turno al mercader irlands, ya no quedaban

    zafiros en el lago; la joven esclava se quit un colgante de abalorios que llevaba y

    por seas le orden que se lo pusiera sobre el corazn.

  • Salieron arrastrndose de la caverna y la muchacha pidi al mercader

    irlands que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego,

    coloc un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus

    cabellos.

    El camino se les hizo ms largo que a la ida por la maana. El mercader

    castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoadas, se

    tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader

    holands, que estaba hambriento, trat de arrancar las azules brevas maduras de

    una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada le

    picaron profundamente en la garganta y en las manos.

    Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los

    centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de

    sirenas, que estaba siempre desierto, pues haca largo tiempo que no se pescaban ya

    sirenas en aquel pas. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de

    un pie de bronce, nico resto de una estatua colosal erigida antao en honor a un

    dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo

    intencin de despedirse de los hombres, saludndoles con las manos puestas en el

    corazn; entonces, el mercader griego la tom por las muecas y la arrastr hasta el

    barco, movido por el propsito de venderla al prncipe veneciano del Negroponto,

    de quien se saba que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna

    invalidez. La doncella se dej llevar sin oponer resistencia y sus lgrimas, al caer

    sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, as es que

    sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.

    La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que

    serva de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando

    hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para

    echarse a dormir. Hacia el alba, el holands subi al puente aguijoneado por el

    deseo y se acerc a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aqu que la nia

    haba desaparecido: las ligaduras colgaban, vacas, del tronco negro del mstil,

    como un cinturn demasiado ancho, y en el lugar donde se haban posado sus pies

    suaves y delgados no quedaba otra cosa que un montoncito de hierbas aromticas

    que exhalaban un humillo azul.

    En los das que siguieron rein una calma chicha, y los rayos del sol, que

    caan a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producan un chirrido de hierro

    candente sumergido en agua fra. Las piernas gangrenadas del mercader castellano

    se haban puesto azules como las montaas que se columbraban en el horizonte y

  • purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando

    el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sac del cinturn una ancha daga

    triangular y se cercen a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Muri

    agotado al despuntar la aurora, despus de haber legado sus zafiros al mercader

    suizo, que era su enemigo mortal.

    Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que

    siempre haba temido al mar, opt por desembarcar, con intencin de continuar su

    viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambi los zafiros por

    diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas

    y el francs carg alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, as que lleg a

    Angers, tras siete aos de viaje, se encontr con la sorpresa de que las monedas del

    monarca-preste no tenan curso en su pas.

    En Ragusa, el mercader holands troc sus zafiros por una jarra de cerveza

    servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso lquido aventado

    que no tena el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de msterdam. El

    mercader italiano desembarc en Venecia con el propsito de hacerse proclamar

    Dogo, mas pereci asesinado al da siguiente de sus nupcias con la laguna. En

    cuanto al mercader griego, se le ocurri atar los zafiros a un cabo largo y

    suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera

    benfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron lquidas y

    apenas si aadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El

    hombre se consol pescando peces y asndolos al rescoldo de la ceniza.

    Un atardecer, al cabo de veintisiete das de navegacin, el barco fue atacado

    por un corsario. El mercader de Basilea se trag sus zafiros para sustraerlos a la

    avaricia de los piratas y muri de atroces dolores de entraas. El griego se ech al

    mar y fue recogido por un delfn, que lo condujo hasta Tinos. El irlands, molido a

    golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadveres y los sacos vacos;

    nadie se tom la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no

    tena ningn valor. Treinta das ms tarde, la barca a la deriva entr por s misma en

    el puerto de Dubln y el irlands ech pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.

    Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugeran grandes

    espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se

    encharcaba ms y ms; el cielo, de un parduzco sucio, pareca tan cenagoso que ni

    los ngeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban

    desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que venda calcetines de lana cruda y

    cordones para los zapatos, se vea abandonado al borde de una acera debajo de un

  • paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el prtico de la catedral no

    hacan nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la

    Magdalena reciba el agua en sus senos desnudos.

    El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el prtico junto a una

    joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de fro, se vea a travs de los

    desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus

    dedos cubiertos de sabaones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidi

    por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendi en el acto. El mercader

    hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tena

    ninguna otra cosa que ofrecer; mas en vano busc en sus bolsillos, alrededor de su

    cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallndolo, se ech a llorar desconsolado:

    no posea ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en

    donde haba estado a punto de perecer.

    Suspir profundamente y, como el crepsculo y la fra niebla se espesaban en

    derredor, la muchachita se apretuj contra l para darle calor. El hombre le hizo

    preguntas acerca del pas y ella le contest en el tosco dialecto del pueblo que dejara

    antao, siendo an muy chico. Entonces, apart los cabellos desgreados que

    cubran el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en

    l regueritos blancos, y el mercader descubri horrorizado que la nia era ciega y

    que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dej por ello, sin embargo, de

    posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmi sosegado:

    el ojo derecho, que haba visto privado de mirada, era milagrosamente azul.

  • La primera noche[3]

  • I

    Corra el tren hacia la insustancial Suiza. Sentados en el compartimento

    reservado, iban callados, con las manos cogidas: era su viaje de novios. El silencio

    pesaba sobre ellos. Se queran o, al menos, as lo haban credo, pero la forma

    de su amor, diferente en cada uno, serva nicamente para probarles lo poco que se

    parecan.

    Ella, confiada, dichosa casi, y asustada, no obstante, por esa nueva vida que

    se iniciaba y que la transformaba en otra mujer que ella misma se sorprenda de no

    conocer y que trataba de representarse de antemano como una extranjera con quien

    haba de acostumbrarse a vivir; l, con ms experiencia, consciente de toda la

    fragilidad del sentimiento que le haba empujado hacia aquella joven destinada a

    convertirse en un ser banal en cuanto pasara a ser plenamente mujer. Lo que en ella

    le haba atrado era, precisamente, aquello que haba de desaparecer: su candor, su

    frecuente manera de asombrarse, el clima de juventud intacta en que la haba

    conocido. Se la imaginaba ahora desposeda de sus encantos, deformada, rebajada a

    todas las pequeeces conyugales que haran de ella una mujer como las dems.

    Dentro de unas horas, iba a tomarla en sus brazos y, por ende, a destruirla. Bastara

    un instante. Cuando l desatara su abrazo, sentira as como la sensacin de haber

    matado algo y ni siquiera la pasin aportara una circunstancia atenuante puesto

    que, bien mirado, no es que la deseara. En todo caso, no la deseaba ms que a

    cualquier otra.

    Se pregunt en qu estaba ella pensando. Tal vez en eso mismo? Mejor

    dicho, pensaba siquiera? Tantas mujeres hay que no piensan en nada... Ser

    realmente tan simple como para esperar de la vida la revelacin de un secreto,

    cuando la vida no nos aporta ms que incesantes reiteraciones? Acabar por

    implorar a un amante la felicidad que yo no le habr proporcionado y que tampoco

    ningn otro le dar porque no es posible dar lo que no se posee? Acaso ella se

    imagina que llevamos la felicidad en la cartera, como un cheque, y que basta con

    endosarlo? Claro que tambin se firman cheques sin fondos... Le dieron ganas de

    rer al formular la idea de que maana ella podra acusarle de estafa.

    Alzando la cabeza, se mir en el espejo. Su atuendo, que juzg harto atildado

    para un viaje, le indispuso contra s mismo. Seguramente que ella le encontraba

  • guapo, y esa falta de gusto le caus irritacin. Se le apareci de pronto, como si el

    tren fuera atravesando los paisajes de su vida futura, la larga sucesin de das

    montonos en que la visita de una amiga supondra para ella un motivo de

    distraccin; las noches en que l ira complacido a reunirse en el crculo con otros

    hombres que hablaran de otras mujeres con una falta de miramientos que le

    regocijara la misma, sin duda, con que hablaran de su mujer en ausencia suya.

    Tendr un hijo? Por supuesto que tendr un hijo. Trat de imaginrsela

    embarazada. As pues, l le dar un hijo que ella se felicitar de traer al mundo

    aunque por ello haya de afearse y sufrir nuseas. Nacer un hijo por el que l

    sentir un afecto indulgente y una simpata curiosa mientras sea nio, y que ms

    tarde les causar inevitables preocupaciones. Ambos se inquietarn por su salud, se

    agitarn cuando pase los exmenes, buscarn influencias para facilitarle una carrera

    o para encontrarle mujer. Probablemente no llegarn a entenderse sobre la manera

    de educar a ese hijo, y tendrn sus disensiones, como todo el mundo. A menos que

    l se deje dulcemente ganar por la ceguera conyugal y paternal que no se ha

    privado de ridiculizar en los dems, vencido (siempre salimos vencidos) por la vida,

    que generalmente tiende a fundir a los individuos en moldes idnticos.

    Por otra parte, tambin podra ser que no ocurriera nada de eso. Existen otras

    posibilidades, otras formas de felicidad o de desdicha que nos olvidamos de invitar

    y que se vengan sobreviniendo de improviso.

    Podra ser que ella muriese. Se la imagin muerta, acostada en su atad bajo

    un velo de tul blanco; y se vio a s mismo, enlutado, revestido del prestigio que a los

    ojos de las mujeres maduras confiere el dolor. Justamente, el negro le sienta bien. Su

    propia insensibilidad le indign, como si estuviera ya cansado de llorarla. Al fin y al

    cabo, tambin poda ser l quien muriese primero. Fallecera, por ejemplo, de

    fiebres tifoideas, durante un viaje por Argelia, o por Espaa..., y ella le cuidara con

    esa abnegacin que tan buen efecto produce luego en los hombres dispuestos a

    casarse con una viuda. Pero ella nunca volvera a casarse. Porque le amaba. No

    habiendo amado antes a nadie, se figuraba que lo quera. Para ella era casi una

    necesidad, puesto que se haba casado con l; era el nico desenlace posible. Si

    mora en Argelia, ella retornara a casa de su madre, y viajara sola, lo que nunca

    haba hecho. Se reproch el dejarla desamparada, como si estuviera seguro de que

    eso haba de suceder, y como si la responsabilidad fuera suya. No era ya bastante

    soportarse a s mismo sin tener que cargar con esa jovencita desconocida? Ms le

    hubiera valido a ella encontrar otro marido cualquiera. S, hubiera debido

    explicrselo... Le iba ganando el enternecimiento. Recobr por fin la presencia de

    nimo, consider a su joven esposa con tierna emocin y sinti que le invada un

  • inmenso desaliento.

    II

    Llegaron a Chambry. No teniendo nada que decir, ella buscaba en vano una

    pregunta oportuna, como quien fija la atencin en un objeto que no presenta por s

    mismo ningn inters pero que lo adquiere por el empeo que ponemos en

    alcanzarlo. Abri su bolso, en el que llevaba una medalla de San Cristbal y otra del

    Sagrado Corazn, y tuvo deseos de mostrrselas; mas pensando que las encontrara

    ridculas y no queriendo dar la sensacin de haber actuado sin causa alguna, se

    limit a sacar el pauelo. Se puso luego a mirar el paisaje: era menos hermoso de lo

    que se haba figurado, pero lo iba embelleciendo constantemente gracias a un

    inconsciente esfuerzo de imaginacin, en su afn de que nada en ese da, ni el ms

    nfimo de los detalles, fuera inferior a lo que ella se haba prometido que fuese. Era

    por esa misma razn por la que, en el vagn-restaurante, acababa de encontrar

    buena la cena de mediocre calidad y haba admirado la delicadeza de color de las

    pantallitas de seda rosa.

    Estaba anocheciendo, ya no se distinguan claramente ms que las casitas de

    los guardabarreras al lado de la va. La recin casada no vea una vivienda sin que

    le viniera la idea de que ella y l podran en ella ser dichosos, y eso la llevaba a

    pensar en la disposicin de los muebles y de las cortinas, tema que ya haba

    suscitado entre ellos las primeras discusiones, cuando todava no eran ms que

    novios.

    l, por su parte, a la vista de aquellas ventanitas iluminadas en la penumbra

    del crepsculo, se preguntaba, al contrario, si los moradores de aquellas modestas

    casas, imprudentemente situadas junto al trazado de las vas, no envidiaran a los

    pasajeros del rpido, y si no acabaran por sucumbir, un da, a la tentacin de viajar

    a su vez. Sintindose arrastrado como por la marcha del tren, hacia un futuro en el

    que las sensaciones estaban sealadas de antemano, procuraba extraer toda la

    voluptuosidad del minuto presente, gozar con una consciencia an ms aguda de

    esos frgiles instantes que no habran de repetirse. Se dijo para s como se deca

    con frecuencia, y ms de una vez estando con otras mujeres que la mayor parte de

  • los momentos de nuestra vida seran deliciosos si el futuro o el pasado no

    proyectaran su sombra sobre ellos, y que generalmente no somos desdichados ms

    que por recuerdo o por anticipacin. Y, constatando una vez ms que su joven

    esposa posea eso que llamamos encanto, que probablemente ella le amaba, que no

    era sin duda ni menos inteligente ni menos rica de lo que suele desearse, y que el

    tiempo tena la decencia de mantenerse muy bueno, se decidi a forjarse una

    felicidad con esos elementos dispersos de ventura que hubieran podido satisfacer a

    tantos otros hombres.

    La brusca entrada en un tnel les oblig a decir algo, puesto que la oscuridad

    privaba a su silencio del pretexto de contemplar el paisaje.

    En qu piensas, Georges? dijo ella.

    l se repuso de una sacudida brusca y respondi con una dulzura que a s

    mismo le complaci:

    Pues... en ti, querida ma...

    Y mientras pronunciaba esa tierna banalidad, comprendi que se persuada

    de su amor a medida que lo iba expresando. La bes en la frente, castamente, y ella,

    harto intimidada para tener el valor de permanecer callada, habl de cualquier cosa:

    del hotel en que haban de alojarse, del equipaje, de la hora de llegada. Y luego

    aadi:

    Estamos tan lejos de Grenoble... Pobre mam! Espero que se haya

    consolado un poco. Te diste cuenta, Georges, de lo triste que estaba al vernos partir

    y cmo contena sus lgrimas?

    Esa alusin retrospectiva le hizo evocar la imagen de otra mujer, su amante,

    con la que haba roto, y se asombr de recordarla todava. Estara llorando? Se

    tragaba las lgrimas? Cansado de aquella mujer, como slo puede uno cansarse de

    lo que se ha querido demasiado, le haba sido fcil separarse de ella. Haba credo

    que al romper suprimira la amargura de descubrirse, una noche, lo bastante

    envejecido para tener un pasado. Se pregunt dnde estara, qu haca. Pensaba

    ahora con cierto agrado en aquel cuerpo experimentado de mujer madura, en sus

    ojos serenos que de nada ya se asombraban; y olvidaba la irritacin que le causaban

    sus locuciones viciosas y la especie de amor propio con que persista en no

    corregirse para que no pudiera creerse que eran involuntarias, adquiridas en la

    poca en que se apreciaban sus favores en una pequea ciudad de provincias, y lo

  • odiosa que le pareca su costumbre de canturrear en la mesa los estribillos a la

    moda.

    Haban vivido juntos varios aos; rememoraba ahora la poca de aquellos

    amoros con una indulgencia provocada por una amnesia parcial, y la certidumbre

    de que aquellos das no volveran nunca atenuaba su severidad respecto a la

    naturaleza de la felicidad que entonces haba conocido. Con ella haba visitado

    Italia y la Provenza; ciertos episodios de aquel viaje, que en su momento le

    causaron fastidio, le conmovan hoy hasta las lgrimas, y el recuerdo de aquellos

    parajes esplendorosos le hizo detestar, por un instante, los paisajes que iban

    desfilando ante sus ojos... Tras la pasin, vino la costumbre y, al fin, el aburrimiento:

    el placer de la ruptura era el nico ya que poda obtener de aquella mujer. La haba

    visto llorar el da que le anunci su casamiento, y experiment algo de vanidad al

    sentirse an lo bastante amado para poder hacerla sufrir. Pero se dijo, no sin clera,

    que las lgrimas de las mujeres tardan en secarse menos que sus afeites. Alguien la

    haba visto en un restaurante, esa misma noche, en compaa de otro hombre. No le

    guard por ello ningn rencor; tanto el uno como el otro hacan bien en comenzar

    una vida nueva. Con quin se iba ella? Seguramente con alguien ya designado

    desde mucho antes, desde que todava le perteneciera a l. Le invadi el furor al

    pensar que aquel llanto poda ser fingido, que acaso ella estaba deseando que l se

    decidiera a la ruptura y llevaba semanas esperando una ocasin para dejarle...

    Comprendi que tena que conseguir, como fuera, olvidarse de aquello durante

    unas horas: a costa de un enorme esfuerzo logr arrancarla de s, mientras

    contestaba a su joven esposa:

    No te preocupes, querida. Maana, con toda seguridad, encontrars en el

    Grand Hotel una carta de tu madre. Cierto que le caus tristeza verte partir, pero

    dentro de un mes habremos regresado y vamos a vivir muy cerca de ella.

    Exager el afecto por su suegra y se acord de que, a decir verdad, conoca

    muy poco a esa dama; mas tambin razon que eso no es siempre motivo para dejar

    de profesar cario a una persona.

    Qu bueno eres! le dijo ella, cogindole la mano.

    Georges se sinti halagado de que le atribuyera, precisamente, esa que no era

    cualidad suya y que lamentaba no poseer. La joven desposada se abandon sobre

    su hombro, fatigada por esa jornada que no poda sumarse a los das ordinarios,

    una jornada que se confundira en su memoria con el traje de novia, como algo

    tenue y vaporoso en lo que se piensa desde mucho tiempo antes y que no volver a

  • darse otra vez. l rode su hombro con el brazo y la bes en la nuca. Sus cabellos

    eran rubios; los de la otra eran rubios tambin, pero teidos con henna, de una

    tonalidad diferente. Le vino a las mientes que alguna vez le dijo que nunca podra

    amar a una mujer morena, y esa fidelidad en la inconstancia se le antoj

    extraamente triste.

    Hablaron de cosas intrascendentes, relativas a los padres de ella, temas sin

    importancia pero que cobraban para l un sentido oculto, casi un valor de smbolos.

    Era consciente de que ahora tendra que interesarse por esa familia que no era la

    suya l, que se haba vanagloriado durante tanto tiempo de no tener ningn lazo

    familiar, pens que sus duelos le causaran pesar y se alegrara de las venturas y

    los nacimientos; que cada uno de esos imponderables que de alguna manera haban

    de conmoverle modificaran algo en l, por poco que fuera, y que tal como ocurre

    con ciertos matrimonios muy viejos, que acaban por parecerse como un hermano a

    una hermana, as se le pegaran a l los tics de aquellas gentes, sus manas culinarias,

    y hasta quizs sus opiniones polticas. Admiti que pudiera suceder as. Tena

    treinta y cinco aos. Qu haba hecho hasta ahora? Haba pintado cuadros que

    distaban de ser tan buenos como l hubiera deseado, y obtuvo algn xito que le

    aport menos satisfaccin de lo que haba esperado. Cual un nadador que, decidido

    a dejarse hundir, se abandona con una suerte de placidez a la succin del agua,

    tena la sensacin de abandonarse blandamente hacia una existencia fcil,

    conformista, con la que los dems se contentaban. Era muy posible que volviera a

    pintar, por distraerse; se ocupara de administrar su fortuna; haran la vida social

    que corresponde a su clase. Ideaba as una felicidad de modelo corriente, correcta,

    en concordancia con todas las tradiciones familiares de las que crea proceder; una

    felicidad legtima y, sin embargo, voluptuosa. Se imaginaba las vacaciones en algn

    lugar martimo, los veranos en el campo, los nios en el csped, su mujer sentada en

    el balcn sirviendo el t del desayuno, y vea su bata desceida y cmo sera

    entonces su belleza, ms rica, ms plena y satisfecha...

    Ahora, el traqueteo del tren le produca dolor de cabeza y se haba quitado el

    sombrero: l juzg que su peinado no la favoreca y que habra que poner remedio.

    El peluquero de Laure tena mejor gusto pens, la confiara a sus manos.

    Sinti fro y se levant para cerrar el cristal de la ventanilla; pero,

    comprendiendo que era de cualquier modo indispensable ocuparse de ella, al

    volver a sentarse pregunt si el aire no la incomodaba. Luego se interes por su

    neceser de viaje y hasta trat de abrir uno de los frascos, que result tener el tapn

    forzado. El crepsculo se desplegaba lenta y mansamente, cual un inmenso abanico.

    Lo insulso del instante presente le remiti al amor romntico de los inicios del

  • noviazgo; y, de pronto, su mujer le pareci algo infinitamente caro y precioso, la vio

    henchida de todas las posibilidades futuras que dependan de ella, como si, merced

    a ese hijo que nadie ms que ella poda traer al mundo, fuese ya portadora del

    porvenir que les esperaba. Su breve charla, que le haba tranquilizado al distraerle

    de sus divagaciones, se iba haciendo intermitente, cortada por los silencios, y temi

    que esa frgil barrera de palabras, que se interpona entre l y sus pensamientos,

    pudiera bruscamente ceder dejndolo a solas consigo mismo, es decir, con la otra.

    III

    El tren se detuvo para pasar la aduana: los dos se sintieron aliviados de que

    cesara su inmovilidad en marcha. Se abri la portezuela, l descendi primero y le

    tendi las manos. Ella salt al andn de un brinco ligero que le record a la

    Andrmeda de un bajorrelieve de Roma, y eso le halag: ella era ya su pertenencia.

    Las formalidades de inspeccin fueron breves; los empleados mostraron discretas

    atenciones hacia la damita; su vanidad de hombre se complaci en ello y se sinti

    menos triste.

    Unas horas despus llegaban a Montreux. El mnibus los condujo al hotel:

    bajo la marquesina, los botones se ocuparon del equipaje; luego, el director les

    mostr algunas habitaciones y les pregunt si deseaban una sola o ms de una.

    Viendo que la respuesta se demoraba, discretamente se alej. Georges levant los

    ojos hacia su mujer, sus miradas se cruzaron:

    Nos quedamos en sta? dijo l.

    Muy bien..., si a ti te parece... asinti ella.

    Era una vasta pieza con cama de matrimonio, casi indecente de puro blancor.

    El director volvi.

    Esta habitacin nos gusta dijo Georges. Y le pareci notar una chispa

    burlona en la obsequiosidad de aquel hombre.

    No tardaron en subir las maletas. Ella se haba puesto delante del espejo y

  • lentamente empezaba a quitarse los guantes, el sombrero, el abrigo: daba la

    sensacin de que esos gestos, que a menudo debi de hacer en su cuarto de soltera,

    le producan la impresin tranquilizadora de continuidad en sus costumbres.

    Georges estaba atento a la descarga y colocacin del equipaje. Luego, los mozos se

    retiraron y la pareja se qued a solas. l la mir: era alta y delgada, como una nia

    que hubiera crecido demasiado deprisa. El espejo, al desdoblar la imagen en dos

    mujeres idnticas, la privaba ya del privilegio de ser nica. Se estaba arreglando el

    pelo y los brazos levantados ponan en evidencia su busto juvenil. Sin una palabra,

    la abraz y, echndole la cabeza hacia atrs, la bes con dureza en los labios. Ella

    acept el beso sin corresponder y se limit a decir:

    Georges, por favor...

    No pudo l discernir si hablaba as por convencionalismo o por pudor. Se

    apart de ella y al cabo de un instante inquiri:

    No me lo tomas a mal?

    Ella respondi negativamente con un gesto. Por un momento, hubiera

    preferido que no le amara, para tener el placer de ganrsela o de vencerla. Ahora

    haba empezado a desdoblar su ropa interior, que haca evocar su cuerpo. No

    encontrando nada que hacer por su parte, l se senta ms confuso que ella. Pretext

    que bajaba al saln para hojear los peridicos de la tarde y, con una timidez que le

    irrit contra s mismo, aadi que se entretendra como una hora. Ella asinti con

    un movimiento que l interpret como una caricia; se acerc, la bes ms framente

    que antes y sali de la habitacin.

    En el vestbulo, Georges tom un cigarro y despus de encenderlo se sent.

    Lo que le ocupaba la mente se asemejaba al vaco: trat de recordar si la habitacin

    estaba situada en el tercero o en el cuarto piso; pens con disgusto en uno de sus

    cuadros inacabados; descubri que haba olvidado el nombre de uno de los

    personajes de Balzac e intent acordarse invocando, una por una, todas las letras

    del alfabeto, hasta llegar a la conclusin de que aquello no tena la menor

    importancia. De pronto se acord: Laure haba sido contratada por una firma

    cinematogrfica para el papel de Madame de Srizy. Quin, qu era Madame de

    Srizy en la obra de Balzac? Cambi de sitio, se instal delante de una mesa para

    hojear los peridicos: ley el artculo de fondo del Journal de Genve y repiti la

    lectura atentamente, esforzndose por comprender. Las ltimas noticias decan que

  • un aviador que acababa de atravesar el Atlntico haba recibido una entusiasta

    acogida (no hubiera querido encontrarse en su lugar), que una epidemia de viruela

    se haba declarado en Alemania (estaba vacunado), y que las acciones de Beers

    haban bajado mil francos (posea algunas). Dej el peridico.

    Resistiendo a la tentacin de subir ya, para sorprender a su mujer mientras se

    acicalaba para la noche, se prometi no hacerlo antes de haber terminado su cigarro.

    Se puso a andar de un lado para otro, procur prestar atencin a los carteles que

    cubran las paredes; por hacer algo, pidi un t y se irrit contra el camarero que

    tard en servirle. El reloj marcaba las once. De pie en el umbral del hall, miraba a las

    damas, cuyas siluetas se recortaban en negro a travs de la transparencia de sus

    trajes... El vestuario de Laure le costaba caro, se felicit de haber terminado con ella

    al pensar en las ltimas facturas que tuvo que pagar. Por asociacin de ideas,

    imagin su pie desnudo apoyado en el borde del lecho, cual un aplique Imperio que

    fuese, por azar, en mrmol blanco y no en bronce. Sintindose presa de tal imagen,

    trat entonces de que las emociones que le produca an el recuerdo de aquella

    mujer le sirvieran para llegar, cerca de la actual, a ese grado de pasin que

    desesperaba de poder alcanzar. Por un momento se vio desfallecer, mas pronto

    pas el malestar. Vio que eran las once y cuarto; se levant, ech un vistazo al

    espejo y se encontr ridculamente plido. Desdeando el ascensor para evitar

    encontrarse tte tte con el ascensorista, emprendi la subida por la escalera

    lentamente, casi con esfuerzo. Lo fatigoso de tener que ascender cuatro pisos ofreca

    un pretexto a la palpitacin acelerada de su corazn. Cuando hubo llegado a la

    puerta de la habitacin, se detuvo y dud si llamar antes de entrar. Llam con

    suavidad, luego ms fuerte, pero no obtuvo respuesta. Tras unos instantes, se

    decidi y abri lentamente la puerta, que no estaba cerrada con llave. La habitacin

    apareca sumida en una semioscuridad, las lmparas estaban apagadas y tan slo el

    balcn abierto en el otro extremo estableca la comunicacin con el mundo y con la

    noche. Entr y la vio acostada, acurrucada cara a la pared, como perdida, al

    esforzarse en ocupar lo menos posible, en el amplio lecho que pareca vaco.

    Soy yo dijo Georges.

    Se acerc sin hacer ruido e inclinndose sobre la cama murmur:

    Jeanne, querrs hacerme un huequecito?

    Ella sac la mano de debajo de la colcha y se la tendi. l se alej y comenz a

    desvestirse. Lo cual se le antoj desesperantemente trivial. Cuntas veces no habra

    l hecho lo mismo en aventuras efmeras, sin antes ni despus! Era siempre la

  • misma escena y el mismo escenario: una habitacin de hotel donde l se desnudaba

    mientras una mujer lo esperaba acostada. Le dola que las circunstancias fuesen tan

    tristemente semejantes: se asombr de haber esperado otra cosa. Sonri al pensar

    que a todo se hace uno, incluso a vivir, y que dentro de diez aos tendra la

    desdicha de ser dichoso.

    El lago, con sus barcas iluminadas y sus montaas salpicadas de casas donde

    brillaban an las luces encendidas, se desplegaba en la noche como una inmensa

    postal con pretensiones artsticas. Sali al balcn y mir el panorama. Se daba

    cuenta, evidentemente, de que aquello era slo un pedacito del mundo. Detrs de

    las montaas haba otras llanuras, y otros pases, y otras habitaciones, y otros

    hombres indecisos junto a una cama en donde una mujer va a entregarse por vez

    primera, y tambin quienes se asomaran a una ventana cuando al fin se hubieran

    resuelto a arrancarse a la carne, y comprenderan sbitamente que la felicidad no

    est en lo profundo de un cuerpo. Se descubra una extraa fraternidad con esos

    hombres, acodados en ese mismo momento en otros tantos balcones abiertos a la

    noche, como sobre el borde de un promontorio del que no es posible arrojarse al

    vaco. Porque no se puede navegar sobre la noche. Los hombres y las mujeres van y

    vienen, dentro de un espacio que se han creado, encuadrado en sus casas y sus

    muebles, y que no tiene ya nada en comn con el universo primigenio. Sus espacios

    propios los transportan con ellos, dondequiera que vayan; y porque esa noche haba

    gente que se complaca en remar en barcas iluminadas, el lago Lemn pareca

    servirles de promontorio virtual a las parejas. Y, sin embargo, el lago existe; existe

    por s mismo, indiferente a todas las relaciones que puedan encontrrsele con el

    hombre. Georges comprenda, con una emocin que casi le haca saltar las lgrimas,

    que la belleza de ese paisaje tan manido consiste, precisamente, en resistir a todas

    las interpretaciones que le confiere el acontecer pasajero, en limitarse a ser lo que es

    y, por ms esfuerzos que se hagan para intentar alcanzarlo, permanecer

    inasequible.

    Cmo era posible, haciendo tanto tiempo que los hombres piensan en ello,

    que no hubieran an comprendido que la belleza es incomunicable y que ni los

    seres, ni tampoco las cosas, pueden llegar a penetrarse? Las gentes bogaban por ese

    lago, lo bastante clemente para mantenerse en calma; iban en esas barcas

    iluminadas que estropeaban la noche, y se jactaban de ser felices. No les inquietaba

    la idea de que ese lago, cerrado en todo su contorno, no ofrece ninguna salida hacia

    otra parte; unos y otros se daran por satisfechos con girar eternamente al pie de

    esas montaas que les ocultan lo que hay ms all. Ni uno solo trataba de evadirse

    por la angosta fisura del Rdano, que no era, a esa hora, sino un fluyente reguero

    lquido de noche. Les haban dicho, una vez por todas, que ese ro no es navegable;

  • y aunque lo hubiera sido, no le habran temido. La gente sabe que los ros, como los

    caminos, no conducen sino a lugares previstos, acotados en los mapas, y que cada

    uno viene a ser la continuacin del otro. No sentan, pues, ni el miedo ni el deseo de

    encontrarse en otra parte, y acaso no exista siquiera ninguna otredad, como no

    existe salida posible. No hay ms que hombres y mujeres que dan vueltas dentro de

    un ruedo infranqueable, en un lago del que tan slo rozan la superficie y bajo un

    cielo que les est vedado.

    Georges record haber ledo en un tratado de geologa cuyo ttulo busc

    penosamente durante unos instantes que ese desfiladero entre las montaas, en el

    que desde haca siglos se remansaban los aluviones del ro y los torrentes, llegara a

    colmarse un da hasta no ser ms que una llanura; y la idea de que esa belleza era

    perecedera le consol de ser simplemente un hombre vivo. Riendo para sus

    adentros, se pregunt si habra muchos hombres que pensaran tales cosas en su

    noche de bodas, y al propio tiempo se reproch, sintiendo desprecio por s mismo,

    la vanidad ntima de sus divagaciones inteligentes.

    Las barcas ruidosas, que continuaban su paseo en la noche y hacan

    retroceder la oscuridad a medida que avanzaban, le recordaron una pareja que

    percibi una vez en Venecia, amartelada al amparo de una gndola: su dicha,

    groseramente visible, le pareci entonces un atentado al pudor. Ese recuerdo, que le

    repugnaba, le hizo volver, sin embargo, a la preocupacin del placer, como si

    hubiera existido, entre l y aquellos amantes desconocidos, una secreta complicidad.

    Sin perder su lucidez, notaba aumentar la excitacin que hasta ese momento haba

    temido que no se produjera, y se obligaba a la voluptuosa espera del creciente deseo,

    gozando ya anticipadamente de esa sensacin que iba, por unos instantes, a abolir

    sus facultades mentales, aun a riesgo de las complicaciones que pudieran

    sobrevenir. Se pregunt si Jeanne, que segua despierta, aguardaba tambin

    expectante, y de qu amor o qu temor estaba mezclada su espera.

    IV

    Llamaron discretamente a la puerta, Georges fue a abrir: la voz impersonal,

    mecnica de un botones pronunci:

  • Un telegrama para el seor.

    Para evitar encender la luz, ley el papelito azul a la claridad del pasillo,

    mientras le llegaba la voz de Jeanne preguntando de qu se trataba. Se oy a s

    mismo responder que acababa de recibir una comunicacin de su agente de Bolsa y,

    asegurando que no tena la menor importancia, corri el cerrojo, atraves la

    estancia con intencin de cerrar el balcn y, tras vacilar unos segundos, se apoy de

    nuevo en la balaustrada hmeda de noche.

    Se notaba en el bolsillo del pijama el bulto del papel arrugado. Severamente

    se autoanaliz, intentando despejar la emocin que prevaleca en su nimo: cobrar

    consciencia, cada vez ms clara, de que experimentaba alivio le produjo

    repugnancia de s mismo y de la vida. Sac el telegrama del bolsillo y en la

    transparente penumbra estival reley el texto, que destacaba en letra negra sobre

    una banda blanca, dando la impresin prematura de una esquela mortuoria. Laure

    se haba dejado atropellar por un autobs aquella misma maana, a las once.

    (Georges se pregunt qu haca l a esa hora precisa.) Su estado era desesperado.

    Mirando las indicaciones de servicio comprob que el telegrama haba sido

    expedido por la tarde y que tard varias horas en llegar al hotel: seguramente ahora

    ya todo haba concluido. El pensamiento de que Laure ya no sufra le fue

    infinitamente consolador, como si todo el dolor del mundo hubiera dejado de

    existir. El telegrama lo haba puesto una amiga que viva con ella y cuya presencia

    haba l soportado en tiempos con no disimulada exasperacin. Aquella mujer y l

    se haban detestado recprocamente, tal vez porque ella le profesaba a Laure un

    sincero cario. Durante un momento, la compadeci; luego, se pregunt cmo

    habra obtenido su direccin y pens que enviar esa notificacin luctuosa haba

    debido de procurarle, en su dolor, el nico consuelo posible: la certeza de hacerle

    sufrir.

    Con el fin de aligerar ese peso interior que designaba su conciencia,

    Georges trat de convencerse de que no haba en esa desgracia nada ms que una

    casualidad, un azar en el que no tena l ninguna culpa; mas algo en el fondo de s

    mismo le deca oscuramente que esa hiptesis privaba a Laure de la postrera

    hermosura que le restaba y que la nica nobleza de aquella mujer que se haba

    dejado vivir era haber buscado su muerte.

    Encendi una cerilla, prendi el papel por una punta y lo mir arder. Se elev

    un humillo blanco que pronto se disip, producindole una sensacin de

    incineracin. Comprendi que Laure acababa de perder a sus ojos la imperfeccin

    de existir, para entrar a confundirse con otros imponderables, en esa parte de su

  • vida ya definitivamente pretrita. A la larga, se convertira en uno de esos

    recuerdos que resulta elegante cultivar cuando se permite uno el lujo de tener un

    pasado. Y al propio tiempo, no le perdonaba que hubiera cortado, con su muerte, el

    nico lazo que hubiera podido unirle a lo que antes haba sido.

    Una vez ms experiment la sensacin melanclica de que todo acaba por

    arreglarse, es decir, que nada llega a cumplirse.

    Entr en la habitacin, cerr cuidadosamente el balcn a la noche y, sobre el

    balcn, las cortinas, con una singular conciencia de docilidad ante la vida, ganado, o

    a su vez vencido, por la seguridad de las habitaciones cerradas.

    No pensaba, o no quera pensar, que aquella entretenida de Montparnasse,

    que no estuvo muy sobrada de espritu y haba prescindido del alma, acaso hubiera

    encontrado la nica escapatoria hacia un ms all.

  • Maleficio[4]

  • Un reloj despertador indicaba las once: eran las once de la noche. La cocina

    era casi espaciosa; en las paredes encaladas, la paulatina impregnacin del humo de

    los guisos haba formado esas manchas y rostreras, esos desconchones que son la

    huella de los aos de uso, y se vean al lado de la puerta unas muescas regulares all

    donde, ao tras ao, los nios se haban ido midiendo la talla. Los enseres estaban

    colocados sin ninguna simetra, pero en orden, es decir que los objetos ms usuales

    se encontraban al alcance de la mano, en el estante inferior de la alacena, y se haban

    relegado a lo ms alto aquellos que ya no servan o que estaban slo de adorno.

    Cuando Toussainte se fue a vivir all, al quedarse viuda, el modo de

    alumbrarse era todava el candil de aceite; ahora, una bombilla colgaba del techo

    con un papel atrapamoscas. Esa bombilla, un fogn de gas, el hule que cubra la

    mesa, un molinillo comprado en el bazar de los arrabales apenas si databan la

    escena, confirindole la nobleza de lo intemporal. Toussainte, sentada junto a la

    mesa, hablaba con una mujer que haba llegado antes que las dems; mientras

    recogan los cacharros de la cena, la cotidiana banalidad de aquellos quehaceres

    prestaba a sus palabras un algo inquietante y extrao al integrarlas a esa mediocre

    realidad.

    Fueron entrando algunas mujeres: las vecinas. Las que pasaban de los

    cuarenta aos parecan viejas: unas flacas, encorvadas ya; otras, de una gordura que

    se desparramaba en sus ropas sin forma. Una ms joven, con aspecto de cansancio,

    haba trado a su hijito, por no tener con quien dejarlo. Segn iban llegando, se

    produca ese intercambio de frases casi rituales, insignificantes cuanto

    indispensables, que difieren segn el medio social, pero que traducen en todas

    partes la misma voluntad de cortesa o de hospitalidad. Una vez que las vecinas se

    hubieron sentado, Toussainte les ofreci caf; pero todas lo rehusaron diciendo que

    era mejor esperar. Luego, una pregunt:

    Y ella, no ha venido?

    No confirm Toussainte.

    Dos jovencitas entraron luego: eran las hijas de Toussainte y con ellas entr

    en la escena una nota de modernidad: llevaban el pelo cortado y los labios pintados.

    La menor haba trabajado algunos veranos de lencera en un gran hotel de Niza y

    sus expresiones de argot, aprendidas con los mozos y los ascensoristas, se

    engarzaban ms de una vez como contrasentidos en su dialecto italiano.

  • Poco despus reson suavemente a lo largo del corredor un paso femenino,

    ms ligero que el de las dems. Toussainte levant la cabeza y dijo:

    Puede que sea ella.

    No; no era otra que Algnare Nerci, una vecina joven. Algnare era hija de

    refugiados piamonteses; a su padre, un comunista, lo haban matado en una

    contienda; su madre haba muerto poco despus de llegar a Francia; su hermano,

    que era marmolista, se fue a probar suerte a Pars; la muchacha se haba quedado

    sola. Empez por ganarse la vida sirviendo, luego como costurera. Era una moza

    guapetona, de una belleza morena y dura que a nadie le llamaba la atencin por ser

    muy comn a su edad en aquel medio. Algnare se sent en el reborde de la

    ventana, cerca de las otras dos jvenes. Un violento mistral de noviembre haca

    rechinar una hoja de la ventana mal sujeta. De pronto, una bocanada de aire penetr

    en la habitacin. Con una mano, Algnare encaj bien la falleba y apoy la cabeza

    en el postigo de madera. As recostada, cerr los ojos. Ese viento salvaje del norte le

    recordaba cosas vagas, antiguas, en las que corrientemente no pensaba: la casa de

    su infancia, en un pueblo de la montaa, una abuela que hilaba con un huso, la

    vida emocin que le producan las historias de brujera.

    Unos minutos ms tarde entr un hombre joven. En su fisonoma se vea la

    contradiccin del pesar, la fatiga y el talante satisfecho de los hombres que gustan a

    las mujeres. Aparentaba tener unos veinticinco aos. Fue a sentarse cerca de la mesa

    y Toussainte le hizo sitio con especial solicitud.

    Ha llegado ella?

    Era la segunda vez que se inquira as. Toussainte deneg con la cabeza. El

    joven prosigui:

    Ms vale que yo vaya a buscarla.

    Ella no necesita a nadie para venir replic Toussainte.

    Guard silencio el muchacho y tambin, a su vez, rehus el caf que le ofreca.

    Una de las hijas de Toussainte, que estaba mirando por la ventana, se volvi hacia

    los presentes:

    Ah est!

    Slo entonces se dio cuenta el joven de la presencia de las muchachas y

  • torpemente las salud. A todos les pareci que Algnare palideca.

    Apareci por fin la persona esperada. Llevaba un sombrerito muy a la moda,

    un abrigo guarnecido de piel, medias claras y zapatos finos. La fiebre y el colorete le

    arrebolaban doblemente el rostro y, por haber subido la escalera muy deprisa,

    respiraba con dificultad. Salud a todos con una especie de tmida arrogancia, pues

    las muchas afrentas recibidas y el sufrimiento que le causaron la haban habituado a

    actitudes desafiantes. Haba un asiento vaco junto a la estufa: all se sent. Para

    hacerle sitio, las dems retiraron sus sillas con exageracin; la que tena el nio fue a

    sentarse al fondo de la cocina. En los modales recelosos de aquellas mujeres se

    notaba que envidiaban a la protagonista de la escena por su belleza, la compadecan

    por estar enferma y la teman por el posible contagio. Humbert arrastr su silln

    para colocarse al lado de ella.

    Me he retrasado mucho? dijo la recin llegada.

    No contest alguien.

    Sac ella de su bolso una polvera y se retoc el rostro. Las otras, sobre todo

    las jvenes, palpaban con los ojos su atavo, su bolso de ante, las perlas falsas de su

    gargantilla. Abrigaban rencor hacia Humbert por complacer los caprichos de la

    enferma, pues se saba que l, modesto chfer particular y de familia humilde, no

    ayudaba a los suyos.

    Humbert era su amante, aunque por pudor le llamaban su novio: el novio

    de Amande. Es cierto que se habran casado, de haber podido ella sanar, o si la

    familia le hubiera dado su consentimiento para que se hiciera cargo de una

    moribunda. Era sabido que Amande segua suplicndole, como si an valiera la

    pena, y se reprobaba ese tesn de querer imponer al chico unas formalidades

    intiles, ya que de todos modos ella iba a morir.

    El novio cogi la mano de Amande. Pona su mejor empeo en mostrar

    mayor ternura cuanto menos amor senta: de hecho, haca tiempo que haba dejado

    de quererla. A fuerza de llevarla a los mdicos, de ir a verla al hospital, de comprar

    para ella medicamentos onerosos haba terminado por olvidar el tiempo feliz en

    que bailaban juntos en los merenderos de las afueras y la acompaaba luego, a

    escondidas de todos, en el automvil de sus seores: conduca con las luces

    apagadas por aquellas carreteras de montaa y a las sensaciones de sus dos cuerpos

    jvenes se mezclaba el disfrute ilusorio del lujo ajeno.

  • Haba renunciado a poseerla desde que la muerte, visiblemente, se haba

    apoderado de ella: Amande se haba convertido para l en una especie de devocin

    triste. Ese afecto, que haba dejado de ser amor, careca de los medios con que el

    amor se satisface, y no poda ya expresarse ms que por smbolos, como el culto que

    se le rinde a Dios. Ese muchacho sencillo haba aprendido, en la familiaridad con la

    enferma, las delicadezas que inspira el sufrimiento: sentado junto a Amande,

    Humbert tena entre las suyas una mano ardorosa cuyo contacto le resultaba ahora

    penoso, y toda suerte de sentimientos oscuros, casi msticos el deber, la

    compasin, el temor, constituan su fidelidad.

    Ella dijo:

    Tengo fro, ta.

    Toussainte, dndose cuenta entonces de que no le haba ofrecido nada,

    propuso caf y ron. La enferma bebi, luego comi algo, con gestos que dejaban ver

    las encas.

    Haba momentos en que Amande llegaba a alegrarse de su mal, sin el cual,

    casada o no, Humbert la habra dejado por otra; adems, como todos los que

    padecen una dolencia mortal, no crea que la muerte estuviera prxima. No haba

    tenido ningn otro amante, as pues no poda imputar a nadie ms que a Humbert

    lo que ella llamaba su desgracia: l era el nico ser a quien poda darse el gusto de

    reprochar algo. Puesto que todo haba sucedido, segn ella, por culpa del novio,

    crea tener derecho a exigirle lo imposible. Esas exigencias la vengaban y, al mismo

    tiempo, servan para probarse a s misma y probar a los dems que todava un

    hombre poda consagrarse a ella. Celosa de cada mujer, no por ello dejaba de

    sentirse superior a todas, pues todas, ahora, la atendan solcitas, y hasta la

    repugnancia que adivinaba en ellas al tocarla, al besarla, le aportaba un motivo de

    orgullo: el orgullo de inspirar miedo. No haba una sola de aquellas mujeres que no

    la detestara, precisamente porque la compasin las obligaba a quererla; y no podan

    evitar el resentimiento por los cuidados que sentan el deber de prodigarle, as

    como un deudor reprocha a sus acreedores su propia probidad. La malignidad de

    Amande irritaba a aquellas mismas que la lloraran en su lecho de muerte; a todas

    horas del da se indignaban de encontrarla difcil, insolente, insaciable, incapaces de

    comprender que tal sonrisa falsa, tal insulto o pequea perfidia no eran sino los

    efectos del mal que sufra y su sntoma conmovedor, tan infaliblemente reveladores

    como la delgadez, la tos o la afona.

    Una de las mujeres pregunt:

  • Y tu nio?

    Entonces se enteraron todas de que pesaba ya veinte libras. El vigor de aquel

    pequeo ser que haba vivido de ella, dentro de ella, pero al que le estaba prohibido

    amamantar y aun tendra tambin pronto que privarse de tomarle en sus brazos y

    besarle, aquella sana vitalidad era su desquite, casi su compensacin.

    Desapegado de ella por la separacin, no fsica nicamente sino tambin afectiva, el

    nio creca lejos, en el campo, al cuidado de una mujer que se encargaba de criarlo,

    y Amande pensaba raramente en l, ms absorbida cada vez por la zapa interior de

    su mal, que actuaba cual una mortal gestacin. Conocindole apenas, el hijo

    despertaba menos su amor maternal que un sentimiento de orgullo; pero a veces

    tambin odiaba a la criatura, como si, al venir al mundo, esa vida le hubiera robado

    la suya.

    Toussainte dijo:

    Faltan veinte minutos para medianoche.

    Era la hora en que esperaban a Cattano dAigues, que tena fama en la

    regin de ser un ensalmador muy hbil. Recurran a l sobre todo porque saba

    desligar los maleficios. En vista de que, a pesar de pcimas e inyecciones, Amande

    no dejaba de desmedrar da a da, sus vecinas, sus hermanas, su ta haban acabado

    por llamar a aquel curandero. Todas, en efecto, estaban convencidas de que la joven

    era vctima de un maleficio que hubiera urdido posiblemente una rival, o bien una

    hechicera de esas que no pueden por menos de daar, aun sin sacar provecho, lo

    mismo que ciertos animales estn incapacitados para dejar de segregar el veneno

    que llevan dentro. Lo haban probado todo, incluso la peregrinacin a Lourdes y la

    consulta de profesores afamados en Marsella; pero ante la impotencia de la fe y de

    la ciencia, que parecan admitir y casi aprobar la muerte, aquellas buenas gentes

    recurran a las prcticas ms antiguas, las que tenan por ms demostradas desde

    tiempo inmemorial: a la intervencin del curandero, que trata a la muerte como un

    adversario invisible, intenta espantarla y lucha contra ella cuerpo a cuerpo.

    Desesperando de lograr nada con los mdicos, Humbert haba consentido en tentar

    la experiencia. Todas aquellas mujeres haban llegado a sospechar unas de otras, y

    si eran tan numerosas las que se molestaban en acudir de noche para asistir a la

    sesin ritual, tal vez fuera por probar mejor su inocencia.

    Podramos empezar dijo Toussainte.

    Ta musit Amande, hubiramos podido hacerlo en mi casa...

  • La idea de desnudarse delante de todos en una habitacin ajena le infunda

    un temor y un pudor inesperados.

    En tu casa no hay bastante sitio replic Toussainte.

    Una de las vecinas que habitaba en uno de los cuartos contiguos, lo puso a

    disposicin de Amande para que pudiera desvestirse ms cmodamente. Salieron

    ambas y en el umbral se encontraron con Cattano dAigues que llegaba. Amande

    se encogi toda a su paso; el hombre dijo dirigindose a ella:

    Chiquita, eres t...?

    Sin obtener respuesta, entr en la habitacin. Las mujeres se admiraron de

    que hubiera reconocido quin era la enferma sin que nadie se la designara, como si

    el aspecto de Amande no fuera bastante elocuente. El saludador se disculp por

    haberse retrasado, se quej del mal tiempo y se sent en el silln que Amande haba

    dejado vaco. Era un hombre de baja estatura, parco de palabra, e iba modestamente

    vestido. Durante el da ejerca la profesin de contable y pona en estas

    escenografas de pesadilla su formalismo de burcrata. Se acerc a la estufa y

    constat con fra irritacin que la haban dejado casi apagar. Algnare se levant

    para atizar el fuego: siendo la ms pobre, tena costumbre de que la trataran como a

    una criada.

    Las mujeres se apretujaban unas contra otras. Hubo alguien que pregunt:

    Y si nadie le ha echado mal de ojo, qu es lo que se ver en el agua?

    Nada contest el hombre.

    Toussainte adujo a su vez:

    Si no le hubieran echado un maleficio, no se encontrara como se

    encuentra.

    Por una especie de espritu de familia se crea obligada a dar fe de la salud de

    los suyos.

    Bueno, despus de todo, su padre y su madre murieron de ese mal...

    apunt Humbert.

    Que no se olvidara eso. Sabindose de salud frgil, l tema siempre que le

  • acusaran de haberle contagiado a Amande la enfermedad.

    Este mal no es natural sentenci Toussainte.

    Nunca dijo nada ms cierto. Para aquellos hombres y aquellas mujeres no

    exista enfermedad natural y acaso ninguna cosa lo fuera. El universo de esas

    buenas gentes no haba pasado del caos y todos los acontecimientos, incluso los ms

    simples, seguan siendo misterios para ellos, aunque dndose algunos con mayor

    frecuencia, al cabo llegaban a acostumbrarse. Las fases de la luna, el fuego que se

    produca en la estufa o en el fogn de la cocina no eran menos inconcebibles que la

    formacin de cavernas en los pulmones enfermos. A sus ojos no eran naturales, es

    decir justas, nada ms que las muertes de los viejos. Mas, siendo como eran seres

    humanos, condenados por el instinto de la especie a buscar, y tal vez a inventar, las

    causas de los aconteceres, atribuan el descaecimiento de Amande a lo que era para

    ellos la ms elemental, la ms humana de las causas, esa cuyos efectos haban

    comprobado tantas veces en su vida: la envidia, los celos que una mujer puede

    sentir de otra mujer.

    Alguien dijo quedamente:

    Es verdad que ha debido de cansarse mucho al tener que ocuparse sola de

    sus hermanos y hermanas.

    Se produjo un silencio. Nadie quera, y menos an la ta de Amande, remover

    el recuerdo de las penalidades que haba tenido que padecer para dar de comer a

    sus hermanos ms pequeos, aquella criatura terca que era todava una nia.

    Adems, a la alusin de los arrestos de Amande y de lo mucho que haba trabajado,

    todos se soliviantaban, como si pudieran ser sospechosos de alguna inferioridad,

    aunque slo fuera inferioridad en cuanto a las fatigas o la desgracia.

    Vaya! replic Toussainte. Como si las dems hubiramos trabajado

    menos que ella!

    En presencia de Humbert, un cierto pudor impeda evocar las otras posibles

    causas del mal: las citas en el arenal, a la oscuridad de las noches hmedas, el calor

    pegajoso de los salones de baile, las consecuencias de un parto difcil.

    Entr Amande arropada en su abrigo; la piel plida de sus piernas remedaba

    las medias tornasoladas y, como tena costumbre de llevar tacones, andaba de

    puntillas.

  • Cattano dAigues le pregunt:

    Dnde estn tus ropas?

    Las llevaba apretadas bajo el brazo y fue a ponerlas en una silla. Despacio,

    metdicamente, hizo un rebujo ordenado, colocando en medio los zapatos,

    enrollando en ellos las medias y envolvindolo todo con la camisa y luego con el

    vestido. Era un vestido de seda, claro y liviano: por una especie de coquetera haba

    desistido de ponerse el ms usado y lamentaba ahora tener que sacrificar se.

    Algnare se acerc a ayudarla. Toussainte intervino bruscamente:

    T no.

    La aludida retrocedi. Amande levant los ojos sin comprender: eran amigas.

    Al principio de su relacin con Humbert, Algnare les haba prestado su cuarto y

    ella le estaba agradecida, sin ocurrrsele pensar que aquella muchacha solitaria, y

    que pasaba por ser casta, se proporcionaba as el placer de vivir y dormir en un

    ambiente de amor.

    Fue el propio Cattano dAigues quien se encarg de disponer en un caldero

    nuevo el envoltorio, que ms bien se hubiera dicho un despojo.

    Todo el mundo volvi a sentarse. El agua tardaba en echar a cocer, como

    ocurre siempre que se est pendiente de que hierva; las mujeres hablaban en voz

    baja de enfermedades, de muertes y de curaciones misteriosas, intercambiando

    ideas que, formuladas de una u otra manera, venan a ser las mismas.

    Esta escena, que se estaba representando en varios registros, hubiera

    defraudado tanto a los que se regodean con el drama como a los aficionados al

    pintoresquismo; los pensamientos, los instintos emergan del fondo de los tiempos,

    pero aquellos hombres y aquellas mujeres que asistan, sentados en una cocina a la

    luz de una bombilla, a la ebullicin de un barreo lleno de agua, no hubieran

    ofrecido a la mirada de un observador otra cosa que el cuadro de costumbre,

    intrascendente y casi tambin ritual, de la colada semanal.

    Permanecer callados sin hacer nada es, para las gentes sencillas, algo contra

    natura, pues generalmente asocian el silencio al trabajo que los abstrae de s mismos

    (el trabajo es tal vez, sin que ellos lo sepan, la abnegacin de los pobres) y

    confunden el reposo con la charla. Mas todos all callaban sin embargo, por respeto

    hacia su propia expectacin; las manos, inactivas como las lenguas, se posaban en

  • las rodillas con torpe mansedumbre, y ese alto en el discurrir cotidiano de sus vidas,

    esa pasividad deferente les pareca as como la media hora de descanso, a la vez que

    de obligacin, de la misa mayor de los domingos.

    El agua comenzaba a orse bullir; las mujeres encontraban en ese hervor que

    rompa el silencio algo inquietante, solemne, sin relacin alguna con el ruido del

    caf al filtrarse por las maanas, ni con el reloj de arena de la cocina. Amande,

    arrebujada en su abrigo, temblaba, no de fro, sino de impaciencia, de temor: haba

    odo decir que las personas vctimas de un maleficio mueren siempre que se intenta

    descubrir quin las hechiz. Su enfermedad la saba dentro de s, no la conceba

    como algo externo, ajeno a ella, que se le pudiera quitar y poner a alguien, sino

    confusamente mezclada, ahora, a la idea que de ella misma se haca, una suerte de

    presencia que poco a poco ira sustituyndola. Algnare, en el otro extremo de la

    habitacin, guardaba silencio; Cattano dAigues no quitaba ojo al reloj despertador.

    En cuanto las dos agujas se hubieron juntado en lo alto de la esfera, se levant,

    retir el caldero del fuego, lo coloc en una silla y dijo a Amande:

    Ven.

    Dcilmente se acerc. El vapor de agua la cegaba; se inclin tratando, sin

    conseguirlo, de distinguir una figura en ese borboteo donde aparecan, ac y all,

    retazos inflados de ropa. Amande hubiera querido ver, ver algo, aunque slo

    hubiera sido para aplacar su angustia, para no haber estado all aguardando en

    balde, desnuda bajo el abrigo entre aquellas mujeres que le hablaban de magia

    negra, y por no decepcionar a los dems con una espera frustrada. Si todo el mundo

    en esos casos vea, por qu no habra ella de verlo? Intent acordarse de las caras

    de sus rivales o enemigas, trat de inventarlas, de proyectar imgenes desde ella al

    agua del caldero; pero el agua no le devolva ni siquiera su propia imagen. Se

    tambale y las mujeres hicieron ademn de avanzar hacia ella; Cattano dAigues

    las apart con el gesto y, posando la mano en el hombro frgil de la enferma, dijo:

    Mira bien: la mujer que te ha echado el mal de ojo va a aparecer en el agua.

    Sus cabellos... pas la mano por el pelo de Amande, como hacen los

    hipnotizadores; ella repiti, desesperantemente vaca su mirada:

    Sus cabellos...

    El hombre continuaba, creando la figura rasgo por rasgo:

    Sus ojos...

  • Sus ojos... repeta Amande.

    Su boca...

    Su boca...

    Algnare se haba puesto de rodillas y de pronto exclam:

    No mires ms, Amande! No mires ms. No vas a ver nada... No soy yo...

    No vers nada...

    Hablaba tartamudeando, repeta, se arrastraba por el suelo:

    No soy yo, verdad que no? A que no era yo?

    Amande se llev las manos al rostro y dijo:

    Siempre lo he sabido.

    Y se dej caer en la silla donde antes se haba sentado. En ese momento, un

    fuerte acceso de tos la sacudi. Sintiendo que sus labios se tean de sangre, abri el

    bolso para sacar un pauelo.

    Las mujeres, entonces, se levantaron y formaron corro en torno a la

    muchacha que se denunciaba por sus propias negaciones. Cattano dAigues

    pareca no enterarse de nada: abri por su cuenta el cajn de un aparador y eligi

    entre otros un cuchillo, prob la punta afilada y se lo tendi a Amande. sta lo mir

    estpidamente, sin comprender. El hombre le dijo