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133 XIX Cosmos perfecto En este capítulo voy a usar profusamente el concepto “perfección” o “cosa perfecta”. ¿Porqué o cuándo es perfecta una cosa? No lo sé. Definir perfectamente el concepto “perfección” sería probablemente, al menos para mí, difícil. Y, desde luego, trabajoso. Como no es necesaria para nuestros propósitos la definición perfecta, prescindo de ella. Eso sí, nos olvidaremos de la perfección moral de la que suele hablar el filósofo. Y nos olvidaremos también de otras especies posibles de perfección, tales como la belleza, o la perfección artística. Vamos a referirnos únicamente a la que podría llamarse “física”, “técnica”, “lógica”. O también a lo que podría llamarse “orden”. Y, como hicimos en la Introducción al hablar del orden, tendremos presente que son posibles dos distintas especies de perfección : la perfección patente, y la perfección latente. Ateniéndonos a criterios de sentido común, concebiremos la perfección como la concibe el hombre de la calle. Pensaremos, por ejemplo, que el vehículo construido para transportar viajeros es perfecto, si puede transportarlos por carretera con seguridad y rapidez y comodidad, sin ruido y sin contaminar la atmósfera. Más perfecto, si además puede transportarlos así encima del agua, por ser anfibio. Todavía más perfecto, si el anfibio es capaz de realizar además el transporte por vía aérea. Etcétera. El universo es una maravilla de perfección. Es lo más perfecto que se puede ser. Es absolutamente perfecto. No veas aquí, lector, exageraciones de un exaltado admirador de la naturaleza. Tampoco veas una tesis doctoral bien documentada y demostrable, pues no creo que haya demostración posible de la absoluta perfección cósmica. Pero sí hay una razonable hipótesis basada en el hecho de que no tenemos posibilidad alguna de probar que el universo podría ser más perfecto de lo que es, ni siquiera con una mínima perfección mayor. Cuasi universal es la creencia de que “el mundo está mal hecho”. De que tiene tachas, defectos, graves limitaciones. Creencia falsa, y afirmación gratuita, porque no hay ni puede haber pruebas ni indicios que la avalen. Por una razón muy simple : quien aspire a demostrar que el universo es en alguna medida imperfecto, debe necesariamente ser o hacerse omnisciente . Necesita saber, por ejemplo, cómo debía haberse construido en detalle el universo para que fuese más perfecto de lo que es. Y no hay ni puede haber nadie que lo sepa. Hay quien juzga imperfección cósmica, por ejemplo, el aparente despilfarro del que a veces la naturaleza hace gala : millonadas de galaxias en el espacio, millonadas de espermatozoides en cada eyaculación, etcétera. Es imposible demostrar que eso constituya

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XIX

Cosmos perfecto

En este capítulo voy a usar profusamente el concepto “perfección” o “cosa perfecta”. ¿Porqué o cuándo es perfecta una cosa? No lo sé. Definir perfectamente el concepto “perfección” sería probablemente, al menos para mí, difícil . Y, desde luego, trabajoso. Como no es necesaria para nuestros propósitos la definición perfecta, prescindo de ella. Eso sí, nos olvidaremos de la perfección moral de la que suele hablar el filósofo. Y nos olvidaremos también de otras especies posibles de perfección, tales como la belleza, o la perfección artística. Vamos a referirnos únicamente a la que podría llamarse “física”, “técnica”, “lógica”. O también a lo que podría llamarse “orden”. Y, como hicimos en la Introducción al hablar del orden, tendremos presente que son posibles dos distintas especies de perfección: la perfección patente, y la perfección latente. Ateniéndonos a criterios de sentido común, concebiremos la perfección como la concibe el hombre de la calle. Pensaremos, por ejemplo, que el vehículo construido para transportar viajeros es perfecto, si puede transportarlos por carretera con seguridad y rapidez y comodidad, sin ruido y sin contaminar la atmósfera. Más perfecto, si además puede transportarlos así encima del agua, por ser anfibio. Todavía más perfecto, si el anfibio es capaz de realizar además el transporte por vía aérea. Etcétera. El universo es una maravilla de perfección. Es lo más perfecto que se puede ser. Es absolutamente perfecto. No veas aquí, lector, exageraciones de un exaltado admirador de la naturaleza. Tampoco veas una tesis doctoral bien documentada y demostrable, pues no creo que haya demostración posible de la absoluta perfección cósmica. Pero sí hay una razonable hipótesis basada en el hecho de que no tenemos posibilidad alguna de probar que el universo podría ser más perfecto de lo que es, ni siquiera con una mínima perfección mayor. Cuasi universal es la creencia de que “el mundo está mal hecho”. De que tiene tachas, defectos, graves limitaciones. Creencia falsa, y afirmación gratuita, porque no hay ni puede haber pruebas ni indicios que la avalen. Por una razón muy simple: quien aspire a demostrar que el universo es en alguna medida imperfecto, debe necesariamente ser o hacerse omnisciente . Necesita saber, por ejemplo, cómo debía haberse construido en detalle el universo para que fuese más perfecto de lo que es. Y no hay ni puede haber nadie que lo sepa. Hay quien juzga imperfección cósmica, por ejemplo, el aparente despilfarro del que a veces la naturaleza hace gala: millonadas de galaxias en el espacio, millonadas de espermatozoides en cada eyaculación, etcétera. Es imposible demostrar que eso constituya

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imperfección. Habría que ser omnisciente para demostrarlo. En páginas anteriores nosotros ya supimos que todo es geometría, sentición, espacio. Y que el universo no es más que un conjunto de figurillas, de partículas elementales que denominábamos “esférulas”. El cosmos perfecto no es, pues, otra cosa que “orden inteligible existente entre esférulas, racionalidad u ordenada ubicación de esférulas”. ¿Y quién se atreverá a decir que esa ubicación podría ser más perfecta de lo que es? En el concreto caso de las galaxias, nadie sabe si el despilfarro es, o no —dada la interrelación de los fenómenos físicos en el cosmos, y la continua trabazón mutua de las distintas leyes de la naturaleza— la única manera de conseguir que, gracias a la multiplicidad estadística de situaciones, en una de éstas cuaje la “imposible” combinación de elementos físicos denominada “vida inteligente” o “civilización humana”. ¿Quién puede atreverse a afirmar que otra vida inteligente u otras civilizaciones han podido también cuajar en algún otro lugar? ¿Qué sabemos nosotros, desdichados, de lo que en ese punto puede cuajar, o no? En general, nadie puede saber cuál es el número de esférulas necesario para obtener con ellas la mayor posible perfección combinatoria. La máxima perfección posible obtenida mediante la manipulación de un millón de esférulas tiene que ser necesariamente menor que la obtenida mediante la de un trillón. A su vez ésta tiene que ser menor que la obtenida de hecho mediante la manipulación del número de esférulas constitutivas de nuestro cosmos. ¿Podría haberse obtenido con menos esférulas un cosmos tan perfecto como el nuestro? Si hay por ahí algún presuntuoso filósofo que lo afirme, risum teneatis? De lo que hasta ahora llevamos dicho se colige que nada tiene de lógico, de razonable, considerar el universo imperfecto porque a nosotros no nos gusta que sea así; o porque (siendo así) nos ocasiona con frecuencia grandes padecimientos. No hay en ello nada razonable o lógico, puesto que el universo no está diseñado para nosotros . El diseño del cosmos no puede ser imperfecto por el daño que nos haga a nosotros . No olvides, lector, que “nosotros” no existe: sólo existe la figura/dibujo “nosotros”, pintada en el espacio a base de esférulas. Ese inexistente “nosotros” que es el ser humano, es muy vanidoso y arrogante. Se cree un ser superior a todos los demás. Cree que el universo entero vive por él y para él. Cree formar parte de una nobilísima estirpe, única en el cosmos. No soporta que los científicos hagan figurar como antepasado suyo un inmundo primate. A sí mismo se ha coronado Rey de la Creación. Cree que los demás seres todos deben rendirle vasallaje.. . El principio antrópico encierra un craso error, porque el “Hombre”, el “Yo”, la “Consciencia”, no es nada más que figura geométrica o espacio (con toda la complejidad geométrica o espacial que se quiera). No es nada más que una colección de esferas diminutas agrupadas en forma parecida a la de un orangután o un chimpancé. El cuerpo donde

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erróneamente creemos que se aloja una cosa no geométrica llamada “yo” —una cosa no geométrica y, por tanto, inexistente—, no pasa de ser un ordenado y complicadísimo combinado o agrupación de esférulas, esencialmente igual que el cuerpo de una lagartija o un leopardo, con la única diferencia (importante, eso sí) de que en una de las partes de ese combinado —llamada “cerebro humano”— la evolución insertó un físico adminículo que otros combinados no poseen, y que sirve para realizar específicos trabajos físicos denominados “emisión de juicio”, “cogitación”, “pensación”... La posesión del tal adminículo —por admirable y perfecto que sea él— no hace al ser humano acreedor al título de Rey de la Creación. El adminículo cerebral no fue un regalo que alguien le hizo para consagrarlo como ser superior a los demás. El adminículo no es más que el (por ahora) último espécimen de perfección biológica en la Tierra. Ultimo, sí —y el más perfecto, si se quiere—, pero que sólo es uno más a añadir a los muchos que la evolución, desde sus inicios, ha venido acumulando en el progresivo desarrollo de un cosmos técnicamente perfecto. Aunque la evolución hubiese tocado techo, y ya no fuese posible superar la perfección alcanzada por el hombre, no sería el hombre la meta de la evolución. La meta de la evolución es consumar la máxima perfección general del cosmos , y, si ello exige insertar un determinado adminículo cerebral en la evolución de los primates, el adminículo se inserta. Pero sólo por eso y sólo para eso habrá sido creado “el hombre”. No hay otro “principio antrópico”. Que en el universo —en la naturaleza— hay admirables perfecciones en gran número, es bien sabido, y nadie lo niega. Tantas veces hemos oído todos hablar de ellas, que ahora sería ocioso enumerarlas, ni siquiera en parte. No nos detendremos, pues, a ponderar el estupor que producen, a quienquiera que tenga cultura intelectual y mínimas dotes de observador, hechos como la construcción, verbigracia, de cualquier feto, con todo lo que ello implica de asombrosa técnica en el aparato circulatorio, en el aparato digestivo, en el sistema nervioso, en el ojo, en el oído.. . Lo que sí merece un subrayado especial es la advertencia de que no hay razón alguna, válida, para afirmar que se deben a un ciego azar las perfecciones del cosmos. En general, el colectivo de filósofos y pensadores parece sentir el temor de que, si atribuyen las perfecciones cósmicas a un factor que no sea el ciego azar o las ciegas fuerzas de la naturaleza —si las atribuyen a un factor inteligente o no ciego—, habrán implícitamente afirmado que existe un Ser Supremo, un Dios personal, inteligente autor de las dichas perfecciones. Y, en consecuencia, atribuyen éstas a la selección natural auxiliada por un azar benévolo. Sólo sé de un autor (sir Fred Hoyle) que haya sido capaz de ver en el cosmos inteligencia sin Ser Supremo alguno personal o Dios de ninguna especie. Un día nuestros descendientes quedarán estupefactos al saber que sus antepasados creímos que el universo —la biosfera, especialmente— es

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obra del azar y de la selección natural, cuando todo está proclamando a gritos una “Razón” o “Logos” o “inteligencia” omnipresente en el cosmos. Estupefactos, preguntarán cómo no vimos que sin Dios alguno la evolución creó el pene, y la vagina, y las glándulas mamarias, y el estómago, y los huesos, y el cerebro, con evidente finalidad, con evidente racionalidad , con teleología evidente. Se preguntarán cómo pudimos haber pensado que, “sin causa inteligente” los peces cambiaron branquias por pulmones ciegamente; que brotaron alas a tantísimas especies por casualidad; que el ADN se formó en una afortunada carambola del azar; que el cerebro de Einstein fue un ciego logro de la selección natural. . . Por otra parte, cuando se enjuicia esta cuestión de si el azar es capaz de producir hechos “inteligentes” muy complejos —tales como la biosfera—, incluso los más fervientes detractores del azar (el propio Fred Hoyle, por ejemplo) suelen caer en un curioso error: suelen confundir lo sumamente improbable con lo prácticamente imposible, cuando nada tiene que ver lo uno con lo otro. Sir Fred Hoyle, en su obra The Intelligent Universe , consideró que ni una sola proteína de nuestro cuerpo ha podido formarse casualmente, porque la probabilidad matemática de que esto suceda no pasa del 1/50.000.000.000.000.000.000. Se equivocó de medio a medio: el que tal cosa no pueda suceder no se debe a la pequeña probabilidad. La irrefutable prueba de lo que digo, la tenemos en todo instante delante de nuestros ojos. Delante de nuestros ojos, en efecto, y continuamente, se hacen realidad palpable probabilidades infinitesimales . Un hecho real, de probabilidad matemática infinitamente más pequeña que la aparición aleatoria de una proteína, está produciéndose a cada instante en el universo, desde que éste empezó a existir hace doce mil millones de años. Ese hecho real consiste en que a cada nuevo instante quedan ubicadas las esférulas constitutivas del cosmos conformando de hecho una combinación concreta cuya probabilidad matemática es infinitamente pequeña. Si no quieres martirizarte, lector, tratando de imaginar ese inasible infinito, piensa en algo asequible: por ejemplo, una modesta playa cualquiera P . ¿Cuál es la probabilidad de que en un momento dado se encuentren todas y cada una de las arenillas de P ubicadas al azar en una posición determinada (la que adoptarán, por ejemplo, mañana a las doce del mediodía)? Esa probabilidad x es muy pequeña , pero no será obstáculo para que la playa P mañana a las doce esté constituida justamente por arenillas en ubicación de probabilidad x . Pues bien, del mismo modo, y por la misma razón, la probabilidad 1/50.000.000.000.000.000.000 de que se forme al azar una proteína no constituye obstáculo alguno para la casual producción de una proteína. Yo estoy convencido de que en el universo entero no se ha formado jamás una proteína por casualidad, como tampoco se ha formado jamás un pollo por casualidad. Pero no ha ocurrido así porque ello sea improbable. Que

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ningún pollo se haya formado jamás por casualidad se debe tan sólo a que en el universo jamás hubo, de hecho , ninguna circunstancia o estado físico productor de pollos por casualidad. Hubo en cierta ocasión, por ejemplo, una cesta con doce huevos de los que nacieron varios pollos. Pero nunca hubo cesta con doce nueces de las que haya nacido algún pollo. Y esto no es una cuestión de probabilidades. Es una cuestión fáctica, una cuestión de hechos . Como si dijéramos que hasta ahora en el universo no se ha producido ninguna circunstancia o situación causal que pudiera haber dado lugar a la formación casual de un pollo o una proteína. Lo cual sería así por tautología, ya que sólo podría ser casual el nacimiento de una proteína en caso de que no hubiera habido razones causales para que naciera. Usando otro ejemplo, sir Fred Hoyle presentó como imposible el hecho de sacar 50.000 seises seguidos con un dado no trucado, porque aproximadamente su probabilidad es de 1 a x , dando que sea x la unidad seguida de cuarenta mil ceros. Eso no es verdad. Que alguien saque 50.000 seises seguidos con un dado no trucado es, no infinitamente improbable, sino totalmente imposible. Pero lo es porque sólo puede salir el seis cuando el estado físico del universo, en el instante que precede inmediatamente a la última inclinación del dado antes de yacer inmóvil sobre la mesa, de facto sea tal que deba necesariamente salir el seis. Y, de hecho, un tal estado físico del universo no ha existido jamás a lo largo de cualesquiera 50.000 lanzamientos de dado seguidos que hayan podido hacerse. Por eso Fred Hoyle se equivocó también cuando juzgó imposible que la vida se haya originado en la Tierra. Creyó que eso es imposible por la enorme pequeñez que tiene la probabilidad de que haya ocurrido. Aparte de que es igualmente pequeña la probabilidad de su origen extraterrestre75, muy bien podría haber ocurrido, no sólo que se haya originado la vida en la Tierra —máxime la vida capaz de perdurar y evolucionar hasta alcanzar esta perfección que es la vida inteligente nuestra—, sino que nunca haya habido vida inteligente en parte alguna del universo, excepto en el sistema solar nuestro (sencillamente porque la naturaleza —que sólo puede operar a condición de que no se quebranten las leyes físicas—tal vez tuvo que recurrir a una “inmensidad cósmica sin fin” de situaciones físicas distintas, para que en una de ellas pudiera darse la situación física excepcional indispensable, y pudiera transformarse la materia inerte en cerebro humano). La existencia de algún “factor inteligente” responsable de las incontables perfecciones del cosmos —y sin que sea necesario postular ningún Ser Supremo o ningún Dios—, no sólo se hace visible en la contemplación directa de logros técnicos tales como el organismo humano. Se hace igualmente visible —cuando no más visible— por la observación de otros hechos que prima facie son incluso negaciones de la perfección del cosmos. Consideremos algunos casos de perfección latente. 75 Lo reconoció él mismo cuando habló de “la pequeñísima probabilidad de que la vida, incluso a escala cósmica, proceda de materia no viviente”.

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No faltan en el universo hechos puntuales que, mirados fuera de contexto, son intrínsecamente imperfecciones. El vulgo —y, con sobrada frecuencia, también el pensador o el filósofo— ponen el acento en ellas para descalificar al hacedor de obra tan imperfecta (sea Dios, o el azar, o el que sea). Echo de menos en esos juicios una importante reflexión, que nosotros haremos inmediatamente. Quien se proponga indagar si es o no es perfecto el universo, t iene que pensar dos cosas por lo menos. 1ª Todo acontece en el universo con sujeción a reglas o leyes fijas universales, que no admiten excepción. 2ª El hecho de que esas leyes o reglas universales no admitan excepción alguna constituye, per se y en principio, absoluta perfección. Sobre el primer punto estamos todos de acuerdo. Sepamos el porqué del segundo punto. Si la naturaleza realizara sus performances por haber hecho excepciones en el cumplimiento de aquellas leyes o reglas universales —o sea, por haber movido los peones a su antojo—, su obra no sería perfecta. Si yo muevo a mi antojo las fichas de ajedrez, ganaré todas las partidas a Garri Kaspárov, dándole jaque mate en todas ellas . Pero mi juego será menos perfecto que el de Kaspárov. De ello se deduce (suponiendo que la caracterización de las leyes físicas es la más perfecta posible para que globalmente resulte el cosmos más perfecto posible) algo que tiene suma importancia. Y es esto: El universo no puede ser absolutamente perfecto, si no está sometido al “reglamento de ajedrez”: sometido a leyes universales inflexibles, inexceptuables. Inexcusablemente se necesitan éstas para que la obra sea perfecta. Si yo tomara electrones y protones como si fueran guindas y, colocándolos donde me dé la gana, sin someterme a ninguna ley física, l legara a construir un caballo perfecto, la perfección de mi trabajo sería infinitamente menor que si construyera ese mismo caballo con electrones y protones que han de moverse en todo instante sometidos a las leyes fisicoquímicas imperantes en el cosmos.

Las exigencias de una legislación física universal han de ser mutuamente conflictivas muchas veces, por lo cual en el universo deben aparecer por necesidad imperfecciones puntuales, hechos que en sí, intrínsecamente, son imperfectos. Es decir que, a causa de las leyes inexceptuables, en ocasiones debe acaecer que el logro de una determinada perfección puntual resulte ser incompatible con el logro de otra determinada perfección puntual.

Supongamos que en cumplimiento de tales y cuales leyes físicas un perrito recién nacido ha quedado en la orilla del mar, abandonado. La marea está baja. Dentro de unas horas habrá pleamar. El animal será alcanzado, se ahogará, y quedará destruida la perfecta obra de ingeniería que era el cuerpo de ese perrito. El hecho de que se destruya así una obra perfecta, es en sí una imperfección. Pero esa imperfección se deberá, precisamente, a que el cosmos es perfecto: no sería perfecto, si las

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mareas no subieran y bajaran a sus horas, indefectiblemente , peligren o no peligren los perritos recién nacidos.

Entonces, lo intrínsecamente imperfecto resulta ser perfección en realidad, porque perfecto es aplicar sin excepción aquellas leyes. O sea que, en cierto modo, y pese a la paradoja, el universo es perfecto precisa-mente porque tiene imperfecciones.

Yerra quien opina que el universo es imperfecto porque (v.gr.) ha fabricado esta raza humana que es un dechado de imperfecciones. O porque la naturaleza engendra con frecuencia seres monstruosos. O porque de pronto sobreviene un cataclismo destructor de millones de especies vivientes. Etcétera. Nada de eso prueba que sea imperfecto el cosmos: no es posible demostrar tal cosa. La existencia de un imperfecto universo es indemostrable.

Cuando hablábamos del Far West americano y de las antiguas diligencias, decíamos que donde iban los caballos iba el carruaje, sin que los caballos tiraran de él. No podíamos comprenderlo entonces. Ahora sí vamos a comprenderlo. Respondía la diligencia con fidelidad matemática al movimiento de los caballos, y respondía sin que ninguna “fuerza física” la forzara a ello (ni la de los caballos ni otra). Se movía así, sólo porque el cosmos es absolutamente perfecto. Sólo porque allí , y en aquel momento, eso era lo que constituía la perfecta racionalidad característica del cosmos. Así acaece todo, porque no puede acaecer de otro modo. El tiempo es pura geometría o espacio. Esto obliga a concluir que la existencia de “fuerzas” en el universo es imposible. Todo es geometría o espacio o sentición, lo cual obliga a concluir que la existencia de “objetos” y de “causas” es también imposible. Y que, por ende, todo lo que acaece perfectamente, tiene que acaecer perfectamente por necesidad, sólo porque es perfecto que así acaezca, ya que no hay ninguna otra causa o razón para que acaezca así. De paseo en las Ramblas de Barcelona, estuve hablando por teléfono con Pedro, que se encontraba en Sydney. Mantuvimos una interesante discusión filosófica acerca de la perfección del universo. Todas las frases de nuestro diálogo eran construcción sonora inteligible, coordinada, racional. Pero mi teléfono móvil no enviaba nada en ningún momento —ni ondas de radio, ni vibraciones acústicas, nada— capaz de “accionar” el teléfono de Pedro en Sidney. Tampoco el teléfono de Pedro emitía nada que pudiera “accionar” el mío en Barcelona. Eso no era posible. Porque Sydney no existe. Pedro no existe. Su teléfono tampoco. Mi teléfono móvil no existe. Ni las Ramblas ni yo existimos. El único universo existente, lo único que existe en el universo, es la inacabable retahíla de senticiones “mías”, entre las cuales figuran las acústicas (perfectamente ordenadas, perfectamente racionales) del filosófico diálogo. Entonces ¿cómo explicar esa su perfecta inteligibilidad, ese su perfecto orden y coherencia, que no es efecto de ninguna “causa”?

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La única posible explicación es la esencial racionalidad o inmanente perfección absoluta del universo real (el conjunto de figurillas denominado “mis senticiones”), que es lo único existente en realidad. No sólo es el universo indeciblemente perfecto sin que su perfección sea efecto de causa alguna, sino que su esencia misma —la esencia de lo que existe— es precisamente el ser perfección lógica o técnica, el ser inmanente Logos o Razón, el ser pura racionalidad . Existir no es otra cosa que ser Logos (o Razón). Es imposible existir en estado de imperfección o irracionalidad o desorden. Cuando digo esto, no estoy entonando cánticos de poético amor a la Madre Naturaleza. Estoy dando el contundente y seco mazazo de una rigurosa lógica de sentido común. En efecto, si el t iempo es puro espacio, si todo —incluida la sentición— es puro espacio, si, por consiguiente, no hay en la realidad “objetos” ni “causas” ni “fuerzas” ni “movimientos” que no sean mera sentición o mero espacio estático, ese hecho vulgar de que yo haya mantenido un razonado y coordinado intercambio de frases inteligibles con un inexistente Pedro, a través de dos teléfonos que en realidad no funcionan porque en realidad no existen, t iene que constituir la rotunda y apodíctica demostración de que la realidad (el cosmos, el universo) es perfecto Logos , escueta racionalidad, absoluta Razón. Y no olvidemos los miles de millones de conversaciones igualmente coherentes que por telefonía móvil se mantienen de continuo en el planeta Tierra (“existiendo sin existir en un planeta que existe sin existir”). Cuarenta vagones cargados de mineral de hierro suben cuesta arriba detrás de una locomotora. Suben “libremente”, sin que la locomotora ejerza tracción alguna, y sin que ninguno de los vagones tire del otro. Suben sólo porque subir así —yendo adonde vaya la locomotora, en movimiento de traslación perfectamente coordinado y sincronizado— es lo perfecto, lo racional. Suben sólo porque llevan dentro de sí la necesidad-orden de moverse con perfecta racionalidad. Esto se nos hará más inteligible, si recordamos que los vagones en realidad suben sin moverse, ya que su ascensión es únicamente ascensión pintada en sucesivos lienzos de la “película” que es el espacio-tiempo-hilera de cubos. Al igual que el movimiento de los vagones, todo movimiento en el universo está siendo causado o determinado únicamente por la Razón o Logos , y no por causa física o fuerza o energía de ninguna especie.76 Se mueven los cuerpos como se mueven porque la Razón o Logos que es el cosmos los mueve así, y por eso es que su movimiento resulta ser lógicamente perfecto, y perfectamente racional. Todas y cada una de las esférulas integrantes del cosmos ejecutan sus movimientos únicamente en el sentido y en las condiciones que se requieren para que la combinación de todas ellas dé como resultado el universo más perfecto posible. 76 Por supuesto, las leyes que descubre en el universo el hombre de ciencia, y en las que habla de movimientos y fuerzas y energías y causas, no dejan de ser verdad, aunque no haya en el universo ningún movimiento ni fuerza ni energía ni causa alguna. Estos no existen, pero sí las leyes.

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De ahí que el desplazamiento de los vagones cargados de mineral, y el de las diligencias del Far West , obedezcan a racionales y complicadas reglas matemáticas, métricas, geométricas (de ubicación, distancia, velocidad, etcétera), de tal modo que nunca se comete ni un mínimo error, a pesar de que ninguna fuerza física obliga a las diligencias ni a los vagones. La rueda de los vagones, por ejemplo, no se mantiene sobre el raíl porque éste ofrezca “resistencia” a la pestaña de la rueda: se mantiene sólo porque el mantenerse en el raíl sin “caerse” es lo racional, o lo técnicamente perfecto. Pongamos al fuego la cacerola con un litro de agua. Al rato empezará ésta a moverse en la superficie formando borbollones, que durarán lo que dure el fuego encendido, o lo que dure la evaporación del agua. Si apagamos el fuego antes de que ésta se evapore del todo, los borbollones irán disminuyendo poco a poco. A todos nos parece que la disminución paulatina se deberá entonces a que, apagado el fuego, las moléculas de agua irán “perdiendo fuerza”, y que por eso cada vez se moverán más débilmente. Pero eso no es verdad. Las moléculas irán gradualmente perdiendo intensidad en su agitación, sólo porque lo perfecto en un cosmos perfecto es que el agua de las cacerolas puestas al fuego vaya —no de repente, sino gradualmente— perdiendo intensidad en su agitación cuando se haya apagado aquél. Nada “hace” el fuego al agua, porque el t iempo es una hilera inmóvil de cubos inmóviles donde no puede haber nada que “haga” algo. . Si reflexionas, culto lector, detenidamente, percibirás el alto grado de perfección que debe ostentar el cosmos para que todos los movimientos que tienen lugar en él —subatómicos, atómicos, moleculares, físicos, químicos, fisiológicos, neurofisiológicos, mecánicos, hidrodinámicos, atmosféricos, astronómicos.. .—, con absoluta fidelidad y sin que medie ninguna “energía” o “fuerza”, se ajusten exactamente a la Razón o Logos que reina en el universo en forma de leyes o reglas de comportamiento de todos sus elementos constitutivos. Por eso dije una vez —allá, en el capítulo IX—que son razones (y no causas) las “causas” o la “causalidad”. Observa, lector, un vencejo cazando insectos al vuelo. No actúa sobre el ave ninguna “fuerza” (por ejemplo, el aire no le ofrece resistencia, y ninguna fuerza muscular interviene en el batir de las alas). Obedecen sus idas y venidas y sus zigzags, tan sólo a la razón de que en ese momento constituyen la máxima perfección posible dentro del ordenamiento general del cosmos. Por antropomorfismo nos parece eso imposible o milagroso, pero estamos obligados a reconocer que no lo es. Tenemos que reconocerlo (si ya hemos admitido que todo —incluido el tiempo— es únicamente espacio), porque a ello nos obliga una lógica implacable. No habiendo otra cosa que espacio, la existencia de “fuerzas”, de “causas”, de “energías”, es imposible. Por tanto, se mueve así el vencejo, sólo porque moverse así el vencejo es lo perfecto, lo lógico, lo ajustado a Razón o Logos , lo racional.

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Nosotros creemos que un cuerpo en movimiento —el cuerpo humano, por ejemplo; el de un delfín; el del guepardo.. .— es un cuerpo. No lo es. Como tampoco el átomo es un cuerpo. Como tampoco lo es el sistema solar. Nuestro cuerpo en movimiento, aunque parece uno, son muchos cuerpos: es un trillón de esférulas en movimiento. De esférulas autónomas. Hay en ellas unidad de acción (es decir de movimientos), pero no unidad sustancial o estructural. Se mueven todas en perfecta coordinación mutua, pero independientes unas de otras. La “causa” de que se muevan así es la Razón , la rectora de todos los movimientos del cosmos, la promotora de toda la perfección cósmica. Piensa, lector, en la abrumadora perfección técnica necesaria para que el trillón de esférulas autónomas que es la joven patinadora en la pista de patinaje artístico se mueva, perfectamente sincronizado, sin que haya interacciones o fuerzas de cohesión de ninguna especie entre las esférulas. Idem para que el trillón del velocista se desplace raudo en la carrera de los cien metros lisos. Idem para que el trillón del futbolista recorra en un santiamén la banda lateral del campo de fútbol.. . Todas las esférulas de cada trillón moviéndose como si fuera un cuerpo que baila en la pista, un cuerpo que corre en el estadio, un cuerpo que juega al fútbol.. . El universo es perfecto. Se constata en todo. Pero se constata, sobre todo, en la historia de la biosfera. La historia de la biosfera en el planeta Tierra marca una línea de imparable progreso hacia la cada vez más visible plasmación de una perfecta racionalidad funcional del cosmos. Los pensadores medrosos —que, alérgicos a la aceptación del concepto “racionalidad” (por temor a encontrarse con Dios nuestro Señor), hablan sólo de “complejidad”— objetan que no hay progreso lineal, porque la evolución a veces avanza, se estanca otras veces, incluso retrocede, etcétera. Erróneamente creen que los estancamientos y retrocesos constituyen la prueba de que el progreso es algo aleatorio en realidad. No lo es. Ya dejé demostrado que necesariamente el perfecto universo ha de tener imperfecciones puntuales porque debe someterse a un severo “reglamento de ajedrez”. Por eso la universalidad de las leyes de la naturaleza hace inevitables, y paradójicamente perfectos, los estancamientos y retrocesos en el proceso evolutivo. Hay gentes que en parte niegan razonabilidad al quehacer científico y lo reprueban porque (v.gr.) ha posibilitado la fabricación de terroríficas armas de destrucción masiva. Es un burdo error. La “culpable” no es la ciencia, sino la Política. El conocimiento en sí, el saber de la ciencia —(que eso es la scientia)— nunca es nocivo, por muy nocivo que sea lo que la ciencia haya llegado a saber o conocer o posibilitar.

El notable progreso en el campo del conocimiento cient í f ico, in iciado durante el Renacimiento y acelerado poderosamente en los úl t imos cien años, denota tanto aspectos posit ivos como negat ivos, y estos últ imos representan un pel igro ta l para la supervivencia de la Humanidad, que el pavor del que hablara Mef istófeles es completamente bien fundado. Las ciencias apl icadas y la tecnología

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han aportado a la carrera armamentista y a las fuerzas represivas de toda índole una nueva dimensión y un nivel tan al to de capacidad destruct iva, que parecen más bien concebidas por una encarnación contemporánea del espír i tu asir io de la Ant igüedad que por una casta de cient í f icos e invest igadores que se remiten a las tradiciones humanistas que emanciparon a la Ciencia de la tutela escolást ica.77

Sí, pero ese aporte de la ciencia y de la tecnología ha resultado ser “mefistofelésicamente” pavoroso, no por los grandes progresos de la ciencia, sino por los escasos progresos de la sociedad humana en tanto que sociedad formada por y para seres capaces de razonar. Si nuestra menguada racionalidad no hubiera iniciado la carrera armamentista, ni hubiera creado fuerzas represivas de toda índole, el nivel de capacidad destructora (alcanzado por la ciencia) sería igualmente alto, pero no podría destruir nada. Por ser perfecto el universo, es irrecusable el determinismo, incluso el determinismo histórico. A la larga, la historia —ni la del cosmos en general, ni la de la humanidad en particular— no se desarrolla según “correlaciones de fuerzas”, o según “confrontaciones dialécticas” aleatorias.78 Todo cuanto acontece en el universo, desde el movimiento más elemental de la partícula más elemental hasta los mínimos detalles de formación de toda una familia de galaxias, acontece porque eso es lo más perfecto posible en el universo más perfecto posible. Por tanto, necesariamente han de estar predeterminados todos los acontecimientos, ya que sólo hay una manera de que sobrevengan (la manera más perfecta posible, que no puede ser sino una). Que estén predeterminados no quiere decir que sean predecibles por nuestro intelecto: la predeterminación es compatible con el principio de indeterminación de Heisenberg. En consecuencia, todo evento concreto, en cuanto tal, estaba predeterminado ya desde el primer instante de la existencia del universo (no olvides, lector, que “primer instante” es “primer cubo de la hilera tiempo”). O, lo que es igual, quiere decir que la Razón o Logos , ya desde el primer instante —y a partir de entonces en todo instante—, “movió los peones” con la finalidad evidente de que en su día ocurriera el evento concreto. No se puede negar perfección al hecho de conducir así los acontecimientos todos del cosmos durante quince mil millones de años Y deviene más ostensible todavía esa perfección, si se t iene en cuenta el fenómeno multiplicador que el meteorólogo norteamericano Lorenz pintorescamente bautizó como “efecto mariposa”: el momentáneo aleteo de una mariposa en los montes de China puede ser causa determinante de que pocos días después un tifón arrase Nueva York. Y ahora, si alguien

77 J.MUGUERZA (citando a Horacio Mansilla) en op. cit., pág. 149. 78 Jamás conocerá lo que es la Realidad quien vea en ella algo más que puro y escueto y seco Logos. La naturaleza no es en absoluto (por ejemplo) “creadora de Belleza”. Lo siento por los poetas y soñadores idólatras del arte o la literatura, pero a la Madre Naturaleza no le interesa la Belleza para nada.. Así como no le interesa lo “Bueno”, tampoco le interesa lo “Bello”. Unicamente le interesa lo “Verdadero” (es decir la Razón, o Logos). La Belleza no es más que un subproducto físico (inevitable) de la Verdad. La Madre Naturaleza no es tan estólida como para ponerse a construir arrecifes coralinos de gran belleza que han de permanecer ocultos eternamente, sin que nadie pueda contemplarlos..

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puede imaginarlo, imagine la “infinita” perfección lógica o técnica implícita en el hecho de haberse ubicado todas y cada una de las esférulas integrantes del cosmos —en el cubo-instante inicial de la historia cósmica— en el punto en que necesitaban estar ubicadas exactamente para que hoy acaeciera como acaece cuanto acaece. Imagine la inimaginable amplificación exponencial que han debido producir quince mil millones de años de universal “efecto mariposa”. A mi modo de ver, el hombre de ciencia (físico y/o matemático) percibe caos y desorden donde no hay caos ni desorden. Por ejemplo:

El comportamiento del sistema puede desembocar f inalmente en un estado de máxima complej idad denominado técnicamente caos . La evolución de un ecosistema se acerca a la f rontera del caos a medida que aumenta su complej idad. . .

No entiendo por qué ha de llamarse “caos” un hecho complejo, sólo porque es grande la complejidad. El caos implica desorden, confusión, indefinición, irracionalidad. Y nada de ello está necesariamente involucrado en la complejidad, por grande que ésta fuere. La complejidad aturdidora de nuestro cerebro ¿nos autoriza a pensar que el cerebro humano es caótico, y que sus diez mil millones de neuronas no son sino un tótum revolútum? Supongo que llaman “caos” a la mucha complejidad porque subjetivamente somos incapaces de percibir el orden latente en ella. Pero este condicionamiento de lo objetivo a lo subjetivo no tiene justificación lógica. Mis limitaciones personales no pueden ser l imitaciones de la realidad objetiva. Una cosa es “no veo gallos en el corral (porque tengo cataratas)”, y otra cosa es “no hay gallos en el corral”. Una cosa es “no veo en esa complejidad orden”, y otra cosa es “no hay en esa complejidad orden”. Leo en el libro de Hoyle:

La f ísica nos enseña que los procesos no vivientes t ienden a destruir e l orden.

Yo no puedo creerlo, porque todas y cada una de las esférulas, en todos los rincones del universo —incluso las que conforman la humareda de una conflagrante explosión— están colocadas todas y cada una en orden perfecto , dentro del correspondiente cubo-instante. Porque es imposible que no lo estén. Los matemáticos/científicos mencionan a menudo la “incertidumbre”, la “impredecibilidad”, la “indecidibilidad”, etc., como si fueran cualidades “objetivas” del “mundo exterior”. Tomo de la Gran Enciclopedia Larousse:

La noción de caos está asociada a la imposibi l idad de predicción, mientras que la noción de determinismo lo está al conocimiento total del disposit ivo estudiado. Paradój icamente, resulta que un sistema dinámico sometido a acciones conocidas donde no interviene de forma alguna el azar , puede tener un comportamiento caót ico. Entonces,

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resulta imposible predecir su evolución. Su comportamiento es extremadamente sensible a las condiciones inicia les. El meteorólogo norteamericano Lorenz (1961) fue el primero en evidenciar este fenómeno al intentar simular la evolución del cl ima. Se dio cuenta de que, part iendo de condiciones cl imát icas muy próximas, se l legaba, en pocos días, a c l imas muy di ferentes. Esta sensibi l idad a las condiciones iniciales es tan fuerte que se la ha denominado “efecto mariposa”. . . E l denominado comportamiento complejo está caracter izado por una sensibi l idad extrema a las condiciones in iciales (ampli f icación exponencial de las incert idumbres in ic iales) . . . . . . la evolución a gran escala es un fenómeno al tamente impredecible .

No lo entiendo. El más total y absoluto determinismo estará necesariamente asociado a una total imposibilidad subjetiva de predicción, si el sistema dinámico está sometido a hechos muy numerosos de gran complejidad. Y no por la sensibilidad extrema de las condiciones iniciales: igualmente extrema será la de las condiciones que vayan creándose ulteriormente. El meteorólogo, por ejemplo, jamás podrá conocer la evolución exacta del clima —ni siquiera a corto plazo de un minuto— aunque sólo fuere porque es “infinito” el número de datos exactos que necesita conocer (y no puede) con relación al estado actual del clima. Los libros dicen que cada molécula de aire colisiona con sus compañeras cinco mil millones de veces por segundo. Cada colisión altera el estado actual del clima. ¿Dónde compraremos el computador capaz de calcular qué alteración habrán sufrido exactamente —sólo en un minuto— sólo las moléculas de aire de la atmósfera de Nueva York? Ahora bien, si de lo que se trata es de la objetiva predecibilidad intrínseca de la evolución del sistema dinámico, es predecible su evolución, por muy numerosos y por muy complejos que fueren los hechos a los que está sometido el sistema. Y considerar “caótico” su comportamiento —en razón de que subjetivamente nosotros no podamos predecirlo— no tiene justificación (a mi entender). Las teorías que ha inventado el hombre de ciencia sobre eso que llama “caos", no son inteligibles. El matemático —no la matemática— es quien dice que en el microcosmos reinan el ciego azar y el caos. El presunto caos del microcosmos nada tiene de caótico: es depuradísima racionalidad u orden perfecto. Aquella rudis indigestaque moles , aquel revoltijo inicial de esférulas del primer instante, en el que ocupaba cada una de ellas en el espacio un lugar preciso, de precisión absolutamente necesaria para que durante quince mil millones de años —en aras del “efecto mariposa”, y de la amplificación exponencial de las certidumbres (no de las incertidumbres) iniciales—, el cosmos evolucionara hasta alcanzar el estado en que nos encontramos hoy, no era caos ni desorden. Era orden perfecto. Latente, pero perfecto orden.

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Ante aquel colosal orden de “infinitas” esférulas —que evolucionaron en “infinitos” eventos concatenados, de complejidad exponencialmente creciente—, natural y espontáneamente el intelecto humano se pregunta quién pudo haber tenido tan prodigiosa inteligencia. Es una pregunta necia, que se debe a nuestro congénito antropomorfismo impenitente: no tiene por qué haber un “quién” o un “alguien” de por medio. No sólo no lo hay: es que no puede haberlo. 1º Es imposible que ningún “alguien” posea la inteligencia o sabiduría necesaria para tamaña proeza, para tan asombroso ordenamiento. 2º Allí donde toda realidad es puro espacio, no hay ni puede haber nada que no sea espacio: no puede haber ningún “alguien” o “persona”, que por definición tendría que ser noespacio. Al igual que en las diligencias de marras de las películas western de mi ejemplo, todas y cada una de las esférulas del universo van adonde tienen que ir —sin que ningún “alguien” les diga lo que deben hacer, y sin que nada ni nadie les “haga” nada—, y van para que resulte, de sus respectivos desplazamientos, la mayor posible perfección global. Van solas allá donde esté la Razón de que vayan. Van sin que las dirija ninguna inteligencia. Van sin causa. Van... por logotropismo. Logos es una voz griega que significa “razón”, y también “palabra”. Aquí estamos usándola como sinónimo de “razón”. Por eso llamo “logotropismo” a esa “querencia” que tienen las esférulas, que las hace “ir” adonde está la Razón o el equivalente Logos , y que sea necesariamente racional su “comportamiento”. El filósofo preguntará por qué “van” logotrópicamente las esférulas. O por qué son lo que son. Lo preguntará, porque el intelecto humano está programado —precisamente por y para la perfección del cosmos— para que mecánicamente pregunte el porqué de las cosas todas. Lo cual no quiere decir que las cosas todas tienen que tener un porqué. Luego expondré con detenimiento la causa de que nos parezca imposible que se comporten las esférulas inteligentemente sin tener inteligencia y sin que las dirija ningún ser inteligente. De momento, bástenos pensar que es posible un cosmos perfecto sin porqué, un cosmos organizado y dirigido sabiamente por una Razón o Logos inmanente. Sin pensar ni calcular ni saber nada, la calculadora mecánica nos da el doce como la suma de siete más cinco . Nunca se equivoca. No puede equivocarse, porque no hace otra cosa que extraer del cajón a siete monedas, extraer del cajón b cinco monedas, y depositarlas todas en el cajón c , con lo que finalmente (sin error posible) ha de haber doce monedas en el tercer cajón: para realizar esa operación aritmética —racional o inteligente en sí—, no se requiere ningún “alguien” inteligente. De modo más o menos análogo, la marcha del mundo, su evolución, su historia, tiene que darnos necesariamente racionalidad, perfección, progreso, dirección incluso “providencial” (no de nuestras personas, por supuesto, sino del ordenamiento del universo como totalidad), sin que para ello sea necesaria la intervención de “alguien inteligente”.

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Nos basta saber que todo cuanto existe es perfección, Razón, Logos . Nos basta saber que todo lo explica esa Razón o Logos que es lo existente: las pretendidas cualidades o propiedades de la materia, por ejemplo. No hay tales cualidades o propiedades, como si estuvieran inscritas en la “esencia” de la materia. La impenetrabilidad, pongamos por caso. La única razón de que el cuerpo a no pueda estar en el sitio que ya ocupa el cuerpo b , es que el desplazamiento de los cuerpos —a fin de que resulte perfecto el cosmos— tiene que obedecer a una ley o regla general, universal, según la cual un cuerpo nunca debe situarse donde otro cuerpo ya está situado (mientras lo está). Si mi mano se ha detenido al tocar esta mesa a la que yo había dado un puñetazo, no se ha detenido porque en la mesa haya algo que impida a la mano seguir avanzando e introducirse en la madera: sólo se ha detenido porque, en ese momento y en esas circunstancias, lo racional y lo perfecto era detenerse. Así también la gravitación universal. No pensemos que un cuerpo atrae a otro (y éste atrae a aquél) porque la naturaleza les ha dado una fuerza de atracción mutua. La gravitación universal no es una “fuerza”. Es “una orden” de la naturaleza, una “ley” que ha sido impuesta por la Razón (como lo son todas las leyes de la física y de la química), una orden que los cuerpos obedecen porque así es como resulta perfecto el cosmos. Desde que Wallace y Darwin descubrieron el inmenso poder que ejerce la selección natural en los trabajos de perfeccionamiento de los seres vivientes a lo largo del proceso evolutivo, los medrosos pensadores que arriba he mencionado intentan probar que las ciegas leyes del azar, unidas a la ciega selección natural, crearon las perfecciones del reino animal y vegetal, y (más en concreto) dieron origen a las distintas especies de seres vivientes. Intentan demostrarlo, pero no lo demuestran, porque no es ésa la explicación. La argumentación aducida por los apologistas de la selección natural, en el supuesto más favorable demostrará que la selección y el azar —si hubieran concurrido determinadas circunstancias— podrían haber dado origen a las distintas especies. Pero no demuestra que las distintas especies, de hecho , se hayan originado por la simple combinación del azar y de la selección natural. Muy al contrario, todo induce a pensar que eso es imposible , y que se debe postular un factor que en alguna manera sea “inteligente”.79 Quien quiera explicar sólo por el azar y la selección natural el origen de las especies, viene obligado a suponer que el tránsito de unas a otras tuvo que ser gradual. No puede concebirse que se haya producido por pura casualidad la repentina transformación de unas especies en otras: el “salto” del reptil que de pronto se convierte en ave por azar es imposible. Si hubo en la evolución saltos de esa naturaleza —aun si fueron mucho más pequeños—, necesariamente se debieron a algún factor “inteligente”, puesto que el azar no podría dar semejantes brincos.

79 Esto está profusamente razonado en mi citado ensayo Ni Dios ni Darwin.

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Dado que tiene que ser necesariamente gradual el proceso evolutivo, si sólo la selección natural y el azar lo hubieran conducido, no hubiera podido originarse el abrumador número de especies que se han originado, porque el proceso requeriría muy largo tiempo, inmensamente más largo que los cuatro mil millones de años de los que ha dispuesto en nuestro planeta la vida. Toma, lector, un caso cualquiera como ejemplo, y piensa un poco en el t iempo que se necesitaría para, sólo por obra del azar combinado con la selección, obtener una variación genética significativa. Pero, al hacer esta reflexión, ten presente que, si se ha de excluir todo “factor inteligente” como responsable de la evolución, el azar deberá ser estricto azar: no sirve el argumento de que las mutaciones en el ADN sobrevinieron al azar, si resulta que el ADN estaba ya inteligentemente estructurado en tal forma que ellas no podían sobrevenir en régimen de azar estricto . Se comprenderá esto fácilmente, si comparamos una determinada secuencia de “letras” del ADN con el teclado del ordenador. Valga como ejemplo el texto de cualquier página de este libro —un texto-muestra— que un mecanógrafo haya copiado, invirtiendo en ello cinco minutos. El imaginario mono A , tecleando un ordenador especial cuyas teclas puedan escribir cualquier letra del abecedario, cualquier signo de puntuación, y cualquier posible combinación binaria o ternaria de letras —“aa”, “mj” “tra”, “fxl”, etcétera—, a condición de que pulsara de todas las maneras posibles el teclado, y siempre que para ello dispusiera de un “infinito” número de horas de tecleo, alguna vez llegaría a escribir ese mismo texto-muestra de mi libro, con total exactitud. Imaginaremos entonces un segundo mono B tecleando ese mismo ordenador especial, pero del que se han suprimido todas las teclas que puedan escribir combinaciones binarias y ternarias de letras —“bb”, “mj”, “fxl”, “tpt”, etcétera— inexistentes en mi libro. En tal supuesto, según las particularidades de cada combinación y según el número de combinaciones tecleadas, el mono B podría escribir con la misma exactitud el texto-muestra, invirtiendo en ello “infinitamente” menos tiempo que el mono A . También él habría escrito el texto al azar. Pero no en régimen de azar estricto . Los procesos evolutivos de la vida se desarrollan siempre sobre preexistentes y perfectas estructuras fisicoquímicas. Tal perfección previa, con relación al azar de las variaciones genéticas, desempeña función análoga a la de las restricciones impuestas al tecleo del adiestrado mono B . Cierra las puertas, por tanto, a un estricto azar. Las combinaciones de “letras” del ADN , por ejemplo, de tiempo en tiempo sufren cambios al azar, pero no de cualquier manera: las mutaciones advienen con arreglo a las leyes de un azar muy relativo. Si las “letras” tuvieran que combinarse de todas las maneras posibles —y sólo entonces podría hablarse de azar estricto—, pronto el proceso evolutivo se estrangularía sin remedio.

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Supongamos que un buen día la naturaleza decidió transformar las escamas de un reptil , y convertirlas en pluma de ave. Si hubiera tenido que esperar a que, en los genes correspondientes, el orden de “letras” del ADN fuera alterándose en régimen de azar estricto —es decir exponiéndose a sufrir todas las permutaciones posibles— hasta que se lograra la exacta combinación requerida para formar una pluma de ave, hubiera tenido que esperar “toda una eternidad”. En el planeta Tierra, de hecho, consiguió esa transformación en un tiempo muy breve, comparativamente (y quizá en un “salto” único). Ergo, de hecho , no se valió del azar: tuvo que valerse de algún otro factor. No fue “el azar y la necesidad” lo que trajo perfección a la biosfera, sino todo lo contrario: la perfección del cosmos fue la que impuso “azar y necesidad” —bien tasados ambos— en la evolución de la biosfera. La constatación de tanta obra perfecta, y el no poder demostrar que es imperfecto el cosmos, autorizan establecer la siguiente hipótesis: una teleología universal rige en el cosmos. De ser verdadera la hipótesis, nos veríamos obligados a admitir que todos los elementos integrantes del cosmos existen y actúan con una finalidad concreta, cifrada siempre en la máxima perfección global del universo. Entonces nos daría una satisfactoria y completa explicación básica de los fenómenos del universo y de su porqué, y serían insuficientes otras explicaciones (v.gr. , la de la selección natural en combinación con el azar). Concretaré este pensamiento por medio de ejemplos. El gatito joven con sus juegos demuestra tener el denominado “instinto” de perseguir y atrapar todo objeto pequeño que esté a su alcance y que realice un movimiento rápido. Bien entendido que el tal “instinto” no es ningún don o aptitud o facultad inmaterial (“sensitiva”, “perceptiva”, “espiritual”, “intuitiva”, etcétera) que nadie sabe qué es. El gatito no es más que un artilugio mecánico en el que no hay otra cosa que física y química. El hombre de ciencia (al menos el divulgador) tiene el vicio de explicar el comportamiento de los animales como si en ellos hubiese una especie de personalidad que piensa y siente. Nos dice, por ejemplo, que tal o cual animal tuvo que adaptarse al medio por un acto de su voluntad, porque quería no sucumbir, o le interesaba asegurar su descendencia y la perpetuación de la especie. Hace poco he leído que “el cortejo de los machos —de la araña Argiope lobata— puede prolongarse mucho tiempo a causa de sus tímidos y pausados acercamientos y retrocesos”, y que “no cabe extrañarse de su prudencia , pues, al igual que sucede en otras muchas especies de arañas, si éstos no andan listos es muy probable que acaben formando parte del menú de la hembra, tanto durante como tras el apareamiento”. Eso no es ciencia. La ciencia jamás podrá constatar que son prudentes los animales, o que sienten algo (ni siquiera que ven , o que oyen). Pues bien, dicho “instinto” del gatito joven está físicamente impreso en los genes del gato por la teleología universal (no por la selección natural). El “instinto” del gato no nació —no pudo nacer— porque una fortuita acción de “perseguir y atrapar” se había revelado (gracias a la

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selección natural) eficaz para la supervivencia de la especie: antes de revelarse eficaz el procedimiento, se hubieran extinguido todos los gatos (que desde el principio necesitaban alimentarse “persiguiendo y atrapando”). En vano se replicará que ese “instinto” nació tiempo atrás, en el cerebro de remotos antepasados que eran de otra especie, cuando esta especie podía subsistir sin perseguir ni atrapar alimentos, ya que los tenían a su alcance. Eso que heredó nuestro joven gatito no es más que un ejemplo de lo que sucede con todas las mejoras evolutivas. Estas nacen siempre —tienen que nacer siempre— antes de que intervenga la selección natural. No se pueden seleccionar mejoras que todavía no existen. Si faltan manzanas reineta en una cesta de manzanas de distintas variedades, entre ellas es imposible encontrar y seleccionar manzanas reineta. Nunca la selección natural crea mejoras evolutivas. Lo que hace es conservar las que han sido creadas, evitar que se pierdan. Algún otro factor tiene que introducir mutaciones y mejoras en la evolución, para que la selección natural pueda actuar sobre ellas. No fue la selección natural quien dotó de alas a insectos y aves y murciélagos: fue la teleología universal. No fue la selección natural quien implantó el mecanismo ALPHA en el cerebro de un primate antepasado nuestro. ¿Cómo se puede afirmar que el prodigioso cerebro de Mozart se debió a la selección natural? ¿Qué fue exactamente lo seleccionado en los antepasados de Mozart, y que resultó beneficioso para la supervivencia, de forma que surgiera como surgió el cerebro de Mozart? El ser humano lleva consigo, innato, congénito, el perfeccionismo, la tendencia a la perfección lógica o técnica de los actos que realiza. Suele manifestarse la tendencia con especial claridad en —aunque no sólo en— la ejecución de trabajos manuales. De unos individuos a otros varía mucho en grados el perfeccionismo, pero somos perfeccionistas todos. Esta tendencia innata, común a todos los hombres, no puede ser un logro de la selección natural, es una visible creación de la teleología universal. Se nos insufló el perfeccionismo para que progresara la racionalidad en la especie humana, y, de rebote, en el cosmos. Y de hecho, en efecto, nuestro perfeccionismo es uno de los más potentes motores por los que Logos a fin de cuentas avanza en el mundo. Nuestro intelecto —a no olvidar que es máquina física instalada en cerebro físico— necesita preguntar el cómo y el por qué y el para qué de todo lo que se le pone delante. La necesidad no es cuantitativamente igual en todos los individuos, ni en todas las edades. Pero la llevamos todos, inscrita en el genoma. No para que sepamos cuál es el cómo y el por qué y el para qué de todo —como si fuera “la razón humana” la que necesita saberlo (así lo creyó Kant erróneamente)—, sino sólo para que el cerebro humano vaya progresivamente acumulando información de la que luego derivará una progresiva racionalidad funcional, un progresivo perfeccionamiento técnico, de la obra “cosmos” (obra de la que también

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forma parte —claro está— la zoológica especie homo , y sus prestaciones cerebrales). La formación y puesta en órbita de la Luna fue realizada explícitamente por la teleología universal, para que la vida en la Tierra se desenvolviera en condiciones óptimas. No para hacer de la Tierra una mansión digna del egregio “Rey de la Creación”, sino para hacer de ella un escenario de la perfección cósmica. La formación y puesta en órbita de nuestro satélite natural no fue el resultado ciego de un fortuito accidente originado por las ciegas fuerzas de la naturaleza: la Luna, lo mismo que la atmósfera terrestre, lo mismo que los océanos, lo mismo que el pangea, todo fue inteligentemente programado y pensado (sin que nadie lo haya pensado). Hace sesenta y cinco millones de años, un asteroide gigante colisionó con la Tierra, y acabó con el reinado absolutista de los dinosaurios que, dueños y señores del planeta, constituían un insalvable obstáculo para el desarrollo del programa evolutivo en la Tierra: gracias a su extinción, pudieron prosperar los mamíferos, y la evolución pudo continuar su marcha ascendente. La colisión del asteroide gigante no se produjo por casualidad: fue un acto minuciosamente preparado y conducido por logotropismo, por la teleología cósmica, rectora de todos los movimientos de todas y cada una de las esférulas que conforman el universo. Quienes no sean capaces de entender que puede ser ésa la verdadera explicación de que se extinguieran los dinosaurios, nunca sabrán qué es el cosmos en realidad. Los pensadores asustadizos, despavoridos ante la idea de navegar con rumbo a tenebrosas teosofías, no quieren ver en las entrañas del universo nada que signifique “razón”, “inteligencia”, “orden”. Sólo ven caos, azar, desorden, ciegas fuerzas.. . Y se equivocan. En el universo no hay una sola partícula que no esté dirigida inteligentemente por teleología universal. Hasta la última esférula de las “infinitas” que conforman el cosmos tiene que ir en todo instante allá donde resulte, de sus desplazamientos, la mayor posible perfección cósmica, el orden más perfecto posible. Todas y cada una de las arenillas en los desiertos y en las playas, todas y cada una de las motas de polvo y las partículas de humo, de gas, en la atmósfera, en las explosiones, en las erupciones volcánicas,. . . están inteligentemente controladas. No por Alá, ni por Jehová, sino por Logos , por la geometría fáctica esencial del universo, del Espacio. Si tú, lector, sientes que, sin “alguien” sabio poderoso inteligente, es imposible que los movimientos interiores de nuestra galaxia, durante miles de millones de años, hayan sido teleológicamente conducidos, esférula por esférula, para que tuviera lugar esa oportuna colisión del asteroide (necesaria para que un día surgiera en la Tierra el animal racional), pregúntate a ti mismo por qué es imposible, y verás que no lo sabes . Observarás que sientes la imposibilidad por antropomorfismo, y que no encuentras ninguna sólida razón para afirmarla. Por otra parte observarás que las perfecciones visibles en la naturaleza no se explican

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satisfactoriamente, ni como obra de “alguien” sabio poderoso inteligente, ni como efecto del azar y de la selección natural. Sólo descubrirás que parece haber una única razón. Que sería ésta:

Veo que fuera de la f i losofía, en la praxis ordinaria, es imposible que los cuerpos —v.gr . , las agujas del reloj , o los dedos de la mecanógrafa— se muevan por sí solos intel igentemente, s i no los pone en movimiento algún agente exter ior (e l muel le, por e jemplo, es el que mueve las agujas del reloj , y e l cerebro es el que mueve los dedos de la mecanógrafa) . Ahora bien, esencialmente, la esférula es tan “cuerpo” como cualquier otro cuerpo. Ergo, t iene que ser también imposible que se muevan las esférulas por sí solas intel igentemente, s i no las pone en movimiento algún agente exter ior .

El argumento parece consistente, pero adolece de un vicio de lógica, porque no tiene en cuenta que, aun siendo esencialmente iguales el cuerpo y la esférula, una diferencia importante (aunque accidental) justificaría que llamásemos “cuerpo” a cualquier conjunto de esférulas, pero no a la esférula misma. Voy a ver si me explico. Si todo cuerpo que se mueve inteligentemente lo hace movido por algún agente exterior, lo hace precisamente porque toda esférula, por sí sola, sin que la mueva ningún agente exterior, va siempre a conformar cuerpos que se muevan inteligentemente en obediencia a un agente exterior. Podría decirlo también de otro modo. Si hay leyes físicas en el universo, no las hay como si fueran un resultado o un efecto de que “la materia es así o asá”. Las hay porque “ley física” no es otra cosa que Logos o Razón u orden lógico racional existente entre esférulas. Y en una esférula —puesto que es absolutamente elemental o simple— no hay ni puede haber ningún Logos u orden lógico: las leyes impuestas a los cuerpos no pueden ser impuestas a la individual esférula. Si los cuerpos del universo obedecen a leyes físicas, no es porque así lo exige la “naturaleza de los cuerpos”, o porque así lo exigen “las propiedades de la materia”. No hay “naturaleza” de los cuerpos, ni “materia” que tenga propiedades, porque sólo hay espacio . La materia no tiene ninguna “propiedad” por la que deba someterse a la “fuerza” de la gravedad. Si este libro se me escapa de las manos y cae sobre la tarima, su “caída” no es nada más que un determinado ordenamiento espacial establecido entre las esférulas “Tierra”, las esférulas “libro”, las esférulas “tarima”, etcétera. Si en el universo no hay ningún “cuerpo” que se mueva inteligentemente por sí solo , es porque la Razón o Logos prescribe a todos ellos que no se muevan inteligentemente por sí solos . Por eso, el hecho de que no pueda ningún cuerpo moverse inteligentemente por sí solo , no demuestra que las esférulas no pueden moverse inteligentemente por sí solas , ya que no puede regir para ellas la misma orden o prescripción o ley. El asteroide colisionó con la Tierra, porque durante trece mil o quince mil millones de años estuvieron todas las esférulas del universo moviéndose con absoluta perfección —sin tener un adarme de inteligencia, y sin que las dirigiera ningún Ser superior inteligente—,

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para (entre otros objetivos) conseguir matar a los dinosaurios, posibilitando la progresión de la racionalidad en la Tierra mediante el empuje dado a la expansión de los mamíferos. Todo es teleología en el cosmos. Aunque parezca que estoy extralimitándome, creo conveniente insistir en este punto. Nos parece imposible que se comporten las esférulas inteligentemente sin tener inteligencia y sin que las dirija ningún ser inteligente porque, consciente o subconscientemente, nos dejamos engañar por el siguiente falso razonamiento:

La exper ienc ia d iar ia demuestra que las obras mater ia les inte l igentemente construidas —el puente de Brooklyn, un automóvi l Rol l s -Royce , un re loj Longines—, indefec t iblemente , s iempre , nacen porque a lguna persona inte l igente las ha construido . Es impos ible que se construyan por s i so las . Los mater ia les empleados en su construcc ión son, a f in de cuentas , e s férulas de la misma naturaleza que las empleadas en la construcc ión de l universo . Por cons iguiente , e l universo tampoco ha podido haberse construido por s í so lo: a lguna persona inte l igente ha debido construir lo .

Examinemos la validez del silogismo, tomando como referente concreto el reloj Longines . Por su naturaleza, en efecto, son idénticos los materiales empleados (esférulas) en la construcción del reloj y en la construcción del universo. Pero hay una importante diferencia en cuanto a las condiciones de uso de ese material, según el momento en que se procede a la construcción. El reloj Longines nació después de haberse construido el universo. Pero el universo no puede nacer después de construido. Nosotros erróneamente creemos que las leyes de la física, las leyes de la naturaleza, las leyes de la lógica, son algo “absoluto”, “eterno”, “trascendente”, etcétera. No advertimos que esas leyes son leyes tan sólo después de haberse construido el universo. No advertimos que ellas fueron promulgadas expresa y precisamente para así construir un cosmos que, sometido a ellas, fuese racionalmente perfecto. En el universo es imposible un reloj sin relojero. Pero sólo es imposible porque se proclamó en el universo la draconiana orden de que ningún reloj exista sin haber sido construido por un relojero. El argumento de que “sin relojero no hay reloj Longines; ergo, un relojero tuvo que fabricar el reloj Cosmos” es una falacia: no es posible deducir de lo uno lo otro. “Fuera” del universo no rigen las leyes vigentes en su interior. Por tanto, nada impide a las esférulas —“antes” de que se constituyan en cosmos— comportarse de modo inteligente, sin tener inteligencia ni director inteligente. Nada les impide situarse automáticamente allí donde lo ordene la Razón o Logos , porque esa es la única ley a la que están sometidas (es la Ley, por antonomasia, del universo). No hay razón alguna, válida, para pensar que eso es imposible, ni para pensar que debe tener un porqué. Los porqué funcionan solamente dentro del universo. No hemos de buscarlos fuera, porque no los encontraremos.

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Otra breve reflexión puede ayudarnos a comprender cómo es posible una obra “inteligente” o “bien pensada” que no ha sido pensada por nadie. Parece una contradicción, y no lo es. La aparente contradicción se desvanece cuando advertimos que “obra pensada sin haber sido pensada” quiere decir “obra que t iene objetivamente características idénticas a las de una obra que ha sido pensada”. Lo que estamos leyendo ahora mismo, podría estar escrito completamente al azar —no es contradictorio— por un hipotético mono que de todas las maneras posibles hubiese combinado las letras y signos de esta página. Sería lícito afirmar que esa página así escrita por el mono sin haberla pensado, es una obra pensada, en el sentido de que tiene exactamente las mismas características que tiene esta página que sí ha sido pensada.

La comprensión quizá sea más fácil todavía, si por motivos didácticos olvidamos momentáneamente nuestra convención lingüística referente a los derivados del tiempo: duración, mismidad, movimiento, etcétera. No imaginemos que las esférulas construyeron poco a poco el universo, ni que evolucionaron a lo largo de las eras, ni que se movieron de aquí para allá con el fin de conformar inteligentemente la historia del cosmos.

“Construyeron”, “evolucionaron”, “se movieron”, pueden retrotraernos al rancio e inconcebible “tiempo” no-espacial. Imaginemos el t iempo como lo que es: hilera inmóvil de cubos inmóviles. Nunca se han movido las esférulas de sus puestos: encerradas en sus correspondientes cubos-instante, están y han estado ahí “siempre”. No “construyeron” el universo poco a poco, sino que su mera presencia inmóvil es construcción del universo. Este, con toda su historia pasada y presente y futura, “siempre” está inmóvil, alojado en la hilera de cubos. Están las esférulas todas ubicadas donde mejor podían estarlo, porque son todas Logos , o entre todas hacen Logos (ya que no pueden hacer otra cosa). Es decir que están así y están ahí “porque sí”, porque eso es “la Realidad”, eso es el universo, eso es el espacio.

No hay, pues, por qué atormentarse pensando cómo fue posible que “la materia inanimada”, sin ser inteligente, sin ser dirigida por nadie, haya evolucionado constituyéndose en cosmos inteligente. No existe ninguna “evolución” de ese género. Simplemente, el universo es un conjunto de esférulas ordenadas en perfecto “orden evolutivo”. Nada ni nadie las ha puesto en orden, sino que son orden. Bref , el universo es perfección, es Razón, es Logos , es racionalidad.

Pero no lo es a la manera en que lo concebía (por ejemplo) Hegel. También él, como nosotros, pensó que la Razón gobierna el mundo, y que dirige la Historia (incluso providencialmente). Pero definió la Razón en términos —inconcebibles— de “sustancia”, “entidad”, “espíritu”, “Dios”. La Razón o Logos no es nada de eso. La Razón es puro espacio (inconcebible como “cosa” o “ente” o “sustancia”). La Razón o Logos es un hecho geometrical o espacial, sin más. Es el mero hecho de que todas las esférulas están ubicadas en orden métrico-geométrico perfecto.

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No lo es tampoco a la manera en que lo concibió Fred Hoyle en El universo inteligente . Postuló él también para el cosmos una “inteligencia”. Pero la postuló como vaga “cosa no geométrica”, ininteligible o inconcebible por tanto: no sabemos qué puede ser una inteligencia que no tenga (como tiene esta mesa) largura y altura y anchura, una inteligencia en la que haya algo más que esférulas ordenadas en el espacio. El cosmos es perfecto (sin porqué). Es perfección, Razón, Logos , orden, ordenada posición de esférulas en el espacio que es el tiempo. El cosmos no es otra cosa. En él rige una ley única, fuente de todas las leyes fisicoquímicas, o leyes de la naturaleza. Es la ley Logos , la ley de la Razón, la de la racionalidad, la que yo llamo “logotropismo” o “logotropía” (por llamarla de alguna manera). Esa ley es la que hace que sean lo que son las demás leyes de la naturaleza. Todas. En todo se constata la racionalidad perfecta del universo. Hasta en la historia de la humanidad (que ya es decir). Y no sólo en los dominios de la ciencia y la tecnología, sino en todos. Incluso en los del pensamiento espurio donde asentó sus reales el Error. Si bien se mira y si bien se razona, observaremos que hay progresión —todo lo lenta que se quiera— en la deplorable historia del pensamiento humano. Se observa que Logos ha avanzado, y sigue avanzando. Retrocedió y sigue retrocediendo en ciertos terrenos: metafísica, filosofía, teología, etc., que son feudo del Error. Pero es genuino progreso retroceder en terrenos que son feudo del Error. Roger Penrose ya intuyó la existencia real de un inmanente Logos , aunque éste no es exactamente lo que él imaginó. Se hizo esta pregunta:

Los objetos matemáticos ( ideal izaciones mentales) ¿pueden ser algo más que meras construcciones arbitrar ias de la mente humana?

Y con acierto casi total respondió:

Parece que existe alguna real idad profunda que va más al lá de las elucubraciones mentales de un matemático part icular . Es como si el pensamiento matemático estuviese guiado por una verdad exter ior eterna, una verdad que t iene real idad por sí misma. . . El conjunto de Mandelbrot proporciona un ejemplo sorprendente. Su estructura maravi l losamente elaborada no fue la invención de ninguna persona, n i e l diseño de un equipo de matemát icos. El propio Benoît Mandelbrot [ . . . ] no tenía ninguna concepción previa acerca de la fantást ica elaboración inherente al mismo, aunque sabía que estaba en la p ista de algo muy interesante. [ . . . ] Además, los detal les completos de la compleja estructura del conjunto de Mandelbrot no pueden ser realmente aprehendidos por ninguno de nosotros, n i pueden ser completamente revelados por un computador. Parecería que esta estructura no es sólo parte de nuestras mentes sino que t iene una real idad autónoma. [ . . . ] El conjunto de Mandelbrot no es una invención de la mente humana; fue un descubrimiento. Al igual que el monte Everest ¡e l conjunto de Mandelbrot está ahí ! 80

80 R. PENROSE, op.cit., pág.. 132.

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Lo que no advirtió Penrose fue el detalle de que esa maravillosa estructura tiene una realidad tan rigurosamente autónoma que ni siquiera forma parte de “nuestras mentes”. “Nuestras mentes” no existen. Lo que existe es una maquinaria llamada “cerebro”, aturdidoramente compleja, fabricada por el mismo cósmico Logos o Razón que fabricó nuestro sistema solar y nuestra galaxia. Y de la misma —exactamente la misma— manera que fabricó la galaxia y el sistema solar y la maquinaria cerebral, fabricó también (automáticamente) el famoso conjunto que, totalmente construido, implantó en el entramado neuronal de Mandelbrot. No fue éste quien lo inventó o lo creó. Mandelbrot no hizo más que descubrir, hallar, ver, lo que Logos le había escondido en la fronda neuronal de su cerebro. Efectivamente, al igual que el monte Everest, el conjunto ¡estaba allí! Por eso lo encontró Mandelbrot, no porque lo había creado él. Este es un hecho que en realidad, aunque no tan espectacularmente, se repite en todos y cada uno de los actos “mentales” de todos y cada uno de nuestros cerebros. Nuestros juicios, nuestros pensamientos, nuestros razonamientos, nunca son obra “nuestra”: son obra del cósmico Logos , de la Razón rectora de cuanto ocurre en el mundo. En los hechos “mentales” (como en cualquier otro hecho del Cosmos) no hay otra cosa que esférulas en orden. Y el ordenamiento de todas y cada una de las esférulas es misión que compete a la Razón o Logos , exclusivamente. No fueron Platón y Aristóteles y Tomás de Aquino y Kant y Balmes y Mandelbrot los autores de las obras que les atribuimos: el único autor fue Logos . Todos hemos oído hablar de la inspiración que ocasionalmente ha tenido el compositor, el novelista, el poeta.. . Le llegó de pronto la idea o el pensamiento que el inspirado receptor no supo cómo le había llegado, ni de dónde. Todos los pensamientos llegan de la misma manera. Sin excepción. En cierto modo es verdad que la Biblia fue inspirada por “Dios”. Como también es verdad que el Corán fue inspirado por ese mismo “Dios”. Y también el Decamerón. Y también el Manifiesto Comunista.. . Todo ha sido inspirado por ese “Dios” que no es Dios. Inspirado por ese “Dios” que es la fuerza de la Razón, la única fuerza posible en el cosmos, ya que (siendo espacio el tiempo) no puede existir ninguna otra fuerza .