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Walter es un joven y prometedorabogado casado con Clara; viven enuna bonita casa en un barrioresidencial y parecen una parejaperfecta. Pero Clara ha ido aislandoa Walter, y a veces da la impresiónde que quiere más a su perro que aél…Un día asesinan a Helen Kimmel,una respetable mujer de clasemedia, y quizá el asesino sea suesposo. A partir de entonces Walterse obsesiona con el crimen y nodeja de hacerse todo tipo depreguntas. Y entre las que se

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formula, dos que le arrastrarán alfondo de una trama criminal: ¿porqué no mirarse en ese asesinato, elespejo de sus deseos más ocultos?¿Por qué no matar a Clara?

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Patricia Highsmith

El cuchilloClub del Misterio - 5

ePub r1.0lenny 04.01.16

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Título original: The BlundererPatricia Highsmith, 1954Traducción: Ernesto Ruiz IbáñezDiseño de cubierta: Isidre Monés

Editor digital: lennyePub base r1.2

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Para L.

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El hombre de los pantalones azul marinoy camisa verde oscuro esperabaimpaciente en la cola.

«Esta taquillera es tonta —pensó—,no va a aprender nunca a despachar deprisa.» Levantó su gruesa calva cabezapara mirar el recuadro iluminado queindicaba la película que se estabaproyectando en aquel momento: UNAMUJER MARCADA, leyó. Luego fijó lavista, sin interés, en un cartel en queaparecía una mujer semidesnuda. Volvióla cabeza hacia la cola con la esperanzade ver a alguien conocido. Sin embargo,

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no podía estar mejor planeado. Eraprecisamente la sesión de las ocho.Entregó el dólar por el pequeño orificiode la ventanilla.

—Hola —le dijo la chica rubia de laventanilla, esbozando una ligera sonrisa.

—Hola. —Sus azules ojos seiluminaron—. ¿Qué tal?

No recibió respuesta alguna. Elhombre se adentró rápidamente por elvestíbulo apenas perfumado. Se oían losmarciales acordes del noticiario, queacababa de empezar. Pasó frente alpuesto de palomitas de maíz ycaramelos, y cuando llegó al otroextremo, se volvió para mirar a sualrededor. Allí estaba Tony Ricco.

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Apretó el paso para acercarse a él yentraron juntos por el pasillo central.

—¡Hola, Tony! —le saludó con elmismo aire de superioridad queempleaba cuando Tony trabajaba en latienda de su padre.

—¡Hola, señor Kimmel! —sonrióTony—. ¿Viene solo esta noche?

—Mi esposa acaba de salir paraAlbany. —Le hizo un saludo con lamano y se dispuso a entrar en una fila debutacas.

Tony continuó por el pasillo parasentarse más cerca de la pantalla.

El hombre fue avanzando por la fila,pegando las rodillas a los respaldos ymurmurando «por favor» y «usted

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perdone», porque casi todos se teníanque levantar para dar paso a sucorpulenta humanidad.

Al llegar al extremo salió al pasillolateral y continuó hasta la puerta queostentaba el rótulo en rojo indicandoSALIDA. Empujó la puerta metálica.

Una vez en la acera, se volvió endirección opuesta a la entrada principaly, casi inmediatamente, cruzó la calle.Dobló una esquina y subió a un«Chevrolet» negro.

Al llegar cerca de la terminal deautobuses de Cardinal Lines, se detuvo yesperó por espacio de unos diez minutoshasta que salió un autobús con laindicación NEWARK-NEW YORK-

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ALBANY. Puso el coche en marcha ysiguió tras él.

Fue siguiéndole a través delincesante y tedioso tráfico de la entradadel túnel Holland, y cuando llegó aManhattan enfilaron al norte. Procurabamantener un par de coches entre él y elautobús, incluso cuando la circulaciónse hizo menos intensa y se podíaaumentar la velocidad.

«La primera parada de descansodebe de ser por los alrededores deTerrytown, quizá antes —pensó—. Si ellugar no es propicio, habrá quecontinuar.» ¿Y si no había una segundaparada? Bueno, en Albany, por cualquiercallejuela. Apretó sus carnosos labios

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concentrándose en conducir, pero sumirada, tras los gruesos cristales de susgafas, no varió sus siniestros reflejos.

El autobús se detuvo frente a unosestablecimientos de comestibles y un«snack bar». Él pasó de largo y detuvoel coche al borde mismo de la carretera.Las ramas de un árbol le pasaronrozando el costado. Bajó rápidamente yechó a correr y sólo aflojó el pasocuando llegó al espacio iluminadodonde se encontraba parado el autobús.

Los pasajeros estaban todavíabajando. La vio descender. Reconocióen seguida su grueso perfil al poner lospies en los escalones. No habríaavanzado diez pasos cuando ya se

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encontraba a su lado.—¡Tú! —exclamó ella.Iba despeinada, sus ojos oscuros lo

miraron estúpidamente, con la sorpresade un animal asustado.

A él le parecía estar todavía en lacocina de su casa en Newark,discutiendo.

—Todavía tengo algo que decirte,Helen. Vamos por aquí.

La cogió del brazo y la llevó haciala carretera. Ella se resistió.

—Solamente para diez minutos aquí.Dime lo que tengas que decirme aquímismo.

—La parada son veinte minutos; yalo he preguntado —repuso él, molesto

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—. Vamos ahí abajo, donde no puedanoírnos.

Ella se dejó llevar. Él ya se habíafijado en que los árboles y la maleza dellado de la derecha eran más espesos,precisamente en la parte donde teníaaparcado el coche. Se alejaron un pocode la carretera.

—Si crees que he cambiado deparecer respecto a Edward —musitóella entre trémula y altiva—, estásequivocado. Nunca lo haré.

«¡Edward! Aún se muestra orgullosade su amor», pensó con repulsión.

—Yo sí he cambiado de parecer —le dijo con calma, casi contrito; pero susdedos se engarfiaron involuntariamente

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en la mórbida carne de su brazo. Apenaspodía esperar. La condujo hacia lacarretera.

—Mel, no quiero alejarme más de…Se lanzó contra ella y la arrojó sobre

la maleza de la orilla de la carretera.Casi se cayó él también con el impulso,pero no llegó siquiera a soltar sumuñeca, que agarraba con la manoizquierda; con la derecha le golpeó en lacabeza con fuerza suficiente pararomperle el cuello. Aquello sólo era elprincipio. La mujer estaba tendida en elsuelo. La mano izquierda de él buscóafanosa su garganta y la apretó confuerza para ahogar sus gritos. Le golpeócon el otro puño como si fuera un

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martillo, en el centro del pecho, entrelos blandos senos. Luego fuegolpeándola en la frente, en la oreja, conlos mismos rítmicos mazazos y,finalmente, le sacudió en la barbillacomo si fuera un hombre. Mel buscó ensu bolsillo la navaja, la abrió y lahundió en el cuerpo de la mujerrepetidas veces, concentrando losgolpes en la cabeza y rostro, paradesfigurarlo todo lo posible. Le golpeócon los nudillos en las mejillas hastaque la mano empezó a resbalarle en lasangre, pero él no se daba cuenta deello; sentía un morboso placer, unaimplacable sensación de justicia, deinjurias vengadas, compensados años de

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insultos, ofensas, aburrimiento,estupidez… Sí, sobre todo las continuasestupideces que había tenido quesoportar.

Sólo se detuvo cuando ya no podíani respirar. Se dio cuenta de que estabaarrodillado sobre uno de sus muslos, yse apartó rápidamente con repugnancia.No veía de ella más que la siluetablanquecina de su vestido veraniego.Sólo había oído el ruido del chirriar delos insectos y el motor de un cochelanzado a toda velocidad por lacarretera.

Vio que se encontraba tan sólo aunos pasos de la misma. Estaba segurode haberla matado. Sin la menor duda.

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Sin embargo, sintió el morboso deseo deverle el rostro y se metió la mano en elbolsillo para buscar una diminutalinterna, pero no quiso arriesgarse a quepudieran ver la luz.

Se inclinó cautelosamente y extendióuna de sus enormes manos tanteando enbusca del rostro. Apenas las puntas delos dedos rozaron la ensangrentada piel,enfocó directamente sobre ellos. Luegose puso en pie, cobró aliento y aguzó eloído.

Se dirigió hacia la carretera y mirósi llevaba manchas de sangre. Solamentellevaba sucias las manos. Se las frotócon ademán distraído, mientrascaminaba, pero sólo consiguió

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ensuciárselas más. Deseaba lavárselaspara quitarse aquella desagradablesensación. Lamentaba tener que ensuciarel volante antes de poder limpiarse, eimaginaba con molesta exactitud cómotendría que coger un trapo de la cocinapara frotar la superficie manchada delvolante.

Se dio cuenta de que el autobús yase había marchado; no tenía idea deltiempo transcurrido. Volvió al coche, ledio la vuelta y se dirigió hacia el sur.Eran las once menos cuarto en su reloj.Observó que llevaba rota la manga de lacamisa; no tendría más remedio quedeshacerse de ella. Volvió a recordarque tenía que estar de vuelta en Newark

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lo antes posible.

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2

Empezó a llover mientras Walter estabaesperando en el coche.

Quitó la vista del periódico queestaba leyendo y retiró el brazo de laventanilla. Las gotas al caer parecíanhaber estampado en la manga unas motasde un azul más oscuro que el de lachaqueta.

La lluvia empezó a repiquetear confuerza en el techo del coche. En unosinstantes la calle quedó mojada yreluciente, reflejando las brillantes lucesde neón de un establecimiento próximo.Estaba oscureciendo y la lluvia había

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acentuado las sombras de la noche sobrela ciudad.

En la calle, las casas de NewEngland parecían más blancas que nuncaa la indecisa luz del crepúsculo, y lasvallas blancas que bordeaban el céspedse erguían espigadas como empalizadas.

«Estupendo, estupendo —pensóWalter—. Es la clase de pueblo dondepuede uno casarse con una mujer rica ybuena, vivir con ella en una casitablanca, ir a pescar los sábados y educara los hijos para que hagan exactamentelo mismo.»

«¡De pesadilla!», había calificadoClara la noria de juguete que seencontraba junto a la chimenea, en la

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fonda. Ella pensó que Waldo Point eraun lugar turístico. Walter había escogidopara sus vacaciones aquella población,después de pensarlo mucho, porqueprecisamente era la menos turística detodas las que se extendían por las costasde Cabo Cod.

Walter recordaba que lo habíapasado muy bien en Provincetown, yella no había protestado porque no fueseturística. Pero aquello había sucedido enel primer año de matrimonio, y ahoraera el cuarto.

El propietario del «Sprindrift» lehabía dicho a Walter el día anterior quela noria de juguete la había hecho elabuelo para sus hijitas.

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«La cosa no tiene importancia»,pensó Walter. Todas sus discusioneseran como la de ayer, en que Clarasostenía que un hombre y una mujer, alos dos años de casados, tienen quesentirse cansados físicamente el uno delotro. Walter no lo creía tan inevitable.Ella misma era la prueba, a pesar de laforma tan obstinada y cínica con quehabía sostenido su razonamiento.

Walter se hubiera arrancado antes lalengua que decirle lo mucho que laquería y que físicamente la deseaba másque nunca. Pero eso ella lo sabíaperfectamente. ¿Cuál había sidoentonces el verdadero objeto de ladiscusión? ¿Irritarlo, quizá?

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Walter cambió de postura en elcoche, se pasó los dedos por su espesocabello rubio y trató de distraerseleyendo el periódico.

Paseó la mirada por una columnaque comentaba las condiciones de vidadel ejército americano en Francia, peroseguía pensando en Clara. Recordaba lamañana del viernes después del paseoen la barca de pesca (a ella le gustómucho aquella excursión de pesca conManuel, porque había sido muyeducativa), cuando volvieron a casa y seacostaron a dormir la siesta. Claraestaba de muy buen humor. Se reían porcualquier cosa; luego ella le echó losbrazos al cuello y le fue apretando poco

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a poco y cubriéndolo de caricias.De esto hacía sólo tres días. Al día

siguiente mismo, su voz se hizo áspera,hiriente, como una especie de castigotras los favores concedidos.

Eran las 8.10. Walter miró hacia lapequeña fonda que se divisaba enfrente,a través de la ventanilla del coche. Nose veía venir a Clara todavía. Volvió aenfrascarse en la lectura del periódico:«HA SIDO ENCONTRADO EL CADÁVER DEUNA MUJER CERCA DE TERRYTOWN,N. Y.»

El cuerpo había sido brutalmentedestrozado y golpeado, pero sus efectospersonales se conservaban intactos. Lapolicía no tenía la menor pista. La mujer

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se dirigía en autobús desde Newark aAlbany, y la habían echado en faltadespués de aquella parada. El autobústuvo que salir sin ella.

Walter estuvo pensando si sería untema interesante para alguno de susensayos; si el asesino tendría algunarelación con la víctima. Recordabahaber leído en los periódicos en ciertaocasión el caso de un crimenaparentemente sin móvil alguno, y mástarde comprobó que entre el criminal yla víctima existían relacionesparticulares, una amistad parecida a laque había entre Chad Overton y MikeDuveen. De este caso de asesinatodeducía Walter ciertos factores

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peligrosos en la amistad Chad-Mike.Arrancó el trozo del periódico dondeaparecían los detalles del crimen y se lometió en el bolsillo. Valía la penaguardarlo durante unos días, hasta ver sidescubría algo sobre el asesino.

Los ensayos literarios eran elpasatiempo de Walter. Tenía onceempezados bajo el título general de«Amistades Inconvenientes». Sólo habíaterminado uno, el de Chad y Mike, perotenía perfilados varios argumentos más.

Todos estaban basados enobservaciones realizadas con amigos yconocidos. Su tesis consistía endemostrar que la mayoría de la gentemantiene amistad, por lo menos, con una

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persona inferior, por la subconscientenecesidad de complementar las propiasdeficiencias con el amigo inferior.

Chad y Mike, por ejemplo; ambosprocedían de buenas familias que leshabían dado una pésima educación.Chad se había decidido a trabajar,mientras que Mike seguía siendo el niñomimado y derrochador, con muy pocoque derrochar desde que su familiahabía dejado de subvencionar suscaprichos. Mike bebía demasiado ycarecía de escrúpulos cuando se tratabade aprovecharse de sus amigos. En laactualidad, Chad era casi el único amigoque le quedaba.

Chad debía pensar: «Todo sea por el

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amor de Dios», y seguía prestandodinero a Mike, y sacándolo cada dos portres de sus atolladeros. Mike no eradigno de amistad.

Walter no tenía intención de publicarsus trabajos; escribía solamente comopasatiempo, y no le preocupabaterminarlos o no.

Walter se arrellanó en el asiento,cerró los ojos y se puso a pensar en lafinca de cincuenta mil dólares que Claraestaba intentando vender. Rezó una cortaplegaria por el éxito de la operación.Por el bien de Clara y por el suyopropio. El día anterior, ella se habíapasado casi toda la tarde estudiando elplano de la casa, planeando el ataque

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para la semana próxima, según habíadicho.

Sabía que se lanzaría sobre lospresuntos compradores como una furia.Era sorprendente que no los asustara,que le compraran algo, pero lo hacían.La Knightsbridge Brokerage laconsideraba como la mejor vendedora.

Si al menos él pudiera hacerladescansar de algún modo, darle esaespecie de seguridad que siempre habíasoñado… Bueno, después de todo, ¿nose la había dado? Cariño, afecto ytambién dinero, pero no había sidosuficiente.

Oyó el repiqueteo de sus finostacones cuando se dirigía corriendo

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hacia el coche y pensó en lo estúpidoque había sido al no acercarse hasta lamisma puerta del edificio cuandoempezó a llover. Se inclinó y abrió lapuerta para que subiese.

—¿Por qué no llevaste el cochefrente a la puerta? —le preguntó ella.

—Perdona. Se me ha ocurrido eneste momento —dijo, esbozando unadébil sonrisa.

—Te habrás dado cuenta de que estálloviendo, supongo —continuó, agitandosu cabecita con gesto de impaciencia—.Abajo, monín, ¡estás mojado! —Yempujó fuera del asiento a «Jeff», sufox-terrier, que volvió a saltar de nuevo—. ¡«Jeff», por Dios! —exclamó ella,

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apartándolo.El perro dio un gruñido de

satisfacción, como si se tratara de unjuego, y volvió de otro salto al asiento.Clara lo dejó estar por fin, y lo rodeócariñosamente con el brazo.

Walter se dirigió con el coche haciael centro de la ciudad.

—¿Qué te parece si tomamos algo enMelville, antes de comer? Es nuestraúltima noche.

—No me apetece beber nada, perote acompañaré, si quieres tomar algo.

—De acuerdo.Quizá la convencería para que

pidiese un «Tom Collins» o por lomenos un vermut dulce con soda, aunque

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dudaba bastante de conseguirlo. Pero¿realmente valía la pena tenerla allí,frente a su vaso, mientras apuraba laconsumición? Walter se encontraba anteuno de esos momentos en que lavoluntad no sabe por qué decidirse.Pasó frente al hotel sin volversesiquiera.

—Creí que íbamos al Melville —arguyó Clara.

—He cambiado de idea. Puesto quetú no quieres tomar nada —le puso lasmanos sobre las suyas, cariñosamente—, iremos al Lobster Pot.

Al llegar al extremo de la calle, giróa la izquierda. El Lobster Pot estabasobre un pequeño promontorio, junto a

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la playa. La brisa del mar soplaba confuerza a través de la ventanilla y susfrías ráfagas dejaban percibir el salitredel mar.

Walter se vio de golpe envuelto en lamás completa oscuridad. Miró a sualrededor buscando las luces azules delLobster Pot, pero no las veía porninguna parte.

—Será mejor que volvamos atrás, ala carretera general, y luego hasta laestación de servicio, como hacíamossiempre —dijo Walter.

Clara se echó a reír.—¡Y has venido cinco o seis veces

por lo menos!—¿Qué más da? —replicó Walter,

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aparentando indiferencia—. Después detodo, no tenemos ninguna prisa.

—No, pero es absurdo perdertiempo y energías cuando con un pocode inteligencia podrías haber tomado elverdadero camino desde el principio.

Walter se tuvo que contener para nocontestarle que ella estaba perdiendobastantes más energías que él. La líneatersa de su cuerpo, las facciones durasde su rostro pegado al parabrisas, lemortificaban. Tenía la sensación de queaquella semana de vacaciones no iba aservir de nada. Como inútil fue tambiénaquella deliciosa mañana que salieronde pesca. Todo quedaría olvidado al díasiguiente, como tantas otras noches

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maravillosas durante aquel año,pequeños oasis de felicidad en su vidade matrimonio.

Trató de pensar en algo agradableque decirle antes de bajar del coche.

—Me gustas mucho con ese chal —le dijo sonriendo.

Lo llevaba sobre sus hombrosdesnudos, formando una vuelta en losbrazos. Walter siempre había apreciadolo bien que le quedaban, los vestidos yel esmerado gusto que demostraba alescogerlos.

—Es una estola —repuso.—Una estola. Te adoro, querida. —

Se inclinó para besarla y ella levantó elrostro ofreciéndole los labios. La besó

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suavemente para no estropearle elcarmín.

En el restaurante, Clara pidiólangosta fría con mayonesa, su platofavorito; Walter, pescado hervido y unabotella de riesling.

—Creí que ibas a cenar carne estanoche, Walter. ¡Si pides pescado otravez, «Jeff» se va a quedar hoy sincomer!

—Está bien —rezongó Walter—.Pediré un filete; «Jeff» podrá comerse lamayor parte.

—Lo dices con cara de mártir.Los filetes no eran muy buenos en el

Lobster Pot. Walter había pedido carnela otra noche por culpa de «Jeff». Al

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perro no le gustaba el pescado.—A mí me es igual, Clara. Por

favor, no discutamos nuestra últimanoche.

—¿Quién discute? ¡Eres tú el que haempezado!

Walter pidió el filete. Clara se habíasalido con la suya; a pesar de eso, dioun suspiro y se quedó con la miradaperdida en el espacio, como pensandoen otra cosa.

«Es raro —pensaba Walter— quelos cálculos de Clara alcancen hasta lacomida del perro.» ¿Por qué sería así?¿Qué había dentro de ella que la habíaconvertido en una persona capaz decontar hasta el centavo? Su familia no

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era opulenta, pero tampoco pobre. Eraotro de los misterios de Clara, queprobablemente nunca resolvería.

—Kits —le dijo tiernamente. Era elcariñoso diminutivo que empleaba devez en cuando, sin abusar de él, comotemeroso de gastarlo—. Esta nochevamos a divertirnos. Puede quetardemos mucho tiempo en pasar unasvacaciones juntos. ¿Qué te parece sivamos a bailar al Melville, después decenar?

—De acuerdo —aceptó Clara—,pero no olvides que mañana nos tenemosque levantar a las siete.

—No lo olvidaré.Solamente había seis horas en coche

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hasta la casa, pero Clara quería llegar amedia tarde para tomar el té conPhilpott, su jefe de la KnightsbridgeBrokerage, y su mujer. Walter deslizósus manos sobre las de ella, encima dela mesa. Le gustaban sus manos. Eranpequeñas, pero no demasiado, bienformadas y fuertes. Cuando le cogía unade ellas, se acoplaba perfectamente a lasuya.

Clara no lo miró. Seguía con lamirada en el espacio, no con airesoñador, sino fijamente. Tenía un rostropequeño y agradable, aunque suexpresión era un tanto fría y la bocacomo dibujando un ligero gesto detristeza. Era un rostro de rasgos

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menudos, difícil de recordar para unextraño.

Walter miró hacia atrás, buscando a«Jeff». Clara lo había soltado y estabacorreteando por el comedor, olfateandolos pies de los clientes, aceptandocomplacido los trocitos que le echaban.«Siempre se come el pescado que le danlos demás», pensaba Walter. Estaslibertades molestaban a los empleados,porque ya la otra noche el camarero lehabía rogado que lo tuviera sujeto.

—Al perro no le pasa nada —dijoClara.

Walter comprobó la marca del vinoe hizo un gesto al camarero paraexpresarle su aprobación. Esperó hasta

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que Clara cogió su copa y entonceslevantó la suya.

—Por el tranquilo descanso denuestras vacaciones y por la venta deOyster Bay.

Los ojos de Clara se iluminaron almencionar Oyster Bay. Cuando Clarahubo apurado un sorbo, le preguntó:

—¿Qué te parece si fijáramos fechapara la fiesta?

—¿Qué fiesta?—La fiesta de la que hablamos antes

de salir de vacaciones. Tú dijiste parafinales de agosto.

—De acuerdo —exclamó Clara conun cierto tono de desagrado—. Quizá elsábado día 28.

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Empezaron a hacer la lista deinvitados. No celebraban nada enparticular. Se trataba sencillamente deque no habían dado ninguna desde elAño Nuevo, y ellos habían asistido amás de una docena desde entonces. Susamistades, en los alrededores deBenedict, celebraban continuasreuniones, y aunque Walter y Clara noasistían a todas, lo hacían con lasuficiente frecuencia para no sentirsedesplazados.

Invitarían, desde luego, a los Ireton,McClintock, Jensen, Philpott, John Carry a Chad Overton.

—¿Chad? —inquirió Clara.—Sí. ¿Por qué no? Creo que

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estamos en deuda con él, ¿no?—Yo creo que nos debe una

explicación; ésa es mi opinión.Walter cogió un cigarrillo. Chad

había venido a casa una tarde cuandoiba de regreso a Montauk. Sin sabercómo, se tomó unos Martinis y se mareóun poco y se quedó dormido en el sofá.Fue inútil insistir en que el pobre Chadiba todo el día en coche bajo un solinfernal. Chad estaba en la lista negra. Yeso a pesar de que ellos se habíanquedado varias veces en su apartamento,cuando iban a Nueva York a ver algunaobra de teatro. Chad, por hacerles esefavor, se iba a dormir con un amigodejándoles el piso.

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—¿Es que no puedes olvidarte deaquello? Es un buen amigo, Clara, ytambién muy inteligente.

—Estoy segura de que volverá aemborracharse en cuanto tenga unabotella a la vista.

Era inútil decirle que jamás le habíavisto mareado, salvo en aquella ocasión,y que su actual empleo se lo debía enrealidad a Chad. Walter estuvotrabajando en Adams and Branower,abogados, como ayudante de Chad, elaño siguiente a su graduación. Luegodejó la firma y se marchó a SanFrancisco con la intención de abrirbufete por su cuenta. Fue entoncescuando conoció a Clara y se casó con

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ella.Clara quiso que regresara a Nueva

York y entrara a trabajar en unasociedad de abogados, lo que resultabamás beneficioso. Chad le habíarecomendado muy bien, más de lo quemerecía, para entrar al servicio deCross, Martinson and Buchman. Chadera un buen amigo de Martinson, y laempresa le pagaba como a un abogadoantiguo, aunque no tenía más de treintaaños.

Si no hubiera sido por Chad,pensaba Walter, ahora no estarían allí,en Lobster Pot, bebiendo vino deimportación.

Walter se creía en la obligación de

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invitar a comer a Chad en Manhattan enalguna ocasión, o bien mentir a Clara ypasar una tarde con él. ¿Para quémentirle, después de todo? Podríadecirle sencillamente la verdad.

Walter encendió un cigarrillo.—¿Fumando a mitad de la comida?Habían servido los platos. Walter

dejó el cigarrillo con deliberada calmasobre el cenicero.

—¿No crees tú que también nosdebe «algo»? Un ramo de flores comodesagravio.

—Tienes razón, Clara; tienes razón.—¿A qué viene ese tono tan

antipático?—Porque aprecio a Chad, y si

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seguimos dándole la espalda, elresultado lógico es que lo perdamoscomo amigo, lo mismo que hemosperdido a los Whitney.

—No hemos perdido a los Whitney.Parece como si te gustara pegarte a lachaqueta de los demás y aguantar todassus impertinencias por conservar suamistad. No he visto a nadie tanpreocupado por lo que les gusta o dejade gustar a los demás.

—No discutamos, querida. —Walterse puso las manos sobre el rostro, perolas bajó en seguida; era una antiguacostumbre que sólo se permitía en casa yen privado. No le gustaba hacerloprecisamente al final de las vacaciones.

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Se volvió para mirar de nuevo a«Jeff». Había cruzado el comedor yestaba tratando de abrazar con las pataslos pies de una señora; ésta no parecíacomprender muy bien sus intenciones, yacariciaba al chucho en la cabeza.

—Será mejor que vaya a recogerlo—insinuó Walter.

—No hace daño a nadie,tranquilízate.

Clara estaba desmembrandoexpertamente su langosta, comiendo conrapidez, como era su costumbre.

Pero al poco rato se les acercó elcamarero sonriendo ligeramente.

—¿Le importaría atar al perro,señor?

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Walter se levantó y, cruzando la sala,se dirigió hacia «Jeff», que seguíajugueteando con los pies de la señora.Al acercarse Walter, se volvió hacia élretozón, como si la cosa le hicieragracia.

—Perdone, señora —le dijo Walter.—No hay de qué, es muy simpático

—repuso la señora.Walter apenas pudo contener el

imperioso impulso de estrujar el perritoen sus manos.

Volvió con él a la mesa con unamano en el collar, lo dejó suavemente enel suelo, junto a Clara, y lo sujetó con lacorrea.

—Le tienes manía al perro, ¿verdad,

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Walter? —indagó Clara.—Creo sencillamente que es un

bicho molesto —contestó Walter. Yobservó cómo Clara se subía el perro alregazo. Cuando lo acariciaba, su rostrose dulcificaba como si tuviera en susbrazos un niño, el suyo propio.

Contemplar a Clara mientrasacariciaba al perro era casi la únicasatisfacción que éste le proporcionaba.Odiaba a aquel animal, odiaba suegoísmo, su estúpida expresión cuandolo miraba como diciendo: «¡Yo me doyla gran vida y, sin embargo, mira tú!».Odiaba al perro porque nada de lo quehacía le parecía mal a Clara, y a él lepasaba todo lo contrario.

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—¿De verdad crees que es unanimal molesto? —preguntó Claraacariciando con cariño la oreja a«Jeff»—. Pues nos seguía muy fielmenteen la playa esta mañana.

—Lo único que te digo es queelegiste un fox-terrier porque son losmás inteligentes, y ni siquiera te hastomado el trabajo de enseñarle los máselementales modales.

—Supongo que te referirás a lo queacaba de hacer en el comedor, ¿no?

—Eso es solamente una parte. Yatiene casi dos años, y como sigaportándose así, tendremos queprescindir de él cuando salgamos fuera.No resulta muy agradable que digamos.

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Clara enarcó las cejas.—Solamente se estaba divirtiendo

un poco, sin molestar a nadie. Hablascomo si le tuvieras envidia, cosa que mesorprende mucho en ti —le dijo con fríaironía.

Walter no sonrió.Regresaron a casa a la tarde

siguiente. Clara se enteró de que laventa de Oyster Bay aún llevaría por lomenos un mes, así que no había ni quenombrar la fiesta hasta que la operaciónestuviera decidida.

Durante los quince días siguientes,Chad fue rechazado cuando llamó porteléfono para pasar por casa; y ademásde rechazado, puede que Clara le

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colgara el teléfono antes de que Walterllegara a contestarle. A John Carr, unode los mejores amigos de Walter, le dioel plantón delante mismo de sus naricescuando telefoneó un sábado por lamañana. Clara le dijo a Walter que Johnles había invitado a una cena fría quecelebraba la semana próxima, peroClara creyó que no valía la pena ir hastaManhattan para eso.

Walter soñaba a veces que algunos,o todos sus amigos, le habíanabandonado. Eran angustiosas pesadillasque le hacían despertarse inquieto ynervioso.

Había perdido ya cinco amigos;prácticamente los había perdido ni más

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ni menos que porque a Clara no legustaba que vinieran a casa, aunqueWalter les escribía todavía y los veía devez en cuando. Dos eran dePennsylvania, paisanos suyos; uno, deChicago, y los otros, de Nueva York.Walter tenía que confesarsehonradamente que a Howard Graz, deChicago, y Donald Miller, en NuevaYork, ya ni les escribía, aunque tal vezle debían ellos carta.

Walter recordaba la sonrisa deClara, verdadera sonrisa de triunfo,cuando se enteró de que Don había dadouna fiesta en Nueva York y no les habíainvitado. Esto le confirmaba que lohabía apartado definitivamente de Don,

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lo que la llenaba de satisfacción.Fue entonces, hacía unos dos años,

cuando Walter se dio cuenta de que sehabía casado con una neurótica, unamujer anormal en algunos sentidos, unaneurótica de quien, sin embargo, seguíaenamorado.

Recordaba ahora su primer año dematrimonio, lo orgulloso que se sentíade ella porque era más inteligente que lamayoría de las mujeres. Ahora detestabala sola mención de la palabra«inteligente», porque Clara le rendía unculto idólatra.

¡Cuánto se habían divertido juntosmientras amueblaban su casa deBenedict! ¡Cuánto había deseado que

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volviera a convertirse en aquella Clarade antes! Después de todo, era la mismapersona, el mismo cuerpo. Todavíadeseaba su cuerpo.

Walter había confiado en que elempleo en Knightsbridge, dondetrabajaba desde hacia ocho meses, leserviría de desahogo a sus aspiracionesy apagaría los celos que sentía de él porejercer una carrera considerada comobrillante. Sin embargo, el trabajo nohabía hecho más que estimular en mayorgrado sus ansias de superación y susingular insatisfacción de sí misma. Sufebril actividad actual había puesto demanifiesto sus intensas y morbosasinquietudes hasta entonces latentes.

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Walter incluso le había aconsejadoque lo dejara, pero Clara no quería nioír hablar de ello. Su ocupación lógicadebieran haber sido los niños. Walterlos deseaba, pero ella no. La verdad eraque nunca había intentado persuadirlaseriamente. Clara no tenía paciencia conlos bebés, y Walter dudaba de que suactitud fuese distinta con su propiaprole.

A los veintiséis años, cuando secasaron, Clara se consideraba yademasiado mayor, y tuvo siempre muypresentes los dos meses que le llevaba aWalter. Este le tenía que jurar y perjurarcon frecuencia que parecía mucho másjoven que él. Ahora tenía treinta, y

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Walter sabía positivamente que lacuestión de los niños era inútilabordarla.

A veces, cuando estaba de reunióncon algunos vecinos de Benedict, Walterse preguntaba qué hacía allí entreaquella gente refinada, pero cursi yaburrida, qué estaba haciendo de supropia vida. Pensaba constantemente endejar a Cross, Martinson and Buchman,y abrir bufete por su cuenta en compañíade Dick Jensen, su compañero de másconfianza en la oficina. Dick tambiénquería trabajar por su cuenta. Él y Dickhabían estado toda la noche planeandolos detalles a fin de abrir una pequeñaoficina de reclamaciones en Manhattan

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para resolver asuntos que las firmasimportantes no querían aceptar. Loshonorarios serían pequeños, pero loscasos que se les presentarían seríaninnumerables.

Para Walter era el retorno alentusiasmo de sus tiempos de estudiante,cuando la Ley era para él un instrumentopreciso que estaba aprendiendo amanejar. Dominados sus secretos, seconvertiría en caballero andante, endefensa del desvalido y esforzadopaladín de la justicia.

Aquella noche, él y Dick decidierondejar la firma «Cross» a principios deaño. Alquilarían un despacho encualquier sitio de West Forties.

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Walter había hablado a Clara sobreel asunto, y aunque no se había mostradomuy entusiasmada, no opuso objeciónalguna. El dinero no era problema,porque Clara ganaría por lo menos cincomil dólares al año. La casa estabapagada, había sido el regalo de bodas dela madre de Clara.

Walter pensaba que lo único quemerecía la pena en su vida era la oficinaque pensaba abrir con Dick. Ya seimaginaba un despacho floreciente delque salía un reguero de satisfechosclientes. También pensaba a veces si lacosa no daría el resultado queesperaban. ¿Y si Dick perdía suentusiasmo? Walter sabía que las cosas

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logradas plenamente eran muy pocas.Los hombres se forjan planes ypersiguen metas que con frecuencia noalcanzan. Su matrimonio, por ejemplo,distaba mucho de ser lo que él habíaimaginado. La realidad de Claraquedaba muy por debajo del ideal quede ella se había formado. Posiblemente,él tampoco era como ella se lo habríaimaginado. Pero él, al menos, intentabaserlo. Una de las pocas cosas que sabíacon absoluta certeza era que estabaenamorado de Clara y que elcomplacerla le hacía feliz. La habíacomplacido aceptando el empleo quetenía actualmente, y se prestaba gustosoa convivir con aquel insulso vecindario.

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Aunque Clara no parecía demasiadosatisfecha de la vida, por lo menos nodeseaba vivir en otro sitio ni hacer otracosa distinta de la que estaba haciendo.Walter se lo había preguntado endiversas ocasiones. A los treinta años,había llegado a la conclusión de que lainsatisfacción era algo completamentenormal. La vida no era para mucho másque una serie de tiros cortos disparadoshacia los objetivos que sucesivamentese iban proponiendo.

La única excepción podía consistiren encontrarse en presencia del seramado, pero él no podía quitarse de lacabeza que si Clara continuaba así,mataría la última esperanza que tenía en

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ella.Hacía seis meses, durante la

primavera, habían hablado por primeravez de divorcio; luego, las cosasparecieron arreglarse, pero de una formamuy fugaz.

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La noche del 18 de septiembre habíaunos quince coches aparcados enMarlborough Road. Algunos se habíanmetido en el césped de Stackhouse. AClara no le gustaba que los cochespisaran el césped. Lo había estadosometiendo a una intensiva vigorizacióna base de abonos químicos que le habíancostado doscientos dólares, incluida lamano de obra, y le pidió a Walter muyindignada que dijese a los dueños quesacaran sus coches de allí.

—Lo haría yo misma, pero meparece más propio de hombres —añadió

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Clara.—Si se marchan ésos, luego vendrán

otros —repuso malhumorado Walter—.Se meten en el césped porque lasmujeres no quieren caminar con taconesaltos por la carretera; deberíascomprenderlo.

—Lo que comprendo es que tienesmiedo de decírselo —replicó Clarairónica.

Walter rezó para que no le diese porordenar a nadie que retirase el coche.Todo el mundo los dejaba en el céspeden Benedict.

Todos los huéspedes, incluso losPhilpott, que eran la pareja de mayoredad, estaban de excelente humor. El

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marido llevaba chaqueta blanca ypantalón oscuro. Walter supuso, puestoque Clara lo había especificadoclaramente, que los hombres no estabanobligados a vestir de etiqueta. Lasmujeres podían hacerlo a suconveniencia. A las mujeres siempre lesgusta ponerse perifollos, y a loshombres, en general, les molesta laetiqueta.

La señora Philpott le había traídouna caja de bombones a Clara, y Walterobservaba cómo se la entregaba entrepalabras de elogio, que llenaron a Clarade satisfacción. Había conseguidovender Oyster Bay hacía diez días.

Walter se dirigió hacia donde estaba

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John Carr, que permanecía solo, de piefrente a la chimenea. John estaba deaquel imperturbable buen humor queañora cuando se ha ingerido la quinta osexta copa. John le había dicho quevenía de un cóctel en Manhattan, y queno había cenado todavía.

—¿Quieres un bocadillo? —lepreguntó Walter—. Hay verdaderasmontañas en la cocina.

—Nada de bocadillos —repusoJohn con firmeza—. Tengo queconservar la línea; con tu whiskyescocés ya tengo bastante para aumentarunas onzas.

—¿Qué hay de nuevo por la oficina?—indagó Walter.

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John le habló a Walter de lapublicación de su nueva revista, quetrataba exclusivamente de cristal y demateriales de cristal para laconstrucción. John Carr era el editor deSkylines, una revista de arquitectura quehabía fundado él mismo hacía seis años.

Para Walter, John representaba untipo excepcional de americano. Eraculto y refinado, y sin embargo no leimportaba trabajar como un peón paraconseguir su objetivo. Los padres deJohn no disponían de suficientesrecursos para costearle la carrera, ytuvo que trabajar durante los últimosaños para continuar sus estudios dearquitectura. Walter sentía una franca

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admiración por él, y se sentía halagadode que John le apreciase también. Walterincluso catalogó su amistad, desde elpunto de vista de John, entre las«inmerecidas».

John le dijo si podrían ir el domingosiguiente a pescar con Chad en un bote avela a Montauk Point.

—Si Clara quiere venir, que venga—añadió John—. Chad tiene una nuevaamiga, y Clara podría quedarse en laplaya con ella mientras nosotros vamosa pescar. Se llama Millie. Es inteligente;a Clara le caerá bien. A ella le gusta laplaya, ¿verdad?

—Le diré que nos acompañe —repuso Walter—. A mí, desde luego, me

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encantaría.—A propósito: ¿dónde está Chad?Walter sonrió ligeramente.—Chad…, de momento está

considerado «persona non grata».John hizo un gesto, como dando a

entender que lo comprendía.Walter tomó un vaso de whisky de la

bandeja que traía Claudia y fue aofrecérselo a la señora Philpott. Ellaprotestó y aseguró que no quería repetir,pero Walter siguió insistiendo. Mientrascharlaba con ella junto al fuego, con unasuave patada apartó a «Jeff» que iba alanzarse sobre la pierna de una señora.El perro se fue corriendo hacia la puertaa recibir nuevos huéspedes. «Jeff» se

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daba la gran vida en las fiestas: recorríaliving, terraza y jardín, recibiendocaricias y bocadillos de todo el mundo.

—Su esposa es la empleada máseficiente que hemos tenido jamás, señorStackhouse —le dijo la señora Philpott—. Creo que no hay nada que no seacapaz de comprar o vender si se lopropone.

—Ya se lo diré a ella, señoraPhilpott.

—¡Oh! Creo que ya lo sabe —repuso ella sonriendo ligeramente.

Él sonrió también, comprensivo. Lamirada de aquellos ojos azules,bordeados ya de arrugas, inspiraba unaprofunda confianza.

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—No le haga trabajar mucho —recomendó.

—Lo hace por su gusto. Es innato enella, y no creo que nosotros podamoshacer nada por evitarlo.

Walter afirmó sonriendo. La señoraPhilpott lo había dicho jovialmente, ydesde su punto de vista era una cosaagradable.

Walter vio a Clara en la puerta delhall y fue hacia ella.

—Ya todo bien, ¿verdad? —preguntó él.

—Sí, ¿dónde está Joan?—Llamó diciendo que no podía

venir. Su madre está enferma y se haquedado en casa con ella. —Joan era la

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secretaria de Walter, una atractiva jovende veinticuatro años a quien Walterapreciaba mucho.

—Su madre debe de estar muyenferma —hizo notar Clara.

Clara no quería a la madre, y Walterhabía observado que no veía con agradoel cariño de los demás por las suyas.

—Estás guapísima esta noche, Clara;¡francamente guapísima!

Clara lo miró esbozando algo quequiso ser una sonrisa; estabacontemplando todavía a los invitados.

—Y el otro…, ¿cómo se llama?Peter. ¿No está aquí?

—Peter Slotnikoff. Tienes razón —repuso Walter sonriendo—. Magnífico

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detalle el tuyo; darte cuenta de suausencia sin conocerlo siquiera.

—Pero conozco a «todos» los queestán…, desde luego.

Walter miró su reloj; eran las diez ydiecisiete minutos.

—Quizá se han perdido y han tenidoque regresar.

—¿Venían en coche?—No. No tienen coche. Supongo que

habrán venido en tren.Walter quería ofrecerle el sofá de su

estudio para pasar la noche en caso deque no hubiese nadie que pudierallevarlo a Nueva York, pero no queríadecírselo a Clara hasta que fuesenecesario.

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—A propósito, querida; John me hainvitado a ir a pescar con él a Montaukel domingo próximo. Tú podrías venir yluego quedarte en la playa si quieres,porque irá también una amiga de… John.

—¿Una amiga de John?—Bueno, una conocida —corrigió

Walter, porque todo el mundo sabía lorefractario a las mujeres que se sentíaJohn después de su divorcio.

El rostro de Clara se quedó rígidodurante un momento, como estudiando laidea desde todos sus ángulos, sopesandoventajas y desventajas.

—¿Quién es esa chica?—Ni siquiera sé su nombre, pero

John me ha dicho que es muy simpática.

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—No estoy muy segura de que puedaresistir un día entero con alguien quepueda resultar un verdadero tostón —repuso Clara.

—Desde luego, John ha dicho que…—Creo que ahí llega tu amigo.Peter Slotnikoff entraba en aquel

momento por la puerta principal. Walterse dirigió hacia él, componiendo laagradable y desenvuelta expresión de unbuen anfitrión.

Peter se mostró un poco tímido ymuy complacido al ver a Walter. Teníaunos veintiséis años, era muy formal yun poquito grueso. Sus padres habíansido rusos blancos refugiados, y Peterno sabía una palabra de inglés hasta que

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vino a América a los quince años; sinembargo, había terminado brillantementesus estudios de Derecho en laUniversidad de Michigan, y la empresadonde trabajaba Walter se sentía muyhonrada de tenerlo como empleado.

—He traído una amiga —dijo Peterdespués que Walter le presentó a variosamigos junto a la puerta. Peter indicóuna chica en la que Walter no habíareparado todavía.

—Te presento a Ellie Briess. AquíWalter Stackhouse. Miss Elspeth Briess—repitió Peter más cuidadosamente.

Cambiaron los saludos de rigor.Luego, los acompañó al living parapresentarlos a los demás y tomar unas

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copas. Walter no se imaginaba que Petertuviese amigas. Incluso era muy bonita.Walter eligió el combinado que por sucolor le pareció más cargado y se loofreció a Peter.

—Si no encuentras a nadie con quiente apetezca hablar, Peter, en la terrazatienes televisión —le dijo Walter. Habíainstalado la tele en la terraza para losque quisieran ver el partido de aquellanoche.

Walter se dirigió al bar y le preparóa Clara un vermut italiano con soda, unade sus bebidas favoritas. Ella estabahablando con Betty Ireton, junto alfuego.

—¡Cuánto me gustaría que mi

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marido también se preocupase deservirme las bebidas! —exclamó Betty.

—Te traeré otro a ti —se ofrecióWalter.

—No es eso lo que quería decir. Notengo sed. —Lo miró por encima delvaso que llevaba en la mano.

A Betty le gustaba flirtear, pero deun modo inocente, y a veces le decía aWalter, delante mismo de Clara, que erael hombre más guapo de Benedict.Clara, consciente de que lo decía sin lamenor malicia, nunca lo tomaba a mal.

—Ven conmigo y te presentaré aPeter —le dijo Walter a su mujer.

—Y yo me voy a vigilar a mimarido, lo he visto desaparecer en el

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jardín.—¿Qué me dices respecto a lo del

domingo? —inquirió Walter—. Quierodarle la respuesta a John esta noche.

—¿Es que vas a escogerprecisamente el día que podemos pasarjuntos para ir a pescar? A mí realmenteno me acaba de gustar.

—Vamos, Clara, hace meses que nohemos salido a pescar.

—Sin duda, irá también Chad —sugirió ella—; habrá bebidas y ospasaréis el día charlando.

—Bueno, no creo que la cosa lleguea tanto.

—Yo sí lo creo, lo sé muy bien. —YClara se alejó…

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Walter apretó los dientes. ¿Por quédiablos no tenía que ir? La respuesta erasencilla. No valía la pena marcharsesolo a costa de la tragedia queorganizaría ella después.

La señora Philpott lo estabaobservando desde el sofá. Waltercompuso la expresión inmediatamente.¿Habría intuido algo? Su mirada erasagaz y reflejaba la experiencia de laedad. En realidad, todos los asistentes ala fiesta lo sabían. Todos los quehubieran pasado una tarde en compañíade Walter y Clara.

—Muchacho, creo que necesitorepostar.

Walter sonrió al ver el rostro

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familiar de Dick Jensen.—Desde luego, Dick. Yo también

necesito un trago. Vamos a la cocina.Claudia estaba ocupada con el

asado. Walter le dijo que aún era muypronto para servirlo, y que sería mejorque se diese una vuelta para ver quiénquería algún combinado más.

—Su esposa me dijo que ya podíaempezar a servir los bocadillos —repuso Claudia con neutral resignación.

—Pues ya ves, petición denegada —añadió Dick. Incluso él se daba cuentade que Clara quería evitar a toda costaque alguien se emborrachase aquellanoche, y servía los bocadillos lo antesposible. Walter le llenó el vaso a Dick y

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se sirvió generosamente otro.—¿Dónde está Polly? —inquirió

Walter.—En la terraza, creo.Walter se dirigió a la terraza para

llevar un combinado a Polly, por sitodavía no había tomado ninguno.

Polly estaba apoyada en labarandilla de la terraza viendo la tele,pero cuando vio a Walter, él sonrió y lehizo señas de que se acercase. No erabonita; las caderas un poco anchas y élcabello recogido en un moño sobre lanuca, pero tenía la más agradablepersonalidad que Walter habíaconocido. A él, el estar unos momentos asu lado le servía de sedante.

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—¿Qué se siente al estar casado conuna brillante mujer de negocios? —lepreguntó Polly, mostrando sus dientes enuna amplia sonrisa.

—¡Algo magnífico! Ahora ya notenemos preocupaciones económicas ypienso retirarme pronto. —Walterempezaba a notar el efecto de loscombinados; sentía un ligero calorcilloen el rostro.

Dick se acercó y cogió a su mujerdel brazo.

—Perdona que me la lleve; voy apresentarle a Peter.

—¿Y por qué no viene él aquí? —sugirió Walter.

—Está allí discutiendo con alguien.

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—Y Dick se llevó a Polly.Walter cogió el combinado que Polly

no había aceptado y miró a su alrededoren busca de alguien a quien ofrecérselo.Sus ojos se posaron en una joven queestaba mirándolo desde un extremo de laterraza. Era la amiga de Peter, y seencontraba sola. Walter se acercó haciaella.

—¿Quiere tomar algo? —lepropuso. En aquel momento norecordaba su nombre.

—Ya he tomado uno, gracias. Hesalido a disfrutar de este aire de campoque se respira aquí.

—Bueno, puede tomar otro si quiere.—Se lo ofreció y ella lo aceptó

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cortésmente.—¿Ha venido de Nueva York? —le

preguntó.—Vivo allí. Estoy buscando empleo,

allí o donde sea. —Lo miró conatención, cálidamente y cordialmente—.Soy profesora de música.

—¿Qué toca?—El violín. Piano también, pero

estoy más interesada por el violín.Enseño música a los niños. Solfeo.

—¡Música a los niños! —La idea deenseñar música a los niños le parecía aWalter en aquellos momentos algomaravilloso. Hubiera deseado decirle:«¡Qué lástima que no tengamos niñospara que usted les enseñara música!»

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—Busco empleo en una escuelapública, pero es difícil sin un montón detítulos y certificados. Ahora lo estoyintentando en escuelas privadas.

—Le deseo que tenga suerte —ledijo Walter.

La chica aparentaba la misma edadque Peter. Su aspecto era sencillo yrobusto; desde luego, hacía buena parejacon Peter. Su piel estaba curtida por elsol, y cuando sonreía mostraba unosdientes blanquísimos.

—¿Hace mucho que conoce a Peter?—Solamente unos meses. Poco

después de que empezara a trabajar conusted. Se encuentra muy a gusto allí.

—Nosotros también estamos muy

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contentos con él.—Nos conocimos un día en el

autobús porque los dos íbamos confundas de violín. Peter también toca elviolín…, un poco.

—No lo sabía —respondió Walter—. Es un buen chico.

—Sí, es un excelente muchacho —ponderó llena de convicción—. Megustaría tomar una angostura con estecombinado, si le queda alguna.

—¡Desde luego! Deme el vaso.Walter se dirigió al bar y vertió

cuidadosamente seis gotas en él. Cuandovolvió a la terraza, John estaba hablandocon la chica, que en aquel momento reíade buena gana ante la ocurrencia que

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seguramente le acababa de decir.—¡Walter! ¿Qué hay del domingo?

—interrogó John.—No creo que pueda, John. El

domingo precisamente íbamos a…—Lo comprendo, lo comprendo —

murmuró John.—Lo siento. Si yo…—Entendido, Walter —replicó John,

impaciente.Walter miró a la chica algo confuso.

Si ella no hubiera estado presente, Johnle hubiera dicho: «¡Manda a Clara afreír espárragos!» Se lo había ofrecidoya un par de veces en otras tantasocasiones, y Walter tampoco le habíaacompañado entonces.

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—Escúchame un minuto —le dijoJohn con el tono autoritario de un editorjefe. Luego se contuvo respirando confuerza, como si se tratara de un casoperdido.

La chica se había retiradodiscretamente y se alejaba por laescalera del jardín.

—Ya sé lo que vas a decirme —leinterrumpió Walter—, pero tengo quevivir con ella.

John sonrió. Prefería callarse.—A propósito, Chad me dijo que te

invitase a la fiesta que organiza elviernes próximo, es una cena en su casa;después iremos al teatro. Su amigoRichard Bell estrena su nueva obra el

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viernes. Seremos unos seis. No te llevesa Clara, será mejor. Chad sabe que no leresulta nada simpático, y ni siquiera haquerido telefonear para decírtelo.

—De acuerdo, así lo haré. —«SiClara excluye a Chad, él puedeperfectamente hacer lo mismo conClara», pensó Walter.

—Será lo mejor. —John lo saludócon un gesto y se dirigió hacia el jardín.

Nadie se mareó aquella noche,excepto la señora Philpott. Perdió elequilibrio y se quedó sentada en elsuelo, frente al tocadiscos, pero lo tomócon el mejor buen humor y continuósentada escuchando la música que VicRogers había puesto para un pequeño

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grupo. A las tres de la madrugadatodavía seguía allí cuando todos,excepto cinco o seis, se habíanmarchado a casa. Clara estabaexasperada. Consideraba que las tres dela mañana era una hora más quesuficiente para terminar cualquier fiesta,pero eran precisamente los Philpott losque estaban menos dispuestos aabandonar el campo, y no se atrevía ainsinuarles nada.

—Déjala que se divierta —le decíaWalter.

—¡Creo que está borracha! —susurró Clara horrorizada—. No puedohacerla levantar del suelo, aunque sé lohe dicho ya tres veces.

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Por fin Clara se dirigió hacia laseñora Philpott, y Walter observóincrédulo cómo Clara la cogía pordebajo de los hombros y la levantaba envilo. Bill Ireton acercó rápidamente unasilla para que se sentara. Por unmomento, Walter se dio cuenta de laforma que la señora Philpott miró aClara. Una mirada de muda sorpresa yresentimiento.

Sacudió los hombros, comodesembarazándose de las manos deClara.

—¡Está bien! No sabía que elsentarse en el suelo fuese en contra de laley.

Siguió un embarazoso silencio. Bill

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Ireton se quedó tieso como un palo.Walter se adelantó automáticamente pararomper la tensión del momento, yempezó a explicarle a la señora Philpottque él también se sentaba en el suelocon frecuencia.

Bill Ireton rompió a reír, lo mismoque su esposa Betty. Todos hicieron coroa sus risas, incluso la señora Philpott;todos excepto Clara, que solamenteesbozó una nerviosa sonrisa. Walter larodeó con el brazo y la mirócariñosamente. Sabía que su impulso delevantar a la señora Philpott había sidoirreprimible.

Unos minutos después, todo elmundo se había despedido.

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Por la ventana del dormitorio setraslucían las primeras claridades delalba. «Jeff» estaba sobre las almohadasde la cama, su lugar favorito.

—¡Vamos, amigo! —le dijo Walter,chasqueando los dedos para despertarlo.

El perro se levantó soñoliento yolfateó al suelo. Walter le arregló elcojín en el cesto reservado para él en unángulo de la habitación, y «Jeff» searrellanó dentro.

—Ha tenido una noche muy agitada—dijo Walter sonriendo.

—Creo que aún se ha portado mejorque tú —repuso Clara—. Hueles awhisky y tienes el rostro congestionadopor el alcohol.

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—Verás cómo no se me nota encuanto me limpie los dientes. —YWalter se metió en el cuarto de baño.

—¿Quién es esa chica que trajoPeter Slotnikoff?

—¡No lo sé! —gritó desde la ducha—. Ellie se llama, creo.

—Ellie Bries. Me gustaría saberquién es.

Walter se sentía demasiado cansadocomo para contarle a gritos desde laducha que era profesora de música, cosaque a Clara tampoco le interesaríademasiado. Por lo visto, Ellie teníacoche, porque ella y Peter regresaronjuntos a Nueva York.

Walter se metió en la cama, rodeó

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cariñosamente a Clara con sus brazos yla besó en la mejilla, en la oreja, contodo cuidado, para no molestarla nisiquiera con el perfume de la pasta dedientes.

—Walter, estoy cansadísima.—Y yo también —repuso él,

pegando su cabeza a la de ella y tratandode eludir el sitio todavía caliente dondese había acostado «Jeff». Pasó el brazoalrededor de la cintura de Clara ypercibió el suave contacto de sucamisón de seda. Le gustaba sentir elmovimiento apacible de su respiración.La atrajo hacia sí. Ella se soltóbruscamente.

—¡Walter!

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—Sólo quería besarte para darte lasbuenas noches.

Walter captó su despectivo gesto,toda la expresión de desagrado.

Lo rechazó y se incorporó en lacama.

—¡Yo creo que eres un maníacosexual! —le espetó indignada.

Walter se sentó también.—Soy más puro que un lirio estos

días; lo que pasa es que estoyenamorado de ti…

—¡Me estás molestando! —leinterrumpió, hundiendo la cabeza en laalmohada.

Walter estuvo tentado de saltar de lacama y marcharse fuera o ir a dormir al

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living, pero sabía que allí dormida muymal y al despertar aún se sentiría peor.«Acuéstate y no hagas caso», se dijo a símismo. Volvió a reposar la cabeza en laalmohada.

Unos momentos después, oyó aClara bisbisear llamando a «Jeff», luegolas suaves pisadas del perro y, porúltimo, la vibración de la cama al saltarjunto a Clara.

Walter tiró de la sábana y se levantó.—Por favor, Walter, no seas

absurdo.—¡No hay absurdo que valga! —

repuso con fría indignación. Se dirigió ala percha y cogió el albornoz—. No meha gustado jamás dormir en compañía de

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un perro.—¡Qué tontería!Walter bajó al living y se sentó en el

sofá. Clara había retirado los cenicerosy vasos vacíos, y todo se encontrabaotra vez en perfecto orden. Walter sequedó mirando el gran jarrón italianocon filodendros que había en la repisade la ventana. Se lo había regalado aClara, junto con un brazalete de oro, eldía de su cumpleaños. La débil claridadde la mañana, al atravesar el cristalverde oscuro del jarrón, producía sobrelos entrecruzados tallos irisaciones deun bello efecto, como las de un cuadroabstracto.

¡Precioso living!

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Al día siguiente, Walter se sintiócansado y enfermo. Tenía un ligero dolorde cabeza, aunque no sabía si era de nodormir o por la discusión con Clara.Ella lo había encontrado durmiendo enel suelo y le acusó de estar borracho yde no darse cuenta de haberse caído.

Aquella mañana, Walter dio un largopaseo que terminó al final deMarlborought Road, no lejos de la casa;luego regresó y trató inútilmente deechar una siesta.

Clara había bañado a «Jeff» y loestaba cepillando al sol en la terraza

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superior. Walter se metió en su estudio.Era una habitación situada al norte deledificio, sombreada en verano por losárboles que había junto a la ventana.Tenía dos estanterías de libros y unamesa de despacho. La alfombra eraoriental y estaba bastante usada; habíapertenecido a la habitación de suspadres, en Bethlehem, Pennsylvania.Clara quería desprenderse de ellaporque tenía un agujero. Fue una de lascosas que Walter no consintió: el estudioera su habitación, y allí pondría laalfombra.

Walter se sentó ante la mesa yempezó a leer de nuevo una carta quehabía recibido de su hermano Cliff

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desde Bethlehem. Era una carta devarias páginas con letra menuda y malpergeñada, contándole las diariasvicisitudes de la granja que Cliffregentaba en nombre de su padre: lasubida de precio de los huevos, elúltimo récord de la gallina campeona…Hubiera resultado una carta insulsaescrita por otro que no fuera Cliff, cuyosano humor se reflejaba en cada una desus líneas. Había adjuntado el recorte deun periódico local, que Walter todavíano había leído, y añadía la notasiguiente: «Prueba a leer esto a Clara, aver si consigues que se alegre.» Era unartículo titulado «Estimada señoraPlainfield».

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Estimada señora Plainfield:Mi esposa tiene un modo desacarme de quicio como jamás hevisto otro. En realidad, no hacenada para conseguirlo, pero es tanexperta en todo, que no hay formade vivir con ella. Si hablamos defútbol conoce las alineaciones yclasificación de los equipos mejorque nadie, así que la charla con ellaresulta poco divertida.Ahora, por ejemplo, le ha dado porlas plantas. Se ha pasado semanas,sin reparar en gastos, reuniendo sucolección de “Filodendron Dubia”,“Filodendron Monstera” e incluso

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una pequeña “FilodendronHastatum” (oreja de elefante, entrenosotros).Crecen también unas bonitas hojasde violín, pero como me oigallamarlas así, me gritaráescandalizada: ¡“Ficus Pandurata”!Lo mismo pasa con el árbol delcaucho. Para ella no es el árbol delcaucho, sino “Ficus Elastica”.No es que esté en contra de lasplantas ni de quien las cultiva, perome fastidian las personas quetuercen el gesto ante una delicadaflor de patata porque no es una“Dracaena Warneckii”… y una deellas es mi mujer.

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Míster Aspidistra.

Walter sonrió. Ponía en duda queesto hiciese reír a Clara. Sabía por quéle había enviado aquel recorte. Cuandofueron a visitar a su padre, Cliff les fueenseñando la granja, y, entre otras cosas,les mostró un tractor que él llamaba«Chad», que era una abreviatura de lamarca de fábrica. Clara le preguntó muyformalmente qué significaba aquello de«Chad». Su hermano, con muchacachaza, miró la parte delantera delmotor y le respondió que era un«Chadwick». Desde aquel momento, sindenunciar la más leve sonrisa, Cliff fue

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llamando a cada instrumento queseñalaba con un ininteligible nombreabreviado. Clara, aparentemente, nopareció darse cuenta, sólo se mostrabasorprendida.

Cliff estaba convencido de queClara estaba medio chiflada, y Walter aveces trataba de convencerle de que a éltambién le faltaba poco y que debíatomar medidas. Walter le estabaagradecido a su hermano por habersequedado en la granja cuidando de supadre. Él viejo había queridoconvertirlo en un predicador episcopal,y Walter le había defraudadodedicándose a estudiar leyes.

Cliff era dos años más joven que su

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hermano y de carácter menos serio. Supadre ni siquiera había intentadopersuadirlo para que se dedicase a laIglesia. Todos creían que Cliff semarcharía en cuanto saliese del colegio,pero prefirió volver y trabajar en lagranja.

Walter dejó la carta a un lado de lamesa y abrió el grueso libro de apuntesdonde acostumbraba tomar notas parasus ensayos. El libro lo tenía divididoen once secciones, cada una de lascuales, dedicada a dos o más amigos.

Algunas páginas aparecían llenas denotas con la menuda letra de Walter; enotras, había pegados trozos de papel conideas o reflexiones escritas

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ocasionalmente en la oficina, y en otrashabía escrito las características dealgunos personajes. Releyó las quehabía esbozado de Dick Jensen yWilliam Cross. En dos columnasparalelas enumeraba los rasgos de Dicky los complementarios del carácter deWillie.

Dick. Idealista y ambiciosobajo un exterior suave yamable. Admira a Cross y, sinembargo, afirma, detestarle.

Cross. Codicioso y fatuo, lamayoría de sus actos son puro“bluff”. Teme la capacidad

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latente en Dick si éste le darienda suelta.

Walter recordó otra nota que habíaescrito en su bloc, y fue al dormitorio arecogerla. En los bolsillos encontróotros apuntes olvidados y un recorte quehabía arrancado de un periódico, en elcual había algo escrito. Se los llevó alestudio. La nota de Dick decía: «Comidade D. y C. D. resentido con C. porpropuesta de éste para formar parte deotra firma.»

Era una nota muy interesante. Crossera también socio de otra empresa depublicidad. Walter había olvidado elnombre. Dick le había contado a Walter

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el asunto. Resultaba tentador, y no creíaque Dick resistiese.

Se oyó un suave golpe en la puerta.—Adelante, Claudia —contestó.Claudia entró con una bandeja. Le

trajo un bocadillo de pollo y unacerveza.

—¡Precisamente lo que necesitaba!—exclamó Walter. Destapó la botella.

—Pensé que tendría apetito. Laseñora me dijo que ella ya habíacomido. ¿Quiere que le descorra lascortinas, señor Stackhouse? Hace un díamuy hermoso.

—Gracias, lo había olvidado —repuso Walter—. ¿Por qué ha venidohoy, Claudia? No necesitamos cocinar;

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nos basta con la comida de la fiesta.—La señora no me dijo que no

viniese.Walter observaba su alta y delgada

figura mientras descorría las ampliascortinas, sujetándolas con los cordones.Claudia era excepcional: una sirvienta aquien le gustaba el oficio, y que, porconsiguiente, lo realizaba a laperfección. Algunos vecinos habíanintentado sobornarla para que se fuesecon ellos, pero Claudia continuó en supuesto. Ella se encargaba del cuidado dela casa sin que Clara, con su exigentemeticulosidad, tuviese nadá quereprocharle.

Claudia vivía en Huntington y venía

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en autobús todos los días a las siete enpunto. Se marchaba a las once paracuidar niños en Benedict. Regresaba alas siete y se quedaba hasta las nueve.No podía dormir en casa porque teníaque cuidar de su nieto Dean, que vivíacon ella en Huntington.

—Lamento haberle estropeado eldomingo —le dijo Walter.

—No tiene importancia, señorStackhouse; no me importa.

Claudia se quedó junto a su mesa,contemplando cómo se comía elbocadillo.

—¿Quiere algo más, señorStackhouse?

Walter se puso en pie y buscó en los

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bolsillos.—Si, quiero que tome esto y le

compre algo a Dean. —Y le entregó unbillete de diez dólares.

—¡Diez dólares, señor Stackhouse!¿Para qué quiere él diez dólares? —Pero Claudia se mostraba llena desatisfacción ante su gesto.

—Bueno, ya pensará en algo —repuso Walter.

—Muchas gracias, señorStackhouse. Es usted muy amable —ledijo mientras se dirigía hacia la puerta.

Walter apuró la cerveza y se puso aleer el recorte. Era un trozo que habíaarrancado en Waldo Point.

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Terrytown. Agosto, 14. — Elcadáver de una mujer identificadacomo la señora Helen P. Kimmel, 39años, de Newark, N. J., ha sidoencontrado en el bosque, unkilómetro al sur de Terrytown. Lapolicía del distrito tercero informaque la muerte fue producida porestrangulación y por docenas decortes y golpes en el rostro ycuerpo. El monedero fueencontrado a varios metros de lavíctima sin que, al parecer, faltasenada. Viajaba en autobús desdeNewark a Albany para visitar a suhermana Rose Gaines. El conductordel autobús, John MacDonough, de

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las Líneas Cardinal, ha declaradoque observó la desaparición de laseñora Kimmel después de laparada de quince minutos en elsnack-bar de la carretera a las 9.55de la noche. La maleta de la señoraKimmel se hallaba todavía en elcoche. Se cree que fue asaltadacuando daba un pequeño paseo porla carretera. Ninguno de lospasajeros interrogados afirmahaber oído gritos.El marido de la víctima, Melchior J.Kimmel, de cuarenta años, dueñode una librería en Newark, identificóel cadáver esta tarde. La policíainvestiga el caso.

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No había tema para sus ensayos,pensó Walter, porque el autor seriaprobablemente un maniaco. Sinembargo, resultaba extraño que nadiehubiera oído gritos, a menos que eltrecho hasta el autobús fuese muygrande. Walter pensó que también podríatratarse de alguien que ella conociese yse la llevase de allí con el pretexto dehablar con ella a solas, y entonces laatacase.

Se quedó vacilando unos momentosy luego dejó caer el trozo de periódicoen el suelo, junto a la papelera. Lorecogería más tarde, pensó.

Descansó la cabeza sobre losbrazos. Le pareció que podría

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descabezar una siestecita.

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5

El martes, Walter estaba en cama congripe.

Clara insistió en llamar al médicopara que diagnosticara de qué se trataba,aunque Walter sabía positivamente queera gripe; alguien en la fiesta habíacomentado que había varios casos enBenedict.

Cuando vino, el doctor Pietrich loconfirmó y le envió a la cama conpíldoras y tabletas de penicilina. Clarase quedó unos minutos y fríamente fueamontonando a su alrededor lo que lehacía falta: cigarrillos, cerillas, libros,

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un vaso de agua y servilletas de papel.—Gracias, cariño, muchas gracias

—le dijo Walter por sus atenciones.Walter notó que no resultaba

oportuno. Ella consideraba aquellosdetalles como parte de un enojoso deber.En las pocas ocasiones en que caíaenfermo, se sentía tan distante de ellacomo si se tratase de una extraña. Sealegró de veras cuando Clara se marchóal trabajo. Sabía que no llamaría en todoel día y que probablemente se sentaríaen el hall a leer el periódico antes desubir a verle.

Aquella noche no pudo siquieratragar la infusión que le hizo Clara.Tenía las mucosas irritadas y le

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resultaba imposible fumar.Las píldoras le dejaron un poco

aletargado y en los intervalos en quedespertaba, le invadía una terrible yagobiante depresión.

Se preguntaba a sí mismo cómohabía llegado a aquel extremo,esperando a una mujer de quien se creíaenamorado y que ni siquiera se habíadignado a ponerle la mano en la frente.Se preguntaba por qué no habríainsistido más Dick para abrir el bufeteen otoño, en lugar de primeros de año.Le había hablado el día de la fiesta,pero se había sentido temeroso dehablar de ello en la oficina, como si enella hubiera un servicio completo de

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ocultos micrófonos montados por Cross.Incluso había pensado en actuar,

pero aun en su febril incoherencia,Walter se daba cuenta de que necesitabala colaboración de Dick. La clase deoficina que quería montar precisaba doshombres para llevarla, y Dick, comocompañero de trabajo, poseíacualidades difíciles de encontrar.

Cuando regresó Clara, preguntó:—¿Te sientes mejor? ¿Qué

temperatura tienes?Sabía su temperatura porque Claudia

se la había tomado por la tarde. Tenía 39°.

—No es grave —dijo—. Meencuentro mejor.

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—Bien.Clara fue vaciando metódicamente el

bolso y poniendo las cosas en sutocador. Luego bajó a cenar.

Walter cerró los ojos y trató depensar en algo que no fuera Clarasentada en el living, escuchando la radioy leyendo el periódico de la tarde.

A veces, por la noche, semidormido,o por la mañana, antes de levantarse,jugaba con el pensamiento,imaginándose tener ante sus ojos unperiódico abierto, y repasandorápidamente los titulares de cadaartículo o gacetilla.

«Hoy, en Gibraltar, en presencia de

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los secretarios de AsuntosExteriores, fue firmado un acuerdobilateral recíproco por el presidenteMugwump de Blotz…» «La esposadice: Él ha destruido mi amor. ¡Porlo menos conservaré a mi hijo!…»«Ayer se descubrió un triste casoante el jefe de policía del distrito,Ronald W. Friggarthy. Una mujerrubia, de ojos azules dilatados porel terror, denunció que su marido,cuando llegaba a casa, le pegaba aella y a su hijo diariamente a lasseis de la tarde con una sartén…»«El tiempo en Sudamérica seguiráestable, según los expertos…» «Eldescubrimiento de un meteorito de

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plástico en la falda izquierda delmonte Achinche en Bolivia hacesuponer a los meteorólogos que, enun plazo de seiscientos años, laschinchillas estarán en condicionesde calcular sus propiosimpuestos…» «Foto mostrandogentío que acompañaba al féretrodel explorador soviético Tomyatkin,asesinado en Moscú…» «La FeriaInternacional de Tejidos seráinaugurada en el famoso edificio decristal de Colonia…»

Walter sonrió al recordar el recortede periódico que se refería al asesinatode la mujer en la parada del autobús.

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Había olvidado las palabras, pero seimaginaba la escena. Ella, tendida entrelos árboles, con un corte en la mejilladesde el ojos hasta la boca. No erabonita, pero tenía un rostro agradable,cabello negro y ondulado, tipo corriente,y una boca que se abría llena de horrorante la primera amenaza del agresor.

Una mujer como aquélla no se habríaalejado del autobús con un extraño. Sela imaginaba en compañía de algúnconocido.

«—Helen, tengo que hablar contigo,ven aquí…»

Ella lo miraría con sorpresa.«—¿Cómo he llegado hasta aquí?

No importa. Tengo que decirte algo.

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¡Helen, tenemos que arreglar esto!»Podría ser su marido, pensó Walter.

Trató de recordar si el periódico decíadónde se hallaba su marido cuandosucedió el hecho. Quizá Helen yMelchior Kimmel habían vivido tambiéndesavenidos. Walter se los imaginabadiscutiendo en su casa de Newark; luegola mujer decidió hacer un viaje paravisitar a su pariente. Si su marido teníaintención de asesinarla, podía haberseguido al autobús en su coche yesperarla en la parada. Le podría haberdicho: «Tengo que hablar contigo», y suesposa le habría seguido hacia el grupode árboles junto a la carretera…

El jueves por la tarde llegó Clara y

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se sentó un rato a los pies de la cama.Tenía miedo de que se le contagiase lagripe y dormía en el sofá del estudio.Hacía tres días que no había estado encontacto con él. Estuvo bastantesilencioso, pero ella pareció no darsecuenta en absoluto. Esos días estabaabsorbida por la posibilidad de unaventa en North Shore.

«La odio», pensaba Walter. Sentíauna morbosa complacencia en acariciaresta idea.

Más tarde, el ruido de un cochedespertó a Walter del ligero sopor enque se encontraba sumergido. Oyó vocesen la escalera, una de ellas de mujer.

Clara acompañó a Peter Slotnikoff y

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a la chica llamada Ellie. Peter sedisculpó por no haber telefoneado antes.Ellie le había traído un gran ramo degladiolos.

—No me he muerto todavía —dijoWalter, un poco confuso. Miró a sualrededor en busca de algo donde ponerlas flores. Clara había salido de lahabitación; Walter adivinaba que estabamolesta porque no habían telefoneadopreviamente. No había ningún jarrón a lavista. Peter trajo uno del hall.

Walter, apoyado sobre la almohada,observaba las manos de Ellie mientrasésta colocaba los gladiolos en elflorero. Eran fuertes y cuadradas comosu rostro, pero daban sensación de

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suavidad cuando tocaban las cosas.Recordó entonces que era profesora deviolín.

—¿Queréis tomar una copa? ¿Opreferís cerveza? En el frigorífico tenéiscerveza, Peter. ¿Por qué no bajas y osservís lo que queráis?

Ambos prefirieron cerveza y Peterfue a buscarla.

Ellie se sentó en una silla sin brazosque Clara usaba para el tocador.Llevaba una blusa con las mangassubidas, falda de mezclilla y mocasines.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendoaquí? —preguntó ella.

—Unos tres años.—Es una casa preciosa. A mí me

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gusta mucho el campo.—¿Campo? —Walter se echó a reír.—Comparado con Nueva York, esto

es campo para mí.—Es difícil venir aquí de no

disponer de coche.Ellie sonrió y sus ojos oscuros se

iluminaron.—¿Y no es eso una ventaja para

usted?—No. A mí me gusta que la gente

venga. Espero que vuelva otra vez, ustedtiene coche.

—Gracias. Usted no ha visto micoche. Es un viejo descapotable, pero lacapota funciona mal y lo tengo quellevar al descubierto a no ser que llueva

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mucho. Entonces caen goteras. Siemprehe usado el coche de mis padres, perocuando vine a Nueva York tuve quecomprarme uno a pesar de no tener uncentavo. Entonces fue cuando mecompré a «Boadicea», ése es su nombre.

—¿De dónde es usted?—De Corning. Una ciudad muy

triste.Walter había pasado por allí una vez

en tren. Recordaba una población gris,como una zona minera. No podíaimaginarse a Ellie allí.

Peter regresó con las cervezas yllenó los vasos cuidadosamente.

—¿Le importa que fume? —preguntóEllie.

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—En absoluto —repuso Walter—;lo que desearía es poder hacerlo yotambién.

Ellie encendió un cigarrillo.—Cuando tuve la gripe, la nariz

apenas me dejaba dormir del dolor quesentía al respirar. El humo aún memolestaba mucho más. Me hago cargo delo que le pasa.

Walter sonrió. Era lo más amableque le habían dicho desde que cayóenfermo.

—¿Cómo va por la oficina, Peter?—El caso Parsons y Sullivan le está

dando bastante que hacer a míster Jensen—repuso Peter—. Hay dosrepresentantes. Uno es bueno, el otro…,

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en fin, creo que miente. Es el de másedad.

Walter miró la franca expresión deljoven Peter, pensando: «Dentro de dos otres años más, no levantarás una cejaante la mentira mayor del mundo.»

—Suelen mentir con frecuencia —afirmó Walter.

—Supongo que tu esposa no sehabrá molestado porque hayamos venidosin llamar.

—Desde luego que no.Walter oyó a Clara acercarse al hall

en dirección a la puerta. Dijo que semarchaba a hacer unos inventarios.Walter sabía que era verdad, pero ¿quépensarían Ellie y Peter de Clara?, ¿de su

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manifiesta indiferencia por ambos?Ellie bajó el foco de luz de su mesita

de noche, lo estaba mirando fijamente,pero no con ojos críticos como Clara,por ejemplo, u otras mujeres queparecen reducir a uno a piezas con lamirada.

—¿Has conseguido trabajo, Ellie?—preguntó Walter.

—Sí, creo que sí. En HarridgeSchool; me darán la contestacióndefinitiva la semana próxima.

—¿Harridge? ¿En Long Island?—Sí, en Lennet, un poco más al sur

de aquí.—No está lejos, desde luego.—No, pero el trabajo no es seguro

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todavía. La verdad es que no menecesitan; soy yo quien hizo loimposible por entrar. —Sonrió y se pusoen pie—. Será cuestión de marcharnos.

Walter le rogó que se quedaran mástiempo, pero ella insistió en marcharse.

Ellie le tendió la mano.—¿No tiene miedo a coger la gripe?—No —repuso riendo.Entonces estrechó la mano. Era

como él se había figurado: fuerte, perosuave. Sus ojos miraban con profundasimpatía. Walter se preguntaba simiraría a todo el mundo como lo estabamirando a él.

—Que se mejore pronto —le dijo.Se marcharon al momento y la

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habitación quedó vacía. Walter escuchólas frases de cortesía escuchadas abajocon Clara, y luego el ruido del motorque fue extinguiéndose poco a poco.

Clara entró en la habitación.—Así que miss Briess va a

conseguir un empleo cerca de aquí, ¿eh?—Creo que sí. ¿Es que no lo has

oído?—No. Se lo pregunté al salir. —

Clara guardó una toalla de baño en elcajón—. Me gustaría saber lo quepretende con ese bobalicón de Peter.

—Supongo que le gustará, eso estodo.

—Cualquier otro hombre le gustamás que él, puedo asegurártelo.

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6

El sábado Walter se levantó y eldomingo fueron al almuerzo de losIreton.

Era un día soleado. Cuando llegaronhabía quince o veinte personas tomandococktails en el césped:

Clara se detuvo ante un grupo en elque se encontraban ErnestineMcClintock y Greta Roda, la pintora,amiga de ellos. Walter continuó haciadonde estaba Bill Ireton contando unchiste al grupo formado alrededor delbar portátil.

—Siempre lo mismo —estaba

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diciendo—; metiéndose continuamentecon la chica menos indicada.

El coro de carcajadas que siguió leprodujo a Walter una dolorosa sensaciónen los oídos. Se sentía débil todavía.Los ruidos fuertes le herían comomazazos, y la simple acción de peinarsele resultaba dolorosa.

Bill le estrechó la mano con la suya,húmeda y fría del contacto con loscubitos de hielo.

—Me alegro de que te decidieras avenir. ¿Te encuentras mejor?

—Estupendamente, gracias.Betty Ireton se acercó para saludarle

también y se lo llevó para presentarle auna señora que había invitado a pasar el

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fin de semana. Desde allí se fuepaseando solo, saboreando la gratasensación del mullido césped bajo lospies, y la agradable reacción delalcohol, que ya empezaba a subírsele ala cabeza.

Se le acercó Bill para volverle allenar el vaso y le hizo un gesto para quele siguiera.

—¿Qué le pasa a Clara? —indagóBill mientras paseaban.

—¿Qué ocurre? —preguntó Walter,tenso.

—Parece como si quisiera desairara Betty. Clara dijo que no quería beber,y cuando Betty le ofreció un refresco, ledijo que ella no necesitaba tomar nada

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para pasarlo bien. —Bill atipló la vozligeramente y levantó las cejas comosolía hacerlo Clara—. A pesar de eso,Betty tiene la sensación de que lohubiera pasado mejor en su casa.

Walter se imaginaba perfectamentela escena.

—Lo siento, Bill. No hay quetomarlo demasiado en serio. Ya sabes,yo estuve toda la semana en cama, yClara tuvo mucho trabajo; no es raro quealgunas veces le fallen los nervios.

Bill no se quedó muy convencido.—Si no quiere volver por aquí, por

nosotros encantados. Tú puedes venircuando gustes, no lo olvides.

Walter se quedó silencioso. Estaba

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pensando que las palabras de Billsignificaban un insulto para Clara si lastomaba por lo tremendo, pero no lo hizoasí porque comprendía perfectamente lareacción de Bill.

Walter se alejó por el césped,contemplando a la gente, a las mujeres,con sus alegres vestidos veraniegos. Derepente, se dio cuenta de que estababuscando a Ellie y no había muchasprobabilidades de que estuviera allí.Ellie Bries. Por lo menos ahora podíarecordar su nombre. Le cuadrabaperfectamente, pensó; era sencillo, perono vulgar, y de cierto aire germano.Walter se sintió mucho más animadodespués de tomarse la segunda copa.

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Comió un poco con los McClintocks yGreta Roda bajo la sombra de unosárboles. Sirvieron asado con patatasfritas que la sirvienta de los Ireton y susdos hijas pasaban en bandejas a losinvitados.

Cuando quiso levantarse, le fallaronlas piernas. Bill y Clara se apresurarona ponerse uno a cada lado.

—No es que esté mareado; es que derepente he sentido un enorme cansancio—advirtió Walter.

—Si acabas de salir de la cama,muchacho —le dijo Bill—, No hasbebido nada.

Sin embargo, Clara se puso furiosa.Walter se sentó junto a ella en

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silencio mientras ella conducía. Deregreso a casa, Clara insistió en que élno estaba en condiciones de conducir yle echó en cara durante todo el trayectoel haber cometido la estupidez deemborracharse en pleno día.

—Sencillamente, porque no habíanadie que te impidiera beber más de lacuenta.

Sólo había tomado dos copas.Después de una buena taza de café sesintió perfectamente sereno, y se sentóen un sillón del living a leer elperiódico del domingo.

Clara siguió atacando de formaintermitente. Se había sentado al otrolado de la sala, frente a él, y estaba

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cosiendo botones de un vestido blanco.—Y te tienes por un intelectual, un

abogado. ¡Creí que tenías mejores cosasen que emplear tu cerebro queempaparlo de alcohol! Unas cuantasescenitas como ésta y ya nos podemosconsiderar en la lista negra de todasnuestras amistades.

Walter levantó la vista.—Clara, pero ¿qué te pasa? —

inquirió afablemente. Estaba pensandoen levantarse, marcharse al estudio ycerrar la puerta, pero recordó que otrasveces ella le había seguido y encima aúnle acusaba de no querer admitir la menorcrítica.

—Vi el rostro que ponía Betty Ireton

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cuando te levantaste tambaleándote.¡Estaba disgustada contigo!

—Si crees que Betty es capaz dedisgustarse por ver a alguien un pocoalegre, estás más que equivocada.

—Tú desde luego no podías verlo,¡porque estabas borracho!

—¿Me permites unas palabras? —preguntó Walter, poniéndose en pie—.Creo que no hubo nada en la reunión dehoy que te haya parecido bien, ¿no escierto? Tú eres la única que vas aconseguir que nos den la espalda entodas partes. Te muestras en continuadisconformidad con todo y con todos.

—Y a ti, por el contrario, no te gustaoponerte a nada, ¿verdad?

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Walter se embutió las manos en losbolsillos y apretó los puños, mientrasdaba unos pasos nerviosamente. Sentíael deseo casi irresistible de pegarle.

—Tengo que decirte que a los Iretonno les has dado muy buena impresiónhoy, y esta imagen les durará bastante.Lo mismo les pasa a muchos de nuestrosconocidos.

—¿De qué me estás hablando? ¡Eresun paranoico! ¡Un verdadero casoclínico, Walter!

—¡Voy a nombrártelos! —prosiguióWalter en voz más alta, avanzando haciaella—. Tenemos a John. No lo aguantasporque salgo de pesca con él. Chad,porque en una ocasión se tomó un trago

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de más. Antes de esto, los Whitney.¿Qué les ocurrió a los Whitney?Desaparecieron, ¿no? De formamisteriosa. Y antes que ellos, HowardGraz. Seguramente le rechazarías algunainvitación de fin de semana.

—Visto para sentencia —comentósarcástica—. Has debido emplearmucho tiempo para preparar estedemoledor caso.

—¿Qué otra cosa puedo hacer denoche? —repuso Walter, con granagilidad mental.

—Ya estamos otra vez. ¿Es que nopuedes estar cinco minutos seguidos sinsacar a relucir el tema?

—Creo que puedo estar toda la vida.

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¿No te gustaría? Podrías vivircompletamente independiente de mí.Consagrar todo el tiempo a apartarme demis amigos.

Clara empezó a coser de nuevo.—Por lo visto, te importan ellos

mucho más que yo.—Lo que quiero decirte es que no

puedo hacerme partícipe de una actitudque inexorablemente me va aislando detodo ser viviente.

—¡Pareces muy preocupado de timismo!

—Clara, quiero el divorcio.Levantó la vista del vestido que

estaba cosiendo. Su expresión era muyparecida a la que adoptaba cuando él le

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preguntaba si le apetecía salir encompañía de algunos amigos.

—No creo que lo digas en serio —repuso.

—Ya sé que no lo crees, pero es así.No es como antes. No voy a seguircreyendo que las cosas vayan a mejorar,porque eso es imposible.

Clara se quedó fría. Walter sepreguntaba si estaría recordando la vezanterior. Habían llevado la discusiónexactamente al mismo punto, y Clara lehabía amenazado con tomarse el veronalque tenía en la habitación. Walterpreparó un cocktail de Martinis y laobligó a tomárselo para hacer las paces.Se sentó en el sofá junto a ella, que

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permanecía tal como ahora. Clararompió en sollozos, diciéndole que loadoraba, y la noche terminó de formamuy distinta a como Walter temía.

—No es suficiente estar enamoradode ti… físicamente…, porquementalmente te desprecio —continuóWalter con calma. Sentía el irresistibledeseo de dar rienda suelta a toda laamargura acumulada durante cientos dedías y noches que no se había atrevido adecirle nada, no por falta de valor, sinoporque los resultados hubieran sidofatales para Clara.

Walter la observaba como quiencontempla a un ser moribundo al que sele ha asestado un golpe mortal. Se daba

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cuenta de que ella empezaba a advertirla trágica realidad de sus palabras.

—Quizá pueda cambiar —repusocon trémulo acento, casi asomándole laslágrimas—; puedo ir a un especialista…

—No creo que eso pueda cambiarte,Clara. —Sabía de su escepticismo porla psiquiatría. Había intentado variasveces llevarla a un psiquiatra, peronunca lo consiguió.

Los ojos de Clara se posaron enWalter llenos de estupor, la miradavacía; en aquellos momentos deabatimiento, parecían reflejar mayorenajenación que cuando increpabaexaltada a su marido.

«Jeff», al oír las voces de la disputa,

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se había acercado a Clara a lamerle lamano, pero ella no hizo el menormovimiento que diera a entender que sehabía dado cuenta de su presencia.

—Es aquella chica, ¿verdad? —preguntó Clara, de pronto.

—¿Quién?—No disimules. ¿Por qué no quieres

reconocerlo? Quieres divorciarte de mípara poder conseguirla. ¡Te haengatusado con sus miradas de carnerodegollado!

Walter frunció el ceño.—¿A quién te refieres?—¡A Ellie Briess!—¿Ellie Briess? —repitió Walter

con cierta incredulidad—. ¡Por Dios,

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Clara, tú no estás bien de la cabeza!—¿Es que lo niegas? —inquirió

Clara.—Es que no hay ni por qué negarlo.—Entonces, ¿es cierto? Por fin lo

admites. ¡Dime la verdad al menos poruna vez!

Walter sintió un estremecimiento portodo su cuerpo. Su cerebro era untorbellino tratando de ajustarse a lanueva situación. Buscaba una forma depoder razonar con una persona tandesequilibrada.

—Clara, he visto a esa chica sólodos veces. No tiene nada que ver con lonuestro.

—No te creo. La debes haber visto

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furtivamente esas tardes que no veníashasta las seis y media.

—¿Qué tardes? ¿El lunes pasado?¡Fue el único día que fui a trabajardespués de conocerla!

—¡El domingo!Walter dio un respingo. Recordaba

que el domingo por la mañana habíadado un largo paseo, justo la mañanasiguiente de haber conocido a Ellie.

—¿Es que no hay razones suficientespara terminar con este asunto sinrecurrir a fantasías?

A Clara le temblaron los labios.—¿No quieres darme otra

oportunidad?—¡No!

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—Entonces, esta noche me tomaré elveronal —anunció Clara con súbitacalma.

—No, no lo harás —denegó Walter.Luego se dirigió al bar, llenó una

copa de coñac y se la ofreció a Clara.Ella la cogió y se la bebió de un sorbo,sin mirar siquiera lo que era.

—Crees que bromeo porque la otravez no me lo tomé, pero ahora va enserio.

—Eso no es más que una amenaza,querida.

—No me llames querida, recuerdaque me desprecias. —Se puso en pie—.¡Márchate! ¡Déjame sola, al menos!

Walter volvió a alarmarse. Parecía

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completamente trastornada, con lamirada fija y brillante, el cuerpo rígidocomo al borde de un ataque epiléptico.

—¿Sola para qué?—¡Para matarme!Walter hizo un ademán involuntario

hacia el lugar donde ella solía guardarlos comprimidos.

—No sabes dónde están. Los heescondido.

—Clara, no te pongasmelodramática.

—Entonces, ¡márchate!—De acuerdo, ya me voy.Se marchó a su estudio, cerró la

puerta y se puso a pasear nerviosamentedurante un rato. No creía que lo llegara

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a hacer. En parte era una amenaza, y enparte verdadero terror a quedarse sola.Pero tenía que mantenerse firme. Al díasiguiente se mostraría tan dura yexigente como siempre. No iba a pasartoda la vida haciendo de niñera durantesus crisis por una simple amenaza.Finalmente abrió la puerta y bajócorriendo la escalera.

Clara no estaba en el living; la llamósin obtener respuesta y entonces sedirigió a su habitación. Clara se volviórápidamente al verle, y guardó algo en elvestido blanco que estaba colgando. Sequedó quieta con el vestido en la mano,como esperando que se volviese amarchar; luego de introducir la percha

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en el vestido pudo comprobar que nollevaba nada en las manos. Cuando ellase dirigió al lavabo, Walter vio,incrédulo, un frasquito de coñac mediovacío sobre la repisa de la ventana.

—¿Por qué no me dejas sola? ¿Porqué no te marchas a dar un paseo?

«Jeff» dejó de corretear y se quedósentado mirando fijamente a Walter,como si esperase también que semarchase.

—Está bien, lo haré si te empeñas.—Y salió de la habitación dando unportazo.

Volvió a su estudio. No estabadispuesto a seguir protegiéndola. Nosentía el menor deseo de pasear. Se

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volvió rápidamente al abrirse la puertatras él.

—Creo que te alegrará estar libre apartir de esta noche, para pasar todo eltiempo con Ellie Briess.

Walter tenía en la mano unpisapapeles de cristal y por un instantesintió el irreprimible impulso delanzárselo a la cabeza. Lo dejó encimade una mesa y, sin decir una palabra,salió del estudio.

Walter se contemplaba a sí mismo,metiendo precipitadamente, con cóleramal contenida, unas cuantas camisas, unpar de pantalones, cepillos de dientes,toalla y por último la cartera que debíaemplear al día siguiente, todo en una

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maleta que cerró de golpe.—¡La casa queda tuya para toda la

noche! —gritó a Clara, al pasar por elhall.

Subió al coche y arrancó, pisando elacelerador con rabia.

Se encontraba en North IslandParkway cuando empezó a darse cuentade que no sabía dónde ir. ¿A NuevaYork? Podría ir a casa de John, pero noquería contarle sus tragedias. Tomó elprimer desvío que encontró y fue a parara una barriada desconocida para él. Vioun cine cerca. Aparcó el coche y entró.La sala se hallaba a oscuras. Se sentó enla butaca y se quedó mirando la pantallamientras consumía un cigarrillo. Tuvo

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que hacer un esfuerzo para seguir allídurante la proyección de los dibujosanimados.

«Si Clara se ha tomado las píldoras—pensó Walter—, ya será demasiadotarde para que un lavado de estómagotuviese alguna eficacia.» Sintió depronto una oleada de pánico, se levantóy salió precipitadamente.

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7

Sobre la mesita de noche había unfrasquito verduzco vacío y un vaso conun poco de agua.

—¡Clara! —La cogió por loshombros y la sacudió. Ella no hizo elmenor movimiento, y continuó con laboca abierta. Walter le cogió la muñeca.Tenía el pulso fuerte; le pareció normal.Fue al cuarto de baño para empapar unatoalla con agua y le mojó el rostro. Nohubo la menor reacción. Le dio unafuerte palmada en la mejilla—. ¡Clara,despierta!

La hizo sentarse, pero volvió a

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doblarse como una muñeca de trapo.«Es inútil intentar darle café —

pensó—; tiene la lengua fuera.»Fue al teléfono, muy nervioso.El doctor Pietrich no se encontraba

en casa, pero la sirvienta le dio elnúmero de otro médico. Este le dijo queestaría allí dentro de quince minutos.

Pasaron veinticinco minutos. Walterestaba aterrado temiendo que de unmomento a otro dejara de respirar, allí,ante sus ojos. Pero su respiración,aunque entrecortada, no se interrumpía.

En cuanto llegó, el médico se pusoinmediatamente a hacerle un lavado deestómago. Walter iba echando aguacaliente en el embudo colocado en el

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extremo de un tubo. No arrojó más quela misma agua, ligeramente coloreada desangre. El médico le puso dosinyecciones e intentó un nuevo lavado.Walter miraba los ojos de Clara,semiabiertos, la boca extrañamentetorcida y sin el menor síntoma demovimiento.

—¿Cree que vivirá? —preguntó.—¿Cómo quiere que lo sepa? —

exclamó irritado el médico—. No havuelto en sí; hay que llevarla al hospital.

A Walter, el médico le resultóprofundamente antipático.

Unos minutos después, Walterllevaba a Clara en sus brazos hasta elcoche.

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«Algunos médicos —pensó—parecen molestos cuando tienen queintervenir en casos de suicidio.»

Llegaron al hospital.—¿Ha padecido alguna vez del

corazón? —preguntó uno de losmédicos.

—No —repuso Walter—, ¿Cree quevivirá?

El médico alzó las cejas con aireindiferente y continuó escribiendo en surecetario.

—Depende de su corazón —repusoel doctor, alejándose por el corredor.

La colocaron bajo la tienda deoxígeno. La enfermera le estaba frotandoel brazo con alcohol para darle otra

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inyección y Walter vio cómo la aguja seintroducía un par de pulgadas en la vena.

—Puede despertar del letargo o no—comentó el doctor.

Walter se inclinó sobre el rostro deClara y se puso a estudiarlodetenidamente. Su boca seguía inmóvil,sin el menor síntoma de vida, los labiosligeramente contraídos. Tenía unaexpresión que jamás había visto en ella.«Es la de la muerte», pensó Walter. Eraevidente que no quería vivir, y susubconsciente, en lugar de luchar por lasupervivencia, como en cualquierpersona normal, parecía desear lamuerte.

A las dos de la madrugada seguía sin

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cambio alguno en su estado, y Walter sefue a casa. Llamaba al hospital apequeños intervalos y siempre obteníala misma respuesta: «Igual estado.» Alas seis se tomó una taza de café y unacopa, y se dirigió de nuevo al hospital.Claudia llegó a las siete. No quisoverla, porque no sabía qué decirle.

Clara seguía en la misma situación;los párpados se le habían hinchado unpoco. En aquellos abultados párpados yen aquellos labios amoratados einexpresivos había algo que recordabael trágico aspecto de un cadáver.

El médico le dijo que la presión lehabía bajado ligeramente, lo quesignificaba un mal síntoma, pero

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mientras el corazón le funcionara, habíaesperanzas.

—¿Cree usted que vivirá?—No puedo contestarle a esa

pregunta. Se ha tomado una dosissuficiente como para matarla si no lahubiera traído aquí. Lo sabremos dentrode cuarenta y ocho horas.

—¡Cuarenta y ocho horas!—El coma puede durar mucho más,

pero si transcurre más tiempo sinrecuperarse, dudo de su salvación.

Sobre las nueve, Walter regresó aNueva York. La maleta estaba todavía enla parte trasera del coche, y sacó lacartera antes de marcharse a la oficina.Tenía la sensación de no haber tenido

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nunca intención de marcharse a un hotel,que solamente había intentado hacerlopara permitir que Clara pudierasuicidarse sin que él se lo impidiera. Nopodía sustraerse a la idea de que sabíaque Clara se tomaría las píldoras.Trataba de convencerse de que podríano haberlas tomado, ya que la otra veztampoco lo hizo, pero ahora eradiferente y él lo sabía. En cierto modo leatormentaba la idea de haber sido causade su muerte…, en caso de que muriera.Por otra parte, comprendía que a vecestambién había sentido incluso deseos dematarla.

Después de comer un poco, se sentóante su mesa y trató de ponerse al

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corriente de las notas de Dick referentesal caso Parsons y Sullivan. Leyó untrozo una y otra vez, sin comprender sies que le faltaba algo o si era su estadomental el que le impedía comprenderuna palabra de lo que estaba leyendo.Finalmente cogió el teléfono y llamó aJohn. Le preguntó si podía recibirloinmediatamente en su oficina.

—¿Se trata de Clara? —indagó.—Sí. —Walter no se daba cuenta de

que su voz le traicionaba. SolamenteClara era capaz de ponerle en aquelestado, y John lo sabía.

John tenía whisky en su oficina, y leofreció a Walter tan pronto lo tuvosentado ante sí, pero él no quiso tomar

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nada.—Clara está muriéndose en el

hospital —le dijo Walter—. Se hatomado una dosis masiva de unsomnífero. Todas las que había en casa.Yo creo que unas treinta. —Walter lecontó su discusión sobre el divorcio, laamenaza de tomarse las píldoras y sumarcha de casa.

—Era la primera vez que lehablabas de divorcio, ¿no es cierto?

—No. —Walter le había dicho aJohn hacía unos meses que estabapensando pedir el divorcio, pero no lehabía informado de que ya le habíacomentado algo a Clara—. La primeravez ya me amenazó con que se las

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tomaría. Por eso ayer no la creí.—¿Y por eso dejaste el asunto de

lado la primera vez, porque te amenazócon matarse?

—Creo que sí —repuso Walter—.Esa fue una de las razones.

—Ya comprendo —John se puso enpie y se puso a mirar por la ventana.

—Hasta que llegaste a un puntolímite…, ¿como ayer, por ejemplo?

—¿Qué quieres decir?—Llegaste a un punto en que te

dijiste: «Ya estoy harto, me importa unrábano que se mate.»

Walter se quedó un buen ratomirando el tintero de bronce que habíasobre la mesa que él le había regalado

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en el primer aniversario de su revista.—Sí. Así es. —Walter se llevó las

manos al rostro—. ¿Es como unaespecie de asesinato, verdad?

—Nadie que conozca los hechosdiría semejante cosa. Pero no debesdecírselo a nadie, a nadie que noconozca los hechos. Deja deatormentarte con la idea de que temarchaste de casa.

—De acuerdo —asintió Walter.—Posiblemente, se salvará; tiene

una constitución muy robusta.Walter miró a su amigo. John

sonreía, y él esbozó también una débilsonrisa. Se sintió mucho mejor.

—El verdadero problema surgirá

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cuando se recupere. ¿Sigues deseando eldivorcio?

Walter trataba de imaginarse a Clararecuperada de nuevo. Su mente sehallaba todavía obsesionada por elremordimiento y la pena por ella.

—Sí —murmuró.—Entonces consíguelo. Hay muchos

medios. Aunque tengas que marcharte aReno.

Walter experimentó una ciertasensación de resentimiento. Pensó enJohn paralizado a su vez por el amor quesentía por su esposa, cuando ésta tuvoaquel lío con un tipo llamado Brinton.Walter hacía compañía a John todas lasnoches durante un par de meses, y al

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final John se decidió a pedir el divorcio.—Está bien —respondió Walter.Se dirigió de nuevo al hospital y vio

a Clara. Ahora tenía las uñas azuladas, ysu rostro parecía más hinchado. Sinembargo, el doctor le dijo que se notabacierta mejoría. Walter no lo creía. Sintióla angustiosa sensación de que Claramoriría.

Regresó a casa y se dispuso a tomarun baño caliente y afeitarse. Se quedódormido en la bañera, cosa que no lehabía ocurrido jamás. Lo despertóClaudia cuando fue a avisarle que lacena estaba casi lista.

—Será mejor que descanse un poco,señor Stackhouse, o volverá a caer

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enfermo —le dijo Claudia.Walter le había dicho que Clara

estaba en el hospital con un caso gravede gripe.

Mientras estaba comiendo, sonó elteléfono, y fue corriendo a cogerlo,pensando que sería del hospital.

—Hola, señor Stackhouse, aquíEllie Briess. ¿Ya está bien de la gripe?

—Oh, sí, gracias.—¿Le gustan los bulbos a su esposa?—¿Bulbos?—Bulbos de tulipán. Tengo un par

de docenas. He cenado con unsupervisor de Harridge e insistió en quelos aceptara, pero no tengo dóndeplantarlos; es una clase especial, y

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pensé que les podrían interesar austedes.

—Muchas gracias por haberpensado en nosotros.

—Puedo pasar por ahí ahora mismo,si va a estar en casa durante la próximamedia hora.

—Está bien, la espero —repusoWalter secamente.

Sintió una extraña sensación cuandodejó el teléfono. Recordaba lasacusaciones de Clara; se imaginaba susamoratados labios moviéndose pararepetírselo de nuevo, como una profecíaal borde de la muerte.

A los pocos minutos, Ellie estaba enla puerta. Llevaba en la mano una caja

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de cartón.—Aquí tiene. Si está ocupado, no

paso.—No estoy ocupado. Pase.Sostuvo la puerta abierta para que

entrara y la hizo pasar al living.—¿Quiere tomar una taza de café?—Sí, gracias. —Sacó un papel

doblado de su bolso y lo dejó sobre lamesa—. Son las instrucciones paraplantar los bulbos.

Walter la miró. Parecía mayor y mássofisticada que la última vez que la vio.Se fijó en que llevaba un preciosovestido negro y zapatos de tacón altoque la hacían más alta y esbelta.

—¿Consiguió el empleo en

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Harridge? —preguntó.—Sí. Hoy mismo. Precisamente fue

con mi futuro jefe con quien he cenado.—Espero que sea un hombre

agradable.—Es una mujer. Insistió mucho en

que aceptara los bulbos.—La felicito por el empleo.—Gracias. —Le sonrió francamente

—. Creo que me gustará el sitio.Parecía feliz, le brillaba la mirada,

quería mirarla, pero no apartaba la vistadel suelo.

Llegó Claudia trayendo en unabandeja el café y un pastel de naranjaque había preparado exclusivamentepara Walter.

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—Ya conoce a la señorita Briess, dela última fiesta, ¿verdad, Claudia? Ellie,aquí Claudia.

Cambiaron saludos y Walter se diocuenta de la satisfacción de Claudia alser presentada. Nunca la habíapresentado a nadie. A Clara no legustaba.

—¿No está su esposa en casa? —inquirió Ellie.

—No. —Walter sirviócuidadosamente el café. Era mucho másfuerte del que acostumbraba a servirClaudia cuando Clara se encontraba encasa.

Trajo una botella de coñac y doscopas. Durante unos momentos tuvo la

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embarazosa sensación de no tener nadaque decirle. Tenía conciencia de sentircierta atracción sexual hacia ella que leavergonzaba un poco.

—Su esposa trabaja mucho, ¿eh?—Sí. Le gusta trabajar mucho o no

hacer nada.Walter miró a Ellie a los ojos. La

cálida belleza de sus ojos permanecía enella; no había cambiado como el vestidoy los zapatos. Walter se quedó por unmomento indeciso, y al fin declaró:

—Ahora está enferma con un pocode gripe. Bueno, más que un poco; estáen el hospital.

—Lo siento mucho —exclamó Ellie.Walter se encontraba en un estado

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crítico. No sabía si le daría pordesmayarse, coger a Ellie entre susbrazos, o marcharse de casa parasiempre.

—¿Quiere que le ponga algo demúsica?

—No, gracias, no creo que ustedtenga ganas. —Ellie estaba sentada en elborde del sofá—. Terminaré la copa yme marcharé.

Walter observó cómo recogía elbolso y los guantes, aspiraba una últimabocanada del cigarrillo y lo apagaba enel cenicero. Luego la acompañó hasta lapuerta.

—Gracias por el café —le dijo.—Espero que vuelva por aquí.

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¿Dónde vive? —Quería saber dóndepodía encontrarla.

—En Nueva York —repuso.El corazón de Walter latía con

violencia cuando ella le dio el númerode teléfono. Él ya sabía que vivía enNueva York.

—Supongo que se trasladará pronto,¿no?

—Sí, creo que sí —sonrió contímido gesto—. Dele recuerdos a suesposa de mi parte. Buenas noches.

—Buenas noches. —Walter se quedóen el umbral de la puerta hasta que sedisipó el ruido del motor, al perderse devista el coche.

Volvió al hospital y pasó allí toda la

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noche, a ratos leyendo y a ratosdurmiendo en un banco del pasillo.

El martes por la tarde, Walterrecibió en la oficina una llamada desdeel hospital. La rutinaria y familiar vozde la enfermera tenía una buena noticiaque darle.

—La señora Stackhouse acaba desalir del coma hace quince minutos.

—¿Se pondrá bien?—Sí, se pondrá bien.Walter colgó el aparato sin preguntar

nada más. Sentía deseos de saltar hastael techo, salir corriendo y decírselo aDick, pero a Dick sólo le había dichoque Clara tenía gripe, y nadie se ponetan contento por ver curada una gripe.

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Walter hizo un esfuerzo para terminar eltrabajo que tenía entre manos. Lo realizóhumilde y pacientemente, como si fueseuna plegaria elevada al cielo por elpecador que ha sido salvado de laspenas del infierno.

Clara estaba durmiendo, se lo dijo laenfermera cuando llegó, pero lepermitieron entrar a verla. Tenía la bocacerrada. Estaría todavía muy débildurante un par de semanas, pronosticó elmédico, pero dentro de un par de díaspodría regresar a casa.

—Quisiera hablar con usted unmomento; ¿quiere pasar a mi despacho?

Walter le siguió.—Su esposa necesita tratamiento

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psiquiátrico durante algún tiempo. Eltomarse semejante dosis de píldorassupone un desequilibrio indudable.Además, en este estado el suicidio es undelito. Si no hubiera tenido la suerte dehaber caído en un hospital privado,hubiese tenido bastantes máscomplicaciones con la ley de las que hatenido.

—¿Qué quiere decir eso de «las queha tenido»?

—He tenido que informar, desdeluego. Puesto que soy sp médico, mesiento en parte responsable. Me gustarásaber que recibe asistencia psiquiátricaen cuanto salga de aquí.

—Habrá que convencerla; no le

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gustan los psiquiatras.—No me importa si le gustan o no.—Comprendido —repuso Walter.Finalizada la entrevista, Walter

llamó a John para contarle la noticia.Poco después de las diez de la

noche, Walter pudo ver cómo Claraabría los ojos. Estaba sentado junto a lacama, y se inclinó sobre ella. Esperabaque lo mirase con resentimiento porhaberla dejado aquella noche, perocuando le miró sonriendo débilmente,pensó que quizá no había recobrado todala lucidez y que no le reconocía.

—Walter —su mano se deslizó haciaél por encima de la sábana.

Walter se la cogió cariñosamente

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con ambas manos, se sentó en el bordede la cama y puso el rostro sobre lassábanas, junto a su corazón. Sentía sucuerpo cálido, de nuevo con vida. Pensóque nunca la había amado tanto.

—Walter, no me dejes nunca, no medejes —murmuró—. No me abandonesjamás.

—No, querida. —Y lo decíasinceramente.

Clara regresó a casa el jueves.Walter la llevó en brazos desde el cochea casa, porque estaba casi dormida y nopodía caminar.

—Es como pasar a la novia enbrazos por la puerta, ¿verdad? —le dijoClara cariñosamente, cuando cruzaron la

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puerta.—Sí.Walter no la había llevado nunca en

brazos hasta entonces. Cuando secasaron, a Clara le pareció un pococursi.

Claudia había llenado el dormitoriode flores, y Walter había puesto todavíamás. «Jeff» estaba recién lavado, yrecibió a Clara con caricias y ladridosde alegría, pero no tan entusiásticamentecomo Walter había esperado.

—¿Cómo se las ha arreglado con«Jeff»? —preguntó Clara a Claudia.

—«Jeff» y yo nos hemos hechobuenos amigos. ¿Quiere sentarse unpoco o desea acostarse ahora mismo?

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—Las dos cosas —dijo riendolevemente.

Walter le trajo la bata de baño, lequitó los zapatos y colgó su vestido.Luego arregló las almohadas de la cama.Clara pidió limonada con mucha azúcar,y Walter bajó para hacérsela, porqueClaudia estaba muy ocupada.

—¿A quién le has contado «esto»?—preguntó Clara, cuando Walterregresó.

—Solamente a John; a nadie más.—¿Qué has dicho en mi oficina?Walter apenas recordaba cuándo

llamaron.—Les he dicho que tenías gripe. No

te preocupes, querida; nadie lo sabe.

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—Claudia me ha dicho que EllieBriess estuvo aquí.

—Entró un momento el lunes por lanoche. Trajo también unos bulbos detulipán; ya los verás mañana. De unaclase especial, dijo ella.

—Por lo visto, no te has aburridomientras yo estaba en el hospital.

—Oh, Clara, por favor… —Leentregó el vaso de limonada—. Hadicho el doctor que tienes que bebermucho líquido.

—Tenía razón en lo de Ellie,¿verdad?

«No debo irritarme —pensó—.Mentalmente no está todavíarestablecida, su estado no es normal.»

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Luego recordó que tampoco lo era antesde tomarse las pastillas. Volvía de nuevoa la vida y la reanudaba allí donde lahabía dejado.

—Clara, hablaremos mañana; estásmuy cansada.

—¿Por qué no quieres admitir queestás enamorado de ella?

—Porque no lo estoy. —Se inclinóhacia adelante y la abrazó a medias.Ironías de la vida. La quería más quenunca, la deseaba como jamás la habíadeseado, y ahora precisamente eracuando Clara más desconfiaba de él.

—Le dije que estabas enferma;llamó anoche, preguntando cómo seguíasy le dije que estabas bien.

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—Le debió alegrar mucho.—Dormiré en mi estudio esta noche,

cariño. —Walter apretó el brazocariñosamente y se puso en pie—. Creoque descansarás mejor si duermes sola—añadió, por si lo interpretaba mal.

Sin embargo, por la forma demirarlo adivinó que, a pesar de ello, lointerpretó torcidamente.

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Durante la semana, Clara pasó la mayorparte del tiempo en cama, durmiendo aratos. Walter la llevaba a dar cortospaseos en coche por las tardes. Lecompraba chocolatinas y refrescos enlos kioskos de Benedict. Betty Ireton fuea verles dos veces. Todo el mundopareció creer la historia que les habíacontado.

Finalmente, Clara se sintió conánimo de ir al cine una tarde, y al díasiguiente anunció que iba a regresar altrabajo.

Hacía menos de dos semanas que

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había salido del hospital. La mismatarde del viernes llamó la madre deClara desde Harrisburg.

Walter oyó la fría voz de Clarasaludar a su madre sin la menorsorpresa; luego, una prolongada pausamientras su madre, según suponía él, lerogaba que le hiciera una visita.

—Bueno, si no estás enferma decuidado, ¿para qué tengo que ir? —decía Clara—. Tengo trabajo aquí, ya losabes; no puedo ir de un lado a otro.

Walter se puso en pie, inquieto, yapagó la radio. La madre de Clara no seencontraba bien. Walter lo sabía; habíatenido dos recaídas.

¿Cómo podía Clara ser tan

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insensible a la desgracia ajena, cuandoella se había visto al borde de la muertehacía escasamente doce días?

—Madre, ya te escribiré. Te va acostar un pico esta conferencia hablandotanto tiempo… Sí, madre, esta mismanoche, te lo prometo.

Walter, sin saber por qué, se puso apensar en los bulbos de tulipán que leshabía regalado Ellie.

Clara se volvió, suspirando.—Es el final para ella, el triste final.—He oído que no vas a ir.—Así es.—Bueno, yo creo que un mes fuera

no te sentaría nada mal; descansarías yno…

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—Tú sabes que no congenio con mimadre.

Walter no hizo caso. Estabaintentando eludir temas que la irritasen,y éste era uno de ellos.

—¿Dónde están los bulbos? ¿No telos enseñó Claudia? Le dije que lohiciera.

—Los he tirado —manifestó Clara,arrellanándose en el sofá y volviendo acoger el libro. Levantó la vista y miró aWalter con gesto de desafío.

—¿Es que era necesario? —inquirióWalter—. No había por qué tirar unadocena de inocentes bulbos de tulipán.

—No quiero que sus flores adornenmi jardín.

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Walter montó en cólera.—Clara, eso ha sido sencillamente

una estupidez.—Si queremos tulipanes los

compraremos nosotros —repuso Clara—. Por eso querías que fuese aHarrisburg, ¿verdad? Te hubiera gustadodesembarazarte de mí por unatemporada.

Walter estaba más próximo quenunca a soltarle una bofetada.

—Lo que estás diciendo es muydesagradable.

—Sal con ella. Llámala y ve avisitarla; la debes haber echado muchode menos durante este tiempo.

Walter se acercó a Clara y la cogió

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por la muñeca.—¡Cállate de una vez!, ¿quieres?

¡Estás histérica!—¡Suéltame!La soltó y Clara se frotó la muñeca

con expresión de dolor.—Perdona —le dijo Walter—. A

veces pienso que un buen bofetón podríaayudarte a recobrar el sentido.

—Tratamiento por «shock» —dijoella irónica—. Estoy en mi sano juicio ytú lo sabes. ¿Por qué no quieresreconocer la verdad, Walter? Haspasado alguna noche con esa chicamientras yo estaba en el hospital,¿verdad?

Walter empezó a decir algo, cuando

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de pronto pareció pensarlo mejor, diomedia vuelta y salió de la sala.

Sé dirigió a la planta baja mientrasse desabrochaba la camisa. Se desnudóa la tenue claridad que llegaba delliving y se puso unos viejos pantalonesde manila, la camisa y el suéter quesolía usar cuando hacía trabajoscaseros. Debajo del trapo de quitar elpolvo encontró unos viejos zapatos detenis. Después salió de la casa y subióal coche.

Se dirigió hacia Benedict. Temblabacomo una hoja y se sentía exhausto.Desde aquel domingo por la noche enque Clara tomó las píldoras, habíavivido en completa tensión, y ahora que

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estaba restablecida las cosas no ibanmucho mejor. ¡Qué idiota había sido alpensar que podrían empezar de nuevo!

Pasó por delante de «Three BrothersTavern». Quería ir a un bar donde nohubiera estado nunca. Encontró uno juntoa la carretera, antes de llegar aHuntington.

Entró y se sentó ante la barra. Pidióun doble de whisky y agua. Miró a sualrededor la gente que había en elestablecimiento: un par de hombres queparecían conductores de camiones, unamujer de humilde apariencia leyendo elperiódico… Ante sí tenía un vaso derepelente crema de menta. Una pareja demediana edad y de aspecto ordinario.

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Parecían algo bebidos y estabandiscutiendo. Walter, con los ojos casicerrados, escuchaba la canción queestaba puesta en el tocadiscosautomático. Quería olvidar quién era,olvidar todo lo que había pensadoaquella noche. Se miraba los pantalonesde manila mientras seguía sentado antela barra. Se incorporó un poco,apoyándose en el mostrador. Ladiscusión de la pareja se elevaba detono, hasta ahogar la música deltocadiscos.

Él tendría unos cincuenta, con unrostro que pedía a gritos un buenafeitado. Ella, rechoncha y algo sucia.Probablemente llevarían casados varios

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años, pensó Walter. Les envidiaba. Susdiscusiones eran sencillas, superficiales.Incluso cuando él contraía el rostro,irritado, en una cólera inofensiva, a florde piel. En cierto momento levantó elantebrazo con fingida dureza, como sifuera a pegarle a la mujer, pero lovolvió a bajar en seguida.

A Walter aquello le recordaba algo,aunque no sabía a ciencia cierta qué era.Nunca había pegado a Clara. Levantó elvaso cuando lo puso de nuevo sobre elmostrador, estaba vacío.

Recordó a la mujer asesinada. Sumarido no se había limitado a golpearla:la había asesinado. Pero no decían quehabía sido el marido, pensó Walter. Era

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solamente una suposición suya. Elmarido podía haber sido muy bien elautor; se habría acercado a la parada yhabría convencido a la mujer para quese separasen un poco. Walter estuvopensando si habrían descubierto algosobre el caso, y si habría pasado poralgo alguna noticia del periódicoreferente a lo mismo. De todos modos,era fácil averiguarlo. No era un caso alque los periódicos dedicaran muchoespacio. Walter se preguntaba si habríanencontrado al asesino o si sospecharíandel esposo.

—¿Se lo vuelvo a llenar? —preguntó el barman con la mano sobre elvaso.

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—No, gracias —repuso Walter—;esperaré un minuto.

Encendió otro cigarrillo y se quedómirando distraído los anaqueles debotellas y vasos.

Melchior Kimmel era librero,recordó Walter. Se preguntaba si habríaalguien capaz de determinar si unhombre era capaz de matar con sólomirar una vez. De pronto sintió grancuriosidad por Melchior Kimmel.Deseaba ir a Newark y averiguar sihabía alguna librería propiedad deMelchior Kimmel, o si había alguien querespondiera a ese nombre a quien élpudiera ver.

Walter pagó la consumición y dejó la

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propina sobre el mostrador. Dio mediavuelta y salió del local.

Aquella noche durmió en su estudio.Soñó que había ido a visitar a MelchiorKimmel a su librería, y que el talKimmel se había convertido en uno delos atlantes medio desnudos de piedragrisácea que soportaban el gran dinteldel establecimiento. Walter le reconocióen seguida, y empezó a hablarle, peroKimmel se echó a reír, agitandoespasmódicamente su pétreo vientre y senegó a contestar a todo lo que Walter lepreguntaba.

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El día siguiente era sábado. Walterestuvo durmiendo hasta después de lasnueve, y cuando bajó del estudio paradesayunar, Claudia le dijo que Clara sehabía marchado.

—Dijo que iba de compras a GardenCity —añadió Claudia— y que no sabíacuándo volvería.

—Gracias —repuso Walter.A las tres de la tarde Clara no había

regresado todavía. Walter habíaigualado el césped, después recortó lostallos altos del seto, y aún le dio tiempopara terminar el libro que le había

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prestado Dick sobre el «Código Penalde Nueva York». Se sentía inquieto y sebebió una botella de cerveza con laesperanza de atontarse un poco parahacer una ligera siesta, pero no loconsiguió. Eran ya cerca de las cuatrocuando Walter cogió el coche y sedirigió hacia Newark.

No había ningún Melchior Kimmelen la guía telefónica, pero sí una libreríaKimmel en South Hurón Street 313.Walter no había estado en Newark en suvida. Preguntó la dirección en el mismobar donde utilizó la guía. El hombre leexplicó que quedaba unas diez callesmás arriba, y le indicó el camino másrecto.

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El establecimiento se encontraba enuna calle comercial de sombrío aspecto.Walter, inconscientemente, miró hacia laentrada con esperanza de encontrar allílos atlantes, pero no había nada de eso.Solamente un par de polvorientosescaparates donde se amontonabanlibros de todas clases. Parecía unalibrería especializada en libros de textoy de segunda mano.

Walter paró el coche al otro lado dela calle y se dirigió lentamente hacia elestablecimiento. Sólo vio a un joven congafas leyendo un libro, inclinado sobreuna de las grandes mesas. En uno de losescaparates había una verdaderapirámide de textos de álgebra, y en el

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otro, una colección de novelaspopulares, esparcidas en hileras, conuna cartulina donde se leía concaracteres rojos: 89 CENTS. Walter entróen la librería.

Aquel lugar olía a papel viejo y apolvo. Estaba todo prácticamentecubierto de estantes con libros desde elsuelo hasta el techo, dos largas mesasocupando casi la mitad del local, en lascuales se veían montones de libros endesorden. Del techo colgaban dos o tresluces sin portalámparas, y en la partetrasera brillaba otra luz de más potencia.Walter se acercó lentamente. Bajo la luz,provisto de una visera verde, Walter vioa un hombre de unos cuarenta años,

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calvo, sentado ante una mesa. Walterestaba seguro de que aquel hombre eraKimmel, como si lo hubiera reconocidopor alguna fotografía vistaanteriormente.

El hombre levantó la vista y miró aWalter; su boca era grande, de labiosabultados, como hinchados. Sus ojosmenudos, protegidos con gruesas gafas,observaron a Walter durante unosmomentos; luego volvió a ocuparse delos papeles que tenía encima de la mesa.

Más allá de su mesa, la tienda seextendía todavía unos metros, yterminaba con más estanterías repletasde libros.

Walter observó que su cuerpo

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guardaba proporción con su ancho ymacizo rostro. La curva de su espalda sedibujaba voluminosa bajo su camisablanca. Por encima de sus orejasasomaban unos mechones de cabellogris, restos de su perdida cabellera.

—¿Busca algo en particular? —inquirió el hombre, apoyándose en unaesquina de la mesa para hacer girar lasilla. Su abultado labio inferior pareciócolgar un poco.

—No, gracias. ¿Le importa que echeun vistazo?

—En absoluto. —Y volvió aenfrascarse en sus papeles.

Se expresaba con la mayoramabilidad. No era la voz que esperaba

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de semejante corpachón. A pesar de suspoco agraciadas facciones, su expresiónera inteligente. Toda su teoría le parecióvenirse abajo. Tenía la apariencia de unhombre envuelto en la tragedia de haberperdido a su mujer en aquellascircunstancias. Le pareció absurdo elhaber pensado siquiera que él hubierasido capaz de matarla. De ser cierto, lapolicía ya lo habría averiguado.

Walter se paró frente a un estante enel que se leía: «POESÍA METAFÍSICA».Los libros eran viejos, la mayoría conaspecto de textos escolares. Walter viola división de Derecho y se encaminóhacia ella. Quería hablar de nuevo conaquel hombre. Miró la hilera de viejos

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volúmenes: Commentaries, un acervo deerrores, New Jersey Civil Courts 1938,New York State Bar Journal 1945,American Law Reports 1933, WightEvidence, de Moore. Walter se dirigióde nuevo hacia el hombre que estababajo la lámpara.

—¿Podría decirme si tiene un librotitulado Men Who Strecht the Law? —inquirió Walter—. Recuerdoperfectamente el titulo, pero no el autor.Creo que es Robert Miles.

—¿Men Who Strecht the Law? —repitió mientras se quedaba pensando—.¿Cuándo se publicó?

—Hace unos quince años, creo.El hombre se detuvo ante el estante

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de libros de Derecho, y fue enfocandorápidamente con una pequeña linterna,los títulos de los libros; luego apartó laprimera hilera y empezó a mirar los quehabía detrás. El estante estaba iluminadoy no había necesidad de linterna paraver los títulos, por lo que supuso que suvista no era muy buena. La luz que habíasobre el estante era potente.

—¿No será de Marvin Cudahy?Walter sabía perfectamente el

nombre, pero se sorprendió de queKimmel lo supiese también. Se tratabade un juez de Chicago, ya retirado, quehabía escrito un par de libros anodinossobre prácticas legales.

—Estoy completamente seguro de

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que no es Cudahy —repuso Walter.El hombre miró a Walter desde su

elevada posición, y éste experimentó lasensación de ser objeto de un examenpersonal que le puso algo nervioso.

—Quizá se lo pueda conseguir —dijo Kimmel—; tal vez dentro de unassemanas. ¿Quiere dejar su direcciónpara notificárselo en cuanto lo tenga?

—Gracias. —Le siguió hasta sumesa y de pronto sintió cierto temor adar sus señas, pero cuando Kimmel sequedó esperando con el lápiz en lamano, se las soltó de carretilla comosiempre hacia—: Stackhouse,Mallborough Road 49, Benedict, LongIsland.

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—Long Island —repitió Kimmelentre dientes.

—Usted es Melchior Kimmel,¿verdad? —preguntó Walter.

—Sí. —Sus pardos ojos seredujeron a un tamaño inverosímil ymiraron fijamente a Walter.

—Creo recordarle. A su esposa laasesinaron hace poco tiempo, ¿verdad?

—Sí, la mataron.Walter hizo un ademán afirmativo.—No recuerdo haber leído que

encontraran al asesino.—No, todavía siguen investigando.Walter observó que Kimmel se

sentía molesto; incluso creyó percibirque se había envarado ligeramente al

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hacerle las preguntas. Walter no sabíacómo terminar. Estrujó los guantes ensus manos, pensando en algo plausiblepara marcharse.

—¿Es que usted conocía a miesposa? —preguntó Kimmel.

—¡Oh, no!, sólo recordaba elnombre casualmente.

—Ya —repuso con su tono amable,pero sin apartar la vista del rostro deWalter. Este se quedó mirando el gruesodorso de la mano de Kimmel. Estabamoteado de pecas y sin un solo pelo. Depronto comprendió que Kimmel se habíadado cuenta de que había venidosolamente para hablar con él, movidopor alguna sórdida curiosidad. Ahora

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sabía que vivía en Long Island. Sintió unmiedo instintivo de que Kimmellevantara su manaza y de un solo golpele separara la cabeza del cuerpo.

—Celebraré que encuentren alasesino.

—Gracias —murmuró Kimmel.—Perdone la intromisión —añadió

Walter, algo confuso.—No hay ninguna intromisión. —

Kimmel pareció expresarse con lamayor sinceridad—. Muchas gracias porsus buenos deseos.

Walter se dirigió hacia la puerta yKimmel le siguió cortésmente. En losúltimos instantes, Walter pareció mássereno, desde el momento en que

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Kimmel dijo que no había molestiaalguna por su parte. Incluso le parecióposible que aquel hombre hubieramatado a su mujer. No era por sucorpulencia y brutal apariencia física, nipor la inicial agresividad de sus ojos,sino por la cordialidad que demostró aldarse cuenta de los buenos deseos deWalter y de que no se trataba de ningúnpolicía. Al llegar a la puerta, Walter sevolvió y, sin pensarlo dos veces, letendió la mano.

Kimmel se la estrechó consorprendente debilidad, y se inclinóligeramente.

—Adiós —dijo Walter—. Y muchasgracias.

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—Adiós.Walter cruzó la calle hacia su coche.

Una vez dentro, miró hacia la tienda yvio a Kimmel detrás de los cristales dela puerta de entrada. Pudo observarcómo se pasaba la mano por la calva,como la persona que se siente aliviadadespués de un estado de tensión. Luegose dirigió serenamente hacia el interiorde la librería.

Melchior Kimmel se sentó ante sumesa y se quedó mirando las estanterías.«Otro entrometido —pensó—, pero másinteligente y mejor vestido que los otros.¿O quizá era un detective?» Sus ojoscasi llegaron a cerrarse mientrasrepasaba mentalmente la conversación

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sostenida. No, se había mostradodemasiado confuso y además… ¿quéhabía averiguado? Nada. Tenía lasensación de que se trataba de unabogado, aunque no lo hubiese dicho.Kimmel cogió la nota donde habíaescrito el nombre y el libro solicitado, yla colocó en la casilla de los asuntospendientes. El gesto fue como el dequien realiza su trabajo mecánicamente.Continuó ordenando papeles y cartasque estaban amontonados sobre la mesay las fue colocando en las diversascasillas que tenía frente a él; aquelcasillero parecía tan complicado comoun cuadro de mandos. Todo su cuerpo seagitaba con los movimientos, y por un

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momento pareció concentrar su miradasobre sus gruesos brazos y manos. Antesde dejar en su sitio un pequeño libro denotas, lo abrió por una página próximaal final. Siguiendo con el dedo una línea,localizó una fecha con la indicación«véase B-2489», que era el número dela página anterior a la última notaescrita.

Había siete líneas verticales confechas, y tres, con asteriscos. Se referíana detectives que había podido reconocery que probablemente pensaron que nolos había identificado. El resto eransimples visitantes; Kimmel no le daba ala lista gran importancia.

Dio un bostezo estirando los puños y

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arqueando su voluminosa espalda;luego, apoyándose contra el respaldo desu silla de cuero, inclinó la cabeza haciaadelante y cerró los ojos. Pero no sehabía quedado dormido; estabasaboreando la deliciosa sensación desus músculos relajados, la laxitud detodo su cuerpo tras un sábado tanagitado.

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Serían las nueve cuando Walter llegó acasa. Trajo una docena de crisantemosblancos para Clara. Esta se hallabasentada en el living, repasando unospapeles de la oficina que teníadesparramados por el sofá.

—¡Hola! —le dijo—. Perdona quehaya venido un poco tarde para cenar.No sabía si estarías o no.

—No tiene importancia.—He traído esto para ti. —Y le

entregó la caja.Ella miró primero la caja; luego, a

él.

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La sonrisa de Walter se heló en suslabios.

—¿Quieres que te las ponga en unjarrón? —Su voz se hizo tensa.

—Si puedes hacerlo… —repusofríamente, como si las flores no tuvierannada que ver con ella.

Walter abrió la caja en la cocina yllenó un florero de agua. Incluso habíaescrito una dedicatoria: «A mi Clara.»La estrujó con los dedos y la tiró a lacaja vacía.

—¿Cómo se encuentra Ellie? —lepreguntó Clara, cuando volvió con lasflores al living.

Walter no contestó. Después decolocarlas sobre la mesita de té, sacó un

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cigarrillo y lo encendió.—¿Por qué no pasaste el resto de la

noche con ella?«Es una buena idea», pensó Walter,

pero continuó con los dientes apretados,mordiéndose ligeramente los labios. Sefue a la cocina, se lavó rostro y manosen el fregadero y se secó con una toallade papel. Después, se dirigió al hall yfue hacia la puerta. Clara le dijo algocuando salía, pero él no hizo caso ysubió a su coche.

Se detuvo en la «Three BrothersTavern» para ver si encontraba Bill o aJoel. Le hubiera gustado echar un tragocon ellos. No estaban. Saludó al barmany se fue. Se dirigió a Manhattan y buscó

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en la guía el teléfono de Ellie Briess.Había una Ellen Briess y Elspeth Briess.La dirección de Elspeth le pareció másaproximada. Cuando llamó, el operadorle informó de que el número había sidocambiado. Le dio un número de Lennert,Long Island.

Contestó Ellie. Le dijo que se habíatrasladado aquel mismo día.

—¿Qué está haciendo? —preguntó—. ¿Ha cenado ya?

—Ni siquiera he pensado en ello.Tuve que quedarme en el colegio hastalas cuatro, y los mozos de la mudanzame lo han dejado todo por medio.Perdone si no puedo acompañarle acenar.

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A pesar de ello, su voz se hizo tancordial que Walter sonrió.

—¿Quiere que la ayude? —propuso—. Si quiere, voy por ahí; no estoy muylejos.

—Bueno, si no le asustan las cosasdesordenadas…

—¿Cuál es su dirección?—Brooklyn Street, 187; el timbre

está abajo.Walter volvió al coche. Llegó a la

casa y pulsó el botón del timbre. Cuandooyó el zumbido indicador de que lapuerta estaba abierta, la empujó, y subiólos escalones de dos en dos. Bajo elbrazo llevaba una botella de champaña,y en la otra mano un paquete.

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Ellie estaba en la puerta abierta delsegundo piso.

—¡Hola! —dijo—. Bienvenido.Walter se quedó parado ante ella, un

poco nervioso. Luego le entregó elpaquete.

—He traído unos bocadillos.—¡Gracias! Pase…, pero dudo que

encuentre dónde sentarse.Walter pasó al interior. Era una

amplia y única habitación, con dosventanas a una calle, lateral y en la partetrasera del hall que conducía a la cocinay baño. Miró a su alrededor la serie demaletas y cajas que estabandesparramadas por el suelo. Había dosfundas de violín; una, vieja, y la otra,

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recientemente adquirida, al parecer. Élla siguió hasta la cocina.

—Y esto —añadió, mostrándole labotella de champaña—. No está fría. Enla tienda donde la compré el frigoríficoestaba estropeado.

—¿Champaña? ¿Qué es lo quevamos a celebrar?

—El nuevo apartamento.Ellie cogió la botella y la observó

con satisfacción. No tenían nada que lespudiera servir de cubo. Cogió una toallade una de las cajas que había en elliving y envolvió la botella con varioscubitos de hielo.

—¿Quiere tomar un whisky mientrasesperamos que se enfríe?

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—Estupendo.—¿Y un bocadillo? Los ha traído

muy buenos. De pavo, ¿verdad?—Trufas.—Trufas —repitió ella.—¿Le gustan?—Me encantan. —Sacó varios

platos que tenía envueltos en periódicos.Llevaba blusa, falda y estaba sinmaquillar—. Me alegro de tenercompañía. Me gusta tomar algo cuandohago o deshago el equipaje, y medeprime hacerlo sola.

—Le puedo ayudar a beber y adesempaquetar sus cosas también.¿Quiere que haga algo?

—Quiero que lo olvide, por unos

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momentos. —Le ofreció un plato yWalter cogió un bocadillo.

Se llevaron la bebida y bocadillos alliving, y como no había mesa lo dejaronen el suelo. Ellie sacó un paquete delibros de música.

—¿Le gusta Scarlatti?—Sí, al piano. Tengo algunas

obras…—Es magnífico, yo lo interpreto al

violín.Walter sonrió ligeramente, dejó las

maletas en el suelo y se sentaron en elsofá. Sentía como si antes hubieraestado allí, y como si al poco rato determinarse los whiskys tuvieran queempezar a hacerse el amor, como tantas

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otras veces.Ellie le habló de una señora llamada

Irma Gartner que la iba a echar muchode menos. Vivía en Nueva York ydependía de ella para cambiarle loslibros de música cada quince días. IrmaGartner tenía unos sesenta y cinco añosy estaba inválida. También tocaba elviolín.

—Lo hace bastante bien —dijo Ellie—. Si no fuera mujer, le hubiera sidofácil conseguir un puesto en algunaorquesta de cuerda de las que actúan encasinos y restaurantes, pero nadie quierecontratar a una mujer a esa edad. Eslamentable, ¿verdad?

Walter trató de imaginarse a Clara

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cuidándose de alguien, visitando uocupándose de algunas personas porcaridad. Le fue imposible.

Se notaba la suave curva de loshombros de Ellie bajo su blusa blanca.Sintió deseos de rodearlos con susbrazos. ¿Y si lo hacía? ¿Respondería ono? Al menos, si lo rechazaba, ya nosentiría la torturante idea de volverla aver.

Walter puso el brazo sobre elrespaldo del sofá y lo fue bajando pocoa poco hasta sus hombros. Ella se lequedó mirando y luego apoyó la cabezasobre él. Un ramalazo de deseo sacudióel cuerpo de Walter. Ellie volvió lacabeza hacia él y se besaron. Fue un

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beso largo. De pronto, Ellie se soltó y sepuso en pie.

Desde el centro de la habitación sevolvió sonriendo, un poco confusa.«¿Hasta dónde va llegar esto?», pensó.

Walter se dirigió hacia ella, pero lavio un poco asustada, o más bienmolesta, y no siguió adelante.

Ellie se dirigió lentamente a lacocina. Walter veía dibujarse su cuerpobajo el vestido, joven y fuerte, con eldoble atractivo de su pretendidaindiferencia.

Ella salió con la botella dechampaña.

—Con hielo en el vaso irá bien. ¿Teimporta que te ponga un poco?

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—En absoluto.Lo volvió a mirar con su tímida

expresión.—No voy vestida para tomar

champaña. ¿Quieres esperar unosminutos? Aquí tienes los vasos; todaslas copas que tengo están pasadas demoda.

Después de darle los vasos, sedirigió hacia el living y cogió algoblanco de una de las maletas; luegodesapareció en el cuarto de baño.

Walter oyó el chapoteo de la ducha.Puso el hielo en los vasos y los colocójunto con, la botella encima de unamaleta cerrada. La ducha siguióoyéndose durante bastante tiempo, y

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Walter se dispuso a servirse otrowhisky, pero no llegó a hacerlo.

Ellie salió con un grueso albornozblanco de tejido trenzado y con los piesdescalzos.

—Debería ponerme el mejor vestido—dijo ella mirando en una maleta.

—No te pongas nada; más bienpreferiría que te lo quitaras.

Ella fingió no oír la últimaindicación, lo que le resultó a Waltermás excitante todavía.

—Abre la botella —dijo Ellie. Y sesentó en el suelo junto a la maleta,apoyándose contra el sofá.

Walter descorchó la botella.Brindaron en silencio. Había apagado la

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luz de la cocina. Ellie tenía los piesbonitos, pequeños, y morenos como laspiernas. Walter sirvió más champaña.

—No está mal, ¿verdad?—No, no está mal —repitió ella.

Inclinó la cabeza hacia atrás,apoyándola sobre el sofá—. ¡Esmaravilloso! Hay veces que me gusta eldesorden y esta noche es una de ellas.

Walter se levantó y extendió unamanta verde sobre el suelo.

—¿No te parece que el suelo estámuy duro? —preguntó.

El champaña empezaba a surtir susefectos. Walter se sentó junto a ella yempezó a acariciarla delicadamente.Sentía el suave contacto de su cuerpo

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bajo el albornoz. Se besaron larga yapasionadamente. Walter deseabadecirle «te quiero», pero se quedócontemplándola en silencio.

Ellie abrió los ojos y se quedómirándolo también.

Walter sirvió el champaña quequedaba, encendió un cigarrillo, quecompartió con día.

—¿Qué hora es? —preguntó Ellie.Sintió rabia de llevar puesto el reloj

de pulsera.—Las dos menos cinco solamente.—¡Solamente! —Se levantó y puso

la radio más baja. Luego volvió y,arrodillándose ante él, lo besó en lafrente.

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Walter no quería pasar allí la noche,aunque comprendía que ella lo deseaba.

—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó.

Ellie lo miró, y, de la forma en quelo hizo, Walter comprendió que se sentíadefraudada por su marcha.

—No me gusta hacer planes.—¿Puedo ayudarte en algo?—¿Qué quieres decir?—Encargos para tu nuevo

apartamento.Ellie se echó a reír. Estaba apoyada

contra una caja vacía, y Walter podíadistinguir el brillo de sus ojos azules ala tenue luz de la cocina. Sonreían y semiraban como dos enamorados.

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—Quizá nunca llegue a ordenarlodel todo; me gusta un poco el desorden.

Walter se dirigió lentamente haciaella:

—Te llamaré.—Gracias —murmuró ella.Sonriendo, la cogió por la muñeca y

la atrajo hacia si. La besó de nuevofogosamente. Luego, como haciendo ungran sacrificio, abrió la puerta.

—Buenas noches —dijoprecipitadamente, y salió del aposento.

Bajando la escalera, experimentóuna sensación nueva. Mayor agilidad ensus músculos, una alegría y vitalidaddurante mucho tiempo desconocidas enél.

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Al entrar en la habitación, despertó aClara.

—¿Dónde has estado? —le preguntóella, medio dormida.

—Bebiendo con Bill Ireton. —No leimportaba que averiguase la verdad.

Evidentemente, Clara se había,vuelto a dormir, porque no volvió apreguntarle nada más.

Walter llamó a Ellie el lunes por lamañana y le pidió que saliese a cenarcon él. A Clara pensaba decirle quetenía una cita con John en Nueva York.No regresaría a casa después deltrabajo, pero Ellie le dijo que tenía queensayar toda la tarde sin falta, porquetenía una nueva selección de música

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para clase.A Walter le pareció notar cierta

frialdad en la voz de Ellie. Quizá habríadecidido cortar sus relaciones y ya noquería volverlo a ver.

Durante la hora de la comida dellunes, Walter fue a la biblioteca públicay se puso a buscar el caso de la señoraKimmel en los periódicos de Newarkdel mes de agosto. Llevaban una foto dela víctima. Parecía gruesa y morena,pero el rostro se hallaba oculto y pocopodía verse, excepto su vestidoveraniego, manchado de sangre y mediocubierto con una sábana. Walter sentíacuriosidad por conocer la coartada deKimmel. Sólo encontró unas

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declaraciones repetidas de distintasformas: «Melchior Kimmel hizo constarque la noche del crimen estaba enNewark, y que había ido al cine a lasesión de 8 a 10 de la noche.» Waltercomprobó que había un testigo queconfirmaba la declaración.

Pero el asesino aún no había sidodescubierto. Walter continuó mirandolos periódicos de Newark de variosdías, siguiendo el caso, pero no habíaninguna pista. Salió de la bibliotecafrustrado y casi irritado.

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—Voy a verte —le dijo Walter—,aunque sólo sean unos minutos.

Ellie, finalmente, accedió.Walter se dirigió a toda prisa hacia

Lennert; eran sólo las siete. Claracenaba fuera, con los Philpott, según lehabía dicho Claudia. Esperaba que Ellietuviese libre toda la tarde. Oyó el violíndesde la acera junto a la casa. Esperó unmomento a que terminara unos acordes,y luego pulsó el timbre. A continuación,oyó el zumbido indicando que la puertaestaba abierta.

Ellie se encontraba en la puerta,

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como la vez anterior. Walter se dispusoa besarla, pero ella le dijo:

—¿Te importa que salgamos fuera?—Desde luego que no.El apartamento estaba cambiado por

completo: en el suelo había un felpudocolor rosa; en la pared, varios cuadroscolgados, y los libros en sus estantes.Solamente unos cuantos libros demúsica seguían desparramados.Coronando el montón, estaban los deScarlatti, como recordándole la nocheanterior.

Ellie salió de su habitación con elabrigo. Decidieron ir al «Oíd MillhouseInn», junto a Huntington, porque allí noera probable que encontraran a nadie

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conocido.En el coche, Ellie le habló de sus

clases. Walter sentía que se encontraba agran distancia de él, como si no lehubiera echado de menos en absoluto.

Pidieron primero unos martinis.Walter hubiera preferido tomarlos en ellugar más apartado del bar, pero habíasido invadido por un grupo demuchachos pertenecientes, por lo visto,a algún club. Hablaban tan alto que seles oía perfectamente desde dondeestaban ellos. Ellie se quedó callada.Parecía confusa ante él.

—Te quiero, Ellie —le dijo.—No, tú no me quieres. Yo a ti, sí.Sus palabras le llegaron al alma. Se

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sintió dolido como un adolescente.—¿Por qué dices que no te quiero?—Porque lo sé. No volveré a hacer

lo de la otra noche hasta que me quieras.Quizá lo hice solamente parademostrarte mi fortaleza.

—¡Por Dios, Ellie! —exclamóWalter frunciendo el ceño—. Resultamuy complicado eso. Parecen sutilezasde mentalidad eslava.

—Cierto. Yo soy medio rusa —repuso sonriendo—. ¿Te he habladodemasiado crudamente? Tú no mequieres; sólo sientes atracción por míporque soy diferente a tu esposa. Tienesproblemas con tu mujer y por eso vienesa mí. ¿No es así? —Hablaba en voz tan

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baja que Walter tenía que esforzarsepara oírla—. Pero no soy tan alocadacomo para tener relaciones con unhombre casado…, aunque estéenamorada de él.

—Ellie, yo puedo quererte más quea ninguna mujer en el mundo. ¡Te quiero!

—Pero ¿qué solución piensasencontrar? Yo creo que ninguna. —Nohabía resentimiento en su voz. Lo dijocomo confirmando un hecho ya sabido.

—¿Cómo lo sabes?—Bueno, en realidad no lo sé. Quizá

esté equivocada.Era su seriedad lo que le

desconcertaba. Walter se dio cuenta deque no tenía ninguna idea definida, y

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acaso tampoco ningún sentimiento. Porun momento, se vio desde fuera tal comolo veía ella, y se sintió avergonzado.

—Te conozco poco, pero creo que losuficiente para quererte —le dijo Ellie—. Creo que eres una persona fuerte yde honrados principios, y creo tambiénque me enamoré de ti desde la primeravez que nos vimos.

Walter se preguntaba si él podríadecir lo mismo.

—No he tenido una vida muyplácida —continuó Ellie—. Mi padreera un borracho, y murió cuando yo teníadieciséis años. Tenía que mantener a mimadre, porque mi hermano era tan inútilcomo lo había sido mi padre. Mi madre

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me puso Elspeth porque le parecía unnombre bonito. Es la única cosa que yorecuerde haber conseguido de mi padre.La única pasión que he tenido siempreha sido la música. He tenido relacionesdos veces antes de ahora, sinimportancia, no como contigo. —Sonrió.Parecía más joven, mucho más jovenque su voz—. Me gusta la seguridad, unhogar, hijos…

—Y a mí también —le interrumpióWalter.

—Y un hombre a quien querer.Quiero algo definido. Ha sido una suerteel enamorarme de ti, ¿verdad?

—Te comprendo perfectamente.Comprendo todo lo que estás diciendo.

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—Walter se quedó mirando el coloroscuro de la mesa—. No te había dichoque estoy tratando de conseguir eldivorcio lo antes posible. Desde luego,no puedo seguir con ella. Eso quedapatente para todo el mundo que viene acasa. Quiero conseguirlo tan prontocomo pueda.

Lo decía con toda sinceridad. Pero¿deseaba realmente casarse con Ellie?Sabía que no podía contestar de formadefinitiva a la pregunta, y eso es lo quele hacía demorar con explicaciones larespuesta concreta.

—¿Cuándo? —preguntó ella.—Es cuestión de unas semanas.

Entonces, si aún seguimos

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queriéndonos…—Yo, dentro de unas semanas,

seguiré queriéndote. Eres tú el que duda.—Encendió un cigarrillo—. Creo queserá mejor que no vuelvas a verme hastaque no lo sepas seguro.

—¿Que te quiero?—Lo del divorcio.—De acuerdo —murmuró Walter.—Te quiero mucho… ¿No lo

comprendes? No debiera decírtelo, perome gusta hasta estar cerca de ti…, y esoes lo que he hecho, pero no me verásnunca rondando por Marlborough Road.

Walter se quedó mirando elencendedor.

—¿Te importa que me marche a

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casa? Creo que ya no tenemos nada másque hablar.

—Bueno —rezongó Walter. Volvióla cabeza buscando al camarero con lamirada.

Cuando salieron del bar, el gruposeguía gritando.

Eran sólo las 9.15 cuando Walterllegó a casa. Clara estaba en la camaleyendo. Walter le preguntó qué tal habíapasado la tarde con dos Philpott.

—No los he visto —repuso Claracon aquel tono peculiar con el que ellasolía empezar casi siempre todas susdiscusiones.

Walter se la quedó mirando.—¿Que no has ido?

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—He visto tu coche frente alapartamento de Ellie Briess esta noche—le dijo.

—¿Así que sabes incluso dóndevive?

—Hice lo posible por averiguarlo.Walter se dio cuenta de que tuvo que

pasarse un buen rato de paciente espera,porque no había permanecido ni cincominutos aparcado frente al apartamentode Ellie.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Por qué note divorcias alegando adulterio?

Abrió tranquilamente un paquete decigarrillos, pero su corazón le latía conviolencia, porque por primera vez sesentía culpable de lo que le había estado

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acusando durante tanto tiempo.—Porque espero que se te pase —

repuso ella.Estaba apoyada sobre la almohada;

su cabeza y hombros permanecíanrígidos, y su boca apretada formaba casiuna línea recta. Por unos momentos aWalter le pareció varios años más vieja.Clara levantó el brazo hacia él.

—Querido, ven aquí —le dijo convoz que a Walter le resultó repulsiva,por su fingido tono de afecto.

Walter se dio cuenta de que queríaque la besara; incluso llegar más lejos.

Le había ocurrido ya un par de vecesdesde que salió del hospital.

Le reñía y acusaba acerbamente

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durante el día, y trataba de enmendar lascosas de noche con amorosasdemostraciones.

La primera vez que Walter respondióa sus caricias, sufrió tal coacción porparte de ella, que le resultó francamentemuy desagradable.

—¿Por qué no resolvemos estoahora? —apremió—. Lo deseo y nopuedo esperar más tiempo.

—¿Qué hay que resolver?—Quiero el divorcio, Clara, y esta

vez no pido tu parecer; te lo advierto. Yno es por causa de Ellie, también te lodigo.

—Hace seis semanas me dijiste queme querías.

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—Fue un error por mi parte.—¿Quieres estrechar a otra mujer en

tus brazos?—No voy a estar de niñera tuya toda

la vida. Si no consientes en el divorcio,me iré a Reno y lo conseguiré allí.

—¡Reno! —exclamó Clara.Walter se quedó mirándola;

probablemente no le creía, pensó.

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Ellie le había ayudado a planearlo todoy le estaba esperando no lejos de allí. Elautobús había parado, y podía ver a lospasajeros bajar de uno en uno. Entreellos distinguió a Clara con algo en lamano, como si fuera una pequeña mantapara las rodillas. Walter se acercó a ellarápidamente.

—¡Clara!Ella no pareció muy sorprendida al

verlo.—Quiero hablar contigo —le dijo

—. Nos despedimos tan enfadados…Ella murmuró algo como

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resistiéndose, pero lo siguió.Walter la condujo carretera adelante.—Un poco más allá, donde podamos

hablar sin estorbos —le dijo Walter.Se acercaron a una densa arboleda

que él había elegido de antemano.—No deberíamos alejarnos más; el

autobús sale dentro de diez minutos —arguyó Clara, pero sin la menoransiedad.

Walter saltó sobre ella y le rodeó lagarganta con ambas manos. La arrastróbajo unos espesos arbustos, pero tuvoque poner en juego todas sus fuerzas,porque por un momento parecióvolverse extraordinariamente pesada,más pesada que un hombre, y se

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agarraba con todas sus fuerzas a losarbustos. Walter siguió apretando. Sugarganta empezó a retorcerse y aendurecerse como una cuerda. Comenzóa temer que no pudiera matarla.Entonces se dio cuenta de que habíadejado de forcejear. Estaba muerta.Apartó las manos de su rígido cuello, seirguió y la tapó con su pequeña manta.«Jeff» estaba allí, ladrando yjugueteando como siempre. CuandoWalter salió de la arboleda, el perro lesiguió.

Ellie estaba esperándole fuera, en lacarretera, en el lugar exacto que habíanacordado. Walter le hizo un gesto comoindicándole que ya estaba todo

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consumado, y Ellie sonrió aliviada. Locogió del brazo mientras lo miraba conadmiración. Ellie iba a decirle algo,cuando sonó una explosión enfrentemismo de ellos, como una bomba o uncoche al estrellarse. Empezó a salir unhumo gris como una nube, que lo fueenvolviendo todo.

—¡El puente está roto! —exclamóWalter—. ¡Ya no podemos seguiradelante!

Pero Ellie siguió caminando. Él tratóde cogerla por detrás, pero ella siguiósin él.

Walter se encontró boca abajo,tratando de levantarse con ayuda de lasmanos. Se volvió con la cabeza hecha un

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torbellino. ¿Era Ellie la que estaba allíacostada? Se quedó mirando hasta quedistinguió claramente el pequeño rostrode Clara. Estaba acostada con la cabezavuelta hacia él.

—¿Qué estabas soñando? —lepreguntó con voz reposada y marcadointerés, como si hiciera algún tiempoque estuviera despierta.

Walter se creyó descubierto.—Nada. Una pesadilla.—¿Sobre qué?—Sobre… no me acuerdo —

murmuró.Se volvió a acostar, dándole la

espalda a Clara. ¿Hablaría en voz alta?Se quedó rígido, esperando que ella le

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preguntase algo más, o escuchar el débilsonido de su respiración indicando quese había dormido. Pero no oyó. Sintiólas gruesas gotas de sudor correrle porla espalda. Cogió con rabia la punta delembozo y lo estrujó entre sus manosempapadas de sudor.

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Llamó a Ellie desde la «Three BrothersTavern».

—¿Estás sola? —preguntó.Por su tono al contestar a su llamada

pareció comprender que tenía compañía.—No. No estoy sola —repuso,

bajando la voz.—¿Peter?—No. Es una amiga.Walter se la imaginaba de pie junto

al teléfono, en el hall, de espaldas a lapuerta del living.

—Quería decirte que el sábadopróximo me marcho a Reno. Estaré seis

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semanas. Es el único medio deconseguirlo. —Esperó un momento, peroella no dijo nada. Walter sonrió—.¿Cómo te encuentras, querida?

—Perfectamente.—¿Has pensado en mí?—Sí.—¡Te quiero! —exclamó Walter.Siguió un momento de silencio.—Si sigues pensando lo mismo,

dentro de un par de meses estaré aquí.—Seguiré —prometió Ellie, y colgó

el teléfono.Clara se encontró con él al salir de

casa.—¿Te has enterado de lo que me ha

ocurrido? He tenido un choque. ¡El

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coche está destrozado!Walter dejó la cartera encima de la

mesita del hall y se quedó mirando aClara, que estaba temblorosa. No le vioninguna señal de herida. Le puso elbrazo sobre los hombros y se la llevó alsofá del living. Era la primera vez quela tocaba en varios días.

Le dijo que un camión se le habíaechado encima cuando iba marcha atráspara salir de un camino vecinal junto aOyster Bay. No iba a más de treintakilómetros, pero no había visto alcamión a causa de los árboles, y éltampoco había hecho ninguna señal.

—El coche está asegurado —le dijoWalter, mientras le servía una copa—.

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¿Qué daños tiene?—Toda la parte delantera

estropeada. ¡Casi me dio la vuelta! —Apartó con la mano a «Jeff», que laestaba importunando con sus caricias.Luego se inclinó y le pasó la mano porel lomo nerviosamente.

Walter le dio la copa de coñac.—Tómate esto: te calmará.—¡No quiero calmarme! —gritó,

levantándose. Y se dirigió hacia lashabitaciones superiores, llevándose elpañuelo a la nariz.

Walter se sirvió un whisky con soda.Al levantar el vaso, le tembló la mano.Se imaginaba el impacto que habríahecho en Clara. Siempre había

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blasonado de no haber tenido ningúnaccidente. Walter se subió el whiskyarriba. Clara estaba en su dormitorio,recostada en la cama, llorando todavía.

—A todo el mundo le ocurrenaccidentes alguna vez —le dijo él—. Notienes por qué darle tanta importancia.Los Philpott te podrán facilitar un cochecon chófer, supongo yo. Durante algunosdías no te convendrá conducir.

—No creo que te importe muchocómo me encuentro. ¿Por qué te marchasa pasar la tarde con Ellie? ¡No creo quete guste venir a a casa a ver a una mujera quien odias!

Walter apretó los dientes y se fue denuevo abajo. Sabía que Clara estaba

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pensando que pasaba con Ellie todas lastardes que salía de casa. Tenía quemarcharse, pero la verdad era que teníamiedo de que Clara hiciese algunabarbaridad: prender fuego a la casa yquemarse ella dentro, o algo por elestilo. No podía permitir que leocurriera nada; se sentía responsable deella.

Claudia entró en la sala.—¿Están dispuestos usted y su

esposa para cenar?Aquélla no era la forma en que

Claudia acostumbraba anunciar lacomida. Walter adivinó que habría oídolos gritos de Clara.

—Sí, Claudia, ahora iré a llamarla.

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Mientras estaban desayunando se oyó eltimbre de la puerta. Claudia seencontraba en la cocina. Se levantóWalter. Traían un telegrama para Clara.Tuvo el presentimiento de que se tratabade la madre de Clara.

Esta lo leyó rápidamente.—Mi madre se está muriendo —dijo

—. Es del médico que la asiste.Walter volvió a coger el telegrama.

Su madre había sufrido un nuevo ataque,y no esperaban que viviese más detreinta y seis horas.

—Será mejor que te marches en

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avión —sugirió.Clara apartó la silla y se puso en

pie.—Tú sabes que no quiero viajar en

avión.Walter lo sabía. Tenía miedo de

volar.—Pero tendrás que ir. —Walter la

siguió hasta el hall. Aquella mañanatenía que salir temprano para resolverun asunto antes de las nueve.

—Desde luego. Tengo que arreglarciertos asuntos financieros que ella haolvidado durante todos estos años —dijo Clara con expresión de enojo.

Recogió varios papeles de la mesadel hall, y los puso en una cartera que

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llevaba siempre.—Es una lástima que tu coche esté

estropeado —le dijo Walter.—Sí, me costará un pico la cosa.Walter sonrió ligeramente.—¿Quieres llevarte el mío?—Lo necesitarás tú.—Solamente hoy y mañana. El

sábado ya no me hará falta.Walter pensaba salir en avión para

Nevada el sábado por la mañana.—Quédate con tu coche —repuso

Clara.Walter encendió un cigarrillo.—¿Cuándo esperas salir?—Esta tarde a última hora. Tengo

algunos asuntos pendientes en la oficina

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que tengo que dejar resueltos a pesar delestado de mi madre.

—Vendré a verte —anunció Walter—. ¿A qué hora quieres que venga?

—¿Para qué?—Para estar aquí cuando salgas;

quizá me necesites para algo —respondió él, impaciente. Se sentíamolesto consigo mismo. ¿Por qué teníaque ayudarla?

—Bueno, puedes hacerlo, si quieres,sobre las tres. —Miró por la ventana elenorme Packard de los Philpott que seacercaba.

—Ahí está Roger. ¡Tengo que salir,Claudia! Claudia, ¿quiere dejarmealgunas cosas encima de la cama? El

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vestido gris y el verde para ponerlos enla maleta. Estaré de vuelta a las tres olas cuatro. —Dicho esto, se dirigiórápidamente hacia la puerta.

Walter llamó a Clara a su oficina.Ella le dijo que iba en autobús, y quesaldría a las 5.30 de la terminal, en lacalle 34.

—¿En autobús? —exclamó Walter—. Llegarás agotada, Clara; son muchashoras.

—Sólo son cinco horas hastaHarrisburg. El horario de trenes nocoincide. Tengo que marcharme, Walter;he de comer en Locust Valley a las docey media. Adiós.

Walter colgó el teléfono muy

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irritado. Se aflojó el cuello de la camisay oyó el botón saltar un par de vecessobre el suelo.

Iría allí para despedirla, pero lesublevaba la idea de rendirle estacortesía. Desde luego, antes demarcharse quería preguntarle algunascosas que tenía pensadas. Qué iba ahacer con la casa, por ejemplo. Era deella, desde luego. ¿Y qué le importaba,después de todo? ¿No era una mujer másque capaz de cuidar de sí misma?

Se subió la corbata para sujetarse elcuello de la camisa, y después se pasóel peine por el enmarañado cabello.Llamó a Joan, su secretaria, para quecontestara algunas cartas, pero no

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respondió. En aquel momento se acordóde que era la hora de la comida, y sepuso él mismo a contestarlas. Al pocorato entró Joan con dos bolsas de papel.

—Le traje algo para comer —le dijo—, porque no creo que haya comidonada todavía. Es mi buena obra de hoy.

—Muchas gracias —repuso Waltersorprendido. No había visto a Joan tenerningún detalle de ese tipo hastaentonces. Se metió la mano en elbolsillo.

—Permita, al menos, que se lopague.

—No. Tiene que aceptarlo con esacondición.

Sacó un bocadillo y un termo con

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café, y los dejó encima de la mesa.—Señor Stackhouse, no sé lo que ha

podido pasar entre usted y el señorCross, pero quiero decirle que si piensadejar la firma y establecerse por sucuenta, desearía seguir trabajando conusted.

Las palabras de Joan leimpresionaron. La empresa habíaaccedido gustosa a concederle seissemanas de permiso. Walter imaginabaque Cross le diría algo a Dick durante suausencia. Seguramente, sabría que él yJensen planeaban dejar la firma, y Crosstambién le había dicho el día anteriorque estaba satisfecho de su trabajo.

—Seguramente habrá algún cambio

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—le dijo Walter—. En realidad, lodeseo. Joan, si no vuelvo, ya me pondréen contacto con usted.

—¡Estupendo! —exclamó Joan,sonriendo.

—Pero no diga una palabra en laoficina, por favor.

—Desde luego que no. Y usted tengatambién cuidado, señor Stackhouse.

Walter sonrió.—Gracias.Tan pronto como Dick regresó de

comer, fue a preguntarle qué sabía Crossde sus planes para dejar la firma. Dickle dijo que Cross se había mostradodescontento por su trabajo. Habíaobservado en él cierta falta de

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entusiasmo. Dick le instó a quetrabajaran juntos durante el tiempo queles quedara de permanencia en la casa.

—No me importa si no le vuelvo aver después de pasado mañana —le dijoWalter.

Dick frunció el ceño.Walter se marchó.A las 5.15 estaba en la estación

terminal del autobús. Vio a Clarainmediatamente; estaba parada ante elpuesto de periódicos. Iba con su nuevotraje sastre, color verde.

—Una cosa más —le dijo Clara encuanto lo vio—, el coche estará listomañana y… no pagues un centavo por elcromado del parachoques delantero; va

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incluido en el presupuesto. El del tallertrató de convencerme de que no.

Walter le cogió su maleta azul. Clarase dirigió a una ventanilla parapreguntar algo. Walter la esperó y laestuvo contemplando.

—¿Cuánto tiempo esperas estar enHarrisburg? —le preguntó al regresar.

—El sábado, o quizá mañana por lanoche, volveré. —Clara se le quedómirando. Se lo dijo casi sonriendo, perohabía brillo de lágrimas en sus ojos.

—¿Y si muere? —preguntó Walter—, ¿no vas a quedarte al funeral?

—No. —Clara permaneció unmomento en equilibrio sobre uno de susfinos tacones, mientras se quitaba un

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trocito de papel que se le había pegadoen el otro. Levantó instintivamente lamano para que Walter la sostuviera,cosa que éste hizo.

Experimentó una extraña sensaciónal tomarle la mano. No sabía definir siera de placer o de odio. Una mezcla dedesesperanza y ternura que Walterrechazó tan pronto llegó a su mente.Sintió un primer impulso de estrecharlaen sus brazos, y luego de apartarla de sulado.

—Y esto —continuó Claraentregándole un papel doblado que sacódel bolsillo de la chaqueta—.Seguramente mañana llamarán dospersonas. Telefonea a la señora Philpott

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y dale los números. Ella ya sabe lo quetiene que hacer.

Se quedó mirando al suelo mientrasse ponía uno de sus finos guantes decabritilla, y Walter vio caer una lágrimasobre el guante.

Walter siguió observándola,pensando si estaba realmente apenadapor el estado de su j madre o si habíaalgo más.

—Llámame cuando llegues. A lahora que sea.

—Estás deseando poder pasarcuarenta y ocho horas sin mí, ¿verdad?¿Por qué no te llevas a Ellie a Reno? —Clara se le quedó mirando fijamente conmaligna sonrisa, como si lo tuviese todo

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planeado y estuviese convencida de quenunca conseguiría vivir con Ellie, quejamás podría existir la felicidad para élen la tierra.

Walter la siguió con la maletamientras se dirigían hacia los autobuses.Por un momento se quedó mirando el asade la maleta. Hubiera deseado tener elsuficiente valor para romperle la maletaen la cabeza. La dejó junto a las otrasque iban a ser cargadas en el autobús deNueva York-Pittsburg.

—No pareces muy feliz —le dijoella, casi sonriente.

Walter la miró sonriendoforzadamente. Si la odiara losuficiente…

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—¿Dónde tiene la próxima parada tuautobús? —preguntó.

—¿La próxima parada? No lo sé.Probablemente, no se detendrá más queen Allentown. —Miró a su alrededorcon la misma diabólica sonrisa de antes—. Creo que es cosa de subir.

Remontó los escalones de acceso.Walter la vio avanzar por el pasillobuscando su asiento, que estaba en laparte trasera, y no junto a la ventanilla.Miró hacia fuera sonriendo, y lo saludócon la mano. Walter levantó ligeramentela mano y correspondió a su saludo.Luego miró el reloj. Faltaban cincominutos para que el coche saliera. Diobruscamente media vuelta y se dirigió a

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la sala de espera. Sintió de pronto lanecesidad de beber algo, pero pasó delargo junto al bar y se encaminó hacia elexterior.

Había aparcado el coche un par decalles más abajo. Volvió sobre sus pasoshasta el coche junto a la estación. Lacalle estaba congestionada de tráfico.Había un autobús dando la vuelta a laesquina; Walter no pudo determinar siera el de Clara o no. Tranquilamente,avanzó entre el abundante tráfico yvolvió a pararse. Encendió un cigarrillo.

El autobús de Nueva York-Pittsburgentró en la Décima Avenida casi frente aél; incluso llegó a ver por un momento aClara.

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Cuando cambió la luz del semáforo,Walter torció a la derecha y siguió alautobús calle abajo, hacia el HollandTunnel. Fue siguiéndole a través deltúnel.

«Lo seguiré hasta Newark, y allídaré la vuelta.» Pensó entonces enMelchior Kimmel; quizá pasara por sutienda; debía estar todavía abierta, y sulibro probablemente ya habría llegado.

Pero siguió tras la voluminosasilueta del autobús a través de Newark.Sintió una rabiosa impaciencia cuandolo detuvo la luz roja de un semáforo, y elautobús desapareció de su vista al dar lavuelta a una esquina.

«Encenderé un cigarrillo y en cuanto

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me lo termine regresaré», pensó Walter.Finalmente, el autobús enfiló una de

las grandes autopistas, fuera ya de laciudad, y Walter se situó detrás de él.

¿En qué estaría pensando Clara? ¿Enel dinero, tal vez? Iba a heredar cerca decincuenta mil dólares si su madre moría.Esto podría ponerla de mejor humor.¿Quizá pensaba en él y Ellie? ¿Habíallorado de verdad? También podría estarleyendo el World-Telegram y no estarpensando en nada de esto. Se la figurabadejando el periódico un momento sobreel regazo, y echando la cabeza haciaatrás para descansar la vista unosinstantes. Se imaginaba también suspropias manos apretando su fina

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garganta.¿Cuánto valor haría falta para

cometer un asesinato? ¿Qué grado deodio? ¿Tendría él todo el suficiente? Nosolamente odio, sino una serie defactores de los cuales el odio era sólouno de ellos. Incluso cierta especie delocura. Él se consideraba demasiadoracional, por lo menos en aquelmomento. En ocasiones sentía el deseode golpearla, pero jamás llegaba a laacción. Había sido siempre demasiadoreflexivo. Incluso ahora, cuando estabasiguiendo al autobús y las condicioneseran ideales, lo estaba imaginando todocomo si se tratara de un sueño.

No pasaría de la próxima parada,

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pensó. Se acercaría a Clara y le diría lomismo que en el sueño, lo que MelchiorKimmel debió decirle a su mujer:«Clara, tengo que hablarte, venconmigo.» Caminaría con él unoscuantos metros y repetiría las amargasexpresiones de la estación. Haría algúnhiriente comentario sobre Ellie, lellamaría estúpido por haberla seguidosemejante distancia, y la hubiera vueltoa acompañar hasta el autobús con losnervios de punta. Walter dio unainvoluntaria patada al acelerador, y elcoche dio una brusca arrancada, como siquisiera encabritarse. Siguió apretando,y solamente lo soltó cuando se situó muycerca de un coche que iba delante.

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Trataba de imaginarse lo queocurriría si lo hubiera llegado a hacer.En primer lugar, no tenía coartada.Había también la posibilidad de que lohubiese reconocido alguien en la paradadel autobús. De que Clara al exclamar«¡Walter!», al verlo, fuera oída poralguna persona que pudiera recordarlosdespués, cuando se alejaban juntos.

Ellie le hubiera despreciadotambién.

Siguió su carrera tras el autobús.Pensaba en el día en que conoció aClara. El día del almuerzo con suscompañeros de estudios en SanFrancisco. Hal Schepps había traído aClara por casualidad, según dijo

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después, y era cierto, pero Walter no losupo entonces. Walter solamenterecordaba el impacto que le habíaproducido Clara, desde el momento enque la vio. Fue el clásico flechazo. Alcabo destiempo Clara le dijo lo mismorespecto a lo que sintió ella. Walterrecordaba también su ansiedad cuandollamó a Hal aquella tarde. Temía que ély Clara estuvieran prometidos, o por lomenos enamorados. Hal le aseguró queno había nada de eso. «Pero ten cuidado—le había advertido—; Clara tiene uncarácter muy independiente y le gustadominar, incluso en el amor.»

Sin embargo, Walter recordaba loagradable que se había mostrado con él,

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el irresistible encanto de aquellasprimeras semanas.

Clara le había hablado de los doshombres que se habían enamorado deella anteriormente. Había salido conellos durante cerca de un año, y ambosle habían pedido matrimonio, pero ellahabía rehusado.

Walter estaba seguro, por lo queClara le había dicho, de que ambos erandébiles de carácter. A Clara leagradaban los hombres dúctiles, pero nopara casarse con ellos. Waltersospechaba que Clara lo consideró elmás débil de todos, y que por eso secasó con él. No era una suposición muyagradable, desde luego.

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Los rieles del ferrocarril quecruzaba la carretera sacudieron el fondodel coche como si se tratara deexplosiones. La cabeza de Walter sebalanceó como si fuera a salirse delcoche. Iba a bastante velocidad, detrásdel autobús, que ahora había aumentadoconsiderablemente la suya, libre ya deltráfico de la ciudad.

Su reloj señalaba las 6.10. Walter selo puso al oído. Se le había parado.Siguió conduciendo con la izquierda,puso el reloj a ojo en las 7.05 y le diocuerda. La primera parada no debíadurar más de media hora, pensó.

La carretera se elevaba ahoraformando una curva; Walter tuvo que

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frenar, y esperó a que el autobús hicieselos cambios de marcha para subir lapendiente. A lo lejos, un poco a laizquierda, Walter vio las luces de unaciudad; no tenía la más ligera idea decuál podía ser.

Al coronar la cima de una colina, elautobús fue perdiendo velocidad yWalter hizo lo propio. Lo vio girarbruscamente hacia la izquierda, y él sequedó tenso. Pareció como si el autobúshubiese volcado y se hubieseprecipitado por un barranco. Sualargada figura pareció desaparecer enuna densa oscuridad.

Walter remontó la colina, comprobóque la oscuridad la formaba una espesa

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arboleda, y que el autobús se habíadetenido en la explanada situada ante unedificio, junto a la carretera.

Walter pasó de largo el edificio,paró en el arcén de la carretera y apagólos faros. Bajó del coche y se dirigióhacia la casa. La explanada estabailuminada con luces de neón decambiante colorido. Walter buscó con lamirada el fino rostro de Clara entre lospasajeros que descendían del autobús,pero no la distinguió. Cuando pasó máscerca, miró hada el interior delvehículo, pero tampoco estaba.

Empujó la puerta de cristales delrestaurante y entró mirando a sualrededor, el mostrador y las mesas; no

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la vio por parte alguna. Le produjo lasensación de que estaba interpretando elpapel de una comedia con el mayorrealismo: un marido buscando a sumujer, a quien viene siguiendo paramatarla. Sus manos se engarfiaban a sugarganta al cabo de unos instantes, perono para matarla, porque era sólo unacomedia, un asesinato de mentirijillas.

Walter observó la puerta del tocadorde señoras. Solamente apartaba la vistade allí para fijarla en la puerta pordonde entraba alguien de vez en cuando.Volvió a mirar hacia el mostrador y lasmesas detenidamente.

Unos instantes después salió y seacercó al autobús; volvió de nuevo al

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bar y se situó a un extremo de la barra, aunos metros del tocador de señoras. Porel reloj que había frente al mostradorpuso su reloj en las 7.29. No se habíaequivocado de mucho.

—¿Cuánto tiempo tiene de parada?—preguntó a un hombre sentado a labarra.

—Quince minutos —repuso elhombre.

Walter se dirigió nerviosamentehacia la puerta, luego volvió sobre suspasos. Calculó que habían pasado unossiete minutos. El tocador era el lugarmás probable, aunque a Clara no legustaba utilizar los lavabos públicos sino era absolutamente necesario. Les

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tenía manía. Walter se volvióbruscamente hacia el hombre que habíacontestado a su pregunta y se le quedómirando. El otro apartó la vista antesque él.

Walter se dirigió lentamente hacia lapuerta de salida. Había un gran espejoocupando toda la pared, pero no semolestó en mirarse. Solamente deshizolas arrugas que solía tener en elentrecejo y que hacían que la gente sefijase en él con curiosidad.

Walter se dirigió rápidamente hacialos que se encontraban junto al autobús.Ya estaban dentro una tercera parte delos pasajeros. ¿Se habría equivocado deautobús? Delante se veía claramente la

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indicación: NUEVA YORK-PITTSBURG.¿Habría dos coches en línea?

Los dedos de Walter jugabannerviosamente en la chaqueta. Habíaestrujado sin darse cuenta una caja decerillas y arrojó al suelo la pastosamasa de cartón y cera.

Estuvo esperando, dando la vueltaalrededor del autobús. Debía faltar pocopara los quince minutos. Se volvió ytropezó con alguien en la oscuridad.

—¡Perdone!—¡Perdone! —repitió la señora con

voz de cotorra, continuando su camino.Walter sintió el sudor correr por

todo su cuerpo. El conductor salía enaquel momento del restaurante. El

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autobús ya estaba casi lleno. Walterescrutó en la oscuridad hacia lacarretera, a ambos lados de laexplanada, pero no veía a Clara porninguna parte.

Volvió la vista de nuevo hacia lapuerta del restaurante. No había nadie.Encima se leía en letras luminosas: «Harry’s Rainbow Grill».

El motor del autobús estaba ya enmarcha. Walter observó al conductorcaminar por el pasillo moviendo lamano como contando los pasajeros.Luego regresó a la parte delantera ymiró por la portezuela hacia el exterior.

—Estamos esperando a un pasajero—le oyó decir Walter. Estaba seguro de

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que se trataba de Clara.Con las manos crispadas, embutidas

en los bolsillos, contempló al conductordirigirse hacia el restaurante y gritaralgo que no pudo oír; después se volvió,y ayudó a una señora bajita y rechonchaa subir los escalones de acceso alautobús.

—¿Sabe si queda alguien más en ellavabo? —le oyó preguntar a la mujer.

—No vi a nadie —respondió ella.Walter se quedó parado en la

penumbra, desde donde podía distinguirla orilla de la carretera, la puerta delrestaurante y el autobús.

Aumentó el zumbido del motor, quehacía vibrar el suelo bajo los pies de

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Walter.El autobús hizo marcha atrás unos

metros y luego, dando un viraje, enfilóde nuevo el asfalto.

Walter apretó los dientes y se acercóal lavabo de señoras con la intención deabrir la puerta y gritar su nombre, perono lo hizo. Salió del establecimiento conel ceño fruncido.

La única explicación posible era quehabría bajado en Newark aprovechandoalguna parada del semáforo, pero no eraposible bajar una maleta en el cruce.¿Acaso el conductor no la había estadobuscando? ¿A qué otra persona podíaechar de menos, si no era a Clara?

Ya en la carretera, Walter miró a

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ambos lados; no vio a nadie y se lanzócorriendo hacia su coche.

Al correr experimentó ciertasensación de alivio, aunque resbalabade vez en cuando en la grava, y se cayóal suelo cuando intentó detenerse. Sehizo un rasguño en la palma de la mano,pero no creyó haberse roto lospantalones. Todavía siguió buscándolafebrilmente por la carretera al iniciar elregreso. Por fin, dejó de mirar y enfilóla carretera a toda velocidad.

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Walter llegó a casa después de las once.La casa no estaba iluminada. Subió aldormitorio y lo encontró vacío.Descendió de nuevo al living con laesperanza de encontrar allí la maleta deClara o algo que le diera una pista.Encendió un cigarrillo y se esforzó porpermanecer un rato sentado en el sofá,mientras esperaba la llamada telefónicaque le informara de dónde seencontraba. Pero el aparato siguiósilencioso.

Marcó el teléfono de Ellie, pero nocontestó nadie. Tras unos momentos de

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indecisión, salió de la casa y se dirigiócon el coche hacia Lennert. «Echaré untrago», pensó. Estaba obsesionado, enguardia contra algo que desconocía. Sesentía culpable como si la hubieramatado. Su mente agotada vagabarecordando los instantes en que seencontraba junto al autobús. Se vio a símismo con Clara junto a una espesaarboleda contigua a la carretera. Waltersacudió la cabeza a ambos lados, comoqueriendo rechazar sus siniestrospensamientos. No había ocurrido nada,desde luego. De pronto, la carreteraempezó a brillar ante sus ojos, y agarrócon fuerza el volante. Las luces sereflejaron sobre el charolado asfalto.

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Entonces se dio cuenta de que estaballoviendo.

Las ventanas del apartamento deEllie estaba a oscuras; tampoco se veíasu coche en el lugar acostumbrado, juntoal edificio. Hizo sonar el timbre con laesperanza de que contestase, pero notuvo respuesta.

Se dirigió al bar próximo, variascalles más abajo, y pidió un Martell. Setomó bastante tiempo para bebérselo, yal cabo de un buen rato volvió de nuevoa casa de Ellie. Seguía a oscuras, y eltimbrazo tampoco obtuvo respuesta. Sedirigió otra vez al bar, sin saber quéhacer.

—¿Le ocurre algo? —le preguntó el

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barman—. ¿Tiene a alguien en elhospital? Me refiero al hospital que haydos calles más abajo.

—No lo sabía —murmuró Walter—.No. No tengo a nadie en el hospital. —Sentía escalofríos a pesar de losestimulantes whiskies que llevabaingeridos.

A las 12.30 volvió a llamar a casade Ellie. En el preciso instante en que sealejaba, vio su coche doblar la esquina yel corazón le dio un vuelco. No era Elliequien lo conducía. Vio a Peter Slotnikoffal volante.

—¡Hola, señor Stackhouse! —exclamó Peter sonriente.

—¡Hola! —repuso Walter.

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—Venimos de casa de Gordon —declaró Ellie, bajando del coche—. Teestuvimos esperando toda la tarde.

Entonces recordó que Gordon lohabía llamado hacía unos días parainvitarle a él y a Clara a un cocktail quedaba en su casa.

—Me fue imposible asistir.—Es hora de marcharse, Ellie —

dijo Peter—. Aparcaré el coche a laderecha del kiosko.

—Está bien —aprobó Ellie—.Muchas gracias por la compañía, Peter.—Le dio una cariñosa palmada en lamano que tenía apoyada en la ventanilladel coche; una platónica caricia, pensóWalter.

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Peter se alejó en el coche.Walter se preguntó si Peter

sospecharía que había algo entre él yEllie, si se iría por eso o porquerealmente tenía que tomar el tren.

Walter y Ellie se quedaronmirándose. Él no la había visto desdehacía casi dos semanas.

—¿Pasa algo? —preguntó ella.—Quería verte antes de marcharme.

¿Podemos subir a tu apartamento?Ellie lo miró sonriente, pero Walter

se pudo dar cuenta de la distancia queguardaba con él.

—Bueno. —Dio media vuelta y sedirigió hacia la puerta con la llave en lamano.

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Subieron la escalera en silencio yentraron en el apartamento.

—Ha sido una lástima que novinieras a la fiesta —le dijo Ellie—.John estaba allí también.

—La verdad es que lo olvidé.—¿Quieres sentarte un poco?Walter se sentó, inquieto.—Clara salió esta noche para

Harrisburg, a ver a su madre que seencuentra muy grave; posiblementemorirá.

—Malas noticias —comentó Ellie.—Pero eso no cambia los planes.

Me marcharé igualmente el sábado.Ellie se sentó en el sillón.—¿Estás preocupado por Clara?

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—No. Ella no está afectada enabsoluto por lo de su madre. ¿Quieresdarme algo de beber, Ellie?

—Desde luego. —Se levantó paraservirle—, ¿Agua o soda?

—Un poco de agua, por favor, y sinhielo.

Walter se levantó y cogió el violínque había sobre la mesa, frente al sofá.Le pareció absolutamente ingrávidoentre sus manos. Lo acercó a la luz y sefijó en lo que llevaba escrito en suinterior: Raffaele Gagliano. Napoli,1821. Volvió a dejar el violín sobre lamesa y se dirigió hacia la cocina. Elliese volvió hacia él con el vaso en lamano. Walter lo tomó y la estrechó con

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el otro brazo. La besó larga ydesesperadamente, pero no le hizo sentirlo mismo que la vez anterior, inclusocon los brazos de Ellie rodeándolefuertemente el cuello.

Walter pensó:«¿Y si en realidad no estuviera

enamorado de ella y nunca pudieraestarlo? ¿Y si dentro de un mes mesintiera a disgusto con su franqueza, sunaricita reluciente y su albornoz blancoque tanto me habían gustado un mesatrás?»

Ellie no era, sin embargo, la razónprincipal de su divorcio, se dijo a símismo. Si tuviera que decirle a Ellieque nunca podría llegar a casarse con

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ella, solamente se sentiría defraudadopor haberlo creído posible antes.

La soltó y se dirigió hacia el livingcon el vaso de whisky. Waltercomprendió que ella estaba esperandoque le pidiera pasar la noche allí.

—¿Te pasa algo? —le preguntó Ellie—, Pareces preocupado.

Antes, mientras la esperaba, habíaestado pensando contarle a Ellie suodisea tras el autobús. Ahora teníamiedo de hacerlo.

—¡No, nada!—¿Va todo bien en la oficina? ¿No

han puesto ningún inconveniente paraque te marches por seis semanas?

—A ellos si les va bien, pero a mí

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no. Dick y yo nos marchamos amediados de diciembre. Hemosdecidido abrir un bufete por nuestracuenta. Para casos de pequeñasreclamaciones, ¿sabes? Así que si lafirma decide despedirme, no meimportaría en absoluto. Por supuesto, mehan concedido permiso sin sueldo.

—¿Qué tipo de reclamaciones?—Individuales, desde luego. Nada

de empresas: casos de embriaguezconduciendo, anulación de licencias ycosas por el estilo. —Se sorprendió deno habérselo dicho antes a Ellie.

—Puede ser una gran oportunidad —opinó ella.

—Sí.

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—Tengo que hacer una llamadatelefónica antes de que se haga tarde.

Walter la oyó hablar con una mujerque se llamaba Virginia, que por lo vistotambién daba clases en la escuela. Elliequedó citada para recogerla al díasiguiente por la mañana, porque sucoche estaba aparcado junto a laestación del ferrocarril.

—¿Ves a Peter con frecuencia? —lepreguntó Walter cuando hubo terminadode hablar.

—No. Le resulta difícil salir sincoche. —Ellie se sentó de nuevo y se lequedó mirando.

—No creo que esté seriamenteinteresado en mí, si es eso lo que estás

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pensando.Walter sonrió. Ellie estaba sentada

en la silla, media vuelta hacia él, con elbrazo encima del respaldo, destacandosu grácil figura en reposo. Walterrecordaba que era aquel reposo y aquelsilencio suyos lo que le fascinaba, justolo que no tenía Clara. Ahora se sentía unpoco nervioso.

—¿Quieres quedarte esta noche? —preguntó ella.

Walter se puso en pie conparsimonia y se pasó la mano por lafrente.

—No. Prefiero esperar.Ella se le quedó mirando, pero a él

no le pareció verla disgustada ni

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defraudada.—No debo volver a verte hasta que

regrese, Ellie. Clara regresará mañanapor la noche, seguramente.

Ellie se puso en pie también.—Está bien. Y ahora, ¿te marchas

ya?—Sí. —Se dirigió hacia la puerta,

pero de pronto se volvió; la estrechóentre sus brazos y la besó ardientementeen los labios.

—Te quiero, Walter.—Yo también te quiero mucho,

Ellie.

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—Confío que no se trate de unaagonía larga —dijo Claudia—. Sequiera a una madre o no, resultadeprimente contemplar a alguien que seestá muriendo, y la señora no creo queesté preparada para semejante trance.

—No, no lo está. —Walterobservaba cómo Claudia retiraba consus finas manos el servicio del desayuno—. Voy a llamarla esta mañana.

Se levantó de la mesa. Quería llamara Harrisburg, pero no deseaba hacerloen presencia de Claudia.

—¿Podría decirme si tiene que venir

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a cenar, señor?—No lo sé. Quizá la señora regrese

esta noche, pero no es necesario que semoleste en volver. Puede tomarse latarde libre.

Walter recogió la chaqueta que teníasobre una silla. Claudia se le quedómirando. Él sabía que iba a decirle algosobre lo poco que comía cuando ella novenía a hacer la comida. Se dirigiórápidamente hacia la puerta de salida.

—La veré mañana, Claudia; estaréaquí hasta las once.

En cuanto llegó a la oficina, Walterpidió una conferencia con Harrisburg.Contestó una voz de mujer. Dijo que erala enfermera de la señora Haveman.

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—¿Está ahí la señora Stackhouse?—preguntó Walter.

—No. No ha llegado. Laesperábamos anoche. ¿Con quién hablo?

—Aquí Walter Stackhouse.—¿Dónde está mistress Clara?—No lo sé —contestó Walter

desesperadamente—. La dejé en elautobús ayer a las cinco y media. Debióllegar ahí anoche. ¿No ha tenido ningunanoticia?

—No, ninguna, y el doctor no creeque su madre dure más de unas horas.

—¿Quiere tomar nota de mi número?Montague, cinco siete nueve tres ocho.Que mi esposa me llame en cuantollegue.

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Walter llamó a la KnightsbridgeBrokerage. Habló con la señora Philpotty le preguntó si había recibido algúnrecado de Clara desde que se marchó eldía anterior a las 5.30.

—No. No esperaba ninguno. ¿Sabecómo se encuentra su madre?

—No sé dónde está Clara —le dijoWalter—. He llamado a Harrisburg y noha llegado todavía. Tenía que haberllegado anoche, sobre las once.

—¡Dios santo! ¿Cree que el autobúshabrá sufrido algún accidente?

—Me lo habrían notificado ya.—Bien, si no tiene noticias en toda

la mañana, creo que sería convenienteque avisara a la policía.

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La prudente y sosegada expresión dela señora Philpott le dejó más tranquilo.

—Así lo haré, señora Philpott;muchas gracias.

Walter tenía pedida una conferenciaa las diez y se la dieron a las once.Luego salió a hacer una breve gestión.Pensaba telefonear a la policía. Joan lollamó desde la oficina contigua paradecirle que el Departamento de Policíade Filadelfia le había telefoneado hacíaun cuarto de hora. Dejaron el número deteléfono para que llamara en cuantollegase.

—Llame inmediatamente —le dijoWalter. De pronto tuvo el presentimientode que Clara estaba muerta, de que su

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cuerpo lo habían encontrado destrozadoentre los árboles.

—¿El señor Stackhouse? —preguntóuna voz áspera—. Aquí el capitánMillard, del Distrito Doce de Filadelfia.El cuerpo de una mujer identificadacomo Clara Stackhouse fue hallado estamañana al pie de un acantilado, junto aAllentown. Desearíamos que viniese loantes posible al depósito de Allentownpara identificar el cadáver.

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No había la menor duda. Walter nonecesitó ver más que el pie izquierdocon la media destrozada paraidentificarlo inmediatamente. El oficialretiró la sábana hasta las caderas. Ladestrozada falda estaba negruzca desangre.

—¿La reconoce?—Muéstreme el resto.El oficial retiró la sábana hasta los

pies.Walter cerró los ojos a la vista de su

cabeza magullada, los ojos abiertoscomo mirando el brazo que yacía

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exangüe sobre el cuerpo; ofrecía elaspecto propio de la rigidez de lamuerte.

—Su maleta está aquí —le dijo eloficial—. Fue encontrada en el autobús;¿quiere venir por aquí? Desearíamosque contestara algunas preguntas.

Walter se cogió al quicio de lapuerta y se quedó parado unos instantes.Había visto muertos anteriormente;cadáveres destrozados por las bombasen el Pacífico, que le habían hechovomitar de náuseas. Esto era peor. Vioconfusamente la oscura figura delpolicía y cómo destacaba su corpulentahumanidad. Walter bajó la cabeza parano marearse. Se percibía un penetrante

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olor a desinfectante. Se incorporó denuevo, ligeramente despejado. Vio aloficial ofrecerle una silla; Walter,obedientemente, se sentó frente a él.

—El nombre de ella, por favor —requirió.

—Clara Haveman Stackhouse. —Walter declaró nombres y apellidos.

—¿Edad?—Treinta.—¿Lugar de nacimiento?—Harrisburg, Pensilvania.—¿Niños?—No.—¿Pariente más próximo?Walter le dio el nombre de su madre

y la dirección de Harrisburg. Observó

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cómo el hombre, con toda calma, ibarellenando uno y otro impreso, según lovenía haciendo diariamente.

—¿Han encontrado al autor? —preguntó Walter.

El oficial se frotó la nariz.—Se supone que ha sido suicidio,

señor Stackhouse, a menos que sedemuestre lo contrario. Su cadáver fueencontrado en el fondo del acantilado.

Esto no se le había ocurrido aWalter. No lo creía.

—¿Y cómo saben que no fueempujada?

—Esto no es cosa de estedepartamento. Desde luego se le hará laautopsia.

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Walter se puso en pie.—Yo creo que habrá alguien

interesado en saber si fue arrojada o sise tiró ella. Quiero saberlo.

—De acuerdo, puede hablar con élsi quiere —replicó el oficial, haciendouna seña hacia un rincón detrás deWalter.

Se volvió y vio a un hombre en elque no había reparado antes. Iba depaisano. Se levantó y se dirigió haciaWalter, sonriendo ligeramente.

—¿Cómo está usted? —dijo—. Soyel teniente Lawrence Corby, delDepartamento de Homicidios.

—Tanto gusto —murmuró Walter.—¿Cuándo vio a su esposa por

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última vez, señor Stackhouse?—Ayer, a las cinco y media, en la

terminal de autobuses en Nueva York.—¿Tiene usted alguna razón para

creer que su esposa pudiera suicidarse?—No, ella… —Walter se detuvo.

Recordó sus lágrimas en la estación—.Es posible —dijo precipitadamente—;estaba disgustada.

—Hoy he visto el acantilado —declaró el oficial—. No es fácil que secayese. Resulta difícil llegar hasta allí.Arriba hay un ligero declive, y luegoqueda corlado a pico —explicó,ilustrando sus palabras con unmovimiento de la mano—. Nadie llegahasta allí simplemente para pasear. El

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acantilado se encuentra cerca de unrestaurante situado junto a la carretera.De ocurrir algún incidente, se hubieseoído desde allí.

Walter no había pensado hastaentonces que el acantilado estabaprecisamente allí. Ahora recordaba laaltura donde se encontraba situado elrestaurante, la oscuridad que le rodeabasemejando un abismo. Trató deimaginarse a Clara dirigiéndoseprecipitadamente desde el autobús haciael acantilado, y lanzándose por él. No sehacia a la idea. ¿Y cuándo lo debióhacer?

—Dudo mucho que, de haberlohecho, hubiera elegido esta forma de

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suicidio. No iba con su carácter. Harácosa de un mes trató de suicidarsetomando una gran dosis de soporíferos.Creo que llevaba la idea del suicidio enla cabeza.

Walter se daba cuenta de que estabahablando con poco sentido. Miró aldesconocido que tenía frente a él. Elteniente lo observaba detenidamente,con su ambigua y cortés sonrisa.

—Desde luego no estoy seguro deque fuese suicidio —continuó Walter—.Creo que será cuestión de hacer algunainvestigación.

—Eso deseamos —repuso Corby.El otro policía sentado ante la mesa

indicó:

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—Aquí están sus alhajas. ¿Quierefirmar el recibo? Falta un pendiente.

Empujó la gruesa cadena de oro, dossortijas y un pendiente, todo en unmontón, hacia el lado de la mesa dondese hallaba Walter. Aquellas joyas lashabía visto muchas veces encima deltocador de su esposa.

Walter pergeñó su firma en un trozode papel, cogió las joyas, y se las metióen el bolsillo del abrigo.

—Antes de marcharse me interesaríahacerle las preguntas de rigor.

El joven teniente de ojos azules ypenetrante mirada le había estadoobservando.

—¿Sabe usted si tenía enemigos?

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—No —repuso Walter.Se puso a recordar todas las

amistades de Clara a quienes no les eramuy simpática.

—Desde luego no conozco a nadiecapaz de matarla.

Walter miró al joven policía con másinterés. Al menos iba a formular algunaspreguntas, hacer algún esfuerzo.

«No tendrá más de veintiséis años—pensó Walter—, pero pareceinteligente y eficiente.»

El teniente Corby se sentó en unángulo de la mesa del despacho y secruzó de brazos.

—¿Regresó a su casa cuando dejó asu esposa en la terminal?

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Walter dudó un momento.—Sí. Pero no directamente. Traté

primero de localizar a una de misamistades en Long Island; estuve dandovueltas un buen rato.

—¿Encontró a esa amistad?—Sí.—¿Quién era?Walter se quedó indeciso de nuevo.—Ellie Briess, una mujer que vive

en Lennert. Puede… —Walter seinterrumpió un momento.

El teniente Corby hizo un gestoafirmativo.

—¿Me permite tomar nota de sudirección?

Walter se la dio, y también el

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número de teléfono. Observó al tenienteescribir con rapidez en un bloc quehabía sacado.

—¿Le gustaría echar un vistazo alacantilado? —le preguntó el teniente.

Walter se puso a recordar el granrestaurante, con sus luces de neón. Pensóque Clara conocía la carretera. La habíarecorrido muchas veces desde LongIsland a Harrisburg. Probablemente,conocía el acantilado.

—No, no tengo ningún interés.—Pensé que quizá lo deseara.—No —repitió Walter, moviendo la

cabeza.Observó cómo el teniente volvía a

mover el lápiz sobre el papel.

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Se imaginó a sí mismo cogiendo aClara por la garganta y arrojándola porel precipicio; cómo ambos sedesplomaban contra las rocas y caíanpesadamente al fondo. Cerró los ojos;cuando volvió a abrirlos, el teniente loestaba mirando con el mayor interés.

—Esperaremos a ver lo que revelala autopsia —añadió el teniente—.Usted no descarta la posibilidad de unsuicidio, ¿verdad?

A simple vista, la pregunta parecíarutinaria.

—No, en realidad es que no puedoafirmarlo.

—Desde luego. Bueno, tendremos elinforme de la autopsia esta noche, y le

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telefonearemos participándole elresultado.

Corby extendió la mano, y cuandoWalter se la estrechó, su expresiónadoptó de nuevo el gesto cortés delprincipio. Luego dio media vuelta ysalió rápidamente de la oficina.

—¿Puede indicarnos adóndetenemos que enviar el cadáver? —interrogó el otro policía.

Walter se acordó de la funeraria enBenedict, frente a cuya puerta pasabatodos los días.

—Todavía no lo he decidido. ¿Lespuedo telefonear más tarde?

—Tenemos abierto día y noche.En el letrero de la puerta de la

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funeraria rezaba lo mismo, pensó Walter.—¿Desean algo más? —interrogó.—Nada más.Walter salió de la comisaría. El

cielo estaba cubierto de nubes quedaban al ambiente un aire tristón. Tuvoque reflexionar un momento pararecordar dónde había dejado el coche.Cuando se dirigía hacia él, se acordó dela maleta de Clara y regresó.

El policía le dijo que la maleta nohabía sido examinada todavía, y que lesería enviada al día siguiente con elcadáver. Walter tuvo la sensación de queel oficial se mostraba deliberadamenteobstinado e indiferente. La maleta azulde lona permanecía apoyada contra la

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pared, a dos metros de él.—No hay ningún papel en su

interior; solamente vestidos —arguyó.—El reglamento es el reglamento —

puntualizó el policía, sin levantarsiquiera la vista.

Walter le dirigió una irritada miraday, dando media vuelta, volvió a salir delDepartamento de Policía.

Ya había puesto en marcha el motorcuando se le ocurrió avisar a Ellie. Erancerca de las cuatro. Debería estar ya ensu casa. Abrió la portezuela para salir y,acto seguido, la volvió a cerrar. Noquería correr el riesgo de que el tenientele viese telefonear, aunque ahora no seencontraba a la vista. Se alejó unas

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cuantas manzanas y telefoneó desde unafarmacia.

Le dijo a Ellie que Clara habíamuerto, y que la policía creía que setrataba de un suicidio. Interrumpió suserie de preguntas diciéndole:

—Estoy en Allentown. Le dije a lapolicía que te vi anoche. Quizá te llamenpara comprobarlo.

—De acuerdo.—No les dije cuándo te vi. Les

tendremos que decir que fue después delas doce.

—¿Es importante?Apretó los dientes, maldiciendo su

nerviosismo. Peter les había vistodespués de las doce, desde luego.

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—No —repuso Walter—; no tienedemasiada importancia.

—Les diré que estuviste sobre lasdoce y media.

Ellie calló un momento, comoesperando que él la contradijese.

—¿Te parece bien?—Sí, desde luego.—¿Estás libre ahora? ¿Quieres venir

a verme?—Sí, iré a verte directamente.—Podrías dejar el coche y venirte

en tren.—¿Dejar el coche?—Pareces demasiado afectado para

conducir.—Estaré ahí dentro de un par de

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horas; espérame.

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En realidad, ha sido en parte culpa mía—dijo Walter, extendiendo las manos—.Tenía que haberla obligado a visitar a unpsiquiatra o llevarla de viaje, pero no lohice.

—¿Estás seguro de que fue unsuicidio? —interrogó Ellie.

—No estoy seguro, pero es lo másprobable. Y debí habérmelo figurado. —Se sentó, abrumado en un sillón.

—Por lo que dices, parece ser quetodo en su vida había contribuido alsuicidio, incluso el accidente de cocheque tuvo hace unos días.

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—Sí. —Walter le había contadotambién lo de las píldoras. Ella no sehabía mostrado muy sorprendida.Parecía conocer bastante a fondo laíndole de sus relaciones con Clara,quizá por su aguda intuición femenina.

—Sin embargo, no estoy seguro deque se trate de un suicidio. No me laimagino saltando al vacío en losacantilados. Habría recurrido a unprocedimiento más sencillo.

—La policía quiere investigar,¿verdad?

Walter encogió los hombros.—Sí, hasta donde puedan.—No tienes por qué pensar que ha

sido por tu culpa, Walter. No se puede

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obligar a nadie a visitar a un psiquiatrasi no lo desea.

Walter sabía que John le habríadicho lo mismo.

Walter hizo un gesto afirmativo.—Lo sospechaba desde hace varias

semanas. Incluso antes de que yo mediese cuenta. Me acusó de pasar contigotodo mi tiempo libre.

Ella frunció el ceño.—¿Por qué no me dijiste eso?Walter se quedó callado durante

unos instantes.—Tenía unos celos morbosos…

Incluso de mis amigos —respondióquedamente.

—Lamento que lo sospechara. Podía

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ser otro motivo lo que la indujera ahacer lo que hizo. Entonces, eldivorcio…

—En realidad, no creía queestuviese enamorado de ti. —Walter selevantó y se puso a pasear de nuevo—.Necesitaba alguien o algo de lo quesentirse celosa. En este caso, al finaltenía razón.

—¿Dónde le dijiste a la policía quehabías estado anoche?

Walter se quedó dudando unmomento, pero luego recordó a Corby.Sus respuestas se hallaban todas en elcuaderno de Corby.

—Les dije que había estado dandouna vuelta mientras te esperaba. Luego

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fui a casa. Salí de nuevo y pasé la mayorparte de la tarde fuera.

Ellie se puso un bocadillo en unplato y lo puso sobre la mesita dondedolían tomar el café. Lo miróescrutadoramente.

—Estoy pensando si no estándemasiado seguros de que fuera unsuicidio. Podían averiguar si teníasalgún motivo para matarla.

—¿Por qué dices eso?—Pues… tus relaciones conmigo.

Todo lo que eso hace suponer.—No me hicieron preguntas en ese

sentido —contestó Walter, frunciendo elceño—. Corby ni siquiera te ha llamado.

—Dicen que ocurrió sobre las siete

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y media, ¿no es cierto?—Sí.—¿Dónde estabas a esa hora?Walter arrugó todavía más el

entrecejo.—Creo que estaba en casa; regresé

en cuanto dejé a Clara en el autobús.—Gordon llamó sobre esa hora y no

contestó nadie.—Quizá habría salido ya.—Telefoneó también a las ocho y

media; lo sé porque yo estaba entoncessentada junto al teléfono.

—Bueno, seguramente no estaría encasa en ese momento. —Walter se sintiópalidecer; Ellie le miraba como sitambién se hubiera dado cuenta.

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—Estoy pensando que, en caso deinterrogarte, debes hacer lo posible paradecirles exactamente dónde teencontrabas en aquel momento.

—No, no lo sé —replicó en tono deprotesta—. Quizá estuviese enHuntington. Fui a tomar un bocado; nome fijé en la hora. No creo que vayan apreguntarme todo eso, Ellie.

—Tienes razón; quizá no lo hagan.—Se sentó en el sofá pero seguíamostrándose un poco tensa—. ¿Por quéno te tomas el bocadillo?

«¿Será que sospecha algo de mí, porsimple intuición?» —pensó Walter.

Sonó el teléfono. Ellie fue acontestar.

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—¡Si, John! —Ellie se volvió amirar a Walter—. ¡Dios santo…! No,creo que no… Tienes razón. No debióhacerlo.

Walter se paseaba nerviosamentealrededor de la mesita, observando aEllie. El suceso venía reseñado en losperiódicos de la tarde, supuso Walter.Vio a Ellie mirarlo con expresión desorpresa, pero serena. Esperaba verlamás nerviosa.

—Seguramente con alguna de susamistades —dijo Ellie—. Sí, quizá conlos Ireton… Espero que sí. Muchasgracias por tu llamada, John. —Elliecolgó el teléfono—. No creí convenientedecirle a John que te encontrabas aquí.

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Walter se encogió de hombros.—No me hubiera importado. ¿Dijo

John que venía en los periódicos?—Sí, pero dijo que Dick le había

llamado esta tarde para comunicárselo.¿Por qué no llamas a los Ireton y lespides pasar la noche con ellos? No creoque debas volver a casa.

Walter hubiera deseado quedarseallí con ella, pero comprendió que aEllie no le agradaba la idea.

—No quiero volver a comentar elcaso con nadie. Me marcharé a casa.

—¿Crees que podrás dormir allí?—Sí. Y me voy ahora mismo.Ellie le pasó la mano por el cuello y

le besó en la mejilla.

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—Telefonéame siempre que quieras.—Gracias, Ellie.No la tocó siquiera. De pronto

recordó que debía telefonear aAllentown aquella misma noche, paradecirles dónde debían enviar el cadáverde Clara.

—Gracias —repitió, y saliórápidamente.

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En la casa había un telegrama dirigido aClara firmado por el doctor Meachan, elmédico de su madre. Le notificaba queésta había muerto a las 3.25 de la tarde.Walter lo dejó encima de la mesa delhall.

Era medianoche. Fue a telefonear aJohn, pero luego lo pensó mejor y no lohizo.

Al cabo de un rato telefoneó BettyIreton. Walter le habló mecánicamente,dándole las gracias por su ofrecimientopara que fuese a pasar la noche conellos. Bill se ofreció a visitarle para

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hacerle compañía, pero Walter declinóel ofrecimiento y le dio las gracias.

Luego llamó a la funeraria«Wilson», de Benedict. Walter les dijoque deseaba una cremación. Acontinuación telefoneó a Allentownpreguntando por el resultado de laautopsia: no se habían hallado causasinternas ce muerte. No había otras quelas heridas sufridas en la caída. Lesexplicó dónde se encontraba la funeraria«Wilson».

Aquella noche Walter se acostó en elestudio escuchando el silencio que serespiraba en toda la casa, pensando queya nunca más sería roto por los agitadospasos de Clara en el hall, que ya no

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volvería a invadir el aislamiento de suestudio. Sin embargo, no se sentíaconmovido. Entonces recordó que nohabía derramado una sola lágrima.Quizá porque ella no había sabido serhumana, pensó. Se la imaginó como unimpetuoso torbellino que se habíaextinguido con su último acto deviolencia. La muerte de Clara se parecíaen cierto modo a la de su madre,siempre en conflicto con el mundo queles rodeaba. El impetuoso carácter deClara al recordarlo en sus detalles,parecía hacer mella en su espíritu,despertando la duda de sus verdaderossentimientos hacia ella. Al poco sequedó dormido.

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Walter se despertó al oír cerrarseuna puerta. Luego se dio cuenta de queera Claudia, que llegaba puntualmente alas siete, como siempre. Se puso unbatín y bajó al comedor.

Claudia estaba en la cocina con elperiódico en la mano.

—Señor Stackhouse, ¡lo vi anoche,pero no quise creerlo!

Walter cogió el periódico; era eldiario local de Long Island, y el casovenía en primera página. Se veía inclusouna foto de Clara, la mar de sonriente,que ella había dado a los periodistashacía bastante tiempo, cuando fueelegida consejera del club de LongIsland.

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«EL CADÁVER DE UNA MUJERRESIDENTE EN BENEDICT HASIDO ENCONTRADO ENPENNSYLVANIA»

Walter ojeó el artículo. Un caso desuicidio probablemente, se leía. Veníaun párrafo aclarando que la maleta habíasido encontrada en el autobús, y sobre lapresencia del marido en el lugar delhecho para identificar el cadáver.

—¿Usted la vio, señor Stackhouse?—interrogó Claudia, poniéndose rígida,pálida y con los ojos llenos de lágrimas.

—Sí —repuso Walter.Notó que la referencia de la maleta

venía exactamente igual que en el caso

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de Kimmel. La noche anterior no habíacomprado ningún periódico, se habíasentido demasiado cansado. Ahora lesorprendía el no haberlo hecho. Puso lamano sobre el hombro de Claudia sinsaber qué decir.

—¿Quiere hacerme un poco de café?No quiero nada más.

—En seguida, señor Stackhouse.Dick Jensen, Ernestine McClintock y

algunos vecinos más, llamaron aquellamisma mañana. Todos le expresaron sucondolencia y le ofrecieron su ayuda,pero Walter no necesitaba nada. Luegollamó a John, y por primera vez, Walterse derrumbó, y se echó a llorar, abatido.John se ofreció para hacerle compañía,

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pero Walter no quería aceptar, a pesarde ser sábado y hallarse John libre. Porfin accedió a que viniese a las seis acenar con él.

Poco después de las dos, aquellamisma tarde, Walter tuvo una llamadadel teniente Corby, desde Filadelfia. Lerogó que tuviera la amabilidad de pasarpor la Comisaría de Policía deFiladelfia aquella tarde a las siete.

—¿De qué se trata? —interrogóWalter.

—No puedo explicárselo ahora.Lamento tener que molestarle peropuede sernos de mucha utilidad si viene—respondió Corby con su habitualcortesía.

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—Iré —repuso Walter.Estuvo pensando si Corby albergaba

alguna sospecha o había recibidoinformación de alguien. En aquelmomento se sentía incapaz de imaginarnada por el estilo, e incluso de pensar entodo aquello. El día anterior había sidoterrible para él, y ahora parecía hacerlotodo a cámara lenta.

Llamó a John para decirle que teníaque ir a Filadelfia, y no podría verlehasta más tarde. John se ofreció allevarlo en su coche o acompañarle.

—Gracias —contestó Walter,agradecido—. ¿Puedo ir a recogerte alas cinco a tu casa?

—De acuerdo.

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John condujo el coche de Walterdesde Nueva York. Walter le contó lamisma historia que a Ellie, y él lecontestó poco más o menos lo mismoque ella. Walter ya se lo figuraba, peroexperimentaba cierto alivio cuandohablaba con John, pensando que Clarahabía desaparecido para siempre de suvida y además por voluntad propia.

—No tienes por qué sentirteculpable —prosiguió John—. Ahora yoveo las cosas con más claridad que tú.Dentro de cinco o seis meses llegarás acomprenderlo.

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John esperó en el coche, y Walterpenetró solo en el edificio. Preguntó aun policía por el despacho de Corby.

—Puerta 117, en el hall.Walter llegó hasta allí y dio unos

golpecitos en la puerta.—Buenas tardes —le saludó Corby

con el mejor buen humor.—Buenas tardes —repuso Walter.

Vio un hombre sentado, con los codosapoyados sobre las rodillas; aparentabaunos cincuenta años. Se preguntó siquizá sería éste el hombre que sebuscaba.

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—Señor Stackhouse, le presento alseñor De Vries —dijo Corby.

Ambos se miraron haciendo unaligera inclinación de cabeza.

—¿Ha visto a este hombreanteriormente?

Parecía un obrero. Llevaba unacazadora de cuero, cabello gris, rostroredondo, y no tenía aspecto deinteligente, aunque sus ojos estaban enaquel momento iluminados por unamezcla de interés y regocijo interior.

—No, creo que no —repuso Walter.Corby se volvió hacia el hombre de

la silla.—¿Y usted qué opina?El hombre del cabello gris hizo un

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ademán afirmativo. El teniente Corby searrellanó en su sillón. Su sonrisa deadolescente se hizo más amplia pero seveía un fondo de malicia reflejarse en sugesto. A Walter le resultó pocosimpática aquella sonrisa.

—El señor De Vries cree que esusted la persona que le preguntó cuántotiempo iban a parar en Harrys’sRainbow Grill, la noche en que murió suesposa.

Walter miró a De Vries de nuevo.Desde luego era él. Recordó su cararedonda volviéndose hacia él mientrastomaba café en la barra. Walter sehumedeció los labios. Se dio cuenta deque Corby se había tomado el trabajo de

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describirlo a De Vries porquesospechaba de él.

—Verá, todo ha sido por puracasualidad —añadió Corby, riendoabiertamente ante la confusión de Walter—. El señor De Vries es conductor decamiones y trabaja en una compañía dePittsburg. A veces regresa a Pittsburg enautobús. Nosotros le conocemos, yfuimos a preguntarle si aquella nochehabía visto alguna persona sospechosarondando por la parada.

Walter se preguntaba si realmentehabía ocurrido así.

—Sí —asintió Walter—, Estuve allí.Seguí el autobús de mi esposa. Deseabahablar con ella.

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—¿Y lo hizo?—No. No pude encontrarla, a pesar

de buscar por todas partes —añadióWalter—. Por último, le pregunté a esteseñor cuánto tiempo paraba el autobúsallí.

—¿Quiere sentarse, señorStackhouse?

—No importa.—¿Por qué no nos dijo esto?—Creí en la posibilidad de que

hubiese seguido un autobús distinto delque ocupaba mi mujer.

—¿Y por qué no nos lo dijo una vezcomprobada la muerte de su esposa?Entonces, lo que nos dijo sobre su paseopor Long Island, ¿no es cierto? —

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interrogó Corby en tono cortés.—No —repuso Walter—. Fue una

estupidez mía. Estaba asustado.El teniente Corby se desabrochó la

chaqueta, y se metió las manos en losbolsillos del pantalón. De su chalecopendía una pequeña llave colgada deuna cadenita.

—El señor De Vries me ha dichoque el conductor esperó unos minutosporque su esposa fue echada de menos, yrecuerda haberle visto junto al autobúshasta que éste salió.

—Si, así es.—¿Qué creyó usted que le había

ocurrido?—No lo sé. Pensé que quizá habría

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bajado en Newark…, que hubiesecambiado de idea sobre viajar enautobús. Yo traté de disuadirla de que sefuese en autocar.

Corby estaba sentado en un ángulode la mesa, cogiendo y volviendo adejar algunos objetos que había sobre lamisma, con aire satisfecho; en el centrohabía una placa que decía:

«CAPITÁN J. P. MAC GREGOR.»—Creo que ya puede marcharse,

señor De Vries —le dijo el tenienteCorby, sonriendo—. Y muchas graciaspor todo.

De Vries se puso en pie y seencaminó hacia la puerta.

—Buenas noches —dijo

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dirigiéndose a ambos.—Buenas noches —repuso Corby,

cruzándose de brazos—. Ahoracuénteme toda la verdad. ¿Siguió elautobús desde Nueva York?

—Sí.Walter declinó con un gesto el

ofrecimiento de Corby cuando éste lealargó el paquete de cigarrillos, y sacósu propia pitillera.

—¿Por qué tenía tanto interés enhablar con su esposa?

—Creí que… que no habíamosresuelto definitivamente un asunto quediscutimos en la terminal, así que…

—¿Discutieron?—No, no discutimos —Walter miró

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fijamente al joven policía—. Será mejorque empecemos por el principio. Vi elautobús detenerse frente al restaurante.Yo paré el coche en la carretera, unpoco más adelante y volví sobre mispasos.

—¿En la carretera? ¿Y por qué no lohizo en la misma explanada que elautobús?

Todas las preguntas iban cargadas deintención. Walter respondió lentamente:

—Pasé a toda velocidad, paré encuanto pude y bajé del coche —se callóun momento esperando alguna otrainquisitiva observación, pero no la hubo—. No sé cómo no pude verla. Fui atoda prisa, pero ya no logré verla ni en

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el autobús ni en el restaurante.—¿Por qué no dio la vuelta con el

coche hasta donde se encontraba elautobús?

—No lo sé —murmuró Walterconfuso.

—Si ella se dirigió directamente delautobús al acantilado, debió hacerlo enunos treinta segundos; ¿no lo cree así?

—Ella sabía el camino —prosiguióWalter—. Lo recorría con frecuencia.

—¿Había parado ya el autobúscuando usted se dirigía hacia él?

—Sí, la gente estaba bajando.—¿Y no la vio a ella?—No.Walter vio que Corby iba tomando

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notas en un bloc. Su angulosa mano semovía rápidamente y presionaba confuerza sobre el papel. Terminó encuestión de segundos; daba la impresiónde que empleaba taquigrafía. El tenientedejó el bloc sobre la mesa.

—Supongo que no encontraríaninguna nota en casa referente alsuicidio, ¿eh?

—No.—No —repitió Corby. Miró hacia

un ángulo del despacho. Luego a Walter—. ¿Puedo preguntarle cómo eran susrelaciones con su esposa?

—¿Mis relaciones?—¿Eran felices?—No. Nos íbamos a divorciar.

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Hubiéramos tramitado el divorcio encosa de pocas semanas.

—¿Deseaban el divorcio ambos?—Sí. Era una cosa resuelta.—¿Puedo preguntar por qué?—Sí. Era una neurótica difícil de

tratar. Disentíamos en todo.Sencillamente, no podíamos continuar.

—¿Estaban los dos de acuerdo enesto?

—Absolutamente.Corby lo observaba con las manos

apoyadas en las caderas. Su fino bigotele hacia paradójicamente más joven enlugar de mayor. A Walter le parecía unfatuo mozalbete jugando a SherlockHolmes.

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—¿Cree usted que la perspectiva deldivorcio le había afectado?

—Sin duda.—¿Era precisamente por este asunto

por lo que siguió el autobús para hablarcon ella?

—No. El divorcio ya estabadecidido —respondió Walter con airemolesto.

—¿Lo iban a resolver en NuevaYork y… por adulterio?

—No —repuso Walter, frunciendo elceño—. Iba a salir hoy mismo paraReno. —Walter sacó la cartera—. Heaquí mi pasaje de avión —añadió,dejándolo caer sobre la mesa.

Corby volvió la cabeza para

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mirarlo, pero ni lo cogió.—¿No lo ha cancelado?—No —contestó Walter.—¿Y por qué Reno? ¿Para qué tanta

prisa? ¿O es que realmente su esposa nose mostraba muy conforme?

Walter estaba preparado para estapregunta.

—No. No quería el divorcio, perotambién sabía que no podíaimpedírmelo…, como no fuerasuicidándose.

Corby esbozó un gesto de malicia.—¿El pasar unos días en Reno no le

ofrecía algunos inconvenientes?—No —repuso Walter en el mismo

tono—. En mi oficina me habían

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concedido seis semanas de permiso.—¿Qué pensaba hacer después su

esposa?—¿Después? Supongo que seguir en

la casa, que era suya, y continuar en elmismo empleo. —Walter se quedócallado unos instantes. Corby seguíaescuchándole sin dejar de observarle—.Era una situación muy peculiar quizádesde su punto de vista; ambos viviendojuntos hasta el último momento. Teníamiedo de dejarla sola. Miedo de quecometiera alguna locura…, suicidio oalgo por el estilo. —Walter tuvo laoptimista sensación de que su relatoempezaba a tener sentido, pero Corbyseguía mirándole con la misma atención,

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como si las circunstancias del divorciohubieran abierto un nuevo camino a sussospechas.

—¿Tenía usted alguna razón especialpara pedir el divorcio? ¿Está enamoradode otra persona?

—No —replicó Walter con firmeza.—Le pregunto esto porque la

situación que describe entre usted y suesposa es de las que dejan pasar largotiempo antes de decidirse a unaresolución definitiva.

—Es cierto. Llevábamos casadoscuatro años, y solamente hace uno queempezamos a hablar de divorcio.

—¿No recuerda de qué queríaterminar de hablar la noche que siguió al

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autobús?—Pues, francamente, no.—Entonces, ¿estaría usted muy

irritado?—No, no lo estaba. Sólo recuerdo

que quedó algo por aclarar, pero norecuerdo concretamente de qué setrataba. —De pronto se sintió violento ymolesto, como le pasó algunas vecescuando, prestando servicio en la Marina,tenía que esperar mucho tiempo desnudopara el reconocimiento médico. Sesentía cansado y con los nervios entensión, como si le fueran a estallar deun momento a otro. De buena gana sehubiese dejado caer en el suelo mismo,para echarse a dormir, a no ser por lo

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impaciente que estaba por salir de aqueledificio.

—Otra pregunta —anunció elteniente—. ¿No vio a ningún tiposospechoso mientras buscaba a suesposa?

Walter estaba ya harto de la eternasonrisa de aquel hombre.

—Creo que mi esposa era unasuicida. No, no vi a nadie sospechosoaquella noche.

—Ayer no estaba tan seguro de quelo fuera.

Walter se quedó callado.El teniente Corby se levantó y dio la

vuelta a la mesa.—No es usted una persona corriente.

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Generalmente, nadie está convencido deque su esposa o marido sean suicidas, ysiempre piden que la policía busque unpresunto asesino.

—Lo mismo me hubiera ocurrido amí en circunstancias distintas —aseveróWalter—. No creo que casos como éstossea ni siquiera necesario demostrar quefueron suicidios.

—No, pero tenemos que eliminar lasdemás posibilidades.

Corby sonrió y se dirigió hacia lapuerta, como si la entrevista hubiesetocado a su fin, pero se detuvo ante elumbral, y se volvió hacia Walter.

Walter deseaba preguntarle si elasunto del autobús saldría en los

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periódicos, pero no quiso que Corbypensara que tenía miedo de que sepublicara.

—¿Ha terminado la entrevista? —interrogó Walter.

—Sí, desde luego; una últimapregunta. —Corby retrocedió a grandespasos hasta el centro del despacho—.¿Se ha enterado de un caso similar,ocurrido hace algunos meses? Una mujerfue encontrada muerta a golpes ycuchilladas cerca de una parada deautobús, en Terrytown.

—No, no sabía nada.—Una mujer llamada Kimmel,

Helen Kimmel.—No —repitió Walter.

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—No se ha descubierto al asesino.Fue asesinada sin ningún género de duda—Corby continuó con su eterna ymaliciosa sonrisa—, pero essorprendente la similitud entre amboscasos…, el intervalo en la parada delautobús.

Walter no dijo absolutamente nada.Miró feamente a Corby, que seguíasonriendo con su aniñado rostro deestudiante de último curso. Parecíamostrarse amable y cortés, pero malditala gracia que le estaba haciendo aWalter.

—¿Es por esa razón por la que setoma tanto interés en este caso?

Corby abrió las manos.

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—No tengo ningún interés especialen este caso, pero pertenece a midemarcación, y recuerdo el otro porquetodavía está por resolver. Es bastantereciente también. De agosto. —Corbyabrió la puerta—. Gracias por habervenido.

Walter esperó un momento.—¿Ha llegado a alguna conclusión?

¿Está convencido de que mi esposa sesuicidó?

—No es cosa mía llegar a esaconclusión —replicó Corby, riendo—.No conocemos todavía todos los hechos.

—Ya comprendo.—Buenas noches —le dijo Corby,

inclinándose ligeramente.

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—Buenas noches —contestó Walter.Iba a salir en la prensa. Tenía la

sensación de que Corby lo publicaría entodos los periódicos. Le contó a John loque había pasado. En la única cosa quele mintió fue en la razón para seguir alautobús. Walter le dijo que queríaconcretar con Clara algo que teníanpendiente.

—Ha sido realmente una sucesión dehechos con mala suerte —resumió John—. ¿Va a salir en los periódicos?

—No lo sé, no lo pregunté.—Debiste hacerlo.—Debería hacer tantas cosas…—¿Están convencidos de que fue

suicidio?

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—No lo creo. La cosa está todavíamuy oscura. —No quiso decirle a Johnlo abiertamente suspicaz que se habíamostrado Corby. Se dio cuenta de queJohn podría sentirse tan receloso comoCorby… si le daba por dudar. Waltermiró a su amigo tratando de adivinar loque estaba pasando por su cabeza. Loveía de perfil, con el ceño ligeramentefruncido.

—No debería aparecer en losperiódicos, incluso aunque teconsideraran como sospechoso —opinóJohn—. Dentro de unos días la cosahabrá quedado aclarada; personalmentecreo que se trata de un suicidio, demodo que no importa lo que puedan

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publicar los periódicos.—¡No es eso realmente lo que me

preocupa!—¿Qué es entonces?—La vergüenza, el haber sido

cogido en una mentira.—Duerme un poco; queda mucho

hasta Nueva York.Walter no quería dormir, pero apoyó

la cabeza contra el respaldo; al cabo depoco rato cerró los ojos y se quedóadormecido. Se despertó cuando elcoche hizo un rápido viraje. Se hallabanjunto a unos almacenes; también se veíanunos tanques de agua, y al fondo, unedificio de cristal que parecía unhospital.

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Walter se quedó pensando en laestupidez que había cometido almostrarse resentido con Corby. Enrealidad, estaba cumpliendo con sudeber.

«En la próxima entrevista con él —pensó—, mi actitud será distinta.»

—¿Adónde vamos, a tu casa o a lamía? ¿O acaso prefieres quedarte soloesta noche?

—No deseo estar solo; vamos a micasa, pero me gustaría que te quedasesallí, si no te importa.

John se dirigió hasta su garaje enManhattan para recoger su coche; antesde bajar del coche de Walter, se volviópara decirle:

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—Creo que debes hacerte a la ideade verlo publicado en los periódicos,Walt. Si deseas decírselo a alguien antesde que aparezca, creo que debes hacerloesta noche.

—Sí, tienes razón —repuso Walter.Se lo tendría que decir a Ellie aquellanoche, pensó.

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21

Eran casi las once de la noche cuandollegaron a Benedict. Claudia seguía allí.Se había quedado para recibir losrecados por teléfono. Tenía varios. Elliehabía llamado dos veces.

Walter rogó a John que buscara algode comer en el frigorífico; luego llevó aClaudia en el coche hasta Benedict, paraque pudiese coger el tren de las once aHuntington. De regreso, se detuvo enThree Brothers Tavern y llamó a Ellie.

—Claudia no sabía dónde estabas—le dijo Ellie—. ¿Por qué no me hasllamado en todo el día?

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—Te lo explicaré personalmente.¿Es demasiado tarde para que vengas acasa? John está conmigo y no puedo iryo a la tuya.

Ellie respondió afirmativamente.Walter regresó a casa, y explicó a

John que Ellie venía en camino.—¿Has visto a Ellie con mucha

frecuencia? —le preguntó John.—Sí —repuso Walter, un poco

violento—. He ido a visitarla de vez encuando.

Se sirvió un vaso, y después tomó unpoco de asado que John había puesto enuna fuente. Se dio cuenta del silencioque guardaba John.

A Walter no le gustó el asado, y se lo

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echó a «Jeff», que paseaba nervioso porla sala. Luego se dirigió al teléfono parallamar a la señora Philpott; en la notapedía que telefonease.

Ellie llegó mientras estaba hablandocon la señora Philpott, y fue John quienle abrió la puerta. La señora Philpott notenía en realidad nada importante quecomunicarle, y a las pocas palabraspudo Walter darse cuenta de que estabacasi borracha. Alabó a Clara de formaexagerada y se condolió por él. Habíaperdido la más brillante, encantadora yatractiva mujer del mundo. Walter sentíadeseos de destrozar el teléfono en susmanos; trató varias veces deinterrumpirla, dándole las gracias por su

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llamada. Por fin, terminó.John y Ellie dejaron de hablar

cuando llegó él. Ellie levantó la vista, ylo miró angustiada.

—¿Quieres quedarte solo, Walter?—preguntó John.

—No, gracias —repuso Walter—.Ellie, tengo que decirte algo que ya le hecomunicado a John. Anoche…, el juevespor la noche, seguí el autobús de Clarahasta el lugar donde se mató. La estuvebuscando y no la encontré. Todo debióocurrir antes de llegar yo. Estuveesperándola; la busqué por todas partes,hasta que salió el autobús, y luegoregresé.

—¿Fue echada de menos y tú lo

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sabías? —interrogó Ellie, incrédula.—No estaba del todo seguro. Pensé

que quizá me había equivocado deautobús.

—¿Y no se lo dijiste a nadie?—No estaba seguro de que fuese

Clara la que faltaba —repuso Walter,impaciente—. Me disponía acomunicarlo a la policía ayer por lamañana, después de llamar a Harrisburgy enterarme de que no había llegado,pero antes de que pudiera hacerlo lapolicía me anunció que habíanencontrado su cadáver.

Walter contempló el perplejo rostrode Ellie. Comprendía que no había otraexplicación más que la verdadera, y se

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sentía culpable incluso de haberrondado por la parada del autocar, dehaber tenido aquella alucinación en elviaje de regreso, al imaginarse que lahabía llevado hasta la arboleda, y queuna vez allí, la había matado. Tomó unataza de café de la mesita y se puso atomarla a pequeños sorbos.

—Esta tarde fui a la comisaría depolicía a Filadelfia. Fui visto en laparada del autobús e identificado.Seguramente saldré en los periódicos;no sé si sospecharán de mí comoasesino. Se considera todavía unsuicidio, pero si quieren insinuarlo en laprensa… Bueno, pueden hacerlo, eso estodo.

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John estaba sentado en el sofá, conla cabeza apoyada en el respaldo,escuchando silenciosamente; peroWalter tenía la sensación de que suexplicación no terminaba deconvencerle, de que estaba empezando adudar de él.

—¿Quién te ha identificado? —preguntó Ellie.

—Un hombre llamado De Vries. Merecordó por parecerle extraño vermeandar de un lado a otro buscando aClara por el restaurante. Quizá Corbysospeche de mí y me describiera a dichoindividuo. De Vries era uno de lospasajeros.

—¿Quién es Corby?

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—Un teniente de policía. DeFiladelfia. Con el que hablé cuando fui aidentificar el cadáver de Clara. —Walter procuró que su voz fuese firme.Encendió un cigarrillo—. Según él…,por lo menos eso dijo al principio,Clara se había suicidado.

—Y si ese hombre te estuvo viendodurante todo el tiempo…

—Eso es lo malo —le interrumpióWalter—. No me vio llegar al principio,cuando Clara debió arrojarse por elprecipicio; me vio después esperando enel restaurante.

—Pero en el caso de que lo hubierashecho tú, no habrías estado esperandotontamente en el restaurante, buscándola

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durante quince minutos.—Exactamente —corroboró John.—Eso es cierto. —Walter se sentó

en el sofá.Ellie le tomó la mano y la puso en

medio de los dos, encima del sofá.—Tienes miedo, ¿verdad? —le

preguntó Ellie.—¡No! —replicó Walter. Advirtió

que John miraba las manos de ambossobre el sofá, y Walter retiró la suya—.Pero las cosas no pueden presentarsepeor. Parece como si nunca tuviera queaclararse en un sentido o en otro.

—Desde luego —añadió John,impaciente—. Te machacarán durantealgún tiempo para sacar todos los

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hechos a relucir, y luego determinaránque ha sido un suicidio. No puedesuceder de otro modo.

Ellie se puso en pie.—Tengo que marcharme. Mañana he

de madrugar.—¿Mañana? —interrogó Walter.—Tengo que ir a ver a Irma, mi

amiga de Nueva York. He de llevarla enmi coche a East Hampton. Tiene unosamigos allí, y está invitada a comer.

Walter deseaba pedirle que sequedase un poco más, pero no se atrevíaa hacerlo delante de John.

—¿Vendrás mañana? —preguntó—.Estaré en casa todo el día, excepto detres a cinco.

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A esa hora era el funeral por Claraen la iglesia de Benedict.

—Te llamaré —prometió Ellie.La acompañó hasta el coche. Sintió

tal frialdad en ella, que no se atrevió adecirle nada.

Una vez en el coche, se asomó por laventanilla y le dijo:

—No te preocupes, Walter. Ya veráscomo todo sale bien. —Se inclinó haciaél y Walter le dio un beso.

—Buenas noches, Ellie.Walter se quedó unos segundos

contemplando el coche alejarse en laoscuridad. Luego llamó con un silbido a«Jeff», que había salido con ellos, yambos volvieron a entrar en la casa.

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Lo mismo él que John se quedaronsilenciosos durante un rato.

—Me gusta Ellie —declaró John,finalmente.

Walter se limitó a asentir con lacabeza. Hubo otro silencio. Walteradivinaba exactamente lo que Johnestaba pensando de Ellie.

—Pero hasta que se resuelva todoesto, será mejor que veas a Ellie lomenos posible.

—Sí, tienes razón.Ya no volvieron a hablar de Ellie.A la mañana siguiente, John entró en

el cuarto de Walter con el periódico enla mano.

—Aquí viene —dijo John, tirando el

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periódico sobre la cama de Walter.

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22

En la amplia cocina de su casa de dosplantas, en Newark, Melchior Kimmelse encontraba desayunando pan conmantequilla y una taza de café puro.Ante él tenía desplegado el Daily News,de Newark, apoyado contra laazucarera. Su vista discurría por elángulo inferior de la primera página. Lamano izquierda se le había quedadoparada en el aire con la rebanada de pancon mantequilla, y la boca, abierta en ungesto de muda sorpresa.

Stackhouse. Recordaba el nombre yla foto que venía en el periódico. No

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había duda.Kimmel leyó con el mayor interés

las dos cortas columnas. La habíaseguido y había sido identificado,aunque todavía existían dudas sobre sila había matado. «¿Asesinato osuicidio?», era el encabezamiento deuno de los párrafos.

«… Stackhouse declaró que nohabía visto a su esposa en laparada del autobús. Esperó unosquince minutos, según dice, y luegoregresó a Long Island, después desalir del autocar. Asegura que,hasta que la policía de Allentown nole llamó al día siguiente para

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identificar el cadáver, no tuvo lamenor idea de que a su esposa lehubiese pasado nada. La autopsiano ha revelado otras heridas quelas producidas en la caída por elacantilado…»

Kimmel inclinó su calva cabezahacia adelante.

«¿Por qué no informó sobre ladesaparición de su esposa?», decía elencabezamiento del último párrafo. Estoera precisamente lo que Kimmel sepreguntaba.

Pero sólo se indicaba queStackhouse era un abogado quetrabajaba en la firma «Cross, Martinson

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y Buchman», y que Stackhouse y suesposa iban a divorciarse. Esto últimoera un detalle interesante.

De pronto, Kimmel sintió unestremecimiento de pánico. ¿Por quéhabía venido Stackhouse desde LongIsland a verle?

Kimmel se levantó lentamente y echóun vistazo alrededor, sobre el caos debotellas vacías de cerveza bajo elfregadero, el reloj eléctrico colocadosobre la estufa y el trapo sucio delimpiarse las manos, con dibujos depequeñas manzanas verdes ysonrosadas, que le hacían recordar aHelen.

Stackhouse debía ser culpable. No

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cabía otra explicación, después de talserie de coincidencias. Y, desde luego,lo iban a pescar. Probablemente,después de un par de horas deinterrogatorio, ya habría confesado. ¿Ysi le daba por insinuar algo sobre él?

Bueno, él no era del tipo de hombresque se derrumban fácilmente. ¿Y quépruebas podían aportar contra él?Además, pasados ya más de dosmeses… Kimmel procuró recordar contodo cuidado cuando Stackhouse llegó asu casa hacía unas tres semanas, aprincipios de octubre. Todavíaconservaba la hoja de pedido del libro,porque aún no había llegado. ¿Leconvendría destruirla? Si llegaba el

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libro, podría avisarle, pero seguramentepara entonces Stackhouse ya estaría enla cárcel.

Kimmel se puso a limpiar un poco lacocina, enjuagó con un trapo mojado lamesa… Tenía a Tony, pensó. Tony lehabía visto en el cine, y conservaba tanfija esta idea como si hubiese tenido lavista fija en su cogote durante toda lanoche. Pero Tony solamente había sidointerrogado unos minutos por la policía.¿Qué pasaría cuando le estuvierapreguntando durante varias horas?

Eso no podía ocurrir nunca, pensóKimmel.

Empezó a recoger las botellas decerveza vacías, que se extendían por

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debajo del fregadero hasta la puerta dela cocina. Mirando a su alrededor, viouna caja de cartón vacía junto a laestatua y, empujándola con el pie, laacercó hacia las botellas. Cuando acabóde llenarlas, se dirigió por la puertatrasera hacia su Chevrolet, que estabaaparcado en el patio. Regresó con lacaja vacía y la volvió a llenar. Despuésse lavó las manos con jabón, porque lasbotellas estaban llenas de polvo, y subióa su habitación para ponerse una camisalimpia.

Llevó las botellas a la tienda deRicco, de paso hacia su establecimiento.Tony estaba en el mostrador.

—¿Cómo va eso, señor Kimmel? —

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saludó Tony—. ¿Está de limpieza?—Un poco —contestó Kimmel—.

¿Cómo están los bocadillos de hígadohoy?

—Estupendos, como siempre, señorKimmel.

Pidió uno de hígado y otro demantequilla con cebolla. Mientras Tonyse los preparaba, Kimmel se fue a losestantes, cogió una bolsa de plástico y lallenó de nueces, avellanas y unapequeña bolsa de chocolatinas. Luego loextendió todo sobre el mostrador.

Tony aún le debía dinero cuandosumó el importe de los depósitos de lasbotellas. Kimmel compró dos botellasde cerveza. Todavía era temprano para

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vender cerveza, pero Tony siemprehacía una excepción con él.

Kimmel subió a su coche y se dirigióa marcha moderada hacia su tienda. Legustaban los domingos por la mañana.Generalmente, pasaba los domingos porla mañana y parte de la tarde en sulibrería. No la tenía abierta al público,pero sentía una grata sensación delibertad pasando su único día libre en ellugar donde trabajaba toda la semana.Además, le gustaba más la librería quesu casa. Allí podía ojear sus propioslibros sin que nadie le estorbase, comer,echar una siestecita, y contestar algunasde las cartas que recibía de personasque no había visto nunca, pero que tenía

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la sensación de conocerlas bien:bibliófilos; «dime lo que lees y te diréquién eres».

El coche de Kimmel era unChevrolet negro, modelo 1941. Eltapizado estaba ya muy gastado, aunquesu aspecto exterior daba la sensación deser recién comprado. A Kimmel lehubiese gustado comprarse uno nuevo.Nathan y algunos otros, e incluso Tony,le gastaban bromas a costa de su viejocacharro de 1941, pero como no teníadinero para comprarse un coche tanflamante como él quisiera, preferíaquedarse con su viejo modelo antes quecomprarse otro algo más moderno.

Kimmel conducía su coche con toda

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dignidad. Detestaba la velocidad.Decía a todos sus amigos que su

modelo 1941 le iba a las mil maravillas,e incluso él mismo, a fuerza de repetirlo,había llegado a convencerse de ello.

Sus gruesos labios se movieronligeramente al ponerse a silbar «Reich’Mir die Hand, Mein Leben».Miró hacia el cielo y los edificios frentea los que pasaba por aquella sombríazona de Newark como si fuese el lugarmás bello del mundo.

Era una agradable mañana de otoño.Kimmel se quedó mirando una águila depiedra en tonos negros que coronaba unode los edificios; su silueta se recortabasobre el cielo con una de sus garras

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levantada. Siempre que a miraba lerecordaba un edificio parecido jeBreslau…, aunque casi ya no seacordaba je Breslau. Iba pensando en lopacífico que era Newark, qué seguro yconfortable era su trabajo en lalibrería…, sus amigos, sus talas y sulectura. ¡Qué tranquilo y feliz se sentíadesde que Helen no vivía en la casa!Recordaba su muerte como algomeritorio por su parte, como laconclusión de una obra que el mundoaprobaba, puesto que nadie le habíapedido cuentas. La vida seguíatranscurriendo como si nada hubieraocurrido.

A Kimmel le gustaba pensar que

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todos los del vecindario, Tony, Nathan,miss Brown, la librera; Tom Bradley ylos Campbell, que vivían al lado,«sabían» que había matado a Helen, yque ni se preocupaban por ello. Lotrataban con la misma consideración quea todo el mundo. Incluso su estimaciónparecía saber aumentado desde queHelen no estaba con él. Tom Bradley leinvitaba para presentarle genteimportante en su casa, y en vida de Tomno le había invitado jamás en vida deHelen. Existía también el hecho de queno había la menor sospecha contra él.Estaba en excelentes relaciones con lapolicía de Newark, y en realidad contodos los que le habían interrogado.

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Eran las 9.55 cuando Kimmel abriósu puerta. Nunca abría antes de las 9.30,incluso en los días laborables, porque ledesagradaba madrugar, aunque sabía queperdía algunos clientes entre losestudiantes que pasaban temprano haciael Instituto, que se encontraba dosmanzanas más arriba.

Kimmel tenía empleada una chica,Edith, que se encargaba de abrir latienda y, hasta hacía un par de meses,trabajaba por las mañanas. Luego,empezó a sentirse nerviosa, y Kimmelpensó si estaría embarazada. Por fin, semarchó. De vez en cuando, Kimmel sepreguntaba si tal vez habría intuido quehabía matado a su esposa. Edith había

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presenciado muchas cosas: aquellapelea en que le había roto elportalámparas, y todas aquellas vecesque Helen había ido a pedirle dinero,empezando una discusión que terminabaretorciéndole las muñecas, porque era elúnico medio de que Helen cerrará elpico.

Estaba pensando en el pedido deStackhouse, que todavía se encontrabaen el casillero, y se dirigió hacia sumesa. Se sentó, se puso a ojear lascartas que no había contestado todavía,y las dejó sobre la mesa. Había algunoscatálogos de editores que aún no habíaterminado de leer. A Kimmel legustaban, y se los leía de cabo a rabo,

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hiciera pedidos o no, con la intuición deun gourmet repasando una lista devariados menús.

Había una carta del viejo CliffordWrexall, de Carolina del Sur, quetodavía estaba por contestar. Quería otrolibro de pornografía. La pornografía erala más saneada fuente de ingresos deKimmel. Era conocido entre loscoleccionistas serios de esta clase delibros como persona en quien se podíaconfiar, y capaz de conseguir cualquierlibro si estaba en el mercado. Kimmelconseguía material en Inglaterra,Francia, Isla de Man, Alemania y en labiblioteca de un excéntrico americanoque residía en Turquía. Se había retirado

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del negocio del petróleo en Tejas yPersia, y facilitaba sus valiososejemplares después de un prolijo yexasperante intercambio de cartas.Cuando Kimmel conseguía un libro depornografía de Dillard, en Turquía, lohacía pagar caro al cliente.

Kimmel encendió la estufa de gas,suplemento necesario para compensar elescaso calor que daban los dosradiadores que había junto a lasventanas. Se sentó de nuevo y cogió lashojas de pedidos del casillerocorrespondiente. Sacó la de Stackhousede entre una docena de ellas y se puso amirarla. La dobló una vez y la volvió adoblar. El libro de Stackhouse no había

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llegado todavía.«No hay ninguna razón para destruir

la hoja —pensó Kimmel—; de hacerlo,aún resultaría más sospechoso.»

Sin embargo, sintió el raro impulsode esconderla en el compartimientosecreto que tenía bajo uno de loscajones de la izquierda, o en el fondo deuna caja de puros que estaba llena depuntas de lápiz y sellos de goma.Kimmel se quedó con el pedazo depapel doblado entre los dedos, con gestoindeciso.

En aquel momento se abrió la puertaprincipal y apareció un hombre.

Kimmel se puso en pie.—Lo siento —dijo—. El

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establecimiento no está abierto hoy.El hombre siguió caminando hacia

él, sonriendo.—Buenos días. Usted es Melchior

Kimmel, ¿verdad?—Sí. ¿Qué desea? —preguntó

ligeramente desconcertado, porque no sehabía dado cuenta de que era un policíahasta que le preguntó el nombre, yKimmel solía ser rápido de percepción.

—Soy el teniente Corby, de lapolicía de Filadelfia. ¿Podríaconcederme unos minutos?

—Desde luego. ¿De qué se trata? —Se metió la mano en el bolsillo delpantalón con la nota doblada del pedidode Stackhouse; después se metió la otra

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mano en el bolsillo.—Una coincidencia de

circunstancias. —El joven tenienteapoyó un codo sobre la amplia mesa deKimmel y se echó el sombrero haciaatrás—. ¿Se ha enterado del caso de lamujer que fue asesinada el otro día,cerca de la parada del autobús?

—Sí, lo he visto esta mañana en losperiódicos. —Kimmel adoptabaintencionadamente la postura americanade ir directo al asunto—. Desde luego,lo he leído.

—Me gustaría saber si ha pensadoen la posibilidad de un asesino común, osi ha encontrado algo que le hagasospechar de alguna persona en

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particular respecto a la muerte de suesposa.

Kimmel sonrió ligeramente.—De haber sido así, ya habría

informado a la policía; estoy en contactocon la de Newark.

—Sí, yo soy de Filadelfia —puntualizó Corby, sonriendo—, pero lamuerte ocurrida el otro día tuvo lugar enmi Estado.

—Yo creí que el periódico decíaque se trataba de un suicidio —hizonotar Kimmel—. ¿Se considera almarido culpable?

El teniente Corby sonrió de nuevo.—No está claro aún. No podemos

asegurarlo, pero actúa como culpable.

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Sacó un cigarrillo y lo encendió. Sealejó unos pasos de la mesa y se volvió.

Kimmel lo observaba con disgusto;su actitud le parecía estúpida ypresuntuosa; no podía determinartodavía hasta qué punto era inteligente.

—Desde luego, es un buen medio dellevar a cabo un asesinato —prosiguióCorby—; basta perseguir al autobúshasta la parada. —Los ojos azules deCorby se posaron sobre los de Kimmel—. Es difícil que falle, porque la esposapuede seguirle hasta un lugar apartado…

Kimmel contrajo involuntariamenteel rostro ante la certera descripción deCorby. Para disimular, parpadeóligeramente y se ajustó las gafas; luego

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se las quitó y sopló en ellas un pocopara limpiarlas con el pañuelo. Kimmelestaba pensando en algo brillante quedecir, o por lo menos algo que aflojarala tensión.

—Lo que le pasa a Stackhouse esque ni siquiera tiene coartada —prosiguió Corby.

—Quizá no sea culpable.—¿Cree usted en la posibilidad de

que Stackhouse haya matado a suesposa?

«¡Vaya pregunta!», pensó Kimmel.El periódico decía que cabía laposibilidad de asesinato. Kimmel miró aCorby con altivez.

—La idea de un asesinato me

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repugna, desde luego. La verdad es quehe leído el suceso por encima estamañana. Lo volveré a leer cuando vayaa casa. —A Kimmel aún le gustabamenos Corby que Stackhouse. El policíaquizá tendría sus razones para visitarle.Kimmel se cruzó de brazos—, ¿Deseabapreguntarme algo concretamente?

—En realidad, ya se lo hepreguntado —repuso Corby, másmodestamente. Se paseaba inquieto porel pequeño espacio entre la mesa deKimmel y los estantes de libros quehabía enfrente—. Acabo de ojear estamañana los ficheros de la policíareferentes al caso de su esposa. Usted seencontraba en el cine aquella tarde, ¿no

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es cierto?—Sí. —Las manos de Kimmel

jugaban con la navajita cerrada en unode los bolsillos, y el papel plegado en elotro.

—Coartada atestiguada por AnthonyRicco.

—Exactamente.—Y su esposa tampoco tenía

enemigos que pudieran matarla, ¿no escierto?

—Creo que sí los tenía. —Kimmelenarcó las cejas con gesto irónico, y sequedó mirando la iluminada mesa quetenía ante él—. Mi esposa no tenía uncarácter demasiado agradable. De todosmodos, no sé de nadie que fuese capaz

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de matarla. Nunca he citado un solonombre que calificara de sospechoso.

Corby asintió con un gesto.—¿Nunca sospechó de nadie?Kimmel levantó las cejas más

todavía. Si Corby quería que perdiera elcontrol, estaba equivocado.

—No, nunca; jamás he mencionado anadie.

—Me gustaría que leyese con másdetenimiento el caso Stackhouse. Siquiere, le enviaré una copia de losinformes de la policía…, los que nosean confidenciales, claro está.

—En realidad, no tengo el menorinterés —repuso Kimmel—. Agradecidode todos modos por su atención. Si en

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algo puedo ayudarle, aunque por ahorano lo creo posible…

—Probablemente no —volvió asonreír Corby ligeramente, bajo su finobigote—. Pero no olvide. Supongo querecordará que el asesino de su esposa noha sido descubierto. Las mássorprendentes coincidencias podríanaclarar la cuestión.

Kimmel entreabrió la bocalevemente.

—¿Acaso está buscando a alguienque se dedique a matar mujeres cerca delas paradas de autobús?

—Sí. Un hombre por lo menos. —Corby retrocedió con intención demarcharse—. Eso es todo, señor

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Kimmel, y gracias por todo.—A su disposición.Kimmel lo observó marcharse.

Contempló su angulosa figura bajo lagabardina gris, mientras sus miopes ojospudieron distinguirlo; unos segundosdespués oyó cerrarse la puerta.

Sacó la hoja de pedido del bolsillo yla volvió a colocar donde estaba, entrelas demás. Si llegaba el libro deStackhouse, le daría largas al asunto, nose lo notificaría; si encontraban la hoja,podría decir que no recordaba elnombre del que hizo el pedido. Era másseguro que destruirla, por si en unregistro más minucioso descubrían quefaltaba una hoja de pedido.

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Se estaba poniendo demasiadonervioso, excesivamente angustiado,incluso irritado. Este no era el mejorcamino. Pero nadie hasta entonces habíaadivinado cómo lo había llevado a cabo.De pronto, Stackhouse lo harta hecho, yahora Corby deductivamente también.

Kimmel se sentó y se puso a leer denuevo a carta de Wrexall con todocuidado, para contestarla. Wrexallquería un libro titulado Famous Dogs in19th Century Brothels.

Una hora después, Kimmel tuvo unallamada telefónica de Tony. Le dijo quehabía ido a visitarle un hombre parapreguntarle detalles sobre la noche delcrimen, y que le había hecho contar de

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nuevo lo ocurrido. Kimmel fingió nodarle importancia; no le dijo quetambién había estado allí. Tony noparecía muy preocupado. Las cuatro ocinco primeras veces, Tony había venidopersonalmente, muy nervioso, a contarlela entrevista con la policía.

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23

Walter se encontraba en casa eldomingo, el día después del funeral,aunque no tenía nada que hacer. Parecíaofrecerse como víctima a las llamadastelefónicas de condolencia, muchas delas cuales no podía identificar. Erasorprendente la cantidad de gente,clientes de Clara en la empresa dondetrabajaba, que llamaron para lamentar sumuerte.

«Nadie parece sospechar de mí —pensó Walter—; nadie en absoluto.»Aunque los más importantes rotativos sehabían ocupado de su caso, habían

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dedicado a ello un reducido espacio,por lo menos desde su punto de vista.Dos o tres personas prácticamentedesconocidas habían simpatizado con élpor su mala suerte al haber estado tancerca de ella y no poder salvarla. Otrosconsideraban que quizá éste fuese elmotivo de seguirla, pero nadie dudabade su inocencia, ni siquiera en la medidaen que parecía dudar John la noche quefue con él a Filadelfia.

Walter se temía que John dudara desus verdaderos motivos para seguir alautobús, y la verdad era que tenía susrazones. John conocía las relacionesentre él y Clara mejor que nadie.

Hasta después de los funerales por

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Clara, Walter no le dijo nada a Johnrespecto a sus planes de marcharse aReno para conseguir el divorcio. AJohn, esto le había parecido muyextraño, y Walter había actuado deforma rara durante las últimas semanas.No había llamado a John ni visitaba anadie. Walter sentía el recelo de Johnsin que éste se lo pusiera de manifiesto.

Tuvo el impulso de contárselo todo,de abrirle el corazón expresándole todassus inquietudes y todo lo sucedido,incluso la visita a Kimmel y susmorbosos pensamientos la noche en quesiguió al autobús. Sin embargo, no lohizo.

John, que lo sabía casi todo, era

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también el mejor amigo. Permaneció conél cuando lo necesitaba, y se marchócuando comprendió que deseabaquedarse solo. Se encontraba en su casatambién el miércoles por la noche,cuando llamó Ellie.

Ellie sólo quería saber si la policíahabía dicho algo más. Walter le contestóque la de Nueva York había ido aquellamañana a interrogarle a la oficina.

—No se mostraron hostiles —leinformó Walter—. Querían algunosdetalles más sobre el relato que les hice.

Los detectives habían estado sólounos minutos hablando con él, y Walterpensó que no sería muy importante; de locontrario habrían ido a verle un par de

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días antes.Ellie no le preguntó cuándo podrían

verse. Walter comprendió que se dabacuenta de lo improcedente que hubieraresultado hacerlo, después de lasnoticias publicadas en los periódicosdel domingo. Se podían haber añadidootras razones, pero la ansiedad por verlapudo más:

—¿Podría verte mañana por lanoche, Ellie? ¿Quieres venir a cenaraquí?

—Si tú crees que no hayinconveniente, desde luego.

Cuando Walter regresó al living,John estaba en un rincón, ojeando unálbum de discos.

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—¿Significa mucho para ti Ellie? —interrogó John.

—Creo que sí —repuso Walter.—¿Estás enamorado de ella?—No lo sé.—Ella, desde luego, sí lo está de ti.Walter se quedó mirando al suelo,

más confuso que un colegial.—Me gusta. Creo que puedo

enamorarme de ella. No estoy segurotodavía.

—¿Lo sabía Clara?—Sí. Incluso antes de que hubiese la

menor relación.—La habrás visitado algunas veces,

¿verdad?—Solamente en dos ocasiones.

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—Entonces, debes de haberlecausado una gran impresión —añadió suamigo, de buen humor.

—No durará mucho. No la conozcobien todavía.

—Vamos, eso lo dices sinconvicción. —La voz de John tenía eltono de una cariñosa reprimenda.

—No me he forjado ningún plansobre ella —añadió Walter, confuso.

Él y John habían hablado pocasveces de mujeres; solamente de laspropias. Si John había tenido algunaaventura después de divorciarse deEstella, no la había mencionado jamás.Walter no tuvo ninguna, hasta conocer aEllie.

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John se puso en pie con unos cuantosdiscos en la mano.

—A propósito, quiero que sepas quesiento simpatía por Ellie. Si los dos osqueréis, a mí me parece de perlas.

La sonrisa de John provocó tambiénla de Walter.

—Voy a servirte un trago.—No, gracias; tengo que conservar

la línea.—Olvida eso al menos por esta vez.

Vamos a brindar por Ellie.Walter sirvió dos ponches bien

cumplidos, y los puso encima de lamesita. Se sentaron y levantaron losvasos para brindar. De pronto, Walter secontrajo, su sonrisa se convirtió en una

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mueca, y los ojos se le llenaron delágrimas.

—Walter, ¡cálmate! —John estabasentado a su lado y le había pasado elbrazo sobre los hombros.

Walter estaba pensando en Clara,convertida ahora en unas onzas deceniza dentro de una pequeña urna gris.Clara, que había sido tan bonita, cuyocuerpo tantas veces había estrechadocontra el suyo. Sintió que John queríaretirarle el vaso que tenía en la mano,pero siguió sujetándolo con fuerza.

—Pensarás que no tengosentimientos, ¿verdad? —inquirióWalter—. ¡Estar aquí brindando por otramujer, cuando la mía hace sólo unos días

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que ha desaparecido!—¡Quítate eso de la cabeza, Walter!

¡No pienso semejante cosa!—Y también por estar aquí esta

noche contigo, contándote todo esto. —Walter continuaba hablando con lacabeza baja—. Pero tengo que decirteque adoraba a Clara. ¡La quería más quea ninguna mujer en el mundo!

—Ya lo sé, Walter.—No. No lo sabes lo suficiente.

Nadie lo sabe —Walter sintió el vasoromperse entre sus dedos. Se miró lamano curvada sobre el vaso y los dedossangrantes, mientras dejaba caer lostrozos de vidrio al suelo—. No lo sabes.No sabes lo que eso significa.

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Walter se levantó. Comprendió queJohn deseaba que fuese a lavarse lasangre de la mano, y empezó adisculparse:

—Perdona, J aseguro que no ha sidola bebida.

—¡Si ni siquiera la has probado! —John se llevó a Water escaleras arriba—. Ahora te lavas manos y la cara, y aolvidarlo todo.

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24

Aquella semana había muy poco trabajopara Walter en la oficina, porque DickJensen se había encargado ya de él conmiras a sus seis semanas de vacaciones.Walter se aprovechó de ello y por lastardes se marchaba temprano. La oficinaaún le deprimía más que la casa deBenedict. El jueves por la tarde, hacialas tres, fue a ver a Dick.

—Dick, vamos a marcharnos de aquíel mes próximo —le anunció Walter—.Llamaremos a Sherman para que nosfirme el contrato para primeros dediciembre o mediados de noviembre, si

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podemos conseguir la licencia paraentonces. —Sherman era eladministrador de la finca de la calle 44que habían elegido para montar eldespacho.

Dick Jensen lo miró muy seriodurante unos momentos, y Waltercomprendió que su actitud habíasorprendido a Dick. Quizá loconsideraba medio histérico a raíz de lode Clara.

—Quizá convendría enfriar un pocomás las cosas. No quería decírtelo,pero… creo que no hay nada que hacer,Walt. No es fácil montar un nuevodespacho, con probabilidades de éxito,en estas circunstancias.

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—A la gente que vamos a tenercomo clientes no le importa nada detodo esto —objetó Walter.

Dick movió la cabeza. Se encontrabade pie detrás de su mesa, y miraba aWalter con aire preocupado.

—No creo que sea fatal paranosotros, Walt, pero creo que estás másafectado de lo que supones. Solamenteestoy tratando de que no cometamosninguna torpeza.

Aquello no podía significar otracosa, pensó Walter, que Dick no queríaabrir un bufete en compañía de otro, yverse en peligro de fracasar por culpade la mala fama de ese «otro». Y todoello a pesar de que el martes le había

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soltado un rollo sobre la confianza quetenía en él y lo seguro que estaba de suintegridad.

—Tú dijiste que para primeros dediciembre ya habría pasado todo y,desde luego, así será. Sólo queríadecirte que podríamos notificárselo aCross con un mes de anticipación, yempezar nuestra publicidad. Siesperamos a diciembre para iniciar todoesto, ya estaremos a mediados de enerocuando consigamos el primer cliente.

—A pesar de ello, sigo creyendoque es mejor esperar, Walt.

Walter miró el lánguido cuerpo deDick, su traje de discreto corte,cuidando siempre su aspecto

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conservador, el chaleco ligeramentecurvado, fruto de cientos de desayunosde huevos con jamón y las reposadascomidas de tres platos. Dick tenía unarisueña y simpática esposa en casa,viva…, respirando todavía. Se podíapermitir el lujo de tener calma y esperar.Walter dejó la cartera y cogió el abrigopara ponérselo.

—¿Te marchas? —interrogó Dick.—Si. Este lugar me deprime. Leeré

estos informes en casa. —Y Walter sedirigió hacia la puerta.

—¡Walt!Se volvió.—No quise decirte que fuese

demasiado pronto para decírselo a

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Cross. Creo que debemos darle un mesde plazo. Así que el lunes próximo, osea, el uno de noviembre, se lonotificaremos.

—De acuerdo —repuso Walter—.Yo ya tengo la carta escrita; solamentetengo que ponerle la fecha.

Sin embargo, cuando se dirigía haciael ascensor, pensó que Dick habíaconsentido sólo porque podía volver asu antiguo empleo si cambiaba deparecer. A lo que se mostraba másreacio era a firmar el contrato paraalquilar el nuevo local.

Cuando se dirigía hacia la zona deaparcamiento, Walter vio una tienda deobjetos de cristal. Entró, y eligió un

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precioso jarrón de cristal sueco, con elánimo de regalárselo a Ellie. No estabaseguro de que le gustase, pero quedaríabien en su apartamento, pensó.

La habitación de Ellie no era de unestilo determinado. Ellie la adornabacon objetos que le iban gustando, sinpensar en más.

Se detuvo en dos o tresestablecimientos de Benedict paracomprar carne, setas, ingredientes parahacer una ensalada, y una botella demedoc. Le había dado permiso aClaudia aquella tarde, lo mismo que lasdos anteriores, porque él y John habíanpreferido cocinar ellos mismos.

Pasó el resto de la tarde leyendo los

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trabajos de la oficina, y a eso de las6.30 empezó a organizar la cena en lacocina. Luego encendió fuego en lachimenea del living.

Ellie llegó a las siete y dos minutos.Estaba tan seguro de su puntualidad, queempezó a preparar los martinis a lassiete en punto.

—Te he traído esto —le dijo Ellie,entregándole un ramo envuelto en papelcelofán.

Walter lo cogió sonriendo.—Eres una chica estupenda.—¿Por qué?—Siempre me traes flores.—Las he cogido yo misma, cerca del

aparcamiento.

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Walter desenvolvió el jarrón decristal en la cocina, y puso las floresdentro. Había tantos tréboles ymargaritas de tallo corto, que apenaspodían introducirse en el jarrón, pero selo llevó inmediatamente.

—Esto es para ti —le dijo.—¡Oh, Walter! ¡Es un jarrón

precioso!—¿De verdad te gusta? —inquirió,

complacido de que le agradara.Ellie arregló mejor las flores, y

colocó en el extremo de la mesa dondepudieran contemplarlo mientras setomaban los cócteles. Ellie llevabapendientes y un vestido gris oscuro queWalter no le había visto anteriormente.

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Comprendía que había hecho un esfuerzopor agradarle aquella noche.

—¿Cuándo te vas a marchar de estacasa? —le preguntó.

—Todavía no lo he decidido. ¿Creesque debo hacerlo?

—Sí, creo que sí.—Hablaré con alguien respecto a

esto. La empresa «Knightsbridge» ya seha ofrecido, para el caso de que quieradeshacerse de ella.

Walter recordaba también quequedaban las propiedades de la madrede Clara, pues a pesar de haber muertoésta antes, pasarían asimismo a susmanos según el testamento de la señoraHaverman. No obstante, como sabía que

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tenía una hermana en Pennsylvania,Walter pensaba cederle toda la herenciaa ella.

Tenía deseos de besarla, peroesperó.

—De acuerdo —prosiguió—.Cambiaré de casa y empleo el mespróximo. Dick está conforme en enviarsu dimisión el lunes; nos instalaremos enel nuevo despacho a primeros dediciembre.

—Me alegro. ¿Así que a Dick no lepreocupa que se haya publicado elasunto en los periódicos?

—No —repuso Walter—. Paraentonces ya estará todo resuelto.

Walter se sentía optimista y

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confiado. El martini le había sentadobien; había actuado como en realidaddebe hacerlo un buen martini. Selevantó, se sentó junto a Ellie y la rodeócon el brazo.

La besó suavemente en los labios.Ellie se levantó y se alejó unos pasos deél. Walter la miró sorprendido.

—¿Es inoportuno preguntarte qué talme encuentras? —le preguntó sonriendo.

—Te quiero, Ellie; con eso estádicho todo.

Calló unos instantes. Walter sabíaque ella no esperaba que le hablase defecha de boda, tan pronto todavía; sólodeseaba asegurarse de que la quería.Aquella noche quedó completamente

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convencida.Terminaron los martinis y se

sirvieron dos medios más; luego sedirigieron a la cocina y empezaron apreparar la cena. Las patatas ya estabanen el horno. Ellie le habló de Dwight, elniño prodigio del colegio, mientraspreparaba las setas. Dwight interpretabaya sonatas de Mozart a los dos meses deestudio. Walter se preguntaba si él yEllie tendrían algún hijo con dotesexcepcionales para la música.

Se imaginaba casado con Ellie. Laveía tomando el sol en la terraza, lacabeza envuelta en una bufanda,caminando por la nieve en invierno, opresentándosela a Chad. Ella y Chad

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siempre habían simpatizado.—No me escuchas —le dijo Ellie

con un mohín de disgusto.—Sí te escucho; estabas hablando de

Dwight y Mozart.—De eso hace ya más de cinco

minutos. Creo que ya es hora de poner elasado.

Mientras Walter llevaba el asado alhorno sonó el teléfono. Se miraron eluno al otro. Entonces, Walter dejó labandeja y fue a contestar.

—¿Señor Stackhouse?—Sí.—Aquí el teniente Corby. ¿Le

molestaría que fuese a verle unosminutos? Es muy importante. No estaré

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mucho tiempo. —La voz sonaba tancordial que Walter no sabía qué decirpara excusarse.

—¿No podría decírmelo porteléfono? Ahora precisamente estaba…

—Sólo es cuestión de unos minutos.Estoy aquí mismo, en Benedict.

—Está bien —repuso Walter.Se dirigió a la cocina renegando,

mientras se quitaba el delantal.—Corby —dijo Walter—. Viene

hacia aquí. Dice que es cosa de unosminutos, pero creo que es mejor que note vea aquí, Ellie.

Ellie apretó los labios.—Está bien —murmuró.Procuró darse prisa, y Walter no

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trató de detenerla. Podría encontrarsecon Corby en la puerta, y a Walter no legustaba la idea.

—¿Por qué no te vas a «ThreeBrothers» y tomas algo mientras? Yo tellamaré en cuanto se marche.

—No quiero beber más, pero teesperaré allí.

Walter la ayudó a ponerse el abrigo.—Lo siento, Ellie.—¡Qué le vamos a hacer! —Y se

dirigió hacia la puerta.Walter echó una ojeada al living, vio

el vaso de Ellie y lo recogió; el suyoestaba en la cocina. «Menos mal que lamesa no estaba servida todavía», pensó.Sonó el teléfono de nuevo. Walter dejó

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rápidamente el vaso detrás de upafigura, en la repisa.

Era Bill Ireton. Le dijo que habíarecibido la visita del teniente Corby dela policía de Filadelfia, y le habíainterrogado sobre la vida privada deWalter, sus amistades de Benedict y susrelaciones con Clara.

—Ya te puedes figurar, Walter. Teconozco desde hace más de tres años, yno tengo la más mínima cosa contra ti.Ya me comprendes, ¿no?

—Sí, sí, muchas gracias, Bill. —Walter oyó el coche de Corby.

—Le dije que tú y Clara no eraismuy felices que digamos; no podíanegarlo, pero también le aseguré que ni

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por asomo se podía relacionar su muertecontigo. Me preguntó también si tú yClara habíais tenido alguna discusiónviolenta. Le contesté que eras la personamás dócil del mundo.

«Fatal», pensó Walter. La voz deBill seguía sonando sin cesar. Y élquería vaciar el cenicero del living.

—Me preguntó también si sabía algodel divorcio, y le contesté que sí.

—Está bien; muchas gracias por tuinterés.

—¿Puedo hacer algo por ti?—No lo creo. —Sonó el timbre de

la puerta. Walter bajó la voz—: Ya tellamaré un día de éstos, Bill; recuerdosa Betty. —Colgó el teléfono, y

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seguidamente se dirigió hacia la puerta.—Buenas tardes —saludó Corby

quitándose el sombrero—. Sientohaberle molestado.

—No tiene importancia —repusoWalter.

Corby miró a su alrededor al entraren el living. Dejó el abrigo y elsombrero encima de una silla, y fuehacia la chimenea. Se quedó parado unmomento, y Walter se dio cuenta de queestaba mirando el cenicero que había enel extremo de la mesa, en el que habíaun par de colillas con manchas decarmín.

—Le he interrumpido —dijo Corby—, No sabe lo que lo siento.

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—No se preocupe. —Walter semetió las manos en los bolsillos de lachaqueta—. ¿De qué quería hablarme?

—Solamente cuestión de fórmula —Corby se dejó caer en el sofá y cruzó susdelgadas piernas—. He hablado conalgunas de sus amistades de por aquí.Probablemente ya se habrá enterado.

Walter no contestó.—Siempre lo hacemos —sonrió el

teniente—. Pero he hablado también conKimmel.

—¿Kimmel? —Walter se quedótenso, esperando que Corby le dijeseque Kimmel le había informado de suvisita a su librería.

—Si, aquel de quien le hablé, cuya

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esposa mataron también en una paradade autobús cerca de Terrytown.

—¡Ah, sí! —exclamó Walter.Corby sacó un cigarrillo con filtro.—Estoy completamente convencido

de que ese hombre es culpable.Walter sacó también un cigarrillo.—¿Está trabajando también en el

caso Kimmel?—Durante esta semana, sí. Estoy

interesado en él desde agosto. Meintereso por todos los casos que no hanpodido resolverse. Quizá yo puedahacerlo —añadió con su aniñada sonrisa—. Después de haberme entrevistadocon Kimmel y efectuado algunasaveriguaciones, estoy muy interesado en

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él como sospechoso.Walter no dijo nada.—No tenemos ninguna evidencia —

añadió con fingida modestia—, y nocreo que la policía de Newark actúe converdadero interés en el caso. Norecuerda usted el hecho, ¿verdad?

—Solamente lo que usted me dijo.Asesinaron a la esposa de Kimmel,según su información.

—Sí. No creo que Kimmel tengamucho que ver con usted, pero usted síque tiene bastante que ver con él.

—No le comprendo.—Quiero decirle que Kimmel está

muy preocupado por el caso Stackhouse;mucho más preocupado de lo que

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aparenta. Cuanto más preocupado semuestre, más se traicionará. Por lomenos, eso espero. —Corby se echó areír—, Y no es de los que se traicionanfácilmente, desde luego.

«Entretanto —pensó Walter—, yosoy el torturado conejillo de Indias.»Corby iba a ampliar el caso Stackhousepara sacar de él otro más: el de Kimmel.Walter esperó atentamente, sinpestañear. Esta vez iba a intentarmostrarse interesado y con ganas decolaborar.

—Kimmel es un tipo corpulento, conun cerebro bastante despejado, aunquetiene algunos síntomas de megalomanía.Le gusta manejar a la gente que le rodea,

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a los que considera inferiores. Actúa asu modo y se las da de intelectual…; enrealidad, lo es.

Su sonrisa irritaba a Walter. Leparecía estar jugando a policías yladrones. Hacía falta tener un cerebroretorcido para dedicarse exclusivamentea homicidios y con el celo quedemostraba este Corby.

—¿Qué espera que haga Kimmel? —interrogó Walter.

—Confesará al final. Conseguiré quelo haga. He averiguado un montón decosas referentes a su esposa, lassuficientes para sacar la conclusión deque Kimmel la odiaba con tal intensidadque no se hubiera sentido satisfecho

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con… bueno, con divorciarse solamente.Todas las conclusiones coinciden con elcarácter de Kimmel, que no puedeapreciarse hasta que no se le vepersonalmente. —Miró a Walter; luego,apagó la colilla en el cenicero—. ¿Leimporta que dé una vuelta por la casa?

—En absoluto.Walter iba a conducirlo hacia la

escalera, pero Corby se detuvo frente ala chimenea y cogió el vaso que habíadetrás de la figura, sobre la repisa.Walter se dio cuenta de que aún teníamanchas de carmín, y unas gotas delíquido en el fondo.

—¿Quiere echar un trago? —preguntó Walter.

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—No, gracias. —Corby volvió adejar el vaso, sonrió y dirigió a Walteruna mirada comprensiva—. Ha visto ala señorita Ellie esta tarde, ¿verdad?

—Sí —replicó Walter.Conducido por Walter, Corby se

dirigió hacia la escalera. Todavía nohabía llamado a Ellie. Seguramente, yatendría formado un concepto de ella:¿amiga o querida? Los detalles pocoimportaban.

Corby entró en el dormitorio y lorecorrió de un lado a otro con las manosembutidas en los bolsillos sin hacer elmenor comentario. Salió a los pocosinstantes, y Walter le enseñó la pequeñahabitación del otro extremo, dedicada al

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servicio, aunque solamente había unpequeño sofá. Walter le explicó que lasirvienta no pasaba la noche en casa.

—¿Quién es su sirvienta?—Claudia Jackson. Vive en

Huntington, viene dos veces al día, porla mañana y por la tarde.

—¿Podría darme su dirección? —Corby sacó su cuaderno de notas.

—Spring Stret, 717, Huntington.Corby tomó nota.—¿No está aquí esta tarde?—No —repuso Walter frunciendo el

ceño.—¿Tiene habitación para

huéspedes? —preguntó Corby, cuandollegaron al hall.

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—Mi esposa nunca quiso tenerla.Ahí tenemos una habitación; es unaespecie de salita de estar.

Corby miró hacia el interior sinmucho interés.

—¿Va a conservar la casa? —interrogó Corby.

—No lo he decidido todavía. —Walter abrió otra puerta—. Este es miestudio.

—Está muy bien —exclamó Corby.Se dirigió a las estanterías y se quedóparado con las manos atrás, cogiéndosela chaqueta—. Montones de libros deDerecho. ¿Trabaja mucho en casa?

—No. No mucho.Corby miró la mesa. El álbum de

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recortes estaba en un ángulo.—¿Álbum de fotos? —indagó

Corby, cogiéndolo.—No, es una especie de libro de

notas.—¿Puedo verlo?Walter hizo un ademán ambiguo.

Aunque le disgustaba que Corby lomirase, tampoco le agradaba quedarseallí observándolo. Fue a buscarcigarrillos y comprobó que no lequedaban. Se dirigió hacia la ventana.Reflejado en el cristal de la ventana,veía a Corby inclinado sobre el álbumojeándolo detenidamente.

—¿Qué es esto? —interrogó Corby.Walter se volvió.

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—Es una especie de pasatiempo.Apuntes sobre personajes para algunosensayos que pienso escribir.

Walter frunció todavía más el ceño;se dirigió hacia Corby, tratando deencontrar una frase que lograra alejarlodel álbum, cuya letra menuda apenaspodía leer Corby. Walter le observóvolver otra página; en ella se veía unrecorte de periódico sin pegar. Walter lomiró. El tamaño, el tipo grueso de letra,le era familiar. No podía creerlo.

Corby lo cogió.—¡Es sobre Kimmel! —exclamó

incrédulo.—¿De veras? —indagó Walter en el

mismo tono.

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—Desde luego. —Corby se volvióhacia Walter sonriendo—: ¿Lo recortóusted?

—Debí hacerlo, pero no meacuerdo.

Walter se quedó mirando a Corby, yen aquel instante algo terrible pasó entreambos: el rostro de Corby reflejabasorpresa, simple sorpresa, pero en esasorpresa había implícito undescubrimiento: el descubrimiento de lafalsa postura en que había quedadoWalter. Durante unos segundos sequedaron mirándose como sereshumanos corrientes, pero Walter se diocuenta de que el efecto era devastador.

—¿No lo recuerda? —recalcó

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Corby.—No. No lo he utilizado. Recorto

muchas sosas de los periódicos. —Hizoun gesto en dirección al álbum; habíadiez o doce recortes más por todo elálbum, pero Walter estala seguro dehaber tirado el de Kimmel.

Corby miró el recorte de nuevo, lodejó sonde estaba y continuó leyendo loque Walter había escrito a mano, amáquina y las socas marginales. Walterobservó que eran su páginas que habíaescrito sobre Jensen y Cross. DeKimmel, nada. «Mejor hubiera sise queencontrase algo», pensó Walter.

—Son una serie de notas sobre…amistases inútiles —explicó Walter—.

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Lo mismo me esto. Seguramente lorecortaría pensando que al finalaparecería el asesino, y luego ase olvidédel nombre. Estaba interesado por srelación existente entre el asesino y lavíctima. Creo que no se ha averiguadonada todavía, y seguramente por eso laolvidé. Ha sido una verdaderacoincidencia si… —De pronto la mentede Walter se quedó en blanco.

Corby lo miraba maliciosamente,aunque a mayor parte de la sorpresahabía desapareado ya de su expresión.Lo observaba como si estuvieraesperando; como si esperase que Walterdijese algo que le condenara. Corbysonrió ligeramente.

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—Me gustaría saber lo que pensabacuando lo recortó del periódico.

—Ya se lo he dicho. Estabainteresado en quién podría ser elasesino, como por ejemplo en… —Walter iba a decirle que había utilizadoun recorte referente a un asesinato enensayos sobre Mike y Chad. Unasesinato como resultado de semejanteamistad; pero el recorte hacía muchotiempo que lo había tirado—. Deseabaconocer la relación entre Helen Kimmely el asesino. —Walter se dio cuenta queCorby había captado lo de «Hellen».

—Prosiga —le dijo Corby.—No hay nada más que decir. —A

Walter le daba vueltas la cabeza,

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pensando en la posibilidad de quealguien hubiera dejadointencionadamente el recorte en elálbum. Pero era el mismo trozo quehabía arrancado él; recordaba incluso suforma. De pronto se acordó: había caídoal suelo el día que lo quitó. No quisotomarse el trabajo de recogerlo yseguramente lo encontró Claudia—. Laverdad es que yo… —y se interrumpió.

—¿Cómo dice?Walter no quería confesar que se

acordaba perfectamente de ello.«¡Maldita Claudia! —pensó—. ¡Malditaeficiencia!» Clara se la había inculcado.

—No, nada —murmuró.—Diga lo que sea —prosiguió

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Corby, persuasivo.—No tiene importancia.—¿Ha visto alguna vez a Kimmel o

ha hablado con él?—No —repuso Walter, pero unos

segundos después hubiera deseadocambiar la respuesta. Su mente setorturaba ante la angustiosa disyuntivade contárselo todo u ocultarle todo loque pudiera sobre Kimmel. Pero ¿qué lehabría dicho Kimmel aquella mañana?Walter se sentía víctima de un juegocomplicado, como si una tenue red sefuera tejiendo a su alrededor, hastadejarlo aprisionado.

Corby se metió una mano en elbolsillo del pantalón y se dirigió hacia

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Walter. Dio una vuelta alrededor suyocomo si lo estuviera observando desdeun nuevo enfoque.

—Está obsesionado con el casoKimmel, ¿verdad? —inquirió Walter.

—¿Obsesionado? —Corby rió congesto despectivo—. Estoy trabajando enmedia docena de casos de homicidio,por lo menos.

—Pero, por lo que vengoobservando, al de Kimmel es al que sededica con más fervor —insistió Walter.

—Sí. Es la similitud de casos lo queha vuelto a centrar mi interés enKimmel. La policía de Newark haconsiderado al autor o autoresdesconocidos, algún maníaco, quizá…

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Un caso sin solución posible. Pero ustednos ha mostrado el «modo» como pudohaber ocurrido —Corby dejó de hablarun momento, esperando que sus palabrasfueran calando en la mente de Walter—.La coartada de Kimmel no esinvulnerable. Nadie le vio en elmomento del crimen. ¿Se le ocurriópensar a usted que Kimmel pudo haberasesinado a su esposa? ¿Lo pensócuando recortó la noticia del periódicoo después?

—No, no creo que pensara tal cosa.Dicen que… —se interrumpió. No hacíala menor mención de la coartada en elrecorte que había mirado Corby.

—Fue pura coincidencia, ¿no es

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cierto?Walter guardó silencio. Le

molestaba no poder determinar cuándoCorby ironizaba o cuándo no.

—¿Le importa que me lo quede? —inquirió Corby, recogiendo el recortedel álbum.

—En absoluto.Corby se metió el recorte en la

cartera, sujetó el pasador, y se la volvióa meter en el bolsillo. Walter sepreguntaba qué iría a hacer con él. ¿Selo enseñaría a Kimmel?

—Pronto encontrará en losperiódicos más cosas interesantes sobreKimmel —le dijo Corby, sonriendo—.Espero que no tenga que volver a

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molestarle de esta forma.Walter no creyó una palabra de lo

que le dijo. Ahora no tenía ninguna dudade que el asunto del recorte sepublicaría también en la Prensa. Siguióa Corby cuando éste salió del estudio.

Corby fue a recoger el abrigo y elsombrero que se había dejado sobre lasilla. De pronto levantó la cabeza.

—¡Algo se está quemando! —exclamó.

Walter no se había dado cuenta. Fuea la cocina y abrió el horno. Eran laspatatas. Abrió la ventana de la cocina.

—Lamento haberle estropeado latarde —le dijo Corby, cuando regresó.

—No tiene importancia. —Y le

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acompañó hasta la puerta.—Buenas noches —le dijo Corby.—Buenas noches.Walter se volvió desde la puerta, se

quedó mirando el teléfono y escuchócómo arrancaba el coche de Corby. Sepreguntaba si podría contárselo a Ellie oa cualquiera. No, no podía. Walterfrunció el ceño, tratando de imaginar loocurrido aquella noche publicado en losperiódicos. ¡No podían condenar a unhombre, sencillamente porque tuviese unrecorte de periódico! ¡Ni siquierahabían condenado al propio Kimmel!Quizá Kimmel no era culpable tampoco.Pero Corby estaba seguro de que loera…, y él, también.

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Walter subió las escalerasrápidamente. Recordó algo más. De laparte trasera del cajón de su despacho,sacó un libro no muy voluminoso en elque de vez en cuando solía escribir sudiario. No había anotado nada durantevarias semanas, pero recordaba haberescrito algo pocos días después derecuperarse Clara, cuando se tomó laspíldoras. La última anotación decía:

«Es curioso observar que lascircunstancias más importantesde la vida todo el mundo semuestra reacio a exponerlas ensus memorias. Hay cosas que,incluso los más adeptos a

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escribir su diario, no se atrevena expresarlas con palabras…,por lo menos cuando ocurren.Se produce, pues, un gran vacíosi uno quiere escribir unahistoria fiel. El principal valorde los diarios es la constanciade los períodos difíciles, yprecisamente durante éstos escuando se siente mayorcobardía para exponer nuestrasdebilidades, pensamientos,vergonzosos resentimientos, laspequeñas mentiras, intencionesegoístas llevadas a cabo o no,que forman el substrato denuestro carácter.»

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Iba precedida de un lapso de tiempode cerca de un mes. El tiempo que duróel forcejeo con Clara y luego el intentode suicidio. Walter arrancó la página.«Si Corby hubiera encontrado esto —pensó Walter—, me hubiera terminadode hundir.» Se dispuso a quemar la hojacon el encendedor; luego cogió el diarioy lo bajó al living. El fuego estabaencendido con troncos delgados. Partióel libro en tres trozos y lo dejó caersobre las llamas; luego puso un par detroncos más.

Se dirigió al teléfono para llamar aEllie. Se disculpó por haber tardadotanto a causa de la calma de Corby.

—¿Qué ha pasado ahora? —

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interrogó Ellie con voz ligeramentealterada.

—Nada —contestó Walter—; nada,excepto que se han quemado las patatas.

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25

—Me disponía a salir ahoraprecisamente —dijo Kimmel porteléfono—. Si es que…

—Es muy importante. Es cosa de unmomento.

—¡Tengo que marcharme!—Estoy ahí dentro de unos minutos

—le cortó Corby, y colgó.¿Se lo plantearía hoy o mañana?, se

preguntaba Kimmel, despojándose delabrigo con indiferencia. Con gestopetulante lo dejó caer en un ángulo delsofá tapizado de rojo. Miró a sualrededor con aire pensativo y posó su

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mirada sobre el viejo piano. Durante unmomento le pareció que aleteaba elespíritu de Helen sentada allí,interpretando The Tennessee Waltz. Sepreguntaba qué querría ahora Corby.Posiblemente nada, lo mismo que ayer;irritarlo solamente.

Le hubiera gustado saber si habíahecho muchas preguntas por elvecindario investigando lo de Kinnaird,aquel maldito agente de seguros conquien se había liado Helen. Nathan, suamigo, el que enseñaba Historia en elinstituto, sabía lo de Kinnaird. Habíavenido aquella misma mañana a lalibrería para decirle que Corby le habíaestado haciendo preguntas, pero el

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nombre de Kinnaird no había salido arelucir.

Acababa de llegar de Oyster House,donde había cenado, y ahora tenía laintención de entretenerse escuchando laradio mientras terminaba algunas tallasde madera. Luego se acostaría a leer unrato, antes de dormirse.

Por lo menos, se tomaría unacerveza, pensó, mientras se dirigía porel hall hacia la cocina. El piso demadera crujía bajo su voluminoso peso.Cuando regresaba, sonó el timbre de lapuerta. Kimmel abrió la puerta para quepasara Corby.

—Perdone que haya venido a estashoras de la noche —dijo Corby, sin el

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menor gesto que denotara lamentarlo—.Estuve muy ocupado estos días con otrasinvestigaciones.

Kimmel no dijo nada. Corby sequedó observando el living, y se inclinópara mirar con detalle las oscurasfiguras de talla, de intrincadas formas,colocadas encima de uno de los estantes.Kimmel ya tenía preparada una obscenarespuesta si Corby le preguntaba qué eraaquello.

—He estado con Stackhouse denuevo —manifestó Corby entrando delleno en el asunto—. He encontrado algomuy interesante.

—Ya le dije que no tenía interésalguno por el caso Stackhouse ni por

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nada de lo que usted pueda decirme.—No está usted en situación de

decir eso —reprochó Corby sentándoseen el sofá—. Yo creo que es ustedculpable, Kimmel.

—Ya me lo dijo usted ayer.—¿De verdad?—Me preguntó si tenía alguien más,

aparte de Tony Ricco, que atestiguara micoartada. Quería dar a entender con elloque me consideraba culpable.

—Creo que Stackhouse es culpabley estoy completamente seguro de queusted también lo es.

Kimmel se preguntó si Corbyllevaría una pistola debajo de lachaqueta, que se había desabrochado.

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Sería lo más probable.Cogió la botella de cerveza que

tenía sobre la mesa, frente a Corby,vació lo que quedaba en un vaso yvolvió a dejar la botella.

—Lo comunicaré mañana a lapolicía de Newark. Ellos no tienenninguna sospecha de mí. Estoy muy bienrelacionado en Newark.

Corby asintió sonriendo.—Ya he hablado con la policía local

antes de venir aquí. Naturalmente, lespedí permiso para trabajar en su caso,ya que no pertenece a mi distrito. Noopusieron ninguna objeción.

—Pues yo sí la pongo. No me gustaque me allanen la morada.

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—Me temo que no va a poderevitarlo, Kimmel.

—Será mejor que se marche de aquí,antes de que lo eche. Tengo trabajoimportante que hacer.

—¿Cuál es más importante, Kimmel,mi trabajo o el suyo? ¿Qué iba a haceresta noche… leer las Memorias delmarqués de Sade?

Kimmel miró la fina figura de Corbyde arriba abajo. ¿Qué sabría Corby desemejante libro? Sintió de pronto unaconfianza, una seguridad en sí mismo, ytal sensación de inmunidad, que sesentía un verdadero gigante frente a unpigmeo.

—Recuerde, Kimmel, que le dije

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cómo lo hizo Stackhouse: siguiendo alautobús y convenciendo a su mujer paraque le siguiera hasta el acantilado. Yocreo que usted también hizo algoparecido.

Kimmel no dijo nada.—Es muy interesante que Stackhouse

lo adivinara —prosiguió Corby—.Estuve en su casa de Long Island,anoche, y, ¿qué cree que encontré? Elcaso de Helen Kimmel con fecha catorcede agosto —Corby sacó la cartera ycogió el recorte sonriendo.

Corby le mostraba el trozo deperiódico a Kimmel, que lo cogió y selo acercó a los ojos. Se dio cuenta deque se trataba de los primeros informes

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del hecho.—¿Piensa que voy a creérmelo? En

absoluto. —Pero sí lo creía; lo que enrealidad no comprendía era la estupidezde Stackhouse.

—Pregúnteselo a él si es que no locree —repuso Corby, volviendo acolocar el papel en la cartera—.¿Quiere conocerlo?

—No tengo ningún interés.—Sin embargo, creo que sería

conveniente concertar una entrevista.Aquello le sentó a Kimmel como un

mazazo. A partir de entonces, empezó asentir con más fuerza los latidos delcorazón. Abrió los brazos con resignadaexpresión, como dando a entender que

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se avenía, pero que no veía ningunarazón para ello. Pensaba que Stackhousepodía meter el remo allí mismo en sucasa o dondequiera que estuviese.Podría decirles que estuvo en su tienda,e incluso que le contó la forma comomató a Helen. Kimmel no podía adivinarlas reacciones de Stackhouse, y esto lehacía temblar de pies a cabeza. Sevolvió de un lado a otro, para quedarsepor fin mirando al frente con la vistaperdida en el vacío.

—Sé algo de la vida privada deStackhouse —prosiguió Corby—, ytengo mis razones para creer que lesobraban motivos para matar a suesposa. Lo mismo que usted…, al perder

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la cabeza.Kimmel jugaba con el cuchillo que

llevaba en el bolsillo izquierdo delpantalón. Seguía sintiendo con fuerza loslatidos del corazón. Un detector dementiras, pensó. Estaba seguro quepodría salir airoso ante la prueba deldetector. O quizá no. Stackhouse lohabía adivinado, pero Corby no.Stackhouse había cometido la estupidezde dejar sus huellas por todas partes.

—¿Tiene todas las pruebasnecesarias contra Stackhouse? —interrogó Kimmel inquisitivamente.

—¿Es que tiene miedo, Kimmel?Sólo tengo una evidencia circunstancial,pero confesará el resto. No es lo mismo

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que usted. Tengo que acumular máspruebas en contra suya y destruir sucoartada. Su amigo está convencido deque pasó toda la tarde en el cine, pero sele podría persuadir fácilmente para quepensara de forma distinta si estuvierahablando con él todo el tiempo quehiciese falta. No es más que un…

De pronto Kimmel lanzó el vasocontra la cabeza de Corby y, cogiéndolopor la camisa, lo subió por encima de lamesa. Kimmel echó la mano hacia atráspara tomar impulso. De repente sintióalgo que le pareció un balazo en eldiafragma. El puñetazo salió desviadohacia la derecha sin dar en el blanco.Dejó caer el brazo y sintió un dolor

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agudo. Cerró los ojos y experimentó lasensación de flotar en el aire. Cayó alsuelo sobre una cadera, con tal violenciaque hasta las ventanas vibraron. Sequedó sentado en el suelo, mirando laimponente y alargada figura de Corby depie ante él. Kimmel levantó el brazoizquierdo de forma inconsciente, sinintervención de la voluntad. Se lo palpócon la otra mano y no notó sensaciónalguna.

—¡Tengo el brazo roto! —exclamó.Corby lo miró, sonriendo

sardónicamente.Kimmel volvió la cabeza en ambas

direcciones, buscando por el suelo. Sehabía puesto de rodillas.

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—¿Ha visto mis gafas?—Aquí las tiene.Kimmel sintió que se las ponía entre

los dedos de la mano izquierda, quetodavía tenía en el aire; al cerrar lamano notó que le resbalaban y caían alsuelo. Por el sonido dedujoperfectamente que se le habían roto.

—¡Perro sarnoso! —le espetó,poniéndose en pie y dando unos pasosvacilantes hacia Corby.

Este se hizo a un lado, sin hacerlemucho caso.

—No empecemos de nuevo otra vez—advirtió.

—¡Salga de aquí! —bramó Kimmel—. ¡Salga de aquí, cerdo, cucaracha!,

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¡granuja!Kimmel continuó barbotando su peor

léxico sexual y anatómico. Corby sedirigió rápidamente hacia él con la manolevantada, y Kimmel se calló deinmediato.

—¡Es usted un cobarde! —le gritóCorby.

Kimmel volvió a repetirle todo surepertorio.

Corby recogió su abrigo y se lopuso.

—Se lo advierto, Kimmel; no piensodejarlo tranquilo. Se lo diré a todas susamistades, se enterará toda la ciudad, yun día de estos me presentaré en sulibrería con Stackhouse. Los dos tienen

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mucho en común.Corby salió dando un portazo.Kimmel se quedó parado donde

estaba durante varios minutos,sosteniéndose como podía; sus ojosmiopes miraban al frente sin ver.

Se imaginaba a Corby visitando amiss Brown, a Tom Bailey, ex regidor ya quien Kimmel consideraba la personamás inteligente del vecindario, cuyaamistad tenía en mucha estima. TomBailey no sabía nada de lo ce Helen conEd Kinnaird, pero Kimmel estaba segurode que Corby le diría a todo el mundo loque había averiguado con todo lujo deasquerosos detalles; por ejemplo,cuando Helen lo buscaba en la calle

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como una vulgar prostituta, porque Lena,la mejor amiga de Helen, lo sabía.¡Helen había tenido el cinismo dejactarse de ello! Corby sembraría laduda en todas las mentes.

Kimmel, de pronto, pareciórecobrarse. Bajó hasta la cocina y selavó el rostro con agua fresca,colocando la cabeza bajo el grifo.Luego, se dirigió al teléfono y marcó unnúmero. Se equivocó la primera vez yvolvió a llamar.

—Hola, Tony, ¿qué tal? —dijoKimmel, muy cordial—. ¿Qué estáshaciendo…? Me ha ocurrido una cosaterrible. Se me han roto las gafas alcaerse sobre la alfombra, y no puedo

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leer ni hacer prácticamente nada. ¿Porqué no te vienes un rato? —Kimmelescuchó la voz de Tony contestándoleque iría dentro le unos minutos, encuanto terminara lo que estaba haciendo.Escuchaba pacientemente la monótona yhumilde voz de Tony, mientras pasabanpor su memoria las cosas que habíahecho por él. Cuando, hacía tres años,Tony Había dejado a una chicaembarazada, y buscabadesesperadamente alguien que la hicieseabortar, Kimmel le encontró a unapersona a cosa de minutos, segura y nomuy cara. Tony le había dado las graciasde rodillas, porque estaba aterrado deque su familia o la de ella, ambas muy

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religiosas, averiguasen algo.Después que Kimmel hubo colgado,

puso a pie la mesa que había caído alsuelo, enderezó la luz y cambió labombilla que se lacia roto. Parecementira las cosas que puede romper unapersona al caerse. Luego se puso junto alos estantes, jugando con las tallas,cambiándola de sitio y de ángulo,contemplando después su efecto. Lasveía sobre el fondo claro de la librería,y la ilusión era interesante: eran piezasen forma de puros, sujetas unas a otrasde manera invisible con un alambre porsu interior. Algunas parecían animalesde cuatro patas; otras, formadas por diezpiezas o más, desafiaban toda

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descripción. Kimmel mismo no teníaningún nombre determinado para ellas.Algunas veces las llamaba a todas, entono festivo, sus muñecas. Cada piezaestaba tallada de distinta forma, según laimaginación del momento. Se veía algode indolencia en sus dibujos, con rostrosparduscos de superficie pulida conpapel de lija. Kimmel lo encontrabaincluso suave al tacto. Todavía seguíacon ellas cuando sonó el timbre.

Tony entró con el sombrero en lamano, y, un poco confuso, se sentó enuna silla, antes de que Kimmel le dijeseque se quitara el abrigo. Tony se sentíahalagado siempre que Kimmel leinvitaba a su casa. No lo había hecho

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más que tres o cuatro veces hastaentonces. Tony se levantó para ayudar aKimmel a buscar una percha para suabrigo.

—¿Quieres cerveza? —ofrecióKimmel.

—Sí, me tomaré una —repuso Tony.Kimmel, medio a ciegas, bajó muy

digno al hall y se dirigió hacia lacocina. Tony parecía demostrardemasiada confianza; lo menos quepodía haber hecho era ofrecerse a traerla cerveza de la cocina. La estupidez deTony exasperaba a Kimmel, pero a Tonyle encantaba la erudición de Kimmel, ytambién las cervezas que le ofrecía ensus visitas.

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—Tony, te agradecería mucho quevinieras mañana a primera hora y mellevaras en el coche hasta la óptica —ledijo Kimmel, mientras dejaba lasbotellas y los vasos sobre la mesa.

—Desde luego, señor Kimmel. ¿Aqué hora?

—Sobre las nueve.—De acuerdo —añadió Tony,

cruzando las piernas nerviosamente.Sorprendía a Kimmel que un tipo

desmirriado e insignificante como Tony,picado de viruela y sin carácter alguno,fuese capaz de dejar a una chicaembarazada. Seguramente Tony ya no seacordaría de ello, estaba seguro; para élno tenía ninguna importancia. Kimmel

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suponía que Tony cambiaba de chicatodas las semanas. Tenía una fija, perole constaba que no era ninguna de lasque se acostaban con los muchachos delbarrio. Kimmel había oído alguna vezsus conversaciones desde una de lasventanas de su tienda que daba a unacallejuela. Una chica llamada Connieparecía ser la favorita del barrio, peroFranca, la amiga de Tony, nunca habíasalido a relucir, aunque había oídoalguna vez su nombre.

—¿Qué has hecho estos días, Tony?—¡Bah! Lo mismo de siempre,

trabajar en la tienda, jugar algún rato alos bolos…

Siempre contestaba lo mismo, pero

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Kimmel le hacía esta pregunta decortesía a plena conciencia de no serapreciada.

—A propósito, Tony; quizá lapolicía te haga más preguntas durantelos próximos días o semanas. Norectifiques un ápice. Diles que…

—¡Oh, no! —exclamó Tony, aunqueun poco asustado.

—Diles exactamente lo que ocurrió;ni más ni menos que lo que viste —añadió Kimmel con naturalidad—. Meviste a las ocho en punto sentarme en milocalidad en el cine.

—Desde luego, señor Kimmel.

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—El teniente Corby quiere verle,señor Stackhouse. —Era la voz de Joana través del interfono de su mesa—. ¿Ledigo que espere o desea salir ahoramismo?

Walter miró a Dick Jensen que seencontraba de pie junto a él. Estabaocupado con un caso de tasas fiscalesque tenía que estar resuelto a las cincoen punto.

—Dígale que espere un minuto —repuso Walter.

—¿Salgo? —preguntó Dick.«Dick debe saber quién es Corby»,

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pensó Walter. Dick y Polly habríanrecibido seguramente su visita. A casade los Ireton había ido dos veces; sinembargo, Dick no le había dicho nada.

—Sí, será mejor que nos dejes solos—contestó Walter.

Dick recogió su pipa, que estabasobre la mesa de Walter, y se dirigióhacia la puerta sin decir una palabra.

Walter le dijo a Joan que estabalisto, y Corby entró inmediatamente consu sonrisa de siempre.

—Ya sé que está muy ocupado —ledijo—, así que iremos derechos algrano. Quiero que venga conmigo aNewark esta tarde para ver a Kimmel.

Walter se levantó lentamente.

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—No tengo ningún interés en ver aKimmel; además, tengo un trabajo que…

—Pero deseo que Kimmel le vea austed —interrumpió Corby con suestereotipada sonrisa—. Kimmel esculpable y andamos tras de su caso.Quiero que lo vea. El cree que usted esculpable también, y esto lo tieneasustado.

Walter frunció el ceño.—¿Y usted también cree que soy

culpable? —interrogó Walterpausadamente.

—De ningún modo. Voy tras deKimmel. —A Corby le brillaron susojos azules, esbozando una sonrisa que aWalter le pareció más falsa que nunca

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—. Desde luego, puede negarse…—Desde luego.—… Pero podría agravar su

situación mucho más de lo que está.Walter se aferró con los dedos al

borde de la mesa. Aún tenía que dargracias de que Corby no sacara a reluciren los periódicos el asunto del recorte.Quizá todavía albergaba la secretaesperanza de que pensara que todo habíasido una fatal coincidencia decircunstancias y creyese en su inocencia.Walter se daba cuenta de que Corbyquería utilizar el recorte contra Kimmel.

—¿Qué es lo que se propone conesto? —inquirió Walter.

—Mi objetivo es descubrir la

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verdad —repuso Corby con gesto desatisfacción, mientras sacaba uncigarrillo.

Walter pensó: «Su objetivo esconseguir el ascenso; atrapar a dos enlugar de uno, si puede, y hacer méritoscon ello para ascender.» Por unmomento vio con tal claridad lamorbosa ambición de Corby, que seextrañaba de no haberse dado cuentaantes.

—Si desea publicar lo del recorte,puede hacerlo —aclaró Walter—; puedehacerlo, pero repito que no tengo ningúninterés en ver a Kimmel.

Corby lo miró fijamente.—Se trata de algo que podría

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arruinar su carrera, su vida entera.—No veo la cuestión tan clara como

usted. No ha demostrado la culpabilidadde Kimmel, y mucho menos los actosque usted nos atribuye a ambos.

—Usted no sabe las pruebas con quecuento ahora —repuso Corby, seguro desí mismo—. Estoy reconstruyendoexactamente lo que pasó entre Kimmel ysu esposa en el momento en que fueasesinada. Cuando lo exponga todo anteKimmel, se derrumbará y lo confesarátodo tal como yo pretendo.

«… Tal como yo pretendo», serepetía mentalmente Walter. Laarrogancia de Corby lo dejó silenciosounos momentos. Lo grave era que la

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confesión de Kimmel, podía arrastrarloa él y hacerle confesar también.

—¿Accede a venir? Es un favor quele pido. Le prometo que si viene, nadade lo que suceda aparecerá en losperiódicos —el tono de Corby eraextremadamente cordial.

«Después de ver a Kimmel no seríanecesario recurrir a los periódicos»,pensó Walter. Quizá Kimmel ya le habíadicho que estuvo en su librería. ¿Por quéno le informó él previamente, para queCorby no le cogiese de sorpresa? Corbylo miraba ahora como si supiera que ibaa acceder. Si rehusaba ir a verle, Corbyse lo traería a la oficina; más pronto omás tarde, forzaría el encuentro.

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—De acuerdo —asintió por finWalter—; iré.

—¡Magnífico! —repuso Corby,sonriendo—. Vendré alrededor de lascinco. Traeré el coche. —Corby saludócon la mano y fue hacia la puerta.

Walter seguía cogido con fuerza a lamesa cuando Corby se hubo marchado.Lo que le aterraba es que ahora Corby lecreyese culpable también. Hasta hacíacinco minutos Walter se había atrevido acreer que Corby se mantendría a laexpectativa hasta estar completamenteseguro. Experimentó la sensación de quehabía dado el consentimiento parameterse él mismo en la ratonera.

—¡Walter! —Dick chasqueó los

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dedos—. ¿Qué te pasa? Pareceshipnotizado.

Walter se quedó mirando a Dick;luego, posó la vista sobre los papelesque tenía sobre la mesa. Un paquetetenía el rótulo: «Relación de Pruebas».

—Escucha, Walter, ¿qué pasa conesto? —Dick señaló hacia la puerta—.¿Es que te sigue interrogando la policía?

—La policía, no. Un hombre —repuso Walter.

—Creo que no te lo he dicho —prosiguió Dick—, Corby fue a vernos acasa una noche. Nos hizo variaspreguntas sobre ti y Clara.

—¿Cuándo?—Hará cosa de una semana, quizá

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más.«Fue antes de que Corby encontrara

el trozo de periódico», pensó Walter.—¿Qué os preguntó?—Me dijo con franqueza que te

creía capaz de haber cometido el hecho;no lo dijo abiertamente, pero yo le dejébien sentado que no lo creía de ningunamanera. Le conté cómo reaccionastecuando Clara se tomó las píldoras ypermaneció varios días en coma. Unhombre no reacciona de esa forma si deverdad desea la muerte de su mujer.

—Gracias —repuso Walter,débilmente.

—No sabía que Clara habíaintentado suicidarse, Walter. Corby me

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lo dijo. Ahora lo comprendo todo muchomejor. Es fácil darse cuenta por quéClara…, bueno, por qué se mató de laforma en que lo hizo.

Walter hizo un ademán afirmativo.—Si. Y crees que todo el mundo es

capaz de comprenderlo.Dick le dijo con voz pausada:—No creo que te encuentres en

ningún aprieto con ese detective,¿verdad?

Walter se quedó indeciso unmomento.

—No, no es ninguna cosa seria.—¿Ningún problema en absoluto?—No —aseguró Walter—.

¿Seguimos con el trabajo? —Walter

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deseaba terminar cuanto antes, para ir alencuentro de Corby a las cinco.

A las cinco en punto, Corby lerepitió la oferta de llevarlo en el cochehasta Newark, y Walter aceptó.

Rodaron en silencio por el túnelHolland. A mitad del túnel, Corby dijo:

—Me doy cuenta de que estáhaciendo un esfuerzo por ayudarme,señor Stackhouse, y se lo agradezco. —La voz de Corby vibraba como en unacaja de resonancia en el interior deltúnel—. Espero que dé buenosresultados, aunque no se vean ahora demomento.

Corby fue conduciendo por ellaberinto de calles hasta la librería,

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como si conociese bien el camino.Walter, inconscientemente, aparentabano conocer en absoluto el lugar, aunquese abstuvo de hacer preguntas.

La atmósfera de la librería, el olor apolvo y libros viejos, le resultaba aWalter intensa y terriblemente familiar.

Kimmel estaba solo en la tienda.Walter lo vio levantarse despacio de lamesa, como un elefante poniéndose enguardia.

—Kimmel —le dijo Corbyfamiliarmente, mientras se acercaba—;tengo el gusto de presentarle al señorStackhouse.

El ancho rostro de Kimmel pareciópalidecer.

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—Tanto gusto —dijo primeroKimmel.

—Encantado. —Walter esperó tenso.Kimmel seguía inexpresivo. No

podía determinar si le había traicionadoya o si lo haría fría y tranquilamente, encuanto Corby le hiciese las preguntascorrespondientes.

—El señor Stackhouse también hatenido la desgracia de perder a suesposa recientemente —manifestó Corbydejando caer el sombrero sobre unamesa llena de libros—, y también cercade una parada de autobús.

—Creo haberlo leído —corroboróKimmel, sonriendo.

Walter miraba a Corby. Sus

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ademanes eran una desagradable mezclade urbanidad y rudeza profesional queresultaba desconcertante.

—Creo que también le dije —continuó Corby, plácidamente— que elseñor Stackhouse a su vez estabaenterado del asesinato de su esposa.Encontré un recorte de agosto en suálbum, referente al caso.

—¿De verdad? —inquirió Kimmelsolemne, inclinando un poco su calvacabeza.

Walter esbozó una involuntaria ynerviosa sonrisa, aunque le aterrabanaquellos ojos pequeños de Kimmel,mirando fríamente, con la indiferenciade un asesino nato.

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—¿Cree usted que el señorStackhouse puede ser culpable? —preguntó Corby a Kimmel.

—¿No es cosa suya averiguar eso?—replicó, apoyando sus gruesos dedossobre la mesa—. No acabo decomprender el objeto de esta visita.

Corby se quedó silencioso unosmomentos; en sus ojos se reflejó unligero matiz de disgusto.

—El objeto de la visita lo sabrápronto —dijo.

Kimmel y Walter se miraron el unoal otro. La expresión de Kimmelcambió. Había algo en su mirada queparecía curiosidad. En la débil sonrisaque se dibujó en sus gruesos labios, a

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Walter le pareció leer: «Estamos siendovíctimas de las tonterías de estemozalbete».

—Señor Stackhouse —dijo Corby—, supongo que no negará que estabapensando en la acción de Kimmelcuando seguía el autobús en el queviajaba su esposa.

—No sé a qué se refiere.—Ya hemos hablado antes de ello

—replicó Corby, bruscamente.—Sí —continuó Walter—. Lo niego.En los últimos instantes sintió una

cierta simpatía por Kimmel que lepreocupaba. Se dio cuenta de que debíahacer todo lo posible por ocultarla.Ahora quedaba patente que Kimmel no

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le había dicho a Corby una palabra de suanterior visita a la librería, ni teníaintención de hacerlo.

Corby se volvió hacia Kimmel.—Supongo que usted también negará

que cuando leyó el caso en losperiódicos pensó en la posibilidad deque Stackhouse matara a su mujer de lamisma forma que usted lo hizo, ¿eh?

—Difícilmente podía dejar dehacerlo, puesto que la prensa lo hacíanotar de una forma más o menosimplícita. —Luego aseguró—: Pero yono maté a mi esposa.

—¡Kimmel, es usted un embustero!—le gritó Corby—. ¡Usted sabe muybien que la conducta de Stackhouse le ha

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traicionado, y sigue haciéndose elignorante!

Con altiva indiferencia, Kimmel seencogió de hombros.

Walter sintió una nueva fuerza surgirdentro de sí. Tomó aliento. En la actitudde Kimmel pareció observar que teníamiedo de que él lo echara todo a perder;idéntica sensación que él mismo habíaexperimentado respecto a Kimmel, antesde entrar en su tienda.

Era evidente que Kimmel procurabarevelarle lo menos posible a Corby. Lepareció de pronto tan generoso yheroico, que a Walter le parecía un ángelcomparado con el diabólico Corby.

A todas éstas, Corby se movía

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inquieto de un lado a otro. Habíaperdido las buenas formas de estudiantebien educado. Parecía un luchadormaniobrando cautelosamente para haceralguna presa prohibida.

—¿No le parece un poco raro queStackhouse arrancara la nota delperiódico con su caso, y luego siguieraal autobús la noche que mataron a suesposa?

—Usted me dijo que se trataba de unsuicidio.

—No ha sido demostrado. —Corbysacó un cigarrillo y se puso a pasear deun lado a otro, entre Kimmel y Walter.

—¿Y qué es lo que trata de probar?—Kimmel se cruzó de brazos y se apoyó

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contra la pared. Sus gafas eran como dospuntos blancos reflejando su luz sobre lamesa.

—Eso me gustaría saber —repusoCorby sonriendo.

Kimmel volvió a encogerse dehombros.

Walter no podía determinar siKimmel lo miraba o no. Fijaba los ojosen un libro abierto que Kimmel teníasobre la mesa. Era un libro antiguo condobles columnas en cada página, comouna biblia.

—Señor Stackhouse —dijo elpolicía—. Cuando leyó el caso en elperiódico, ¿pensó que Kimmel pudohaber matado a su esposa?

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—Ya me ha preguntado eso antes —repuso Walter—. Le dije entonces queno.

Kimmel, lentamente, cogió la caja depuros que tenía encima de la mesa,levantó la tapa y se la acercó a Walter,que declinó el ofrecimiento con ungesto; luego a Corby, que ni siquiera lomiró. Kimmel cogió un cigarro.

Corby dejó caer la colilla en elsuelo y la pisó con el zapato.

—¡Otra vez será! —exclamó de maltalante—. ¡Esperaremos a la próximaocasión!

Kimmel se separó de la pared, miróal policía, luego a Walter, y de nuevo aCorby.

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—¿Hemos terminado ya?—Por hoy, sí —rezongó cogiendo el

sombrero. A continuación se dirigióhacia la puerta.

Kimmel se agachó para recoger lacolilla que Corby había tirado y duranteunos instantes bloqueó el paso a Walter.Tiró la colilla a la papelera que habíajunto a la mesa. Se apartó cortésmente acontinuación para que pasara, y lesacompañó hasta la puerta. Su corpulentahumanidad tenía la dignidad de unelefante. Abrió la puerta y la sostuvohasta que salieron.

Corby traspasó el umbral sin deciruna palabra. Walter se volvió.

—Buenas noches —le dijo a

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Kimmel.El librero lo miró fríamente a través

de sus gruesas gafas.—Buenas noches —contestó.Una vez en el coche, Walter le dijo a

Corby:—No se moleste en llevarme a casa;

tomaré un taxi aquí mismo. —Tenía lagarganta reseca, como si toda la tensiónse le hubiese concentrado en ella.

Corby le abrió la portezuela.—Le será difícil encontrar un taxi

para Nueva York; yo, de todos modos,tengo que regresar allí.

«Para visitar a algunos de misamigos, seguramente», pensó Walter.Había empezado a caer una lluvia

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menuda. La oscura calle parecía un túneldel infierno. Walter sintió un irresistibledeseo de volver sobre sus pasos hasta lalibrería y hablar con Kimmel, decirlepor qué había guardado el recorte,contarle todo lo que había hecho y porqué.

—Está bien —murmuró Walter. Sevolvió a meter rápidamente en el coche,y se dio tal golpe en la cabeza que sequedó varios segundos atontado.

Ambos permanecían en silencio.Corby parecía rabioso por dentro ante elfracaso de la entrevista. Llegaron aManhattan antes de que Walter recordaraque tenía una cita con Ellie. Mirónervioso la hora y comprobó que

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llevaba ya una hora y cincuenta minutosde retraso.

—¿Qué le pasa? —preguntó Corby.—Nada.—¿Tiene alguna cita?—¡Oh, no!Cuando Walter bajó en la Tercera

Avenida, cerca del aparcamiento dondetenía su coche, le dijo:

—Espero que esta entrevista hayadado el resultado que usted deseaba.

El delgado rostro del policía hizo undistraído gesto de asentimiento.

—Gracias —contestó sombríamente.Walter cerró la portezuela de golpe y

esperó hasta que el coche se perdió devista; entonces se puso a caminar

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rápidamente. Ahora que estaba solo, sepropuso analizar de nuevo la conductade Kimmel. No le hubiera favorecidomucho traicionarle, pero Kimmel notenía ninguna razón para protegerlo…, sino era para hacerle chantaje. Walterfrunció el ceño tratando de recordar elrostro de Kimmel e hizo un esfuerzo porinterpretar sus expresiones. Su rostroera vulgar, pero tenía mucho orgullometido dentro. ¿Sería un tipo capaz dehacer chantaje? ¿O sencillamente tratabade hablar lo menos posible para nocomprometerse? Esto parecía lo másacertado.

Walter entró en el bar del hotelCommodore. No vio a Ellie en ninguna

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de las mesas, y se fue en busca del jefedel servicio para ver si tenía algúnrecado para él, pero de pronto cambióde idea. Se dirigió al vestíbulo por siestaba allí. Él le había dado plantón, ypor lo visto se había marchado. Sedirigía hacia la puerta cuando la vioentrar.

—Ellie, lo siento muchísimo —dijo—, no pude venir antes. Tuve unareunión de tres horas.

—Llamé a tu oficina —respondió.—No estábamos allí. ¿Quieres

comer algo?—No.—Podemos tomar algo, si quieres.—No estoy de humor —repuso, pero

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se fue con él hacia el bar.Se sentaron en una de las mesas y

pidieron de beber.Walter quería un whisky doble.—No creo que estuvieras de reunión

—le dijo Ellie—. Has estado conCorby, ¿verdad?

—Sí —repuso.—Bueno, ¿y qué te ha dicho ahora?—Me hizo infinidad de preguntas.

Las mismas de siempre. Prefiero que nome preguntes, Ellie. Voy a acabarestallando. Es desesperante repetirtantas veces lo mismo.

—Yo también le he visto.—¿A Corby?—Vino a la Academia esta tarde a la

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una. Me habló del recorte que habíaencontrado en tu casa.

Walter sintió que la sangre se leparalizaba.

—¿Es cierto? —inquirió Ellie.—Sí, es cierto.—¿Y por qué lo tenías?Walter cogió el vaso.—Recorté ese trozo como había

hecho con muchos otros para tomarnotas para mis ensayos; tengo un álbumen casa.

—¿Fue la noche que te estuveesperando en Three Brothers?

—Sí.—¿Por qué no me lo dijiste?—Porque las consecuencias que

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sacó Corby de ellos erandescabelladas…, y lo son todavía.

—Corby me dijo que cree queKimmel mató a su esposa. Que siguió alautobús… y que tú hiciste lo mismo.

Walter sintió ahora el mismoresentimiento autodefensivo, la mismairritación que sentía contra Corby.

—Bueno, ¿y le has creído?Ellie estaba tan tensa como él; no

había probado siquiera la bebida quetenía delante.

—No comprendo por qué tenías eserecorte. ¿Qué ensayos estásescribiendo?

Walter se lo explicó; le explicótambién que lo había tirado, y que

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seguramente lo había recogido Claudia,que lo puso de nuevo en su sitio.

—Gracias a Dios el periódico nodecía que Kimmel siguiera al autobús.Corby no ha demostrado que lo hiciese.Ya le expliqué por qué había recortadoesa maldita noticia. Si nadie quierecreerme, ¡que se vaya al diablo todo elmundo!

Encendió un cigarrillo; luego se diocuenta de que ya tenía uno encendido enel cenicero.

—Supongo que Corby trataría deconvencerte de que yo maté a mi esposa,y de que tú eras uno de mis principalesmotivos, ¿verdad?

—Sí, desde luego, pero supe

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sacármelo de encima porque yaesperaba algo así —repuso Ellie.

«Era lo del recorte lo que terminabade comprender», pensó Walter. Miró aEllie fijamente, con los ojosinterrogantes, y se sorprendió de ver laduda reflejada en los de ella; Corby, consus absurdos razonamientos, habíasembrado la duda incluso en Ellie.

—Ellie, su teoría no tienefundamento alguno. Mira…

—Walter, ¿quieres jurarme que no lamataste?

—¿Qué quieres decir? ¿No quierescreerme cuando te lo digo llanamente?

—Quiero que lo jures —insistió denuevo Ellie.

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—¿Es que tengo que hacerte unjuramento para que me creas? Sabesperfectamente todo lo que hice aquellanoche, tan bien como la policía.

—De acuerdo, pero júramelo.—¡Es grave lo que me pides! —

exclamó Walter.—Pero sencillo, ¿verdad?—De todos modos no me creerías.—Sí. Quiero creerte. Pero es que…—No deberías ni siquiera pedirme

eso.—Está bien, olvidémoslo. —Ellie

miró hacia un lado—. No hablemos tanalto.

—¡Qué importa! No tengo nada dequé acusarme, pero tú no quieres

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creerme; eso está claro. Dudas de míigual que los demás.

—Calla, Walter, por favor —exhortóen voz baja Ellie.

—Sospechas de mi, ¿verdad?Ellie lo miró casi agresiva.—Walter, te perdonaré lo que estás

diciendo, pero no si sigues en ese tono.—¡Vaya! ¡Me perdonas! —repuso

Walter con cáustica ironía.En ese momento, Ellie se levantó y

se marchó.Walter vio el revuelo de su abrigo

cuando desaparecía por la puerta.Se puso en pie, pidió la cuenta, y

dejando un billete de cinco dólaressobre la mesa, salió a toda prisa.

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—¡Ellie! —le gritó.Miró el laberinto de luces y el

apretado tráfico de la calle 42. Ellie ibahacia la estación de Pennsylvania paracoger el tren de regreso a su casa, puesno había traído el coche. ¿O quizá vinoen él? ¿Dónde viviría Peter Slotnikoff?Por alguna parte del West Side. «¡Aldiablo Peter y al diablo ella también!»,pensó Walter.

Retrocedió hasta la Tercera Avenida,donde, tenía aparcado su coche y volvíaa su casa por el camino que bordeaba laribera este del río.

Dejó el coche en el garaje. El ruidode una rama aplastada bajo sus pies lehizo dar un salto. Apartó con cuidado la

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puerta de entrada al jardín, que estabasuelta en lugar de hacerlo de una patadacomo de costumbre.

A la mañana siguiente se despertó alas seis, con verdadero apetito. Se pusoun mono y la cazadora que solía llevarcuando se iba a pescar. Cogió un trozode pan y queso de la cocina, y luego seencaminó hacia el pequeño taller quetenía junto al garaje. Iba a arreglar lapuerta de entrada al jardín.

Tenía que aserrar un trozo de maderade la que utilizaba para encender elfuego, a fin de arreglar la parte inferior,ya que daba la coincidencia de que erala misma clase de madera. Cuandoterminó se sintió muy satisfecho de su

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obra. No era un trabajo de artesanía,pero ya no volvería a caerse al suelo.

Eran sólo las siete menos veinte, lahora en que solía levantarsehabitualmente. Cogió un bote de pinturablanca y una brocha, y se puso a pintarlos escalones de acceso a la cocina, enlos espacios donde la pintura estaba másgastada. Estaba terminando su obracuando oyó pasos en el camino. EraClaudia, que venía de la parada delautobús. Desde donde estaba la viosonreír mientras le saludaba.

—¡Buenos días, señor Stackhouse!—¡Buenos días, Claudia!—Se ha levantado muy pronto hoy

—añadió risueña, al verle trastear por

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allí con ropa vieja.—Pensé que ya era hora de arreglar

la puerta del jardín. Cuidado con elescalón inferior; está recién pintado.

—Ha quedado muy bien. —Claudiasaltó el escalón inferior y se dirigió a lacocina.

Walter volvió a dejar la pintura en elgaraje y limpió la brocha con aguarrás;después volvió a la casa. Subió al hallsuperior y llamó a Ellie. Estaba segurode que se hallaría en casa. El teléfonosonó cinco o seis veces antes de quecontestase. Le dijo que estaba tomandoun baño.

—Perdona lo de anoche, Ellie —ledijo Walter—. Estuve un poco brusco…

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Quiero decirte que lo juro…, juro lo queme preguntaste anoche.

Hubo una larga pausa.—Está bien. —Su voz sonó más baja

y solemne—. Es imposible hablartecuando te pones así. No haces más queempeorar las cosas. Dabas la impresiónde estar luchando contra algo que tetiene aterrado.

Se calló durante unos instantes;parecía esperar que él protestaranuevamente de su inocencia, tratando dedemostrárselo una y otra vez. Todavía leparecía advertir una sombra de duda ensu voz.

—Ellie, lamento mucho lo de anoche—insistió pausadamente—. No volverá

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a ocurrir; te lo prometo.Otro silencio.—¿Podría verte esta noche, Ellie?

¿Quieres venir a cenar conmigo aquí?—Tengo que quedarme ensayando

hasta las ocho. Estamos empezando losensayos del Día de Acción de Gracias.

Walter recordó la fecha.—Pues entonces —dijo—, iré a

recogerte al colegio a las ocho.—De acuerdo —respondió ella sin

mucho entusiasmo.—Ellie, ¿qué te pasa?—Estoy pensando que tus reacciones

son un poco extrañas.—¿No serás, tú la que estás

deduciendo conclusiones gratuitas? —

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replicó Walter.—Ya estamos otra vez. Walter, no

tienes que enfadarte porque te haga unasimple pregunta. Tus respuestas meservirán cuando tenga que enfrentarmecon hombres como Corby, tratando deconvencer con una historia que puedeser cierta en cuanto a los hechos serefiere —terminó con cierto tonoagresivo.

Walter se tragó todo lo que pensabacontestarle a esto, y se puso a pensardesesperadamente algo que decirle paradisiparle aquella sospecha y mantener suconfianza, porque se estaba dandocuenta de que perdía la fe en él pormomentos.

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—La versión de Corby no tienelógica —prosiguió Walter con calma—,porque no podía haber hecho lo que éldice y después acercarme al autobús yquedarme un cuarto de hora por allípreguntando por ella a todo el mundo.

Ellie se quedó en silencio. Walteradivinó lo que estaba pensando.

—Te veré esta noche —repuso—. Alas ocho.

Walter quería proseguir, pero nosabía cómo.

—De acuerdo —contestódespidiéndose.

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27

Walter dobló la esquina y miró a sualrededor buscando a Corby.

Un viejo cruzó la calle con un niñode la mano; el pavimento tenía el mismocolor pardo sucio de los edificios que lerodeaban. Walter se adentró en el bloquede edificios y paró el coche, mientrascontemplaba a un caballo tirando de unafurgoneta cargada de cestos. Todavía lepodía telefonear, pero tenía miedo deque Kimmel no quisiera recibirle ocolgara en cuanto conociese su voz.Walter siguió adelante. La libreríaestaba en aquel lado de la calle. Walter

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pasó frente a una pequeña tapicería encuyo escaparate se exhibían algunosmodelos; luego, ante una tienda desórdido aspecto. Vio la figura deKimmel recortarse a través de laventana.

La tienda estaba ahora mejoriluminada que otras veces. Había dos otres personas mirando libros en losestantes; cuando Walter observó a travésde la ventana, vio a Kimmel adelantarsepara hablar a una mujer que le pagabauna compra. Todavía podía retroceder,pensó Walter. En realidad, era una ideaestúpida; había dejado el trabajoempezado en la oficina, y Dick estabaenfadado con él. Aún podía regresar y

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llegar a la oficina a las 4.15.Walter miró hacia la librería, sin

dejar de cavilar. Si podría marcharse.Podía regresar al trabajo, volver a casa,pero seguirían atormentándole lasmismas ideas. Al fin empujó la puerta yentró en el establecimiento.

Vio a Kimmel cómo lo miraba,apartaba la vista y volvía a mirarlo. Seajustó las gafas con sus gruesos dedos yvolvió a posar la vista en Walter. Este seacercó.

—¿Puedo hablar con usted unosminutos? —preguntó a Kimmel.

—¿Viene solo? —inquirió.—Sí.La mujer a quien Kimmel había

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tomado el libro para envolvérselo, miróa Walter con curiosidad y después siguióhojeando los libros del mostrador.

Kimmel se volvió hacia la trastiendacon el volumen y el dinero que le habíadado la mujer.

Walter siguió esperandopacientemente junto a otra mesa. Por fin,se le acercó Kimmel.

—¿Quiere pasar aquí dentro? —invitó a Walter con su frío e inexpresivotono.

Walter le siguió y se quitó elsombrero.

—Puede ponérselo —añadióKimmel.

Walter se lo volvió a poner.

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—Quiero que sepa que no soyculpable —le espetó Walterrápidamente.

—Y eso por lo visto es de graninterés para mí, ¿verdad?

—Yo diría que sí es de algún interéspara usted. Por lo pronto se puededemostrar que soy inocente, pero esto hahecho que ahora la policía se lancecontra usted.

—¿De verdad?—También sé que todo esto que le

estoy diciendo es inadecuado y quizáridículo —prosiguió Walter condecisión—. Mi situación actual esbastante delicada.

—¡Desde luego! —exclamó Kimmel

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más fuerte, pero sin levantar demasiadola voz, lo mismo que Walter, para nollamar la atención de los clientes—. Si,se encuentra en mucho peor situaciónque yo —prosiguió Kimmel en tonodiferente, incluso con cierto aire desatisfacción.

—Pero yo no soy culpable —arguyóWalter.

—No me importa. No me importa loque hizo ni lo que dejó de hacer —Kimmel se inclinó hacia delante y apoyólas manos sobre la mesa.

La boca de Kimmel, de carnosos ycaídos labios, le pareció a Walter lacosa más vulgar del mundo.

—Ya me he dado cuenta de que no le

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importa. Ya sé que lo que está deseandoes no volverme a ver en su vida. Vinesolamente para…

Walter se calló al ver aproximarse aun joven; éste se acercó a Kimmel y lepreguntó:

—¿Tiene algo sobre motores fueraborda?

Kimmel dio la vuelta a la mesa.Walter pensó que no iba por buen

camino. Había imaginado un largodiálogo con Kimmel e incluso poderpaliar el resentimiento que sentía por élsi le hubiera dejado decir lo que quería.Ahora le resultaba más difícil. Cuandoel librero regresó, intentó empezar denuevo.

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—Tampoco a mí me preocupa si esusted culpable o inocente —prosiguióWalter pausadamente.

Kimmel, que estaba inclinado sobresu mesa escribiendo en un cuaderno denotas, volvió la cabeza hacia Walter.

—¿Y qué es lo que piensa? —inquirió.

Walter creía que era culpable;Corby, también; pero, a juicio de Walter,no actuaba como tal.

—¿Qué contesta? —repitió Kimmel,mientras llenaba su estilográfica—. Esde vital importancia su opinión, ¿nocree?

—Estoy convencido de que esculpable —repuso Walter—, pero no me

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importa. Kimmel se quedó confuso unosinstantes.

—¿Qué significa eso de que no leimporta?

—Pues el caso en general. Heirrumpido involuntariamente en su vida.La gente cree que yo también soyculpable, por lo menos la policía estáinvestigando como si creyese que lo soy.Nos encontramos en una situaciónparecida… —Walter se interrumpió,aunque no era eso todo lo que queríadecir. Esperó a que Kimmel contestaraalgo.

—¿Por qué cree que me importa sies inocente o no? —inquirió Kimmel.

Walter no respondió directamente a

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la pregunta. Tenía una cosa másimportante que exponerle.

—Quiero darle las gracias por algoque no tenía necesidad de hacer. Merefiero a no haberle contado a Corbyque ya había venido a verleanteriormente.

—No tiene importancia —contestóKimmel con gesto adusto.

—A usted no le hubiera favorecidomucho, y a mí me hubiese hecho muchodaño.

—Todavía puedo hacerlo, desdeluego —añadió Kimmel con frialdad.

Walter pestañeó como si le hubiesendado una bofetada.

—¿Es que piensa hacerlo?

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—¿Tengo alguna razón paraprotegerlo? ¿Se ha dado cuenta de loque me ha hecho usted a mí?

—Sí.—¿Se ha dado cuenta de que esto

seguirá adelante indefinidamente paramí y probablemente para usted también?

—Sí —repitió Walter. Lo cierto eraque no lo creía así. Contestaba aKimmel como un niño a quien reprendenpor alguna mala acción. Se preparó paraseguir contestando a más preguntas, peroel otro ya no formuló ninguna más.

—¿Mató a su esposa? —le espetóWalter.

Podía ver la gruesa comisura de suslabios temblar ligeramente al esbozar

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una sonrisa de incredulidad.—Pero ¿es posible que sea usted tan

estúpido que crea que voy a decírselo?—Quiero saberlo —prosiguió

Walter, inclinándose hacia delante—.No es desde el punto de vista de lapolicía, con el afán de demostrar suculpabilidad o no. Esto me tienecompletamente sin cuidado. Sólo quierosaberlo.

Walter esperó, observando aKimmel. Presintió que iba a contestarle,que todo, su vida, su destino y su futuro,gravitaban como una roca en el borde deun precipicio, y que la respuesta deKimmel iba a decidir si caería o no.

—A usted no le importa que

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demuestren mi culpabilidad —replicóKimmel, irritado, con voz susurrante—.Cada movimiento suyo, incluido elhaber venido aquí, es un paso que dapara condenarme.

—Usted me ha protegido a mí; novoy a traicionarle.

—No se lo diría jamás. ¿Cree que sepuede confiar en algo? ¿Ni siquiera enla inocencia de un hombre?

—Sí, en este caso.—No soy culpable —repuso.Walter no lo creyó, pero se dio

cuenta de que Kimmel había llegado aun estado mental en que se creíarealmente inocente. Walter lo adivinabaen su arrogante y agresiva figura, en las

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penetrantes miradas que le dirigía y queparecían fascinarle.

De pronto, se dijo a sí mismo queestaba deseando que Kimmel fueseculpable, cuando en realidad todavíahabía posibilidades de que no lo fuese;esta posibilidad aterraba a Walter.

—¿Nunca pasó por su imaginaciónel realizarlo?

—¿Matar a mi esposa? —gruñó másque dijo—. No, ¡pero por la suya sí!

—Pero no fue cuando recorté lanoticia del periódico. Lo hice por otrarazón. Admito que pensé en laposibilidad de que fuera usted quien laasesinó e incluso que también pasó pormi imaginación matar a la mía. Y no lo

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hice. Tiene que creerme —Walter seinclinó sobre un ángulo de la mesa.

—¿Por qué tengo que creer todo loque usted diga?

Walter no contestó.—¿Y ahora me culpa a mí de sus

problemas? —inquirió Kimmel,impaciente.

—De ningún modo. Si fuiculpable…, culpable con elpensamiento…

—¡Un momento! —exclamó Kimmeldesde la mesa—. ¿Viene de Wainwirght?—Kimmel se dirigió hacia la tienda,donde Walter vio a un hombre con uncajón de libros al hombro.

Walter se quedó mirando al suelo,

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exhausto, incapaz de continuar diciendolo que pensaba, dándose cuenta de quetodo había sido inútil, que el resultadode su visita había sido nulo. Se veía allíclavado como un mal actor en elescenario, cuando a pesar de lossilbidos y los gritos para que se retire,continúa allí como una estatua,mortificado y lleno de vergüenza.Cuando Kimmel regresó, procurórehacerse y probar de nuevo.

El librero llevaba unos recibos en lamano. Firmó uno, le puso un sello alotro y después entregó al portador elpapel firmado. A continuación se volvióhacia Walter.

—Será mejor que se largue. No

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sabemos cuándo puede ocurrírsele aCorby aparecer por aquí. No creo leguste.

—Una última cosa.—¿Cuál?—Creo… creo que en cierto sentido

ambos somos culpables.—Repito que yo no lo soy.El incisivo diálogo continuó en voz

baja.—Sigo creyendo que lo es —

prosiguió Walter; luego le espetó—: Yale he dicho lo que pensaba; lo que quizáhubiera hecho aquella noche si hubiesevisto a mi esposa. ¡Pero no la vi! ¡Nopude encontrarla! —se inclinó haciaKimmel—. Tenía que decírselo, y no me

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importa el uso que pueda hacer de ello;puede decírselo a la policía, si quiere,¿se entera? Los dos somos culpables, yen cierto modo participo yo también desu delito. —Pero Walter se daba cuentade que era solamente su convicción en laculpabilidad de Kimmel lo que pesabaen la balanza, no la culpa misma, ya queno estaba demostrada.

—¡Usted es la causa de mi pecado!—terminó diciendo Walter.

La mano de Kimmel se levantórápida.

—¡Cállese!Walter no se había dado cuenta de lo

fuerte que estaba hablando. Todavíaquedaba una persona en la librería.

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—Lo siento —murmuró contrito—;lo siento mucho.

Kimmel desarrugó ligeramente elceño. Apoyó su pesada humanidad sobreel borde de la mesa y fue recogiendovarias notas una por una, con petulantegesto. Walter tuvo la sensación dehaberle visto este gesto anteriormente.Kimmel, enarcando las cejas, miró haciala puerta de salida y luego, volviéndosehacia Walter, le dijo:

—Le comprendo, pero esto nomejora las cosas. Usted me desagradaprofundamente. —Kimmel seinterrumpió un momento; parecíaesperar que su cólera llegara a latemperatura de ebullición—. Hubiera

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deseado que jamás hubiese puesto lospies en esta casa, ¿me comprende ahora?

—Desde luego —repuso Walter.Ahora se sentía extrañamente tranquilo.

—¡Y estoy deseando que se marchecuanto antes!

—Ya me marcho. —Walter sonrióligeramente. Dirigió una última mirada asu figura maciza, al círculo brillante desus gafas y al despectivo rictus de suslabios, y, dando media vuelta, se dirigióhacia la salida.

Siguió caminando rápidamente hastallegar a la esquina donde habíapermanecido indeciso antes de entrar. Sedetuvo para volver a recordar la escenacon cierta sensación de alivio. Se puso

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un cigarrillo en los labios y acontinuación lo encendió. El humo teníauna fragancia que no habíaexperimentado en muchos días. Sevolvió a poner el cigarrillo entre loslabios y se dirigió seguidamente haciasu coche.

Estaba más seguro que nunca de laculpabilidad de Kimmel, aunque nohabía pasado nada concreto que lehiciera pensar eso. «Ya le dije que nosoy culpable», la voz de Kimmel seguíaresonando en sus oídos en el tono másveraz. «Le comprendo, pero eso nomejora en nada las cosas; me desagradausted profundamente…»

Walter, sin saber por qué, se sentía

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como liberado de algo que no podíaprecisar. ¡A Kimmel no le importaba siera inocente o no! Se encontraba mástranquilo, aunque no acababa decomprender que la razón era el sentirsedescargado de la preocupación de queKimmel no le quisiera recibir. ¿Por quédiablos tenía que escucharle? ¿Quéclase de confesión era la de inocencia?

«Es igualmente delictivo el solopensamiento de querer matar a Clara —pensaba Walter, como tantas veces habíahecho anteriormente—. Es igual decondenable el solo intento de asesinarla,aunque no le hubiera puesto un dedoencima.»

Walter se daba cuenta de que sus

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pensamientos giraban en un peligrosotorbellino. Había pensado contarle aEllie la conversación con Kimmelporque había sido una buena cosa, algode lo que se sentía satisfecho. Queríaque ella conociera esta entrevista conKimmel, que participara de susatisfacción, porque la quería. ¿O quizáno? Recordaba cuando la semanaanterior Ellie esperaba que pasara lanoche en su apartamento, y él insistió enmarcharse a casa.

No es que eso demostrara nada, peroel modo de rehusar le parecía egoísta einsensible. Ahora se sentía avergonzadode ello, y avergonzado también de laprimera noche que pasó con ella,

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todavía en vida de Clara. Durante unosinstantes, como para justificarse, tratóde recordar las vidriosas relaciones queexistían durante aquellos días entre él yClara, sus acusaciones, que no hicieronmás que llevarlo hacia Ellie.

Walter se quedó con la mano en laportezuela del coche, tratando decoordinar sus pensamientos. Se sentíaconfuso otra vez, como fuera de rumbo,fuera de la ruta que se había marcado.¿Se habría equivocado de nuevohablando a Kimmel? El peligro que ellohabía implicado se le aparecía ahoracon toda claridad. Miró a su alrededorcon el miedo de ver aparecer a Corby ala vuelta de la esquina.

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Se metió en el coche para alejarsede allí. Eran sólo las 4.10, pero noquería regresar a la oficina. Aúnfaltaban cerca de cuatro horas para ir arecoger a Ellie. ¿Y si ella le habíallamado aquella tarde a la oficina? Nosolía hacerlo con frecuencia, pero sí devez en cuando. Incluso en la oficinahabía dado un pretexto. Le había dicho aDick que salía para realizar una o dosgestiones y que probablemente novolvería. Si Ellie llamaba, se figuraríaque estaba otra vez con Corby.Seguramente no le creería aquella nochecuando le dijese dónde había estado.

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Walter esperó en el coche junto a lacurva del camino que iba desde laentrada hasta el edificio central delcolegio. Sólo se veían cuatro o cincocoches aparcados. Todos estabanvacíos; uno de ellos era un Boadiceacon capota de lona.

Walter sintió cierto reparo enquedarse allí, miedo de que alguienconocido le viera: los Ireton o losRoger. Habrían adivinado, naturalmente,que estaba esperando a Ellie, pero losensayos terminaban a las seis y sabíaque solamente salían los profesionales.

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Esta sensación de vergüenza ya lahabía presentido en otras ocasiones, y sehabía prometido que si alguna vez iba arecoger a Ellie, lo haría con la cabezabien alta.

Cuando la vio salir por la puerta,bajó del coche y fue a su encuentro.Walter quiso que ella dejara su coche enLennert, y se fueran en el suyo, peroEllie insistió en llevárselo. Queríaahorrarle el trayecto hasta Lennert yregresar de noche.

Se dirigieron a la casa de Walter yse pusieron a cenar inmediatamente,porque ambos estaban hambrientos.Walter tenía algo de beber en la cocina.Ellie aseguró que se encontraba

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demasiado cansada para beber, perosiguió entreteniendo con su charla aWalter. Le estuvo hablando de losimpedimentos de la señora Pierson, lacajera del colegio, para facilitar elimporte de los vestidos necesarios parala representación de Hansel y Gretel.Aquella tarde, las brujas habían salido aescena con faldas y sin nada en lacabeza.

—Tuve que mostrarle aquel grupode niños medio desnudos en elescenario, para que me creyera. —Elliedijo esto estallando en una francacarcajada—. Por fin lo conseguí.Cincuenta y cinco dólares más.

Le gustaba oír a Ellie reírse. Era una

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risa estrepitosa y franca que llenaba lasala con sus vibraciones, como lasvigorosas cuerdas que pulsaba cuandoterminaba una sesión de violín.

Colocaron una mesa portátil en elliving. Se acababan de sentar cuandosonó el timbre de la puerta. Walter fue aabrir.

Eran los Ireton, que se deshicieronen disculpas por haber irrumpido enplena cena, pero al cabo de un momentose sentaron muy satisfechos.

—Me he enterado de que tocaráusted el piano el Día de Acción deGracias en la función del Harridge —ledijo Betty a Ellie—. Yo voy con laseñora Agnew. ¿La conoce? Es la madre

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de Florence.—¡Oh! Sí —exclamó Ellie,

recordando—. Florence forma parte delcoro.

—La mía es demasiado pequeñatodavía para ir al colegio.

Betty se mostraba demasiadofamiliar. Walter se limpiaba los labioscuidadosamente. Ellie casi no llevabacarmín.

—¿Cómo van tus asuntos, Walt? —Bill se inclinó hacia adelante, acercandosu rudo rostro a Walter.

—Como siempre —repuso.—¿Hace mucho que no has visto a

Joel y Ernestine?—Pues sí. La semana pasada pude ir

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a su casa, cuando me invitaron, norecuerdo con qué motivo.

—Una fiesta por la tarde —dijo Bill—. Asistió gente bastante ordinaria paraun cocktail, y la fiesta empezó a lascuatro.

Por lo menos había sido invitado,pensó Walter. Recordó entonces que nohabía oído nada sobre las fiestas conmotivo del Día de Acción de Gracias, nide Navidades. Ordinariamente, por estasfechas se celebran ya reuniones de todasclases, incluso la fiesta del trineo, sicaía alguna nevada. Walter estabaseguro de que habrían hablado de ello,pero a él no le habían dicho nada.

Walter había estado comiendo

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despacio y un poco molesto. Por fin dejóel cuchillo y el tenedor. Betty y Elliehablaban cordialmente sobre lasventajas de estar acompañado y laconveniencia de que Walter cambiara deambiente.

Walter observaba que el silencio quede vez en cuando reinaba entre él y Billestaba cargado de palabras: Clara haciaescasamente un mes que había muerto, yallí estaba Ellie sentada, cenando. Haríaunos quince días, los vieron una tarde aEllie y a él, de compras por elsupermercado de Benedict. Walterrecordaba todavía que Bill se habíalimitado a saludarles con la mano, sinacercarse.

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—¿Has tenido más entrevistasdesagradables con la policía? —preguntó Bill.

—No —repuso—. ¿Y tú?—No, pero creo que te interesará

saber que Corby estuvo hablando conlos socios del club —le dijo Bill en vozbaja, para no interrumpir laconversación entre su esposa y Ellie—.Me lo dijo Sonny Colé. Habló conSonny y Marvin Hays, y también conRalph —Bill sonrió ligeramente.

Walter apenas recordaba que Ralphera el nombre del barman del club.

—Es desagradable —comentóWalter tranquilamente—. ¿Qué saben demí? Hace meses que no piso el club.

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—Si no era sobre ti, al menos esome figuro. Estuvieron preguntando,bueno, ese sobre mil cosas. Por lo visto,quieren averiguar si se trató de unsuicidio o si alguien la asesinó. Yo creoque rondan por aquí en busca deposibles enemigos suyos. —Bill semiraba las manos, y las apretaba unacontra otra.

Walter sabía que Corby había hechopreguntas sobre él, pero no sobreposibles enemigos. Observó que Betty yEllie les estaban escuchando también.

Y él se encontraba en la parada delautobús. Todo el mundo lo sabía ya.Walter notaba que todos estabanesperando que repitiera por milésima

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vez que él no había sido. Esperaban aver el tono con que lo decía esta vez,recordarlo en casa, paladearlo,analizarlo, y luego decidir si les parecíacierto o no. O quizá no decidirse porcompleto. Incluso Ellie, pensó Walter.Por eso guardó un obstinado silencio.

—Corby estuvo en casa otra vez —continuó Bill con el mismo tonoimpasible, muy distinto del amistoso einteresado que había demostrado laprimera vez que le telefoneó parahablarle de Corby—. Me contó quehabía encontrado un recorte deperiódico en tu álbum sobre el casoKimmel.

Bill lo citó como si se supiera de

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cabo a rabo el caso Kimmel. Waltermiró a Ellie, vio en su miradaexpectante que esperaba su respuestauna mirada peor todavía que la malsanacuriosidad de los Ireton.

—Corby cree que hay muchasemejanza entre ambos casos —prosiguió Bill, un poco confuso—. Seríamejor que no lo hubiese, creo yo.

—¿Qué quieres decir? —interrogóWalter.

—Sencillamente, que las cosasparecen ponerse feas, ¿no te parece? —En los ojos de Bill se reflejaba ahorauna especie de miedo contenido, comosi temiera que Walter fuera a saltarsobre él para golpearle.

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«Es peor que si Corby hubierainformado a la prensa», pensó Walter.Se lo estaba contando a todo el mundo,incrustando la idea de que era unaprueba condenatoria de vitalimportancia, demasiado secreta yexplosiva para imprimirla.

—Ya le expliqué las razones aCorby, y resultaron de su completasatisfacción —repuso Walter, buscandolos cigarrillos—. No es jugar limpio porparte de Corby el querer dar a entenderque el hecho resulta sospechoso. Tratade hacer ver que Kimmel y yo podemosser asesinos. No se ha probado laculpabilidad de Kimmel, y ni siquiera lehan procesado, y a mí exactamente lo

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mismo.Betty Ireton estaba sentada con el

cuerpo erguido, atendiendo con loscinco sentidos.

—Cree que Kimmel siguió a suesposa —añadió Bill para seguir tirandode la hebra—, y la mató aquella nocheen la…

—¡Eso no se ha demostrado! —atajóWalter.

—¿Quieres un cigarrillo? —inquirióEllie.

Walter no encontraba sus cigarrillos,y cogió el que le ofrecía Ellie.

—No veo ningún parecido en micaso con el de Kimmel, excepto queambas esposas murieron cuando

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viajaban en autobús.—¡Por Dios, Walter! ¡Si nadie

sospecha de ti! —exclamó Betty,tratando de tranquilizarlo.

Walter se quedó mirándola.—¿De verdad? Entonces, ¿qué es lo

que estáis haciendo? ¿Os imagináis loque significa contar la misma historiacientos de veces, detalle por detalle, yque todavía no te crean? Desde luego, lapolicía sí me cree. Es Corby el únicoque duda, o pretende dudar. Lo quedebería hacer es pedir protección a lapolicía contra Corby.

Desde luego ya lo había intentado,pero no hay forma de contener a undetective cuando investiga un caso.

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—Walter… —le dijo Ellie,intentando tranquilizarlo.

Walter se quedó mirando el mantel;sus temblorosas manos le ponían másnervioso todavía. El súbito silencio quese hizo entre ellos lo dejó confuso.Sentía deseos de decirles a gritos que siseguía repitiendo la historia una y otravez, terminaría por dudar incluso élmismo, porque las palabras dichastantas veces perdían su significado. Esoera algo fundamental, pero no podíadecírselo porque lo hubieraninterpretado de la forma más torcida;incluso Ellie.

Walter se levantó de la mesa y sealejó unos pasos; luego, se volvió.

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—Bill, no sé si Corby te dijo queClara intentó matarse en setiembrepasado.

—No —dijo Bill, solemnemente.—Se tomó una gran dosis de un

somnífero. Por eso estuvo internada enel hospital. Llevaba la idea del suicidioen la mente. No pensaba decirlo, pero envista de esto… creo que deberíassaberlo.

—Bueno, la verdad es que algo oí—reconoció Bill.

—Oímos algunos comentarios —corrigió Betty, cuidadosamente—. Creoque fue Ernestine la que nos lo dijo. Sefiguró eso, nada con certeza, pero ella esmuy intuitiva en estas cosas. Se dio

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cuenta de que Clara no se encontrababien. —Betty habló con el respeto ydecoro debido a los muertos.

Betty y Bill siguieron mirándolo enactitud expectante, cosa que sorprendióa Walter. Pensaba que lo del suicidio lesdejaría bien sentado que se mató ellamisma. Sin embargo, lo estaban mirandocon la misma actitud de reserva delprincipio.

—¡Me gustaría saber lo que tengoque hacer! —exclamó Walter—. ¿Quiénva a demostrar nada en un caso comoéste?

—Walter, yo no creo que sospechenrealmente de ti —replicó Betty—. Notienes por qué estar nervioso.

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—Eso es muy fácil de decir. A mí nome gustaría enfrentarme con Corby —dijo Bill—. Creo suponer lo que trata dehacer.

—Seguramente te lo habrá explicado—repuso Walter—. Se lo dice a todo elmundo.

—Tengo que decirte, Walter, que aCorby le dije que estaba completamenteseguro de que tú no habías hecho unacosa semejante. Ya sé que hay gente queno piensa lo mismo, pero mi opinión esésa. —Bill gesticulaba con las manosabiertas, pero sin darle gran énfasis a laexpresión—. Aunque no la hubierasseguido, nunca hubieras sido capaz dematarla.

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A Walter le parecían palabras sinsentido, incongruentes, y además faltasde sinceridad. Ni siquiera estaba segurode que Bill le hubiera dicho aquello aCorby.

Walter se tragó lo que pensabacontestar sobre el policía, y solamentemusitó entre dientes un entrecortado«gracias».

Hubo otra pausa. Bill miró a Betty,cambiaron una larga y expresiva miraday, a continuación, se levantó.

—Creo que ya es hora demarcharnos, cariño —Bill siempretomaba la iniciativa para marcharse.

Betty se levantó obedientemente.Walter los cogió casi físicamente

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para decirles una última palabra quequizá les decidiera a creerle. Losconsideraba los mejores amigos de lavecindad. Fue con ellos hasta la puerta,envarado, con las manos en los bolsillosde la chaqueta. Estaban dispuestos avolverse contra él. En realidad, ya loestaban. El deporte favorito, de la razahumana: cazarse los unos a los otros.

—¡Buenas noches! —les dijoWalter. Procuró darle un tonodespreocupado y alegre a su voz.

Después cerró la puerta y se volvióhacia Ellie.

—¿Qué piensas de todo esto?—Han reaccionado como la mayoría

de la gente. Créeme, Walter.

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Probablemente, mejor que la mayoría.—Bueno, ¿has visto algo malo

contra mí?—No, nada. —Empezó a limpiar la

mesa—. Si lo hubiera visto, te lo diría.Por el tono, Walter comprendió que

quería cambiar de tema.«Pero si no puedo hablar contigo —

pensó él—, ¿con quién voy a hacerlo?»Se imaginaba contándole a John lo

del recorte, y Walter sintió que se lerevolvían las tripas. Veía a John pasarde la duda a la certeza.

Se puso a ayudar a Ellie a retirar lascosas de la mesa, aunque ya casi habíaterminado. Sabía poner cada cosa en susitio, y era más rápida que Claudia. La

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cafetera ya estaba puesta al fuego, yEllie se dispuso a fregar los platos, peroWalter le dijo que los dejara para el díasiguiente.

Cuando fueron a la cocina, el café yaestaba hecho, y se lo llevaron a la salita.Walter lo sirvió.

Ellie se sentó y apoyó la cabeza conaire cansado sobre el respaldo del sofá.La luz del extremo del sofá iluminabasus pómulos, sus rasgos eslavos. Estabamás delgada que durante el verano, yhabía perdido casi por completo elcolor tostado de su piel, pero Walter laencontraba más atractiva que nunca.

Cuando se inclinó sobre ella, abriólos ojos. Él la besó en los labios. Ellie

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sonrió, pero con cierto aire deperplejidad en sus ojos, como si nosupiera cómo comportarse con él. Lepasó el brazo por el hombro y la atrajohacia sí, sin decir nada. Él siguiótambién silencioso. La volvió a besar enla frente, en los labios, sintiendo comouna especie de bienestar físico alestrecharla en sus brazos.

No era, sin embargo, buen síntomaque sintieran deseos de hablar, pensó, nitampoco consideraba oportuno besarlade aquel modo… sólo porque la teníaallí y porque ella lo estaba deseandofísicamente. Lo adivinaba por la tensiónde su cuerpo y la forma de volversehacia él. No le incitaba a ello, pero

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continuó estrechándola en sus brazos ybesándola cariñosamente.

Cuando Ellie se levantó para cogerun cigarrillo, Walter percibió suansiedad; como si Ellie tirase de él conuna fuerza invisible, acortando elespacio que los separaba. Se puso depie para encenderle el cigarrillo y ellale rodeó el cuello con los brazos.

—Walter —susurró—. Quieroquedarme esta noche aquí contigo.

—No puede ser. Aquí, no.Sus brazos se apretaron más

alrededor de su cuello.—Vamos a mi apartamento

entonces…, por favor.El tono suplicante de su voz lo

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dejaba confuso. Sentía vergüenza de supropia confusión.

—No puedo, Ellie. No puedo…todavía. ¿No lo comprendes? —Entonces le tomó las manos.

Lentamente, Ellie cogió elencendedor y se encendió ella misma elcigarrillo.

—No. No lo comprendo demasiado,pero tendré que intentarlo.

Walter se quedó parado, sin decirpalabra. No era el lugar, ni siquiera laindiferencia de aquellos momentos loque debía explicarse, pensó Walter. Loque le hacía permanecer callado era elno poder decirle que, en otro momento,hubiera sido todo muy diferente, y que

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no tenía ningún propósito determinadoen lo que a ella se refería.

—Será una gran suerte el día quecoincidamos en nuestros sentimientos —dijo ella, mirándolo de soslayosonriendo. Había humor en su sonrisa—.Así que cogeré mi Boadicea… y memarcharé a casita.

—Quisiera que no fuese así.—Y yo también —repuso, mientras

recogía sus cosas.No era un comportamiento digno, se

decía a sí mismo, el atraerla a su ladodeliberadamente y luego ofenderla deaquel modo.

La siguió hasta el coche. Ella le diocariñosamente las buenas noches desde

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la ventanilla, pero no se esperó a que labesara.

Walter regresó al interior de la vacíacasa. ¿Acaso la traía allí intentandosalvar la barrera que parecía levantarseentre ambos?, se preguntaba Walter. Lacasa no le deprimía; pero estando conEllie, sí. Sabía que nunca se encontraríaa gusto con Ellie bajo aquel techo,porque Clara estaba allí, seguía allítodavía.

Claudia había arreglado lahabitación, y había cambiado algunascosas sin consultárselo. La cama estabaen el rincón, y el tocador de Clara,vacío de frascos y cosméticos, con sólola fotografía de ambos, entre las dos

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ventanas frontales. El armario estaba,sin embargo, lleno de maletas; susvestidos pendían todavía de las perchas.Tenía que hacer algo con ellos, lo antesposible. Dárselos a Claudia, para ella opara que los regalara.

Sonó el teléfono; Walter seencontraba en el living. Tuvo lasensación casi segura, como si se tratasede una voz, de que era Corby quienllamaba. Al cuarto timbrazo tuvo elimpulso de acercarse a contestar, perono lo hizo; se quedó rígido, escuchando,hasta que por fin, después de una docenade llamadas, el teléfono calló.

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29

Unas cinco horas más tarde, Kimmel fuedespertado en su casa por el tenienteLawrence Corby; tuvo que vestirse atoda prisa y corriendo dirigirse con él ala comisaría de Newark.

Con las prisas no tuvo tiempo deponerse ropa interior. La lana del trajele rozaba en su delicada epidermis, ypor otra parte se sentía casi desnudo.

La Comisaría de Policía era unedificio sombrío, con una escalera dedos rellanos que daba acceso a laentrada principal. La disposición de lospeldaños le hizo pensar a Kimmel en

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una palabra: escalinata; y en el palaciode Belvedere de Viena, que tenía unosescalones parecidos, aunque la tétricaarquitectura ochocentista de esteedificio hacía desagradable lacomparación.

A medida que iba subiendo losescalones, Kimmel iba repitiendomentalmente: «escalinata, escalinata,escalinata…» con aterrada sugestión,como tratando de sustraerse alpensamiento de lo que pudiera pasardentro del edificio.

La sala adonde lo llevó Corby, alotro extremo de un patio, estaba chapadade pequeños azulejos blancos de formahexagonal, como un inmenso cuarto de

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baño. Kimmel se quedó bajo la luz. Sureflejo sobre los azulejos le hacíaparpadear. En la sala no había más queuna mesa.

—¿Cree que Stackhouse esculpable? —preguntó Corby.

Kimmel quedó perplejo y se encogióde hombros.

—¿Qué cree? —insistió el detective—. Todo el mundo tiene formada suopinión sobre Stackhouse.

—Mi querido teniente Corby —dijoKimmel con empaque—, usted cree quetodo el mundo está fascinado por elasesinato, y que no descansará hasta queel asesino sea llevado a los tribunales…¡por usted! ¿A quién va a importarle si

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Stackhouse es culpable o no?—¿Qué le dijo Stackhouse?

Estuvieron bastante rato hablando.—Eso es todo.—¿Qué más le dijo? —En la vacía

casa, este comentario retembló como unfuerte pistoletazo.

—Eso es todo —repitió Kimmel condignidad. Sus gruesas manos cruzadassobre el vientre se retorcían casinerviosamente.

—¿Así que Stackhouse empleó cercade veinte minutos en disculparse?

—Fuimos interrumpidos variasveces. Pasamos a mi despacho yestuvimos charlando unos minutos.

—Conque charlando, ¿eh? Él le

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diría: «Siento mucho, señor Kimmel, elhaberle ocasionado todas estasmolestias.» Usted naturalmente lecontestó: «¡Oh, no tiene importancia,señor Stackhouse! No le guardo rencor.»Le ofrecería después un cigarro,¿verdad?

—Le dije —repuso Kimmel— queno creía que ninguno de los dos tuviesenada que temer, pero que seríaconveniente que no viniera a verme denuevo, porque usted lo interpretaríatorcidamente.

Corby se echó a reír.Kimmel irguió la cabeza, miró a la

pared y permaneció inmóvil, aexcepción de las manos cuyos dedos

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movía nerviosamente. Estaba apoyadosobre un pie, manteniendo relajado elotro y con el cuerpo ligeramente vueltohacia Corby. Kimmel recordaba que erala misma postura que adoptaba en elbaño, cuando se ponía frente al espejo.La había adoptado sin darse cuenta, conla inconsciente sensación de que le haríaindestructible contra los ataquesexternos. Estaba inmóvil, comoparalizado.

—Culpable o no, usted sabe queStackhouse le apuntaba con el dedo austed, ¿no es cierto?

—Eso es lógico; no creo que hayanecesidad de repetirlo —afirmóKimmel.

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Corby siguió balanceando la pierna.La sencilla mesa de madera tenía uncierto parecido con las antiguas mesasde operaciones. Kimmel se puso apensar si Corby le iría a gratificar comofinal con unas cuantas llaves de jiu-jitsu.

—¿Le explicó por qué tenía elrecorte de periódico? —indagó elpolicía.

—No.—¿No hizo entonces una confesión

completa?—No tenía nada que confesar. Dijo

que lamentaba el haber atraído lapolicía hacia mí.

—Stackhouse tiene mucho queconfesar —replicó Corby—. Para una

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persona que es inocente, su actitudresulta muy peculiar. ¿Le dijo por quésiguió al autobús de su esposa aquellanoche?

—No —contestó Kimmel en elmismo tono indiferente.

—Quizá pueda decírmelo usted.Kimmel se mordió los labios,

porque le temblaban ligeramente. Estabaharto del interrogatorio de Corby.Stackhouse también sería machacado apreguntas. Por un momento sintió ciertasimpatía por él. Había creído lo queStackhouse le había dicho. No creía quefuese culpable.

—Sin duda de mi declaración sobrelo que Stackhouse me dijo, debió enviar

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un espía a escuchar a la tienda.—Sabemos que es usted experto en

detectar a la policía, y hubiera avisado aStackhouse para que no hablase. Peroambos acabarán por hablar, se loaseguro.

Corby se dirigió hacia Kimmel,sonriendo. Se le veía fresco ydescansado. Tenía un turno de noche,según dijo.

—Está protegiendo a Stackhouse,¿verdad? Le resultan simpáticos losasesinos, ¿eh?

—No creí que pensara que fuese unasesino.

—Desde que encontré el resorte locreo. Se lo dije tan pronto lo vi.

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—Creo que deja usted todavíamucho espacio a la duda en el casoStackhouse, pero no quiere jugar limpiocon él porque ha decidido convertirle enun caso espectacular —replicó Kimmel,elevando la voz por encima de la deCorby—. ¡Aunque tuviera que inventarel asesinato!

—Oiga, Kimmel —le espetó elpolicía—, ya no he inventado la muertede su esposa.

—¡Pero ha inventado miparticipación en ella!

—¿Ha visto usted a Stackhouse antesde que yo le llevara a su tienda?

—No.—Pensé que incluso le podía haber

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visitado.Kimmel se preguntaba si Stackhouse

había sido lo suficientemente estúpidopara decírselo.

—No —dijo con menos firmeza. Sequitó las gafas, sopló en ellas y se buscóel pañuelo para limpiarlas; al noencontrarlo, se las pasó por las mangasde la camisa.

—Me imagino a Stackhouseentrando en su librería a verle, inclusoexpresando su simpatía por usted,observándolo para ver si efectivamentetenía aspecto de asesino…, y desdeluego lo tiene.

Kimmel se puso las gafas yrecompuso el rostro pero el miedo había

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empezado a hacerle mella como unadébil llama. Sintió unos deseos locos deechar a correr. Hasta la aparición deCorby, Kimmel había sentido lasensación de una invulnerableinmunidad. Ahora era él quien parecíadotado de poderes sobrenaturales comoun Némesis.

Corby no actuaba con rectitud; susmétodos no eran los que comúnmente seasocian con la justicia, pero seaprovechaba de la inmunidad que lajusticia oficial le otorgaba.

—¿Ya se ha arreglado las gafas? —interrogó el teniente dirigiéndose haciaél con los puños en las caderas,echándose hacia atrás el abrigo

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desabrochado.Se detuvo junto a él.—Kimmel, voy a hacerle confesar.

Tony cree ya que usted mató a Helen.¿Sabía esto?

Kimmel no se movió. Se sintiófísicamente asustado de Corby… y estolo enfurecía porque Corby era unalfeñique. Tenía miedo de encontrarse asolas con él en aquella habitación, sinnadie a quien pedir ayuda, aterrado deque lo lanzase contra los azulejos delsuelo, que parecía el de un matadero. Seimaginaba la más espeluznante tortura enaquella habitación. Creía que la policíalimpiaba la sangre de las paredesdespués de «interrogar» a alguien.

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Kimmel, de pronto, sintió necesidad deir al lavabo.

—Tony está colaborando connosotros —le espetó el detectiveacercando su rostro al de Kimmel—.Recuerda cosas como la que usted dijounos días antes de asesinar a su esposa,de que hay muchos medios dedeshacerse de una mala esposa.

Kimmel lo recordaba. Estabasentado con Tony en Oyster Housetomando cerveza. Tony había llegadocon algunos de sus jóvenes amigos, y sehabía sentado con él sin que nadie leinvitará. Kimmel le había hablado deaquella forma porque se sentía molestoal ver sentarse cómodamente a Tony con

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él, sin que nadie se lo hubiera dicho.—¿Qué más recordaba Tony? —

preguntó Kimmel.—Recuerda también que se acercó

por su casa después del cine, y que ustedno estaba. No llegó hasta bien pasada lamedianoche, Kimmel. ¿Qué pasaría situviera que demostrar dónde pasóaquellas horas?

Kimmel se echó a reír.—¡Es absurdo! Sé que Tony no vino

por casa. Es absurdo tratar dereconstruir todos los hechos ni siquieradel día más tranquilo que se puedaimaginar, y mucho menos tres mesesdespués, cuando todo el mundo lo haolvidado.

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—Conque el día más tranquilo, ¿eh?Corby encendió un cigarrillo. De

repente, su mano salió disparada haciala mejilla izquierda de Kimmel.

Kimmel quería quitarse las gafasantes de que fuese demasiado tarde,pero siguió inmóvil. Y sintió el agudo yhumillante dolor en la mejilla.

—Sacudirle fuerte es la única formade hacerle comprender, ¿verdad,Kimmel? Las palabras y los hechos nole afectan en absoluto porque es unanormal. Se niega a darles significado.¡Vive encerrado en su mundo privado, yel único medio de sacarlo de él es afuerza de golpes! —Y Corby volvió alevantar la mano.

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Kimmel trató instintivamente deesquivar el golpe, pero Corby no lodescargó esta vez; se limitó a quitarlelas gafas. Kimmel sintió que se lasarrancaba de un tirón. De repente la salase le desenfocó y se le cubrió todo deuna ligera neblina. Trató de distinguir lomás claramente posible la borrosasilueta de Corby moviéndose sobre lamesa, e instintivamente se llevó la manoal rostro.

Corby volvió a la carga.—¿Por qué no quiere admitir que

Stackhouse es culpable? ¿Por qué noadmite que le dijo lo suficiente comopara estar convencido de ello? ¿No meirá a hacer creer que le tiene tanta

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simpatía como para tratar de protegerlo?—Los dos somos inocentes y nos

hallamos en situación parecida —dijoKimmel con voz monótona—; eso es loque vino a decirme.

Corby le golpeó en el estómago.Kimmel se dobló hacia adelante comocuando le golpeó en su casa; esperó elempujón lanzándolo al suelo, pero nollegó. Siguió inclinado, tratando derecobrar el aliento poco a poco. Alfijarse en el suelo, vio pequeñasmanchas negruzcas que iban aumentandogradualmente; se dio cuenta de quesangraba por la nariz. Tuvo que abrir laboca para respirar, y percibió undesagradable sabor como a naranja

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salada.Corby se movía a su alrededor, y

Kimmel seguía su borrosa silueta con lamirada, situándose siempre frente a él.De pronto, se sonó con fuerza y sacudióla sangre de la mano contra el suelo ylas paredes.

—¿No quería ver sangre en el suelo?—le gritó Kimmel—. ¡Podría llenar lasparedes con la de los hombres que habrátorturado!

Corby lo cogió por los hombros, y leclavó la rodilla en el estómago.

Kimmel cayó de rodillas, se apoyócon las manos en el suelo y resolló denuevo para tomar aliento, pero másdolorido que antes.

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—¡Admita que Stackhouse esculpable!

Kimmel no le hizo el menor caso. Sumente estaba totalmente ocupada en suspropios sinsabores. Incluso elrecobrarse era un proceso involuntario,como una serie de dolorosos resoplidos.Entonces Corby, dándole una patada, lehizo rodar por el suelo. Se quedóapoyado sobre una cadera, con la cabezalevantada.

—¡Levántese, pedazo de cerdo! —leespetó el policía.

Kimmel no quería levantarse, peroCorby le sacudió una patada en lasposaderas. Kimmel se apoyó primerosobre las rodillas y luego, lentamente, se

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fue irguiendo. Nunca se había sentidotan débil ni pasivo. Cuanto más se leacercaba Corby, más indefenso sesentía, como si el policía lo tuviesehipnotizado.

Esperó el siguiente golpe, ypresintió que sería en la oreja. Como sihubiera leído sus pensamientos, Corbyle sacudió en el lado izquierdo de lacabeza.

Kimmel dio un grito,estremeciéndose de vergüenza ante lahumillación que estaba sufriendo.

Oyó la risa de Corby.—¡Kimmel, se está ruborizando!

¿Quiere que cambiemos de tema?Podemos hablar por ejemplo de Helen.

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De aquella vez que le tiró a la basura suEncyclopaedia Britannica, sin maliciaalguna, claro. Me dijeron que habíapagado cincuenta y cinco dólares poraquel ejemplar de segunda mano, y en untiempo en que realmente no podíadisponer de ellos.

Kimmel oyó a Corby balancearsesobre los talones con aire triunfal,aunque él se sentía todavía demasiadoavergonzado para mirarlo. Hizo untremendo esfuerzo para pensar quién lepodría haber dicho lo de laEncyclopaedia Britannica, porqueaquello había ocurrido en Filadelfia.

—También me he enterado decuando Helen le hacía la manicura a sus

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amigas por puro gusto. Aquello a ustedle debía encantar: mujeres entrando ysaliendo en casa todo el día, sentándosea contar chismes horas enteras. Esto eslo que le convenció de que nuncaconseguiría elevar a Helen a su propionivel.

«Lo de hacer la manicura no durómás que un mes», recordó Kimmel. Miróde soslayo. Se estaba temiendo unsegundo ataque por parte de Corby.

—Incluso antes de eso —continuóCorby—, había llegado al extremo de nopoder tocarla. Le resultaba odiosa, ygradualmente esa repugnancia la fuetransfiriendo a las demás mujeres. Sedecía a sí mismo que odiaba a las

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mujeres porque eran estúpidas, y la másestúpida de todas era Helen. Eso eramuy raro en usted, que tan apasionadohabía sido de joven. ¿Aprendió todoesto en los libros de pornografía quepasaban por sus manos?

—¡Me está aburriendo! —barbotóKimmel.

—¿Qué es lo que le aburre? —Corby se le acercó más—. Se casó conHelen cuando tenía veinte años,demasiado joven realmente paraconocer nada de las mujeres, pero erademasiado religioso por entonces, ycreía que tenía la obligación de casarseantes de gozar de sus… Debe tener ustedun nombre para eso, ¿verdad, Kimmel?

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—¡Y le cuadra perfectamente austed! —exclamó Kimmel, limpiándosela boca con el dorso de la mano.

—¿Quiere las gafas?Kimmel las cogió y se las puso. La

habitación, lo mismo que la delgadafigura de Corby, aparecieron otra vezclaramente ante él.

—De todos modos, fue un día aciagopara Helen cuando se casó con usted.¡Qué lejos estaba de adivinarlo unachica sencilla como ella, procedente delos barrios bajos de Filadelfia! Se sintióimpotente ante ella. Aunque esto no fuemalo del todo, porque así podíacensurarla y complacerse odiándola.

—Yo no la odiaba —protestó

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Kimmel—. Era poco menos que unaretrasada mental, y no había nada quehacer con ella.

—No era retrasada mental —denegóCorby—. Bueno, para seguir con esto,una mujer con la que se llevó usted elgran chasco fue a contárselo todo aHelen, y ésta se lo echó en cara encuanto le vio.

—¡No es cierto! ¡No hubo ningunamujer!

—Sí la hubo. Se llamaba Laura. Hehablado con ella y me lo ha contadotodo. No le resulta simpático. Me dijoque usted se le había insinuado.

Kimmel sintió vergüenza al recordarlo que Corby le estaba diciendo. La

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tarde que llegó furtivamente alapartamento de Laura, cuando su maridoestaba trabajando. Siempre pensó quefue su sigilosa actuación lo que lo echótodo a perder, pero ya no tuvo valorpara intentarlo de nuevo después deaquello.

Laura fue al día siguiente acontárselo a Helen. Kimmel no la habíavisto, pero se figuraba la escena, porqueLaura cojeaba un poco y subía lasescaleras cogiéndose a la balaustrada.Kimmel se imaginaba a las dos mujeresburlándose de él, a grandes carcajadas,cubriéndose la boca con las manos comoniñas idiotas, avergonzadas de lo queacababan de decir.

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Helen le informó de la visita deLaura, aquella misma noche, y aúnseguía riendo entre dientes mientras lomiraba con el rabillo del ojo.

—Después de esto creyó que todo elmundo se enteraría, y por eso se vino aNewark. El último episodio fue aquí, enNewark…, aquel agente de seguros, EdKinnaird.

Kimmel dio un respingo.—¿Quién se lo ha dicho?—Es un secreto —repuso Corby—.

Fue una equivocación el no matarlo a élen lugar de Helen, Kimmel. Hubierasalido mejor librado. Helen lo esperabaen la calle como una prostitutacualquiera. A los treinta y nueve años,

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una mujer ya en el declive, cometiendosu última locura. A usted le resultabarepelente, y ella encima alardeaba anteel vecindario de lo que él era capaz dehacer. Usted no podía tolerar eso, y máscuando sostenía correspondenciacientífica con colegas y profesores detodo el país. Por entonces habíaadquirido gran reputación en Newarkcomo librero que conocía a fondo suprofesión.

—¿Quién le dijo lo de Kinnaird? —preguntó Kimmel—. ¿Nathan?

—No tengo costumbre de revelarmis fuentes de información —contestóCorby, sonriendo.

Nathan había estado en casa la noche

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antes, pensó Kimmel, la noche en quevinieron Helen y Kinnaird. Sin embargo,no creía que Nathan dijese nada, por lomenos sobre lo de aquella noche.Seguramente, le habría informado Lenao Greta Kane, gentuza de lo más bajodel barrio, con quien Helen solíacharlar.

De todo, lo que más molestaba aKimmel era que ninguno de los vecinosque habían sido interrogados le habíainformado a él.

—No ha sido Nathan —respondióCorby moviendo la cabeza—, peroNathan me habló de la noche en queestuvo con él jugando al pinacle y vinoHelen con Ed Kinnaird a cambiarse de

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vestido para ir a no sé qué baile.Kinnair entró más tranquilo que unaspascuas. Nathan sabía lo que había entreambos, lo mismo que usted, que sequedó allí sentado como un eunuco.

Kimmel se levantó hecho una furia,con los brazos extendidos hacia Corby.

Sintió como un peso en el estómago,y que sus pies se despegaban del suelomientras algo chocaba contra su hombro.Durante unos instantes se quedó con lacara pegada al vientre y las piernasapoyadas contra la pared.

«Debo tener rotos los huesos delcuerpo», pensó Kimmel. Ni siquieraintentó moverse, aunque sentía un dolorterrible en la espina dorsal.

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—Usted le dijo que se marchara decasa, delante mismo de Nathan. No erala primera vez, pero en esta ocasión ibaen serio. Ed se marchó, y ella se quedó;después se lamentó por teléfono conLena.

Kimmel sintió una patada en lapierna y luego unos terribles pinchazos.Nathan, que no hablaba nunca…,pensaba Kimmel. Por eso no había ido averle en mucho tiempo. Kimmel sabíapor la policía de Newark que Nathan nohabía dicho nunca ni siquiera que podíahaberlo hecho, cuando le interrogaron,pero quizá la policía de Newark nohabía investigado sobre aquella célebrenoche anterior. Nathan le Había

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traicionado; ¡el profesor de Historia delInstituto, a quien Kimmel consideraba unperfecto caballero! Sintió un profundoresentimiento contra Nathan. Era comoun fuego interior que invadiera la mentede Kimmel, como una especie decontrapeso del infierno que le rodeabadentro de aquellas cuatro paredes.Había vuelto a perder las gafas.

—Lena le dijo a Helen que se fueracon su hermana a Albany por unatemporada. Un viaje desgraciado, desdeluego. La verdad es que sabiendo tantagente el altercado de aquella noche, hasalido usted bastante bien librado hastaahora, ¿verdad?

Kimmel no estaba para hablar.

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Estaba medio tumbado de costado. Elpunto negro que veía no lejos de susojos debía ser el zapato, pensó. Alargóla mano para alcanzarlo, pero su manotropezó con algo frío; si era el suelo o lapared, le resultaba difícil de apreciarlo.

—No mató a Helen porque semarchaba con Kinnaird, sino porque laconsideraba estúpida. Kinnaird fue lamecha que prendió fuego al polvorín quellevaba en su interior. Así que la siguióen el autobús y la mató. ¡Tiene queadmitir que fue así, Kimmel!

Kimmel se sentía la lengua comoadormecida, hasta el punto de que nisiquiera hizo caso a las palabras deCorby. Se quedó en el suelo, apoyado

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sobre manos y rodillas como un perro,sin darse cuenta de su grotesca figura.Sabía que ya no había alternativa. Nohabía alternativa ante la contundente vozde Corby. Este lo cogió por los hombroscon su desconcertante fuerza y lo lanzócontra la pared. Al chocar contra elmuro la cabeza pareció estallarle.Kimmel no veía nada; estaba todavíamás ciego que antes.

—Mírese a sí mismo, ¡cerdo! —legritó Corby—. ¡Admita que Stackhousees culpable! ¡Admita que está aquí porculpa de Stackhouse, y que es tanculpable como usted!

Kimmel sintió por primera vez unenconado resentimiento contra

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Stackhouse, pero no estaba dispuesto adarlo a entender por nada del mundo,sencillamente porque Corby lo deseaba.

—Mis gafas —pidió con voztemblorosa que no parecía haber salidode su garganta. Sintió que se las poníanen la mano, y que la pieza de la narizestaba rota; faltaba también la mitad deuno de los cristales. Se las puso, pero sele torcían a un lado, y tenía quesujetárselas con la mano cuando queríaver algo.

—Hemos terminado… por hoy —dijo Corby.

Kimmel no se movió, y Corby se lorepitió. Kimmel no sabía hacia qué ladoestaba la puerta, y tenía miedo de mirar,

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incluso de girar la cabeza. Entoncessintió que Corby lo cogía del brazo y loempujaba por la espalda. Kimmel dio untropezón con sus grandes pies, quellevaba poco menos que arrastrando.Algo se balanceaba ante él en el suelo;era su zapato. Corby se lo había lanzadodesde donde estaba. Kimmel comenzó aponérselo, pero tuvo que sentarse en elsuelo para terminar de atárselo. Sentíael frío contacto del suelo. Se levantópara subir la escalera que conducía a laplanta baja del edificio. Corby habíadesaparecido. Se encontraba solo.Había un policía leyendo el periódicoante una mesa en el vestíbulo, y nisiquiera lo miró cuando pasó frente a él.

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Kimmel tuvo la sensación de ser comoun fantasma, como si ya estuviesemuerto y fuese invisible.

Kimmel bajó los escalonescogiéndose a la balaustrada y pensandoen lo que Laura había hecho. Se quedóapoyado en el extremo de la barandilla,tratando de orientarse. Echó a andar;luego, como cambiando de opinión, diomedia vuelta y siguió en direccióncontraria, sin dejar de sostenerse lasgafas para poder ver lo que tenía pordelante. Ya era de día, aunque todavíano había salido el sol. Al sentir el vientofresco de la mañana, se dio cuenta deque llevaba los pantalones mojados. Losdientes le castañeteaban, no sabía si de

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frió o de miedo.Tan pronto llegó a casa, Kimmel

llamó a Tony por teléfono. Fue su padreel que le contestó, y Kimmel tuvo queaguantar su conversación hasta que dejóel aparato para llamar a su hijo.

—Hola, señor Kimmel —sonó lavoz de Tony.

—Hola, Tony. ¿Puedes venir a casa,ahora?

—¿Ahora? —hubo un silencio—. Sí,señor Kimmel. ¿A su casa, ha dicho?

—Sí.—Está bien. No he desayunado

todavía.—Pues hazlo.Kimmel colgó, y con mucha

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dignidad, pese a sus húmedospantalones, subió la escalera hasta eldormitorio. Una vez allí se los quitó, yse secó bien antes de ponerse loslimpios.

¿Qué prueba les habría dado Tony?,se preguntaba a sí mismo. ¿Qué pasaríasi Tony se volvía contra él? No podríaprobar nada, pero…

Sonó el timbre de la puerta y bajó apreparar el café. Abrió la puerta y Tonyentró cabizbajo, como a la fuerza.Kimmel leía en sus ojos la confusiónque le embargaba. «Tiene el mismomiedo que un perro cuando espera unlatigazo», pensó Kimmel.

—Las he pisado sin darme cuenta —

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se adelantó Kimmel a la pregunta sobresus gafas—. ¿Quieres venir a la cocina?

Kimmel le ofreció una silla, y sedispuso a preparar el café, cosa difícilen aquellos momentos, porque se teníaque sujetar al mismo tiempo las gafas.

—Me he enterado de que hashablado otra vez con la policía —leespetó Kimmel—. ¿Qué les has dichoahora?

—Lo mismo de siempre.—¿Y qué más? —interrogó Kimmel.Tony se cogía los nudillos.—Me preguntaron si le había visto

después de la película, y yo les dije queno…, al principio. En realidad, no le vi,señor Kimmel.

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—¿Y qué, si no me viste? Tú no mebuscaste, me parece, ¿eh?

Tony se quedó indeciso.Kimmel esperó. ¡Qué testigo más

estúpido! ¿Por qué habría elegido untestigo tan necio? Si hubiera seguidobuscando en el cine aquella noche,hubiera encontrado incluso a Nathan.

—¿Es que no lo recuerdas? Túnunca dijiste que estuviste buscándomedespués de la película. Hablamos al díasiguiente.

Kimmel contemplaba a Tony. Sentíacierta repulsión por los gruesos pelosnegros que le crecían en el entrecejo,como lazo de unión entre ambas cejas.«Tiene toda la apariencia de un

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delincuente juvenil», pensó Kimmel.—Sí, lo recuerdo —murmuró—,

pero debí olvidarlo.—¿Y quién te contó eso? ¿Corby?—No…, bueno, en realidad, sí —

Tony frunció el ceño; su seria expresiónno denotaba ni más ni menos inteligenciaque la de una persona normal.

—Te diría que lo habías olvidado yque yo podía estar a mucha distancia deallí, matando a mi mujer a las nueve ymedia o las diez, ¿verdad? ¿Quién es élpara decirte lo que tienes que pensar?—gruñó Kimmel, indignado.

Tony se mostraba sorprendido.—Él solamente dijo que entraba

dentro de lo posible, señor Kimmel.

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—¡Maldita posibilidad! ¡Todo esposible! ¿Verdad?

—Sí —repuso cabizbajo Tony.Kimmel se daba cuenta de que Tony

le estaba mirando la mancha amoratadaque llevaba en la mandíbula derecha,causada por los golpes de Corby.

—¿Quién es ese hombre para venir aamargarnos la existencia a ti, a mí y atodo el vecindario?

Tony se apoyó en el borde de lasilla; parecía como si estuvierapensando en lo que realmente era Corby.

—Habló también con el doctor —manifestó.

—¿Qué doctor?—El doctor de su esposa.

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Kimmel dio un respingo. Lo conocía;era el doctor Phelan. Debió adivinar queHelen iría a consultarle. Le había curadounos dolores reumáticos en la espalda.Helen pensaba que era una eminencia.Kimmel imaginaba incluso las fechas enque iría a verle: un mes antes de morir,cuando su mente fluctuaba entre rompercon Ed Kinnaird o desafiar a su maridoy sumergirse ciegamente en aquellapasión otoñal. Helen, sin embargo,debió contarle los esfuerzos que Kimmelhabía hecho para impedirle quecometiese aquella locura.

—¿Y qué dijo el doctor? —interrogóKimmel.

—Corby no me lo dijo —repuso

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Tony.Kimmel frunció el ceño. Lo único

que ahora veía reflejado en el rostro deTony era duda y miedo. Cuando unamente primitiva como la de Tonyempieza a dudar… Tony no debía dudar,pensó Kimmel. La duda requiere de unamente capaz de admitir dosposibilidades.

—Corby dijo que el doctor le habíacontado lo de Ed Kinnaird.

Todo el mundo lo sabía, pensóKimmel. Corby se había encargado dehacerlo circular como un periódico.

Tony se puso de pie, mirando la marde asustado a Kimmel.

—Señor Kimmel, no creo…, no creo

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que pueda, venir a verle con tantafrecuencia. Compréndalo, señor Kimmel—continuó, hablando atropelladamente—. No quiero meterme en más líos.Supongo que se hará cargo, ¿verdad? Noquiero que se enfade conmigo, señorKimmel. —Tony movió el brazo como sifuese a extender la mano, pero estabademasiado asustado como para hacerlo.Dio unos pasos de lado hacia la puerta—. Por mí no se preocupe, señorKimmel; lo que usted diga yo losostendré.

Kimmel hizo un esfuerzo paradespertar de su estado de asombro.

—Tony. —Se dirigió hacia él, perole vio retroceder y se quedó parado—.

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Tony, tú estás metido en esto comotestigo. Me viste en el cine. Eso es loúnico que te pido que digas, ¿no escierto?

—Sí —repuso Tony.—Y eso es verdad, ¿no?—Sí, pero no se enfade, señor

Kimmel, si no…, si no vuelvo por aquí atomarme una cerveza con usted. Estoyasustado…, estoy muy asustado, señorKimmel —diciendo esto, dio mediavuelta y enfiló a toda prisa hacia lapuerta.

Kimmel aún se quedó clavado allídurante unos minutos. Se sentía débil,físicamente; débil y aturdido. Se puso apasear por la cocina de un lado a otro.

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Por su mente cruzaban una serie demaldiciones en polaco, alemán y en sumayor parte en inglés, sin destinatariodeterminado. Luego se fue acordando deCorby, Stackhouse, el doctor Phelan yTony.

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30

—Quiero cincuenta mil —dijoKimmel—. Ni un centavo menos.

Walter alcanzó los cigarrillos quetenía encima de la mesa de su despacho.

—Puede pagarlos en varios plazos,si quiere —añadió el librero—, pero megustaría que fuese dentro de este año.

—No pienso darle nada. Usted creeque soy culpable, pero soycompletamente inocente.

—Puede aparecer como culpable.Yo puedo hacer que lo parezca —repusoKimmel con calma—. No se trata depruebas, sino de dudas.

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Walter lo sabía. Sabía que Kimmelpodía sacar a relucir la primera visita asu establecimiento, visita que podríademostrar por la hoja de pedido. Sabíaigualmente por qué Kimmel seencontraba allí, y por qué llevaba lasgafas rotas y atadas con hilo. Habíallegado a la desesperación y al deseo devenganza. La primera impresión deWalter fue de emoción y sorpresa alverle en la oficina, frente a él,amenazándole.

—Antes que pagar a un chantajista—añadió Walter—, aceptaré cualquierriesgo.

—Una solución poco inteligente.—Está tratando de venderme algo

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que no quiero comprar.—¿Le parece poco el derecho a

vivir?—Dudo que pueda hacerme el menor

daño. ¿Qué pruebas tiene? No haytestigos.

—Ya le dije antes que no se trata depruebas. Todavía conservo la hoja depedido que dejó usted en mi librería. Lafecha puede ser confirmada por laspersonas a quienes escribí para pedirlessu libro. Puedo airear una bonita historiapara los periódicos sobre aquel día…,el día que me visitó por primera vez. —Los ojos de Kimmel miraron expectantestras los gruesos cristales de sus gafas,que parecían reducirlos a un punto.

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Walter estudió aquellos ojos,tratando de reunir valor, decisión yconfianza en sí mismo suficientes parahacerle frente.

—No acepto —replicó dando lavuelta a la mesa—. Puede decirle aCorby lo que quiera.

—Ha cometido una graveequivocación —añadió Kimmel sinmoverse—. ¿Quiere cuarenta y ochohoras para pensarlo?

—¡No!—Pues en ese plazo puedo empezar

a demostrarle de lo que soy capaz.—Sé de lo que es capaz, y sé

también lo que va a hacer.—¿Es su última palabra?

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—Sí.Kimmel se puso en pie. Walter vio a

Kimmel elevarse sobre él aunque enrealidad era sólo unos centímetros másalto.

—Le he protegido esta mañana —prosiguió Kimmel en tono diferente—.He sido golpeado, torturado, alpreguntarme si le había visto antes de lamuerte de su esposa, y yo no le hetraicionado —la voz de Kimmel parecióquebrarse. Estaba convencido de habersufrido un calvario en beneficio deStackhouse, y que éste se hallaba endeuda con él. Le avergonzaba pedirledinero, y lo había hecho solamente porcreer que lo merecía. Se había

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humillado una vez más yendo allí,aquella mañana, por un estúpidodesagradecido.

—Esa protección no ha sido deltodo desinteresada, ¿me equivoco? —interrogó Walter—. Lamento que lehayan torturado. Usted no tiene por quéprotegerme; no temo la verdad.

—¿Conque no teme la verdad? ¡Lapodía haber dicho esta mañana…, y algomás también!

—Lo sé, pero lo único que puedeocurrir es que yo mismo se la diga aCorby. ¡Usted puede adornarla comoquiera, pero no pienso darle un centavopor nada!

—Me gustaría decirle que es usted

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un hombre de valor, Stackhouse, pero enrealidad no es más que un imbécil y uncobarde de pies a cabeza.

Walter se dispuso a abrir la puertapara que saliera Kimmel, pero se detuvocon la mano en el pomo. No quería queJoan oyese nada.

—¿Ha terminado ya, señor Kimmel?—Walter sostuvo la puerta abierta—.¡Salga!

Kimmel salió con la cabeza erguida,y se volvió un instante.

—A pesar de todo, le llamaré dentrode cuarenta y ocho horas.

—Será demasiado tarde.Walter cerró la puerta, se dirigió

hacia la ventana y se quedó mirando el

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trozo de cielo azul que se divisaba alotro lado del edificio. La idea de decirlea Corby la verdad antes que Kimmel seiba esfumando en su interior. Walter seimaginaba a Corby deleitándose cuandole confesara su primera visita a Kimmel.Nunca creería que había sido poraccidente o por la verdadera intenciónque le había llevado: la de conocer aKimmel.

Walter se imaginaba a sí mismoentrando furtivamente en la librería deKimmel, y registrando el cajón de lamesa hasta encontrar la hoja de pedido.Después se volvía mirando a sualrededor. Kimmel no la tendría allí,quizá. Posiblemente la habría

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escondido, o tal vez, la llevara encima.Se quedó mirando el teléfono,

preguntándose dónde podría localizar aCorby a aquellas horas de la mañana. ¿Oquizá sería mejor esperar las cuarenta yocho horas hasta que Kimmel llamaraotra vez? Hasta entonces podrían ocurrirmuchas cosas. Pero ¿qué cosas? Todo loque sucedía no hacía más que hundirlomás y más. Cogió el teléfononerviosamente; luego se dio cuenta deque le faltaba valor suficiente paradecírselo a John. Había pasado toda latarde con él hacía dos días y se habíacomportado de la forma más natural;aparentemente, John aceptó la versiónde que, si recortó el caso Kimmel, fue

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pura coincidencia. Corby se lo habíadicho a John, pero éste sabía que Walteracostumbraba coleccionar recortes deperiódico. Por lo que podía deducir,John no le había dado la menorimportancia al recorte de Kimmel, perosi se enteraba de que había estado en suestablecimiento…, aquello sería la pistadefinitiva; el resto cristalizaría enseguida.

Walter salió pausadamente de laoficina, tomó el ascensor y se dirigió alhotel situado frente al edificio. Desdeallí llamó a la policía de Filadelfia, aldepartamento de Homicidios,preguntando por el teniente LawrenceCorby. Le conectaron con otra línea y

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tuvo que esperar un momento. Estuvopensando en colgar el aparato, porquede pronto se le ocurrió que Corby nocreería a Kimmel cuando le contara lode la hoja del pedido. Ahora recordabaque estaba escrita a lápiz, y Kimmelescribiría su nombre en la hoja de bloc,junto al de algún otro cliente. Tampocoera posible que hubiese mencionado sunombre en las cartas enviadas pidiendosu libro. Walter se quedó mirando elteléfono.

—El teniente Corby se encuentra hoyen Newark; no vendrá hasta dentro decuarenta y ocho horas. Aquí el jefe deCorby, capitán Dan Royer.

—Gracias —repuso Walter.

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—¿Quiere indicarme con quiénhablo?

—No tiene importancia —contestó.Walter se dirigió hacia Newark a las

5.30.

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En las dos primeras comisarías adondellamó, no sabían nada de Corby. Walterse preguntó si no habría hecho el viajeinútilmente. Llamó a una tercera, yobtuvo respuesta: había estado por lamañana temprano, pero no sabían sivolvería.

Walter regresó al cochedescorazonado. Decidió ir a lacomisaría donde le hablaron delteniente, y dejar una nota para que lellamara. En el trayecto hacia lacomisaría, reconoció la calle dondehabía aparcado el coche cuando fue a

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visitar a Kimmel para decirle que erainocente. Enfiló la calle donde estabasituada la librería. Apenas divisó lasventanas iluminadas cuando éstas sequedaron a oscuras. Walter aminoró lamarcha del automóvil.

La corpulenta figura de Kimmel seproyectó de espaldas en la puerta. Separó un momento mirándola, luego sevolvió a diez pasos del coche de Waltery avanzó por la acera. Caminabainclinado hacia adelante, con la cabezagacha, como si tuviese que arrastrar supesada humanidad. En aquel momento elcoche de Walter pasó cerca de él. Walterpisó el acelerador con fuerza, como sitemiese que Kimmel le fuese a

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perseguir.Todo aquello era una verdadera

pesadilla. Kimmel, vapuleado por lamañana, cerrando el establecimiento porla noche con verdadero infierno interior,trazando su plan de venganza contra él…Pero ¿qué iba a hacer con undesconocido en una oscura calle deNewark?

En la comisaría, un oficial depolicía le dijo que esperaba a Corbyantes de las nueve y media de la noche.

—Está trabajando en un caso poresta zona —le dijo el guardia,despreocupadamente.

Walter esperó en su coche. Luego sefue a dar un paseo para relajar los

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nervios y regresó para inquirir de nuevo.Se preguntaba si le sería posibleconvencer a Corby para que nopublicara en la Prensa su primera visitaa Kimmel, e impedir que éste lo hiciera.¿Creería o fingiría creer en suculpabilidad una vez oída la versión deKimmel? ¡Si pudiera convencerle de queesperase hasta que estuviesen todas laspruebas reunidas…! Pero Corby podríadecirle también que ésas eran todas laspruebas que necesitaban.

«Pero yo no he hecho nada»,pensaba Walter. Antes esta idea era laque le sostenía a flote: el hecho de serrealmente inocente. Ahora estepensamiento le parecía irreal y carente

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de solidez. Estaba Walter mirandodistraídamente al frente cuando vio laalargada figura de Corby emerger de lassombras. Bajó rápidamente del coche.

En el fino rostro del teniente sedibujó una sonrisa.

—¡Buenas noches, señorStackhouse!

—He venido a hablar con usted —anunció Walter.

—¿Quiere pasar? —señaló ellúgubre edificio con el mismo agradoque si se tratara de su casa.

—Es bastante confidencial;preferiría hacerlo en el coche.

—No pensaba aparcar aquí…Bueno, de todos modos, es una

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infracción de poca monta. —Esbozandouna sonrisa, se metió en el coche.

Walter empezó en cuanto se cerraronlas portezuelas.

—Kimmel vino hoy con ánimo dehacerme chantaje. Voy a decirle de quése trata antes de que lo haga él. Le vi enoctubre, un par de semanas antes de lamuerte de mi esposa.

—¿Que le vio usted?—Fui a su librería y le encargué un

libro. Sabía que era el Kimmel cuyaesposa había sido asesinada. Le dije queme había enterado del caso, y nada más.Eso fue todo. Le dejé mi nombre ydirección cuando le hice el encargo.

—¿Que le dio sus señas? —Corby

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se irguió—. ¿Hizo eso?—No tenía ninguna razón para no

hacerlo —repuso Walter—, y sigo sintenerla. ¡Yo no maté a mi esposa!

Corby movió la cabeza como si todoaquello fuera increíble.

—¿Pero admite por lo menos quepensó hacerlo, señor Stackhouse?

—Sí.—¿Y no lo llevó a cabo?—No.—¿Y también intuyó cómo lo realizó

Kimmel?—Cómo podía haberlo realizado.Corby se echó a reír extendiendo las

manos.—¿Cómo? ¿Es que se están

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defendiendo mutuamente?Walter frunció el ceño.—Si tantas pruebas tiene contra

Kimmel, ¿por qué no lo detiene?—A eso queremos llegar. Queremos

recopilar más datos de los vecinos —contestó Corby, sacando el bloc de notasdel bolsillo—, sobre los móviles.

—¿Se puede condenar a un hombrebasándose solamente en el móvil quepudo inducirle a cometer un delito, o enalguna evidencia circunstancial? No senecesita ser abogado para saber que notiene datos suficientes para detenernos aninguno de los dos, Corby. Si lostuviera, ya estaríamos en la cárcel.

Corby seguía tomando notas. Se

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volvió y dio la luz del coche para vermejor.

—Kimmel acabará por derrumbarse.Tiene una estructura física especial —recalcó las palabras como un alumnopedante—, llena de pequeños puntosdébiles. Tengo que encontrar el másvulnerable.

—¿Ha encontrado alguno en mí?Corby ignoró la pregunta.—¿Le importaría decirme la fecha

de su visita a Kimmel? ¿Fue más deuna?

—No. Si mal no recuerdo, fue eldiecisiete de octubre. —Walter larecordaba perfectamente, porque era eldía que estuvo por primera vez en el

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apartamento de Ellie.—¿Cuánto tiempo estuvo allí?—Unos minutos.—¿Puede contarme todo lo que le

dijo? Mejor dicho, de lo que estuvieronhablando.

Walter se lo contó todo, y el tenientefue tomando notas. Fue breve, porquecambiaron pocas palabras.

—Kimmel probablemente le diráque hablé con él de matar a mi esposa oque le hice muchas preguntas con elobjeto de averiguar algo.

—¿Averiguar, qué?—Quise decir lo que Kimmel

supongo que querrá contarle. La puraverdad es que fui allí con el solo

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propósito de verle. Tenía la sensaciónde que había sido él quien había matadoa su esposa, y esta suposición mefascinaba. Quería verle para comprobarsi su aspecto confirmaba mis sospechas.

—Le fascinaba… —El teniente lomiró interesado. Apareció de nuevo elestudiante aventajado comparando losrasgos de Walter con los de tipocriminal de algún libro de texto.

Walter lamentó haber usado esaexplicación.

—Me interesó. Lo confieso.—¿Y por qué no lo dijo antes?—Porque me hallaba en una

situación muy delicada —repuso Walter,desesperado—. Le repito que Kimmel

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tiene una hoja de pedido mía con fecha ydirección que demuestra mi visita, y leadvierto anticipadamente que Kimmelvendrá a decirle Dios sabe qué sobredicha visita.

Corby sonrió ligeramente.—Señor Stackhouse, no creo una

palabra de lo que me ha dicho.—De acuerdo. Pregúnteselo a

Kimmel.—Lo haré. No creo que comentase

con Kimmel que pensaba matar a suesposa, pero estoy seguro de que laasesinó y que es tan culpable como él.

—Entonces, no es lógico. ¡Está tanobsesionado en demostrar miculpabilidad, que es incapaz de juzgar

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imparcialmente los hechos!—Los estoy juzgando con la mayor

imparcialidad, y no pueden ser másacusadores desde cualquier punto devista, Stackhouse. Quizá en la semanapróxima lleguemos al último episodio.¿No tiene nada más que decir por hoy?

Walter apretó los dientes;comprendía que había agotado todos losrecursos posibles, y no tenía nada másque añadir.

—Kimmel no es un estúpido, perousted sí. —Y Corby salió del coche,cerrando la portezuela de golpe.

Walter le oyó subir rápidamente porla escalera de la comisaría. ¡Qué tontohabía sido en creer que podría

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convencerle! ¡Y qué estúpido también enimaginar que podría conseguir que nopublicase aquello en la prensa!

Walter comprendía que Corbynecesitaba de algo explosivo que hicierapasar el caso Kimmel-Stackhouse a unnuevo plano, y esto era mucho másespectacular que el hallazgo del recorte.

De pronto experimentó una extrañasensación mientras se encontrabasentado allí, ante el volante. Tardó unosinstantes en advertirlo. Por fin, sedecidió. Ya no le importaba nada enabsoluto. Se lo diría a Ellie, a John, atodo el mundo… Los había perdido atodos, y se veía solo deslizándose poraquella peligrosa pendiente.

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Walter se alejó en el coche. Elliesería la primera, pensó. Eran más de lasnueve, y se le ocurrió llamarla desdeallí para asegurarse de si se hallaba encasa. De pronto recordó que era lanoche de la función. Ellie estaríatocando en el Harridge School, y éldebería estar allí. Llevaba la invitaciónen el bolsillo. Paró el coche,maldiciendo su mala suerte. El relatoaparecería el viernes por la tarde, siKimmel conseguía que lo publicasen. Élno podría hacer nada en la oficina hastael lunes, y para entonces Dick Jensen yaestaría dispuesto a decirle: «No haynada que hacer, Walter; no cuentesconmigo.»

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Estaban pensando en trasladarse a laotra oficina a primeros de diciembre.Quizá Cross le dijese que estabadespedido, y lo mejor sería marcharse élpor iniciativa propia. Se preguntabaincluso si tendría valor suficiente parapresentarse el lunes en el despacho.

Le sudaban las manos, apoyadas enel volante. ¿Qué excusa le daría a Elliepor no haber ido a la función? ¡Nada!¡Le diría la verdad, al menos por estavez!

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32

Ellie no estaba en casa a las once,aunque Walter sabía que la funciónterminaba a las diez. Se fue hastaLennert y se quedó sentado en el coche,esperando. Empezó a sentir un sueñoterrible, y tuvo que hacer desesperadosesfuerzos para no quedarse dormido.

El coche de Ellie dobló la esquinacerca de las doce menos cuarto, Walterse apeó del suyo y se dirigió hacia elsitio donde ella acostumbrada aparcarlo.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntóEllie.

—Te lo explicaré arriba. ¿Podemos

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subir?—¿Corby de nuevo?Walter hizo un gesto afirmativo.Ella se le quedó mirando con

exasperado gesto, pero no le dijo nadamás. Abrió la puerta y se dirigieronhacia arriba. Walter llevaba el bolso depiel de cocodrilo que había compradopara ella, y en el cual había hechograbar sus iniciales. Se lo entregócuando llegaron al apartamento.

—Esto es por el Día de Acción deGracias —dijo—. Lamento no haberasistido; ¿qué tal fue?

—Muy bien. Estuve con Virginia y laseñora Pierson. Les gustó más que elpasado año. —Lo miró sonriendo

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ligeramente; luego se dispuso a destaparel paquete que le había entregado.

Era un bolso grande, de cierredorado, y forrado de raso. Ellie locontempló entusiasmada.

—¿Está bien de grande?Ellie se echó a reír.—¡Si parece una maleta…!—Pedí el mayor; la verdad es que

debí comprártelo hace ya un par desemanas.

—Cuéntame lo de Corby —requirió.—Tuve que ir a Newark —empezó a

decir Walter, pero se interrumpió.Dudaba en decírselo—. Bueno, no teníaimportancia. Vi…, vi a Kimmel.

—¿Kimmel? ¿Y qué quería?

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Sólo había curiosidad en laexpresión de Ellie; simple curiosidad,pensó Walter.

—Es un tipo corpulento, de unoscuarenta años, de reposado e inteligenteaspecto —comentó, evasivamente enapariencia.

—¿Crees que es culpable?—No lo sé.—Bueno, ¿qué ocurrió? ¿Estuviste

en alguna comisaría de policía?—Sí. Kimmel no está detenido.

Puede ser inocente. Corby anda tras él,ya lo sabes. Quiere ganarse el ascenso acosta de quien sea.

—Pero… ¿qué pasó?Walter se la quedó mirando.

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—Corby deseaba saber si habíaalguna relación entre Kimmel y yo…,además del recorte que tenía en miálbum. Desde luego, no la hay.

Walter hablaba con desesperadaconvicción. Quizá aquélla fuera laúltima vez que hablaba con ella,pensaba; la última que pisaba suapartamento una vez supiera que lehabía mentido. Si la noticia no aparecíael viernes en los periódicos, Corby seencargaría de ir por allí para contárselo.Walter prosiguió:

—No ha empleado el tercer gradocon nosotros, pero nos bombardea apreguntas.

—Pareces agotado.

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—Y lo estoy.—¿Y qué más? —inquirió Ellie,

doblando el plástico en que veníaenvuelto el bolso.

—Eso es todo —añadió—. Ahoratengo que marcharme. Lamento habermeperdido la función de esta noche.

Ella lo miró unos instantes y Walterse preguntó si estaría convencida de queaquello era todo realmente, aunque nohabía la menor expresión de duda en surostro.

—¿Quieres comer algo? —lepreguntó.

Walter no le contestó. Se la quedómirando, con un fuerte nudo en lagarganta, ¿de miedo…, terror?, ni

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siquiera lo sabía. En aquel momentohubiera deseado estar casado con Ellie,haberse casado en cuanto murió Clara.Un instante después, se sentíaarrepentido de haberlo pensado.

—Te haré unos huevos escalfados.No tengo otra cosa. —Se dirigió a lacocina—. ¿Por qué no descansas unpoco? Te preparo café y huevos enquince minutos.

Walter continuó en el sofá, sentado,con el cuerpo erguido. Elcomportamiento de Ellie le parecíairreal, incluso su indiferencia respecto ano haber ido aquella noche a larepresentación. Le parecía como si,antes de apartarlo definitivamente de su

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vida, quisiera rodearlo de aquellaatmósfera de irrealidad.

—¿Te has dado cuenta de que estásadelgazando? —le preguntó Ellie,mientras trajinaba en la cocina—. ¿Teacuerdas de comer de vez en cuando?

Walter no contestó, echó la cabezahacia atrás y cerró los ojos, pero enaquellos momentos le resultabaimposible poder conciliar el sueño. Alpoco rato se levantó y se puso aayudarla a poner los platos sobre lamesita de té, junto al sofá.

Comieron huevos escalfados contostadas y mermelada.

—Mañana podemos pasarlo muybien —dijo Ellie—. No permitamos que

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nadie lo estropee.—De acuerdo.Pensaba ir a comer a un restaurante

cerca de Montauk para celebrar el Díade Acción de Gracias y luego pasearcon el coche por algunas playas quetanto gustaban a Ellie.

Terminada la cena, Walter se sintiótan cansado que ni siquiera tuvo ganasde fumarse un cigarrillo. Experimentabauna gran pesadez en brazos y piernas.Apenas notó la presión de los dedos deEllie sobre su mano cuando se sentaronen el sofá.

«Cobarde —se decía Walter a símismo—. Eres un cobarde y unbastardo.» Se reclinó en brazos de Ellie

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y se abandonó a sus caricias. La besódesesperadamente, como temiendo queaquélla fuese la última vez, y Ellie lecorrespondió con la misma intensidad,haciéndole pensar que también teníaaquel presentimiento.

En su imaginación se le presentó unapequeña ventana. Era una bonita ventanafuera de su alcance, a través de la cualse distinguía un nítido cielo azul bajo elque se adivinaban hermosos pradosverdes.

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33

Dick y Peter se levantaron rápidamentey se dirigieron hacia él, pero nopudieron hacer otra cosa quepermanecer de pie, mientras Walter,inclinado sobre el lavabo, vomitabaentre angustias y sudores. No llevaba enel estómago más que el café deldesayuno, pero permaneció así sus diezminutos largos, y con tal mareo que nipudo decirles que volvieran al despachoy se olvidaran de él.

Mientras estaba allí, agachado sobrela verde porcelana del lavabo, pensabaen lo harto que estaba del trabajo que

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Cross les encargaba a Dick y a él.Aburrido y harto. Estaba dispuesto a quefuese el último que hiciese en aquellaoficina. Sin embargo, en su fuerointerno, Walter reconocía que sussinsabores tenían por causa la llamadaque estaba esperando de Kimmel a las11.30, al finalizar las cuarenta y ochohoras de plazo que le había dado.

—¿Dónde comiste el pavo ayer? —preguntó Dick, tratando de animarlomientras le daba unas palmaditas en laespalda.

Walter no contestó. Pensaba enviar aKimmel al mismísimo infierno en cuantollamara. Ahora carecía de valor parahacerlo. Llevaba la ropa empapada de

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sudor. Dick le tuvo que acompañar hastael sofá de cuero situado en un rincón; deno ser por la toalla mojada que llevabasobre la frente, se hubiese desmayado.Al menos, así lo pensó confusamente.

—¿No crees que será un poco demanía persecutoria? —preguntó Dick.

Walter negó con un gesto. Se dabacuenta de las inquisitivas miradas que leprodigaba Cross por encima del hombrodesde su mesa. «¡Que se vaya también aldiablo!», pensó Walter.

Por fin, se puso en pie y dijo que semarchaba a su despacho y que trataríade recuperarse allí.

—Lo siento —murmuró,dirigiéndose a Cross.

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—Si no se encuentra bien, puedemarcharse a casa —le repusoásperamente.

Ya en su despacho, Walter sacó labotella de whisky de un cajón de la mesay echó un trago. Esto le reconfortó unpoco. Salió de la oficina a eso de las10.30.

Eran las doce menos cinco cuandollegó a casa. No había nadie. Claudia sedebía haber marchado a las once. Walterse preguntó si Kimmel habría llamadoantes de las once, y habría hablado conClaudia.

Se encaminó directamente a suestudio, y sacó la máquina portátil. Tratóde mostrarse activo, pero todavía se

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sentía débil y tembloroso.Dirigió una carta al departamento de

administración de la Escuela deDerecho de Columbia informando de laapertura de un bufete parareclamaciones menores en Manhattan, ysolicitando dos o tres estudiantes deúltimo curso para emplearlos comopasantes en varios turnos diarios. Lesrogaba que publicaran la oferta en eltablón de anuncios de la Escuela paraque los alumnos interesados se pusieranen contacto con él. No coordinaba muybien las ideas y tuvo que repetir la carta.

Cuando iba por la mitad, sonó elteléfono.

Walter contestó en el hall.

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—Hola, señor Stackhouse. —Era lavoz de Kimmel.

—La respuesta sigue siendo no.—Está cometiendo un gran error.—Estuve hablando con Corby —

advirtió Walter—; si añade algo más delo que yo le dije, no le creerá.

—No me interesa lo que usted lehaya contado a Corby, sino lo que yopueda decir a los periódicos.

A través de la aparente calma deKimmel se podía percibir elresentimiento al ver desbaratado sujuego.

—No le creerán. No espere que lopubliquen.

Kimmel se echó a reír

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maliciosamente.—Publicarán todo lo que les diga…,

siempre que me haga responsable deello, cosa que haré con sumo gusto. ¿Nole interesa cambiar de idea por sólocincuenta mil dólares?

—No.Kimmel se quedó silencioso, pero

Walter siguió con el teléfono al oído,esperando. Fue Kimmel quien,finalmente, colgó.

Walter volvió a su carta. Tenía lasmanos débiles y empapadas de sudor, yse vio obligado a escribir despacio.Añadió otra frase, pero en realidadaquello le parecía un poco disparatado,como esos visionarios que insertan

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anuncios en los periódicos vendiendofincas que no poseen o queriendocomprar un yate que no pueden pagar:

Tengo especialmente interés en quesean estudiantes serios, jóvenesque, además, no deseen adquirirprematuramente experienciaprofesional y prefieran esa clase detrabajo al aburrido e impersonalque podrían ofrecerles en lasgrandes firmas.Les agradecería que acusaranrecibo de la presente en cuanto loconsideren oportuno.Les saluda atentamente,

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Walter P. Stackhouse.

Dio la dirección y teléfono de Cross,Martinson y Buchman, y también ladirección de la nueva oficina en la calleCuarenta y Cuatro, donde Dick y élpensaban instalarse el martes próximo.

Walter había discutido ya con Dickla conveniencia de emplear un par deestudiantes de Derecho para que lesayudasen en la oficina, y a él le habíaparecido una buena idea. En su fuerointerno pensaba que había escritoaquella carta para disponer de elloscuando se encontrase solo en la oficina,ya que Dick, en cuanto le viese,

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posiblemente le diría que no deseabaformar sociedad con él.

Walter bebió un buen trago dewhisky y pareció sentirse mejor. Sabíamuy bien que el efecto terapéutico dellicor era puramente psíquico. Pero aunasí, no conseguía despreocuparse deltodo. La debilidad física que sentía seríapasajera, pensó. ¿Qué importaba queKimmel publicara aquella absurdahistoria? Sería una mentira más. Ya eranmuchas las que habían aparecido: porqué estaba en la parada del autobús, porqué tenía el recorte de Kimmel, por quéhabía vuelto a visitar a Kimmel. Bueno,ahora faltaba por qué había ido a lalibrería de Kimmel la primera vez.

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Cuando finalmente los representantes dela justicia fueran en su busca, loencontrarían enfrascado en su trabajo enel despacho de la calle Cuarenta yCuatro. Quizá solo. Se tomó un segundoy generoso trago.

Entonces se dirigió a la cocina,donde encontró una lata de sopa detomate; la abrió y la puso a calentar. Lacocina estaba silenciosa. No se oía másque el chisporroteo de la llama. Sequedó unos instantes allí, de pie,esperando; finalmente, se puso a pasearde un lado a otro, para romper elinquietante silencio. De pronto oyóarriba los pasos de Clara y se paró enseco. ¿Acaso iba también a volverse

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loco? Había oído perfectamente suspasos, con la misma claridad que si setratase de los rítmicos compases de unamelodía por lo menos.

Cuando quiso darse cuenta sehallaba a mitad de la escalera mirandohacia el hall. ¿Acaso esperaba ver aClara? Ni siquiera recordaba habersubido la escalera. Cuando volvió a lacocina, la sopa estaba hirviendo. Lasirvió y se dispuso a comer allí mismo.

Oía la voz de Clara susurrandoconfusamente frases cortas. Aguzaba eloído y cuanto más se concentraba, másclaramente le parecía distinguirlas,aunque no llegaba a entender lo quedecían. Eran frases sibilantes, entre

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risas, como si la estuviera escuchandodesde allí mientras jugaba con «Jeff», ocomo le había hablado durante losprimeros meses que vivieron allí. «Jeff»estaba acurrucado sobre una silla en elliving. Si fuese cierto lo que las voces,«Jeff» hubiera…

Walter se puso en pie. Quizá estabaperdiendo el juicio; tal vez fuese lainfluencia de la casa. Se pasó la manopor el cabello; luego, rápidamente, sedirigió hacia la ventana y la abrió de paren par.

Se quedó allí inmóvil, tratando depensar, de recordar cuando Clara seencontraba allí y se habían sentido tanfelices. Tras unos angustiosos

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momentos, se dio cuenta de que noestaba pensando en nada.

Se dirigió al teléfono y marcó elnúmero de Knightsbridge Brokerage. Leera tan familiar que le resultaba a la vezagradable e inquietante. Algo así comosi Clara siguiese viva. Sonó el timbre unbuen rato, y Walter comprendió que losPhilpott no habían abierto la oficinaaquel día; pero dejó que sonara diez odoce veces más, antes de colgar.

Llamó a su casa particular, ycontestó la señora Philpott. Le dijo quedeseaba vender la casa inmediatamente.Para el lunes la podría tenerdesocupada, y quería deshacerse departe del mobiliario al día siguiente

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mismo. La transacción sería sencilla,repuso ella: Knightsbridge Brokeragepagaría por la casa 25.000 dólares.

—Enviaré un tasador mañana. Esespecialmente entendido en muebles.¿Qué le parece si voy yo también?¿Estará en casa al mediodía?

—Sí, desde luego —repuso Walter.—Yo también entiendo de muebles,

y no quiero que le engañen —añadióriendo.

Aquella misma tarde, Walter empezóa seleccionar las cosas que pensabadarle a Claudia. A su padre y a Cliff lesgustaría quedarse con algunos mueblesdel living, pensó. Tenía que contestar lacarta de su hermano. La había recibido

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hacía diez días, y era la tercera o cuartaque recibía después de la muerte deClara. Rebosaba tanto cariño fraternalcon el sencillo e ingenuo estilo de Cliff,que casi le había hecho saltar laslágrimas al leerla. Pero no la habíacontestado.

Subió arriba, y empezó a recoger lassábanas de la cama, pero a los pocosinstantes se sintió tan descorazonado quedecidió esperar a que llegase Claudiapara que le ayudase.

Pensó llamar a Ellie paracomunicarle su decisión de vender lacasa, y se dirigió al teléfono, perocambió de ideal Iría primero en el cochea Benedict para echar la carta de

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Columbia.Cuando la echó en el buzón eran las

3.12. Estaba dudando entre aparcar elcoche en cualquier parte y dar un paseopor el bosque, o volver a casa yemborracharse él solo. Ellie ya se habíamarchado de casa hacia Corning paravisitar a su madre. Pero en Corningtambién había periódicos, y Ellie seenteraría aquella noche o al díasiguiente por la mañana. Se preguntabasi la volvería a ver.

Hizo virar el coche y se dirigióhacia Nueva York. Iba a hacer lo quehabía planeado: esperar en Manhattanlos periódicos de la tarde. Aparcaría encualquier parte y se pondría a dar

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vueltas por allí. Siempre le habíagustado pasear por Manhattan. Nadie lomiraba a uno, nadie le prestaba la menoratención. Podía detenerse ante losescaparates a contemplar las relucienteshileras de tijeras y cuchillos sin elconstante desasosiego de que alguienpudiera identificarlo.

Dio vueltas y más vueltas. Se tomóvarias copas y algunos cafés, y continuódeambulando por las calles. A las 10 dela noche no había aparecido nada en laprensa.

Durante horas estuvo dudando enllamar a Corby y rogarle que impidieraa Kimmel que publicara susdeclaraciones, tragarse su orgullo y

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suplicarle que le prohibiese hablar.En su lucha pareció triunfar su

orgullo, y adoptó la arrogante ydesesperada actitud de no preocuparsepor nada en absoluto.

Corby como redentor dejaba muchoque desear, y en esta cuestión estaba departe de Kimmel…, o quizá respaldase aambos para conseguir que se acusaranmutuamente.

Había otra edición de medianoche.Walter esperó a que saliese, y tampocovio nada sobre su caso. Empezó apensar si Kimmel se habría arrepentidode publicarlo, o quizá estaba a laespera, en alguna parte de Newark, deque le llamase por teléfono diciéndole

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que había cambiado de idea. ¿Y siestaba en manos de Corby recibiendootra paliza? Pensó que posiblementeKimmel no habría tenido tiempo deinformar a la prensa, porque no seimaginaba al teniente deteniendo aKimmel cuando se dirigía hacia tanimportante misión.

Walter se quedó parado en unaesquina de la calle Cincuenta y Tres y laTercera, mirando la elevada estructurade un viejo edificio, y retrocedió velozal oír el chirrido de los frenos de un taxique le pasó rozando. Los anunciosluminosos de los Establecimientos Rikerle herían la vista y al enfilar el túnel ensu coche, por su oscura boca, apareció

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un autobús deslizándose silenciosamentehacia él. Sus potentes focos parecían losinquietantes ojos de un monstruo. Walterse estremeció. Creía hallarse en elinfierno.

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No se durmió, esperando el suaveimpacto del periódico contra la puerta.Generalmente, lo traían a las sietemenos cuarto de la mañana, pero hastaentonces no lo había oído. Se levantó,encendió la luz de la puerta de entrada ymiró en los escalones. Todavía no habíallegado. Regresó a su habitación yempezó a vestirse.

La prensa llegó cuando él salía.Walter se puso a hojearla a la luz delhall.

EN NEWARK, UN HOMBRE HACE

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DECLARACIONES SOBRE ELPREMEDITADO ASESINATO DE LA

MUJER DE BENEDICTNov. 27. — Anoche, en la oficina delSun, de Newark, fue revelado unsorprendente testimonio,confirmado por una simple hoja depedido y las declaraciones de unhombre atormentado por suconciencia. Melchior J. Kimmel,propietario de una librería enNewark, declaró que WalterStackhouse, marido que fue deClara Stackhouse, de Benedict,Long Island, visitó suestablecimiento dos semanas antes

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de la muerte de su mujer, enoctubre, y le hizo varias preguntasacerca del asesinato de su propiaesposa, Helen Kimmel…

Walter se puso el periódico bajo elbrazo y corrió hacia su coche. Queríacomprar otros periódicos, todos los quesalieran. Una vez en el coche, encendióla luz y volvió a mirar el artículo adoble columna.

Estaba horrorizado —afirmabaKimmel—. Al principio, pensédenunciarlo como un sicópatacriminal, pero luego decidí

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desentenderme del asunto. En vistade los últimos sucesos, me hearrepentido profundamente de micobardía.

Walter puso el coche en marcha.Todavía era de noche, y los farosiluminaron a Claudia caminando hacia élpor la calle Malborough. La viomoverse con paso rápido por el bordede la acera. Le pareció como sipretendiese huir más de él que de sucoche, que se acercaba a todavelocidad. Se preguntaba si ya lo sabríao si habría hablado con la señora quesolía encontrarse en el autobús.

Se dirigió a Oyster Bay y se detuvo

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junto al primer quiosco de periódicos.Lo vio en primera plana de dosperiódicos de Nueva York. Compró todala prensa de la mañana y se la llevó alcoche. Fue pasando las páginas de todosellos, a la busca de su caso.

El cadáver de Helen Kimmel fueencontrado entre los árboles juntoa la parada del autobús enTerrytown, Nueva York, el 14 deagosto. El de Clara Stackhouse fueencontrado en el fondo de unprecipicio cerca de Allentown, Pa.,el 24 de octubre. La policíaconsideró el caso de la señoraStackhouse como suicidio; no ha

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tomado en consideración todavíalas declaraciones de Kimmel.«UN LIBRERO DE NEWARK AFIRMA QUE

STACKHOUSE TENÍA PLANEADO ELASESINATO DE SU ESPOSA EN LA

PARADA DE AUTOBÚS»

Las declaraciones del New YorkTimes no eran extensas, pero reflejabanuna clara acusación de asesinatoapoyándose en las palabras de Kimmel:«… según Kimmel…, Kimmelafirma…»

Una modesta revista de Nueva Yorktraía una foto de Kimmel hablando agritos con el dedo levantado, y una

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reproducción de la hoja de pedido deWalter con su nombre y la fechaperfectamente legibles.

Grimler, el editor del Newark Sun,publicaba:

Melchior J. Kimmel, de cuarentaaños, de impresionante aspecto,frente despejada y miradainteligente tras sus gruesas gafasde intelectual, hizo susdeclaraciones con frases tanprecisas y tan explosiva convicción,que resulta difícil no creerle.La conversación sobre el asesinato,dijo Kimmel, tuvo lugar cuandoStackhouse (abogado) fue a

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encargarle un libro titulado MenWho Etretch the Law. Kimmelmostró la hoja de pedido paraconfirmar sus palabras. Kimmelobservó que Stackhouse parecíaconvencido de que él (Kimmel)había asesinado a su esposa Helen,y que pensaba matar también a lasuya por “el mismo procedimiento”,es decir, aprovechando la parada deun viaje en autobús.En sus declaraciones, Kimmelcontinuó diciendo que Stackhouseplaneó seguir el autobús en supropio, coche, hablar a su esposadurante la parada, y llevársela a unlugar apartado donde pudiera

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matarla sin ser visto. “Un métodoKimmel”, como dijo Stackhouse.—Esto —aseguró Kimmel ayer— eslo que Stackhouse hizo.Más adelante, Kimmel decíatambién que Stackhouse fue a verlede nuevo el 15 de noviembre parahacerle una «lastimerajustificación» y confesarle que eraél quien había matado a su esposa.Añadía Kimmel que Stackhouse lehabía hecho frecuentes visitas. Ladel 15 de noviembre fue confirmadapor el teniente Lawrence Corby delDepartamento de Homicidios de laPolicía de Filadelfia, que estáinvestigando ambos casos.

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Kimmel seguía declarando que laconducta de Stackhouse,inmiscuyéndose en su vida, habíaoriginado que la policía iniciara lainvestigación de sus movimientos(de Kimmel) durante la noche queasesinaron a su esposa. Por estarazón, se ha visto obligado arevelar ahora los detalles relativosa la visita de Stackhouse enoctubre.«—No soy una persona vengativa —afirma Kimmel—, pero este hombrees, sin lugar a duda, culpable, y meha perjudicado irreparablemente,en mi vida privada y profesional consus denodados esfuerzos por

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hacerme aparecer como uncriminal. Por eso estoy dispuesto aque se haga justicia dondecorresponda.Las declaraciones de Kimmelhabían sido complementadas porinformaciones de la policía en lasque se prueba que Stackhouse fuevisto e identificado en la parada delautobús donde fue asesinada suesposa el 23 de octubre a las 7.30de la tarde, aunque en sus primerasdeclaraciones afirmó hallarse enLong Island aquella noche.El teniente Corby hizo notar aGrimmler que Kimmel no estáexento por completo de sospechas

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en la muerte de su esposa, y queno acepta responsabilidad algunapor nada de lo que pudiera decirKimmel en contra de Stackhouse, amenos que lo afirmara élpersonalmente…

Pero Corby había confirmado todolo que Kimmel había dicho, pensóWalter. Posiblemente, habría estadoaleccionándolo toda la tarde anteriorpara asegurarse de que no omitiríaningún hecho.

Walter pisó el acelerador y sedirigió maquinalmente hacia su casa.

Encontró a Claudia de pie en lacocina con el abrigo y el sombrero

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puestos todavía, y el periódico en lamano; estaba como petrificada.

—Myra me dio la noticia estamañana en el autobús —dijo, mostrandoel periódico—. Señor Stackhouse, hevenido para decirle que, si no leimporta, quiero marcharme.

Walter no pudo decir nada demomento. Se quedó mirando su rostroasustado y tímido. Se dirigió hacia elcentro de la cocina y vio cómo ellaretrocedía unos pasos. Se detuvopensando que estaba aterrada porque loconsideraba un asesino.

—Lo comprendo, Claudia; está bien.Ahora le daré su…

—Si no le importa, recogeré yo

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misma mis zapatos y un par de cosasmás.

—De acuerdo, Claudia.Claudia se dio la vuelta.—No lo creí cuando me lo dijo

Myra esta mañana, pero cuando lo heleído… —se interrumpió.

Walter no dijo nada.—No quiero que la policía me esté

interrogando continuamente —añadió unpoco más decidida.

—Lo siento —murmuró él.—El señor Corby me rogó que no le

dijese nada, pero ahora creo que ya noimporta. Yo no puedo impedir quevenga, pero no quiero verme metida enun lío.

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«¡Maldita policía!», pensó Walter.Se lo imaginaba contándoleminuciosamente todos los detalles.Hubiera querido preguntarle cuántohacía que había ido a visitarla, pero nose atrevió.

—Nunca le dije al señor Corby nadaen contra de usted, señor Stackhouse —advirtió Claudia, un poco asustada.

Walter hizo un gesto afirmativo.—Vaya a recoger sus cosas, Claudia.Se dirigió hacia el hall en busca de

su talonario de cheques para pagar aClaudia. Lo había olvidado por lamañana, y había salido solamente conmoneda suelta.

Bajó las escalera con el dinero y el

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talonario. Le extendió uno por dossemanas de sueldo, y se lo entregó conun billete de diez dólares.

—Los diez dólares son por susbuenos servicios, Claudia —le dijo.

Claudia se quedó mirándolos; luegodevolvió el billete.

—No he trabajado más que cuatrodías esta semana, señor Stackhouse.Aceptaré solamente lo que mecorresponda, y nada más. Tomaré lostreinta dólares.

—Pero eso no es suficiente —protestó Walter.

—Es bastante —repuso Claudia,disponiéndose a salir—. Bueno, memarcho; creo que lo llevo todo.

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No podía ni siquiera darlereferencias, pensó Walter; no hubieraaceptado ninguna de él. Llevaba un granpaquete envuelto en papel, y Walter leabrió la puerta para que saliera. Ella loesquivó con muestras de verdaderotemor. Era inútil ofrecerse para llevarlaen el coche hasta el autobús ni decirlenada más. La observó cuando bajaba porel césped hacia la calle, vio cómo dabala vuelta y caminaba bajo la hilera desauces. Era triste pensar que quizá yanunca más la volvería a ver. Resultabasorprendente lo que le estaba afectandosu marcha.

Walter cerró la puerta de la cocina.Se sintió solo, rodeado de una atmósfera

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de desolación. Y esto era solamente lacriada. ¿Qué serían los otros? ¿Ellie,por ejemplo? ¿John…, Cliff y su padre?

Walter se puso maquinalmente ahacerse café. Se preguntó si la señoraPhilpott acudiría aquella mañana,telefonearía excusándose o si ni siquierase molestaría en hacerlo.

Sonó el teléfono a eso de las nueve.Walter esperó hasta que sonaron cuatroo cinco timbrazos. Supuso que seríaEllie llamando desde Corning. Sonó lavoz de John:

—¿Walter?—Sí, John.—Ya me he enterado.Walter esperó.

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—¿Qué hay de cierto en ello?—La visita es verdad, pero las

palabras que me atribuyen, no.Su voz reflejaba cansancio y

desesperanza; resultaba poco digna decrédito. John se quedó un momento ensilencio, como si no terminara decreerlo.

—¿Qué van a hacer contigo?—¡Nada! —exclamó Walter

explosivamente—. No pueden metermeen la cárcel por ningún concepto. Nopueden demostrar nada. Cualquierapuede decir lo que se le antoje.

—Escucha, Walter, cuando tetranquilices un poco, será mejor quehagas una declaración de todo lo

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ocurrido y que la presentes —añadióJohn con su reposado acento—. Cuentatodo lo que hayas omitido y…

—¡No he omitido nada!—Esas visitas…—Solamente han sido tres. La

segunda la hice con Corby, que sabeperfectamente las que son.

—Walter, tengo la sensación de quetodas las semanas aparece algo nuevo.Te sugiero que hagas una declaraciónjurada de todo con las pruebascorrespondientes.

Walter oía la fría expresión de John,su impaciencia como deseandoinhibirse.

—Si es que eres inocente —añadió

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John, como sin darle importancia.—¡Parece que lo dudas!—Escucha, Walter: lo único que te

aconsejo es que lo cuentes todo de unavez, en lugar de hacerlo por partes…

Walter colgó.Se puso a pensar en lo que decían

los periódicos, en especial uno de ellos:

«… Es muy extraño, si la historia deKimmel no es cierta, queStackhouse escogiese una oscuralibrería de Newark para encargar unlibro que podía haber sido adquiridoen seguida en cualquierestablecimiento de Nueva York.»

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Walter sacó la botella de whisky yechó un trago. ¿Qué harían ahora con él?Podría hacer también unas declaracionesa la prensa. Pondrían de manifiesto laverdad, desde luego. Pero ¿quién las ibaa creer? La verdad era muy vulgar, y lasdeclaraciones de Kimmel, muyespectaculares.

Se fue a pasear a «Jeff» por entre losárboles, cerca de Marlborough Road. Elperro se había detenido un momentocomo esperando a Clara; ahora se habíaconvertido en un animal triste. Inclusocuando Walter lo entretenía con su juegofavorito, balanceando un trozo de telahasta que él la alcanzaba con losdientes, no se mostraba tan retozón y

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alegre como en vida de Clara. Ellie lohabía notado, y se había ofrecido allevárselo si él no quería seguirteniéndolo.

Preparó el desayuno a «Jeff», lechecaliente y una tostada untada conmantequilla, y se quedó mirando cómose lo comía.

Sonó el teléfono. Era la señoraPhilpott preguntándole si podría verlemíster Kammerman, el tasador delmobiliario. Walter le contestóafirmativamente. La voz de la señoraPhilpott era tranquila y cortés. Luegoañadió:

—Espero que me perdone si nopuedo ir yo también, Walter, pero tengo

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un asunto urgente que resolver estamañana.

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Walter llamó a la comisaría de policíade Newark desde Nueva York. Ledijeron que Corby se hallaba enNewark, pero que desconocían en aquelmomento su paradero. Se dirigió haciaallí.

Era la 1.15 y había empezado alloviznar.

Corby no se encontraba en lacomisaría cuando Walter llegó allí. Unagente le preguntó el nombre, pero élrehusó decírselo. Volvió al coche y seencaminó hacia la librería de Kimmel,pero ésta se hallaba cerrada.

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Se veía una rotura en una de lasventanas, como si hubiera sido golpeadacon un objeto duro. A Walter le dio unvuelco el corazón. Miró hacia la acerabuscando el ladrillo, pero no habíanada.

Desde allí se dirigió hacia unaestación de servicio para repostargasolina. Buscó la dirección deMelchior J. Kimmel en un teléfonopúblico, pero recordó que no figurabaen la guía. Buscó entonces HelenKimmel, y la localizó en BowdoinStreet. El empleado de la gasolinera nosabía dónde estaba aquella calle.Preguntó a un guardia de tráfico, que ledio una idea aproximada, pero siguiendo

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sus indicaciones le fue imposible darcon la calle en cuestión. Esto lo pusofurioso. Apenas podía controlarsecuando le preguntó a una señora quepasaba por allí. Afortunadamente, losabía con exactitud: quedaba cuatrocalles más arriba.

Era una calle de casas pequeñas. Elnúmero 245 era un edificio de dos pisos,de color rojo pardusco, bordeada de unaestrecha franja de césped, muy malcuidado, que limitaba una pequeña vallade barras metálicas.

Walter repasó con la mirada la acerade arriba abajo; luego bajó del coche, yse dirigió hacia el porche de la casa. Eltimbre tenía un sonido estridente, pero

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no se oyó el menor movimiento en elinterior. Walter se imaginaba a Kimmelobservándolo detrás de los visillos dealguna de las ventanas. Un ligeroestremecimiento recorrió todo sucuerpo. Se quedó tenso, expectante,como aprestándose a la lucha. Pero nohabía nadie. Llamó de nuevo con mayorinsistencia; luego probó a llamar con elpomo. La puerta estaba cerrada conllave. Las aristas del pomo le lastimaronla mano, tan fuerte lo apretó.

Walter regresó al coche y se quedóparado allí un momento. El miedo se lehabía convertido en un sentimiento derabia y frustración. Quizá estuvierantodos de nuevo en el Newark Sun. Era

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allí donde tenía que haber ido a haceruna extensa declaración en su defensa.Posiblemente ni siquiera hubieranquerido publicársela, pensó Walter. Nole habrían creído. Necesitaba que Corbycorroborase sus palabras; un joven einteligente policía que confirmara susdeclaraciones. Hizo virar el coche y sedirigió de nuevo a la comisaría.

Le dijeron que Corby se encontrabaen el edificio, pero que en aquellosmomentos estaba muy ocupado.

—Dígale que Walter Stackhousedesea verle.

El sargento de policía se le quedómirando; luego abrió una puerta situadaal fondo del hall y bajó unos peldaños

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hasta un patio. Walter lo siguió y sedetuvo con el sargento ante una puerta, ala que éste llamó con fuerza.

—¿Sí? —contestó la voz de Corby,apagado su tono por la gruesa madera.

—¡Walter Stackhouse! —gritó elsargento a través de la puerta.

Se oyó descorrer un cerrojo, yCorby abrió la puerta de par en par.

—¡Hola! ¡Le esperaba hoy!Walter entró con las manos en los

bolsillos del abrigo y vio a Corby quemiraba hacia ese punto como si temieseque llevase algún arma. Walter sedetuvo. Kimmel se hallaba sentado enuna silla. Su cuerpo estaba extrañamentecontorsionado, como bajo los efectos de

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un fuerte dolor. Se quedó mirando alvisitante como si no lo reconociera. Enel rostro de Kimmel no se reflejaba másque estupor y miedo, un terror profundoque le dominaba por completo.

—Hoy van a confesar todos —comentó Corby risueño—. Tony ya haconfesado; Kimmel lo hará ahora, ydespués, usted.

Walter no dijo nada. Se quedómirando al asustado muchacho queestaba sentado en otra silla. Las paredeseran de azulejos blancos y la luz sereflejaba en ellos intensamente. Elrostro de Kimmel se hallaba perlado degruesas gotas; no se podía determinar siera sudor o lágrimas. El cuello abierto y

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el nudo de la corbata flojo, pero todavíasin deshacer.

—¿Quiere sentarse, Stackhouse? Noqueda más que la mesa.

Walter vio que la puerta estaba conun grueso pestillo corredizo, como el delas cámaras frigoríficas de loscarniceros.

—He venido a preguntarle qué va apasar ahora. Quiero una explicación.Estoy de acuerdo en que se meinterrogue, pero no estoy dispuesto aadmitir una sarta de mentiras de usted nide nadie…

—Se lo hubiera ahorrado todo consólo admitir lo que hizo, Stackhouse —le interrumpió Corby.

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Walter se quedó mirando el cínicorostro del policía, pequeño, déspota,protegido tras su placa. De prontoWalter le cogió por el brazo y le hizodar la vuelta; lanzó el otro puño endirección a su mandíbula, pero elteniente le aferró la mano antes de quellegara a su destino, y empujó a Walterhacia adelante. Este resbaló sobre elpavimento, y hubiese caído, si Corby nolo hubiese sujetado de la muñeca,levantándole de nuevo.

—Kimmel ya ha comprobado que esdifícil tocarme, señor Stackhouse; serámejor que quede enterado usted también.—El rostro del policía se hallabacongestionado. Movió los hombros

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ajustándose el traje; luego se quitó elabrigo y lo dejó sobre la mesa demadera.

—Le he preguntado qué piensa hacerahora —volvió a inquirir Walter—. ¿Oes que quiere darme una sorpresa?¿Quién se cree que es, autorizando lapublicación de mentiras en losperiódicos?

—No hay mentiras en ningúnperiódico; solamente algún hechoincierto que no ha podido sercomprobado y por consiguiente puedeprestarse a dudas.

«¡Valiente salida! —pensó Walter—.Hecho incierto.» Observó la delgada yarrogante figura del teniente dando la

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vuelta a la silla de Kimmel como sifuera un elefante cogido en la trampa…,un elefante que todavía no estuvieramuerto. La cabeza y el rostro de Kimmelse hallaban completamente empapadosen sudor, aunque el recinto era bastantefrío. Walter vio a Kimmel encogersecuando Corby pasó junto a él. Entoncescomprendió por qué ofrecía un aspectotan raro: no llevaba las gafas. Corby selas debió hacer añicos. Seguramente lohabría tenido toda la noche allí. ¡Y esodespués de su trabajito para la prensa!Walter apretó los puños con fuerzadentro de los bolsillos. El teniente lomiraba a cada vuelta que daba alrededorde Kimmel.

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—He intentado con usted un métododiscreto, pero no ha dado ningúnresultado positivo.

—¿Qué quiere decir «discreto»?—No publicando en los periódicos

todo lo que hubiera podido publicar.Quería que viese lo estúpido que esocultar una cosa que usted sabe que esverdad, pero no ha dado resultado. Hetenido que emplear la fuerza. Lo quepublican hoy los periódicos no es másque el principio. No hay límite en lacoacción que puedo ejercer sobre usted.—Corby se quedó plantado con laspiernas abiertas, mirando de soslayo aWalter.

—Usted también tiene superiores —

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advirtió Walter—. Quizá me dirija alcapitán Royer.

Corby frunció todavía más el ceño.—El capitán Royer está de completo

acuerdo conmigo. Está satisfecho de miactuación, lo mismo que la superioridad.He conseguido en cinco semanas lo quela policía de Newark no ha hecho en dosmeses, cuando las huellas estabantodavía frescas.

«Fuera de Hitler —pensaba Walter—, o algún demente recluido, nuncahabía visto egolatría semejante.»

—Aquí, Tony —prosiguió el teniente—, está de acuerdo en que Kimmel pudohaber salido del cine inmediatamentedespués de haberlo visto él a las ocho y

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cinco. Incluso recuerda que después determinar la sesión fue a buscarlo a sucasa y no lo encontró.

—No fue…, no ha dicho que fuese—protestó Kimmel nerviosamente, conextraño acento—. No dijo que…

—¡Kimmel, es usted tan culpable —su voz sonaba atronadora en el vacíorecinto—, tan culpable comoStackhouse!

—¡No lo soy! ¡No es cierto! —seguía protestando Kimmel con vozlastimera, gruesa y con cierto acentoextranjero que Walter no le había oídohasta entonces. Había algo de patéticoen aquellas desesperadas negativas deKimmel; eran como los agónicos

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estertores de un cuerpo en sus últimosmomentos.

—Tony sabe que su esposa tenía unamante, Ed Kinnaird. Me lo dijo estamañana. ¡Lo comenta todo el vecindario!—le siguió gritando Corby—. Y todo elmundo sabe que usted hubiera sidocapaz de matar a Helen por eso y pormucho menos, ¿no es cierto?

Walter observaba paralizado.Trataba de imaginarse a Tony sentado enel banquillo de los testigos. Una pobrecriatura, torpe y aterrada, dispuesta adecir todo lo que le ordenasen pormiedo o por dinero. Los métodos deCorby eran duros y estaban dandoresultado. Kimmel parecía derrumbado,

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derretido como una bola de grasa, peroaún tuvo ánimos para repetir en voz alta:

—¡No es cierto! ¡No es cierto!Corby le dio una patada a la silla de

Kimmel. Al fallar el golpe, empujó delado las dos patas traseras, y Kimmelcayó rodando por el suelo. Tony seincorporó a medias como si fuera aayudarle, pero no lo hizo. El tenienteempezó a golpear a Kimmel, hasta quese fue levantando poco a poco, con laexhausta dignidad de un elefante herido.

Corby no dejaba de gritarle,instándole a que confesara, acosándolopor todas partes. Walter sabíaexactamente lo que le iba a preguntarcuando le tocara el turno a él: volvería a

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la carga sobre las visitas a Kimmel.Fingiría creer las declaraciones deKimmel sobre la discusión del asesinatode su esposa, y le aseguraría que susituación era francamente desesperada.Walter observaba a Corby, quegesticulaba, señalándole a él, hablandocon el mismo énfasis que si estuvieraante un nutrido auditorio:

—¡Este hombre! ¡Este hombre hasido el causante de todo lo que leocurre, Kimmel! ¡El muy estúpido deWalter Stackhouse!

—¡Cállese! —exigió Walter—,¡Usted sabe de sobra que soy inocente!Lo he dicho una y cien veces, pero siquiere inventar una historia sensacional

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para ganarse las simpatías de algúnjefazo estúpido, ¡puede mentir y perjurarun millar de veces para demostrar quesus absurdas ideas son ciertas!

—¡Sus absurdas ideas, querrá decir!—replicó Corby no del todo irritado.

Walter se lanzó de nuevo contra él.El puñetazo le alcanzó en la mandíbula,y vio a Corby con las piernas por elaire, dar contra una de las paredes. Elpolicía, desde el suelo, sacórápidamente una pistola y apuntó aWalter, mientras se levantaba poco apoco.

—¡Un solo movimiento y disparo!—barbotó Corby.

—Si lo hace no podrá nunca

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conseguir la confesión que desea —repuso Walter—. ¿Por qué no mearresta? ¡He golpeado a un policía!

—No quiero detenerlo, Stackhouse—gruñó el teniente—. Sería demasiadocómodo para usted.

Corby seguía en pie apuntando conla pistola a Walter. Este estudiaba sudelgado rostro, la fría mirada de susojos azules, y se preguntaba si eraposible que creyese realmente en suculpabilidad. Walter supuso que nopodía ser de otra forma, puesto que nodejaba el menor resquicio a la duda.Cualquier hecho lo interpretaba encontra de su inocencia.

Walter también observaba a Kimmel,

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sentado en la silla, con la miradaperdida, como si tuviese la mente enblanco. «Corby lo había vuelto loco —pensó—. Los dos están perturbados,Corby y Kimmel, cada uno a su modo, lomismo que ese muchacho medioatontado que está sentado ahí.»

—¡Me arresta o me marcho de aquí!—dijo Walter, dirigiéndose hacia lapuerta.

Corby, de un salto, se situó entre él yla puerta, sin dejar de apuntarle.

—¡Vuelva atrás! —le gritó,acercándole el cañón de la pistola a lasnarices. Su anguloso rostro estabaempapado de sudor, y en la mandíbulaaparecía una pequeña mancha morada

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donde Walter le había alcanzado con elpuño—. ¿Adónde piensa ir, después detodo? ¿Qué espera encontrar ahí fuera?,¿la libertad? ¿Qué amigos le quedan ya?

Walter no retrocedió; miró a Corby,que estaba tenso, rígido, con expresiónde demente. En cierto modo le recordó aClara.

—¿Qué piensa conseguir conamenazarme con una pistola para queconfiese? No pienso hacerlo aunquedispare. —Sentía aquella morbosacalma que le invadía cuando Clara seponía furiosa. No sentía más miedo delarma que si fuera de juguete—. ¡Venga,dispare! Le concederán una medalla poreso; hasta puede que lo asciendan.

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Corby se enjugó la boca con eldorso de la mano.

—¡Vuelva junto a Kimmel!Walter se volvió lentamente, pero no

retrocedió ni una pulgada. Corby seaproximó a Kimmel sin dejar de apuntara Walter. Este pensó: «No encontraré latranquilidad fuera, porque Corby es undemente armado.»

Corby se frotó la mejilla con lamano libre.

—Dígame lo que sintió esta mañanacuando vio los periódicos, Stackhouse.

Walter no contestó.—Tony, aquí presente… —lo señaló

con la pistola—, ha visto por fin lascosas claras. Ha declarado que no es

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imposible que Kimmel matara a suesposa de la misma forma que lo hizousted.

—¿Cuando leyó los periódicos? —Walter se echó a reír.

—Sí —afirmó Corby—. Kimmelpretendió acusarle a usted, pero laacusación se volvió contra él. Susdeclaraciones han hecho ver a Tony loque pudo haber sucedido. Tony es unmuchacho inteligente y con ganas decolaborar —comento Corbymaliciosamente, dirigiéndose hacia elpobre muchacho, que parecía una gallinaasustada.

Walter se echó a reír más fuertetodavía.

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Miró a Tony, cuya angustiadaexpresión no había cambiado; luego aKimmel, que empezaba a mostrarseofendido por su risa. Ahora se sentíaigual de trastornado que todos ellos,aunque la parte del cerebro que lequedaba sana pensaba con perfectacordura que aquellas histéricascarcajadas eran sólo producto de susnervios y de su estado de agotamiento.Pensaba también que Corby no era másrepresentante de la ley de lo que pudieraserlo Kimmel o Tony, y él, a pesar deser abogado, no podía hacer nada poracabar con su obcecación. El juezimparcial que Walter imaginaba,reposado, prudente, de cabello gris y

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negra toga, que hubiera escuchado surelato desde el principio hasta el fin, yluego le hubiera declarado inocente…;esta figura existía sólo en suimaginación. Nadie le escucharía ante unejército de Corbys interrumpiéndole, ynadie creería lo que realmente ocurrió.

—¿Por qué se ríe usted, so imbécil?—masculló Kimmel, levantándosedespacio de su silla.

Walter observó su fláccido rostro,contorsionado por el odio, y sonrióligeramente. Observó su mirada derencor, de resentimiento, la mismamirada de cuando fue a verle paradecirle que era inocente. Sintió miedo.

—¡Después de todo lo que ha hecho,

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aún tiene valor para reírse! —Letemblaban las manos, juntaba los dedosnerviosamente, y sus ojos, bordeados deuna orla roja, lo miraban conreconcentrado encono.

Corby observaba a Kimmel conindudables muestras de satisfacción,como si su «elefante» ejecutase sunúmero a la perfección.

Walter se daba cuenta de que elobjetivo de Corby era incitar más y mása Kimmel contra él, inducirle incluso aque le atacara físicamente. Veía en elrostro de Kimmel la morbosaconvicción de su propia inocencia, lainjusticia del destino que se habíacebado en él. Walter se sintió de pronto

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avergonzado, como si fuese el culpablede haber arrastrado hasta la trampa, sinescapatoria posible, a un hombreinocente. Deseaba salir de allí;murmurar unas palabras de excusa ydesaparecer de aquel recinto.

Kimmel se adelantó un paso haciaél, sin soltarse del respaldo de la silla.

—¡Idiota! —le gritó a Walter—.¡Asesino!

Walter miró a Corby y le vio sonreír.—Ya puede marcharse —le dijo

Corby—. Será lo mejor.Walter dudó un momento, luego se

volvió y, con cierta sensación devergüenza, se dirigió hacia la puerta. Elcerrojo no se descorrió a la primera

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tentativa, y se dispuso a mover unapalanca que vio debajo. Lo hizonerviosamente, mientras el sudor lebañaba la frente. Se imaginaba a Corbyapuntándole a la espalda con elrevólver, y a Kimmel avanzando haciaél. Por fin, el cerrojo cedió y Walterabrió rápidamente la puerta.

—¡Asesino! —le volvió a gritarKimmel.

Walter cruzó el patio y subiócorriendo los peldaños que conducían alhall principal. Las rodillas letemblaban. Descendió por la escalerahacia la calle, y al final se quedó unmomento indeciso, con la mano en labola metálica del extremo de la

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balaustrada. Se sentía como paralizado;le embargaba ese estupor del final deuna pesadilla. La locura quedaba tras él,en aquel recinto de paredes blancas y dela cual se había reído. Recordaba elcongestionado rostro de Kimmelmirándolo cuando se reía, y de prontosintió miedo. Rápidamente se encaminóhacia la salida.

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—Creo que todavía no me hasentendido —le dijo Ellie—. Si lahubieras matado… podría comprenderloe incluso llegar a perdonarlo. No me esimposible para mí el imaginarlo. Son lasmentiras las que no puedo tolerar.

Estaban sentados juntos en el asientodelantero del coche. Ellie lo mirabareposadamente, como siempre lo habíamirado, pero reflejando un ligero matizde reproche en sus ojos.

—Me has dicho que no crees elrelato de Kimmel —recordó Walter.

—No creo que le hablaras de

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asesinato, pero tú mismo has confesadoque fuiste a verle.

—Dos veces. Si pudieras dartecuenta de que esto ha sido sólo una seriede circunstancias…, accidentes quepueden ocurrir perfectamente aun siendoinocente…

Walter esperaba que protestara,asegurando creer en su inocencia, perono lo hizo.

Ellie seguía mirándolo atentamente,sin moverse.

—¡No puedes creer que sea capazde cometer un asesinato, Ellie! —exclamó Walter.

—Prefiero no decir nada.—¡Tienes que contestarme a esto!

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—Concédeme al menos el privilegio—recalcó ella— de no decir nada.

A Walter le había sorprendido por lamañana su calma cuando la llamó porteléfono, y su consentimiento cuando lepidió verla. Ahora comprendía que yatenía completamente resuelto, una vezenterada por los periódicos, lo quedebía pensar y cómo debía actuar.

—Lo que quiero decirte es queposiblemente lo hubiera aceptado todosi hubieras sido sincero. No me gustaesto, ni quiero nada más contigo. —Jugaba nerviosamente con el llavero,como si tuviera prisa por marcharse—.Esto no creo que te afecte demasiado.Jamás has hecho ningún plan sobre

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nuestro futuro, ni me has habladotodavía de matrimonio.

Walter pensó que, desde la nocheanterior, también ella estaba en contrasuya. Se preguntaba si, de no haberleocultado nada el día anterior, sureacción hubiera sido la misma.

Sabía que nunca había pensadoseriamente en casarse con ella, y sinembargo recordaba su intensa alegríadespués de la primera visita a suapartamento, cuando a pesar de todas lasbarreras que los separaban, se hallabaconvencido de que al final se unirían,porque se amaban mutuamente.Recordaba su propia convicción de queestaba enamorado de ella. Recordaba la

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noche que la llamó desde The Brotherscuando le fue imposible ir a verla… Lasatisfacción que le embargaba estando asu lado. Ellie significaba para él algomuy aproximado al ideal soñado: leal,inteligente, amable, sencilla…, en totalcontraste con Clara.

Ahora se daba cuenta de que habíajugado mal todas sus cartas, y casideliberadamente. ¿O es que la sensaciónnegativa y hostil de Clara estabainfluyendo sobre él, después de muerta?

—Supongo que ésta será la últimavez que nos veamos —prosiguió Ellieen tono reposado, con la misma fríacalma que un cirujano realiza unadisección—. Me traslado la semana

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próxima… a cualquier lugar de LongIsland, pero no me quedo en Lennert. Noquiero seguir en el mismo apartamento.

—Me has dicho que no creíste lasdeclaraciones de Kimmel; ¿es cierto?

—¿Crees que eso importa mucho?—Es lo único que ha ocurrido desde

ayer. Es lo único que ha cambiado lasituación.

—No se trata de eso. Admites que loviste en octubre; por lo tanto me hasmentido.

—Lo que yo quiero saber es si estásdispuesta a creer a Kimmel… sobre lode Clara, después de todo lo que te hedicho de él.

—Sí —repuso quedamente, sin dejar

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de mirarlo—. Te diré más; hace tiempoque lo vengo sospechando.

Walter la miró boquiabierto. Veía enella una expresión diferente; reflejabamiedo, como si esperase una violentareacción por parte de él.

—Está bien —balbució Walterapretando los dientes—. No me importa,¿me entiendes?

Ella por toda respuesta se le quedómirando, tensa, con los labiosentreabiertos, como si fuera a sonreír.

—Quiero que te enteres de esto tú ytodo el mundo: ¡Estoy harto! ¡No meimporta lo que piense nadie! ¿Estáclaro?

Ellie hizo un gesto afirmativo.

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—Sí.—Si nadie quiere comprender la

verdad, es inútil explicarla. —Abrió laportezuela, bajó del coche, y la cerródespués, de un golpetazo—. Creo…,creo que esta última entrevista haresultado perfecta: concuerda con la detodo el mundo.

Se dirigió a grandes pasos hacia sucoche, al otro lado de la calle.Caminaba tambaleándose ligeramentecomo un borracho, agotado y con losnervios rotos.

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Ya en la oficina, Walter se dirigió aldespacho de George Martinson. Era unode los días en que Willie Cross estabaausente, aunque hubiera deseado verlepara anunciarle que dejaba la firma.

Martinson le dio su consentimientolacónica y fríamente. Lo miró como si sesorprendiera de que todavía andarasuelto.

Todos lo miraban de forma parecida.Incluso Peter Slotnikoff. Nadie seatrevió a decirle nada más allá de unbalbuciente «hola». Lo observabancomo si estuvieran esperando que

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alguien tomara la iniciativa para saltarsobre él y meterlo de cabeza en lacárcel. Hasta Joan parecía tener miedo,miedo de decirle alguna palabra amable.

A Walter no le importaba nada todoaquello. Su indiferencia, que habíallegado a ser total, o su profunda fatigamental y física, le hacía sentir como unaespecie de embriaguez que le servía decoraza contra todo y contra todos.

Dick Jensen entró en su despachocuando estaba recogiendo sus cosas delos cajones. Walter se irguió, lo observómientras se acercaba con la barbillasobre el pecho, con aire reflexivo. Elsol que se filtraba por una de lasventanas arrancaba brillantes reflejos a

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la dorada cadena del reloj que pendía desu chaleco.

—No es necesario que te expliques—empezó diciendo Walter—. Ya mehago cargo.

—¿Adónde piensas ir? —preguntóDick.

—A la calle Cuarenta y Cuatro.—¿Vas a empezar tú solo?—Sí —Walter prosiguió vaciando

los cajones.—Walter, supongo que

comprenderás por qué no puedo ircontigo. Tengo una esposa que mantener.

—Ya lo comprendo —repuso Waltercon gesto indiferente, mientras sacaba lacartera—. Antes de que se me olvide;

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quiero devolverte el dinero que pusistepara el alquiler del despacho. Aquítienes un cheque por doscientosveinticinco dólares —añadió, dejándolosobre la mesa.

—Lo tomo a condición de queaceptes el Corpus Juris —manifestóDick.

—Esos libros son tuyos.—Íbamos a utilizarlos juntos.—El Corpus Juris estaba en el

apartamento de Dick, y formaba parte desu biblioteca privada.

—Lo necesitarás tú algún día.—Transcurrirá mucho tiempo hasta

entonces. De todos modos, prefiero quelo tengas tú, lo mismo que el State

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Digest; ya no tendrá vigencia cuando yoabra un bufete.

—Gracias, Dick —respondióWalter.

—He visto el anuncio en losperiódicos sobre la apertura deldespacho.

Walter no lo había visto todavía.Eran unas líneas que había publicado enplan de desafío el sábado por lamañana, antes de dirigirse a Newark.

—Tuve la precaución de no ponernuestros nombres. El tuyoconcretamente. Ya pondré el mío en elsegundo anuncio que publique estasemana.

Dick lo miraba sorprendido.

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—Tengo que decirte, Walter, que deverdad admiro tu valor.

Walter esperó deseoso de algo más,pero Dick no parecía dispuesto a añadirnada. Observó cómo recogía el cheque ylo doblaba cuidadosamente.

—Iré yo mismo a recoger los libroscon el coche un día de éstos. Hoy metraslado ya a Manhattan. Desde luego,sigo considerando los libros como unpréstamo hasta que tú los necesites.

—No te molestes; te los llevaré yomismo en horas de oficina —repusoDick—. Te los llevaré a tu despacho. —Y se dirigió hacia la puerta.

Walter lo consiguióinvoluntariamente, a pesar de la muda

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despedida de Dick, que parecía reacio adecir lo que pensaba. Walter no podíasoportar que terminaran así cuatro añosde estrecha amistad.

—Dick.—¿Qué quieres?—Quiero preguntarte una cosa:

crees que soy culpable, ¿verdad?Dick frunció el ceño.—Bueno, la verdad es que… no lo

sé, Walter.Se le quedó mirando, todavía

confuso, pero fijando su vista en Waltercomo si hubiese dicho lo que aquélesperaba que dijese todo el mundo.

Walter se daba perfecta cuenta deello y no censuraba a Dick por algo que

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él no podía evitar, pero en aquel crucede miradas comprendió que seesfumaban para siempre la confianzamutua, la lealtad y todas las promesasque se habían hecho el uno al otro. Ya noquedaba entre ambos más que amargurasy vacío.

—Supongo que pensarás replicar,¿eh? —sugirió Dick—. ¿Qué va a pasarahora?

—¡Soy inocente!—Bien, pero por lo menos harás una

declaración, ¿no?—¿Es que necesito «probar» mi

inocencia? —estalló Walter—. ¿Esacaso un nuevo procedimiento?

—Está bien —murmuró—. Tu

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principio es absolutamente correcto,pero…

—¿Crees que si fuera culpableestaría aquí? No pueden ni siquieraacusarme.

—Pero mucha gente como yo…—¡Al diablo toda la gente como tú!

¡Estoy harto de todos y de tantahabladuría sin ningún hecho que lopruebe! ¡Me importa un bledo lo quedigáis todos!

—Te deseo suerte —terminó Dickcon tono glacial. Y dando media vueltasalió del despacho.

Walter volvió a la mesa y continuórecogiendo sus cosas.

Joan entró cuando ya se disponían a

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salir.—¿Se marcha hoy? —preguntó—.

¿Abre hoy el nuevo bufete?—Sí. —La vio confusa, y para

ayudarla añadió—: Lo comprendo, Joan;no se sienta en modo alguno obligadahacia mí, en lo que al trabajo se refiere.

Se quedó indecisa unos instantes.Por un momento creyó que su reposadotono le iba a decir que seguía creyendoen él, y que deseaba trabajar en sucompañía en la nueva oficina, porquetenía confianza en su éxito. Durante unossegundos mantuvo esta esperanza. Joanañadió a continuación:

—He creído oportuno decirle que hecambiado de parecer respecto a dejar la

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oficina…Walter hizo un gesto afirmativo.—Bueno —murmuró.Se quedó mirándola, esperando que

dijese algo más rotundo, más preciso. Lehabía sido fiel durante dos años. Depronto se sintió tan confuso como ella.

—Está bien, Joan, no te preocupes.—Pasó junto a ella hacia la puerta—.Has sido una perfecta secretaria —añadió.

Joan no dijo nada.Walter se volvió y salió

rápidamente.«Así pasará con todos —pensó—,

uno tras otro.» Como con sus amigoscuando vivía Clara. Era como la

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quintaesencia de Clara. ¡Aislamiento!En seguida iba a saber lo solo que sehallaba. Pronto su soledad sería total.

No esperaba que ningún estudiantesolicitara el empleo en cuanto seenterara de su nombre. Continuabaobstinadamente el plan que se habíatrazado a sí mismo, con la mismatenacidad que puso en deshacerse de lacasa y en buscarse aquella misma tardeun apartamento donde vivir, pagando unmes o dos por anticipado y sabiendo queno estaría más de un par de semanas.Algo tenía que ocurrir al final: una manose posaría en su hombro, una pistola leapuntaría en la oscuridad y una balacertera acabaría con él…, o quizá las

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manos de Kimmel se apretarían sobre sugarganta. Pero antes de eso, todo elmundo habría rehuido su contacto; ni unosolo se prestaría a dirigirle la palabra.La tierra sería para él como la luna, y sequedaría tan solo como si fuera el únicohabitante.

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Por cuarta vez fue Kimmel al ópticoBausch y Skaggs, en la avenidaPhillston, para encargar otro par degafas. Esta vez el joven dependiente nosólo sonrió sino que se echó a reírjocosamente.

—¿Se le han vuelto a caer otra vez,señor Kimmel? Será mejor que se lassujete con una cinta, ¿no le parece?

Por el tono irónico de su voz,Kimmel creyó adivinar que sospechabala verdadera causa de la rotura.Indudablemente, contaría a todo elmundo que sabía por qué se le rompían

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las gafas a Kimmel. Las podía haberencargado en otro establecimiento, peroBausch y Skaggs eran los más rápidos yescrupulosos; deseaba ante todo que lagraduación fuera correcta.

—¿Le importaría dejar un depósito,señor Kimmel?

Sacó la cartera y cogió un billete dediez dólares, que recordaba haber vistoen el lado derecho.

—Estarán listas mañana. ¿Quiereque se las enviemos? —preguntó conirónica deferencia.

—Si no tiene inconveniente, leextenderé un cheque por el resto en casa.

Por cuarta vez, Kimmel salió y,cruzando la acera, se dirigió al coche

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que estaba esperando, aunque esta vezno era su coche, sino un taxi.

Mientras se dirigía a casa, Kimmelempezó a sentirse hambriento,francamente hambriento, a pesar delgeneroso desayuno que se había tomadohacía escasamente una hora. Empezó areflexionar sobre las posibles causas delvacío que sentía en el estómago, como sifuera una cuestión que pudiera investigarcon la punta de los dedos. Veía en suimaginación bocadillos de hígado conrajas de cebolla, remojados con cervezafría.

—Chófer, ¿quiere parar en la calleVeinticuatro, frente a Shamrock?

Kimmel bajó del taxi, cruzó la calle

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con la misma precaución que siestuviera llena de coches y entró en elestablecimiento. Pidió un bocadillo dehígado y unas cuantas cervezas. Estosbocadillos no podían compararse conlos de Ricco, pero Kimmel ya nopensaba volver por allí. Tony echaba acorrer en cuanto le veía, y su padre yano le dirigía la palabra cuando pasabapor su calle.

Kimmel volvió al coche con elbocadillo y las cervezas, y ordenó altaxista que le llevase a casa. Abrió elpaquete para darle un mordisco albocadillo, y cuando llegó a casa sehabía comido más de la mitad. Searrepintió de no haber comprado dos.

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Según el conductor, el taxímetromarcaba dos dólares diez centavos.Kimmel no lo creyó, pero como no loveía sin las gafas, pagó sin protestar.

Se bebió dos cervezas mientras secomía el resto del bocadillo y un trozode pan untado con mantequilla. Luegobajó al living a esperar. Hubieradeseado leer un rato, pero no podía. Nopodía hacer nada; nada, excepto esperarque le trajesen las gafas o que vinieseCorby a golpearle de nuevo. Se puso apensar en la ventana rota en su librería.Alguien había arrojado un ladrillocuando él se encontraba dentro. Nohabía atravesado la ventana, pero habíaabierto una grieta a todo lo largo, en

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diagonal.Temía todavía más una pelea en el

establecimiento que en su casa. Todo elmundo sabía que la librería era deMelchior J. Kimmel, pero nadie conocíasu domicilio.

Kimmel se dirigió a la cocina, cogióuna pieza de madera de pino que habíacomprado en una serrería y, bajando denuevo al living, se dispuso a cortar untrozo de diez o doce centímetros.

La madera estaba aserrada aescuadra, y él la dejó redonda como ungrueso puro. No veía lo suficiente paratallarla, pero no podía desbastarla.Trabajaba con rapidez, utilizando suafilado cuchillo, cuya hoja, aunque

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todavía fuerte, había sido afilada tantasveces, que había quedado fina como unanavaja barbera.

Volvió a recordar la risa deStackhouse. Su sola imagen le producíael mismo efecto que una conmocióncerebral o una patada de Corby. En sumente empezó a formarse un torbellinode cólera y odio. Se veía golpeandofuriosamente a Stackhouse,acuchillándolo, cada vez que pensaba ensu risa.

Kimmel se puso en pie, tiró elcuchillo y el trozo de madera encima delsofá y se puso a dar grandes pasos conlas manos embutidas en los bolsillos desus voluminosos pantalones. Se hallaba

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torturado por la disyuntiva de olvidarpor completo a Stackhouse, como lohabía hecho con Tony, o atacarlefísicamente para saciar su terrible deseode venganza. Stackhouse era unacobarde alimaña que mataba, mentía yse reía de sus víctimas, y que salíamilagrosamente indemne aun después deque sus crímenes aparecieran a la luzpública. Corby no le había puesto lamano encima todavía, y además era unhombre con dinero. Kimmel se loimaginaba viviendo en una lujosaresidencia de Long Island, con un par desirvientas (si se le habían marchado,podía tomar otras dos) y quizá conpiscina y pista de tenis.

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Pero el muy imbécil se había negadoa entregarle cincuenta mil dólares paraevitar que su nombre fuese puesto en lapicota. Kimmel no se sentía furiososolamente por lo que él consideraba unadecisión estúpida, sino porque estabaconvencido de que Stackhouse estaba endeuda con él, por lo menos en loequivalente a dicha cantidad, por losgraves perjuicios que le habíaocasionado.

Kimmel abrió el frigorífico y sacóun plato con jamón en dulce. Se dirigióhacia donde tenía la bolsa del pan, peroel apetitoso aspecto del jamón era tantentador, que se metió un trozo en laboca en el camino. Se bebió otra

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cerveza, volvió a su asiento del living, ycogió de nuevo el cuchillo y el trozo demadera.

Se podría marchar a otra población,pensó; nadie se lo podía impedir. Por lomenos, no tendría que ver cómo susvecinos y amistades se negaban adirigirle la palabra cuando se cruzabancon él por la calle. Aunque al final locondenaran también al ostracismo, porlo menos no sería tan doloroso cono enNewark.

Empezó a hacerle cortestransversales a la madera. Deseaba queStackhouse perdiese también todos susamigos. Ahora, con la punta del cuchillotaladraba pequeños orificios, que luego

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cruzaba con unos cortes en forma de X.No podía tallar dibujos más decorativossin las gafas, pero le resultabaentretenido trabajar guiado casiexclusivamente por el tacto. Le gustabaaquella distracción, pero cuanto más deprisa trabajaba, mayor era la tensión y larabia que se apoderaba de su interior.Pensaba que el castigo ideal paraStackhouse sería la castración, yhaciendo suposiciones sobre laoscuridad que reinaba en losalrededores de la casa de Stackhouse enLong Island, esbozó una siniestrasonrisa, mientras clavaba el cuchillo enla madera.

Empezaba a convencerse de la

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culpabilidad de Stackhouse. Aunque alprincipio creía que era inocente, paraKimmel esto no tenía la menorimportancia. El que hubiese matado o noa su esposa le tenía sin cuidado. Locurioso en Corby, pensaba Kimmel, eraque él parecía pensar lo mismo,aparentemente al menos. Recordaba queel policía lo había considerado inocenteincluso después de haber encontrado elrecorte de periódico sobre el asesinatode Helen. Corby se había limitado a«decir» que pensaba que era culpable yamenazarlo como si lo fuese. Para losefectos, era lo mismo, pensaba Kimmel;su esposa estaba muerta, y Stackhousehabía desencadenado un infierno sobre

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un hombre que vivía en paz ytranquilidad hasta entonces. Él,personalmente, prefería que fueseculpable, porque su inmunidad actual lehacía a sus ojos todavía más odioso.

Kimmel se lo imaginaba con un parde leales amigos tomando unas copas dewhisky, incapaces de creerle autor deuna bestialidad semejante. Inclusotratarían de convencerle de que habíasido víctima de una horriblecoincidencia de circunstancias, y hastabromearían sobre el caso.

De pronto se dio cuenta de que habíahecho un corte demasiado profundo en elcentro de la madera, como si fuera acortarla por la mitad, y no le gustaba la

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forma. Lo había echado a perder.Sonó el timbre de la puerta, y

Kimmel se levantó de un salto. No habíaoído pasos. El hall estaba demasiadooscuro para él, y miró con atención através de la cortina de la puerta. Sedistinguía la borrosa silueta de unoshombros y un sombrero queindudablemente pertenecían a Corby.

—¡Abra, Kimmel, sé que está ahí!—gritó Corby como si lo estuvieramirando. Kimmel no estaba del todoseguro.

Abrió la puerta, y Corby entró en elhall.

—Estuve en su librería. ¿Es que yano trabaja? ¡Ah, sí, las gafas otra vez!

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—añadió sonriendo.Kimmel tropezó con el felpudo de la

puerta. Fue hacia el sofá, recogióprimero el cuchillo y luego el trozo demadera, que se metió en el bolsillo. Elcuchillo lo sostenía pegado al costado,cogido el mango con el pulgar y laspuntas de los dedos.

—¿Qué ha estado haciendo? —interrogó el teniente sentándose.

Kimmel no contestó. Corby estuvocon él hasta las tres de la madrugada ysabía perfectamente todo lo que habíahecho y a quién había visto, a nadie,desde luego, después de la «sesión» enla comisaría.

—Stackhouse ha abierto un bufete en

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la calle Cuarenta y Cuatro, él solo.Estuve a verle esta mañana, y pareceque la cosa le marcha bien.

Kimmel siguió de pie, esperando.Estaba acostumbrado ya a estas visitasde Corby, a estas pequeñas noticias quedejaba caer como gotas de ácido.

—Su denuncia no le ha hechodemasiado efecto, ¿no le parece? No haconseguido sacarle dinero, ha tenido quecerrar la librería al crearse nuevosenemigos, y Stackhouse sigue encondiciones de abrir un despacho a sunombre. ¡Kimmel, la suerte desde luegono está de su parte!

Kimmel hubiera gozado lo indecibleclavándole el cuchillo en los dientes.

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—No me interesa en absoluto lo quepueda hacer Stackhouse —repusoKimmel fríamente.

—¿Puedo ver su cuchillo? —inquirió el policía, alargando la mano.

A Kimmel le irritaba verlorecostado en el sofá, sabiendo que, si selanzaba contra él probablemente loesquivaría. Le entregó el cuchillo.

—¡Es francamente magnífico! —exclamó Corby, con admiración—.¿Dónde lo adquirió?

Kimmel sonrió ligeramente, ceñudotodavía, pero complacido.

—En Filadelfia; es un cuchillocorriente.

—Suficiente para hacer bastante

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daño. Es el que usó para matar a Helen,¿verdad?

Kimmel hubiese querido respondercon indiferencia, pero se quedó callado,con los labios apretados. Se quedóesperando con calma, aunque la rabiainterior empezaba a corroerle como unveneno, produciéndole cierto malestaren el estómago. Presentía lo que Corbyharía después: se pondría en pie yempezaría a golpearle en el rostro, elestómago, y si respondía a la agresiónde algún modo, le trataría con mayordureza todavía.

Kimmel se complacía en imaginarsecogiendo a Corby por la garganta,incluso con una sola mano. Si alguna vez

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lo llegara a conseguir, no aflojaría lapresión, no le importaría dónde ni cómosiguiera atacándole el policía. No, no losoltaría. Quizá podría ocurrir aquelmismo día, pensó Kimmel, con un ligerodestello de esperanza. También podríahacerlo sencillamente clavándole elcuchillo en el cuello cuando se hallarade espaldas al salir…, peroprobablemente cuando se marchara, élestaría tumbado en el hall, molido apatadas.

—¿No considera interesante lo deStackhouse? No parece que hayaperjudicado usted su popularidad enabsoluto. —Corby se entreteníacerrando y abriendo el cuchillo.

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En las manos de Corby, el familiarsonido del cuchillo, al abrirse ycerrarse, le resultaba odioso a Kimmel.

—Ya le dije que no me importa.—¿Cuándo le van a traer las gafas?

—interrogó el teniente con aireindiferente.

Kimmel no contestó. Los destrozosde Corby le habían costado 260 dólaresen gafas.

El teniente se puso en pie.—Le veré de nuevo, Kimmel,

probablemente mañana. —Corby sedirigía hacia la salida.

—¡Mi cuchillo! —exclamó Kimmelsiguiéndolo.

Corby se volvió en la puerta y se lo

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entregó.—¿Qué iba a hacer sin él?

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La noche siguiente, Kimmel se dirigió ensu coche hacia Benedict, en Long Island.Fue primero a Hoboken, tomó el ferryen el último minuto, y luego, enManhattan, y dando grandes rodeos, bajópor Park Avenue antes de torcer hacia eloeste, en dirección a Midtown Tunnel,con el propósito de despistar al hombreque seguramente habría enviado Corbypara vigilarlo. El que lo siguieran leirritaba todavía más que los insultos quele dirigía Corby cara a cara.

Dondequiera que lo veía —cosa queocurría con frecuencia— le producía

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una irreprimible cólera, aunque uníntimo sentimiento de dignidad leimpedía hacerle nada, ni siquiera pensaren él, excepto un morboso deseo deaplastad a Corby entre sus dedos como aun mosquito, de haberlo tenido a sualcance.

La noche en que se dirigió aBenedict no vio a su seguidor, pero se loimaginaba. Después pensó quelógicamente podía estar seguro dehaberlo despistado. Estas dudas ytemores lo irritaban todavía más.Aquella noche, Kimmel se hallaba en unterrible estado de nervios.

Había adquirido un mapa en unaestación de servicio, pero no era lo

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suficientemente detallado como para queapareciese Marlborough Road enBenedict. Preguntó en un colmado de lasafueras de la ciudad. Sabían dónde seencontraba aquella dirección, y leinformaron sin demostrar especialinterés por la pregunta, según le parecióobservar a Kimmel. La ensaladilla y lassalsas que se veían tras los cristales delmostrador ofrecían un aspectofrancamente apetitoso, pero Kimmel nosentía hambre y se marchó sin comprarnada.

Aparcó el coche en la calleprincipal, junto a Marlboroug Road, ycontinuó el camino andando. Era unacalle oscura con sólo dos o tres casas

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que apenas distinguía en la oscuridad.Los números no eran visibles, pero

con la linterna de bolsillo fue leyendolos nombres de los buzones situados a laentrada. En ninguno de ellos vio el deStackhouse, y siguió avanzando hasta lacasa blanca que se vislumbraba detrásde los árboles.

Kimmel miró hacia atrás. No se veíaningún faro de coche ni se oía el menorruido. Llegó hasta el pequeño buzón yenfocó la linterna sobre la placa: W. P. Stackhouse.

No aparecía en la casa ningunaventana encendida. Kimmel miró lahora; eran sólo las 9.33. Stackhouseestaría seguramente fuera todavía, con

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alguno de sus fieles amigos.Se acercó a la casa con cautela,

atravesando el césped. Andaba depuntillas; su pesado cuerpo sebalanceaba de un lado a otro con ciertagracia, mucho más airosamente quecuando caminaba con normalidad. Seagachó para eludir una parra en eljardín, continuó acercándose y dio lavuelta al edificio. No se veía ningunaluz.

Kimmel se quedó parado frente a lapuerta principal. Estuvo pensando enpulsar el timbre. Sería divertido irritar aStackhouse, empezar a preocuparleseriamente sobre su integridad física.Stackhouse no estaba asustado todavía.

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Incluso podía matarlo aquella mismanoche, puesto que se había zafado de lavigilancia que le había asignado Corby,y luego planear una coartada. No dejaríahuellas. Podría mentir de nuevo.

Kimmel temblaba de excitación antela sola idea de verse apretando lagarganta a Stackhouse. De pronto se diocuenta de que estaba de pie, y de quepodía verle a la escasa luz de la calle.Ahora consideraba una suerte que sehallase fuera; de este modo podíaobservar con más detalle la casa.

Lentamente se dirigió hacia la puertaprincipal, enfocó la linterna hacia elinterior. El círculo de luz iluminó untrozo de hall que parecía absolutamente

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desierto, aunque los haces luminosos nollegaban más allá de dos o tres metros.Luego encontró una ventana a la alturade la planta baja, en la parte lateral deledificio. En el interior se veía una pareddesnuda, y el suelo completamentevacío; no se veían tampoco cortinas.

Esto le hizo pensar a Kimmel quequizá Stackhouse se habría trasladado;volvió rápidamente a la puerta principaly pulsó el timbre de llamada. Se oyó unsonido de campanillas. Esperó unmomento y volvió a tocar. Se sentíairritado y molesto. Irritado porque sedaba cuenta de que había realizado unlargo trayecto para nada. Sentía lamisma sorda cólera que si Stackhouse se

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le hubiese escapado de las manos contodas sus cosas cinco minutos antes dellegar a su casa.

Apoyado en la puerta siguiópulsando el botón del timbre conrítmicas pulsaciones durante un buenrato, llenando el solitario edificio con eleco metálico de las campanillas. Parócuando ya empezaba a dolerle el dedopulgar; dio media vuelta y se alejómaldiciendo y jurando en voz alta.

Si deseaba ver a Stackhouse, pensó,podía hacerlo sin que nadie se loimpidiera, ni siquiera los hombres deCorby. En el antiguo despacho le diríanla dirección de su bufete.

Se imaginaba a Stackhouse cuando

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le viese al pie de la escaleraesperándole; esperándole para seguirlehasta donde viviera. Se iba a llevar unbuen susto, desde luego. Kimmel se diocuenta de esto incluso en la primeravisita que le hizo a la librería. Queríaasustarlo primero, y luego quizá lomatara; aquella misma noche o cualquierotra, cuando la ocasión fuese propicia.Era una verdadera lástima queStackhouse no estuviera allí aquellanoche, pensó Kimmel. Podía haberquedado todo resuelto.

Se alejó de allí a grandes pasosatravesando el césped, balanceando susenormes brazos. Era el tipo de casa quehabía imaginado como vivienda de

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Stackhouse, amplia y de lujosa solidez,sin ostentación, como un libroencuadernado en piel blanca. Stackhouseera un hombre de buen gusto, escudadoen sus derechos, tras la barrera de sudinero, su posición social y su atractivoanglosajón.

Kimmel se detuvo bajo uno de lossauces del camino, se acercó al tronco yse puso a orinar en él.

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Walter cogió el teléfono:—Diga.—Oiga, ¿el señor Stackhouse?—Sí. —Walter miró al hombre que

se hallaba junto a la puerta.—Aquí Melchior Kimmel. Desearía

verle. ¿Podría señalarme una hora decita para esta semana?

Walter hubiera deseado que aquelhombre se marchase. Habían terminadode hablar, pero él seguía allí,haciéndose el remolón, observándole.

—No tengo tiempo esta semana.—Es muy importante —añadió

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Kimmel, irritado—. Me interesa verleuna tarde de esta semana. Si usted nopuede, yo…

Walter colgó el aparato lentamente, yse acercó al hombre de la puerta.

—Llevaré el caso a los tribunales aprincipios de la semana próxima. Leinformaré en cuanto se conozca elveredicto.

El hombre se le quedó mirandocomo si no terminara de creerle.

—La gente me dice que no mequerelle con el propietario, que no lointente siquiera.

—Para eso estoy aquí. Iremos ajuicio y lo ganaremos —repuso Walter,abriendo la puerta.

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El hombre hizo un gesto afirmativo.El recelo que Walter había imaginadover en su rostro era miedo, pensóWalter, miedo de no cobrar los 225dólares que había pagado de más a undesaprensivo propietario durante losúltimos ocho meses de arrendamiento.

Walter lo observó mientras sealejaba por el hall hacia el ascensor.Luego se volvió hacia el despacho.

Una vez allí se quedó mirando losdos documentos que tenía ante la mesa:uno, el caso del propietario; el otro, unadetención por embriaguez. Aquello eratodo. El despacho era silencioso ahora.Era solamente el octavo día, pensó. Noera cosa de esperar un reguero de

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clientes en ocho días. Quizá habríanllamado por teléfono cuando él seencontraba fuera, en la biblioteca.Incluso pudo haber llamado algúnestudiante pidiendo trabajo. Seríacuestión de poner un anuncio mayor queel anterior.

Echó una ojeada al periódicodoblado que se hallaba en un extremo dela mesa, y recordó el párrafo de lacolumna de chismes que empezaba así:

¿Una casa embrujada…? El misteriode la participación de un jovenabogado en la muerte de suesposa, sigue todavía por aclarar.En lo que no hay misterio alguno es

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en sus actuales actividades.Impertérrito, ha abierto un bufetepor su cuenta en Manhattan. ¿Acasolos clientes tenían que recorrerdemasiado trayecto hasta sumansión de Long Island, ya queahora está en venta?Los vecinos aseguran que la casaestá embrujada…

La verdad era que no podía sermejor propaganda. Walter sonrióligeramente al oír pasos fuera, pasos quecruzaron de largo. Suponía que sería elcartero. Se preguntaba qué le traería elcorreo aquel día.

¿Querría Kimmel pedirle otra vez

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dinero? ¿O quizá estaba dispuesto amatarlo? ¿Qué estaría haciendo Corby?No había dado señales de vida duranteuna semana. ¿Qué estarían tramando él yKimmel?

Walter irguió la cabeza tratando derazonar, pero le era imposible; sentíacomo una niebla que le oscurecía elcerebro. Se puso en pie, como si pudieradespejarla moviéndose. Empezó apasear en el reducido espacio de laoficina.

Por la puerta deslizaron unas cartas.Walter las recogió rápidamente. Erancuatro. Abrió primero la de sobre lisocon la dirección escrita a máquina.

Era de un estudiante de Stanley

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Utter. Tenía veintidós años y se hallabaen el tercer año de Derecho.Consideraba suficiente este tipo depráctica, puesto que pensabaespecializarse en Derecho Penal.Solicitaba una entrevista, y añadía quepodía avisársele por teléfono. Era unacarta seria y respetuosa que leimpresionó más que cualquiera de lascartas personales que había recibidohasta entonces. Quizá Stanley Utter fuerael tipo de joven que necesitaba.

Dejó a un lado un sobre que parecíade propaganda, y cogió el que llevabamembrete de Cross, Martinson yBuchan.

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Estimado Walt:Creo debo advertirte que Cross estáhaciendo todo lo posible porexcluirte del Colegio de Abogados.Desde luego, no pueden hacerlomientras no se demuestre tuculpabilidad, pero entretanto Crosspuede levantar polvo suficientepara echar abajo tu nuevodespacho. No sé qué aconsejarte eneste caso, pero he consideradooportuno tenerte al corriente.Dick.

Walter dobló la carta; luego,maquinalmente, la hizo pedazos.

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Esperaba algo así. Era como todo lodemás. Oficialmente no le podíanimpedir que ejerciese; sólooficiosamente. Bastaba que removiesenlo de la exclusión del Colegio, paraaislarlo profesionalmente.

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¿Les daría a todos una oportunidad más?Walter se echó a reír. Era una risa

nerviosa que le hacía estremecer loshombros de miedo y de vergüenza.

Todo parecía en actitud expectante:las dos sillas de alto respaldo apoyadascontra la pared, parecían estaresperando, lo mismo que el reloj, queestaba parado. Todo parecía esperar,excepto «Jeff», que dormía acurrucadoen un sillón de la misma forma que hacíaen casa.

Sin embargo, Ellie, John, Dick,Cliff, los Ireton y McClintock podían

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esperar también que ocurriese algo.«—¿Qué tal te va, Walt? —le había

preguntado Bill Ireton hacía tres días—.Bien, bien, iré a verte un día de éstos.»

Walter sentía náuseas ante estaspalabras vacías, que no reflejaban másque curiosidad e hipocresía escudadastras el extremo de un hilo. Se preguntabasi Bill se sentiría lo suficientementecurioso para llamar por segunda vez.

Walter se quedó mirando a «Jeff»tratando de recordar si le habían dadode comer aquella noche. No lorecordaba. Fue a la cocina, abrió elfrigorífico y miró la lata medio vacía decomida para perros. La cantidad quequedaba no le sugería nada. Puso un

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poco en la cacerola y, previamentecalentada, se la llevó a «Jeff». Se quedóobservando cómo poco a poco, se lo ibacomiendo todo.

Debía salir a echar al correo la cartapara Stanley Utter, pensó; la tenía sobrela mesa del vestíbulo.

Deseaba llamar a John, sin ningunaesperanza, desde luego; sólo paradecirle lo que hasta entonces no habíapodido decir.

La semana anterior había llamado aJohn para pedirle disculpas por habercortado la comunicación cuando lellamó por teléfono a Long Island. Johnno se había mostrado ofendido. Seexpresó en los mismos términos que la

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última vez:—Cuando te encuentres más

tranquilo, sería conveniente que vinierasa verme, Walter.

—Ya estoy tranquilo, por eso tellamo…

Le iba a preguntar cuándo podía ir averle, pero John añadió:

—Si ya has perdido el miedo a loshechos, sean cuales fueren…

Entonces Walter se dio cuenta de quese hallaban todavía en el punto departida. Sentía miedo de los hechosporque temía que John no los creyese,por muy reales que fueran, puesto quenadie los había creído.

—Será mejor que lo dejemos estar

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—repuso Walter finalmente a John, ycolgó el aparato. Desde entonces ya nohabía vuelto a llamar.

«Dime lo que ocurrió realmente,Walt —le había escrito Cliff la semanaanterior—. Hasta que no digas todo loque ocurrió, no podrá resolverseesto…»

«Desde luego —le había dichoCorby—, esto seguirá adelante hasta queconfiese.»

Y Ellie:«Son las mentiras lo que no puedo

perdonarte; y tengo que añadirte que loestuve sospechando desde el principio.»

Deseaba llamar a John para decirle:«Me han retirado el derecho para

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ejercer la profesión. ¡Mírame! ¡Puedesreírte si quieres! ¡Os podéis felicitartodos! ¡Habéis triunfado, me habéishundido completamente!»

¿En qué se convertiría una personaen su situación?

«Te transformarás en una cifraviviente, como te sentías junto a Claraalgunas veces, parado en el césped, conuna copa en la mano preguntándote a timismo por qué estabas allí, cuál era tuobjetivo en la vida y por qué…» Nuncahalló una respuesta.

Se quedó mirando a «Jeff» en lasilla. «Te quiero, Clara», pensó. ¿Seríacierto? ¿Tendría una cifra capacidadpara amar? Carecía de sentido que una

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cifra pudiera amar. ¿Qué sería lo mássensato? Deseaba que Clara seencontrara allí. Era el único deseoconcreto que experimentaba en aquelmomento.

Walter cogió el abrigo y se lo pusorápidamente. Luego se dio cuenta de queno se había puesto la chaqueta. Se rodeóel cuello con una bufanda recordandomaquinalmente que hacía una noche muyfría.

Recogió la carta para Stanley Utter yse dirigió hacia Central Park. Veía laoscura silueta de los árboles queparecían ofrecer el refugio de unajungla. Miró a su alrededor en busca deun buzón de Correos, pero no vio

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ninguno. Puso la carta en el bolsillo delabrigo metió las manos en los bolsillos.

«Como si el parque fuese la selvallegaré donde nadie puedaencontrarme.»

Hubiera querido caminar hasta caermuerto. Nadie encontraría su cadáver.Se desvanecería como el humo. ¿De quéforma podría suicidarse uno que nodejase rastro? Ácido. O una explosión.Recordaba la explosión del puentesoñada, y le parecía tan real como sihubiese ocurrido verdaderamente.

Entró en el parque. Delante de él seextendía un sendero que se perdíaserpenteando entre los árboles. Un faroliluminaba el trozo hasta la curva. A la

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vuelta se veía otro.«Con el frío que hace, no habrá

nadie», pensó Walter. Entonces vio unapareja sentada en un banco besándose.Walter dejó el sendero y se internó porla empinada ladera.

En la oscuridad tropezó con unapiedra. Las espinas de un arbusto lerasgaron ligeramente el pantalón, perosiguió caminando en línea recta,saltando los obstáculos. No pensaba ennada. Era una sensación agradable queprocuraba conservar: «Estoy pensandoque no estoy pensando en nada.» ¿Eraposible? ¿No estaría en realidadrecordando las personas yacontecimientos que trataba de olvidar?

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«Y si tratas de olvidar algo, ¿por qué nopiensas concretamente en ello?»

Se imaginaba oír la voz de Elliesusurrarle claramente: «Te quiero,Walter.»

Se detuvo y se puso a escuchar.¿Cuántas veces se lo había dicho? ¿Quéhabía de sincero en sus palabras? Desdeluego ni la mitad que cuando lo decíaClara. Cuando ella lo decía, había en eltono de su voz una sinceridad total.Empezó a caminar de nuevo, pero casiinmediatamente se detuvo y miró haciaatrás.

Había oído el ruido de un zapatotropezando contra una roca. Miró haciaabajo en la oscuridad que se extendía

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tras él, pero no oyó nada más. Miró a sualrededor, buscando algún camino. Nosabía concretamente dónde se hallaba.Continuó caminando en la mismadirección que llevaba.

Quizá aquel ruido sólo había sidoproducto de su imaginación. Por uninstante se había sentido absurdamenteasustado, imaginándose a Kimmelsubiendo tras él por el montículo,persiguiéndolo furioso.

Walter empezó a caminar a pasoslargos y lentos. El terreno se deslizabaahora en pendiente hacia abajo.

Oyó el ruido de una rama tras él.Walter bajó el resto de la pendiente

a grandes saltos, hasta llegar a un

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camino. Rápidamente se ocultó entre lassombras de un frondoso árbol. Elcamino estaba débilmente iluminado porun farol situado a varios metros, peroWalter podía distinguir perfectamente laroca desde donde había saltado y lapendiente que conducía al camino.

Ahora oía claramente los pasos.Vio a Kimmel acercarse por el

borde de la roca, mirar a su alrededor ybajar luego por la pendiente. Walterobservó cómo miraba en ambasdirecciones; luego se dirigió haciadonde él se encontraba. Walter se pegó ala roca, frente a la pendiente.

Kimmel se volvió hacia la derecha ysiguió caminando. Llevaba la mano

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derecha de una forma extraña, como siocultase la hoja de un cuchillo en lamanga. Walter le miró la mano conatención, tratando de distinguir lo quellevaba, cuando pasó frente a él.

Kimmel debió seguirle desde elapartamento, pensó Walter, y allí habríaestado vigilándole.

Esperó que Kimmel se hallara losuficientemente lejos para que no oyesesus pasos; entonces salió al camino y sealejó en dirección opuesta. Dio variospasos antes de volverse para mirar haciaatrás, cuando lo hizo, vio a Kimmeldarse la vuelta. Walter lo distinguióclaramente a la luz del farol, y durantelos segundos que estuvo inmóvil, supuso

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que Kimmel lo había visto, porque sedirigió rápidamente hacia él.

Walter echó a correr. Corría comoacosado por el miedo, pero su menterazonaba con tranquilidad, y sepreguntaba; «¿Por qué correr?, ¿noquerías una oportunidad para enfrentartecon Kimmel? ¡Ya la tienes! —Inclusopensó—: A lo mejor ni siquiera me havisto, porque es miope.» Sin embargo,Kimmel se había puesto a correr. Walteroía claramente el pesado taconeo de suszapatos a través del túnel que acababade atravesar.

Walter no tenía la menor idea deadonde se dirigía. Buscó con la miradaun edificio que le sirviera de referencia,

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pero no vio ninguno. Abandonando elcamino, trepó por la ladera de unmontículo, agarrándose a los arbustospara ayudarse en la ascensión. Queríaesconderse y, al mismo tiempo, poderobservar para hallar la forma de salirdel parque.

La colina no era lo bastante alta parapoder distinguir ningún edificio porencima de las copas de los árboles.Walter se detuvo para escuchar.

Kimmel siguió por el camino altrote. Walter veía su gigantesca silueta através de las ramas de un árbol. Esperóunos instantes, y luego volvió adescender la pendiente. Se sentía máscansado y sofocado que antes, cuando

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echó a correr.Oyó a Kimmel volver para atrás

cuando ya se encontraba casi en elcamino. Se cogió a la rama dé un árbol,escuchando los pasos que se dirigíanhacia él, a sólo unos metros dedistancia. Se dio cuenta de que ahora notenía dónde esconderse, que Kimmelseguramente le vería los pies o le oiríasi continuaba trepando. Se maldijo a símismo. ¿Por qué no había seguidoremontando la colina? Se quedó tenso,dispuesto a lanzarse sobre Kimmel, ycuando vio su oscura silueta debajomismo, cayó de un salto sobre él.

Ambos rodaron por el suelo. Walterluchaba con todas sus fuerzas. Medio

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arrodillado sobre él, le golpeaba en elrostro tan fuerte y rápido como podía;luego le buscó la garganta, y sus dedosse engarfiaron en ella. Estaba ganando lapartida. Se sentía inmensamente fuerte,como si sus brazos fueran de acero y suspulgares se incrustaran en la garganta deKimmel como balas. Walter le levantó lapesada cabeza y la golpeó una y otra vezcontra el cemento del camino, hasta quelos brazos empezaron a dolerle con elmovimiento; sentía una fuerte opresiónen el pecho que apenas le dejabarespirar. Dejando caer la cabeza, seapoyó sobre los talones y respiró agrandes bocanadas.

Oyó pasos y se puso en pie

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tambaleándose; se dispuso a echar acorrer, pero se quedó inmóvil mientrasla corpulenta figura se le acercaba.

Era Kimmel.Sintió una oleada de terror. Dio un

paso hacia atrás, sin fuerzas para huir.Kimmel se dirigió hacia él con el brazolevantado, dispuesto a atacarle.

El primer golpe lo recibió en lacabeza, y Walter se desplomó sobre losduros tobillos del cadáver. Intentóapartarse, pero Kimmel cayó sobre élcomo una montaña.

—¡Idiota! —le gritaba—. ¡Asesino!El puño de Kimmel caía implacable

sobre su rostro. Walter percibía,mezclado en el aire frío de la noche, el

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suave y dulzón olor a polvo y librosviejos de la librería de Kimmel queemanaba de sus ropas. Trató dedefenderse con los brazos inútilmente.Kimmel lo asió con fuerza de lagarganta; trató de gritar, pero le eraimponible. Vio alzarse la mano derechade Kimmel, y en su boca abierta sintió elagudo filo de un cuchillo atravesarle lalengua y después la mejilla; chirrió lahoja al tropezar con los dientes.

El intenso dolor que sentía en lagarganta le llegaba ahora hasta el pecho.Era el fin. Notó una cosa fría en lafrente: el cuchillo. A sus oídos llegabacomo un constante zumbido: era lamuerte mezclada con la voz de Kimmel

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llamándole asesino, idiota, estúpido…,hasta que el significado de las palabraspareció solidificarse como una inmensamole sobre él. Ya no sentía el menordeseo de lucha. Le pareció deslizarsesuavemente en el vacío como un pájaro;por encima de él veía la pequeñaventana con un trozo de cielo azul quesoñó cuando se hallaba en elapartamento de Ellie, radiante y lleno desol…, pero la ventana era demasiadopequeña para poder escapar por ella.Vio a Clara volver la cabeza hacia élsonriéndole, con aquella cariñosasonrisa de los primeros días dematrimonio. «Te quiero, Clara», se oyódecir a sí mismo. Luego sintió que el

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dolor le desaparecía rápidamente, comosi todas sus angustias se le escaparanevaporándose en la nada, dejándolovacío y plácidamente ingrávido.

Kimmel se puso en pie y miró a sualrededor. Cerró de golpe su cuchillo ytrató de escuchar algún ruido más alláde su jadeante respiración; después seinternó en la oscuridad, y se alejó de allísin rumbo fijo. Sólo quería ocultarse enla negrura de la noche, donde fuese. Sesentía agotado, pero satisfecho, lomismo que la noche que mató a Helen.Se detuvo a recobrar aliento, aguzandode nuevo el oído, aunque estaba segurode que no había nadie por aquelloscontornos.

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¡Dos muertos! Kimmel casi se echóa reír. ¡Si resultaba hasta divertido!

Stackhouse era uno de ellos. ¡Elenemigo número uno! Corby sería elsiguiente. Kimmel pensó con profundorencor que si hubiese estado allí, lohubiera liquidado también aquellamisma noche.

Kimmel vio las luces de una ventanaen un edificio próximo.

—¿Kimmel?Se volvió rápidamente, y vio a diez

metros de él la figura de un hombre y elbrillo mate del cañón de una pistolaapuntándole. El hombre se fueacercando; Kimmel no se movió. No lohabía visto nunca, pero sabía que era

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uno de los hombres de Corby. Sintió unasúbita parálisis que le impedía el menormovimiento. Durante los segundos enque el desconocido se le fue acercando,comprendió que le resultaba físicamenteImposible dar un paso. No es que letuviese miedo a la pistola ni a la muerte;era algo más profundo que recordabadesde su niñez. Era el terror a un poderabstracto, a la fuerza de un grupoorganizado, terror a la autoridad.

Kimmel se daba cuenta ahora, conmayor intensidad, de lo que tantas veceshabía experimentado anteriormente. Apesar del pánico, podía razonar confrialdad. Automáticamente levantó losbrazos, cosa que su mente consideraba

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más odioso que nada en el mundo, perocuando el hombre se le acercó y leconminó a dar la vuelta y seguirandando, lo hizo con la mayor calma ysin temor alguno.

Kimmel pensó: «Esto es el final ymoriré sin remedio, pero esto no measusta en absoluto; es como si eso nocontara ya para mí.» Sólo sentíavergüenza de hallarse físicamente tancerca de un tipo tan pequeñajo, y de queno hubiese el menor contacto entre ellos.

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PATRICIA HIGHSMITH. (Fort Worth,Texas, 1921 - Locarno, Suiza, 1995)Novelista estadounidense famosa porsus obras de suspense.

Sus padres, que se separaron antes deque naciese, eran artistas comerciales ya su padre no lo conoció hasta que tenía

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12 años. A pesar de sus aptitudes para lapintura y la escultura, fue la literatura larama en la que prefirió desarrollarse.

Se graduó en 1942 en el BarnardCollege, donde estudió literaturainglesa, latín y griego. Concluidos susestudios, se dedicó a redactar guionesde comics hasta su debut literario conExtraños en un tren (1950). El libroinspiró a Alfred Hitchcock para llevarloa la pantalla grande y son considerados,tanto el libro como el film, clásicos delsuspense. En 1953, debido a unaprohibición de su editora, decidió lanzarel libro The Price of Salt bajo elseudónimo Claire Morgan. La novela

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que trataba de un amor homosexual llegóal millón de copias y fue reeditada en1991 bajo el título de Carol. Pero fue lacreación del personaje de Tom Ripley,ex convicto y asesino bisexual, la quemás satisfacciones le dio en su carrera.Su primera aparición fue en 1955 en Eltalento de Mr. Ripley, y en 1960 se rodóla primera película basada en estapopular novela, con el título A pleno sol,dirigida por el francés René Clément yprotagonizada por Alain Delon. A partirde allí se sucederían las secuelas: Lamáscara de Ripley (1970), El juego deRipley (1974), El muchacho que siguióa Ripley (1980), entre otras.

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Patricia Highsmith fue una exploradoradel sentimiento de culpabilidad y de losefectos psicológicos del crimen sobrelos personajes asesinos de sus obras.Siempre se interesó por las minorías ensus obras y, de hecho, su última novelaSmall G: A Summer Idyll (1995),mostraba un bar en Zurich, en la que suspersonajes homosexuales, bisexuales yheterosexuales se enamoran de la genteincorrecta. A pesar de la popularidad desus novelas, Highsmith, curiosamente,pasó la mayor parte de su vida ensolitario. Se trasladó permanentemente aEuropa en 1963 donde residía en EastAnglia (Reino Unido) y en Francia. Susúltimos años los pasó en una casa

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aislada en Locarno (Suiza), cerca de lafrontera con Italia.