wishart, david - las cenizas de ovidio
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David Wishart
Título original: Ovid
Traducción de Carlos Gardini
Ilustración de cubierta: Epica Prima Diseño de cubierta: Alejandro Terán
Serie Histórica dirigida por Rafael Muñoz Vega
Primera edición: noviembre de 2010
© 1995 David Wishart
© 2010 Carlos Gardini por la traducción
© 2010 Alamut
ISBN: 978-84-9889-055-6
Depósito legal: M-42975-2010
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Argumento
La Roma de Tiberio no es el mejor lugar para hacerse notar. Es
preferible dedicarse al vino y las mujeres sin desempeñar ninguna
tarea que pueda enturbiar esos placeres. Al menos, eso es lo que
piensa Marco Corvino, heredero de una de las más nobles familias
romanas y justamente orgulloso de no haber hecho nada de provecho
en su vida.
Y aun así, para sorpresa no sólo suya sino de toda Roma, se
encontrará intentando desentrañar los dos misterios que han
permanecido sin resolver durante años en la ciudad imperial. ¿Por
qué desterró Augusto al poeta Ovidio? ¿Qué ocurrió realmente en el
desastre del bosque de Teutoburgo? Preguntas cuyas respuestas
amenazan con enfrentarle a los más poderosos enemigos: nada
menos que el emperador Tiberio y, sobre todo, su maquiavélica
madre, Livia.
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Para Roy et ceteri
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Dramatis personae
(Los personajes puramente ficticios figuran en minúscula.)
Roma
Agrón: Un ilirio corpulento que reside en Roma.
ASPRENAS, Lucio Nonio: Sobrino de Varo y su hermana Quintilia.
Batilo: Esclavo principal de Corvino.
Calías: Esclavo principal de Perila.
CORVINO (Marco Valerio Mesala Corvino): Rico y joven noble a quien Perila
pide ayuda para recobrar las cenizas de su padrastro Ovidio. Era nieto del
benefactor homónimo, amigo del poeta.
COTA (Marco Valerio Cota Máximo Corvino): Tío de Corvino.
Crispo, Celio: Un enfermizo especialista en chismorreo.
Dafnis: Esclavo del gimnasio de Escílax.
Davo: Ex esclavo, primero de Emilio Paulo, luego de Fabio Máximo.
Escílax: Ex entrenador de gladiadores a quien Corvino patrocinó su gimnasio
propio cerca del Circo.
FABIO MÁXIMO, Paulo: Íntimo amigo y asesor de Augusto, y tío de Perila.
Harpala: Vieja esclava de la casa de Marcia, la tía de Perila.
Léntulo, Cornelio: Un viejo senador, cuestionable pero influyente.
MARCIA: Viuda de Fabio Máximo, amigo y confidente de Augusto.
MESALINO (Marco Valerio Mesala Mesalino): Padre de Corvino; político y
abogado notable por su servil respaldo a Tiberio.
OVIDIO (Publio Ovidio Nasón): Uno de los mayores poetas de Roma, y
padrastro de Perila. Exiliado a Tomi por Augusto en el 8 d. C.; a pesar de las
constantes súplicas de indulto, falleció allí en el año 17.
PAULO, Lucio Emilio: Esposo de Julia, nieta de Augusto. Fue ejecutado por
traición en el 8 d. C.
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PERILA, Rufia: Hijastra de Ovidio (su madre, Fabia Camila, fue la tercera
esposa de Ovidio). Estaba casada con Publio Sulio Rufo. Su patronímico (Rufia)
es de mi propia atribución.
Pértinax, Cayo Atio: Viejo amigo y colega del abuelo de Corvino, ahora retirado
al sur de Roma.
Pomponio, Sexto: Un decurión que otrora prestó servicio al mando del padre
de Corvino.
QUINTILIA: Hermana de Quintilio Varo.
RUFO, Publio Sulio: Esposo de Perila, actualmente en servicio en el exterior, a
las órdenes de Germánico.
SILANO, Décimo Junio: Noble romano acusado de adulterio con Julia, nieta de
Augusto.
Germania
ARMINIO: Principal cabecilla de los rebeldes germanos, responsable de la
matanza de Varo.
CEONIO, Marco: Integrante de la plana mayor de Varo, y cómplice en su
traición.
EGIO, Lucio: Con Ceonio, comandante de campo de Varo y miembro de su
plana mayor.
VARO, Publio Quintilio: Virrey militar de Augusto en Germania. Pereció en la
matanza de las tres legiones que comandaba en el bosque de Teutoburgo.
VELA, Numonio: Lugarteniente de Varo, y comandante de la caballería en la
marcha final.
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La noche anterior había asistido a una fiesta en el Celio. Mi lengua sabía como
el suspensorio de un gladiador, mi cabeza vibraba como la forja de Vulcano, y si
alguien me hubiera mostrado la mano para preguntarme cuántos dedos veía,
me habría costado responder sin ayuda del ábaco. En síntesis, mi estado
habitual por la mañana, que no era ideal para una primera reunión con un
hueso duro de roer como Rufia Perila.
Ya conocéis el tipo: buena talla, hombros anchos, pelo como alambre y
bíceps como piedras. Un cruce entre Pentesilea, la reina de las amazonas, y
Medusa la gorgona, antes de que Perseo le rebajara la estatura por una cabeza,
con una mirada y una voz que podían marchitarte los genitales a treinta pasos.
Pero la mujer que se me acercaba a grandes trancos por el suelo de mármol,
con mi esclavo Batilo a la zaga como las sobras de un felino del circo, no era así
en absoluto. Todo lo contrario. Este hueso duro de roer era despampanante.
La evalué rápidamente. Veinteañera (un par de años mayor que yo), recta
como una lanza, esbelta, de tez clara, alta y tostada, con un cabello tan brillante
que hacía daño. En el saldo negativo, ojos que habrían ensartado a un basilisco
y un perfume seco (ya podía olerlo) que me traía ingratas reminiscencias del
agua fría, la vida higiénica y el ejercicio sano. Ítem negativo número tres...
El número tres era Batilo. El hombrecillo estaba aturullado, y nadie
intimida a Batilo. Fulmina con la mirada a senadores prestigiosos y derrite a
viudas aristocráticas, puede reducir a gelatina al comandante de una legión, y
yo apostaría a su favor contra cualquier contrincante humano y quizá contra un
par de bestias o demonios. Si esta damisela había pulverizado a Batilo, a mí ya
me mataba de miedo.
Traté de erguirme pero desistí. El suelo no estaba demasiado firme esa
mañana.
—Eres Marco Valerio Mesala Corvino. —Obviamente, Rufia Perila no era
dada a perder tiempo ni hacer preguntas.
—Pues... sí. —Era menos una confirmación que una mueca nerviosa.
Habría respondido lo mismo si me hubiera llamado Tiberio Julio César.
—Tu abuelo... —me clavó una mirada que me obligó a comprobar si me
había acordado de ponerme la túnica— era el patrón principal de mi padrastro.
—No me digas. ¿Tu padrastro?
—El poeta.
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—¿El poeta? —Mierda. Mi cabeza no estaba para sutilezas intelectuales a
esa hora de la mañana. El único poeta que me venía a la mente era Homero, y a
pesar de mi estado sospeché que no se refería a él.
—El poeta Ovidio.
—¡Ah, ese poeta! —El nombre me sonaba. O quizá sólo fuera mi resaca—.
Ya. Estupendo. Conque eres la hijastra de... como se llame. ¡Estupendo!
Supe que la había pifiado en grande cuando vi que la boca se le endurecía
en una línea que se podía usar para cortar mármol. En circunstancias normales,
o al menos cuando estaba totalmente sobrio, que no es lo mismo, no habría
cometido semejante error. Aunque no me interese la literatura, no soy ningún
palurdo. Aunque hiciera diez años que Ovidio se pudría en el exilio, era el
mejor poeta que habíamos tenido desde que Horacio se había ido al otro barrio.
Las palabras ya estaban dichas y no había manera de desdecirlas. Se hizo
un gran silencio, la temperatura bajó a niveles invernales y juro que vi que la
piscina ornamental se cubría de hielo. Batilo había presenciado nuestro
pequeño diálogo como Casandra esperando que Agamenón dijera su última
frase y se dirigiera a la bañera. Hizo una mueca y desvió la mirada. Batilo no
soporta ver sangre.
Las hermosas cejas enarcadas bajaron como un cuchillo.
—Sé que te cuesta seguirme en tu estado actual, Valerio Corvino —dijo ella
con una voz que era puro natrón egipcio—, pero inténtalo, porque es
importante. Mi padrastro era Publio Ovidio Nasón. Escribía poesía y fue
exiliado a Tomi, a orillas del mar Negro. ¿Entiendes la palabra «poesía» o debo
explicarla?
—Eh... sí. Es decir, no. —¡Por Júpiter! No estaba en condiciones para esto.
No esa mañana. Quizá nunca—. Mira, lo lamento. Siéntate, eh...
—Perila. Rufia Perila. ¿Dónde?
—¿Qué? Ah, sí. ¡Batilo!
Pero Batilo ya traía una de mis mejores sillas desde el estudio. Hacía años
que ese granuja no se movía con tanta celeridad. Desde su hernia.
Ella se sentó, y yo traté desesperadamente de recobrar la compostura.
—Dijiste «escribía», mi señora.
—¿Cómo has dicho?
—Escribía. En pasado. Entonces él está... muerto. Ovidio. Tu padrastro.
Sí, ya sé. Como manera de entablar conversación, apestaba. Pero ya me
costaba bastante impedir que los sesos se me derramaran por los oídos. El tacto
era el menor de mis problemas.
Ella asintió y bajó los ojos. Por un instante el hielo se derritió y asomó la
mujer.
—La noticia llegó hace dos días —dijo—. Falleció el pasado invierno,
después de que cerraran las rutas terrestres. El mensaje vino con el primer
barco.
—Ah, lo lamento.
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—No lo lamentes. —El hielo había vuelto—. Él se alegró de morir. Odiaba
Tomi, y ese... —Mordió la palabra con los dientes—. El emperador nunca lo
habría dejado regresar.
Era cierto, pensé. No era Tiberio quien lo había desterrado, pero había
confirmado la sentencia de Augusto cuando el viejo emperador estiró la pata. O
se transformó en dios. Lo que sea. Yo no sabía por qué habían mandado a
Ovidio a Tomi (creo que no lo sabía nadie), pero podía imaginármelo. El
padrastro de Perila tenía la catadura moral y la discreción de un conejo
priápico. Un día el pobre diablo se había encontrado de golpe en el estudio
personal de Augusto. Allí el emperador le había arrancado los testículos a
dentelladas y le había insertado un billete de ida al mar Negro en el trasero. El
mayor poeta viviente de Roma hizo mutis por el foro, sin acusaciones formales
ni juicio. Cuando Augusto murió (o cuando fue ascendido, si os parece mejor),
los amigos de Ovidio intercedieron ante el nuevo emperador para pedir un
indulto, pero Verruga rechazó la solicitud. Parecía que el pobre diablo había
pasado a la categoría «obras completas» y el indulto era ya sólo un debate
teórico.
Batilo se acercó de puntillas por el suelo de mármol, mostrando el blanco
de los ojos. Puso una mesilla junto a Perila, con una escudilla de fruta y algunas
nueces, se inclinó y se marchó deprisa. Quizá fuera una exótica ceremonia
propiciatoria griega: a veces Batilo es supersticioso. En todo caso, fue en balde.
Perila no reparó en él ni en la mesilla, y se limitó a alisar los exquisitos pliegues
del manto. Recogí los jirones de mi dignidad, traté de pasar por alto al que me
serruchaba la tapa de los sesos, y fui al grano.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Pensé que era obvio.
Al cuerno con la dignidad.
—Mira, amiga, no leo el pensamiento, así que dímelo sin más vueltas.
Ya. No era precisamente prosa ciceroniana, pero yo también me estaba
hartando. Curiosamente, Perila ni se inmutó. Por un instante me posó la
mirada, evaluándome con frialdad.
—Lo siento, Valerio Corvino —dijo—. Tienes toda la razón, y te pido
disculpas. Como he dicho, mi padrastro acaba de morir. Nosotras, mi madre y
yo, quisiéramos que sus cenizas fueran sepultadas en Roma. Como su patrón, es
tu deber presentar nuestra solicitud al emperador.
Palabras literales, lo juro. Me quedé patidifuso. Cuando un cliente común
quiere pedirte algo, se pasa un día entero diciéndote que eres sensacional, te
manda un esturión de regalo, quizá un par de cajas de higos rellenos de
Alejandría. Y después de ablandarte, quizá aborde el tema del modo más
indirecto que se le ocurra. Rufia Perila acababa de cometer un traspié social que
equivalía a preguntarle a Tiberio qué se ponía en sus forúnculos. Más aún, lo
había hecho sin que se le moviera un solo mechón del cabello primorosamente
peinado.
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—Comprendo que no eres el miembro de tu familia más adecuado para
este propósito —continuó—. Tu tío Marco Valerio Cota Máximo Corvino —¡Por
Júpiter! ¿El tío Cota tenía todos esos nombres?— habría sido una elección más
natural. Tu padre también habría sido más... —Titubeó. Noté que estudiaba mi
barba crecida, mis ojeras, mi figura desgarbada—. Más apropiado.
¡Por los cojones de Júpiter!
—Un momento... —dije. Como protesta era endeble, y ella no le prestó
atención.
—No obstante, aquí tengo una carta que creo que lo explicará todo.
Metió la mano bajo el manto, dándome un breve atisbo de un blusón rojo,
sacó un pequeño rollo y me lo entregó. Yo aún estaba pasmado. Sin siquiera
verificar si esa cosa estaba dirigida a mí, rompí el sello y esperé a que las letras
dejaran de bailotear por la página.
Era una carta de mi tío Cota, en su inveterado estilo desconcertante y
digresivo.
Marco Valerio Cota Máximo Corvino a su sobrino Marco, salud.
Te escribo para presentar a Rufia Perila, hijastra de mi viejo amigo
Publio Ovidio Nasón, que falleció recientemente en Tomi. Te matará del
susto, Marco, pero tiene el corazón bien puesto, al igual que todo lo
demás, así que trata de ayudarla, muchacho. Te he propuesto a ti y no a tu
padre porque ese lameculos pomposo no ayudaría a nadie a menos que
pudiera sacar algún provecho personal. Además, el pobre Publio nunca lo
soportó, y era recíproco, así que la hijastra no le sacaría mucho a ese viejo
hipócrita. Y aunque quizá no te hayas enterado, me iré a Atenas para
disfrutar de unos meses de bien merecida carnalidad, así que por la
presente quedas designado. No decepciones a la familia, muchacho.
Hasta pronto.
Había una posdata:
Ella está casada con un sujeto desagradable llamado Sulio Rufo.
Actualmente está en oriente y por lo que he oído no se soportan. A buen
entendedor pocas palabras, ¿eh?
Cota.
Aparté los ojos de la carta y noté que ella me clavaba los suyos. Quizá la
había sorprendido con la guardia baja, quizá la mirada era intencionada. No lo
sé. Pero por primera vez parecía vulnerable. Vulnerable y desesperada. Yo seré
un vago consentido y autocomplaciente, pero al menos soy un vago consentido
y autocomplaciente de buen corazón, y esa mirada me mostró dos cosas.
Primero, que al margen de la fachada que adoptara, a Rufia Perila le costaba
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mucho pedir ayuda, tanto a mí como a cualquier otro. Y segundo (podéis
considerarme un majadero), yo sabía que haría cualquier cosa con tal de verla
sonreír.
Quizá la posdata del tío Cota también hubiera influido.
—Vale —dije—. Dalo por hecho.
No sé por qué respondí semejante sandez. Si algún dios maligno prestaba
atención, yo estaba pidiendo el sopapo del siglo. Y eso era lo que me esperaba,
más o menos. Pero no me hubiera retractado de mis palabras aunque lo hubiera
sabido, porque cuando las dije el hielo se derritió por otro momento
maravilloso y asomó la otra Perila.
Eso compensaba todo.
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«Dalo por hecho». En fin. Al día siguiente descubrí cuán estúpida era esa
promesa.
El palacio es un sitio especial, un manicomio burocrático. Ante todo, es
enorme. Puedes perderte literalmente si no te andas con cuidado. Suelen
encontrar esqueletos allí dentro, y tipos que han entrado rechonchos salen días
después dando tumbos, escuálidos y parpadeando como búhos. El lugar está
lleno de escribientes que se pasan el día laboral pasándose a los clientes como si
jugaran a la pelota, y no te das cuenta de que no vas a ninguna parte hasta que
es hora de cerrar y esos cabrones te ponen de patitas en la calle.
En fin, una burocracia típica.
Exagero, sí, pero sólo un poco. Y no supongáis que es más fácil lograr que
hagan algo porque tengo cuatro nombres. Y menos si está de por medio el
emperador. Verruga tiene cosas mejores que hacer (no preguntéis qué) que
sentarse todo el día ante un escritorio, rascándose los forúnculos y esperando a
que la flor y nata de Roma le lleve sus problemas. Los patricios tenemos que
hacer cola como todos los demás.
Claro que todo habría sido fácil si yo hubiera sido mi tío Cota o mi padre.
Esa gente tiene palanca, y la palanca es todo en el palacio. Mi padre fue cónsul y
gobernador provincial, lo cual os da un indicio de la torpeza con que elegimos a
los magistrados. Aunque el tío Cota aún no había llegado tan alto, estaba
subiendo en el escalafón, pero yo, que ni siquiera era asistente del subsecretario,
tenía tanto peso propio como el esclavo que limpiaba las letrinas.
Lo mejor habría sido hacerle ojazos a un amigote de mi padre, poner cara
de desvalido y morirme de gratitud cuando el sujeto condescendiera a cubrirme
con su ala privilegiada. Pero eso quedaba descartado, aunque hubiera tenido
estómago para ello. Hacía meses que no veía a mi padre y no habría tocado a la
mayoría de sus compinches ni siquiera con una pértiga. Tampoco se habrían
desvivido por ayudarme. Mi padre y yo no estábamos exactamente
distanciados (sólo el lazo matrimonial se corta con sencillez en familias
linajudas como la nuestra), pero eso no significaba que nuestras vidas tuvieran
que cruzarse. Y no quería deberle favores a ese cabrón.
Ahí estaba, pues, después de tres horas de cola, avanzando a un paso que
podía medirse en pulgadas. Me dolían los pies, me dolía la espalda, y habría
cometido cualquier delito menos la sodomía por una copa de buen setino. El
sexto subsecretario del sexto vicesubsecretario acababa de prometerme que
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vería qué podía hacer si yo tenía la gentileza de esperar unos meses cuando
avisté la quilla de Cornelio Léntulo.
Sí, quilla. Es una palabra adecuada para Léntulo. Tenía la estructura de un
barco mercante: grande, barrigón, y dispuesto a volcarse en cualquier cosa
mayor que una calma chicha. Se lo podía describir como amigo de mi padre,
pero estaba tan alejado de esa vigilante camarilla como era posible hacerlo sin
perderse de vista. En fin, era humano, o lo parecía. Y el viejo tenía palanca a
carretadas.
—¡Hola, mozalbete! —gritó al verme. (Sí de nuevo. No dije que Léntulo no
tuviera defectos. En mi opinión, Augusto no fue tan drástico como debía
cuando purgó el Senado)—. No es frecuente que te codees con el vulgo, ¿eh?
Le di las explicaciones del caso, y Léntulo casi la palma en pleno corredor.
—¡Por los dioses! ¡Esos granujas! ¡Les clavaré su prepucio en el culo!
―Enhorabuena. Qué lenguaje elevado—. ¿Un nieto de mi viejo amigo Mesala
Corvino perdiendo el tiempo en la sala de espera como un plebeyo? No te
preocupes, muchacho, te solucionaré todo. ¡Déjalo de mi cuenta!
Y eso hice, desde luego. De buena gana, y con el pasmo pertinente. Al cabo
de diez minutos habíamos entrado en el sancta sanctórum, la antesala imperial
donde hasta las moscas están castradas. Y tras presentarme a un secretario
como si fuera casi tan sagrado como el escudo palatino de Marte, Léntulo se
largó.
—Excúsame, mozalbete —gruñó, palmeándome el brazo—. Ya estás
encaminado. Mi amigo Calícrates cuidará de ti. Buen muchacho, Calícrates.
Tengo una cena a primera hora. Muchachas nubias y pitones amaestradas. El
viejo Cayo Sempronio sabe agasajarte si tienes el brío necesario, ¿eh, muchacho?
Y, con un codazo en las costillas, se fue antes de que pudiera agradecérselo.
Una pena. Me habría gustado preguntarle por las nubias y las pitones. No es
fácil encontrar entretenimientos de sobremesa refinados, ni siquiera en Roma.
El secretario imperial era pura dentadura y aceite capilar.
—Dime, señor, ¿en qué puedo servirte?
—El padre de una cliente acaba de fallecer en las provincias. —Me apoyé en
el escritorio, haciendo gala de mi nariz patricia—. Fue exiliado durante el
gobierno del divino Augusto, y la cliente y su madre necesitan la autorización
imperial para traer las cenizas a Roma.
El secretario sonrió y cogió su pluma y su tablilla de cera.
—Ningún problema, y menos si el caballero en cuestión ha fallecido. Creo
que ni siquiera necesitamos molestar al emperador.
—¡Oye, estupendo! —le dije con sinceridad. Perila agradecería que el
asunto se hubiera solucionado tan pronto. Y una Perila agradecida, teniendo en
cuenta la posdata del tío Cota, podía ser interesante.
—¿Puedo preguntar algunos detalles? —El secretario preparó la pluma—.
¿El nombre de tu cliente?
—Rufia Perila.
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La punta de la pluma arañó la cera.
—¿Y el difunto será un tal Rufio?
—Pues no. Era el padrastro de la dama. Se llamaba Nasón. Publio Ovidio
Nasón.
El hombre dejó de escribir como si lo hubiera picado una avispa.
—¿Ovidio el poeta? —chilló—. ¿El... caballero que fue exiliado a Tomi? La
expresión servil se esfumó como si la hubiera lavado una esponja. Sentí el
primer hormigueo de inquietud.
—Así es. Murió el invierno pasado.
El secretario bajó la tablilla con cautela.
—Excúsame un momento, señor.
—Claro —le dije a su espalda. Ya había desaparecido entre las cortinas que
había detrás del escritorio.
Me volví y traté de aparentar más calma de la que sentía. La habitación no
estaba llena, pero varias personas esperaban detrás de mí: dos o tres senadores
antediluvianos y un hato de comerciantes gordos en los bancos, o charlando en
grupos.
Más bien, antes estaban charlando. Ya no. Reinaba tanto silencio que se
habría oído el pedo de un ratón, y era un milagro que nadie mirase hacia mí. El
hormigueo de inquietud se convirtió en escozor. Me apoyé de espaldas en el
escritorio del secretario y me puse a silbar entre dientes. Uno de los senadores
(octogenario, cuanto menos, con el físico de una momia egipcia comida por las
ratas) tragó mal su saliva y se sofocó. Miré con interés mientras sus amigos
(todos momias, y casi igualmente decrépitos) lo molían a golpes. Me puse a
hacer apuestas conmigo mismo sobre qué parte de él se desprendería primero
cuando alguien carraspeó a mis espaldas. El secretario había vuelto.
—Lo lamento, señor, pero por el momento no se podrá dar curso al
requerimiento de tu cliente —dijo.
—¿Eso significa que no?
—Precisamente, señor.
Algo iba mal. El tipo estaba sudando. Y los secretarios imperiales no sudan.
—Oye, ¿qué pasa? Me dijiste que no habría problemas. —Ante la duda,
busca la yugular.
Ni se inmutó.
—Me equivocaba, señor. Lo lamento, pero es imposible.
—Mira... —Empezaba a sentir fastidio—. Ese sujeto está muerto e
incinerado. Sólo quiero sus cenizas.
—Lo sé, señor, pero mis instrucciones...
—Al cuerno con tus instrucciones. Exijo ver al emperador.
Con eso tenía que llegar a alguna parte. Tenía derecho a una entrevista
personal. Aunque Tiberio fuera un sujeto huraño y antisocial, conocía el poder
de la aristocracia. No provocas a la flor y nata si no quieres problemas. De
buenas a primeras, te encontrarás marginado en los festines.
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—No creo que una entrevista con el primer ciudadano sea demasiado
fructífera, señor —dijo impávidamente el secretario—. Te aseguro que...
—Escucha, amigo. —Ya estaba hasta la coronilla. Cogí el cuello de su túnica
con los dedos y lo atraje suavemente hacia mí—. No te estoy pidiendo consejo
ni opinión. Te lo estoy exigiendo. Mi nombre es Marco Valerio Mesala Corvino,
soy un noble de veintiún quilates con un linaje que tiene cuatro veces la
longitud de tu polla, y si no me conciertas esa cita te cortaré los testículos y te
miraré mientras haces malabarismos con ellos.
Se puso muy pálido y sus ojos hicieron señales frenéticas por encima de mi
hombro. Los dos pretorianos de la puerta corrieron hacia nosotros con toda la
lentitud que era posible para no llamar la atención. Mierda. Solté al secretario, y
sus sandalias chocaron con el suelo de mármol detrás del escritorio.
Sudaba como un cerdo y el pequeño músculo de la comisura de la boca
temblaba espasmódicamente.
—Créeme, señor, no considero que una entrevista sea posible ni
aconsejable. Lamentablemente, tu requerimiento ya ha sido rechazado en el
nivel más alto posible. Por favor, considera que esta decisión es definitiva.
―Recobrando el aliento, se alisó las arrugas que yo le había hecho en la
túnica—. Ahora bien, a menos que accedas a marcharte pacíficamente...
Dejó pendiente el resto, pero lo que mi viejo profesor de gramática habría
llamado apódosis amenazadora era bastante obvio. Miré por encima del
hombro para confirmarlo. Los guardias aguardaban al acecho, dos gorilas
descomunales y musculosos de armadura reluciente, empeñándose en
confundirse con el mobiliario. Quizá no se atrevieran a echarme por la fuerza,
pero no se bromea con esos tipos.
—Vale. —Alcé las manos, mostrando las palmas. Creo que nunca había
estado tan furioso, ni tan calmado—. Vale. Me voy, amigo. Pero no des el
asunto por terminado.
Di media vuelta y pasé entre los dos guardias de cara pétrea. Más allá, los
senadores y comerciantes formaban un cuadro vacilante y siniestro, como un
coro griego esperando su intervención. Hasta el senador que tosía se había
callado. Parecía muerto, pero siempre me lo había parecido.
Me asaltó un pensamiento. Me detuve y me volví.
—¿Qué demonios hizo?
—¿Cómo has dicho, señor? —preguntó el desconcertado secretario.
—Ovidio. ¿Qué hizo para merecer el exilio, ante todo?
La cara del secretario parecía tallada en cemento.
—No lo sé, mi señor.
—Tiene que haber sido algo bastante gordo, ¿verdad? Ni siquiera dejan que
el pobre diablo vuelva en una caja.
Los labios de cemento no se movieron. Los ojos de cemento permanecieron
desenfocados.
No estaba dispuesto a aguantar ese desplante. De nadie.
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—No te preocupes, amigo —le dije—. Lo traeré. Lograré que vuelva, de un
modo u otro. Díselo a tus jefes.
Y con esas palabras me largué, con la nariz patricia en alto. Mis parientes
(algunos de ellos, al menos) habrían estado orgullosos de mí. Éstos son los
momentos en que se nota la noble estirpe.
Tardé una hora en hallar la salida.
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Esa tarde me echaba un sueñecito en mi estudio, poniéndome a punto para un
banquete, cuando Batilo asomó la cabeza por la puerta. Estaba realmente
despavorido.
—Lamento molestarte, amo —dijo—, pero la dama Rufia Perila está aquí.
El efecto que esa mujer surtía en él era escalofriante. Si lo destilábamos y se
lo dábamos de comer a las tropas, sumaríamos Britania al imperio en menos de
un mes. Y también Partia, quizá.
—¡Mierda! —Al levantarme de la poltrona, tumbé la estatuilla de Venus
trenzándose el cabello que estaba en la mesilla. Batilo, con su tacto habitual,
guardó silencio, alisándome la túnica arrugada mientras yo me erguía de mala
gana. Si hubiera recibido la autorización oficial para traer de vuelta las cenizas,
me habría deleitado volver a ver tan pronto a esa mujer. En esas circunstancias,
me resultaba tan grato como un puñado de pulgas, y no me desvivía por dar
explicaciones bajo el escalpelo de esos hermosos ojos dorados. Claro que mi
fracaso no era definitivo. Qué va. Un Valerio Mesala no se da por vencido. Sin
embargo, no estaba ansioso de dar el siguiente paso, que consistía en acudir a la
vieja camarilla para mover los hilos. Eso significaba cambiar un favor por otro,
naturalmente, y veces te piden cosas que te dejan el pelo blanco.
Al menos, en esta ocasión yo estaba sobrio. O bastante sobrio. Digamos que
no estaba ebrio. Digamos...
Salí al atrio como si fuera la arena del circo y yo fuera el plato principal del
menú. Rufia Perila estaba de pie entre los asientos, admirando el fresco de
Orfeo y las ménades que yo había encargado recientemente, y el sol del
atardecer que penetraba por el pórtico desde el jardín le besaba el cabello con
oro rojo. Debió oírme llegar porque dio media vuelta y (por increíble que
parezca) sonrió. Mi corazón dio un respingo. Quizá fuera indigestión.
—Has ido al palacio —me dijo.
—Así es. —Me senté en el diván principal. Batilo ya acercaba una silla, y
Perila también le sonrió mientras él la instalaba. Quedó desconcertado un
momento. Luego puso una cara radiante. Casi se veía que se le rizaba el cabello.
Batilo es calvo.
—¿Un sorbo de vino, amo? —murmuró. Demonios. El mayordomo
perfecto. Le podría haber escarbado el servilismo con una cuchara.
—Sí. Vino con miel para la dama, Batilo, y setino para mí. El especial. —Era
el más fuerte que teníamos, y necesitaría algo bastante fuerte si quería
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sobrevivir a la media hora siguiente sin perder los genitales—. Y no abuses del
agua, ¿vale?
—Entonces podemos disponer el retorno de los restos de mi padrastro —
dijo Perila cuando él se marchó—. ¡Corvino, es maravilloso!
Normalmente, ese uso de mi apellido sin el añadido formal del patronímico
me habría estremecido de placer. Por no mencionar la sonrisa que lo
acompañaba. Dadas las circunstancias, me daba ganas de vomitar.
—A decir verdad, mi señora Rufia... —Si llevas las de perder, arrástrate.
—Oh, llámame Perila, por favor. Mi madre estará encantada. En cuanto a la
ceremonia fúnebre, aún tenemos la vieja villa en la ladera sobre el cruce de las
vías Claudia y Flaminia. Sepultaremos a mi padrastro en el huerto. A él le
habría agradado.
—Perila... —¡Por Júpiter! Era como tratar de embalsar un río con las manos.
—Estás invitado a la ceremonia, desde luego.
—Perila, escúchame. Lo lamento, pero...
Me silenció con un gesto.
—¿Cuánto crees que tardará un barco en ir y volver del mar Negro? Habrá
algo en Corinto, sin duda. ¿Diez días? ¿Un mes? Calculemos dos, para más
seguridad. Eso significa que podemos planear el funeral para...
—¿Vino, señora? —Batilo, reapareciendo con su bandeja de copas de vino,
pudo lograr lo que yo intentaba: la interrumpió. Perila frunció el ceño.
—No bebo, normalmente. Pero quizá un sorbillo del setino. Para celebrarlo.
Ahora o nunca. Me zambullí en esa pausa.
—Perila, escúchame. Olvídate del funeral. No habrá cenizas. ¿Entiendes?
―Ella abrió la boca, pero yo seguí adelante—. Rechazaron nuestra petición.
Hubo un silencio sobrecogedor, como antes de una erupción del Vesubio,
cuando hasta las aves dejan de cantar. Hasta pensé en pedirle a Batilo que
verificara si mi testamento estaba a buen recaudo en el escritorio.
—¿Cómo has dicho?
—No puedes traer a tu padrastro desde Tomi. Todavía no, al menos. Nos
han denegado la autorización.
Me miraba como si de pronto me hubiera crecido otra cabeza.
—¿Cómo que nos han denegado la autorización?
Cogí la jarra de la bandeja de Batilo, me serví un buen trago y lo empiné de
una vez. Quizá fuera mejor estar ebrio, a pesar de todo.
—Hablé con un secretario imperial. Se deshizo en disculpas, pero no podía
hacer nada.
Perila se irguió en el asiento. Casi oí el crujido del hielo.
—¿Me estás diciendo, Valerio Corvino —dijo con voz de glaciar—, que
permitiste que un burócrata humillara a un patricio perteneciente a una de las
familias más rancias de Roma?
—No es exactamente así —respondí con tono conciliador—. Él solo me
comunicaba una decisión, de modo que...
David Wishart Las cenizas de Ovidio
20
—¿Y quién tomó esa decisión? ¿El emperador?
—El secretario no lo dijo con esas palabras, pero lo dio a entender, sí. —Yo
empezaba a transpirar.
Valerio Corvino... —La voz de Perila era demoledora—. Tiberio rechazó la
solicitud, ¿sí o no?
Me serví otra copa de vino y la bebí. Empezaba a surtir efecto. Con una más
estaría a punto.
—¿Cómo diantre puedo saberlo? —repliqué.
Fue un error. Perila se levantó como un faisán en fuga. Estaba rígida de
furia.
—Eres una vergüenza para tu nombre y la memoria de tu abuelo —dijo —.
Él nunca se habría dado por vencido de ese modo. Por no mencionar al primer
miembro de tu familia.
Volví a servirme vino.
—Ese desgraciado sólo tuvo que vérselas con un campeón galo —
murmuré—. No con una maldita arpía.
—¿Cómo has dicho?
—Nada. —Mierda. Bebí un buen trago—. De todos modos, ¿quién dice que
me he cido por vendado? —Noté que Batilo no se movía. Permanecía rígido con
la bandeja, tieso como un adorno de bronce—. Dado por vencido —corregí—.
De ninguna manera. Sólo tendremos que probar otro enfoque, nada más.
—Corvino —dijo ella fríamente—, creo que me iré, si no te molesta. Antes
de que te pongas más repulsivamente ebrio de lo que estás ahora.
El especial es bueno de veras. Hasta tuve las agallas de alzar la copa en un
brindis. Ella me miró de hito en hito y se volvió para marcharse. Mientras salía
como una tromba, la luz del sol volvió a apresarle el cabello en una red de oro
derretido. En fin. A veces ganas, a veces pierdes.
Estaba felicitándome por haberme liberado de Perila cuando Batilo me
anunció que tenía otra visita. Una visita aún más indeseable.
Mi padre.
Como he dicho, no nos llevábamos bien y hacía meses que no lo veía, salvo
cuando nos cruzábamos en la calle e intercambiábamos un saludo de fingido
respeto. No nos veíamos desde el divorcio. Cuando Batilo lo anunció, yo estaba
arriba, preparándome para el festín de esa noche. Volví a ponerme la túnica de
estar por casa y bajé, con bilis en el gaznate. Batilo había dejado abierta la
puerta del estudio y vi la silueta alta y delgada de mi padre en el interior. Junto
al escritorio, examinaba el título de una novela griega que yo estaba hojeando,
apretando la mandíbula prominente en una mueca de reprobación.
—Hola, papá. ¿Cómo anda todo? —saludé. Se volvió hacia mí, tan colérico
como yo esperaba. Mi padre es tan formal y envarado que cuando lo cremen le
encontrarán una varilla en el trasero con la inscripción «Propiedad del Senado y
el Pueblo de Roma»—. ¿Te interesa mi colección de libros guarros?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Dejó la novela lentamente. A decir verdad, estaba bastante bien escrita, y no
era nada guarra, pero no estaba dispuesto a revelárselo. Le habría arruinado la
noche.
—¿Cómo estás, Marco?
—Bien. —Le señalé el único diván del estudio y me senté en la silla del
escritorio. Batilo asomó la nariz por la puerta y lo mandé a buscar vino.
Ambos nos miramos en silencio.
—Hoy vi a tu madre —dijo al fin.
—Qué considerado de tu parte.
Alzó una mano conciliadora.
—Ella está bastante contenta.
—Vaya, albricias.
Mi padre arqueó la boca.
—Nuestro matrimonio no funcionaba, hijo. Ponerle fin fue bueno para
ambos, y lo sabes.
—Para ti, quizá. No para mí. Y mi madre puso todo su empeño. Ella nunca
se habría divorciado. En todo caso, lo habría hecho por un motivo, no porque le
convenía en el momento. No porque una nueva esposa sería políticamente
ventajosa.
Su rostro cetrino se sonrojó de furia.
—¡No se trataba de eso, Marco! ¡Y no toleraré que me juzgues!
—¡Gracias a los dioses! —repliqué, y él no insistió.
Se oyó un cortés carraspeo ante la puerta y Batilo reapareció. Guardamos
un pétreo silencio, acuchillándonos con los ojos mientras Batilo servía. Cuando
se marchó, le di una copa de vino a mi padre.
—¿Qué quieres, pues? —pregunté—. ¿A qué debo el inefable placer de tu
puñetera presencia, papá? Dímelo y lárgate.
Dejó la copa sin probar el vino. Sus manos temblaban. Las mías también.
—Estoy aquí por un asunto oficial, Marco. Esta mañana causaste cierto
revuelo en el palacio.
Bebí un largo trago.
—Te han informado mal. No provoqué ningún revuelo. Hice una solicitud
totalmente razonable, y la rechazaron de un modo que consideré insatisfactorio,
así que pedí una entrevista con el emperador.
—No fue lo que oí. Me dijeron que tu conducta fue ofensiva.
—No más ofensiva de lo que merecía la situación.
—Y que atacaste a un secretario imperial.
—¡Corta el rollo, papá! —Apoyé la copa en el escritorio con fuerza, y el
vino saltó sobre el borde—. ¿Qué esperabas? Ese desgraciado me dijo que no
me permitiría ver a Tiberio. ¡Que él no me lo permitiría! ¿Quién diantres es un
burócrata para decirle a un patricio que no puede ver al emperador?
—Lo que él te dijo, con toda veracidad, era que tu solicitud había sido
rechazada en el nivel más alto.
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—Es decir, el propio emperador.
—Ni más ni menos.
—¿Sin tener la cortesía de hablar conmigo? ¿Sin tener la gentileza de
explicarme sus motivos?
—El emperador no necesita motivos, Marco. Si dice que una solicitud es
rechazada, es rechazada. No tiene vuelta de hoja.
—¡Claro! ¡Por supuesto! —Me levanté y le di la espalda. De lo contrario, le
habría pegado—. Ése es tu credo, ¿verdad? El emperador siempre tiene razón,
viva el emperador. Si Tiberio aprobara un decreto en alabanza del excremento
de perro, al día siguiente te harías servir una ensalada de excremento para la
cena.
—Eso no es justo, hijo —respondió mi padre con calma—. Tiberio es el
primer ciudadano, la cabeza del estado. Cuando él toma una decisión oficial...
Me volví hacia él.
—Oye, aclaremos esto. No me quejo por la decisión. No soy un chiquillo.
Puedo aceptar un no. Lo que me subleva es el modo en que me comunicaron la
decisión de Verruga, siempre que haya sido decisión de él, y que me impidieran
ejercer mi derecho... —Callé, y luego repetí las palabras lentamente—. Mi
derecho, padre, a una entrevista personal. Y si crees que voy a dar por
terminado el asunto, puedes irte al mismísimo infierno.
—¡Claro que lo darás por terminado, Marco, a menos que seas un tonto
rematado! —rugió mi padre—. Por eso estoy aquí. Eso es lo que he venido a
decirte, y será mejor que me escuches o estarás en un auténtico brete. Olvídate
del asunto. Presentaste la solicitud y recibiste tu respuesta. Ahora dile a esa
mujer, Rufia Perila, que no puedes hacer nada, y olvídate de ella.
Caminé hasta el escritorio, cogí mi copa y la vacié de un trago.
—¿Cómo supiste lo de Perila, papá?
—Te he dicho que esto es oficial.
—Vale —dije, haciendo girar la copa entre las manos—. Entonces dime una
cosa. ¿Qué hizo él? ¿Qué hizo Ovidio para que Verruga lo odie tanto?
Lo que sigue es interesante. Al hablar yo miraba a mi padre a los ojos, así
que vi con claridad lo que pasó con su rostro. Fue como si cerraran una puerta.
En un momento su expresión era tan abierta como puede ser la expresión de mi
padre, y al siguiente sus ojos eran de mármol. Interesante, en efecto; pero, como
he dicho, lo miraba a los ojos, y vi algo más. Sólo un centelleo, como el atisbo de
una lámpara detrás de una puerta que se cierra, pero era inconfundible. Lo que
vi era miedo.
Varo a sí mismo
Es una locura escribir esto. La regla cardinal de un traidor es no consignar nada
por escrito, y hasta ahora la he obedecido escrupulosamente. Dejar constancia
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escrita de la traición es dejar un testigo acusador cuya voz será más elocuente
que cien calumnias. Y no deseo hacerlo en absoluto.
Me preguntarás (o me pregunto) por qué lo hago. Ciertamente, no para
edificación de la posteridad. La posteridad puede irse al cuerno: mis ojos serán
los únicos que lean esto, y lo quemaré en cuanto haya terminado. Tampoco es
una confesión, la mortificación íntima de un espíritu atormentado por la culpa.
Al demonio con eso. Si alguna vez tuve conciencia, la perdí antes de la
pubertad, y además, al igual que la mayoría de los traidores, me siento a gusto
en compañía de mi traición, aunque no esté orgulloso de ella. Así que tampoco
es eso.
Quizá se trate de una justificación, un intento de comprender, por mí
mismo y para mí mismo. ¡Oh, cielos! Suena bastante forzado, pero me temo que
es la verdad. Como atenuante, sospecho que no soy el único traidor que desea
justificar su traición. Esa enfermedad es endémica entre nosotros. Paulo fue la
excepción, por suerte para mí y para otros: murió en silencio. Aunque, para ser
justos, Paulo no era un auténtico traidor.
Digamos pues que ésta es la justificación de una traición cometida por el
mejor de los motivos. Pero no, esto no es atinado ni veraz. No quiero que me
toméis por un repugnante altruista. No, con franqueza, lo que estoy haciendo es
provechoso y me abastecerá materialmente por lo que espero sea un largo,
confortable y muy autocomplaciente retiro. El hecho de que resulte beneficioso
para Roma es relativamente menor para mí, aunque me satisface pensar en ello.
Si Arminio hubiera apelado a mi instinto de caballero (suponiendo que yo
tuviera tal cosa), o si hubiera sido mezquino con sus recompensas, dudo mucho
que el venal Varo hubiera colaborado. Así soy yo. Lamentable, ¿verdad?
Lamentable pero cierto.
Como ves, soy totalmente sincero. Pero así son la mayoría de los traidores,
según su propia óptica.
Hemos convenido, pues, en describir esto como una justificación. Ahora
describiré la escena. ¿Quiénes somos, y dónde estamos?
Somos tres legiones. Quince mil hombres, más la caballería, las tropas
auxiliares, los carros con bastimentos y las mulas. El orgullo y poder de Roma y
su primer ciudadano, Augusto, con sus pertrechos, regresando al sur, a sus
cuarteles de invierno de Germania, una provincia a medias donde soy
gobernador y virrey del emperador. Tras completar con éxito la temporada de
campañas, marchamos desde nuestro campamento estival del Weser a Vetera,
sobre el Rin, donde (¡los dioses nos guarden!) se encuentra mi cuartel general:
una distancia de ciento cincuenta millas en línea recta, pero mucho más larga en
nuestra marcha, y mucho más extenuante.
Eso es de conocimiento público. Lo que sigue es confidencial. Pronto, quizá
entre el Ems y el Lippe, recibiremos noticias de una revuelta al este, entre la
numerosa y belicosa tribu de los queruscos.
¿Y luego?
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Y luego, mi gentil e imaginario confidente, comenzará el último acto de mi
traición.
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44
A la mañana siguiente bajé al foro apenas me lo permitió la resaca, con una lista
mental de contactos prometedores. Esa lista era bastante breve. Como he dicho,
no recurría demasiado a la vieja camarilla y la sola idea de quedar en deuda con
los amigotes de mi padre me daba náuseas. No obstante, podía mover algunos
hilos, pedir la devolución de algunos favores y, en el peor de los casos, torcer
un par de brazos con una juiciosa extorsión. No podía ser tan difícil. A fin de
cuentas, ¿qué es un puñado de cenizas y huesos incinerados, estando entre
amigos?
El foro bullía como un hormiguero, y como siempre ocurre por la mañana,
cuando se hacen casi todas las transacciones, olía a talco de afeitar y poder en
bruto. Apenas me interné a empellones en la muchedumbre, oí hablar de un par
de timos comerciales, a un senador gordo que trataba de convencer a otro de
apoyarlo en alguna marrullería, y a un funcionario público intermedio que
aceptaba un soborno para otorgar una concesión de mármol. Un plebeyo del
común no habría reparado en nada, desde luego. Estos tratos no se hacen en
latín liso y llano. Para entender lo que pasa, hay que conocer el dialecto. Los
patricios lo hablamos con fluidez desde la cuna, y gracias a eso seguimos
vivitos y coleando cuando cabrones como César y Augusto habían creído
eliminarnos.
La suerte me sonrió enseguida. Acababa de llegar al templo de Cástor
cuando localicé a Celio Crispo, que bajaba aromáticamente por la escalinata de
la basílica Julia y se acercaba en medio de la multitud. Juro que podía olerle el
perfume aun a esa distancia: violetas, en general, con una pizca de almizcle. Su
amiguito del palacio debía de haberle comprado un galón de esa fragancia.
Crispo era perfecto para mis planes. Su abuelo había sido carnicero, nunca
había ocupado un puesto público, ni lo ocuparía aun en estos tiempos
democráticos y decadentes; mi padre no lo habría tocado ni con tres pares de
guantes. Aun así, por motivos en los que no conviene profundizar, era uno de
los hombres más influyentes de Roma. Mejor aún, me debía un favor, y bastante
grande. No entraré en detalles. Baste decir que se relacionaba con un jovencito,
un papá galo de moral muy estricta que acababa de llegar del campo, y una
daga muy afilada; y que Crispo había tenido la gran suerte de que en ese
momento yo pasara por allí en una litera cubierta.
—¡Oye, Crispo! —grité.
Me vio. Seguro que me vio. Ensanchó los ojos, y luego, en un alarde de
histrionismo que no habría engañado a un chiquillo, desvió los ojos, saludó a
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un amigo inexistente en la escalera del templo de Saturno y salió pitando en la
dirección de Hispania. No se lo toleraría. Nadie se hace el despistado con un
Valerio Mesala, y menos cuando pide la devolución de un favor. Me lancé en su
persecución, pisando algunos augustos callos senatoriales y ultrajando un par
de dignidades, y lo detuve con una mano en el hombro a un paso de la
plataforma de los oradores.
—Corvino. —Parpadeó como si yo hubiera salido de la nada—. Qué grata
sorpresa.
—Ya lo creo. —Me enjugué la mano en la túnica—. ¿Dónde es el incendio,
Crispo?
Miró a ambos lados.
—¿Qué incendio?
—Estabas corriendo, miserable. ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
—Llevaba prisa. Llevo prisa. Alguien del Tesoro. Debo hablarle con
urgencia.
Estaba asustado. Se le olía el miedo a pesar del perfume, y le temblaban las
comisuras de la boca.
—Él puede esperar, Crispo. —Le cogí el brazo con firmeza y traté de no
aspirar hondamente mientras lo llevaba de vuelta hacia el arco de Augusto—.
Él puede esperar porque yo voy a convidarte a un trago en Gorgo, ¿verdad? Y
luego te diré lo que puedes hacer por mí.
Cuando llegamos a la taberna de la vía Sacra, Crispo tenía la vitalidad y el
color de una lechuga de dos días. Y yo no le había dado el tarascón. ¡Qué va, ni
siquiera lo había mordisqueado! Eso sólo podía significar una cosa. Él ya estaba
enterado de lo que yo quería. Y eso, dada la reacción de ese desgraciado, era
interesante.
Crispo era un traficante de chismes sucios, cuanto más turbios mejor.
Secretos políticos, escándalos sociales. Quién follaba con quién, o
preferiblemente con qué, y cómo y por qué lo hacían. No tenía escrúpulos ni
conciencia. Tampoco sufría de los nervios, y ésta era la clave. Sus conocimientos
le daban de comer y lo mantenían a salvo (Crispo conocía muchas cosas sobre
mucha gente), pero esa vida no era ideal para la digestión: como caminar en la
cuerda floja con tu segundo peor enemigo arrojándote piedras, y el primero
trabajando con una sierra. Si Crispo tenía miedo de darme la información que
yo buscaba (y obviamente lo tenía), yo daría mucho por saber por qué.
Era un día frío pero necesitaba aislamiento, así que ocupamos una mesa de
la calle. Pedí una jarra de albano y una bandeja de queso con higos secos, y en
cuanto el camarero se marchó fui al grano.
—Aún eres agregado de la rama imperial del servicio público, ¿verdad?
Asintió con discreción. Ambos sabíamos qué significaba «agregado».
—Bien. —Bebí un cauteloso sorbo y tragué con cuidado. El mejor vino de
Gorgo podía caerte como un puñado de gravilla—. Últimamente he tenido
ciertos problemas con ellos. Quizá te hayas enterado.
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Crispo no dijo nada. Un esturión hervido tenía una cara más expresiva.
—Vale. —Fingí no alterarme—. Quizá no te hayas enterado. Quiero traer
las cenizas del poeta Ovidio de vuelta a Roma y necesito ayuda. Has sacado el
número de la suerte.
El cabrón temblaba tanto que la mesa se movía, pero fingí no darme cuenta.
—Me gustaría, Corvino —dijo—. Créeme, pero...
—Crispo —interrumpí—, el pobre diablo ha muerto, ¿vale? No estoy
pidiendo un indulto imperial. Sólo quiero sus cenizas en una imple urna de
arcilla. Venga, pórtate bien. Susurra una palabra discreta al oído de alguien, o lo
que hagáis en vuestra diplomática profesión, y ahórranos problemas a todos.
—No es el tipo de cosa que maneja mi... mi sección. Y no quiero pasar por
encima de nadie.
—No me vengas con eso. —Le acerqué el plato de queso e higos. Negó con
la cabeza. Tampoco había tocado el vino, pero quizá sólo fuera buen gusto—.
Son pamplinas y lo sabes. Si tu amigo no se encarga de esos asuntos, entonces
conoces a alguien que lo hace, y sin duda sois tan buenos compadres que
compartís el estrigilo en los baños.
Me miró con rabia, y comprendí que sin darme cuenta había tocado un
punto flaco. Sin embargo, las complicaciones de la vida personal de Crispo no
me concernían.
—No digo que no sepa con quién hablar —dijo—. Claro que sí. Pero no
serviría de nada.
—¿Por qué no?
Tenía la frente lustrosa de sudor. Se la enjugó con el dorso de la mano.
—Mira, Corvino, no insistas. No serviría de nada. Créeme.
—No te creo. Trata de persuadirme. —Me metí un higo en la boca,
mastiqué y tragué—. Mira, Crispo, me debes un favor. De no ser por mí,
estarías cantando como soprano en el coro de empleados públicos. No te pido
mucho, y no aceptaré una negativa. Así que búscame una solución, ¿sí?
—No lo entiendes. —Ahora tenía la cara gris, y el tic de las comisuras de la
boca estaba empeorando—. La decisión ya está tomada, y es definitiva.
Perdí la paciencia.
—¡Pues procura que tomen otra! ¡Crispo, estoy harto de esto! ¿Desde
cuándo el disgusto del emperador se extiende a una urna de puñeteros huesos?
Eso es Ovidio ahora, al margen de lo que haya hecho hace diez años. Y ya que
hablamos del asunto, si no puedes ayudarme a traerlo de vuelta, al menos
cuéntame qué hizo.
Mientras decía estas palabras, vi que el miedo le saltaba a los ojos antes de
que cerrara los postigos. Esto se estaba poniendo monótono. Primero el
secretario, luego mi padre. Ahora Crispo. Al parecer toda la gente con que
hablaba sabía cuál había sido el crimen de Ovidio. Yo debía de ser el único en
Roma que lo ignoraba.
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No tenía sentido gritar. Me apacigüé un poco, me eché hacia atrás, vacié la
copa de vino y me serví más. Sonreí, o lo intenté.
—Vamos, Crispo —dije—. Una mina de información como tú podrá
contarme esa historia, ¿verdad? ¿Qué crimen cometió Ovidio? ¿Por qué Verruga
está emperrado en impedir que sepulten las cenizas de ese pobre diablo en
suelo romano? Sólo dime eso, y te juro que si el motivo es convincente desistiré
y me iré a casa. Deuda cancelada. ¿De acuerdo? —Me clavaba ojos con
fascinado horror, como un conejo mirando a un armiño—. ¿Tan terrible fue lo
que hizo Ovidio?
Crispo dio un rápido vistazo a ambos lados, como si esperase que el
emperador en persona saliera de debajo de una mesa vecina y lo acusara de
traición.
—Olvídalo, Corvino —murmuró—. No escarbes, no hagas preguntas, no
hagas nada. Abandona este asunto ahora mismo si no quieres lamentarlo.
Y antes de que pudiera detenerlo, se levantó y puso pies en polvorosa,
alejándose de la mesa e internándose en la calle con la rapidez de un atleta
olímpico. Le arrojé unas monedas al camarero y traté de seguirlo. Pero sin duda
corrió como un bólido, pues cuando lo busqué se había esfumado.
Otro tanto para los burócratas, pensé agriamente mientras regresaba para
terminar el vino. Pero estaban desvariando si esperaban que desistiera tan
fácilmente.
¿Dónde estábamos, pues? Hasta ahora sabía dos cosas. Primero Ovidio era
culpable de algo que era conocido por todos, al menos entre los influyentes y
sus «agregados». Segundo, era tan grave, o tan delicado políticamente, que aun
al cabo de diez años todos tenían miedo de hablar de ello. Y eso era interesante.
¿Cómo podía averiguarlo?
La respuesta era tan ridículamente obvia que sentí ganas de patearme hasta
volver al Palatino.
Perila era la hijastra de Ovidio. Ella sabría lo que había hecho. O su madre.
Sólo tenía que preguntarle.
Fácil, ¿verdad?
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La casa de Sulio Rufo estaba en las laderas del Esquilino, cerca de los Jardines
de Mecenas. Era la propiedad típica de un adulador: llamativa, pero no tan
fastuosa como para atraer una envidia peligrosa en estos tiempos hostiles al
lujo. El esclavo que me abrió la puerta vestía de rojo. Dado el aspecto del lugar,
eso podía deberse a dos motivos: primero, un cutre retruécano visual con el
nombre de Rufo; segundo, porque el equipo de los Rojos era el favorito de
Tiberio en la pista de carreras. Al menos, todos creían que era el favorito de
Tiberio. Yo tenía mis dudas, pues Verruga era muy capaz de propagar un
rumor así tan sólo por la diversión de ver cómo los papanatas como Rufo se
desvivían por lamerle el culo.
El mosaico de la pared del vestíbulo también era políticamente correcto.
Nada de «Cuidado con el perro» ni esos bodrios burgueses. Esto era arte: un
divino Augusto de gran tamaño, irradiando áureos rayos de gloria desde el
noble semblante, sentado en una nube rosada entre las diosas de la piedad y la
liberalidad, derramando su insigne resplandor en la diminuta ciudad de Roma,
que estaba a sus pies. Todo hermosa y exquisitamente trabajado en piedras del
tamaño de una uña. Hasta se distinguían los pezones de las diosas.
Esa cosa debía de haber costado un brazo y una pierna. Casi le vomité
encima.
Le di mi nombre al esclavo y él me condujo por el atrio de columnas de
mármol hasta el jardín. (En la piscina, noté al pasar, había una Venus
bañándose con varios cupidos. Quizá otro cumplido a la familia Julia, los
antepasados adoptivos de Augusto. O quizá Rufo era un lujurioso
desenfrenado.) El día estaba más radiante, pero aún hacía frío. Perila, sentada
en una silla al amparo de un madroño y vestida con un atractivo vestido
amarillo que parecía más destinado a mostrarla que a abrigarla, no parecía
preocupada. A sus pies estaban desparramados la mitad de los libros de la
biblioteca Polio; que era más o menos lo que esperaba. Después de su última
visita, yo había investigado a la dulce Rufia Perila. Era una tipa bastante lista,
no sólo hijastra de un poeta sino una poetisa que conocía al dedillo a los
campeones de la literatura. Como ofrenda de paz para una de las bobaliconas
de costumbre, yo habría llevado perfume o alguna bagatela de Argirión, la
tienda del Saepta. Para Perila había escogido un libro: una valiosa obra de un
marica alejandrino que escribía sobre pastorcillos (no, no sé quién era, pero sé
que era caro).
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Ignoro por qué quería disculparme cuando era ella quien me había
insultado. Pero así funcionan las cosas. Si entiendes eso, entiendes a las mujeres.
—¡Corvino! —Apartó la cara sonriente del rollo que estaba leyendo—.
¡Encantada de verte! —Buena noticia. Parecía que me había perdonado, aun sin
el libro. De todos modos, se lo entregué. Miró la etiqueta del título y ronroneó
con ese tipo de placer que yo reservo para el esturión horneado con salsa de
membrillo—. ¡Ah, una maravilla absoluta! ¡Gracias! —Se volvió hacia el
esclavo—. Calías, trae una silla y un poco de vino para Valerio Corvino.
Una dama sensible, sin duda. Quizá la había juzgado mal.
El esclavo salió como un bólido y volvió en tiempo récord. Tenía un aspecto
aturullado y mustio que reconocí, y me compadecí del pobre infeliz. Ser esclavo
en casa de Perila debía de ser tan enervante como ser manicuro de los leopardos
de Cleopatra.
Me senté y bebí vino. Era falerno, así que tendría que haber sido bueno,
pero era de pésima calidad. El ausente Rufo tendría sus virtudes (y debía de
tener algunas, aparte de una labia seductora), pero obviamente no incluían un
paladar con discernimiento. O quizá fuera culpa del bodeguero. En tal caso, el
desgraciado merecía que lo crucificaran con una jarra de ese vino en el culo.
Aparté la copa con disimulo.
—Bien. —Perila dejó el libro a un lado y se reclinó, regalándome una
sonrisa que habría lanzado a cualquier escultor griego digno de ese nombre en
busca de su libro de bosquejos—. No me digas nada. Has ido a ver al
emperador y él dio su acuerdo.
—La verdad... no, Perila. No he venido por eso. —La sonrisa se le borró de
la cara, pero al menos no puso su cara de hielo.
—Pero estás avanzando.
—Lo intento. Pero no hay nada que hacer.
—¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—Vete a saber. Sólo recibo negativas rotundas de todo el mundo. Creo que
tiene algo que ver con el crimen de tu padrastro. —No respondió, así que fui
más explícito—. ¿Qué hizo el viejo, Perila? ¿Prometió que entregaría Armenia a
los partos? ¿Violó a Livia? ¿Violó a Augusto? ¿Le reventó un forúnculo a
Verruga? —Silencio—. ¡Habla, muchacha! Soy tu patrón, ¿recuerdas?
—No lo sé —contestó al fin—. Mi padrastro nunca nos lo dijo.
¡Por Júpiter!
—¿Cómo que nunca os lo dijo? El hombre ya estaba castigado. El secreto se
sabía.
Ella meneó la cabeza. Su cabello dorado estaba sujeto en una trenza ceñida,
más sencilla de lo que dictaba la moda pero que le sentaba a la perfección. Un
rizo provocador rozaba cada sien. Olí a rosas.
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—Se lo preguntamos —dijo—. Al menos mi madre se lo preguntó. Yo era
demasiado pequeña. Pero ni siquiera se lo contó a ella. Dijo que era demasiado
peligroso.
Sentí un cosquilleo en el cuero cabelludo.
—¿Peligroso? ¿Peligroso para quién?
—Para él, supongo. Quizá para mi madre y para mí. Lo cierto es que no nos
dijo nada.
No podía creerlo.
—¡Por favor, Perila! Sé que no tuvo difusión pública, pero tu madre debe
de haber sabido lo que hizo, o al menos lo habrá deducido. Eran muy íntimos,
¿verdad?
—Sí. Mucho —murmuró.
—¿Y me dices que no se lo contó a ella? ¿Nada de nada?
—Quizá ella lo sepa. —Perila había bajado los ojos y su voz era apenas un
susurro. Esperé algo más, pero no habló. Había algo que yo no entendía.
—¿Entonces por qué no le preguntas sin rodeos?
—Porque no serviría de nada.
De nuevo esa frase. Me la había dicho el secretario, y Crispo. Sonaba rara
en labios de Perila.
—¿Ovidio no dijo nada antes de partir? ¿No dejó ninguna pista en sus
cartas? Envió cartas, ¿verdad?
—Claro que sí. —Perila arrancó una ramilla de un arbusto y la hizo girar
distraídamente entre los dedos—. Él hablaba... de sus actividades más
frecuentes. No sólo en sus cartas. También en sus poemas.
¡Al fin llegábamos a alguna parte!
—Pues dime.
—Según él, cometió un error. Vio algo que no tendría que haber visto, y no
lo denunció.
—¿Y?
—Eso es todo.
Me recliné. Demonios. Cuanto más me metía en este asunto, más intriga me
causaba, y más se me escabullía. Insinuaciones y rumores. Como niebla o agua
entre los dedos.
—¿Eso es todo?
—Ya me has oído. Bah, hay más, mucho más, pero ése es el meollo. Eso, y
lo que él no hizo.
—¿Lo que no hizo? —Yo empezaba a sonar como el coro de un dramaturgo
chapucero.
—Él afirma que no sacó ningún provecho personal de ese asunto. Y no
había matado a nadie, ni había cometido una falsificación, un fraude ni una
traición.
—Eso no deja muchas posibilidades.
—No.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
32
—¿Me estás diciendo que Ovidio no hizo nada en absoluto? —exclamé con
todas las letras—. ¿Que Augusto lo mandó a Tomi sólo por haber visto algo que
no tendría que haber visto?
—Y por no haberlo denunciado. Así es.
—¡Es una locura! ¡No tiene el menor sentido! ¡Por la divina polla de Júpiter,
estamos hablando de un exilio!
—No obstante, Corvino, eso es todo lo que hay. Y por favor, no uses ese
vocabulario. No me agrada.
—¿Pero qué pudo haber visto para merecer ese tratamiento? Lo
despacharon al mar Negro por el resto de su vida, sin juicio ni apelación. Ni
siquiera le permiten volver para la sepultura.
—No lo sé.
—¡Por favor, muchacha! ¡Eres su puñet...! ¡Eres su hijastra!
Apretó los labios y desvió los ojos.
—Ya te he dicho todo lo que sé —dijo—, y te agradecería que cambiáramos
de tema.
Quizá no sepa distinguir a Bion de Mosco, pero sé muy bien cuando una
mujer me oculta la verdad. Y si alguna mujer hermosa me había mentido
descaradamente, era Rufia Perila. Esperas obstrucciones por parte de burócratas
quisquillosos y de arribistas como mi padre y Crispo, pero no del cliente que
tratas de ayudar.
Me levanté.
—Está bien, no me digas nada. Lo averiguaré por mi cuenta. De todos
modos, ya debo irme. Me espera una larga noche de libertinaje y primero
necesito emborracharme. Gracias por tu hospitalidad, dama Rufia.
Se volvió para encararme, y tuvo la gracia de parecer culpable, pero eso fue
todo.
—Gracias por el libro —dijo—. Fue amable de tu parte pensar en ello.
—El gusto es mío. —Estaba casi tan furioso como en la oficina del
secretario—. Será hasta pronto. —Cuando pasé junto a ella, me apoyó una
mano en el brazo.
—De veras, no sé por qué desterraron a mi padrastro, Corvino. No te oculto
nada. Soy sincera.
—Claro —repliqué, pero me había detenido. Regresar a mi casa con la
marca ardiente de esos dedos en la piel me habría resultado tan imposible como
organizar una fiesta para mi padre y su nueva esposa.
Ella bajó los ojos, pero yo ya había visto el destello de las lágrimas.
—Tengo mis ideas sobre el tema, pero son sólo eso. Ideas mías.
—¿No quieres compartirlas?
Negó con la cabeza.
No, lo más probable es que sean erróneas, de todos modos. No tienen
mayor sentido.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
33
Yo tenía un nudo en la garganta del tamaño de un huevo. Como he dicho,
soy un majadero bondadoso. Sin embargo, también tenía mi orgullo. Un Valerio
Mesala no se derrite fácilmente.
—Como quieras —dije, y recobré el brazo. Ya nada me retenía.
—¿Seguirás intentando... obtener la autorización?
—Desde luego —dije envaradamente—. Te lo prometí.
Ella se levantó y antes de que yo me enterase de lo que pasaba me dio un
beso leve en la mejilla. Era la clase de picoteo de pajarillo que esperas de tu
hermanita menor, pero en mí surtió el efecto de un apasionado beso de lengua
corintio. Murmuré algo apropiadamente noble sobre mis deberes de patrón y
escapé a toda prisa.
Le había dado mi palabra de que haría traer las cenizas de su padrastro, y
me proponía cumplirla a toda costa. Pero mi idea de cómo lograrlo era tan
precisa como los conocimientos que tiene una ostra sobre carpintería.
Varo a sí mismo
Vela ha venido a pedir la consigna para los centinelas. Le di «Vigilancia
inflexible», una broma que él no entendió. Numonio Vela es mi lugarteniente,
con responsabilidad especial sobre la caballería. Ésa es otra broma.
Los caballos siempre me parecieron bestias estúpidas. El seso sólo les
alcanza para no deshacerse de sus jinetes en combate, y así marchan
alegremente hacia su posible evisceración. Dicho de otro modo, están
bendecidos con las virtudes militares perfectas. Los caballos y Vela tienen
mucho en común. Vela es una nulidad de obtusidad asombrosa, un cretino
incapaz de seguir un razonamiento más allá de la primera premisa obvia. La
palabra que se me ocurre es sólido, o quizá estólido, pues Vela no tiene rigidez
ni entereza. Es grueso y almidonado como las gachas. Podrías amasarlo con las
manos, en cuerpo y alma. Ello no significa que posea fibra moral. Si Vela es
incorruptible (y lo es, claro que lo es), su virtud no es fruto de la elección sino
de la pereza mental y espiritual.
En síntesis, estimado confidente, Numonio Vela es un pelmazo de primer
orden. No es un castigo menor tener que atravesar la Germania en su compañía.
Quizá debería darte más nombres, y las caras que los acompañan. No te
fatigaré con una lista larga. Somos pocos los escogidos, a pesar de las miles de
almas vivientes que nos rodean. Tres (sin contar a Vela) serán suficientes.
Ante todo, el egregio Egio. Mi comandante de campo, o uno de ellos. Un
soldado de raza, un romano por antonomasia, que se habría plantado junto con
Horacio en el puente, pero se habría negado a la cobardía de destruirlo. Si Vela
es gachas frías, Egio es puro pimienta y especias picantes, un hombre impulsivo
destinado a la gloria o la tumba; su destino más probable es el segundo, y que le
aproveche mientras no nos arrastre a los demás. No puedo lograr que me guste
David Wishart Las cenizas de Ovidio
34
Egio, pero tiene su utilidad, sobre todo por su antipatía natural hacia Vela. Ésta
es recíproca, y me brinda mucha diversión.
Luego, Marco Ceonio, mi otro comandante de campo y, por necesidad,
aliado. Venal, codicioso (aunque, como sabes, yo no debería hablar así), cobarde
y corrompido como un higo podrido, al que lamentablemente se parece su
rostro. Es posible que también él conquiste la gloria, pero será inmerecida y la
obtendrá por astucia y no por mérito. Lo más probable es que la tumba lo
reclame prematuramente, pero será con la jabalina de un soldado raso clavada
en la espalda. La tropa lo detesta, y con buenos motivos. Es raro conocer a
alguien sin cualidades que lo rediman. Ceonio se aproxima tanto como es
humanamente posible.
Tercero y último, un humilde servidor: Publio Quintilio Varo. Ex cónsul, ex
esto, ex aquello (después de todo, no volveré a tener sesenta). Virrey de
Augusto y general de este glorioso ejército. Amante de la buena vida y del oro
acuñado y (un atributo nada menor) traidor contra el estado. Creo que esto
bastará por el momento. A fin de cuentas, no deseo ahuyentar del todo tu
simpatía.
Desde luego, notarás que no he descrito a Arminio, que es el personaje más
relevante. Paciencia. Como todo buen general, debo mantener algo en reserva.
Conocerás a Arminio oportunamente, y prometo que te empacharás de él.
Allá vamos.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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66
No emprendí el regreso tras irme de la casa de Perila. Había dejado un anillo de
sello para reparar en la tienda de Cadmo, en la calle del Zorro, frente al Saepta,
lo cual significaba otro viaje hasta la zona céntrica. No me molestaba. Me
agradaba caminar por la ciudad, pese al mal tiempo. Además, era una excusa
para dar un paseo por la Suburra.
Sí, ya sé. Es la clase de comentario que los jóvenes herederos de la fortuna
familiar esperan de sus papás ricos. Significa que los vejetes andan mal de la
azotea y es hora de llamar a los abogados para endilgarles un certificado de
flagrante inestabilidad mental. Nadie en su sano juicio camina por Roma si
puede evitarlo. Las multitudes son más numerosas que pulgas en el jergón de
una ramera barata, en verano hace un calor hirviente y en invierno un frío
glacial, y todo el año las calles apestan a residuos, verdura rancia y todo lo
demás, desde incienso barato hasta perros muertos y pescado podrido. Y eso es
sólo el principio. Si nos desviamos de las arterias principales para internarnos
en los distritos más pobres, descubrimos que los lugareños más emprendedores
prestan servicios de degüello, atraco y ratería que no tienen parangón en todo el
imperio. Si nos atenemos a la avenida principal, quizá recibamos el impacto de
algo que arrojaron de un inquilinato. Y si andamos de muy mala racha, quizá
nos caiga encima el inquilinato mismo. Sin risas. He sido testigo.
Pero me gusta Roma. Ya, es un vertedero fuera de los tramos donde
Augusto encontró ladrillo y dejó mármol, y apesta más que el retrete de una
taberna en pleno verano, pero tiene carácter. ¿En qué otro sitio compras un
actor enano negro como la pez, una cabra quiromántica te predice la fortuna o
pillas la gonorrea de una tragasables, todo en pocos pasos a la redonda?
Roma es un plato fuerte. Puede lastimarte, incluso matarte, pero no puede
aburrirte.
El cielo empezaba a encapotarse en serio cuando dejé la ladera del
Esquilino y me interné en la Suburra. Pésima noticia. La mayoría de la gente
que trabaja en esa parte de la ciudad no puede permitirse impermeables, y
mucho menos literas, y las probabilidades de encontrar una litera de alquiler
entre la calle Puliana y el Argileto es tan grande como ver a Verruga
zapateando por unos cobres en la plataforma de los oradores. Me ceñí la capa,
me bajé la capucha para no sentir el viento en los ojos, y traté de pensar en otra
cosa que no fuera en cómo me iba a empapar hasta llegar al Saepta.
Por ejemplo, lo que había averiguado sobre Ovidio.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Primero. El motivo de su exilio no era ningún secreto entre los que yo
llamaría los lameculos: sujetos como mi padre y Crispo, que tenían contactos
con el gobierno y sabían dónde se colgaban los trapos sucios. Si temían abrir sus
púdicos labios por miedo a que se los cerraran de un castañazo, el secreto era
bastante delicado, aunque fuera historia antigua.
Segundo. Ovidio no había hecho ninguna de las cosas que normalmente te
llevan al exilio. O al menos afirmaba que no. Ni traición, ni asesinato, ni
falsificación ni fraude. Y eso, como le había dicho a Perila, no dejaba muchas
posibilidades. Quizá mintiera, desde luego, pero no me parecía así. ¿Por qué
tomarse el trabajo de negar una acusación que nadie le hacía a menos que
realmente dijera la verdad? Perila había dicho que ella y su madre aún
conservaban la villa de las afueras de Roma, es decir que el emperador no había
confiscado el patrimonio de Ovidio. Si el crimen era realmente grave, eso
tampoco encajaba.
Por último: no sólo no habían acusado a Ovidio de ninguno de los delitos
que él había enumerado. No lo habían acusado y punto. No hubo imputación ni
juicio, no hubo nada de nada, sólo una cita para una entrevista privada con el
emperador y un billete sólo de ida por decreto imperial. Eso no sucedía con un
crimen normal. Más aún, Augusto había dejado claro que era un caso cerrado,
al margen de lo que ese hombre hubiera hecho para sacarlo de sus imperiales
casillas. No se hacían preguntas ni se daban explicaciones. Más extraño aún,
cuando Verruga subió al poder y algunos notables de Roma le suplicaron que
derogara el edicto o al menos trasladara al pobre diablo a un sitio donde los
lugareños no arrastraran los nudillos al caminar, Tiberio se había negado. Ni
indulto ni explicación, sólo esa negativa rotunda. Y ahora el hombre había
muerto y el emperador ni siquiera le hacía lugar en Italia para sus huesos.
Un asunto muy espeso. Y extraño por donde lo mirases.
Crucé en el empalme de Puliana con Orbiana y vi una familia de músicos
callejeros. Eran talentosos: el abuelo con los timbales, papá con el tamboril y
mamá con la flauta doble, y detrás de ellos un crío de túnica parda y sucia
escarbándose la nariz como número cómico. La hija —que no era ninguna
chiquilla— recogía monedas. Tenía una falda corta con campanillas, un sostén
de cuero y una expresión de aburrimiento demoledor. Con ese tiempo, se debía
de estar congelando. Cuando se me acercó, le deslicé una pieza de plata bajo
cada copa del sostén, le palmeé las posaderas y me marché deprisa, antes de
que papá descubriera por qué sonreía la niña. Siembra un poco de alegría, ése
es mi lema. Además, tenía unas tetas maravillosas. Luego me interné en una
calleja que me llevaría por el corazón del distrito hasta la calle Suburra.
¿Qué había hecho Ovidio, pues? Yo sólo contaba con su extraña y esquiva
afirmación de que había visto algo que no debía y no se lo había dicho a nadie.
No era precisamente apabullante, y no era causa para ganarse un exilio vitalicio
en un agujero como Tomi, perdido en los quintos infiernos. Y menos para
impedir que los familiares recobraran las cenizas. Esto era inaudito. Claro que
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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el estado podía exprimir a la parentela si el delito había sido grave, pero eso no
era lo mismo que impedirle sepultar los huesos cuando el fulano moría. Al
margen de la culpa de Ovidio, esta reacción refleja y continua era peculiar,
totalmente desaforada y absolutamente inexplicable.
¿Qué nos quedaba entonces? Algún escándalo, obviamente, que Augusto
quería enterrar profundamente, deprisa y para siempre. Un escándalo era lo
único que explicaba el secreto y la ausencia de acusaciones formales, y podía ser
personal, político o ambas cosas. Yo apostaba por lo personal. Ovidio no era
político y, como he dicho, tenía la reputación moral de un gato de callejón. Tras
enviarlo a Tomi, Augusto había retirado sus poemas de los anaqueles de las
bibliotecas públicas de la ciudad. Yo lo sabía por experiencia. Recuerdo que
pocos años después, siendo un niño con hoyuelos, traté de echar mis libidinosas
manos a su Arte de amar —una meticulosa guía para la seducción— y me
echaron con cajas destempladas y un apolillado ejemplar de ese apasionante
tratado de Catón sobre la agricultura. Un escándalo social salpimentado con
sexo, tan cercano a la familia de Augusto como para tomarlo como insulto
personal, tan grave como para exiliar al culpable y advertirle de que cerrara el
pico incluso ante la esposa y la hija. Y tenía que haber ocurrido diez años atrás,
en la época en que...
En que...
¡Por Júpiter! Me detuve tan súbitamente que la mujer corpulenta que me
seguía a un par de pasos chocó contra mi espalda. La vara que llevaba, con dos
gallinas colgadas cabeza abajo, me propinó un porrazo en el lado de la cabeza.
—Fíjate por dónde vas, hijo —me dijo, o palabras de ese tenor. La Suburra
no es sitio para encontrar una dicción refinada.
—Ya, ya, lo lamento. —Todavía estaba aturdido, y no por el porrazo. La
vieja me miró raro y pasó de largo. Las gallinas tampoco parecían muy
contentas.
¡Julia! ¡El escándalo de Julia!
No recordaba los detalles (entonces era sólo un crío, con menos de diez
años), pero sabía lo esencial. Había ocurrido ese mismo año, estaba seguro.
Julia, la nieta de Augusto, había sido condenada por adulterio y desterrada a un
islote de mala muerte. Y Julia, cuando no estaba meneándose con media Roma,
era una de las benefactoras literarias de Ovidio...
Seguí caminando, y la cabeza aún me zumbaba como una colmena. Tenía
que estar en lo cierto. No podía ser coincidencia que los dos exilios estuvieran
tan cerca uno del otro. Si Ovidio se acostaba con Julia y el emperador lo había
descubierto, Augusto tenía buenos motivos para echar chispas. Pero yo estaba
seguro de que habían acusado a otro tipo de meter la mano en las bragas.
Nombrado y acusado públicamente. Y si Julia lo traicionaba con Ovidio, ¿por
qué no decirlo? ¿Por qué no acusar también a Ovidio en vez de andar con tanto
misterio? Y si no habían tapado el asunto, y Ovidio sólo sabía que Julia era una
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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golfa y no lo denunciaba, ¿por qué no acusarlo públicamente de eso y liquidar
la cuestión?
Sí, ya sé. Esto no alcanzaba ni para freír una anchoa. Pero era un comienzo;
el delito de Ovidio, fuera cual fuese, tenía que estar relacionado con el asunto
de Julia. ¡Tenía que ser así! Sólo se trataba de combinar todas las piezas. Sería
una ayuda contar con más información. El nombre del adúltero, para empezar,
y qué había sido de él. Si podía encontrar a alguien que conociera los
pormenores y estuviera dispuesto a revelarlos, quizá yo pudiera seguir por mi
cuenta. La primera parte era fácil. La segunda...
Sí, la segunda era un engorro. Últimamente la gente me evadía tanto que yo
me husmeaba la túnica para ver si tenía mal olor. Si yo tenía razón sobre el
asunto de Julia y empezaba a hacer preguntas que implicaran respuestas
embarazosas, las cosas se pondrían peor.
Sentí las primeras gotas de lluvia al llegar a la calle Suburra. El Saepta aún
estaba lejos, yo empezaba a lamentar mi desvío y las nubes se estaban
acumulando como una manada de elefantes en celo. Quizá fuera buena idea
enfilar hacia la plaza de Augusto. Allí siempre había literas buscando clientes,
pero si la lluvia se descargaba estarían todas ocupadas. Las calles que rodeaban
la plaza siempre estaban atestadas y yo no era el único peatón sin sombrero ni
impermeable con dinero en el zurrón. Existía la leve posibilidad, sin embargo,
de que consiguiera una litera antes de eso. La calle Suburra es una arteria
principal y aunque dista de ser una zona distinguida a veces uno tiene suerte.
Me volví para mirar si venía algo en mi dirección.
A cierta distancia un hombre cruzó hacia mi lado de la calle. Era uno de
esos personajes que no pasan inadvertidos, la mitad del tamaño del mausoleo
de Augusto y dos veces más feo, pero sin ese contoneo simiesco que tienen
algunos grandullones. Un espadachín profesional, quizá. O un ex soldado.
Alguien que sabía que su tamaño era problema de otro. Vi venir lo que pasaría:
en esa parte de la ciudad no puedes cambiar bruscamente de dirección si
quieres conservar la popularidad, y hasta cruzar la calle lleva tiempo. El
grandote chocó contra un vendedor de aceite, lanzándolo por los aires y
salpicando a media docena de ciudadanos pacíficos con aceite para lámparas. Si
hubiera tenido tiempo, me habría quedado para enriquecer mi vocabulario,
pero la lluvia arreciaba y el cielo estaba negro como el culo de un nubio.
Había avanzado unos pasos más cuando estalló la tormenta, una tormenta
con todas las de la ley. La lluvia que caía del cielo negro siseaba y rebotaba en la
acera como granizo y se acumulaba en las alcantarillas. De pronto la calle era un
río pardo y lodoso lleno de hojas de repollo, insectos ahogados y boñigas de
mula. Todos buscaban refugio, yo incluido, pero no había dónde refugiarse. Mi
capa quedó empapada en segundos. Tenía las orejas y los ojos tapados, y fue
pura suerte que avistara la puerta abierta de una tienda de alfarero. Me
zambullí dentro como un conejo en la madriguera.
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La tienda estaba oscura y silenciosa después del caos de afuera. Dediqué un
momento a maldecir y tratar de enjugarme el agua de los ojos con la capa
mojada. Luego me di la vuelta.
El grandote que había derribado al vendedor de aceite se interponía entre
la puerta y yo; justo entre la puerta y yo. Una mala señal, en la Suburra.
Miré en torno. La tienda estaba desierta. Estupendo. Entre todas las tiendas
de Roma, tenía que escoger la menos concurrida.
—¿Tu nombre es Valerio Corvino? —Uno podía colgar las botas del acento
de ese tipo. Un extranjero, tal vez germano.
—¿Y con eso qué? —Con disimulo, cerré la mano sobre la empuñadura de
la pequeña póliza de seguro que llevo sujeta a mi antebrazo izquierdo.
Se me acercó sin responder. Como decía, no era una beldad. Mis ojos ya se
habían acostumbrado a la oscuridad y pude ver la profunda y vieja cicatriz que
le cruzaba el lado izquierdo de la cara. También le faltaba parte de la oreja
izquierda. Yo no me había equivocado. Espadachín o soldado, tenía experiencia
en grescas.
—Oye, amigo, me recuerdas a alguien. —Ya había extraído la daga, pero no
la mostré. Necesitaba todas las ventajas posibles—. Ese gorila de los Jardines de
Mecenas. Sólo que él es más guapo.
Sutil como un ladrillo; ésa era mi intención. Pero si creí que podía instigarlo
a cometer un acto que lamentaría, me equivocaba. Él sólo sonrió, mostrando
dientes que parecían las lápidas rotas de la vía Apia.
—Eres Corvino, en efecto —dijo—. Me han pedido que hablara contigo,
amigo.
Desnudé la daga, pero él no se movió, ni siquiera pestañeó. Eso me
preocupó bastante. No esperaba que el tipo saliera corriendo de la tienda, pero
cierta cautela de su parte me habría reforzado el ego. Tal como venían las cosas,
él aún llevaba las de ganar. Eché una mirada atenta atrás y a los lados para
estudiar el terreno. Podía ser mejor, podía ser peor. En el lado positivo, ese sitio
era un agujero sofocante con cacharros apilados en anaqueles junto a las
paredes. No había espacio para maniobrar, así que tendría que atacarme de
frente. Por lo demás, era uno de esos cuartuchos que dan a la calle y se
encuentran a ambos lados de la entrada principal, como en la mayoría de las
casas urbanas que los propietarios alquilan a los pequeños comerciantes. No
había puerta trasera, pues. Si quería largarme de allí, tendría que pasar sobre el
cadáver del Gran Fritz. Un bajón, como dicen.
Mantuve la daga frente a mí, horizontal como me habían enseñado,
moviendo la punta de un lado a otro frente a la anchura de su vientre. Me
afiancé sobre la planta de ambos pies y esperé a que se abalanzara. Eso le
mostraría que se las veía con un profesional. Me miró como si yo fuera un bicho
de seis patas que acabara de encontrar en la ensalada, ladeó la cabeza y escupió.
—Guarda el cuchillo, Corvino —dijo—. No lo necesitarás. Esto es sólo una
advertencia.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—¿Ah sí? ¿De quién? —Bajé la daga pero no la envainé. No estaba tan loco.
Ya le había estudiado las manos. Ambas estaban a la vista y vacías; pero tenían
el tamaño de una pala y era evidente que ese tipo no se ganaba la vida tocando
el arpa. Un mamporro de esas zarpas te mandaría al otro extremo del Festival
de Invierno del año próximo.
—Eso no te incumbe. —Estaba totalmente relajado. Se requiere una de dos
cualidades para conservar ese aplomo cuando estás desarmado frente a un
hombre arrinconado que empuña un cuchillo: o bien una estupidez
apabullante, o bien una confianza absoluta en que puedes liquidarlo sin
siquiera transpirar. Y el Gran Fritz, a pesar de su acento con olor a cerveza y
pan de cebada, no era ningún estúpido—. Te advierten de que dejes de hacer
preguntas, Corvino. Haz lo que te dicen o saldrás lastimado.
—¿Por qué Tiberio se ensaña con un poeta muerto? ¿O el forúnculo de
trasero lo tiene a mal traer? —Sí, con ínfulas de recio. Pésima decisión.
—Te lo he dicho, amigo. Haces demasiadas preguntas. Olvídalo. Y para
asegurarme de que recibas el mensaje...
Yo le estaba observando los ojos y juro que no delató su movimiento. En un
momento estaba de pie frente a mí, al siguiente era un borrón que me saltaba
encima. La mano que empuñaba mi daga llegó con años de retraso. El grandote
me estrujó la muñeca con los dedos, retorciéndola mientras tiraba hacia abajo.
La daga tintineó en el suelo de piedra y algo que parecía medio monte
Capitolino chocó con mis costillas cuando su hombro se estrelló contra mi
pecho. Volé de espaldas hacia una pared que se rompió, cedió y me bañó con
una granizada de piezas de alfarería.
Cuando logré levantarme, vapuleado y magullado, pero sin nada roto salvo
mi orgullo, el Gran Fritz se había ido.
Así que ahora jugábamos en serio. Sentí la tentación de desistir. Ya lo creo.
Durante quince segundos, mientras me sacaba restos de vajilla de las orejas.
Luego la vieja sangre Mesala se agitó, el legado de veinte generaciones de rudos
patricios de nariz recta que se levantarían del lecho de muerte tan sólo para
escupir en el ojo de un enemigo, y supe que no podía. Tenía que seguir aunque
me costara la vida.
Aunque me costara la vida. Y quizá fuera así, si el día de hoy era una
muestra. Lo sabía. Pero la próxima vez estaría mejor preparado.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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77
Visité a Perila a la mañana siguiente. Mi aspecto debía de ser peor que mi
humor, lo cual es decir mucho, porque al verme abrió la boca como si le
hubieran pegado en el vientre.
—¡Corvino! ¿Qué te ha pasado?
Me senté en la silla que me trajo su esclavo Calías. Las sillas no figuraban
en mi lista de muebles favoritos desde el pequeño episodio del día anterior.
Una pila de cacharros triturados no es el mejor cojín.
—Nada importante —dije—. Una reunión con el personal de seguridad del
servicio imperial. Quieren que retiremos nuestra solicitud.
Perila no entendió al principio. Cuando cayó en la cuenta, no podía creerlo.
—¿Quieres decir que Tiberio te hizo aporrear?
—Sólo intimidar, querida. Aporrear tiene una gradación más alta.
—¡Qué espanto! —Se levantó de la silla, se acercó a las cortinas del
vestíbulo y miró el jardín. Cuando se volvió, le brillaban los ojos y apretaba los
labios.
—Corvino, no vale la pena pasar por esto para traer las cenizas de mi
padrastro. Olvida que te lo pedí. Por favor.
—¿Y perderme la diversión? —Traté de sonreír, pero la boca no me
funcionaba muy bien porque en alguna etapa de los sucesos del día anterior yo
había tratado de morder una olla.
Se sentó frente a mí. Noté que a pesar de su calma y compostura de
costumbre, entrelazaba las manos.
—¿Qué pasó? ¿Exactamente?
Le conté los detalles truculentos. Tal vez adorné un poco los números, para
salvar mi reputación. No estaba demasiado orgulloso de mí mismo.
—Lo que me desvela —concluí— es que no sé si podré tocar la flauta doble
con este labio hinchado.
Se preocupó al instante.
—¡No lo sabía! ¿Eso es importante para ti, Corvino?
¡Por Júpiter! La encantadora Perila era una lumbrera que leía a Aristóteles,
pero tenía tanto sentido del humor como un atún. Todavía le estaba explicando
la broma cuando Calías regresó con una copa rebosante de vino. La apoyó en la
mesa, hizo una reverencia y se fue. Bebí con toda la soltura que me permitía el
labio cortado.
No, no era el líquido apestoso que me habían servido la última vez. Lo supe
antes de permitir que una gota atravesara mis labios magullados. Aquella
David Wishart Las cenizas de Ovidio
42
mañana, antes de visitar a Perila, había enviado a Batilo con una vasija de mi
propio falerno, un buen producto de los viñedos que nuestra familia tenía cerca
de Sinuesa: faustiano, nada menos, y cinco años mayor que yo. Le había
advertido a Batilo que le dijera a Calías de mi parte que si él servía otra cosa o le
contaba a Perila que había hecho un cambio, yo me encargaría personalmente
de que apareciera flotando en el Tíber con la polla anudada en un ballestrinque.
No me molestaba que me intimidaran por Perila, pero todo tenía un límite, y no
estaba dispuesto a beber la orina de caballo de su marido Rufo.
—Pues bien, ¿tu padrastro conocía bien a Julia? —dije cuando el falerno
inició su mágico viaje hacia el sur.
—¿Qué? —Perila alzó la cabeza como si se hubiera sentado sobre una
avispa.
—Ya me oíste. Julia. La nieta del viejo emperador. La que mandaron a
Trímero por adulterio.
—Conque has hecho esa asociación.
No supe cómo interpretar su tono de voz. No era enfado. Quizá
resentimiento. Como si yo la hubiera defraudado, pero lo estuviera esperando.
—¡Por favor, Perila! Tú también habrás pensado en ello. Ese asunto de Julia
es tan obvio que hasta yo lo deduje sin reventarme un vaso sanguíneo. —No
dijo nada, así que aproveché mi ventaja. O lo que consideraba una ventaja—. Si
Ovidio tenía una aventura con Julia, su abuelo tendría derecho a patearle el
trasero, verdad? Sobre todo porque la niña estaba casada. Y también sería una
cuestión personal de la familia, así que no sería asunto de estado. Pero quisiera
saber por qué...
—Corvino. —La voz de Perila se podría haber usado para hacer un sorbete
helado de uva en verano—. Aclaremos una cosa. No hubo ninguna aventura
con Julia. Mi padrastro era varios años mayor que ella, amaba a mi madre, y
además era el hombre más moralista de Roma.
No me reí. Estuve muy a punto, y en mi feble estado casi me tronché, pero
no me reí.
—Sí, naturalmente. Por eso Augusto prohibió su poesía, por causar un
cosquilleo en los paños menores de los caballeros y damas impresionables.
—¡Confundes la poesía con el poeta!
—Quizá. Pero la poesía de Ovidio me parece bastante autobiográfica. Por lo
que he leído, el hombre debía andar siempre encorvado. Sin afán de criticarlo,
desde luego.
—¡Parecía autobiográfica porque era un gran poeta!
—Mira, no discutamos. Si dices...
Pero ella no había terminado conmigo. Perila era hermosa cuando se
sulfuraba.
—Yo lo conocí, Corvino, y tú no. Era el hombre más gentil, más fiel, más
moderado...
Alcé la mano.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
43
—Ya, vale. ¡Vale! De acuerdo, lo lamento. Alimentaba avecillas con su
mano blanca como un lirio y se sonrojaba hasta los tobillos si una muchacha se
le insinuaba. Seguro. Acepto tu palabra. Pero, Perila, por favor. Tiene que haber
una conexión con Julia. Es mucha casualidad que a ambos los exiliaran el
mismo año.
—Cosas más extrañas han pasado.
—No estés tan segura. —Tomé otro sorbo de vino. Maravilloso—. Bien,
encarémoslo de otro modo. Tu padrastro dijo que lo habían exiliado por algo
que vio y no denunció, ¿sí?
Asintió brevemente. Aún parecía que alguien le hubiera puesto cemento en
la boca.
—Pues bien, si Ovidio no estaba liado con Julia, ¿qué tiene de malo la teoría
de que él sabía que alguien se acostaba con ella y no le pasó la información a
Augusto?
—Nada, salvo que no tendría sentido silenciar esa acusación. Si Augusto
estaba dispuesto a permitir que se conociera el delito, ¿por qué se preocuparía
por lo que había visto Ovidio? ¿Y por qué lo castigaría tan severamente?
—Sí, claro. Pensé en ello. Pero quizá lo que vio Ovidio tuviera otras
implicaciones. Quizá se relacionara con el adulterio pero no fuera parte de ello.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro. Quizá nada. Sólo una idea, pero si hubiera algo más,
todo cambiaría. En todo caso, necesitamos más información, y no será fácil
obtenerla. Más aún, te apuesto un cesto de lampreas contra una aceituna sin
hueso a que encontraremos la boca de la gente más cerrada que el culo de un
mosquito.
Perila frunció el ceño, y pensé que por mi grosería (la frase se me había
escapado), pero me equivocaba.
—Corvino, ¿es necesario todo esto?
—¿Todo qué?
—Esto: escarbar en el pasado. Remover viejas osamentas. Mi madre y yo
sólo queremos traer las cenizas de mi padrastro. No nos importa lo que él hizo.
Me recliné y la miré azorado. Esa muchacha hablaba en serio. ¡Sí, hablaba
en serio, con genuina franqueza! Le importaban un bledo trivialidades tales
como las motivaciones. Para mí, ahora, la recuperación de las cenizas era
accesoria; mejor dicho, sólo era parte del juego. No podía desistir, al margen de
lo que quisiera Perila. Estaba enganchado, tenía que saber qué había hecho
Ovidio, al menos para mi satisfacción personal. Y presentía que las dos cosas
iban juntas, que nunca obtendríamos la autorización imperial para traer los
restos de Ovidio a menos que resolviéramos el misterio de su exilio.
—Sí, es necesario —respondí—. Créeme.
—De acuerdo. —Su respuesta llana me sorprendió, y también me calentó
por dentro—. Entonces, ¿a quién le pedimos la información que necesitamos?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Reparé en el plural. Parecía que ambos estábamos otra vez en el mismo
bando. Mi calor interior aumentó.
—Has dado en el blanco —dije—. Ése es el problema, ni más ni menos.
—¿Y la solución?
Eso era lo que me gustaba de Perila. Si había un problema, tenía que haber
una solución. Sencillo. Quod erat demonstrandum.
Sólo que en este caso no era así.
—Aguarda —dije—. Déjame pensar.
Bebí un sorbo de vino. Esta cuestión era engorrosa. No tenía sentido
abordar a personas de mi edad. Aunque fueran más accesibles, eran niños como
yo cuando exiliaron a Julia diez años atrás, así que ninguno podría revelarme
mucho más de lo que ya sabía. Aunque fueran sujetos rastreros como Celio
Crispo. Por otra parte, los mayores, los que tenían más de treinta años y
disponían de la información por experiencia personal, en general eran amigotes
de mi padre y de ellos sólo conseguiría una mirada impávida y un chasquido
de lengua. No podía correr el riesgo de acudir a un desconocido, ni tampoco a
un enemigo político de mi padre, porque necesitaba la certeza de que el hombre
mantendría el pico cerrado, al margen de que me revelara algo o no. Si se
difundía que el joven Corvino estaba sacando los trapos sucios imperiales al sol,
obtendría algo más que unos tajos y magulladuras. Tiberio no era un tirano,
pero no toleraría que un listillo metiera las narices en los secretos de la familia.
Esa intromisión era un atajo al exilio, o algo peor. ¿Qué me quedaba entonces?
Que se pudrieran todos. A menos...
De pronto recordé al senador gordo que me había echado una mano en el
palacio.
—Léntulo.
—¿Quién?
—Cornelio Léntulo. ¿No conoces a Cornelio Léntulo? En el foro lo llaman el
Gran Elefante Blanco. Y no sólo por su tamaño.
—Corvino, no sé de qué estás hablando.
—Léntulo lo sabe todo. Y nunca se olvida. —Bebí un buen trago de falerno
y dejé que se deslizara suavemente por mis amígdalas—. Más aún, le importa
un rábano lo que opinen los demás. Léntulo es perfecto. Hablaremos con
Léntulo.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí. —Terminé el vino y me levanté—. Estoy tan seguro que iré
ahora al Celio y lo pillaré antes de que empiece a prepararse para su fiesta
nocturna.
—¿Qué fiesta?
—Para Léntulo siempre hay una fiesta. Si tengo suerte, el vejete ya estará
medio borracho.
—¿Te vas enseguida? —Creí detectar decepción en la voz de Perila, pero
quizá fuera sólo una expresión de deseos—. ¿Ya?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Sí. Creo que es la mejor hora para encontrarlo. —Luego tuve otra idea,
muy egoísta y totalmente ajena a Ovidio—. Mira, si me da alguna información,
¿puedo regresar después? Quizá al anochecer.
—Desde luego. —¿Ella estaba más roja que de costumbre o era mi
imaginación?—. Ven a cenar. Esta noche no tengo invitados. Nunca los tengo,
en verdad.
Perila no dejaba de sorprenderme. Al irme me pregunté cuál de los dos
había preparado el terreno. Había creído que era yo, pero al evocarlo no estaba
tan seguro. Y eso era interesante.
Vi la litera de mi madre en el camino. Me había olvidado de que ella y su
nuevo esposo también vivían en el Celio. Las cortinas estaban abiertas, así que
saludé, pero creo que no me vio. Pensé en acercarme para saludarla
apropiadamente —hacía al menos dos meses que no hablaba con ella—, pero al
final decidí que no. Después de mi encontronazo con el Gran Fritz no estaba
muy presentable. Sólo me habría hecho preguntas incómodas, y se habría
preocupado.
Varo a sí mismo
La última vez conté quiénes somos, aquí en los bosques de Germania. Veo que
he sido demasiado lacónico al describir el papel de Ceonio. Lo he llamado
aliado, sin cortapisas. Quizá deba decir algo más.
No me agrada Ceonio. Lo habrás adivinado. Como decía, es un personaje
venal, cobarde y totalmente desagradable. No obstante, debemos usar todas las
herramientas de que disponemos, y aparte de eso el hombre es totalmente
utilizable. Será un piojo, pero es un piojo eficiente, que es lo que necesito.
Ceonio tiene olfato para la intriga, y talento para ello, lo cual es infrecuente en
mi (extensa) experiencia. Los generales son hombres públicos, sobre todo
cuando se encuentran en medio de sus ejércitos. Gústeles o no, cuando se
dedican a la traición deben tener aliados sin rostro (pero no sin lealtad) que
manejen los asuntos sucios sin despertar sospechas en el corazón de los
piadosos. Así es Ceonio, por excelencia.
Debo aclarar que su lealtad es incuestionable. Me he asegurado de que sea
así. El hombre tiene ciertas propensiones que, si se conocieran en Roma, en el
clima moral imperante serían su ruina militar, política y social. Incluso física,
quizá. Desde luego, sabe que mi silencio sobre el tema está condicionado por la
continuidad de su colaboración.
Pero el chantaje no es mi única manera de dominarlo. Tengo demasiada
experiencia para confiar sólo en eso, sé muy bien que los gusanos no sólo sufren
transformaciones sino que invariablemente escogen el momento más
inoportuno para hacerlo. Ceonio recibe una buena paga por su asistencia. Muy
buena. Arminio es generoso, así que yo puedo darme el lujo de ser generoso a
mi vez. Entre el palo y la zanahoria, mantengo en marcha a mi aliado.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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He ahí a Ceonio. Demos por concluida la presentación.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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88
La casa de Léntulo era todo lo contrario de la casa de Rufo. Era grande, vieja,
extensa y apestaba a complacencia. No había ningún mosaico de Augusto en el
vestíbulo y los esclavos vestían de verde.
No hay dinero como el dinero viejo. De inmediato me sentí a mis anchas.
Había tenido razón en cuanto a la fiesta. El viejo estaba sentado en una silla
del atrio, donde lo rasuraban y masajeaban. Observé desde la puerta mientras el
barbero le recortaba la pelusa que le cubría la calva, lo palmeaba con talco
aromático y eliminaba el desagradable vello de la nariz con pinzas. Cuando
hizo una pausa en esa repulsiva labor, carraspeé.
Léntulo miró en torno.
—¡Hola, muchacho! —saludó—. ¿Algún marido se ha limpiado las botas en
tu cara?
—Sí, algo así. —Me adelanté y me senté cuidadosamente en el borde de
mármol que rodeaba la piscina ornamental. Léntulo habría disfrutado de la
historia real, lo sabía, pero no quería correr el riesgo de asustarlo—. ¿Qué hay
esta noche? ¿Más pitones?
—Contorsionistas pigmeas egipcias. Actúan al son de la música. —¡Por
Júpiter!—. No te sientes allí a menos que quieras hemorroides, muchacho. Usa
un diván. —Me tendí en el diván para huéspedes, y su esclavo trajo vino y un
cuenco de fruta—. Muy bien, mozalbete, ¿qué te trae por estos parajes?
—Quisiera aprovechar tu sapiencia —dije. Los clichés son pegadizos.
Léntulo resopló, y el barbero, que le estaba introduciendo las pinzas de
bronce en la fosa nasal derecha, retrocedió abruptamente con un gruñido de
fastidio. Léntulo no le prestó atención.
—Adelante, muchacho —dijo—. Pero no esperes demasiado. Mi viejo
maestro decía que le daba miedo pegarme demasiado fuerte, por temor a
provocar una lesión mental duradera.
No sonreí. Quizá el maestro hablara en serio.
—Es sobre Julia.
De nuevo el barbero apartó las pinzas a tiempo cuando Léntulo movió la
cabeza.
—¿Qué es eso? ¿Qué Julia?
—La hija del viejo emperador. La que fue exiliada hace diez años por
adulterio.
Léntulo cogió la servilleta que tenía sobre el pecho y lentamente se limpió
el talco y el vello recortado de la cara.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Lárgate, Simón —le dijo al barbero—. Puedes terminar más tarde.
El esclavo lo miró con el ceño fruncido, recogió las herramientas de su
oficio y se marchó.
Léntulo sonrió.
—Ese granuja quisquilloso se cree que es un artista. Desde que lo compré
insiste en que pruebe una depilación, pero no me convencen esas cosas. Un
amigo mío se hizo depilar una vez y se llenó de ampollas. No pudo mostrar la
cara en público en un mes, ni el trasero en privado en dos. Y por si te ha entrado
la duda, no estoy hablando del emperador. —Elevó la voz—. ¡Oye, tú!
El esclavo que había traído el vino se acercó deprisa.
—Probemos un poco de lo que tienes allí. —Terminó de enjugarse la cara,
arrojó la servilleta al suelo y se acomodó en el diván principal—. Y llena la copa
de Valerio Corvino, ya que estamos, so tacaño.
El esclavo obedeció y yo bebí con gusto. De nuevo falerno, y tan bueno
como el mío, o mejor. Léntulo sería un reaccionario aún más conservador que
Catón, pero sabía de vinos.
—Ahora bien... —Se volvió hacia mí—. ¿Por qué quieres saber sobre Julia,
joven Corvino? No pensarás hacerte historiador, ¿verdad? —Pronunció la
palabra como si fuera una obscenidad.
Yo reí.
—No, sólo siento curiosidad.
—A otro con ese cuento. Dime la verdadera razón.
Lo miré. Sus ojos porcinos, hundidos en rollos de grasa, eran bastante
agudos. Léntulo no aparentaba ser gran cosa pero era listo, y me convenía
andarme con cuidado. No podía decirle la verdad, pero sería una necedad
mentir descaradamente, porque se me abalanzaría como un armiño sobre un
conejo.
—No puedo decírtelo —dije con cauta cortesía—. Pero es importante. De lo
contrario no preguntaría.
—Esto no tendrá nada que ver con cierta damisela que es hijastra de cierto
poeta muerto, ¿verdad?
Mierda. Al cuerno con la pose de joven ingenuo. Bien, de todos modos no
era mi especialidad.
—Vale —dije—. Me has pillado. Ahora dime que olvide el asunto, como
todos los demás.
Gruñó. El esclavo le dio una copa de vino y él la empinó y estiró el brazo
para que se la llenara de nuevo.
—Si lo hiciera —dijo—, ¿dejarías de hacer preguntas y volverías a las cosas
en que deben interesarse los mocosos consentidos?
—No creo. Trataría de aprovechar la sapiencia de otro.
—Eso pensé. —Me miró larga y reflexivamente por encima de la copa de
vino—. De acuerdo, muchacho. Es tu funeral. Siempre que comprendas que hoy
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en día no gozas de gran popularidad en ciertos ambientes, y no vengas a llorar
sobre mi hombro cuando te quemes. ¿Convenido?
—Convenido.
—Así me gusta. Sólo recuerda que lo dijiste. Pero no hay mucho que contar.
Julia era una golfa fornicadora igual que la madre. —La hija de Augusto, otra
Julia, había sido exiliada el año en que nací, y por el mismo delito. Había
muerto en Regio cuatro años antes—. Sucedía con demasiada frecuencia y
alguien la denunció ante Augusto. Él la mandó a Trímero. Fin de la historia.
Me sentí engañado.
—Yo te podría haber contado eso. ¿Qué hay de los detalles? ¿Quién la
denunció, por ejemplo?
—Ni idea, muchacho. —Léntulo eructó y se sobó el estómago—. Ojo, me
quito el sombrero ante la niña. Cualquiera que se dé tanta maña para guardar
las apariencias cuenta con mi voto.
—¿A qué te refieres?
—Si le echabas un vistazo, parecía la esposa perfecta. Aunque no le
gustaban los chismorreos, los niños ni las joyas; la dulce Julia trazaba ciertos
límites. Salvo por las pamplinas literarias, pero muchas mujeres tienen esas
ideas tontas. —Pensé en Perila. En efecto—. Y rellenita, además. Aunque eso no
significa demasiado. Cuando esas niñas tranquilas y fornidas rompen las
cadenas, nadie las frena, ¿verdad? —Rió entre dientes—. Recuerdo a una mujer
de Veyes, llamada Paulina, una muchacha corpulenta, con tetas de vaquillona...
—¿Quién era su amante? El de Julia, quiero decir.
—Plural, muchacho, plural. Se acostó con media Roma.
—¿Nombres?
—Un sujeto llamado Silano. Décimo Junio Silano. Buena familia. Su primo
Marco se quedó con la hija cuando estalló el escándalo.
—¿Qué hija?
—La hija de ella, de Julia. ¿Hoy en día no les enseñan nada a los jóvenes
sobre la sociedad?
El nombre Décimo Silano no me sonaba, pero había oído hablar del primo
Marco. Claro que sí. Un fulano de carrera: actual cónsul, amigo de mi padre y
lameculos de primera magnitud. No sabía que su esposa era la hija de Julia,
pero no me sorprendía. Las familias patricias nos mantenemos unidas.
—¿Quién más? ¿Quién más estaba liado?
—¿Quieres decir quién más follaba con ella? Media Roma, te he dicho.
—¿Quiénes, por ejemplo?
Léntulo abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Qué sé yo. Hay muchos rumores, y no hay humo sin fuego, como dicen.
Pero Silano es el único nombre concreto que puedo darte.
—¿Qué pasó con Silano? ¿Lo hicieron trizas o Augusto sólo le dijo que se
cortara las venas?
El viejo rió y bebió vino.
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—¡Por Júpiter! ¡Nada de eso, muchacho! Ostracismo social, ésa fue la
condena de Silano. Ni siquiera fue exiliado formalmente, sólo privado de la
amistad del emperador. Aun así, el pobre diablo se apresuró a largarse de
Roma en busca de climas más saludables. A decir verdad, acaban de permitirle
volver.
Creí haber entendido mal.
—¿Silano está en Roma?
—Desde hace unos días, sí. —Léntulo gesticuló con la copa, derramando un
poco de vino en las baldosas—. Su primo convenció a Verruga. No ha vuelto a
la vida pública, desde luego, y no creo que lo haga. Tiberio no es tan generoso.
Tiene una pequeña casa al otro lado del río, en el Janículo. No tan pequeña,
ahora que lo pienso. Los deleites de la vida bucólica, ese tipo de cosas. Aun así,
tuvo más suerte que el marido, ¿verdad?
Juro que tenía los pelos de punta, pero mantuve la voz calma.
—¿Qué marido?
—¡Límpiate la cera de los oídos, muchacho! ¡Es la segunda vez! El marido
de Julia, naturalmente. El maldito Emilio Paulo. —La voz le resbalaba un poco.
Ese vino no tenía mucha agua y él había bebido dos copas enteras encima de
quién sabe cuántas más. No estaba ebrio como una cuba pero iba por buen
camino—. Lo liquidaron, ¿verdad? Pues se lo merecía.
De pronto todo estaba muy quieto y despejado. Recuerdo que miré el
mural de la pared, una escena mitológica que representaba a Perseo con la
cabeza de la gorgona. El esclavo que estaba junto a ella con la jarra de vino se
movió y el chillido de sus sandalias en las baldosas de mármol me atravesó
como un cuchillo.
—¿Paulo fue ejecutado? ¿Por qué?
Y Léntulo se calló. Se paró en seco. Se levantó, apoyó la copa de vino en
una mesa, se volvió para mirarme.
—El vino hablaba por mí, muchacho —dijo—. Olvídalo, ¿quieres? Ya te he
dicho más de la cuenta.
Yo también dejé la copa. Tenía que hacerlo. Estaba tan alborotado que la
habría soltado.
—Oye, viejo sinvergüenza, no puedes dejar las cosas ahí. Vamos, con el
tiempo lo averiguaré. ¿Por qué liquidaron a Paulo?
Léntulo aún me clavaba los ojos. Estaba gris, y muy sobrio.
—Vale, Corvino. Tú lo pediste, y es tu funeral, recuérdalo. Después de
enviar a Julia a Trímero, Augusto hizo ejecutar al esposo por traición. —Miró
hacia otro lado—. Ahora lárgate y déjame en paz, muchacho. No quiero volver
a verte. Nunca más.
Pensé en lo que Léntulo me había dicho cuando regresaba del Celio. Mejor
dicho, en lo que me había dicho que no podía decirme: los nombres de los otros
caballeros que habían intimado con Julia, aparte de Silano. Tratándose de un
chismoso como Léntulo, la confesión de ignorancia total era sorprendente,
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como mínimo. Era posible, claro. Todo era posible. Quizá realmente no lo
supiera. Pero había otra explicación y, si era correcta, abría todo un campo de
posibilidades interesantes.
Léntulo no podía darme más nombres porque no los había. Al cuerno con
«media Roma» y esas patrañas. Silano era el único amante de Julia. Punto y
aparte, final de párrafo, se acabó el libro. Y eso podía significar...
Interesante, ¿verdad?
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99
Volví a visitar a Perila justo para la cena. Primero había ido a casa para
cambiarme (nunca visites a una dama con la túnica sucia), y también había
hecho otro viaje a la tienda de Cadmo, no a por el millo (ya lo tenía) sino para
recoger un elegante par de aros que había visto y que harían juego con su
cabello. Está bien acordarse de los poetas alejandrinos, pero no quería que me
tomara por un fanático de la cultura. Sólo provocaría malentendidos después.
Ella había escogido la sobriedad formal: un manto de matrona, un mínimo
de joyas, y un peinado que parecía salido del altar de la Paz. Como propuesta
era previsible pero decepcionante. Me tragué la lujuria y me preparé para una
velada doméstica seria.
Le gustaron los aros, pero no dejó que se los pusiera.
Calías sirvió el vino con miel (odio ese mejunje, pero trataba de portarme
bien), supervisó los entremeses y luego desapareció discretamente. Me recordé
que debía untarlo con una propina gorda antes de irme. Conviene alentar el
tacto en los esclavos, sobre todo si tienes planes con la dueña.
—Bien, Corvino —dijo Perila mientras comíamos huevos de codorniz y
lirones rellenos—. ¿Cómo fue tu visita?
Le describí los datos relevantes, pasando por alto los aspectos más
siniestros de la situación. No era necesario que ambos temiéramos que yo
terminara con un tajo en la garganta.
—Así que tenemos un par de buenas pistas —concluí—. El regreso de
Silano a Roma es sin duda una ventaja.
—¿Piensas ir a verle?
—Así es. Parece el paso lógico para continuar.
—¿Por qué te contaría algo?
—No tiene motivos para no hacerlo. Es un asunto concluido. Y no quiero
perderme esta oportunidad. ¿Por qué perder tiempo con intermediarios? Si
alguien sabe qué vio tu padrastro, nuestro Silano es la persona indicada.
—¿Sabes dónde vive?
—No tengo la dirección justa. —Froté un huevo de codorniz entre las
palmas para quitarle la cáscara—. Pero puedo averiguarlo. Léntulo me dijo que
tiene una de esas granjas vistosas al otro lado del Tíber. No será difícil
encontrarlo. Y me interesa averiguar cómo se las apañó para seducir a Julia y
salirse con la suya mientras ejecutaban al marido. Ese truco puede resultar útil
en alguna ocasión.
—Paulo fue ejecutado por traición, no por ser el esposo de Julia.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—¿Acaso crees que no hay ninguna relación? ¡Por favor, Perila!
Escogió una conserva de pescado y un canapé de miel.
—En tal caso, no es obvia. Estamos hablando de dos delitos. En uno Paulo
es la víctima, en el otro es el culpable. Ahora bien, si Julia hubiera estado casada
con Silano y Paulo hubiera sido el seductor, entendería adónde vas. Siempre
que consideres que la seducción de la nieta del emperador es un acto de
traición. Personalmente, no lo veo así.
Empezaba a dolerme la cabeza. Acababa de perderme la oportunidad de
insertar un comentario, estaba seguro. Pero no estoy acostumbrado a hablar de
problemas abstractos durante la cena. Vivan las contorsionistas pigmeas, fuera
Aristóteles.
—Además... —Perila terminó el canapé y escogió un calamar relleno con
carne picada—, Silano fue castigado. Tú mismo dijiste que se había marchado
en exilio voluntario. Y nunca volverá a ejercer la función pública. Para un
hombre de su posición, es castigo suficiente.
Fruncí el ceño.
—Vale, vale. Como quieras. Quizá yo sea demasiado suspicaz, quizá todo
esté en regla. Pero no vendrá mal hablar con él.
Perila dejó el calamar y volvió hacia mí sus encantadores ojos dorados.
—Tendrás cuidado, ¿verdad? Todo esto parece muy delicado
políticamente. No pisotees a nadie. Ya te han aporreado una vez. Perdón.
Intimidado.
—Mira, Perila, este asunto ya está finiquitado. Pudo haber sido delicado
hace cinco años, cuando Augusto era emperador. Pero Paulo está muerto y
enterrado, Tiberio tiene el poder y Silano ha vuelto a ser persona grata. ¿De
acuerdo?
—¿Qué hay de Julia? Aún vive en Trímero, ¿verdad? ¿O pasé algo por alto?
Suspiré. Que los dioses me libren de las mujeres belicosas.
—Julia no es nada para Verruga, Perila. Ni siquiera es pariente.
—Era su hijastra.
—Hasta que él se divorció de la madre. —Tiberio había sido esposo de Julia
la mayor, la que había muerto en Regio—. Y por lo que dicen nunca la soportó.
Era un matrimonio de conveniencia, y ya sabes cómo son, ¿verdad?
Era sólo un tanteo, lo juro, pero apenas dije esas palabras supe que había
cometido un error. Un grave error. Como preguntarle a la mujer de Edipo cómo
andaba su hijo últimamente. Perila bajó los ojos hacia el plato y sus dedos
largos y delgados jugaron con el calamar. El silencio se prolongó.
—Mierda —dije al fin—. Oye, Perila, lo siento si...
—No tiene importancia. —Irguió la cabeza—. Tú no estás casado, ¿verdad,
Corvino?
—No. Corro a gran velocidad.
Ella no sonrió.
—Yo sí. Pero tú lo sabes, desde luego. Hace seis años que estoy casada.
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¡Por Júpiter! ¿Cómo salía de ese atolladero? Traté de aligerar la
conversación.
—Enhorabuena. ¿Tienes hijos?
Otra pifia fenomenal. Quizá fuera mi imaginación, pero creo que ella
tembló.
—No —murmuró—. No hay hijos.
—Eso es... duro. —Busqué desesperadamente un pretexto para cambiar de
tema, pero no se puede decir mucho sobre las aceitunas rellenas y las verduras
frescas.
—Quizá debería explicar algo sobre... —Ella titubeó—. Sobre mi relación
con mi esposo.
No dije nada. Sé juzgar los estados de ánimo, sobre todo en las mujeres.
Con una de mis bobaliconas habría estado pavoneándome desde hacía rato.
Cuando una mujer empieza a hablar mal del marido en estas circunstancias,
uno sabe que la velada seguirá un curso bastante previsible. Pero esto no era
una insinuación. Ante todo, había vuelto el hielo, y era evidente que Perila no
estaba pensando en que ambos reventáramos un colchón. Estaba rígida en la
silla —nada de lánguidos divanes para esta matrona romana— y clavaba los
ojos en el plato.
—Nos conocimos después del exilio de mi padrastro. Yo tendría doce o
trece años. Rufo ya había estado casado y su primera esposa acababa de morir
cuando le pidió mi mano a mi madre.
Me moví incómodamente en el diván. En ese momento habría recibido a
Calías con los brazos abiertos, vino con miel incluido. Hasta habría aceptado
una pequeña incursión de matones germanos. Pero no había interrupción a la
vista. Si era la hora de las confidencias, tendría que apretar los dientes y
soportarlas. Ni siquiera me atreví a carraspear cortésmente.
—Era un buen partido. —Perila mantenía la vista gacha—. Rufo no estaba
en una posición acomodada, pero venía de una buena familia. Gozaba del favor
de Augusto, y le esperaba un ascenso y una buena carrera política. Mi madre
tenía contactos con la nobleza, no muy fuertes (es prima lejana de Marcia, la
viuda de Fabio Máximo), pero ya no nos miraban bien en la corte. Dadas las
circunstancias, creo que tuve bastante suerte.
Bebí el vino. Cuando apoyé la copa en la mesa, el tintineo sonó como un
portazo, pero ella no pareció notarlo.
—Tendríamos que haber entrado en sospechas cuando Rufo sugirió un
matrimonio tradicional —dijo ella—. Ya sabes a qué me refiero: cuando la
propiedad de la esposa pasa por completo al marido. —Asentí, aunque ella no
me miraba. Los matrimonios de ese tipo aún eran bastante comunes en las
familias linajudas, sobre todo las que ocupaban puestos sacerdotales, pero en
general habían pasado de moda por razones obvias—. Pero no fue así.
Afortunadamente intervino el tío Fabio, que todavía vivía, y era cabeza de la
familia. Rufo no era muy rico, como te decía, y tenía mala reputación en lo
David Wishart Las cenizas de Ovidio
55
concerniente al dinero. Así que llegamos a una componenda. Cuando yo
cumpliera los dieciséis, podría tenerme a mí, pero no mi dinero.
Calías asomó la cabeza por la puerta, presuntamente para preguntar si
habíamos terminado los entremeses. Antes de que yo pudiera hacerle una señal,
el sinvergüenza cayó en la cuenta de lo que pasaba y se perdió de vista con la
celeridad de una anguila engrasada. En vez de la propina, pensé en un
subrepticio rodillazo en los genitales cuando saliera. Perila no lo había visto.
Aún fijaba los ojos en el plato y sus dedos desmenuzaban el diminuto calamar
en trozos cada vez más pequeños. Ya no quedaba mucho de él.
—Hacía un año que estábamos comprometidos cuando comprendí que sólo
le interesaba el dinero. ¿Te conté que Augusto le había dejado su propiedad a
mi padre cuando lo exilió? Lo cierto es que Rufo había acuciado a mi madre
desde el principio, para que ella le permitiera administrar las finanzas de la
familia. La situación era bastante tirante. Si no hubiera sido por el tío Fabio,
Rufo se habría salido con la suya.
—¿Por qué no rompisteis el compromiso? —pregunté en voz baja—. No
tenía derecho legal a ti ni a tu dinero hasta la boda. ¿Por qué no lo mandasteis al
cuerno?
Perila sacudió la cabeza.
—No conoces a mi madre, Corvino. Entonces ella no estaba enferma, pero
no tenía mucho carácter. Y el dinero era de ella, no mío. Ni del tío Fabio. Mi
padrastro la había puesto a cargo de su patrimonio.
—Pero Fabio Máximo era amigo íntimo de Augusto. Sin duda él podría
haber intervenido.
—Hizo lo que pudo. Pero no tenía atributos legales, sólo el derecho de
asesorar. Y Augusto no simpatizaba con mi padrastro, como recordarás. La
boda se celebró en la fecha acordada.
—¿Y Máximo dejó que ese hijoputa se saliera con la suya?
Perila sonrió y asintió lentamente.
—Dejó que ese hijoputa se saliera con la suya —dijo lentamente—. Como
tan gráficamente lo has expresado. Al menos, en lo concerniente al matrimonio.
Allí no tenía ninguna opción. El dinero, por suerte, era harina de otro costal.
Yo me estaba interesando a pesar de mí mismo.
—¿Y qué sucedió?
—Nos casamos. Rufo siguió acuciando a mi madre pero no podía hacer
nada mientras el tío Fabio estuviera vivo para aconsejarla. Mi madre siempre
escuchaba al tío Fabio. Además, como dices, era buen amigo del emperador.
—Pero luego Augusto murió.
—En efecto. Augusto murió. Y poco después le siguió el tío Fabio. Era lo
que Rufo esperaba. Hacía tiempo que procuraba granjearse los favores de
Tiberio. Y cuando Tiberio fue proclamado emperador, Rufo fue a verle y le
pidió que el patrimonio de mi padrastro le fuera transferido legalmente, como
propiedad de un delincuente convicto. Combatimos su pretensión en los
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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tribunales y al fin ganamos, aunque a duras penas. Ahora ese patrimonio está a
salvo, desde luego. Con la muerte de mi padrastro, pertenece totalmente a mi
madre y Rufo no puede tocar un cobre. —Apartó los ojos de los trozos de
calamar relleno que yacían desmigajados en la mesa. Yo esperaba lágrimas,
pero sus mejillas estaban secas y sus ojos eran duros y fríos—. Ahora ya lo
sabes, Corvino. Sabes lo que siento por mi esposo. Sabes por qué lo odio.
El silencio se interpuso entre ambos como una mortaja. Nunca me había
sentido tan incapaz de responder. Ni tan abochornado. Ni tan apenado por otro
ser humano. Ni tan furibundo.
Fue Calías quien salvó la situación. Empezaba a caerme bien, así que
descarté el rodillazo en los genitales. Entró como uno de esos dioses que los
dramaturgos griegos hacen revolotear sobre el escenario para solucionar las
cosas cuando se han enmarañado en los nudos de una trama demasiado
compleja. No es que estuviera colgado de una grúa, pero ya entendéis a qué me
refiero.
—¿Sirvo el plato principal, señora? —preguntó.
¡Por Júpiter! Tuve ganas de darle un beso, y besar esclavos varones no es mi
especialidad, y menos si son tan feos como Calías. Perila se sacudió para
despejarse.
—Corvino, lo lamento mucho —dijo—. Te estaba aburriendo. Debiste
habérmelo dicho.
—Oye, no, está todo bien. Fue fascinante. —¡Estupendo! Bien hecho,
Corvino. Otra pifia espectacular—. Quiero decir que no te preocupes. De veras.
Calías, bendito sea, no esperó la autorización. Llamó a los subalternos que
esperaban fuera y ellos entraron deprisa, se llevaron los entremeses (la mayoría
intactos) y sirvieron la cena propiamente dicha. Era comida buena y sencilla:
puerco en una salsa de miel y comino, lentejas con puerro, y un estofado de
erizo que me hacía agua la boca de sólo mirarlo. Amén de que Calías no había
olvidado mis instrucciones sobre el vino. Bebí la primera copa de un trago y
pedí más.
Perila se reclinó en la silla.
—Habla tú, para variar, Corvino. Háblame de tu familia.
Un dios maligno debía de estar revoloteando sobre la mesa esa noche. No,
pensé. Ni lo sueñes, amiga. Tras haber sobrevivido a una charla deprimente, no
quería iniciar otra. En algunas veladas literarias (o pseudoliterarias) los
invitados sacan pequeños esqueletos de plata articulados y los zarandean
mientras declaman alegres odas sobre el destino, la muerte y la corrupción del
cuerpo. No es un entretenimiento que me fascine. De sólo pensar en una
confesión personal sobre mi padre y nuestra relación (o falta de ella), se me
fruncían los genitales. En cambio, sin solución de continuidad, empecé a
desgranar esas piezas de mi repertorio que siempre tenían éxito en las fiestas.
Decorosamente expurgadas, naturalmente. Fue lo mejor que podía haber hecho.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Nunca creí que oiría reír a Perila, pero se rió, sobre todo cuando le conté el
de la vestal y el calabacín. Ambos estábamos bastante achispados y la
expurgación era cada vez más limitada; ella había llegado a esa etapa tonta en
que se reía de todo (y estaba de acuerdo con todo), y sospecho que si realmente
hubiera querido llevarla a la cama podría haberlo hecho sin tropiezos. Con una
de mis bobaliconas habituales no lo habría pensado dos veces, pero Perila era
distinta. Sabía que por la mañana ella me odiaría, y sospeché que tampoco yo
me tendría mucho aprecio. Así que antes de medianoche le di las gracias, me
despedí y le deslicé al viejo Calías todo el dinero que llevaba encima. Luego
silbé para llamar a los muchachos de las antorchas y me fui a casa.
Durante el camino me pregunté si me estaba ablandando. O la había
interpretado mal. O me había interpretado mal a mí mismo. Todo eso era
posible, y también otras cosas. Sin duda me sentiría muy orondo y virtuoso por
la mañana, pero en ese momento me sentía solo.
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¿Orondo y virtuoso? Qué va. A la mañana siguiente tenía una resaca
descomunal y sólo me sentía frágil, y era una pena porque tenía que visitar a
Junio Silano. Afortunadamente, encontrar la «granja» que Léntulo había
mencionado fue coser y cantar, y ni siquiera tuve que reclamar la devolución de
un favor.
Si quieres saber quién es quién en Roma y cuál es su paradero, pregúntale a
tu esclavo principal.
Aprendí pronto en la vida que los esclavos pueden ser gente bastante
avispada, y que una marca en el brazo no significa que seas un capullo. Todo lo
contrario. He visto senadores que ni siquiera llegarían a ser pigmeos
intelectuales en comparación con el tipo que te abre la puerta. Y la red de
rumores de los esclavos deja mal parado al servicio secreto imperial. Probadla
alguna vez. Mencionad en presencia del cochero que tal o cual respetable
matrona octogenaria se acuesta con un gladiador, y al día siguiente, en toda
Roma, veréis esclavos que se ríen entre dientes al ver pasar su litera.
La dirección de Silano era una menudencia. Si yo hubiera querido saber
dónde compraba su ropa interior, Batilo me habría informado.
Cuando dejas atrás las madrigueras proletarias que rodean los puentes, la
ribera oeste del Tíber está muy poco poblada y es una zona de alta categoría,
muy cotizada entre los ricachones que se ufanan de amar la vida sencilla. Las
laderas del Janículo están espolvoreadas de anticuadas granjas con anticuadas
galerías de pinturas y otras características austeras que el viejo Rómulo
reconocería al instante: cinco o seis comedores (para tener buena luz todo el
año), jardines ornamentales y hasta un zoológico particular. Al despertar por la
mañana, oyes los graznidos de los pavos reales y hueles los rinocerontes y te
dices que nada es tan vigorizante como estar en contacto con tus raíces étnicas.
Aun en medio de esta compañía, la villa de Silano era excepcional. Una
propiedad de altos vuelos, como comprobé de inmediato: un extenso complejo
de edificios en su propio terreno, con un campo de equitación, para que el
dueño no tuviera que mezclarse con la plebe mientras ejercitaba sus caballos de
raza, y una vereda cubierta para que pudiera tomar aire cómodamente cuando
llovía. Silano habría perdido prestigio, pero no estaba en las últimas. Ojalá Julia
lo supiera. La isla donde estaba ella podía flotar en el estanque de las carpas.
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Me presenté en la cabaña del portero. El sujeto en cuestión era bizco, olía a
plumas de pollo húmedas y era tan corpulento que habría molido a golpes a un
felino del circo.
—Soy Marco Valerio Mesala Corvino —dije.
—¿Ah, sí? —El portero me clavó el ojo bueno mientras el otro estudiaba las
condiciones meteorológicas de Ostia—. ¿Y qué? ¿Quieres un aplauso?
¡Por Júpiter! Tal vez ese tipo tuviera problemas para extrapolar. Traté de
expresarme con meridiana claridad.
—Quiero hablar con tu amo.
—Él ha salido.
—Mira, Horacio. —Le miré el pecho. Llevaba un amuleto de un dios que yo
no conocía, dentudo y barrigón. Quizá el patrono de los gorilas bizcos—. Sólo
echa a correr como un monstruito bueno y dile a tu jefe que tiene visitas. ¿Has
entendido o necesitas que te lo anote?
El hombre frunció el ceño, apoyó los monumentales hombros en el poste y
se cruzó de brazos. Tablas. Al cuerno con el método amistoso. Recurrí al viejo
gambito SAC. Soborna al cabrón.
Al parecer, eso era lo que esperaba. Examinó concienzudamente la pieza de
plata que le di como si fuera un original de Creso recién acuñado. Luego la
escupió para la buena suerte, alzó la túnica y se la metió en los calzones.
Sospeché que era la alcancía más segura que podía encontrar.
—Vale, amigo —gruñó—. ¿Cómo era tu nombre? —Se lo dije y él
desapareció en el interior, atrancando el portón.
Regresó diez minutos más tarde. La sonrisa no le mejoraba mucho la cara,
pero el pobre diablo no tenía la culpa.
—Ya era hora —dije, disponiéndome a trasponer el portón entornado—.
¿Por dónde...?
Estiró el brazo. Fue como tropezar con la rama de un roble. La sonrisa se
ensanchó.
—El amo dice que te largues —dijo, y me empujó.
Me cerró el portón en la cara. Parecía bastante definitivo, y oí que el
grandote se perdía en lontananza con una carcajada.
Estupendo. ¿Y ahora qué? Claro, podía haber armado un escándalo, quizá
patear el portón y gritar unas palabrotas. Eso habría enfadado a los vecinos, si
hubiera habido vecinos para enfadar. Además, la puerta estaba tachonada con
más clavos que un barco de guerra. Tenía que haber otro modo de entrar.
Inicié la larga marcha alrededor de los muros, buscando un sitio
conveniente para trepar. Negativo, casi todo el camino. Cuando iba a desistir,
encontré la escalera perfecta: una encina con una larga rama colgante.
Encaramarme y caer del otro lado sería pan comido.
Me quité el manto, trepé por el tronco, avancé por la rama y salté al otro
lado del muro. No vi a nadie mientras atravesaba rápidamente la rosaleda,
dejaba atrás el estanque y cruzaba el parque con rumbo al edificio principal.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Casi había llegado cuando salió un joven esclavo con una mesa plegable. Nos
miramos de hito en hito. Luego, sin soltar la mesa, él regresó por donde había
venido.
Mierda. Tenía que actuar deprisa.
—¡Oye! —bramé—. Sí, tú. ¡El peludo!
Nuestro rígido sistema de clases y las torturadas vocales nasales patricias
tienen sus ventajas. El chico se paró en seco y se cuadró.
—¿Sí, señor?
—¿Dónde está tu amo?
—En el cuarto de estar del ala norte, señor.
—Llévame allá, ya. —Y cuando vi que vacilaba—: ¡Vamos, muchacho! ¡No
tengo un plano de las habitaciones! Y puedes dejar el mobiliario. No soy un
maldito cambista de dinero.
Soltó la mesa como si estuviera al rojo vivo.
—Sí, señor. No, señor, lo lamento, señor.
—Sólo haz lo que te digo.
Tragó saliva.
—Sí, señor. Si tienes a bien seguirme, por favor.
Era un sitio morrocotudo, y he visto muchos sitios morrocotudos.
Caminamos a lo largo de una columnata de mármol de Paros, atravesamos un
patio con una fuente donde dos sátiros rampantes hacían cosas increíbles con
una ninfa. Me pregunté quién sería el artista y si todavía estaría en Roma para
recibir encargos o si lo habrían desterrado por su grosera indecencia. Al fin el
chico se detuvo frente a una puerta y se apartó para cederme el paso.
—Hemos llegado, señor —dijo—. Entra.
Junio Silano estaba alimentando a un loro africano encadenado a una
percha. Es decir, el loro estaba en la percha. Silano estaba sentado en una silla
de respaldo alto. Era un sujeto con cara de rata, bastante entrado en años. Fue
repulsión a primera vista.
Obviamente, este sentimiento era recíproco. Me fulminó con la mirada
como si yo fuera algo que el loro le había depositado en la comida.
—¿Quién diantres te dejó entrar?
—El gusto es mío —respondí—. Qué bonito jardín tienes. Sobre todo la
fuente.
Silano se volvió hacia el joven que me había traído, que aguardaba en la
puerta con ojos desencajados.
—Lucio, ve a la entrada y trae a Geta. Dile que tenemos un intruso.
El chico me dirigió una mirada rápida y temerosa, hizo una reverencia y se
fue.
—¡Por favor, Silano! —dije—. Esto no es necesario.
—Corvino, ¿verdad? —Alzó una semilla de melón. El loro la cogió
suavemente con el pico, dándole vueltas para romper la cáscara—. Creo que te
dijeron que yo no estaba. La cortesía exigía que captaras la insinuación y te
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largaras. Te encarezco que lo hagas u ordenaré que seas expelido
compulsivamente.
Maldito pedante. No había oído un latín tan enrevesado desde que mi
maestro me machacaba con Cicerón.
—Mira, no es gran cosa. Sólo quiero hacerte unas preguntas.
—Tus deseos son insustanciales. —El loro escupió los trozos de cáscara y
Silano le ofreció otra semilla—. Ésta es mi casa y has irrumpido sin
autorización.
—Vale. —Había un taburete junto a la puerta. Me senté en él—. Sólo
háblame de tu amorío con Julia y me iré.
Silano me miró boquiabierto. Luego se echó a reír.
—Joven, habré perdido el contacto con la alta sociedad, pero dudo que la
norma actual sea entrar sin invitación y preguntar al dueño de casa con quiénes
se acostó.
—De acuerdo. —Me apoyé en la pared y crucé los brazos—. Entonces
hablemos de tu presunto exilio. ¿Dónde estabas? ¿Atenas? ¿Pérgamo?
¿Alejandría, acaso?
—En todos esos lugares. Y algunos otros. —Silano le dio otra semilla al
loro—. Cosa que no te incumbe. Por favor, cierra la puerta al salir. Mi portero te
mostrará la salida.
Ese fulano me estaba sacando de las casillas.
—Ningún sitio de mala muerte, ¿verdad? Muy grato y civilizado. Ninguna
cloaca como Trímero o Tomi, y mucho mejor que lo que consiguió Paulo. —
Hice una pausa—. Hablando de Paulo, ¿dónde encaja él? ¿O tampoco quieres
hablar de eso?
Al fin había dado en el blanco. Si las miradas mataran, yo sería una pila de
cenizas humeantes sobre su suelo de mármol de Carrara.
—Me insultas, Corvino —dijo lentamente—. No fui exiliado formalmente.
Podía ir adonde me apeteciera.
—Exacto, amigo. —Sonreí—. ¿Por qué iban a castigarte? No había el menor
motivo. No eras culpable, ¿verdad? —Oí rápidas pisadas que se acercaban por
el interior de la casa. Lucio, probablemente, seguido por Geta, el hombre
montaña. El tiempo apremiaba, y tenía que aprovecharlo—. Más aún, dadas las
circunstancias, fue noble por tu parte irte de Roma. Y para colmo renunciar a
una prometedora carrera política.
Silano también había oído los pasos. Sus ojos entornados iban y venían
entre la puerta y yo.
—¿Noble, dices? —dijo—. Yo no pude elegir.
Estaban a punto de llegar. Podía distinguir entre los pasos delicados de los
pies etéreos de Lucio y el mazazo de las botas claveteadas del portero en el
corredor de madera. Quién sabe cuánto les costaría reparar el suelo. No porque
a Silano le importara un bledo, a juzgar por su expresión. Su prioridad era
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mandarme a paseo, y cuanto antes, lo cual era interesante. Me lancé a la yugular
y recé para estar en lo cierto.
—Quizá no tuvieras elección. Quizá sólo hiciste lo que te decían. Eso no
importa. Pero fue bastante noble por tu parte responsabilizarte de algo que no
habías hecho.
Ladeó la cabeza como si lo hubiera abofeteado; y al mismo tiempo la puerta
se abrió y me encontré aferrado por dos brazos enormes y velludos y elevado
sobre el suelo. No me importaba, pues tenía lo que había ido a buscar. La
inequívoca expresión de culpa de Silano me indicaba que había acertado.
—No te acostabas con Julia, ¿verdad, cabrón? —le grité mientras el portero
me empujaba hacia la puerta—. ¡Nadie se acostaba con ella! ¡Le tendieron una
trampa!
Silano se había levantado de la silla. Estaba blanco como un papel, de
miedo o furia o ambas cosas. El loro chillaba, colgando de la percha por la
cadena que le sujetaba las patas, batiendo frenéticamente las alas recortadas.
Pensé en las gallinas de esa vieja de la Suburra.
Silano habló en voz queda, tan queda que apenas pude oírle en medio de
los chillidos del loro.
—¡Geta! ¡Sácalo de aquí! ¡Es una orden!
La manaza del portero me apretaba la boca y su otro brazo me estrujaba
dolorosamente las costillas. Mis pies se despidieron del suelo y de pronto
recorrí una serie de habitaciones profusamente decoradas, pataleando y
forcejeando. Dejamos atrás coros de esclavos boquiabiertos y un patio y
llegamos a la entrada.
Geta me arrojó a la calle y aterricé sobre una oreja, y entonces las cosas se
pusieron incómodamente interesantes.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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1111
Había ido a recuperar mi manto cuando esos miserables me atacaron; eran
cuatro, y no eran matones de Silano, a menos que hubiera contratado a su
propio ejército. Esos tipos eran sicarios profesionales.
No tenía sentido correr —no había dónde ir en ese descampado— y sabía
que podía gritar a todo pulmón sin que los esclavos de Silano acudieran a
ayudarme. Busqué la daga que llevaba en la muñeca. Pero después del
zamarreo general de los últimos minutos, ya no estaba allí.
Mierda. Lamenté mi afición por las apuestas. Te pones a evaluar las
probabilidades casi sin pensarlo, y yo calculaba las mías en cincuenta contra
uno. Con esas posibilidades, no habría jugado a mi favor aunque la mismísima
sibila de Cumas se me hubiera aparecido con los nueve libros proféticos bajo el
brazo y me hubiera dado su aprobación.
—Vale, muchachos. —Alcé las manos—. No quiero problemas. Si queréis
mi cartera, es vuestra.
Se habían desplegado sobre el sendero, y avanzaban despacio hacia mí. El
tipo del centro sonreía con una boca que parecía la salida de la Cloaca Máxima.
—Tranquilízate, Corvino —dijo—. Allá donde vas, no deberás preocuparte
por el dinero.
Vaya. Así que no había ningún premio por adivinar para quién trabajaban
estas bellezas. Y parecía que esta vez buscaban una solución definitiva.
—Mirad, os pagaré el doble de lo que os paga Verruga. —Retrocedí hacia el
lado—. El triple. Bien, el cuádruple. —Aplasté la espalda contra la mampostería
del muro de Silano—. ¿Qué viene después de cuatro?
—No viviríamos para cobrarlo. Date por muerto, muchacho.
Yo fijaba los ojos en la punta del cuchillo que se mecía a la altura de mi
vientre, y se me retorcieron las tripas al imaginar que ese trozo de hierro me
desgarraba y subía hacia mis costillas. Era ahora o nunca. Murmurando una
rápida plegaria para los dioses que protegen a los niños ricos que cometen la
tontería de salir sin niñera, me ladeé y pateé al hombre en los genitales. Gruñó,
soltó el cuchillo y se plegó como una copia vieja de las Actas del Senado.
No es exactamente lo que enseñan en las mejores escuelas (ojalá que mis
ancestros no estuvieran mirando) pero dio resultado. Uno menos, faltaban tres.
Los otros me cercaron como si estuviéramos en el Festival de Invierno y yo
fuera el esclavo que tenía las nueces. Me agaché, cogí una teja que se había
caído del tope del muro y le partí los dientes al primero. Dos menos. Bien, pero
insuficiente.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Después de eso, las cosas se animaron bastante. No se puede hacer mucho
cuando son dos contra uno y has perdido el elemento sorpresa, así que supuse
que mi destino era la máscara mortuoria y la cripta familiar. Acababa de
enzarzarme con uno de esos cabrones cuando alguien me apoyó un atizador
candente en el hombro. Tardé bastante en comprender que era el cuchillo del
otro. Miré en torno y vi que echaba el brazo hacia atrás para hacer otro intento.
Qué diablos, pensé. Fue una buena vida mientras duró. Me habría gustado
acostarme con Perila, sin embargo...
En ese momento, aquello que los griegos llaman lo divino metió la mano.
Literalmente.
El que me había apuñalado no tuvo la menor oportunidad. Una manaza
peluda bajó del cielo, lo alzó en vilo y lo aplastó contra la pared como un
escarabajo. Luego otra manaza me apartó suavemente del cabrón que yo
abrazaba y lo sostuvo en alto mientras un puño del tamaño y dureza de un
perno de catapulta desparramaba sus dientes por medio Janículo.
Se hizo el silencio, como si hubiera caído un rayo. Incluso oía el canto de las
aves. Me apoyé en la pared con el brazo sano y miré en torno. Los dos matones
que había visto caer yacían en el suelo con el aspecto de haber perdido una
pelea con un rinoceronte rabioso. Los que yo había tumbado no estaban por
ninguna parte. Tal vez se los habían comido.
Entonces vi a quién debía agradecerle el rescate. Por el tamaño, había
presumido que era el Geta de Silano, aunque no entendía por qué se había
tomado la molestia.
No era Geta. Era el Gran Fritz, el mismo de la tienda del alfarero, y ya nada
tenía sentido.
—¿Estás bien, Corvino? —Se estaba sacando dientes rotos de entre los
nudillos.
—Sí —dije—. Mejor que nunca. Salvo por este boquete en el hombro, por
donde podría pasar una cuadriga.
Me cogió el brazo, inspeccionó la herida, me palmeó la espalda. Fue como
ser atropellado por la Gran Pirámide. Y no mejoró el estado de mi hombro.
—Apenas un rasguño. El cuchillo debe de haber patinado en el hueso.
Mantenía limpia y sanará en pocos días.
—¿Así que eres médico? —Traté de ser sarcástico, pero él sólo asintió.
—Cuando es necesario. —Sacó un trapo de su túnica y me lo dio. Pensé que
estaría mugriento, pero estaba limpio y descolorido por los lavados—. Toma,
usa esto.
Y sin decir otra palabra echó a andar rumbo al puente Sublicio. Al principio
me quedé mirando. Cuando fue evidente que no pensaba detenerse, lo llamé a
gritos.
—¡Oye!
Ninguna respuesta. El grandote siguió andando como si tal cosa. Lo seguí
cojeando y le aferré el brazo.
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—¡Oye! ¿Adónde crees que vas?
En cuanto lo hice, supe que era un error, como tirar de la cola de un tigre
cuando no quiere tu compañía. Giró sobre los talones y lo solté al instante. Nos
miramos de hito en hito unos segundos mientras yo rezaba para estar en otra
parte. Nápoles, por ejemplo.
—No abuses de tu suerte, Corvino —gruñó al fin—. Sólo agradece que no
te dejé liquidar por esos cabrones.
Estupendo.
—Vale. ¿Y por qué lo hiciste?
—Nada personal. No me gustan las peleas desiguales. Una suerte para ti,
amigo, porque preferiría que estuvieras muerto y putrefacto.
Ay. Lo decía en serio.
—¿Te molesta decirme por qué?
Me apuntó con el dedo.
—¡Escucha, Corvino! Basta de juegos. No sabes el daño que podrías causar.
Es la última advertencia. Termina con las preguntas, o la próxima vez que
alguien te ataque, seré yo. —Escupió impecablemente en la espalda de uno de
los matones caídos—. Y haré el trabajo mejor que esta escoria, ¿te enteras?
Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y se marchó por el camino.
—¿Para quién trabajas? —le grité a su espalda—. ¿Quién te envió?
No cambió el paso. Creo que ni siquiera me oyó.
Volví a trompicones hasta la encina del muro para recoger mi manto. Así
que los tipos que me habían atacado no eran amigos del Gran Fritz. Si lo habían
sido, no necesitaban enemigos. Es decir, si el Gran Fritz trabajaba para Verruga,
ellos no. Y viceversa. A menos que fueran...
Mierda. No podía pensar. Estaba aturdido, me dolía el hombro y tenía un
chichón del tamaño de un huevo de ganso en el lado de la cabeza, donde me
había golpeado cuando Geta me echó.
No sabes el daño que podrías causar. Sin duda. Si hurgaba entre los trapos
sucios imperiales, no encontraría rosas, y como no tenía la menor idea de lo que
buscaba, salvo que Tiberio no quería que se conociera, tenía que agradecer lo
poco que conseguía. Aun así, las palabras del Gran Fritz tenían un toque
personal. Las había dicho con sentimiento, como si afectaran a un ser querido...
Sonreí y sacudí la cabeza dolorida. Claro, el Gran Fritz es el mancebo de
Verruga y el viejo bujarrón lo usa para repartir tortazos. Qué idea brillante.
Sigue soñando, Corvino.
Encontré mi manto y me envolví en él como pude, que no era exactamente
el modo en que los elegantes de Roma lo llevaban esa temporada. Batilo sufriría
un vahído cuando yo llegara, pues no le gustaba verme desaliñado. Cojeando
deprisa, me dirigí al Sublicio y a mi casa.
Varo a sí mismo
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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La farsa, primer acto.
Vela acaba de irse, tras informarme, para mi inmensa sorpresa y
consternación, que presuntamente la tribu de los queruscos prepara una
revuelta armada. Reparo en el adverbio, desde luego. Arminio sabe que para mí
será importante cuidarme la espalda, y no quiere que yo parezca apresurado al
tragar el cebo que ha puesto ante mis codiciosas fauces romanas.
—¿Presuntamente?
—Sólo un rumor, general —me asegura Vela—, traído por nativos de
dudosa probidad en circunstancias harto sospechosas.
Trato de no hacer una mueca. Vela tiene una pésima opinión de los
germanos, lo cual dice más de él que de nuestros hermanos bárbaros.
Irónicamente, en este caso sus sospechas tienen fundamento: los germanos no
se proponen iniciar una gran guerra. Hasta mi traición tiene sus límites.
Cuando todo haya terminado, Vela, como lugarteniente mío, tendrá que
prestar declaración sobre mi conducta en este asunto. En consecuencia, debo
actuar con cautela.
—¿Desechas el rumor, entonces?
—Sí, general, así es. —Sólo eso. Ni una palabra más. De nuevo me cuido las
espaldas, y coincido con un gruñido.
—Me alegra —digo—. Debemos pensar en el ejército, y la temporada.
Nuestra intervención supondría una marcha por una comarca difícil y
peligrosa. —Endurezco la mandíbula con gravedad—. Antes de impartir
semejante orden, Vela, necesitaré pruebas mejores que un rumor infundado.
Ya está asintiendo con aprobación total.
—Exacto, general. Coincido plenamente.
—Sin embargo... —Dejo colgar la palabra. He arrojado mi mendrugo a
Cerbero. Ahora debo sortearlo—. Si surgieran esas pruebas, sería otra cuestión,
¿verdad? —Vela no dice nada, pero tensa los labios—. ¿O discrepas conmigo?
Titubea. Al fin adopta la posición que ha escogido hace tiempo.
—Sí, general. Recelaría de la veracidad de tales pruebas, aunque resultaran
convincentes. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que Segestes nos dijo antes de
marcharnos.
Esas palabras me dan un escalofrío. No es típico de Vela ser tan dogmático.
Ni tan perspicaz. Segestes es el padre de la esposa de Arminio, Trusnelda, y un
romanófilo de proporciones temibles. Peor aún, sabe de qué habla. O cree
saberlo. Aparto la cara de la lámpara, buscando la sombra, y mantengo una voz
impasible.
—¿Crees que es una treta? ¿Una estratagema germana para desviarnos?
—Quizá, general.
Habla con voz neutra; eso debería tranquilizarme, pero surte el efecto
contrario. ¿Vela tendrá sospechas? Peor aún, ¿sabrá algo? Si es así, estoy
acabado. Y también Arminio.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Enviaremos exploradores —digo abruptamente—. Averiguaremos la
verdad y actuaremos en consecuencia. ¿Estás de acuerdo? —Silencio—. Vela,
¿estás de acuerdo?
Una pausa. Una pausa demasiado larga.
—Sí, general, estoy de acuerdo. —Le tiembla un músculo de la mejilla.
¿Sospecha? ¿Desagrado? ¿Nerviosismo?
—Bien, haz los preparativos, por favor. —Miro los papeles de mi escritorio
como si fueran de interés vital (se relacionan con una queja del jefe de muleros
sobre la mala calidad del cuero de las bridas). Como no se va, alzo la cabeza con
impaciencia—. Eso es todo, Vela, por el momento.
Vela se cuadra con su saludo blando como un budín y me deja a solas con
mis cavilaciones, que no son agradables.
¿Sabe algo? ¿Puede saber? ¿O existe otro motivo para esta conducta?
La «prueba» aparecerá, desde luego. Arminio lo ha manejado bien; pero su
corazón es romano, así que tiene un talento natural para la organización...
Es tarde. Estoy cansado. No puedo pensar más, y mis viejos huesos están
fríos. Le diré a mi ordenanza que me sirva vino para calentarme y luego, como
un hombre virtuoso, me arrebujaré en mi capa de general para dormir.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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1122
Cuando llegué a casa, más muerto que vivo, me esperaba mi padre. La
culminación de un día perfecto. Batilo tenía instrucciones estrictas y
permanentes de tener preparada una jarra de vino en la mesa, junto a la puerta,
toda vez que yo llegara, sin importar de dónde. Recogí la jarra, llené la copa y la
vacié de un trago.
—¿De qué se trata, papá? —dije—. ¿Otro mensaje de palacio? Déjame
adivinar. Verruga necesita una esponja limpia para lavarse.
Mi padre clavaba los ojos en las manchas de mi túnica (me había quitado el
manto en el vestíbulo), los coágulos de sangre de mi cabello y sobre todo el tajo
sangriento de mi hombro izquierdo.
—¿Qué sucedió, Marco? —preguntó.
—Tuve un topetazo con gente ruda. —Me senté en el diván, volví a llenar
la copa y dejé la jarra en la mesa—. No hay motivo para preocuparse, papá. Si
es que estás preocupado.
Se volvió hacia Batilo, que revoloteaba en la entrada.
—Manda buscar a Sarpedón —rugió—. ¡Ya! —Sarpedón era uno de los
mejores médicos de Roma. Le había costado a papá una pequeña fortuna
cuando lo había comprado cinco años atrás—. Y procura que los baños estén
calientes.
—Mira, papá, estoy bien. —Me estiré con cuidado y bebí vino, esta vez más
despacio—. Olvídalo, por favor.
—Sarpedón será el que juzgue eso, muchacho. Ese corte en el hombro
necesita atención.
Estaba demasiado cansado y dolorido para discutir. Cuando Batilo se
marchó, mi padre se volvió hacia mí.
¿Qué está pasando? —me preguntó.
Me encogí de hombros, o lo intenté.
—Estaba del otro lado del río. Me asaltaron. Me lastimaron y se llevaron mi
cartera. Eso es todo.
—Estás mintiendo.
Noté sorprendido que le temblaban las manos y los músculos de la cara. Mi
padre no es emotivo. En los banquetes, lo confunden con el plato de pescado. Y
tampoco usa palabras groseras y directas, como «mintiendo». A lo sumo, dice
algo así como «No creo que eso sea demasiado exacto» o «Me parece que te
equivocas». Esa acusación franca me sorprendió tanto que ni siquiera pensé en
negarla.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
69
—Bien, de acuerdo. Estoy mintiendo. Me has pillado. ¿Y ahora qué?
Él estaba temblando. De furia, supuse.
—¡Marco, desiste! ¡Créeme, no sabes cuán peligroso es lo que estás
haciendo!
—Pues dímelo. —Yo también me estaba enfureciendo. Había tenido un día
largo y difícil y no estaba dispuesto a escuchar monsergas—. Dímelo, papá.
Dime por qué el emperador odia tanto a un poeta muerto que no permite que
sus cenizas vuelvan a Roma. Dime por qué, cuando hago preguntas sobre un
escándalo tan viejo que ya ni siquiera tiene olor, todos mantienen la boca más
cerrada que las rodillas de una vestal. Dime por qué casi termino en el Tíber con
un tajo en el gaznate, sólo porque fui a ver a alguien a quien Augusto no exilió
por no follar con su nieta. Y si puedes deducir qué significa esta última perla,
papá, entonces podrás explicármelo, porque yo no tengo la menor idea.
Mi padre tenía el rostro ceniciento.
—No puedo hacer eso, Marco. No puedo fiarme tanto de ti.
Eso me paró en seco. No había dicho «No sé de qué estás hablando», sino
«No puedo fiarme de ti».
—¿Qué diantres significa eso?
—Significa lo que dice.
—¿En qué sentido no te fías de mí?
—No creo que te guardes la información para ti.
Me eché a reír.
—¡Por el majestuoso y puñetero Júpiter! ¡Papá, media Roma está enterada
de esto!
—No blasfemes, hijo. No media Roma. Sólo el elemento responsable. Y no
dicen nada porque saben que no tiene importancia.
Esto era el colmo.
—Repíteme eso, por favor. Si no tiene importancia, no hay motivo para que
no me digan nada.
—¡Escúchame, Marco! —Mi padre descargó un puñetazo en la mesa—.
¡Estoy tratando de salvarte la vida! ¡Claro que te están cerrando el paso! ¡Claro
que hay un secreto! ¡Claro que hay una conspiración de silencio! ¿Esperas que
niegue todo eso? Sólo te digo que tiene un propósito, que si los detalles se
difundieran haría más mal que bien. Y antes de permitir que eso suceda, los
poderosos se encargarán de que desaparezcas. Tú o yo o cualquier otro
individuo, al margen de su cuna o su poder. No porque la información sea
importante para la supervivencia del estado, sino porque no lo es. ¿He sido
claro?
Nos miramos en silencio. Al fin mi padre se reclinó. Todavía estaba
temblando, y una gota de sudor le brillaba en la frente. A mi pesar, yo estaba
impresionado: mi padre hablaba en serio, o eso fingía.
—Bien, papá —dije—. Confía en mí. Juro que no se lo contaré a nadie. Ni
siquiera a Perila. Y si es tan inocente como dices...
David Wishart Las cenizas de Ovidio
70
Mi padre cerró los párpados y se los apretó con las palmas, como si
obligara a sus ojos a meterse en sus órbitas.
—Aún no has entendido, ¿verdad, hijo? No hay peros ni vueltas. No es una
cuestión de criterio personal, tuyo o mío. Y no dije que el secreto fuera inocente.
Dije que no importaba.
—Me importa un bledo si es inocente o no. Tengo que saberlo. Sea como
fuere, para mi satisfacción personal. Podrías contarme todo y ahorrarnos a
ambos muchos problemas. Juro que no pasará de aquí, si eso es lo que deseas.
—¿Y que te quedarás tranquilo? Si te lo cuento todo, ¿olvidarás ya mismo
este estúpido asunto de Ovidio?
Guardé silencio. Mi padre asintió.
—¿Ves, Marco? Ambos estamos atrapados por nuestros principios. No
puedo decirte lo que quieres saber a menos que me prometas no usarlo; tú no
puedes hacer esa promesa hasta saber cuál es el secreto. Y yo no puedo ser
responsable de contártelo a menos que me lo prometas. Lo único que
ganaríamos es que nos mataran a los dos. Y por mucho que te ame, hijo, a pesar
de todo, no estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—¿Riesgo?
—Certeza, entonces. Sería una certeza, Marco. Desiste. ¡Por favor! Ese
conocimiento no es importante, y menos ahora, te lo aseguro. Y si insistes, no
vivirás el tiempo suficiente para lamentarlo.
Esa apelación emocional me impresionó. No creía que mi padre fuera capaz
de hacerla. Siempre que fuera genuina, y no un truco retórico. Como orador
experimentado, papá podía fingir cualquier emoción que deseara. Aun
aceptando que esa emoción fuera auténtica, sin embargo, si él tenía sus
creencias debía respetar las mías.
—Lo lamento, papá. Te lo he dicho. Tengo que saberlo. Y si tú no hablas,
tendré que averiguarlo por mi cuenta.
Me miró largo rato, con tristeza, pero con una pizca de algo que quizá fuera
orgullo.
—Eres como tu tío Cota, hijo, ¿sabes? Ambos pensáis con el corazón, no con
la cabeza. Otros superan esa etapa. Él no la superó nunca, y tú tampoco lo
harás.
—¿Eso es tan malo?
Su tono de voz no cambió. No estaba discutiendo. Sólo estaba... hablando.
—Claro que es malo. Éste es el mundo moderno, Marco, y pertenece a los
grises burócratas. Si hubieras nacido hace cinco siglos, figurarías en los libros
escolares junto con Horacio, Escévola y los demás héroes. Eres de los que se
plantan solos en el puente aunque lleven las de perder, o que mantienen la
mano en el fuego hasta que se achicharra para demostrar un argumento.
Entonces te habrían llamado héroe. No se habrían cansado de homenajearte.
Hoy sólo eres un bochorno.
No dije nada. Nunca había oído hablar a mi padre de ese modo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—¿Alguna vez pensaste por qué Cota no obtuvo el consulado? ¿Por qué
nunca ocupó una magistratura importante? Es de buena familia. Es inteligente,
popular, políticamente avispado, buen orador. Mejor hombre que yo, en todos
los sentidos. Pero yo obtuve mi puesto de cónsul antes de los treinta y cinco, y
él, a los cuarenta y uno, no ha pasado de funcionario menor de finanzas. ¿A qué
crees que se debe?
—A que no es un lameculos. —Fui deliberadamente brutal.
Mi padre ni siquiera parpadeó.
—Sólo porque alguien favorece al gobierno establecido —declaró
serenamente—, eso no significa que debas acusarlo automáticamente de
servilismo. Tiberio no es perfecto, el sistema imperial no es perfecto, pero
podría ser peor. No me cabe la menor duda. Tiberio no será carismático, pero es
estable, y eso es lo que necesitamos en un emperador. Estabilidad, no heroísmo.
Lo más vistoso no siempre es lo mejor, Marco. Hay demasiadas cosas en juego.
Mira las piruetas de Germánico en Germania. ¿De qué nos sirvieron, salvo para
perder hombres y reputación?
Tuve que darle la razón. La campaña del hijo adoptivo de Tiberio (que el
propio Germánico había publicitado como una gloriosa venganza por la
matanza de Varo) había sido un fracaso espectacular.
—¿Conoces el chiste de los dos toros? —me preguntó mi padre.
Sorprendido, negué con la cabeza.
—Muy bien. —Puso una sonrisa curiosa y enigmática que yo nunca había
visto—. Dos toros, uno viejo y uno joven, miran las vacas que pacen en un valle.
El toro joven le dice al viejo: «¡Mira aquellas vacas, papá! Corramos a cubrir un
par». Y el toro viejo le responde: «No, hijo. Caminemos y cubrámoslas todas».
Tardé un momento en comprender que mi padre había hecho una broma; y
otro momento (porque él no sonrió) en comprender que no era una broma.
—No puedo evitar ser como soy, papá. Así como tú no puedes evitar ser
como eres. Somos distintos y no nos mezclamos.
Él asintió con tristeza.
—Sí, hijo, lo sé. Somos distintos. Y es una pena.
Y entonces llegó Sarpedón con sus emplastos y vendajes, y no hubo más
tiempo para hablar.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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1133
Al día siguiente, antes de ir a casa de Perila para contarle las novedades, pasé
por el gimnasio que poseo cerca de la pista de carreras para hablar con uno de
mis clientes, un ex entrenador de gladiadores llamado Escílax. El nombre (un
apodo que significa «cachorro» en griego) es perfecto para el individuo. Tiene la
contextura, los rasgos faciales y el temperamento de una de esas bestezuelas
musculosas e invencibles que vemos en los circos del interior, destrozando
criaturas que las superan doscientas o trescientas veces en tamaño. Así es
Escílax. Una vez que muerde a alguien, se niega a soltarlo, y cuando lo suelta el
cabrón pasó a mejor vida.
Nos habíamos conocido tres años antes en el gimnasio de Aquilo, donde yo
iba regularmente a entrenarme. Mi compañero habitual de pugilato se había
roto la muñeca y el viejo Aquilo trajo a este tipo. Tenía el aspecto de esas cosas
que se llevan arrastradas con un garfio al final de los juegos, pero Aquilo lo
presentó como si estuviera a un paso del mismísimo Júpiter. Debí haberlo
tenido en cuenta. No lo tuve. Error número uno.
Cada uno midió al contrincante. La coronilla de la calva del animalejo
estaba al mismo nivel que mi barbilla. Mierda, recuerdo que pensé, ¿debo
pelear con esta cosa o darle de comer nueces?
—¿Preparado? —pregunté.
No respondió, así que entendí que sí. Hice una finta a la izquierda y dirigí
la punta de la espada de madera a la parte superior del vientre en un impecable
tajo de lado: si hubiéramos estado peleando en serio, esa estocada lo habría
dejado con las tripas al aire. Aun con una espada de práctica, habría dolido
como el demonio; pero entonces (error número dos) yo quise pavonearme.
La espada no lo tocó. En cambio, saltó súbitamente de mi mano y el
pequeñín embistió contra mis ojos. Retrocedí con un grito, como una virgen
cincuentona amenazada por una pandilla de violadores.
Escílax bajó la espada y me miró con desdén mientras yo yacía en la arena a
sus pies.
—Así sois los niños mimados de la aristocracia —gruñó—. Sólo teméis que
se os corra el maquillaje.
Me enfurecí. Me puse de pie y le solté una filípica.
—¿Cómo te atreves a atacar mis ojos? ¡Pudiste haberme dejado ciego,
cabrón!
—Escucha, muchacho. —Su voz era apenas un susurro, pero me callé como
si me hubieran clavado la lengua al paladar—. La esgrima no es un juego,
David Wishart Las cenizas de Ovidio
73
¿entiendes? Te propones matar a alguien, y el otro se propone matarte a ti. Ésa
es la única regla. ¿Vale?
—Sí, sí, claro, pero...
—No hay pero que valga. ¿Recuerdas cómo César venció en Tapso, o en
Munda, o donde cuernos fuera? Les dijo a sus hombres que cortaran la cara del
enemigo. A los niños patricios del otro bando no les importaba morir, pero no
digerían la idea de perder su bonita facha, así que huyeron. Fin de la batalla, fin
de la historia. ¿Has entendido?
¡Por Júpiter!
—Entendido.
—Otra cosa. —Sin advertencia, amagó una pérfida patada contra mi
entrepierna. Bajé instintivamente las manos para cubrirme los genitales
mientras retrocedía. La patada no llegó. En cambio, alzó la espada para tocarme
el pecho—. Puedes usar el peor temor de un hombre como finta. Y quizá no sea
una finta. ¿Vale?
—Vale. —A estas alturas lo miraba como Platón debió mirar a Sócrates
cuando lo conoció. Si hubiéramos tenido incienso, lo habría encendido.
—De acuerdo. —Retrocedió—. Empecemos de nuevo. Y esta vez presta
atención.
Presté atención, aquella vez y desde entonces.
Sí. Escílax valía su peso en oro; y era casi lo que yo había pagado para
instalarle su gimnasio detrás de la pista de carreras. No lo lamentaba. Gracias a
él, yo aún caminaba esa mañana con la garganta entera y sin más daños que un
tajo en el hombro.
Lo encontré entrenando a un senador viejo y calvo con suficiente grasa bajo
la túnica para mantener ocupados a cinco masajistas durante un año. El tipo
resollaba como si hubiera corrido desde Ostia; y por el color, daba la impresión
de que estaba a un pelo de irse al otro barrio.
—¡Hola, Escílax! —grité.
Él se volvió, bajó la espada.
—Suficiente por hoy, excelencia —le dijo al gordo—. No conviene exagerar,
¿verdad?
Así es, Escílax puede ser cortés con la persona indicada. Y hay modos
peores de perder a un cliente que agotarlo hasta que se ponga morado y caiga
redondo.
El senador apestaba como un puerco ebrio, pero atinó a alzar la espada en
el saludo militar que los soldados dedican a sus compañeros de entrenamiento
en el terreno de práctica al final de un enfrentamiento. Y nada chapucero.
Realmente marcial. De pronto vi, bajo los rollos de grasa y la papada cuádruple,
al brioso oficial joven que habría sido tiempo atrás, y me pregunté cómo estaría
mi silueta dentro de treinta años.
Si vivía tanto tiempo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
74
Un esclavo se adelantó con una toalla. El gordo se frotó el sudor de la caray
el cuello, rojos como un bistec, se echó un poco de aire fresco dentro de la
túnica, y se volvió hacia mí sonriendo como un adolescente.
—Buen ejercicio, ¿eh, muchacho? —jadeó—. Te mantiene en forma,
¿verdad?
—Sí —dije—. Sí. Magnífico.
Guiñó el ojo, agitó la mano y se fue tambaleándose hacia la asa de baños.
Ojalá llegara, pues respiraba con tanta dificultad que no habría apostado a su
favor.
Escílax recogió las espadas de madera, se las caló bajo el brazo echó a andar
hacia su oficina, en el edificio principal.
—¿Qué haces aquí, Corvino? —dijo—. Éste no es tu día habitual. Puedo
hacerte un lugar, apenas, pero no por mucho tiempo.
Sonreí. Ésa era otra cosa que me gustaba de él. Sabía que un cliente debe
respetar a su patrón.
—Oye, soy dueño de este lugar, ¿recuerdas?
—Pues véndelo. Pero aun así, no puedo darte más de media hora.
Sacudí la cabeza y le seguí el paso.
—Hoy no lucharé, Escílax. Ni siquiera te haría sudar. Ayer me asaltaron y
uno de esos cabrones me cortó.
Escílax se paró en seco para mirarme.
—¿Un corte, muchacho? ¿Muy serio?
—Sólo un tajo en el hombro. Sarpedón lo parcheó.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro.
Soltó un gruñido de disgusto, escupió en la arena y siguió caminando.
—¿Sólo cuatro, y te cortaron? ¿Qué eran, críos, mujeres o lisiados?
—Cuatro contra uno es bastante desigual, y lo sabes. Y esos sujetos eran
profesionales. Casi perdiste un patrón. Lo habrías perdido, si no hubiera
recibido ayuda. Y de eso quería hablarte.
Suspiró.
—Vale, Corvino. Quizá tenga tiempo libre, a pesar de todo. Ve a los baños y
te aflojaré los músculos.
¡Por Júpiter! ¡No necesitaba eso!
—Oye —dije—, sin masajes, ¿eh? Ya me han golpeado bastante en los
últimos días, gracias.
Se detuvo de nuevo. Sus ojos me escrutaron con ansiedad.
—¿Quieres decir que ocurrió más de una vez? ¿Qué está pasando?
—Exageraba. Pero no quiero el masaje.
—Vamos, muchacho. —Me asió el brazo (el bueno, por suerte; Escílax usa
las manos como un cangrejo usa las pinzas) y me llevó hacia los baños—. Un
buen masaje no le hace mal a nadie. Te aflojará.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
75
Sí, sin duda eso le dijeron a Prometeo antes de soltarle el buitre, pensé; pero
no lo dije en voz alta. No quería ofender al hombrecillo.
La sala de masaje estaba vacía, aunque oí jirones de una alegre gresca
militar en la piscina de al lado. Alguien llamado Tito había cogido la toalla de
otro y se negaba a devolverla. Me pregunté cómo habíamos logrado armar un
imperio, y encima conservarlo.
—Vale, cuéntamelo —dijo Escílax cuando me tuvo de bruces en una de las
mesas y me había cubierto de aceite.
Se lo conté. Pareció entender lo esencial, aunque no sé si los detalles eran
inteligibles entre tantos gritos. Y no me refiero a la algarabía que hacía la flor y
nata de Roma en la sala contigua.
—¿Por qué dejaste que todos te atacaran al mismo tiempo? —preguntó
Escílax.
—¿Debí sugerirles que se turnaran?
Nunca recurras al sarcasmo con tu masajista. Escílax me aferró el cuello y
hundió los pulgares bajo los omóplatos mientras yo chillaba y le suplicaba que
parase.
—Lo lamento, Corvino. ¿Ése era el brazo lastimado? —dijo al fin, antes de
que yo me desmayara. Ese sádico sabía que era ese brazo. La venda de
Sarpedón cubría la mitad del hombro—. Tendrías que haber huido, muchacho.
Lograr que se separasen, y cogerlos uno por uno.
Intenté una sonrisa. No funcionó muy bien.
—Claro. También me llaman Filípides. Corro una maratón todas las
mañanas antes del desayuno.
Escílax gruñó.
—¿Dices que ese tipo era extranjero?
Sentí que me insertaba un nudillo entre dos capas de músculo y gemí,
sabiendo lo que vendría. Vino. Después de bajarme del techo, respondí:
—Sí, del norte, quizá. Podría ser germano. Pero hablaba buen latín. Y no era
ningún palurdo.
Escílax me estrujó las costillas con las manos y tiró las carnes hacia abajo. Es
magnífico si a uno le gustan esas cosas. No era mi caso. Me sentí como si me
despellejara un pulpo.
—Dices que tenía un tajo de espada en la mejilla izquierda.
—Eso parecía. Le faltaba media oreja. Venga, Escílax, necesito un nombre.
Calló un buen rato. Le oía pensar mientras su mano se abría paso palmo a
palmo, torturándome la espalda. Apreté los dientes y traté de no aullar.
—No es gladiador, eso es seguro. Un tipo de tal tamaño y habilidad
sobresaldría en los equipos. —Esto era definitivo. Lo que Escílax no sabía sobre
el mundo de la esgrima profesional no sólo carecía de importancia, sino que no
existía—. Podría ser un soldado. Ex soldado, quizá.
—¿Un auxiliar? ¿Qué haría un auxiliar en Roma?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—¿Quién dijo auxiliar? Por lo que dices, parece un legionario. ¿Crees que
era germano?
—Sí. O quizá eslavo.
—Es posible que sea eslavo. Tiberio alistó a muchos campesinos ilirios en la
época de los disturbios.
Eso encajaba. Doce años antes la provincia de Ilírico se había rebelado (mi
padre era gobernador provincial en aquella época) y durante un tiempo pareció
que todo el territorio entre los Alpes Julios y Macedonia se iría al traste. La
emergencia significó que el general Tiberio tuvo que zumbar como una mosca
de trasero azul, juntando todos los reclutas que podía para impedir que se
propagara la revuelta.
—Me has convencido —dije—. Más aún, ese tipo aún podría tener
contactos.
—¿Contactos con Tiberio? —Escílax dejó de mover las manos—. ¿Estás en
problemas? ¿Problemas oficiales?
Mierda. Había hablado de más. Escílax era un amigo, pero el caso Ovidio
era privado. Borré mis huellas.
—No, puramente personal.
—¿Quieres hablarme de ello?
—No hay nada de que hablar. Sabes tanto como yo. Quizá me acosté con la
hermana de alguien.
—Ajá. —No parecía convencido. Las manos siguieron machacando. No era
tan doloroso ahora que me estaba acostumbrando. O quizá se había roto algún
órgano vital y ya no podía sentir nada—. Dices que has visto a ese hombre más
de una vez.
—Así es. Hace unos días tuvimos un encontronazo en la Suburra. Sólo que
entonces él no estaba de mi lado.
Escílax chasqueó la lengua.
—Esto suena cada vez más raro, muchacho.
No me creía, eso era seguro. Y no era sorprendente. Pero tampoco podía
llamarme mentiroso, porque no era de su incumbencia.
—Vale —dijo al fin—. Pero si necesitas ayuda, dímelo, ¿de acuerdo? Quizá
la próxima vez no tengas tanta suerte.
—Gracias —respondí, con toda sinceridad. Si se trataba de usar los
músculos, habría escogido a Escílax contra un escuadrón selecto de
pretorianos—. Pero hazme el favor de indagar, ¿vale? Quiero saber quién es ese
sujeto.
—Cuenta con ello. —Estaba sobando y frotando suavemente con las yemas
de los dedos. Yo casi ronroneaba—. Si ese cabrón está en Roma, lo encontraré. Y
después, si quieres, lo haré trizas.
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1144
Cuando llegué a la casa de Perila, ella había salido.
—El ama está en casa de Marcia, señor —dijo Calías—. Dejó dicho que
fueras allá si pasabas a visitarla. Queda cerca del templo de Cibeles.
—Ya sé dónde queda la casa de los Fabios. Estupendo, Calías. —Marcia era
la viuda de Fabio Máximo y, como recordaréis, pariente de la madre de Perila.
Era prácticamente vecina mía, colina arriba. Yo podría haberme ahorrado el
viaje. Perila no había pensado en pasar para dejarme el mensaje. Claro, yo era
sólo su patrón, ¿verdad?
Llamé con un silbido a mis cuatro nuevos guardaespaldas, que
holgazaneaban en la esquina. Se aproximaron flexionando los bíceps y mirando
a Calías como preguntándose hasta dónde rebotaría. Estos cuatro eran los tipos
más corpulentos y recios que yo poseía, galos corpulentos cuya idea de la
diversión era partir nueces entre el pulgar y el índice. Y no me refiero a las que
crecen en los árboles.
Estaba harto de que me atacaran. La próxima vez que alguien lo intentara,
tendría que vérselas con los Amigos Entrañables.
La mansión Fabio era una de las más grandes y antiguas de Roma, y
ocupaba el espacio que mediaba entre la choza de Rómulo y la casa de Augusto;
no puede haber vecinos más selectos. Uno de los Amigos Entrañables llamó a la
puerta y gritó mi nombre al oído del portero septuagenario, y me hicieron
pasar. Los muchachos se acomodaron de espaldas contra la pared para jugar a
los dados; al menos, jugaron los tres que podían contar hasta seis. El cuarto se
contentó con mirar lascivamente las literas que pasaban.
Perila estaba sentada en el jardín con una anciana, y supuse que era Marcia.
Llevaba mis aros, noté, y una capa celeste que hacía juego con el pavo real que
se paseaba al lado de ella. Sonrió cuando atravesé la columnata.
—Hola, Corvino. ¿Entonces recibiste mi mensaje?
Ni una traza de culpa en su adorable voz, ni una chispa de remordimiento
en sus adorables ojos. Qué diablos. Suspiré y me senté en la silla que me había
llevado el esclavo.
—Supongo que no estaba en casa —dije—. Lamento llegar tan tarde. Tuve
que visitar a un cliente. —Miré de soslayo a la anciana. No se había movido, ni
siquiera había reparado en mi presencia. Fijaba su atención en el pavo real, que
se preparaba para exhibirse. Recordé mis modales (sí, tengo algunos) y añadí—:
Preséntame a tu tía, pues.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Perila abrió la boca para responder, pero entonces el pavo real desplegó la
cola con un graznido susurrante y la anciana se volvió hacia mí. Vi ojos
brillantes y desorbitados en una cara pastosa y mustia empeorada por el
maquillaje, y una boca floja que babeaba en un movimiento constante.
—La tía Marcia no está en este momento, Corvino —dijo Perila en voz
baja—. Ésta es mi madre.
El pavo real tembló y giró en un círculo lento. Su cola era una masa de ojos
muertos que me observaban. Me observaban...
Me las apañé de alguna manera, no me preguntéis cómo. Júpiter sabrá lo
que dije; no recuerdo una palabra, sólo que sudaba constantemente. Luego salió
una esclava y condujo a la anciana adentro, dejándonos a solas. Guardamos
silencio un rato.
—Es uno de sus días malos —dijo al fin Perila—. Nunca es racional, pero al
menos a veces está presente, al menos reconoce que los demás existen y les
habla.
—¿Cuánto hace que está así? —Yo todavía estaba temblando. Si hay algo
que no resisto, es la locura y los locos. No aguanto la falta de contacto, de
terreno común. Siempre me hace trizas. Una vez conocí a un sujeto, un oficial
del ejército que había prestado servicio en todas partes y había ganado todas las
condecoraciones existentes, y le aterraba que una pluma le rozara la piel. No
podía acercarse a la tienda de un vendedor de gallinas sin sudar en frío. Así es
como me afecta la locura.
—Empeoró en los últimos años —dijo Perila—. Nunca estuvo bien desde
que exiliaron a mi padrastro. Luego, la tensión de procurar que lo repatriaran,
administrar sus propiedades, más todos los problemas con Rufo... —Titubeó—.
Fue demasiado para ella. Ahora vive aquí, como antes de casarse. La tía Marcia
es muy bondadosa.
—¿No puedes hacer algo por ella? Debe haber médicos, médicos griegos...
—Lo hemos intentado. Es inútil, no pueden hacer nada. En cierto modo, me
alegra. Creo que es más feliz así, en su propio mundo.
Sacudí la cabeza pero no dije nada. ¡Por Júpiter! ¿Cómo podía ser feliz una
criatura que farfullaba y babeaba así? Yo preferiría cortarme las venas. O, si no
pudiera, que un buen amigo lo hiciera por mí.
—En fin. —Perila se arrebujó en la capa y esbozó una sonrisa frágil—. No
viniste para conversar sobre mis problemas. No de ese problema, al menos.
¿Cómo andan las investigaciones? ¿Hablaste con Silano?
—¿Quién? —Intenté recobrar la compostura—. Ah sí. Sí, hablé con él. En
los cinco minutos que le llevó llamar a su gorila domesticado y hacerme echar,
claro.
—¡Corvino, por todos los cielos! —Ensanchó los ojos—. ¿Qué le dijiste?
—Nada. —Me froté el sudor de las palmas. Empezaba a sentirme mejor,
aunque un buen trago de falerno puro no me habría venido mal—. Al menos,
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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nada insultante. Fui un dechado de cortesía, como de costumbre. Quizá no le
gustó mi perfume.
—Pamplinas. Habrá tenido algún motivo para echarte.
—Bien, creo que no le agradó mucho que yo sugiriese que le habían pagado
para cargar con la culpa. —¡Por Júpiter! Eso era un modo moderado de
expresarlo—. Pero eso fue hacia el final. La fuerza de choque ya estaba en
camino. —Hice una pausa—. Perila, ¿puedo beber un trago, por favor? He
tenido un día bastante agitado.
—Aún no es mediodía.
—Lo sé, pero aun así quisiera un trago. Por favor.
—¿Zumo de fruta? —preguntó dulcemente.
—¡Oh, por favor!
—Bebes demasiado vino —dijo, pero aun así llamó a un esclavo que
andaba por allí.
—Sólo bebo para olvidar.
Arrugó la frente.
—¿Olvidar qué?
—No sé. Lo he olvidado.
Noté que procuraba entender esa broma trillada. Como he dicho, Perila
sería hermosa, pero su sentido del humor era nulo. Al fin desistió y volvió al
tema.
—¿Por qué dices que le pagaron por cargar con la culpa?
—Para que no armara escándalo por la acusación de seducir a Julia.
—Corvino, Silano no fue recompensado, sino exiliado.
—Te equivocas. No hubo ningún exilio. Silano se fue de Roma
voluntariamente.
—Pero le han prohibido ejercer la función pública.
Me encogí de hombros.
—Quizá no le interese la política. El descender de una buena familia no
significa que te lo hagas en los pantalones para llegar a cónsul. Mírame a mí,
por ejemplo.
Perila me miró, y lamenté no haberme arrancado la lengua de una
dentellada. Mierda.
—Eso me tenía intrigada, Corvino —dijo fríamente—. ¿No tienes
ambiciones políticas? ¿Ninguna inquietud? ¿Ningún sentido del deber hacia tu
familia o el estado?
Cambié de terreno rápidamente. Podía prescindir de los sermones
edificantes de mis clientes.
—Bien, olvidemos eso, ¿quieres? Sólo concede que a veces sucede. Un alma
sencilla como Silano... o un cabrón perezoso, si prefieres...
—No lo prefiero.
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—... puede haber optado por el dinero y la vida fácil en vez de la gloria
política. Además, había una razón más importante para que Augusto no lo
castigara.
—¿Y cuál es?
—El tipo no folló con Julia. Nadie lo hizo. Nunca existió tal adulterio.
—¿Qué?
—Claro que no. La acusación era falsa, y todos los implicados lo sabían.
Perila me miraba como si mis orejas se hubieran puesto verdes.
—Corvino, ¿has perdido el juicio? ¡Claro que Julia cometió adulterio!
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?
—Bien... —Perila vaciló visiblemente—. Todos saben que fue así.
—Todos saben que fue acusada. Acabo de decírtelo. La acusación era falsa.
—¡Silano confesó que la había seducido!
—Claro que sí. —Yo sonreía. No siempre le llevaba ventaja a Perila, y lo
estaba disfrutando—. Por eso le pagaron, amiga mía.
—¿Qué hay de Augusto? Él mismo hizo la acusación. La envió a Trímero.
¡Corvino, era su nieta!
—Mira, Perila. No dije que Julia fuera inocente. Dije que no había cometido
adulterio.
—¿Entonces por qué la exiliaron?
Abrí la boca, y me callé. Me había topado con una pared de ladrillo. Buena
pregunta, sin duda. Ojalá supiera la respuesta.
—No lo sé —confesé—. Todavía no. Pero juraría por las tetas de la loba que
amamantó a Rómulo que no fue por brincar de cama en cama.
Perila calló largo rato.
—Corvino —dijo al fin—, lamento haber sido tan desdeñosa.
¡Vaya! ¡Disculpas!
—Te lo agradezco.
—Quizá tengas razón. Quizá Julia no cometió adulterio.
Sonreí.
—Bueno, puedo ser muy persuasivo una vez que me pongo en marcha.
—No, no es eso. No fue nada que tú hayas dicho. —¡Por Júpiter! Adiós a mi
orgullo. Directo a la mandíbula, sin siquiera un parpadeo. Esa muchacha tenía
tanto tacto como una maza—. Pero hoy eres la segunda persona que defiende a
Julia. Lo atribuí a que se ponía del lado de la mujer, pero ahora no estoy tan
segura.
Uno de nosotros estaba diciendo disparates, y estaba seguro de que no era
yo.
—Perila, ¿por qué no repites eso? Quizá me perdí algo en alguna parte.
Entonces llegó el esclavo con la bandeja de vino. En vez de responder,
Perila lo miró a los ojos.
—Glauco —dijo—, pídele a Harpala que salga, por favor.
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—Sí, ama. —El esclavo nos sirvió a los dos y se fue. Bebí un sorbo
indolente. Cuando el vino me llegó al paladar y se puso a cantar, cambié de
actitud y bebí con atención. Esto no era cualquier cosa. Era autentico cécubo,
puro néctar de la zona de Fundi, tan raro como una virgen de veinte años en un
lupanar. El viejo Fabio debía de haberlo puesto a añejar en la época de la batalla
de Accio. Cualquiera que lo tratase sin absoluto respeto merecía ser hervido en
vinagre y devorado por los puercos.
—¿Corvino?
—¿Sí?
—¿Te encuentras bien?
—Sí... Eh, ¿quién es Harpala?
—Mi única aportación a la investigación, hasta ahora. Lo verás cuando
llegue.
No tuve que esperar mucho tiempo; y no me importaba esperar, con una
jarra de cécubo de cincuenta años al lado y Perila como paisaje. Una esclava
anciana salió de la casa. Se movía despacio y noté que su pie derecho estaba
torcido hacia dentro.
—¿Me buscabas, ama? —preguntó.
—Sí, Harpala. —Perila señaló un banco de piedra contra la pared—.
Siéntate, por favor.
La anciana se sentó y puso una mano sobre la otra, como una niña tímida
en su primera fiesta de adultos.
—Él es Valerio Corvino, el caballero que te mencioné. —La esclava ladeó la
cabeza hacia mí—. Corvino, ella es Harpala. Hasta que mi tía Marcia la compró,
era la doncella personal de Julia.
¡Por Júpiter!
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—Muy bonito. —Yo debía mirar a la anciana con una sonrisa feroz, porque
empezó a moverse y se puso muy nerviosa—. Muy, muy bonito. ¿Dónde la
encontraste?
Perila frunció el ceño.
—Te lo acabo de decir, Corvino. Mi tía Marcia la compró cuando exiliaron a
Julia. La sucesión se repartió y se vendió la propiedad. Ahora, hazme el favor
de portarte bien y no asustar a la pobre mujer. —Se volvió hacia la esclava—.
No temas, Harpala. Él no te causará ningún daño. Ésa es su expresión natural.
—Descuida, amiga. —Traté de parecer benigno, pero la vieja esclava me
miraba como un conejo mira a una serpiente. Sus ojos eran de un azul acuoso y
claro: franco y levemente estúpido—. Sólo quiero que respondas unas
preguntas, Harpala. ¿Vale?
—Sí, señor. —La voz de la mujer era frágil como una hoja seca.
—Bien. Empecemos, pues. Fuiste doncella de Julia. ¿Era un ama
bondadosa?
La sonrisa de la anciana fue sorpresivamente dulce e inocente.
—Sí, señor. Era realmente bondadosa. Julia era una señora encantadora.
—¿Tenía muchos amigos?
Harpala bajó los ojos. No sería demasiado lista, pero entendía adónde
apuntaba mi pregunta, y guardó silencio tanto tiempo que creí adivinar la
respuesta.
—Algunos, señor. Literatos, como el padrastro de mi ama Perila.
—¿Qué hay de Silano?
La mujer frunció los finos labios.
—Me preguntaste por los amigos de Julia.
—¿Y?
—Silano frecuentaba la casa, señor. Pero no cuando el ama estaba sola. Sólo
si se encontraba el amo. Eran muy amigos, señor, él y el amo Paulo. Aunque no
venía mucho a cenar. No era esa clase de amistad. Llegaba a horas extrañas.
Habitualmente a media tarde. O por la noche. Era posible que el ama también
estuviera en la sala, pero él quería ver al amo. Se le notaba, señor. Cualquiera
que tuviera ojos podía verlo.
Vaya. Miré de soslayo a Perila.
—Háblale del hombre del anillo —dijo ella.
Harpala se volvió hacia Perila.
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—No, ama. No tenía anillo. De eso se trataba. —Los ojos claros se volvieron
hacia mí—. Él también venía a horas raras, señor. A veces con Silano, a veces
solo.
Se me erizó el vello de la nuca.
—¿Ese tipo tenía nombre, Harpala?
—Yo no lo sabía, señor. Sólo lo vi una vez, y... —su mano bosquejó una
capucha o un manto— tenía la cabeza cubierta.
—¿Qué es eso del anillo?
—No llevaba anillo, señor. Al menos... —Extendió la mano huesuda y se
señaló el meñique—. Tenía la marca, pero faltaba el anillo.
—Tal vez lo hubiera mandado reparar.
—No, nunca llevaba anillo. Así me lo dijo Davo.
—¿Davo?
—El portero, señor. Él hacía pasar al caballero, desde luego. Él tampoco
sabía quién era, aunque lo vio una vez.
¡Por Júpiter!
—¿Quieres decir que lo vio? ¿Le vio la cara?
—Sí, señor. Sólo esa vez, al final, cuando se deslizó la capucha del
caballero.
—¿Pero no lo reconoció?
—Él no lo admitió, señor. Pero Davo era así, no se lo contaba a nadie, ni
siquiera a los demás esclavos, si el ama le ordenaba que no lo hiciera.
Vi algo que no debía haber visto y no lo denuncié.
¿Un tipo que se tapaba la cara y visitaba al traidor Paulo a horas extrañas?
¡Mierda! La nuca me picaba como si tuviera pulgas.
—¿Es posible que el padrastro de Perila haya visto a ese hombre en alguna
ocasión, Harpala? ¿Que lo haya visto y reconocido?
Por el rabillo del ojo, vi que Perila me miraba sorprendida. Un tanto para
mi equipo. Obviamente ella no había pensado en esa posibilidad.
—Quizá, señor. Davo también debe saber eso.
—¿Quieres decir que Davo todavía vive? —Oí el jadeo de Perila: segundo
tanto. Sonaron campanillas celestiales. Júpiter, pensé, si me concedes esto...
—Sí, señor. Davo vive. Claro que sí.
Me recliné en la silla. Tenía ganas de abrazar a la anciana y besarla, pero
eso habría sacado de quicio a Perila.
—¿Y dónde está ahora? ¿Podemos hablar con él?
Los ojos francos dejaron de ser francos; ahora la anciana los clavaba en su
regazo.
—Escapó, señor —dijo—. Después de que arrestaran a mi ama.
—¿Adónde fue? —intervino Perila. La anciana no respondió, y ella
insistió—: ¡Harpala, dinos, por favor! Esto es importante. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé. —La voz de la anciana era casi inaudible, y me imaginé por qué.
Un esclavo fugitivo no recibe muchas consideraciones cuando lo capturan: le
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marcan la cara con un hierro candente y lo mandan a las minas, o un
establecimiento agrícola. De un modo u otro, no sobrevive mucho tiempo, si
tiene suerte—. No puedo decirte dónde está Davo, ama. Ese secreto no me
pertenece. Pero si sólo queréis hablar con él, puedo organizarlo.
Yo no había notado que contenía el aliento. Lo solté.
—Está bien —dije—. Perfecto. En el momento y lugar que él elija. No le
causaré ningún problema, te lo prometo. Más aún, quizá pueda hacerle un par
de favores.
Ella sacudió la cabeza.
—No, señor. Gracias, pero no —dijo con firmeza—. Davo está bien, señor.
Ahora no necesita nada. Le gustaría que exculparan al ama, igual que yo, y si
esto ayuda hablará contigo con gusto. Mi señora Julia era inocente, señor. Se lo
dije, incluso cuando me partieron la pierna para que les dijera otra cosa. —Le
miré el pie deforme. Sí, tenía sentido. El testimonio de una esclava contra su
dueño sólo es válido bajo tortura—. Mi ama no era una cualquiera, señor. Y
tampoco su madre.
Se hizo un gran silencio, tan profundo que oí el murmullo de la fuente en la
piscina ornamental del interior de la casa.
La madre de Julia, la otra Julia, la hija de Augusto, también había sido
exiliada. Y también por adulterio...
—Eh... ¿puedes repetirme eso, Harpala? —Traté de mantener la calma—.
¿Sólo para asegurarme?
Harpala estaba muy serena, como si mencionara el hecho más obvio del
mundo. Quizá lo era, para ella.
—Sí, señor —dijo sonriendo—. Yo fui un regalo para Julia la menor en su
boda, pero antes de eso fui la doncella de su madre. Esa Julia también era
inocente.
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Harpala volvió cojeando a la casa.
—Perila, ¿qué carajo está pasando?
—Dímelo tú. Tú eres el experto. —Parecía un poco irritada, pero noté que
no había puesto reparos a mi lenguaje. Quizá fuera mi mala influencia.
—Sí, desde luego. —Mi copa estaba vacía, así que la llené—. Bien, ¿qué
sabemos? Ante todo, Silano nunca tocó a Julia. Esa historia del adulterio fue una
mentira de cabo a rabo, un pretexto que Augusto usó para encubrir otra cosa.
¿Vale?
—Continúa.
—Pero para que fuera plausible, alguien tenía que cargar con la culpa, y
Silano fue el afortunado ganador... bien porque se prestó voluntariamente, por
cierto precio, bien porque alguien lo presionó. ¿De acuerdo?
—Sí, Corvino. Así parece.
No seré un gigante intelectual, pero sé cuando me toman el pelo, y ese
comentario parecía salido de la parte socarrona de un diálogo socrático. Miré a
Perila con suspicacia. Ni la sombra de una sonrisa. Quizá la muchacha tuviera
su sentido del humor, a pesar de todo.
—Sí, de acuerdo. De un modo u otro —continué—, al margen de la
recompensa que le ofrecieran o la presión que le aplicaran, le prometieron que
saldría bien parado, y así fue. No lo exiliaron formalmente, pero Augusto lo
alentó a emprender un largo viaje por las provincias. Y para salvar las
apariencias, le prohibió proseguir con su carrera política. Eso sería el acabose
para un político ambicioso, pero Silano era un hedonista que no tenía interés en
la política, así que no sufrió grandes desvelos.
—De ese modo, tampoco podía estar en Roma para que le hicieran
preguntas embarazosas.
—Exacto. Y como saldo positivo, a modo de compensación, su primo, que
sí es un político ambicioso, se queda con la hija de Julia, un vínculo familiar con
la familia gobernante, y toda la palanca adicional que lo acompaña.
—¿Aunque Julia quedara deshonrada?
—Aun así. Augusto no era vengativo. Ningún miembro de la familia fue
castigado cuando exiliaron a la madre. Todo lo contrario.
—Pero si Julia la mayor también era inocente, como dijo Harpala...
—Sí, es verdad. —Fruncí el ceño—. Si Harpala está en lo cierto, hay todavía
más chanchullos, pero necesitaremos algo más que la palabra de una esclava.
Necesitaremos pruebas concretas.
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—Si existen.
—No te preocupes. Escarbaré. Hay alguien a quien le puedo hacer
preguntas, un amigo de mi abuelo. Ahora está retirado y vive en las afueras,
cerca de la vía Apia. Déjalo por el momento. Ya tenemos bastantes dolores de
cabeza. —Me serví más vino y lo saboreé—. Bien, si no hubo adulterio, ¿por qué
exiliaron a nuestra dulce Julia? Por lo que dice Harpala, Silano parece más
implicado que Paulo. Y Paulo fue ejecutado por traición, así que es razonable
suponer que los otros dos, Julia y Silano, estaban en la misma tramoya.
—¿Cuál fue el delito de Paulo? ¿Lo sabes?
—Ni idea. Pero obviamente se trataba de una conspiración contra Augusto.
Es otra cosa que debemos averiguar.
—¿Y crees que Julia era cómplice?
—¿Por qué no? Era culpable de algo, sin duda. Si la acusación de adulterio
era un pretexto, la traición es un delito tan bueno como cualquier otro. Digamos
que ella y Paulo operaban como un equipo de marido y mujer, y los pillaron.
Paulo fue ejecutado pero Julia, siendo nieta de Augusto, sólo sufrió el exilio.
—¿Y por qué no los acusaron a ambos de traición? ¿Por qué molestarse con
el adulterio?
—Perila, acabo de decirlo. Julia era la nieta del emperador. ¿Crees que
Augusto estaría dispuesto a admitir que su propia familia intentaba
traicionarlo?
Ella asintió.
—De acuerdo. Quizá tengas razón, Corvino.
—Claro que tengo razón.
—No te pases de listo. ¿Qué hay de Silano? Ni lo has mencionado. ¿Cómo
encaja él?
—También era cómplice de la conspiración, como he dicho. Eso es obvio,
por lo que nos dijo Harpala. Si estoy en lo cierto, fue Silano quien le sopló el
asunto a Augusto. Quizá se acobardó, quizá decidió que el juego había
terminado y que le convenía salvar el pellejo mediante la delación. Cualquiera
de las dos cosas explicaría por qué salió tan bien librado, por qué estaba
dispuesto a admitir la falsa acusación de adulterio, y por qué lo recompensaron
bajo cuerda.
—¿Y el hombre del anillo?
—Ah, claro. —Alcé la copa de vino. ¡Por Júpiter, ese vino era excelente! Mi
cerebro ronroneaba como una de esas máquinas refinadas que los griegos
inventan a veces para dar la hora o contar los votos—. Nuestro cuarto
conspirador. Él obtiene el papel protagónico. ¿Por qué alguien se quitaría el
anillo cuando va de visita?
—¿Porque lo identificaría?
—No sólo eso.
—Un anillo de oro revelaría que era un noble.
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87
Ni más ni menos. Sólo los nobles tenían derecho a usar anillos de oro. Era
una de esas reglas estúpidas que quizá hubiera ideado mi padre.
—Sí, pero alguien que visitara a Paulo no sería estibador en el mercado,
¿verdad? Aun así, hay nobles de sobra. Tiene que ser algo más que cualquier
anillo de oro. —Extendí la mano derecha—. ¿Notas algo?
Como buen aristócrata, yo llevaba un grueso anillo de sello para los
documentos. Perila se reclinó.
—¡Corvino, eso es brillante! El anillo tendría su rúbrica. Y si era conocido, o
pertenecía a una familia muy eminente...
—El sello lo habría delatado aunque se cubriera la cara. Así es. —Sorbí el
vino—. Diez contra veinte a que el cuarto conspirador era un pez gordo.
—Pudo haberse cambiado el anillo. Pudo haber dejado el suyo en casa y
usar otro.
—Claro que sí. Pero no lo hizo. ¿Para qué llegar a tal extremo? ¿A quién le
importa lo que ve un esclavo? Mejor dicho, lo que no ve.
—¿Crees que por eso exiliaron a mi padrastro? ¿Porque vio al hombre y lo
reconoció?
—Es posible. Y si sabía que pasaba algo raro y no lo denunció...
Callé. Perila fruncía el ceño.
—No —dijo—. No, lo siento, pero eso no encaja. Te concedo lo demás, pero
no el exilio de mi padrastro. Augusto no tenía necesidad de ser excesivamente
severo. A fin de cuentas, la conspiración ya había fracasado. Paulo fue
ejecutado, Julia fue exiliada, Silano se fue de Roma. —Agitó la mano—. Fin de
la historia.
Dejé la copa de vino.
—Sí, fin de la historia. ¿Y qué le pasó al tipo del anillo, nuestro cuarto
conspirador? ¿Por qué no fue arrestado junto con los demás?
Perila abrió la boca y la cerró. Nunca la había visto quedarse sin habla. Era
un magno acontecimiento, y se lo debía al cécubo. Quizá convenciera a la vieja
Marcia de darme una vasija de ese vino.
—Te diré lo que le pasó. —Lo estaba disfrutando—. Absolutamente nada.
Se esfumó. Ni ejecución, ni exilio ni un cuerno. Ni siquiera una nota al pie.
—Quizá no lo atraparon.
—Quizá no querían atraparlo.
Perila abrió los ojos.
—¿Por qué no querrían atraparlo?
A veces las mujeres inteligentes pueden ser increíblemente lelas. Pero Perila
no se había criado, como yo, en el turbio mundo de la política. Se lo expliqué.
—Mira, Silano era el soplón del grupo, ¿correcto? Informaba a Augusto.
Ahora bien, si Silano sabía quién era el cuarto hombre (y sin duda lo sabía), el
conspirador no tenía la menor posibilidad de evitar un juicio. Pero no lo
enjuiciaron, y eso significa que las autoridades ya sabían quién era.
—Pero si sabían quién era...
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No le dejé terminar la frase.
—Claro que lo sabían. Porque nuestro cuarto hombre estaba implicado en
la conspiración con su consentimiento extraoficial.
—¿Quieres decir que era agente del emperador?
—Exacto. Era la clásica treta de Augusto. No esperes a que una
conspiración avance, destrúyela desde dentro antes de que se ponga en marcha.
Nuestro cuarto conspirador pudo ser el agente de Augusto desde el principio.
—Entonces no pudo ser el motivo del exilio de mi padrastro.
Eso me detuvo.
—¿Y por qué no?
Esta vez fue Perila quien debió ser paciente.
—Porque mi padrastro dijo que había visto algo y no lo había denunciado.
Si quería decir que sabía quién era el cuarto conspirador, y Augusto ya conocía
el nombre del sujeto, ¿por qué importaría tanto?
—Quizá Augusto se sulfuró porque Ovidio no le dijo nada.
—Pero dijiste que Augusto no era vengativo. Castigar a mi padrastro con el
exilio por algo que pasó por accidente y al cabo no tenía importancia... bien, yo
diría que hay que ser muy vengativo, ¿no crees?
—No olvides que Ovidio no era pariente como los hijos de su hija Julia. Y
Augusto lo detestaba.
—Aun así, es totalmente desproporcionado.
—Es verdad. —Tragué el último sorbo de vino y vacié la jarra en la copa—.
Vale. Quizá hayamos pasado algo por alto.
—Claro que existe otra posibilidad —dijo Perila.
—¿Ah, sí? —Fruncí el ceño. El vino me estaba afectando al fin—, ¿A qué te
refieres?
—Que el cuarto hombre fuera alguien realmente importante. Demasiado
importante como para correr el riesgo de acusarlo.
Me eché a reír.
—¿Tienes a alguien en mente? Tenía que ser un pez muy gordo para estar
por encima de la nieta del emperador.
—¿Qué tal Tiberio? —murmuró Perila—. ¿Sería buen candidato?
La miré apabullado.
—No, Perila. El emperador no. No podría ser el emperador.
—¿Por qué no?
¿Por qué no? ¿Cómo diantres podía tomar semejante idea con tanta calma?
—Porque... —empecé, y no pude seguir.
Mierda. ¿Por qué no? Traté frenéticamente de buscar razones. Ninguna de
ellas me convencía. Peor aún, todo lo que había pasado en los últimos días
cobraba sentido. Si Verruga había sido nuestro cuarto conspirador en los días
en que era un plebeyo no tan humilde, y sabía que yo estaba olisqueando esos
trapos sucios, podías contar mis probabilidades de volver a cumplir años sin
usar ningún dedo.
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—¡Diantre! —exclamé—. ¡Diantre y demontre!
—Tendría sentido, ¿verdad? —dijo jovialmente Perila.
No respondí. No podía. Pero tenía razón, toda la razón. Claro que tenía
sentido. Diez años antes Verruga había sido el general más destacado del
imperio. Sólo Augusto tenía más poder que él, y aunque el viejo aún no lo había
designado, era el único candidato viable para la sucesión. Paulo y Julia lo
habrían acogido en su pequeña conspiración con los brazos abiertos. Tendrían
que darle la púrpura, desde luego, pero no podían pasar por alto esa
oportunidad. Paulo no podría haber obtenido el respaldo que necesitaba para el
puesto de mandamás. Como candidato imperial, él no habría sido convincente,
pero como responsable del ascenso del nuevo emperador quedaría bien
plantado al pie del trono. Los nuevos jefes son gente agradecida...
—Corvino, te hice una pregunta. ¿No crees que tendría sentido?
—¿Eh? —Tragué distraídamente el vino de la copa y cogí la jarra. Estaba
vacía. Bien, quizá ella tuviera razón. Quizá yo bebía demasiado—. Sí, tendría
sentido. ¿Pero valdría la pena para Tiberio? A fin de cuentas, el emperador era
septuagenario. Y Verruga sería el sucesor de un modo u otro.
—Sólo mientras Augusto no tuviera alternativa.
De nuevo en el blanco. Tiberio nunca fue la niña de los ojos de Augusto. Se
había pasado años desplazándose entre bambalinas, ida y vuelta, de
protagonista a actor de reparto. Sólo llegaría a ser emperador porque no había
otro candidato disponible en ese momento. Quizá se había cansado de ser
siempre la segunda opción. Quizá había decidido no esperar más...
—O quizá no quería privarse de nada. —No me di cuenta de que había
hablado en voz alta hasta que noté que Perila me miraba con atención.
—¿Qué has dicho?
El cécubo volvía a obrar su magia.
—Quizá Verruga quería quedarse con todo. Cuando Paulo le declara su
amor, se acuesta de espaldas y abre las piernas. Luego corre a decirle a Augusto
que lo han violado. No puede perder, ¿verdad? Si la conspiración tiene éxito,
Augusto está liquidado y él es el nuevo emperador. Pero si las cosas no salen
bien, puede acudir al emperador y decirle: «Mira, he descubierto una nueva
pandilla de conspiradores. ¿Ves cuán leal soy? Podría haber sido emperador
pero antepuse tus intereses y los de Roma. ¿Qué te parece si me das una
porción más grande del pastel?». A la postre, eso fue lo que sucedió. Quizá no
creyera que el riesgo valía la pena, y menos mientras Silano bailoteaba en los
lados. Así que denunció la conspiración e hizo mutis por el foro.
—¿Y mi padrastro?
—Como decía, Ovidio descubrió que Tiberio estaba implicado. Si lo
hubiera denunciado a Augusto, le habrían dicho que todo estaba bajo control y
le habrían advertido que cerrara el pico. Pero no lo denunció. Se calló la boca.
¿En qué posición quedaba frente al emperador?
Perila se apoyó la barbilla en la mano.
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—Augusto no sabría de qué parte estaba Ovidio —dijo—. De hecho, mi
padrastro daba su respaldo tácito a los conspiradores.
—Correcto. Además, una vez que todo hubiera terminado y Tiberio
hubiera salido indemne, Ovidio sería un estorbo. O un estorbo potencial.
Augusto tenía que asegurarse de que no abriera la boca, ni siquiera por
accidente. El emperador no gozaría de gran popularidad en las calles si se
difundía la noticia de que el segundo hombre de Roma había tratado de
tumbarlo, ¿verdad? Ovidio tenía que desaparecer, y pronto. El mar Negro era
un lugar tan apropiado como cualquiera, a menos que le rebanara el pescuezo.
Y quizá hasta Augusto tuviera conciencia.
—Eso también explicaría otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Por qué Tiberio no lo dejó regresar después del fallecimiento de Augusto.
Asentí.
—Así es. Tienes razón. Todavía podía abrir la boca. Y Tiberio nunca amó la
poesía. Es ante todo un soldado. De hecho...
Me callé. De golpe.
—¿Qué pasa?
—Mierda.
—¡Corvino! ¿Quieres decirme qué pasa? Por favor.
No sabía si quebrarme y sollozar de alivio o aullar de decepción.
—Nuestro cuarto conspirador. No sé quién es, pero no es Tiberio.
—¿Qué dices, Corvino? Nos hemos pasado diez minutos deduciendo...
—No me importa. El cuarto hombre no podía ser Verruga. Él estaba fuera
de Roma en aquel entonces, de campaña en Ilírico.
Silencio.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí. —Me apoyé la cabeza en las manos—. Mi padre era el
gobernador.
—Ah. —Perila guardó silencio un largo rato. Luego dijo—: En tal caso, tu
comentario se justifica.
Alcé la cara.
—¿De qué comentario hablas?
—Mierda.
Una chica sorprendente, Perila.
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1177
Mi padre me esperaba en el atrio cuando regresé a la mañana siguiente. Era una
locura. No nos habíamos hablado en meses y ahora no podía quitármelo de
encima. Era como uno de esos resfriados de invierno que no te puedes curar.
Pensé en preguntarle si Tiberio había regresado a Roma en alguna ocasión
mientras él era gobernador de Ilírico, pero preferí no hacerlo. Habría calado
adónde iba la pregunta y se habría negado a contestar, o habría mentido.
Además, la sola idea de hacer tamaña insinuación sobre Verruga, y que Verruga
lo supiera, me hacía sudar en frío.
—Hola, papá. ¿Qué te trae por aquí esta vez? ¿Se te acabó la crema de
depilar?
Pensé que eso le haría perder los estribos, pero no fue así. Obviamente
había decidido conservar la compostura conmigo.
—Ayer estuve hablando con Cornelio Dolabela, Marco —me dijo.
—¿Ah sí? —Me puse en guardia. Dolabela era pariente de Léntulo, y
Léntulo, como recordaréis, era el que me había dicho lo de Julia. No había
pensado que ese viejo demonio soltaría la lengua, pero evidentemente así era, y
con la persona más improbable que podía imaginar. Dolabela era uno de los
amigotes más íntimos de mi padre. Yo lo había visto un par de veces en
reuniones sociales, aunque con una sola me habría bastado. ¿Habéis visto las
palomas que se pasean por el templo de Cástor picoteando migajas y defecando
en los bonitos y flamantes escalones de mármol de Verruga? Bien, añadid una
túnica y bizquera y tendréis a Dolabela.
—Tenía noticias que podrían interesarte —dijo mi padre—. Su hermano
Décimo necesita un reemplazo para su funcionario de finanzas en Chipre.
Conque Léntulo no me había delatado, a pesar de todo. Volví a respirar.
—Caracoles, papá. Y pensar que aún no había pasado el año. Perdió el que
le habían dado, ¿verdad? Vaya torpeza.
Mi padre no sonrió. Yo no esperaba que sonriera.
—No fue culpa de Décimo, Marco. El joven Rufino se ahogó en un
accidente marítimo frente a Pafos.
—Mierda, lo lamento. —Había conocido bastante bien a Rufino. No era
exactamente un amigo, pero tenía mejores cualidades que algunos de los
personajes que habitaban el mundo de papá—. Lo siento de veras.
—También Décimo. —Nunca sé si lo de mi padre es sarcasmo, humor seco
o mera sangre fría—. Lo cierto es que tu nombre se mencionó para
reemplazarlo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Lo miré boquiabierto.
—No hablas en serio.
Se sentó y se envolvió en los pliegues del manto como si esperase que un
artista servil entrara empujando un carrito con un trozo de mármol del tamaño
de un busto.
—¿Por qué no, hijo? Es hora de que te intereses en tu futuro.
Quizá fuera telepatía. Ojalá no hubiera mencionado el tema cuando
hablaba con Perila. Ahora parecía que toda Roma se empeñaba en que Corvino
sentara cabeza. Cuanto antes elimináramos ese malentendido, mejor.
—Aún no he prestado servicio en una legión, papá. —Los jóvenes de buena
familia suelen pasar un año en el ejército como oficiales de la plana mayor.
Hasta ahora me las había ingeniado para evadirlo. La idea de estar varado en
los quintos infiernos durante doce meses con una pandilla de joviales
camaradas cuya idea de la diversión era cazar jabalíes por la mañana no me
enloquecía de entusiasmo. Al cabo de un mes, me haría masacrar por los
lugareños de puro aburrimiento.
—Sospecho que se podría hacer una excepción —dijo mi padre—. Podrías
postergar tu servicio militar por un año. Existen muchos precedentes.
Esto era serio. Me senté.
—Dices que se mencionó mi nombre. ¿Quién lo mencionó?
Su rostro adoptó una expresión blanda y cauta.
—Ya conoces el sistema, Marco. Estas decisiones dependen de comités, no
de individuos.
—¡A otro perro con ese hueso! —Ahora que me había repuesto de la
sorpresa, comenzaba a pensar en las implicaciones, y apestaban como un barril
de ostras viejas—. Sí, conozco el sistema. Claro que sí. Tú organizaste esto,
¿verdad? Con tu compinche Dolabela.
—¡Claro que no!
La negación no era convincente.
—De acuerdo. Dime quién fue.
La boca de mi padre se cerró como una trampa. No supe qué era peor: que
estuviera mintiendo o que estuviera diciendo la verdad.
Me levanté y caminé hacia la columnata del jardín. Procuré no perder los
estribos. A fin de cuentas, si mi padre había arreglado ese nombramiento, lo
había hecho por lo que él consideraba bondad, y quizá hubiera usado un
valioso favor para conseguirlo. De lo contrario, existía la posibilidad de que aún
me revelara quién había sido. Y me interesaba conocer ese nombre.
—Un puesto de finanzas en Chipre me mantendría fuera de circulación por
un conveniente periodo de dos años, ¿verdad, papá? murmuré.
—No sé si conveniente, Marco, pero dos años representa el periodo de
gestión normal, sí.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
93
—Y no podría surgir en un momento más oportuno. —Yo le daba la
espalda—. Si alguien comete la impertinencia de andar haciendo preguntas
embarazosas...
—¡Por todos los cielos! —La irritación de su voz era inequívocamente
genuina—. Ese disparate no tiene nada que ver con nada. Te están ofreciendo el
más espléndido inicio de una carrera política que un joven puede pedir, y sólo
piensas en...
—¡Exacto! —Me giré hacia él—. Sólo pienso que me despachan a alguna
parte donde no pueda causar daño con la esperanza de que el «disparate»,
como tú le llamas, muera de muerte natural. O quizá muera yo, como el pobre
diablo de Rufino.
—Marco, no seas melodramático.
Pero no me dejaría detener tan fácilmente.
—Mira, papá, no dará resultado. ¿Está claro? ¡Ni lo sueñes! Me quedaré en
Roma, y es definitivo.
—Entonces eres un tonto. —Contundente como una bofetada. Mi padre se
levantó y recogió los pliegues de su manto senatorial sobre el brazo izquierdo,
como si entrara en el tribunal. Tendría que haber visto venir ese discurso. Había
recibido otros similares toda mi vida—. No te pediré que lo decidas de
inmediato, Marco. No sería justo, ya que te lo he revelado de improviso. Pero
quiero que reflexiones sobre esto. No tiene nada que ver con esa estupidez
tuya... Ya conoces mi opinión sobre ello y no la repetiré, pero es una estupidez,
ni más ni menos. Lo cierto es que te ofrecen un puesto por el que cualquier
joven de tu edad daría los dientes. Si lo rechazas sin motivo, los demás no se
olvidarán. Y cuando te dignes asumir tus responsabilidades, descubrirás que no
están dispuestos a molestarse por ti. —Quitó un pelo de la ancha orla purpúrea
del manto—. Luego veré a Dolabela y le diré que aún no he podido hablar
contigo. Mañana comienza el Festival de Primavera, así que todo estará cerrado
varios días. Eso te dará tiempo de sobra para dedicar a este ofrecimiento algo
más que un pensamiento fugaz. Quizá tengas la gentileza de comunicarme tu
decisión definitiva cuando haya terminado la fiesta.
Por la tensión de los músculos de la boca y la sequedad con que había dicho
las últimas frases, supe que estaba furioso. Sinceramente furioso. Mi padre era
un político de políticos, y no podía entender ni perdonar que alguien rechazara
una carrera política.
—Mira, papá —dije mientras lo seguía a la puerta—. Lo siento, sé que
tienes buenas intenciones. Sé que habrás hecho un gran esfuerzo para
mantenerme en buenos términos con las autoridades. —Estaba seguro de que
esto era cierto. Cuanto menos, le preocupaba el buen nombre de la familia—.
Pero no me gusta que me manipulen, y no me gusta...
Se detuvo y se giró para encararme. Si antes estaba irritado, ahora estaba
colérico.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
94
—¡No te gusta! —rugió—. Es lo que dices siempre, Marco. Si dejaras de
pensar en ti mismo, para variar, en vez de ser tan quisquilloso con tus
preferencias, serías una persona mejor y más agradable y un miembro más útil
de la sociedad. Ahora tengo trabajo que hacer y esta mañana ya te he dedicado
más tiempo del que merece tu egolatría. Dime lo que decidas sobre Chipre al
final del festival. Siempre que puedas perder unos instantes de tu valioso
tiempo para tomar una decisión tan insignificante, desde luego.
Y antes de que pudiera responderle, había salido como una tromba,
arrancando la puerta de las manos del esclavo para cerrarla con estrépito.
Cuando él se fue, me puse a reflexionar. Papá tenía razón en cuanto a lo de
Chipre, desde luego. Siempre tenía razón en lo concerniente a las cuestiones
prácticas de política. Si yo rechazaba ese puesto, mi nombre quedaría señalado
con una marca negra que tardaría mucho tiempo en lavarse. La provincia
senatorial de Chipre y Creta no era de las más prestigiosas, y desde luego que
no tenía el peso social de un gigante imperial como Egipto; no obstante, el
puesto de oficial de finanzas allí superaba todo lo que yo podía esperar a mi
edad, y desdeñar el ofrecimiento sería como patearle los dientes al Senado. No
podías hacer eso y aspirar a una vida política. Si tenía alguna esperanza de una
carrera futura en la política (¿y qué otra carrera había para alguien como yo?),
tendría que aceptar. Si era un soborno —y sin duda lo era—, no podía quejarme
de que me hubieran subestimado.
Después estaba lo que mi padre había dicho sobre mi egolatría. Eso
también era cierto. Yo tenía la franqueza de admitirlo ante mí mismo. Y me
había dolido mucho más de lo que podía herirme cualquier otro comentario de
mi padre. Quizá no pudiera hacer mucho para cambiar mi forma de ser. En el
fondo, todos los caballeros romanos de la aristocracia somos cabrones egoístas y
ególatras. Siempre lo hemos sido, y siempre lo seremos. Es nuestra debilidad y
nuestra fuerza, es lo que engrandeció y corrompió a Roma. Aunque juguemos a
la democracia, es sólo un medio cuestionable con miras a un fin egoísta. Se nos
inculca el egoísmo desde la cuna: la necesidad de moldear el mundo a nuestro
gusto, de adaptarlo a nuestros requerimientos.
El problema es que el mundo ha cambiado y hemos tenido que cambiar con
él, nos plazca o no. Hace cien años no había problema. Éramos el estado, y el
servicio al estado nos resultaba natural porque nos servíamos a nosotros
mismos. Ahora el estado, o lo que importa de él, nos ha sido arrebatado. Somos
como caballos purasangre obligados a trabajar en la noria, dando vueltas en el
mismo círculo incesante. Sí, ya sé. ¿Para qué sirve un purasangre, salvo para
correr contra otros purasangres e impresionar a los patanes? El grano es una
necesidad, y no se muele solo. Así que el estado moderno nos obliga a ser útiles.
Sólo que espera que nos portemos como mulas o bueyes, y que no nos moleste
el yugo. Eso me resulta difícil de tragar.
Claro que era ególatra. Era egoísta. Era terco. Era todo lo que mi padre
pensaba que era. Pero estas cualidades estaban injertadas en mis huesos y
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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también tenían su aspecto positivo. Determinación, ante todo. Nunca había
dejado un asunto pendiente en mi vida, y no pensaba empezar ahora. Aunque
saliera lastimado.
Ése era el problema. Esta vez no era sólo yo. También estaba Perila. Si yo
rechazaba el puesto de Chipre, sería una declaración de guerra. Compromiso
total. Y sabiendo a qué me enfrentaba, ¿tenía derecho a poner en peligro a Perila
también?
Tenía que pensar en ello.
Y todavía estaba pensando, con muy pocos resultados, cuando Batilo me
trajo un mensaje de Perila. Constaba de dos partes: en la primera me
preguntaba si estaba libre para cenar la velada siguiente (vaya si lo estaba,
habría cancelado una lección de dados del mismísimo Hermes por eso), y la
segunda me decía que Harpala había concertado una reunión con Davo, el ex
esclavo de Julia. Me esperaría en el almacén de Paquio, en el Velabro, al
mediodía del último día del festival.
Había leído el mensaje e iba a despedir a Batilo cuando me acordé de algo.
—Batilo, tú estuviste en Ilírico con mi padre, ¿verdad?
—Sí, amo. Yo era el criado del general. —Batilo está orgulloso de lo que él
llama su experiencia militar—. Yo y Nicanor, que todavía está con él.
—¿Recuerdas si Tiberio regresó a Roma en alguna ocasión, durante esa
etapa?
Ni siquiera se detuvo a pensar, lo cual, en Batilo, hace que cualquier
declaración suya sea digna del oráculo de Delfos.
—No, amo. No hasta el invierno anterior a la última campaña, cuando dejó
a Emilio Lépido a cargo.
En esa época Ovidio ya había partido para Tomi, o ya había llegado allá.
Demasiado tarde, en cualquier caso.
—¿Estás seguro? ¿Estás cien por ciento soberanamente seguro, tanto como
para jurarlo por la tumba de tu abuela? —Mejor no dejar margen para la duda.
—Sí, amo.
—Mierda.
—En efecto, amo —dijo Batilo sin inmutarse—. ¿Eso es todo, amo?
En fin, como decía, no me molestaba olvidarme de esa teoría. Pero había
sido muy tentadora mientras duró.
—Sí. No... Tráeme una jarra de setino. Grande, del mejor que tengamos.
Prefiero perecer feliz. Y después, quiero que le lleves un recado a mi padre.
Me había decidido. Ovidio era mi problema y no podía olvidarlo sin más.
Perila lo entendería: ella también era una aristócrata hecha y derecha, a su dulce
manera. Y yo sabía que si escogía Chipre nunca tendría las agallas para verla de
nuevo.
Cuando Batilo me trajo el vino, dediqué la primera copa a Belona, la diosa
guerrera. Tengo debilidad por esa zorra sanguinaria. Es romana hasta la
David Wishart Las cenizas de Ovidio
96
médula, una marginal sin sacerdotes ni festivales propios, y no hay mejor
deidad a quien acudir cuando declaras una guerra a muerte.
Seré un cabrón egoísta y ególatra, pero soy animoso. No me doy por
vencido. Y no abandono a mis amigos.
Varo a sí mismo
Los exploradores que Vela despachó por orden mía regresaron esta mañana,
junto con un desertor querusco capturado, más que dispuesto a presentarnos
«pruebas» de las intenciones de Arminio. Sin embargo, la reunión de la plana
mayor que siguió a su regreso distó de ser sencilla. Aunque desde nuestra
conversación yo había previsto —temido— cierta resistencia por parte de Vela,
su oposición rayaba en el motín, un detalle que me causa desazón.
Éramos cuatro alrededor de la mesa: Vela, Egio, Ceonio y yo, dos de los
cuales (Ceonio y yo, por si lo habéis olvidado) conocían la verdad del asunto.
Yo esperaba que el número no hubiera subido a tres.
—Bien, caballeros —comencé—. Tenemos la confirmación. Los queruscos
se están armando. ¿Cuál será nuestra reacción?
—No es una confirmación, general —murmuró Vela—. No podemos
considerar confirmación la palabra de un solo desertor.
—Es suficiente para mí —gruñó Ceonio.
—Y para mí. —Ése, infaliblemente, era el aguerrido Egio.
—¿Qué quieres que haga, Vela? —Extendí las manos en un gesto de
impotente resignación—. ¿No prestar atención a Arminio? ¿Pasar de largo
desviando los ojos como una tímida virgen y dejar que reúna fuerzas durante
un invierno entero?
—Una tontería —aprobó Ceonio. También Egio, quien sin duda ya estaba
pensando en las intrépidas proezas que realizaría—. Aplástalo, general —
añadió, en la medida en que se lo permitía el apretón de sus mandíbulas
viriles—. Aplástalo ahora, y cuando lo hayas aplastado, aplástalo de nuevo. Es
lo único que entienden estos bárbaros.
Vela miraba a uno y a otro. Había terquedad en su cara de gachas.
—Con todo respeto, general —me dijo (pero no había respeto en su voz)—,
nos advirtieron de que esto podía ocurrir antes de salir del Weser. Segestes...
—Que se pudra Segestes —dijo Ceonio—. Lo que nos diga ese germano
traicionero no vale un pedo húmedo.
¡Epa! La grosería era deliberada: Ceonio es astuto y sabe cómo encauzar
una discusión hacia un terreno más seguro. Vela, que para ser soldado
profesional es increíblemente remilgado, se sonrojó de inmediato.
—Segestes —tartamudeó— es un amigo de Roma. No tiene tiempo para las
conspiraciones de su yerno. Si Segestes consideraba importante advertirnos de
que Arminio planeaba una traición, entonces...
David Wishart Las cenizas de Ovidio
97
—Al cuerno con Segestes. —Ceonio miró de soslayo a Egio—. Estos
germanos son todos iguales, Vela. Ya lo sabes. Tal vez nos dijo eso para que
tomáramos esa decisión timorata que tanto parece agradarte.
El aguerrido Egio saltó como un pez cazando un insecto.
—Estoy de acuerdo. Contamos con fuerzas cinco veces superiores a las que
Arminio podría reunir contra nosotros, y cien veces mejor entrenadas y
disciplinadas. Si pasas esto por alto, general, seremos el hazmerreír del ejército
desde aquí hasta la frontera oriental. Y con toda justicia.
—No obstante —dije, mirando a Vela—, significaría una marcha por
territorio desconocido. Y la temporada de campañas está a punto de concluir.
—¿Acaso somos críos que tienen miedo de la oscuridad y la humedad?
―Egio el orador ama las frases certeras—. ¿Druso César habría vacilado? ¿O el
general Tiberio?
—Tiberio vacilaría, claro que sí. —Vela no cejaba. —Tiberio es un soldado.
Y no hay que ser un crío para tener miedo del Teutoburgo, y menos en invierno.
Contemporicé, de nuevo con Roma en mente. Debo dar por sentado que
Vela no sabe nada, y seguir construyendo mi futura defensa con la esperanza de
que mi credibilidad ya no esté destruida.
—Vela tiene cierta razón, caballeros —declaré—. Debemos sopesar con
prudencia nuestras responsabilidades. Pensemos. La temporada de campaña ha
concluido. Estamos llevando a nuestros hombres a cuarteles de invierno. Si
queremos investigar este asunto, significaría una marcha extenuante en una
época desfavorable, a través de un territorio dificultoso y potencialmente hostil.
Debemos preguntarnos si una decisión tan drástica y peligrosa se justifica.
—¡Sí! —exclamó Egio.
—¡No! —exclamó Vela.
Ambas respuestas fueron inmediatas y tajantes. Me volví hacia Ceonio
enarcando las cejas, que era la señal que mi despreciable aliado y yo habíamos
convenido para este discurso preparado.
—¿Qué diría el emperador, general —dijo lentamente—, qué diría Roma,
de un comandante que antepuso su comodidad y la de sus tropas a la
seguridad e integridad de las fronteras del imperio?
Asentí, y también Egio.
—Una buena síntesis —dije gravemente—. Caballeros, no tenemos opción.
La amenaza existe y, a pesar del indudable peligro, tenemos el deber —enfaticé
la palabra—, como soldados leales a Roma, de no pasarlo por alto.
Como ejemplo de actuación al austero estilo romano antiguo, me
congratulo de que fuera perfecto. Egio apretaba los labios, y juro que vi una
lágrima viril reluciendo en los ojos del joven guerrero.
—No obstante —hice una pausa hasta asegurarme de contar con la atención
de todos, principalmente la de Vela, pues esto sería importante—, no me
propongo, caballeros, buscar la muerte o la gloria en un acto de vanidoso
heroísmo. —Posé los ojos en Egio—. Investigaremos, pero no sin prudencia.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Tengo muy presentes las dificultades y los peligros. Abordaremos el asunto tal
como viene y tomaremos las decisiones en consecuencia.
—¿Pero giramos hacia el este? —Egio, desde luego.
—Giramos hacia el este —respondí con voz magistral.
Vela me clavó los ojos, agitando las manos espasmódicamente. Dio media
vuelta y se largó de la tienda sin decir palabra.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
99
1188
Tengo mucho tiempo para Floralia. Durante seis días la roñosa ciudad estalla en
colores como un viejo roble cubriéndose de hojas en primavera. Hay flores y
guirnaldas por doquier, incluso en la plataforma de los oradores del foro y en
los ojos muertos y vacíos de las ventanas de los inquilinatos. Muchachas,
también. Júpiter sabrá de dónde vienen, pero por algún motivo en el Festival de
Primavera hay más, y más guapas, que en cualquier otra época. Y no hablo de
rameras, aunque las hay en abundancia. La gente es más cordial. Te sonríen, te
sonríen de veras, y no es infrecuente encontrar en pleno día a alguien que está
más ebrio que tú. Ebrio y feliz, no armando camorra; Flora es una diosa
civilizada, y sería una grata compañera de juerga. Hasta algunos amigotes de
mi padre se sacan el atizador del trasero y se relajan durante Floralia. Algunos.
Y no del todo. Flora será una diosa, pero hasta ella tiene sus límites.
Fui a visitar a Perila temprano, ávido y alerta y (más pertinente) bien
rasurado, usando mi mejor manto y mis sandalias de fiesta. Calías me condujo a
la sala de estar.
Por su aspecto, Perila acababa de levantarse. Hermosa como de costumbre,
pero irritable como el demonio.
—Feliz Floralia. —Le di el ramillete de flores que había mandado coger a
Batilo. Aparte de sus demás virtudes, el pequeñín sabe preparar una guirnalda.
No quedó tan impresionada como yo esperaba.
—Creo que dije cena, Corvino.
—Bien, quizá haya llegado un poco temprano, pero aun así...
—Mira, tengo varias cosas urgentes que hacer antes de pensar siquiera en el
desayuno. Despertarme, por ejemplo. Así que si me excusas...
—¡Por favor, Perila! —No me rendiría tan fácilmente—. ¡Es Floralia! Vamos
a alguna parte.
Me miró como si le hubiera sugerido que nos revolcáramos en la escalinata
del Capitolio.
—Corvino —dijo lentamente—, soy una mujer casada. Sólo una
formalidad, lo concedo, pero aun así estoy casada. Las matronas respetables no
salen a pasear con jóvenes solteros.
—Es un hermoso día.
—El tiempo no tiene nada que ver.
—Literas separadas.
—¿Adónde? Corvino, si estás pensando en una pantomima...
David Wishart Las cenizas de Ovidio
100
—Nada de pantomimas —me apresuré a decir. Las pantomimas son
tradicionales en Floralia. Sólo en Floralia, comprensiblemente. ¿Qué otra
patrona salvo Flora permitiría que los actores aparezcan con la cara al aire? Y no
sólo los actores, sino las actrices. Y no sólo la cara...—. Nada de pantomimas,
Perila. Te lo juro solemnemente.
Hablaba en serio. No era tan insensato como para llevar a Perila a una
pantomima. Era capaz de levantarse a la primera broma procaz y exigir una
disculpa pública al productor. Y para colmo la obtendría.
—¿Qué tenías en mente? —dijo al cabo de una pausa.
—Sólo una caminata. Pensé que sería agradable ir a los Jardines de Salustio.
—Los Jardines de Salustio están al norte, más allá de la vieja Muralla Serviana,
y son uno de los parques públicos más hermosos de Roma—. Vamos, Perila.
Sólo esta vez.
—¿Literas separadas? —Noté que estaba cediendo.
—Sí. Llevadas por eunucos octogenarios equipados con anteojeras. Tienes
mi palabra.
—¿Sólo un paseo por los Jardines de Salustio? ¿Estás seguro?
—El otro día vi allí a la vestal máxima. Va regularmente, sólo por la
edificación moral.
Perila sonreía. Sonreía de veras. Supe que había ganado e hice un gran
esfuerzo para no pavonearme.
—De acuerdo, Corvino. Dame un rato para arreglarme el cabello. —Su
cabello no tenía ningún problema, pero no quise discutir—. Siéntate y le diré a
Calías que te traiga vino. No es demasiado temprano para ti, ¿verdad?
—Por esta vez —dije—, haré una excepción.
Lo de los eunucos octogenarios era una broma, pero a Perila no parecía
molestarle mientras observáramos otras normas de decoro. Los cuatro Amigos
Entrañables también vinieron. No toleraría que me aporrearan en un festivo, y
si estaba Perila no quería correr riesgos. Caminaban junto a las literas, dos a
cada lado, exhibiendo los pectorales y ladrando palabrotas galas a cualquier
peatón que nos prestara la menor atención. La mayoría se desviaba para
eludirnos. Era comprensible.
Nos frenaron las multitudes que iban a mirar la procesión oficial de la
diosa. Tendría que haber pensado en ello (el templo de Flora está cerca de la
Puerta Quirinal) pero era demasiado tarde para remediarlo. Al menos, con la
fuerza combinada de los porteadores y de mis cuatro galos, logramos mantener
las literas lado a lado, así que pudimos conversar en medio del movedizo
gentío.
La muchedumbre fascinaba a Perila; claro que la pobre chica no salía
demasiado.
—¿Por qué hay tantas mujeres, Corvino? —preguntó en un momento—. ¿Y
vestidas de esa manera?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
101
Se refería a las prostitutas, desde luego. Muchas se reúnen en los aledaños
del templo, y al parecer avanzábamos en medio de una cincuentena, lo cual me
ponía nervioso porque se acercaba demasiado a una de mis fantasías favoritas.
Y algunas muchachas eran adorables. Si Perila no hubiera estado allí, habría
detenido la litera y habría subido un par a bordo. Dadas las circunstancias,
observé mi mejor conducta.
Se lo expliqué. Se escandalizó.
—¿Qué, todas ellas? ¿Todas son prostitutas?
—Sí. Bien, todas las mujeres con túnica de hombre y maquillaje al menos.
—Me alegró no ver hombres vestidos de mujer en la multitud, porque no tenía
ganas de explicarle a Perila qué eran.
—Pero no puede haber trabajo para todas estas muchachas. ¿Cómo se
ganan el sustento?
Me mordí la lengua. Júpiter, pensé, acompáñame en la hora de mi
adversidad.
—No todas son chicas de ciudad, Perila. Flora es la patrona de las
prostitutas. Vienen a Roma de todas partes en el Festival de Primavera.
—Deben de ser muy religiosas —observó Perila solemnemente mientras yo
trataba de no reírme. Una de las más despampanantes (para mi horror, la
reconocí) franqueó las líneas gálicas, me plantó un beso en el pómulo izquierdo
y me caló una flor detrás de la oreja.
—¡Ah, qué detalle! —Perila le sonrió. Por suerte no había visto lo que hacía
la muchacha con la mano izquierda—. ¡Qué gesto encantador! ¡Corvino, te estás
sonrojando!
Logré arrojarle una pieza de plata a la muchacha cuando Perila no miraba.
La atajó diestramente, me sopló otro beso y desapareció en la multitud.
La buena conducta está muy bien, pero yo debía cuidar mi reputación.
Llegamos a los Jardines de Salustio sin más tropiezos. Dejé las literas en la
puerta y les dije a los Amigos Entrañables que nos siguieran discretamente y
estuvieran alerta por si los necesitaba. («¿Entendéis qué significa
'discretamente', muchachos?» «Sí, jefe. Con disimulo. Ningún problema»). Fue
bastante difícil. Media Roma había tenido la misma idea que yo y los jardines
estaban abarrotados. Caminamos tranquilamente entre las hileras de plátanos,
hacia la estatua de Fauno.
El lugar olía a primavera y a las semillas de melón tostadas de los carros de
los buhoneros.
—¿Puedes creer que nunca estuve aquí? —Perila miraba en torno con
interés—. Sí en los otros parques, pero no en éste. Recuerdo que mi padrastro
nos llevó al Pinciano cuando yo tenía doce años. Debía de ser Floralia, también.
El año en que lo desterraron.
Hoy no tenía la menor gana de hablar de Ovidio. Era un festivo, después de
todo. Cambié de tema.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—El viejo Salustio era un hipócrita. Mi abuelo lo conoció. Gastó una fortuna
en este lugar cuando era el dueño, y luego tuvo el descaro de sentarse aquí para
escribir sobre la degeneración de los romanos modernos.
—Pero debes conceder que es hermoso. —Perila sonrió—. Sin duda el gasto
valió la pena.
—Cuéntaselo a las provincias que el viejo esquilmó para obtener el dinero.
Perila me miró de soslayo.
—Corvino, a veces no te entiendo. Vienes de una de las mejores familias de
Roma, pero no actúas como un aristócrata. Por lo menos, como ningún
aristócrata que conozca. ¿De qué lado estás?
—No estoy del lado de nadie. —Arranqué una larga brizna de hierba de un
lado del camino y la mastiqué—. Porque nadie está de mi lado. ¿Me entiendes?
—No, no te entiendo.
—No importa. Cambiemos de tema, Perila. El Festival de Primavera no es
ocasión para hablar en serio.
—No, de veras. Me interesa.
Arrojé la brizna de hierba.
—De acuerdo. Es tu decisión. Fíjate en mi padre, por ejemplo. Buen orador
público. Cónsul a los treinta y tres. General exitoso... bien, bastante exitoso,
aunque no era ningún portento. Pertenece al comité que cuida los libros
proféticos. Es íntimo del emperador. Y uno de los reptiles más grandes que
encontrarás fuera de la Historia natural de Aristóteles.
—¿Y?
Me detuve y la miré azorado.
—¿No ves nada de malo en ello?
—Creo que eres un poco duro con él. Parece haberse desempeñado
bastante bien.
—Se ha desempeñado bien al decirle las palabras indicadas a la gente
indicada.
—¿Preferirías que dijera las cosas erradas a la gente errada?
—¡Vamos, Perila! Sabes que no me refiero a eso.
—¿O las cosas indicadas a la gente errada? ¿O las cosas erradas a la gente
indicada? ¿O...?
Sonreí contra mi voluntad y seguí caminando.
—Vale, acepto tu observación. Debí expresarlo de otra manera.
—¿No piensas que quizá él crea que son las cosas indicadas y la gente
indicada?
Empezaba a fastidiarme, y no quería reñir. Y menos ese día.
—¿Podemos cambiar de tema? Por favor. Es Floralia, y es un día demasiado
bonito para hablar de mi padre, y no debí mencionar a ese cabrón. ¿Vale?
—Muy bien. —Seguimos caminando en silencio y doblamos la esquina del
seto de boj—. ¡Corvino, mira los narcisos! ¿No están hermosos?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Delante de nosotros la hierba era una masa blanca y amarilla. Era bastante
impresionante, tenía que admitirlo, aunque las flores ya no estaban en su mejor
momento.
—Tenías razón. Fue buena idea venir. —Perila había abandonado el
sendero y caminaba por la hierba hacia el manto de pétalos. Por un instante el
verdor vivido de la hierba, las flores amarillas y blancas y el manto celeste se
combinaron en una imagen que parecía salida del muestrario de un pintor de
murales: Flora, diosa rubia de la primavera y la floración, caminando en los
prados de un mundo primigenio, la cabeza ladeada para mirar a sus espaldas,
apretándose una flor contra la mejilla, la otra tendida para llamar a quien le
seguía...
—¡Ven, Corvino!
La imagen se disolvió. No tengo esas fantasías poéticas con frecuencia, pero
quizá me esté perdiendo algo. La alcancé y le cogí la mano tendida.
Ninguno de los dos supo cómo sucedió. Quizá Flora tuvo algo que ver. Sin
duda lo habría aprobado. Habíamos perdido a los galos, o ellos nos habían
perdido a nosotros, por tacto o por estupidez monumental. (No hay premios
por adivinar la respuesta. Esos tipos no habrían reunido una onza de tacto entre
todos aunque hubieran sudado un mes.) Habíamos dejado el sendero, desde
luego, y nos habíamos internado en lo que ciertos poetas llamarían un antro
silvestre, que me sonaba bastante repulsivo. Ya los conocéis: paisaje agreste
escrupulosamente podado, arroyo cantarín cubierto de helechos, una estatua
tosca (delicadamente tosca) del Pan rústico. Rincones y recovecos...
Recuerdo especialmente los rincones y recovecos, o al menos uno de ellos.
Fuera rincón o recoveco, el verdadero milagro era que estuviera vacío. Lo que
no recuerdo es si yo la besé primero o ella me besó a mí. En todo caso, la
cuestión pronto fue puramente teórica. Al margen de quién empezara, besar a
Perila fue como ser golpeado en la cabeza por un arco de triunfo y luego
ahogado en pétalos de rosa. Al cabo de un par de siglos emergí para tomar aire.
A partir de entonces, la conversación fue uno por ciento monosilábica y noventa
y nueve por ciento táctil.
—Corvino, creo que no deberíamos...
—Sólo déjame...
—Tengo una raíz de árbol en la espalda. ¿Crees que podríamos...?
—¿Así está mejor?
—Mmmm. —Larga pausa—. ¡Mmmm! —(Pausa más larga y más enfática
de ambas partes)—. ¡Mmmmmm!
Estábamos tomándole el ritmo cuando ella se incorporó.
—Ésta no es buena idea —dijo.
La empujé hacia abajo. Se incorporó de nuevo.
—No me molesta que me seduzcas, Corvino, pero no estoy dispuesta a
estropear una excelente capa. Detente de una vez.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Más fácil decirlo que hacerlo. Hay cosas que no se pueden detener. Hay
que dejarles seguir su curso...
Me dio un tortazo en la mandíbula. Con el puño. Fuerte.
Cuando los Jardines de Salustio volvieron a ensamblarse a partir de la
lluvia de relámpagos titilantes en que se habían convertido de golpe, alcé los
ojos y vi a Perila inclinada sobre mí. Increíblemente, estaba llorando.
—Lo lamento, Marco —dijo—. ¿Te encuentras bien?
Una pregunta tonta, dadas las circunstancias. En vez de responder, traté de
mover la mandíbula. Por suerte no me la había roto, y no veía dientes
desparramados. Pero mis ojos aún no funcionaban muy bien, así que quizá no
hubiera visto algunos.
Perila me besó; un beso dulce y suave, las pestañas húmedas contra mi
cara. Luego se levantó.
—Será mejor que regresemos.
—¿Literas separadas?
Ella sonrió, bajó los ojos y negó con la cabeza.
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1199
No cenamos. En cambio hicimos el amor. Ella gritó cuando la penetré, y quedé
tan sorprendido que me eché hacia atrás; pero ella me estrechó y terminamos.
Sólo cuando nuestros corazones se aplacaron y hablamos durante la pausa
comprendí que había sido un grito de dolor y que Perila había sido virgen.
—Nunca dejé que me tocara —susurró, humedeciéndome el hombro con
sus lágrimas—. Ni siquiera la primera noche. Y menos sabiendo lo que yo sabía,
para qué me quería. —Le besé los ojos, sin decir nada, y mis labios probaron
sal—. Como ves, Marco, al cabo no obtuvo nada, sólo odio.
—¿Por qué no se divorció de ti?
—Orgullo, tal vez. Quizá esperanza. Codicia, sin duda. Si mi madre moría
o era declarada demente, yo heredaría la propiedad, y él era mi esposo. Tenía
ciertos derechos.
Algo me cosquilleó en el fondo de la mente. Traté de aprehenderlo pero se
me escabulló.
—¿No puedes divorciarte?
—Podría. Ahora. —Sentí su sonrisa contra la piel, el contacto de sus
labios—. ¿Quieres que lo haga?
Tragué saliva.
—Sí.
—De acuerdo. Entonces lo haré. Antes no había motivos, y él es amigo del
emperador.
—No del emperador. Es amigo de Germánico, no de Tiberio.
—Germánico es hijo del emperador.
—Adoptivo, no natural. Hay una diferencia. —El cosquilleo mental había
vuelto. Había algo... Yo estaba cerca, muy cerca. Como si mirase un tramo
arruinado de suelo de mosaicos y tuviera todas las piezas faltantes en las
manos. Sólo se trataba de ver dónde encajaba cada una.
—¿Marco?
—¿Si?
—¿En qué estás pensando?
—Nada. Nada importante.
Se movió debajo de mí. Todavía estábamos entrelazados. Sentí que me
endurecía mientras ella volvía a guiarme hacia la húmeda calidez de su
entrepierna. Esta vez lo hicimos más despacio, como si cada uno adaptara su
ritmo al del otro. Sus dientecillos afilados me mordieron el hombro una vez, y
luego movió la cabeza de un lado a otro mientras lanzaba pequeños maullidos
David Wishart Las cenizas de Ovidio
106
como un gatito ciego. Esta vez ella se corrió primero, en un espasmo súbito y
convulsivo, tensando el cuerpo, estrujándome la espalda con los brazos y las
caderas con los muslos.
Cuando me corrí yo, nos quedamos quietos. Luego rodé a un lado y
acomodé su cabeza en el hueco de mi hombro. Su cabello olía a miel cuando
sepulté la cara en él.
—Aprendes rápidamente, para ser una principiante —dije.
—Mejoraré con la práctica.
La besé.
—Bien.
Ella sonrió y se acurrucó. Me quedé quieto largo rato, mirando los paneles
taraceados que había encima de la cama.
—¿Harías algo por mí, Marco? —dijo al fin.
—Sí.
—¿Sin peros ni condiciones?
—Sin peros ni condiciones. Aunque si quieres una repetición, tendrás que
aguardar.
Esta vez no sonrió.
—De acuerdo, ¿de qué se trata? ¿Una primera edición de Homero? ¿El
mejor collar de Cleopatra? ¿Un forúnculo de Verruga incrustado en cristal de
roca? Pídelo y lo tendrás.
—Haz las paces con tu padre.
Eso sí que no me lo esperaba. Me apoyé en un codo y la miré fijamente. Ella
estaba muy seria.
—No digo que tenga que agradarte —dijo—. Y menos que seas como él. No
podrías aunque quisieras. Pero acepta que también él es una persona, con tanto
derecho a sus opiniones como tú. Sois personas distintas, pero eso no significa
que debáis ser enemigos.
Recordé la conversación que había entablado con mi padre días antes.
Personas distintas...
—No es tan fácil, Perila.
—¿Por qué no? ¿Qué es lo difícil?
—Es... lo que él le hizo a mi madre.
Ella esperó, sin preguntas ni comentarios. Me costaba respirar. Nunca le
había dicho esto a nadie y las palabras no me salían con facilidad.
—Sucedió hace tres años. Mi madre estaba encinta; un embarazo tardío.
Nadie lo esperaba, y nadie pensaba que llegaría a dar a luz. Hacía tiempo que
mis padres hablaban de separarse, antes de que mi madre se enterase; pero el
embarazo no cambió las cosas. Papá quería un divorcio, y lo consiguió.
—¿Por qué?
—Era un matrimonio político, desde luego. No como el tuyo, no por dinero.
Nuestra clase no se casa por dinero, no se considera decoroso. —La palabra
sabía agria en mi lengua—. Ahora bien, los contactos familiares son otra cosa.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
107
Eso es respetable. Entonces mi madre tenía catorce años y su padre era sobrino
de Agripa. El matrimonio permitió que mi padre estrechara relaciones con las
nuevas familias dominantes, o eso creía él, ya que Agripa era la mano derecha
de Augusto. Pero luego todo salió mal. Un año después de la boda Agripa
murió, Augusto obligó a Tiberio a divorciarse de la hija del viejo y papá
comprendió que su matrimonio era un callejón sin salida. Luego, tras veintisiete
años (¡veintisiete años, Perila!), cuando Tiberio llegó al trono, dio por liquidado
el asunto, se divorció y tomó una nueva esposa. Una con mayor peso político.
Fin del matrimonio, fin de la historia.
Perila se había incorporado. Su cabello se derramaba sobre sus pechos
como oro líquido.
—¿Qué pasó con el niño? —preguntó.
—Nació muerto un mes después. El único hermano que tuve. Y el único
que tendré, sospecho.
—¿Y tu madre?
—Sobrevivió, pero estuvo a punto de morir en el parto. Volvió a casarse el
año pasado. Un senador llamado Prisco. Es buena persona. Su primera esposa
murió de apoplejía.
—¿Ella es feliz?
—Sí, creo que sí. No la veo con frecuencia, pero creo que es feliz.
—Entonces al cabo fue para mejor, ¿verdad? A pesar del embrollo.
No respondí, y ella me besó suavemente y me apoyó la cabeza en el pecho.
—¿Hay tanta diferencia entre tus padres y nosotros, Marco? —murmuró—.
Recuerda que yo también tengo esposo. Tampoco nos llevamos bien. ¿Por qué
el divorcio está mal para tu madre pero bien para mí? ¿O crees que el adulterio
es más «decoroso»?
—Eras virgen. En rigor, no tienes esposo. Y mucho menos hijos.
Ella irguió la cabeza.
—¡No juegues con las palabras, Corvino! ¡Sabes a qué me refiero!
—No juego con las palabras. Rufo no sólo te desagrada, sino que lo odias, y
siempre lo has odiado. Tú misma lo dijiste.
—¿Entonces tu papel es más respetable?
La pregunta me dolió como una picadura de abeja. Nos encaminábamos
hacia nuestra primera riña. Yo lo sabía, pero no podía hacer nada al respecto
porque a pesar de mi furia veía que ella tenía razón. Sentí la tentación de irme
de la cama, vestirme y abandonar su vida para siempre. Sólo por un momento.
Sabía que nunca haría semejante cosa, al margen de lo que ella dijera, al margen
de mi furia. No soy tan ególatra, y tampoco tan cabrón. Además, Perila formaba
parte de mí. No podía abandonarla, así como no podía cortarme el brazo.
Aspiré profundamente y retuve el aliento.
—Lo lamento. Vale, quizá no haya tanta diferencia.
—¿Entonces tratarás de entender a tu padre? ¿De reconciliarte con él? ¡Por
favor, Marco!
David Wishart Las cenizas de Ovidio
108
Guardé silencio largo rato. Pensé en mi padre, en su pomposo modo de
hablar, su hipocresía política y la frialdad con que se había deshecho de mi
madre. Luego evoqué años anteriores, cuando estábamos mucho más cerca.
Pequeñeces. Cómo me había enseñado a nadar cuando yo tenía seis años. El
verano en nuestra villa de las colinas Albanas. Su intento de allanar mi carrera,
aunque apenas nos hablábamos. Sí, en parte lo había hecho por el nombre de la
familia, pero lo cierto era que se había esmerado, según su criterio. Como decía
Perila, si mi madre estaba feliz con la situación, ¿qué importancia tenía? ¿Y
acaso yo no era tan hipócrita como mi padre? No políticamente, sino en lo
concerniente a Perila.
Quizá no fuéramos tan distintos. No, al menos, en las cosas importantes.
—Vale —dije—. Vale. Lo intentaré. No será fácil pero lo intentaré.
Ella me besó la mejilla y se acurrucó contra mí; y cuando volvimos a hacer
el amor, me sentía extrañamente sereno.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
109
2200
Supe desde el principio que era inútil tratar de impedir que Perila me
acompañara a mi cita con Davo, pero tenía que intentarlo.
—¿Sabes cómo es el Velabro? —Estaba tan tenso que no podía sentarme.
Caminaba de un lado a otro por el suelo de mármol del atrio mientras ella,
sentada junto a la piscina, se limaba las uñas con un trozo de piedra pómez.
—Desde luego, Marco —dijo con calma—, no muy agradable, lo sé, pero no
puede ser tan malo como la Suburra.
¡Por Júpiter! ¡Esto me decía la mujer que ni siquiera había estado en los
malditos Jardines de Salustio!
—No estés tan segura. El Velabro tiene sus momentos. No creo que una
gata tuviera muchas probabilidades de entrar y salir intacta. No digamos una
muchacha despampanante como tú.
Exageraba, claro está. El Velabro es la zona portuaria de Roma, el centro de
comercio mayorista que ocupa el terreno bajo que se extiende entre el Palatino y
el Tíber. Aunque no es nada en comparación con la Suburra, la parte que
tendría que atravesar para llegar adonde iba era bastante peligrosa, y es tan
probable encontrar una dama bien nacida en esa parte de la ciudad como hallar
una perla en un retrete. Así que no quería que Perila me acompañara. Ya tenía
bastantes problemas sin tener que oficiar de protector viril.
Perila sonreía.
—Aprecio tu preocupación, Corvino, pero sin duda sabrás brindarme la
seguridad que sea necesaria.
¡Mierda! ¿Esa mujer no me escuchaba? El vapor me salía por las orejas.
—¡Para eso necesitaría una maldita compañía de pretorianos! ¡Y aun así
tendríamos un cincuenta por ciento de bajas!
—Pamplinas. Tú recorres la Suburra despreocupadamente, por lo que me
has dicho. ¿Por qué un viaje al Velabro sería más peligroso?
Conté hasta diez. Luego hasta veinte.
—No has escuchado una sola palabra, ¿verdad? Claro que camino por la
Suburra. Y también puedo caminar con cierta tranquilidad por el Velabro. Pero
no tengo el físico de una Venus de Praxíteles mejorada con pechos que harían
saltar los ojos de un sumo sacerdote octogenario a cuarenta pasos.
No dejó de mover la piedra pómez.
—Ni siquiera un sumo sacerdote puede ver a través de los flancos de una
litera cerrada, Corvino. Y sabes muy bien que mis senos tienen un tamaño
medio. Más pequeños, en todo caso.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Vale, tacha la Venus. Pero también puedes olvidarte de la litera cerrada.
Si llevaras una de esas cosas por el Velabro, sería como exhibir un gran letrero
que dijera «He aquí un ricachón incauto». Atraerías a facinerosos de todas
partes.
Ella frunció el ceño.
—De acuerdo —dijo—. Sin litera. Pero puedo ir disfrazada.
Dejé de caminar. No podía creerlo. Parecía salido de una novela romántica
alejandrina del peor gusto.
—¿De qué, por amor de Dios? ¿De luchador númida? ¿De elefante
amaestrado?
—No seas tonto. Bastará con usar una capa gruesa y una capucha.
Oh Júpiter, recé, tú que guías y guardas la fortuna del estado romano,
fulmíname o dame paciencia.
—Perila, escúchame, por favor. Estos tipos no sabrán leer a Platón en el
original pero no son estúpidos. Si bajas al río vestida como un personaje de
melodrama griego, no darás diez pasos sin que alguien empiece a preguntarse
qué hay debajo del ropaje. Y quizá tenga varios compinches que le ayudarán a
abrir el paquete. ¿Entiendes?
Ella dejó la piedra pómez y se levantó.
—Marco, es inútil. Iré contigo, sin vuelta de hoja. Fui yo quien tuvo la idea
de preguntarle a Harpala, no tú. Y además le di mi palabra de que me
encargaría personalmente de que su amigo no sufriera ningún daño.
Me sentí como se debe de haber sentido Pirro cuando contó sus efectivos
después de la batalla de Benevento y pensó que si eso era una victoria más le
valía dejarlo. Hice un último intento.
—Vale. Entonces pídele que le diga a Davo que hemos cambiado el lugar.
Que sea un sitio respetable. O que él venga aquí, o a mi casa. No hay mucha
más distancia hasta el Palatino, después de todo.
Ella suspiró.
—Davo es un esclavo fugitivo, Marco. No puede acercarse al Palatino ni a
ningún otro distrito de clase alta por su cuenta. Saltaría a la vista. Lo sabes.
—Entonces deja que lo vea a solas. Yo también le di mi palabra a Harpala,
¿recuerdas?
—Ahora andamos en círculos. —Se acercó para besarme—. Harpala fue mi
descubrimiento, Davo es su amigo y en consecuencia es mi responsabilidad.
Además, haces esto por mí y quiero participar, no quedarme sentada en casa
como una púdica matrona. Así que iré contigo y se acabó la discusión. ¿De
acuerdo?
—Nadie podría acusarte de ser una púdica matrona, Perila.
—No cambies de tema.
Sabía reconocer una derrota.
—De acuerdo —dije—. Si quieres, puedes venir, pero sin literas cerradas ni
personajes misteriosos, ¿vale? ¿Cómo piensas ir, pues?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
111
Si esperaba que pasarle la decisión le haría cambiar de parecer, estaba
condenado a perder desde el principio. Ella ya lo tenía solucionado.
—Es fácil —dijo—. Iré vestida de muchacho.
Le clavé los ojos.
—¡Perila, estás loca!
—¿Por qué no? Creo que es una idea maravillosa.
—¿Te has mirado recientemente? Desde la pubertad, digo.
—No veo por qué no sería posible. —Se alzó el hermoso cabello—. Si me
sujeto esto en un moño y uso una gorra, la gente no lo notará.
—¡Por favor! Saltaría a la vista. —Realmente parecía una novela
alejandrina—. Y lo digo literalmente.
—Existen los sostenes, Corvino. Uno muy ceñido será incómodo, pero
podré aguantarlo un par de horas. Y puedo usar una túnica holgada y una capa.
—No dará resultado.
—Claro que sí.
—Pues no. Por si no nos bastara con las pandillas de maleantes, atraerás a
todos los pederastas de la ciudad.
—Pamplinas.
—¡Créelo!
Se preparó para lo que sospeché sería un ataque frontal a gran escala. Me
replegué deprisa.
—Vale, vale. —Alcé las manos—. Haré un trato contigo. Ve a vestirte. Si te
apruebo, puedes venir. De lo contrario, voy solo. ¿Aceptas?
Titubeó. Perila, a diferencia de mí, no era apostadora, pero sabía cuándo le
planteaban un reto. Y no daba su palabra a la ligera.
—Mira, Perila, no hago esto por diversión. Quiero llegar allá, encontrar a
Davo y largarme. Punto y aparte, sin cláusulas subordinadas. Si vienes, la vida
se complica. Así que acepta o cierra el pico, ¿vale?
Apretó los labios con firmeza.
—De acuerdo, Corvino —dijo lentamente—. Acepto. Veré que podemos
lograr entre Lalagia y yo. —Lalagia era su criada.
—Recuerda que debemos estar allí al mediodía.
—Está bien. Dame una hora.
No la reconocí cuando bajó. Llevaba una gruesa capa casera, de trama
tupida, y debajo una túnica verde de esclavo sin cinturón que tenía el doble de
su medida. Su hermoso cabello estaba totalmente oculto bajo una gorra de
liberto y se había oscurecido la cara con zumo de nuez.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué te parece?
La miré de arriba abajo.
—No está mal. —Era un comentario parco, pero no estaba dispuesto a
ceder tan fácilmente—. Nada mal. Camina un poco.
Caminó por la sala. El resultado era tremendamente sensual.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
112
—¡Por Júpiter, Perila! —rezongué—. ¿Qué es eso? Agacha la cabeza.
Encórvate. Y trata de no menear las caderas.
—Lo estoy intentando.
—Pues pon más empeño. Si caminas por la calle así, te arrestarán a primera
vista. O se te insinuarán. Tal vez ambas cosas al mismo tiempo, conociendo a
algunos de esos sinvergüenzas de la guardia.
—De acuerdo. ¿Qué tal así?
Lo intentó de nuevo. Ahora estaba mejor, pero conocía al menos a una
docena de romanos que pagarían una fortuna por una presentación. Luego
quedarían decepcionados, sí, pero eso no solucionaba nuestro problema.
—A ver, mírame —dije. Caminé hacia la puerta y volví—. Pasos más
largos. Aflójate un poco, y clava los ojos en el suelo.
Esa muchacha tenía talentos ocultos. Y no me refiero a los obvios. Al cabo
de dos o tres vueltas por la sala, no podría haber jurado con absoluta certeza
que no era lo que fingía ser. Mientras se mantuviera así, estábamos a salvo.
Mierda.
—¿Gano la apuesta? —preguntó.
—Sí, ganas. Pero primero ven aquí.
Vino. La besé. Colaboró el tiempo suficiente para que las cosas llegaran a la
etapa interesante antes de apartar la cara.
—¡Basta, Marco! ¡Me estás corriendo el maquillaje!
La solté a regañadientes.
Cuando revisas, revisas. Y sin duda era Perila.
No hicimos todo el trayecto a pie. Perila necesitaba practicar, pero yo no
quería ser muy duro con ella, así que fuimos en una de sus literas hasta la vía
Toscana. Desde luego, fuimos con los Amigos Entrañables; me habría gustado
llevar más músculo, pero habríamos llamado la atención y calculaba que esos
muchachos podían lidiar con cualquier cosa que no fuera una turbamulta. Aun
así, hablé discretamente con ellos antes de partir, para cerciorarme de que
supieran cuáles eran las prioridades, y qué sucedería si las confundían. Nunca
había visto un conjunto de fornidos eunucos galos en el mercado, pero había
una primera vez para todo.
También le aclaré la situación a Perila.
—Escucha, hay ciertas reglas básicas que no son negociables. Acéptalas
ahora o quédate en casa. ¿Vale?
Debo de haberla apabullado, porque se limitó a asentir.
—Bien. Ante todo, yo sé cuidarme solo. Si hay algún problema, echas a
correr.
—Sí, Corvino.
—Segundo, harás lo que te diga, tal como te lo diga, sin vueltas ni
discusiones ni actos heroicos. ¿Entendido?
—Sí, Corvino.
La miré con suspicacia.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
113
—Perila, ¿te estás burlando de mí?
—No, Corvino. —Le temblaron los labios, pero mantuvo los ojos
recatadamente gachos.
—Sí, te burlas de mí. —No era momento para bromas—. Mira, hablo en
serio. No te llevaré a los muelles si no aclaramos algo antes de salir. Yo sé lo que
hago, y tú no. Serás una muchacha con muchas agallas pero si nos vemos en
problemas la pose de patricio altanero no nos llevará a ningún lado. Esto no es
un juego, y si crees lo contrario ambos estaremos en apuros. ¿Vale?
Silencio. Al fin asintió.
—De acuerdo. Lo lamento, Marco. Tienes toda la razón. ¿Qué más?
—Tercero y último, ni una palabra. Al menos, no cuando estemos a pie en
una zona edificada. Ya tenemos bastantes problemas con tu aspecto como para
preocuparnos también por tu voz, y cuanto menos llamemos la atención, mejor.
Acepta las tres condiciones ahora, o puedes quedarte en casa embotellando
encurtidos.
—Te amo, Corvino. ¿Lo sabías?
No hay respuesta para eso. No con palabras, al menos. Una vez que ella me
enjugó el zumo de nuez de la cara con el bordadillo de la capa, fuimos a nuestra
cita con Davo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
114
2211
Dejamos la litera en la linde oeste del Palatino, cruzamos la vía Toscana y nos
sumergimos en el laberinto de mercados e inquilinatos del este del Velabro.
Para mi alivio, nadie prestaba la menor atención a Perila. Al menos, no más que
a mí. Los Amigos Entrañables se mantenían cerca y no intentaban pasar
inadvertidos, lo cual era buena idea: más de un personaje sospechoso clavó los
ojos en mi túnica patricia y se salvó a duras penas de que un hombro de granito
lo triturase contra una pared.
Al menos los muchachos se divertían. Tendría que sacarlos a pasear con
más frecuencia, pensé.
Yo no conocía demasiado el Velabro, no tanto como la Suburra, aparte de la
zona de la plaza de Hacienda. Como dije, es la zona de comercio mayorista, y
como es el principal vínculo de la ciudad con Ostia, la mayor parte del tráfico
entre el foro y el río pasa por allí. La ley prohíbe a los senadores practicar el
comercio, así que no se ven muchas togas por esos lares. Claro que la
prohibición no es difícil de sortear. Sólo hace falta organizar empresas fantasma
a través de un par de libertos y embolsar las ganancias. Sin embargo, un
senador no se ensucia las manos con el comercio, pues es otra de esas cosas que
no se consideran decorosas. Los aristócratas nos ganamos el dinero
respetablemente de otras maneras. Por ejemplo, alquilamos habitaciones a
precios exorbitantes en inquilinatos precarios. Siempre hay clientes que buscan
cuatro paredes y un suelo donde dormir. Y cuando los inquilinatos se
desmoronan o se incendian con gente dentro, siempre se pueden edificar
algunos más y reemplazar a los inquilinos muertos por otros nuevos.
Los bienes raíces son un mercado de oferta que nunca pierde su
rentabilidad. ¿Para qué ensuciarse las manos cuando no es necesario?
Gracias a los muchachos llegamos a las zonas edificadas del este y el centro
del Velabro sin grandes tropiezos y nos desplazamos hacia la zona de los
muelles, al lado del río; calles de graneros y almacenes donde los mayoristas
depositan las remesas de grano, aceite de oliva y salsa de pescado que llegan en
barcazas desde Ostia. Cualquier otro día el gentío habría zumbado en ese
distrito como moscas en un trozo de carne agusanada, pero siendo el Festival de
Primavera todo estaba cerrado y las calles estaban desiertas. Aun así, despedían
un aroma agradable y rancio que era una mezcla de vino con queso y aceite, con
el tenue olor almizclado del grano seco.
—¿Cuánto falta? —preguntó Perila.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
115
—Ya estamos cerca. —Había averiguado dónde quedaba el almacén de
Paquio gracias a Batilo (¿quién si no?)—Está a poca distancia del puente
Sublicio.
—Ah, bien. Siempre que hablemos realmente del Sublicio, y no de otro que
no conozco cinco millas río arriba.
La irritación era comprensible, e hice las concesiones del caso. Habíamos
recorrido un largo trecho esa mañana.
—Te estás cansando, ¿verdad?
—Un poco.
Señalé.
—Allá está el río.
—Nunca lo habría adivinado, Marco. ¿Siempre huele a rosas?
¡Por Júpiter, qué quisquillosa estaba! Aun así, concedo que los aromas que
nos llegaban eran bastante maduros. El lodo del Tíber debe de ser una de las
sustancias más tóxicas conocidas por el hombre.
—Bien, agradece que estamos corriente arriba respecto de la Cloaca. Allí el
agua es tan espesa que puedes caminar hasta la otra margen sin puente.
Siempre que no mires hacia abajo para ver lo que estás pisando.
Ella tembló.
—Basta, Corvino.
—¿Crees que exagero?
—No me importa. No quiero saberlo, es todo.
Seguimos caminando hasta llegar a un cruce, y viramos a la derecha por
una calle de almacenes que bordeaban la orilla.
—Allá está —dije. No veía ningún nombre pintado, pero Batilo me había
indicado qué buscar: un edificio levemente separado del resto con una carreta
destartalada pudriéndose contra la pared del lateral—. ¿Ves a alguien?
—No.
—Yo tampoco. —El lugar parecía tan desierto como los edificios vecinos—.
Espera aquí con los muchachos y echaré un vistazo.
—Ni hablar. Iremos juntos.
—Reglas básicas, recuerda.
—Pero Corvino...
—No te preocupes. Si Davo está allí, vendré a buscarte.
—Entonces cuídate.
—Sí, claro. —Sonreí.
—¡Marco, hablo en serio!
—Lo sé. Tendré cuidado.
Saqué la daga de la vaina de mi muñeca izquierda. Había adquirido una
nueva después de mi encontronazo con los sicarios, y caminé hacia las puertas.
Aún tenía rígido el hombro izquierdo, pero el masaje de Escílax había obrado
milagros y pensé que podría apañármelas bastante bien si algo salía mal. Pero,
¿qué podía salir mal?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
116
Me paré en la entrada del almacén. La puerta doble no estaba atrancada, lo
cual era extraño: como dije, todos los lugares por donde habíamos pasado
estaban cerrados por la fiesta. Pero yo no sabía por qué Davo había escogido ese
sitio. Quizá trabajara allí. Quizá iba y venía cuando le venía en gana y nos había
dejado la puerta abierta. De todos modos, empuñé la daga con cuidado y entré
cautelosamente.
—¿Davo? —grité.
Ninguna respuesta. Estaba oscuro después de la luz del día. Me quedé
quieto y esperé a que mis ojos se adaptaran. Luego miré en torno.
Paquio se dedicaba a almacenar grano, como sus vecinos. En cada pared
del cobertizo había una hilera de cajas para cereal. Las tapas estaban abiertas y
vi que la mayoría estaban llenas de grano seco. En el fondo había un molino
enorme con sacos de harina (supuse) apilados contra la pared, listos para ser
distribuidos cuando el almacén abriera al día siguiente.
Volví a llamar a Davo, y tampoco recibí respuesta. Quizá se ocultaba hasta
cerciorarse de que era seguro salir. Pero en ese sitio no había lugar donde
ocultarse.
—Oye, está todo bien. Soy un amigo. Valerio Corvino. Me manda Harpala.
Algo correteó a mi izquierda y me volví, daga en ristre, pero sólo era una
rata. Caminé por el centro del almacén hacia el molino.
Habían levantado la tapa de la última caja y había una pila de grano sobre
el suelo de piedra. Descansando al lado de la pila, la suela hacia mí, había una
sandalia. O quizá no sólo una sandalia. Me acerqué para mirar, con el vello de
la nuca erizado, porque ya sabía lo que encontraría.
Tenía razón, pero aun así moví el grano para asegurarme.
El modo en que había muerto fue evidente en cuanto le di la vuelta y vi el
tajo bajo la barbilla cubierta de barba gris. Le habían cortado la garganta de
oreja a oreja con un cuchillo muy afilado. Me fijé en el grano que tenía debajo.
Estaba seco, y no había rastros de sangre. Mientras yo revisaba, sus ojos me
miraban, impávidos y acusadores.
Podía olvidarme de conseguir el nombre del cuarto conspirador. Si el
esclavo de Julia había sabido quién era, ya no me lo informaría. Ese camino
estaba muerto. Literalmente.
—Mierda —susurré.
Oí pasos a mis espaldas, y me giré.
—Corvino, si esperas que me quede fuera mientras tú... —empezó Perila.
Luego vio los restos de Davo, y fue demasiado tarde para dar explicaciones.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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2222
El viaje de regreso fue un infierno, a pesar de la ayuda de los muchachos. Tuve
que cargar con Perila la mayor parte del trayecto hasta llegar al sitio donde
habíamos dejado la litera, lo cual causó bastante revuelo. Luego, aun estando en
una casa conocida —la residencia de los Fabios era la más cercana—, necesitó
dos copas de vino puro y muchas palabras tranquilizadoras para reponerse un
poco.
Yo no quería repetir semejante experiencia. Nunca.
Había vuelto a envararse, y se sentaba muy erguida y hablaba
racionalmente; pero sus ojos aún estaban raros y supe que pasaría largo tiempo
antes de que perdieran ese aire de extravío.
—Marco, ¿quién querría matar a Davo? —dijo—. Era sólo un esclavo
inofensivo.
Sorbí mi vino, sosteniendo la copa con ambas manos para no derramarlo.
Encontrar al viejo también me había conmocionado, más de lo que estaba
dispuesto a confesar.
—Davo no era inofensivo, Perila. Al menos, lo que sabía no era inofensivo.
Y lo mataron para prevenirme. Eso está bastante claro.
—¿Por qué lo dices?
—No lo hicieron en el almacén. No había sangre. Alguien lo llevó allí
deliberadamente y lo dejó para que lo encontráramos.
Perila tembló.
—Desistamos de esto —dijo—. No merece la pena.
Sacudí la cabeza.
—No puedo. Y menos ahora. Aunque Davo no fuera cliente mío, yo era
responsable de él. Confió en mí y lo decepcioné. Lo menos que puedo hacer es
hallar al asesino.
De pronto ella ensanchó los ojos.
—¿Cómo se lo diremos a Harpala? —susurró—. Le di mi palabra de que a
él no le pasaría nada.
Sí, yo me había preguntado lo misino, y no esperaba el momento con
ansiedad, aunque la anciana quizá ya lo supiera gracias a los rumores de los
esclavos. No los detalles, sólo que Davo había muerto.
—Manda a buscarla ahora. ¡Por favor, Marco!
Le hice una señal al esclavo que servía el vino, que aguardaba
nerviosamente cerca de la puerta. Se marchó deprisa.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
118
—No fue culpa tuya —dije—. En todo caso, el responsable fui yo. Sabía que
me vigilaban. Si alguien me espiaba, no le habrá resultado difícil seguir a
Harpala cuando llevó el mensaje.
—Entonces pudieron haberte matado a ti también. Pudieron estar
esperando allí.
—¿Y vérselas con los galos? No, como te dije, esto fue sólo una advertencia.
El importante era Davo. Nuestro único testigo, y se lo entregué. —Brillante,
pensé con amargura. Muy listo, Corvino. Un punto para el equipo local.
El esclavo regresó con Harpala. Ya lo sabía, se le notaba en los ojos. Su
mirada acusadora me recordó a la de Davo.
—Lo siento, Harpala —dijo Perila.
—Ya estaba muerto cuando llegamos nosotros. —Yo no podía afrontar los
ojos de la anciana. Me levanté de donde estaba, de rodillas junto a Perila, y me
dirigí a mi silla.
Harpala no me prestó atención.
—¿Qué sucedió, ama? —preguntó en voz baja.
—Lo degollaron. Lo dejaron allí para que lo encontráramos.
La anciana asintió, como si lo hubiera esperado. Quizá lo esperaba.
Luego se volvió hacia mí.
—Lo prometiste, señor. Lo prometiste. —No había acusación en su voz.
Sólo describía un hecho—. Me prometiste que no correría peligro.
Mierda.
—Sé que lo prometí —dije—. Pero no pude hacer nada.
De pronto, sin aviso, la anciana se plegó como si alguien le hubiera sacado
los huesos. Perila la cogió mientras caía y la guió hacia una silla. La observamos
con culpabilidad (ninguno de nosotros la tocaba) hasta que se recobró.
—Lo lamento, ama —dijo. Su voz era lánguida como la de un fantasma.
—Está bien. Sólo...
—Verás, Davo era mi hermano.
Perila me miró con sobresalto. Llamé al esclavo que aguardaba en el
trasfondo. Perila cogió la copa que él le entregó y la acercó a los labios de
Harpala. Ella sacudió la cabeza.
—Estoy bien, ama. Sólo dame un momento. Por favor. —Aguardamos a
que recobrara la respiración—. Él siempre supo que lo encontrarían. Después
de escaparse, consiguió trabajo en los muelles, donde no hacen muchas
preguntas. Yo era la única que sabía dónde vivía. —Me miró a los ojos—. Fue
culpa mía, ¿verdad señor? Yo los guié hacia él.
—No —respondí—. Tú eras sólo la mensajera, Harpala. La culpa no fue
tuya.
Pero la anciana no escuchaba. Había empezado a mecerse suavemente,
como hacen las campesinas ante una muerte.
—Él sabía que no tendría que haber visto la cara de ese caballero. Él me lo
dijo. Me dijo que lo conocía. Eso fue todo, pero no quiso darme el nombre.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
119
Cuando arrestaron al amo, ese mismo día, hizo su petate y se fue de la casa.
Dijo que corría peligro. Mi Davo siempre fue listo. Demasiado listo, para ser
esclavo.
El amo. Ése era Paulo. Davo había huido el día en que arrestaron a Paulo
por traición. Así que sabía que la información era importante. Y que podía
perjudicarlo. Un esclavo demasiado listo, sin duda.
—¿Ellos lo buscaron? —pregunté—. Los hombres del emperador.
Ella asintió.
—Pero no le había dicho a nadie que se iba, señor. Ni siquiera a mí. Tardé
meses en saber dónde estaba, cuando nos cruzamos en el mercado de verduras.
Y me hizo jurar que no diría nada sobre él, ni siquiera a los demás esclavos. —
Rompió a llorar, sin taparse la cara con las manos, sino abiertamente, y las
lágrimas le surcaban las mejillas como la savia que gotea en el tronco de un
árbol—. Luego desterraron a mi ama, y fui a casa de Marcia. No nos veíamos
con frecuencia porque él decía que era arriesgado. Sólo en ocasiones, en el
mercado del Velabro, o en un festival, cuando ambos estábamos libres. Él ya
trabajaba para Paquio, descargando grano y operando el molino. Yo quería
encontrarle un empleo mejor, pero él no quería. Prefería estar a salvo, aunque el
trabajo fuera más duro. Y cuando pillaron al amo, supe que tenía razón.
Algo me sonaba mal. Miré a Perila, pero ella acariciaba el pelo de la
anciana.
—¿Por qué dices que pillaron al amo, Harpala? —pregunté—. Claro que
capturaron a Paulo. Nos dijiste que lo arrestaron el día en que Davo huyó.
Quizá se le habían confundido los tiempos, pensé. Quizá fuera el lapsus de
memoria de una anciana fatigada.
Sus siguientes palabras me dejaron sin aliento.
—No, señor —dijo, y sus ojos, a pesar de las lágrimas, eran brillantes y
sinceros—. No me refería al amo Paulo. Me refería a mi nuevo dueño, el esposo
de Marcia. Fabio.
El tiempo pareció pararse. Perila detuvo la mano sobre la frente de la
anciana, y me miró azorada. Se me erizó el vello de la nuca.
Cuando pillaron al amo... Cuando pillaron al amo...
Mierda. ¿Otro cadáver más? Ya teníamos de sobra sin que aparecieran más
cuerpos.
—Pero Fabio no fue arrestado. —Traté de mantener la calma—. No lo
acusaron de ningún delito, y mucho menos lo ejecutaron. Fabio era viejo, y
murió de muerte natural.
Harpala puso los ojos en blanco.
—Sí, señor. Tienes razón. Claro que sí. Me equivoqué. Me refería a Paulo.
Sí, seguro, pensé. Pero Perila se me adelantó.
—Harpala —dijo con voz acerada—, ¿cómo murió mi tío Fabio? Dime la
verdad, por favor.
La anciana la miró largo tiempo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
120
—El amo se mató, ama —dijo al fin, con un hilo de voz.
—¿Qué?
—Se mató. Se cortó las venas.
—¿Por qué?
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo a Marcia.
—¿Quieres decir que mi tía lo sabe?
—Sí, ama. Claro que lo sabe.
—¿Y nunca me lo contó?
La anciana tensó los labios y guardó silencio.
—Dijiste que lo pillaron, Harpala. —Mi cabeza no había dejado de girar—.
¿Quiénes? ¿Los hombres del emperador? —Me refería a Tiberio: Fabio había
muerto un mes después de Augusto, poco después del ascenso de Verruga—.
¿Por qué el emperador querría la muerte de un viejo inofensivo como Fabio?
Viejo inofensivo. Ya. Pensé en Davo. Él también era un viejo inofensivo.
Harpala cerraba los labios con firmeza. Se negaba a mirarme. Clavaba los
ojos en Perila.
—Lo lamento, ama. No tendría que haber dicho nada. Sólo soy una tonta
esclava. No escuches nada de lo que digo.
—¡Harpala, por favor! —Perila se había repuesto de la conmoción. Ahora
estaba arrodillada junto a la silla de la anciana—. Quieres que encontremos al
que mató a tu hermano, ¿verdad?
Los labios de Harpala temblaron.
—Pues esto es importante. Estamos atascados. Si la muerte de mi tío es
importante, tenemos que saberlo. Y no lo sabremos si no nos lo cuentas.
La vieja esclava calló largo rato.
—Tú no estuviste en el funeral del amo, ¿verdad? —le preguntó.
Perila frunció el ceño.
—No, era demasiado pequeña. ¿Qué tiene que ver eso con...?
—Por favor, ama, déjame hablar. Yo estaba allí con el ama. Marcia. Se
hallaba en pésimo estado. No comía ni dormía. Ni siquiera hablaba.
—Pero es natural, Harpala. Estaban casados desde hacía...
—¡Por favor, ama! —Los dedos nudosos de la anciana aferraron el brazo de
Perila. Estaba temblando—. ¡Escucha, te lo ruego! El ama y yo fuimos al funeral.
Cuando encendieron la pira, Marcia se acercó como dispuesta a arrojarse,
gritando que ella lo había matado. Que había matado a tu tío.
Mierda. Esto no tenía sentido.
—Dijiste que Fabio se suicidó —intervine—. ¿Por qué Marcia pensaría que
lo había matado?
Harpala vaciló.
—Él se mató, señor. No sé a qué se refería Marcia.
Perila me fulminó con la mirada.
—Silencio, Marco. Por favor.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
121
—Gracias, ama. —Harpala hizo una pausa—. Lo cierto es que varios
deudos la echaron hacia atrás, y yo la llevé al carruaje. Ella habló conmigo
durante el regreso. En realidad, más que hablar, desvariaba. Como si yo no
estuviera allí. ¿Entiendes, ama?
Perila asintió.
—Sí, Harpala. Entiendo. ¿Qué decía?
—Hablaba de un viaje que el amo había hecho con el viejo emperador. El
divino Augusto, al parecer. Un viaje sobre el que nadie tenía que enterarse, a
una u otra isla.
—¿Trímero? —No pude contenerme. Sentía un cosquilleo en el cuero
cabelludo. La anciana frunció el ceño.
—No, no era Trímero, señor. Allí es donde está Julia. Éste era otro lugar.
Plan-algo.
¡Oh, Júpiter! ¡Magno Júpiter! Yo conocía una sola isla Plan-algo. Y allí era
donde Augusto había exiliado a su nieto, el hermano de Julia, por flagrante
inmoralidad.
—¿Planasia?
—Eso mismo, señor. «Para ver al desterrado», dijo mi ama.
—¿Augusto fue a ver a Póstumo?
—No sé, señor. «A ver al desterrado en Planasia», fue lo que ella dijo. Y
había propagado el secreto. Por eso estaba contrariada.
Me recliné en la silla, esperando que el mundo se enderezara y me dejara
pensar. Póstumo era el hermano menor de Julia, exiliado el año antes de la
deshonra de Julia. Lo habían ejecutado, presuntamente por orden de Augusto,
poco después de la muerte del emperador. Pero si Augusto había ido a ver a
Póstumo unos meses antes, y en secreto...
—¿A quién se lo dijo? —susurré. La anciana me clavó los ojos—. ¡Por amor
de Júpiter, Harpala, tienes que saberlo! ¿A quién se lo dijo Marcia?
Los delgados labios se entreabrieron.
—Claro que lo sé, señor —murmuró sin énfasis—. Se lo dijo a su amiga la
emperatriz.
¡Marcia se lo había dicho a la madre de Tiberio!
Varo a sí mismo
Hablaré (¡sí, al fin!) de Arminio: temible caudillo de la tribu querusca, llameante
punta de lanza de la resistencia germana, archienemigo de Roma y, desde
luego, mi patrón actual.
Le conocí hace tres años en Roma, en uno de los banquetes de mi sobrino
Lucio. Todos los presentes eran varones con experiencia militar: yo, Lucio,
Marco Vinicio, el ex gobernador de Germania, Fabio Máximo. Amén de
Arminio, desde luego.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
122
Yo sabía que Lucio lo había invitado, y esperaba... ¿qué? Un bárbaro,
ciertamente; alguien con un venero de civilización, un oso amaestrado con
túnica, mostrenco, vacilante al hablar; un terrón de suelo germano con los
modales de un esclavo y la arrogancia de un salvaje. Me equivocaba por
completo. El padre de Arminio lo había enviado a Roma en la infancia, y
Augusto lo había criado como un caballero romano.
Lucio nos presentó. El joven (no tendría más de veinte años) se levantó
cortésmente del diván. Era delgado, con el cabello rubio corto, a la manera
romana, y llevaba su túnica de caballero con más gracia que yo.
Nos dimos la mano, y le dije en germano (yo estaba con Tiberio cuando
sometió a los sugambros):
—Encantado de conocerte, príncipe Hermann.
—Tu acento es mejor que el mío. —El joven sonrió. Su latín era
impecable―. Quizá puedas darme lecciones.
Estallaron risas.
—No alardees, Publio —gruñó Fabio—. El muchacho es tan romano como
tú. Más que tú.
No me costaba creerlo. Si no hubiera sido por el color del cabello,
cualquiera lo habría tomado por un joven noble romano.
Nos reclinamos, y los esclavos trajeron el primer plato. Noté que Arminio
comía con moderación, y ordenaba al esclavo que añadiera más agua a la copa
de vino. Luego alguien (creo que fue Lucio) mencionó Iliria.
Era un tema natural en aquella época, máxime en esa compañía: toda la
región se había sublevado, Roma estaba arrinconada y se cuestionaba la
sensatez de nuestra política de fronteras. Por no mencionar la sensatez del
emperador.
—Es una cuestión de seguridad —dijo Fabio, señalándonos con un huevo
de codorniz—. Augusto no puede abandonar Iliria. Es vital para la seguridad
del imperio.
—Nadie lo discute, amigo. —Recuerdo que Vinicio tenía el desagradable
sonido nasal de un arpista chapucero—. El problema es que avanzó demasiado
con demasiada rapidez. Ha fallado y ahora sufrimos las consecuencias.
Vinicio tenía toda la razón. Y también Fabio. Necesitábamos Iliria.
Necesitábamos la ruta terrestre hacia Macedonia y Grecia, y el control de los
pasos orientales de los Alpes. Sin Iliria, Italia era vulnerable y el imperio
quedaba partido por la mitad. Y las etapas iniciales de la conquista se habían
ejecutado con torpeza.
Fabio se sentía incómodo. Era hombre del emperador y uno de sus
consejeros de mayor confianza. No le agradaba que criticaran a Augusto.
—Quizá tengas razón —concedió—. No contamos con hombres suficientes
para una ocupación armada. Pero necesitamos una frontera firme en el norte. Es
una cuestión de equilibrio, el uso óptimo de las fuerzas disponibles. La revuelta
iliria nos ha demostrado cuán difícil es lograr ese equilibrio.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
123
—Sería más fácil si avanzáramos al norte, hacia el Elba —dijo Lucio—. Así
acortaríamos las líneas de comunicación y tendríamos una frontera casi natural.
Fabio asintió.
—Coincido totalmente. Y también Augusto. No obstante, existe un
problema más que obvio.
Vinicio sonrió pícaramente.
—Los germanos —dijo—. Esos cabrones (disculpa, Arminio) no tienen la
menor gana de formar parte del imperio romano. ¿Y quién puede culparlos?
—Yo, ante todo. —Arminio dejó la copa—. Las tribus que viven entre el Rin
y el Elba son una chusma indisciplinada.
—Y ojalá lo sean por largo tiempo —terció Vinicio—. Mientras se
machaquen la crisma entre ellos y dejen la nuestra en paz.
—En efecto. —Cogí una aceituna—. «Divide y reinarás»: es la política más
acertada para las tribus germanas.
—Disiento. —Arminio frunció el ceño—. ¿Qué hemos conseguido hasta
ahora? No el dominio romano, sin duda. Un empate, a lo sumo. Concedo que
los germanos siempre causarán problemas si no los mantenemos bajo un
control firme pero, como dice Fabio, no tenemos fuerzas para una ocupación
armada.
—¿Y cuál es tu solución para esta paradoja? —dijo Fabio, sonriendo con
tolerancia.
—Quizá sea hora de cambiar de política. Quizá la solución no consista en
fragmentar a las tribus, sino en unirlas.
—¿Como Maroboduo?
El tranquilo comentario de Vinicio provocó una carcajada. Maroboduo era
un caudillo germano que, tras establecer su base de poder en Bohemia, había
extendido su influencia sobre las vecinas Sajonia y Silesia. La situación aún no
estaba resuelta.
Arminio aguardó impasiblemente a que las risas se apagaran.
—Sí, en cierto modo —dijo entonces—. Como Maroboduo, en efecto.
Noté que Fabio lo miraba con interés.
—Continúa, joven —dijo.
—Es muy sencillo. Teóricamente, al menos. En la actualidad, la mayoría de
los caudillos sólo ven sus minúsculos problemas locales. Odian a Roma porque
no la entienden, y prefieren la muerte a formar parte del imperio. Pero si se los
pudiera unir bajo un jefe de su propio pueblo, un líder fuerte que simpatizara
con Roma, entonces...
—Un momento —intervino Vinicio—. Esa probabilidad es sumamente
remota, muchacho. Conozco a los germanos. Un simpatizante de Roma, como
tú, por ejemplo —dijo estas palabras con sedosa neutralidad—, no tendría la
menor esperanza de conseguir el respaldo que necesitaría. Y si tratáramos de
imponerlo desde fuera, no duraría un mes.
Arminio se volvió hacia él.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
124
—Tienes razón, desde luego. Como dije, sólo exponía una teoría. Pero si
fuera posible, resolvería los problemas de Roma de un plumazo, ¿verdad?
—Claro que sí. Siempre que pudiéramos fiarnos de ese líder teórico.
Los ojos del joven centellearon. Se incorporó en el diván, y pensé que se
derramaría sangre, al menos metafóricamente. Pero entonces llegaron los
esclavos con el plato principal y se restauró la concordia.
Miré a Fabio que, como decía, era uno de los consejeros de mayor confianza
de Augusto. Parecía sumamente pensativo, y más de una vez durante el resto
de la velada vi que posaba los ojos en el joven germano con expresión
especulativa. Pero no volvió a tocar el tema, al menos en mi presencia.
Volví a ver a Arminio con frecuencia, casi siempre en casa de Lucio, pues el
joven, con su pasión por los asuntos militares, había adoptado a mi sobrino casi
como mentor. Aún me impresionaba. Tenía criterio, inteligencia, buena crianza
y, sobre todo, una manifiesta devoción por Roma y los valores romanos. Junto
con su idealismo esto lo hacía, como había dicho Fabio, más romano que yo,
especialmente en lo concerniente a las dos últimas cualidades. Cuando volvió a
vivir con su gente, perdimos el contacto casi por un año; hasta que me
entregaron Germania y él fue a verme a Vetera con los representantes de otras
tribus, para presentar sus respetos. Llevaba atuendo germano, y el pelo largo al
estilo germano. Aunque fue totalmente cortés, me saludó con seriedad, y
confieso que me sentí bastante ofendido.
Un desatino por mi parte. Como descubriría antes del final del día, la
patente hostilidad de Arminio tenía un propósito.
Me estaba relajando en mis aposentos después del baño cuando entró un
germano alto. La capa lo cubría hasta las cejas, pero lo reconocí: Arminio, sin
duda. Se destapó la cara y nos dimos la mano por segunda vez ese día; por su
parte, cálidamente.
—Varo, lo lamento —dijo—. Mi comportamiento de hoy fue espantoso.
—Al contrario, muchacho. —Yo empezaba a deshelarme. A pesar de su
apariencia, éste era el Arminio que conocía—. Tus modales germanos son
impecables.
Se rió y se sentó en el taburete del escritorio. Aunque fueran los aposentos
del gobernador de Germania y comandante de los ejércitos del Rin, eran
totalmente espartanos, y lo serían hasta que el resto de mi mobiliario llegara de
Roma.
—¿Qué te parece el disfraz? —preguntó—. ¿Y el corte de pelo?
Él sonreía; yo no.
—Curiosamente, te sientan bien —le dije. Y así era. En Roma parecía un
romano. Aquí parecía más germano que los germanos—. Pero no sabía que
estaba de moda entre los germanos cubrirse la cabeza con la capa. Y menos bajo
techo.
—Era necesario —dijo con gravedad—. Preferiría que nadie se enterase de
esta conversación. Ni romano ni germano.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
125
—¿Es delito que viejos amigos hablen en privado?
—Posiblemente. Dadas las circunstancias.
No me gustaba el olor del asunto. Decidí ser cauto, y me volví hacia la
bandeja de vino para que mi cautela no se notara.
—Explícate —dije.
—¿Recuerdas el plan que hablamos? ¿Cuando nos conocimos?
—¿Tu grandiosa idea de transformar Germania en un reino títere
occidental? Sí, claro que lo recuerdo.
—Deberíamos hablar de él nuevamente. Más en serio, esta vez.
Por naturaleza, soy más diplomático que soldado. Mientras servía el vino y
se lo entregaba, mantuve una expresión neutra.
—Continúa.
Arminio bebió un sorbo y dejó la copa.
—Dentro de poco, general —me dijo—, romperé con Roma. Comenzaré a
ganar respaldo entre los jóvenes de mi tribu, luego entre otras tribus. Les diré
que los germanos sólo podemos resistir contra los romanos si nos juntamos y
vivimos fuera de vuestros límites, como hemos vivido siempre.
Yo le clavaba los ojos, demasiado azorado para interrumpir.
—Cuando griten los pacificadores, yo gritaré más. Seguiré gritando hasta
que los fanáticos crean que me opongo a Roma más que ellos, y me brinden su
confianza y su lealtad. Y tú, general, me ayudarás.
Me levanté; no sé qué me proponía hacer, porque en ese momento no podía
pensar con claridad. Llamar a los guardias, quizá. En todo caso, él me contuvo.
—Escúchame hasta el final —dijo—. Por favor.
Me senté, al igual que él. Cuando habló de nuevo, lo hizo con la misma voz
serena que había usado para condenarse.
—Créeme, no soy traidor a Roma. El hecho de que te haya dicho esto lo
demuestra. Dame carta blanca entre este lugar y el Elba, y uniré a las tribus en
una federación que yo controlaré. ¡Yo la controlaré!
Mi cabeza daba vueltas.
—Arminio, ¿me estás diciendo, a mí, el gobernador romano, que planeas
una rebelión? —Esperaba que lo negara, pero no dijo nada—. ¡Estás loco!
Meneó enfáticamente la cabeza.
—No, general, no estoy loco. Y rebelión no es la palabra adecuada.
—¿Cuál es, entonces? ¿Traición?
—Tampoco —insistió—. No habrá problemas. No habrá problemas reales.
Te lo prometo.
Yo no sabía qué decir. Sólo me quedé mirándolo.
—¡Piensa, Varo! —Se inclinó hacia mí, con ojos relucientes—. Roma quiere
la Alta Germania y una frontera firme en el norte. Los germanos quieren que los
dejen en paz. Hoy día, ambos objetivos son incompatibles. Los germanos
constituyen una amenaza constante, y los romanos no tenemos las fuerzas
David Wishart Las cenizas de Ovidio
126
necesarias para ocupar y defender el territorio que necesitamos. Empate. Le
ofrezco a Roma una solución. Le ofrezco una salida.
—¿Uniendo las tribus y acrecentando la amenaza?
—¡No! —Golpeó el escritorio con tal fuerza que pensé que había partido la
madera—. ¡Te lo he dicho! ¡Para romper el empate a favor de Roma! A largo
plazo, Roma se beneficiará.
—¿Y a corto plazo? Serías un rebelde. Cualquier romano que te ayudara
sería un traidor.
Para ser franco, yo discutía para salvar las apariencias. La mitad de mí ya
estaba convencida, y la otra mitad (así soy yo, será mejor que lo confiese ahora,
e interpretadlo como queráis) olía oro, que es el olor más excitante del mundo...
¡Cielos! ¡Lo que es ser venal! ¡Mas bendito el hombre que confiesa sus
flaquezas y las satisface con buena conciencia mientras puede! A fin de cuentas,
lo que Arminio proponía era para el bien de Roma, ¿verdad? ¿Quién era yo
para disuadirlo de esa loable ambición? Y menos si además me ganaba unos
cobres.
—A corto plazo, Varo —dijo Arminio, respondiendo a mi pregunta—, sólo
tendrás que confiar en mí.
Recordé las palabras de Vinicio en el banquete, y la reacción del joven.
—Conque es una cuestión de confianza.
—Sí, general —dijo cuidadosamente Arminio, mirándome a los ojos—. Es
una cuestión de confianza.
Lo miré largo rato, sopesándolo. No sólo sus palabras de ese momento, sino
lo que recordaba de nuestras conversaciones del pasado. Luego sopesé sus
modales, su convicción, y también su aura indefinible. Seré codicioso, pero no
soy tonto; la traición tiene sus recompensas, pero también sus peligros.
Al fin asentí.
—Muy bien, príncipe Arminio —le dije—. Ya tienes a tu traidor.
Ninguno de los dos había mencionado la paga, desde luego. Eso llegaría
después, cuando comentáramos las condiciones de mi traición de modo
civilizado, como si no tuvieran importancia. Y para él no las tenían, estoy
seguro. Como he dicho, el muchacho tiene buena crianza, y en esto, al menos,
Arminio el germano es mejor romano que yo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
127
2233
Cuando se fue Harpala, envié al esclavo en busca de otra jarra de vino. Después
de lo que nos había revelado, la necesitaba.
—¿No sabías que Fabio se había suicidado? —le pregunté a Perila—. ¿Ni
siquiera lo sospechabas?
—No. —Ella todavía estaba pálida. Joder, ese día había sufrido
conmociones suficientes para tumbar a cualquiera que tuviera el doble de sus
agallas—. La tía Marcia ni siquiera lo insinuó. Pensé que lo habían encontrado
muerto en su estudio, y supongo que esa parte sería cierta. No creo que ni
siquiera mi madre supiera que no fue una muerte natural.
—¿Crees que Marcia confirmaría la historia si le preguntaras sin rodeos?
—Lo dudo. Y no me pidas que lo intente, Marco, porque no lo haré. Sería
terriblemente doloroso para ella. Si ha guardado el secreto tanto tiempo, debe
de tener buenos motivos.
—Claro que sí. Tiene excelentes motivos. Si lo que dice Harpala es cierto,
Verruga tiene por lo menos dos muertes en su conciencia y no quiere que se
sepa nada sobre ellas. Claro, Póstumo tenía que morir. Como último pariente
varón de Augusto, políticamente sería tan bien recibido como una pulga en una
barbería, y si era tan canalla como decían, nadie derramaría muchas lágrimas.
Pero Fabio es diferente. Él no era culpable de nada. Y si se propagaba la noticia
de que Augusto había hablado con su nieto pocos meses antes de morir, sería
sumamente embarazoso para Verruga.
—¿Por qué sería tan embarazoso? Si el propio Augusto dio la orden de que
mataran a Póstumo...
—¡Por favor, Perila! Sé adulta. Se demostraría que él no dio la orden, que la
muerte de Póstumo fue idea de Tiberio. ¿Por qué crees que el viejo fue a
Planasia? ¿Para hacerle muecas a su nieto detrás de las rejas?
—Dímelo tú, Corvino.
—Bien. Vayamos por partes. Augusto estaba viejo y enfermo, pero se tomó
el trabajo de visitar a Póstumo personalmente. ¿Por qué haría semejante cosa?
—¿Porque lo que tenía que decirle era demasiado confidencial para valerse
de un mensajero?
—Correcto. Y quizá demasiado personal. Digamos que el hombre quería
disculparse. Admitir que había cometido un error, un tremendo error.
—¡Pero él mismo había exiliado a Póstumo! ¿Por qué cambiaría de opinión?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
128
—No lo sé, pero apuesto uno contra cinco a que tengo razón. Fue a
enmendar la disputa y dar a su nieto la promesa personal de que enderezaría el
entuerto en cuanto pudiera.
—Mencionaste un error. ¿Qué clase de error?
—Quizá Póstumo no fuera tan canalla como lo pintaron. Quizá Augusto
descubrió que alguien lo había difamado y deseaba retractarse.
Perila me miró, pasmada.
—¿Tiberio?
—Es muy probable. Verruga se liberó de Póstumo apenas tuvo la
oportunidad. Y tu tío Fabio también tenía que morir, porque era el único con
vida que sabía la verdad. El porqué del secreto también es bastante obvio.
Como heredero de Augusto, Tiberio estaría masticando ladrillos si pensaba que
el abuelo pensaba traer de vuelta al pequeño Póstumo. Todo encaja. Encaja a la
perfección. Y explica también qué se proponían Julia y Paulo.
—Julia fue exiliada seis años antes de que sucediera todo esto, Marco.
¿Cómo podía relacionarse la muerte de Póstumo con la conspiración de Paulo?
—Escucha. Póstumo es el nudo faltante. Con Cayo y Lucio muertos, él era
el único hermano superviviente de Julia, y el único descendiente masculino
directo de Augusto, ¿verdad?
—Sí, pero aún no entiendo qué...
—Tú misma me diste la idea, la primera noche en que estuvimos juntos.
Dijiste que un esposo tiene ciertos derechos. Julia sería nieta del emperador,
pero también era mujer. No podía obtener ningún tipo de poder a través de su
relación con Augusto. Al menos, ningún poder directo. ¡Pero su esposo sí!
—Corvino, sabemos que Paulo conspiró contra Augusto. Eso no es ningún
secreto.
—Sí, ¿pero qué posibilidades tenía por su cuenta? Augusto había sido
mandamás durante dos generaciones. ¿Crees que Paulo sólo tenía que
presentarse con Julia al lado para que el estado le cayera en las rodillas como
una ciruela madura? Era un personaje menor cuyo único mérito consistía en
haberse casado con la nieta del emperador.
—Desde luego. Ya hablamos antes de esto. Por eso decías que necesitaba a
Tiberio.
—Correcto. Pero eso era cuando pensábamos que Verruga era nuestro
cuarto hombre. Ahora sabemos que no pudo haber sido él. ¿Y si Paulo tenía en
su equipo al único descendiente masculino de Augusto que sobrevivía?
—¿Dices que estaba confabulado con Póstumo?
Sacudí la cabeza.
—No, Póstumo ya estaba en el exilio. Pero su hermana Julia estaba allí para
representar sus intereses.
—Pero Augusto lo había desterrado. Sólo podía competir si el emperador
ya estaba muerto.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Así es. Todo casa como antes, sólo que ponemos a Póstumo en vez de
Tiberio. Paulo y Julia tumban a Augusto y traen a Póstumo a Roma. Luego
Póstumo asciende al trono con Paulo como mano derecha, o hacen un trato para
repartirse el estado.
Perila suspiró.
—Lo lamento, Corvino, pero no funciona. Como argumentación, está llena
de agujeros.
—¿De veras? —Me recliné y me crucé de brazos—. Nombra algunos.
—Ante todo, no puedes quedarte con ambas cosas. Por una parte, dices que
Augusto sospechó que Tiberio había difamado a Póstumo y por otra que
Póstumo estaba implicado en una conspiración contra Augusto. ¿No es un poco
incoherente?
—No necesariamente. Póstumo no tenía por qué estar al tanto de la
conspiración. Si hubiera salido bien, no habría sido el primer monarca que
actuara como figurón. Una vez que muriera Augusto...
—Exacto. Ahí empezarían los problemas. Ante todo, la muerte tendría que
parecer natural. Eso sería bastante difícil. Segundo, ¿por qué sería Póstumo
quien reemplazara a Augusto? Nunca cumplió ninguna función pública. El
propio Augusto lo había desheredado y desterrado, y Tiberio ya estaba
designado para la sucesión. El Senado lo habría preferido a Póstumo sin vacilar,
a menos que Paulo y Julia pudieran presentar un testamento cuya falsificación
fuera tan convincente como para competir con el oficial. Tercero, aunque por
milagro el Senado aceptara a Póstumo como heredero de Augusto, Paulo y Julia
aún necesitarían fuerza física para respaldar su reclamo. ¿De dónde vendría?
¿O piensas que Tiberio daría un paso al lado y dejaría que se salieran con la
suya?
—Es verdad. —¡Por Júpiter! Bien, yo se lo había preguntado—. Bien hecho,
Perila. Quizá tenga algunos agujeros. Aun así, Paulo tiene que haber estado
bastante seguro del terreno que pisaba.
—¿Cómo lo sabemos?
—Tenía que ser así, porque la conspiración se produjo. Aunque Paulo no se
haya salido con la suya, con seguridad que no se despertó una mañana diciendo
«¡Qué día tan bonito para organizar una conspiración!».
—No seas sarcástico, Marco.
—No lo soy. Algo le tiene que haber dado la certeza de que obtendría el
respaldo que necesitaba, político y militar. Acepto tus argumentos, pero tiene
que haber algún modo de sortearlos porque Paulo tramó su conspiración. La
pregunta es la siguiente: si no contaba con Póstumo, ¿con quién contaba?
—Con el desconocido de Davo. El cuarto conspirador.
Asentí.
—Correcto. Él es la clave, estoy seguro. Siempre volvemos a él.
—¿Quién pudo haber sido, si no era Póstumo?
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130
—Alguien muy encumbrado. Sabemos eso, porque así fue como llegó a
participar. —Fruncí el ceño y bebí mi vino—. ¿Qué te parece este complot?
Póstumo es el mascarón, Paulo es el cabecilla, con Julia como su enlace
dinástico. Silano tiene los contactos de sangre azul que necesitarán para
persuadir a las viejas familias senatoriales cuando se produzca el golpe. Y
nuestro cuarto hombre logra que todo sea posible. Brinda el apoyo político y
militar que garantiza todo lo demás. O, si su trabajo era colaborar con Augusto
destruyendo el complot desde dentro, finge garantizarlo.
—¿Y quién era?
Me apoyé la cabeza entre las manos.
—¡Perila, no lo sé! Verruga habría sido ideal. Nadie más parece tan atinado.
Pero aunque Verruga hubiera estado en Roma en el momento apropiado, no
pudo haber sido el que buscamos, ahora que sabemos lo de Póstumo. Paulo y
Julia no le habrían tenido la menor confianza. Así que estamos atascados. El que
dio el respaldo de alta graduación que necesitaba la conspiración tendría que
sobresalir mucho, pero no es así. Y no es así porque no había nadie que fuera
tan importante.
—No te desanimes, Corvino —me regañó Perila—. No está tan mal. Al
menos ahora tenemos la conexión con Póstumo. Ojalá lo hubiéramos sabido
antes de...
Calló de golpe, y me incorporé.
—¿Has pensado en algo? —pregunté.
—No. No, no es eso. Nada relacionado directamente con Póstumo, al
menos. Pero he recordado algo que mi padrastro escribió en uno de sus
poemas, y que podría encajar con lo que nos dijo Harpala sobre la muerte de mi
tío.
—¿Sí? ¿Qué cosa?
—No puedo citar los versos de memoria. Necesito el libro. —Se levantó—.
Aguarda un momento. El tío Fabio tenía todas las obras de mi padrastro. Habrá
un ejemplar en su estudio.
Mientras yo esperaba, me serví otra copa de vino de la nueva jarra. No le
había ocultado nada a Perila. Aparte de Tiberio, no había nadie que tuviera el
poder que buscábamos, máxime porque si las cosas se complicaban Paulo y sus
amigos habrían tenido que liquidar al mismo Verruga. En tal caso no podían
ganar demasiado. Y aunque el cuarto conspirador hubiera sido un agente doble,
los otros tendrían que considerarlo leal. No, estaba atorado. Mi única
posibilidad era que surgiera otra cosa. Si Escílax localizaba al mastodonte con
acento de serrucho...
—Aquí está, Marco. —Perila había regresado con un libro parcialmente
desenrollado. Me lo entregó y se inclinó sobre el respaldo de mi silla mientras
yo leía, y me apoyó la afilada barbilla entre el cuello y el hombro.
Te proponías, Máximo, orgullo de los Fabios,
David Wishart Las cenizas de Ovidio
131
suplicar por mí ante el dios Augusto
pero moriste antes de presentar tu súplica.
Creo
que causé tu muerte,
Máximo
(yo, que tan poco valía).
El miedo ya no me permite confiar en nadie.
Con tu muerte, la ayuda misma ha muerto
Augusto se disponía a perdonar mi engaño
cuando también él murió,
para mal
de este mundo y de mis esperanzas.
—No tiene sentido, ¿verdad? —dijo Perila cuando dejé el libro—. ¿Cómo podía
mi padrastro pensar que él era responsable? Hacía seis años que estaba
desterrado en Tomi cuando murió el tío Fabio.
No dije nada. Pensaba en Marcia. Ella también se había culpado por la
muerte de Fabio. Dos personas sostenían, cada una por su parte, que habían
causado una muerte que según las apariencias no era culpa de nadie: la muerte
natural de un viejo cansado. Aunque hubieran obligado a Fabio a suicidarse,
ambos no podían tener razón.
A menos que sí la tuvieran.
—¡Marco! —De pronto Perila me estrujó el hombro—. ¡Te hice una
pregunta!
—¿Qué? —Parpadeé. Quizá había vuelto a beber demasiado vino—. Sí,
disculpa. Hazla de nuevo.
—¿Cómo pudo mi padrastro haber causado la muerte del tío Fabio cuando
estaba en Tomi?
—Júpiter sabrá, Perila. Pero tiene que relacionarse con lo que Marcia le dijo
a Harpala. Quizá... —Callé al sentir el primer cosquilleo de una idea.
—¿Quizá qué?
—Quizá Fabio no murió porque supiera sobre la visita de Augusto a
Planasia. Quizá hubiera un motivo adicional.
—Corvino, ¿por qué...?
—No, espera. Déjame reflexionar. Sí, Planasia sería una buena razón para
que Tiberio quisiera cerrar la boca de tu tío para siempre. Pero digamos que
Fabio hubiera provocado la inquina de Verruga por otro motivo. Digamos que
casi había logrado algo que no sucedió, pero podría haber sucedido si Augusto
no hubiera muerto cuando murió.
—¿Eres abstruso adrede, o soy yo quien no entiende?
—Mira de nuevo esos versos y respóndeme una pregunta. ¿Quién murió
primero? ¿Augusto o Fabio?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
132
—Te lo puedo decir ya mismo. Mi tío vivió un mes más que el emperador.
Tú lo sabes.
—Claro. Lee el poema de nuevo. —Ella lo leyó, y sus ojos azorados
escrutaron los míos—. ¿Ves? Ahora dímelo de nuevo.
—¡Esto sugiere que era el tío Fabio!
—Así es. Ovidio cambió el orden de las muertes.
—¿Pero por qué?
Me encogí de hombros.
—Tomi está muy lejos de Roma. Las noticias viajan despacio, a veces se
distorsionan. ¿Y qué es un mes, después de todo? Puede haber muchos motivos.
Pero el meollo no es ése.
—¿Y cuál es?
—La reacción de tu padrastro. Dice que Augusto ya empezaba a
ablandarse, pero la súplica formal de Fabio por un indulto nunca se hizo, así
que todo quedó en nada. Sabemos que es así porque el emperador murió
primero, pero Ovidio lo interpretó del modo contrario.
—Marco, no entiendo adónde quieres llegar.
—Es sencillo. Ovidio pensó que tu tío había muerto primero y se culpó por
su muerte, ¿sí?
—Sí, pero...
La interrumpí.
—¿Y qué le hizo pensar que la muerte de Fabio se relacionaba con una
intercesión a su favor? Y dado que él sabía cuál era su propio delito, ¿por qué
no tendría razón?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
133
2244
Cuando llegué a casa, me esperaba una carta de Cayo Pértinax.
Pértinax era el hombre que podía conocer todo sobre escándalo de Julia. No
la Julia de Paulo sino su madre, la hija de Augusto, que había sufrido el exilio
cuando la guardia urbana la sorprendió en una de sus correrías una noche en el
foro, mientras su esposo Tiberio sufría su exilio en Rodas. Harpala había
sostenido que también ella era inocente. Yo no sabía qué tenía que ver con
nuestro pequeño enigma (ese escándalo había estallado diez años antes de que
Ovidio se fuera a Tomi) pero aun así era una pista. Y teníamos menos pistas que
erecciones de eunuco.
Yo había conocido a Pértinax toda la vida. Era un ex subalterno de mi
abuelo cuando el viejo era prefecto de la ciudad, cuarenta y pico años atrás, y
los dos se llevaban tan bien como las habas con la salsa de pescado. Mi abuelo
no había conservado ese puesto largo tiempo. Según una tradición familiar (del
tío Cota, no de mi padre) había dimitido porque era, en sus propias palabras,
un «gran dolor de trasero». Claro que no era la frase que había usado ante
Augusto. El motivo oficial que presentó fue «antidemocrático». Supongo que
era la expresión más fuerte que podía usar sin provocar un nudo en los calzones
imperiales.
A diferencia de mi abuelo, Pértinax debía ganarse el pan de cada día.
Trabajaba en el servicio urbano y cuando arrestaron a Julia la mayor él ocupaba
uno de los puestos más altos de la guardia. Comandante regional, nada menos.
De la región octava, la zona del foro...
Así es. Oro puro, ¿verdad? Si el tío Cayo no podía decirme qué había
ocurrido esa noche, nadie podría.
Se había retirado tiempo atrás. Vivía en una granja de la campiña —a
treinta millas, en la vía Apia— donde cultivaba las mejores peras y manzanas
que uno podía saborear. Yo iba allá con mi abuelo en la época de la cosecha
cuando era niño, y Pértinax me cobró afecto. Todavía me enviaba una muestra
de la cosecha en otoño, y yo lo visitaba cuando estaba por allá para ver cómo
andaba.
Cuando surgió el tema de Julia, había mandado a un mensajero a la casa de
Pértinax con una nota en que le pedía si podía ir a verle para hacerle preguntas
sobre un tema que no especifiqué. He aquí la lacónica respuesta (el tío Cayo
podría haber dado lecciones de prosa a un espartano):
Cayo Atio Pértinax a Marco Valerio Mesala Corvino. Salud.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
134
Ven cuando quieras. Trae pescado.
Sonreí al leerla. Algunos sienten debilidad por el dinero, otros por el poder,
otros por las mujeres. La de Pértinax era el pescado, y vendería su alma por un
esturión. Cuando iba a cenar con mi abuelo (alrededor de una vez al mes) el
viejo Corvino enviaba a su cocinero Filipo a recorrer el mercado de pescado del
Argileto en busca de la selección más amplia y mejor que pudiera conseguir. Le
costaba bastante —el buen pescado vale un brazo y una pierna en Roma, y
siempre ha sido así— pero mi abuelo era generoso con sus amigos. Nunca
entendí por qué Pértinax no se había instalado más al sur al retirarse; en
Nápoles, por ejemplo, cuyo marisco lograría que el mismísimo Júpiter acudiera
martilleando su plato. Quizá había pensado que el exceso de perfección era
peligroso. O quizá prefería cultivar buenas manzanas.
Cuando leí la nota, envié a Batilo en busca de un barril de ostras de Bayas y
el esturión más grande que pudiera llevar a casa sin provocarse otra hernia,
despaché un a recadero para avisar a Perila de dónde iba y por qué, y pedí el
carruaje.
El viaje fue tranquilo. Sin saber cuánto tránsito habría en la vía Apia
después de la fiesta (no había mucho), había llevado el gran carro dormitorio.
Una treintena de millas no parece mucho, pero ya me habían pillado en una
carretera lenta y era un modo sensato de viajar, a menos que uno quiera que las
pulgas lo coman vivo en una pintoresca posada o tenga conocidos en el camino
(y yo no tenía ninguno, o ninguno con quien quisiera pasar la noche). Aparte
del cochero y mi esclavo Flavo, llevé a los cuatro Amigos Entrañables. Tres de
ellos podían cabalgar sin caerse. El cuarto solía aterrizar de cabeza, lo cual no
parecía preocuparlo y brindaba un inocente esparcimiento para los demás. Yo
había apostado conmigo mismo (y gané la apuesta sin dificultad) a que se caería
redondo al menos una vez por milla.
Pértinax se veía bastante bien para ser septuagenario, pardo como una baya
y con menos barriga que yo. Cuando vio el esturión, los ojos se le iluminaron
como un candelabro de veinte lámparas.
—Al vapor, despacio y con coriandro —murmuró cuando dos de sus
muchachos sacaron el pescado del maletero—. Quizá con una salsa de apio y
menta. ¿Qué te parece, Marco?
—Es tu pescado, tío. Sírvelo como te apetezca.
—Estoy en deuda contigo, muchacho. Veamos qué opina Néstor. —Néstor
era el cocinero—. ¿Qué hay en el barril? ¿Erizos?
—Ostras.
—¿Ostras de Bayas?
—¿Qué menos?
—¡Por Júpiter! No he probado guiso de ostras desde el Festival de Invierno.
Eres un auténtico romano, muchacho, y un caballero, que no es lo mismo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
135
―Pértinax era de Cremona—. Entra. Tengo un par de jarras de buen vino de
Rodas que pide a gritos que lo beban.
Lo seguí dentro. El lugar parecía diferente de la última vez que yo había
estado allí.
—Has hecho algunos cambios —comenté.
—Así es, muchacho. He construido otro estudio, para recibir la luz del sol
por la tarde. Ahora iremos allí. Al mismo tiempo reformé los baños, así que
podrás lavarte bien el polvo antes de comer.
La granja de Pértinax era un auténtico establecimiento agrícola, pero él
nunca había sido un Catón de cara agria. Y su interés en la construcción lo
había mantenido en marcha desde que su esposa había fallecido tres años atrás.
—La decoración del comedor también es nueva. Un fulano que contraté en
Nápoles. Dime qué te parece.
—Primero bebamos el vino. Tengo el gaznate como el escroto de un
camello de patas cortas.
Pértinax rió entre dientes.
—Tienes el modo de hablar de tu abuelo, muchacho. Y las mismas
prioridades. Ponte cómodo mientras converso con Néstor sobre la cena. Te
enviaré el vino, no te preocupes.
Me acosté en un diván de la sala y examiné los murales. La difunta esposa
de Pértinax no los habría aprobado. A ella le agradaban las naturalezas
muertas. Uvas y faisanes colgantes, ése era su límite. Las ninfas y sátiros
quedaban totalmente excluidos. Y al ver estas ninfas y sátiros, se habría puesto
a blanquear las paredes. Me pregunté si el tío Cayo no se encontraría aun en
mejor forma de la que aparentaba.
Llegó el vino, con un cuenco de manzanas de la última temporada, un poco
mustias, pero duras y dulces por dentro. Me evocaron recuerdos.
—¿Está bien? El vino, quiero decir.
Alcé los ojos. El tío Cayo había entrado mientras yo no miraba y se servía
una copa de la jarra.
—Muy bien —dije con sinceridad—. Siempre he pensado que el vino de
Rodas está sobrevalorado, pero éste no. ¿Dónde lo consigues?
—Otro fulano de Nápoles. El primo del arquitecto. Los griegos hacen las
cosas en familia.
—¿El arquitecto también hizo el mural?
—Así es. ¿Te gusta? A mí me pareció bastante bueno.
—Tendrás que darme su nombre. Ese tipo tiene talento.
—Espera a ver el comedor. Te deslumbrará. —Se acomodó en el diván y
eligió una manzana—. Muy bien. Los baños se están calentando y nos quedan
un par de horas antes de la cena. ¿De veras quieres hablar de arte pornográfico
o te gustaría decirme a qué has venido?
Sorbí el vino.
—Háblame de Julia —dije.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
136
—¿Qué Julia?
—La hija del viejo emperador.
—Ah. —Apoyó la copa en la mesa—. Me imaginé que sería algo así, joven
Marco.
Mierda. Estábamos lejos de Roma, pero el tío Cayo aún tenía sus contactos.
—¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que dije. —No soltaba prenda, por lo visto—. ¿De veras
necesitas saberlo?
—Absolutamente.
Pértinax miró su copa.
—Aunque vivo aislado, me entero de ciertas cosas, Marco. Y seré viejo,
pero no tonto. ¿Qué responderías si te dijera que lo que pasó con Julia ya no
tiene importancia, y que más te valdría no saberlo?
Ya me lo habían dicho antes. Al parecer había viajado en vano.
—Respondería que soy yo quien debe decidirlo, tío. Y que debo saberlo, al
menos para mi paz de espíritu.
Me miró a los ojos.
—Eres como tu abuelo, Marco, muy parecido. Es como si él mismo hablara.
—Titubeó—. Hay una mujer metida en esto, ¿verdad?
Ni siquiera pensé en mentir. Era lo menos que le debía.
—Sí, hay una mujer. Una cliente. Se llama Rufia Perila. Es la hijastra de
Ovidio.
—¿La amas?
Tenía la garganta seca.
—Sí.
—¿Tanto como para sacrificar tu carrera política?
—Sí.
—¿Estás seguro, Marco? ¿Absolutamente seguro?
—Sí.
—Porque ésa podría ser la consecuencia Y quizá no valga la pena. No me
refiero a ella. Me refiero a lo que sucede si posees la información pero no eres la
persona indicada. ¿Entiendes?
—Sí, entiendo.
—¿Aun así quieres que responda a tu pregunta?
—Sí.
Suspiró y desvió los ojos.
—Entonces eres un necio, muchacho. Aun así, te diré lo que pueda.
Me relajé.
—Gracias, tío. Te lo agradezco. De veras.
—No quiero gratitud. Tu padre me mataría por esto, si lo supiera. Pero
nunca soporté al joven Mesalino y creo que tu abuelo lo habría aprobado, lo
cual es mucho más importante. Además, soy demasiado viejo para inquietarme.
Pregunta, hijo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
137
—Creo que Julia era inocente.
—Ésa no es una pregunta.
—¿Lo era?
Vaciló un rato. Un rato muy largo.
—Sí —dijo al fin—. Julia era inocente. Del adulterio, al menos.
Estaba cansado de escarceos. Quería los hechos concretos.
—Sólo dime qué ocurrió esa noche, tío Cayo. Por favor.
Se levantó y fue hasta el sitio donde el esclavo había dejado la jarra de vino.
No me miró mientras llenaba su copa.
—Muy bien, Marco. Te diré lo que ocurrió. Con exactitud. ¿Sabes que
nuestra compañía era responsable de la región octava, la zona del foro?
—Sí. Por eso te pregunto.
—Bien. Pues yo había salido con los muchachos. Comenzamos nuestra
patrulla al anochecer, como de costumbre. Recogimos a un par de borrachos
revoltosos cerca del teatro de Marcelo y les machacamos la crisma. Luego
caminamos hacia la calle Palacina. Uno de los muchachos creyó ver que alguien
irrumpía en una taberna, pero era un gato. Regresamos por el lado norte del
Capitolio, pasando la linde de la Ciudadela y entrando en el foro. Luego
subimos por la vía Sacra. El joven Publio Áfer tenía una piedra en la bota, así
que nos detuvimos mientras él se apoyaba en la pared de una tienda para
sacársela.
¿Qué demonios pasaba? No era típico de Pértinax alargar una historia. Él
hablaba como escribía. Si le dabas una nuez para cascar, iba directamente al
medio.
—Mira —le dije—, sólo me interesa Julia, ¿recuerdas? ¿Esa criaturilla
cachonda que follaba en grupo en la plataforma de los oradores?
—Y yo te estoy contando lo que pasó, Marco. Con exactitud. Cuando Publio
se puso la bota, seguimos hacia la Suburra. Estaba bastante tranquilo...
Al fin comprendí.
—¿Quieres decir que no pasó nada? ¿Nada en absoluto?
Pértinax llevó la copa a su diván y se acostó. Ahora sus ojos relucían como
fichas de mármol.
—No pasó nada, muchacho. Absolutamente nada. Si la hija del emperador
fornicó en el foro, no fue esa noche. Y si alguien la vio, no fuimos nosotros.
—¡Pero tiene que haber estado allí! Todos dicen... —Me detuve. Perila había
probado ese argumento conmigo cuando hablábamos de la otra Julia. Y
entonces tampoco era convincente.
Pértinax asentía.
—Así es, Marco. Lógica circular. Todos dicen que estuvo allí, así que estuvo
allí. Quod erat demonstrandum. —Bebió un buen trago de vino—. Sólo que no
estuvo. El cuento de la orgía es un mito. Créeme.
—¿Y qué hay de los hombres que estuvieron? ¡Se acostaba con los tipos más
destacados de Roma!
David Wishart Las cenizas de Ovidio
138
—Dame nombres, Marco.
—Eh... —reflexioné—. Sulpiciano. Uno de los Escipiones. Sempronio Graco.
No recuerdo a los demás, pero consta en los documentos. Y Julio, desde luego.
—Mencionaban a Julio Antonio como el principal amante de Julia.
—Desde luego —dijo secamente Pértinax—. ¿Notas algo?
—¿Qué debo notar? Como decía, son todos grandes nombres pero...
—No tiene asidero, muchacho. Escucha. —Contó a los hombres con los
dedos—. Cornelio Escipión. Nieto de Escribonia, primera esposa del
emperador, y así primo carnal de Julia. Graco, un «adúltero empedernido»,
según el acta de acusación. Supuestamente se acostaba con Julia cuando ella era
la esposa de Agripa. La ayudó a redactar una carta de queja a Augusto.
Sulpiciano. Cónsul siete años antes. Un hombre tranquilo, sin mayores
convicciones, salvo su profunda devoción al emperador. —Hizo una pausa—.
¿Ya captas la idea?
Empezaba a sentir un cosquilleo en el cuero cabelludo.
—Quizá. Continúa.
—Podría darte otros nombres que no has mencionado, pero quedémonos
con Julio. Julio Antonio, adúltero máximo, hijo de Marco Antonio. Criado por
Octavia, hermana de Augusto, como si fuera propio. Profundamente devoto de
Augusto. Casado con Marcela, sobrina del emperador, con tres hijos. Toda su
carrera política fue supervisada personalmente por Augusto. Cuando era niño,
hasta fue incluido en el altar de la Paz, junto con el resto de la familia imperial,
con la mano sobre la cabeza de Julia. ¡Por favor, Marco! ¿Aún no lo entiendes?
Una cosa fría con muchas patas me corría por la espalda.
—Todos políticos. Vinculados con la familia imperial, por sangre u
obligación.
—¿La familia imperial?
Mierda.
—Con Augusto, entonces. Con Augusto personalmente. O con su primera
esposa.
—¡Recuerda eso, muchacho! Ahora bien, dices que todos tenían una
vinculación personal con Augusto. ¿Todos ellos?
—Sí, al margen de Graco.
—¿Y qué tenía Graco de especial? ¡Vamos, puedes lograrlo! ¡Puedes,
muchacho! ¿Cómo lo describían? ¿Qué dije que decía el acta de acusación?
Yo sudaba a mares.
—Era un «adúltero empedernido». El amante permanente de Julia.
—¿La palabra «empedernido» te suena conocida?
Libertino empedernido. ¡Diantre!
—¿Póstumo?
—Vas bien, muchacho. ¿Y quién es Póstumo?
—El nieto de Augusto. —¡De nuevo Augusto! ¡Por Júpiter!
—¿E hijo de quién?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
139
—De Julia. Nuestra Julia. La hija del emperador.
—Así es. Así que volvamos a Graco. ¿Algo más? ¡Vamos, mu chacho! ¿Qué
hay de esa carta que mencioné, destinada a Augusto? ¿La carta que Graco
ayudó a escribir a Julia? ¿De quién se quejaba ella?
Me estallaba la cabeza.
—¡Demonios! ¿Cómo diantre puedo saberlo?
—Está bien. Se quejaba de su esposo. ¿Y su esposo era...?
La respuesta me pegó en la frente como la maza de un matarife.
—¡Tiberio! ¡El esposo de Julia era Tiberio!
Pértinax se reclinó con una sonrisa de satisfacción.
—Te has ganado un puñado de nueces —dijo.
Yo estaba azorado. Conque había una relación, después de todo. Siempre
volvíamos a Tiberio, al emperador. Julia la mayor. Su hija. Paulo. Fabio y
Póstumo...
¿Ovidio?
—¿Quieres decir que fue Tiberio? ¿Tiberio le tendió una trampa a Julia? ¿Su
propia esposa?
La sonrisa se borró. Había pasado algo por alto, obviamente. Pero no
entendía qué.
—Marco —dijo Pértinax lentamente—, no suelo hablar de política.
Abandoné esa cloaca hace años y nunca lo lamenté. Pero voy a educarte, hijo.
Accederé a tu petición. Tiberio es sólo la mitad de la historia, y recibirás la
totalidad. Aunque te cueste la vida. Cosa que es muy posible, si no te andas con
cuidado. Con mucho cuidado. Recuérdalo.
No dije nada. Pértinax se levantó del diván, trajo la jarra y llenó ambas
copas.
—Sólo te cuento esto porque me recuerdas a tu abuelo. ¡Es el único motivo,
muchacho! Creo que él habría confiado en ti y habría querido que lo supieras.
Así que yergue esas estúpidas orejas de patricio romano privilegiado y escucha.
Varo a sí mismo
Hablábamos de traición.
La mía, como habéis visto, es inofensiva, y ni siquiera merece ese nombre;
una argucia diplomática que sin duda el emperador aprobará pero que todavía
me niego a revelarle. A largo plazo resultará provechosa para Roma además de
ser (espero que más inmediatamente) rentable para mí: a mi juicio, la
combinación perfecta. No soy un traidor hecho y derecho, como Livia. Si los
dioses otorgan una mínima importancia a los crímenes de traición y asesinato,
la esposa de Augusto está condenada.
Con esto no revelo ningún secreto. La mayoría de sus allegados conocen los
hechos, sin excluir a Augusto. No dudo que la emperatriz, al igual que la
mayoría de los traidores (como yo), diría que actuó en bien del estado. Quizá
David Wishart Las cenizas de Ovidio
140
hasta pueda defender su posición. También se puede entender que una madre
prefiera a su propio hijo y no al descendiente de su predecesora. Sin embargo, si
Livia promueve los intereses de Tiberio mediante el subterfugio y las
acusaciones falsas, es harina de otro costal. Por decirlo sin vueltas, la emperatriz
es una zorra traicionera y asesina.
¿Dónde están ahora los Julios? ¿Dónde está la familia de Augusto, que
tendría que haber heredado sus honores? Veamos la nómina. Julia, su única
hija, acusada de un delito infecto que nunca cometió: pudriéndose en el exilio
en Regio. Sus hijos Cayo y Lucio, a quienes Augusto preparaba para gobernar el
imperio: muertos, envenenados por los agentes de su madrastra. Póstumo, el
hermano menor: difamado, humillado y desterrado a Planasia. Salvo por la
joven Agripina, todos eliminados.
¡Zorra!
Al fin, hace un año, la otra Julia, la nieta de Augusto. Al igual que su
madre, desterrada por una acusación inventada, y su marido ejecutado por una
conspiración que ni siquiera era una conspiración.
¡Zorra!
Si hay un mínimo de justicia, Livia arderá, y el cabrón de su hijo arderá con
ella. Y si yo soy un traidor, al menos soy un traidor limpio, gracias a los dioses.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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2255
Me fui de la granja a primera hora de la mañana, y aún me zumbaba la cabeza.
Me alegró haber llevado el carro dormitorio, porque me permitió reflexionar
cómodamente.
El viejo no me había dicho nada que yo no supiera, en lo referente a los
hechos. Pero me había esclarecido en cuanto a las concatenaciones: como mirar
un bordado complejo desde el reverso. Siempre había sabido que la vieja
emperatriz era una zorra desalmada, pero ni siquiera había sospechado cuán
desalmada, ni cuán zorra.
Para poner en el trono las posaderas furunculosas de su hijo de ojos azules,
Livia había acechado a los Julios uno por uno y los había tumbado. Era grato
enterarse, pero ya no tenía la menor relevancia, tal como decía mi padre. A fin
de cuentas, Verruga era emperador, todo era dulzura y luz y sólo un tonto
zarandea el sistema. Pero había un detalle que no era irrelevante. No había
perdido el olor con los años, y no era de conocimiento público, y se relacionaba
con la conspiración de Paulo. Si yo podía averiguar cuál era ese detalle,
tendríamos la solución del enigma.
Aún estaba pensando cuando el cochero soltó un grito y el carruaje se
detuvo. Abrí la puerta y me asomé.
Un vistazo fue suficiente. Estábamos en un brete. Un auténtico brete. Aún
nos faltaba media milla para llegar a la vía Apia y el camino atravesaba un
terreno pantanoso por un tramo de tablones. A cincuenta yardas lo habían
bloqueado con una valla de estacas afiladas. No teníamos margen para virar,
retroceder era imposible y a juzgar por el aspecto del terreno de ambos lados ni
siquiera los caballos de los Amigos Entrañables habrían podido avanzar más de
un corto trecho. Detrás de la valla se erguían una docena de cabrones de
aspecto sanguinario que vestían armadura de cuero y empuñaban espadas
cortas.
Volví al interior del carruaje. Al menos esta vez había ido preparado. Hay
penas severas por armar a los esclavos, desde la época de Espartaco. Si
hubiéramos estado en Roma, no habría corrido el riesgo, pero en las afueras era
otra historia. En el compartimiento de bagajes, bajo el asiento, había seis
espadones de caballería, que son armas temibles para cualquier rasero.
—¡Muchachos! —les grité a mis galos—. ¡Mirad lo que trajo papi!
Los ojos se les iluminaron como candelabros de cincuenta lámparas y aun
antes de tocar las armas ya se atusaban los bigotes y apretaban los dientes. Era
de esperarse. Si le entregas una espada a un galo, es como haber destapado el
David Wishart Las cenizas de Ovidio
142
Tártaro. Aún nos superaban dos a uno en número (el cochero y mi esclavo
personal no contaban) pero había motivos para ser optimista. O eso pensé
cuando desenvainé mi propia espada y salté del carruaje para participar en la
acción.
Un error. Lo supe en cuanto el primer contrincante se me abalanzó. La
eficaz estocada parecía sacada del manual del ejército, y casi me ensartó. Moví
la puerta del carruaje, pegándole en el hombro izquierdo y haciéndolo girar,
luego alcé mi espada y la hundí bajo la axila, donde la coraza no le daba
protección. Uno menos. Miré ansiosamente a los Amigos Entrañables. No hacía
falta preocuparse. Trajinaban alegremente al estilo galo: ningún punto por
sutileza, varios millones por entusiasmo. Tres cabrones más cayeron como
pollos trinchados antes de que pudieras decir Vercingetórix.
Los restantes cambiaron de táctica, trabajando en equipo, y de nuevo era
evidente el adiestramiento militar. Por el rabillo del ojo vi que Flavo, mi esclavo
personal, recibía un mandoble que le transformó la garganta en una pulpa
sanguinolenta. Luego dos de ellos me acometieron al mismo tiempo y sentí el
filo del acero en las costillas. Todavía no me llegó el dolor. Sin pensarlo, bajé la
pesada empuñadura de la espada con fuerza, dándole a uno en la muñeca. El
hueso crujió, y él chilló. Antes de que pudiera recobrarse, le hundí en la
entrepierna la daga que empuñaba con la mano izquierda.
Retrocedí cuando algo que parecía una vara voló sobre mi hombro y se
clavó en el maderamen del vehículo. El segundo atacante, dispuesto a
ensartarme con la espada, también lo vio. Miró detrás de mí con ojos
desorbitados, viró y echó a correr. Una segunda jabalina lo atravesó como una
liebre.
Me arriesgué a echar un vistazo.
Yo tampoco podía creerlo.
—¡Oye, Tito, buen tiro!
—¡En el blanco!
—¡Ti-to! ¡Ti-to! ¡Ti...!
—¡Miradme! ¡Eh, muchachos, miradme!
Embistieron contra la barricada como una manada de lobeznos inquietos,
impecables en su bonita armadura nueva. Ninguno tenía más de diecinueve
años ni menos de quince, salvo el menudo y canoso decurión que iba en
retaguardia, que estaba rojo como una remolacha de tanto ladrar órdenes que
nadie escuchaba.
—¡No os separéis, cabrones! ¡Tú, Marco Sedilio, sube esa maldita punta!
¡Quinto, con el maldito canto no, imbécil! Te lo he dicho mil veces...
Sé que no era el momento ni el lugar, pero no pude contenerme. Quizá
fuese histeria. Me senté de espaldas contra las ruedas del carruaje y me reí hasta
las lágrimas mientras esos chicos despedazaban a nuestros atacantes. No les dio
mayor trabajo. Los pocos que quedaban en pie después de la andanada de
jabalinas quizá no supieran qué día era ni para dónde quedaba el cielo, y
David Wishart Las cenizas de Ovidio
143
mucho menos qué les había pegado. Sólo vi a los chicos en problemas una vez,
cuando un grandote de hombros osunos arrinconó a uno contra la barricada. El
decurión se interpuso antes de que pudieras decir «cuchillo», y despachó al
cabrón con el quite, la finta y la estocada más elegantes que había visto fuera de
una demostración.
Al finalizar, limpió la espada en unos matojos, la guardó en una gastada
vaina y se me acercó.
—¿Te encuentras bien, señor? —preguntó.
—Sí, eso creo. —Miré en torno para ver cómo andaba mi equipo. Aparte de
Flavo, todos habíamos sobrevivido. Uno de los galos tenía un tajo en el hombro,
otro sangraba por una herida de la cabeza y un tercero cojeaba, pero todos
estaban en pie y no vi trozos desparramados por el lugar. Ningún trozo galo, al
menos. Lisias el cochero se había quedado en el pescante, sin intervenir en la
refriega. Me recordé que debía privar a ese inepto de sus privilegios cuando
llegáramos a casa—. Gracias, amigo.
El decurión escupió púdicamente.
—De nada, señor. Por suerte, los muchachos y yo pasábamos por aquí.
—¿Son reclutas?
Su cara de bota se partió en una sonrisa, mostrando dientes que parecían
lápidas.
—En efecto, señor. Los entrené yo mismo. Nos dirigíamos a Puteoli. El
joven Tito oyó la bulla desde el camino.
Por el rabillo del ojo vi que algo se movía y me giré blandiendo la espada.
Uno de los cuerpos de la linde del grupo se había levantado y corría por el
camino, apretándose el flanco de su coraza ensangrentada.
—¡Marco! —gruñó el decurión.
—¡No, esperad! —grité, pero demasiado tarde. La jabalina ya se había
clavado en la nuca del fugitivo y lo tumbó como un conejo ensartado.
—¡Hurra!
—¡Estupendo, Marco!
El alumno estrella, obviamente. El decurión no se había movido.
—Excúsame, señor —dijo cortésmente, y se volvió hacia los jóvenes que lo
festejaban—: ¿Cuántas veces debo decirlo, malditos maricas? Antes de
descansar, revisad los malditos cadáveres. ¿Quién lo había abatido?
—Lo lamento, decurión.
—Sin lamentos, joven Quinto. Con lamentarlo no remedias nada. Constará
en el informe, muchacho. —Se volvió hacia mí—. Perdona, señor. ¿Puedes
decirme qué pasó?
Me encogí de hombros.
—Nos atacaron. Es todo lo que puedo decirte. —No revelaría mucho, si
podía. Aunque ese hombre me hubiera salvado el pellejo.
El decurión echó una mirada experta a la barricada.
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—Por lo visto te esperaban, señor. Una pandilla numerosa, y bien armada.
No ocurre con frecuencia tan cerca de una carretera importante. ¿Estás seguro
de que no te buscaban a ti?
—¿Por qué me buscarían a mí?
—Tú lo sabrás mejor que yo, señor. —Una respuesta cauta, en tono cauto.
El hombre no tenía un pelo de tonto. Y no insistió sobre el asunto. Yo había
visto desde el principio que había reparado en la calidad del carruaje y en la
ancha franja purpúrea de mi túnica. Y no demostraba el menor interés en las
espadas de mis muchachos. Lo cual significaba que se había fijado en ellas.
—No se me ocurre ningún motivo, decurión.
Se frotó la nariz con un dedo que parecía arrancado de un tocón de olivo.
No me creía, obviamente. Pero una cosa es la incredulidad, y otra llamar
mentiroso a un aristócrata a la cara.
—Entonces es un misterio —dijo—. Quizá deberíamos haber pillado a ese
último tipo y patearle los genitales hasta que hablara.
Estupendo, pensé. Dime algo que ya no sepa.
—Quizá no sea demasiado tarde. —Giró sobre los talones—. ¡Oíd,
cabrones! ¿Queda alguno con vida?
—Sólo fiambres, decurión —respondió jovialmente el chico que había
arrojado la jabalina.
—¿Estás seguro esta vez, Marco?
—Sí, decurión.
—¡Mierda! —Se volvió hacia mí—. No importa, señor. No tiene remedio.
¿Puedes darme tu nombre? Lo necesito para el informe.
Sabía que no me convenía mentir. Era fácil corroborar los nombres.
—Corvino —dije—. Valerio Mesala Corvino.
Ensanchó los ojos.
—¿Algún parentesco con el cónsul? ¿Valerio Mesala Mesalino?
—Sí, es mi padre.
La cara del decurión se iluminó. Se cuadró en un impecable saludo militar.
—Sexto Pomponio. Fui soldado en la tercera centuria, Vigésima Valeria.
Serví al mando de tu padre en Ilírico.
Vaya, sensacional. Justo lo que necesitaba, una reunión de veteranos. Pero
el hombre me había hecho un gran favor. Lo menos que le debía era la cortesía
de un poco de cháchara.
—¿Estuviste en la rebelión?
—Así es. Casi perdimos la puta provincia. Con perdón de la expresión,
señor.
—¿Qué tal era mi padre? ¿Como general?
De veras quería saberlo. Si creías lo que mi padre decía sobre su
desempeño en la revuelta iliria con Verruga, era César y Alejandro en uno. Me
interesaba saber qué pensaban los soldados comunes. Pomponio endureció el
rostro como cemento.
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—Era aceptable, señor —dijo cautamente.
—¿Pero nada especial?
—No es aplicable, señor. El gobernador no era soldado. Con todo respeto.
No era culpa suya si era un chupat... un administrador, señor.
Sonreí. ¡Maravilloso! Había calado bien a mi padre.
—Entiendo, Pomponio. Lo de chupatintas describe perfectamente a mi
padre.
No respondió con una sonrisa. El decurión me miró como una matrona
anticuada cuyo loro la mandase a la mierda.
—Como decía, señor. El gobernador era aceptable. Para tratarse de... un
administrador.
—¿Y Tiberio?
Pomponio se relajó visiblemente.
—Tiberio —dijo simplemente— era el mejor general con quien serví, señor.
Sin excepciones.
Un gran elogio, viniendo de ese hombrecillo. Era probable que Pomponio
estuviera masticando un yelmo cuando le salió el primer cliente.
—Oí decir que no gozaba de mucha popularidad entre la tropa —observé.
—Era severo, señor. Quizá demasiado severo. Pero con el general uno sabía
a qué atenerse. Aunque refunfuñáramos en los años previos al estallido de las
fronteras, nunca se dijo nada personal contra Tiberio. Ahora será primer
ciudadano, pero el general lleva las águilas en la sangre. Es un militar hecho y
derecho, un auténtico profesional. No se pillan peces cogiéndolos por la cola,
hay que andarse con cuidado. Mira al viejo Varo...
—¡Oye, decurión! ¡Mira esto! —Era el listillo de Marco, el rey de la jabalina.
Estaba agazapado frente al tipo que yo había matado junto al carruaje.
Nos acercamos. El muerto estaba boca arriba, el brazo derecha extendido al
lado, con la mano arqueada.
—Mirad la muñeca. —El chico señaló. En el lado interior del antebrazo
había un carnero azul.
—Mierda —murmuró Pomponio.
Yo sólo había visto esas cosas en los galos. Son muy aficionados a eso, aun
en las zonas más civilizadas. Punzan la piel con agujas que forman un dibujo, y
luego se frotan tintura en las heridas. No sale aunque lo raspes. Mis cuatro
muchachos estaban cubiertos de esos garabatos.
—¿Significa algo para ti, decurión? —Traté de mantener la voz calma.
—Claro. Es una insignia de legionario. La Quinta de Alaudae.
Cuadraba a la perfección. Era de esperar que las tropas de las Alondras,
que era una legión de la Galia, fueran aficionadas a los tatuajes. Así que el
sujeto era del ejército, tal como parecía.
—¿Sabes dónde está acuartelada la Quinta?
Era como preguntarle a un panadero si había oído hablar de la harina. El
decurión me marchitó con la mirada.
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—Claro que sí, señor. En Vetera.
Vetera, Germania.
El tipo había estado en una legión del Rin.
Me balanceé sobre los talones y reflexioné.
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2266
Era tarde cuando regresé, así que le pedí al cochero que me dejara en casa de
Perila.
Nos acostamos temprano, en cuanto le di el parte. Al principio estaba
preocupada por la estocada que me habían dado en las costillas, pero a
insistencia de Pomponio me había hecho revisar la herida en el camino y no era
demasiado grave. No tan grave, al menos, como para estropear mi estilo al cabo
de dos días de ausencia.
—Debe de haber sido el aire fresco, Marco —dijo ella cuando habíamos
terminado—. O quizá las emboscadas te sientan bien.
—Es el guiso de ostras. Pértinax insistió en que comiera tres porciones.
Noté que se reía.
—¡Puerco!
—Los puercos no comen ostras.
—Pero el efecto ya se habría disipado.
—No con las ostras de Bayas. Son las mejores del mundo.
Me estrechó en sus brazos y me besó el lado del cuello.
—Te amo —dijo.
—Ajá.
Guardamos silencio un largo rato.
—Perila —dije—, se me ha ocurrido una cosa.
—¿Sí?
—Sobre la conspiración de Paulo. Quizá...
—¡Ahora no, Marco! —protestó—. ¡Por favor!
—¿No quieres oírlo?
—No eres nada romántico, ¿sabes?
—Sólo estoy agotado. Pienso mejor cuando estoy agotado.
Me sonrió.
—Muy bien. ¿Cuál es tu gran idea?
—No. Si no quieres oírme, no me oigas.
—Corvino...
—Vale, vale. ¿Estás segura?
—Estoy segura.
—Bien. —Me volví y me tendí boca arriba, con las manos en la nuca—.
Damos por sentado que la conspiración era contra Augusto, ¿verdad?
—Desde luego. ¿Contra quién iba a ser?
—La emperatriz.
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Perila se apoyó en un codo y me miró.
—¿Livia?
—¿Por qué no? Si estaba liquidando sistemáticamente a los Julios, tarde o
temprano ellos tenían que reaccionar. No se quedarían cruzados de brazos.
—¡Corvino, es una tontería!
—No lo es. Escúchame. Digamos que el objetivo principal era deshacerse de
Livia. Cayo y Lucio ya están muertos, pero Julia la mayor y Póstumo se aburren
en sus islas. ¿Qué pasaría si alguien los liberase y se los llevara a alguna parte
donde Livia no pudiera tocarlos?
Perila suspiró.
—Absolutamente nada.
Respuesta equivocada.
—¿Por qué no?
—Porque, aunque a Augusto no le agradara que Tiberio fuera el sucesor, a
esas alturas no tenía mucha opción. Aunque supiera que Livia manipulaba las
cosas, lo que dudo.
Sacudí la cabeza.
—Pasas por alto un detalle. Hasta el momento Livia se había salido con la
suya porque actuaba en forma clandestina, o bien porque manipulaba a
Augusto para que él hiciera el trabajo sucio. El pobre diablo no tenía más
remedio que prestarse al juego por que ella había eliminado las demás
opciones.
Perila se volvió sobre el costado.
—He cambiado de opinión —dijo—. ¿Podemos dejar esto para la mañana,
por favor?
—No, escucha. —Tiré de la manta—. Los Julios sólo podían contraatacar
alterando las reglas. Si encontraban un comandante militar que los respaldara
en una de las fronteras, y lograban llegar a él, estarían a salvo en un sitio donde
Livia no podía alcanzarlos.
Perila gruñó.
—¡Por favor, Corvino! Sabes muy bien que el emperador controla las
designaciones militares. Los comandantes deben demostrar que son leales antes
de ser escogidos. Totalmente leales. Y aunque alguno no lo fuera, sería suicida
aceptar fugitivos políticos. Dejemos este asunto, por favor. Quizá tú no
necesites dormir, pero yo sí.
Se cubrió con la manta. Se la quité.
—Vale —dije—. Pero existe otra perspectiva en la que no hemos pensado.
Que Augusto estuviera al corriente de la conspiración desde el principio.
Perila abrió los ojos y se sentó.
—¡Pero ya sabemos que era así! ¡Silano era agente del emperador!
—Desde el principio, dije. No cuando ya estaba en marcha. Quizá desde
antes del principio.
—Lo siento, pero no te entiendo.
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—Mira. —Me incorporé y apoyé la espalda en al cabecera—. Partimos de la
hipótesis de que la conspiración era contra Livia, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Augusto sabe que ella hizo asesinar a sus nietos Cayo y Lucio. Sabe que
ella se las ingenió para persuadirlo de que exiliara a su hija Julia y a Póstumo.
Sabe todo esto pero, como bien dices, no puede hacer nada al respecto. Es
demasiado tarde, está atorado. Livia ha vencido, y sólo le queda Verruga.
—¿Y por qué acepta la situación? Es el emperador.
—Bien, Augusto hace arrestar a Livia. Comparece ante el Senado, la
denuncia como asesina y traidora, deroga las sentencias de Julia y Póstumo y
manda a Verruga a rascarse los forúnculos en Córcega. ¿Qué sucede entonces?
Ella frunció el ceño.
—Destruiría por completo su credibilidad.
—Eso mismo. ¿Y al cabo con qué se quedaría? Livia exiliada o muerta.
Verruga en desgracia, quizá en rebeldía. Póstumo demasiado joven para tener
poder. Sí, tendría la satisfacción de saber que se ha hecho justicia, pero habría
eliminado las habichuelas junto con las malezas.
—Pero si Augusto quería detener a Livia, no habría actuado de ese modo.
—¿Cómo habría actuado?
—Solapadamente. Habría... —Perila se interrumpió. Se le aflojó la
mandíbula y supe que la había convencido.
—En efecto. Habría actuado en secreto, habría organizado su propia
conspiración.
—Por todos los cielos, Marco. ¡Eso es descabellado!
—No, encaja. Mira, Julia y su abuelo llegan a un convenio. Augusto no
puede hacer nada directamente, pero promete su respaldo para ella y Paulo.
Hará la vista gorda ante la «conspiración» de los Julios mientras está en sus
preparativos, y los ayudará en las fases finales.
—¿Ayudarlos cómo?
—Ya te he dicho. Asegurándose de que tengan adónde ir. A un lugar
seguro, dándose aire para respirar al mismo tiempo, quizá elaborar un modo de
compensarles las cosas. —Mi cerebro estaba acelerado—. ¡Perila, eso explica a
nuestro cuarto conspirador! Recuerda que dijimos que tendría que ser muy
poderoso para darles la influencia que necesitaban para llevar a cabo el plan. ¿Y
si el cuarto conspirador era el propio Augusto?
—¡Por el amor de Júpiter!
—¿Te parece rebuscado? Bien, quizá no fuera el propio Augusto. Pero era
alguien que podía actuar como su representante acreditado. Uno de los grandes
comandantes de las legiones, digamos, o aspirantes a comandantes. Incluso un
gobernador militar. Quizá alguien como...
Me interrumpí.
—¿Alguien como quién?
—Como Quintilio Varo —murmuré.
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—Marco, te repito que es descabellado.
Sacudí la cabeza.
—No, no lo es. Varo sería perfecto, y los tiempos concuerdan. Él es el
hombre del emperador, incluso está casado con la sobrina nieta de Augusto. Si
él está en el equipo, los Julios tendrán adonde ir, porque cuando Paulo delate a
los demás, Augusto ya le habrá dado Germania a Varo.
Perila se sostenía la cabeza entre las manos como si estuviera a punto de
estallar.
—De acuerdo —dijo—. Si la conspiración tenía el respaldo secreto del
emperador, ¿por qué la destruyó?
—Porque se vio obligado. Porque tenía que cortar por lo sano y abandonar
la partida. Porque alguien delató todo a Livia.
—¿Alguien? ¿Quién, por ejemplo?
—Nuestro soplón original. Junio Silano.
—Corvino, es un disparate. Me dijiste que Augusto recompensó a Silano.
¿Lo habría hecho si el hombre lo hubiera traicionado?
—Claro que sí. Aunque tuviera que sacrificar a Julia. No le quedaba opción.
Tenía que desligarse por completo de la conspiración, y para eso tenía que
ponerse de parte del hombre que lo había traicionado. Quizá el silencio de
Silano fuera parte del trato.
Perila se había puesto de costado.
—Marco, estoy cansada y esto es complicado. Quizá todo suene mejor por
la mañana.
No le presté atención.
—Hay algo más. Ya tenemos una conexión con Germania. Ese muerto que
tenía un tatuaje en la muñeca sirvió en una legión germánica.
—Cuéntamelo mañana —murmuró.
—Pero en tal caso, ¿quién los envió a él y sus camaradas, y por qué? ¿Livia?
¿Verruga? ¿Alguien más?
No hubo respuesta, y al mirar a Perila la encontré dormida.
Varo a sí mismo
Arminio y yo nos hemos mantenido en contacto a través de los buenos oficios
de Ceonio. Fue un acierto valerme de él. Ese hombre es un conspirador nato.
Nuestra sociedad ha sido provechosa para todos los interesados: para Arminio,
para mí y, potencialmente, para Roma. So pretexto de cumplir mis obligaciones
militares, en la campaña de esta temporada he logrado arrancar los colmillos a
los caudillos germanos que eran enemigos suyos, con el resultado de que él va
camino de esa preeminencia que es nuestro objetivo.
La última etapa del plan es la más difícil. La primera parte ha concluido.
Tal como acordamos, he permitido que mi ejército se desviara para marchar
hacia el Teutoburgo. En la linde del bosque, Arminio nos atacará con todas sus
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fuerzas. Yo ordenaré una retirada, Arminio proclamará que nos ha infligido
una derrota y demostrará su valía ante sus aliados. Mi ejército quedará intacto,
y yo lo conduciré de vuelta al Rin. Los germanos le atribuirán el mérito a
Arminio y derramarán más cerveza en el festín de la victoria que sangre en el
campo de batalla. Los germanos adoran a los ganadores, y una «derrota»
romana, por simbólica que sea, contribuirá más que un centenar de discursos a
unir a las tribus bajo la égida de Arminio.
Claro que en Roma harán preguntas. Mi defensa será irrefutable: que volví
a evaluar la situación y los riesgos y decidí abandonar el avance de mala gana.
Me criticarán, pero no me acusarán abiertamente. Luego me retiraré
discretamente de la vida pública (a mi viejo cuerpo, después de todo, no le
restan muchos años más) y disfrutaré de las recompensas de una carrera sólo
levemente empañada hacia el final. El oro de Arminio será un gran consuelo en
mi infortunio. Le deseo suerte, y el mayor éxito.
Mañana entraremos en el Teutoburgo. Mis exploradores no se han topado
aún con fuerzas hostiles, pero la «batalla» no puede estar lejos. Medio día de
marcha, a lo sumo. No veo el momento de que llegue. El tiempo está
empeorando y estos bosques germanos son espantosos, aunque uno no crea en
lo que los supersticiosos nativos llaman el Waldgespenst. Ojalá que Arminio no
nos haga esperar mucho.
La noche está fría, y oigo el repiqueteo de la lluvia en el techo y las paredes
de mi tienda. Le he pedido a Agrón que me caliente un poco de vino. Quizá me
ayude a dormir.
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2277
Cuando llegué a casa a la mañana siguiente, un esclavo remoloneaba frente a
mi puerta.
—El amo quiere verte —dijo.
Solté un gruñido. Después de la noche anterior esperaba un día de ocio en
el jardín, seguido por varias docenas de ostras de Bayas.
—¿Tu amo tiene nombre?
—Sí, Escílax.
Sentí el primer cosquilleo de emoción.
—¿Te dijo de qué se trataba?
—No.
Ahora reconocía al esclavo: el fornido hispano que barría la arena en el
ruedo de ejercicios de Escílax.
—Supongo que no se te ocurrió decírselo a mi esclavo Batilo. Él sabía
dónde estaba yo.
El sarcasmo rebotó como garbanzos secos en el peto de una coraza. El
hombre ni siquiera pestañeó.
—El amo dijo que era personal —dijo—. No estabas, así que esperé. Hasta
que llegaras.
Este muchacho era un desperdicio barriendo arena. Podría haberlo usado
como freno de puerta.
—De acuerdo, amigo —dije—. Busco a los muchachos y voy contigo.
Escílax estaba reparando la empuñadura de una espada de entrenamiento
cuando entramos. Abrió mucho los ojos al ver a los cuatro galos. Tres de los
muchachos se hallaban bastante vapuleados, pero estaban muy felices después
de la colisión y cambiarlos por modelos nuevos habría sido una crueldad.
—Entonces Dafnis te encontró —dijo.
—¿Dafnis?
Escílax se encogió de hombros.
—No es culpa mía. El pobre diablo ya tenía ese nombre cuando lo compré.
—Dejó la espada de madera—. Tengo la información que necesitabas.
Se me aceleró el corazón.
—¿Has encontrado al Gran Fritz?
—Sí. Pura casualidad. Se llama Agrón y tiene una herrería en la Suburra.
—¿En qué parte de la Suburra?
—Deja que me ponga las botas y te llevaré.
Sacudí la cabeza.
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—No, te agradezco, pero esto es asunto mío. Yo me encargaré de aquí en
adelante.
—Ni lo sueñes. —Escílax se levantó. Descalzo era aún más bajo que de
costumbre—. Yo he encontrado a tu muchacho. Ahora quiero participar. O al
menos una explicación.
—Mira, Escílax, no me presiones. Te lo contaré después, te lo prometo.
—Púdrete después. —Se plantó ante mí como un bloque de cemento—.
Vamos, Corvino. Me lo debes. Y el problema en que te has metido está
empeorando. Dime si me equivoco.
—Sí, las cosas se están calentando —dije a regañadientes.
—¿Otra pelea?
—Una menudencia.
—No me vengas con eso. —La cara de madera de Escílax se partió en una
sonrisa y señaló a los Amigos Entrañables—. Sólo me llevaría un mes
transformar a cualquiera de esas moles en un gladiador de primera. Ahí tienes
un ejército de cuatro hombres, muchacho, y aun así está abollado. ¿Quiénes
eran los contrincantes? ¿Pretorianos?
—Casi. —Vacilé, viendo que no podía escabullirme—. ¿Alguna vez oíste
hablar de legionarios que se dedicaran al bandidaje?
Escílax quedó boquiabierto.
—¿Te atracaron legionarios?
—Que yo sepa, sólo uno de ellos lo era seguro. Pero los demás actuaban
como veteranos.
—¡Maldición! —Escupió en los tablones desnudos—. ¿Cuántos?
—Una docena. Quizá más. No los conté.
—Con razón te hirieron. —Me estudiaba con la mirada—. Tienes suerte de
estar con vida, amigo.
—Recibimos ayuda. Un pelotón de reclutas que pasaba por allí y necesitaba
el ejercicio. —Le conté la historia—. ¿Cuál es tu explicación?
—A veces consigues hombres que han abandonado las filas. Ladrones.
Cobardes. Fugitivos. Pero no tantos, y menos en Italia, y aún menos por
docenas. —Hizo una pausa—. Y nunca actúan por su cuenta.
—Eso pensé.
—¿Has irritado a alguien recientemente, muchacho? ¿Alguien de mayor
talla que tú, con contactos en el ejército?
—Quizá. Mira, Escílax, no te quiero ocultar nada, pero no deseo que
intervengas.
—Al cuerno con eso. —Escílax había recogido un par de gruesas botas
claveteadas de soldado y se las estaba calzando—. Por lo que me cuentas, el tal
Agrón puede ser problemático, aunque lleves tu ejército privado. Y no
permitiré que nadie devuelva a mi patrón tendido en un tablón. ¿Vale?
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—Vale. —Concedí mi derrota. No tenía muchas opciones—. Haz como
gustes. Pero si en el futuro próximo descubres que te han separado de tus
cojones, no digas que no te previne.
Sonrió, y partimos hacia la Suburra.
Caminábamos por la vía Toscana, y los Amigos Entrañables practicaban su
habitual número del ariete con el gentío, así que pudimos avanzar en línea recta
a velocidad aceptable. De todos modos, habríamos estado bien sin los
muchachos. Nadie detiene a Escílax.
—¿Cómo averiguaste el paradero de este hombre? —pregunté.
—Pura casualidad. —Escílax frunció el ceño—. Hace un par de días un
amigo se enzarzó con un matón frente al Altar de Libera y estrelló la
empuñadura de su daga contra la dentadura del fulano. Fue a la herrería más
cercana para repararla, y adivina quién empuñaba el martillo.
—Espero que tu amigo no se haya delatado.
—No. —Escílax escupió en la calle—. El viejo Baso es sutil. Hizo reparar la
daga, pagó y se marchó. No te preocupes. No nos estarán esperando.
Pasamos frente a los vendedores de especias y llegamos al sector de los
fabricantes de perfumes. Me detuve en uno de los puestos más distinguidos y
hurgué un poco, pero no había nada que Perila no tocaría con una pértiga.
Escílax le compró una caja de crema amarilla y brillante a un vendedor
acuclillado en la acera.
—Una sustancia hedionda, pero ahuyenta a las moscas cuando transpiras.
—Me la pasó—. ¿Quieres probar?
Olí con cautela y casi vomité.
—¿Qué demonios es eso?
—Júpiter sabrá. El vendedor lo llama Zumo de Gorila.
—Prefiero a las moscas. —Le devolví la caja—. ¿Cómo dijiste que se
llamaba el Gran Fritz?
—Agrón. Baso llegó a sonsacarle eso. Es un ilirio, como pensábamos.
―Escílax se paró en seco—. Bien, ya cumplí con mi parte, muchacho, y ahora es
tu turno. Tomémonos un rato para las explicaciones.
Suspiré.
—Mira, no puedo decírtelo, ¿entiendes? Todavía no. Quizá después,
cuando todo esto empiece a tener mayor sentido. Pero ahora no.
Escílax sacudió la cabeza y siguió caminando.
—Estás en verdaderos problemas, muchacho —dijo—. Hasta las cejas.
Ya estábamos en plena Suburra y vi el altar de Libera, medio oculto por el
sórdido caos de los puestos de buhoneros y el agolpamiento de los ciudadanos
más pobres de Roma. Con razón Escílax no había podido dar con ese hombre.
Multitudes aparte, la Suburra tiene su propia ley. Si formas parte de ella,
puedes desaparecer como agua en la arena, y todos mienten como descosidos
para ocultarte.
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—Allá tienes la calle de los Herreros —dijo Escílax—. La tienda de Agrón
está a medio camino.
La encontramos, y estaba cerrada. Bien cerrada. Habían tapado la entrada
con persianas de madera y las habían asegurado con un candado.
—Quizá se tomó el día libre —dijo Escílax con aire culpable.
—¡Seguro! Para el funeral de su abuela, sin duda. ¡Acaba de terminar
Floralia, por el amor de Júpiter! ¿Quién se toma un día libre en esta época del
año?
—¿Estáis buscando a Agrón?
Giré sobre los talones. Un hombrecillo gordo había salido de la tienda de
comida de al lado sosteniendo un viscoso puñado de lo que esperé fueran
pellejos de salchichas.
—Sí. ¿Sabes dónde está, amigo?
—¿Te llamas Corvino?
Mierda.
—Sí, ése soy yo.
El hombre me miró como si yo acabara de sodomizar a su minino.
—Dijo que quizá vinieras después de que tu amigo lo visitara para reparar
su cuchillo. —Vaya, Baso era sumamente sutil. Tan sutil como una tonelada de
cemento—. Me pidió que te dijera que lamentaba no poder verte, pero que
estaría en contacto si todavía tienes problemas con la nariz. ¿Eso tiene sentido?
Me reí contra mi voluntad.
—¿Cuál es la gracia? —preguntó Escílax.
—Nada. Una broma personal. —El hombre sería mi enemigo pero tenía
estilo. Estilo y cerebro. El apellido de Ovidio era Nasón, la Nariz, así que era un
doble retruécano.
—¿Sabes adónde fue? —Escílax se volvió hacia el vendedor de salchichas.
—No. —El hombre volvió a entrar en su tienda. Escílax se dispuso a
seguirlo pero lo contuve.
—Tomémoslo con calma —dije—. Lo ahuyentarás.
—Ese canalla servirá de alimento para sus clientes. No notarán la
diferencia.
—¡Tranquilo! —Me adelanté y entré en la tienda. El hombre estaba
rellenando los pellejos con un mejunje repulsivo que sacaba de un cuenco
rajado. La tienda olía a grasa quemada, aceite de oliva barato y carne muerta
hacía tiempo—. ¿Las vendes, amigo, o sólo las fabricas?
El hombre frunció el ceño.
—¿Morcilla, albóndigas o salchicha lucana?
—¿Auténtica salchicha lucana? ¿La traes desde Luca?
Los dedos gordos retorcieron el pellejo relleno con crueldad.
—¿Eres actor o algo así, compadre?
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—Vale. Sólo calienta un par de las mejores, ¿de acuerdo? —Recordé que los
Amigos Entrañables aguardaban pacientemente afuera—. Mejor que sea una
docena.
Saqué una pieza de oro del zurrón y la arrojé a la mesa. Los ojos del
tendero la siguieron, pero mantuvo las manos en el cuenco.
—Las salchichas valen dos cobres cada una —dijo. No apartaba los ojos de
la moneda. Yo sabía que no ganaba eso en un mes.
—Somos gente rica —dije—. Ahora háblanos de Agrón. Y no te olvides de
las salchichas, porque mis muchachos se ponen nerviosos cuando pasan
hambre, ¿vale?
—Pierdes el tiempo. —Tendió la mano hacia un garfio que colgaba sobre su
cabeza, bajó una ristra de salchichas y las puso en la parrilla ennegrecida de
grasa—. No sé nada.
—Venga, Corvino, déjame encargarme de esto —murmuró Escílax. No
movió un músculo, pero el gordo cocinero mostró los blancos de los ojos.
Escílax surte ese efecto en la gente.
—Última oportunidad, amigo —dije—. Después dejaré que mi amigo haga
las preguntas. ¿Cómo te llamas?
—Tarquino.
—¡Maldición! —murmuró Escílax.
No le presté atención.
—Bien, Tarquino, tómalo con calma y cuéntanos lo que sabes.
—Ya te he dicho que no sé nada.
—Vale. Empieza por el principio, sigue por el medio y para cuando llegues
al final. El hombre es ilirio, ¿verdad?
El gordo suspiró.
—Sí —dijo—, viene de Singidunum, aunque no sé dónde diablos queda.
—Sobre el Danubio, al oeste de Sirmio.
—Seguro, si tú lo dices. Llegó aquí hace nueve o diez años. Quizá doce, no
lo recuerdo. El patrón le compró la tienda y lo ayudó a instalarse.
—¿Quién es el patrón?
—¿Cómo iba a saberlo? Los aristócratas sois todos iguales.
—Cuida esa bocaza —gruñó Escílax.
—¿Entonces es un ex esclavo? —dije.
Tarquino pasó la punta de una espátula bajo las salchichas medio cocidas y
las hizo girar con una diestra torsión de la muñeca.
—No, ex soldado. El patrón era militar por aquellos lares. Cuando le dieron
la baja, regresó con este hombre a Roma.
¡Magno Júpiter!
—¿Alguna vez viste al patrón?
—No. ¿Qué haría por aquí uno de los tuyos? Mejorando lo presente, desde
luego.
—¿Agrón mencionó su nombre alguna vez?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
157
—No, ni se lo pregunté.
—¿Todavía está en Roma?
—¿El patrón? Ni idea. Quizá sí, quizá no. —Metió la mano en un cacharro y
sacó dos panes grasientos de aspecto rancio—. Quizá esté criando malvas en
alguna parte. ¿Cuántos platos quieres?
—Son para llevar. ¿Es todo lo que puedes decirnos?
—Es todo. —Cogió la moneda de oro y se la metió en el zurrón que llevaba
en la cintura—. Que disfrutéis la comida.
Dimos el pan y las salchichas a los Amigos Entrañables, que las devoraron
como si no hubieran comido en un mes. Pensé que vomitarían las entrañas
durante el regreso, pero no fue así. Los galos deben de tener estómago de
hierro. O quizá les gusta el perro de cinco días.
Conque el Gran Fritz había sido soldado. Y su patrón había sido un oficial
que había tenido un puesto «por aquellos lares». Aunque era sugerente, ese
dato no me llevaba muy lejos. Para un hombre como Tarquino, «aquellos lares»
podía significar cualquier cosa, desde el Rin hasta Tracia. O incluso el sur,
Hispania o Egipto. Y el «militar» podía ser cualquiera, desde Tiberio hasta
Pomponio el decurión. Incluso podía ser mi padre...
Dejé a Escílax en el gimnasio y me fui a casa. Esa noche no visité a Perila.
Batilo no podía encontrar ostras, y de todos modos no tenía la energía.
Varo a sí mismo
Hemos marchado todo el día. El tiempo empeora, el camino es apenas un
sendero. El ataque debía producirse esta mañana, en la linde del bosque, pero
no pasó nada. ¡Nada! Sólo escaramuzas entre mi avanzadilla y algunos
enemigos que se escabullían en la arboleda como fantasmas y llevaban a los
nuestros a la muerte.
¿Dónde está el ejército germano? ¿Dónde está Arminio?
Me ha traicionado. Escríbelo, Varo. Escríbelo, idiota. Me ha traicionado.
Confianza. Pero es romano. Eso dijo Fabio. Lo dijo Fabio. Arminio es más
romano que yo...
¡Y yo le creí!
Traidor. Traidor. ¡Traidor venal y crédulo!
Podríamos regresar. Aún podríamos regresar. ¿Pero qué será de Roma? Le
he dejado formar su ejército, le he ayudado a unir a las tribus. Yo soy el
responsable, sólo yo, y debo ser yo quien lo destruya. Si podemos atravesar este
bosque, estaremos en el corazón de sus tierras, y todavía somos tres legiones. Si
tan sólo tuviéramos un mapa. Guías...
Vela ha venido y se ha ido. Pedía (suplicaba) órdenes. Olí su miedo, el
miedo al bosque que ha disimulado durante toda la marcha, y que yo confundí
con conocimiento de mi artimaña. Le dije que incendiara los carros de bagaje
David Wishart Las cenizas de Ovidio
158
sobrantes. Si queremos salir airosos de esto y aplastar a Arminio, debemos
movernos deprisa. Todavía somos un ejército...
No, me engaño a mí mismo. Estamos muertos. Todos.
¡Traidor!
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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2288
Esa noche mi cabeza estaba tan acelerada que no me dejaba dormir. Le pedí a
Batilo una jarra de vino con especias y me instalé en mi estudio para
reflexionar.
La revuelta iliria casi nos había paralizado. Claro que con el tiempo
recobramos el ímpetu —el águila romana siempre recobra el ímpetu—, pero se
necesitaron dos años para normalizar la situación; es decir, hicimos picadillo a
esos cabrones. Fin de la historia, y hurra por nosotros.
Pero no fue el final. Un año después Quintilio Varo es masacrado con tres
legiones completas en el Teutoburgo, las defensas de la frontera norte se
esfuman de golpe y el águila romana se ve en problemas por segunda vez en
tres años.
En medio de los dos desastres, pillan a la nieta de Augusto sin las bragas
mientras su marido Paulo se lo juega todo conspirando contra el emperador. O
contra quien sea...
Tenía que haber un lazo. La conspiración de Paulo tenía que encajar en
alguna parte. Y yo estaba seguro de que la clave se hallaba en la identidad de
nuestro cuarto conspirador.
¿Era Varo un posible candidato? ¿Un agente de Augusto, como le había
sugerido a Perila? Bebí el vino con especias y repasé mentalmente lo que sabía
sobre ese hombre. Ex cónsul. Gobernador del África, luego gobernador militar
de Siria, donde aplastó la rebelión judía. Finalmente designado por Augusto
como virrey personal en Germania...
Y en esta misión protagonizó el mayor desastre de que se tenía memoria.
Sacudí la cabeza. No tenía sentido. Sí, suponiendo que Augusto se prestara
al juego de los conspiradores, o fingiera hacerlo, Varo era un candidato natural
para esa tarea. Era incuestionablemente leal al emperador, y tenía una vida de
experiencia como diplomático y general. Un jugador avezado, experimentado,
probado en una carreta de treinta y tantos años...
¿Cómo era posible que ese hombre hubiera cometido un error tan garrafal?
¿Cómo era posible que el general que había sofocado la revuelta judía casi sin
ayuda fuera burlado por una manada de patanes velludos que ni siquiera
podían formar una tortuga para protegerse?
La excusa habitual era Arminio: un cabrón romanizado, inteligente y
seductor que había engatusado al pobre y senil gobernador y luego le había
aplastado los genitales. Pero eso no me convencía. Varo no estaba senil, no era
un novato en cuestiones militares, y como ex gobernador de Siria había lidiado
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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con sujetos que podían derrotar a Arminio sin siquiera sudar. Tenía que haber
otra explicación, y la obvia era suficiente para seguir adelante.
El fracaso de Varo era intencionado, y algo había salido mal.
La jarra estaba casi vacía. Me serví el resto del vino con especias y pensé en
llamar a gritos a Batilo para que trajera más; pero era tarde, ya había enviado al
hombrecillo a la cama y sospechaba que otra jarra sería un exceso. Bebí el resto,
alargándolo.
Digamos que al principio Varo fue un genuino agente de Augusto, y su
tarea era garantizar a los conspiradores el amparo de las legiones del Rin. Pero
después Augusto le revela que ha cambiado de parecer, y que Varo se limitará a
entretener a los conspiradores. No les dará refugio ni el respaldo de las
legiones. De pronto todo es una farsa. Pero quizá la farsa resulta tentadora.
Quizá Varo piensa que, tal como van las cosas, los conspiradores tienen muchas
probabilidades de éxito. Y aunque implica ciertos riesgos, su traición obedece a
una buena causa, porque en secreto Augusto se alegrará de patear las
verrugosas posaderas de Tiberio. Además, si Póstumo logra entrar en carrera,
Varo gozará de mucho prestigio en el nuevo régimen. Así que Varo decide
seguir adelante, pero en serio. Decide pifiarla en Germania, provocar la
hostilidad del ejército y obligar al emperador a hacer lo que el pobre diablo
realmente quiere hacer desde siempre...
Como hipótesis no está nada mal, pensé.
Pero si Varo había traicionado a Augusto, ¿por qué el emperador lo
encubriría en vez de colgarlo del prepucio en las puertas del Senado?
Mierda. Empiné el resto del vino. Varo era demasiado buen candidato para
pasarlo por alto. Era una pena que el cabrón hubiera muerto. Quizá pudiera
encontrar a un nigromante babilonio para que invocara su espíritu desde el
Tártaro o dondequiera que estuviese. Batilo conocería al menos a una docena...
Entonces recordé algo. Tenía una opción más válida. Varo había muerto,
pero su hermana Quintilia aún vivía. Quizá pudiera decirme algo. Pensé en
despertar a Batilo y enviarlo a concertar una cita, pero ya era demasiado tarde.
Además, empezaba a tener sueño. El último sorbo de vino había sido
contundente. Mañana por la mañana estaría bien. Me acosté en el diván y cerré
los ojos.
Estaba en un banquete. Alrededor de la mesa central, iluminada por
lámparas de aceite colgantes, había tres personajes reclinados. Reconocí de
inmediato a Silano. Estaba en el diván de mi izquierda, vestido con un costoso
manto de gala, con el brazo echado sobre el hombro de una mujer desnuda que
lo miraba con ojos muertos y vacíos. El otro tipo, en el diván del anfitrión,
estaba apoyado sobre el codo izquierdo, con pose rígida y formal, como la efigie
de una vieja tumba. Una máscara mortuoria de cera le tapaba el rostro.
Supe que aguardaban la llegada del invitado principal. Las puertas del
comedor se abrieron y entró un cuarto hombre. Se movía rígidamente, como si
no fuera de carne y hueso sino de piedra. Silano se levantó y lo condujo
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161
solemnemente a un diván. Se reclinó, y a la luz de las lámparas le vi la cara por
primera vez. Frío mármol cincelado: la cara del emperador muerto que nos
mira con blancos ojos de pescado desde lo alto del mausoleo del Campo de
Marte.
Augusto.
Silano batió las palmas una vez, y regresó a su sitio. Las puertas volvieron a
abrirse y entró Davo, y la herida de la garganta estaba abierta y seca. Llevó una
bandeja por la sala y la dejó en la mesa. En la bandeja había un mapa del
mundo hecho de hojaldre y una espada de caballería. Sin una palabra, le ofreció
a Augusto la empuñadura de la espada.
Cuando la mano de mármol cogió la espada, la atmósfera cambió. Silano y
la mujer se inclinaron sobre la mesa, fijando los ojos en el mapa de hojaldre. El
muerto no se movió, pero su máscara de cera pareció cobrar un aire de
expectación. El rígido Augusto se puso de pie, blandiendo la espada con ambas
manos, haciendo oscilar la punta sobre el centro del mapa. Todo se quedó muy
silencioso.
La espada giró una vez, dos veces. La sangre salpicó el mapa, empapando
el hojaldre, y dos cabezas rebotaron y rodaron sobre la mesa, una con trenzas de
mujer, la otra con máscara. Silano no se había movido. Le sonreía a Augusto y
asentía.
La estatua alzó los ojos y me miró fijamente. También sonreía. Lenta y
espantosamente, con el sonido rechinante de piedra sobre piedra, la cabeza
comenzó a girar en la columna de mármol que era el cuello. Giró cada vez más,
más allá de lo humanamente posible, hasta que el rostro quedó de perfil y vi
que no era un rostro sino dos.
Dos rostros, uno mirando adelante, el otro hacia atrás, como la estatua de
Jano, dios de los portales.
La cabeza siguió girando como una piedra molar. La sala se esfumó y sólo
quedó la cabeza y ese ruido espantoso y rechinante. Grité.
Me desperté sudando. La penumbra gris que atravesaba la ventana del
estudio traía consigo el traqueteo de las ruedas de hierro de los carros en el
empedrado de la calle.
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2299
Pensé en el sueño mientras Batilo corría a la casa de Quintilia. En general era
bastante obvio. La mujer desnuda era Julia, el hombre de la máscara mortuoria
era Paulo. Ni siquiera Augusto era una sorpresa. Habría esperado que el cuarto
hombre fuera Varo, pero a fin de cuentas era sólo el agente del emperador. Lo
único que no entendía era la decapitación. Eso era extraño.
Quizá debiera ver a un augur.
Batilo regresó con la noticia de que Quintilia me vería de inmediato. Eso
sonaba prometedor. Llamé a los muchachos con un silbido y nos dirigimos al
Celio. Esta vez fui en litera. Estaba bastante hecho polvo después de mi noche
inquieta, y quería pensar cómo encararía el asunto. No entras en la casa de una
matrona romana para acusar a su difunto hermano de cinco tipos de traición y
esperas que te inviten a cenar.
Claro que Quintilia no se haría ilusiones. Los políticos necesitan chivos
expiatorios, y Varo había cargado con la culpa del fiasco germano. Aun así, una
cosa era la incompetencia y otra la traición. Tendría que andarme con cuidado
al hablar con Quintilia.
Nos detuvimos frente a la puerta con gran pompa. Me acomodé la túnica
recién lavada (Quintilia pertenecía a la vieja escuela y no apreciaría a un
visitante con manchas de salsa en el pecho) y le indiqué a uno de los
porteadores que llamara. Le di mi nombre al portero y fui conducido al atrio.
La anciana había resuelto brindarme una recepción formal. Estaba sentada
junto a la piscina ornamental, vestida con un manto de caída impecable y una
compleja peluca. Detrás de ella, un fulano en su madurez tardía le apoyaba la
mano en el hombro. Su hijo, quizá. Sin duda un pariente cercano, pues tenían
en común las gruesas mejillas. Ninguno de los dos sonreía, y frente a ellos había
una silla vacía.
Mierda. Al cuerno con mi conversación sutil. De pronto me sentí como un
acusado de asesinato que entra en un tribunal donde el juez se muere por poner
a prueba una nueva clase de hacha.
—Valerio Corvino.
Ningún saludo. Ni siquiera «Encantada de conocerte». Sólo el nombre,
pronunciado con una voz que congelaría el trasero de una gamuza alpina.
Pensé que Quintilia podía darle lecciones a Perila.
—Así es, mi señora. He venido...
—Sé por qué has venido. Siéntate. Éste es mi sobrino, Lucio Asprenas.
Carigordo asintió. No le habrías separado los labios con una palanca.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Me instalé en la silla. La anciana se inclinó para clavarme los ojos como si
fuera a susurrar un secreto, pero cuando habló no se dirigió a mí. Y tampoco
susurró.
—¿Estás ahí, Agrón?
—Sí, mi señora.
—Pues ven a reunirte con nosotros.
Di media vuelta. Allí estaba el Gran Fritz, en toda su talla y fealdad, de pie
detrás de mi silla. Debía de haberme seguido, y yo no había oído nada. Ese tipo
podría haberle dado lecciones a una pantera, y usando botas claveteadas.
—Tranquilo, Corvino —dijo—. Nadie te lastimará si te portas bien.
—Suficiente, Agrón. —Quintilia se volvió hacia mí. Sus ojos eran
extrañamente claros y vacíos—. Perdónalo, joven. Aquí estás a salvo, te lo
aseguro.
Sí, claro. A salvo como una chuleta de cordero en la guarida de un lobo. Me
maldije por haber dejado fuera a los Amigos Entrañables; pero, ¿quién habría
pensado que los necesitaría con una viejecita respetable como Quintilia? Las
apariencias engañan.
—Conque tengo razón —dije—. Varo era nuestro cuarto conspirador.
Carigordo Asprenas me lanzó una mirada que habría agriado la leche. No
vi la reacción de Agrón, pero por el siseo de su aliento contenido era evidente
que no estaba ahogando una carcajada.
—Me temo que no te entiendo —dijo fríamente Quintilia. Miraba a un
punto que estaba a un palmo de mi oreja izquierda.
Adopté una posición más relajada en la silla. Casi me repantigué. Cuando
estás entre la espada y la pared, demuestra aplomo.
—Por favor, Quintilia —dije—. Sabes a qué me refiero. Tu hermano era el
agente de Augusto en la conspiración de Paulo. Pero lo venció la codicia y
traicionó al emperador.
—¡Cuida esa bocaza, Corvino! —susurró Agrón.
La expresión de la anciana era una mezcla de disgusto con desconcierto.
—Debo pedirte que te expliques, jovencito.
¡Por Júpiter! ¡Había pulido a la perfección su papel de viuda respetable!
—Vale. —Erguí los hombros—. Si quieres jugar así, está bien. Augusto
persuadió a tu hermano de ofrecer refugio a Julia la mayor y a Póstumo cuando
abandonaran el exilio. Era una estratagema porque el emperador quería
arrancarle los colmillos a la facción de los Julios. Sólo que Varo decidió actuar
por su cuenta. Se sumó de veras a la conspiración y se pasó a la oposición.
―Ninguna reacción. Decidí ser más ofensivo—. ¿Qué le prometieron Paulo y
Julia por desbaratar la frontera norte y poner en jaque al emperador? ¿Dinero?
¿Una tajada de poder? ¿O quizá otro lucrativo puesto de gobernador en oriente?
Quintilia se volvió hacia su sobrino.
—Lucio, ¿quieres responderle al joven, o prefieres que lo haga yo?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
164
Su expresión no había cambiado. Carigordo, por su parte, me miraba como
si yo hubiera vomitado en la piscina ornamental.
—Adelante, Corvino —dijo—. Preséntanos las pruebas. —Algo en su voz
me sugería que él no creía que yo las tuviera, pero ambos me escucharon sin
gestos ni comentarios mientras les exponía mis argumentos.
Había esperado rotundas negativas, exclamaciones airadas, quizá un par de
veladas amenazas. Sólo me respondió el silencio.
Luego Quintilia se levantó. Aunque estaba encorvada, era más alta de lo
que yo pensaba, y por la firmeza de la boca calculé que aun en su vejez era una
mujer de carácter. Mi certidumbre se tambaleó. Me habría sentido mejor si
hubieran negado todo y hubieran ordenado al portero que me echara a la calle.
—Excúsanos un momento, Valerio Corvino. —Aferró el brazo de
Asprenas—. Mi sobrino y yo debemos hablar de algo. Agrón, agasaja al
invitado, por favor.
Empecé a levantarme, pero la manaza del ilirio me obligó a sentarme.
—Ya oíste al ama —me dijo—. Tranquilo, ¿eh?
Quintilia, apoyándose en el brazo de Carigordo, desapareció en los
aposentos del fondo de la casa. Agrón ocupó la silla de la anciana, la acercó y se
sentó frente a mí.
—Me das asco, Corvino —dijo—. Debí haberte matado cuando tuve la
oportunidad. O dejar que esos matones te liquidaran.
Buen comienzo. Ese hombre tenía ideas excéntricas sobre el agasajo.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Te lo dije en aquel momento. No me gustan las peleas desiguales. Y al
ama no le habría complacido.
—Eras el protegido de Varo, ¿verdad? —Mientras disfrutábamos de ese
momento de calidez, no venía mal enterarme de ciertos antecedentes—. ¿Dónde
os conocisteis? ¿En Germania?
—Así es. —Él sonrió sin humor—. Aproveché la oportunidad de ingresar
en las legiones cuando Tiberio reclutaba gente en Sirmio. —Conque Escílax
también había tenido razón en eso. Sólo esperaba vivir el tiempo suficiente para
decírselo—. Cuando terminó la revuelta, me enviaron a Renania. Yo era
ordenanza del general.
Esto era algo que no me esperaba.
—¿Estuviste en la marcha final?
—Claro. No te sorprendas tanto. Algunos sobrevivimos. No demasiados.
—Creí que los germanos no tomaban prisioneros.
—No los tomaban. En todo caso, esos prisioneros no duraban demasiado.
Yo sobreviví porque me oculté y luego luché para regresar al Rin. A veces es
una ventaja ser experto en matar. Y lo soy, Corvino, créeme. Un experto
consumado.
Pasé por alto ese comentario.
—Quieres decir que eres un desertor.
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—No —dijo en voz baja—. Cuando decidí que ya no valía la pena seguir
peleando, no había ningún ejército del que pudiera desertar. Y nunca vuelvas a
llamarme así, amigo.
—No, claro. —¡Por Júpiter! ¿Por qué no mantenía la bocaza cerrada?—.
¿Viste lo que pasó? ¿Al final?
Me escudriñó antes de responder; y cuando me dio la respuesta, fue lenta y
cavilosa.
—Claro que lo vi. Y te diré algo gratuitamente, Corvino. Es importante y
quiero que lo recuerdes. El general habrá tenido sus defectos, habrá cometido
errores, pero pagó por ellos. Luchó hasta el final y murió bien. ¿Me entiendes?
—Sí. —Me sudaban las palmas. Ese hombre de voz suave me mataba del
susto, y no me avergüenza confesarlo—. Sí, entiendo. ¿Quieres contarme lo que
pasó?
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
—¿Por qué no? Pero no esperes ni una palabra contra el general. Como he
dicho, Varo ya saldó sus deudas. Quizá le ahorre cierto dolor al ama después. Si
es que tienes un después.
Ese tipo era la mar de divertido. El problema era que parecía hablar en
serio. Mi garganta estaba seca y no había una copa de vino a la vista.
—Bien. —Agrón se reclinó—. Regresábamos del Weser a Vetera. El general
recibió informes de que los queruscos se estaban armando. Decidió seguirlos y
viramos al este, rumbo al Teutoburgo...
—¿Así como así? ¿Os internasteis en territorio hostil a esas alturas del año
para verificar si había disturbios?
Agrón frunció el ceño.
—Mira, Corvino. Ya te he dicho que no hablaré mal del general. Te cuento
esto porque me lo pediste y ayuda a matar el tiempo, ¿vale? No te pases de
listo.
—¡Vale, vale! —Alcé las manos—. Olvídate de que hablé. —¡Por Júpiter! ¡Y
yo pensaba que Perila era quisquillosa!
—Entonces guárdate los comentarios, muchacho. —No respondí—. El
tiempo empeoró; viento, lluvia y demás. La visibilidad era cero, la carretera era
un lodazal con árboles caídos a cada tramo. Estábamos en pleno interior del
bosque cuando nos atacaron. No era un ataque a gran escala, eso lo habríamos
afrontado con facilidad. Grupos pequeños, incluso individuos, honderos y
lanceros. Escogiendo a los rezagados. Diezmándonos poco a poco. Si intentabas
cazarlos, se perdían en la arboleda, los seguías y no regresabas. El primer día
fue pésimo, pero ya estábamos metidos en ello. Al final preparamos un
campamento como corresponde, y el general ordenó que incendiáramos
algunos carros para que no nos retrasaran. Al día siguiente las cosas
empeoraron, y supimos que no saldríamos bien parados. —Hizo una pausa;
movió los ojos—. El tercer día fue el último.
—¿Qué sucedió?
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No miraba hacia mí, sino a través de mí, y me puso la carne de gallina. Al
principio no respondió, y cuando habló no me dio una respuesta.
—¿Alguna vez estuviste allá, muchacho? ¿En los bosques germanos?
—No.
—No hay luz, los árboles te encierran. Fuera del sendero, están tan
agolpados que parece una jaula de techo negro. No puedes respirar, no hay
viento ni sonido. Ni siquiera oyes tus pisadas. Es como si todo estuviera
muerto, y tú estuvieras muerto con lo demás. —Sus ojos se clavaron en los
míos—. ¿Crees en los espíritus?
Negué con la cabeza, pero tuve el buen tino de no reírme. El hombre
hablaba en serio. Totalmente en serio.
—Yo tampoco creía. Pero ese lugar estaba encantado por algún condenado
demonio que nos acompañaba a cada paso. Nos comía el corazón y luego nos
mataba uno por uno.
Tragué saliva. Aún me clavaba los ojos, y eran afilados como cuchillos.
—Al tercer día no quedábamos muchos. Ya no era un ejército, sin duda.
Nos habían dividido, separándonos en fragmentos que no eran mayores que
una compañía. Entonces Vela, el lugarteniente, decidió fugarse solo con la
caballería, separarse y galopar hacia el Rin. Hacía días que el pobre diablo era
un manojo de nervios, y había empeorado. El bosque afecta así a algunas
personas. «Adelante», le dijo el general, «y diles que lo lamento». Pero Vela no
llegó muy lejos. Había germanos por todas partes. Sin caballería, los demás no
teníamos la menor posibilidad. Al final los germanos nos atacaron con todo,
rompieron nuestra formación y los muchachos cayeron como cerdos en un
matadero. Nos liquidaron. Eso es todo, Corvino. Fin.
Estaba temblando. El grandullón estaba temblando, y fijaba los ojos en algo
que yo no veía. Mierda. Con razón el pobre diablo creía en demonios. Después
de escucharlo, hasta yo empezaba a creer.
—¿Qué le pasó a Varo?
—Se mató. Él y la mayoría de la plana mayor. Así evitaron que los pillaran
con vida. Los germanos les cortaron la cabeza y las usaron para jugar a la
pelota. Luego incineraron el resto. O casi lo incineraron.
—¿Viste eso?
—Sí. Como te dije, me escondí. Encontré un agujero donde se había caído
un árbol, me metí dentro y me cubrí con malezas. No podía hacer otra cosa. El
ejército estaba liquidado y los germanos reunían a los prisioneros. Clavaban a
los pobres diablos a los árboles para que sus dioses los mirasen. Cuando
cesaron los alaridos y los germanos se fueron, me escabullí y me dirigí al sur,
hacia el Rin. Tardé un mes en regresar. —Aspiró profundamente—. ¿Ves por
qué no me gustan las peleas desiguales, Corvino? ¿Y por qué no quiero que los
niños mimados como tú revuelvan las cosas por puro gusto?
—Pero si todo fue culpa de Varo...
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Extendió el brazo y cogió el cuello de mi túnica, empujándome contra el
respaldo de la silla y apretándome la laringe hasta cortarme la respiración.
—¿Crees que es una novedad para mí? —murmuró—. ¿Crees que era una
novedad para Varo? ¡Tres águilas perdidas, Corvino! ¿Sabes lo que significa
perder un águila para un general? ¿Para cualquier soldado? Deja en paz al
general, muchacho. Él pagó con creces, y ya no tiene ninguna deuda. Y mucho
menos con cabrones como tú.
—¡Agrón! —La voz de Asprenas vibró a través de la habitación. Los dedos
que me apretaban el gaznate se aflojaron sin prisa y caí hacia delante con un
jadeo. Agrón se levantó y se enjugó la mano en la túnica. No me miró.
Carigordo, con Quintilia del brazo, parecía bastante alicaído. Júpiter sabrá
de qué habían hablado, pero obviamente él había perdido la discusión y
sospecho que le habría gustado que el grandote me arrancara la cabeza.
Quintilia, por su parte, estaba igual que antes. Sólo un terremoto podía hacerle
perder la compostura. Quizá ni siquiera eso.
—Lamento haberte hecho esperar —dijo—, pero mi sobrino y yo debíamos
hablar de ciertas cosas y tomar ciertas decisiones. Me alegra decirte que hemos
decidido decirte la verdad. Toda la verdad. —Me pregunté si esas palabras iban
dirigidas a Carigordo. Parecía que el hombre hubiera tragado una botella de
vinagre—. Lucio, ayúdame a sentarme, por favor.
Se sentó despacio pero con gran dignidad, como una reina disponiéndose a
conceder audiencia. Agrón y Asprenas se plantaron a ambos lados, como esos
tipos que custodian a los magistrados con las varas y el hacha.
—Tienes toda la razón, joven —dijo Quintilia—. Mi hermano era un traidor.
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La miré boquiabierto, pero noté que Agrón no pestañeaba, y mucho menos
Carigordo Asprenas. Obviamente lo que Varo había hecho no era ninguna
novedad para ellos.
Quintilia aún estaba totalmente serena. Esa anciana tenía agallas; agallas y
aplomo.
—Debo aclarar desde el principio —dijo— que Lucio se opone a que te
cuente esto y que lo hago bajo mi entera responsabilidad. Eres libre de utilizar
la información como te plazca. —Agrón se movió y maldijo entre dientes, pero
ella no le prestó atención—. Sin embargo, debo pedirte que reflexiones antes de
llevar a cabo cualquier acto que traiga más vergüenza a esta familia.
No había súplica en su voz. Nada, sólo esas palabras. Asentí con un
cabeceo, y me sentí como cinco especies diferentes de rata.
La anciana aferró con firmeza el brazo de la silla. Noté que tensaba y
aflojaba los dedos espasmódicamente. Aunque procuraba dar una impresión de
calma, esto no le resultaba fácil. Como dije, Quintilia tenía agallas.
—Yo no sabía nada sobre el acuerdo de Publio con Emilio Paulo —dijo—. Y
menos con el divino Augusto. Sin embargo, la situación que has descrito parece
sumamente probable y concuerda con lo que sé. Publio era un traidor,
ciertamente. Pero siempre creí que su traición nacía de la codicia, no de la
ambición política. Parece que yo me equivocaba. O bien que el amor por el
dinero no era su única motivación.
—Tía Quintilia, creo que deberías recapacitar sobre esto. —Asprenas le
apoyó una mano en el hombro, pero ella meneó la cabeza.
—Es mejor que Valerio Corvino lo sepa todo —dijo—. Tráele la carta,
Lucio. Por favor.
Carigordo no estaba feliz, era evidente. Me miró como una cosa muy
muerta y muy podrida que su perro hubiera desenterrado, y salió de la
habitación. Quintilia se volvió hacia mí.
—Mi hermano siempre fue codicioso, aun de niño —dijo—. Quería la
mayor tajada de pastel, la golosina más pegajosa del plato. Cuando creció, fue el
dinero. Tendrían que haberlo enjuiciado después de Siria, pero estaba casado
con la sobrina nieta de Augusto. Y como mi difunto esposo era el sobrino del
emperador... —Titubeó—. Bien, sé que estas cosas no deberían ocurrir, pero
ocurren.
—¿Quieres decir que el emperador intervino?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
169
—Con discreción. Augusto se cuidaba de no mostrar favoritismos
abiertamente. Pero todos conocían el parentesco, así que... Digamos que había
cierta renuencia a enjuiciarlo. Además, Publio se llevaba muy bien con el
emperador, y era un administrador muy competente.
—Salvo en Germania.
Agrón gruñó algo que no entendí, pero la anciana no le presto atención.
—Salvo en Germania, como bien dices. Pero desde luego, había un motivo
para eso, como sabrás.
—Paulo lo había sobornado para que hiciera la vista gorda.
—¿De veras? Dos motivos, entonces.
Quedé intrigado. Había piezas que no encajaban.
—Señora, me has desorientado. Si ésa no era la motivación que tenías en
mente, ¿qué otra había?
—Es muy sencillo. —Los ojos turbios de la anciana me sostuvieron la
mirada—. Es posible que Publio se haya aliado con la facción de los Julios, por
lo que sé. Pero en Germania, como gobernador de Augusto, sin duda recibía
dinero de Arminio.
Me recliné. Éste era un giro en que no había pensado; pera dado el carácter
del personaje, tenía sentido, mucho sentido. Tener al gobernador romano en su
nómina habría sido una gran ventaja para los germanos, y Arminio habría dado
una fortuna por ese privilegio. Entre tanto, Varo podía informar a los
conspiradores de que él cumplía su parte del trato, al desestabilizar Germania
para beneficio de Julia y Póstumo. Como plan, era maravilloso. Máximas
ganancias, mínimo riesgo. Con dos clientes que pagaban, sin que uno conociera
la existencia del otro, una mina de oro que lo haría rico de por vida. Y si las
cosas salían mal, a lo sumo lo acusarían de una gestión deficiente.
Pero al cabo las cosas habían salido peor que mal. La conspiración había
fracasado y Arminio no sólo no había respetado su parte del trato, sino que
había ido mucho más lejos.
—¿Sabes esto con certeza, Quintilia? —pregunté—. ¿Que Varo y Arminio
tenían un trato?
—Claro que sí. Numonio Vela me suministró la prueba. Él murió con
Publio, por supuesto, pero me la había enviado antes de que el ejército se fuera
del Weser. Vela era un buen amigo de la familia, y de mi hermano. Siempre le
agradeceré que me haya escogido como receptora de la información a mí, y no
al emperador.
Desde luego. Vela podría haber muerto con Varo, pero Agrón me había
dicho que había dejado al viejo en la estacada cuando las cosas se pusieron feas.
Con esos amigos, ¿quién necesita enemigos? Me pregunté si Quintilia lo sabría;
probablemente sí. La anciana no pasaba nada por alto.
Asprenas regresó con una gastada tablilla de mensajes. Se la dio a su tía sin
una palabra. Pensé que ella la abriría, pero no lo hizo. En cambio, me la entregó.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
170
—Antes de que preguntes, jovencito —dijo—, no hay posibilidad de
falsificación. Es de puño y letra de mi hermano.
Desaté los frágiles cordones y abrí la tablilla. Las superficies de cera estaban
en buen estado, aunque la escritura era apretada: el hombre tenía mucho que
decir y poco espacio. Tal como ella había señalado, era una carta, y a primera
vista no noté nada extraño, salvo que faltaba la primera línea habitual, con el
nombre del remitente y del destinatario. Era un típico mensaje administrativo,
del general a la plana mayor: una lista de tropas y el orden de marcha, junto con
detalles sobre la ruta que cogerían, incluido el importantísimo desvío...
Me detuve.
¡Incluido el importantísimo desvío!
¡Mierda! Quintilia había dicho que Vela le había enviado la tablilla antes de
que el ejército abandonara el Weser. Y en ese punto Varo no sabía nada sobre
los disturbios del sur. Lo cual significaba...
Febrilmente, eché una ojeada al resto. Al pie de la segunda página mis ojos
frenaron bruscamente. Aunque había leído la última frase dos veces, no podía
creer lo que decía:
Sugiero que el ataque se realice en este punto, pues restringirá los
movimientos de mi caballería y me brindará una excusa razonable para la
retirada.
¡Varo lo sabía! ¡Lo había sabido todo el tiempo!
—Entenderás las implicaciones, desde luego —murmuró Quintilia.
—Varo estaba aliado con Arminio. —Aún no lo había asimilado—. Él
mismo organizó la matanza.
—Correcto. Hacía tiempo que Vela sospechaba de Publio. No sé cómo
obtuvo esta carta. Pero sé que es genuina.
—¡Pero esto es descabellado! —Alcé la tablilla—. ¿Me estás diciendo que
Varo planeó su propia muerte?
—No —intervino Asprenas—. Claro que no. Notarás que mi tío menciona
una retirada. Se planeaba una emboscada, ciertamente. Pero no la matanza.
Pensé en ello. Sí, tenía sentido. Sobre todo si el hombre pensaba que tenía
un trato.
—¿Varo y Arminio habían acordado un bochorno militar? ¿Una derrota
limitada?
—Así es —dijo Asprenas—. Arminio se llevaba los laureles y mi tío
brindaba al emperador una excusa para un cambio de política. Era demasiado
arriesgado tratar de expandir el imperio más allá del Rin. El territorio era difícil
de administrar, los nativos eran pertinaces, y no disponían de fuerzas para una
ocupación prolongada. En esas circunstancias, no costaría mucho persuadir a
Augusto de conformarse con lo que tenía, sobre todo si sabía que Arminio
simpatizaba secretamente con él.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
171
—¿Crees que el emperador lo sabía, entonces? ¿Que Varo seguía sus
instrucciones?
—No. —Asprenas meneó la cabeza—. Me gustaría decir que sí, Corvino,
pero no era así. Éste era un convenio personal entre Arminio y mi tío. Quizá
Augusto lo hubiera aprobado si lo hubiera sabido, pero no lo sabía.
—¿Entonces Varo había aceptado permitir que Arminio obtuviera un poco
de gloria? Pero Arminio llevó la idea un poco más lejos. —¡Por Júpiter! Todo
encajaba—. Aceptó el convenio pero traicionó a Varo en el último momento. Lo
que debía ser una acción militar limitada se transformó en un ataque a gran
escala y se perdieron tres legiones.
—Correcto.
—Pero el viejo debía sospechar algo. Corría un riesgo descomunal al
confiar en que Arminio contuviera sus puñetazos, y no era ningún tonto.
Asprenas se encogió de hombros.
—Yo no soy mi tío —dijo—. No sé cuáles eran sus razones. Conocía bien a
Arminio. Quizá tuviera cierta debilidad por él, y se confió demasiado. Recuerda
que ese hombre no era un nativo común. Estaba educado y adiestrado en Roma.
Sabía exponer argumentos convincentes con palabras convincentes. Ante todo,
no sabemos qué se le prometió a mi tío a cambio.
—Así que todo fue un error. Varo creyó que tenía un pacto de caballeros
con Arminio, mientras que Arminio planeaba asegurarse de que Roma se
retirase de la Germania de allende el Rin.
—En efecto. —Asprenas estiró el brazo y cogió la tablilla—. Y en la práctica
así ocurrió. La pérdida de tres legiones alteró el equilibrio. Dudo que aun ahora
tengamos fuerzas para una expansión a gran escala más allá del Rin, si
quisiéramos intentarlo. Tal vez nunca lo hagamos. —Hizo una pausa—. Así que
ya tienes todo, Corvino. La sucia verdad. Estamos en tus manos. ¿Qué piensas
hacer con nosotros?
Había esperado que nadie me hiciera esa pregunta, porque no tenía una
respuesta. Quintilia también me observaba, al igual que Agrón. Noté que la
anciana ansiaba que yo tomara cierta decisión pero que, a diferencia de su
sobrino, era demasiado orgullosa para pedirlo. Habían hablado sin tapujos. Lo
menos que podía hacer era ser sincero con ellos.
—No lo sé, francamente no lo sé —respondí sin rodeos—. Pero creedme
que no usaré la información a menos que sea necesario.
La tensión se disipó. Hasta Agrón dejó de fruncir el ceño.
—Es todo lo que podemos pedir dentro de lo razonable, joven. Quintilia
sonrió por primera vez.
—Hay una sola cosa que todavía me intriga —dije.
—¿Qué es?
—No tiene nada que ver con lo que sucedió en Germania. Al menos, no
directamente. Sólo me gustaría saber por qué Augusto no condenó a tu
hermano con los demás conspiradores.
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172
—Lo siento, no te entiendo.
—Si Varo estaba implicado en la conspiración de Paulo, genuinamente
implicado, ¿cómo se salió con la suya? Al principio contaría con la protección
de Augusto, sí, pero el emperador habría retirado esa protección al descubrir
que actuaba por su cuenta. Si el cuarto conspirador era tu hermano, ¿qué fue lo
que lo protegió?
—Quizá no lo identificaron —dijo Asprenas.
Sacudí la cabeza.
—No, imposible. Y menos cuando Silano hacía de soplón. Y los contactos
de Varo no lo habrían ayudado esta vez, porque hasta Julia fue desterrada. A
menos que tuviera algún dato sobre Silano que le obligara a cerrar el pico...
—Lo lamento, Corvino. —Quintilia se levantó—. Me temo que no podemos
ayudarte más. Como te dije, no sabíamos nada sobre la participación de mi
hermano en la conspiración de Paulo. Sin duda hay una explicación, pero me
temo que tendrás que buscarla en otra parte.
Eso era todo, pues. Aun así, debía agradecer lo que había conseguido. Al
levantarme, disponiéndome a murmurar las frases de cortesía, reparé en una
tablilla de niño tirada junto a la piscina ornamental. La recogí. En la superficie
estaba garabateado el re trato de un viejo.
—¿Tienes nietos, Quintilia?
—Bisnietos. —Echó una ojeada a la tablilla—. Eso debe ser de Hateria. Por
lo que dicen, es una pequeña artista.
—Es muy bueno —comenté, mintiendo descaradamente. Era un
mamarracho. Había algo mal en la parte inferior de la cara, los ojos estaban
muy bajos y la frente era un desbarajuste.
—Mi secretario griego le enseñó el truco. Muy ingenioso, en verdad. Dale la
vuelta y verás a que me refiero.
Invertí el tosco dibujo. Los trazos parecieron modificarse, y una cara se
convirtió en otra. El viejo sonriente se metamorfoseó en una anciana ceñuda.
Una cabeza, dos caras. Recordé la imagen de Augusto en mi sueño, y algo se
alteró.
El mundo quedó patas arriba.
—No es un hombre —susurré.
—¿Cómo dices?
—El dibujo. —Le alcancé la tablilla—. Creí que era un hombre, pero no lo
es. Es una mujer.
—Claro que sí. Pero sólo cuando lo miras de cierto modo. De eso se trata.
Me eché a reír, y una vez que empecé no pude contenerme.
—¡Corvino! ¡Por el amor de Júpiter! ¿Qué mosca te ha picado? —Asprenas
me aferró.
—No era Augusto —logré articular—. ¡Nunca fue Augusto! ¡Joder, era
Livia!
Asprenas se quedó de una pieza.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
173
—¿Qué?
Recobré la compostura, pero tuve que sentarme. Temblaba tanto que me
habría caído si no hubiera tenido la silla.
¡Comprendía! ¡Al fin comprendía! ¿Por qué no había escuchado a Perila
cuando ella sugirió que yo interpretaba mal la conspiración de Paulo, que iba
dirigida contra Livia? O quizá sí había escuchado, y por eso había tenido el
sueño.
Quintilia estaba erguida, olvidando su encorvamiento.
—Joven —dijo—, ésa fue la más vergonzosa exhibición de malos modales y
lenguaje grosero que he tenido la desgracia de presenciar. Por favor, abandona
mi casa de inmediato.
—No. —Sacudí la cabeza—. No. Lo lamento, mi señora. Lo lamento
profundamente. Me disculpo por mis malos modales, de veras. Pero aún no
puedo irme.
—Si el ama dice que te vayas, Corvino, pues te vas. —Agrón seguía
plantado detrás de la silla de Quintilia—. Si prefieres salir con los pies por
adelante, es tu decisión.
—No, Agrón, espera. —Quintilia se volvió hacia mí—. No entiendo. ¿Por
qué de golpe estás tan ansioso por quedarte?
—Porque no he terminado —dije—. Porque acabo de comprender cómo
encajan todas las piezas.
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174
3311
Los tres me clavaron los ojos. Luego empezaron las preguntas.
Alcé la mano.
—Por favor, ¿puedo beber antes una copa de vino?
Tenía la garganta seca. Respetar la cortesía era una cosa, pero después de lo
que había pasado habría matado por un trago. Además, esto era una
celebración. Aunque el rompecabezas no estaba completo, al fin veía dónde
encajaban las piezas faltantes.
—Desde luego. —Quintilia se esforzaba para mantener su impasible
dignidad—. Claro que sí. Agrón, busca a un esclavo y pídele que traiga una
jarra de la reserva para huéspedes. —Se volvió hacia mí mientras el grandote
salía—. Ahora soy yo quien debe disculparse, joven. Mi falta de hospitalidad
fue imperdonable. Pedí a los sirvientes que se mantuvieran alejados hasta que
hubiéramos terminado nuestra conversación, pero al menos debí ofrecerte vino.
—Olvida el vino. —Asprenas me taladraba con los ojos—. ¿A qué te
referías, Corvino, al mencionar a la emperatriz?
—He encarado mal las cosas —expliqué—. Era un error natural, desde
luego. Como se infiltraron en la conspiración de Paulo y Augusto fue quien
tomó las decisiones, pensé que él sabría desde el principio lo que ocurría. Tal
vez no fue así. Tal vez fue Livia quien frustró el plan y Augusto no se enteró de
nada hasta que ella se lo contó. —¡Por los dioses! ¿Dónde estaba ese vino?
Asprenas aún me miraba como si yo hubiera hecho una sugerencia
indecente.
—¿Por qué la emperatriz no le mencionaría a Augusto una conspiración
contra el estado, Corvino?
Pero Agrón al fin llegaba con el esclavo que servía el vino. Cogí la copa de
un manotazo y la vacié, luego la volví a llenar con la jarra. Agrón señaló la
puerta con un cabeceo y el esclavo se esfumó.
Me volví hacia Asprenas.
—Pero no era una conspiración contra el estado —dije—. De eso se trata.
Los conspiradores no querían organizar una rebelión, sino frenar a Livia y
Tiberio. Eran los Julios contra los Claudios. ¿Quién tenía el mayor interés
personal en frustrar el plan? ¿Tanto interés, en realidad, como para ponerlo en
marcha, para luego poder descalabrarlo?
Noté que había sorprendido a Asprenas.
—¿Estás diciendo que Livia alentó la conspiración de Paulo? ¿La
emperatriz?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
175
—¿Por qué no? Ella les dio la soga y miró mientras los pobres diablos se
ahorcaban.
—¿Entonces cómo funcionó?
Bebí otro sorbo de vino. Era bueno. Mis ideas empezaban a aclararse.
—Ante todo, debía tener el respaldo del emperador, ¿de acuerdo? Paulo y
Julia debían pensar que Augusto los apoyaba en secreto.
—Supongo que eso tendría sentido.
Gran deducción, Carigordo. Enhorabuena.
—Así que tenemos tres conspiradores. Paulo, Julia y Silano. Silano es un
agente doble, pero los demás no lo saben. También hay un cuarto participante
que para Julia y Paulo representa al emperador.
—Este cuarto conspirador, presuntamente, era mi tío.
—Sí. —Miré de reojo a Quintilia. Estaba petrificada—. Sí. La tarea de Varo,
al menos, era cumplir con ciertos requisitos. Él les garantizaba una salvaguarda,
era su póliza de seguro. ¿Está claro?
Asprenas asintió. Quintilia fruncía el ceño. Pensé que ya la había
desorientado. La anciana había tenido un día ajetreado.
—Ahora viene el punto de inflexión —dije—. Augusto no sabe nada sobre
la conspiración. Varo no le es leal. Tampoco Silano. Ambos trabajan para Livia.
Desde luego...
—Lamento interrumpir, joven —dijo Quintilia—, pero eso es imposible.
Me paré en seco como si me hubiera chocado contra una pared de ladrillo.
—¿Ah, sí? ¿Y se puede saber por qué?
No era un modo cortés de preguntarlo, pero no había esperado ninguna
oposición de su parte, y me había descolocado.
—Porque Publio se llevaba muy mal con la emperatriz. Nunca se habría
aliado con ella por ningún motivo. Y Livia, por su parte, nunca habría confiado
en él para actuar flagrantemente contra Augusto, aunque él se lo hubiera
ofrecido. No sé para quién trabajaba mi hermano, pero no era Livia. O, si
prefieres, si la emperatriz manipulaba las cosas, su agente no habría sido
Publio.
—¿Estás segura de eso?
—Claro que estoy segura. Cuando dijiste que Publio trabajaba para el
emperador, y luego para sí mismo, no vi motivos para no creerte. Pero presumir
que trabajaba para Livia es otra cuestión.
—¿Sin importar las circunstancias?
—Sin importar las circunstancias —replicó con la contundencia de un
portazo.
Mierda.
—¿Entonces qué hago con mi cuarto conspirador?
—No es mi hermano. Me temo, Corvino, que tendrás que buscar en otra
parte.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
176
Cogí la jarra y llené la copa para cubrir el súbito silencio. Necesitaba
pensar. Quintilia había sido tajante, pero ella era una persona tajante. Eso no
significaba que tuviera razón. No estaba dispuesto a soltar a Varo, de ninguna
manera. Encajaba a la perfección, y la verdad concreta de la carta me
respaldaba. Sabía que Livia habría podido ejercer presión si quería valerse de
esa persona. El chantaje, quizá. Varo parecía un candidato natural para el
chantaje.
Noté que Carigordo me hablaba.
—¿Cómo cuadra la matanza con todo esto, Corvino?
Casi sentí alivio. En ese aspecto, pisaba un terreno más firme en lo
concerniente a Varo. Él había orquestado todo el asunto, aunque hubiera salido
mal. Y dado el contacto con Julia, sus motivaciones eran bastante obvias.
—Vale —dije—. Por el momento olvida a los Julios y míralo desde el punto
de vista de Livia. Desde el principio quiere vestir a su niño con la púrpura.
Quiere que resalte, que la gente repare en él. El único problema es que Tiberio
no es un dechado de seducción. Tiene forúnculos, halitosis, caspa, todos los
problemas personales que se te ocurran, y para colmo sus modales harían que
un rinoceronte pareciera sociable. Y Augusto lo detesta.
—Estás hablando del emperador, Corvino. —Carigordo no parecía muy
contento—. Un poco más de respeto, por favor.
—¡No seas engolado, Lucio! —exclamó Quintilia—. Corvino tiene toda la
razón. Quizá Tiberio tenga excelentes cualidades, pero es un patán y siempre lo
ha sido. Adelante, joven.
¡Por Júpiter! La anciana nunca dejaba de sorprenderme. Asprenas se puso
tieso como si ella le hubiera pinchado el culo con una aguja y cerró la boca tan
pronto que pude oír el chasquido de los dientes.
—Vale —dije—. Ahora bien, Verruga no aparenta gran cosa, pero es un
general de primera. El único problema es que nadie repara en él ni siquiera
cuando obtiene victorias. Y recientemente no ha brillado mucho en el aspecto
militar. Más aún, sufrirá una buena bronca por su conducción de la campaña
iliria cuando vuelva a casa. ¿De acuerdo?
Asprenas inclinó la cabeza rígidamente, pero noté que lo tenía enganchado.
También a Agrón.
—Así que la emperatriz tiene un problema. Debe manipular el asunto para
que su bebé huela a rosas. Pero tiene que hacerlo por su cuenta, no como
representante del padrastro. La diplomacia queda descartada. Verruga no tiene
carisma. Pero un gran éxito militar es otra historia, y es una especialidad de
Tiberio. El problema es que ya los ha obtenido y nunca lo llevaron a ninguna
parte. Para alterar esta situación, el plan exige dos requisitos.
—¿Cuáles? —preguntó Carigordo sin mover los labios.
—Primero. —Bajé un dedo—. Verruga se lleva los laureles, no sólo una
palmada en la espalda como delegado de Augusto. Segundo, en relación con
esto... —Bajé el segundo dedo—. Debe tratarse de una campaña que arregle un
David Wishart Las cenizas de Ovidio
177
desbarajuste que haya sido responsabilidad personal de Augusto. —Hice una
pausa. Se podría haber cortado el silencio con un cuchillo—. Germania era
perfecta. Si Livia podía impulsar un desastre y una recuperación, todo le saldría
a pedir de boca. La política de fronteras era la predilección de Augusto. Y Varo
era la elección personal del emperador para la gestión de Germania.
—Y si se demostraba que era incompetente —dijo Quintilia—, Augusto
también sería culpable. Sumamente ingenioso.
—Y funcionó muy bien. —Al fin Asprenas había abierto la boca—. La
masacre lo desquició. Pensó en suicidarse, ¿lo sabías? —Negué con la cabeza.
No, no lo sabía, pero no me asombraba—. No es de conocimiento público, por
razones obvias, pero es un hecho. Y desde luego tienes razón en cuanto al
desenlace. Cuando la crisis terminó y Tiberio regresó a Roma, obtuvo el
cogobierno. Me disculpo, Corvino. Y coincido con mi tía. Tu teoría es tan
plausible como ingeniosa.
Quintilia se aclaró la garganta.
—Tiene un solo defecto, joven —comentó—. Debo repetir lo que dije antes,
aunque los hechos contradigan mi opinión. Suponiendo que sabía lo que hacía,
mi hermano nunca habría participado en un plan como el que describes.
La miramos fijamente, y ella nos sostuvo la mirada sin inmutarse. Me
pregunté si Perila se parecería a ella dentro de cincuenta años.
—Lo que dije sobre la conspiración de Paulo también es aplicable aquí —
continuó con firmeza—. Doblemente. Publio sería codicioso, pudo haber
traicionado su confianza, pero no podía llegar a semejante grado de traición. Y
menos si estaba implicada la emperatriz.
Era aconsejable cierto tacto.
—Mi señora Quintilia —dije, apoyándole la mano en el brazo—,
comprendo que habrás sentido un profundo afecto por tu hermano, pero...
Me apartó el brazo.
—Publio era un cerdo codicioso y autocomplaciente con una opinión
burdamente elevada de sí mismo. Nunca lo aguanté. No obstante, tenía ciertos
límites. Y uno de esos límites habría sido una traición como la que describes.
¡Por Júpiter!
—Quizá lo presionaron. Quizá lo extorsionaron. Fueran cuales fuesen sus
razones...
Ella alzó la mano, y me callé.
—Valerio Corvino —dijo—, eres un joven muy inteligente y muy capaz.
También, por lo que veo, tienes todos los datos a tu favor. Eso no está en
discusión. Sin embargo, yo conocí a Publio toda la vida, y tú no. Te repito que
no podría haber participado a sabiendas en semejante plan, así como no habría
renunciado a sus galas de patricio para unirse a la plebe. —Se levantó—. Y creo
que ahora será mejor que te vayas.
Había pena y orgullo en su voz, además de certidumbre. Dejé la copa de
vino en la mesa.
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178
—Lo lamento, Quintilia —dije con sinceridad—. Me gustaría creerte. Pero
como ves, es imposible.
Se irguió un poco más. Era tan alta que sus ojos claros casi estaban a la
altura de los míos.
—¿Y acaso piensas, Corvino, que yo no lo sé? —replicó lentamente.
Estaba todo dicho. Les di las gracias y me fui.
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179
3322
Las literas tienen sus ventajas. Permiten reflexionar cómodamente, y eso fue lo
que hice durante el regreso. Quintilia me había conmocionado más de lo que
quería reconocer. Claro que los hechos apuntaban a la culpabilidad de Varo —
un traidor es un traidor es un traidor—, pero la anciana había sido muy
convincente. Quizá yo me equivocara en cuanto a Varo, o al menos me
equivocara a medias, a pesar de la carta. Quizá lo hubieran embaucado. La
pregunta era cómo.
Bien, pensé. Digamos que él no es nuestro cuarto hombre. Digamos que el
fulano se llama X. La tarea de X es lograr que Varo se alíe con Arminio.
Obviamente tiene que ser alguien en quien Varo confía y a quien escucha. Y
necesita estar en ese sitio, porque la trampa es engorrosa y él tiene que vigilar
personalmente cómo andan las cosas.
Dicho de otro modo, X es un importante miembro de la plana mayor de
Varo, amén de su amigo personal.
De acuerdo. Entonces X pasa a la primera parte del plan. Logra que los dos
se reúnan. Eso es fácil. Varo ya conoció a Arminio en Roma, e incluso existía
cierta amistad. En los quintos infiernos, con sus pulidos modales romanos,
Arminio destaca como una rosa en el desierto. En comparación con los demás
lugareños, es un tipo aceptable, civilizado, uno de los nuestros. Cuando
Arminio le dice a Varo que tiene una propuesta que redundará en beneficio de
Roma y de paso permitirá que Varo se gane una propina, el viejo ya está medio
convencido.
Arminio y Varo llegan a un acuerdo. Al norte del río, donde no rige la ley
romana, Germania es un lío de tribus hostiles, y una de ellas pertenece a
Arminio. Hasta ahora sólo han sido un fastidio, y por eso hemos debido
mantener bien pertrechadas las guarniciones del Rin. Arminio propone
fusionarlas en una federación, con él como caudillo, con la ayuda de Varo. Con
Arminio al mando, en la otra margen quedaría un reino amigo que aliviaría la
presión sobre la frontera norte. Será peligroso a corto plazo, le dice a Varo.
Tendré que fingir que actúo contra Roma. Sólo tú sabrás la verdad, que estoy de
vuestra parte. Sólo se requiere que Varo haga la vista gorda, quizá que
intervenga en ocasiones usando tropas romanas contra las tribus que no se
prestan al juego. Y habría dinero; carretadas de dinero, porque los
gobernadores militares romanos no son baratos.
Sí. Ese viejo codicioso no habría vacilado un instante.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
180
¿Quién era X, el tipo que echó la bola a rodar? Como decía, tenía que ser
alguien cercano a Varo, parte del equipo administrativo imperial. Alguien de
alto rango.
¿El lugarteniente de Varo? ¿Numonio Vela?
Todo casaba. Vela era amigo de la familia. Quintilia me lo había dicho.
También era el segundo hombre en importancia dentro de la provincia, después
del gobernador. Y cuando llegara el momento de repartir culpas —el momento
de la marcha final—, se habría asegurado de contar con pruebas concretas para
absolverse si era necesario, e incriminar al jefe: la carta de Quintilia. Salvo una
confesión firmada ante las seis vestales y medio colegio de augures, nadie podía
pedir nada mejor. Si acusaban al gobernador que él había escogido, Augusto se
iba a pique sin salvavidas. Sin duda también se opuso a desviarse hacia el
Teutoburgo, sabiendo que Varo desecharía su consejo.
La última etapa del plan también casaba. Varo pensaría que la trampa de
los germanos era sólo otra parte de la engañifa, otro ardid de propaganda para
poner las cosas a punto: una victoria sobre un ejército romano en el campo de
batalla. Pero Vela sabía que no era así. Él había hecho su propio trato con
Arminio. El enfrentamiento sería limitado, claro, pero no toda la sangre sería
falsa. Los germanos permitirían que Varo entrara en el Teutoburgo, pero no
atacarían todos al mismo tiempo, como él esperaba. Aguardarían a que él
hubiera avanzado tanto que no pudiera retroceder, y luego le asestarían un
golpe demoledor y seguirían golpeando hasta desorientarlo por completo...
En ese punto se detendrían. Ésa era la diferencia crucial entre el trato que X
había hecho con Arminio y lo que había sucedido en la realidad. No habría
matanza. Varo se rendiría, o le permitirían salir del bosque con su ejército
desbaratado. El resultado sería el mismo, de todos modos. La reputación de
Varo se iría a pique, y también la de Augusto.
Pero tampoco ocurrió de esa manera. Arminio había jugado su propia
partida. Había traicionado a Varo y al agente de Livia y había buscado la
yugular. Con razón Vela era un manojo de nervios. Debió comprender que lo
habían embaucado mucho antes del último día, cuando decidió salvar el pellejo
y tratar de llegar por su cuenta al Rin. Quizá pensaba que Arminio lo dejaría
escapar, o quizá fue presa del pánico. De un modo u otro, no le sirvió de nada.
Varo sale de escena, y también nuestro cuarto conspirador.
Y los principales impulsores del plan, Livia y Tiberio, quedan hundidos
hasta las imperiales orejas.
Me recliné contra los cojines de la litera, sintiéndome muy complacido
conmigo mismo. Todo funcionaba, todo casaba. Tenía que averiguar más sobre
Vela, sin embargo. En ese momento el tipo era sólo un nombre. Quizá Perila
pudiera ayudarme.
Pero cuando paré en su casa para hablarle, el portero me dijo que había ido
a visitar a su madre.
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181
3333
Eso me recordó mis propios deberes filiales. No había visitado a mi madre en
dos meses, ni siquiera en Floralia. Éste era un momento oportuno. Yo estaba
sobrio y presentable: me había puesto mi manto más elegante para ver a
Quintilia y aún tenía a mano mi mejor litera. Fue mala suerte para los
porteadores que mi madre viviera en el Celio, donde acabábamos de estar, pero
con mi excéntrica preferencia por las caminatas no les vendría mal bajar de
peso.
Después del divorcio, mi madre se había casado con un viudo, Helvio
Prisco. Aparte de la ceremonia nupcial, en que yo había entregado a la
prometida, sólo lo había visto dos veces, y dudaba que mi madre lo hubiera
visto mucho más, porque su afición lo obligaba a salir con frecuencia. La
especialidad de Prisco eran las tumbas y las inscripciones funerarias. Sobre todo
tumbas etruscas y de los primeros tiempos de la república. Si le hablabas de
cosas normales, como el desempeño de los Azules en las carreras, o quién le
había dicho qué a quién en la fiesta de anoche, sólo conseguías gruñidos. Si le
preguntabas por el desarrollo de la ortografía desde sus orígenes primitivos
hasta los tiempos modernos, junto con las pruebas epigráficas de un cambio de
vocales en la lengua vernácula, no podías hacerlo callar. En fin. Hay de todo.
Mi madre tenía buen aspecto: había perdido mucho peso después de su
frustrado embarazo y nunca lo había recobrado. Cuando llegué, estaba
hablando sobre los arreglos florales con un esclavo.
—¡Marco! ¡Qué gusto verte! —Se me acercó y me besó en la mejilla, y olí la
fragancia que le preparaba especialmente el mejor perfumero de Alejandría—.
¿Dónde has estado todos estos meses?
—Sólo dos, madre.
—Pues parece más tiempo. —Retrocedió. Vi que estudiaba la magulladura
que mi aterrizaje me había dejado en la oreja, cuando me expulsó el portero de
Silano—. Te has lastimado.
—Nada grave. Me caí por una escalera, nada más.
—Bebes demasiado, querido.
—No tuvo nada que ver con la bebida.
—Pamplinas. —La sonrisa de sus ojos se agrió con esas palabras—. Ven a
sentarte.
Me recosté en el diván reservado a las visitas mientras ella impartía sus
últimas instrucciones al esclavo. Luego se sentó para hablarme.
—Bien, Marco. ¿Qué es de tu vida?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
182
—Nada especial. —No pensaba hablarle del caso Ovidio; y como Prisco
estaba fuera de la alta sociedad, dudaba que se hubiera enterado por otros.
—¿Has visto a tu padre recientemente?
—Quizá. ¿Por qué?
Irguió un hombro elegante.
—Mera curiosidad. Yo le vi hace poco tiempo. Tuvimos una conversación
muy civilizada.
—¿Le hablaste? —Mi padre me había dicho que había visto a mi madre,
pero no que habían hablado.
—Claro que le hablé. ¿Por qué no? Estaremos divorciados, pero no somos
enemigos.
No respondí.
—Está preocupado por ti, Marco. Piensa que estás desperdiciando tu vida.
—Qué simpático de su parte.
—Ojalá no desdeñaras tanto a tu padre, querido. No es justo. Nosotros no
nos entendemos bien, desde luego, pero él es bien intencionado a su manera
anodina. Y, por si te interesa, en este asunto coincido con él.
La miré sorprendido. En mi vida le había oído decir que estuviera de
acuerdo con mi padre. Claro que tampoco había dicho que estaba en
desacuerdo; simplemente, por su cuenta y sin comentarios, daba su propia
opinión, que nunca casaba con la de él. No es exactamente lo mismo.
—Ya lo sé —continuó—. Eres mayor y puedes tomar tus propias
decisiones. También comprendo que, como tu padre tuvo el mal tino de dejarte
una buena parte de su patrimonio, gozas de independencia económica. Pero
estas cosas quedan al margen.
—No me interesa la política, madre. Al menos, la política tal como la
entiende papá, y parece que no existe alternativa.
—Dije que tu padre piensa que desperdicias tu vida, y en eso estoy de
acuerdo. No dije que quisiéramos obligarte a ocupar un puesto público.
—Tú no, quizá, pero papá sí. En todo caso, ¿qué otra cosa hay?
—¡Marco, no lo sé! Eres tú quien debe decidirlo. Tienes veintiún años, y
cumplirás veintidós el mes próximo. Ya tienes edad para saber lo que quieres
hacer de tu vida.
—Pues lo sé. Quiero disfrutarla.
Ella suspiró.
—No seas melodramático, querido. Te morirás de aburrimiento antes de los
treinta. De todos modos, no pienso sermonearte. Es cosa tuya, no mía. Te he
dicho lo que pienso, y tú decidirás si quieres escucharme o no.
Estábamos entrando en un terreno peligroso. Cambié de tema.
—¿Cómo está mi padrastro?
—Tito está bien. En este momento está en Veyes, en pleno desenfreno
genealógico. —Arrugó la frente—. Al menos, creo que es Veyes. Pero estoy
segura de que el desenfreno es genealógico.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
183
—¿No te resulta aburrido ese hombre?
—A diferencia de tu padre, Tito tiene honduras ocultas. —Sonrió de
manera muy poco matronal. Me pregunté si no habría juzgado mal a Helvio
Prisco—. Te sorprendería. No a ti personalmente, pero ya sabes a qué me
refiero. Hablando de eso, ¿por qué no me cuentas algo sobre esa muchacha que
estás viendo?
—¿Qué?
Se ve que no pude ocultar mi azoramiento, porque ella se echó a reír.
—Sí, Marco, lo sé todo sobre Rufia Perila. Ambos habéis causado un
pequeño escándalo. No es que me moleste en lo personal. Por lo que he oído, la
pobre muchacha necesitaba airearse. Ese Sulio Rufo es escoria.
—¿Cómo supiste lo de Perila, madre? ¿Quién te lo contó?
—No recuerdo los nombres, querido. Pero no te preocupes. Todos
simpatizan con vosotros. ¿Ella pedirá el divorcio?
—Sí.
—Espero que lo consiga. Quizá se dificulte un poco, pues el marido es
íntimo del hijo del emperador, pero no hay nada peor, Marco, que estar casado
con alguien que no te agrada. Ni hablemos del amor. Y no importa quién sea el
culpable. ¿Me entiendes, querido?
La miré rígidamente.
—Sí, eso creo, madre.
—Bien. —Se reclinó—. Ahora háblame de Perila.
Le hablé. No de nuestras cosas personales, desde luego, ni del asunto que
nos había permitido conocernos: si mi madre sabía algo sobre eso, tuvo el buen
tino de no mencionarlo. Se habrían llevado bien, pensé, aunque tenían carácter
muy distinto. En cierto modo se complementaban.
—Debes traerla a cenar una noche —dijo cuando concluí—. A Tito también
le agradará hablar con ella. El patronímico Rufia es muy inusual. —Le clavé los
ojos, y desde luego que había socarronería en sus ojos y en las comisuras de la
boca—. Pero hablo en serio, Marco. A mí me encantaría conocerla, y también a
Tito. No te preocupes, le daré poca rienda a ese latoso. Quizá también debamos
invitar a tu padre y su nueva esposa.
—¡Madre!
—Sólo una broma, querido. Si insistes en considerarla así. Sería una velada
aparatosa, pero creo que a Perila no le molestaría.
No, debía reconocer que no le molestaría. Y aunque le había prometido que
trataría de llevarme bien con mi padre, todo tenía un límite. Me escandalizaba
que mi madre lo hubiera sugerido.
Charlamos un rato más, de esto y lo otro. Me agrada hablar con mi madre.
Tiene la rapidez de un arrendajo, una brillantez e irreverencia que contrastan
por completo con la ampulosidad de mi padre. Luego oí pisadas detrás de mí.
Un esclavo traía una bandeja con vino y copas.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
184
—Gracias, Glauco. Sírvenos y déjanos solos, por favor. —Mi madre se
volvió hacia mí y sonrió—. Conseguí esto especialmente para ti, Marco. No
pude resistirme.
Conociendo a mi madre, tendría que haber sospechado algo. Pero había
sido un día largo y difícil. Sentí que el néctar ya me bañaba las papilas.
—¿De veras? ¿Qué es?
La sonrisa se ensanchó.
—Zumo de granada, querido. Con una pizca de canela.
Típico de mi madre. Para fingir que no había entendido la alusión (aunque
eso no la engañara), tuve que tomar un sorbo de ese brebaje. Cuando llegó la
hora de irme, aún no me había sacado el sabor de la boca.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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3344
Perila también había salido a la mañana siguiente, y cuando le pregunté a
Calías me informó que no había regresado a casa.
—¿Por qué no me lo dijiste anoche? —grité.
—Lo lamento. Supuse...
—¿Qué supusiste?
El hombre estaba pálido de preocupación, y decidí aplacarme. De nada
serviría gritarle a un esclavo, y no era culpa de Calías.
—Como el ama no regresó a casa, confirmé con Marcia que en efecto se
había marchado. Así las cosas, señor, supuse erróneamente que... eh...
Guardó un embarazoso silencio.
—Calías, si pensabas que ella estaba en mi casa, ¿por qué no enviaste a
alguien para verificarlo?
—Señor... —El viejo esclavo recobró la compostura con gran dignidad—.
Yo soy propiedad de mi dueño, no de mi ama, y debo responder ante él. En
consecuencia, hay ciertas cosas que prefiero no saber, y si las sé, prefiero
pasarlas por alto. Tú me entiendes, señor.
—Sí, claro. Lo siento. —Dejé de pasearme por la sala de recepción y me
senté en el borde de mármol de la piscina. Noté con interés que me temblaban
las manos, y que no había modo de aquietarlas—. ¿A qué hora se fue de la casa
de su tía?
—Una hora antes del ocaso, señor.
—¿En litera?
—Sí, señor.
—¿Y los porteadores tampoco regresaron?
—No, señor.
—¿Una litera vuestra? ¿O de alquiler?
Calías frunció los labios.
—Una litera de la casa, señor, desde luego. Nunca consentiría que el ama
saliera en una litera de alquiler.
A pesar de mi angustia, sonreí. Los esclavos pueden ser sumamente
estirados, y un esclavo estirado tiene más melindres que una viuda patricia.
—Vale. ¿Has consultado a la guardia? —Tenía que hacerle esa pregunta.
—Sí, señor, desde luego. Anoche no hubo víctimas en esta región.
Solté un suspiro. Era improbable que la hubieran atacado tan temprano,
entre el Esquilino y el Palatino. Aun así, me aliviaba descartar la posibilidad de
un asesinato.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
186
—¿A qué otra parte pudo ir?
—A ninguna parte, señor, sin notificarnos. Rufia Perila no sale con
frecuencia. Y menos a esas horas.
¿Qué nos quedaba entonces? Preferí no hacer esa pregunta.
—Avísame en cuanto regrese, Calías, por favor. ¡De inmediato!
Él inclinó la cabeza.
—Sí, señor.
Al cabo de tres angustiosas horas de espera infructuosa, me tragué el orgullo y
fui a casa de mi padre. Estaba en su estudio, escribiendo. Cuando Fedro, el
esclavo principal, me hizo pasar, dejó la pluma y se quedó mirándome.
No me extrañó. Hacía tres años que yo no pisaba esa casa. Desde el
divorcio. Cuando me fui (entonces tenía casa propia desde hacía un año), había
jurado a los espíritus familiares que no regresaría nunca.
—Bienvenido, Marco. —Mi padre se levantó y se me acercó, tendiendo las
manos. Pensé que me abrazaría, pero no lo hizo. Dejó caer las manos—. Es
bueno verte aquí.
—Perila ha desaparecido —dije—. Creo que la han secuestrado.
—¿Qué?
—Papá, si sabes algo sobre esto, cualquier cosa, por favor, dímelo.
Se puso rígido.
—¿Por qué sabría algo sobre el paradero de Rufia Perila?
—Mira, no andemos con juegos. No te pregunté dónde estaba. Te pregunté
si sabías qué le pudo haber ocurrido.
—Claro que no lo sé.
—¿Lo juras?
—Marco, por todos los cielos, ¿qué mosca te ha picado?
—¡Júralo!
Mi padre me miró un largo instante, suspiró.
—Muy bien, hijo. Si eso quieres. —Se acercó al altar familiar y apoyó la
mano derecha—. Juro que no tenía el menor conocimiento, hasta que entraste
hace un instante, del paradero ni de la desaparición de Rufia Perila.
—¿Ni de quién podría ser responsable?
—¡Marco!
—¡Júralo!
—Ni de quién podría ser responsable. Lo juro. —Retiró la mano—. Ahora,
Marco, por favor siéntate y dime qué sucede.
—¿Puedo beber una copa de vino?
—Por supuesto. —Pasó junto a mí, abrió la puerta del estudio y gritó—:
¡Fedro! Una jarra de vino. Ya mismo, por favor.
Oí la respuesta del esclavo, y sus pisadas en las baldosas de mármol.
—Dime qué ha ocurrido. —Mi padre cerró la puerta.
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Me senté en el diván. Aún me temblaban las manos. No se habían
aquietado en todo el día. Me las puse bajo los muslos para inmovilizarlas.
—Ayer por la tarde fue a la residencia de los Fabios para visitar a su madre
—dije—. Salió antes del anochecer y aún no ha vuelto a casa. Es todo lo que sé.
—¿A tu casa o la de ella?
—¡Padre!
—Lo lamento, hijo. Eso no venía a cuento, y no es de mi incumbencia.
¿Pudo haber pasado la noche en otra parte?
—Calías no está seguro... Es el esclavo principal de la casa. Dice que ella le
habría avisado. Sin duda me habría avisado a mí.
—¿Y Calías dice la verdad?
—Supongo. ¿Por qué iba a mentir?
—No lo sé. ¿No habéis reñido, tú y Perila?
—¡Carajo, claro que no hemos reñido!
—Tranquilo, Marco. Sólo trato de ayudar. ¿Ella no mencionó que visitaría a
otra persona? ¿A nadie en absoluto?
—No. No que yo sepa.
Se abrió la puerta. Fedro con el vino. Le arrebaté la copa, la empiné, la
acerqué para que me sirviera más.
—Deja la jarra en el escritorio y vete, Fedro —dijo mi padre. Cuando se
cerró la puerta, continuó—: Marco, ¿por qué pensaste que yo podía estar
enterado?
Sacudí la cabeza.
—Cometí un error.
—Así es. El emperador no secuestra. Sin importar la provocación. Y yo
tampoco.
—¿No? ¿Y qué dices de la emperatriz? —No pude contenerme—. No me
digas que Livia no se prestaría a esas cosas, papá. Sería el único delito que aún
no ha cometido, ¿verdad?
El silencio fue súbito y total. Había hablado sin pensar. Había barboteado
las palabras y era demasiado tarde para retractarme.
—¿Quién te lo dijo? —La voz de mi padre era apenas un susurro—. Marco,
¿quién te lo dijo?
—Eso no importa. —Tuve que aferrar la copa con ambas manos—. Lo sé
todo, papá. Conozco la historia. Cayo y Lucio. Las dos Julias. Pero también sé
que tenías razón. Es cosa del pasado, no tiene relevancia, no le importa a nadie.
—Lo miré—. Padre, ¿por qué no pudiste confiar en mí?
Sacudió la cabeza en silencio. Estaba pálido.
—Hay una sola cosa que no sé, o que no sé con seguridad —continué—.
¿Quién era el cuarto conspirador, el hombre que Ovidio vio en casa de Paulo?
¿Era Quintilio Varo, Vela, o alguien más? Vamos, ahora puedes decírmelo,
papá.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
188
Mi padre irguió la cabeza y me clavó la mirada. Su rostro había perdido
toda expresión. Era imposible que estuviera fingiendo. Era una reacción
demasiado natural, poco ensayada.
No sabía de qué le hablaba.
—Ovidio fue exiliado porque descubrió la verdad sobre el adulterio de
Julia. No tuvo nada que ver con la conspiración de Paulo. ¿Y por qué estaría
implicado Varo?
—Pero Julia no cometió adulterio. —Yo había convivido tanto tiempo con
el problema que esa sencilla declaración me parecía obvia, casi ingenua.
—¡Claro que sí! Silano la sedujo por encargo de Livia. Luego Livia la
denunció ante el emperador.
Esta vez fui yo quien sacudió la cabeza.
—No, papá. No sucedió así. No hubo adulterio. En absoluto. Paulo y Julia
conspiraban para traer de vuelta a Póstumo y darle refugio entre las legiones
del Rin.
—Pero...
Nunca había visto a mi padre tan confundido, tan desorientado, pero no
tenía tiempo para la conmiseración ni para las explicaciones. De todos modos,
ya no tenía relevancia.
—Mira, papá, nada de esto importa. Lo único que importa es que Perila ha
desaparecido y creo que la familia imperial puede ser responsable. Te pido, te
encarezco que hagas lo posible por encontrarla. Haré lo que ellos quieran, lo
que tú quieras. ¡Dejaré de hacer preguntas, lo que sea! ¡Pero recóbrala!
Titubeó.
—Muy bien, Marco. Haré lo posible. No acepto que el emperador sea
responsable, ojo. Ni la emperatriz Livia. Pero al menos puedo indagar por los
canales oficiales.
Sentí que me sonrojaba.
—¿Y cuánto llevará eso?
—No lo sé, hijo —dijo mi padre con suavidad—. Al menos varios días.
—¿Varios días?
—Marco, no puedo ir al palacio, exigir una audiencia con Tiberio y Livia y
acusarlos de secuestro a la cara. Se tiene que hacer diplomáticamente.
—¡Por supuesto! —Desvié la mirada—. No queremos irritar a nadie,
¿verdad?
Mi padre suspiró.
—Pondré todo mi empeño, hijo, créeme. Pero no pienso irrumpir allí para
arrojar acusaciones infundadas a diestro y siniestro, ni en tu nombre ni en el de
nadie. Y menos a la emperatriz.
Volví a encararlo.
—Demasiado en el blanco, ¿verdad?
—Si prefieres verlo de esa manera, sí. Demasiado en el blanco.
Miré su expresión rígida y recordé mi promesa a Perila.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Oye, papá, lo lamento. Sí, agradeceré cualquier cosa que puedas hacer. Al
margen de cómo lo hagas y de cuánto tarde, y al margen de los resultados.
Su expresión se ablandó.
—La recobraremos, Marco —dijo—. No te preocupes. Siempre que
todavía... —Calló—. La recobraremos.
Salí de la casa de mejor ánimo que al entrar. Aun así, no pude dejar de
pensar en las palabras que mi padre había evitado decir al despedirnos, y recé a
todos los dioses que conocía, e incluso a los que no conocía y que pudieran estar
escuchando, por que Perila no estuviera ya muerta.
Esa noche no dormí.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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3355
Mi próxima parada fue el gimnasio, para hablar con Escílax. Mi padre
manejaría el aspecto oficial del asunto, pero si el emperador era responsable, él
no podría hacer demasiado salvo agitar la bandera blanca en mi nombre. Con la
ayuda de Escílax yo podría comenzar en el otro extremo. Escílax tenía contactos
en el submundo de la ciudad, y llegaban a tanta profundidad como las raíces de
un roble. Si alguien podía rastrear a Perila, o indicarme quién la había
capturado, era Escílax. Pero antes tenía que convencerlo de que yo hablaba en
serio. En la lista de Escílax, las mujeres figuraban cerca de las mulas y los pollos.
Aun en un buen día, los pollos ganaban tres veces de cada cuatro.
Lo encontré en el cuarto de avíos que usaba como oficina, afilando una
daga.
—¿Por qué estás tan seguro de que la secuestraron? —Su pulgar fibroso
untó con saliva la superficie de la piedra de afilar—. El tiempo no es nada para
esas bobaliconas. Tal vez decidió quedarse en casa de unos amigos y se olvidó
de mencionarlo.
—No fue así.
Él puso mala cara.
—¡Estupendo, Corvino! ¿De dónde sacas tanta certidumbre? ¿Tienes tu
propia bruja de Tesalia escondida en alguna parte? ¿O practicas la
quiromancia?
Sin pensarlo le arrebaté la piedra de afilar y la arrojé a un rincón.
—Oye, cabrón —grité—. ¿Vas a ayudarme o no?
No se movió; sólo me miró y extendió la mano hasta que recogí la piedra y
se la devolví.
—Calma, muchacho —murmuró—. Era una broma. ¿Recuerdas lo que es
una broma, Corvino?
Tragué saliva. Estaba hecho un manojo de nervios.
—Vale, lo lamento. No, no sé con certeza si la han secuestrado. Pero ha
desaparecido. Y si hubiera visitado a amigos, me habría avisado a mí o a sus
esclavos. De eso estoy seguro.
Escílax frunció el ceño. La daga se deslizó sobe la piedra con un susurro
rechinante que me dio dentera.
—Bien —dijo al fin—. Te ayudaré. Desde luego. Pero si quedo en ridículo
cuando ella regrese mañana a casa con un nuevo amiguito, te desnuco.
—No será así, créeme.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Más vale que tengas razón, muchacho, porque ésa no fue una broma.
Cuéntame los detalles.
Le dije lo que sabía, que no era demasiado.
—¿Has consultado a la guardia?
—Maldición, claro que he... —Me contuve—. Sí. Ningún cadáver.
—¿Y nadie se puso en contacto contigo?
—No. Ni con su familia.
—Es sólo el principio. Quieren hacerte sudar.
Me levanté y fui hacia la puerta. En la arena, el principal entrenador de
Escílax regañaba a un joven petimetre aristocrático por bajar la guardia. Los
miré sin ver.
—¿Quién la secuestró, Corvino? —preguntó Escílax en voz baja.
Di media vuelta.
—¿Cómo diablos puedo saberlo? ¡Eso es lo que quiero que averigües!
—Ya lo sabes, muchacho. No el nombre de los granujas que se la llevaron.
De eso me encargo yo. El mandamás, el que da las órdenes, el tipo con quien
has tenido estos problemas. Sabes quién es, ¿verdad?
—Quizá. —No tenía la intención de soltarle los nombres de Tiberio y Livia,
a menos que fuera imprescindible.
—Sin quizá. —Escílax probó el filo de la daga contra el pulgar y la puso a
un lado—. Escúchame bien, Corvino, porque te lo diré una sola vez. No le doy
la espalda a un amigo, y si él me pide que contenga la lengua, no hablo de más.
Pero también tengo mis exigencias. Si quieres mi ayuda, pagas mi precio.
—¿Qué precio?
—Confía en mí. Cuéntame todo desde el principio. Todo, muchacho, no las
escenas selectas. Entonces veremos dónde estamos situados.
—Ya hemos pasado por esto. No puedo hacerlo.
Se encogió de hombros y se levantó.
—Está bien, si lo quieres así.
—¡Oye, no lo entiendes! Podrían matarte sólo por saber esto. Hay nombres
importantes de por medio.
—Dije que estaba bien. —Cogió una espada de madera y se dirigió hacia la
puerta—. Buena suerte, muchacho. Nos vemos.
Me paré en la puerta, cerrándole el paso.
—¿Acaso no piensas ayudarme? —Él no dijo nada, sólo continuó la
marcha—. ¡Respóndeme, cabrón!
Su hombro me chocó en el lado del pecho como la punta de un ariete. Caí
sin aliento, y él pasó encima de mí. Pensé que pasaría de largo, pero se detuvo y
me miró.
—No importan los nombres, Marco —dijo—. Sólo confía en mí. Es todo lo
que pido.
Yo yacía en el suelo sucio, jadeando y tocándome las costillas. Era como si
una columna dórica desbocada me las hubiera triturado.
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—Vale —respondí cuando recobré el habla—. Vale, tú lo has pedido. Pero
no me culpes si mañana te despiertas con un tajo en la garganta.
Sonrió y me ayudó a levantarme.
—Tengo el sueño ligero, Corvino. Además, ¿quién quiere llegar a viejo?
Así que le conté toda la historia desde el principio, sin omitir ningún
detalle. Pensé que la cuestión política lo aturullaría, pero no fue así. Escílax
tenía mundo, y no era estúpido.
—¿Estás seguro de que la familia imperial está detrás de esto?
—Tiene que estar. Me frenaron ese primer día en el palacio, y nadie más
tiene tanta influencia. Además, afecta a sus intereses. —Lo miré de soslayo—.
¿Preocupado?
—Muerto de miedo, a decir verdad. ¿Quién no lo estaría?
—¿Eso cambia las cosas?
Escílax inspeccionó la hoja de la daga y la soltó.
—Te di mi palabra ¿recuerdas? No lo hago con frecuencia, muchacho, y
cuando la doy nadie la cuestiona, ni siquiera tú. ¿Me entiendes?
Tragué saliva y no dije nada.
—Vale. Tiberio y Livia no participarían directamente en un asunto tan
turbio. Si quieres encontrar a tu amiga, tendremos que buscar al intermediario.
Haré correr la voz. Entre tanto, te observamos. Te vigilamos a ti, vigilamos tu
casa.
—¿De qué servirá eso?
—¡Por Júpiter, Corvino! —Escupió—. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Dices que
esta gente aún no se puso en contacto contigo?
—Todavía no.
—Lo hará. Y cuando lo haga, tendremos una cara que podremos seguir.
—Sí, pero lo que ellos quieren es parar la investigación. La familia imperial,
quien sea... no tienen que ponerse en contacto para decirme lo obvio.
—¿Tienes una idea mejor, muchacho?
—No, pero...
—Entonces cierra el pico y confía en mí. No es mi primera vez, y sé lo que
hago. Tarde o temprano alguien te dirá algo, y yo lo sabré. Lo sabré sin que él
sepa que lo sé. Y luego encontraremos al hombre y lo haremos picadillo.
―Sonrió—. A menos que sea el mismísimo Tiberio con una gran capa negra y
una barba postiza, en cuyo caso lo dejaré de tu cuenta. Así que lárgate y déjame
organizar las cosas, ¿de acuerdo?
De regreso pasé por la casa de Perila, por si las dudas; pero aún no había
noticias.
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3366
Me preparaba para acostarme cuando Batilo asomó la cabeza por la puerta para
decirme que Agrón aguardaba para hablar conmigo a solas.
A solas. Seguro. Ya me imaginaba las palabras. Tenemos a tu amiga,
compadre. Deja de fastidiar o despídete de ella. Parecía que la vieja Quintilia
me había hecho soltar la lengua. Mierda, había creído en ella y su sobrino
carigordo, y parecía imposible que pudiera equivocarme tanto. Podía entender
a Asprenas; sospechaba que Carigordo no le haría ascos a un secuestro si
pensaba que era el único modo de silenciarme. Pero no Quintilia. Pensaba que
la anciana tendría más orgullo.
Saqué la espada y le dije a Batilo que lo hiciera entrar y se cerciorara de que
los Amigos Entrañables estuvieran a la vista en el vestíbulo. El ilirio pasó de
largo como si formaran parte del mobiliario. Si hubiera llevado sombrero, lo
habría colgado de uno de ellos.
—Siento lo de tu amiga, Corvino —dijo.
Le apoyé la punta de la espada en el pecho.
—Bien, dime dónde está. Tienes tres segundos.
Aunque yo tenía cara de pocos amigos, Agrón ni siquiera parpadeó. Apartó
la espada, cogió una silla y se sentó.
—Guarda ese espetón, muchacho, estás ridículo. Si no sabes cuidar de tus
mujeres, no es problema mío.
Envainé lentamente la espada y me senté frente a él. Ese hombre tenía más
agallas que yo, debía concederlo, pero no dejaría las cosas así.
—Si le pasa algo —dije lentamente—, date por muerto, ¿entiendes? Tú y ese
mofletudo de Asprenas. Te lo aviso desde ahora.
Se rió.
—¿Crees que te irá mejor que la última vez? ¿Y qué tiene que ver Asprenas?
Hice una señal a los Amigos Entrañables, que aguardaban en la puerta
abierta. Entraron sonriendo y codeándose, haciendo crujir los nudillos y
flexionando los bíceps. Como actuación, era tan sutil como un atraco en la
Suburra, pero yo no tenía reparos. Quería comunicar este mensaje con
mayúsculas.
Agrón ni siquiera volvió la cabeza.
—Mira, Corvino, quizá no nos tengamos mucha simpatía, pero no busco
problemas ni vine a fastidiarte. Te digo sin rodeos que no tengo la menor idea
del paradero de la muchacha, ni de quién se la llevó. Tampoco Asprenas, ni el
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ama. Así que diles a tus monos amaestrados que se vayan antes de que te
pongas aún más en ridículo que ahora.
Quizá mintiera, pero algo me decía que no. En todo caso, su coraje era
admirable.
—Está bien, muchachos. —Alcé la mano—. Cambio de planes. Largo. Id a
jugar al lado con vuestros chismes. —Los crujidos de nudillos y las flexiones de
bíceps cesaron y las sonrisas se borraron. Hay chiquillos que ponen esa cara
cuando alguien les ordena que dejen de torturar al gato—. Y decidle a Batilo
que nos traiga una jarra de vino con especias.
—Así está mejor. —Agrón se cruzó de brazos y me miró mientras los galos
salían dando un portazo—. Ahora dime qué ocurrió.
—Un momento. Primero dime tú cómo supiste que la muchacha había
desaparecido.
—No yo. El ama. Y antes de que te apresures a sacar conclusiones
infundadas, la mayor parte de Roma lo sabe. Dale las gracias a tu papi.
Naturalmente. Mi padre no tendría motivos para ocultar la noticia, todo lo
contrario. Le había pedido ayuda, y en esas circunstancias lo primero que hace
un aristócrata que se precie es propagar la novedad. La vieja relación entre
patrones y clientes quizá fuera más endeble que en el pasado, pero cuando se
trataba de obtener resultados daba por tierra con los canales oficiales. Estaba
sorprendido de que se hubiera tomado tantas molestias. Y agradecido, además.
—Vale —dije—. Si quieres saberlo, fue de visita hace un par de noches y no
volvió a casa. El día en que tuvimos nuestra charla sobre Varo.
Si reparó en el tono de esta frase, no lo demostró.
—¿Secuestrada?
—Así parece.
—¿Alguien te pidió rescate?
—Todavía no. Pero no creo que sus captores estén interesados en el dinero.
—¿Entonces qué?
—¿Qué crees? Quieren que deje de hacer preguntas. Lo mismo que querías
tú.
—Pero nosotros te lo pedimos amablemente, Corvino. ¿Crees que es tan
importante?
—Sí. Yo diría que es importante. ¿Qué te parece?
Llamaron a la puerta y Batilo entró con la bandeja. Le dirigió al grandote su
mejor mirada reprobadora, sirvió y se fue.
—¿Qué te trae por aquí? —Sorbí el vino caliente—. Aparte de la curiosidad.
—Al cuerno la curiosidad. Ya te lo he dicho. Si no sabes cuidar a tus
mujeres, no me incumbe. El ama me envió para preguntarte si puede hacer
algo.
—Puedo apañármelas. Pero agradéceselo de mi parte.
Agrón frunció el ceño y dejó la copa en el suelo sin probar el vino.
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—Mira, Corvino. Esto no es idea mía. Quintilia se siente responsable.
Quiere ayudar, ¿entiendes? Asprenas también. Sí, trataron de silenciarte, pero
ahora saben que fue un error. Y no culpes al ama por lo que pasó aquel día en la
Suburra. Eso no formaba parte de las órdenes.
—¿Tu iniciativa personal?
—Si gustas. Me dijeron que te siguiera, que te vigilara, quizá que te
asustara un poco. Pero sin violencia. Y te salvé la vida, recuérdalo.
El hombre tenía cierta razón. Y esas palabras eran lo más parecido a una
disculpa que obtendría de él.
—De acuerdo —dije—. Olvidémoslo por el momento.
—¿Aún crees que el general era tu cuarto hombre? —La pregunta fue tan
inesperada que me sorprendió; pero así era como funcionaba Agrón.
Vacilé. El hecho de que el grandote hubiera dejado de amenazarme con
molerme a golpes no significaba que tuviera que tomarlo por confidente. Y si
trabajaba para la oposición, sería un error garrafal.
—¡Por favor, Corvino! Esto es importante.
Claro que lo era.
—¿Para quién?
—Para mí.
Acuné el vino mientras él aguardaba en paciente silencio. Si Asprenas
estaba implicado en este asunto, podría haber enviado a su gorila amaestrado
para sonsacarme algo, quizá para hacer algunas insinuaciones sobre cómo
quería que yo actuara. Pero este argumento no me convencía. Agrón sería un
cabrón, pero parecía un cabrón sincero.
—Bien —dije al fin—. No lo sé. Francamente no lo sé. Seguro, Varo estaba
metido en esto. Así lo prueba esa carta. Pero es muy probable que le hayan
tendido una trampa. O al menos que lo usaran.
Se relajó.
—Ansiaba que me dijeras eso. ¿Quién le tendió la trampa?
—Si supiera eso, amigo, sabría todo lo demás. ¿Por qué te importa tanto?
—Sabes lo que pienso del general, Corvino. Habrá sido codicioso, habrá
aceptado sobornos de los germanos, pero, como te he dicho, cuando llegó el
momento pagó con creces. Esa parte ha terminado. Si Varo es el traidor, no
quiero saberlo y de ninguna manera ayudaré a demostrarlo. ¿Me entiendes?
Me pareció comprender su plan.
—Te entiendo. Ahora dime el pero.
Asintió.
—Correcto. Si no fue el general, si Varo fue embaucado, quiero pillar al
culpable. Quiero pillarlo tanto como tú, Corvino, quizá más. No sólo por Varo,
sino por otros quince mil pobres diablos y tres águilas doradas. Así que si ése es
tu rumbo, quizá estemos en el mismo bando. Quizá.
Como ofrecimiento de paz, los había oído mejores, pero sonaba auténtico.
Un cabrón sincero, sin duda.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
196
—Hasta ahora todo indica que Varo era culpable —dije—. Te das cuenta,
¿verdad?
Asintió.
—Sí. Pero soy como el ama. No puedo creer que el general fuera ese tipo de
traidor, y apuesto a que tengo razón.
—¿Y si no la tienes?
—Nunca apuesto a ciegas, Corvino. Varo fue víctima de una trampa. Sé que
fue así.
Quizá estuviera cometiendo uno de los peores errores de mi vida, pero mi
intuición visceral me decía que ese hombre hablaba con franqueza. Alcé la copa
de vino.
—De acuerdo. ¿Una tregua?
Cogió lentamente su copa. Luego, con sus ojos en los míos, bebió apenas un
sorbo y volvió a dejarla.
—Tregua.
—Vale. Entonces empieza a ayudarme. Si Varo no era nuestro hombre,
¿qué hay de las otras posibilidades?
—¿Por ejemplo?
—Empecemos por Numonio Vela.
Arrugó la frente.
—¿Lo mencionas por un motivo, Corvino, o sólo estás soltando nombres?
—Hay motivos. Si nuestro traidor no era Varo, tiene que haber trabajado
con el general y ocupar un puesto alto en la jerarquía. Vela era el lugarteniente
del general, y no se me ocurre una posición mejor para embaucar al jefe. —Sorbí
el vino—. Háblame de Vela. ¿Qué clase de sujeto era?
—No era un conspirador —respondió sin la menor vacilación.
—¿Estás seguro?
—A menos que fuera un buen actor. Vela no tenía dobleces, y tampoco
tenía agallas ni imaginación. Una nulidad sin cerebro que para colmo resultó
ser un cobarde. Descártalo, Corvino. No me verás derramar lágrimas por Vela,
pero no era el hombre que buscas.
—Un momento. No lo desechemos tan pronto. Vela fue el que le dijo a
Quintilia que su hermano era un traidor. Le dio la carta que lo demostraba. Si
Varo fue víctima de una trampa, yo diría que su lugarteniente es buen
candidato.
Agrón enarcó las cejas.
—Claro que le dio la carta al ama. De eso se trata. Si hubiera sido el que
embaucó al general, la habría conservado, pero no lo hizo. Se la envió a
Asprenas por correo.
Sentí un frío en la nuca.
—Repíteme eso, por favor. Despacio.
Me clavó los ojos.
—¿Qué mosca te ha picado, muchacho? ¿Estás bien?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
197
—¿Dices que Vela le envió la carta a Asprenas?
—Sí. A Mainz, donde estaba acuartelado. —Agrón palideció—. ¿En qué
estás pensando?
—¿Asprenas estaba en Germania?
—Claro que estaba en Germania. Creí que lo sabías.
—No —dije lentamente—. No lo sabía. —¡Por Júpiter! Si Asprenas estaba
en Germania...
—Tenía un par de águilas. No las que sufrieron la masacre, sino Rin arriba.
Si no hubiera sido por Asprenas, toda la frontera se habría colapsado.
—¿Ah, sí? —¡Por Júpiter!—. Cuéntamelo.
Aún me miraba fijamente, lo cual era muy comprensible. Yo debía de tener
el semblante de alguien que hubiera visto que el fantasma del viejo Julio
entraba y se desnudaba lentamente sobre la mesa.
—Asprenas formaba parte de la plana mayor del general —dijo—. Estaba
apostado río arriba, en la guarnición de Mainz. Cuando recibió la noticia de la
masacre, emprendió una marcha forzada con sus dos águilas para proteger la
margen sur del Rin. Como dije, de no haber sido por él, los germanos habrían
cruzado y nos habrían perseguido hasta la Galia. —Hizo una pausa, y añadió
con determinación—: Nonio Asprenas fue el único héroe que tuvimos, Corvino.
Si piensas que él fue el traidor, puedes meterte tu opinión por el culo.
Me recliné y procuré mantener la calma. Claro, si su misión era estropear la
frontera del Rin por completo, Asprenas sólo habría tenido que postergar la
marcha un par de días y dejar que todo se desmoronara. A salvo, sin riesgos, y
totalmente efectivo. Pero ésa no era la idea. Ni siquiera Livia llegaría a ese
extremo. Ella sólo quería humillar a Augusto. Si yo tenía razón, y la masacre se
debía a la traición de Arminio, su agente estaría tan desprevenido como Varo.
La rápida acción de Carigordo era un argumento tanto a favor de su culpa
como de su inocencia.
Luego tuve otra ocurrencia, y no era agradable. Si Asprenas era el traidor,
eso explicaba por qué habían secuestrado a Perila tan pronto. Yo mismo le
había dado las razones. Le había revelado cuán cerca de la verdad estaba. Y
cuán importante era detenerme antes de que terminara de atar cabos...
¡Tonto!
Agrón aún me miraba. El grandote no sabía nada, estaba seguro, a menos
que fuera el mejor actor que yo había conocido. Y tampoco Quintilia. Y no
podía decírselo a ellos, porque no sabía qué actitud adoptarían si se enteraban.
Todavía no, al menos, hasta que tuviera pruebas...
Se abrió la puerta. Entró Batilo con un papel.
—Lamento molestarte, amo —dijo—, pero creo que deberías ver esto.
No era momento para problemas domésticos.
—Estamos ocupados, Batilo. Cuéntamelo mañana. —Entonces vi la
expresión del hombrecillo, y supe que era algo grave—. ¿Los secuestradores?
Él asintió.
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—Un esclavo lo encontró en el jardín, amo.
Cogí el papel y lo extendí sobre el escritorio. Nunca había visto la letra de
Perila, pero no había motivos para que el mensaje no fuera genuino. De pronto
sentí mucho frío.
—Estaba envolviendo una piedra —me dijo Batilo—. Alguien debió de
arrojarlo por encima del muro.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Estaba debajo de un rosal.
El mensaje era breve y preciso: «Marco: Dicen que si no te has ido de Roma
para pasado mañana, me matarán».
No había firma. Sólo eso.
Yo mismo había visto al jardinero desbrozando la rosaleda, tres días atrás.
Desde entonces, no había habido motivos para que ningún esclavo saliera al
exterior, salvo por casualidad. Esto podría haber llegado en cualquier momento
desde la desaparición de Perila. Y si lo habían arrojado antes de que Escílax
pudiera organizar su vigilancia, quizá fuera demasiado tarde. Quizá Perila ya
estuviera muerta...
Cerré la mano, aplastando el papel.
¡Tonto!
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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3377
El gimnasio no estaba abierto cuando llegué allí a la mañana siguiente, pero no
hacía mucho que esperaba cuando vi al grandote hispano que me había llevado
el mensaje de Escílax varios días antes. Venía por la calle, masticando un trozo
de pan de cebada. No se dio la menor prisa al verme. Se acercó
desmañadamente, me miró desde debajo de cejas que parecían un afloramiento
del Capitolio, sacó una llave de la túnica grasienta y abrió la puerta. Todo esto
sin una palabra, sin la menor chispa de reconocimiento. Obviamente la
conversación no era su punto fuerte. O quizá su vocabulario aún no incluía
«Buenos días».
—Hola, Adonis —saludé.
—Dafnis.
Bueno, anduve cerca. Al menos no dije Jacinto.
—Lo que sea. ¿Vendrá Escílax?
—Sí.
Al parecer ésa sería toda la respuesta. Se hizo a un lado para dejarme pasar,
cogió un rastrillo de detrás de la puerta y comenzó a mover arena en el ruedo
grano a grano. Lo dejé con sus labores de directivo y fui a sentarme en el banco
bajo el pórtico.
Me sentía bastante mareado, amén de deprimido. La noche anterior no
había dormido mucho, y había tomado una decisión. Batilo ya estaba
empaquetando mis cosas. Ante la opción de seguir adelante o recobrar a Perila,
tenía que elegir a Perila, aunque la sola idea de darme a la fuga me diera
dentera. Era demasiado arriesgado quedarme en la ciudad. Unos meses en
Atenas con el tío Cota no estarían mal. Perila podría reunirse conmigo cuando
la soltaran. Si la soltaban. Incluso podríamos instalarnos allá, porque era
evidente que ya no me quedaba nada en Roma. Nada que yo pudiera digerir, al
menos. Pero primero tenía que avisar a Escílax para que llamara a sus sabuesos.
Sabía que se disgustaría (como mínimo) pero era necesario.
Ese asunto era una patata caliente. Si yo tenía razón y Asprenas había
tendido una trampa a su tío, no podía hacer nada a menos que tuviera pruebas
concretas. Ese hombre era un héroe de guerra, un político respetado y un amigo
personal del emperador. Si cometía la estupidez de enfrentarme a él, se me
reiría en la cara; y si decidía cometer una estupidez mayor, como acudir a
Tiberio, no me quedaría cara en la que reírse.
Ése era el meollo del asunto. Tiberio. Si Verruga estaba en esto, yo quedaba
fuera de la competición. Si destapaba esta olla, si acusaba al emperador y a
David Wishart Las cenizas de Ovidio
200
Livia de asesinato dinástico múltiple y de alta traición, estaría flotando en el
Tíber con un cuchillo en la espalda en menos de lo que tardas en decir
«eliminación», y Perila flotaría a mi lado.
De cualquier modo que lo encarase, me habían derrotado y lo sabía. No
tenía pruebas, ni influencias, ni nada. Sólo me restaba agitar la bandera blanca y
esperar que no fuera demasiado tarde.
Mierda. ¡Había estado tan cerca! Me apoyé en la pared y cerré los ojos...
Debo de haberme adormilado, porque mi siguiente recuerdo es que me
sacudían para despertarme y la fea jeta de Escílax me sonreía burlonamente.
—¿Una noche difícil, Corvino? —dijo—. Una hembra sensacional, sin duda.
Todavía estaba aturullado.
—Sin duda. ¿De quién hablamos?
—Olvídalo. Parece que te hubieran arrastrado por la vía Sacra y te hubieran
dejado para alimentar a los cuervos.
Me froté los ojos para espabilarme.
—Han establecido contacto. Tenemos que hablar.
Aún sonreía.
—Lo sé, Corvino. No te preocupes, hemos localizado a ese cabrón.
Tardé un rato en asimilar esas palabras. Cuando las asimile, fue como si me
hubieran arrojado a la cisterna pública.
—¿Que habéis qué? ¿Qué dijiste?
—Dije que hemos localizado a ese hombre. Dafnis vio que arrojaba un
ladrillo sobre tu muro anoche, y lo siguió.
—¿Dafnis lo vio? ¿Dafnis?
—Claro. Te dije que te vigilaríamos. Dafnis estaba tendido bajo el carro de
un albañil en el callejón de atrás de tu casa, y había otros dos muchachos en el
frente.
Ahora estaba totalmente despierto.
—¿Y por qué no me lo dijo en cuanto llegué?
—Quizá sea tímido.
—Quizá sea un maldito sádico.
—Sí, también. Lo cierto es que vio todo. Siguió al hombre hasta su casa,
como te decía.
—¿Entonces sabes dónde está Perila?
—Tal vez. No lo sabremos hasta echar un vistazo. Pero al menos tenemos
una dirección. Es un comienzo.
Me levanté. Se me había pasado la depresión. Si habíamos encontrado a
Perila, quizá pudiera volver al juego. Es decir, una vez que la recobráramos. Ésa
era la prioridad. La única prioridad.
—¿Y a qué estamos esperando?
—Aguarda un minuto. —La mano de Escílax sobre mi pecho era como una
pared de ladrillo—. Tenemos que pensar cómo encararemos esto.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
201
—Al cuerno. Es sencillo. Traigo a los Amigos Entrañables, llamas a algunos
matones que simpaticen con la causa y hacemos picadillo a ese canalla.
Escílax sacudió la cabeza.
—Claro que no. Recuerda que Dafnis sólo encontró al mensajero. No
sabemos si él tiene a la muchacha.
—De acuerdo. Entonces le pisoteamos los cojones hasta que nos cuente
todo lo que sabe y después lo hacemos picadillo.
La mano que me apretaba el pecho aumentó su presión. Me empujó hacia
atrás hasta obligarme a sentarme en el banco.
—Escucha, Corvino. Sé cómo te sientes, créeme. Pero si recapacitas,
comprenderás que eliminar a ese tipo no soluciona nada.
Empezaba a calmarme. Escílax tenía razón. Claro que sí. Queríamos al jefe,
no al recadero. Acometer con botas claveteadas haría más mal que bien.
—¿Y quién es él?
—¡Usa la mollera, Corvino! Sabemos dónde está y qué aspecto tiene, eso es
suficiente. Dafnis no se detuvo a hacer preguntas, y menos a esa hora de la
noche. Si el hombre se enterase de que lo descubrimos, huiría como un gato
escaldado.
Empezaba a sospechar que el asistente ejecutivo de Escílax no tenía cerebro
de chorlito, como yo había creído. Obviamente ese hombre tenía talentos
ocultos.
—¿De qué parte de la ciudad hablamos? Al menos podrás decirme eso.
—Claro. La calle de los Lavanderas. Tercer inquilinato, segundo piso.
Ningún cerebro de chorlito, sin duda. Dafnis era un investigador de
primera. Yo no habría sido capaz de seguir a alguien por la escalera de un
inquilinato, y menos de noche. En la calle hay muchos lugares donde ocultarse,
pero cuando entras en esos cuchitriles tienes que ser una cucaracha para pasar
inadvertido. Y una cucaracha que viva allí.
—Buen barrio. —De nuevo la Suburra. Y no era una de las mejores partes.
—Ya, no es el Palatino, pero nuestro amigo no es un aristócrata.
—¿Cuál es el plan?
—Seguir vigilando. Lo observamos, lo seguimos cuando salga, nos fijamos
adónde va, estudiamos a los visitantes. No creo que veamos al jefe en el
inquilinato. Un aristócrata saltaría a la vista en ese distrito, pero nuestro amigo
nos conducirá a él. Siempre que tengamos suerte.
El jefe podía ser Asprenas. Yo estaba seguro de que era así, pero no tanto
como para arriesgar la vida de Perila yendo directamente a él. Primero quería
pruebas.
—¿Y si no tenemos suerte?
—Entonces le pisoteamos los cojones y escuchamos sus chillidos. Pero
primero probemos de esta forma, ¿vale?
—Vale. —Me puse de pie—. Vamos, pues.
Escílax volvió a empujarme.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
202
—Un momento. Hablé en plural, pero tú no estabas incluido.
—Repíteme eso. Quizá me perdí algo.
—No estás invitado, Corvino. Dafnis y yo podemos manejar este asunto
por nuestra cuenta.
—¡Claro que no!
—¿Quieres que salga bien o no?
Me aferraba la túnica con la mano. Me zafé.
—Escílax, esto no es negociable. Inclúyeme. Hablo en serio.
—Dije que cualquier aristócrata destacaría. ¿Has mirado la púrpura de tu
túnica recientemente, muchacho?
—¡Vamos! Puedo pedir otra túnica, si eso es lo que te preocupa.
—Olvida la túnica. Tienes facha de patricio de cabo a rabo, amigo. ¿O crees
que tendrás tiempo para retocarte la nariz?
—Oh, que venga, jefe. —Me volví. Increíblemente, era Dafnis. Una sonrisa
maligna le cubría la cara—. Es un experto en orina.
Conque humor, ahora. Y retruécanos. En la calle de los Lavanderas hay
lavanderías; y las lavanderías envían a los esclavos a los retretes públicos para
recoger la orina rancia. No es el trabajo más sano del mundo, pero casa con el
ambiente. Dafnis estaba reuniendo todos los requisitos para ser alguien que me
disgustaba. Aun así, mantuve la boca cerrada. No iba a perder un aliado sólo
por espetarle una réplica barata. A fin de cuentas, estaba en deuda con él.
Escílax se encogió de hombros.
—De acuerdo. Muy bien, Corvino. Si Dafnis dice que vienes, pues entonces
vienes. Pero no la pifies.
—¿Por qué iba a pifiarla? —Ojalá aparentara más confianza de la que
sentía—. Y otra cosa. Quiero que venga alguien más.
—¡Por Júpiter, muchacho! —gruñó Escílax—. ¿Por qué no llevamos a un
puñetero ejército y listos?
—Este tipo se podría definir como tal. Así podremos dividirnos en dos
grupos, por si tenemos que cubrir otra entrada.
—¿Qué otra entrada? Es un inquilinato. ¿O crees que ese granuja sabe
volar?
—Han ocurrido cosas más extrañas.
—No que yo recuerde. —Era una protesta simbólica. Yo tenía razón y
Escílax lo sabía. Dos parejas eran mejor que un grupo de tres. Un hombre de
cada una para mantenerse en su puesto, y el otro para correr si era necesario.
—No lo lamentarás —dije—. Agrón sabe lo que hace.
Escílax me miró como si me hubiera crecido otra cabeza.
—¿Estamos hablando del ilirio? ¿El hombre que te aporreó?
—El mismo.
—¿Y dices que no lamentaré que nos acompañe?
—Eso digo.
Sacudió la cabeza lentamente.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
203
—Corvino, tienes la sesera más hueca de lo que pensaba.
—Es mi responsabilidad, Escílax.
—También podría ser tu funeral. Y el de tu amiga.
—Yo me preocuparé por eso.
Aceptó. De mala gana, pero aceptó. Ojalá que ninguno de los dos estuviera
cometiendo un error.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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3388
La calle de los Lavanderos estaba cerca de Corneta, al lado de la calle de las
Curtidurías y a poca distancia de los corrales de los matarifes y el mercado de
carnes. En síntesis, una zona insalubre. Había brisa, pero no ayudaba mucho. El
lugar desde donde soplaba olía peor.
Ya nos habíamos dividido. Escílax y Dafnis habían seguido adelante
mientras yo pasaba por la herrería para recoger a Agrón. Era una cuestión
táctica. En Roma, aparte de los aristócratas con sus séquitos, en un extremo de
la escala, y las pandillas de vándalos, en el otro, sólo los turistas egipcios andan
en grupos de tres o más. Y cualquier turista que sea tan lelo como para ir de
excursión por la Suburra está pidiendo a gritos salir desvalijado, siempre que lo
dejen salir.
Los otros dos ya estaban en su puesto cuando llegamos, remoloneando a la
sombra de una adelfa polvorienta frente a uno de los altos inquilinatos:
«esclavos» que mataban el tiempo mientras limpiaban el manto del amo en una
de las tiendas cercanas. Mientras pasábamos, Escílax alzó una mano como si
ahuyentara una mosca.
—¿Qué hay de esa jarra de vino? —preguntó Agrón.
Yo había llegado a un compromiso con Escílax; no muy halagüeño, pero
tenía que conceder que era sensato. Yo podía seguirlos y llevar a Agrón, pero
debíamos mantenernos al margen hasta que nos necesitaran. Dafnis había
sugerido una taberna de enfrente, calle abajo, porque (cito literalmente) «si este
cabrón no pasa inadvertido allí, no podrá hacerlo en ningún lado».
Dafnis empezaba a saturarme.
La taberna estaba desierta. No entendí por qué hasta que el sirio gordo que
atendía nos trajo el vino. Tenía el aspecto, el olor y el sabor del líquido que se
derrama en el suelo de una bodega, una viscosidad turbia y repulsiva que yo no
habría servido a mis esclavos. Mientras bebía, miraba el inquilinato de enfrente.
Habíamos escogido una mesa cerca de la puerta pero levemente apartada, así
que veíamos la calle pero estábamos a la sombra del dintel. Pasaba poca gente y
dudaba que pudiéramos perdernos muchos detalles. Al margen de la calidad
del vino, no podríamos haber hallado un punto de observación mejor.
—Háblame de tu vida, Agrón —dije—. ¿Viniste directamente a Roma
después de Germania?
Se sirvió una copa de esa orina de rata de la jarra.
—Sí. Yo estaba en la Decimoctava. Después de la matanza, desbandaron lo
que quedaba de ella. No tenía águila, ¿entiendes? —El águila de una legión es
David Wishart Las cenizas de Ovidio
205
sagrada. Total y absolutamente. Si pierdes el águila, la legión está muerta para
siempre. Muerta y deshonrada—. Claro que pude haber pedido un traslado,
pero ya estaba harto del ejército. Y los supervivientes no gozaban de
popularidad.
—¿A qué te refieres?
—Nunca has sido soldado. Una derrota tan aplastante dice algo sobre ti si
sobrevives —comentó agriamente—. Los mejores mueren, los peores
sobreviven.
—Patrañas.
—Patrañas, sí, pero es lo que todos creen. No sólo los imbéciles de las
tabernas. Se prohibió que los supervivientes entraran en Roma. Los oficiales, al
menos. En cuanto al resto, lo pasamos bastante mal.
Había oído hablar de eso. Ese exilio colectivo demostraba hasta qué punto
el desastre había afectado a Augusto. El viejo lo había tomado como una ofensa
personal.
—¿Hubo muchos supervivientes?
—Bastantes. Algunos eran mensajeros, desde luego. Pero otros, como yo,
sólo tuvieron suerte. Si así puedes llamarlo. Lo cierto es que vine a Roma y el
ama persuadió a Asprenas de ponerme la herrería.
—Generoso por su parte.
Agrón se encogió de hombros.
—Él obtiene su tajada, como todos los patrones. Y no le costó nada. Se la
dejó un amigo que falleció. De todos modos, he tenido ese local desde entonces.
Eso es todo. Si quieres más, amigo, cuéntalo tú mismo.
Miré la placita donde estaban sentados Escílax y Dafnis. Dafnis nos daba la
cara, de espaldas contra el árbol, los ojos entornados.
—¿Y ahora eres cliente de Asprenas? —Yo andaba a tientas. Aún no sabía
bien con quién simpatizaba el grandote, y si Asprenas era nuestro hombre
tendría que averiguarlo pronto.
—El general era mi auténtico patrón, pero sí, protejo los intereses de la
familia. Hago diligencias de cuando en cuando. —Sonrió—. Intimido a los
jóvenes listos.
—Y también les salvas la vida. —Nunca se lo había agradecido de veras.
Quizá fuera el momento indicado.
—Eso no tuvo nada que ver contigo, Corvino. Te lo dije.
—¿Sabes quiénes eran esos tipos? ¿O quién los envió?
—No. No era cosa mía. —Frunció el ceño—. ¿Alguna vez te preguntaste
por qué Tiberio recurriría a esos inservibles?
—¿A qué te refieres?
—¿Dónde tienes la sesera, Corvino? El hombre es emperador. Si quiere
detenerte, ¿por qué no estás vomitando las tripas en el Tuliano?
Me recliné. Era una pregunta bastante sencilla, tan sencilla que me
conmocionó. El Tuliano era la vieja prisión que estaba frente al foro, reservada
David Wishart Las cenizas de Ovidio
206
para huéspedes del estado que aguardaban que las autoridades se decidieran a
reducirles la talla por una cabeza. Y también para cualquier ciudadano
particular que irritara al emperador, aunque esta función no era de
conocimiento público.
—Quizá no se atrevió —dije.
—Ya, el hijo de papá tiene influencia. Bien, olvídate del Tuliano. Verruga
pudo valerse de muchos otros métodos. Si yo fuera el mandamás, me habría
deshecho de ti hace tiempo. En cambio, Verruga envía a los matones locales y
las sobras de las legiones para hacer su trabajo sucio con discreción. Y yo te
pregunto por qué.
—Más fácil. Más rápido. —Eran sólo excusas, y yo lo sabía.
—Pamplinas. Te he dicho que hay métodos más limpios. Recursos oficiales.
¿Por qué no usarlos?
El hombre tenía razón. Ésta era una tramoya de máximo nivel, de nivel
imperial. Tenía que serlo, para que todo concordara. Aunque Asprenas
estuviera implicado, sólo podía ser un intermediario, un agente de Tiberio y
Livia. Había muchos modos en que habrían podido pararme el carro
oficialmente, con un mínimo de riesgo y de alharaca; pero no habían recurrido a
ellos. Y eso podía significar...
Tenía que reflexionar sobre esto.
Quizá yo estuviera equivocado. Quizá no fuera un encubrimiento oficial.
Últimamente Verruga y su madre no se llevaban muy bien. Yo lo sabía. Si Livia
actuaba a espaldas de Verruga, eso explicaría por qué no había podido usar
recursos oficiales para silenciarme...
Pero eso tampoco tenía sentido. Tiberio necesitaba el encubrimiento tanto
como Livia. Quizá más. Después de todo, tenía que saber cómo su madre lo
había puesto en el trono. Tenía que estar enterado de los asesinatos y los exilios.
Y por supuesto tenía que estar enterado de...
De...
Me quedé tieso.
¡Magno y todopoderoso Júpiter!
Agrón me clavaba los ojos.
—¿Corvino?
—Aguarda. —Si yo estaba en lo cierto, estaba salvado, tenía la solución—.
¡Aguarda, déjame pensar! Déjame pensar, por favor.
¿Qué había dicho Pomponio sobre Tiberio?
Ahora será primer ciudadano, pero es un militar hecho y derecho, un auténtico
profesional.
Un auténtico profesional. Un soldado. El mayor cumplido que Pomponio
podía dedicar. ¡Por Júpiter, todo encajaba! ¡Claro que encajaba! Verruga era
militar. Y sin embargo había aceptado (tenía que haber aceptado) un plan que
mandaría a pique una provincia entera y la seguridad de la frontera del Rin...
¡Tres águilas perdidas! Tres águilas sagradas...
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Verruga nunca habría hecho eso, ni para ganar una docena de imperios.
Nunca en un millón de años. Y eso significaba...
—No lo sabe —susurré—. ¡Por Júpiter, el emperador no lo sabe!
—Corvino, ¿qué diantres...? —Agrón me aferró el brazo—. ¡Contrólate!
El tabernero nos miraba y fregaba distraídamente una copa con un trapo.
Desvié la vista hacia la calle. Traté de dominar la voz, pero temblaba de
emoción.
—¡Escucha! ¡Verruga no participó en la trampa de Varo! El resto, sí... Los
asesinatos, quizá la conspiración de Paulo. No lo sé ni me importa. ¡Pero no
sabía nada sobre Germania!
—Por Júpiter, Corvino, ¿quieres callarte? Todos...
—¡No, escucha! —Tenía que decirlo o reventaría—. ¡Ni siquiera sabe que
hubo una trampa! El plan de Germania era de Livia, pero salió mal. ¡Y ahora la
emperatriz está orinando ácido porque teme que su hijo lo averigüe, pues si lo
averigua clavará el pellejo de esa zorra en las puertas del palacio! ¡Era ella quien
trataba de detenerme! ¡No Tiberio y Livia! ¡Livia!
Y fue entonces cuando sucedió.
Como decía, estábamos sentados a la sombra junto a la puerta de la
taberna, a un paso de la acera. Mientras yo decía el nombre de la emperatriz, un
sujeto cualquiera que pasaba con andar cansino se detuvo como si le hubiera
clavado un garfio en el cuello. Volvió la cabeza...
Nos miró un instante con ojos desorbitados, aflojando la mandíbula. Luego
se giró y echó a correr como una liebre por donde había venido, en dirección
contraria al inquilinato. Vi que Escílax y Dafnis se levantaban de un brinco,
pero estaban a un buen trecho y no podrían alcanzarlo a menos que les
crecieran alas en los pies.
—¡Mierda! —Yo también me levanté. Sabía que habíamos metido la pata y
que era culpa mía. Ese hombre sabría qué aspecto tendría yo, sin duda. Escílax
había tenido razón. Yo no tendría que haber ido—. Agrón, por...
No pude decir más. El fornido ilirio aún estaba sentado en la silla, los ojos
desencajados y la cara pálida. De pronto se levantó, pasó a mi lado y corrió por
la calle en pos del fugitivo. Lo seguí, pues no podía hacer otra cosa, aunque
sabía que no podía igualar su velocidad ni su habilidad para esquivar peatones.
Llegué a tiempo para ver que el fugitivo echaba una mirada frenética por
encima del hombro y se escabullía por un callejón lateral.
Alguien —una mujer— gritó cuando Agrón se disponía a doblar la esquina.
Se paró en seco como si hubiera descubierto que no había ningún callejón, sólo
una pared de ladrillo; y de golpe se hizo silencio.
Entendí por qué cuando lo alcancé, con Escílax y Dafnis detrás de mí.
Cuando lo vieron, ellos también se detuvieron. Dafnis echó un vistazo y vomitó
en la acera.
El fugitivo estaba muerto. Muy muerto. En la boca del callejón se hallaba el
puesto de un afilador de guadañas. El afilador debía de haber alzado una
David Wishart Las cenizas de Ovidio
208
guadaña en el momento menos oportuno y la hoja alzada se había incrustado
en la garganta del fugitivo. Pensé en Davo, aunque esta vez había más sangre.
Mucha más sangre. De pronto se había aglomerado una multitud, como
siempre ocurre después de un accidente. A través de la vibración de mis oídos
oí que el afilador decía una y otra vez, como en una especie de salmodia:
—No pude hacer nada. No pude hacer nada.
Una joven estaba acurrucada en la esquina, entre la pared del callejón y el
puesto, soltando gruñidos como un cerdo con asma. Su capa estaba empapada
de rojo, como si alguien le hubiera derramado una jarra de vino. La vibración
de mi cabeza se transformó en un zumbido caliente, y los ruidos de la calle se
desvanecieron...
Me aferraron el brazo. Escílax me sacó del callejón.
—Vamos, muchacho —dijo—. No tenemos nada que ver con esto.
—Sí, pero no podemos...
—¿Quieres dar explicaciones a los magistrados?
Con eso me convenció. Lo seguí dando tumbos calle arriba. Los otros
vinieron detrás. También estaban bastante conmocionados. Esperas
decapitaciones en el circo, y allí no te conmocionan, pero en una esquina es
diferente.
—Necesito un trago —dijo Escílax—. ¿Queda vino en esa jarra, Corvino?
—¿Qué jarra?
—¡Vamos, muchacho! ¡Donde estás tú siempre hay una jarra!
—Sí, claro. —Aún no lograba poner mi cerebro en marcha—. Esa jarra.
Sírvete.
Regresamos en tropel a la taberna. Ya no tenía sentido fingir que no
estábamos juntos, pues el tipo que queríamos vigilar yacía partido en dos en un
callejón.
El sirio gordo nos echó una mirada suspicaz cuando entramos.
Comprensible, dadas las circunstancias; pero la gente de la Suburra aprende
desde pequeña a no inmiscuirse donde no debe si quiere seguir respirando, y
cuando Escílax le sostuvo la mirada, pronto perdió el interés. Pedí otra ronda de
ese brebaje y pagué con una moneda de plata. El sirio no me ofreció la vuelta, y
yo no causé problemas. Después de lo que habíamos visto, estaba dispuesto a
pagar un precio exorbitante por esa inmundicia.
—Vaya afeitado, ¿eh? —Dafnis estaba recobrando la compostura, y también
su malicia natural.
—Noté que perdiste el desayuno bastante rápido, amigo —dijo ácidamente
Agrón. Dafnis cerró el pico y puso mala cara. El sirio, aleteando con el vino, le
echó una rápida ojeada desde sus gruesas cejas perfumadas y nos dejó en paz.
La gente de la Suburra también es experta en evaluar situaciones.
—¿Qué sucedió? —Escílax dejó su copa vacía. Calculé que había empinado
una generosa medida.
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209
—Ese tipo identificó a Corvino —gruñó Dafnis—. Yo lo estaba observando.
Echó un vistazo aquí dentro y echó a correr.
Escílax se volvió hacia mí. Tenía un aire amenazador.
—¿Es cierto, muchacho?
Abrí la boca para responder, pero Agrón se me adelantó.
—No. No reconoció a Corvino. Me reconoció a mí.
—¿Qué?
—Yo también le reconocí, y por eso huyó. Estaba muerto antes de que lo
tocara la guadaña. Murió hace diez años.
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3399
Semejante comentario te pone la carne de gallina. Dafnis hizo una señal contra
la mala suerte, y hasta Escílax contuvo el aliento.
—¿De qué diantres hablas? —preguntó.
Agrón se llevó la copa a los labios y la vació. Fijaba los ojos en el vacío.
—Se llamaba Ceonio —dijo—. Era uno de los comandantes de campo de
Varo. Y murió en el Teutoburgo junto con los demás.
Se podría haber oído la caída de un alfiler.
—Tonterías —dijo Escílax al fin—. No era ningún fantasma. Era un hombre
de carne y hueso. Y de sangre, por lo visto.
Agrón no se inmutó.
—Quizá. Pero yo vi con mis propios ojos cómo lo capturaban. Y los
germanos no tomaban prisioneros.
—¿Y dónde estabas tú? —se burló Dafnis—. ¿Escondido?
Agrón se volvió lentamente hacia él.
—Así es, amigo. Estaba escondido. ¿Quieres hacer algún comentario?
—¡Basta, Dafnis! —gruñó Escílax—. ¿Quién era el tal Ceonio?
—Como te decía, uno de los comandantes. Un sabandija que habría
vendido a la abuela por un cobre. Si los germanos no lo hubieran matado, con el
tiempo lo habrían matado sus propios hombres. Yo mismo lo habría hecho.
Iba a servirme más vino, pero desistí. Una terapia drástica es una cosa, pero
no quería arruinarme el paladar.
—¿Dices que estuvo en la matanza?
—Sí. Fue uno de los oficiales que sugirió la rendición.
—Explícate.
Agrón se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que explique? Un grupo de oficiales fue a la tienda del
general el segundo día para exigirle que pidiera condiciones a los germanos.
Ceonio era el portavoz.
Eso concordaba con la teoría que yo había elaborado para Vela. Asprenas
no había participado en la marcha, pero necesitaría un agente para hacer ciertas
sugerencias en ciertos momentos. Varo podría haber sobrevivido físicamente si
se rendía ante Arminio. Políticamente, tanto él como Augusto serían cadáveres.
Ése era el propósito del plan.
—¿Y qué sucedió?
—El general lo mandó al cuerno. Lo intentó de nuevo al día siguiente, pero
era demasiado tarde. Arminio nos tenía donde quería y todo había terminado,
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salvo el griterío. Él soltó la espada y se rindió cuando los germanos quebraron
nuestra línea.
—¿Simplemente se rindió?
—Simplemente se rindió.
—Un canalla coherente, al menos —gruñó Escílax.
—Si viste que se rendía —intervine—, ¿cómo estabas tan convencido de
que había muerto?
—Te lo he dicho. Los germanos no tomaban prisioneros. Si cogían a alguien
con vida, adornaban el tronco de un árbol con sus tripas.
—Pudo haber escapado.
Agrón meneó la cabeza.
—Improbable. Ceonio no escapó, no del modo que sugieres. Los germanos
lo soltaron. Y, que yo sepa, existía un solo motivo para eso.
—Porque había un convenio —murmuré—. Porque él estaba de parte de
ellos.
Escílax arqueó la boca.
—Ya tienes a tu cuarto hombre, Corvino. Enhorabuena.
Aún no estaba preparado para acusar a Asprenas, y menos en presencia de
Agrón. Pero me sentía bastante mal. Necesitaba pruebas desesperadamente y
durante cinco minutos las había tenido. Tenía a Carigordo, o quien fuera, en
mis garras. Podríamos haber obligado a Ceonio a hablar, pero el papanatas se
hizo matar...
—No —dije—. El cuarto hombre no era Ceonio. Pero os apuesto una pieza
de oro contra un emplasto usado a que trabajaba para él y además le pagaban
muy bien. A fin de cuentas, ¿por qué encerrarte en un inquilinato de la Suburra
a menos...? —Callé al reparar en mi monumental estupidez.
¡Perila!
El lugar apestaba a repollo hervido, pañales sucios y pobreza. Subí la escalera
de dos en dos peldaños. Como todas las escaleras de los inquilinatos, estaba
sucia de orina y cosas peores, y las paredes estaban marcadas con cuchillazos y
grafitos desaforados y desesperados.
Había cuatro puertas en el segundo piso.
—¿Cuál? —grité. Dafnis estaba medio tramo detrás de mí, y resoplaba
como un fuelle. Cuando subió el último escalón, le aferré el cuello de la
túnica―. ¡Dafnis! ¿Cuál es la maldita puerta?
Se zafó de un puñetazo. Quizá quería golpearme, pero Escílax y Agrón lo
seguían de cerca y lo pensó mejor. En cambio, se limitó a señalar.
La puerta estaba trabada. Me arrojé contra ella y casi me disloco el hombro.
Agrón alzó la bota claveteada y pateó con fuerza el tablón sobre el panel
inferior donde estaba la cerradura. La puerta se abrió con estrépito y entramos
como una tromba.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
212
Nada. El cuarto estaba vacío salvo por un catre contra la pared, una
destartalada mesa de hierro, un taburete de madera barato y una incongruente
estantería. No vi ningún prisionero amarrado. No vi a Perila.
No vi a Perila...
—No te preocupes, Corvino —dijo Escílax, frunciendo el ceño—. Quizá
podamos hallar...
Agrón alzó la mano.
—¡Escuchad!
Oímos un golpeteo regular: toc, toc, toc. El ruido venía de detrás de la
estantería. Me lancé hacia ella, encajé los dedos en el intersticio, entre la
estantería y la pared, forcejeé.
Se movió fácilmente. Un bulto alto y erguido, envuelto en una sábana y con
la parte superior tapada con trapos, cayó del armario en que estaba apoyado.
Dafnis, que estaba detrás de mí, lo atajó antes de que se cayera y se hiciera
daño.
Con sumo cuidado, aflojé los trapos, revelando una cara roja y muy
indignada.
—¡Vaya, te tomaste tu tiempo, Corvino! —protestó Perila.
La llevé a casa. No diré nada más sobre ese día porque no es relevante y no
concierne a nadie salvo a nosotros.
La llevé a casa.
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213
4400
A la mañana siguiente desayunábamos en el jardín a horas tardías cuando llegó
mi padre. Pensé que le incomodaría encontrar allí a Perila, pero no parecía
sorprendido.
—Supe que Rufia Perila estaba sana y salva —dijo—, así que pasé para
presentar mis felicitaciones.
Perila le dirigió una de sus sonrisas deslumbrantes.
—Muy amable por tu parte, Valerio Mesalino.
Le indiqué a Batilo que preparase otro sitio, pero mi padre lo detuvo.
—No, Marco. Sólo pasé para presentarme. Y para enterarme de lo que
ocurrió.
—¿De veras quieres saberlo, papá? —dije. Aun a mí las palabras me
sonaron demasiado corrosivas.
—Sí, hijo. —Mi padre se sentó en la silla que Batilo había llevado—. Quiero
saberlo. A menos que la dama se oponga, desde luego.
—En absoluto. —La mano de Perila me rozó el brazo—. Marco sólo se porta
con la rudeza de costumbre. ¿Verdad, Marco?
Me sonrojé. Ella tenía razón. Después de todo lo que había hecho para
ayudar, el hombre merecía mejor trato.
—Sí —dije—. Disculpa, papá.
—De todos modos, no hay mucho que contar. —Perila untó una rebanada
de pan con miel. Esa mañana tenía buen aspecto, mucho mejor que el mío, sin
duda. Casi fulguraba. Quizá fuera conveniente que la secuestraran y la
encerraran con más frecuencia detrás de una estantería en un inquilinato de la
Suburra—. Fue culpa de mi estupidez. Conozco muy bien el camino desde la
casa de mi tía Marcia, pero no noté que los porteadores se desviaban hasta que
fue demasiado tarde.
—La llevaron al Celio. —Tragué una aceituna—. Allí hay más espacio.
Luego la capturaron y la amarraron.
—¿Quieres decir que tus propios esclavos te secuestraron? —Entendí la
incredulidad de mi padre. Si no puedes confiar en tus esclavos, ¿en quién
puedes confiar? Además, un esclavo que se vuelve contra el amo coge un atajo
hacia el circo.
—En realidad, no eran esclavos de la familia. Hacía sólo un mes que los
teníamos. Los había comprado Calías.
—¿A quién?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
214
Ya, buena pregunta. No había pensado en ello. Le dirigí a mi padre una
mirada aprobadora.
—No lo sé —dijo Perila—. Podría preguntar.
—Hazlo —dijo mi padre, frunciendo el ceño—. Apostaría a que fue el
vendedor quien hizo el ofrecimiento. Y que la oferta era ventajosa.
—¿Crees que los infiltraron, papá?
—Es muy posible, sí. Aunque dudo que podamos encontrar a los esclavos
para verificarlo.
Y tenía razón. Habrían sacado a esos tipos de Roma con falsos certificados
de manumisión y dinero en el morral, aunque era más probable que estuvieran
en el fondo del río calzados con sandalias de cemento. Esperé que fuera lo
segundo.
—De todos modos —continuó Perila—, me llevaron al inquilinato y me
entregaron a Ceonio. Aunque entonces yo no conocía el nombre.
—¿Ceonio?
—Así es —dije—. ¿Te suena, papá?
—¿El Ceonio de Varo?
—Has acertado.
—¡Pero es imposible! Ceonio murió, sin duda. Murió con Varo en la
masacre.
—Ese rumor era exagerado. Se ocultaba en la Suburra.
—¿Por qué haría semejante cosa? Ya sé que Augusto no le permitía volver a
Roma, pero si su único delito era la cobardía...
—No lo era —dije rotundamente—. El hombre era un traidor. Colaboraba
con los germanos.
—¿Qué?
—La masacre fue planificada, papá. Y no sólo por Arminio. También había
romanos inmiscuidos. Romanos más importantes que ese cabrón.
Lo dejé sin habla. De veras no sabía nada de esto, y me alegró que así fuera.
—Marco, no puedes hablar en serio —dijo al fin—. ¿Acaso sostienes que el
desastre de Varo fue organizado por alguien?
—Así es. Es bastante complicado y yo no lo entiendo del todo, pero
básicamente Varo había hecho un trato con Arminio.
—¿Varo había hecho un trato? Pero dijiste que el traidor era Ceonio.
—Lo era. Uno de los traidores. Pero Varo también estaba implicado, sólo
que le tendieron una trampa. Eso creo, al menos. Como te decía, es complicado.
—¿Dónde está Ceonio? —Mi padre se puso de pie. Nunca lo había visto tan
escandalizado, ni tan furioso—. El emperador querrá enterarse de esto. Ven
conmigo y yo...
—Un momento, papá. No sirve de nada. Él ha muerto. Y esta vez ha
muerto de veras.
—¿Lo mataste? Marco, cometiste una estupidez. ¡Una estupidez
monumental!
David Wishart Las cenizas de Ovidio
215
Miré de reojo a Perila. Yo no le había dicho cómo había muerto Ceonio.
—Ni siquiera lo tocamos, papá. Trató de escapar y hubo un accidente.
Mi padre volvió a sentarse, lentamente.
—Háblame de ello —dijo.
Se lo conté. Toda la historia, desde la nota que había encontrado Batilo
hasta el estropicio del callejón. Cuando concluí, apretaba los labios con firmeza.
—Conque decidiste pedir ayuda a un ex entrenador de gladiadores y a un
par de esclavos en vez de acudir a mí —dijo—. Gracias, Marco. Muchísimas
gracias.
—Agrón no es un esclavo. Y Escílax tiene estupendos contactos en Roma.
—Ambas cosas eran ciertas, pero no se trataba de eso, y yo lo sabía.
—Marco hizo lo que consideró más indicado. —Perila me apoyó una mano
en el brazo—. Además, no había tiempo.
Mi padre suspiró.
—No, supongo que no —dijo—. En todo caso, hijo, lo hiciste muy bien.
Mereces un elogio, no una acusación.
Me sonrojé.
—Lo lamento, papá. Tienes razón. Quizá debí acudir a ti en primer lugar.
Él sonrió afablemente.
—Dos disculpas en una sola mañana, Marco. Estás mejorando. —No dije
nada—. Pero dime más sobre Quintilio Varo. Dices que estaba en contubernio
con Arminio. Me resulta difícil de creer. ¿Dónde obtuviste esa información?
Vacilé.
—Vamos, Marco. Cuéntaselo. Por favor. —Perila me apretó el brazo con los
dedos—. Él sólo quiere ayudar.
—Vale. La obtuve de Quintilia.
—¿La hermana de Varo?
—Sí. Ella la recibió de Vela, el lugarteniente, que se la había pasado a Nonio
Asprenas. —Mi padre se frotaba la barbilla con la mano derecha. Se quedó tieso
al oír el nombre—. ¿Conoces a ese hombre?
—¿Nonio Asprenas? Claro que le conozco. —La voz de mi padre tenía un
tono extraño que me llamó la atención—. ¿Y qué dijo Quintilia que había hecho
su hermano?
—Ya te lo dije. Afirmó que él recibía sobornos de los germanos.
—¿A cambio de qué?
—De desalentar nuestra expansión al norte del río. De hacer la vista gorda
al proyecto de Arminio. Había otros detalles, pero ésa es la idea general.
Mi padre se inclinó hacia adelante y unió las yemas de los dedos como si
fuera mi abogado y deliberásemos sobre una causa.
—Es muy creíble que Varo aceptara sobornos, Marco —dijo—. Máxime
después del asunto de Siria. Supongo que estás al corriente.
—¿Cuando estuvieron a punto de juzgarlo por extorsión?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
216
—En efecto. Pero, como bien dices, sólo estuvieron a punto. Si no hubiera
sido por los contactos de Varo, y el hecho de que Siria es una provincia imperial
que está fuera de la jurisdicción senatorial, el Senado lo habría pulverizado.
Tuvo suerte, pues, de contar con otra oportunidad, y él mismo estaría
agradecido. En principio no desecho la acusación, pero dudo mucho que Varo
considerase que el riesgo merecía la pena, dadas las circunstancias. Si Augusto
hubiera descubierto que él aceptaba sobornos, o tuviera motivos razonables
para sospechar, no habría vivido para gastarlos.
—Quizá, papá —dije—, pero creo que habría sido bastante tentador si
funcionaba como yo pienso. Al cabo Varo se habría sincerado con el emperador.
En todo caso, el hombre era culpable. He visto la prueba con mis propios ojos.
Mi padre se irguió.
—¿Qué clase de prueba?
—Su carta a Arminio, dándole los detalles de su marcha desde el Weser
hasta el Rin, incluido el desvío por el Teutoburgo. La ruta, las fechas, la
disposición de las fuerzas, todo. Y algo más. Menciona la emboscada.
—¿Qué?
—Precisamente. Varo no sabía que Arminio lo atacaría con tanta saña, pero
sí que habría un ataque.
—¿Dónde consiguió Quintilia esa carta?
—Por intermedio de Vela, como te he dicho. Se la envió a Asprenas por
correo antes de que el ejército emprendiera la marcha.
Noté que se ponía rígido. Cuando volvió a hablar, había una extraña calma
en su voz.
—¿Dices que Varo escribió esa carta? ¿Estás seguro?
—Sí, papá, así es. Pero creo que Asprenas...
—¿Y Quintilia está segura de que es genuina?
—Claro que sí. Ella misma confirmó que era de su puño y letra.
—¿Te lo dijo Quintilia? ¿Que ella misma, personalmente, había reconocido
la letra del hermano?
Fruncí el ceño.
—¿Adónde quieres llegar? ¿Insinúas que la anciana mentía?
Él meneó la cabeza.
—No, no mentía. Al menos, no mentía adrede. ¿Dices que hablaste con ella
cara a cara? ¿Y no lo notaste?
—¿No noté qué?
—Marco —murmuró mi padre—, Quintilia es casi ciega.
Lo miré fijamente mientras en mi cabeza la última pieza del mosaico
encajaba en su sitio con un chasquido casi audible. Recordé los ojos claros que
me escrutaban de arriba abajo cuando nos habíamos conocido; recordé que
miraba más allá de mí, que necesitaba la ayuda de Asprenas para caminar...
—¿Cuánto hace? —pregunté.
Mi padre entendió la pregunta y sus implicaciones.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
217
—No lo sé. Hace tiempo que le falla la vista. Quizá hace diez años le
alcanzara para leer una carta y reconocer la letra, aunque por mi parte lo dudo.
No habría reconocido esta letra. Recordé que era apretujada y que las líneas
estaban agolpadas. Aun así, era algo que podía verificar. Agrón podría
decírmelo; hacía años que estaba relacionado con la familia. Llamé a gritos a
Batilo, y él acudió a la carrera.
—¿Sabes por dónde merodea Agrón, Batilo? El ilirio corpulento.
—No, señor. Pero puedo preguntar en casa de Quintilia. Ellos me...
—No, no. No hagas eso. Tiene una herrería en la Suburra. La calle de los
Herreros, cerca del altar de Libera. ¿Lo conoces?
Batilo frunció la nariz.
—No íntimamente, amo, no.
¡Por Júpiter! ¡Este hombrecillo era tan estirado como Calías!
—Encuéntralo. Encuentra a Agrón. Encuéntralo aunque tengas que recorrer
toda la Suburra. Y no te acerques a la casa de Quintilia por ningún motivo.
¿Entiendes?
—Sí, amo —dijo Batilo rígidamente—. Desde luego. ¿Algún mensaje?
—Ningún mensaje. Sólo una pregunta. Escucha la respuesta y tráemela.
Pregunta cuándo Quintilia empezó a perder la vista.
—¿No podrías enviar a otra persona, amo? La Suburra no es precisamente...
—¡Largo de aquí!
Se largó, y yo me volví hacia mi padre.
—Tienes razón, papá —dije—. Quintilia sólo dijo que la letra era genuina,
no que ella lo hubiera verificado personalmente. Es decir, lo hizo otra persona,
alguien de su entera confianza.
—Asprenas —dijo Perila.
Asentí.
—Asprenas. Sólo tenemos su palabra de que Vela le envió la carta. Y si no
la ha visto nadie salvo Quintilia, bien podría ser una falsificación.
Mi padre carraspeó.
—Posiblemente. Más aún, no sería el primer caso.
¡Había pillado a ese cabrón!
—Cuéntanos, papá.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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4411
Mi padre no me miró. En cambio, cogió una aceituna del plato y extrajo
cuidadosamente el hueso con la punta de un cuchillo. Entendí muy bien lo que
ocurría. Asprenas pertenecía al círculo áulico: buena familia, buenas
conexiones. Esos fulanos eran inmunes a toda crítica externa, y aquí yo entraba
en la categoría de «externo». Marco Valerio Mesala Mesalino iba a hacer lo
impensable: violar el código tácito que exigía que el círculo protegiera a los
suyos.
—Los rumores comenzaron cuando él regresó de Germania —dijo—. No se
relacionaban con su conducta durante la campaña. En ese sentido era un héroe.
Había hecho todo lo que dicen, había movilizado a sus legiones a tiempo para
impedir que los germanos cruzaran el río y desbarataran la frontera. Nadie lo
acusó jamás de no ser valiente, ni ingenioso, ni buen soldado. —Liberó el hueso.
Mi padre dejó la aceituna desventrada, cogió otra y repitió ese lento y
meticuloso proceso—. Los rumores se iniciaron cuando Asprenas empezó a
mostrar ciertos documentos, reclamando dinero y propiedades que según él le
habían legado algunos colegas que habían perecido en la matanza. Nada muy
grande, individualmente. En conjunto, representaban una suma bastante
interesante.
Recordé la herrería de Agrón: a Asprenas no le había costado nada porque
la había heredado de un amigo muerto.
—¿Y esos documentos eran falsos?
—Eso se sugirió. —Mi padre era el abogado perfecto—. Se sugirió con gran
énfasis, en algunos casos. Pero lo cierto es que ningún pariente sabía nada sobre
los legados antes de que Asprenas presentara su solicitud.
Naturalmente. Era increíble que ese cabrón pensara que se saldría con la
suya. Quizá había apostado (con buen tino, a juzgar por el resultado) a que su
reputación militar lo protegería.
—Desde luego, no se presentaron denuncias formales —continuó mi
padre—. Si los documentos eran falsos, eran casi perfectos, y en consecuencia,
aunque hubo algunos reparos informales, no llegaron a nada concreto.
—¿Pero los rumores persistieron?
—Los rumores persistieron. Y persisten.
—Y los únicos que saben la verdad yacen insepultos en la otra margen del
Rin.
—En efecto.
—¿De cuánto dinero hablamos?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
219
—En conjunto, las solicitudes habrán totalizado dos o tres millones. —Solté
un silbido. Semejante fraude era de primera categoría. Conocía a varios jóvenes
libertinos que venderían a su abuela a un chulo de la zona portuaria por la
mitad de esa suma. Mi padre dejó el cuchillo en la mesa—. No digo que se
debía haber iniciado un proceso. Pero las conexiones con esa carta que
incrimina a Varo son, por así decirlo, significativas.
—Dicho de otro modo, todos saben que Asprenas es un malandrín y un
falsificador pero nadie puede probarlo. O nadie quiere probarlo.
Mi padre no respondió, lo cual ya era una respuesta.
—Quizá sea un malandrín —dijo Perila—. Pero, ¿es un traidor?
—Sí, tiene que serlo.
—Por favor, Marco. ¡Tendrás que ser más convincente!
—Sobre todo si quieres presentar este asunto al emperador —añadió mi
padre—. Asprenas es hombre de Tiberio. Más aún, es útil: una figura
consolidada, un administrador competente, un éxito militar. Tiberio no querría
perderlo y por cierto no lo condenaría sin pruebas fehacientes. Tiberio
escuchará tu plan, Marco, te lo garantizo; pero pedirá algo más que tu opinión y
un revoltijo de teorías infundadas. Necesitará una causa legal bien formulada.
¿La tienes? —Titubeé, y él insistió—: ¿Qué dices, hijo?
Apechuga o cierra el pico, decía su voz. Contemporicé.
—Papá, una vez hablamos de retener información. Cuando te pregunté por
Julia, ¿recuerdas?
—Desde luego. Te dije que la responsabilidad significaba saber cuándo no
pasar información que causaría más mal que bien.
—De acuerdo. Bien, hoy te alegraré el día, pues me disculparé por tercera
vez. Tenías razón. No puedo presentar esto ante Verruga, a menos que sea
imprescindible. El remedio sería peor que la enfermedad.
—Marco, si sabes que Asprenas fue responsable del desastre de Germania,
es tu deber decírselo al emperador.
—Ése es el problema. El responsable no fue sólo Asprenas. Había otra
persona implicada. Una persona más importante.
—Si hablas de Varo, no creo que Tiberio, después de este tiempo...
—No hablo de Varo. Hablo de la emperatriz. Hablo de Livia.
Con eso se calló, tal como yo esperaba; pero si creía que lo conmocionaría,
me olvidaba de que Valerio Mesalino era ante todo un político. Se reclinó y me
miró impasiblemente.
—Eso cambiaría las cosas —dijo.
—Sí, eso pensé.
—Aunque el emperador y la emperatriz discrepan en muchas cosas hoy
día, dudo que a Tiberio le agrade que le digan que su madre es una traidora.
―Se permitió una sonrisa glacial—. No, al menos, en lo concerniente a ciertas
inesperadas imputaciones de traición. Además, esa información causaría graves
complicaciones. Complicaciones políticas. Siempre que pueda probarse.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
220
—Tengo buenos argumentos, sí —dije—. Pruebas circunstanciales, lo
concedo, aunque esa carta ayudaría. En los archivos tiene que haber ejemplos
de la letra de Varo que nos permitan cotejarla. Pero no quiero crear un gran
escándalo por puro gusto.
—Bien, Marco. Muy bien. A pesar de todo, tienes pasta de político, hijo
mío. —Sonreí. No pude evitarlo—. ¿Qué quieres entonces? ¿Con qué te
conformarías?
—¿En qué sentido?
—Los políticos hacen tratos. Es nuestra función en la vida. ¿Cuál sería el
precio de tu silencio?
—Quiero que traigan las cenizas de Ovidio de vuelta a Roma, papá. Ése era
mi único propósito. No más, pero no menos.
Mi padre calló largo rato, tamborileando sobre la mesa con los dedos.
—Muy bien —dijo al fin—. Y supongo que quieres que yo actúe como tu
representante. Ante la emperatriz.
Traté de hablar con la mayor calma posible.
—No. Quiero que conciertes un encuentro privado. Sin esclavos ni
secretarios. Sólo nosotros dos, Livia y yo.
Mi padre se quedó tieso.
—¡No!
—¡Marco, si tienes razón ella te matará! —Perila ensanchó los ojos—. Y si
no tienes razón, también te matará. ¡No merece la pena!
—Claro que sí. Mira, he pensado en esto. Y una conversación directa con
Livia es el único modo que veo de zanjar la cuestión para siempre.
—¿Por qué no encarar a Asprenas, obligarlo a decir la verdad?
—No serviría de nada, Perila. No tengo pruebas concretas, ¿recuerdas? Él
negaría todo y acudiría a Livia. ¿Y cuánto crees que duraría yo después de eso?
—Pero...
—Aguarda. No había terminado. Digamos que tengo un seguro.
—¿Qué clase de seguro?
—Digamos que consigno todo por escrito. Lo que sé. Mis conjeturas.
Nombres y fechas cuando puedo darlos. Se lo dejo a alguien de mi confianza. Si
algo me sucede, Verruga lo recibe.
—¿Y si Tiberio ya lo sabe? —insertó mi padre en voz baja.
Gracias, papá. Esperaba que nadie pensara en eso, salvo yo.
—No lo sabe —dije.
—¿Apostarías tu vida a esa certeza?
Tragué saliva. Apechuga o cierra el pico.
—Sí, la apostaría. Verruga tendrá muchos defectos, pero tiene principios.
Tiene principios, y es militar.
—Muy bien, hijo. —La voz de mi padre se tornó extrañamente fría y
formal—. Si estás absolutamente seguro de que esto es lo que quieres,
concertaré una cita con la emperatriz, cuanto antes.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—¡Marco!
—No te preocupes, Perila. Sé lo que hago. —Sí, como una pulga haciendo
arrumacos a un elefante—. Hay algo más, papá.
—¿Sí?
—El documento. Si puedes aguardarme una hora, podrás llevarlo contigo.
Arrugó el entrecejo.
—Lo siento, Marco. No lo entiendo.
—Mi póliza de seguro. Quiero entregársela a alguien de confianza. Alguien
que me garantice que Verruga la recibirá si es necesario. Lo lamento, papá, pero
te he elegido a ti. Siempre que estés de acuerdo, naturalmente.
Nos miramos largo rato. Al fin carraspeó.
—Desde luego, hijo. Ve a escribirlo mientras hablo con Perila.
Fui al estudio y los dejé conversando.
Mi padre no había ido muy lejos con el precioso documento en el pliegue
del manto cuando llegaron las dos últimas pruebas que yo necesitaba; la
primera por parte de Agrón, vía Batilo, la segunda por parte de Calías. Quintilia
había empezado a perder la vista doce años antes, y desde entonces un
secretario le leía las cartas. Los porteadores que habían secuestrado a Perila, dijo
Calías, habían pertenecido a un tal Curcio Macro. Macro los había vendido
baratos después de comprarle a Asprenas un conjunto de nubios a precio de
ganga. Y Macro, me informó Batilo, era primo lejano de la esposa de Asprenas...
Dos aciertos consecutivos, y ya eran demasiados para ser coincidencia.
Habíamos hallado a nuestro cuarto conspirador. Ahora mi único problema era
pinchar a ese cabrón donde le doliera al tiempo que salvaba mi propio pellejo.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
222
4422
Más tarde mi padre envió los detalles de la cita. La emperatriz me vería a la
mañana siguiente, una hora antes del mediodía.
Muchos habían muerto de vejez esperando citas imperiales. Quizá yo sólo
tenía suerte, o quizá la cancelaran a última hora. O quizá Livia tuviera tanto
interés en verme a mí como yo en verla a ella.
El breve trecho que caminé hasta el palacio fue uno de los más largos que
había recorrido. Al menos Perila estaba a salvo. La había enviado a Bayas, a
quedarse con un amigo que era dueño de una embarcación de buen calado y me
debía un favor. En el peor de los casos, se largaría de Italia a todo trapo.
Marsella no es el centro del universo, pero el marisco es bueno, y el clima sería
mucho más saludable que el de Roma hasta que Livia nos hiciera el favor de
morirse.
Los dos pretorianos de la puerta me echaron una ojeada suspicaz, y me
pregunté si serían los mismos sujetos que casi me habían echado la última vez
que había visitado esta parte del Palatino; pero quizá fuera mi imaginación.
Todos estos gorilas tienen la misma pinta. Grandotes y amenazadores. Pasé
entre ellos y le di mi nombre al secretario de la recepción. Él examinó su lista,
alzó la mirada. Sus ojos eran burocráticamente impasibles.
—Todo parece estar en orden. Su excelencia te verá de inmediato.
―Chasqueó los dedos y una cosa grande y peluda se materializó de golpe—.
Hermes, conduce a este caballero hasta los aposentos de su excelencia la
emperatriz.
Sin una palabra, el simio mensajero se internó contoneándose en el
laberinto, dejando que yo lo siguiera como pudiese. Esa maraña de pasillos
habría matado de envidia a Dédalo. Si la entrevista salía mal y yo tenía que
poner pies en polvorosa, podía darme por muerto. Después de caminar un buen
rato, entramos en un corredor corto y en una sala de espera más suntuosa que
las que habíamos dejado atrás. Un hombrecillo con una túnica color limón muy
elegante se pulía las uñas ante un escritorio, junto a dos imponentes puertas con
paneles.
El simio mensajero habló. Fue como si un perro de pronto citara a Platón.
—Marco Valerio Mesala Corvino para ver a su excelencia, la emperatriz
Livia.
El hombrecillo de la túnica se levantó. Me cogió con cierta brusquedad del
brazo y me impulsó hacia las puertas con paneles. Un golpe discreto, un
David Wishart Las cenizas de Ovidio
223
empellón no tan discreto en mi espalda, y estuve dentro. Las puertas se
cerraron y quedé a solas con la emperatriz.
Livia estaba sentada ante un gran escritorio. Era la primera vez que la veía
de cerca, y daba la impresión (no exagero, y tampoco era producto de mi
nerviosismo) de no ser del todo real, de no estar del todo viva. Su rostro era una
compleja máscara cosmética como la que usan los actores, o las plañideras
contratadas en una procesión fúnebre, y sus ojos estaban... muertos. No se me
ocurre otra palabra. Ni vacíos, ni opacos, ni inertes.
Muertos.
—Pediste verme, Marco Valerio Corvino.
Su voz también estaba muerta.
Tragué saliva.
—Sí, excelencia.
Quizá hubiera cometido un error. Quizá fuera el último que había
cometido. De pronto mi póliza de seguro parecía bastante frágil. Frágil y pueril.
—¿Y el motivo?
¡Por Júpiter! Yo estaba al borde del pánico. ¿Cómo acusas a la madre del
emperador reinante y la esposa de su predecesor deificado de traición al
estado?
Creo que traicionaste a Varo, excelencia. Creo que causaste la muerte de quince mil
hombres y la pérdida de tres águilas y casi perdiste Germania tan sólo para dar a tu hijo
la oportunidad de vestir la púrpura...
Ella esperaba. Carraspeé.
—He descubierto algunas... irregularidades, excelencia. En relación con la
conducta de Lucio Nonio Asprenas.
Había esperado que ese nombre arrancara un destello a los ojos muertos.
No fue así. Empecé a sudar.
—¿Irregularidades?
—Sí, excelencia. —Hice una pausa enfática—. Irregularidades rayanas en la
traición.
Ella se limitó a mirarme. Quizá me hubiera equivocado, a pesar de todo,
pensé. No había nada en esos ojos, ni culpa ni inquietud. Nada. Una mosca me
cruzó la cara y se posó en el escritorio frente a ella. Por Júpiter, si estaba
equivocado, no era el mejor momento para averiguarlo.
—La traición es asunto del emperador —dijo—. Tu cita era conmigo.
—Creo que Asprenas trabajaba para su excelencia.
¿Yo dije eso? La máscara se endureció. El silencio se estiró como una cuerda
de lira tensada al máximo. Al fin ella habló.
—Hace un tiempo viniste al palacio para inquirir sobre el poeta Ovidio.
¿Existe alguna relación entre eso y esta impertinencia?
Supe que me ponía a prueba. Esto era crucial. Tenía que convencerla de que
sabía todo. Aunque no fuera así.
—Sí, excelencia. Existe.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
224
—Pues quizá tengas la bondad de explicármela. —Un movimiento del dedo
me indicó la silla de los visitantes: vieja, egipcia y bastante frágil, quizá parte
del botín que Augusto había traído de Alejandría después de que Cleopatra
tuvo su encontronazo con el áspid. Me senté con cautela. La silla crujió—. Bien,
joven. ¿Qué son esas «irregularidades rayanas en la traición» por las que
responsabilizas a Nonio Asprenas? ¿Y por qué él trabajaría para mí?
Sus ojos eran pinchos de hierro.
—Asprenas formaba parte de la conspiración de Paulo, excelencia.
Representaba, o alegaba representar, a su tío Varo, a quien tu difunto esposo...
—El divino Augusto.
—Perdón, excelencia. —Mierda, empezaban a sudarme las manos. Me las
enjugué en el manto—. A quien el divino Augusto había otorgado el mando de
Germania.
—¿Estás diciendo que Varo era cómplice de Paulo y Julia?
—No, excelencia. No precisamente cómplice. —Hice una pausa—. En
primer lugar, no había causas para ninguna complicidad.
—No te entiendo, joven.
Sentí que el sudor me perlaba la frente, pero no me lo enjugué. Ella sabía
que yo estaba nervioso. Claro que lo sabía. Así como yo sabía que tenía que
conservar la dignidad porque era la única defensa que tenía.
—La conspiración era falsa, excelencia. Estaba destinada a destruir a Julia,
tal como ya estaba destruido el resto del linaje de tu esposo.
La máscara no se movió, pero los ojos titilaron.
—¿Destruido por quién?
¡Por Júpiter! ¡Esto era como hacer malabarismos con navajas!
—No cosa que me incumba, excelencia.
—Muy bien. —¿La sombra de una sonrisa le cruzaba los finos labios?—.
Continúa, Corvino.
—¿Puedo hablar con franqueza, excelencia?
—Tenía la impresión de que ya hablabas con franqueza.
Me moví nerviosamente y la silla volvió a crujir. De pronto olí a alcanfor,
un olor viejo, el olor de la edad. ¿Livia o la silla? Vejez, viejos huesos, viejos
crímenes.
—El problema era que Augusto no creería otra acusación de adulterio —
dije—. Su hija, la madre de Julia, había sido exiliada por la misma razón, y no
resultaba convincente. Aunque estuvieran respaldadas por la confesión de
Junio Silano, las pruebas habrían sido endebles. Se necesitaba algo más
contundente. Algo que Augusto tomara en serio, aunque nunca lo diera a
conocer al público.
—¿Y qué era eso?
—La prueba de que Julia era una traidora.
Livia no dijo nada. La mosca vaciló, se frotó las patas delanteras y comenzó
a arrastrarse por la vasta extensión de escritorio que mediaba entre nosotros.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
225
—El problema, excelencia —continué—, era que Paulo y Julia estaban
alerta. Sabían que estaban en la mira. Y no se limitarían a esperar de brazos
cruzados. Tarde o temprano habrían acudido a Augusto para convencerlo,
siempre que él ya no lo supiera, de que la muerte de sus sucesores no era sólo
mala suerte y que ellos podían ofrecer una alternativa viable, al margen de tu
hijo.
Ahora sudaba a mares.
—¿Y cuál era esa alternativa?
—Póstumo. El hermano de Julia. El nieto de tu esposo.
Frunció los labios.
—Póstumo era un degenerado, Corvino, un inmoral. Augusto lo sabía. Mi
esposo jamás lo habría aceptado como sucesor.
—Sí, excelencia. Pero quizá sea posible que últimamente el emperador
hubiera empezado a sospechar que lo habían informado mal sobre el carácter
de su nieto.
—¿Quién lo había informado mal?
De nuevo el desafío. De nuevo lo pasé por alto.
—Julia y Paulo no eran traidores. No en el sentido cabal de la palabra.
Aunque hubieran querido conspirar contra Augusto, sabían que sólo les harían
el juego a sus enemigos. Pero la conspiración fue bastante real. Sucedió. ¿Por
qué?
—Cuéntamelo tú. Esto es fascinante.
—Hubo una conspiración, excelencia, sólo que contaba con el beneplácito
del emperador. Al menos, eso creían Paulo y Julia. Se trataba de favorecer a un
sucesor legítimo.
Livia se inclinó hacia delante. La mosca, quizá viendo el movimiento como
una amenaza, se detuvo y flexionó las alas.
—¿Has dicho «legítimo»?
¡Necio!
—Lo lamento, excelencia. Quizá debí decir «un sucesor del linaje de los
Julios».
—Entiendo. —Volvió a reclinarse—. Pasaremos eso por alto. Pero tu
interpretación de la conspiración de Paulo es un poco enrevesada, joven. Con
todo respeto.
—No lo creo, excelencia. Tengo pruebas.
—Pues descríbelas, por favor.
—Paulo y Julia fueron abordados por Asprenas, que era el sobrino de
Quintilio Varo, y Varo era hombre de Augusto. Asprenas les dice que
representa al emperador. Augusto designará a Varo comandante en Germania.
Luego permitirá que Póstumo «escape» de la isla y se refugie entre las legiones
del Rin. Paulo y Julia harán lo mismo. Dada la situación militar, Augusto se
dejará presionar por los simpatizantes de los Julios para reconciliarse con su
nieto, y con el tiempo nombrarlo sucesor.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
226
La mosca tembló nerviosamente en el súbito silencio.
—Ésa es sólo una teoría, Corvino. Dijiste que tenías pruebas.
—Puedo probarlo —mentí.
—Estás loco.
Negué con la cabeza.
—No, excelencia, no lo creo.
—Paulo y Julia nunca habrían creído a Asprenas, a menos que él diera una
señal inequívoca de que representaba a mi esposo.
—Pero él tenía una señal.
—¿A saber?
—El anillo de sello del emperador.
—El sello de la Esfinge nunca abandonó la mano de Augusto.
—No el original, excelencia, sino el anillo que tú misma le diste. La réplica
que usabas para sellar documentos en ausencia de tu esposo.
El silencio fue total. Livia lo rompió al fin.
—Podría hacerte matar, Corvino —murmuró—. Podría llamar a mis
guardias y no saldrías vivo de esta habitación. Lo sabes, ¿verdad?
—Desde luego. —Fingí más convicción de la que tenía—. Pero no lo harás,
excelencia.
—¿Por qué no?
—Porque no vine aquí sin preparativos. Si muero, tu hijo se enterará de la
verdad de la matanza de Varo. Y si eso sucede, excelencia, yo no apostaría ni la
ventosidad de un mosquito por tus posibilidades de terminar este mes con vida.
La mano bajó. La sorprendida mosca echó volar demasiado tarde y dejó
una mancha de sangre en el escritorio. Livia se arqueó hacia mí. Por un instante
pensé que iba a atacarme, pero se dominó y volvió a reclinarse en la silla.
—Muy bien, Corvino —dijo. Con toda calma, como si nada hubiera
pasado—. Continúa.
—Gracias. —Volví a enjugarme el sudor de las palmas—. Asprenas no
llevaba puesto el anillo cuando llegaba a la casa de Paulo. Lo sé por el portero.
Pero una vez que estaba a solas con los conspiradores, volvía a ponérselo para
recordar a Paulo y Julia a quién representaba. Mejor dicho, a quién fingía
representar. En realidad, Augusto no supo nada sobre la conspiración hasta que
se lo dijeron, y para entonces la prueba era condenatoria porque era genuina.
Paulo fue ejecutado y Julia fue exiliada por adulterio.
—Si lo que dices es correcto, pudieron exonerarse explicando la verdad al
emperador.
—¿Les dieron esa oportunidad? Y si así hubiera sido, ¿Augusto les habría
creído?
Livia apretó los labios y no dijo nada.
—Todo era demasiado probable. Y los hechos eran innegables.
—¿Pero por qué la acusación de adulterio, si como dices mi esposo no creía
en ella?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
227
—¿Acusar públicamente de traición a la nieta del emperador? Justamente
tú, excelencia, debes saber cuán perjudicial sería eso para el estado.
—Sin duda. —De nuevo los labios tensos se curvaron en lo que era casi una
sonrisa—. Acepto tu argumentación, Corvino. Como teoría, al menos.
—Gracias, excelencia. En todo caso, Augusto fue benigno. Sabiendo que la
acusación era falsa, dejó que el «adúltero» Silano se escabullera sin
consecuencias graves. Además, fue Silano quien denunció la conspiración.
Merecía una recompensa.
—Junio Silano fue exiliado, joven. Y su carrera política fue liquidada. No es
un castigo menor para alguien de su posición.
—No es verdad, excelencia. Silano se fue de Italia por propia voluntad y
nunca se interesó en la política. El castigo no era tal, y el emperador lo sabía.
—Eso dices tú. Pero afirmas que fue recompensado.
Empezaba a temblarme la pierna izquierda. Lentamente, sin apartar los
ojos, la estiré y me froté el muslo.
—He visto la finca de Silano, excelencia. Las villas suburbanas de ese
tamaño no son baratas.
—Junio Silano pertenece a una familia muy rancia y acaudalada.
—Es verdad. Quizá por eso, pocos meses después, el emperador entregó a
su bisnieta en matrimonio al primo de Silano. ¿O fue mera coincidencia?
Livia no dijo nada. Me clavó los ojos sin pestañear.
—Y así llegamos, excelencia, a lo que pasó con el cuarto conspirador, Nonio
Asprenas.
Llamadlo imaginación, pero juro que hasta la habitación contuvo el aliento
cuando pronuncié ese nombre. Los ojos de Livia eran oscuros pozos de odio,
clavados en los míos.
—Nada le pasó a Asprenas —dijo.
—Exacto, excelencia. ¿Te gustaría decirme por qué?
El silencio se prolongó.
—No, Corvino —dijo al fin—. No me gustaría.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
228
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Sólo eso. Una simple negativa, la respuesta de último recurso de alguien
totalmente culpable. Si me quedaba alguna duda de que yo tenía razón, eso la
eliminaba. Había pillado a esa zorra, y ambos lo sabíamos. El músculo
acalambrado de mi pierna se calmó de pronto.
—Muy bien, excelencia —continué—. Entonces te lo diré yo. La solución es
sencilla. Asprenas no fue castigado por su participación en el complot porque
Augusto no sabía que él estaba implicado. Silano no lo mencionó. Le habías
ordenado que no lo dijera, porque Asprenas era necesario para otra cosa. ¿O me
equivoco? —Hice una pausa para escuchar una respuesta que no recibí, y luego
añadí suavemente—: Pero Silano, lamentablemente, no era la única persona que
conocía la participación de Asprenas, ¿verdad? Había alguien más a quien no
podías dar órdenes. No era de los tuyos. Un testigo neutral, un amigo personal
de Julia que conocía a Asprenas de vista y sospechó lo que ocurría. —Silencio,
total y absoluto. Tuve la sensación de estar caminando sobre cristal—. ¿Cómo lo
averiguó Ovidio, excelencia?
Creí que no respondería, pero al fin lo hizo: seca y clínicamente, con una
voz despojada de emoción.
—Fue de visita por casualidad, con un libro que Julia quería, y vio que
Asprenas y Paulo salían juntos del estudio. No conozco los detalles, pero sé que
los dejaban mal parados.
—Así que después de luchar con su conciencia, como buen ciudadano
decidió denunciar lo que había visto. Pero no llegó a presentar la denuncia,
porque habló con la persona equivocada.
—Vino al palacio poco después —declaró Livia sin inmutarse—. Como el
emperador estaba ocupado, fue fácil hacerlo traer ante mí. No reparó en su
error, desde luego. Hasta mucho tiempo después.
—Así que hiciste que lo echaran de Roma, y pronto. Y para siempre. No
podías correr el riesgo de que el emperador asociara el nombre de Asprenas con
la idea de conspiración. Y si Ovidio hubiera estado aquí cuando llegó la noticia
del desastre en Germania, habría sumado dos más dos y habría ido de vuelta al
palacio. Esta vez para ver a Augusto.
—Ovidio era un mentecato.
Sacudí la cabeza.
—No, excelencia. Era sólo un poeta implicado en una cuestión política,
haciendo lo que le aconsejaba su criterio.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—Un mequetrefe bienintencionado puede causar mucho más daño que un
enemigo consciente. Tú, Corvino —casi sonrió—, lo comprenderás mejor que
nadie.
Pasé por alto el sarcasmo.
—Así que hablaste discretamente con Augusto. Júpiter sabrá qué le dijiste:
que Ovidio mismo se acostaba con Julia mientras recitaban poemas
pornográficos; que en secreto practicaba todo tipo de perversión y más valía
que estuviera muerto. Y el emperador, que en el mejor de los casos no
simpatizaba con Ovidio ni con su poesía, te creyó. O quizá no le dio
importancia.
Livia arqueó la boca.
—¡Oh, sí que le dio importancia, joven! En el fondo, mi intachable esposo
era un libertino hipócrita y frustrado que castigaba los vicios ajenos
precisamente porque eran los suyos. El Ovidio que le mostré a Augusto era su
yo secreto, realizando los actos que él habría realizado si hubiera tenido el
coraje. ¿Qué podía hacer el pobre tonto sino exiliarlo?
Un dedo de hielo me rozó la espalda. Había vislumbrado el auténtico rostro
de Julia, y supe que lo más peligroso que podía hacer era permitirle saber que
me lo había mostrado.
—Hablemos de Germania, excelencia —dije.
No respondió, pero noté que se envaraba.
—Las provincias fronterizas eran responsabilidad de Augusto. Él fijaba las
normas, y era él quien se llevaba la palma o sufría las críticas. ¿No es así?
—Sí.
¿Era mi imaginación, o también ella empezaba a demostrar nerviosismo?
—De modo que si alguien quería abochornar al emperador, las fronteras
eran el sitio ideal.
Tampoco hubo respuesta, pero su expresión se endureció bajo el grueso
maquillaje.
—Pues bien, ¿qué frontera escogerían? Olvidemos las provincias
meridionales. Partia mantiene la cabeza gacha actualmente, así que el este
también queda descartado. El Danubio es posible, pero ése es el coto de Tiberio,
y la persona que tengo en mente no querría enredarlo a él, y menos después de
la revuelta iliria. —Tampoco hubo respuesta, pero vi una huella de humedad en
el maquillaje apisonado de la frente—. Nos queda Germania, excelencia. Y
Germania es perfecta porque Augusto es responsable de ella en todos los
aspectos. Él toma las decisiones políticas, asigna las legiones, escoge al
gobernador. Y si algo sale mal, tu hijo Tiberio está cerca para salvar la situación.
¿Tengo razón?
—Corvino, te juro...
Esperé, pero no dijo nada más. Su boca se había cerrado como una almeja.
—¿Quieres seguir tú, excelencia?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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—No. —La humedad de la frente había formado una perla de sudor que
trazaba un surco en el maquillaje—. Adelante.
—Muy bien. —Cambié de posición, y la silla crujió como si frotaras huesos
viejos—. Hablemos de Varo, pues. Fue nombrado comandante de Germania por
sugerencia tuya, ¿verdad?
—Varo era el candidato natural. Era un administrador competente con
vasta experiencia militar, leal a mi esposo...
—Eso no responde la pregunta.
Sus ojos centellearon.
—Te lo he dicho, Corvino. Era el candidato natural. Eso es suficiente.
—Claro que era el candidato natural, pero no por los motivos que has dado.
Elegiste a Varo porque era totalmente corrupto en lo referente al dinero, y
porque su sobrino era Nonio Asprenas. —Su boca estaba cerrada como una
trampa de hierro—. Cuando llegaran a Germania, Asprenas debía alentar la
codicia del viejo, encargarse de que se ganara la inquina de los nativos, incluso
que se expusiera a una denuncia por mala administración. Pero eso no bastaba
para tus propósitos, ¿verdad? Necesitabas algo que fuera un auténtico sopapo
para el emperador. Necesitabas a Arminio.
Silencio. Sus ojos me taladraron a través de la blancura del maquillaje.
Continué.
—Arminio era oro puro. Ambicioso, dúplice como Jano, un actor nato y un
embustero nato. Educado en Roma, formado en Roma. Viable. Asprenas sería el
chulo, los presentaría a ambos, procuraría que ambos terminaran en la misma
cama.
—Una imagen llamativa. Confío en que hables metafóricamente.
—Por suerte para él, esa parte resultó ser fácil. Varo vio en Arminio una
cualidad que siempre había respetado pero nunca había tenido: fervor. Varo lo
confundió con fervor por Roma, pero eso se debió a su mal criterio y a la buena
actuación de Arminio, y cuando llegó el momento desequilibró la balanza,
porque el viejo quería creer que Arminio era de fiar. —Hice una pausa—. Así
pues, cuando Varo llega a Germania está bastante ablandado. Arminio lo
aborda y le cuenta un cuento de hadas sobre la creación de un reino títere entre
el Rin y el Elba...
—No es ningún cuento de hadas. El concepto era bastante sólido. Y
necesitábamos un cambio de política.
—Seguro, si tú lo dices. Sea como fuere, Arminio le ofrece a Varo una
suculenta recompensa por su colaboración y Varo, que confía en sus
motivaciones, acepta. La engañifa es bastante rentable, y ni siquiera le remuerde
la conciencia. Luego viene el desenlace.
Livia se había tensado de nuevo. Entrábamos en un terreno sumamente
delicado, y yo lo sabía.
—Arminio le dice a Varo que necesita un último favor: un fracaso militar
para consolidar su ascendiente sobre las tribus. En su regreso a Vetera, debe
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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permitir que le tiendan una celada en el Teutoburgo. Arminio lo atacará pero le
permitirá retirarse con el ejército intacto. —Hice otra pausa y murmuré—: Sólo
que ése no era el auténtico convenio, ¿verdad, excelencia? El ataque no sería la
farsa que esperaba el viejo. Cuando Arminio acometiera, lo haría con todas sus
fuerzas.
Al fin logré conmocionarla. La máscara se rajó por completo, y apareció la
mujer asustada.
—¡Fue un error! —susurró—. ¡Queríamos una humillación, no una
matanza!
—Seguro.
—¡Créeme! ¡Arminio juró que el ataque sería limitado!
Una operación limitada. Tuve ganas de vomitar en el suelo de mármol de
esa arpía.
—Tres legiones —murmuré—. Quince mil hombres exterminados, sólo
para que tu niño pudiera acercarse un paso más al trono. ¿Cómo logras
conciliar el sueño?
Pero la máscara había vuelto a su sitio y la emperatriz había recobrado el
aplomo.
—Uso zumo de amapola. Siempre lo he hecho —dijo—. Y en todo caso, las
pesadillas son un precio bajo a pagar por la seguridad de Roma. Y hablando de
precios, joven, ¿cuál es el tuyo?
Esta súbita pregunta me cogió por sorpresa.
—¿Mi precio?
—El precio de tu silencio.
—Nada, excelencia.
—¿Nada?
—Un puñado de cenizas. Tú dirías que no son nada.
Me escudriñó tanto tiempo que sentí el sudor en la frente. Luego dijo, en
voz muy queda:
—Corvino, no incurras en la presunción de sermonearme sobre mis valores.
Una carrera política no es nada, el dinero y las propiedades no son nada. Pero
las cenizas de Ovidio significan mucho.
—¿Tanto lo odias, excelencia?
—Casi arruinó los planes que había trazado para mi hijo, mis planes para
Roma. Si hubiera sido un político, podríamos habernos entendido, pero no lo
era. Era un mequetrefe bienintencionado que no sabía negociar ni por asomo.
Sí, odiaba a Ovidio. Y todavía lo odio. Lo habría hecho matar, pero Tomi era
peor. —Se levantó, y por primera vez noté cuán menuda era; menuda y frágil.
Podría haber extendido el brazo para partirla en dos como una rama podrida—.
Tendrás tu puñado de cenizas, joven. Pero nunca creas que pagué un precio
insignificante.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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Yo también me levanté. Como respondiendo a una señal (¿ella habría dado
alguna, de algún modo?), las puertas se abrieron a mis espaldas y el secretario
esperaba para escoltarme.
—Adiós, Valerio Corvino —dijo Livia con envarada formalidad—. Veré de
que se hagan los trámites pertinentes.
Me incliné y di media vuelta. Casi había llegado a la puerta cuando se me
ocurrió algo más.
—Otra cosa, excelencia —dije—. Quiero a una muchacha. Ella me fulminó
con la mirada y oí el brusco jadeo de alarma del secretario. Luego la emperatriz
sonrió por primera vez.
—¿Cualquier muchacha, Corvino?
—Una muchacha especial. Ya sabes a quién me refiero.
—Sí. Sé a quién te refieres. Cuenta con ello.
Volví a inclinarme, y me marché.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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4444
Pero el día aún no había terminado. Cuando llegué a casa, Batilo me recibió en
el vestíbulo.
—Tienes una visita, amo —murmuró.
—¿Sí? —Me quité la capa y el manto y se los di—. ¿Y quién es?
—Me tomé la libertad de conducirlo a tu estudio. Pensé que preferirías
hablar a solas.
La puerta del estudio estaba cerrada. Cuando la abrí, el hombre que estaba
dentro se volvió.
Asprenas.
Quise echar mano de la daga que siempre llevaba en la muñeca izquierda,
pero recordé que no la tenía encima. Habitualmente no llevas dagas cuando
visitas el palacio. Asprenas reparó en el movimiento. Sonrió y meneó la cabeza.
—No, Corvino. Ahora estás a salvo de mí, máxime cuando has optado por
manejar el asunto con sensatez. Todo ha terminado. Y si quisiera matarte, no
escogería tu propia casa para hacerlo.
Sin apartar los ojos, me volví hacia la puerta.
—¡Batilo! Un poco de vino. Hablaré contigo más tarde. —Luego, a
Asprenas—: No eres bienvenido aquí. Lárgate. Ya.
Cogió una silla y se sentó.
—No culpes al esclavo. Lo presioné un poco.
—Pues cometió un error. —Yo también me senté, lejos de él, por si las
dudas. Además, no quería respirar el mismo aire que él, si podía evitarlo.
—Acabas de tener tu entrevista con la emperatriz.
—Sí.
—Y ella te dijo que nuestra intención era humillar a Varo, y por su
intermedio al emperador.
Asentí.
—Me lo figuraba. Por cierto, me alegra que hayas optado por Livia en vez
de Tiberio. Me libera de mis obligaciones.
Aferré los brazos de la silla, para impedir que mis manos temblaran de
repulsión.
—¿Entonces qué quieres? Dímelo, y lárgate de mi casa.
Él sonrió.
—No quiero nada. Tengo todo lo que necesito, gracias. Pero pensé que
merecías unas felicitaciones. Y quizá una aclaración final.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
234
—¿Qué aclaración? Si es sobre lo que le hiciste a Varo, puedes ahorrarte el
esfuerzo.
—Se trata precisamente de eso. —Se reclinó en la silla, totalmente a sus
anchas—. Primero las confesiones. Sí, fui el intermediario de Livia ante
Arminio. Sí, falsifiqué la carta que te mostramos. Eso no tendría que haber sido
necesario, pero mi tío se negaba categóricamente a incriminarse por escrito. Y sí,
fui totalmente responsable de los ataques contra tu persona y del secuestro de
Perila Rufia. Sobre éstos, la emperatriz no sabía nada, aunque en tal caso lo
hubiera aprobado. Sin embargo, no puedo dejarte con la impresión de que Livia
es totalmente inocente... inocente de quince mil muertes, quiero decir. No soy
tan altruista.
Llamaron a la puerta: Batilo con el vino. Le ordené que se fuera.
Asprenas se inclinó hacia delante.
—Corvino, ¿de veras crees que Livia no sabía lo que se proponía Arminio?
Sí, los problemas en Germania habrían perjudicado a Augusto. Pero Livia no
sólo quería perjudicarlo. Quería destruirlo.
No podía creerlo.
—¿Me estás diciendo que Livia quería una matanza desde el principio?
Asprenas sonrió.
—Claro que sí. Recibí órdenes antes de irme de Roma. Sin detalles, desde
luego, sólo el plan general. También Arminio, aunque él actuaba por su cuenta,
al igual que Livia.
—Te equivocas, Asprenas. Ni siquiera Livia es tan canalla.
Me estudió con la mirada.
—¡Piensa, muchacho! ¿No es obvio? Ella tenía que hacer algo porque su
posición era cada vez más desesperada. Augusto había comprendido que lo
estaban manipulando. Póstumo aún estaba con vida y era una amenaza
creciente. Era preciso destruir a Augusto mientras ella aún ejerciera influencia
sobre él.
—¿Y por qué no lo envenenó, como al resto de la familia? No me digas que
tenía escrúpulos.
—No podía. Augusto aún no había reconocido formalmente a Tiberio como
sucesor. Tenía que minar la confianza del emperador en sí mismo y asegurarse
de que acudiera a Tiberio. Entiendes esa parte, ¿verdad, Corvino?
Recordé las anécdotas sobre la reacción de Augusto cuando la noticia de la
matanza llegó a Roma. De noche se despertaba gritando.
¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!
—Sí, entiendo esa parte.
—¿Entonces me crees?
—No sé. —Sacudí la cabeza—. Ya no sé qué pensar.
Se levantó.
—Me crees. Tienes que creerme, porque es la verdad.
—¿Estás dispuesto a jurarlo?
David Wishart Las cenizas de Ovidio
235
Enarcó las cejas, sorprendido.
—Si lo deseas.
—¿Significaría mucho si lo hicieras?
—No gran cosa, pero lo haré si insistes.
Sentí un nudo en la garganta.
—Fuera de mi casa, Asprenas. Lárgate.
Se encogió de hombros y se giró, se detuvo con la mano en el pomo de la
puerta.
—Me alegra no haber logrado matarte, Corvino. No soy un asesino. Al
menos, no a sangre fría. Con una vez fue suficiente.
—¿Una vez? —dije, y luego recordé a Davo, tendido con un tajo en la
garganta bajo una pila de grano. Conque había sido el mismo Asprenas. Me
sorprendió que me lo confesara.
—Por cierto —continuó Asprenas, siempre sonriendo, y totalmente
relajado—, no somos muchos los que conocemos la historia de Varo, y somos
un grupo privilegiado. La emperatriz tiene que tratarnos bien. Hoy día no tiene
mucha influencia sobre su hijo, pero aún puede conseguir un par de favores.
Vas por buen camino, muchacho.
Apreté los puños, pero ni siquiera quería tocar a ese cabrón.
—No me interesa la política, Asprenas —dije—. No la que tú practicas, al
menos.
—Es tu deber, hijo, tu deuda con el estado. No olvides que te lo advertí.
Cerró la puerta en silencio. Cuando se fue, pedí a los esclavos del baño que
me frotaran hasta escocerme la piel. Luego me emborraché.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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4455
Lo sepultamos en diciembre, un día antes del comienzo del Festival de
Invierno, en el jardín de su villa de las afueras de Roma. No tenía mausoleo, ni
siquiera una piedra, pero eso no era importante: descansaba en suelo romano,
no en el odioso y escarchado suelo de Tomi. Había sólo cuatro deudos, si
deudos es la palabra adecuada para algo que era, a pesar de todo, una ocasión
feliz: mi padre, Perila, la viuda y yo. Fabia Camila presenció la ceremonia con
ojos ausentes, pero cuando terminé de bajar la urna en ese agujero angosto, ella
arrojó un puñado de capullos de rosa secos. Rellené el agujero, puse el césped
cortado encima y lo aplané con los pies.
—Descansa en paz, padre —susurró Perila junto a mí—. Has vuelto a tu
hogar.
Regresamos a la casa entre las ramas desnudas del huerto.
—Escribió casi todos sus poemas en este jardín. —Perila sonreía, como si no
viera un lúgubre día de diciembre sino el estridente color amarillo de los
narcisos contra un cielo azul y despejado. Quizá era lo que veía—. Él lo habría
aprobado. «Cada sitio tiene su propio sino».
Por el tono, adiviné que era una cita, pero yo no la conocía. Quizá un verso
del propio Ovidio.
—¿Queréis cenar conmigo esta noche? —Mi padre apoyó una mano en mi
hombro, la otra en el de Perila. Ella sonrió.
—Sí, padre.
¿Le respondí yo, o Perila? Ya no me acuerdo. En todo caso, no tenía
importancia.
David Wishart Las cenizas de Ovidio
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NNoottaa ddeell aauuttoorr
Los principales personajes de Las cenizas de Ovidio son históricos. Sin embargo,
me he tomado ciertas libertades menores con ellos por imposición de la trama.
Primero, el auténtico Valerio Corvino era mucho mayor que mi personaje:
él y su tío Cota compartieron el consulado en el 20 d. C. (un año después del
cierre de la narración), así que debía de tener más de treinta años.
Junio Silano aún estaba en las provincias en el momento de la historia.
Tiberio no autorizó su regreso hasta el año siguiente.
La Perila de la poesía de Ovidio es simplemente «Perila». El raro
patronímico Rufia sólo se difundió en una fecha más tardía, y se lo di por
motivos personales. No tiene ninguna relación con el apellido de su esposo.
Sulio Rufo aún es mal visto por los historiadores. Fue desterrado en
tiempos de Tiberio, regresó por orden de Calígula y se transformó en notorio
informador para Mesalina, la esposa de Claudio. Por otra parte, él y Perila (por
lo que yo sé) eran felices en su matrimonio y tuvieron hijos. Rufo no podría
haber sido, como yo insinúo, el «falso amigo» que intentó privar a la esposa de
Ovidio de su patrimonio y a quien llama Ibis en sus poemas.
No he difamado a Nonio Asprenas, al menos en cuanto a su carácter. La
acusación de que se apropió de ciertas herencias después de la matanza de Varo
fue hecha por el historiador Patérculo, que sirvió en Germania poco después y
habría hablado con hombres que lo conocían. Al describir la masacre, Patérculo
también menciona la «vil actuación del comandante de campo Ceonio, que
aconsejaba entregarse y prefería la muerte por ejecución, propia de un
delincuente, antes que la muerte en batalla, propia de un soldado», y la
contrasta con la conducta del noble Egio. En consecuencia, era un candidato
natural para hacer el papel de malvado.
Por último, me siento culpable por la imagen que he dado de la burocracia
de palacio, mucho más apropiada para el reinado de Claudio (41-54 d.C.) que
para el de Tiberio.
V.2 Diciembre 2011
Joseiera-Cuidian