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1 YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

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Page 1: Willy Kautz

1YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

Page 2: Willy Kautz

2 YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

Pero el deber de conciencia que me impo­

nían esas impresiones de forma, perfume o

color —intentar discernir lo que tras de

ellas se ocultaba— era tan arduo, que en

seguida me ponía excusas a mi mismo para

poder sustraerme a esos esfuerzos y aho­

rrarme ese cansancio.

Marcel Proust

El problema es similar al problema de

las marcas para los perfumes, los looks

y todo lo que es “tendencia”. Se trata de

etiquetar lo impalpable. No es fácil, tam­

poco imposible, y con mucho sentido de la

comunicación, muchas imágenes y todo el

arte de los envases, sprays, vaporizadores,

lo logramos […]

Yves Michaud

Es mucho mejor hacer Arte Comercial que

Arte por el Arte, porque el Arte por el Arte

no aporta nada al espacio que ocupa.

Andy Warhol

Yo uso perfume para ocupar más espacio

El mundo del arte después del triunfo artístico de Homero Simpson

Cuando la publicidad comercial, el turismo y el arte contemporáneo son casi lo mismo

A mí me gusta l”art pour l”art, pero no me rajo la oreja. De las actitudes a la categoría socioprofesional de artista

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3YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

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Hoy día cuando hablamos de artistas implicamos a un mundo del arte como soporte de nuestras espe­culaciones. Dicho concepto apareció sistematizado en el campo de la teoría cuando Arthur Danto pu­blicó su ensayo The Art World (1964), al tiempo que el genio artístico y la “metafísica” eran desmitifica­dos por tendencias teóricas que especulaban respecto a los significados del arte en su emparejamiento con el ámbito de cultura en gene­ral. En ese marco, cuando el arte se hacia consciente de su dependencia con rela­ción a las interpretaciones y los mundos del arte en cuyo ámbito las obras existen, la figura del artista

empezaba a fraguar nuevos atributos. “[...] uno debe­ría de ser capaz de ser un expresionista abstracto la próxima semana, o un artista pop, o un realista, sin sentir que ha concedido algo [...]”, dijo Andy Warhol en una entrevista en 1963. 1 Ese mundo vio el des­mantelamiento de la valoración estética formalista,

del objeto autónomo de las vanguardias programáticas, de modo que, la figura del artista, desde que cualquier cosa puede candidatarse al estatuto de arte, también ad­quirió nuevos e imprecisos atributos. Desde entonces

las preguntas ¿qué hace el artista? y ¿cómo se forma la creencia en el valor de su trabajo? desembocan

UNO DEBERÍA DE SER CAPAZ DE SER UN EXPRESIONISTA ABSTRACTO LA PRÓXIMA SE­MANA, O UN ARTISTA POP, O UN REALISTA, SIN SENTIR QUE

HA CONCEDIDO ALGO

YO USO PERFUME PARA OCUPAR MÁS ESPACIO

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4 YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

irremediablemente en un callejón de mil bocas. Por lo que sería pertinente pensar que las teorías del arte hoy día se centran más en descifrar las estructuras de este mundo del arte institucionalizado, sus sistemas de poder y validación, que en la creencia de la genia­lidad pura. La metáfora del perfume alude entonces en primera instancia a las formas de la instituciona­lización del arte. Es decir, los mecanismos que le dan visibilidad en un mundo donde cualquier cosa puede convertirse en arte de un momento a otro. El perfume es, entonces, una sustancia invisible que al aplicarse transforma las cosas: les otorga estatus, las disloca, las impregna de manera tal que, aun de manera mo­mentánea, puedan circular o visibilizarse como algo distinto a lo que realmente son.

El artista ya no es entonces una entidad subjetiva aislada en su romanticismo, sino un modelo socio­profesional multifacético. Por lo mismo, si existe un artilugio para incorporar un “yo”, un sujeto de la crea­tividad, éste ha de ser un efecto de sociabilidad, una institución histórica, antes que una subjetividad natural. De esta problemática se pue­de entender a la metáfora del perfume como un susti­tuto para el “yo” romántico. El ideal romántico, justamente en cuanto ideal, es histórico y una operación económica. Esto significaría que la subjetividad debe concebirse en tanto juego de la artificialidad pública, ya que se manifiesta en ma­ñas de invisibilidad y dosis calculadas, y no a partir de la espontaneidad arbitraria de las emociones innatas y unívocas. El perfume es, entonces, un método para la privatización fugaz de todo lo que no nos pertenece. Trata de la captura de “esencias” para su traspaso a las superficies que moldea la atmósfera circundante así como a todos los que se impregnan de su vapor. Es una metáfora de la multiplicación de las disposi­ciones subjetivas, cuando lo esencial está siempre al alcance del ingenio o de nuestra billetera. El perfu­me en tanto esencia enfrascada es, por lo tanto, una captura de estamentos, una ciencia para proporcio­nar el gusto, una escala para acercar lo conveniente y también para repeler lo que no es bienvenido. El perfume es una dosis de estatus aplicada a cualquier superficie. No obstante se debe tener en cuenta que esto no significa que sea superficial.

De esta manera, cuando pensamos al artista nos per­catamos de la imposibilidad de definir su posición más que a partir de los modos que se inscribe en una red cultural globalizada: una esfera que define sus prác­ticas de acuerdo a la ausencia de marcos estables, en la cual los dispositivos de montaje y las experiencias artísticas se han convertido en la norma. Si desde al­gunas décadas cualquier cosa puede candidatarse a obra de arte, la figura del artista también puede reple­garse a cualquier rol profesional, siempre y cuando lo proclame como territorio del arte. Por tanto, al hablar de artistas nos referimos más bien a un aparato com­plejo, un mundo del arte mundializado, estructurado por medio de roles de competencias artísticas, cuyas prácticas concretas son relativas a las especificidades de cada contexto, como si se tratase de un perfume para cada ocasión. Si intentáramos construir una ima­gen de semejante aparato, ésta debería mostrar una confección atmosférica, de roles que se contaminan y presentan difusamente. Este visión hipotética debería conducir nuestra imaginación a intuir un campo de

tensiones entre individuos que colaboran en los proceso artísticos, los juegos de mon­taje, y dejan detrás de sí los registros de los proyectos, la documentación de huellas, es

decir, el enfrascamiento de los perfumes diseminados en el transcurso de la ocasión del evento artístico.

En el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, escribieron Marx y Engels en su Manifiesto co-munista (1848). A partir de esa idea, podríamos inferir que el perfume es un intento de captura de “esencias” que resguardan la inevitable evaporación de los sóli­dos. La pregunta por el artista nos subsume entonces a un estado de gracia. Parece remitirnos a un queha­cer que se entretiene con la selección y captura de readymades vaporosos desperdigados por el mundo. Esas cosas encontradas y seleccionadas por los artis­tas, son capturadas para luego reinscribirlas por medio de dosis calculadas sobre el espacio, en los circuitos de intercambio simbólico y económico, a manera de inscripción artística. Metafóricamente podríamos su­gerir que el mundo del arte en ocasiones se asemeja a una atmósfera fluctuante, de manera tal que sus centros, ferias y bienales podrían entenderse como máquinas de captura y diseminación de perfumes.

TAMBIÉN EN LOS MEDIOS DE MASAS SE PUEDE PRODUCIR ARTE, PERO DE ESTE ARTE

EMANA UN OLOR A SUDOR

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En la actualidad, las prácticas consideradas radicales —de acuerdo a su ímpetu crítico— no conllevan a la desfiguración de los límites del arte al ya no orientarse a revisar su ontología. Este desgaste de la ontología, a causa de la insistencia por desvelar el arte auténtico en un sinfín de teleologías que apuntaban hacia la manifestación de la verdad en el arte, ya se ha ago­tado repetidas veces y en distintas versiones, antes incluso que la proyección de sus deseos se cumpliera. Por algo desde hace cinco décadas, el vocabulario para referirse al arte se haya multiplicado a través de ca­tegorías tales como: desmaterialización, desdibujado, postáurico, desdefinición, procedimental, conceptual, relacional, situacional, gaseoso, entre muchas otras. Desde el augurado fin de la modernidad, del “Gran Arte” de las Bellas Artes, es decir, el dominio por medio de la pintura y la escultura, hemos visto al arte esfumarse delante de nuestras narices en caracte­rizaciones que responden al acabamiento de su autono­mía frente a otras esferas de la experiencia. Al parecer ya nadie sabe en qué consiste la particularidad de lo artís­tico. No obstante, si algo es todavía capaz de asombrar nuestras operaciones críticas tras la condecorada in­definición, es que seguimos enjuiciando el arte como si pudiésemos reparar la sutil distinción entre un buen perfume de otro menos sofisticado.

Esta insinuación hace eco en una sugerencia de Boris Groys cuando escribe: “También en los medios de ma­sas se puede producir arte, pero de este arte emana un olor a sudor[…]”.2 Con esto, el filósofo se refería a que con Duchamp y los happenings de la década de los sesenta el arte se hacía sin esfuerzo físico, inte­lectualmente. De esto podríamos decir que, incluso cuando los procedimientos del arte duchampiano tu­vieron como soporte algunos objetos industriales, en todo caso éstos se presentaban sin sudor, por lo cual su arte no dependía del esfuerzo técnico de horas de taller, sino de una selección. Trataba, por tanto, de un gesto sin transpiración, sin esfuerzo, que disimulaba el olor del oficio mecánico con un gesto perfumado: un procedimiento artístico.

Tras el largo desvanecimiento de la figura artística romántica, auspiciada por la expresión individual y la fetichización de los objetos producidos, hemos visto el rol artístico convertirse en un receptáculo plurifuncio­nal. Si bien la figura del artista bohemio nunca ha sido erradicada por completo, hoy se reproduce más en la industria fílmica y menos en el mundo del arte con­temporáneo. Aquel viejo personaje atormentado que tiene su antecedente en la alegoría baudelariana del dandi de fin de siècle, o el paseante ocioso y despreo­cupado de la metrópoli, el flâneur, son ahora prototi­pos épicos de la subjetividad moderna que desde hace tiempo se reproducen hasta el cansancio en un sinfín de películas. El imaginario del poeta maldito, descla­sado; personaje sobrehumano que frente a la bur­guesía naciente y vacilante encarnaba el satanismo, malgasta su talento entre prostíbulos y el consumo

de estupefacientes, y a quien se le suele atribuir el don de experiencias primordiales y auténticas, hoy sólo aparece en forma de revival fílmico, como una suerte de espec­tro que algunos aficionados al arte a veces adoptan ino­centemente. La obsesión de la filmografía hollywoodense

por los personajes épicos ha hecho de esta figura de la modernidad un cliché que rivaliza con otros héroes, tales como John Rambo o hasta un gladiador romano. Por lo mismo, el mito del artista romántico sigue de cierta forma vivo como prototipo que los aficionados reproducen cuando se les pregunta qué entienden por artista. No obstante, hay que entender que el mito se ha convertido en mito.

Desde hace tiempo es común que algunos trabajos artísticos contemporáneos tomen como tema la cons­trucción que los medios de comunicación masiva ha­cen de la figura del artista. Estas prácticas de talante crítico tratan de revelar cómo se forma este cliché y la creencia en el poder del artista al apropiarse de fragmentos de películas y otros materiales derivados para seleccionar imágenes y documentos y consecu­tivamente presentarlas en instalaciones y archivos vi­suales. El calificativo crítico se refiere aquí a cuando el arte pretende desenmascarar a otros medios y la

LO ÚNICO IMPORTANTE ES QUE LA OBRA DE ARTE VAN­GUARDISTA (SEA) VISTA COMO UNA EXCEPCIÓN QUE MANI­FIESTA SINCERAMENTE EL INTERIOR, INCLUSO CUANDO ESE INTERIOR SE DESVELA

COMO ENGAÑO

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construcción de mitos, al cuestionar la credibilidad de otro régimen de imágenes, tal como el cine comercial. Estas estrategias suelen apropiarse de materiales para desmontarlos y reintegrarlos en otros dispositivos, de modo que éstos revelen algo que en su secuencia ori­ginal no se vería. De esta forma crean una relación de sospecha, en ocasiones paranoica, cuyo interés radica en denunciar al mecanismo interno del sistema de significación: las subjetividad sin nombre manifestada en formas de manipulación retórica, política, de se­ducción y consumo, o simple entretenimiento.

Si bien muchas veces los materiales tanto del arte como de otras fuentes de contenidos más comerciales y de mayor visibilidad provienen de un mismo medio, lo que la alteración artística propone es desviar los primeros mensajes. En ese sentido las experiencias artísticas suscitan un estado de excepción donde al espectador se le pide reflexionar acerca de lo que en su ámbito cotidiano podría pasar inadvertido. Boris Groys comenta:

[…] lo único importante es que la obra de arte vanguardista (sea) vista como una excepción que manifiesta sinceramente el interior, incluso cuando ese interior se desvela como engaño […] El aura de la excepción, de la verdad mediática, de la visión interior, no puede determinarse ‘ob­jetivamente’, es decir, por su diferencia sensible, regular, empírica y visualmente contrastable res­pecto al caso normal.3

Por lo que si hoy el arte es en apariencia, igual a la cultura masiva, sigue sin ser idéntico a ella. Es decir, se podría entender como un perfume que al envolverla la desplaza, la desvía y tritura, le opaca el olor a sudor, para luego volverla a enfrascar en otro dispositivo de montaje, cuyo aroma distinto debe reverberar otras “notas” nuevas. Según Groys,

[…] este auto­ocultamiento del juego de signos provoca en el espectador la ilusión de que hay un ‘interior’, una ilusión de la cual el espectador debe liberarse descubriendo el carácter ilusorio de su propia sospecha.4

Si seguimos el planteamiento de la fenomenología de los medios de Boris Groys respecto a estas desvia­ciones mediáticas propiciadas por el arte, podríamos inferir que éste se particulariza por pretender alcan­zar un estado de crítica o sospecha muy cercano a la tradición heideggeriana de la fenomenología y la hermenéutica. O dicho de otra forma: trata de un uso particular de los medios, un instante excepcional por el que se concede al espectador una mirada al inte­rior, a lo secreto, a lo oculto detrás de la superficie mediática. Es decir, crea un intervalo a través de la apropiación y tergiversación que al dislocar pretende relevar algo. En este sentido, si seguimos la metáfora del perfume, deberíamos entender que al opacar la superficie mediática, el arte busca mantener lo que no se ve en la superficie de las cosas. Su cometido, entonces, es que el espectador contemple lo interior,

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lo submediático, la verdad oculta, aunque ésta sea una ilusión subjetiva, surjida en la conciencia del es­pectador, lo que podría tratarse de una breve “ilumi­nación profana”. Si continuamos con esta reflexión, sería pertinente decir que, al mostrarse como la cara sincera, el arte induce el espectador a la sospecha crítica. Dicho de otra forma: induce el espectador a sospechar no sólo de los montajes originales antes de las apropiaciones, sino incluso del arte mismo. Ésa parece ser la apuesta, por lo menos idealmente, pues incluso un readymade consiste en “llevar lo mediático a su revelación”, más que develar las convenciones institucionales en las que se inscribe.5 Pero, lo cierto es que nadie sabe hasta qué punto esa convicción crítica llegue a efectuarse en los espectadores. En la mayoría de los casos el público más bien reproduce un estado de comprensión nebulosa, es como si la excepción se convirtiera en exceso de perfume que sa­tura los sentidos y produce una suerte de “distracción atenta”. Pero eso no quiere decir que al ver un objeto cualquiera en el espacio museístico, un visitante no sospeche de si eso es arte y meritorio de algún tipo de contemplación. Esto, automáticamente, lo conduce a realizar una reflexión entorno a la institución “arte”, a veces sin notar su disposición crítica o sospechosa.

La dificultad en la recepción de obras de arte ha hecho que la mediación discursiva sea una fiel acompañante de las instituciones artísticas. Más concretamente, la labor de los agentes educativos y curatoriales se conci­be como un complemento cuando instauran reinscrip­ciones de signos y valores en medios siempre nuevos. Cuando el arte se diluye en formas de apropiaciones, citas irónicas y readymades, nadie sabe exactamente dónde empiezan o terminan las complicidades entre los agentes inmersos. Desde que la postmodernidad colocó en tela de juicio las subjetividades autorales definidas, así como las verdades últimas y siempre ne­cesarias, la problematización de la autenticidad tiende a revelar que el dominio indi­vidualizado o privativo de lo único y genuino responde a una pregunta acerca de la legalidad de un original, cuyo origen es siempre sospechoso. ¿Qué vino pri mero: el huevo o la gallina? La copia y la cita se vuelven un juego de economías simbólicas que no respon den pro piamente a la econo­mía del plagio y el mercado, sino más bien a un afán

crítico que sospecha incluso de la institucionalidad en la que se inscribe. Por lo mismo, nunca se había habla­do tanto de mediación: curatorial, educativa, institu­cional, grupal, relacional, terapéutica… Todo requiere de mediación, incluso después del fin del dominio del objeto, cuando todo parece girar alrededor de expe­riencias reproducibles. Por tanto, habrá que entender que la sospecha no siempre llega a desvelarse, ni si­quiera cuando la racionalidad de los dispositivos de la experiencia pretenden estar expuestos.

Desde hace tiempo es habitual decir que sólo el len­guaje habla, y que hoy el autor ha muerto porque no puede controlar los incontables significados de su pro­pia obra en la completa representación del lenguaje. Con la crisis de la filosofía del sujeto y la avalancha de los discursos postestructuralistas desde los setenta, se hizo común sospechar respecto de la función de autor, ya que la cultura se empezó a entender como un campo de textualidades en formas de apropiación, traducción y/o pseudo­traducción. De esta manera, el estatuto de propiedad artística y derecho autoral ha impostando cada vez más al mercado. Al citar, no se hieren los derechos y exigencias de los otros en rela­ción a “sus” signos —como son definidos en nuestra cultura—, por lo que tampoco se pagan indemnizacio­nes financieras; la diferencia entre cita y plagio juega, claro está, un papel central en todo ello, pues marca, al mismo tiempo, las fronteras entre la economía sim­bólica y la economía del mercado.6

Si es verdad que el arte puede tener un número infi­nito de niveles de significación, no obstante aún es un producto finito. Si el autor, como productor de su senti do, está muerto, continúa vivo como productor de un dispositivo material llamado arte, es decir, como un manipulador que puede dirigir, de una u otra ma­nera, su producto y responsabilizarse de su exhibición

y comercialización. El perfu­me, en este caso, le garan­tiza la infinitud romántica, pero no por expresar la ver­

dad del mundo desde la subjetividad artística, sino por el hecho de haberse convertido en una inmaterialidad enfrascada en forma de arte que, por tanto, pervive en las sucesivas reinterpretaciones, o lo que podría entenderse también como experiencias de inhalación. Bajo esta premisa se podría decir que siempre que

¿QUÉ VINO PRIMERO: EL HUEVO O LA GALLINA?

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haya alguien dispuesto a gatillar el spray, el perfume —en tanto metáfora de la experiencia artística— cobra­rá forma, al tiempo que se esparce en el espacio.

Desde las teorías de la muerte del autor, se podría de­cir que el perfume se refiere a la esfera de intercam­bios simbólicos, previo a su condensación en forma de documento y archivo. Por consiguiente, el observador puede suponer también qué soportes mediáticos con­densan las superficies que el arte envuelve: si son libros, lienzos, aparatos de televisión, ordenadores, etcétera. Los soportes mediáticos pri marios están integrados, como es sabido, a otros soportes más comple jos, como galerías de arte, bibliotecas, ins­talaciones de televisión, redes informáticas y espa­cios públicos de distintas topologías. Éstos, a su vez, están unidos a diferentes contextos institucionales, económicos y políticos que gestionan conjuntamente su funcionamiento, esto es, la elección, el almacena­miento, el procesado, la transmisión o el intercambio de signos. De esta forma, los medios y los respectivos soportes configuran complicadas jerarquías y estruc­turas de enlace: un gigantesco y bien amueblado es­pacio que, por cierto, se encuentra estructuralmente fuera del alcance de los ojos.7

A diferencia de la aproximación de Groys, inscrita en la ontología de los medios y sus mensajes ocultos, se podría decir que, en la actualidad, lo que se evidencia como medio de ciertas prácticas artísticas es la insti­tución misma y sus procesos de legitimación. En este sentido, muchas veces el arte se inclina, más que por la ontología del objeto artístico o del me dio, por los contextos plurisensoriales circunscritos como si fue­ran un nuevo anexo. En la estela duchampiana en la que se mueve el arte desde hace décadas, hemos visto el desenlace creciente de formas artísticas, cuya base de producción es la selección de sistemas sociales institucionalizados de toda índole. De esta forma la institución arte se ha convertido en un procedimiento de carácter sociológico, que cuando se sumerge en las capas institucionales como si fueran su soporte “ob­jetual”, se convierte en medio. Es decir, la institución se transforma en un medio de crítica ontológica que define al arte desde su condición intrínseca. Como es sabido, las propuestas artísticas institucionalizadas, en tanto medio y soporte de forma integral, adquie­ren la volatilidad que caracteriza el desplazamiento de un contexto artístico a otro no artístico, y vice­versa, como un perfume que envuelve a sus mismas convenciones de presentación pública.

De ahí surge el problema de discernir entre una con­cepción orientada a jerarquizar la relación entre me­dios, soportes y contextos, de otra que conci be un aparato de convenciones como una manera de vi­sualizar al arte de forma integral, al grado que los contextos —sean artísticos o no—, son también el soporte de la institucionalidad. O por lo menos ésta es la creencia general manifestada en los discursos teóricos respecto a lo artístico, y que gran parte de la obra toma como centro de especulaciones, ironiza­ciones y reflexiones.

Cuando el arte ya no se pregunta sobre sí mismo, ni sobre la legitimidad de la figura del autor, entramos en una esfera en la cual sólo perviven los roles de

SI LA FIRMA DEL ARTISTA AU­TORIZA QUE UNA COSA SEA ARTE, ENTONCES UNA MER­CANCÍA CUALQUIERA CON SU FIRMA/LOGO, ES, POR ANALO­

GÍA, VALIOSA

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un mundo del arte institucionalizado reproducido por doquier. El sujeto de la creación artística, tal como lo comprendió la teoría moderna desde la definición kantiana del genio8, visto desde la sociología no po­see ningún don natural, mágico, sino que trata de una competencia artística elaborada históricamente (habitus). Desde esta perspectiva empírica el sujeto romántico del arte, aquel que revela verdades meta­físicas ocultas, se vuelve una convención surgida por la institucionalización del arte burgués y la creencia ilustrada en la emancipación del hombre a través del arte —desde Kant a Schiller—. De esta forma el don natural no es más que una ilusión de época, un fantasma que si nos sigue rondando es porque se reproduce una y otra vez en películas tales como Sobreviviendo a Picasso, Modigliani, entre otras. Por lo mismo, la modalidad del arte contemporáneo que aborda estas convenciones sociológicamente, tiende a desarmar estos supuestos a través de la manipu­lación de los registros y documentos utilizados para la construcción de la figura del artista desde la moder­nidad hasta su estandariza­ción en los medios masivos y los productos comerciales. El poder de transformación asociado a la firma de artis­tas consagrados y reconoci­dos masivamente, es clave para constatar cómo este tipo de valoración se vuelve incluso un tropo publi­citario. Si la firma del artista autoriza que una cosa sea arte, entonces una mercancía cualquiera con su firma/logo, es, por analogía, valiosa: “como si fuera arte”. Es curioso cómo entre estos productos derivados que se ofrecen en las tiendas de los museos, los más destacados son siempre los perfumes. Por eso, si hay uno puede darse el caso de que algo huela mal.

Una referencia clásica para ilustrar este fenómeno es la reconocida obra de Pierro Manzoni titulada Merda d” artista (1961), la cual consistió en presentar noven­ta latas producidas en serie con el título impreso sobre ellas. No es necesario interpretar este trabajo, pues habla por sí mismo, pero es evidente que con este gesto irónico el artista, entre otras cosas, colocaba en tela de juicio el poder de su firma y su relación con el mercado del arte. Ahora sabemos que en el interior

de las latas no había mierda, podemos decir que en su lugar sólo había perfume. Por lo que si el perfume de mierda se puede enfrascar, y el frasco es arte, en­tonces la mierda puede ser arte. O bien, si el frasco equivale a una institución de arte, entonces la mierda puede ser una institución. Así funciona la creencia en el poder de transformación del artista: incluso la mierda tiene valor, siempre y cuando sea de él.

Aun después de la relativa “muerte del autor”, con los discursos de la postmodernidad y la destitución del objeto por el énfasis en los procedimientos artís­ticos, parece ser que todavía pervive una atmósfera reflexiva, o por lo menos ésa es la postura que asumen algunos personajes inmersos en el mundo del arte. Con la fenomenología de los medios de Boris Groys, el arte es una práctica de la sospecha reflexiva, algo se­mejante a una brecha mediática que revela un sujeto oculto, submediático, como encubierto por un aura de excepción. Sin embargo, no todos coinciden con ese

supuesto. Muchas veces esas prácticas de apropiación, que presentan documentos híbri­dos a partir de instalaciones y montajes archivistas, se inscriben dentro del campo de la sociología o de especu­laciones pseudo­científicas dignas de un gabite de cu­riosidades. No obstante, la

pregunta por la reflexividad del arte no ha dejado de ser un foco de interés durante las últimas décadas debido, justamente, a su indiscernibilidad respecto a otras cosas no artísticas, y la función crítica que mu­chos teóricos y artistas suelen atribuirle, como si ésta pudiera activar procesos de resistencia política, de emancipación, estados de excepción que desocultan, iluminaciones desmitificadoras, entre otras facultades apreciadas. Para esta cuestión vale la pena referirnos al diagnóstico que el filósofo francés Yves Michaud plantea a partir de su conocida tesis del arte en estado gaseoso. Sobre esta cuestión Michaud observa que:

Hemos entrado en nuevos tiempos. La moder­nidad se acabó hace dos o tres décadas. La posmodernidad sólo fue un nombre cómodo para poder dar este paso, para admitir esta desa parición, como si el muerto aún no hubiera

ESTE CONSUMO y DEMANDA INFLACIONARIA CONLLEVA A UNA PRODUCCIÓN INDUS­TRIAL DE OBRAS, O MáS BIEN DE EXPERIENCIAS, QUE TIENE POR RESULTADO EL MISMO EFECTO DE DESAPARICIÓN DE LA OBRA DE ARTE AURáTICA

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muerto y sobreviviera en su posteridad inmedia­ta. Ya es tiem po de reconocer que hemos entra­do a otro mun do de la experiencia estética y del arte, un mundo en el que la experiencia estética tiende a colorear la totalidad de las experiencias, y las formas de vida deben presentarse con la huella de la belleza, un mundo en el que el arte se vuelve perfume o adorno.9

En su libro El arte en estado gaseoso, Michaud elabora una hipótesis con base en la tesis benjaminiana de que entre los grandes intervalos históricos se trans­forma el modo de percepción de las sociedades y de la existencia, y propone que hoy vivimos en la época del triunfo de la estética, en un mundo cada vez más caren te de obras de arte, “si es que por arte enten­demos a aquellos objetos preciosos y raros, antes investi dos de un aura, de una aureola, de la cualidad mágica de ser centros de producción de experiencias estéticas únicas, elevadas y refinadas.”10 En este nuevo régimen del arte hemos visto a la estética reemplazar al arte; la experiencia, tomar el paso sobre los objetos y las obras; los procedimientos y las posturas, rempla­zar a las propiedades, de forma que las transacciones y las relaciones se convirtieron en la sustancia artís­tica.11 “Es como si a más belleza, menos obra de arte, o como si al escasear el arte, lo artístico se expandiera y lo coloreara todo, pasando de cierta manera al estado de gas o de vapor y cubriera todas las cosas como si fue­se vaho.”12 Según este diag­nóstico de la tradición áurica del “Gran Arte” que solicita recogimiento y atención, hoy ya no queda nada; o, en todo caso, un vapor: un perfume. En este sentido deberíamos concluir que lo exhibido hoy día en los museos y recintos artísticos son experiencias estéticas, pero en su abstracción quintaesenciada de lo que quedó del arte cuando se volvió humo o gas.

Según el filosofo, este fenómeno de la desaparición de las obras como pivote de la experiencia estética nació de varios procesos. Así, se podría decir que tiene inicio en el siglo xx, probablemente con los Papiers collés. De cierta manera, estas prácticas radicalizadas durante las primeras décadas del mismo siglo por el dadaísmo y el surrealismo retornaron en los años sesenta con

las estrategias procedimentales del readymades y el performance. Esta constatación se remonta a la teoría de la desestetización o desdefinición del objeto que pronunció el crítico Harold Rosenberg respecto a los happenings y el pop art (neodadaismo). El crítico se­ñalaba que cada vez más cosas diversas y heteróclitas podían funcionar como obra y ser expuestas como tal. A lo largo de las décadas de la segunda mitad del siglo xx, las obras fueron remplazadas en la produc­ción artística por dispositivos y procedimientos que funcionaban como tales y producían la experiencia pura del arte, la pureza del efecto estético, casi sin ataduras ni soporte, salvo, quizás, una configuración, un dispositivo de medios técnicos. Las intenciones, las actitudes y los conceptos sustituyeron a las obras. Para Michaud este primer proceso no significó el fin del arte como algunos teóricos han sugerido, sino el fin del régimen del objeto sustituido por dispositivos o generadores de experiencias estéticas.

Otra versión que da el filósofo respecto a este pro ­ce so de evaporación corresponde a circunstancias internas en el mundo del arte, ya que se debe a un mo vi miento de inflación de obras hasta su extenua­ción. Desde este segundo punto de vista, las obras no desaparecen por evaporación o volatilización sino, al

contrario, por exceso y has­ta por plétora, por sobrepro­ducción: al multiplicarse, al estandarizarse, al volverse accesibles al consumo bajo formas apenas diferentes en los múltiples san tuarios del

arte transformados en mass media. Esta estandari­zación de la experiencia estética en producto cultural accesible, cuando las bienales y ferias y centros de arte se multiplican, responde al tiempo libre del tu­rismo y de los progresos de la democratización cul­tural, así como los programas de mediación cultural. Este consumo y demanda inflacionaria conlleva a una producción industrial de obras, o más bien de expe­riencias, que tiene por resultado el mismo efecto de desaparición de la obra de arte aurática.13

A todos estos procesos que desembocan en la des­titu ción del régimen del objeto les corresponde la masificación de los eventos de arte, es decir, la di­mensión turística del arte que, según Michaud, está

LA MODERNIDAD ES LO TRAN­SITORIO, LO FUGITIVO, LO CONTINGENTE, LA MITAD DEL ARTE, CUyA OTRA MITAD ES LO

ETERNO y LO INMUTABLE

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apenas en el principio de su desarrollo. Con este paso del museo del gran arte al régimen de la estética que se expande por todo el mundo, lo importante no es el contenido de la experiencia —de lo que es expe­riencia—, tampoco su forma —los medios utilizados—, sino la experiencia misma como serie, conjunto o fa­milia de experiencias discontinuas de carácter fluido y placentero. En el centro de estas formas artísticas como dispositivos de experiencias estéticas está la idea de comunicación: racionalidad de procedimien­tos, retórica de la comunicación, pero, como indica Michaud, muy poca comunicación:

[…] en todo esto, y al contrario de lo que todos los actores se imaginan, no hay ni sombra de una reflexión, sino solamente la expresión des­nuda y naïve de una identidad contemporánea que tiene problemas de comunicación.14

La dimensión comunicativa del arte y de la experien­cia estética, eje central en el pasado, con el arte con­temporáneo y la experiencia de la distracción que lo caracteriza, queda vaciada de todo auténtico conte­nido reflexivo a algo totalmente formal. Un simulacro de comunicación diría Michaud.

Con base en Hegel, se podría decir que para el filósofo el arte del régimen de la estética ha dejado de ser una manifestación del espíritu: “[…]de la obra autónoma y orgánica, que tiene su vida propia, hemos pasado a hablar, como Simmel, al estilo, del estilo al ornamento y del ornamento al adorno específico. Un paso más, nada más un paso y sólo queda un perfume, una at­mósfera, un gas: aire de París, diría Duchamp.”15 Desde esta postura, el arte se vuelve una experiencia, cuyo único principio es la temporalidad de la moda y sus identidades, el hedonismo y las tendencias. La obse­sión por las relaciones, la comunicación, y hacer que la institución tome conciencia de sus procedimientos, deviene en una experiencia fluida sin referencias, en la que el espectador simplemente goza. El argumento de Michaud apunta a que en tal régimen el trabajo

artístico no instaura ningún tipo de disposición crí­tica o reflexiva en los espectadores, como muchos quisieran, sino lo predominante es una experiencia de flujo, la pérdida de atención a la vida instrumental, el despegue de la realidad, es decir, una experiencia trivial en la que uno se siente bien.16 En este sentido, los centros de arte en la era del turismo masificado empiezan a adquirir características que los asemeja cada vez más a parques temáticos de diversión, antes que a laboratorios de reflexividad.

Sin duda la tesis de Michaud es una suerte de tsunami para los partidarios de la idea de que el arte es, a pesar de todo, una agencia reflexiva. Por otro lado po­dríamos aceptar que si bien el arte se ha “esfumado”, esto se debe a que se manifiesta como procedimiento o dispositivo de montaje de experiencias, pero auto­consciente de su institucionalidad. En este sentido, la evaporación se podría entender ventajosamente, ya que ahora cualquier sitio es propenso a ser ocupado, y más que una homogeneización de la experiencia, podríamos decir que éstas se han multiplicado y se suman a otros formatos o regímenes. Esta extenua­ción de la obra por sobreproducción, ahora que el arte es mercancía y masivo, también propicia un terreno de experiencias complejas. Ese fenómeno tiene va­rias formas de aproximación, como muchos artistas a lo largo de las últimas décadas han demostrado.

EL ROMáNTICO y EL TURISTA SON FIGURAS QUE HOy DÍA SE ENTREMEZCLAN. TODOS SO­MOS TURISTAS DE UNA FORMA

U OTRA

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12 YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

No obstante, este ensayo no pretende dar cuenta del diluvio historicista que entreteje referencias clási­cas y recientes de la llamada crítica institucional y sus de rivados, ni mucho menos colocar el dedo en la llaga de la sospechosa crítica social que ejerce el arte en su versión militante o relacional. Hoy nos encontramos dispersos en una esfera social, que si se perfuma es porque tiende a esconder su objeto o a revelarlo insustancialmente. ¿El perfume lo invade todo? Tal vez sí, pero quizás no sea sólo un adorno. Sin embargo, siempre que hay perfume es posible que algo huela mal.

Para esta cuestión vale la pena recordar la famosa cita de Baudelaire: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable.”17 Como se sabe, el poeta fue de los pioneros en emparejar la figura artística con la moda. La moderni­dad ejemplifica lo nuevo, la moda, cuya otra mitad todavía hacia eco en la idea romántica de lo eterno. Esta figura dicotómica, sin embargo, se puede extrapolar al grado que lo contingente de la moda sea, a su vez, un resguardo del estatus del arte, su perfume. Cuan­do los objetos carecen de propiedades sustanciales, las subjetividades se muestran difusas en una red so­cial que las aproxima y las define al tiempo que for­man su constitución institucional, por más precarias que éstas sean. Es decir, no existe la insustancialidad sin algún tipo de montaje sensible que visibilice la subjetividad que ahí debe de manifestar, y que algún tipo de institución deberá de enfrascar en tanto sea valiosa artísticamente. Como si todavía prevale­ciese la tensión baudeleriana entre lo contingente: el perfume, la moda; y su contraparte: lo inmutable, que ahora más que un sujeto romántico oculto en el bosque de los símbolos del mundo, opera desde la economía de los registros, del enfrascamiento, es decir, como un archivo de vapores que cuestiona su mismo estatus. Así es la mierda de artista.

Si hay perfume puede darse el caso de que algo huela mal. Esta sospecha también puede dirigirse a algunas estrategias de inscripción artística, como las infiltra­das en los tejidos sociales precarios, que por “arte de

magia” pudieran suplir los huecos de la desigualdad social de la noche a la mañana. En un contexto social homogéneo, puede darse el caso de que un régimen estético o simbólico haga resaltar ciertas propiedades y llamar la atención de unos pocos a ciertas fallas sociales específicas, un efecto momentáneo de es­tetización de la precariedad en el que muchas veces los beneficiados no son las supuestas víctimas de un sistema socioeconómico desproporcional, corrupto y fallido. En este sentido, cuando estos proyectos no logran la incidencia deseada, su perfume, antes que revelar y dejar al descubierto los malos tratos, simple­mente los opaca a un segundo plano. Si bien algunos proyectos para un sitio específico, intervencionista, como aquellos que se entretienen en la construcción de las redes de sociabilidad, conllevan a montajes aventurados y a veces reveladores, la mayoría no

pasa de un modismo per­verso. ¿Hasta qué punto se puede mantener la creencia en la institucionalización del poder del artista? El rol mesiánico proclamado por algunos es verdaderamen­

te sospechoso. Así pues, si metáfora del perfume se vuelve un punto de inflexión, ¿quién tiene el poder de perfumar y por qué? Muchas veces la creencia confunde el milagro con la diferencia soluble de una excepción de estatus.

En la actualidad, cuando hablamos de arte nos refe­rimos a modelos de inscripción. Si retomamos la idea del arte en estado gaseoso, se podría sugerir que si bien se muestra en su versión quintaesencial —dispo­sitivos de experiencias estéticas—, trata de una forma de ocupación imbuida de estatus, de diferencia. Uno usa perfume para distinguirse, singularizarse. Es decir, no existe arte, sino modelos institucionales: frascos de perfumes. Y una nueva institucionalidad es, a groso modo, un empaque nuevo para la promesa de otro “ahora”. Desde este ángulo, el enfrascamiento, o mo­delo institucional para la inscripción artística, es el regulador de la dosis del perfume. El arte es, estonces —entre otros vapores—, una forma racionalizada de ocupación, una estrategia multifacética que incide so­bre los juegos de estatus o recrea concientemente una función política que cuestiona la economía simbólica, aunque a veces también se trate solamente de un

EL ARTE DE LOS NEGOCIOS ES EL PASO QUE SIGUE AL ARTE. EMPECÉ COMO ARTISTA CO­MERCIAL y QUIERO TERMINAR COMO ARTISTA EMPRESARIO.

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propulsor de experiencias puras y cool, por tanto, un estado excepción estético. Deberíamos pensar: el arte ocupa más espacio que nunca, y una investigación sociología revelaría estadísticamente como causa de ello su turistificación, pero tambián hay que enten­der que las experiencias son cada vez más híbridas y complejas, y por lo tanto imposibles de definirse desde un marco único.

El romántico y el turista son figuras que hoy día se en­tremezclan. Todos somos turistas de una forma u otra. No obstante, no todos sospechamos igual. Aun cuando la disposición del turista tiende normalmente al ro­manticismo, lo que en realidad quiere es perfumarse, enriquecerse, adquirir estatus y ocupar más espacio. Por otro lado se debe considerar que no todo arte se presenta en bienales, ferias e instituciones corpora­tivas. Los contextos se multiplican, los dispositivos se suman, y las disposiciones para la recepción son heterogéneas. Unos optan por perfumarse, mientras otros por desperfumarse.

La expresión “Yo uso perfume para ocupar más es­pacio” alude a ese lugar de conversión en el que la figura del “yo” romántico burgués se transforma en un prototipo social propenso a lo fugaz, al vértigo de lo nuevo, es decir, la moda y la mercancía en ge­neral. El dandi que adoptó Baudelaire es, sin duda, un hito histórico que denota la transición del genio kantia­no, como un individuo dota­do por naturaleza, hacia la formación de un personaje artístico autoconsciente de su imagen, su estatus y su propensión hacia lo artificial —lo perfumado—. Si hacemos un salto abismal y emparejamos al poeta maldito de finales del siglo xix con la figura cínica que encarnaría Andy Warhol —otro artista que se dandi­ficaba y a sí mismo hacia el centro de su obra—, se podría sugerir que, con su aforismo “Otra forma de ocupar más espacio es la de ponerse perfume”18, in­auguró el vínculo entre el artista y la estrella de cine y televisión. Como la explica Donald Kuspit, Warhol comprendió que la mediación era la forma democrá­tica de la sublimación, el medio que tenía el hombre común para “metafisicalizarse”.19 Los medios masivos

eran el dispositivo a través del cual el hombre común se convertiría en aristócrata; sólo así sería distinguido y admirado como una figura única a la cual hay que rendirle culto. Por lo mismo, Warhol no ha sido tema de películas comerciales. Él mismo se encargó de la construcción mediática de su figura, a tal grado que se convirtió en personaje de culto en vida.

Andy Warhol fue un pionero en emparentar el dan­dismo del siglo xix con la figura mítica de la era mediática —la celebridad—, de manera tal que su cinismo fungió como estrategia para construir una personalidad enigmática, es decir, reproducir un per­sonaje masivo, al mismo tiempo de, paradójicamente, aurificarse. Ninguna figura artística ha sido más re­producida que Warhol. En este caso, la metáfora del perfume se debe entender literalmente, una vez que llevó la idea del readymade de Duchamp a su extremo. Al entrelazar la publicidad comercial con la tradición del gran arte, diluyó la barrera entre las convencio nes de la alta y baja cultura, para después transformar el arte en una fábrica y marca de productos derivados: juegos, filmes, muñecos, perfumes, rock underground, moda, etc. Un mundo en el que el perfume se trans­formaba en experiencias artísticas inusitadas. Como bien lo explicó con otro de sus reconocidos aforismo: “El arte de los negocios es el paso que sigue al arte.

Empecé como artista comer­cial y quiero terminar como artista empresario.” 20

El perfume puede entenderse como una expresión metafó­rica acerca de la institución artística desde la posmoder­nidad, cuando todo lo que en

ella se presenta carece de especificidad, y sus mismos estatutos son contingentes y se regulan de acuerdo a cada ocasión. El objeto se ha desvanecido; pero, no obstante, persiste una atmósfera entre los agentes que en él operan y se embisten. Trata de algo cercano a la “atmósfera crítica” que Arthur Danto expuso en su reconocido texto El mundo del arte.21 El filósofo estadounidense, entre otros en la misma época, ex­plicó el fenómeno artístico como aquello implicado en una esfera cultural llamada “mundo del arte”, en donde cualquier cosa podría ser una ocasión reflexiva, siempre y cuando los participantes para su evaluación

ESTA RELACIÓN CIRCULAR CARACTERIZA A TODAS LAS INSTITUCIONES QUE SÓLO PUEDEN FUNCIONAR SI ESTáN INSTITUIDAS, A LA VEZ, EN LA OBjETIVIDAD DE UN jUEGO SO­CIAL y UNAS DISPOSICIONES

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tuvieran un entendimiento intersubjetivo del arte; es decir, que fueran partidarios de una institución. Más puntualmente, se pretende señalar con la no ción de perfume, que la instancia institucional en la cual se desempeñan los agentes del arte permanece, a pe­sar de su absoluta insustancialidad y dispersión en el mundo, diferenciada por unos estatutos que legitiman, una y otra vez, una suerte de idealidad artística, una institucionalidad, un estatus de distinción.

Para resumir las variaciones y sentidos hasta aquí consignados a la metáfora del perfume, habrá de notarse antes distintas facetas que nos conducen a una equivalencia entre el perfume e institucionalidad artística. Si lo estructuramos paso a paso, aunque no linealmente, podemos iniciar con la transición bau­delariana, cuando la figura del artista romántico, el genio innato, se suplanta o se reviste artificialmente con la del dandi. El “yo” de las emociones internas se em pieza a confundir con una subjetividad de la moda, de las fuerzas sociales externas e históricas. El “yo” pasa a ser una forma de administrar la ocupación del espacio público. Este fenómeno se reproduce con más prominencia con la mediación warholiana de la figura

pública del artista. De aquí se desprende la sospecha del poder de la firma del artista, la muerte del autor, así como la pluralidad de las identidades postmoder­nas. Otra caracterización se refiere al perfume como algo parecido a la teoría de los indiscernibles. Para que un objeto cualquiera sea una obra de arte es necesa­rio un mundo artístico, una atmósfera intersubjetiva como la que describe Arthur Danto: ya no importa el objeto sino una teoría o filosofía del arte para su identificación. También hemos mencionado la tesis de Yves Michaud, según la cual la evaporación se debe, por un lado, al fin del régimen del objeto, y por otro, a la inflación de obras hasta su extenuación. Una cuarta pauta ha sido la idea del perfume como una distinción de estatus, cuando éste funciona como una envoltura, un enfrascamiento, que en última instancia viene a significar la época de su forma institucional. Según esta última, el perfume es un procedimiento que pue­de ocupa cualquier sitio. Estas ocasiones de ocupación se rastrean en forma de registro y archivo, las cuales podrían visualizarse como un estante de frascos de perfumes, y ésa es la imagen de su institucionalidad.

Que el arte sea una institución no es nada nuevo. Por lo mismo nos preguntamos incesantemente qué genera la creencia en el valor de la obra, o qué con­vierte una experiencia cualquiera en arte. El sociólogo Pierre Bourdieu postula la existencia de una relación inteligible entre las tomas de posición y las posicio­nes en el campo artístico, para la cual habría que reunir las informaciones sociológicas necesarias y comprender cómo, en un estado determinado de un campo específico, los distintos analistas se reparten entre las diversas aproximaciones, y por qué, entre los diferentes métodos posibles se apropian preferen­temente de éste y no de aquél. Desde la sociología de la creación artística e intelectual propuesta por Bordieu, las instituciones son fruto de toda una labor histórica, como la noción de artista maldito. En este sentido, el hecho de que en algún momento la pre­gunta por la ontología del arte se hizo relevante, o

EL “yO” DE LAS EMOCIONES INTERNAS SE EMPIEZA A CON­FUNDIR CON UNA SUBjETI­VIDAD DE LA MODA, DE LAS FUERZAS SOCIALES EXTER ­

NAS E HISTÓRICAS

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que hoy día predomine la experiencia sobre el objeto, depende de la historicidad de las instituciones y la circunstancialidad de los embistes entre los actores. Eso se debe a que los agentes o las instancias que son desig nados o se designan para juzgar y consagrar están, a su vez, luchando por la consagración, por lo tanto son siempre relativizables. Por consiguiente, el valor de la obra de arte no depende del artista sino del campo de producción como universo que crea el valor de la obra artística como fetiche al generar la creencia en el poder creador del artista.22 Las creencias son, en sí mismas, relativas y circunstanciales y pueden ser unas como otras.

En líneas generales, lo planteado por el sociólo go plantea es que esta dinámica depende de las posi­cio nes, circulación e intercambio entre todos los agentes comprometidos en el campo artístico: entre los ar tistas, evidentemente, con las exposiciones, o en los textos y ca tálogos con los cuales los autores más reconoci dos consagran a los más jóvenes. Por otro lado, entre los artistas y los coleccionistas, y los críticos y curadores, en particular los críticos del arte contemporáneo que se consagran al objetar la consa­gración de los artistas que ellos defienden, o al llevar a cabo recuperaciones o reevaluaciones de artistas menores, quienes se comprometen y comprueban su

poder de legitimación. Esta relación circular carac­teriza a todas las instituciones que sólo pueden fun­cionar si están instituidas, a la vez, en la objetividad de un juego social y unas disposiciones. De ahí que la institución se puede entender como una suerte de ilusión (ilusió) creada a partir de la interactividad en las disputas por la legitimatidad de las posiciones o el poder de consagración.

Desde esta mirada se puede intuir que, durante la época de las experiencias estéticas, los artistas y agentes del arte en general proponen formas insti­tucionales para la diseminación del arte. Si éste se ha evaporado es porque ahora pervive como forma institucional. Sus agentes se posicionan con relación a cómo debe ser construida su visibilidad y circulación, ya sea en una bienal, una feria, o el patio trasero de una casa. De aquí se podría derivar la idea de que la lucha por la consagración viene siendo un juego que hace del arte una institución, cuyas reglas están siempre por definirse.

Según Nestor Garcia Canclini:

[…] la resonancia de la obra de Bourdieu en la investigación cultural se debe a que demostró con estudios empíricos que las prácticas artís­ticas no son puras ni desinteresadas. Examinó la producción de las obras y de su valor en sus contextos peculiares, donde los artistas y los mediadores compiten por apropiarse del capital simbólico. Su limitación reside en subordinar las múltiples prácticas realizadas en el campo a un principio general de dominación social, y los muchos sentidos de lo que se hace al hacer arte a una lucha entre legitimidad e ilegitimidad.23

Si esta confrontación la visualizamos como una ilu­sión circunstancial, la lucha por la legitimidad, por ende, ha de entenderse como un perfume que fluye de una parte del campo a la de otro contrincante. Entonces, ahora que el arte tiende a posicionarse de forma crítica respecto a su misma institucionalidad, es decir, es autoconsciente de su campo y la ilusión de la creencia en la obra, la propuesta artística se encamina a empalmarse con su institucionalidad de manera ins­trumental. El caparazón institucional se vuelve un en­frascamiento equivalente a lo que antes era el objeto

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singular de la creación. Sucesivamente deveríamos que suponer que lo que los artistas y agentes hacen es proponer prototipos institucionales, cuya disputa reside en las recetas más pertinentes para enfrascar las experiencias artísticas. Por algo hoy la tendencia es hablar de proyectos en lugar de obras: planeacio­nes estratégicas para su producción y circulación. Por ende, lo que los agentes del arte hacen cuando com­piten y defienden sus propuestas sobre otras es crear ilusiones respecto a posibles formatos institucionales. Bien, si en la actualidad el arte descansa en su forma institucional, ¿quién decide? ¿Quiénes son los respon­sables de la selección del spray más competente para esparcir el campo del arte institucionalizado sobre el

mundo? ¿Quién se perfuma y quién no? El arte del en frascamiento es una metáfora de la época del arte en su estado institucional. En ese juego lo predomi­nante es una atmósfera nebulosa, sin comienzo y sin contornos fijos. Como un entresijo en loop: una vez iniciado, es muy difícil distinguir el comienzo de la bruma de su fin. ¿Qué perfume ocupa más espacio? El arte como forma institucional descansa sobre la economía del estatus. Y si es una excepción aurática, el aura ha de ser un montaje, una instalación vaporosa que impregna las superficies de forma que se vean por un breve instante como otra cosa: un momento reflexivo, un estatus de poder, una ilusión de verdad o, quizás, un simple juego de sociabialidad.24

1 Danto, Arthur. Después del fin del arte. El arte contemporáneo

y el linde de la historia. Trad. Elena Neerman Piadós Transiciones,

Barcelona, 1997.

2 Groys, Boris. Política de la inmortalidad. Trad. Graciela Calderón.

Katz Editores, Buenos Aires, 2002. p. 128.

3 Groys, Boris. “Bajo sospecha”, en Una fenomenología de los me-

dios. Trad. Manuel Fontán del Junco. Pre­textos, Valencia, 2008.

pp. 141­142.

4 Ibid. p. 78

5 Ibid., p. 227

6 Íbid., p. 147.

7 Íbid., p. 61.

8 Cabe recordar que la genialidad en el arte sistematizada por Kant

consistió en el libre juego de las facultades del ánimo estético, el

binómico imaginación/intuición, en su vínculo con el entendimiento

no científico, para el cual los conceptos universales y la regla ge­

neral no eran la condición imprescindible de lo comunicable. Los

productos del genio se convierten en modelos, en objetos ejempla­

res que sirven y orientan a otros. genio es la innata disposición del

ánimo (ingenium) por medio de la cual la naturaleza da reglas al

arte el arte bello sólo es posible como producto del genio”. Kant,

Immanuel. “El arte bello es el arte del Genio”, en La crítica del

dicernimiento. Trad. Roberto R. Aramayo y Salvador Mas. Mínimo

Transito. A. Machado Libros, Madrid, 2003. pp. 273­274.

9 Michaud, Yves. El arte en estado gaseoso. Trad. Laurence le

Bouhellec. Breviarios. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,

2007, p. 18.

10 Íbid., p. 10.

11 Íbid., p. 140.

12 Íbid.,. p. 10.

13 Íbid., pp. 11­13

14 Íbid., p. 167

15 Íbid., p. 168

16 Íbid.,p. 138

17 Baudelaire, Charles. “La modernidad”, en Salones y otros escritos

sobre arte. Trad. Carmen Santos. Visor, Madrid, 1996. p. 289.

18 Warhol escribió: “Yo quería dominar más espacio del que do­

minaba, pero sabía que era demasiado tímido para saber qué hacer

con la atención de los demás si me las arreglaba para atraerlas.

Por eso me gusta la televisión. Por eso siento que la televisión es

el medio en el que más me gustaría destacar.” Warhol, Andy. Mi

filosofía de A a B y de B a A. Trad. Marcelo Covián, Fábula Tusquets

Editores, España, 2006. p. 158.

19 Kuspit, Donald. The cult of the Avant-Garde Artist. Cambridge

University Press. p. 85

20 Warhol, Andy, Op. cit, p. 100.

21 Danto, Arthur. The Art World. Jornal of Philosophy 61, 1964,

pp. 571­584.

22 Bourdieu, Pierre. Las reglas del arte. Génesis y estructura del

campo literario. Trad. Thomas Kauf. Anagrama, Barcelona, 1995.

pp. 334­335

23 Garcia Conclini, Nestor. El arte como laboratorio de la sociología

(y la inversa). Exitbook. Núm. 10, 2009, p. 44.

NOtAS

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17YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

2El MUNdO dEl ARtE dESPUéS dEl

tRIUNFO ARtíStICO dE HOMERO SIMPSON

Un artista es una persona que participa con com­prensión en la fabricación de una obra de arte.

Una obra de arte es un artefacto creado para ser presentado al público de un mundo de arte.

Un público es un conjunto de personas, cuyos miembros están preparados en algún grado para entender un objeto que se les presenta.

El mundo del arte es la totalidad de todos los sistemas del mundo del arte.

Un sistema del mundo del arte es un marco para la presentación de una obra de arte por parte de un artista a un público del mundo del arte.

George Dickie

Nuestro mundo del arte es hoy la prueba de que el examen puesto en 1916 a la Society of Independent Artists estadounidense, por un tal R. Mutt, con el urinario titulado Fountain, se aprobó cuando históri­camente fue aceptada su candidatura a obra de arte. Con el teórico Arthur Danto podríamos decir que si Fountain no fue admitida en aquel entonces, es por­que históricamente no existía un entorno teórico, un mundo del arte para entender que un urinario podría ser una obra artística. El legado de Duchamp ha sido el parangón para todo el arte de carácter reflexivo desde que el readymade volvió a la escena a partir de los sesenta. Con las s imientos que co locan en tela de juicio las definiciones del arte, así co mo los mecanismos regulatorios de su visibilidad.

La llamada crítica institucional, tan común a las prácticas artísticas actuales, es una reverberación de las estrategias duchampianas. Pero la impresión tras el triunfo en pleno del du(championismo) —ahora que el “urinario” se ha convertido en un objeto de

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culto, meritorio de cierto tipo de talento—, es que el mundo del arte se ha quedado con ansias de “mear”. Ahora “todo vale” y hay tantos aromas como proto­tipos artísticos, en un escenario donde “todos somos artistas”; no obstante, aún hay algo incómodo: una molestia: la sensación de que el mundo del arte tiene una piedra en el zapato. Después de la inscripción del urinario podemos aceptar que en este universo artístico, demo crático, en el que todos valemos por igual, sólo nos queda decir que “mi­arte” es siempre mejor. Por lo mismo, pensar estratégicamente hoy día corresponde a saber ubicar­se en la fila a la espera del turno más adecuado.

Si entendemos el mundo del arte como lo describe el filó­sofo analítico angloamerica­no, George Dickie, en tanto un mundo orquestado por roles interligados, que a su vez constituyen un marco para la visibilidad artística, sin considerar los juicios teóricos y criterios implicados en las selecciones, entonces cualquiera que reconozca esta estructura sociológica estará capacitado para la participación. Se trata por tanto de escoger un rol de

entre el abanico de posibilidades del sistema. Si la máxima estética es “todo vale” artísticamente, y si el arte carece de propiedades que lo enuncien como tal, entonces incluso Homero Simpson puede llegar a ser un artista contemporáneo.

En el capítulo de Los Simpsons titulado “Mamá y el arte de papá”, escrito por Al Jean, se presenta una sátira del mundo artístico, con una trama en la cual Homero Simpson se convierte en artista de mane­

ra azarosa. Dicho episodio narra cómo, tras fracasar en el intento de construir una parrilla, el protagonis­ta descarga su ira sobre los materiales e instructivo de montaje, creando un obje­to escultórico de “peculiar” apariencia. Este objeto, que para Homero era sólo un

montón de detritus, es apreciado por un miembro del mundo del arte, quien le atribuye propiedades expresi­vas, como rabia y crudas emociones, lo cual califica en la categoría de “arte marginal”, es decir, la expresión de los “enfermos mentales, un bruto o un chimpancé”. Al igual que la teoría circular de Dickie, un sistema

DESPUÉS DE LA INSCRIPCIÓN D E L U R I N A R I O P O D E M O S ACEPTAR QUE EN ESTE UNI­VERSO ARTÍSTICO, DEMOCRá­TICO, EN EL QUE TODOS VA­LEMOS POR IGUAL, SÓLO NOS QUEDA DECIR QUE “MI­ARTE”

ES SIEMPRE MEjOR

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artístico “posmoderno”, legislado por la economía del “todo vale” y la consigna “todos somos artistas”, debe comprenderse como un marco de validación capaz de transubstanciar cualquier cosa en arte.

Aun cuando este episodio sea una ficción, una ca­ricatura, da cuenta de lo que la teoría institucional de George Dickie viene a explicar. No importa lo que el arte sea (su ontología) sino lo que un mundo del arte, un modelo social de razones institucionalizadas para la valoración de experiencias artísticas acep­te como tal. Estas razones y criterios pueden variar infini tamente. Como ejemplo podríamos referirnos a lo que Arthur Danto explicaba con la teoría de los indiscernibles. Para que las Brillo Box de Andy Warhol fueran arte, se requería de un entendimiento artístico, un modelo cognitivo para el discernimiento.1 Desde esta perspectiva, el rechazo de la Fountain por par­te del sistema artístico de la Society of Independent Artists significó entonces que el mundo del arte de aquella época carecía de criterios para identificar un urinario como artísticamente valioso. Pero ahora que las estrategias procedimentales inaugurados por Du­champ se han convertido en la norma institucional, hemos visto el devenir de prácticas de todo tipo aus­piciadas por la consigna “todo vale”, por tanto no es de sorprenderse que incluso Homero Simpson pueda ser un candidato idóneo para satirizar el mundo del arte. Es decir, si cualquier cosa se puede presentar como arte o puede adquirir ese estatus, esto sólo es visible para ciertos individuos capacitados para el discernimiento, lo cual también es entender que un mismo artefacto pueda transubstanciarse en otra cosa. Para el resto del mundo, una caja brillo sigue siendo una caja brillo, tal como un artefacto azaroso hecho por Homero Simpson no deja de ser un mon­tículo de basura.

Otro teórico que hace hincapié en las predicciones del mundo del arte institucional, Gerard Vilar, escribió en su libro Las razones del arte que:

[…] Como sabemos, todo ello empezó a cam­biar en los años sesenta y setenta, y con la postmodernidad artística acaba instaurándose el celebrado pluralismo en el que vive hoy el mundo del arte, ese pluralismo relativo en el que cualquier cosa puede ser una obra de arte, en el que todo vale, en el que todos somos artistas y en el que cualquiera es un crítico de arte, y en el que el mundo del arte ha visto difuminarse sus fronteras, pero sin que hasta ahora ni éste haya desaparecido como un mundo de razones insti­tucionalizado ni el arte haya llegado a su fin.

Parece ser que la democratización del arte devino en un campo expansivo donde cualquiera puede asumir el rol que mejor le plazca. La consigna de Joseph Beuys “todos somos artistas” ha triunfado. Si cualquier cosa puede convertirse en experiencia artística, el arte es una ocupación institucionalizada. La profecía se ha cumplido: todos somos artistas. No obstante no se debe perder de vista que el tema de las razones del arte a las cuales se refiere el filósofo es un asunto que requiere mayor atención. Sí, todo suena muy bo­nito, festejemos, ¡somos felices! Pero, es importante recordar que tanto la teatralidad como la actuación no siempre corresponden a la realidad. Y al parecer

y AL PARECER NOS DICEN QUE EL MUNDO DEL ARTE INSTI­TUCIONALIZADO NO SE RIGE EXCLUSIVAMENTE POR PER­SONAjES DE LA TALLA DE HO­

MERO SIMPSON

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nos dicen que el mundo del arte institucionalizado no se rige exclusivamente por personajes de la talla de Homero Simpson.

En términos reales, “todo vale” significa también que el arte se ha convertido en una suerte de empresa globalizada de profesionales acreditados para la ocu­pación de los roles del arte. Si, de acuerdo con Dickie, implica un sistema flexional de partes interligadas y autorreguladas —como una organización parlamenta­ria—, es de suponerse que para existir realmente será imprescindible que los artistas “hagan” con “compren­sión”, y el público tenga cierta “preparación”, lo cual se dará desde un marco de razones “contractuales” que permita la comunicabilidad en tanto dinámica pública autocrítica, en vez de mera ocasión social para el in­tercambio de poses perfumadas o el cruce de identida­des. Para comunicar se requiere de los conocimientos para efectuar tan deseada mediación. Perfumarse es fácil, caricaturizar una pose, también; pero cuando de comprensión se trata, el perfume nunca es suficiente. Sin embargo, como sabemos, la comunicación instru­mental y premeditada como lo esencial de lo artístico no siempre da frutos. En muchas ocasiones, y contra todos pronóstico, el resultado es más bien un silencio incómodo entre poses que, aun cuando deseosas de la participación, temen primero al ridículo.

Los críticos de Dickie han hecho hincapié en que él no da señal de cómo se juzga la obra de arte, puesto que solamente contempla los agentes del mundo artísti­co, quienes disponen de una autoridad conferidora de estatus. Es decir, al no proponer una teoría cognitiva, no queda claro cómo discernir entre el arte del no­arte. De cierta manera, en un mundo de obras “des­definidas” se debe asumir que una teoría cognitiva se gesta en la medida en que algún candidato al estatus artístico esté provisto de ciertos códigos, categorías o figuras, cualquiera que sea, pero que posibilite su institucionalización, es decir, instiguen algún tipo de reflexión al respecto, así como también del mundo circundante. Esta confusión se debe a que en los dis­cursos del arte las formas de la cognición teórica no son su condición de suficiencia e identidad diferencial, pues éstas, al no ser esenciales —necesarias y sufi­cientes—, pueden variar de acuerdo a los efectos de la situación contextual específica. Si entendemos al arte como una convención, entonces sólo es un juego ilusorio, fantasmal y vaporoso, atrapado en la nega­ción institucional de sí mismo. Este proceso circular de desinstitucionalización regula, paradójicamente, su institucionalidad. Las formas de su institucionalidad son circunstanciales, por tanto pueden variar infini­tamente y repetirse hasta agotarse o emigrar a otra versión de sí mismas.

Stephen Davies, otro defensor de la teoría institucio­nal, comenta en este sentido que el mundo del arte está estructurado de acuerdo a la ocupación de roles y la autoridad que estos confieren en un momen­to histórico de la institución. Por ende, el estatus lo otorgan diversos agentes cada vez que hacen arte y los públicos en función de su relativa autoridad, y no como lo sugiere la teoría de Dickie, para la cual sólo hay unos jueces capacitados para la consagración.3 Esto significa que la noción de roles del arte se ha interpretado en la supuesta democratización como

SERá IMPRESCINDIBLE QUE LOS ARTISTAS “HAGAN” CON “COMPRENSIÓN”, y EL PÚBLI­CO TENGA CIERTA “PREPARA­CIÓN”, LO CUAL SE DARá DES­DE UN MARCO DE RAZONES

“CONTRACTUALES”

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si se tratase de casillas de poder a las que cualquiera puede aspirar. Un claro ejemplo de esto es cómo el rol de curador adquirió cierto prestigio después de que Harold Szeemann fuera canonizado y se con­virtiera en “Internacional Independent Curator” (IIC): orquestador de propuestas, constelador de prácticas artísticas que dan coherencia al mundo del arte a través de la mediación programática de las exposi­ciones. Sus muestras When Attitudes Become Form, 1969, y Documenta V, 1972, hicieron de Szeemann el modelo para las futuras generaciones de curadores independientes, de nómadas hambrientos por colo­nizar el mundo del arte potencialmente extensivo. En medio de ese tumulto, por unos años la consigna “todos somos artistas” fue suplantada por “todos so­mos Szeemann ”.

La fuerte comercialización de este rol, tras la instau­ración de escuelas especializadas, hicieron posible que de los años noventa a la fecha apareciera una gene­ración de jóvenes curadores perdigados por el globo, auspiciados por la sospechosa tendencia del “arte glo­bal”. Lo interesante de este fenómeno, sin embargo, es que debido a la perfumada esfera que envuelve este rol, aunado a su rápida profesionalización, se plago de oportunismos cínicos que en muchos casos a rozaron el proxenetismo cultural o el puro modismo hueco. Por lo mismo, tras la banalización del rol curatorial se ha hecho común que cualquier “profesional” del arte,

o pretendiente a la membresía, se anexe el título de curador, asumiendo que tal estamento perfumado le brindará mayor caché, autoridad y/o distinción. Aun­que relativamente cierto, en realidad sólo es posible en el mundo del arte después del triunfo artístico de Homero Simpson. Esto deja una clara sospecha: el mundo del arte está a un paso de convertirse en una caricatura de sí mismo. Bajo esa misma sospecha po­dríamos decir que la “teoría del círculo del arte” de Dickie podría interpretase de la siguiente manera:

Un Szeemann es una persona que participa con comprensión en la fabricación de un perfume de arte.

Una perfume de arte es un vapor creado para ser presentado al público de un mundo del arte.

Un público es un conjunto de personas cuyos miembros están preparados en algún grado para discernir un perfume que se les presenta.

El mundo del arte es la totalidad de todos los sistemas del mundo del perfume de arte.

Un sistema del mundo del arte es hoy un marco para la ocupación de un perfume por parte de un Szeemann a un público del mundo del arte des-pués del triunfo artístico de Homero Simpson.

1 Danto, Arthur. Más allá de la caja brillo. Las artes visuales desde

la perspectiva posthistorica. Trad. A. Brotons Muñoz. Akal, Madrid,

2003, p. 56.

2 Stecker, Robert. “Definition of Art”, en Encyclopedia Oxford.

Blackwell Publishing. Oxford, 2005, p. 149.

NOtAS

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22 YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

3CUANdO lA PUblICIdAd COMERCIAl, El tURISMO

Y El ARtE CONtEMPORÁNEO SON CASI lO MISMO

En un mundo mediático constituido por imágenes e intensidades plurisensoriales, encontramos las mismas características formales en los museos y centros de arte que en los ámbitos de la cultura comercial. Po­dríamos decir que, desde que el arte contemporáneo ya no se reconoce en la especificidad de sus formas, la

diferenciación entre las esferas culturales se replie ga a los complementos reflexivos que los artistas ane xan a dichos dispositivos. Desde que el territorio de la imagen ya no es algo exclusivo del arte, sino también de los medios electrónicos y digitales en general, se viene planteando un arte de la negociación que no

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reconoce la autonomía de ningún ámbito de lo visual. Interviene entonces una gama de anexos reflexivos: la cita crítica, la cita irónica, la cita reverencial, la de construcción analítica, la apropiación, la pi ratería, el desvío, la postproducción, etc. Desde el arte pop hasta las prácticas intertextuales postmodernas, y por qué no, en lo que desde los noventa se dio a entender como postproducción, todas estas modalidades han sido utilizadas simultáneamente.1

Esta condición sesentista que inició el desdibujamien­to de las fronteras entre el arte “auténtico” y otro co­mercial, no sólo ha puesto de relieve el entendimiento de que cualquier cosa puede adquirir el estatus de arte, también ha propiciado la extensión de los esce­narios, al grado que cualquier sitio sea válido para la ocasión artística. A esta cuestión vale recordar que si la competencia formal ya no da señal de cuándo hay arte contemporáneo, mucho menos su locación. Desde hace tiempo el arte se manifiesta en las instituciones artísticas propias para su visibilidad, pero también al margen de éstas: en el ámbito del design, en la moda, en conferencias performáticas, en la publicidad, en las redes transaccionales de las políticas culturales, etc. Las prácticas que circulan en el ámbito de regímenes estéticos combinados, a través de enlaces y transac­ciones exhibitivas plurales, ejemplifican el momento cuando perdió el miedo a la cultura de masas y ganó el mundo, el cual se hizo susceptible a la ocasión del arte. Sin embargo, el mundo también invadió la loca­ción exclusiva del arte. Por ello, la discusión res pecto a la institucionalidad artística se ha he cho re levante. La cuestión entonces es identificar cuándo un escenario es potencialmente apto para la ocasión artística, de forma que se puedan revelar capas de sentido, redifícil de discernir a primera vista.

A diferencia de la pluralidad simple del pastiche pos­moderno hoy, en cambio, disponemos de formaciones complejas para realizar abordajes críticos de la cul­tura, así como de instituciones artísticas que radica­lizan sus propósitos, tensando la flexibilidad de los

conocimientos en interacciones inusitadas. De cierta manera, lo que antes era un procedimiento de denun­cia crítica frente al aparato institucional, acusándolo de cómplice del statu quo, hoy se debe pensar que esa misma institución —sea el sistema de museos o el mercado—, ha naturalizado estas prácticas y se ha convertido en su principal difusor, al grado de enten­der que ahora es una institución de crítica. Es decir, lo “marginal” hoy se ha vuelto partidario de la actitud crítica que simula la marginalidad desde la normali­zación oficial, de forma que el perfume pueda ocupar cualquier sitio en nombre del arte.

Lo curioso de todo este proceso es que siempre, al final, el arte se distingue en su esfera de perfume, su estatus o moralidad intrínseca. A pesar de todo le seguimos atribuyendo el efecto de una estética de as­piración emancipadora y responsable. Por más que se contamine de los registros mundanos prosaicos, o su esfera se vea totalmente diluida en las formas del di­vertimento, la cultura joven y todo lo respectivamen­te cool y fluido, su imperio de las actitudes y poses críticas sigue intacto y “mágicamente” —por no decir auraticamente—, diferenciado de todo lo demás.

El modelo antiformalista que registró Harold Szeeman cuando identificó la liberación de las formas por la

NO SÓLO HA PUESTO DE RE­LIEVE EL ENTENDIMIENTO DE QUE CUALQUIER COSA PUEDE ADQUIRIR EL ESTATUS

DE ARTE

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valoración de las actitudes críticas, que para el gestor era la reivindicación del arte de los conceptos de fi­nes de los sesenta, reverbera por doquier. Su afamada exposición When Attitudes Become Form: Live in Your Head que llevó las prácticas de artistas jóvenes —hoy todos artistas consagrados—2 al espacio institucio­nal, sin que perdiera frescor y “energía”, o que las actitudes se vieran acartonadas en el marco de una muestra considerada oficial, lo hace uno de los pioneros en la sistematización del modelo exhibitivo de taller, de acciones, de un arte de actividades, procesos y si­tuaciones, en lugar de obje­tos acabados.28 Era una propuesta auspiciada por una generación de artistas que demandaban libertad en su sentido amplio; es decir, “libertad de la vida” encarna­da en un arte que, en palabras del curador, abogó por la “intensidad de la experiencia”.3 A diferencia de las protestas panfletarias de la vieja izquierda política y sus formas de pensamiento y acción, los artistas de las actitudes, en cambio, miraron con escepticismo a los rituales del activismo político y se lanzaron a valorar la libertad del ego creativo, los gestos subjetivos, y la radicalidad de lo inmediato y fáctico sobre las pro­mesas utópicas del porvenir. 4

Los principios de las actitudes de antaño, en tanto modos de superar el objeto a partir de una visión in­tegral del evento y el display museográfico, guarda poca distancia de las preocupaciones que vemos en la actualidad. Las propuestas que oscilan entre con­cepto, procesos de interesubjetividad en la drama­turgia del evento, de la cual nunca nadie sabe qué va a ser del mismo, han pautado lo llamado insti­

tucionalidad de crítica (New Institutionalism). La oleada de las experiencias que hoy por hoy deambula suelta, se aproxima a esa faceta de valoración crítica, la cual deja al descubierto el modus

operandi de su institucionalidad a través de formatos híbridos: workshops, conferencias “postacadémicas”, laboratorio de experiencias culturales, screenings de películas, conciertos, video, etc.

Si bien estos modelos que emergieron en los sesenta parecen colocar a la actitud artística como proceden­te de los readymade duchampianos, hoy esta misma conmoción insta a una abigarrada promiscuidad entre los registros estéticos, los escenarios y el mercado. Tras la celebración del “todo vale” y del anything goes (todo conviene) durante la confusión posmoderna, la

HOy ESTA MISMA CONMOCIÓN INSTA A UNA ABIGARRADA PROMISCUIDAD ENTRE LOS REGISTROS ESTÉTICOS, LOS ESCENARIOS y EL MERCADO.

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cuna de los eventos artísticos procedurales se somete a prueba en un mundo donde la experiencia estética se encuentra extendida. Ahora que “todo vale” y todo suscita una experiencia estética de algún tipo, incluso el arte mismo, lo que está más profundamente en jue­go son los procesos y categorías, los cuales visibilizan la discernibilidad de eso que entendemos por arte.

Con la propagación de las bienales tuvo comienzo la multiplicación de los mundos del arte, la propagación de un escenario donde las diversas culturas hacen valer sus diferencias, lo cual ocasiona constantes in­tercambios, mestizajes y conflictos. Dado los intereses movidos por la complejización del cuadro cultural, donde ya no hay centros ni periferias, ni arriba ni aba­jo, las bienales y su multiplicación global a partir de los noventa devinieron en atracciones turísticas para incursiones lúdicas, cuya capacidad masiva apela, en la mayoría de los casos, a las modas y tendencias del arte. Esto supuso un cambio en el mapa cultural que en­contró en estos eventos una reacción a la globalización de la economía del arte. Esta transnacionalización, translocación o desnacio­nalización de la esfera in­ternacional del mundo del arte pareció inmiscuirse literalmente a la lógica de lo que Adorno y Horkheimer definieron como industria cultural, una tendencia hacia la espectacularización de la cultura. Por otro lado, mu­chos entendieron el proceso de bienalización como con­secuencia de la globalización neoliberal que engarzaba la producción de identidades nuevas a una plataforma política y económica para el debate en torno a los derechos democráticos, la soberanía nacional y la au­todeterminación. Una tercera faceta para incluir a la agenda fueron las diversas narraciones preconizadas por discursos postcoloniales, los cuales incitaban a

destituir la concepción eurocéntrica de la unicidad de las vanguardias artísticas, a partir de nuevas inclusio­nes de otras vanguardias paralelas.5

Con la multiplicación vertiginosa de bienales a partir de los noventa, da la impresión de que más que la elaboración de discursos sofisticados respecto al arte contemporáneo, éstos se asemejan cada vez más a una agencia turística. Por lo mismo, el énfasis discur­sivo no radica tanto en el arte que presenta, sino en la preponderancia del interés por ubicar a una ciudad en el mapa de los circuitos internacionales, es decir, es­pecificar una locación para la interacción ocasional de los miembros del mundo del arte “mundializado” con una supuesta escena local. La evidencia da muestra de que hoy el mundo de los mundos del arte internacio­nal contribuye, entre otras cosas, a la confección de

la industria del ocio turísti­co de la economía neoliberal. De esta manera, el mundo del arte mundializado, más que una atmósfera de teo­ría, es una consecuencia de la internacionalización del mercado del arte, lo cual supone la multiplicación global de artistas, gestores, curadores y productores de todo tipo. En este sentido, a la consigna “todos somos artistas” deberíamos su­mar también otras nuevas: “todos somos Szeemann” y “todos somos turistas”.

La 28 Bienal de São Pau­lo (2008), al confrontar de algún modo la expectativa, enarboló un discurso cura­torial con pretensión crítica y subversiva. Esta bienal, conocida como la “bienal del vacío”, proponía dejar

un piso completo de su pabellón sin obras. Es decir, buscaba encausar una experiencia reflexiva acerca del formato mismo. El detrimento de la esteticidad año­rada por el público general, lo que le correspondería el éxito de audiencia, venía a contrarrestar la deseada

A LA CONSIGNA “TODOS SOMOS ARTISTAS” DEBERÍAMOS SU­MAR TAMBIÉN OTRAS NUEVAS: “TODOS SOMOS SZEEMANN” y

“TODOS SOMOS TURISTAS”

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espectacularidad de este tipo de muestra blockbuster, al sugerir que tras cincuenta y siete años había cum­plido su misión y, por tanto, habría que repensar su función institucional. Una bienal vacía corresponde en pintura a un monocromo, es decir lo equivalente a colocar a disposición pública un metaconcepto de “bienal” a “secas”, libre de los dominios estéticos que suelen acompañar este tipo de evento. También se sabe que esta propuesta tiene eco en malas administraciones, las cuales han llevado a la Bienal de São Paulo a una paulatina decadencia. Por tanto, la “bienal del vacío” también es una manera de hacer tabula rasa y decir ¡basta! A pesar de la inoperancia administrativa que alimenta su malestar, está claro que el gesto cura­torial encarna una suerte de manipulación perversa de los intereses a partir de una sugerencia poética, pero que es un ejemplo monumental de uso crítico y reflexivo de una institución oficial. Visto así, ya no se

1 Michaud, Yves. El arte en estado gaseoso. Trad. Laurence le

Bouhellec. Breviarios. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,

2007, p. 18.

2 Lista de artistas que participaron: Michael Buthe and Carl An­

dre, Joseph Kosuth and Joseph Bueys, Bruce Nauman and Robert

Ryman, Richard Tutle and Barry Flanagan, Edward Kienholz and

Reiner Ruthenbeck, Sol LeWitt and Claes Oldenburg, Lawrence

Weiner and Mario Merz, Walter de Maria, Barry Flanagan, Robert

requieren de obras para encausar la crítica institucio­nal y reflexionar acerca de lo que estas exposiciones internacionales se han convertido. ¿Qué sentido tiene todo esto? Necesitamos más eventos turísticos, más experiencias estéticas, más jet-set que salta de un cir­cuito del arte a otro, de un evento social a otra cena

para enterados. Si esas son las condiciones, ¿qué más da estar en el mapa?

Para responsabilizar a al­guien de la situación, se debe señalar nuevamente a R. Mutt. El padrino de estas

operaciones de “reflexividad institucional” tiene su estamento en la apuesta procedimental que el astuto artista presentó a la Society of Independent Artists. La única diferencia es que, una vez aprendida la lección, estas prácticas se encuentran institucionalizadas, al grado que el mundo del arte autocrítico pudo final­mente orinar a “gusto”, cuando la publicidad, el turis­mo y el arte, sin ser idénticos, son casi lo mismo.

EL MUNDO DEL ARTE AUTO­CRÍTICO PUDO FINALMENTE ORINAR A “GUSTO”, CUANDO LA PUBLICIDAD, EL TURISMO y EL ARTE, SIN SER IDÉNTICOS,

SON CASI LO MISMO

NOtAS

Morris, Alighero Boetti, Richard Astschwager, Gary Kuehn Deith

Sonnier, Christo and Jeanne­Claude.

3 Joachim Müller, Hans. Harald Szeemann. Exhibition Maker. Hatje

Cantz Verlag. Germany, 2006, p. 20.

4 Íbid., p. 20

5 Enwezor, Okwui. ‘Mega­exhibitions an the Antinomies of a Tran­

snational global Form’, en Manifiesta Journal. Silvana Editoriale,

Núm. 2 Biennials. Amsterdan, 2004, pp. 95­99.

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27YO USO PERFUME PARA OCUPAR MAS ESPACIO

4A Mí ME gUStA l”ARt POUR l”ARt,

PERO NO ME RAjO lA OREjA.

dE lAS ACtItUdES A lA CAtEgORíA

SOCIOPROFESIONAl dE ARtIStA

Al artista ya no se le exige su alma, ni que nos revele algún sentido metafísico, ni mucho menos su oreja. Mientras el referente más común sea Van Gogh en su acto de mutilación corporal, símbolo de la injusticia de una época que se resistió a reconocerle su visiona­ria genialidad, seguirá siendo difícil no requerirle a los artistas —sobre todo a los más jóvenes—, desgarrarse en la intimida como condición sine qua non para la creación auténtica. Como bien lo explica Michaud:

El artista es cada vez menos un creador maldito —aunque el mito de Van Gogh y el de Gauguin causen estragos todavía— y cada vez más un operador o un mediador social con algo del

hombre de negocios, del hombre de la comuni­cación, del ilusionista y del chamán.1

Según Thierry de Duve, debido a la creciente reputa­ción de Duchamp como el primer artista conceptual, se estableció en los sesenta el dichoso modelo de la “actitud”. Lo que se entendió como alternativa al mo­delo de los talentos, la irracio nalidad del genio de ­cimonónico, y después la creatividad constructiva de las vanguardias —es decir, lo que se comprendió inicialmente como la “actitud crítica”, con base en las teorías lingüísticas, la semiótica, la antropología, el psicoanálisis, el marxismo, el feminismo, el estruc­turalismo, en fin, la “teoría”— con el transcurrir del

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tiempo iría perdiendo su sustrato crítico. Su disemina­ción a partir de los programas de las escuelas de arte desde los ochenta, por lo menos en las consideradas más fashion, las cuales hicieron a un lado la práctica de estudio por ponderar la renovación de los discur­sos, hizo que las actitudes se estandarizaran en poses prototípicas. Lo que inicialmente fue una alternativa ideológica a la entonces sospechosa creatividad y el poder de superioridad del talento, se convertiría en sólo eso, una actitud, o más bien una pose.2 Por lo cual vale decir que la actitud equivale al detrimento de la valoración del talento inna­to del genio, una transición al régimen de los esfuerzos meritocrático, que viene siendo también el reflejo de un medio artístico profesio­nalizado e individualista.

Con el tiempo la pose ar­tística se fue matizando en modalidades de ocupación pública, autoconscientes y teatralizadas, para la me­diatización de lo que colec­tivamente es aceptado como artista. De ahí podemos de­cir que estas etiquetas son hasta cierto punto una nor­ma de conducta, así como imagen tipificada. Por más rebeldes que sean los artis­tas, se subsumen a especi­ficidades de los clichés más mediáticos, proscriben el deber de conformidad a las reglas de la rebeldía. Como ya lo había dicho Baudelaire, quien entendió que la provocación rebelde implica el sometimiento a las conductas propias de la artificia­lidad del personaje:

El dandismo, que es una institución al margen de las leyes, tiene leyes ri gurosas a las que es­tán estrictamente sometidos todos sus súbditos, sean cuales fueren por lo demás la fogosidad y la independencia de su carácter […]3

Ésta es la naturaleza paradojal del artista cuando se piensa escindido. Si el romántico tiende a caer de su sueño, el estratégico, por su lado, conocedor de las transacciones que transpira su perfume, puede re­plantear una y otra vez la ilusión de los intercambios estéticos y las transacciones de los juegos del arte, de acuerdo a sus intereses particulares.

La pose, no obstante, tiene su merito en la medida en que refleja la facultad de instrumentar públicamente el ingenio crítico a través de la sutileza expansiva

de un personaje artificiosa­mente perfumado. El talen­to se simula en una forma de individuación, como de genio daliniano, prescrito por las modas, los clichés y la exigencia desmedida del ego. Estas paradojas son las que la retórica de la demo­cratización de la consigna “todos somos artistas” ha hecho factible. Por tanto, se debe pensar que estamos en una estructura democrática homogénea y nivelada, y en la plenitud de las igualdades, dado que semejante ficción, donde todos somos artistas por igual, sólo es posible en el imaginario utopista de un futuro inexistente. Más bien, si de verdad se llegase a de­mocratizar por completo el ámbito de la cultura, ese sí que sería el fin del arte tal y como lo conocemos; sería el fin después del triunfo artís­

tico de Homero Simpson, de los roles y los sistemas sociales de estatus. El mundo del arte sería, entonces, el mundo de la industria turística, sin ninguna especie de disfraz crítico o poses perfumadas.

Con el decurso de las actitudes y las poses críticas y su entrada definitiva a la institucionalidad del arte, aquellos quienes han estado más cercanos a los cen­tros de educación artística pueden dar cuenta de que

CON EL TIEMPO LA POSE AR­TÍSTICA SE FUE MATIZANDO EN MODALIDADES DE OCUPA­CIÓN PÚBLICA, AUTOCONS­

CIENTES y TEATRALIZADAS

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la mayoría de los alumnos manifiestan tanto intereses hacia ciertas prácticas, una concepción de personaje artístico que cambia continuamente. Sobre este punto vale la pena citar nuevamente a Yves Michaud, quien nos da una descripción bastante ajustada:

[…] hay que ser conscientes de que diversas concepciones del artista son posibles y se ofre­cen hoy en una suerte de catálogo de actitudes disponibles: éstas van del creador politécnico del renacimiento, a la manera de Leonardo da Vinci; del artista romántico atormentado a la Géricault, al ingeniero constructivista y entusiasta como Rodchenko o El Lissitky; del mago del espiritual en el arte como Klein, al maestro clásico como Balthus; de genio provocador como Dalí, a crea­dor maldito como Van Gogh. Nos encontramos hoy así desorientados en medio de todos estos modelos. Muchos alumnos llegan todavía a una escuela de arte con un modelo en la cabeza de pintor creador romántico inspirado fuera de las normas y fuera de la sociedad que responde a su propia marginalidad de adolescente. Este modelo se adapta bien con las representaciones sociales predominantes del artista en Europa, re­presentaciones sin cesar reactivadas por el cine, la televisión y la prensa. Sin embargo, ésta no es la única representación que guía a los artistas aspirantes, numerosos son los que hacen suyas las imágenes más chamánicas como la de Beuys, más mediáticas como la de Warhol, o más profe­sionales como la de Johns y de Longo.4

Ideas similares respecto a la fabricación de las con­cepciones de artista contemporáneo describió Robert Morgan en su ensayo El fin del mundo del arte5, en el cual comenta que a mediados de los ochenta surgió una forma popularizada de la teoría crítica, misma que surtiría a las nuevas publicaciones de revistas de arte contemporáneo. Esta nueva retórica da paso a una también novedosa versión del artista que lo ase­meja a la figura del rockstar. Algunos, inspirados por este nuevo modelo, empiezan a contratar asistentes y agentes de prensa para recrearles la imagen. Las revis­tas se convirtieron en un elemento muy importante en un mudo del arte orientado, sobre todo, por el merca­do. Tan era así, que algunos llegaron a afirmar que el mundo del arte era más bien el mundo de suscritores

de revistas. En gran medida, lo que Morgan propone con la noción del “fin del mundo del arte”, es que a mediados de los ochenta y a lo largo de los noventa la llamada posmodernidad, tuvo lugar una creciente mercantilización del mundo del arte; es decir, todo lo que acontece en el microcosmos que generalmente se entiende como la base social, económica y política en la cual el nuevo arte y los artistas emergentes encuen­tran apoyo, se había transformado en puro marketing y publicidad institucionalizados.6

Así es como en los ochenta la figura de artista empieza a fraguar nuevas inconsistencias. Muchos estaban in­seguros acerca de su rol en la sociedad, pues el rumbo del arte en la “época posthistórica” era nebuloso, y la supeditada competitividad entre galerías y sus “marcas artísticas” ya no permitían ver con claridad las fuerzas culturales significativas. Con la imposición, cada vez más dominante, de la idea de carrera (carreerism) al estilo MBA que adoptaron las escuelas artísticas se inhibió el porqué hacer arte con el cómo gestionar un personaje social, y cuándo y dónde posicionar un tipo de producción en el negocio del mundo del arte. La educación artística se acercó a una concepción proclive a la formación de profesionales del mundo del arte, y la institucionalización de las actitudes irónicas devinieron en prototipos socioprofesionales.

Como resultado, se empezaron a dar aproximaciones de conductas cínicas endurecidas, que se extendieron más allá de la ironía. La sugerencia de Morgan es que

ESTA NUEVA RETÓRICA DA PASO A UNA TAMBIÉN NOVE­DOSA VERSIÓN DEL ARTISTA QUE LO ASEMEjA A LA FIGURA

DEL ROCkSTAR

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para llegar al lado opuesto de ese cinismo, uno debería regresar al origen de los estratos emocionales y pre­guntarse qué hace uno y por qué lo hace. ¿Cuál es el propósito del arte? ¿Por qué ser un artista? ¿Cuál es la motivación? Tales preguntas parecen insinuar una apuesta por el retorno a una suerte de abigarramien­to romántico, auspiciado por emociones subjetivas y psicologismos indiferentes a toda instancia del mundo del arte. Si esto fuera visto de tal manera, se avizoraría el riesgo de la nostalgia, la sospecha del anacronismo, pues la inconformidad en la mayoría de los casos se subsume en un anhelo que, al no encontrar funda­mentos en el presente, mira esperanzadamente hacia atrás. No obstante, la tesis de Morgan definía la idea del “artista de dirección interna” (inner-directed ar-tist), consistente en la figura del artista que se resiste al término de mediación pública para mantener una distancia privada a partir de un discurso más amplio y evitar el distanciamiento frívolo de la actitud cínica.

Con énfasis similar, Hal Foster también describió la situación del artista en los ochenta como una figura del giro de la razón cínica. Su argumento, de cierta forma resulta muy fiel a las preguntas formuladas por Robert Morgan, y explica que en dicho callejón sin salida fingir demencia vendría siendo una conducta estratégica en un mundo propenso al mercado, en el cual la diferencia aparente entre una mercancía común y un “objeto artístico” ya no era del todo dis­cernible. El modelo descrito por Foster con respecto a este entronque de la estética de la razón cínica estaba más a la altura de la demanda común, pues no instó a reformular el modelo de la artisticidad a partir de un retorno ciego a la inte­rioridad romántica de las emociones. La superación del cinismo vino, curiosa­mente, con una generación que lo empujó a un extremo, al grado que la indiferencia se volvió desa fección, con­trarrestando el cinismo con abyección. Si el cinis­mo fue consecuente de la esquizofrenia mimética, su trasgresión, en cambio, fue la de un imbecilismo, infantilismo o autismo simulados. La otra vía pro­puesta por Foster fue la que reclamó la figura del comprometido en oposición al dandi, y pasó de la

involución del mundo artístico a la extroversión del trabajo de campo casi etnográfico.7

Para explicar el modelo etnográfico es imprescindible tener en cuenta la percepción de una política demo­crática con graves síntomas de fatiga civil y apatía política, dominada por el privatismo consumista y/o corporativo, con la consecuente pérdida de una orien­tación hacia lo público o lo progresivo. En un esfuerzo de síntesis diríamos que las debilidades del liberalis­mo se ven en su excesiva atención a los valores de la autonomía individual, lo cual tendría importantes consecuencias para la misma comprensión de la vida democrática, ya que su funcionalidad se ve exclusiva­mente como mero marco de negociación o compromi­so entre intereses privados, previamente objetivados, que acuden a la esfera pública. Mucho del esfuerzo del arte desde la modernidad cobra sentido cuando subvierte las relaciones de la comunicación regida por formas objetivas de la producción y del consumo, des­velando su cometido simple para engarzar al público con nuevos mundos de significados abiertos, de parti­cipación y no de mero consumo pasivo y alienado. Las formas más comprometidas del arte político atienden a esta escasa formación del individualismo neoliberal para la inclusión ciudadana. Por lo menos esta parece ser la música de fondo del arte contemporáneo, mani­festada como un agente político de resistencia.

Esta segunda figura, sin embargo, la del artista nó­mada y transeúnte que vino justo a habitar el mundo del arte mundializado de los noventa —multicultural

o poscolonial— a través de visiones alimentadas por los estudios culturales y la an­tropología, con propuestas de arte público que realiza­ría de un sitio a otro, atrajo a la superficie la otra cara del modelo baudeleiriano: el flâneur. Este personaje anali­zado con cierta obsesión por

Walter Benjamin, al cual definió como ese hombre que se pasea por el pasado, recolectando instantes en la feliz o melancólica retrospección, coleccionado el re­colectar: entre las ruinas del presente, en busca de fragmentos que salvaguarden el pasado.8 La otra fac­ción de esta misma figura artista se repliega al modelo

LA SUPERACIÓN DEL CINISMO VINO, CURIOSAMENTE, CON UNA GENERACIÓN QUE LA EM­PUjÓ A UN EXTREMO, AL GRA­DO QUE LA INDIFERENCIA SE VOLVIÓ DESAFECCIÓN, CON­TRARRESTANDO EL CINISMO

CON AByECCIÓN

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del arte relacional de Nicolas Borriaud, el artista como constructor de sociabilidad, o lo que después explica­ría como un artista hacker o postproductor:

La oposición romántica entre el individuo y la sociedad, que estructura el juego de roles del arte y su sistema mercantil, está definitivamente caduca. Sólo una concepción transversalista de las operaciones creativas, que resigna de la fi­gura del autor en beneficio del artista­operador, puede dar cuenta del cambio en curso: Duchamp, Rauschenberg, Beuys, Warhol, construyeron su obra a partir de un sistema de intercambio con los flujos sociales, desarticulando el mito de la torre de marfil mental que la ideología román­tica le asigna al artista.9

Sin embargo, a pesar de las reivindicaciones de teóri­cos como Bourriaud, lo que la posmodernidad acarreó hoy día se acepta consensualmente, es que la noción estereotipada del artista como mártir se desplaza a una concepción más estable y comercial.

Todo lo que se supone se erradicó en los sesenta, como la inequidad del talento institucionalizado por la idea de un arte más conceptual y menos restricto a las habilidades de la técnica, los estilos, las fuerzas del mercado; que tildó de menos el modelo de la creatividad, y se resume en la democratización de que cualquiera puede proponer arte, desvela siempre consecuen­cias insolubles. Filosóficamente hablando, las actitudes tempes­tivas de esa década eran muy

sospechosas de cualquier cosa que pareciera la vieja psicología de las facultades creativas, lo cual es una amalgama neo­romántica de las facultades kantianas de la sensibilidad y la imaginación. Estas tenían todo en contra: ser universal, burgués, trascendental, meta­físico. Todo lo que era natural, psicológico o esencial, era ideológico.10 La inversión se puede comprender, por tanto, ahora que el talento para la representa­ción mimética no es necesario, pues lo que antes sólo algunos podían efectuar (el talento artístico), y por tanto cualquiera podría apreciar en condición de pú­blico, hoy, de manera inversa, todos pueden proponer un readymade como arte, pero sólo los iniciados lo pueden apreciar. En realidad, la condición general es que, desde que el arte perdió su sesgo aristocrático­clasista, y entonó una vocación más filosófica en el advenimiento de la modernización democrática, las restricciones de acceso han sido motivo de múltiples posicionamientos contradictorios y controvertidos.

Por estas razones, argüiría con de Duve que el arte después de Duchamp está propenso a la permisividad absoluta, cuyos síntomas indican que las claves y có­digos tienden a reemplazar el modelo de la habilidad del talento por el juego profesional de las poses crí­ticas. En esta esfera de los simulacros de “etiquetas aristocráticas”, que paradójicamente, se disponen

como híbridas y democráticas, la utopía moderna de todos somos artistas se sustituye por la de que “todos somos dandis”.11 Si esto es efectivamente así, es de esperar­se que antes de rajarse la oreja será siempre mejor perfumarse antes del evento.

1 Michaud, Yves. Op cit., p.85.

2 de Duve, Thierry. When Form has Become Attitude – and Beyond.

http://laurengoldenberg.blogspot.com/2008/03/when­form­has­

become­attitude­and.html

3 Baudelaire, Charles. Salones y otros escritos sobre arte. Trad.

Carmen Santos. Visor, Madrid, 1996, p. 377.

4 Michaud, Yves. Enseigner l’art? Analyses et réflexions sur les

écoles d’art. Éditions Jacqueline Chambon. Nîmes, 1999, p. 26.

5 Morgan, Robert. The End of the Art World. Allworth Press, Ca­

nadá, 1998, p.79.

NOtAS

6 Vilar, Gerard. Las razones del arte. A. Machado Libros, Madrid,

2005, p. 211.

7 Foster, Hal. The Return of the Real. The Avant-Guard at the End of

the Century. MIT Press, Cambridge, London, 1996, p. 247.

8 Arendt, Hannah. Conferencias sobre la filosofía política de Kant.

Trad. Carmen Corral. Paidós Studio. Barcelona, 2003, p. 112.

9 Nicolas Bourriaud. Postproducción. Trad. Silvio Mattoni. Adriana

Hidalgo. Buenos Aires, 2004, p. 117.

10 de Duve, Thierry. Kant After Duchamp. MIT Press, 1996, p. 26.

11 Íbid., p. 237.

DUCHAMP, RAUSCHEN­BERG, BEUyS, WARHOL, C O N S T R U y E R O N S U OBRA A PARTIR DE UN SISTEMA DE INTERCAM­BIO CON LOS FLUjOS

SOCIALES

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EXPOSICIÓNCurador: Willy Kautz

Coordinación de la exposición, macg: Ruth EstévezCoordinación de museografía y montaje: Vania Rojas

Prensa y difusión: Adrián González, Óscar Cigarroa y Minerva JalilCoordinación editorial: Azul Aquino

Diseño gráfico: Alcíbar VázquezRelaciones públicas: Alesha Mercado

Registro y control de obra: Santiago PérezMuseografía y montaje: Hugo Hidalgo, Juan Hernández, Mario Bocanegra,

Benito Hernández y Ángel Chávez

ARtIStASGabriel Acevedo

David Alfaro SiqueirosDaniel Andujar/Rogelio López Cuenca

Julieta ArandaJohn Bock

Carles CongostXimena Cuevas

Dustin Ericksen / Mike RogersPaul MacCarthy

José Clemente Orozco

CUAdERNIllO© Textos: Willy KautzEditor: Willy Kautz

Coordinación editorial y cuidado de la edición: Azul AquinoCorrección de estilo: Oswaldo Valdovinos

Diseño editorial: Alcíbar Vázquez

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