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-“Ha dicho que bailaría conmigo si le llevo rosas rojas” -exclamaba desolado el joven estudiante-. “Pero no hay ni una sola rosa roja en todo mi jardín.”

En el encino, desde su nido, oyóle el ruiseñor, y le miró a través del follaje. “¡Ni una sola rosa roja en todo mi jardín!” -seguía lamentándose, y sus bellos ojos

se llenaron de lágrimas- “¡Ah!, ¡de qué., cosas tan pequeñas depende la felicidad! Yo he leído todo lo escrito por los sabios, conozco todos los secretos de la filosofía. Y ahora, por la posesión de una rosa roja, siento mi vida destrozada.”

“He aquí, al fin, un verdadero enamorado” -dijo el ruiseñor-. “Noche tras noche he cantado para él, a pesar de no conocerle: Noche tras noche lo he descrito a las estrellas, y ahora le contemplo. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios rojos como la rosa que desea encontrar; pero su ansiedad ha tornado su faz tan pálida como el marfil; y la tristeza le ha dejado su sello en la frente.”

-“El Príncipe da un baile mañana en la noche” -murmuró el joven estudiante-. “Y mi amada formará parte del cortejo. Si le obsequio una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré entre mis brazos, y su cabeza descansará so-bre mi hombro, y su mano será aprisionada por la mía. Pero no hay ninguna rosa roja en mi jardín; me sentaré solo y ella pasará ante mí, no me hará caso, y sentiré desgarrarse mi corazón.”

-“Aquí, sin lugar a dudas, está el perfecto enamorado” -dijo de nuevo el ruiseñor-. “Lo que yo canto, para él es sufrimiento; lo que para mí es alegría, para él es dolor. Ciertamente el amor es algo maravilloso. Es más valioso que las esmeraldas, y más precioso que los finos ópalos. Ni las perlas ni los granates pueden comprarle, porque no está venal en los mercados. No puede adquirirse con los traficantes, ni pesarse en una balanza como el oro.”

-“Los músicos estarán en su estrado” -decía el estudiante-, “tocando sus instrumentos de cuerda, y mi amada bailará al acompañamiento de arpa y violín. Bailará en forma tan sublime, que sus pies no tocarán el suelo, y los cortesanos con sus vistosos trajes formarán rueda alrededor de ella, pero no bailará conmigo, porque no poseo una rosa roja para brindársela”. -Y se dejó caer sobre la hierba, y ocultando su cara entre las manos, lloró.

-“¿Por qué llora?” -preguntó una pequeña lagartija verde, pasando con su cola levantada junto al ruiseñor.

-“De veras, ¿por qué?” -dijo una mariposa que revoloteaba en un rayo de sol. -“Es cierto, ¿por qué?” -susurró en voz baja y melodiosa, una margarita a su vecina. -“Llora por una rosa roja” -dijo el ruiseñor. -“¿Por una rosa roja?” -exclamaron todos- “¡Qué tontería!” Y la lagartija, que era

algo cínica, se echó a reír. Pero el ruiseñor conocía el secreto de la pena del estudiante, y permanecía

silencioso, posado en el encino, y reflexionando sobre el misterio del amor. De pronto, extendiendo sus alas oscuras para volar, se remontó en el aire. Pasó a través de la arboleda como una sombra, y como una sombra cruzó el jardín.

En el centro del parterre se erguía un rosal precioso, y al vislumbrarlo, voló hacia él en seguida.

-“Dame una rosa roja” -dijo suplicante- “y te cantaré la más dulce de mis canciones”.

Pero el rosal sacudió su cabeza. -“Mis rosas son blancas” -contestó-. “Tan blancas como la espuma del mar, y más

blancas que la nieve en la cumbre de las montañas. Pero ve a mi hermano que crece alrededor del reloj de sol, y quizá pueda darte lo que quieres.”

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Entonces el ruiseñor voló sobre el rosal que crecía alrededor del reloj de sol. -“Dame una rosa roja” -imploraba- “y te cantaré la más dulce de mis canciones”. Pero el rosal sacudió su cabeza. –“Mis rosas son amarillas” -respondió-. “Tan

amarillas como el cabello de la sirena que reposa en un trono de ámbar, y más amarillas que el narciso que florea en los prados, antes de que el segador llegue con su hoz. Pero ve con mi hermano que crece bajo la ventana del estudiante, y quizá pueda darte lo que deseas.”

Entonces el ruiseñor voló sobre el rosal que crecía bajo la ventana del estudiante. -“Dame una rosa roja” -dijo- “y te cantaré la más dulce de mis canciones”. Pero el rosal sacudió la cabeza. –“Mis rosas son rojas, tan rojas como la pata de la

paloma; y más rojas que los hermosos abanicos de coral que se mecen y mecen, en las profundas cavernas del océano. Pero el invierno ha helado mis venas, y la escarcha ha quemado mis capullos, y la tormenta ha quebrado mis ramas, y no tendré rosas en todo el año.”

Y el ruiseñor insistía: -“Una sola rosa roja es lo que necesito. ¡Sólo una rosa roja! ¿No existe algún medio

por el cual pueda conseguirla?” -”Hay una forma en que podrías conseguirla” -contestó el rosal-. “Pero es tan

terrible, que no me atrevo a decírtelo.” -“Dímelo” -dijo el ruiseñor-. “No tengo miedo.” -“Si quieres una rosa roja, la tendrás que formar con música a la luz de la luna, y

teñirla con la sangre de tu propio corazón. Tendrás que cantarme con tu pecho apoyado contra una espina. Toda la noche deberás cantarme, y la espina rasgará tu corazón, y la vida de tu sangre correrá por mis venas, y será mía.”

-“La vida es un precio muy elevado por una rosa roja” -dije el ruiseñor- “y la vida nos es a todos muy querida. Es agradable posarse en los árboles del bosque, contemplar el sol en su carroza de oro, y la luna en su carroza de nácar. Es dulce el aroma del espino blanco, y dulces son las campánulas azules que se ocultan en los valles, y el brezo que se esparce en las colinas. Sin embargo, el amor es mejor que la vida, y... ¿qué es el corazón de un pájaro, comparado con el corazón de un hombre?”

Entonces extendió sus oscuras alas para volar, y se remontó en el aire. Se deslizó sobre el jardín, como una sombra, y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre la hierba en el mismo lugar donde le había dejado; y las lágrimas no desaparecían aún de sus hermosos ojos.

-“Alégrate!” -gritó el ruiseñor- “¡alégrate!, ¡vas a conseguir tu rosa roja! La voy a crear con música, a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo lo que pido de ti, en recompensa, es que seas un enamorado perfecto, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, aunque ella sea sabia; y más fuerte que la fuerza, aunque ella sea fuerte. Sus alas tienen el color del fuego, y el fuego ilumina su cuerpo. Sus labios son dulces como la miel, y su aliento es como el incienso.

El estudiante mirando hacia arriba escuchó. Pero no pudo entender la confidencia del ruiseñor, pues sólo le era posible comprender las cosas que estaban escritas en los libros.

Pero el encino, dándose cuenta de todo, se sintió triste; porque quería mucho al ruiseñor que había hecho su nido entre sus ramas.

-“Cántame una última canción” -murmuró-, “me voy a sentir muy solo cuando te vayas”.

Entonces el ruiseñor cantó para el encino, y su canto era fluido como agua cristalina, vertida de un ánfora de plata.

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Al terminar su canción, pudo ver que el estudiante se levantaba, sacando al mismo tiempo de su bolsillo, un cuaderno y un lápiz.

-“El ruiseñor es hermoso” -se decía mientras caminaba por el bosque- “no puede negársele; pero, ¿posee sentimientos? Creo que no. En realidad, es igual a la mayoría de los artistas; todo en él es estilo y forma, sin sinceridad. No se sacrificaría por otros. No piensa más que en la música, y todo mundo sabe que las artes se caracterizan por su egoísmo. No obstante, hay que reconocer que emite algunas notas preciosas en su canto. ¡Qué lástima que no signifiquen nada, o se conviertan en algo bueno y práctico” -Y entró a su cuarto, y acostándose en un catre desvencijado, y pensando en su amada, después de unos momentos, se había dormido.

Y cuando la luna brillaba alta en los cielos, el ruiseñor voló hacia el rosal apoyando fuertemente su pecho contra la espina. Cantó durante toda la noche con el pecho oprimido sobre la espina; y la luna gélida, como hecha de cristal, se inclinaba hacia la tierra para escucharle. Cantó toda la noche, y la espina iba clavándose más y más honda en su pecho, y la sangre de su vida se escapaba... Primero cantó del amor naciente en el corazón de un joven y una doncella. Y en el retoño más alto del rosal apareció; pétalo tras pétalo, al igual que canción tras canción, una rosa espléndida. Al principio era pálida, como la neblina suspendida sobre el río, imprecisa como los primeros pasos de la mañana, y argentada como las alas de la aurora. Como el reflejo de una rosa en un espejo de plata, como la sombra de una rosa sobre un estanque de agua clara. ¡Así era la rosa que brotó en el retoño más alto del rosal!

Pero el rosal le dijo al ruiseñor que apoyase con más fuerza su pecho contra la espina.

-“Oprime más tu pecho contra la espina, ruiseñor” -decía el rosal- “o llegará el día antes de que la rosa esté terminada”.

Entonces el ruiseñor uniendo su pecho con más fuerza a la espina, entonó una melodía cada vez más vibrante; ahora cantaba a la pasión naciente en el seno de un joven y una doncella.

Y un delicado rubor iba cubriendo los pétalos de la rosa, igual al rubor que sube a la cara del novio cuando besa los labios de su desposada. Pero la espina aún no había llegado a su corazón, así que la corola de la rosa permanecía blanca, porque solamente la sangre del corazón de un ruiseñor puede encender el corazón de una rosa.

Y el rosal decía al ruiseñor: -“Oprime más, pequeño ruiseñor; o llegará el día antes de que la rosa esté

terminada.” Entonces el ruiseñor uniendo con todas sus fuerzas su pequeño pecho contra la

espina, hizo que ésta hiriese su corazón, y el cruel espasmo del dolor le atravesó. Terrible, terrible era el dolor mientras el canto crecía alocado, más cantal a sonoro,

porque ahora cantaba del amor perfeccionado por la muerte; del amor que no termina en la tumba.

Y la rosa magnífica se tornó roja, como las rosas de Oriente. Rojos eran los pétalos que la circundaban, y rojo como el rubí era su corazón. Pero la voz del ruiseñor iba apa-gándose, y sus alas comenzaron a vibrar, y un velo le cubrió los ojos. Su canto era cada vez más débil, algo estrangulaba su garganta.

Entonces lanzó un último trino musical. La pálida luna al oírlo, olvidándose de la aurora, estuvo vagando por los cielos. La rosa roja al escucharlo se estremeció en éxtasis, desplegando sus pétalos al aire fresco del amanecer. El eco lo fue llevando hasta la caverna oscura de las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores. Fue flotando entre los cañaverales del río, y ellos hicieron llegar su mensaje al mar.

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-“¡Mira, mira!” -gritó el rosal- “Ya está terminada la rosa.” Pero el ruiseñor ya no podía contestar. Estaba muerto sobre la crecida hierba, con una espina clavada en el corazón.

Y al mediodía el estudiante, abriendo su ventana, miró afuera. ¡Cómo... qué suerte maravillosa!” -exclamó-. “¡Hay una rosa roja! ¡Nunca había visto rosa como ésta en toda mi vida! ¡Es tan hermosa que seguramente tiene un nombre latino muy largo!” -E in-clinándose la cortó.

En seguida, poniéndose el sombrero, fue corriendo a casa del profesor, con la rosa en la mano.

La hija del profesor estaba sentada en el umbral de su casa devanando seda azul en la rueca y su perro descansaba a sus pies.

-“Me dijiste que bailarías conmigo, si te obsequiaba una rosa roja” - dijo el estudiante-. “Aquí tienes la rosa más roja de todo el mundo. La lucirás está noche junto a tu corazón, y mientras bailamos juntos, ella te dirá lo mucho que te amo.”

Pero la muchacha hizo un gesto desdeñoso. -“Temo que no va a hacer juego con mi vestido, y además el sobrino del chambelán

me ha obsequiado unas joyas finísimas, y todo el mundo sabe que las joyas valen más que las flores.

-“En verdad, eres una ingrata” -dijo furioso el estudiante. Y tiró la rosa al arroyo, y un pesado carromato la deshizo. -“¿Ingrata...?, debo confesarte que me pareces un mal educado. Después de todo;

¿quién eres tú? Nada más un estudiante. Creo que ni tienes hebillas de plata en tus za-patos, como las tiene el sobrino del chambelán.”

Y levantándose de la silla, entró en la casa. -“¡Qué cosa más tonta es el amor!” -dijo el estudiante alejándose-. “No tiene la

mitad de utilidad que tiene la Lógica; porque no demuestra nada, y siempre nos habla de lo irrealizable, y nos hace creer en cosas que no existen. Verdaderamente es un sentimiento impráctico; y como en estos tiempos el ser práctico lo es todo, volveré a la Filosofía, y estudiaré Metafísica.”

Así pues, regresó a su cuarto, y tomando en sus manos un gran libro polvoriento, comenzó a leer.

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Éranse una vez dos pobres leñadores que regresaban a su casa por un gran pinar. Era invierno y hacía una noche de frío crudísimo. La nieve se extendía espesa sobre la tierra y sobre las ramas de los árboles: la helada hacía chasquear continuamente las ramitas a un lado y otro, a su paso, y cuando llegaron al torrente de la montaña éste estaba suspendido inmóvil en el aire, pues el rey del hielo lo había besado.

Hacía tanto frío que hasta los animales y pájaros no sabían qué hacer. -¡Ug! -gruñó el lobo, cojeando entre la maleza, con el rabo entre las piernas-. Hace un

tiempo totalmente monstruoso: Cómo no se ocupará el Gobierno de esto? -¡Uit, uit, uit ! -piaban los jilgueros verdes-. La vieja tierra está muerta y le han puesto

su blanca mortaja. -La tierra va a casarse y éste es su traje de boda -se susurraban unas a otras las tórtolas.

Tenían sus rojas patitas completamente tiesas de frío, pero creían que su deber era considerar la situación desde un punto de vista romántico.

-¡Qué tontería! --gruñó el lobo-. Os digo que de todo esto tiene la culpa el Gobierno, y si no me creéis, os devoraré.

El lobo tenía un espíritu enteramente práctico y no le faltaba nunca un buen argumento.

-Bueno, por mi parte -dijo el leñador, que era un filósofo nato- no necesito una teoría atómica como explicación. Las cosas son como son, y en este momento hace un frío terrible.

Verdaderamente el frío era terrible. Las ardillas que vivían en el interior del gran abeto se restregaban unas contra otras los hocicos para calentarse, los conejos se hacían una bola en sus madrigueras y. no se atrevían ni a mirar fuera de las puertas. Los únicos seres que pare-cían alegrarse eran los grandes búhos de cuernecillos. Sus plumas estaban completamente tiesas con la escarcha, pero no les importaba, y girando sus grandes ojos amarillos se llamaban unos a otros a través del bosque:

-¡Tugüit! ¡Tujú! ¡Tugüit! ¡Tujú ! ¡Qué tiempo tan delicioso tenemos! Los dos leñadores seguían caminando, soplándose fuertemente los dedos y pisando

con sus grandes botas herradas sobre la nieve endurecida. Una vez se hundieron en un hoyo profundo, del que salieron blancos como molineros cuando están moliendo; otra vez resbalaron sobre el duro y liso hielo de una charca, y sus haces se desataron, y tuvieron que volver a amarrarlos de nuevo; otra vez creyeron que habían perdido su camino y un gran terror les sobrecogió, pues sabían lo cruel que es la nieve con quienes se duermen en sus brazos. Pero pusieron su confianza en el buen San Martín, que cuida de todos los viajeros, y volviendo sobre sus pasos avanzaron cautelosamente, hasta que al fin llegaron al lindero del bosque y vieron el fondo del valle y las luces del pueblo donde vivían.

Tan contentos se pusieron al encontrarse salvados que se echaron a reír a carcajadas, y la tierra les pareció una flor de plata, y la luna como una flor de oro.

Sin embargo, después de haberse reído se pusieron muy tristes, pues recordaron su pobreza, y uno de ellos dijo al otro:

-¿Cómo vamos a estar alegres, viendo que la vida es para el rico y no para los que son como nosotros? Habría sido preferible que nos hubiéramos muerto de frío en el bosque, o que alguna fiera hubiera caído sobre nosotros, matándonos.

-Es verdad -contestó su compañero. Mucho tienen algunos y poco tienen otros. La injusticia ha dividido el mundo en parcelas y nada está repartido por igual, excepto el dolor.

Pero, cuando estaban lamentándose de su miseria, sucedió una cosa extraña. Desde el cielo cayó una hermosa y brillantísima estrella. Deslizóse oblicuamente del firmamento y pa-sando entre las otras estrellas en su carrera, mientras ellos la contemplaban maravillados, pareció caer detrás de un grupo de sauces que se erguían junto a un redil de ovejas, distante a una pedrada escasa de ellos.

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-¡Vaya! ¡Menudo puchero de oro para quien lo encuentre! -exclamaron, echando a correr: tan ansiosos de oro estaban.

Uno de ellos corría más velozmente que su compañero, dejándolo atrás, se abrió camino a través de' los sauces, llegó al otro lado Y, ¡oh, sorpresa!, he aquí que había una cosa dorada sobre la blanca nieve. Se dirigió apresuradamente hacia ella y, deteniéndose, puso sus manos encima; era una capa de tisú de oro curiosamente sembrada de estrellas y enrollada en muchos dobleces. Gritó a su compañero que había encontrado el tesoro caído del cielo, y cuando su compañero llegó, ambos se sentaron en la nieve y desliaron los dobleces de la capa para poder repartirse las monedas de oro.

Pero, ¡ay!, no había allí dentro oro ni plata algunos, en realidad, ni tesoro de ninguna clase, sino sólo un niñito dormido. Y uno de ellos dijo al otro:

-Este es un amargo fin de nuestra esperanza, y tampoco tenemos suerte alguna, pues, ¿qué beneficio puede traer un niño a un hombre? Vamos a dejarlo aquí y sigamos nuestro camino, ya que somos pobres y tenemos hijos propios, cuyo pan no podemos dar a otros.

Pero su compañero respondió: -No, de ningún modo, pues sería una maldad dejar perecer a este niño en la nieve.

Aunque soy tan pobre como tú y tengo muchas bocas que alimentar y poca cosa en la olla, me lo llevaré a casa y m¡ mujer cuidará de él.

Y cogiendo tiernamente al niño y envolviéndolo en su capa para protegerlo del áspero frío, siguió bajando por la colina hacia el pueblo. Su compañero se quedó maravillado de su locura y blandura de corazón.

Cuando llegaron al pueblo, su compañero le dijo -Tú tienes el niño; dame, por tanto, la capa, pues acordamos que nos lo repartiríamos.

Pero él le contestó: -Nada de eso, pues la capa no es ni mía ni tuya, sino solamente del niño. Cuando su mujer abrió la puerta y vio que su marido volvía sano y salvo, le rodeó el

cuello con sus brazos y lo besó, y descargando de su espalda los haces de leña y quitando la nieve de sus botas, le pidió que entrase.

Pero él le dijo: -He encontrado algo en el bosque y te lo he traído para que lo cuides. Y permanecía inmóvil en el umbral. -¿Qué es? -exclamó la mujer-. Enséñamelo, pues la casa está vacía y necesitamos

muchas cosas. Y él abrió la capa y le mostró al niño dormido. -¡Ay, buen hombre! -murmuró ella- ¿No tenemos ya nuestros propios hijos para que

tengamos que traer a un niño abandonado a sentarse al hogar? ¿Quién sabe si no nos traerá la mala suerte? ¿Y cómo podremos atenderle? Y se enfureció contra su marido.

-No, porque es un Niño-Estrella -contestó, y luego le contó de qué extraño modo lo había encontrado. Pero ella no se apaciguó, sino que se burló de él y, muy enfadada, le gritó:

-Nuestros hijos carecen de pan, y ¿vamos a alimentar a los de otros? ¿Quién nos cuida a nosotros? ¿Y quién nos da de comer?

-Nadie, pero Dios cuida hasta de los gorriones y los alimenta -contestó él. -¿Y no se mueren de hambre los gorriones durante el invierno? -preguntó ella-. ¿Y no

es ahora invierno? El hombre no respondió, pero continuó inmóvil en el umbral. Un viento crudísimo llegó del bosque por la puerta abierta e hizo temblar y tiritar a la

mujer, que dijo: -¿No quieres cerrar la puerta? Entra un viento helado y tengo frío.

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-En una casa donde hay un corazón duro, ¿no entra siempre un viento helado? -preguntó él.

La mujer no contestó nada, pero se acercó mucho al fuego. Después de un rato se volvió, le miró y sus ojos estaban llenos de lágrimas. El entró presurosamente y dejó al niño en sus brazos, y ella lo besó y lo acostó en una camita donde reposaba el más pequeño de sus hijos. A la mañana siguiente, el leñador cogió la curiosa capa de oro y la colocó en una gran arca, y un collar de ámbar que llevaba el niño al cuello, su mujer lo cogió y lo guardó también en el arca.

Así, pues, el Niño-Estrella se crió con los hijos del leñador, se sentó a la misma mesa que ellos y. fue su compañero de juegos. Cada año su aspecto era más hermoso, de tal modo que todos los habitantes del pueblo estaban maravillados, pues mientras ellos eran morenos y de cabellos negros, él era blanco y delicado como un trozo de marfil, y sus rizos parecían espirales de asfódelo. Sus labios también eran semejantes a los pétalos de una flor roja, sus ojos eran como violetas a la orilla de un claro río y su cuerpo como el narciso de un campo donde no entra nunca el segador.

Sin embargo, su belleza le fue perjudicial, pues crecía orgulloso, cruel y egoísta. Despreciaba a los hijos del leñador y a los otros niños del pueblo, diciendo que eran de baja estirpe, mientras que él era noble y procedía de una estrella, y erigiéndose en señor de ellos, los llamaba sus siervos. No se apiadaba del pobre o del que era ciego o contrahecho, o estaba afligido por cualquier dolencia, sino que les tiraba piedras y los perseguía hasta el camino real, mandándoles que mendigaran su pan en otra parte; de tal modo que sólo los proscritos volvían a pedir limosna al pueblo.

Verdaderamente era un enamorado de la belleza y se burlaba de los feos y de los débiles; sólo a sí mismo se amaba. En verano, cuando los vientos se aquietaban, gustaba de tumbarse junto al pozo del huerto del cura y contemplar en él la maravilla de su propio rostro, riendo de placer ante su belleza.

Con frecuencia el leñador v su mujer le regañaban, diciéndole: -No nos portamos nosotros contigo como te portas tú con los desconsolados, que no

tienen a nadie que les socorra. ¿Por qué eres tú tan cruel con todos los que tienen necesidad de compasión?

A menudo el anciano cura enviaba a buscarlo y procuraba enseñarle a amar a todos los seres vivientes, diciéndole:

-La mosca es tu hermana; no le hagas daño. Los pájaros silvestres, que vagan por el bosque, tienen su libertad; no se la arrebates por gusto. Dios hizo a la lombriz y al topo, y cada uno tiene su lugar. ¿Quién eres tú para traer el dolor al mundo de Dios? Hasta los rebaños del campo lo alaban.

Pero el Niño-Estrella no hacía caso de sus palabras, fruncía el entrecejo, se encogía de hombros y volvía junto a sus compañeros, a quienes mandaba. Sus compañeros le seguían porque era hermoso, de pies ligeros, y sabía bailar y tocar el caramillo y hacer música. Y seguían al Niño-Estrella a cualquier sitio adonde les condujese, y hacían todo lo que el Niño-Estrella les ordenaba que hiciesen. Y cuando él, con un junco aguzado, sacaba los empañados ojos de un topo, ellos se reían, y cuando arrojaba piedras a los leprosos, también se reían. En todo los dirigía, y ellos llegaron a ser tan duros de corazón como él.

Y he aquí que un día pasó por el pueblo una pobre mendiga. Sus ropas estaban destrozadas y harapientas, y sus pies sangraban a causa del áspero camino que había recorrido. La mujer se hallaba en una situación muy mala. Sintiéndose rendida, se sentó a descansar bajo un castaño.

Pero en cuanto el Niño-Estrella la vio, dijo a sus compañeros

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-¡Mirad! Aquella sucia mendiga se ha sentado bajo aquel hermoso y lozano árbol. Venid, vamos a echarla, pues es fea y contrahecha.

Y, acercándose, le tiraba piedras, y se burlaba de ella, y ella lo miraba con terror, fijamente. Cuando el leñador, que se encontraba allí cerca cortando leña, vio lo que hacía el Niño-Estrella, corrió hacia él y le reprendió, diciéndole:

-Indudablemente eres duro de corazón y no conoces la misericordia. Pues, ¿qué daño te ha hecho esa pobre mujer para que la trates de tal manera?

El Niño-Estrella se puso rojo de cólera y, dando una patada en la tierra, dijo: -¿Quién eres tú para preguntarme lo que hago? No soy hijo tuyo para tener que obede-

certe. -Dices la verdad -contestó el leñador-; sin embargo, yo fui compasivo contigo cuando

te encontré en el bosque. Cuando la mujer oyó estas palabras, lanzó un fuerte grito y cayó desmayada. El

leñador la transportó a su casa y su mujer la cuidó. Al volver en sí de su desmayo, pusieron ante ella de comer y de beber, y la invitaron a que cobrase fuerzas.

Pero ella no quiso comer ni beber, y tan sólo dijo al leñador: -¿No dijiste que habías encontrado al niño en el bosque? ¿Y no fue esto hace hoy diez

años? El leñador contestó --Sí, en el bosque lo encontré, y hoy hace diez años de ello. -¿Y qué señales encontraste en él? -preguntó ella--. ¿No llevaba al cuello un collar de

ámbar? ¿No estaba envuelto en una capa de tisú de oro, bordada de estrellas? -Cierto, así es -repuso el leñador-. Fue como has dicho. Y sacando la capa y el collar de ámbar del arca donde estaban, se los mostró. Cuando

ella los vio, lloró de alegría y dijo: -Este es el hijito mío que perdí en el bosque. Te suplico que lo mandes venir

enseguida, pues en su busca he recorrido el mundo entero. El leñador y su mujer salieron, pues, a llamar al Niño-Estrella y le dijeron: -Entra en casa y allí encontrarás a tu madre que te está esperando. El entró corriendo, lleno de asombro y de alegría. Pero cuando vio quién era la que lo

esperaba, se echó a reír desdeñosamente y dijo: -Bueno, ¿dónde está mi madre? Pues aquí no veo más que esta vil mendiga. Y la mujer le dijo: -Yo soy tu madre. -¡Estás loca! -exclamó el Niño-Estrella, iracundo-. Yo no soy hijo tuyo, pues tú eres

una mendiga fea y andrajosa. Así es que vete de aquí, y que no vuelva a ver nunca más tu cara sucia.

-No, tú eres realmente mi hijito, el que perdí en el bosque -exclamó ella, y se arrodilló tendiéndole los brazos-. Los ladrones te robaron y te abandonaron para que murieses -mur-muró-, pero, en cuanto te vi, te reconocí, así como las señales y la capa de tisú de oro y el co-llar de ámbar. Por lo tanto, te ruego que vengas conmigo, pues llevo recorrido el mundo entero en tu busca. Ven conmigo, hijo mío, ya que tengo necesidad de tu amor.

Pero el Niño-Estrella permaneció inmóvil en su sitio y cerró, además, las puertas de su corazón ante ella, y no se oía más sonido que el de los sollozos apenados de la mujer.

Finalmente habló él, y el tono de su voz era áspero y amargo: -Si verdaderamente eres mi madre -dijo-, mejor habría sido que no hubieses venido a

traerme la afrenta, sobre todo teniendo en cuenta que yo creí que era hijo de alguna estrella, y no de una mendiga, como tú dices. Vete, pues, de aquí, y que no vuelva a verte más.

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-¡Ay, hijo mío! -exclamó ella-. ¿No querrás siquiera darme un beso antes de que me vaya? He sufrido mucho para encontrarte.

-No -dijo el Niño-Estrella-, porque da asco mirarte; antes preferiría besar a un sapo o a una víbora que a ti.

Entonces la mujer se levantó y se fue por el bosque llorando amargamente. Cuando el Niño-Estrella vio que se había ido, se puso contento y volvió corriendo hacia sus compañeros para seguir jugando con ellos.

Pero cuando éstos lo vieron venir, se burlaron de él y le dijeron: -Eres tan sucio como el sapo y más feo que la víbora. Vete de aquí, pues no toleramos

que juegues con nosotros -y lo arrojaron del jardín. El Niño-Estrella frunció el entrecejo y se dijo: «¿Qué es lo que me están diciendo? Iré al pozo, me miraré dentro y el agua me hablará

de mi belleza.» Y dirigiéndose al pozo se miró en el agua, y he aquí que su rostro era como el de un

sapo y su cuerpo escamoso como el de una víbora. Y desplomándose llorando sobre la hierba, se dijo:

«Seguramente esto me ha sucedido a causa de mi pecado. Pues he renegado de mi madre, la he arrojado lejos y he sido orgulloso y cruel con ella. Por lo tanto, iré en su busca por el mundo entero y no descansaré hasta que la haya encontrado.»

Entonces vino hacia él la hijita del leñador y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

-¿Qué importa que hayas perdido tu gentileza? Quédate con nosotros y yo no me burlaré de ti.

Y él le dijo: -No, porque he sido cruel con mi madre y me ha sido enviado este mal como castigo.

Tengo, pues, que marcharme de aquí y recorrer el mundo hasta que la encuentre y me conceda su perdón.

Así es que echó a correr por el bosque llamando a su madre para que volviese con él, pero sin obtener respuesta. Durante todo el día la estuvo llamando, y cuando el sol se puso, se echó a dormir sobre un lecho de hojas; los pájaros y los animales huían de él, porque recor-daban su crueldad, y se quedó solo con el sapo que lo velaba y con la víbora cautelosa que reptaba a su alrededor.

Al llegar la mañana, arrancó algunas bayas amargas de los árboles y se las comió. Luego siguió su camino por el gran bosque, llorando tristemente. Y a todo el que veía le preguntaba si había visto por casualidad a su madre. Preguntaba al topo:

-Tú que puedes deslizarte bajo la tierra, dime: ¿está ahí mi madre? Y el topo contestaba -Tú cegaste mis ojos. ¿Cómo podría yo saberlo? Preguntaba al jilguero: -Tú que puedes volar sobre las copas de los altos árboles y que puedes ver el mundo

entero, dime: ¿puedes ver a mi madre? Y el jilguero respondía: -Tú cortaste mis alas por gusto. ¿Cómo podría yo volar? A la pequeña ardilla que vivía en el abeto, y que estaba sola, le preguntó: -¿Dónde está mi madre? Y la ardilla respondió: -Tú mataste a los míos. ¿Tratas de matar también a los tuyos?

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El Niño-Estrella lloraba, bajando la cabeza, y rogaba a los seres de Dios que le perdonasen, y seguía por el bosque buscando a la mendiga. Al tercer día llegó al otro lado del bosque y bajó a la llanura.

Y cuando pasaba por los poblados los niños se burlaban de él, le tiraban piedras y los aldeanos no querían ni siquiera permitirle que durmiese en los graneros por temor a que trajese el tizón al grano almacenado (tan sucio era su aspecto), y los jornaleros lo echaban fuera y nadie tenía compasión de él. En ninguna parte podía saber nada de la mendiga que era su madre, aunque por espacio de tres años recorrió el mundo entero. A menudo creía verla por la carretera frente a él, y la llamaba y corría tras ella hasta que las piedras puntiagudas hacían sangrar sus pies. Pero nunca podía alcanzarla, y los que habitaban junto al camino negaban siempre haberla visto, ni a nadie que se le pareciese, y se burlaban de su dolor.

Por espacio de tres años vagó por el mundo, y en el mundo no había amor alguno, ni afecto desinteresado, ni caridad para él, pues el mundo era tal como él se lo había creado en los días de su gran orgullo.

Un atardecer llegó a la puerta de una ciudad reciamente amurallada que se levantaba junte a un río; cansado y con los pies doloridos:, fue a entrar en ella. Pero los soldados que estaban de guardia, cruzaron sus alabardas a través de la entrada y le dijeron ásperamente:

-¿Qué te trae por la ciudad? --Estoy buscando a mi madre -contestó- y os ruego que me dejéis pasar, pues quizá se

encuentre en esta ciudad. Pero ellos se burlaron de él, y uno, sacudiendo su negra barba y apoyando en tierra su

escudo, exclamó: -Verdaderamente, tu madre no se sentirá contenta de verte, porque eres más

repugnante que el sapo del pantano y la víbora que se arrastra por el cieno. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! Tu madre no vive en esta ciudad.

Y otro que sostenía un estandarte amarillo, le dijo: -¿Quién es tu madre v por qué la buscas? Y él repuso: -Mi madre es una mendiga como yo; la traté malvadamente y os ruego que me permi-

táis pasar para que ella pueda perdonarme, si es que se ha detenido en esta ciudad. Pero ellos no quisieron y le pincharon con sus lanzas. Cuando se volvía llorando, llegó un guerrero con armadura adornada con flores de oro

y yelmo con la figura de un león alado. Preguntó a los soldados quién era el que solicitaba la entrada, y ellos le contestaron:

-Es un mendigo, hijo de una mendiga, y lo hemos echado. -No -exclamó él riéndose-. Venderemos a este ser repugnante como esclavo y su

precio será el precio de una jarra de buen vino. Y un viejo de cara perversa, que pasaba por allí, le dijo: -Lo compro por ese precio. Cuando hubo pagado el precio, cogió al Niño-Estrella de la mano y lo condujo dentro

de la ciudad. Después de recorrer muchas calles, llegaron a una puertecita abierta en un muro, que

estaba cubierto por un granado. El viejo tocó la puerta con un anillo de jaspe tallado y se abrió; bajaron cinco escalones de bronce y entraron en un jardín lleno de negras adormideras y de verdes jarras de arcilla cocida. El viejo se quitó de su turbante una banda de seda estampada, vendó con ella los ojos del Niño-Estrella y lo empujó hacia adelante. Cuando le quitó la banda de los ojos, el Niño-Estrella se encontró en una mazmorra alumbrada por una linterna de cuerno.

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El viejo colocó sobre un tajo ante él, un pan lleno de moho y le dijo: «¡Come!» y una taza de agua corrompida, y le dijo: «¡Bebe!» Cuando hubo comido y bebido, el viejo se mar-chó, cerrando la puerta tras de él y asegurándola con una cadena de hierro.

Al llegar la mañana, el viejo, que era realmente el más sutil de los magos de Libia y había aprendido su arte de uno de esos que habitan en las tumbas del Nilo, fue hacia él y, frunciendo el ceño, le dijo:

-En un bosque cercano a la puerta de esta ciudad de infieles, hay tres monedas de oro. Una de ellas es de oro blanco, la otra de oro amarillo y la tercera es de oro rojo. Hoy me traerás la moneda de oro blanco; si no me la traes, te daré cien azotes. Vete rápidamente, y al ponerse el sol te esperaré a la puerta del jardín. Procura traer el oro blanco o lo pasarás mal, pues eres mi esclavo y te compré por una jarra de buen vino.

Vendando los ojos del Niño-Estrella con la banda de seda estampada, lo condujo por la casa y por el jardín de adormideras, y le hizo subir los cinco escalones de bronce. Y abriendo la puertecita con su anillo, lo dejó en la calle.

El Niño-Estrella salió por la puerta de la ciudad y llegó al bosque del que le había hablado el mago.

Ahora bien, este bosque, mirado desde fuera, era muy hermoso, pues parecía que estaba lleno de pájaros cantores y de flores de dulce aroma. Así es que el Niño-Estrella penetró en él alegremente. Sin embargo, poco le aprovechó aquella belleza, pues por donde quiera que se dirigía brotaban zarzas y espinas de la tierra, y los cardos le pinchaban con sus puñales, de tal modo que se sentía dolorosamente angustiado. En ninguna parte pudo encontrar la moneda de oro blanco de la que el mago le había hablado, aunque estuvo buscándola desde la mañana hasta el mediodía y desde el mediodía al atardecer.

Al ponerse el sol volvió el rostro hacia su casa, llorando amargamente, pues sabía la suerte que le estaba reservada.

Pero cuando llegó a los linderos del bosque oyó entre la maleza un grito de dolor. Olvidando su propia pena, corrió hacia aquel sitio y vio allí una pequeña liebre cogida en un cepo preparado por algún cazador para ella.

El Niño-Estrella se apiadó del animal y lo soltó, diciéndole: -Yo no soy más que un esclavo; sin embargo, puedo darte la libertad. La liebre le contestó así: -Cierto es que me has dado la libertad. ¿Qué podría yo darte a cambio? Y el Niño-Estrella le dijo: -Estoy buscando una moneda de oro blanco y no puedo encontrarla por ninguna parte.

Si no la llevo, mi amo me pegará. -Ven conmigo -dijo la liebre- y yo te conduciré hasta ella, pues sé dónde se oculta y

con qué fin. El Niño-Estrella se fue con la liebre y he aquí que en el hueco de un gran roble vio la

moneda de oro blanco que estaba buscando. Lleno de alegría, la cogió y dijo a la liebre: -El servicio que te hice me lo has devuelto con creces y la bondad que te mostré me la

has compensado centuplicada. -No -contestó la liebre-; como tú has obrado conmigo, así he obrado yo contigo. Y echó a correr velozmente, y el Niño-Estrella se encaminó a la ciudad. Ahora bien, a la puerta de la ciudad estaba sentado un leproso. Tenía el rostro tapado

por una capucha de lienzo gris, a través de cuyos agujeros le relucían los ojos como brasas. Cuando vio venir al Niño-Estrella, golpeó sobre su escudilla de madera y, agitando su campanilla, dijo:

-Dame una moneda o moriré de hambre. Me han arrojado de la ciudad y nadie tiene piedad de mí.

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-¡Ay! -exclamó el Niño-Estrella-. No tengo más que una moneda en mi bolsa y si no se la llevo a mi amo, me pegará, pues soy su esclavo.

Pero el leproso le imploró y suplicó hasta que el Niño-Estrella se compadeció y le dio la moneda de oro blanco.

Cuando llegó a casa del mago, éste le abrió la puerta, le hizo entrar y le dijo: -¿Traes la moneda de oro blanco? Y el Niño-Estrella contestó: -No la tengo. Entonces el mago se arrojó sobre él, le pegó y le puso delante un tajo vacío diciéndole:

«¡Come!», y una jarra vacía diciéndole: «¡Bebe!». Y lo encerró de nuevo en la mazmorra. A la mañana siguiente vino el mago a buscarlo, y dijo:

-Si hoy no me traes la moneda de oro amarillo, puedes estar seguro de que seguirás siendo esclavo mío y te daré trescientos correazos.

El Niño-Estrella fue al bosque y durante todo el día estuvo buscando la moneda de oro amarillo, sin poderla encontrar por ninguna parte. Al atardecer se sentó y empezó a llorar, y estando llorando vio venir hacia él a la pequeña liebre que había liberado del cepo.

La liebre le dijo: -¿Por qué lloras? ¿Y qué buscas en este bosque? Y el Niño-Estrella contestó: -Estoy buscando una moneda de oro amarillo que está escondida aquí; si no la

encuentro, mi amo me pegará y seguirá reteniéndome como esclavo. -Sígueme -exclamó la liebre, y echó a correr por el bosque hasta llegar a una charca de

agua, en cuyo fondo estaba la moneda de oro amarillo. -¿Cómo te daré las gracias? -dijo el Niño-Estrella-. He aquí que es la segunda vez que

me socorres. -No, tú fuiste el primero en compadecerte de mí -dijo la liebre, y echó a correr

velozmente. El Niño-Estrella cogió la moneda de oro amarillo, la metió en su bolsa y se dirigió

apresuradamente hacia la ciudad. Pero el leproso, que lo vio venir, fue a su encuentro y se arrodilló, diciéndole:

-¡Dame una moneda o moriré de hambre! El Niño-Estrella le dijo: -Tengo en mi bolsa solamente una moneda de oro amarillo, y si no la llevo, mi amo

me pegará y me retendrá como esclavo. Pero el leproso le suplicó de tal modo que el Niño-Estrella se compadeció de él y le

entregó la moneda de oro amarillo. Cuando llegó a casa del mago, éste le abrió y, haciéndolo entrar, le preguntó: -¿Traes la moneda de oro amarillo? Y el Niño-Estrella respondió: -No la tengo. Entonces el mago se arrojó sobre él, lo golpeó y, cargándolo de cadenas, lo encerró de

nuevo en la mazmorra. A la mañana siguiente el mago vino a buscarlo y le dijo: -Si hoy me traes la moneda de oro rojo te devolveré la libertad, pero si no me la traes,

ten la seguridad de que te mataré. El Niño-Estrella se fue, pues, al bosque, y durante todo el día buscó la moneda de oro

rojo, sin encontrarla por ninguna parte. Al anochecer se sentó y lloró, y cuando estaba llorando vio que venía hacia él la liebre.

Y la liebre le dijo:

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-La moneda de oro rojo que buscas está en la caverna que hay a tu espalda. Por lo tanto, no llores más y alégrate.

-¿Cómo te recompensaría? -exclamó el Niño-Estrella -. ¡Es la tercera vez que me socorres!

-No, tú fuiste el primero en apiadarte de mí -dijo la liebre, y echó a correr velozmente. El Niño-Estrella entró en la caverna y en el rincón más lejano encontró la moneda de

oro rojo. La metió en su bolsa y se marchó presuroso a la ciudad. Al verlo venir, el leproso se plantó en el centro del camino y le gritó:

-¡Dame la moneda roja o moriré! El Niño-Estrella se apiadó nuevamente de él y le dijo: -Tu miseria es mayor que la mía. Sin embargo, su corazón se entristeció, pues sabía la suerte desdichada que lo

esperaba. Pero he aquí que, al trasponer la puerta de la ciudad, los guardias se inclinaron ante él y le rindieron homenaje, diciendo:

-¡Qué hermoso es nuestro señor! Y una multitud de ciudadanos lo siguió, gritando: -¡Seguramente no hay nadie tan hermoso en el mundo entero! Por lo cual el Niño-Estrella lloraba y se decía: «Se están burlando de mí, divirtiéndose con mi desgracia.» Tan grande era la multitud que él se equivocó de camino y se encontró al final de una

gran plaza donde se erguía un palacio real. La puerta del palacio se abrió y los sacerdotes y los altos dignatarios de la ciudad avanzaron a su encuentro, se humillaron a él y dijeron:

-Tú eres nuestro señor, a quien esperábamos, hijo de nuestro Rey. Y el Niño-Estrella les contestó: -Yo no soy hijo del Rey, sino de una pobre mendiga. Y, ¿cómo decís que soy hermoso,

si yo sé que resulto horroroso a la vista? Entonces aquel cuya armadura tenía engastadas flores de oro, y en cuyo yelmo veíase

extendido un león alado, levantó su escudo y exclamó: -¿Cómo dice mi señor que no es hermoso? El Niño-Estrella se miró, y he aquí que su rostro era como había sido, su belleza había

vuelto a él y veía en sus ojos lo que no había visto antes. Los sacerdotes y los altos dignatarios se arrodillaron y le dijeron -Estaba profetizado de antiguo que en este día vendría el que ha de gobernarnos. Por lo

tanto, tome nuestro señor esta corona y este cetro y sea en su justicia y en su gracia nuestro Rey.

Pero él les dijo: -Yo no soy digno, pues he renegado de la madre que me engendró; no puedo descansar

hasta que no la haya encontrado y sepa que me concede su perdón. Así pues, dejadme mar-char; debo seguir vagando por el mundo y no puedo detenerme aquí, aunque me ofrezcáis la corona y el cetro.

En tanto hablaba así, volvió su rostro hacia la calle que conducía hacia la puerta de la ciudad, y he aquí que entre la multitud que se apiñaba en torno a los soldados vio a la mendiga que era su madre y, junto a ella, al leproso que estaba en el camino. Un grito de alegría salió de sus labios; echó a correr hacia ellos y, arrodillándose, besó los pies llagados de su madre y los humedeció con sus lágrimas. Con la cabeza inclinada en el polvo, sollo-zando, como si el corazón fuera a rompérsele, le dijo:

-Madre, yo renegué de ti en la hora de mi soberbia. Acógeme en la hora de mi humil-dad. Madre, yo te di odio; dame tu amor. Madre, yo te rechacé; admite ahora a tu hijo.

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Pero la mendiga no le contestó una palabra. El tendió sus manos, y abrazando los blancos pies del leproso, le dijo:

-Tres veces te di mi compasión. Ruega a mi madre que me hable siquiera una vez. Pero el leproso no le contestó una palabra.

El sollozó de nuevo y dijo: -Madre, mi sufrimiento es insoportable. Concédeme tu perdón y déjame volver al bos-

que. La mendiga le puso la mano sobre la cabeza y le dijo: -Levanta. El leproso le puso la mano sobre la cabeza y le dijo también: -Levanta. Se puso en pie y los miró, y he aquí que ellos eran un Rey y una Reina. Y la Reina le dijo: -Este es tu padre, al que socorriste. Y el Rey le dijo: -Esta es tu madre, cuyos pies lavaste con tus lágrimas. Y arrojándose a su cuello lo besaron, le hicieron entrar en el palacio, lo vistieron con

hermosos ropajes, pusieron la corona sobre su cabeza y el cetro en su mano, y sobre la ciudad que estaba junto al río gobernó y fue su señor. Gran justicia y clemencia mostró para todos: el perverso mago fue desterrado; al leñador y a su esposa les envió muchos ricos presentes y a los hijos les concedió altos honores. No permitió que nadie fuese cruel con los pájaros ni otros animales; enseñó amor, bondad y caridad, y al pobre le dio pan y ropa al desnudo, y hubo paz y abundancia en el país.

Sin embargo, no reinó largo tiempo, pues tan grande había sido su sufrimiento y tan amargo el infortunio de sus pruebas, que murió trascurridos tres años. Y el que le sucedió gobernó perversamente.

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Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante.

Era un jardín grande y bello, con suave hierba verde. Acá y allá sobre la hierba brotaban hermosas flores semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros que en primavera se cubrían de flores delicadas rosa y perla y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan melodiosamente que los niños dejaban de jugar para escucharles.

-¡Qué felices somos aquí! -se gritaban unos a otros. Un día regresó el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, y

se había quedado con él durante siete años. Al cabo de los siete años había agotado todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños que estaban jugando en el jardín.

-¿Qué estáis haciendo aquí? -gritó con voz muy bronca. Y los niños se escaparon corriendo. -Mi jardín es mi jardín -dijo el gigante-; cualquiera puede entender eso, y no

permitiré que nadie más que yo juegue en él. Así que lo cercó con una alta tapia, y puso este letrero:

SE PERSEGUIRÁ

A LOS TRANSGRESORES

Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ya dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero

la carretera estaba muy polvorienta y llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían dar vueltas alrededor del alto muro cuando terminaban las clases y hablaban del bello jardín que había al otro lado.

-¡Qué felices éramos allí! -se decían. Luego llegó la primavera y todo el campo se llenó de florecillas y de pajarillos.

Sólo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. A los pájaros no les in-teresaba cantar en él, ya que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. En una ocasión una hermosa flor levantó la cabeza por encima de la hierba, pero cuando vio el letrero sintió tanta pena por los niños que se volvió a deslizar en la tierra y se echó a dormir. Los únicos que se alegraron fueron la nieve y la escarcha.

-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que viviremos aquí todo el año.

La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco, y la escarcha pintó todos los árboles de plata. Luego invitaron al viento del Norte a vivir con ellas, y acudió. Iba envuelto en pieles, y bramaba todo el día por el jardín, y soplaba sobre las chimeneas hasta que las tiraba.

-Este es un lugar delicioso -dijo-. Tenemos que pedir al granizo que nos haga una visita.

Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba sobre el tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego corría dando vueltas y más vueltas por el jardín tan deprisa como podía. Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo.

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-No puedo comprender por qué la primavera se retrasa tanto en llegar -decía el gigante egoísta cuando sentado a la ventana contemplaba su frío jardín blanco-. Espero que cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegaba nunca, ni el verano. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

-Es demasiado egoísta -decía. Así es que siempre era invierno allí, y el viento del Norte y el granizo y la

escarcha y la nieve danzaban entre los árboles. Una mañana, cuando estaba el gigante en su lecho, despierto, oyó una hermosa

música. Sonaba tan melodiosa a su oído que pensó que debían de ser los músicos del rey que pasaban. En realidad era sólo un pequeño pardillo que cantaba delante de su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar a un pájaro en su jardín que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su cabeza, y el viento del Norte dejó de bramar, y llegó hasta él un perfume delicioso a través de la ventana abierta.

-Creo que la primavera ha llegado por fin -dijo el gigante. Y saltó del lecho y se asomó. ¿Y qué es lo que vio? Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha de la tapia, los niños habían

entrado arrastrándose, y estaban sentados en las ramas de los árboles. En cada árbol de los que podía ver había un niño pequeño. Y los árboles estaban tan contentos de tener otra vez a los niños, que se habían cubierto de flores y mecían las ramas suavemente sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban y gorjeaban de gozo, y las flores se asomaban entre la hierba verde y reían. Era una bella escena. Sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y había en él un niño pequeño; era tan pequeño, que no podía llegar a las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía enteramente cubierto de escarcha y de nieve, y el viento del Norte soplaba y bramaba sobre su copa.

-Trepa, niño -decía el árbol-, e inclinaba las ramas lo más que podía. Pero el niño era demasiado pequeño. Y el corazón del gigante se enterneció mientras miraba. -¡Qué egoísta he sido! -se dijo-; ahora sé por qué la primavera no quería venir

aquí. Subiré a ese pobre niño a la copa del árbol y luego derribaré la tapia, y mi jardín será el campo de recreo de los niños para siempre jamás.

Realmente sentía mucho lo que había hecho. Así que bajó cautelosamente las escaleras y abrió la puerta principal muy

suavemente y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se escaparon todos corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño pequeño no corrió, pues tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio llegar al gigante. Y el gigante se acercó a él silenciosamente por detrás y le cogió con suavidad en su mano y le subió al árbol. Y al punto el árbol rompió en flor, y vinieron los pájaros a cantar en él; y el niño extendió sus dos brazos y rodeó con ellos el cuello del gigante, y le besó.

Y cuando vieron los otros niños que el gigante ya no era malvado, volvieron corriendo, y con ellos llegó la primavera.

-El jardín es vuestro ahora, niños -dijo el gigante. Y tomó un hacha grande y derribó la tapia. Y cuando iba la gente al mercado a las doce encontró al gigante jugando con los

niños en el más bello jardín que habían visto en su vida. Jugaron todo el día, y al atardecer fueron a decir adiós al gigante.

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-Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero -preguntó él-, el niño que subí al árbol?

Era al que más quería el gigante, porque le había besado. -No sabemos -respondieron los niños-; se ha ido. -Tenéis que decirle que no deje de venir mañana -dijo el gigante. Pero los niños replicaron que no sabían dónde vivía, y que era la primera vez que

le veían; y el gigante se puso muy triste. Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar con el

gigante. Pero al pequeño a quien él amaba no se le volvió a ver. El gigante era muy cariñoso con todos los niños; sin embargo, echaba en falta a su primer amiguito, y a menudo hablaba de él.

-¡Cómo me gustaría verle! -solía decir. Pasaron los años, y el gigante se volvió muy viejo y muy débil. Ya no podía

jugar, así que se sentaba en un enorme sillón y miraba jugar a los niños, y admiraba su jardín.

-Tengo muchas bellas flores -decía-, pero los niños son las flores más hermosas. Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el

invierno, pues sabía que era tan sólo la primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

De pronto, se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró. Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado.

Bajó corriendo las escaleras el gigante con gran alegría, y salió al jardín. Atravesó presurosamente la hierba y se acercó al niño. Y cuando estuvo muy cerca su rostro enrojeció de ira, y dijo:

-¿Quién se ha atrevido a herirte? Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y las

señales de dos clavos estaban asimismo en sus piececitos. -¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el gigante-; dímelo y cogeré mi gran

espada para matarle. -¡No! -respondió el niño-; estas son las heridas del amor. -¿Quién eres tú? -dijo el gigante, y le embargó un extraño temor, y se puso de

rodillas ante el niño. Y el niño sonrió al gigante y le dijo: -Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que

es el paraíso. Y cuando llegaron corriendo los niños aquella tarde, encontraron al gigante que

yacía muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.

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Dominando la ciudad, sobre una alta columna, descansaba la estatua del Príncipe Feliz. Cubierta por una capa de oro magnífico, tenía por ojos dos zafiros claros y brillantes, y un gran rubí centelleaba en el puño de su espada.

Era admirado por todos: “Es tan hermoso como el gallo de una veleta” -afirmaba uno de los dos concejales de la ciudad que deseaba ganar fama como conocedor de las bellas artes- “nada más que no resulta tan útil” -añadía, temiendo que las gentes pudieran juzgarle impráctico; cosa que en realidad no era.

-“¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?” -decía una madre razonable a su pequeño que lloraba por alcanzar la luna- “Al Príncipe Feliz nunca se le ocurre llorar por nada”.

-“Me alegra que haya alguien en el mundo que sea tan feliz” -mascullaba un pobre hombre frustrado, contemplando la estatua maravillosa.

-“Es igual que un Ángel” -comentaban los niños del coro de la catedral cuando salían de ella con sus esclavinas rojas y sus roquetes blancos y almidonados.

-“¿Cómo lo sabéis?” -replicaba el maestro de matemáticas-, “¿si nunca habéis visto uno?”

-“¡Ah, porque los hemos visto en sueños!” -contestaban los muchachos; y el maestro de matemáticas fruncía el ceño y tomaba una actitud muy seria porque no le gustaba que los niños soñasen.

Una noche voló sobre la ciudad una golondrina. Sus compañeras ya habían partido hacia Egipto seis semanas antes, pero ella se retrasó porque estaba enamorada de un bellísimo junco. Lo había conocido al principio de la primavera cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y se sintió atraída de tal manera por su tallo esbelto, que se detuvo para hablarle.

-¿Aceptas mi amor? -le preguntó la golondrina que nunca se andaba con rodeos; y el junco hizo una ceremoniosa inclinación. Entonces la golondrina voló haciendo grandes círculos a su alrededor, rozaba la superficie de las aguas con las puntas de sus alas, dejando brillantes estelas de plata. Ésa era su manera de cortejar; y así transcurrió todo el verano.

-“Son unas relaciones tontas” -gorjeaban las otras golondrinas-. “El es pobre y tiene demasiados parientes”. -Y verdaderamente, el río estaba lleno de juncos. Entonces, al llegar el otoño, todas las golondrinas alzaron el vuelo.

Cuando ya se habían alejado, la golondrina se sintió sola, y comenzó a cansarse de su amante. “No tiene conversación” -se decía-. “Además creo que es casquivano, porque constantemente coquetea con brisa”. -Y era verdad, en cuanto la brisa comenzaba, el junco hacía las reverencias más graciosas.“Además tengo que reconocer que es demasiado casero” -continuaba- “y a mí me gusta viajar, y a mi compañero, por tanto, deberá gustarle viajar conmigo.”

-“Te vendrías conmigo” -le preguntó al fin, pero el junco. sacudió la cabeza,... ¡se sentía tan ligado a su hogar!

“¡Te has estado burlando de mí!” –gritó la golondrina-. “Me marcho a las Pirámides, ¡adiós!” -y echó a volar.

Voló durante todo el día, y ya de noche llegó a la ciudad. -“Dónde me alojaré” -se preguntó-. “Espero que la ciudad haya preparado algún

lugar para mí.” Entonces divisó la gran columna, -“Me cobijaré allá” -gorjeó-. “Es un magnífico lugar con bastante aire fresco.” -Y

así, se detuvo justamente entre los dos pies del Príncipe Feliz.

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-“Tengo una habitación dorada” -se dijo quedamente después de mirar en torno suyo y preparándose a dormir; pero en el momento en que iba a poner la cabeza bajo el ala, una gran gota de agua le cayó encima-. “¡Qué raro!”-exclamó- “no hay una sola nube en el cielo, las estrellas se ven claras y brillantes, y sin embargo está lloviendo. El clima en el norte de Europa es verdaderamente terrible. Al junco le gustaba la lluvia, pero eso no era más que puro egoísmo.”

Entonces le cayó otra gota. -“De qué me sirve una estatua, si no me protege de la lluvia” -dijo la golondrina-.

“Voy a buscar el copete de una chimenea”, y ya iba a emprender el vuelo pero antes de que hubiese desplegado las alas, le cayó encima una tercera gota. Entonces miró hacia arriba y vio... ¡Ah!, ¿qué es lo que vio?

Los ojos del príncipe estaban bañados en lágrimas, y las lágrimas corrían por sus mejillas doradas. Su cara era tan hermosa bajo la luz de la luna que la pequeña golondrina se sintió llena de lástima.

-‘¿Quién eres?” -le preguntó. -“Soy el Príncipe Feliz”. -“Entonces; ¿por qué lloras?” -dijo la golondrina-, “me has empapado.” -“Cuando estaba vivo, y tenía un corazón humano” -contestó la estatua-, “no sabía

lo que eran las lágrimas, porque vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde a la tristeza no se le permite entrar. Durante el día jugaba con mis amigos en el jardín, y en la noche yo dirigía las danzas en el Gran Salón.

“Alrededor del jardín se alzaba una tapia altísima, pero nunca me preocupé por preguntar lo que se encontraba tras ella; todo lo que me rodeaba era tan bello. Mis cortesanos me llamaban El Príncipe Feliz, y en realidad lo era, si es que el placer es la felicidad. Así viví, y así morí. Y ahora que estoy muerto me han colocado a tal altura, que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón ahora es de plomo, no me queda más remedio que llorar.”

-“Pues qué, ¿no está hecho de oro macizo?” -se dijo para sí la golondrina, pues era muy cortés para hacer observaciones en voz alta.

-“Allá lejos” --continuó la estatua en voz baja y melódica-, “allá lejos, en una callejuela, hay una casa muy pobre. Una de las ventanas permanece abierta, y por ella puedo ver una mujer sentada ante una mesa. Su cara se ve demacrada y triste, tiene manos toscas y enrojecidas, y las yemas de sus dedos picadas por la aguja, porque es costurera. Está bordando pasionarias en un vestido de seda que deberá lucir la más encantadora de las damas de honor de la reina, en el próximo gran baile de la Corte. Sobre una cama, en un rincón del mismo cuarto, yace su pequeño hijo enfermo, con fiebre, y pide naranjas. Su madre no tiene nada para darle, más que el agua del río; y por eso el pequeño llora. Golondrina, golondrina, golondrinita, ¿no quisieras llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal, y no puedo moverme.

-“Me están esperando en Egipto” -contestó la golondrina-. Mis compañeras ya vuelan de aquí para allá sobre el Nilo, y hablan con los grandes lotos. Pronto se recogerán a dormir en la tumba del Gran Rey. El Rey está allí mismo dentro de su sarcófago pintado. Envuelto en bandas de lino amarillo y embalsamado con especies. Tiene puesto un collar de jades verde pálido, alrededor del cuello, y sus manos son como hojas marchitas.”

-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el príncipe- “¿No podrías quedarte conmigo una noche más, y ser mi mensajera?-¡El niño tiene tanta sed, y su madre está tan triste!”

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-“No creo que me gusten los niños” -contestó la golondrina-. “El año pasado cuando estaba en el río, andaban por allí dos muchachos groseros, hijos del molinero, y que siempre me tiraban piedras. Nunca llegaron a alcanzarme, por supuesto; nosotras las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo procedo de una familia famosa por su agilidad; pero aun así, eso no dejaba de demostrar una gran falta de respeto”.

Pero El Príncipe Feliz se veía tan triste, que la pequeña golondrina se sintió compadecida.

-“Aquí hace mucho frío” -dijo al fin- “pero me quedaré contigo por una noche y seré tu mensajera.”

-“Gracias golondrinita” -contestó el Príncipe. Entonces la golondrina arrancó el gran rubí del puño de la espada del Príncipe, y

llevándolo en el pico, voló sobre los techos de la ciudad. Pasó sobre la torre de la catedral, donde estaban esculpidos unos ángeles en mármol

blanco. Cruzó cerca del palacio y oyó la música del baile. Una preciosa joven se asomó al balcón junto a su novio.

-“¡Qué maravillosas son las estrellas!” -dijo él a la muchacha- ¡y también qué asombroso el poder del amor!”

-“Espero que mi vestido esté terminado a tiempo para el baile oficial” -respondió ella-. “He mandado bordar en él, pasionarias; pero las costureras son tan perezosas...”

La golondrina pasó por encima del río, y vio la luz de los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Voló sobre el Ghetto, y vio a los viejos judíos, negociando entre sí, y pesando el dinero en balanzas de cobre. Por fin llegó a la pobre vivienda, y miró dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camastro, y la madre se había dormido... ¡estaba tan cansada! ... Se deslizó rauda en la habitación, y depositó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la costurera. Entonces, graciosamente, revoloteó alrededor de la cama, abanicando con sus alas la frente del niño.

-“¡Qué fresco siento!” -exclamó el niño- “debo estar mejorando”, y se sumergió en un sueño delicioso.

Entonces la golondrina regresó volando hacia el Príncipe Feliz, y le narró lo que había hecho. “Es curioso, comentó, pero ahora me siento con bastante calor, a pesar de estar haciendo tanto frío.”

-“Es porque has realizado una buena acción” -dijo el Príncipe. La golondrinita comenzó a reflexionar, y se quedó dormida. El pensar siempre le

daba sueño. Cuando empezaba a amanecer bajó volando al río y se bañó. -‘¡Qué fenómeno más notable!” -dijo el profesor de ornitología, al pasar por el

puente- “¡Una golondrina en invierno!” Y escribió sobre este asunto una larga carta al periódico local. Todos la citaban y

hablaron de ella, ¡estaba llena de tantas palabras que no alcanzaban a entender! ... -“Esta noche parto para Egipto” -dijo la golondrina, sintiéndose entusiasmada con

esta perspectiva. Visitó todos los monumentos públicos, y estuvo descansando largo rato en la

cúspide del campanario. Donde quiera que fuese, los gorriones gorjeaban y se decían unos a otros:

-“Que forastera tan distinguida”. Y se sentía muy contenta y halagada al oírlo. Cuando salió la luna, voló de regreso al Príncipe Feliz. -“¿No tienes ningún encargo para Egipto?” -le gritó-. “Ya me voy”

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-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -contestó el Príncipe-. “¿No podrías quedarte conmigo una noche más?”

-“Me esperan en Egipto” -fue la respuesta-. “Mañana mis compañeras volarán a la segunda catarata. Allí el hipopótamo descansa -sobre los juncos y el dios Memnón reposa sobre su gran trono de granito, vigilando las estrellas durante toda la noche, y cuando surge brillante la estrella matutina, lanza un gran grito de alegría, y vuelve a quedar silencioso. A medio día los leones amarillos se acercan a las orillas para beber. Tienen ojos como aguamarinas verdes, y su rugido domina al de las cataratas.”

-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el Príncipe-. “Lejos, más allá de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre su mesa llena de papeles, y enfrente tiene un vaso con un ramito de violetas marchitas. Su cabello es castaño y rizado, sus labios rojos como granos de granada; y los ojos son hermosos y soñadores. Está tratando de concluir una obra para el director del teatro; pero tiene un frío tan terrible que ya no puede escribir más. No hay fuego en la habitación, y el hambre ha hecho que se desmaye.”

-“Esperaré una noche más y me quedaré contigo” -contestó la golondrina, que en verdad tenía muy buen corazón-. “¿Le llevaré otro rubí?”

-“¡Ay, ya no tengo rubí!” -dijo el Príncipe-. “Mis ojos son todo lo que me queda. Están hechos con zafiros rarísimos, que fueron traídos de la India, hace mil años. Sácame uno, y llévaselo a él. Lo venderá a un joyero, y comprará leña, y podrá terminar su obra.

-“Querido Príncipe” -replicó la golondrina- “no puedo hacer eso” -y comenzó a llorar.

-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -insistió el Príncipe-. “Haz lo que te ordeno”.

Así pues, la golondrina le sacó un ojo al Príncipe, y voló llevándolo hasta la buhardilla del estudiante. Fue fácil entrar, pues había un agujero en el techo. Penetró por él como una flecha, a la habitación.

El joven tenía la cabeza hundida entre las manos. No pudo percatarse del aleteo del pájaro, y cuando levantó la cabeza, descubrió el hermoso zafiro descansando sobre las violetas marchitas.

-“Empiezo a ser apreciado” -exclamó-. “Esto debe venir de algún gran admirador. Ahora puedo terminar mi obra”-. Estaba verdaderamente dichoso.

Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto. Se detuvo en el mástil de un gran barco, mirando a los marineros que sacaban grandes cajas de la cala, tirando de gruesas cuerdas.

-“¡Arriba, iza!” -gritaban según salía cada caja. -“¡Yo voy para Egipto!” -gritó la golondrina; pero nadie le hizo caso; y cuando se

levantó la luna, regresó de nuevo al Príncipe Feliz, volando. -“He vuelto para despedirme de ti, para decirte adiós. -“Golondrina, golondrina, golondrinita” -contestó el Príncipe-. “¿No te quedarías

una noche más conmigo?” -“Ya es invierno” -dijo la golondrina- “y la helada nieve pronto llegará. En Egipto el

sol es caliente sobre las palmeras verdes, y los cocodrilos descansan en el lodazal y miran perezosos a su alrededor. Mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbec, y las palomas blancas y rosadas las vigilan, arrullándose entre sí. Querido Príncipe, tengo que abandonarte, pero nunca te podré olvidar, y en la próxima primavera, te traeré dos magníficas piedras preciosas, en lugar de las que has regalado. El rubí será más rojo que una rosa, y el zafiro será tan azul como el ancho mar”.

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-“Allá abajo, en la plaza” -siguió diciendo el Príncipe Feliz- “está en pie una niña vendedora de cerillos. Se le han caído todos los cerillos al arroyo, y ya no sirven. Su padre la maltratará, le pegará, si no trae algo de dinero a la casa, y por eso llora. No tiene ni zapatos ni medias, y su cabeza está descubierta. Sácame el otro ojo, dáselo, y su padre no le pegará”.

-”Me quedaré una noche más contigo” -respondió la golondrina-, “pero no puedo sacarte el otro ojo. Te quedarás completamente ciego”.

-“Golondrina, golondrina, golondrinita” -dijo el Príncipe-. “Haz lo que te mando.” Así las cosas, le sacó el otro ojo, y lo llevó consigo, descendiendo y pasando junto a

la pequeña vendedora de cerillos, le deslizó la gema en la palma de la mano. - “Qué precioso vidrio” -gritó la niña-. Y corrió riendo hacia su casa. Entonces la golondrina volvió al Príncipe. -“Ahora estás ciego” -dijo-. “Así es que me quedaré para siempre contigo.” -“No, golondrinita” -replicó el pobre Príncipe-. “Debes irte a Egipto.” -“Me quedaré para siempre a tu lado” -dijo la golondrina. Y se durmió a los pies del

Príncipe. Todo el día siguiente lo pasó sobre el hombro del Príncipe, y le contó muchas cosas

de todo lo que había visto en países extraños. Le habló de los ibis rojos, que permanecen inmóviles en largas hileras a orillas del Nilo, y pescan peces dorados, con sus largos picos. De la Esfinge, que es tan antigua como el mundo, que vive en el desierto, y todo lo sabe. De los mercaderes, que caminan despacio al lado de sus camellos, y van pasando las cuentas de ámbar de los rosarios entre sus dedos. Le hizo relatos del rey de las montañas de la luna, que es tan negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal. También le describió la enorme serpiente verde que duerme enroscada en una palmera, y tiene veinte sacerdotes que la alimentan con pastelillos de miel. Y también le dijo de los pigmeos que navegan por un gran lago, sobre anchísimas hojas planas, y que siempre está en guerra con las mariposas.

-“Querida golondrinita” -dijo el Príncipe- “me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso que todo eso, es el sufrimiento de hombres y mujeres. No existe misterio más grande que el de la miseria. Vuela sobre mi ciudad, golondrinita, y dime lo que ves en ella”.

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad; y pudo ver a los ricos holgar dichosos en sus hermosas mansiones, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló a través de barriadas sombrías, y contempló las caras lívidas de niños hambrientos mirando inmóviles hacia las calles en tinieblas. Bajo uno de los arcos de un puente, dos pequeños dormían abrazados tratando de calentarse uno al otro.

-“Tenemos mucha hambre” -decían. -“¡Aquí no se puede estar tumbado!” -gritó el vigilante. Y se alejaron bajo la lluvia. Entonces regresó al Príncipe volando, y le dijo todo lo

que había visto. -“Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe- me lo debes quitar, hoja por hoja, y

darlo a mis pobres; los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices. Hoja tras hoja de oro fino arrancó la golondrina, hasta que el Príncipe Feliz se quedó

gris y deslucido. Hoja tras hoja de oro fino llevó la golondrina a los pobres, y las caras de los niños se fueron tornando rosadas, y reían y jugaban en las calles, y exclamaban alegremente: “¡Ahora tenemos pan!”

Y entonces llegó la nieve, y después de la nieve vino la helada. Las calles parecían cubiertas de plata, ¡eran tan brillantes y pulidas!...; grandes témpanos como dagas de

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cristal colgaban de los aleros de las casas, toda la gente iba envuelta en pieles, y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el hielo.

La pobre golondrinita tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe; ¡era muy grande su amor por él! Picoteaba las migajas en la puerta de la panade-ría, cuando su dueño no se daba cuenta y trataba de calentarse, batiendo sus alas.

Pero al fin comprendió que iba a morir. Tuvo suficientes fuerzas para volar de nuevo hasta el hombro del Príncipe.

-“Adiós, querido Príncipe” -murmuró-. “¿Me permites besar tu mano?” -“Me alegra que puedas por fin regresar a Egipto, golondrinita” -contestó el

Príncipe-. “Ya has estado demasiado tiempo aquí; pero tienes que besarme en los labios, porque te amo.”

-“No es a Egipto a donde voy” -dijo la golondrina-. “Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es la hermana del sueño, ¿no es verdad?”

Y besó al Príncipe Feliz en los labios. Y cayó muerta a sus pies. En ese momento un sonido extraño se oyó en el interior de la estatua, como si algo se hubiese quebrado. El hecho es que el corazón de plomo se había partido en dos. Estaba cayendo una terrible helada.

A la mañana siguiente, el Alcalde paseaba abajo, en la plaza, acompañado por los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna, miraron hacia la estatua:

-“¡Válgame Dios!” -exclamó-. “¡Qué desaliñado se ve el Príncipe Feliz!” -“¡De veras, qué andrajoso!” -añadieron los regidores de la ciudad, que siempre

estaban de acuerdo con el Alcalde; y se acercaron y subieron a examinarla. -“El rubí se ha caído del puño de su espada, los ojos han desaparecido, y ya no tiene

nada de oro encima” -dijo el Alcalde-. “En verdad casi no se diferencia de un mendigo.” -“No se diferencia de un mendigo” -repitieron los regidores de la ciudad. -“¡Y aquí se encuentra un pajarillo muerto a sus pies!” -continuó el Alcalde. -“Debemos promulgar un bando, prohibiendo que los pájaros mueran aquí.” Y el Alguacil de la ciudad tomó nota de esta iniciativa. Así fue como bajaron la estatua del Príncipe Feliz. “Ya que habiendo dejado de ser

hermoso, ya tampoco era útil”; dijo el Profesor de Arte de la Universidad. Entonces fundieron la estatua en un gran horno, y el Alcalde convocó a una reunión

para decidir lo que debería hacerse con el metal. -“Tendremos que levantar otra estatua, por supuesto” -y añadió-. “Y, por ejemplo,

podría ser una estatua mía.” -“O la mía” -repitieron cada uno de los regidores. Y comenzaron a discutir. La última vez que supe algo de ellos, fue que todavía

estaban discutiendo. -“¡Qué cosa más rara!” -dijo el maestro de fundidores-. “Este roto corazón de

plomo, no se puede fundir en el horno. Lo tenemos que tirar.” Y lo tiraron sobre un montón de cenizas donde también se encontraba la golondrina

muerta. -“Tráeme las dos cosas más preciosas de toda la ciudad” -dijo Dios a uno de sus

ángeles; y el ángel le trajo el corazón de plomo y el pajarillo muerto. -“Escogiste bien” -dijo Dios-. “Por que en mi Jardín del Paraíso este pajarillo

cantará eternamente, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz me alabará.”

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