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"Nunca", dijo Wellington después de Waterloo, "me tomé mu- chas molestias por ninguna batalla". Es una afirmación gene- rosa. Las batallas de Wellington fueron tantas que, en 1815, lo que le habría supuesto molestias hubiera sido enumerarlas. Dieciséis batallas y ocho asedios como comandante, y varios más como subordinado, es la cuenta completa. Como empuñó por vez primera un arma el 15 de septiembre de 1794, en Holanda, sale una media de más de una batalla o asedio al año; si se restan varios años de paz o trabajo de estado mayor, la incidencia anual sería realmente más alta. En 1811 llevó a cabo cuatro pequeñas acciones tan sólo en marzo, y en 1812 dirigió dos asedios y obtuvo la gran victoria de Salamanca, considera- da por los que gustan de escribir sobre batallas como su "obra maestra". Pero fue Waterloo la que contaría: para la historia de Europa, para su reputación, en su propia memoria. "Fue el asunto más temerario en que me haya visto involucrado... Nunca estuve tan cerca de la derrota". Si evitó la derrota, fue en gran parte por las molestias que se tomó para ello. La energía de Wellington era legendaria; tam- bién lo era su atención al detalle, su renuencia a delegar en otros su capacidad para actuar sin dormir ni comer, su despreo- cupación por su comodidad personal, su desprecio del peligro. Pero en los cuatro días de la campaña de Waterloo superó sus altas cotas de valor y ascetismo. Apenas durmió, por ejemplo. Todo empezó el 15 de junio, jue- ves, cuando le llegaron las noticias del ataque de Napoleón a sus aliados prusianos antes del baile que daba la duquesa de Richmond en Bruselas; no se fue a la cama hasta las tres de la madrugada y se levantó de nuevo a las cinco. Volvió a acos- tarse a medianoche de ese día, 16 de junio, en el albergue del Roi d'Espagne en Genappe, pero se levantó a las tres de la madrugada. Se echó en la cama en el pueblo de Waterloo entre las once y las doce, pero el 18 de junio, sábado, el día de la batalla, estaba escribiendo cartas a las tres de la madrugada. Exceptuando una breve cabezada en la mañana del 17 de junio, sólo durmió nueve horas entre la madrugada del 15 de junio y la medianoche del día 18, cuando se acostó en un jergón en su cuartel general de campo, tras ofrecer su cama a uno de sus ofi- ciales de estado mayor moribundo. En noventa horas, nueve horas de sueño; la explicación del propio Wellington a Lady Shelley un mes después es suficiente: "En lo más reñido de la batalla, estaba demasiado ocupado para sentir nada". ¿Ocupado en qué? Desde luego, muy ocupado; su primera reacción ante las noticias del avance de Napoleón fue pedir al duque de Richmond, en un momento en que no distraía a su anfitrión de los deberes de hospitalidad, si tenía "un buen mapa en la casa". De éste dedujo el peligro de la situación ("¡Napoleón me ha embaucado, Dios mío! Me ha ganado veinticuatro horas de marcha") y regresó precipitadamente a sus aposentos. Instantáneamente se durmió. "No quiero quedarme despierto, no es bueno. Hay que hacer lo posible por no estar despierto". Pero su descanso fue breve. Fue despertado a las cinco por un mensaje de Blücher, el general prusiano con cuya cooperación contaba para el éxito, y a las cinco y media estaba dando órdenes. A las ocho ya se encontraba en camino, al frente de su estado mayor de cuarenta o cincuenta funcionarios y mensajeros, hacia el cruce de Quatre Bras, en el camino de Francia a Bruselas. Allí fue donde intentó hacer su primera parada. Llegó a las diez, dictó un despacho para Blücher y a mediodía decidió que debía conferenciar con su aliado en persona. Los nueve kilómetros de cabalgada a Ligny le llevaron una hora, una breve conferencia y una inspección por catalejo de la zona circundante durante unos pocos minutos, y regresó a Quatre Bras, adonde llegó a las dos y veinte. Se encontró con los prolegómenos de una batalla. A las tres estaba en plena actividad. Permaneció las dos horas siguientes, a corta distancia de los franceses, desplegando sus batallones, apresurándose a destacar refuerzos, reuniendo unidades sepa- radas, situando a la artillería y, en un momento dado, escapan- do al galope de la caballería francesa. Ganó la carrera, ayudan- UNTREF VIRTUAL | 1 La máscara del mando John Keegan Capítulo 2: Wellington: el antihéroe

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Page 1: Wellington: el antihéroe Capítulo 2 · bién lo era su atención al detalle, su renuencia a delegar en otros su capacidad para actuar sin dormir ni comer, su despreo-cupación por

"Nunca", dijo Wellington después de Waterloo, "me tomé mu-chas molestias por ninguna batalla". Es una afirmación gene-rosa. Las batallas de Wellington fueron tantas que, en 1815, loque le habría supuesto molestias hubiera sido enumerarlas.Dieciséis batallas y ocho asedios como comandante, y variosmás como subordinado, es la cuenta completa. Como empuñópor vez primera un arma el 15 de septiembre de 1794, enHolanda, sale una media de más de una batalla o asedio al año;si se restan varios años de paz o trabajo de estado mayor, laincidencia anual sería realmente más alta. En 1811 llevó a cabocuatro pequeñas acciones tan sólo en marzo, y en 1812 dirigiódos asedios y obtuvo la gran victoria de Salamanca, considera-da por los que gustan de escribir sobre batallas como su "obramaestra". Pero fue Waterloo la que contaría: para la historia deEuropa, para su reputación, en su propia memoria. "Fue elasunto más temerario en que me haya visto involucrado...Nunca estuve tan cerca de la derrota".

Si evitó la derrota, fue en gran parte por las molestias que setomó para ello. La energía de Wellington era legendaria; tam-bién lo era su atención al detalle, su renuencia a delegar enotros su capacidad para actuar sin dormir ni comer, su despreo-cupación por su comodidad personal, su desprecio del peligro.Pero en los cuatro días de la campaña de Waterloo superó susaltas cotas de valor y ascetismo.

Apenas durmió, por ejemplo. Todo empezó el 15 de junio, jue-ves, cuando le llegaron las noticias del ataque de Napoleón asus aliados prusianos antes del baile que daba la duquesa deRichmond en Bruselas; no se fue a la cama hasta las tres de lamadrugada y se levantó de nuevo a las cinco. Volvió a acos-tarse a medianoche de ese día, 16 de junio, en el albergue delRoi d'Espagne en Genappe, pero se levantó a las tres de lamadrugada. Se echó en la cama en el pueblo de Waterloo entrelas once y las doce, pero el 18 de junio, sábado, el día de labatalla, estaba escribiendo cartas a las tres de la madrugada.

Exceptuando una breve cabezada en la mañana del 17 de junio,sólo durmió nueve horas entre la madrugada del 15 de junio y lamedianoche del día 18, cuando se acostó en un jergón en sucuartel general de campo, tras ofrecer su cama a uno de sus ofi-ciales de estado mayor moribundo. En noventa horas, nuevehoras de sueño; la explicación del propio Wellington a LadyShelley un mes después es suficiente: "En lo más reñido de labatalla, estaba demasiado ocupado para sentir nada".

¿Ocupado en qué? Desde luego, muy ocupado; su primerareacción ante las noticias del avance de Napoleón fue pedir alduque de Richmond, en un momento en que no distraía a suanfitrión de los deberes de hospitalidad, si tenía "un buen mapaen la casa". De éste dedujo el peligro de la situación ("¡Napoleónme ha embaucado, Dios mío! Me ha ganado veinticuatro horasde marcha") y regresó precipitadamente a sus aposentos.Instantáneamente se durmió. "No quiero quedarme despierto,no es bueno. Hay que hacer lo posible por no estar despierto".Pero su descanso fue breve. Fue despertado a las cinco por unmensaje de Blücher, el general prusiano con cuya cooperacióncontaba para el éxito, y a las cinco y media estaba dandoórdenes.

A las ocho ya se encontraba en camino, al frente de su estadomayor de cuarenta o cincuenta funcionarios y mensajeros, haciael cruce de Quatre Bras, en el camino de Francia a Bruselas. Allífue donde intentó hacer su primera parada. Llegó a las diez,dictó un despacho para Blücher y a mediodía decidió que debíaconferenciar con su aliado en persona. Los nueve kilómetros decabalgada a Ligny le llevaron una hora, una breve conferencia yuna inspección por catalejo de la zona circundante durante unospocos minutos, y regresó a Quatre Bras, adonde llegó a las dosy veinte.

Se encontró con los prolegómenos de una batalla. A las tresestaba en plena actividad. Permaneció las dos horas siguientes,a corta distancia de los franceses, desplegando sus batallones,apresurándose a destacar refuerzos, reuniendo unidades sepa-radas, situando a la artillería y, en un momento dado, escapan-do al galope de la caballería francesa. Ganó la carrera, ayudan- UNTREF VIRTUAL | 1

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do a las bayonetas del 92 de Gordon a ponerse fuera del alcan-ce de los lanceros franceses. A las cinco organizó el fuego de sumejor infantería para dispersar un ataque concertado de caba-llería, y a las seis y media comenzó a enviar refuerzos a la línea.Poco después estuvo en condiciones de ordenar el avance, y alas nueve los franceses, que en todo caso habían recibido órde-nes de Napoleón de abandonar el campo de batalla, habían par-tido. Wellington había permanecido bajo el fuego seis horas, enun constante movimiento a lo largo de un frente de unos doskilómetros, yendo y viniendo cuando el flujo y reflujo de la bata-lla le requería. Al caer la tarde estaba físicamente cansado, porno decir que psíquicamente agotado.

Pero apenas pudo tomarse un respiro. Tan pronto como se efec-tuaron los últimos disparos, cabalgó cinco kilómetros con su es-tado mayor al Roi d'Espagne, cenó y se acostó a medianoche.Se levantó a las tres y estaba de nuevo en el campo de QuatreBras a las cuatro y media. A las seis aguardaba noticias de losprusianos en una choza hecha de ramas, en la que los hombresdel 92 le habían encendido un fuego. Cuando le llegaron lasnoticias de la derrota de los prusianos en Ligny el día anterior,advirtió que debía retirarse y permaneció media hora consultan-do su mapa. Entre las ocho y las nueve estuvo recorriendo lachoza de un lado a otro -los "cuarenta pasos" que había apren-dido en sus años en la India- con una mano en la espalda y laotra balanceando una fusta, en lo que uno de sus hombres ca-lificaría como "refrigerio meditativo".

A las diez, las noticias de los prusianos eran aún peores y We-llington dio órdenes para que el ejército hiciera frente al enemi-go en la posición de Waterloo, 13 kilómetros a retaguardia.Mientras la retaguardia partía, hizo algunas salidas a caballopara mantener bajo vigilancia la línea francesa de avance. Aintervalos leía los periódicos, se reía entre dientes de los coma-dreos de Londres y echó una breve cabezada en el suelo conun ejemplar del Sun extendida sobre su rostro; ¿era sangre fríadeliberada o imperturbabilidad natural?

A las dos se había unido a la retirada. Ésta adquirió repentina-mente tintes desventurados cuando una tempestuosa lluvia,

tras una violenta tormenta, convirtió las carreteras, de por símalas, en torrentes. Se puso a resguardo para comer algo en elRoi d'Espagne y después cabalgó hasta La Belle Alliance, don-de se reuniría con Blücher después de la batalla, pero que seríael cuartel de Napoleón durante ésta, y en lo alto del cerro habíaelegido que sería la línea defensiva del ejército británico. Tomóla carretera que discurría junto al árbol ("el olmo de Wellington")que le serviría como posición ventajosa al día siguiente y llegóa Waterloo, pueblo situado tres kilómetros a la retaguardia,donde se dispuso a pasar la noche en una modesta casa de lacalle mayor.

Se acostó entre las once y las doce y estaba despierto a las tresde la mañana del sábado 18 de junio, escribiendo cartas a va-rias personas de Bruselas: una al embajador británico, otra alduque de Berry, una a una amiga inglesa ("Te daré la menorinformación de peligro que llegue a mi conocimiento; en el pre-sente no tengo ninguna"). Antes de las seis, un oficial de losInniskillings le vio en la ventana mirando a los regimientos mar-char al frente. A las seis se puso en camino y fue cabalgandocon el estado mayor a supervisar la disposición de su línea.Montaba a Copenhague, el mismo alazán que había utilizado enVitoria, en los Pirineos y en Toulouse. (Copenhague era el nietode Eclipse, uno de los más famosos caballos de carreras delsiglo XVIII: "¡Eclipse, primero; los demás, en cualquier orden!".)La línea de batalla de Wellington, a la que llegó a las siete, erade tres kilómetros de largo y estaba dividida naturalmente entres secciones. Al este de la carretera de Bruselas habría un gru-po de aldeas ocupadas por las tropas de Hannover. No visitóesta sección en toda la batalla. Era fácilmente defendible, sehallaba cerca de los prusianos, de los que podía recibir ayudallegado el caso, y no era atractiva para Napoleón. Al oeste de lacarretera de Bruselas se extendía el campo abierto, haciendouna suave pendiente hasta el punto en que estaba apostado elejército francés. Wellington podía ver a los franceses en ordende revista para la inspección de Napoleón desde su propia posi-ción. Finalmente, en el extremo de la loma, varios huertos enla-zaban la pendiente con la posición fuerte avanzada del castillode Hougoumont.

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Su radio de acción durante la batalla estaría comprendido entreel extremo de la loma en Hougoumont y el punto en que el ca-mino rural cruzaba la carretera de Bruselas. La distancia entrelos dos puntos era de poco más de un kilómetro, y tendría quecabalgar de un lado a otro constantemente durante todo el día,según el avance del ataque francés.

Los primeros disparos que escuchó ese día, no obstante, fueron"amistosos, de algunas de sus tropas aliadas, las de Nassau, alas que no entusiasmó la idea de ver interrumpido su desayunoy ser conducidas a la línea. Se dispersaron por los bosques quecrecen tras Hougoumont, abandonando algunos de ellos losmosquetes para demostrar su desobediencia. "¿Ves avanzar aesos chicos?", preguntó Wellington a su agregado austríaco.Fue su genial desprecio. Sabía cuántos de sus regimientos ali-ados no tenían buen espíritu de lucha, y había mezclado a losmás débiles con los mejores de los británicos y los de Hannover,agrupando malos y buenos. Los guardias británicos situadosdelante de los de Nassau eran excelentes. Wellington per-maneció un rato supervisando sus preparativos defensivos en elcastillo de Hougoumont, que tenía troneras abiertas en el murodel huerto. (Todavía hoy se pueden ver los restos.)

Ya eran casi las diez. Wellington había sido visto por casi todoel ejército mientras cabalgaba por la loma. Kincaid, de la Bri-gada de Fusileros, le envió una taza de té azucarado de la ollaque estaba cociendo cerca del cruce de caminos, quizás el úni-co refrigerio que tomó el comandante en jefe en toda la batalla.Gronow, uno de los guardias, estaba extrañado por la serenidadque demostraba su séquito: "Todos parecen tan contentos ydespreocupados como si estuvieran cazando en la tranquilacampiña inglesa". El cirujano James, de la Caballería Real, tam-bién dijo que parecían estar "cabalgando por entretenimiento".La impresión se reforzaba con la aparición de Wellington. Comode costumbre, llevaba ropas de civil: chaqueta azul sobre calzónde ante blanco, botas cortas y un pañuelo blanco. Sus únicosaccesorios militares eran la faja anudada de mariscal español y,en el sombrero de ala baja, las escarapelas de Gran Bretaña,España, Portugal y los Países Bajos. En el arzón llevaba dobla-da una capa azul que se recordaría se quitó y se puso cincuen-

ta veces ese día. El 18 de julio de 1815 hubo chaparrones fre-cuentes.

Los chaparrones y la niebla dificultaban la visibilidad, que em-peoraría cuando los cañoneos y mosquetes empezasen a le-vantar en el aire nubes de denso humo blanco. A media tarde,Wellington, entonces en el olmo, ya no podía ver la granja de LaHaye Sainte, situada 250 metros delante de él. Pero a primerashoras de la mañana su vista abarcaba el valle hasta la loma ocu-pada por el ejército francés y, aunque al final negó haber divisa-do a Napoleón, como algunos oficiales afirmaban, pudo ver cla-ramente el principio del ataque francés, que empezó a las oncey media, pendiente abajo, hacia Hougoumont.

Había estado precedido por un intenso fuego de los ciencañones de "gran batería" de Napoleón, y algunos de los pro-yectiles se cruzaron en su e mino cuando permanecía a caballoen la loma tras el castillo. Allí estuvo las d horas siguientes,observando el curso de la lucha desde los edificios y enviandorefuerzos cuando lo consideraba necesario. Economizar lospocos que tenía la reserva sería su principal trabajo ese día.Cuando vio caer el huerto, en cuatro compañías de Coldstrea-mers, que lo recuperaron, y cuando el ejército francés irrumpióen el patio del castillo, envió a otros cuatro a unirse a la terriblelucha que se libraba dentro de los muros y que finalizó con lamuerte de i dos los franceses excepto el tamborilero.

Cuando Hougoumont parecía a salvo, cayó una granada france-sa en el corral y el fuego prendió en los edificios. Pronto granparte del castillo estaba llamas y el suceso amenazaba con arro-jar fuera a los defensores británicos. Era la una de la tarde.Wellington, que seguía en la loma, aunque ahora la acción seintensificaba cerca del cruce de caminos, se sintió francamentepreocupado. Tomando uno de los trozos de pergamino que teníadoblados en los bolsillos de la chaqueta, escribió una nota queaún hoy se conserva en una vitrina de su residencia londinense,Apsley House. En ella se leía:

"Veo que el fuego ha pasado del almiar al techo del castillo. Noobstante, debe mantener a sus hombres donde el fuego no al- UNTREF VIRTUAL | 3

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cance. Evite cualquier baja por derrumbamiento del techo o delos suelos. Una vez que se hayan derrumbado, ocupen los mu-ros en ruinas dentro del jardín, sobre todo si el enemigo tuvierala posibilidad de pasar a través las ruinas al interior".

La claridad de ideas de Wellington y su concisa expresión erancélebres. Escribir esta adecuada y correctísima prosa, a caba-llo, bajo el fuego del enemigo en medio de una fuerte crisis mili-tar, acredita una capacidad mental y un al control excepcionales.Poco después envió la nota con un mensajero, volvió su caba-llo y cabalgó el kilómetro que le separaba del cruce de caminos,donde el centro de su línea estaba a punto de ser atacada pordensas columnas de infantería francesa.

Llegó al árbol poco después de la una y media, subió a una can-tera de arena situada junto a la carretera de Bruselas, cuya po-sición guardaba la Brigada de Fusileros, para hacerse una ideamejor de los 18.000 franceses que estaban cruzando el kilómetrode valle en dirección a su loma, y después regreso al cruce decaminos para dirigir la defensa. Una brigada belga, abandonadapor su comandante bajo el fuego directo de cañón de los france-ses, había quedado casi totalmente destrozada. Envió refuerzosa la línea y esperó -no podía hacer otra cosa- a ver si la potenciade fuego de los batallones británicos rompia ataque francés.

La potencia de fuego, en un terrible intercambio de bajas, salvóla línea, aunque el duque tuvo que intervenir en determinadomomento para sustituir a un batallón de Hannover diezmado porun asalto de caballería francesa no detectado. También tuvoque observar impotente cómo su comandante de caballería Ux-bridge libraba, por propia iniciativa equivocada, un contraataqueque acabaría en desastre al fondo del valle. Cuando los super-vivientes se lanzaron a la desbandada, Wellington subió a lacantera de arena, que había sido perdida y recuperada por laBrigada de Fusileros, examinó sus posiciones y dio órdenes a laLegión Alemana, que estaba en La Haye Sainte, justo delante,para que protegiera los edificios de la granja más sólidamente.

Eran las tres de la tarde. Wellington envió refuerzos de infan-tería y artillería en apoyo de las alas izquierda y derecha, pero

le preocupaba más el centro-derecha. Allí, entre Hougoumont yel cruce de caminos, la loma estaba defendida por varios inex-pertos batallones británicos que se aprestaban a recibir el asaltode la caballería francesa en masa. El duque cabalgó entonceshacia ese sector. Presentía que el tiempo iba en su contra. Cer-ca de su árbol entrevió a la vanguardia prusiana avanzando ensu apoyo desde Wavre, adonde Blücher se había retiradodespués de Ligny. Su llegada significaba la salvación. Pero,como Sir John Jones diría años después, "el tiempo que em-pleaban en aproximarse parecía interminable. Tanto ellos comomi reloj parecían haberse parado".

Mientras avanzaban lentamente, el ataque de las columnas decaballería francesa podía vencer su cuidadosa defensa y dar lavictoria a Napoleón. El emperador había optado por no partici-par en su táctica. Observaba desde lo alto, al otro lado del valle.Wellington, en cambio, se mantenía a una distancia más cortade su infantería, cabalgando entre ellos, lanzando someras pa-labras de ánimo, refugiándose ocasionalmente en un ángulocuando la caballería francesa arreciaba. "Confiaba en su propiadestreza como jinete y en la velocidad de Copenhague" paramantenerse fuera de peligro. Estaba constantemente al alcancevisual de sus soldados. Wheatly, de la Legión Alemana, le vioconduciendo a algunos refuerzos; Norris, del 73, conversandocon el general Halkett y después precipitándose a la formaciónen cuadro para librarse de una carga francesa. Gronow, de laGuardia, le vio sentado, pálido pero "sin descomponer la figura",inmediatamente detrás del frente. Alguien en su estado mayorrecuerda que "entre las tres y las cuatro en punto estuvo variosminutos expuesto a un intenso fuego de mosquetes. Todo elestado mayor, excepto un ayudante, había recibido la consignade mantenerse en orden para no atraer el fuego del enemigo...y el que habría debido llevar la consigna más rígidamente no laacataba. "Desde mi silla podía trazar la silueta del duque y de sucaballo entre el humo, mientras las balas -y a buen seguro quearreciaban- silbaban sobre nuestras cabezas. Hubo un momen-to de intensa ansiedad cuando el duque cayó. Sólo el cielo sabelo que hubiera podido suceder".

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A las cuatro y veinte preguntó la hora a un edecán. Los ataquesde la caballería francesa se habían hecho menos frecuentes ylas esperanzas de Wellington de sobrevivir hasta que aparecie-ran los prusianos aumentaban. Entonces ordenó el avance deuna de las mejores brigadas que tenía en la reserva, situándolaentre los inexpertos batallones británicos -ahora ya veteranos- yHougoumont. Fue una decisión acertada, como demostraría lainminente "crisis de Waterloo".

Antes de que sobreviniera la "crisis" y mientras los ataques dela caballería francesa finalizaban en la impotencia hacia lascinco y media, fue reclamado por una crisis en otro punto. Elcombate de infantería en Hougoumont le había obligado a com-prometer reservas que tenía que denegar a uno de los gene-rales cuyos hombres sobrevivían a duras penas a una carga decaballería. "Dígale que lo que me pide es imposible", contestó."El, yo y todos los ingleses en el campo debemos morir en ellugar que ocupamos". Mientras se manifestaba así, le llegaronnoticias de que La Haye Sainte había sucumbido.

En ese momento dio otra de sus órdenes perfectamente articu-ladas y certeras: "Ordenaré a las tropas de Brunswick situadasdetrás de Maitland que acudan allí, y a otras con ellas. Vaya yconduzca a todos los alemanes de la división que pueda encon-trar en las proximidades y todos los cañones que encuentre".Entonces se unió a algunos hombres de Brunswick que veníande La Haye Sainte y los devolvió a la línea; Cathcart, uno de susayudantes, recordaba que "parecía enfurecido" en ese momen-to. Quizá se hubiera cruzado con el batallón de infantería ligerade la Legión Alemana que abandonaba la granja, o con élmismo, que acudía a por munición.

Pero esta pequeña crisis, resuelta temporalmente, dio lugar a lamayor. Se dice que en este momento un desertor francés le diola noticia de que Napoleón estaba dispuesto a lanzar a la Guar-dia Imperial. Pronto tendría la evidencia ante sus propios ojos.Tras enfrentarse al revés de La Haye Sainte, había cabalgado alo largo de las líneas hacia Hougoumont, ordenando a las reser-vas de infantería y a los cañones que avanzaran donde obser-vaba que había brechas o puntos débiles. A las siete de la tarde

estaba en la explanada del castillo con los guardias y el 52 deinfantería ligera frente a él. A través de su catalejo (un obser-vador le vio deslizando el tubo hacia dentro y hacia fuera conaire abstraído) vio a los hombres de la guardia franceses des-cendiendo por la pendiente, formados en densas columnas alredoble del tambor. Nunca habían sido derrotados en combate.

Wellington había ordenado que la guardia británica se echara adescansar. Cuando los franceses estuvieron a distancia de mos-quete, ordenó: "Arriba, guardias. Preparados. ¡Fuego!". La des-carga rompió la cabeza de la columna francesa como si, en pa-labras de un observador, la hubieran empujado hacia atrás.Algunos de sus componentes intentaron replicar. Pero los britá-nicos ya avanzaban con la bayoneta calada, mientras el 52 deinfantería ligera les hostigaba desde el flanco. La columna de laGuardia Imperial comenzó a desintegrarse desde la retaguardiay pronto sus miembros se apresuraron hacia el punto de parti-da. Wellington, que había cabalgado con el 52, dio a su coroneluna orden concluyente. "¡Adelante, adelante! No les den tiempoa reorganizarse. Están derrotados".

Después clavó espuelas a Copenhague, regresando al cruce decaminos, donde con su catalejo descubrió poco después indi-cios innegables de que los prusianos estaban atacando confuerza el núcleo francés en la loma de enfrente. Un escocés levio de pie sobre los estribos, con expresión "casi de superhom-bre". "¡Oh, maldición!", se le oyó musitar. "Poco a poco la viejahila el copo". Quitándose el sombrero, lo sacudió tres veceshacia los franceses en una señal de avance general.

En la penumbra -producida tanto por el humo como por la nie-bla- en que ahora se encontraba el campo de batalla, el duquecabalgó con sus tropas a través de visiones indecibles. Cuatro-cientos soldados y varios miles de caballos habían sido muertoso heridos en las diez horas precedentes y sus cuerpos estabanesparcidos en un área no muy superior a dos kilómetros cuadra-dos. Los vivos pisaban literalmente a los moribundos y a losmuertos para cruzar el campo en avance o retirada. Fue en esemomento cuando Uxbridge perdió una pierna por una bala decañón al lado de Wellington. La bala pasó bajo el cuello de Co- UNTREF VIRTUAL | 5

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penhague. Wellington sostuvo a su segundo en el mando hastaque llegó ayuda y después continuó avanzando, dando órdenesa medida que ganaba posiciones: "Formen en compañías yadelante", "Hay que rechazarlos", "¡Adelante!".

Al ver que empujaba a sus hombres a distancia cada vez máscorta del enemigo en retirada, alguien de su estado mayor lepidió que no corriera más riesgos. "Ni lo piense", fue la réplica."¡Fuego! La batalla está ganada. Mi vida no tiene ahora impor-tancia". A las diez de la noche, sus movimientos por el campode batalla le llevaron cerca de La Belle Alliance. Allí Blücher,apestando a ginebra y linimento, le esperaba para abrazarle."Mein lieber Kamerad ", exclamó, "gnelle affaire!" Las pocas pa-labras en francés del viejo prusiano eran todo el lenguaje quetenían en común.

Era casi de noche y Wellington volvió a cruzar el campo debatalla para regresar a su alojamiento. La situación no recorda-ba en nada a la despreocupada cabalgada de la mañana. Elgrupo, reducido, iba al paso y, según recordaba uno de ellos, "vique el duque no hablaba a nadie de su pequeño séquito; esta-ba evidentemente sombrío y abatido... Los pocos que le espe-raban parecían también más la comitiva de un funeral que losvencedores en una de las más importantes batallas jamáslibradas".

En Waterloo desmontó, dio una palmada a Copenhague, a loque el pura sangre respondió con un relincho, y tomó la cenaque su cocinero francés había preparado. Eran las once. Comióen silencio. Quizás incluso más que la presión del día y el ho-rror de la batalla, lamentaba la pérdida de algunos de sus cola-boradores más estrechos, por la que estaba muy afectado."Gracias a Dios que le veo", repetía cuando alguno de los su-pervivientes asomaba la cabeza por la puerta. No pudo pronun-ciar esas palabras muchas veces. Gordon estaba moribundo enel propio lecho del duque, a De Lancey no le quedaba mucho devida, Canning había muerto, y Barnes y Fitzroy Someset esta-ban heridos. El propio Wellington, sentado con un oficial que lehacía compañía, estaba afligido por el sentido de su propia su-pervivencia. Bebió un vaso de vino con su acompañante. "En

recuerdo de la guerra de Independencia española", después,juntando ambas manos "en actitud implorante", exclamó: "Lamano de Dios todopoderoso se ha posado sobre mí en estedía", se levantó bruscamente y se echó en un jergón, dondequedó instantáneamente dormido.

Apenas descansó unas horas. A las tres fue despertado por elcirujano, Hume, con la noticia de que Gordon, cuya pierna habíatenido que serle amputada al principio de la noche, acababa demorir en sus brazos. El duque se despertó al momento. "Comode costumbre", escribió Hume, "se había quitado sus ropas,pero aún no se había lavado" [omisión casi única, porque We-llington era extraordinariamente aseado]. Cuando entré en lahabitación se sentó, con el rostro cubierto del polvo y la mugredel día anterior, y extendió su mano hacia mí, que tomé entre lasmías, mientras le comunicaba la muerte de Gordon y ponía ensu conocimiento las bajas de las que tenía noticia. Estaba muyafectado. Sentí que sus lágrimas se deslizaban hasta mis ma-nos, y al mirarle vi cómo corrían en torrentes sobre sus suciasmejillas".

Pero, aunque afectado, el duque estaba ya despierto y tenía queafrontar las obligaciones de cualquier día. Se levantó, se lavó,se peinó y afeitó, tomó una taza de té y unas tostadas, su inva-riable desayuno, y después se sentó a redactar su Despacho deWaterloo. Cuando se publicó cuatro días después en el Timesde Londres, ocuparía cuatro columnas impresas. Las noticias delas bajas le afectaron tanto que se detuvo a las cinco, pero locompletó ese mismo día en Bruselas. Allí, sentado junto a laventana de un hotel, con la pluma en la mano, reconoció al pe-riodista Creevery abajo y le llamó a su habitación. "Ha sido unaempresa endemoniadamente dura", le dijo caminando arriba yabajo. "Blücher y yo hemos perdido a 30.000 hombres [la cifratotal era mucho más elevada]. Ha sido algo endemoniadamentedelicado... lo peor de su vida". Y después, todavía caminando,estalló: "¡Por Dios! No creo que se hubiera logrado si no hubieraestado allí".

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Wellington, El Hombre

¿Cómo pudo este hombre extraordinario superar la prueba mo-ral, mental y física de los cuatro días de Waterloo, unos días quedejaron a quienes se habían limitado a luchar, sin tener quesoportar la carga del mando que él había sobrellevado y ensituaciones menos peligrosas, pálidos y horrorizados por loshorrores del combate, agotados de fatiga y físicamente ensor-decidos por la descarga de los mosquetes a corta distancia? Esinnegable que Wellington se enfrentó a mayores peligros quesus subordinados. Dondequiera que el frente había sufrido lapresión del ataque, allí había estado él, mientras las unidadesde los demás puntos se tomaban un respiro que él no se con-cedió. Cuando dijo a su cuñada al día siguiente: "El dedo deDios estaba sobre mí ayer... No me hubiera podido salvar otracosa", estaba diciendo una verdad cierta.

"Un jovencito de la nobleza que había ido a parar al ejército máspor ornato que por utilidad": así explicaba este elegido por eldedo de Dios sus comienzos en la vida militar. "Ellos [sus com-pañeros oficiales] me veían con algo de celos porque era hijo deun lord". El hecho de que pensaran así nos dice más sobre loslimitados horizontes sociales de los oficiales británicos en ladécada de 1790 -hijos de oficiales, clérigos o pequeños hacen-dados- que sobre el propio Wellington, ya que su padre era unlord marginal, uno de los pares del Parlamento irlandés y, comola mayor parte de ellos, sin mucho dinero, patrimonio ni historiade familia. Arthur Wesley (luego Wellesley) no era el primogéni-to y no podía esperar ningún legado familiar. Si disfrutó de algu-na herencia, consistió en que su hermano mayor, Richard, estu-vo dotado de sobresalientes cualidades políticas, en particularla autoestima. El nombramiento de Richard como gobernadorgeneral en Bengala en la Compañía de las Indias Orientalesmarcó el comienzo de la vida de Arthur.

Ciertamente no tenía nada especial por su casa ni por su edu-cación. Al hacer la apología de Alejandro, incluso concediéndoleinteligencia, fuerza física y belleza, y un carácter decididamente"emprendedor", señalamos que su educación en la corte comoheredero, al menos presunto, de un poderoso rey y conquista-

dor tuvo un efecto decisivo en el desarrollo de su personalidad.Alejandro disfrutó primero de la atención profunda de una madretempestuosa y más tarde del afecto ejemplar de un padre real-mente soberano. Además, en la pubertad, la edad en la que lasatenciones de los compañeros adquieren efectos a largo plazo,vivió rodeado por un grupo de jóvenes vivaces, inteligentes yatléticos, dispuestos a plegarse a cualquier cosa que él propu-siera. Sobresalir en esta compañía -y la innata inclinación deAlejandro a sobresalir, que todos sus observadores atestiguan,bien pudiera haber sido alentada por Aristóteles- es tanto comoadquirir expectativas que nada podrá saciar salvo el éxito. Todaslas instituciones de élite comprenden y aplican este principio.Cuando Wellington acudió a Eton a la edad de doce años, era elproducto de una institución de élite, pero ésta no había ejercidosobre él los efectos que la pequeña escuela para príncipes deFilipo había obrado sobre Alejandro. "Sus costumbres", escribeun biógrafo victoriano, "eran las de un soñador, desocupado ytímido adolescente... Paseaba generalmente solo, a menudo sebañaba solo, y sólo participaba en las partidas de cricket o enlas regatas". En el Eton del siglo XVIII, cualquier parecido, porsupuesto, con el ambiente de la academia de Aristóteles erapura coincidencia. No se cazaba por juego, no se rendía culto alcuerpo y la desnudez, que privaron a Alejandro de toda falsavergüenza en la competición física e hicieron su caudillaje tácti-co tan eléctrico en la batalla; no había una tutoría próxima, niningún apoyo al éxito mental o físico. El Eton de Wellington erademasiado impersonal y arbitrario como para ser un lugar queampliara la personalidad de quien no fuera el más robusto espí-ritu. Y el joven Wellington era lo más opuesto a esto.

Así, ni en Eton ni en las escuelas francesas a las que asistió fuebrillante. Tampoco como joven soldado. Los albores de su ca-rrera militar seguían el modelo común de cualquier oficial con eldinero suficiente para escalar "peldaños", como eran llamadosentonces los puestos más deseados, en los regimientos convacantes o buenas plazas que cubrir. Sirvió con éxito comoalférez en el 73, como lugarteniente en el 76 y en el 41, comocapitán en el 58, así como en el 18 de Dragones Ligeros, y final-mente como comandante y después como teniente coronel enel 33, todo esto en el período de 1787 a 1793. Como teniente UNTREF VIRTUAL | 7

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coronel del 33 asistió en Flandes a los primeros estadios de laguerra de la Revolución Francesa, y allí vivió su primera expe-riencia de mando como comandante de una brigada. Tambiénprobó el sabor de la política cuando ocupó el escaño familiar deTrim en el Parlamento irlandés.

Pero no había nada que le distinguiera de docenas de otros`jovencitos de la nobleza" cuando se embarcó para la India conel 33 en 1796. Su decisión de arriesgarse al exilio de la India -que se dilataría durante ocho años- fue decisiva. Entrañabagrandes peligros, personales y profesionales. La India del sigloXVIII era una fosa de vidas europeas. Era también una fosa deambición, ya que el servicio allí apartaba a un oficial de los ojosde quienes debían ascenderle. Pero tuvo la suerte de llegar enun momento en que la India aceleraba súbitamente las fortunas,en lugar de hundirlas. Durante treinta años, el poder británico enla India se había estancado: desde 1763 y el final de la guerrade los Siete Años, los feudatarios de la moribunda corte mogulhabían guerreado con la Compañía de las Indias Orientales, aveces rindiendo algún pequeño territorio, pero generalmente ju-gando con los británicos contra los franceses en su propio bene-ficio. El estallido de la Revolución Francesa en Europa confirióa esas distantes escaramuzas una importancia estratégica. Losbritánicos decidieron sustituir la influencia francesa por la suyadondequiera que operase en el subcontinente. Los soldadoscon la destreza necesaria para manejar ejércitos en las condi-ciones de la India -malas comunicaciones, abastecimiento inter-mitente, epidemias, clima hostil- y para ganar las batallas cuan-do se podía plantar lucha al enemigo tenían una reputacióngarantizada. El desafío que asumió Wellington le confirmó comomilitar con esta cualidad.

Se comportó como si toda su vida no hubiera sido más que unapreparación para ello. Un contemporáneo de Calcuta, GeorgeElers, primo de la feminista Maria Edgeworth, describe la impre-sión que causó su llegada:

"Era todo ánimo y vida. Medía 1,70 de estatura [de hecho era1,75] y tenía el rostro pálido y alargado, la nariz larga y notable-mente aquilina, ojos azul claro y la barba más negra que he

visto en mi vida. Era muy aseado con su persona y supe que seafeitaba dos veces al día; creo que era una costumbre. Hablabaextraordinariamente deprisa, según creo con un ligero ceceo.Tenía la mandíbula muy estrecha, y sus orejas eran muy pecu-liares, como nunca las había visto en nadie excepto Lord Byron:el lóbulo de la oreja estaba unido al mentón. Tenía un gesto muyparticular cuando algo le agradaba y torcía la boca. Lo vi a me-nudo cuando parecía perdido en sus pensamientos".

Se debió de perder con frecuencia en sus pensamientos en losaños de la India, ya que las campañas que llevó a cabo eran dela mayor complejidad. Gran Bretaña, que gobernaba sus pose-siones en la India a través de la Compañía de las Indias Orien-tales, sólo controlaba los tres enclaves que había levantado al-rededor de las cabezas de puente comerciales de Calcuta,Bombay y Madrás, al este, oeste y sur de la India respectiva-mente. De éstos, el enclave de Calcuta había sido considerable-mente ampliado mediante la conquista, pero los demás seguíansiendo simples puntos de apoyo. El problema estratégico britá-nico se parecía de algún modo al de Alejandro antes de embar-carse en la conquista de Asia Menor. Así como la existencia deciudades griegas en los límites del imperio persa le dio a éste laposibilidad de operar aquí y allá desde una base firme, así laposesión de los puertos comerciales y de su hinterland dabaventaja a los británicos. Y, como Alejandro, éstos tenían enfrentea una presencia imperial, la dinastía mogul, cuyo poder estabaen decadencia. Pero aquí termina casi toda la analogía. GranBretaña, a pesar de la fuerza de la Royal Navy, operaba muchomás lejos de su patria que Alejandro de la suya. Y su fuerza mi-litar disponible, de la que las tropas europeas eran sólo una frac-ción, era un instrumento mucho más débil que el homogéneoejército grecomacedonio a disposición de Alejandro.

Lo único que favorecía a Wellington, o a cualquier otro generalbritánico enviado a la campaña, era la falta del enemigo. Losfranceses habían intentado afianzar una alianza entre los princi-pados concediendo supremacía a los mogules, pero todos ha-bían gustado los placeres de la autonomía demasiado a fondopara cooperar confiadamente entre sí. Los ingleses se enfrenta-ban así a la oportunidad de derrotarlos "al por menor", y eso fue UNTREF VIRTUAL | 8

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lo que procedieron a hacer. En 1799 Wellington tomó parte enel derrocamiento del principal gobernante meridional, el sultánTippoo, en Seringapatam, y al año siguiente, con mando inde-pendiente, capturó a un señor de la guerra local, Dhundia Wag,que era el terror en el antiguo reino de Tippoo.

Las operaciones en la India se interrumpieron luego durante tresaños, hasta que en 1803 estalló la guerra con renovada intensi-dad en la confederación mahratta. La lucha en esta amalgamade dependencias mogules había de dar a Wellington su granoportunidad y la ocasión de cincelar su reputación (al menoscomo "general Sepoy"). Le llegó en dos etapas. En la primeraderrotó al principal gobernante mahratta, Sindhia, en la batallade Assaye, una feroz empresa en la que dos caballos cayeronheridos bajo sus piernas. En la segunda maniobró contra Hol-kar, aliado de Sindhia, hasta que fue llamado por su hermano,el gobernador general, para que actuara como su consejero mi-litar en la conclusión de la guerra. Todo esto coincidía con unaetapa significativa en la conquista británica del subcontinente.

Habiéndose hecho un nombre y adquirido suficientes recom-pensas para conseguir una modesta independencia financiera,se dispuso a regresar a su patria y lo hizo en 1805. Volvía comocaballero y general, ansioso de contraer matrimonio (éste tuvolugar en 1806) y dispuesto a reemprender su vida política. Leinducía a ello la voluntad de defender la reputación de su her-mano, que se había enfangado con el escándalo que sacudíaentonces al gobierno de la India. Pero su regreso al Parlamento(en Westminster, no en Dublín, ya que la asamblea irlandesahabía sido disuelta en 1800) atrajo la atención del entonces mi-nistro de la Guerra. Su mente perspicaz y su facultad de expre-sión impresionaron favorablemente a Castlereagh; pronto elministro estaba consultando con el joven general (en 1807 We-llington tenía treinta y siete años) sobre un plan militar tras otro.

Estos planes estaban encaminados a cortar la extensión delpoder napoleónico, que por entonces alcanzaba, con el some-timiento de España y la conquista de Prusia, desde las orillasdel Báltico hasta las costas de Sudamérica. Wellington tomó

parte en dos pequeñas operaciones anfibias en el norte deEuropa en 1806 y 1807; esta última, en Dinamarca, fue un granéxito.

Pero ambas apenas afectaron a Napoleón. Fueron las revueltasde España y Portugal en 1808 las que ofrecieron realmente a losingleses la oportunidad de castigarle. Dos primeras tentativas deabrir lo que se llamaría la "molesta supuración" de la guerra dela Independencia española acabaron en fracaso, aunque en laprimera Wellington consiguió derrotar a un pequeño ejércitofrancés en la batalla de Vimeiro (21 de agosto de 1808). Al añosiguiente, no obstante, Gran Bretaña dio con la clave para unaestrategia peninsular efectiva. Fue un descubrimiento de We-llington. "Siempre he sido de la opinión", escribió a Castlereaghen marzo de 1809, "de que Portugal debe ser defendido seacual sea el resultado de la revuelta en España". El poderío marí-timo había de ser el medio elegido. Con él, se podía asegurar yabastecer una base firme en la desembocadura del Tajo, desdela cual un ejército británico podía operar con seguridad, protegi-do por las fronteras montañosas de Portugal. A través de lascinco vías de salida que conducían a España, podrían organizaruna penetración estratégica como eligiera; si las fuerzas france-sas le respondían, podía detenerlas y derrotarlas en un terrenoque favoreciera la defensa. Castlereagh no sólo aceptó en sutotalidad los argumentos de Wellington, sino que decidió llevar acabo el plan y darle el mando de la fuerza expedicionaria.

Así comenzó la epopeya de Wellington y del ejército británico enla península Ibérica, que había de prolongarse hasta la prima-vera de 1814. Comprendió, con gran flujo y reflujo de ventajas,seis fases. En 1809 Wellington es] ció su base en las cercaníasde Lisboa, en el estuario del Tajo; resultó vencedor en la batallade Oporto, expulsó a los franceses de Portugal, los siguió aEspaña y libró la amarga pero excelente batalla de Talavera. En1810 se vio forzado a la defensiva, emprendió la construcciónde un sistema fortificado alrededor de Lisboa, las líneas de To-rres Vedras, para asegurar su inexpugnabilidad, y libró la bata-lla de Bussaco para cubrir su retirada al interior de aquéllas. Elhambre devolvió a los franceses a la frontera española, en la

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que los ejércitos se enfrentaron sin resultado en 1811. Welling-ton, gracias a las victorias de Fuentes de Oñoro y Albuera (estaúltima, conseguida por su subordinado Beresford) tenía la ven-taja estratégica.

La campaña le llevó en 1812 a irrumpir en España, tomando lasfortalezas fronterizas de Ciudad Rodrigo y Badajoz, para em-prender la brillante maniobra de la batalla de Salamanca y enagosto entrar en Madrid. Pero había estirado demasiado suslíneas -los franceses, que siempre le habían superado ennúmero, tenían una concentración superior de fuerzas- y se vioobligado a retirarse a la frontera portuguesa, donde pasó elinvierno. En la primavera de 1813, no obstante, los refuerzos lepermitieron reanudar la ofensiva, volvió a tomar Madrid, consi-guió las victorias de Vitoria y Sorauren y llevó a los franceses através de los Pirineos hasta Francia. En la primavera de 1814,con la fortuna de Napoleón en clara decadencia en su patria,Wellington libró y ganó las batallas de Orthez y Toulouse, des-truyendo el poder militar francés en el sur de Francia. Cuatrodías antes de Toulouse -con tanta lentitud llegaban las noticiasen aquellos tiempos- lo desesperanzado de su situación llevó aNapoleón a la abdicación.

Wellington era ahora una celebridad en Europa. Sus victorias enla península habían provocado que le llovieran honores: en1809, una baronía y un vizcondado (vizconde Wellington); en1812, un marquesado; en 1813, la orden de la Jarretera y elbastón de mariscal de campo, y en mayo de 1814, un ducado.También fue colmado de honores portugueses y españoles:ducados de España y Portugal y el grado de mariscal, la ordendel Toisón de Oro y el título de generalísimo del Ejército espa-ñol. Pero la imagen de su personalidad contaba tanto como sureputación. Para sus soldados era "ese bastardo narizotas quevence a los franceses"; para los políticos de Gran Bretaña yentre sus aliados europeos, su extraordinaria fuerza moralfrente a la dificultad, su fría actitud ante los demás -tan distintodel llanto de Wellington, como sus íntimos sabrían después deesta batalla- y su infatigable versatilidad estratégica era lo quele confería su impronta. Era verdad que el archiduque austríacoCarlos derrotó a Napoleón en Aspern-Essling en 1809, y que el

prusiano Blücher y el austríaco Schwarzenberg le resistieronvalientemente en Leipzig en 1813. Pero fueron hechos aislados.Wellington, aunque nunca se hubiera enfrentado personalmenteal general, había batido a lo más selecto entre sus mariscales:Soult Junot, Masséna. Los portugueses le nombraron duque deVitoria tras su victoria en esta plaza; y en verdad era un duquede la victoria.

No es de extrañar que Wellington, llegada la paz, fuese nombra-do embajador en la corte francesa restaurada en París -habríavuelto a la política inglesa si su hermano no hubiera caído conCastlereagh- y después plenipotenciario británico en el Con-greso de Viena, celebrado para reparar el daño que había oca-sionado Napoleón a Europa. La reaparición del "ogro" en marzode 1815, tras su exilio en Elba, determinó el siguiente nombra-miento del duque. "Napoleón Bonaparte", proclamó el Congreso"con su renovada aparición en Francia con proyectos de con-fusión y desorden, se ha puesto al margen de la ley y se ha con-vertido en objeto de venganza pública". Wellington, uno de losfirmantes, fue nombrado comandante en jefe de las fuerzas bri-tánicas y belgo-holandesas en Flandes, hacia donde partió el 28de marzo. El 4 de abril estaba en Bruselas. El resto de ese mesy mayo lo pasó con sus soldados instruyéndolos, pues habíamuy pocos con experiencia de combate, y coordinando planescon Blücher y su comandante, el Príncipe de Orange. Pasó losprimeros días de junio a la espera de noticias de algúnmovimiento de Napoleón en contra suya. La tarde del 15 dejunio, mientras cenaba antes del baile de la duquesa de Rich-mond, le llegaron al fin. Ya conocemos las consecuencias.

Wellington y La Sociedad Militar Occidental

La conducta de Wellington en los cuatro días siguientes -excep-cional incluso para los más exigentes niveles de mando- nosdice mucho de la naturaleza del mando a finales de la era de lapólvora negra. Fue heroica en el más estricto sentido alejandri-no. Esta comparación -incluso en un libro dedicado a las com-paraciones- puede parecer injustificadamente, incluso perversa-mente, excesiva. Si había cambiado mucho el equipamiento de UNTREF VIRTUAL | 10

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los ejércitos entre Gaugamela y Waterloo, no menos habíancambiado la naturaleza y la composición de los propios ejérci-tos. También el terreno en que operaban había cambiado en loque se refiere a la construcción de carreteras, el tendido depuentes, la fortificación de los puntos vitales, la ampliación delas ciudades, el aprovisionamiento de los almacenes y depósi-tos de abastecimiento, o la centralización y semiindustrializa-ción de la fabricación militar, esto es, lo que se conoce como"infraestructura" en sentido militar. Dados estos cambios milita-res -junto a los grandes hechos sociales de los que eran expre-sión y con los que tenían una influencia recíproca-, ¿puede de-cirse que impiden la comparación entre Alejandro y Wellingtoncon una cierta seguridad?

Pienso que esa comparación es posible. Este libro no versasobre la evolución de la guerra, sino sobre la técnica y el ethosdel caudillaje y el mando. Y el ritmo y la intensidad del cambiohan sido en estos aspectos menos acusados que en la guerraen general; desde luego, mucho menos acusados en la técnicaque en el ethos.

Tomemos, por ejemplo, la cuestión crítica de la distancia a laque Alejandro y Wellington se situaban del enemigo en el campode batalla. Alejandro, basado e inspirado en un ideal heroico, sesituaba inicialmente muy cerca y finalmente en el frente de lalínea. Wellington también dirigía la batalla a una corta distancia.En esto, quizá sobrepasó las expectativas de su época sobre laasunción de riesgos. Aunque no sufrió la sucesión de heridas deAlejandro, y de hecho sólo fue alcanzado una vez, en Orthez en1814, la bala del mosquete francés que le dio en la hebilla delsable pudo haberle matado; debió de ser disparada desdemenos de 200 metros, el límite de la mortalidad del mosquete.Su capa y pistolera fueron agujereadas por las balas en Sala-manca y Talavera; dos caballos cayeron entre sus piernas enAssaye, y él mismo fue alcanzado varias veces, según dijo a suamigo Stanhope, "por una bala perdida, que puede golpear a unhombre y no causarle, sin embargo, ninguna herida". Esta listade situaciones conflictivas no es propia de un general que huyadel peligro (aun cuando la sensibilidad ante las murmuracionesmalévolas motivara su actitud en 1815).

Wellington, lo quisiera o no, tenía que ejercer el mando desdecorta distancia por muchas de las mismas razones que obli-garon a hacerlo a Alejandro. Sólo manteniéndose cerca de laacción podía ver qué estaba ocurriendo con tiempo para reac-cionar a los acontecimientos, al no ser los medios de comuni-cación disponibles en el campo de batalla mejores que los de2.000 años antes: mensajeros montados y toques de corneta.Wellington, por supuesto, enviaba ocasionalmente mensajesescritos, lo que probablemente no hacía Alejandro, y se puededecir que su cadena de mando estaba mejor formada que la deéste, aunque quizá no sea verdad. La visibilidad, de hecho, leperjudicaba: aunque el general J. F. C. Fuller, que sirvió con lacaballería en las polvorientas llanuras de la India, sostiene queAlejandro dirigía la batalla frecuentemente entre una neblinaimpenetrable a pocos metros, el polvo levantado por las patasde los caballos no limitaba la visión del mismo modo que elhumo de los cañones, que a menudo ocultaba a los comba-tientes como la temible niebla londinense.

Tampoco las distancias estratégicas eran mayores para We-llington de lo que fueron para Alejandro. Es cierto que en la Indiaestaba más alejado de la patria de lo que estuvo nunca Alejan-dro; pero su base efectiva era Calcuta, no Londres. En Españaestaba más cerca de Londres que Alejandro de Macedonia du-rante su campaña en Babilonia. Y en Afganistán, Alejandro ope-raba al final de unas líneas de comunicación más largas que lasque Wellington tuvo nunca. Los medios de abastecimiento marí-timo de este último, en barcos que cargaban centenares de to-neladas en lugar de docenas, pudieron ser mejores que los deAlejandro. Pero, tras el desembarque, ambos dependían exac-tamente de los mismos medios de transporte. Los despachos deWellington desde la India y desde España aluden monótona-mente a los bueyes, bestias de carga que ya utilizaba Alejandro.Cuando escribía desde Madrás, en agosto de 1804, que "no sepuede hacer un movimiento rápido sin buen ganado, bien con-ducido y cuidado", estaba expresando un pensamiento no muyalejado del propio sentimiento de Alejandro.

"El éxito de las operaciones militares [en la India] ", había escritoantes, "depende de los abastecimientos; luchar no es difícil, y UNTREF VIRTUAL | 11

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encontrar los medios de derrotar al enemigo con o sin pérdidas,tampoco; pero para alcanzar el objetivo hay que estar alimenta-do". Tanto Wellington como Alejandro dominaron el arte de tenera sus tropas alimentadas, por métodos que apenas habían cam-biado en 2.000 años. Aunque parezca menos evidente a los o-jos modernos, también sus "medios de derrotar al enemigo cono sin pérdidas" eran notablemente congruentes. A pesar de launiversalidad de las armas de fuego en los ejércitos europeos aprincipios del siglo XIX, que sustituían el esfuerzo muscular deépocas anteriores por la energía química, esta última, aportadapor los cañones, era todavía demasiado débil para que losejércitos pudieran entablar una batalla a mayor distancia el unodel otro de lo que podían hacerlo en los 3.000 años de dominiode las armas blancas que los precedieron. Es cierto que uncañón podía matar a un kilómetro de distancia. Pero hacia elaño 1800 la proporción de cañones activos en una batalla rara-mente pasaba de dos o tres por cada 1.000 hombres. El mos-quete era el instrumento de muerte habitual. No obstante, cau-saba la muerte en dosis estrictamente limitadas por el espacio yel tiempo. A 50 metros, la puntería era errática, y a 150, no sepodía dominar. Y en las manos de los batallones mejor entrena-dos no podía ser disparado más de tres veces por minuto.Como un hombre puede correr 150 metros en veinte segundos-el intervalo de recarga en los mosquetes-, una fuerza de infan-tería valiente, avezada y bien dirigida podía cargar a la bayone-ta tras el intercambio inicial de balas. La Guardia Británica y el52 de Infantería Ligera hicieron algo parecido contra la GuardiaImperial en la "crisis" de Waterloo. La caballería montada bienentrenada, cargando contra una infantería débil e irresoluta,podía dar incluso mejores resultados. Si sufría grandes pérdidasde caballos, podía plantar pie en pocos segundos. Estos hechoseran raros, pero, cuando concurrían, resultaban decisivos.

Una batalla como Waterloo no fue, pues, muy diferente de la deGaugamela. Los soldados de Alejandro sufrieron menos dañosque los de Wellington por el ataque con proyectiles. Tuvieronque desplegar un esfuerzo muscular mayor, avanzando y retro-cediendo con una desesperación que pocos sintieron en Water-loo. Pero las dos experiencias de combate fueron muy similares:

se desarrollaron a corta distancia, casi cuerpo a cuerpo, y fue-ron ruidosas y física y psicológicamente agotadoras, como con-secuencia de la entrega física y psíquica que exigían, muy con-dicionada por el tiempo.

Si traducimos los ingredientes de la experiencia de los comba-tientes individuales a factores limitativos para los comandantesrespectivos, se advierte hasta qué punto se parecen las dificul-tades que se produjeron en uno y otro caso. Tanto Alejandro co-mo Wellington tenían que disponer sus ejércitos en una línea dela mayor longitud posible, ya que sólo enfrentándose con el ene-migo casi hombre a hombre las armas de corta distancia dispo-nibles producían su mejor efecto. Ambos tenían que evitar elpeligro de que el fin de la línea fuese desbordado por el enemi-go, ya que en tal caso unos pocos hombres quedaban expues-tos al ataque de muchos. Igualmente, ambos tenían que inten-tar flanquear al enemigo. Y, si esto fracasaba, ninguno podía es-perar nada mejor que romper una brecha en algún punto delfrente enemigo. Alejandro rompió la línea de Darío en Gauga-mela por la ferocidad del ataque de su caballería; Wellington, lalínea de Napoleón en Waterloo por la intensidad del fuego de losGuardias, seguido por una carga a la bayoneta. En ambos ca-sos, el golpe decisivo se asestó corno consecuencia de unaorden dada a distancia no muy larga, y ambos comandantesestaban lo suficientemente cerca del enemigo para que su vidacorriera un gran peligro.

Las semejanzas que cabe extraer entre Gaugamela y Waterloopodrían interpretarse en el sentido de que Waterloo fue unaaberración o una vuelta atrás militar. Es cierto que Wellington seexpuso más de lo que entonces venía siendo costumbre, y tam-bién que Waterloo, dado el número de fuerzas intermitentes, sedesarrolló bajo una fuerte presión de tiempo y de espacio. Perola muerte de los generales en acción era, y así seguiría siéndo-lo hasta después de la guerra de Secesión de Estados Unidos,muy frecuente. Sabemos, por ejemplo, que, entre los hombresde Napoleón, en Austerlitz hubo un general muerto y trece heri-dos; en Eylau, ocho muertos y quince heridos; en Borodino,doce muertos y treinta y siete heridos, y en Leipzig, dieciséis

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muertos y cincuenta heridos. ¿Cómo podían los generales evi-tar estos peligros, cuando las armas a corta distancia imponíantácticas lineales a los ejércitos que mandaban?

De haber tenido la historia militar una máquina del tiempo a sudisposición, con la que se pudiera viajar al pasado desde Wa-terloo para detenerse en Gaugamela o en cualquier otra batallaa fin de conocer el curso de la acción (un espantoso viaje, pero¿qué es la historia militar?), sería sorprendente advertir laspocas diferencias existentes entre el estilo de mando de Alejan-dro y de Wellington y el de cualquier otro reputado general enlos siglos intermedios. Las tácticas romanas eran rígidamentelineales y los comandantes romanos intervenían hasta en losmenores detalles. César, en la crisis de la batalla contra los ner-vios en el Sambre en el año 57 a. C., tomó el escudo de unlegionario y, haciendo volar su distintivo rojo, corrió a la línea delfrente a apoyar a sus hostigadas tropas. Las tácticas de losejércitos de la Edad Media no se conocen bien, pero la tácticamilitar medieval era lineal, y el ethos dominante del coman-dante, intensamente heroico; el ideal caballeresco así lo exigía.Sólo tenemos que recordar entre los gobernantes célebres aHarold de Inglaterra, que murió entre su séquito en Hastings, lamuerte de Malcolm III de Escocia en Alnwick o el fin de Juan deBohemia en Crécy para darnos cuenta de lo "aventurado" quecontinuó siendo el estilo de caudillaje entre guerreros que, abuen seguro, nunca habían leído la Nada y quizá nunca oyeronhablar de Alejandro.

Es cierto que si atendemos al único método de guerra paracompetir con la táctica lineal disponible en el repertorio militar delos pueblos conquistadores antes de la era industrial -las masasde caballería ligera árabe en la época de Mahoma, y más tardede los mogoles, tártaros y turcos-, encontramos también un esti-lo diferente de mando. En los ejércitos musulmanes y paganos,que vencían a sus enemigos por el efecto combinado de losarqueros montados, el hostigamiento y el terror, los capitanesno tomaban normalmente la posición de vanguardia. Elegían losflancos y la retaguardia del centro. Ahora bien, como el métodopreferido por estos ejércitos era el desgaste del enemigo me-diante ataques rápidos, fintas y rodeos, todo dependía de la agi-

lidad de sus caballos, que eran sustituidos con frecuencia, elcaudillaje ejemplar no era tan necesario como en la brutal, direc-ta y sangrienta guerra de griegos, persas, romanos y sus suce-sores europeos.

Gengis Khan, por ejemplo, parecía dirigir su horda tribal (la pala-bra, de raíz turca, implica una forma de organización, no unapreponderancia de lo cuantitativo, ya que los ejércitos de la es-tepa eran bastante reducidos) casi como un comandante pos-napoleónico pudiera haberlo hecho. Se situaba a cierta distan-cia de la acción, comunicándose y recibiendo información me-diante un sistema extremadamente eficiente de mensajeros,exploradores y espías e imponiendo su voluntad mediante unferoz código de disciplina. Los gobernantes musulmanes, queaprendieron a reclutar para sus ejércitos a los pueblos de lasestepas desde el siglo IX, rehuían las exigencias del caudillajedirecto haciendo esclavos a sus soldados. Este sistema mame-luco, una institución militar única, se concebió en el Islam comomedio para evitar el tabú religioso de la lucha de musulmanescontra musulmanes. Y aunque a la larga traicionó su propósito,cuando los soldados esclavos se dieron cuenta de la fuerza queejercían y usurparon el poder en Irak y Egipto, se demostró acorto plazo tan eficaz como la idea de Gengis Khan de ahorrara los gobernantes políticos la necesidad de ejercer un caudilla-je militar directo.

Pero los ejércitos de la estepa y los islámicos, aun a pesar de suferocidad, no consiguieron trasladar el poder de su caballería li-gera de las regiones semitempladas y desiertas en que florecierona la zona lluviosa de la Europa occidental. Cuando se enfrentaron,en su propio territorio, con pueblos que vivían de la agricultura in-tensiva, que acumulaban excedentes alimentarios que les per-mitían sostener campañas más largas que a los nómadas extran-jeros, y que cabalgaban en poderosos caballos que superaban alos ponies nómadas en la batalla, tuvieron que admitir su derrota.Los conquistadores de la caballería ligera se vieron forzados en-tonces a regresar al árido territorio en que florecía el nomadismo,como ocurrió en las fronteras de la Europa occidental, o comosucedió en China, quedaron corrompidos por la suavidad de la ci-vilización agrícola y fueron absorbidos por ella. UNTREF VIRTUAL | 13

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A la larga, los únicos guerreros que consiguieron enraizar supoder en la tierra, consolidar sus instrucciones militares comoestados estables y, cuando aprendieron las destrezas de lasexpediciones oceánicas, exportar sus dotes conquistadoras fue-ron los europeos. Pero no sólo fueron factores materiales losque determinaron su éxito, sino también factores temporales.Los pueblos, por mucho que estén favorecidos por el suelo y elclima, enriquecidos por un rápido acceso a los recursos mi-nerales y por la destreza en el trabajo, unidos por una tradiciónsocial y cultivados por la alfabetización, necesitan un caudillajesi quieren dirigir sus ventajas y cualidades hacia la capacidad deconquista de los otros. Éste sería un ingrediente decisivo deldominio europeo del mundo: una cultura continental dedicada aproducir líderes tan distantes en el tiempo pero tan semejantesen sus motivos y métodos como Alejandro y Wellington.

Ahora bien, aunque la cultura fue un factor decisivo en la deter-minación de un estilo europeo distintivo de caudillaje, sus efec-tos en 2.000 años no fueron uniformes. El historiador que, a bor-do de su máquina del tiempo, descendiera a intervalos paraobservar cómo se comportaron Napoleón en Lodi en 1796 (car-gando a la bayoneta al cruzar el puente del Adda), GustavoAdolfo en Lützen en 1632 (muriendo en el momento de unacarga de caballería), Enrique IV en Agincourt en 1415 (rompien-do la línea francesa al frente de sus caballeros armados), elemperador romano Valente en Adrianópolis en 378 (sucumbien-do por las heridas recibidas a manos de los godos), o César enFarsalia en el año 48 a. C. (dirigiendo una legión contra el flan-co de Pompeyo) podría sacar la conclusión de que estabaasistiendo a un acto único, caracterizado por la decisión delactor protagonista, en uno u otro bando, de interponerse entreel enemigo y aquellos de sus hombres que le veían como ejem-plo en el peligro.

Esta observación sólo sería exacta superficialmente. El ethosdel ejemplo, por supuesto, persistió a través de los siglos quesepararon Gaugamela de Waterloo. Pero el "cuándo" y el "có-mo" de esos ejemplos demuestra, cuando uno se detiene a pen-sar, un sutil pero importante cambio. ¿Siempre en el frente? ¿Aveces en el frente? ¿Nunca en el frente? Éstas eran las cues-

tiones claves. Eran cuestiones de las que los propios griegos,volviendo a Alejandro, eran conscientes y a las que en su propiaépoca empezaron a dirigir respuestas.

La guerra de la Ilíada, tan influyente, como hemos visto, en laenseñanza de Alejandro de cómo debía comportarse en la bata-lla el rey de los griegos, no es nada ambigua en lo que se refiereal papel del caudillo:

"Los troyanos venían en masa, con Héctor a la cabeza, rodan-do como una piedra que cayera por una pendiente rocosa... Así[él] amenazó por un momento con llegar al mar con facilidad através de los barcos y las chozas griegas, matando a medidaque avanzaba. Pero cuando corría hacia el sólido bloque dehombres, se detuvo en un momento, fuerte contra ellos; y losgriegos le hicieron frente con sus espadas y sus lanzas de doblepunta, rechazándole. Héctor vaciló y cayó, pero con voz gravellamó a sus hombres: Apoyadme, troyanos y licios, y vosotros,dárdanos, que tanto amáis luchar cuerpo a cuerpo. Los griegosno me detendrán durante mucho tiempo, por mucho que seamalgamen como las piedras de un muro. Antes conocerán milanza".

Alejandro avanzó, tanto en Gránico como en Gaugamela, comolo hacían Héctor y Homero, empuñando una lanza al frente desu ejército. A diferencia de Héctor, que murió a manos deAquiles al final de asedio de Troya, Alejandro se libró de lamuerte en combate, aunque -como hemos visto- por muy poco.La voz de la victoria le exigía desoír los consejos de prudenciay delegación. Pero antes incluso de que se embarcara en suanábasis, Jenofonte, otro griego que había derrotado a los per-sas, debatió ya la conveniencia de una modificación del estiloheroico. "Se preguntaba a sí mismo", escribe Yvon Garlan, "si lacualidad más sobresaliente de un general es el valor, como sepensaba en la antigüedad, o la reflexión, que puede propor-cionar al débil el triunfo sobre el fuerte... Desgarrado entre sulealtad a la tradición y su afán de una nueva evolución, llegóinevitablemente a un compromiso... Su respuesta es que esmejor ser valiente, por el ejemplo que se da, pero no temerariohasta el punto de poner en peligro la seguridad por razones de UNTREF VIRTUAL | 14

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gloria personal. De esta forma, el comandante puede ser capazde ganar en la mayoría de las circunstancias".

La "nueva evolución" a la que Garlan se refiere está representa-da, en particular, por la intensificación de la instrucción y la apari-ción de las formaciones de reserva. El primer factor, aunque pos-teriormente asociado con Filipo, se inició probablemente con lamayor disponibilidad de metales y, por tanto, de armamentodesde el siglo VIII a. C. Así fue posible equipar a un mayor nú-mero de hombres de forma uniforme, con lo que se facilitó suinstrucción en el manejo de las armas. El segundo factor era unapéndice del primero: al crecer los ejércitos, los generales des-cubrieron que no todos los hombres tenían que comprometerseen una única línea; se podía retener a algunos en la retaguardiapara reforzar un punto débil o explotar un éxito.

Filón de Bizancio, que escribió 200 años después de Jenofonte,pero que partía de las mismas premisas, evitó el compromiso enel que éste se había amparado. Las razones pudieron ser deorden social. La ciudad estado, fundamental para la creencia deJenofonte en la responsabilidad personal y por extensión en eldeber del ejemplo que debe dar el general, Se encontraba enuna decadencia irreversible en el siglo II a. C. Las comunidadesmás amplias establecidas en su lugar no estaban sujetas alethos, y con la pérdida de libertad política se había perdido elderecho del ciudadano soldado a ser dirigido y no mandado. Elconsejo de Filón a un general del siglo II subraya esta nuevavaloración de la cualidad del guerrero con un lenguaje incon-fundible:

"Tu deber es no tomar parte en la batalla, ya que, si derramastu propia sangre, no puedes decidir con tranquilidad lo quehacer para tus intereses si algo te sucede... Manteniéndote lejosdel alcance de los proyectiles, o moviéndote a lo largo de lalínea sin exponerte, exhorta a los soldados, distribuye recom-pensas y honores a los que demuestren su valor, y castiga ydegrada a los cobardes; de esta forma, todos los soldados seenfrentarán al peligro tanto como sea posible".

Por el relato de su contemporáneo Polibio sobre el compor-tamiento de Escipión el Africano en el asedio de Cartago en elaño 202 a. C., se confirma que Filón no estaba únicamente dan-do un consejo, sino describiendo este "cambio" en el estilo decaudillaje: "Aunque se lanzaba a la lucha impetuosamente, to-maba todas las precauciones posibles para proteger su vida.Llevaba consigo tres hombres, que portaban grandes escudosen tal posición que le protegían completamente del lado de lasmurallas, y así recorría las líneas o se subía a un terreno eleva-do y contribuyó de esta forma en gran medida al triunfo del día".Tanto en la batalla como en el asedio, estas descripciones difie-ren significativamente del estilo de Alejandro: "Manteniéndoselejos del alcance de los proyectiles" (recuérdense las cuatroheridas por proyectiles de Alejandro); "moviéndote a lo largo dela línea sin exponerte" (Alejandro elegía la posición más expues-ta en la línea y, una vez elegida, permanecía en ella); "le pro-tegían completamente del lado de las murallas" (Alejandro, ensus asedios, se unía al ataque y en Multan fue el primer hombreen saltar). Es evidente que algo significativo había sucedidoentre los siglos IV y II a. C. Los métodos y los materiales de laguerra no se habían alterado en lo más mínimo. Pero las pre-guntas claves: ¿siempre en el frente, a veces o nunca?, a lasque Alejandro había respondido con un "siempre", fueron con-testadas por sus sucesores, en un intervalo de sólo 200 años,con un "a veces", cuando no se sintieron tentados de responderun "nunca".

"Nunca" habría sido precisamente la respuesta escuchada enlas teocracias del Imperio Antiguo de Egipto, de la dinastía Sungchina, de los abasidas de Arabia o de la Turquía otomana. Enellas, el papel religioso de sus gobernantes impedía que sellenaran las manos de sangre, incluso la simple visión de ésta.El amurallamiento reverencial de los emperadores japoneses enel Shogunado, entre los siglos XIII y XIX, es un ejemplo extremode esta actitud. Pero la respuesta "nunca" era la excepción, nola regla. La idea de que la autoridad soberana necesitase unavalidación militar había tendido a marchitarse a medida queaumentaba la complejidad política, pero la idea de que el dele-

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gado militar del soberano pudiera dispensarse a sí mismo de losriesgos del caudillaje, adoptando un estilo puramente "de man-do" o tomando posición "detrás" y nunca en "el frente", era másdifícil de inculcar a cualquier soldado. Generales tan distantesen el tiempo como César (un simple delegado del Senado deRoma cuando conquistó la Galia), Gaston de Foix (muerto alfrente del ejército del rey francés en la batalla de Rávena de1512), Tilly (general de los Habsburgo, muerto cuando luchabacontra Gustavo Adolfo en 1632), Seydlitz (comandante de lacaballería de Federico el Grande, al frente de la cual fue grave-mente herido en dos ocasiones, en 1757 y 1759) y, como hemosvisto, el propio Wellington, todos se conducían por una ética enla que lo heroico seguía siendo un elemento importante, dirigidaa ganar el aprecio del soldado y, si le alcanzaba una bala o lehería el metal, a compartir su destino.

Asistimos, pues, a la adaptación de un sistema de valores, no asu sustitución. Wellington, como Alejandro, estaba impulsadopor las exigencias del heroísmo; pero siempre fue así y, cuandoocurrió, reaccionó de diferentes formas. ¿Qué había cambiadoen el campo de batalla para transmutar las exigencias deenfrentarse "siempre" al enemigo en la conveniencia de enfren-tarse "a veces" y para desplazar físicamente a los generales delpunto de asalto a un lugar situado simplemente cerca del lugarde la crisis?

Podemos identificar dos factores; el primero es un cambio en lanaturaleza y composición de los ejércitos; el segundo, un cam-bio en la relación de los ejércitos con la autoridad soberana.Tomemos antes este segundo factor. Alejandro y sus macedo-nios eran miembros de una sociedad guerrera. Por supuesto, notodos los macedonios hacían la guerra. La edad, la salud y lariqueza eran determinantes de quién podía y quién no podía lle-var armas. Estaban exentos los ancianos; no reunían las condi-ciones mínimas los menesterosos que no se podían permitir eltiempo, los medios ni el equipo necesario para servir. Estosdeterminantes se dan en todas las sociedades de tipo guerrero:las bandas teutonas que rompieron las defensas del Imperioromano occidental en el siglo V d. C., sus sucesores merovin-gios y carolingios, los reinos de caballeros de la Alta Edad

Media en Europa y, a gran distancia de la tierra de los guerreros,pueblos como los ashanti y los hausa, de África occidental, losamharico-hablantes de las montañas de Etiopía, los sudanesesmusulmanes, los rajput de la India noroccidental y sus aliadosmahratta (ambos descendientes de los conquistadores origi-nales arios), los sijs del Punjab, los patanas de Afganistán y losgurkas de Nepal.

Las sociedades de este tipo pueden evolucionar a estados guer-reros o llegar a ellos precipitadamente. El proceso evolutivo esoscuro, la precipitación lo es menos: a menudo parece rela-cionarse con la adopción o reavivación de alguna ética dinámi-ca o credo religioso, de los cuales sus fieles se consideran losmensajeros elegidos. El estallido del mahdismo en el Sudán delsiglo XIX y la militarización de los sijs en el Punjab del siglo XVIIIejemplifican el efecto del "pueblo elegido". Pero, ya evolucioneo se precipite el reino guerrero, el caudillaje siempre estará de-sempeñando un papel clave en su funcionamiento. Este caudi-llaje es el habitualmente llamado "carismático", palabra que nosignifica sino "agraciado" o "favorecido", generalmente por Dioso por los dioses. En el caudillaje religioso, el individuo es agra-ciado con el poder de desplegar virtudes extraordinarias: resis-tencia a la tentación, liberación de las necesidades corporalesde comida, bebida y sueño, y aparente indiferencia al dolor físi-co y al sufrimiento emocional. En el caudillaje secular, estascualidades se valoran de otro modo: aparecen como "las vir-tudes militares" de valor y arrojo. Cuando, como a menudo suce-día en las sociedades guerreras, el caudillaje religioso y elseglar recaían en el mismo individuo, como ocurrió con Alejan-dro, las dos manifestaciones de virtud se complementaban yreforzaban la una a la otra.

Es posible ahora ver por qué en un caudillo como Alejandro lapregunta "¿siempre en el frente?" tiene un "sí" como respuestaautomática. Aunque su supervivencia puede parecernos nece-saria para el buen gobierno del reino de Macedonia, un reybueno pero prudente habría aparecido a los ojos de sus segui-dores y a los suyos propios como una contradicción en sus mis-mos términos. Sus cuarteles podían ser sede del gobierno.¿Pero qué macedonio digno de tal nombre elegiría ser goberna- UNTREF VIRTUAL | 16

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do por un rey que rehuía el riesgo en combate? Los medios conque los macedonios apoyaban la entronización de un nuevo reyeran militares; sus seguidores se ponían el peto y formaban asu lado. Cuando alcanzaban una clara mayoría, la asambleaexpresaba el asentimiento a su voluntad golpeando con las lan-zas sobre los escudos. De este modo, la fuerza militar validabaal nuevo rey; pero éste a su vez tenía que basar su autoridadvalidada en un despliegue indiscutible de virtud militar.

Estas soberanías militares persistirían, o reaparecerían frecuen-temente en el mundo occidental y en su órbita desde la épocade Alejandro hasta la llegada del estado-nación en el siglo XVII.Pero la sociedad heroica ya tenía en la época de Alejandro unmodelo competitivo importante: el sistema político en el que losgobernantes habían encontrado los medios, aparte de la teocra-cia, de evitar el mandamiento "siempre en el frente", mediantela separación de las funciones militares de las políticas. Estosmedios ya estaban presentes de hecho en el ejército de Filipo,aunque no se sacaron las conclusiones apropiadas de ellos.Igualmente fueron ignorados por Alejandro. Poco después, noobstante, darían lugar a una de las revoluciones políticas másimportantes de la historia del mundo.

Tales medios eran la jerarquía militar y las maniobras militares,cuya evolución interdependiente tuvo sus orígenes en los ejérci-tos de las ciudades estado griegas. Estos ejércitos, como he-mos visto, eran asambleas de electores acomodados y libresque acudían a la guerra como iguales. Pero la proliferación delos metales en el último milenio antes de Cristo, que creó losejércitos de ciudadanos al poner al alcance de muchos lo quesólo había sido posible para unos pocos (particularmente lasaristocracias del carro del milenio anterior), tendió por lógicainexorable a agrandar los ejércitos hasta tal punto que la éticade la igualdad contradecía su propósito. Los ejércitos pequeños,como todo lo pequeño, podían operar con eficacia a las órdenesde un solo caudillo elegido por todos. Los grandes ejércitosnecesitaban articularse a través de una pirámide de mando queun caudillo debía en última instancia construir. Tanto más cuan-do se descubrió que los ejércitos grandes podían y debíanrealizar evoluciones complejas frente al enemigo.

El primer hecho militar en el que, como hemos visto, se intentósustituir las evoluciones simples por otras complejas fue labatalla de Leuctra, en el año 371 a. C., donde un ejército de alia-dos griegos bajo el mando del general tebano Epaminondasvenció al ejército hasta entonces invicto de Esparta. Los espar-tanos, pueblo que había llevado al límite el principio de la ciudadestado de limitar la ciudadanía a una élite portadora de armas,habían mantenido aterrorizados a sus vecinos durante largotiempo. En Mantinea, en 418 a. C., habían logrado derrotarlesrompiendo su ala izquierda. Pero fue un hecho accidental, cau-sado por la tendencia de quienes portaban escudo a manten-erse junto a los hombres situados a su derecha. En las batallasde Nemea y Coronea, en el año 394, los espartanos repitieron,no obstante, su éxito, habiendo practicado en sus ejercicios mi-litares, que eran la principal ocupación de los hombres libres, lapresión masiva sobre la derecha. La instrucción era esencial enla sociedad espartana porque aseguraba el dominio de la clasemilitar sobre la población esclava, descontenta y mucho másnumerosa. Mas este secreto no podía mantenerse como tal parasiempre. Los tebanos, que ya habían sufrido en Coronea ante lahuida de sus desorganizados aliados, sacaron del desarrollo deesta batalla la conclusión de que también debían instruirse enlas armas. Cuando, en Leuctra, acudieron a enfrentarse a losespartanos de nuevo, sus instruidas falanges presionaron enmasa el ala derecha de los espartanos y les vencieron.

Así fue como los principios de la instrucción y de las maniobrasse infiltraron en el mundo griego a largo plazo. Y aún se infiltróotro elemento: la jerarquía. Ningún espartano se quejaba, comohacían otros griegos, de la subordinación respecto a sus ofi-ciales, ya que el papel de éstos era exclusivamente militar. Losoficiales eran los que estaban al frente de una fila de cinco oseis hombres que, combinados, formaban secciones, pelotones,compañías y regimientos. Un grupo de filas constituía también,según parece, una unidad de voto en la constitución espartana.Y si todos eran iguales a efectos electorales, ninguno se sentíasubordinado al hombre que tomaba la cabecera de la fila en laformación militar y pasaba las órdenes a los demás.

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Una vez que la instrucción y las maniobras arraigaron fuera delejército igualitario de Esparta, el grado de oficial adquirió un sta-tus diferente. En lugar de expresar la voluntad del simple solda-do de aceptar la autoridad para un objetivo común, ejemplifica-ba la subordinación de aquél al poder de quienes estaban sobreél. En todo el mundo mediterráneo, y sobre todo en la Repúblicaromana, el rango de oficial ya estaba asociado a un statuseconómico. El ejército romano, aunque en teoría era una miliciaciudadana, había sido dirigido desde el siglo V a. C. por aristó-cratas. Esta tendencia se intensificó al final de la república, aligual que la tendencia a reducir la obligación militar, hasta queel ejército se hizo profesional, y, por tanto, mercenario, salvo denombre. El mercenario había sido una figura familiar en el mun-do militar griego desde los primeros tiempos, y en la época deAlejandro había mercenarios, como hemos visto, tanto en suejército macedonio como en el persa. Por definición, estabansujetos a la autoridad. Aunque su lealtad a su señor era compra-da, y sólo podía garantizarse con un pago regular, se les impo-nía la subordinación al comandante. A través del capitán reci-bían su paga y su ración; tenían frente a él los deberes norma-les de un empleado, reforzados por las sanciones militares demultas, latigazos, prisión o muerte en caso de desobediencia,dependiendo de la gravedad de su falta. En el mercenario,maestro de la instrucción y de las maniobras (Alejandro siemprelos loaba más entre todos sus oponentes), y al mismo tiempoinstrumento de la jerarquía militar pura, encontramos la sepa-ración de la ciudadanía del mundo guerrero en su forma másextrema.

Con la aparición del mercenario y la afinidad con el soldado pro-fesional, los ejércitos antiguos completaron la transformacióntanto de su naturaleza como de sus relaciones con el estado. Dehecho, anticiparon las transformaciones que acabarían sufrien-do los ejércitos de la Europa occidental cuando emergieron delmundo guerrero al final de la Edad Media, pasando por segun-da vez a través de la etapa heroica que resurgiría tras el gobier-no imperial de los romanos. Los primeros ejércitos modernos deEuropa desplegarían exactamente la misma mezcla de tipos desoldados que caracterizó a los del mundo mediterráneo antesde que el poder romano les batiera en el yunque de las legiones.

Mercenarios y profesionales, al mando de aristócratas de la ca-rrera militar, formaron el núcleo de los ejércitos franceses y delos Habsburgo del siglo XVI al XVIII. Las milicias ciudadanas,equivalentes a las de los ejércitos griegos de las ciudades esta-do, consiguieron sobrevivir en la misma época. Hasta la décadade 1790 estos cuerpos multiformes no tuvieron que enfrentarse,tras las levas de la Revolución, a un modelo militar que primeroles desafió y después les dominó. Wellington demostraría seruno de los pocos oficiales del ancien régime con talento paraenfrentarse a los ejércitos revolucionarios en sus mismos térmi-nos y derrotarlos en combate. El ejército británico había de sersu instrumento. ¿Cómo era?

El Ejército De Wellington

"De este detalle", dijo Wellington sentado en el parque de Bru-selas dos semanas antes de Waterloo, respondiendo a la pre-gunta de Creevey sobre cómo esperaba que fuera la campañainminente, "dependerá que lo consigamos o no". Acababa dever a un soldado de uno de los regimientos de infantería entraral parque, contemplando las estatuas. "Denme bastantes deéstos", concluyó, "y estoy seguro del éxito".

Siempre se ha pensado que era otra la opinión de Wellingtonsobre sus soldados. "La escoria del mundo..., sólo la escoria delmundo", es una de esas escasas citas en las que se identificainstantáneamente el autor y el tema. Casi igual de popular es eljuicio: "Es maravilloso que seamos capaces de sacar adelante atantos de ellos. Los soldados ingleses son gente que se alistapara beber; ésta es la pura verdad: todos se alistan para beber".Así se manifestó ante Lord Mahon en 1831; a su confidente LordStanhope le contó en 1840 que su ejército en Waterloo era"infame... y el enemigo lo sabía. Pero a pesar de todo lo der-rotó". Conocía la "diferencia de composición [y] de sentimientoentre el ejército francés y el nuestro. El sistema de reclutamien-to francés ofrece un hermoso ejemplo de todas las clases; elnuestro se nutre de la escoria del mundo", y así continuó.

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Ésta es la voz del Duque de Hierro que el mundo conoce: gla-cial, distante, contenida, la voz de alguien que habla a través delabismo inabordable que le separa de quienes están a sus pies.Incluso el asomo de aprobación pronunciado en el parque deBruselas es despreciativo e impersonal -"este detalle... Denmebastantes de éstos"-. Wellington no parecía apreciar a sus sol-dados, ni siquiera quizá conocerles.

No deberíamos extraer conclusiones de pruebas escasas. Casitodos estos juicios son pueriles cuando se sitúan en su contex-to. "Un ejército infame", por ejemplo: no se trata de un comen-tario sobre el ejército inglés, ni sobre el conjunto de las tropasbritánicas en Waterloo, sino sobre los regimientos reclutadosrecientemente y sus equivalentes en las fuerzas aliadas. Ex-cluía específicamente a sus combatientes de la península Ibé-rica. "En Europa no hay hombres que puedan luchar comoellos... [Ellos] y yo nos conocemos al detalle. Tenemos confian-za mutua y nunca surgen desavenencias entre nosotros". Fue lamezcla de ingleses, holandeses y belgas sin experiencia lo quehizo de Waterloo un ejército "infame". Sin embargo, "he descu-bierto el secreto de mezclarlos. De haberlos empleado en cuer-pos diferentes, habría perdido la batalla".

"Se alistan para beber". También esta frase necesita una expli-cación, que el mismo Wellington proporciona. Su condena eraen cierto modo más amplia. "La gente dice que se alista por elsentimiento militar. Todo mentira, no hay tal cosa. Algunos denuestros hombres se alistan para no ocuparse de unos hijosbastardos, otros por delitos menores... Es difícil imaginar que deahí salga nada conjuntado". Pero tenía una explicación absolu-tamente juiciosa de cómo llegaban esos hombres al ejército re-gular y un remedio aún más juicioso. "Se cuenta con que seconviertan en soldados en la línea" (y así se les podrá destinaral servicio en el extranjero), "y con que dejen a sus familiasmorir de hambre cuando, si se convirtieran en soldados de lamilicia [el servicio en la patria], sus familias estarían atendidas...¿Cuál es la consecuencia? Que ninguno, salvo el peor de loshombres, se incorporará al servicio regular". El remedio, comoapuntaba, es transferir la paga de los hombres de la milicia a lasfamilias de los soldados regulares.

A pesar de todas sus quejas, podía elogiar calurosamente lacondición de sus soldados una vez que estaban instruidos, ysiempre que fueran disciplinados y estuvieran dirigidos ade-cuadamente. "El valor", escribió desde Santa Elena en 1805 (elviaje de regreso a la patria desde la India le llevó al lugar delfuturo exilio de Napoleón), "es la característica del ejércitobritánico en todos los cuarteles del mundo. No se conoce unsolo ejemplo de mal comportamiento en el campo de batalla;particularmente, a los que han estado algún tiempo [en la India]no se les puede ordenar ningún servicio por peligroso y arduoque sea que no puedan llevar a cabo, no sólo con valor, sino conun grado de habilidad que no se encuentra fácilmente en per-sonas de su catadura en otras partes del mundo". La disciplinaera esencial en su opinión y, dada la "catadura" de sus solda-dos, tenía que ser dura. Era duro de corazón. "¿Quién sopor-taría", preguntó retóricamente en 1831, "ser incluido en la lista[confinado en el cuartel, como lo eran los hombres de la Guar-dia] si no es por el miedo a un castigo peor?". Podía golpear alcentinela y retirarse. El "castigo peor" era, por supuesto, el gatode nueve colas, que seguiría en vigor en el ejército británicohasta 1881 (un siglo después de que fuera abolido en Francia,Prusia y Austria) con el apoyo de las mayorías en el Parlamento.Los soldados en los ejércitos de Wellington, tanto en Españacomo en Flandes, eran azotados hasta la saciedad; en 1834argüía: "No veo cómo se puede tener un ejército sin mantener-lo en estado de disciplina, ni cómo se puede mantener la disci-plina sin castigos... No hay ningún castigo que impresione anadie que no sea el castigo corporal".

Ordenó asimismo diversas ejecuciones. Como casi todos losejércitos de los que tenemos noticias escritas desde el siglo XVI,el de Wellington contaba con un cuerpo de verdugos. Durante laguerra de la Independencia española, éstos dieron muerte a cin-cuenta y dos ingleses y a veintiocho soldados no británicos.Larpent, general del cuerpo jurídico, calcula que entre noviem-bre de 1811 y febrero de 1813 se produjeron cuarenta y una eje-cuciones. Para un ejército habitualmente inferior a 100.000hombres, cuando los delitos cometidos eran la deserción ante elenemigo, el motín violento o el robo a mano armada, estas cifrasno son altas. Eran los azotes lo que aterrorizaba a los hombres UNTREF VIRTUAL | 19

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en las filas y les compelía a la sumisión, aunque nunca les fren-aba de beber hasta perder la conciencia cuando se presentabala oportunidad. "Recuerdo una vez en Badajoz", señalaba We-llington al final de este terrible asedio, "haber entrado en unabodega y ver a algunos soldados tan borrachos que realmenteel vino fluía por su boca. Otros no sentían aprensión por ello...y estaban dispuestos a correr la misma suerte. Nuestros solda-dos no pueden resistirse al vino".

Tampoco sus oficiales podían poner resistencia a la pérdida detiempo, la pereza y la frivolidad. Tales costumbres sacaban dequicio a su puntual, afanoso y concienzudo comandante en jefe."¿Es que lo tengo que hacer todo solo?" es el leitmotiv retóricode su correspondencia desde la península Ibérica; retórico,porque al menos algunos de sus oficiales de estado mayor,cuando no estaban enfermos o ausentes, eran fieles servidoresde su eficiente mente. "Podemos conseguir la mayor de las vic-torias", se quejaba a Lord Bathurst en junio de 1813, "pero noharemos nada hasta que cambiemos nuestro sistema paraforzar a íos oficiales a cumplir su deber e ideemos algún modode castigarles por su negligencia". Dos semanas más tardevolvía a escribir sobre el mismo estribillo: "Nadie piensa en obe-decer una orden; y todos los reglamentos... de la Oficina de laGuerra y todas las órdenes del Ejército aplicables a este servi-cio concreto son sólo trozos de papel". Peor aún, los oficialesosaban desafiar su autoridad.

Ponsonby, uno de sus hombres de confianza, los describe como"agoreros... Caballeros a los que sólo satisface su comodidad yholganza... Exageran las fuerzas del ejército francés y reducenlas suyas". El propio Wellington se quejaba en 1810 de que"existe una conspiración de agoreros en el ejército". Lo achaca-ba a los oficiales de rango superior que, pensaba, "deberíanguardarse sus opiniones para sí mismos". Su opinión de mu-chos de ellos era mordaz: "Cuando me doy cuenta del caráctero de las capacidades de algunos de los oficiales generales deeste ejército y pienso que son las personas en las que tengoque confiar para llevar a mis columnas contra los generalesfranceses, y los que ejecutan mis órdenes, me echo a temblar".No es extraño que Wellington, despreciándoles por no cumplir

con su deber, se sintiera feliz de aceptar sus excusas para aban-donarle por la comodidad del hogar. McGrigor, el cirujano en jefede Wellington, describe una mañana su audiencia en España en1812. "Un oficial general, de noble familia... avanzó después,diciendo: 'Milord, últimamente vengo sufriendo mucho de reu-matismo'. Sin darle tiempo a decir más, Lord Wellington replicórápidamente: `Debe regresar a Inglaterra para curarse de él. Portodos los medios. Vaya allí, inmediatamente"'. Pero muy pocosde sus malos oficiales regresarían por iniciativa propia. Sus car-gos, que habían comprado, eran su oportunidad. Pero tambiéneran, por tratarse de una propiedad privada suya, su defensacontra el descontento de sus superiores. De aquí la rabia deWellington contra "la incapacidad de algunos oficiales con man-do de regimiento para cumplir los deberes de su situación, y laapatía y falta de voluntad de otros". El tribunal militar no servíapara nada, se quejaba, porque los oficiales no querían declararculpables a sus propios compañeros. Una reprimenda delcomandante en jefe era "sólo un trozo de papel; el castigo másextendido, la suspensión de empleo y sueldo..., se consideracomo una variante de la ausencia y, en general, de la inactivi-dad; vencido el plazo, el oficial regresa a su regimiento en mejorsituación que nunca".

El sentimiento de impotencia de Wellington era inevitable mien-tras la sociedad inglesa persistiese en satisfacer las pretensio-nes de las clases acomodadas de monopolizar el oficio militar,al igual que sus equivalentes lo habían hecho en el mundo hele-nístico y más tarde en la República de Roma. Pero su descon-tento desaparecía cuando ponía a sus perezosos a tiro de mos-quete de los franceses. Entonces, su sentido aristocrático de laobligación, ya fuesen tales orígenes reales o supuestos, le ase-guraba un estilo heroico. "No es muy difícil", escribió en 1814,"apostar a un ejército británico para una acción general, o quelos oficiales y hombres cumplan con su deber en ella. La dificul-tad reside en llevarlos al punto donde hay que emprenderla".

A través de este injurioso lenguaje habla la voz de un `jovencitode la nobleza" que se había disciplinado a sí mismo apartán-dose de las malas costumbres corporales y mentales que sabíaque tan fácilmente acosaban al teniente o capitán seguro de su UNTREF VIRTUAL | 20

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rango cuando no corría contra el enemigo. Es la voz de un hom-bre que había dominado todas las dificultades y al que molesta-ban todos los obstáculos para alcanzar este fin que sus oficialesy soldados cruzaban en su camino. Pereza, borracheras, pillajey descuido eran los peores. La irreligiosidad era otro; se lamen-taba de la falta de calidad de los capellanes que se le enviabany la -sediciosa, según pensaba- influencia del metodismo en lossoldados, resultado de la falta de eficiencia de aquéllos. Y repe-tidamente reprendía al Estado por su cortedad de miras al pagara los soldados demasiado poco para estimular la sobriedad y alos suboficiales no lo bastante para valorar su grado: "Son tanmalos como los soldados, y están demasiado cerca de ellos encuanto a la paga y situación... para que podamos confiar en quehagan algo por mantener a sus hombres en orden".

Nunca se quejó de la voluntad o capacidad de lucha de su ejér-cito. ¿Qué clase de instrumento militar era éste y por qué lotocaba tan admirablemente en combate? El secreto residía, yaún reside, en el sistema de regimientos británico. El ejército deWellington, como el de Napoleón, estaba organizado en 1815en brigadas y divisiones. Pero la unidad fundamental era elbatallón de infantería o el regimiento de caballería, con 500 a1.000 hombres. El ejército francés había evolucionado desdeesta forma de organización, que tenía sus orígenes en las ban-das mercenarias del final de la Edad Media. Algunos de losregimientos británicos en realidad habían comenzado comounidades mercenarias; los Reales Escoceses habían servido alos reyes franceses y suecos antes de entrar al servicio deCarlos II, según un modelo de empleo que hubiera sido comple-tamente familiar a Alejandro Magno.

Mientras que los oficiales eran trasladados, por compra, de unregimiento a otro, los soldados y suboficiales no lo eran nuncao casi nunca. Por supuesto, era raro que los soldados pasarande una a otra de las diez compañías y cuatro escuadrones enque las unidades de infantería y caballería estaban respectiva-mente organizadas. Con ello se conseguía un alto grado de loque actualmente se llama "cohesión de pequeña unidad". Loshombres se conocían unos a otros, sus puntos débiles y fuerteseran conocidos por su jefe y viceversa, y todos se ayudaban

para evitar el deshonor de la cobardía que podía atacar instan-táneamente a los gandules en estas sociedades íntimas. Lamotivación se reforzaba con la instrucción. Infantería y caba-llería luchaban en orden cerrado, bajo estricta supervisión y alritmo de órdenes repetidas incesantemente.

Las órdenes iban encaminadas a conseguir dos efectos: el pri-mero, aplicable particularmente a la infantería, la descarga de ungran número de mosquetes bien apuntados, a intervalos determi-nados y a corta distancia del enemigo; el segundo, el movimientouniforme y ordenado de los hombres, en su caso al trote, adelan-te, atrás, a uno u otro flanco, para la obtención de una formacióntípica, como el cuadro. Adecuadamente instruido y razonable-mente endurecido en los horrores del campo de batalla (general-mente bastaba con una batalla para que se acostumbrara), unbatallón de infantería se convertía, en combinación con los de-más, y en manos de un comandante decidido y resuelto comoWellington, en un instrumento de vigorosa destrucción humanadentro de su propio radio de acción. Hay que decir que, en defen-sa, ninguna caballería podía romperlo cuando estaba formada encuadro y ninguna infantería podía acercarse a menos de 100 me-tros excepto a costa de pérdidas insoportables; en ataque, tras laadecuada preparación por la arti-llería o los mosquetes, podíacargar a la bayoneta a distancias de varios cientos de yardas. Lacaballería, arma de ataque salvo cuando se alineaba tras la infan-tería para impedir su huida, era más difícil de manejar. Un defec-to persistente de la caballería británica -la Brigada de la Unión enWaterloo fue un buen ejemplo- era el de cargar demasiado rápi-do y no recuperar la formación, defecto que Wellington achacabaa que sus caballos eran mejores que los de los franceses.

La artillería, de la que Wellington nunca anduvo sobrado, era elúnico elemento de su fuerza que había aumentado su potenciaen comparación con la época de Alejandro. Incluso así, su al-cance era corto -1.000 metros como máximo- y sus efectospodían ser anulados situando la infantería al abrigo, en lo posi-ble en una pendiente, que era la práctica preferida de Welling-ton. La potencia de la artillería de campaña no era suficientepara influir en la táctica, que seguía siendo estrictamente lineal.El objeto de la práctica táctica, como en los tiempos de Alejan- UNTREF VIRTUAL | 21

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dro, era o bien flanquear al enemigo, o bien provocar una bre-cha en el frente. La principal misión de la caballería, aunque losoficiales de caballería reclamasen otras tareas, con resultadosfrecuentemente desastrosos, era infligir pérdidas en un enemi-go roto, habitualmente en la huida.

Éstos, pues, eran los medios con que los hombres de Welling-ton cumplían con su "deber en la acción": en gran parte exigíanun esfuerzo muscular, como en tiempos de Alejandro, aunque laenergía química simplificase el efecto de los proyectiles. Perosu dificultad real, como insistía siempre, era llevar al instrumen-to "al punto donde había que emprender la acción". ¿Cómo loconseguía?

El Estado Mayor De Wellington

Napoleón, según el resumen de una conversación de Welling-ton con uno de los subordinados del emperador, nunca tuvo unplan de campaña. "Siempre decidía de acuerdo con las circuns-tancias del momento. `Su objetivo siempre fue', añadía el du-que, `librar una gran batalla; mi objetivo, por el contrario, era engeneral evitar librar una gran batalla". Wellington cometía asíuna injusticia consigo mismo y con Napoleón. En la India, eljoven Wellington había librado batallas con la simplicidad deljoven Alejandro, y en gran medida por las mismas razones:operaba con un pequeño ejército de élite contra otro mayor,estaba mal situado con respecto al enemigo; no tenía otraopción sino atacar. Por el contrario, Napoleón atacaba porquenormalmente disponía de hombres suficientes para asegurar lavictoria. "En Europa hay", dijo, "muchos buenos generales, peroven demasiadas cosas a la vez. Yo sólo veo una, el núcleo delenemigo. Intento aplastarlo". A este nivel, sus planes eran muysimples. Pero encontrar lo que quería ver llevaba tiempo y con-centración. Pasaba muchas horas con su oficial de operaciones,Bacler d'Albe, inclinados sobre un gran mapa desplegado en elsuelo de su tienda de campaña, clavando alfileres para marcarlos destinos del día siguiente.

Los métodos de Wellington y de Napoleón, si no sus objetivos,eran, no obstante, más similares de lo que ninguno de ellos hu-biera admitido. Ambos trazaban planes, pero Wellington lo hacíacon más cuidado y con menos ayuda ajena. "No he tenido ayu-da", se quejaba a su hermano William en septiembre de 1810."Estoy abandonado a mí mismo, a mis propias iniciativas, a mipropia ejecución, el modo de ejecución, incluso la superinten-dencia de este método". Las viñetas de Wellington sentado soloa la puerta de su tienda escribiendo sin descanso son cierta-mente un elemento fundamental de las memorias de la penínsu-la Ibérica. Escribía bien y lo sabía. "Son tan buenos como podríaescribirlos ahora", decía a la marquesa de Salisbury en 1834 desus despachos de guerra. "Todos evidencian la misma atenciónpor el detalle, por la utilización de todos los medios, por peque-ños que sean, para alcanzar el triunfo". Pero el sentimiento dehacerlo todo por sí mismo era una extraña vanidad de Welling-ton, que compartía con la especie de pomposo entrometido que,en realidad, no era. Aunque estuvo rodeado de incompetentes(el general Dalrymple "no tiene ningún plan, ni siquiera una ideade uno; no creo que sepa lo que significa la palabra plan", y esoque por entonces Dalrymple era su superior) y de pelmazos ("elalmirante Berkeley acabará matándome... su actividad es desa-tada... Nunca he visto un hombre tan bien educado... cuya com-prensión deje tanto que desear y que tenga tal pasión porinventar nuevas formas de hacer cosas triviales"), normalmentecontaba con subordinados trabajadores e inteligentes para ayu-darle. Hudson Lowe, futuro carcelero de Napoleón, no era unode ellos. Nombrado jefe del estado mayor en Flandes en 1815,sería despedido por Wellington antes de que fuera demasiadotarde. Pero Murray, su intendente y jefe efectivo del estadomayor, y, en menor medida, Stewart, su general ayudante, eranmuy apreciados por él. Muchos de sus subordinados, sobretodo Gordon y De Lancey, también eran oficiales de estadomayor capaces, conscientes y competentes. Tenían defectospersonales: Stewart era "difícil"; Gordon, oficioso; De Lancey,agobiante. No tenían la clase de Murray, el oficial de estadomayor "perfecto". Pero sacaban adelante su trabajo.

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En cualquier caso, eran muy pocos. Ningún ejército de entoncesdisponía de algo equivalente a las modernas academias, de lasque salen anualmente promociones de burócratas militarescuidadosamente seleccionados y meticulosamente instruidos.Los alumnos del recién fundado Departamento de la Real Aca-demia Militar, a los que estigmatizaba como "fatuos y pedantes",aunque muchos de ellos servían en su estado mayor, eran muypocos. El número total de oficiales de estado mayor -aparte de"mensajeros, mozos de cuadra, cocineros, ayudantes, cabreros,conductores, cazadores, batidores, transmisores de órdenes,muleros y herreros"- en su cuartel general de España pocasveces llegó a doce personas. Estaban el comandante de sucuartel personal y el secretario militar, el general ayudante conseis asistentes y el intendente, un ayudante y un oficial de dibu-jo. Los edecanes, oficiales de enlace españoles e intérpretesascendían a dieciocho. Además había nueve oficiales en eldepartamento médico, tres habilitados y un montón de comisa-rios y de oficiales de policía militar y del cuerpo jurídico. La ma-yoría de los que estaban adscritos al servicio de Wellington,excluyendo a los comisarios y habilitados, no hacían serviciosde armas, sino lo que su cuñado, Edward Pakenham, llamaba"esa insignificante labor de escribiente".

El resultado de la escasa dotación de su Estado Mayor -conse-cuencia del deseo de Wellington de contar con subordinadosinstruidos y con experiencia era que él mismo tenía que actuarcomo su propio oficial de estado mayor con mucha frecuencia.Por supuesto, había asuntos rutinarios que confiaba a sus su-bordinados: las finanzas y los nombramientos de oficiales (aun-que él hacía la elección), a la secretaría militar; los abasteci-mientos (aunque era muy exigente con las necesidades), al ge-neral comisario; los asuntos de personal, al general ayudante,etc. Pero los asuntos esenciales estaban en sus manos: los mo-vimientos, la inteligencia y las operaciones.

El movimiento significaba animales y alimentos. Ya hemos vistosu obsesiva preocupación por disponer de buenos animales ymantenerlos bien alimentados. Los alimentos significaban di-nero. Los ingleses, a diferencia de los franceses, no vivían de latierra, por dos razones principales. Sus soldados no podían

"arreglárselas por sí mismos", decía; pensaba que sus expedi-ciones en busca de alimentos significaban devastación. Másaún, tanto en la India como en la península Ibérica intentabamantener el contento de la gente del lugar. Así pues, comprabaen lugar de requisar, intentando, como un constructor de impe-rios victorianos, crear mercados locales. Una de las consecuen-cias del pillaje, se quejaba en una orden general de 1809, esque "la gente del país huye de sus moradas, no se abre ningúnmercado y los soldados se ven privados de cualquier comodidady de todo lo necesario". Cuatro años más tarde, en Saint-Jeande Luz, el efecto de su política se vio claramente: "La ciudad esahora íntegramente un mercado o feria", escribió Larpent. "Loscampesinos franceses siempre están en la carretera que llevade esta plaza a Bayona, portando pollos y llevando sacos deazúcar sobre la cabeza". Los precios eran elevados, pero elabastecimiento abundante.

La inteligencia era más difícil de obtener que el abastecimiento,ya que no se podía comprar. En la India y en la península Ibé-rica, Wellington hizo campañas en países sin mapas, casi tancarente de mapas como Alejandro en Asia Menor. En la penín-sula llegaría a crear un servicio cartográfico propio. En la India,el tiempo y la vastedad del espacio que rodeaba a su ejército lohizo imposible. Tuvo que hacer como Alejandro: preguntar a loslugareños, enviar espías y hacer reconocimientos.

Su carencia de mapas pudo no suponerle la frustración que ima-ginamos. Los buenos mapas imponen sus propias líneas, dandodemasiado información a los que hacen uso de ellos. La simpli-ficación de lo que dicen requiere una observación directa del te-rreno, que un comandante puede conseguir por sí mismo o pre-guntando a ojos más avezados. De esta forma se construyó unmapa mental de los puntos claves y de sus conexiones, de lamisma forma que un jugador de ajedrez lleva en su mente loscentros nodales. Alejandro, cuyo mapa mental del imperio persaprobablemente tenía su espina dorsal en la Carretera Real,actuó indudablemente por una visión interna. Así hizo tambiénWellington contra Tippoo y los mahrattas.

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En Portugal y en España estaba mejor abastecido, aunque nomucho más. Había pocos mapas, incompletos y a menudo ine-xactos. Afortunadamente, el ejército británico tenía notableshabilidades para la cartografía, desarrolladas en la realizacióndel plano de Inglaterra a una pulgada, cuya primera ediciónacababa de ser publicada (1801). Al menos seis oficiales cartó-grafos con experiencia estaban habitualmente en el campo,trazando mapas de cuatro pulgadas por milla. Otros estabaninfiltrados en las líneas francesas, donde realizaban mapasmientras mantenían relación con una amplia red de informa-dores españoles. En la India, Wellington había usado una anti-gua red de dobles agentes profesionales (hircarrahs) para ha-cerse con un material bruto de inteligencia. En España, dondese odiaba profundamente a los franceses, la inteligencia llega-ba por sí sola y de buen grado; pero fue su habilidad y el aseso-ramiento lo que la hizo un "producto" útil.

En última instancia, no encontró ningún sustituto para lo que evi-denciaban sus propios ojos. Jinete avezado, hábil y capaz, We-llington cabalgaba normalmente sus buenos kilómetros al día:setenta antes de Assaye, cuando descubrió el vado que sería suposición clave, casi cien en dos noches seguidas en Españapara capturar a unos oficiales que habían abandonado el pues-to. Un excombatiente de la península atestigua: Ni a sus quincemejores alazanes doblados por el esfuerzo, con apenas carneen sus huesos; eran los caballos que usaba". Tenemos ademássu propio relato del reconocimiento de Assaye. Sus guías hin-dúes habían negado que hubiera un paso, pero él insistió enverlo por sí mismo. Habiendo tenido noticias de la localizaciónde dos aldeas, "me dije inmediatamente que sus habitantes nopodían haber construido dos aldeas tan cercanas y en ladosopuestos de una corriente sin algún medio habitual de comuni-cación, ya fuera con barcas o por un vado; más probablementepor lo último". Su presentimiento era cierto y le dio la victoria.

El sistema de inteligencia de Wellington se completaba ademáscon la información almacenada. Tanto para la India como paraEspaña se hizo con una pequeña biblioteca de libros históricosy topográficos, que aumentó en el país; en el camino a Españaaprendió los rudimentos del español leyendo el Nuevo Testa-

mento en este idioma (también sería el método de Macaulaypara aumentar su repertorio lingüístico) y se sintió encantado alllegar y recibir una nota de bienvenida de la que, "para su sor-presa, entendía perfectamente todas las palabras" (pero tam-bién había aprendido urdu en la India). Wellington no era quizásuna mente a la altura de Napoleón. Aunque metódico, nuncallegó a igualar los notables medios de Napoleón para almacenarinformación esencial en un fichero portátil, que le mantenía casiinstantáneamente informado de los sucesos de la misma formaque un sistema moderno de recuperación de datos. Pero teníagrandes capacidades de asimilación y de exposición. Él mismodescribió cómo funcionaba su mente a su amigo Stanhope: "Hayuna cosa curiosa que se siente a veces. Cuando estás consi-derando un tema, repentinamente toda una serie de razona-mientos fluye antes de que tengas el más mínimo destello deluz. Lo ves todo', siguió, moviendo su mano como si aparecieraalgo ante él, con una expresión brillante en los ojos, `incluso tepuede llevar dos horas trasladar al papel todo lo que ha pasadopor tu mente en un instante. Cada parte del tema, los compo-nentes de todas sus partes articulados y todas las consecuen-cias están ante ti".

No era autoadulación. El gran volumen de documentos de We-llington, que hubiera sido imposible de elaborar sin una veloz ca-pacidad de composición, acredita lo acertado del párrafo. Mástarde, a menudo se sirvió de otras manos para esbozar lasrespuestas a diferentes cuestiones; "cruzaba" estas respuestas,al modo moderno, en las propias cartas que tenía que contestar,o las escribía en el espacio en blanco, si lo había. En la Indiaescribió todo, al parecer, de su puño. En la península usabaambos métodos. Unas veces escribía, otras hablaba y espera-ba que sus oficiales le devolvieran lo que había dicho en formaescrita. Dependía del tiempo que tuviera.

Dedicaba poco tiempo a dirigir las operaciones; lo hizo con lasque implicaban el movimiento del ejército y la recogida de datosde inteligencia. Wellington se sumía a veces en la agonía dedecidir si actuar o no; hablaba de su "cauteloso sistema" duranteel período portugués, cuando la inferioridad de fuerzas le man-tuvo a la defensiva a lo largo de casi tres años. Vaciló durante UNTREF VIRTUAL | 24

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semanas antes de Salamanca. Después, según la leyenda,tomó la decisión de atacar mientras devoraba un muslo de pollo.Repentinamente tiró el hueso por encima de su hombro, abrió elcatalejo en dirección a la posición francesa y anunció: "¡PorDios! ¡Vaya si lo haremos!". Había visto una brecha abierta enel despliegue francés, sobre el que ordenó avanzar a la divisiónde Pakenham.

Salamanca le puso en las manos una oportunidad poco habi-tual. Normalmente, sus discusiones con el estado mayor eranmás deliberativas. Tenemos un fidedigno relato de su "grupo deórdenes" antes de la batalla del Nivelle, el 13 de octubre de1813; el narrador es el famoso Harry Smith, de la Brigada deFusileros, por entonces oficial del estado mayor de la división.

"El duque estaba echado (una de sus posturas favoritas) y em-pezó una conversación muy seria. [Nosotros] estábamos pre-parándonos para dejarle cuando dijo: "Oh, quedaos un pocomás". Después conversó algún tiempo con Sir G. Murray (jefedel estado mayor), quien sacó de su portapliegos material paraescribir y comenzó a recoger todo el plan de ataque para elejército. Cuando acabó, tan claramente había comprendido alduque que no pensé que borraría una sola palabra. Dijo:"Milord, ¿es ése su deseo?". Fue una de las escenas más inte-resantes de las que nunca he sido testigo. Cuando Murray leyó,el ojo del duque estaba dirigido a través de su catalejo al lugaren cuestión. No formuló una sola pregunta a Sir G. Murray, perolos músculos de su rostro evidenciaban que estaba sumido ensus pensamientos. Cuando Sir G. Murray terminó, el duque son-rió y dijo: "Ah, Murray, esto significará que tomaremos posesiónde las líneas enemigas. ¿Estaremos listos mañana?". "Me temoque no, milord, pasado mañana"".

La escena es, desde luego, del máximo interés. Revela exacta-mente la división de trabajo del séquito de Wellington. Él decide;su consejero jefe traduce al papel su decisión y hace una refle-xión técnica. De ahí fluye la acción. El catalejo ocupa la nerviosaenergía de Wellington mientras piensa. Los catalejos, descono-cidos para Alejandro, pueden parecer una importante adición alas herramientas del comandante, pero eran de pocos aumen-

tos -sólo tres o cuatro-, porque no podían ampliar mucho sucampo de visión1. Eran sus capacidades mentales, no las ayu-das utilizadas, lo que distinguía al verdadero comandante delfuncionario militar.

La Rutina De Wellington

Las operaciones sólo ocupaban unos días de cada uno de losaños de campañas de Wellington. Cuando tenían lugar las bata-llas y asedios, tiraba la rutina por la ventana. Pero la rutina -"mé-todo", como él la llamaba- era esencial para el éxito de sus ope-raciones. Casi siempre era invariable. ¿Cómo se organizaba eldía y los asuntos a los que se dedicaba?

El clima afectaba a la rutina. En el sur de la India, donde inclu-so en la estación de los monzones hace un calor sofocante,tenía que despachar los asuntos del día por la mañana muytemprano. Pero en la península Ibérica, donde los inviernos enla meseta pueden ser árticos y en verano a veces hiela ("Nuncahe tenido más frío que durante las maniobras que precedieron aSalamanca"), mantenía su costumbre de levantarse temprano yponerse a trabajar inmediatamente: "Cuando es tiempo de po-nerse es tiempo de quitarse". Wellington se levantaba a las seisde la mañana, escribía hasta que tomaba el desayuno a lasnueve -té y tostadas, a lo largo de toda su vida- y después man-tenía una conferencia con los jefes de departamento, uno trasotro, que se prolongaba hasta las dos o las tres. Se trataba delgeneral ayudante, el intendente, el oficial de inteligencia, elcomisario general, el inspector general de hospitales, los co-mandantes de artillería y de ingenieros y, si era necesario, tam-bién el general habilitado y un general del servicio jurídico.

McGrigor, su inspector general de hospitales, un agudo obser-vador de la naturaleza humana, describe estos encuentros:

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1. Con todo, los telescopios, probablemente, permitieron un cálculo precisode la distancia al campo de batalla. Y esto era importante porque lasunidades eran alineadas a intervalos matemáticos y se movían a velocidadconocida.

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"Al principio, mi costumbre era esperar levantado a Lord Welling-ton con un papel en la mano, en el que había escrito los encabe-zamientos de los asuntos sobre los que deseaba recibir órdenes.Pero pronto descubrí que le desagradaba mi llegada con un papelescrito; se mostraba nervioso y evidentemente molesto cuandotomaba como referencia mis notas escritas. Así pues, dejé de lle-varlas y acudí a reunirme con él habiendo memorizado el enca-bezamiento de los asuntos a arreglar, y discutiéndolos despuésde haber expuesto el estado de los hospitales".

Larpent, del cuerpo jurídico, acaso no advirtió su impacienciacon los subordinados que no podían grabarse los hechos en ellugar adecuado de la memoria tan rápidamente como él. "Esdispuesto, decisivo y educado, aunque a veces hay alguna que-ja de él y muchos le temen. Cuando iba con mis notas y pape-les a pedir instrucciones, me sentía como un niño que va a laescuela".

Un embajador francés en Londres cuando Wellington era PrimerMinistro dijo después a un conocido que podía arreglar con éltantos asuntos en treinta minutos como con el ministro francésen treinta horas. Napoleón poseía el mismo dominio de lostemas. Por supuesto, tenía dotes matemáticas inusuales, queimplicaban una fuerte capacidad analítica. Wellington tenía untemperamento musical y estaba profundamente interesado porla mecánica y la astronomía, que también propician el ordenmental. Ninguno de ellos, no obstante, tenía formación universi-taria, deficiencia que Wellington siempre lamentaría. Dada sucapacidad absolutamente inusual para asimilar y organizarinformación, se podría aventurar que ambos se sirvieron dealguna forma de la técnica mnemotécnica del "teatro de memo-ria", tan influyente en la Europa de la reavivación del aprendiza-je clásico.

Fuera cual fuera el método para dominar los asuntos de sussubordinados, el trabajo se despachaba con presteza. Hacia lasdos, y nunca después de las cuatro, salía a montar a caballo,tanto para hacer ejercicio como para observar a su ejército decerca. A las nueve se ponía a escribir otra vez y a las doce seretiraba a acostar. En ese intervalo podía cenar en compañía.

No era una mesa lujosa. Wellington comía poco e insistía entomar arroz con casi todo. Se alimentó exclusivamente de éldurante tres días en la India, "y los que conocían su costumbrelo tenían preparado cuando cenaba fuera". Bebía con mode-ración, y cada vez menos a medida que fue pasando el tiempo:en la India, "cuatro o cinco copas con la gente en la cena, y unapinta de clarete después"; en España, "no probaba el vino deoporto, sólo clarete suave, y los vinos del país y brandy". Podíareunir a veintiocho personas a cenar, pero "la conversación esuna sarta de lugares comunes... Por su parte, habla conaparente franqueza... No obstante, todos parecen temerle inne-cesariamente". No parece revelarse nada del compañerismo deAlejandro con sus compañeros. La reunión era sobria y se aca-baba cuando llegaba la hora de retirarse del duque.

Su cuartel se trasladaba con frecuencia y se plegaba a cualquieralojamiento que se encontrara. Los oficiales de alojamiento ibanpor delante y llamaban a la puerta cuando la casa parecía ade-cuada (Saint-Simon describe una práctica idéntica cuando LuisXIV salía de campaña). En Bussaco, en 1810, fue alojado en unmonasterio. El abad recordaría que "le enseñamos su habi-tación. No le gustó, a pesar de ser la mejor, porque sólo teníauna puerta. Eligió otra más segura, porque tenía dos puertas.Nos ordenó limpiar el lugar y secarlo encendiendo fuego". Elestado mayor se repartía por donde hubiera alojamiento, aveces en otra aldea. Las circunstancias cambiaban mucho.McGrigor cuenta que encontró a Wellington en Ciudad Rodrigo"en un miserable cuartucho, inclinado sobre el fuego". Larpentdescribe el cuartel general cerca de Irún, donde estuvo desdejulio a octubre de 1813, localizado en un "lugar sucio y peque-ño... Una curiosa escena de miseria... ruidos de todas clases...Aquí un cerdo de gran tamaño al que mataban en la calle..., otrocerca con una antorcha quemándolo... Foráneos y nativos, consu pellejo de vino Don Quijote..., ofrecían vino a nuestros solda-dos medio borrachos... Había constantes trifulcas por el pago deestas cosas". Freneda, donde se instaló el cuartel general en1811 y 1812, "estaba abandonada y sucia, con enormes mon-tones de piedras en las calles, boquetes y excrementos portodas partes y casas como cocinas de granja, con la diferenciade que tenían acceso a los establos". Wellington paseó por la UNTREF VIRTUAL | 26

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plaza del mercado conversando con su estado mayor. El sar-gento Costello, que hacía el turno de guardia, observó al duque"hablando en la plaza del mercado, llevando de la mano a unaniñita española, de unos cinco o seis años, canturreando unacancioncilla o un estribillo, y comprando de cuando en cuandoalgunos dulces, a petición de los niños, a los paisanos de lostenderetes". Incluso Wellington -"No hay sino un camino parahacer como hice: tener MANO DE HIERRO"- sentía a veces lanecesidad de un afecto sencillo.

Wellington y La Presentación de Sí Mismo

La imagen de Freneda muestra una despreocupación total enWellington por su presentación ante el mundo, y coincide conotras observaciones. Rechazaba la idea de la dramatización.Alejandro había sido un consumado maestro del teatro. Napo-león remedaba este arte, para regocijo de Wellington. La capa-cidad del emperador de reconocer a sus soldados por su nombre,decía, era una invención; un oficial de estado mayor le seguía conuna lista, le pedía el nombre, y cuando los hombres nombradosdaban un paso al frente fingía reconocerlos. El duque no acepta-ba tales artimañas.

Sus contemporáneos dan fe de su falta de teatralidad. Uno deellos señala el notable contraste entre el duque y su hermano,el gobernador general: "Uno huía de toda ostentación: el otro novivía sino para ésta". El propio Wellington renunciaba a la llama-da de la retórica y deploraba la ostentación.

Sin embargo, no se despreocupaba de su apariencia, que cui-daba mucho. Los oficiales de su hermano en España le llama-ban el "Bello" o el "Par": un cumplido supremo, ya que muchoseran lores. Era, como hemos visto, escrupulosamente exquisitocon su persona, ocupándose obsesivamente de lavarse y afei-tarse. Estaba orgulloso de su figura, que seguía siendo fuerte ymusculosa a una edad avanzada. Había una deliberada falta deostentación en su atuendo. De joven, llevaba el uniforme delregimiento: chaqueta escarlata y sable pesado. De mayor -aun-que la edad era relativa, ya que sólo tenía cuarenta y cuatro

años cuando fue ascendido a mariscal de campo-, habiendoacumulado honores, parecía tomarse la molestia de no ostentar-los. El cirujano Burroughs recuerda, al verle en Salamanca, "elefecto impresionante de las palabras `aquí viene' que corrían deboca en boca... Pasaba revista a las columnas, como de cos-tumbre, sin acompañantes, con ninguna marca de distinción oesplendor; su larga capa de montar ocultaba su atuendo; elsombrero de candil estaba empapado y desfigurado por la llu-via". Un oficial de la División Ligera le describe en su aspectonormal:

"Reconocíamos a Lord Wellington a distancia por su sombrerode candil, que se calaba en la cabeza completamente en ángu-lo recto. Se sentaba muy derecho en su silla de húsar, sólo cu-bierta por una manta azul... En el último año llevaba unos panta-lones de montar blancos en lugar de los negros reglamentarios,y cuando hacía mal tiempo, una capa de dragón francés delmismo color... A menudo pasaba revista de forma circunspecta,o sólo devolvía el saludo a los oficiales en sus puestos, perootras veces saludaba a los que conocía con un precipitado `¡Oh!¿Cómo te va?', o bromeaba con alguno de los que le éramosmás conocidos. Su estado mayor iba tras él a cierta distancia, ycuando se paraba y dedicaba unos minutos a los que conocía,el cortejo se detenía por orden de su señoría, un viejo húsar delPrimero de Alemanes que había estado con él durante toda laguerra de Independencia".

El nombre de este húsar era Bleckermann, y los dos se teníanun gran afecto.

El carácter taciturno de Wellington fue empeorando con la edady la gloria. De joven, era un incansable conversador (como si-guió siéndolo privadamente con sus amigos durante toda la vi-da), que no paraba de expresar ideas que sacaba de sus exten-sas lecturas. El alto mando le privó de la locuacidad. En lapenínsula, su compañía era sobria, aunque conversaba casi contanta liberalidad como lo había hecho en la India, donde suscenas y picnics eran famosos por lo entretenidos:

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"Lord Wellington siempre se conducía en la mesa con muchadignidad [recordaba George Eastlake], y cuando se dirigía aalguien lo hacía con sumo respeto. Parecía imposible tomarseuna libertad con él. Bebía vino sólo y supe que ésa era su cos-tumbre... Lord Wellington es más silencioso que otra cosa. A lasseis menos cuarto decía: 'Canning, café', y el coronel Canningdejaba la habitación para llevárselo, ya que en España no se uti-lizaba la campanilla. El café, delicioso, era servido en tazas deporcelana, y tan pronto como se lo bebía, Lord Wellington selevantaba y todo el mundo hacía lo mismo".

La reserva de Wellington aumentó por la conciencia que élmismo tenía de su explosivo temperamento. Una vez llevó aStewart, su general ayudante, a las lágrimas, y otras veces dejóa un general español temblando de terror; aumentó además porsu impaciencia con los que no hallaban la medida exacta con él.Hill, uno de sus comandantes de división, era el único generalal que podía hablar y escribir libremente. A un nivel más profun-do, quizá evitara la conversación a falta de mentes iguales a lasuya. "Me gusta", dijo una vez, "convencer a la gente más queapoyarme sólo en la autoridad".

De ahí su desprecio por las artes del teatro y de la oratoria, quetan fácilmente ostentaba Alejandro, quien no se refrenaba deapoyarse en "la autoridad". Alejandro era un rey; Wellington, uncaballero, quizás la representación viviente más perfecta decaballero ideal que Inglaterra dio nunca. No tiene parangón enel mundo griego, porque los valores en los que se basaba -reti-cencia, sensibilidad, despreocupación personal, disciplina ysobriedad en el atuendo, en la conducta y en las palabras, todasconjuntadas con una plena confianza en sí mismo- eran unavariante extrema del estilo extravertido de héroe. Sólo en laética de noblesse oblige coincidían el código heroico y el caba-llero. El sentido de la noblesse obligaba mucho a Wellington;pero habría retrocedido ante casi todo lo que caracterizó aAlejandro: su compañerismo, familiaridad, ostentación, alarde,llaneza; en suma, todo lo que remedaba Napoleón. Wellingtondespreciaba realmente a Napoleón por sus falsas heroicidades.Su mente, decía, "se paraba en detalles de orden menor y pocodignos de un caballero. Puedo suponer la estrechez de sus

primeras perspectivas y sus costumbres. Lo que se comprende,porque nunca supo absolutamente nada de los sentimientos deun caballero. Nunca conseguió serlo, y aun en lo más audaz diomuestras de una mezcla de sinsentido y de aprensión". Las"arengas" de Napoleón a sus soldados provocaban el descon-tento particular de Wellington.

Hasta donde sabemos, nunca se dirigió a sus hombres, y pens-aba que hacerlo era fútil. "En cuanto a los discursos, ¿qué efec-to se podía causar sobre el ejército con un discurso, desde elmomento en que no podías ser adecuadamente escuchado pormás de unos cuantos centenares de los hombres que estabanante ti?". Pero su desdeño de la oratoria -uno de sus pocosdefectos como político más tarde- se basaba en actitudes másprofundas que la de su carácter superfluo. Mucho antes de quela política hiciera acto de presencia en su vida, ya tenía unafilosofa política bien desarrollada que se complementaba a laperfección con la austera personalidad que le había llevado tan-tos esfuerzos hacerse.

Wellington aceptó plenamente esa separación del sentimiento yde la función que había dado vida al estado moderno. El sistemade Alejandro se sustentaba en el sentimiento: su reinado eratanto un ejercicio de emoción como de acción, identificación queexplica por qué habría respondido "siempre en el frente" a lapregunta de dónde debería situarse el líder. Sentía, como susseguidores, que debía aparecer siempre corriendo el mayorriesgo, porque la aceptación del riesgo validaba su mando.Wellington descartaba el sentimiento; sólo mediante la sepa-ración de éste del acto de gobierno se habían establecido ypodían mantenerse la equidad y el respeto por la ley (la antíte-sis del sistema predominante en el reinado heroico). Ya advirtióesta relación en la India. "Bengala", escribió en 1804, "tiene laventaja de que disfruta de un gobierno civil [bajo la autoridadbritánica] y sólo necesita la fuerza militar para protegerse contralos enemigos extranjeros. Las demás instituciones bárbaras lla-madas gobiernos [los reinos guerreros "heroicos" de los mahra-ttas] no tienen más poder que el de la espada. Quítales el ejer-cicio de este poder... y no podrán obtener ningún beneficio, pro-porcionar protección ni ejercer ningún gobierno". Su disgusto UNTREF VIRTUAL | 28

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por la revolución en Europa se basaba exactamente en elmismo análisis, lo que él identificaba como los deplorables efec-tos de la confusión de la emoción con la política. Como escribióa Bentinck en 1811, en una de sus cartas más brillantes, envia-da desde su cuartel en Freneda:

"El entusiasmo de la gente es hermoso y queda bien en la letraimpresa; pero nunca he sabido que produzca nada sino con-fusión. Lo que en Francia se llamaba entusiasmo era poder ytiranía, que actuaba a través de las sociedades populares, quehan acabado por trastornar Europa y por establecer la tiraníamás poderosa y terrorífica que nunca haya existido... Así pues,te aconsejo que dondequiera que vayas no confíes en el entu-siasmo del pueblo. Dale un gobierno fuerte y justo y, si es posi-ble, bueno; pero sobre todo fuerte, que le obligue a cumplir consus deberes por sí y para su país".

Buen gobierno, de acuerdo con la prescripción de Wellington,significaba un gobierno de los caballeros. No del propio Welling-ton: "Yo no soy muy ambicioso", escribió con cierta insinceridaden 1805; en 1801 había confesado que su "mayor ambición" era"ser un general al servicio de Su Majestad". Pero nunca se afanópor ejercer el poder. Tras negar sus instintos durante muchosaños, acabó por separarse de quien demostrara, en un conoci-miento más íntimo, estar lejos de su ideal de, compañerismo en-tre iguales. Era extremadamente cuidadoso con su salud: sellevó a España sus perros de caza, para hacer un ejercicio agra-dable, y bebía y comía con moderación; aunque a veces se sin-tió agotado -tuvo que guardar cama varios días en Lesaca, en1813, tras cabalgar duramente en el asedio de San Sebastián-,no sufrió en sus campañas nada más que unas fiebres y la"picazón de Malabar" en la India y reumatismo en España.Nunca pidió ascensos ni honores ("no aspirando a los nume-rosos favores que he recibido de la Corona, nunca solicité nin-guno... Te recomiendo la misma conducta y paciencia", escribióa un adulador en 1813). Tenía una opinión justa de sus capaci-dades. "Era la persona idónea para la elección", escribió cuandofue designado (por su hermano) para el mando de la expedicióna Egipto en 1801; y "sólo yo en el ejército pude superar sus difi-cultades", en 1808. Creía firmemente en el valor de la indepen-

dencia financiera y se preocupó por adquirirla por mediosescrupulosamente honrados. Retiró de la India su legítima re-compensa en dinero, unas 43.000 libras, que le hicieron "inde-pendiente de cualquier oficio o empleo". Tenía una visión realistade la importancia de conocer a los que deciden: "Creo que si sólohubiera sido un poco conocido, y no como lo soy, no habría lle-gado al Parlamento", escribió a Malcolm, persona a la que admi-raba, en 1813. Pero, en última instancia, fue su modesta consi-deración de sí como caballero lo que le hizo como era y le per-mitió ejercer la autoridad. De nuevo a Malcolm le comentaba:"Eres suficientemente grande, si no cambias mucho, para cami-nar solo; y así llegarás antes a tu objetivo".

Cumplir el objetivo -la derrota de la tiranía napoleónica- era, enel momento en que Wellington marchó a la península Ibérica, suúnica meta. "Mi suerte está echada", dijo la víspera de su parti-da; "pueden vencerme, pero no creo que me superen... Sospe-cho que todos los ejércitos continentales han sido, más de lamitad de las veces, derrotados antes de entrar en combate. Yo,al menos, no lo temeré por adelantado". Desafiando a los france-ses, recurriría a veces, y era consciente, a la práctica del alardeheroico del que huía instintivamente en cualquier otra cosa. Peroestaba dispuesto a aceptar esta necesidad.

Wellington En Combate

¿Qué fue, aparte de su consciente exposición al riesgo, lo quellevó a Wellington a derrotar a los franceses?

Dominaba, por supuesto, la práctica del movimiento y del abas-tecimiento militares. Pero, aunque una mala logística puede lle-var a la derrota en una campaña, una buena logística no ganabatallas por sí sola. Wellington también sabía, en 1808, cómoganar batallas, al menos contra el tipo de enemigo que habíaencontrado en la India: "Destruid a los primeros que aparezcan",escribió a su camarada Stevenson, "y la campaña será nuestra.Una larga guerra defensiva nos arruinará". En Assaye y Argaum,sus dos grandes victorias con mando independiente, habíahecho precisamente eso. UNTREF VIRTUAL | 29

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Assaye, una insignificante aldea 300 kilómetros al interior deBombay, fue el lugar en que, en septiembre de 1803, su ejérci-to capturó el de Sindhia y el de Berar, dos de los más poderososseñores mahrattas de la guerra. La disparidad entre las fuerzasera sorprendente. Al menos 200.000 mahrattas se encontrabanacampados en el río Kaitna; Wellington, que aguardaba refuer-zos de Stevenson, sólo tenía 7.000 hombres a su mando. Sinembargo, decidió no esperar. La gran mayoría de la fuerza mah-ratta la formaban la caballería ligera, la infantería irregular y elpersonal del campamento. Este último no contaba para nadaexcepto para estorbar a la caballería ligera y a los irregulares,que eran a su vez un obstáculo para la única fracción respetabledel ejército mahratta, sus disciplinados batallones de infanteríay baterías de artillería bajo el mando de oficiales mercenarioseuropeos. No sumaban más de 15.000 hombres, pero, aunquetenían ochenta cañones, frente a los veinte de Wellington, seenfrentaban a una unidad coherente y segura de sí.

El enfrentamiento fue similar al de Alejandro con Darío en Issosy, gracias a la iniciativa de Wellington, se resolvió de la mismaforma: un asalto a la línea del enemigo. No obstante, antes tuvoque asegurarse de que su fuerza no sería aplastada por la su-perioridad del enemigo. En esta situación, el descubrimiento deun vado que cruzaba el río Kaitna fue crucial. Cruzándolo ines-peradamente por dicho punto, pudo situar sus flancos entre elKaitna y su afluente, el Juah. Protegido de esta forma, avanzócomo por un pasillo y libró la batalla fatal.

Todo fue exactamente como había previsto. Wellington des-cubrió el vado poco después de las once de la mañana del 23de septiembre. Calculó que tenía tres horas para librar el com-bate. Galopando de vuelta adonde había dejado a su ejército -montaba a Diomed, un caballo árabe al que apreciaba tantocomo después a Copenhague-, lo condujo al vado, que él fue elprimero en atravesar. En plena travesía, una bala de cañónmahratta alcanzó al jefe de la caballería, que cabalgaba a sulado. Wellington espoleó al caballo para practicar otro recono-cimiento, fue rechazado a sus propias líneas por los mahrattasuna vez que había visto lo que quería, y dio órdenes al ejércitode desplegarse en la línea entre los dos ríos. Para eso tuvo que

cabalgar de uno a otro de los comandantes de sus seis bata-llones, dos ingleses y cuatro hindúes.

Durante el avance se situó a la derecha, en línea con los ata-cantes, y se expuso al fuego del enemigo. Éste era intenso ycausó bajas, pero Wellington no fue alcanzado, aunque sí sucaballo. Cuando el enemigo se retiró, advirtió que una fuerza decobertura se había alineado demasiado a la derecha e iba a te-ner problemas al atacar la aldea de Assaye, no prevista en suplan, y corría un serio peligro. Una acción independiente de sucaballería volvió a dejar las cosas en orden, pero se había per-dido el ímpetu del avance. Éste volvió a ser interrumpido cuan-do algunos artilleros mahrattas volvieron a sus cañones, quehabían sido recargados, y reemprendieron el fuego. Para com-probar el daño que estaban causando, cabalgó hasta alcanzar ala única unidad de caballería que no estaba comprometida, diri-giéndola hacia adelante, y se lanzó al combate. Fue aquí dondeDiomed fue lanceado en el pecho, obligando a Wellington acambiar de caballo por tercera vez en el día.

La batalla estaba culminando. Sólo quedaba que su infanteríaavanzara de nuevo hacia los supervivientes de los regularesmahrattas, que se habían alineado protegidos por el río Juah.Cuando sus hombres rompieron la línea, cesó la resistencia.Wellington apenas dedicó unos instantes a felicitar a los vence-dores y se retiró a dormir a una granja. Sus muertos se elevabana 450; pero la tensión del día le provocó una pesadilla: "Estabaseguro de que había perdido a todos mis amigos; tantos hom-bres perdí en esa batalla... Por la mañana pregunté ansiosa-mente a uno tras otro; ni siquiera yo estaba convencido de estarvivo hasta que los vi".

Wellington, aparte del ataque de culpabilidad por las bajassufridas, había estado en la silla de montar doce horas segui-das, había puesto su vida en un grave peligro, había cruzado lahoja de la espada con el enemigo (quizá la primera de las dosúnicas ocasiones en que lo hizo en su carrera), apenas habíacomido, si es que lo había hecho, y estaba ensordecido por elruido de las balas de cañón disparadas a una distancia de 500a 50 metros durante largo tiempo. No es de extrañar que, años UNTREF VIRTUAL | 30

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más tarde, cuando le preguntaran por "su mayor hazaña", res-pondiese invariablemente con una sola palabra: "Assaye".

Fue realmente una experiencia mucho peor que cualquiera desus dos grandes asedios, Seringapatam o Ahmednuggur. Eneste último fue su subordinado Colin Campbell quien represen-tó la epopeya de Alejandro y su escalada de las murallas deMultan para rechazar los ataques de los defensores con suespada. Wellington, como haría un comandante antiheroico, sequedó con el grueso de su ejército. Desplegó una prudenciasimilar en otra de sus batallas campales de la India, Argaum,que libró dos meses después de Assaye. Allí, aunque tomó laacertada decisión de atacar a un ejército superior en una posi-ción preparada en sólo las tres horas de luz diurna que resta-ban, su temeridad personal no fue más allá. La batalla se ganógracias al rápido avance de su infantería, apoyada por laartillería en el centro, y a una carga de caballería en el flancoderecho. Wellington no pareció correr un riesgo importante y lasbajas fueron escasas. Los mahrattas huyeron rápidamente,probablemente desmoralizados tras la derrota de Assaye.

Wellington se llevó a la península Ibérica, por consiguiente, unafilosofía militar poco diferente de la de Alejandro: "Destruye a losprimeros que aparezcan". En este punto, Napoleón estaba en locierto por menospreciarle como un "general cipayo", ya que laguerra en la India, a pesar del ruido y el humo de las armas defuego que proliferaron en las batallas campales mahrattas, nohabía cambiado en esencia desde que Alejandro llevara a cabosu campaña en el Punjab 2.000 años antes. Los ejércitos deSindhia y de Berar eran, como los de Darío o Poro, vastas cara-vanas de viaje en las que la proporción de auténticos comba-tientes era muy baja, y la de la élite guerrera, aún más baja. Lasrecetas de Alejandro y de Wellington en estas circunstanciaseran idénticas: hacer de la élite su principal objetivo y romperlacon un ataque feroz. Sus métodos sólo diferían de los deAlejandro en que éste cabalgaba delante, mientras Wellingtondirigía desde la retaguardia.

Pero Wellington no era tan sólo un "general cipayo". Sus am-plias lecturas y sus insistentes preguntas a los veteranos con

experiencia europea le había convencido de que al ser diferen-tes los ejércitos de Napoleón y los de los mahrattas, "si lo quehe oído de su sistema de maniobras es cierto, pienso en unafalsa maniobra". Acudió a la península Ibérica con el germen deun sistema alternativo creciendo en su mente y, tras sus brevesexperimentos, se convenció de que era correcto.

Disponemos de su propia descripción de en qué consistía estemétodo, redactada para su estado mayor, que había sufrido conél varios de estos asaltos por parte de densas columnas deinfantería, que eran la marca de la táctica napoleónica.

"Situamos muestros cuerpos principales, y por supuesto todanuestra línea, detrás de las colinas, al menos detrás de lascimas de éstas, y cubrimos nuestro frente con tropas ligeras.[Los franceses] sitúan sus líneas en las colinas, cubriéndolastodas con tropas ligeras. La consecuencia es que no sólo sustropas ligeras, sino toda su línea, son incomodadas por nuestrastropas ligeras y apenas pueden defenderse. Por otro lado,desplegamos en acción sólo tropas ligeras, y si queremos lle-varemos la línea sucesivamente a la posición o a los puntos quenos interesen, manteniéndola como una especie de reserva. Ungeneral [francés] no sabe dónde aplicar su fuerza, o qué haycontra ella, fuera de la parte expuesta de la línea; y no es fácilcontraatacar donde se es más vulnerable".

Este método requería, por supuesto, un contexto topográficoadecuado; pero en la península Ibérica abundaban las lomas.También requería un estilo de "gestión" particularmente intenso:había que "preocuparse" de la batalla, como haría Wellington. Elgeneral debía convertirse en los ojos de su ejército, el cual hade mantenerse oculto al enemigo, cambiar constantemente deposición para hacer frente a las crisis que puedan sobrevenir alo largo del frente de su dispersa línea, permanecer en el puntode crisis hasta que ésta se resuelva, y mantenerse alerta paraadivinar la evolución de la crisis en cualquier punto. De aquí supresencia "a veces en el frente" (pero no siempre), queWellington, en la tradición de César y de Federico el Grande yde los demás grandes combatientes posheroicos, configuraríacon su impronta distintiva. UNTREF VIRTUAL | 31

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Este estilo lució en todo su esplendor en Waterloo, una de esasraras posiciones en pendiente de las llanuras de la Europa delNorte en las que los métodos de Wellington podían funcionar ala perfección. Pero debemos estudiar su curso paso a paso enlas acciones en Portugal y en España. Por supuesto, no es evi-dente en los asedios, como los de Ciudad Rodrigo, Badajoz oSan Sebastián. Allí, a diferencia de Alejandro, Wellington dejó ladirección del asalto a sus segundos, como a Colin Campbell enAhmednuggur. No le pareció conveniente jugar al héroe cuandoestaba asistido por subordinados a los que un premio, unasespadas de obsequio, el ascenso o las recompensas de honorpodían recompensar por el valor demostrado al frente de sushombres en la lucha por las murallas. En todos estos asedios, yparticularmente en el de Badajoz y San Sebastián, las pérdidasde vidas fueron arrolladoras. La guerra de asedio sí se habíatransformado en gran medida por la pólvora; la ruptura de unabrecha era un problema de días, a veces sólo de horas, en com-paración con las semanas y meses que este trabajo llevó aAlejandro en Tiro y Gaza; pero el asalto por la brecha era algoespantoso. Wellington, que vigilaba el asalto final a Badajozdesde una colina que quedaba fuera del alcance de los proyec-tiles, quedó mortalmente pálido cuando le fueron llevadas lasnoticias de la crudeza del ataque y la magnitud de las bajas. Surecepción posterior por las tropas victoriosas tuvo poco de civi-lizada. "Vamos, chico, ¿beberás?", le espetaban los medio locossupervivientes. Uno disparó su mosquete en un feu de joie quecasi se le lleva la cabeza. Los asedios peninsulares redujeron alos soldados británicos, muertos de miedo antes del asalto yatenazados por una brutal catarsis después, a una posición deindisciplina que quizás Alejandro no vio nunca en sus hombresen ninguna de sus batallas.

Las batallas de la península Ibérica, en contraste, tenían muchode metódico. Ciertamente Wellington intentaba que así fuera, y seesforzó por preservar la apariencia de un temple de hierro cons-cientemente. En Vimeiro, en 1808, su primer gran enfrentamien-to en Portugal, alineó a su ejército fríamente y lo desplegó parahacer frente a los franceses en una dirección que estaba en ángu-lo recto con la adoptada inicialmente cuando el ataque del enemi-go se desarrolló a lo largo de un eje inesperado. Tan aterrorizado

estaba, recuerda, el batidor de caballería que le llevó las malasnoticias, que tenía los pelos casi de punta. Wellington, ocultandosu propia angustia, llevó a la acción a una formación de infanteríatras otra, desplegó la artillería para hacer frente a un asaltofrancés y lanzó a la caballería en persecución de las columnasfrancesas que se retiraban en desorden. Cuando el general almando le negó el permiso para ordenar un avance final y con-cluyente, Wellington cabalgó insistiendo a su estado mayor enque harían mejor en cazar perdices.

Bussaco, donde ejerció el mando solo, fue la primera prueba deque su sistema empezaba a adquirir una forma definida. Labatalla, librada para cubrir la retirada de su ejército a las líneasde Torres Vedras en septiembre de 1808, supuso la defensa dela posición de la colina, de unos 13 kilómetros de longitud, por50.000 británicos y portugueses contra 65.000 franceses.Wellington se había preocupado de mejorar un camino que dis-curría a lo largo de la pendiente para facilitar el movimiento derefuerzos desde un punto de crisis a otro. También facilitaría sumovimiento. Tomó posiciones a la izquierda de la loma, donde lacresta ascendía a unos 300 metros, pero se vio obligado atrasladar su puesto de mando cuando el peligro arreció.

La acción empezó a las seis de la mañana, con una densaniebla. Wellington, que había pernoctado en el monasterio cer-cano y se había levantado a las cuatro de la mañana, vio a lacolumna francesa irrumpir entre la niebla y ordenó apuntarsobre ella dos cañones de seis libras. Éstos y los mosquetes dela infantería mantuvieron al enemigo a raya. No obstante, entretanto, una columna francesa paralela atacaba por el Sur. Fuecontraatacada por iniciativa del comandante local, Wallace, yrechazada. "Por mi honor, Wallace", dijo Wellington, que enaquel momento cabalgaba, "nunca he presenciado una cargamás galante que la que tu regimiento ha hecho".

Ambos hombres estaban probablemente dentro del alcance delos mosquetes de la retirada francesa en aquel momento. Elpeligro no afectó a Wellington en absoluto. Un observador ale-mán, Schaumann, relata la impresión que le causó: "[Wellington]desplegó una circunspección extraordinaria, una calma fría y UNTREF VIRTUAL | 32

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una gran presencia de espíritu. Sus órdenes fueron comuni-cadas en voz grave, y eran breves y concretas". Un tercer ata-que francés se produjo entonces. Tenía más fuerza que elprimero, alcanzó la cresta de la loma y amenazó con cortar endos la posición británica. El camino lateral de Wellington y lasórdenes que había dado a Leith, comandante situado más alSur, entraron en juego en ese crítico momento. Mientras elcomandante en jefe cabalgaba hacia el Sur, Leith puso rumbo alNorte y, cuando los franceses alcanzaban la cima, les fustigópor los flancos con fuego intenso. Rodaron por la pendiente;Wellington cabalgó al borde meridional de la línea, donde esta-ba el general Hill, y dio las órdenes necesarias para hacer frentea un ataque que iba a producirse en aquella dirección. "Si ahorase lanzan sobre ahí, Hill, carga contra ellos a la bayoneta; perono dejes que tus hombres les sigan demasiado abajo de la co-lina". El capitán Moyle Sherer, que escuchó la conversación,recuerda: "No había en él nada de impaciencia; nada preocu-pante, importante o desdeñable; todas sus órdenes eranbreves, rápidas, claras y pertinentes".

Su desplazamiento al Sur le había alejado demasiado del bordede la loma donde había establecido su puesto de mando. Era elsector clave, porque ahí podía cambiar su posición; además seapoyaba en el río Mondego. Sospechando que los problemasno podían demorarse, dio media vuelta y volvió a cubrir el kiló-metro y medio. La batalla duraba ya más de dos horas. Eran lasocho de la mañana. Cuando alcanzó su posición original, lapunta de lanza de una gran columna de infantería francesaalcanzaba la cima. Pertenecía al cuerpo de Ney, que dirigiría enlugar de Napoleón la batalla de Waterloo. Era una fuerzanumerosa, cuyo avance no cesaba. Sin embargo, Wellingtonhabía ocultado en el camino una división de lo mejor de suinfantería. Los franceses lanzaban a sus tropas ligeras contraella. Pero cuando alcanzaron la posición de reserva, el gruesodel cuerpo británico abrió fuego contra ellos y cargó a la bayo-neta, rechazándoles de la colina. Una columna paralela fue re-chazada de la misma guisa. A las once en punto, los super-vivientes franceses se habían reunido en su línea inicial y labatalla había concluido.

Su curso había seguido exactamente el modelo analizado aldescribir el método de Wellington: los franceses no consiguieronencontrar dónde era "más vulnerable" su línea, si es que lo era,y habían sido vencidos. Había dirigido una batalla "preocupán-dose" por ella tal como, desde su regreso de la India, habíaadoptado como método. La combinación de los dos aspectos semostró decisiva.

Volvió a poner en práctica esta combinación dos años mástarde, en Salamanca. En el intermedio, se retiró a las líneas deTorres Vedras, permaneció vigilando a un ejército francés quemoría de inanición frente a ellas, consiguió la pequeña victoriade Fuentes de Oñoro, y reconquistó las dos salidas de Portugalpor Ciudad Rodrigo y Badajoz. Salamanca estaba en plena rutahacia el corazón de España, donde Wellington había decididodesplazar su campaña. Había sido fortificada por los francesesy, como preliminar, Wellington consiguió un asedio favorable.Esta operación impulsó al comandante francés Marmont, queesperaba refuerzos de alguna parte de la región central de Es-paña, a maniobrar con vistas a hacer retroceder a Wellington porel camino por el que había venido.

Wellington respondió a la maniobra con otra maniobra: durantedos días, él y Marmont -cada uno al mando de unos 50.000hombres- marcharon con sus ejércitos en paralelo, en espera deuna oportunidad. Fue una culminación del espectáculo de tressemanas de duración que Wellington recordaría como la expe-riencia más cansada de su vida militar. Como de costumbre, "lotuvo que hacer todo por sí mismo". "Nunca había estado tancansado. Mis galantes oficiales me iban a matar", dijo. "Si desta-caba a uno de ellos, no estaba satisfecho si no iba con él o en-viaba a todo el ejército; y me vi obligado a supervisar todas lasoperaciones". Estar despierto desde las cuatro de la mañana, noparar hasta las nueve de la noche y estar cabalgando todo el díaera demasiado esfuerzo incluso para una constitución tan fuertecomo la de Wellington. Sucumbió a las cabezadas con más fre-cuencia de lo usual. "Vigila a los franceses con tus prismáticos,Pitzroy", ordenó un día de marcha y contramarcha. "Cuandoalcancen ese soto cerca del barranco de la colina, me avisas".

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Entonces se recostaba en su característica postura, con el pe-riódico sobre la cara. Otro día, una expedición con uno de losmiembros de su cuartel general le lanzó entre la caballería fran-cesa, de la que escapó a galope, con la espada en la mano.Kincaid, que había estado situando a sus fusileros, vio su regre-so. "Lord Wellington, con su estado mayor y una nube de fran-ceses y dragones ingleses y artillería montada entremezclada,se aproximó hacia la colina gritando a voces y todos atisbabanentre sus cabezas en una masa confusa". El general pareciódivertirse con la aventura. "No parecía más que satisfecho amedias".

La mañana del 22 de julio, el frenesí de maniobras alcanzó elclímax y concluyó. Wellington parecía dispuesto a dejar a Mar-mont la mejor parte y a batirse en retirada a Portugal cuando,observando sus avanzadas y sus propias escaramuzas en lameseta situado al otro lado de Salamanca, se le oyó exclamarrepentinamente: "¡Por Dios!, están extendiendo su línea; mandaa por mis caballos". Cuando galopaba hacia la derecha paraordenar el ataque, dijo a su oficial de enlace español que losfranceses estaban "perdidos". La división destacada paraexplotar la situación provocada por la excesiva extensión de lalínea francesa era la de su cuñado, Edward Pakenham.Cabalgando, Wellington -que se había distanciado de su estadomayor- le tomó por el hombro y le dijo: "Ned, ¿ves a ésos de lacolina? Lanza tu división en columna; ¡a ellos! y recházales dela colina". Un espectador recordaba que sus órdenes parecían"los encantamientos de un brujo". Ned Pakenham respondió:"Lo haré, milord, si me estrechas la mano", y cabalgó para ini-ciar la batalla. "¿Habéis visto alguna vez a un hombre que com-prenda mejor lo que voy a hacer?", preguntó después Welling-ton a su estado mayor.

Mientras la división de Pakenham bajaba la pendiente paraatacar a los franceses por el flanco -eran las tres y media de latarde-, Wellington dio media vuelta a su caballo para acudir a laizquierda de su frente, a unos seis kilómetros de distancia, y darórdenes a los otros siete comandantes de división. La cuestiónera simple. Las seis divisiones de infantería tenían que avanzar"en escalón", inclinándose hacia la derecha. La división de

caballería, bajo el mando de Stapleton Cotton, cargaría si se lepresentaba la ocasión. La secuencia exacta sería decidida porel propio Wellington.

En la primera media hora, la batalla estaba casi ganada. El fruc-tífero avance de Pakenham fue flanqueado por el ataque de susdos divisiones vecinas, y tres divisiones francesas fueron dis-persadas hasta tal punto que no quedaba esperanza de que serecompusieran. En el caos de esta lucha de infantería, Welling-ton lanzó en el momento crítico a su caballería pesada. "PorDios", exclamó a Cotton cuando ambos cabalgaban para obser-var el efecto de la carga, "nunca en mi vida vi nada tan maravi-lloso. El día es tuyo".

Pero la batalla no había terminado. El ataque británico por laizquierda, lanzado contra el terreno más bajo, fue frenado y des-pués rechazado por los franceses, que procedieron a un contra-ataque. Eran las cinco y media y, de tener éxito el contraataque,la luz del día que quedaba no bastaría para que Wellington de-sarrollara su propio contramovimiento. Unas tablas era lo mejorque podía esperar.

No obstante, había observado que la topografia de su flancoizquierdo podía favorecer a los franceses y tenía dispuestas dosdivisiones en espera de una posible crisis en ese punto. Cuandose produjo el contraataque francés, se aproximó a caballo yenvió a su oficial de estado mayor Beresford a mayor distancia.Ambos estaban lo suficientemente cerca del punto de crisis paraalcanzarlo antes de que el ataque de los franceses cobrara nue-vos ímpetus. Mientras los mosquetes cumplían su cometido,Wellington cabalgó de nuevo, detrás y alrededor de su infante-ría, para dar orden a la artillería del flanco izquierdo de desple-garse en ángulo recto hacia la línea francesa y abrir fuego sobresu flanco expuesto. Una bomba alcanzó al general francés queejercía el mando en este sector y lo partió por la mitad. Sumuerte no fue sino una de las muchas que, por acumulación,quebraron el espíritu de iniciativa francés; le obligó a retrocedery concedió la victoria a Wellington.

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Ni siquiera a él le quedaban fuerzas. Aunque no se había puestoal frente de ninguno de los ataques, había permanecido cons-tantemente al alcance de los cañones y con frecuencia de losmosquetes, a distancia de unos 200 metros. Mientras estabadando órdenes a uno de los hermanos Napier, "una bala atra-vesó su pistolera izquierda y le alcanzó el muslo; se puso la ma-no en él y su comedimiento se quebró por un instante, pero sólopor un instante; a mi precipitada pregunta de si estaba herido,replicó roncamente `no' y siguió emitiendo sus órdenes". El inci-dente no le descompuso en absoluto. Napier le vio de nuevo"más tarde... cuando los destellos de los cañones y los mosque-tes dispersos hasta donde la vista podía distinguir [de hecho, alo largo de un frente de unos 10 kilómetros] mostraban en laoscuridad la gran victoria conseguida; estaba solo, un rubor devictoria le encendía las mejillas y sus ojos aparecían brillantes yorgullosos, pero su voz estaba tranquila e incluso tenía un acen-to amable"

Bussaco y Salamanca, la primera y última etapa de aplicacióndel método de Wellington en la península Ibérica, nos dicen bas-tante sobre lo que necesitamos saber. Demuestran sus métodosesenciales: la cuidadosa adecuación de las iniciativas tácticas alas condiciones topográficas, las estrictas precauciones toma-das para limitar las bajas poniendo a las tropas al abrigo siem-pre que fuera posible, el intenso examen de las maniobras delenemigo para buscar una posible ventaja, el resuelto aprove-chamiento de la oportunidad cuando ésta se presentaba, lasupervisión sobre el terreno de cada una de las fases sucesivasde la batalla y su negativa a delegar cualquier responsabilidadcrucial para el resultado del enfrentamiento. Todo eso conden-saba su "preocupación" por la batalla.

Observación y Sensación

Wellington se nos aparece como un personaje bien definido.Ciertamente lo era para sus oficiales e incluso para sus hom-bres. De vez en cuando le veían cabalgando entre ellos, tenso,apartado y vigilante en los vivacs o en la línea de marcha, apa-sionadamente atento y ajeno al peligro personal en lo más cru-

do de la batalla. Su forma de hablar cortante y nada ambigua erafamiliar a todo el que le escuchaba: "Vamos", "Ahora es vuestraoportunidad", "Arriba", "Rechazad a esa vanguardia", "No lesdeis tiempo a reagruparse", "Preparados", "Adelante". Incisivo,decisivo, característico, las pocas y firmes palabras de Welling-ton quedaban grabadas en los recuerdos de todos.

¿Pero qué veía y oía el propio Wellington? Alejandro, que en elcampo de batalla aparecía allí donde la acción era más intensa,apenas podía ver u oír algo que pudiera ser recordado por la pos-teridad, ni por sí mismo ni por cualquier otro. Su experienciadebió de ser una amalgama de cuerpos, espadas y carne decaballo, un clamor de voces, de gritos animales apremiantes oatemorizados, un resonar de metales sobre metales. La mayor omenor presión fisica le indicaría cómo transcurría el combate quese libraba en sus proximidades inmediatas; el levantamiento dela nube de polvo a través de la cual luchaba significaría para élque la línea del enemigo se estaba abriendo o se había roto.

Wellington, alejado de la acción, sólo raramente comprometidode forma directa y cabalgando constantemente de un lugar aotro, debió de ver mucho más. Tenemos su propia versión de loque vio de sus enemigos: no vio a Napoleón en Waterloo ("No,no podía, el día era muy oscuro, el día amenazaba lluvia"), perosí al mariscal Soult en Sorauren en julio de 1813, durante labatalla de los Pirineos ("Distinguía a Soult perfectamente. Teníaun catalejo excelente. Le vi salir... Todos los oficiales se quitaronel sombrero cuando se giró hacia ellos. Le vi espiarnos..., es-cribir y enviar una carta. Sé lo que estaba escribiendo (riendo),y di mis órdenes oportunas; pero le vi tan de cerca que estoyseguro de que, si le viera en otra parte, le reconocería").

La visión que pudo captar de Soult, por supuesto, era antes deque las nubes de humo de los cañones impidieran la visión delotro campo. Las descargas de los mosquetes y cañonesenvolvían a los soldados de infantería y a los artilleros en nubesblancas tan densas que no podían ver a pocos metros. Sinembargo, eran nubes intermitentes y locales, por lo que Welling-ton, en sus intentos de penetrar una atmósfera generalmenteoscura, no estaba, desde su posición de retaguardia y montado UNTREF VIRTUAL | 35

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en alto, tan cegado como los demás. Aún más, podía cambiarde posición, permaneciendo cerca del lugar concreto elegido,para mejorar su visión, desplazándose, por ejemplo, a un lado.Incluso se acercaba a caballo cuando era necesario, aunqueesto aumentara su exposición al fuego enemigo. Frecuente-mente se exponía de esta forma en una cima, una vez que ha-bía hecho descansar a sus soldados en la pendiente opuesta.

La distancia desde la cual observaba al enemigo era variable.En las maniobras anteriores a una batalla, los ejércitos podíanquedar distantes unos centenares de metros, y siempre en elcambio visual directo; esto sucedía a menudo en España -Salamanca es el ejemplo por excelencia-, donde las lomasdeterminaban las líneas de marcha y así su invisibilidad. En eldespliegue inicial para la acción pocas veces quedaban separa-dos más de 1.000 metros, el alcance efectivo de los cañones.Dos días antes de Salamanca, cuando los ejércitos avanzabanhasta la distancia de despliegue, una granada cayó cerca deWellington cuando estaba hablando a su estado mayor; cambióde posición, sin dejar de hablar. Al realizarse el despliegue, lasdistancias disminuían rápidamente; la infantería podía recorrerun kilómetro en cinco minutos, y la caballería era aún más rá-pida. Wellington podía, pues, quedar a 200 o incluso 100 me-tros del enemigo; menos aún si, como en Waterloo, se refugia-ba en una formación en cuadro contra el ataque de la caballería.Durante la noche de Waterloo debió de estar dentro del cuadroa 50 metros de los coraceros franceses.

¿Qué veía y oía en estas circunstancias? Más concretamente,¿qué miraba y escuchaba? El ruido -su volumen, calidad, dura-ción, aspectos y alcance- adquiría la máxima importancia paraseñalarle el curso y la intensidad de la acción (nunca más queen Talavera, batalla librada en la niebla). Unos disparos aisladosde fusil -sólo sus tiradores de primera llevaban este arma- leinformaban de que sus hombres habían entrado ya en contactocon las tropas ligeras del enemigo; el ruido de los mosquetes leindicaba un contacto más cercano; una descarga cerrada sig-nificaba que la infantería estaba comprometida en la batalla. Siestaba lo suficientemene cerca, o el viento soplaba en su direc-ción, el sonido de las voces humanas podía decirle mucho más.

Las tropas francesas eran mucho más expresivas que las ingle-sas, y gritaban viejos eslóganes revolucionarios o lanzaban gri-tos de lealtad al emperador en pleno asalto; también los oficialesurgían a sus hombres a avanzar con una retahíla de frases he-chas; a veces, una banda acompañaba al ataque a gran escala,ya que los metales presentaban la cualidad de elevar el registrode los disparos (que podía ser enervante para las tropas queestaban en su cono direccional).

Este vaivén de oleadas sonoras daría a Wellington una graninformación, le proporcionaría los mejores medios para calibrarla pauta de los sucesos en los sectores del campo de batallaque quedaban fuera de su vista, ya fuera por la distancia, por elterreno o por el fuego. También le ayudaría conocer la decisióny el valor de sus hombres dentro de su alcance visual: unos dis-paros hechos sin convicción o unas andanadas desiguales im-plicaban incertidumbre de propósito o falta de una amenazareal. Pero la evidencia de su audición contaría mucho menosque la de su visión. Los mensajeros de sus comandantes de-bían, por supuesto, darle noticias de cómo transcurrían los he-chos, particularmente en caso de crisis, real o imaginaria. Peroconfiaba en la palabra hablada menos que otros generales desu época, dada su costumbre de comprobarlo todo por sí mis-mo. Esta práctica requería, si no quería estar en movimientoconstante e ineficaz, prever las iniciativas del enemigo en suspreparativos de la batalla. Pero esto, como aclara su propiadescripción de su sistema táctico, era el núcleo de su método.Confiaba en poder prever cuándo y cómo empujaría el peligro,y habitualmente lo preveía con éxito. Las ocasiones en que nole fue posible -por ejemplo, la pérdida de La Haye Sainte enWaterloo- fueron pocas.

Dado que estaba en el lugar preciso en el momento justo (quizállamado a él por las señales de humo de los mosquetes),Wellington podía buscar el refuerzo visual de las impresionesauditivas. Primero, un vistazo a sus propios hombres: hasta quépunto habían sufrido pérdidas, si las líneas eran fuertes, la for-mación cerrada, las distancias entre unidades lo suficiente-mente pequeñas para garantizar el apoyo mutuo, la alineacióntáctica adecuada a la topografía, las reservas exigidas, la artille- UNTREF VIRTUAL | 36

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ría bien situada para cubrir a la infantería. Después, una inspec-ción del enemigo: firmeza de sus mosquetes (si era infantería),alineación de sus formaciones (si era caballería), posibles va-cilaciones al avanzar. Es posible que nunca estuviera lo sufi-cientemente cerca para examinar la expresión de sus hombresen pleno avance, pero había reunido abundante informaciónsobre el aspecto y la actitud de las fuerzas enemigas. Lascabezas gachas o exageradamente adelantadas -esto último,instintivo en los soldados que avanzaban contra un densofuego- podían sugerirle un nerviosismo potencial. Y lo mismo unritmo de avance apresurado: por alguna razón, un paso firme ytranquilo es mucho más intimidatorio en un ataque que otro pre-cipitado.

Por último, una valoración de la distancia. Normalmente We-llington dejaba al comandante de la posición la orden de fuego ode carga; éste era su papel y no debía serle usurpado. Pero oca-sionalmente, si su sentido del tempo se lo dictaba, podía frenaro acelerar el necesario orden de los acontecimientos. Así hizo,por ejemplo, al final de la batalla de Talavera, cuando lanzó el 23de Dragones Ligeros y a los Húsares de la Legión Alemana con-tra la infantería francesa imprudentemente desplegada; la deci-sión, como se demostró, fue errónea. Lo hizo de nuevo en Wa-terloo, cuando recomendó a los Guardias precaución y les llevócontra la línea francesa; entonces su intervención se coronó conla victoria.

Wellington, por tanto, veía más de lo que veía Alejandro. Peromantenía un cáustico escepticismo sobre la posibilidad deordenar las impresiones visuales en una visión válida de losacontecimientos. "La historia de una batalla", escribió a Crokerdos meses después de Waterloo, "no es como la historia de unbaile. Algunos podrán recordar todos los pequeños hechos porlos que la batalla se ha ganado o perdido; pero nadie podráexponerlos en el orden en que tuvieron lugar o en su precisomomento, que es lo que marca la diferencia de su valor o impor-tancia". "Me resisto", escribió a Lord Mulgrave en diciembre de1815, "a todas las propuestas de escribir una supuesta historiade la batalla de Waterloo. Si tiene que ser una historia, tiene queser la verdad y toda la verdad, o causará más mal que bien, y

dará tantas nociones falsas de lo que es una batalla como otrosrelatos lo hacen". En el mismo mes decía a Lord Clancarty: "Alhaberse librado la batalla de Waterloo a plena vista, todo el quepudo permitírselo vio el campo de acción y todo el que ha podi-do ha escrito un relato... Y se ha hecho con tal laboriosidad queahora es bastante seguro que yo no estuve presente y no llevéel mando del ejército en la batalla de Quatre Bras, y es muy du-doso que estuviera presente siquiera en la batalla de Waterloo".

La extrema frialdad de carácter de Wellington le lleva a no sen-tir más que aburrimiento ante estas negaciones de su notablepapel. Sabía cuánto valía. Era su propio juicio sobre sí mismo,a partir de los austeros criterios sobre lo que era lógico en un"caballero", lo que determinaba el reconocimiento de sus haza-ñas y de su lugar en el mundo. No era en absoluto presuntuoso.Por el contrario, era un juicioso amor propio, que se enorgullecíade las dotes heredadas y de su aplicación conveniente, que,para Hume, forma apropiadamente la opinión que cada unotiene de sí mismo, lo que constituía el eje del carácter del duque.Su actitud no era estrictamente cristiana: estaba en conflicto conla doctrina de la gracia, al adoptar la forma herética del pelagia-nismo. Pero el Duque, medido por sus propias normas, era de-votamente cristiano, mientras que el pelagianismo (y Pelagioera, por cierto, inglés) ha sido calificado como la más inglesa delas herejías. Ciertamente encajaba a la perfección con la visiónde un grande inglés, a la vez orgulloso y humilde, frío y afecta-do, impertérrito y profundamente sensible, indiferente a los sufri-mientos de los demás e impulsado por este resorte. Wellingtonera el Duque de Hierro, pero también un hombre de carne y consentimientos. ¿Podemos adivinar lo que sentía sobre el terribletrabajo que el mundo le pidió hacer?

El joven Wellington había sido un hombre alegre. Los que sir-vieron con él en la India dan constancia de su alegría y del buenespíritu de su hogar. "[Él] vivía inimitablemente bien", recordabaWilliam Hickley de los días de Calcuta, "siempre con invitados ycon generosas cantidades del mejor clarete. A su mesa sesentaban todos los días cinco o seis personas". La ruptura de larutina de Wellington en la campaña contra los mahrattas fueigualmente alegre. Mountstuart Elphinstone recuerda: "Día de UNTREF VIRTUAL | 37

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campo. El general, a las cuatro y media. Los vientos de las tien-das vibran. Conversación con el estado mayor, reunido. Toquede formación y el general se retira. Vamos a su mesa de desa-yuno, situada frente a su tienda, y desayunamos; hablamos todoel tiempo. Arrecia el frío y llevamos los capotes. A las seis y me-dia, o un poco antes o después, monta y cabalga... El generalcabalga por el flanco del polvo, y así nadie se une a él... Cuandovolvemos, de diez a doce nos sentamos, si conseguimos encon-trar nuestras sillas, o nos tumbamos en el suelo. El generalsuele tumbarse. Cuando la tienda está montada, nos metemosallí, y él se tumba en el jergón y hablamos. Entonces comemoscordero frito, chuletas de cordero, curries... y a veces se hablade política o de otras prioridades con el general... Todo es muyagradable".

La compañía del joven y divertido militar -Elphinstone fue uno deaquellos `juerguistas" que conquistó la India para los británicos-siguió siendo profundamente atractiva para Wellington a lo largode su vida. Era más feliz con los Elphinstones de este mundoque con cualquier otra compañía, excepto quizá la de la serie dehermosas e inteligentes mujeres que le consolaron de la infeli-cidad de su matrimonio en su madurez y su vejez. Pero no creíaque esta vida pudiera o debiera ser vivida dentro de un círculoencantado. Comprendía y aceptaba la debilidad de la muche-dumbre, sus temores, su egoísmo, su inclinación a lo fácil, por-que reconocía esas mismas tendencias en sí mismo, sabía losesfuerzos que había que hacer por superarlas, se daba cuentade las penalidades que le afligían, concedía que su nacimientoy educación le dieron el poder de dominarse a sí mismo y queeste poder no lo poseían todos.

Su preocupación por los afligidos era, consecuentemente, fuer-te. El autocontrol no excluye la compasión. Alejandro enterró asus muertos y socorrió a sus heridos porque dejar el cuerpo deun soldado sin enterrar era para los griegos un sacrilegio, mien-tras que la despreocupación por el herido era, cuando menos,una mala política. Wellington, por el contrario, enterraba a susmuertos porque era una buena costumbre, pero atendía a losheridos porque la caridad y la compasión exigían hacerlo. Los

muertos no eran enterrados con ninguna ceremonia o memo-rial; se trataba de enterrarlos a todos juntos para dejar el campode batalla decente, controlar las enfermedades y conservar lamoral del ejército por si pasaba otra vez por ese lugar. La ade-cuada atención a los heridos era, por otro lado, una cuestión demoralidad. Al oír que después de Ciudad Rodrigo muchos ha-bían sido abandonados sin asistencia, cabalgó 50 kilómetrosdespués de cenar para sacar a algunos oficiales de sus aloja-mientos e instalar en su lugar a los heridos. Hizo el mismo ca-mino la noche siguiente para asegurarse de que sus órdenesestaban siendo obedecidas, ya que habían sido recibidas "demala gana", y cuando vio que no, arrestó a los oficiales, los llevóal cuartel general y los encerró.

En la India, tras la toma de Asseerghur en 1803, envió botellas desu propio vino al hospital y se le vio "haciendo preguntas que erantan honorables para sus sentimientos como reconfortantes yagradables para los pobres inválidos". Se sentía particularmenteafectado por los amigos y subordinados que caían heridos.Muchas de sus cartas las escribió a parientes de los muertos oheridos, participándoles su pérdida o animándoles a esperar unbuen fin. Eran sentimientos completamente sinceros. Su pena porla muerte del comandante Cocks, un prometedor escocés, enBurgos en 1812, le dejó sin palabras. Su propio relato del falle-cimiento de Gordon, el oficial de estado mayor de su confianza,es conmovedora por su estoicismo:

"Cuando estaba cenando en el pueblo de Waterloo, le llevaronallí, y pensé que, como sólo había perdido la pierna, se salvaría.Fui a verle y le dije que lamentaba que estuviera tan gravementeherido, tomando su mano entre las mías. `Gracias a Dios, vosestáis a salvo', fue su respuesta. Entonces le dije: `No tengodudas, Gordon, te pondrás bien'. Se levantó y cayó de formaque revelaba que estaba completamente exhausto. Pobre ca-marada... Probablemente sentía que no tenía esperanza. Murióa la mañana siguiente".

A Lady Shelley, un mes después de Waterloo, intentó resumirlelas sensaciones que el mando le producía:

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"Sus ojos destelleaban y su voz se quebraba cuando hablabadel número de bajas de Waterloo. Dijo: 'Confío en que ya hayalibrado mi última batalla. Mientras estás en pleno fragor te en-cuentras demasiado ocupado para sentir nada, pero el dolorviene después. Es absolutamente imposible pensar en la gloria.Los sentimientos y las ideas se han agotado. Incluso sientes eldolor en el momento de la victoria, y siempre digo que, despuésde una batalla perdida, no hay nada peor que una batalla gana-da. No sólo pierdes a tus más queridos amigos, con los que hasestado compartiendo la vida, sino que estás obligado a dejar a losheridos a tu espalda. Uno intenta tranquilizarse diciéndose quehace lo mejor por ellos, pero ¡qué poco es! En este momentobullen todos los sentimientos en tu pecho. Estoy empezando arecuperar mi espíritu habitual, pero no deseo luchar nunca más'".

La frase clave de este notable pasaje de sinceridad -como exis-ten pocas de otros comandantes- es la tercera: "Mientras estásen pleno fragor, te encuentras demasiado ocupado para sentirnada". En cierto sentido, es una ingenuidad. Sus percepcionesy reacciones, muy al contrario, debían estar enervadas. Sumente, a nivel de puro cálculo, debía llevar la cuenta de suspropias fuerzas, de su disposición, de las bajas habidas y delmantenimiento de la capacidad de combate. Tenía que intentarcalcular la situación del enemigo por los mismos haremos. Am-bos conjuntos de cálculos debían realizarse contra reloj, ya quela llegada de la oscuridad significaba el fin de la batalla (Tala-vera, una batalla de dos días de duración, fue una excepción ala vieja convención de que las batallas eran asuntos de un día).Y del principio al fin tenía que formarse una opinión de la fluc-tuante resolución de sus enemigos, tanto los que podía ver -lossoldados de la línea de frente- como los que no podía ver, enparticular el comandante al que estaba oponiendo su voluntad.

En este sentido, Wellington tenía fuertes sentimientos, que a-menazaban incluso con convertirse en una sobrecarga mental yemocional como la que ha llevado a algunos comandantes aldesmoronamiento. El mismo advirtió cómo responsabilidadesmás livianas que las suyas estuvieron a punto de destruir a sucomandante de división, Picton. "En Francia, Picton vino a mí yme dijo: 'Milord, debo retirarme. Estoy tan nervioso que, cuando

hay cualquier servicio que hacer, esto oprime mi mente de talmanera que me es imposible dormir noches enteras. Posible-mente no pueda seguir y deba ser obligado al retiro'. ¡Pobrehombre! Pocos días después cayó en combate".

Pero, a un nivel más profundo, el autorretrato de Wellingtonhabla de auténtica vida. Es cierto que, entre los treinta y cua-renta y cinco años, consiguió desvanecer de su personalidadcualquier sentimiento. Fue una decisión deliberada y requirió unesfuerzo de tipo intelectual. Wellington comprendía el mundo enel que vivía. El estado nación dinástico, del que era el perfectosirviente, representaba para él un valor supremo. "Comenzar lareforma", decía a su confidente, la señorita Arbuthnott, "escomenzar la revolución"; es una sucinta y personal versión de laopinión más conocida de Tocqueville. Gran Bretaña, dijo en1830, el mismo año en que se produjo la caída definitiva de ladinastía borbónica en Francia, "debería estar cada vez más sa-tisfecha de sus instituciones". Una Iglesia establecida, un Par-lamento elegido por sufragio, una monarquía constitucional, unsistema judicial independiente, un ejército regular, eran garan-tías de esa separación entre la función y el sentimiento que con-sideraba el fundamento de la libertad. El ejército a sus órdenesera, de alguna forma, un microcosmos de la sociedad tal comopensaba que ésta debía estar ordenada: una jerarquía declases, en la que el mejor fuese quien llevara las riendas, perocon justicia, reguralidad y respeto por las libertades a las quesus inferiores tenían derecho. Su concepto de la libertad no eramoderno, aunque sabía lo que los radicales de su tiempo desea-ban: transformar la igualdad de los individuos según la ley enuna igualdad de derechos políticos. No negaba que el sentirpopular apoyase este deseo. "Pero", preguntó en 1831, "si con-fiamos en el sentir de este pueblo... ¿por qué no adoptamos a lavez la unidad de medida que sabemos que prefiere este pueblo:el sufragio universal, el voto y unos parlamentos anuales?".

El argumento contra la tolerancia de tal sentimiento era, en suopinión, incontestable. "Si aumentas aunque sólo sea un poco elpoder democrático en el estado, nunca podrás dar marchaatrás. Deberás continuar así hasta llegar a las miserias de unarevolución, y de ahí a un despotismo militar". El paso de la to- UNTREF VIRTUAL | 39

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lerancia de los sentimientos de la mayoría a la aquiescencia delos sentimientos tiránicos de un individuo era así, en opinión delduque, corto e inevitabe. Había sido la principal experiencia vitalde los europeos de su época, y había dedicado toda su vida aluchar contra él y a corregirlo. Napoleón no era para él simple-mente un oponente. Era un enemigo, la personificación de eseprincipio del poder personal del cual era la antítesis su propio yaustero cultivo de la personalidad antiheroica. Y no para lograrla popularidad, ni la adulación pública, ni por el engaño de laretórica, el teatro y la ostentación. Para los griegos, el heroísmo,como ha explicado el profesor Moses Finley, no contenía "nin-gún concepto de obligación social". Era, en última instancia, to-lerante consigo mismo, solipsista y autoadulador. El "pothos","el deseo ardiente" de Alejandro de hacer algo que nunca hu-biera sido realizado por nadie más, englobaba perfectamente suethos. Un concepto como éste era aberrante para Wellington."Nunca olvides", escribió una vez Napoleón a su hermano Je-rónimo, que "tu primer deber es para conmigo; el segundo, paracon Francia". Wellington, mientras navegaba rumbo a Portugalcomo comandante subordinado en 1806, contestó a un amigoque le animaba a conseguir un puesto más alto aduciendo unajustificación justamente opuesta. "Soy nimmukwallah, comodecimos en Oriente; esto es, he comido del plato del rey y, así,concibo que mi deber es servirle con un celo que nunca vaciley con todo mi ser, cuando y donde el rey y su gobierno consi-deren que es más apropiado emplearme".

Arriesgó su vida en treinta batallas en cumplimiento de estedeber, aunque a cambio sería finalmente comandante en jefedel ejército, canciller de la Universidad de Oxford, primer minis-tro de Inglaterra e ídolo de todos los hombres corrientes de supaís. "Ni una ni dos veces en la historia de nuestra isla", fue laoda de Tennyson en su funeral. "El sendero del deber ha sido lavía a la gloria". Para el concepto de gloria, tal como la entendíael hombre común, el Duque se reservó una de las más cortantesdesaprobaciones de su repertorio conocidamente cáustico. Ha-biéndole preguntado si había sido agasajado por la extasiadapoblación de Bruselas a su regreso de Waterloo, replicó: "Enabsoluto; si hubiera fracasado me habrían fusilado".

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