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Daño y responsabilidad en la web 2.0. ¿Estado del Derecho vs. Estado de Derecho? Osvaldo R. Burgos “Cada uno de nosotros, computadora mediante, es una base de datos siempre consultable de la que a priori es posible hacer cualquier uso.” Bárbara Cassin. Googléame. “La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues, uno de los mayores valores del respeto a la dignidad de la persona y un rasgo diferencial entre el estado de derecho democrático y las formas políticas autoritarias y totalitarias.” CSJN Argentina, (en autos “Ponzetti de Balbín, Indalia c/ Editorial Atlántida y Comunidad Homosexual Argentina. c/ Inspección Gral. De Justicia –este último, en disidencia-) Sumario: I. Introducción: Eureka! Soy googleado (y googleo), luego existo. II. Aberyil o la voluntad como impulso ocasional. III. Una mención a las reglas M’Nagnten. IV. El caso Telecinco contra Youtube y los derechos adquiridos. V. Algunas precisiones sobre nuestra postura VI. Los googleadores googleados y la presunción de publicidad (a modo de conclusión). I. Introducción: Eureka! Soy googleado (y googleo), luego existo. La computadora a la que Bárbara Cassin se refiere en la primera de las citas de nuestro epígrafe, no es la vieja Personal Computer u ordenador, que como un dios primitivo, mudo e incomprensible –tan ingenuo como soberbio, hoy lo sabemos- irrumpió en nuestras casas a mediados de los años ochenta. Tampoco alude, esta frase, a las computadoras portátiles –sean notebooks o netbooks- ni a los teléfonos, blackberrys, agendas y otros artefactos varios de los que hoy, también, podemos prescindir sin dejar, por ello, de ser bases de datos consultables. Los dispositivos inteligentes pueden venir incorporados a los automóviles, a las instalaciones de los inmuebles y de las calles, a los paquetes de los productos que

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Page 1: Web y estado de derecho - Persona e Danno · Bárbara Cassin. Googléame. “La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues, uno de los mayores valores del respeto

Daño y responsabilidad en la web 2.0.

¿Estado del Derecho vs. Estado de Derecho?

Osvaldo R. Burgos

“Cada uno de nosotros, computadora mediante, es una base de datos siempre consultable de la

que a priori es posible hacer cualquier uso.”

Bárbara Cassin.

Googléame.

“La protección material del ámbito de privacidad resulta, pues, uno de los mayores valores del

respeto a la dignidad de la persona y un rasgo diferencial entre el estado de derecho

democrático y las formas políticas autoritarias y totalitarias.”

CSJN Argentina,

(en autos “Ponzetti de Balbín, Indalia c/ Editorial Atlántida y Comunidad Homosexual

Argentina. c/ Inspección Gral. De Justicia –este último, en disidencia-)

Sumario: I. Introducción: Eureka! Soy googleado (y googleo), luego existo. II. Aberyil o la

voluntad como impulso ocasional. III. Una mención a las reglas M’Nagnten. IV. El caso

Telecinco contra Youtube y los derechos adquiridos. V. Algunas precisiones sobre nuestra

postura VI. Los googleadores googleados y la presunción de publicidad (a modo de conclusión).

I. Introducción: Eureka! Soy googleado (y googleo), luego existo.

La computadora a la que Bárbara Cassin se refiere en la primera de las citas de nuestro

epígrafe, no es la vieja Personal Computer u ordenador, que como un dios primitivo,

mudo e incomprensible –tan ingenuo como soberbio, hoy lo sabemos- irrumpió en

nuestras casas a mediados de los años ochenta. Tampoco alude, esta frase, a las

computadoras portátiles –sean notebooks o netbooks- ni a los teléfonos, blackberrys,

agendas y otros artefactos varios de los que hoy, también, podemos prescindir sin dejar,

por ello, de ser bases de datos consultables.

Los dispositivos inteligentes pueden venir incorporados a los automóviles, a las

instalaciones de los inmuebles y de las calles, a los paquetes de los productos que

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consumimos, a nuestros accesorios de vestimenta y- ¿por qué no?- en lo inmediato, tal

vez formen parte de la vestimenta misma.

No es para nada aventurado pensar incluso que, de manera inocua y subcutánea, puedan

insertarse en nuestro propio cuerpo; límite sagrado al que, sin embargo, jamás se pudo

evitar la tentación social de marcar con inscripciones y señales.

Ello claro está, acabaría por replantear qué es lo que entendemos exactamente por

humanidad –a quiénes, en todo caso, pretendemos alcanzar con nuestras disposiciones

jurídicas-, por discernimiento -aptitud que ya no podrá medirse por la capacidad

asociativa, la rapidez de respuesta, la memoria o las muestras de erudición, en cuanto

tales facultades serán igualmente posibles para todos, con una simple consulta al

dispositivo incorporado- por intención –dado que será imposible considerar, en su

totalidad, la miríada de consecuencias adjudicables a nuestros actos más insignificantes,

a partir del uso posterior de los datos que facilitamos con ellos- o por libertad.

La idea misma de voluntad libre, consustancial al sujeto de derecho, se halla en jaque y,

desde luego, su inevitable y pronta caída conceptual arrastrará a todo el sistema de

responsabilidad civil.

Siempre estamos solos, frente a un cambio de era: la rigurosidad de nuestras más

entrañables bibliotecas jurídicas se desvanece como si fueran escritos en la arena y es

urgente pensar más allá de nuestras propias estructuras de pensamiento.

Solo lo imposible –y es claramente imposible, para nosotros, pensar un sistema jurídico

sin recurrir a la noción de voluntad- se inscribe en los dominios de la urgencia. Ya

volveremos sobre esta afirmación (recordando que urgencia e imposibilidad son, por lo

demás, las características que Derrida adjudicaba, no azarosamente, al acto de justicia.)

Por el momento, nos estábamos refiriendo a Bárbara Cassin y a la computadora que, en

su cita, mediaba nuestra condición de base de datos siempre consultable.

Ella aludía, claro está, a los formidables sistemas informáticos disponibles para Google

y otros buscadores semejantes.

Objetos que, sin ser aún responsables del vaciamiento conceptual de nuestra noción de

voluntad libre –en cuanto no inciden directamente en nuestro comportamiento singular-

afectan notoriamente nuestras perspectivas espacio-temporales, nuestras pautas de

interrelación y nuestras más preciadas categorías ontológicas (la idea de verdad o de

valor, por ejemplo).

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Es decir, en su afanosa búsqueda infructuosa del tiempo real –la humanidad, lo hemos

dicho antes de ahora, habitará mientras exista el tiempo diferido de la representación- y

de la completitud en la presentación de alternativas para cada opción; Google ha

cambiado irremediablemente la idea del nosotros.

Luego, el cambio en el yo que actúa u omite dentro de su huella, deviene irrefragable.

En nuestra singularidad, ya no somos quienes éramos.

La propia humanidad, en su carácter de universal inaprensible, prontamente tal vez deba

entenderse como algo muy diferente a lo que solía ser hasta Google y su irrupción

avasallante.

Nuestra condición de bases de datos a priori utilizables se haya mediada, entonces, por

objetos ajenos a nuestra determinación y – también a priori- a todas nuestras

posibilidades de injerencia.

A menos que podamos estructurar, para oponerle, un sistema más efectivo, organizado y

abarcador que el que Google ofrece; difícilmente podamos enfrentárnosle.

Somos una base de datos consultable más que cualquier otra cosa –en cuanto eso

significamos para la inmensa mayoría de la población, que desconoce los atributos de

nuestra singularidad- y no podemos dejar de serlo.

El diablo siempre es la excepción y acaba vencido1 en todos los relatos, dice Cassin al

graficar la actitud de quienes, eventualmente, se empeñen en ocultar los datos de su

rastro a la huella común que los buscadores de este tipo recorren continuamente.

Dada la respuesta en la ficción convencional de un tiempo real, medido desde las

posibilidades de apreciación humana y el reconocimiento, también ficticio, del afán de

completitud que se adjudica a su contenido; los resultados de la búsqueda acaban por

determinar aquello que fue lo buscado.

Esconderse de los buscadores es, entonces, apartarse del nosotros común, huir a la

montaña como Zarathustra, adoptar una pose de ermitaño, condicionada

referencialmente por los motivos de la huída, claro está.

Es decir: situarnos fuera del tiempo real, sitiarnos como una ausencia irrelevante en la

gracia de completitud que justifica la recurrencia permanente a los motores de búsqueda

por parte de todos los demás.

1 CASSIN, Bárbara; Googléame, página 87.

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Semejante esfuerzo –que, para ser sostenible, no puede permitirse claudicar en ningún

momento de nuestra existencia, en ninguna de las acciones que ejecutamos o

permitimos en nuestro nombre- no logra exceder, sin embargo, los límites de lo

simbólico.

Siempre será perfectamente posible rastrear a quienes se empeñan en no ser rastreados,

a partir del rastro que necesariamente dejan sus actos de elusión: la búsqueda del

vocablo ermitaño en Google, arroja también, previsiblemente, un número

extremadamente alto de respuestas.

De este modo, coincidiendo con Cassin en que no podemos dejar de ser, en nuestra

singularidad y antes que nada, una base de datos consultable por cualquiera, puede ser

interesante tratar de pensar cómo debe entenderse, en este tiempo, el razonamiento de la

Corte Suprema de Justicia de la República Argentina, en el famoso caso de la fotografía

del cadáver del legendario político Ricardo Balbín, del que surge la segunda de nuestras

citas epigráficas.

¿Continúa siendo la protección material del ámbito de privacidad, en estos tiempos,

uno de los mayores valores del respeto a la dignidad de la persona?

Si así fuera –y es difícil seguir sosteniendo esta posición, cuando hemos visto que las

posibilidades reales de proteger el ámbito privado a la mirada de los buscadores y al

conocimiento de sus usuarios tienden a cero, a medida que los algoritmos disminuyen el

tiempo de respuesta y se acercan al tiempo real concebible por nuestra perspectiva-,

¿Cuál es el contenido de ese ámbito de privacidad que debe protegerse materialmente?

Esto es, ¿Cuáles son los datos que, expuestos inoportunamente al conocimiento público

o abierto, contradicen el valor de respeto a la dignidad de la persona? ¿Es posible, en

definitiva, imponer la dignidad personal como valor, apelando a la coerción jurídica?

¿Qué hacer, en todo caso, con la “indignidad despreocupada” que, al modo del antiguo

dilema ético de las servidumbres voluntarias anima a quienes aspiran a exponerse a la

vista de todos, aún en sus conductas más nimias?

Por otro lado, además, si la protección material del ámbito de privacidad representaba, a

criterio de los Jueces de este fallo, un rasgo diferencial entre el estado de derecho

democrático y las formas políticas autoritarias y totalitarias, debiéramos preguntarnos

si la exposición desmesurada y abierta del conjunto de datos que somos, no nos obliga a

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pensar, hoy –a la vez que nuevas formas de democracia y de totalitarismos- un nuevo

contenido para la vieja categoría del estado de derecho.

¿Vivimos, todavía, en un estado de derecho?

¿Por cuánto tiempo más podremos, válidamente, dar por sentada la existencia de un

orden jurídico coherente y precedente a las decisiones tomadas en su nombre, que

excluye la posibilidad del error y reclama, para sí, una vocación de completitud que no

resiste la menor comparación con la completitud en tiempo real de la que se ufanan los

motores de búsqueda?

El cogito cartesiano –parámetro racional y evolucionista, desde el que nuestro Derecho

positivo ha sido pensado- supone la afirmación de la identidad en un instante previo a

cualquier instancia de relación con los demás

Hoy, sin embargo, la comunicación es constitutiva de la propia identidad; somos

porque nos relacionamos.

Es decir, existimos como parte de un nosotros, en cuanto el conjunto de datos en que se

resume nuestra singularidad se ofrece a la manipulación, más o menos alegremente.

II. Aberyil o la voluntad como impulso ocasional.

La sobre-exposición multiplica también, y de forma muy clara, la expectativa de

dañosidad, la posibilidad de dañar y de ser dañados.

El viejo principio de neminem laedere, según ya abundaremos, deja su espacio al

alterum non laedere, aún en relaciones ocasionales que se exhiben ajenas a toda

vinculación contractual.

La red es siempre, un territorio individual. Las individualidades de la red, sin embargo,

resultan ser provisorias, anónimas, vacías de intencionalidad o al menos, provistas de

intencionalidades contradictorias.

La verdad es, en ella, una de las tantas posibilidades del error.

La voluntad del sujeto de derecho de hoy (o lo que queda de él, luego de googlear y ser

googleado, es decir, de ofrecer sus datos a disposición) es hueca y espasmódica,

irrumpe condicionada por la banalidad de lo espontáneo que lo priva de toda

representación, aún de las consecuencias más inmediatas y previsibles.

El reciente ejemplo de un caso de repercusión internacional, tal vez nos sirva para

graficar lo que queremos decir. Procedemos, entonces, a su relato:

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Eden Aberyil es una ex soldado israelí que, en el año 2008, posó delante de los

prisioneros palestinos que debía vigilar, mostrándolos abatidos, esposados y con los

ojos vendados, sentados en el suelo contra una pared; mientras ella, de pie, con

metralleta y uniforme, intentaba enamorar a la cámara.

Según trascendió hace algunos meses, subió luego tales vistas fotográficas a un álbum

de facebook de acceso público, que creó –y al que tituló “El ejército, la mejor parte de

mi vida”- .

Como resulta habitual en esta red interactiva, tales fotografías motivaron comentarios de

sus amigos on line -del tipo ‘te ves más sexy que nunca’ y demás-.

A uno de estos comentarios, la misma Eden Aberyil respondió preguntándose si el

palestino delante del que posaba en una de las fotos –que la mostraba, a su criterio,

estéticamente favorecida- tendría facebook, a fin de etiquetarlo en la imagen que lo

incluía.

Ante la difusión de semejante actuar, en blogs y periódicos del mundo –y, seguramente,

ante las presiones del Ejército de su país, al que ya no pertenecía- la joven modificó el

acceso general a su álbum, disponiendo un acceso restringido a sus amigos aceptados.

Por si hiciera falta aclararlo, entendemos que su comentario citado a la fotografía en

cuestión -aludiendo a la intención momentánea de etiquetar a su prisionero y hacerle

llegar, entonces, las constancias de su costado sexy, que el hombre se había perdido por

tener los ojos vendados- no contenía el menor rasgo de ironía.

Aunque estemos orgullosos de nuestra función de cancerberos, los usuarios de la web

2.0 podemos considerar, válidamente, a nuestros propios prisioneros como amigos del

perfil social en el que ofrecemos nuestros datos.

Y aquí, otra vez, el planteo que esbozáramos en el punto precedente: el ser que googlea

no es el cogito cartesiano.

Sin embargo, uno y otro necesitan de un Derecho, no pueden pensarse sin él.

Aunque, claro está, no puede ser el mismo Derecho para ambos.

III. Una mención a las reglas M’Naghten.

Tomemos el ejemplo de Google.

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Cuando utilizamos sus prestaciones, aceptamos la posibilidad más o menos implícita,

del error en el menú de opciones que nos ofrece –y he aquí una de las diferencias

sustanciales del sistema de los buscadores y proveedores de hosting 2.0 con el

pretendido sistema del ordenamiento normativo, fundado en la exclusión del error de

derecho como posibilidad- pero no toleraríamos la demora ni concebiríamos la omisión

de resultados conocidos, por razones de verificación o de legalidad.

No buscamos argumentaciones razonables sino resultados inmediatos: la interacción

con sujetos de este tipo perdería todo interés –y, entonces, ellos dejarían de existir como

sujetos- si su comportamiento debiera adecuarse a las pautas pensadas para regir los

modos tradicionales del negocio jurídico -siempre reglado desde su unicidad, como

característica típica, aún en los supuestos de posteriores evoluciones conceptuales que

permiten aprehender el fenómeno de la masificación o de las redes contractuales-.

Por otro lado, el cumplimiento de una hipotética responsabilidad civil de verificar el

contenido de la información que difunden –y llegado el caso, bien puede pensarse en

una tecnología que lo permita, sin resignar sustancialmente la percepción del tiempo

real- colisionaría de manera inevitable con los principios del Estado de derecho por los

que tal responsabilidad se torna exigible: las personas privadas que los prestadores son,

tornarían así en una especie de policías del lenguaje que, sin embargo, estarían

demasiado expuestos a la generación de una responsabilidad propia y adicional por los

conflictos probables en torno a sus criterios de inclusión o exclusión de informaciones

ajenas, en sus accesos.

¿Cómo pensar, entonces, la imputabilidad o el juicio de reproche, en un mundo de

tiempo real signado por la no representación de las consecuencias y la aceptación

nietzscheana de la verdad como una más de las formas posibles del error?

Tal vez ayude recordar ciertos ejemplos históricos, en los que los fundamentos de un

sistema tuvieron que contradecirse, para posibilitar la continuidad –y que, en cuanto así

pudo hacerse, demostraron no ser tan fundamentales-.

En ese sentido, la irrupción inconcebible de las llamadas reglas M’Naghten en el

derecho inglés, tal vez sea el más gráfico de todos los ejemplos.

Imposición de virtualidad teórica en el centro de un sistema fundado en la experiencia

pragmática, negación expresa del hecho que toman como fuente de creación; el

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conocimiento sobre los particulares modos de su nacimiento podría asistirnos ante la

necesidad de conceptuar, adecuadamente, la problemática a la que hoy nos enfrentamos.

Conjunto de considerandos que los jueces ingleses debían transitar obligatoriamente,

para resolver sobre un pedido de inimputabilidad por demencia, hasta mediados del

siglo XX; las reglas M’Naghten constituyeron, al decir de Arthur Kostler, un

precedente sin precedente.

En su génesis extrasistémica, ellas exponen como ninguna otra norma de derecho, la

necesidad ocasional de todos los sistemas, de incurrir en actos negatorios a su propia

naturaleza fundamental a fin de garantizar la continuidad de su vigencia como

representación omnisciente.

Aunque probablemente extenso, el relato de Koestler sobre la insólita génesis de estas

reglas británicas, merece largamente ser citado en nuestra exposición.

Dice Koestler:

“M’Naghten no era un juez. Era un loco. Era un protestante del norte de Irlanda que vivía con

la idea fija de que Su Santidad el Papa, la Orden de los jesuitas y el líder del partido

conservador sir Robert Peel, conspiraban contra su vida. En esas condiciones adquirió una

pistola y un buen día de 1843 se ubicó en Downing Street con la intención de disparar sobre

Peel , a quien consideraba el Príncipe del Mal. No habiéndose inventado todavía, en aquella

época, la prensa ilustrada, M’Naghten no sabía como era Peel. Por esa razón, disparó por

error sobre Edgard Drummond, secretario de Peel, que se encontraba ahí.

Durante su proceso, ocho médicos atestiguaron (aún no se había inventado el término

psiquiatra), afirmando que a causa de su idea fija, M’Nagnten carecía de todo control sobre

sus actos. Cuando terminaron, el Lord Chief Justice Tendal detuvo prácticamente el proceso y

pidió al jurado que presentara un veredicto ‘No culpable por causa de demencia’. M’Naghten

fue enviado al asilo.

El proceso había dado lugar a numerosas discusiones, y los oráculos de entonces pensaban que

M’Naghten debía de ser ahorcado, para impedir seguramente que otros locos de la misma clase

creyeran que el Papa y sir Robert Peel conspiraban contra su vida. La Cámara de los Lores,

como de costumbre, siguió la opinión de los oráculos. Sus Señorías establecieron un

cuestionario concerniente a la responsabilidad penal de las personas atacadas de trastornos

mentales. El cuestionario fue enviado no al cuerpo médico, sino a los quince jueces que

presidían las cortes del reino.

Sus respuestas, tales como fueron dadas por catorce de esos quince jueces, constituyen las

‘reglas M’Naghten’. Sería más conveniente llamarlas ‘reglas anti M’Naghten’, puesto que

catorce jueces llegaron a la conclusión de que los médicos se habían equivocado en su

diagnóstico y que M’Naghten debía haber sido ahorcado. Esa feliz improvisación logró, como

algunos otros textos jurídicos, sobrevivir triunfalmente a las tempestades de un siglo, o más

precisamente, a ciento trece años.”2

2 KOESTLER, Arthur; Reflexiones sobre la horca, en KOESTLER, Arthur y CAMUS, Albert; La pena

de muerte, página 68

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Con su idea fija de la completitud, los motores de búsqueda se instalan en el tiempo

real percibible y avanzan sobre la privacidad y la discreción de las personas. No

disparan un arma, pero pueden matar.

Como M’Naghten apostado en Downing Street, a veces se equivocan de destinatario.

Su comportamiento esencialmente imprevisible –si es que la imprevisibilidad puede ser

una esencia y no una conjunción contradictoria de accidentes- incluye -¿cómo no?- la

posibilidad de disparar sobre sí mismos: “google también está en Google” sostiene

Bárbara Cassin

La discusión sobre la configuración de su responsabilidad –y, en todo caso, sobre los

límites de su responsabilidad- es uno de los grandes temas del Derecho de nuestro

tiempo.

La base de datos que somos, no solo es a priori disponible sino también –y,

fundamentalmente a partir de su disposición en espacios de redes interactivas-

fácilmente manipulable.

Esta facilidad de manipulación impone una fractura en la construcción de sentido que

supone la pregunta sobre los alcances del riesgo asumido en la facilitación del acceso a

informaciones no autorizadas.

¿Son los motores de búsqueda responsables de la manipulación de los datos que

ofrecen? O ¿Son, en todo caso, responsables por la veracidad de aquello que difunden?

Claro está que la exigencia de responder por la veracidad de la información, en caso de

aceptarse, imposibilitaría la percepción de completitud –en cuanto omitiría aquellos

datos que, aún siendo veraces, no pudieron ser debidamente verificados- y el tiempo

real de las respuestas.

La cuestión planteada, debe enviarse así, hacia términos aún más drásticos:

¿Nace el deber de responder de estos sujetos por el mero hecho de brindar la

información sin autorización previa, independientemente de su veracidad o de su

utilización?

¿O, tal vez -amparados como M’Naghten por la evidencia de una idea fija que justifica

su misma existencia y les impide detenerse- no son responsables de nada?

Es decir,

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¿Están los motores de búsqueda, condenados al deber de resarcimiento ineludible, por

aquello que hace a su propia existencia –el brindar información no autorizada- o se

sitúan, por ello mismo, al margen de todo el sistema de responsabilidad común?

Así formulado, este dilema presenta únicamente opciones negativas:

O estos intermediarios de la red desaparecen como tales, o prescinden del Estado de

Derecho -situándose fuera del ordenamiento jurídico y exponiendo la precariedad de la

ficción de sistematicidad que justifica su imperio y el hábito de cumplimiento de cada

una de sus prescripciones-, o lo vulneran ineludiblemente, de manera flagrante y

continua, por el ejercicio regular de la misma exigencia que el orden vulnerado les

impone –la facultad de censura previa sobre los contenidos-.

La única solución aceptable que el derecho comparado ha conseguido encontrar para

semejante encrucijada refiere, directamente al a priori que Bárbara Cassin instaura en

su postulación del epígrafe:

La autora se ocupa de señalar que el “cualquier uso” –y la fácil manipulación de la que

aquí hemos intentado hablar- de la base de datos siempre consultable que somos, solo

es posible a priori.

Es decir: la discrecionalidad en la difusión de los datos ajenos, por parte de estos

prestadores, no se halla limitada en principio a ninguna prescripción jurídica, es anterior

al régimen de derecho, aunque puede ser suspendida por él.

Tal es la interpretación lógica que surge del concepto de conocimiento efectivo que hace

nacer para estos sujetos, el deber de colaboración –en la cesación de aquella misma

conducta antijurídica que cometieron o posibilitaron- como primera imposición jurídica.

Esto es; dada su particular actividad y razón de existencia, estos sujetos solo llegan al

derecho a partir de la antijuridicidad manifiesta de la que son anoticiados, tienen

derecho a diferir el derecho hasta ser impuestos fehacientemente de su afectación,

pueden considerar al orden jurídico como una excepción en su deber hacer habitual.

Para que nazca el deber de buena fe del prestador de información resulta exigible, en

primera instancia, el cumplimiento del deber de buena fe del afectado por la

información proveída.

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Es decir: el estado del Derecho supone, así, la formulación de un principio de

colaboración no equitativo ni simultáneo, sino sucesivo.

Este razonamiento, claro está, sitúa a los prestadores de la red 2.0 en un régimen propio,

de irresponsabilidad civil a priori por aquello que configura su actividad principal -es

decir, la difusión de la información publicada por terceros- que reconoce su origen en la

sección 230 de la Communications Decency Act (Ley de Decencia en las

comunicaciones) dictada en los Estados Unidos de América, en el año 1996 y que fuera

también establecido en el ámbito europeo, por medio de la directiva 2000/31/CE de

Comercio Electrónico, dictada el 8 de junio del año 2.000.

No se trata, sin embargo, de un régimen especial de responsabilidad; sino del sistema

que concentra la gran mayoría de las interrelaciones y que, con su característico afán de

perseguir lo imposible con urgencia, aspira naturalmente a concentrarlas a todas.

La pregunta, entonces, se impone inevitable:

¿Puede, el Estado de Derecho seguir funcionando, tal y como lo hemos conocido hasta

aquí, con la aceptación de irresponsabilidad prima fascie de ciertos sujetos –justamente

aquellos únicos con los que todos los demás interactúan- mediatizando su buena fe a

partir de la relatividad sobrevenida en la presunción de verdad y abdicando, desde

luego, de su ficción de sistema omnisciente?

¿Tolera nuestra perspectiva de vigencia de la ley, el reconocimiento de sujetos al

margen del plexo común de imposiciones jurídicas exigibles al resto?

Libertad, igualdad, fraternidad. ¿No debiéramos ser todos iguales a Google y sus

congéneres ante la ley –recibir en idéntico momento la primera cita del orden jurídico-

para seguir pensándonos como fraternalmente libres?

Del mismo modo en que los Estados nacionales hacen reservar, para sí y dentro de su

jurisdicción, una presunción de solvencia –que fundamenta todo el derecho público, en

cuanto garantiza la continuidad estatal, más allá de los avatares económicos y

financieros sobrevinientes, que pueden exponer el carácter ficcional de tal presunción

pero no comprometen la existencia del Estado- estos otros sujetos contarían con una

dispensa de sujeción al ordenamiento vigente que les permite alegar su ingenuidad

irresponsable –es decir, su inimputabilidad- respecto a la información que difunden,

hasta el nacimiento del deber de colaboración.

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Solo cuando la ingenuidad de los prestadores de la web 2.0 se transforma en

negligencia –y cómo veremos oportunamente, tal momento puede ser fijado siguiendo

diferentes interpretaciones- su actividad es alcanzada por algún tipo de imputación de

responsabilidad.

En el sentido en que Carl Smith definía al soberano –aquel que tiene derecho a

interrumpir el Derecho- los prestadores de la web 2.0 son soberanos en sí mismos,

ejercen una soberanía provisoria, válida hasta la primera llamada efectiva del

ordenamiento jurídico.

No se trata de la exigencia de la real malicia –que es el extremo a acreditar por quienes

pretenden atribuir responsabilidades a la prensa unidireccional, oral o escrita- sino de

inexistencia de configuración de la voluntad por ausencia de la intención (y según los

mismos prestadores suelen decir, remarcando el carácter automático de los

procedimientos que utilizan, también de discernimiento)

Recordando el relato sobre el comportamiento de la ex soldado Eden Aberyil en

facebook y la ausencia de presunción de verdad en el territorio de la red; parece claro

que todo cuanto hace al comportamiento de los internautas debiera regirse por idéntica

presunción de inimputabilidad hasta el efectivo anoticiamiento del daño.

Territorio de fundamentalismo estético; las redes interactivas se exhiben despojadas de

toda eticidad y prometen trans-formarse en espacios de catarsis compartidas, con otra

idea de valor -según ya dijimos- con otra valoración de la verdad.

Al fin, siendo la soberanía un concepto de origen divino; los caminos para llegar a ella

suelen presentarse inescrutables.

IV. El caso Telecinco contra Youtube y los derechos adquiridos.3

¿Cómo funciona el reconocimiento de esta soberanía provisoria frente a los derechos

adquiridos de propiedad intelectual, por ejemplo?

Consideremos un caso actual.

En 2008, el grupo empresario español Telecinco incoó una demanda contra Youtube,

por la violación de sus derechos de propiedad intelectual y la irrogación de cuantiosos

3 JUZGADO DE LO MERCANTIL Nº 7, Madrid, procedimiento ordinario 150/2008, sobre: otras

materias, demandante: GESTEVISION TELECINCO SA, TELECINCO CINEMA S.A.U., demandado:

YOUTUBE LLC.; SENTENCIA Nº 289/2010, DEL 20 DE SETIEMBRE DE 2010.

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daños y perjuicios -a determinar en un procedimiento posterior- ocasionados por la

difusión de diversas grabaciones audiovisuales sobre las que ostenta titularidad, a través

del sitio web de la demandada.

Fundaba su pretensión de un resarcimiento previsiblemente millonario, en la tesis de

que “Youtube se presenta como un mero prestador de servicios de intermediación

cuando en realidad actúa como proveedor de contenidos. Para ello acude a un lenguaje

de tintes comunitarios, cediendo el protagonismo artificialmente a los usuarios,

camuflando su labor editorial mediante la presentación técnica y automática de los

procesos de selección etc… y todo ello con la finalidad de infringir los derechos de

propiedad intelectual que corresponden a terceros que no han otorgado su

consentimiento para la difusión de las grabaciones.”

Es interesante observar cómo, de estas manifestaciones de la accionante, surgen algunas

cuestiones notorias, limitantes de la responsabilidad atribuida a la accionada:

a) Si Youtube fuera un mero prestador de servicio de intermediación a los usuarios

de páginas web –es decir, si solo sirviera de plataforma para que terceros ajenos

a las partes en litigio difundan sus contenidos- no sería responsable por la

difusión no autorizada de datos de propiedad ajena, ordenada por terceros

utilizando su mediación. Así lo recepta, además, tanto el derecho positivo

español, como el comunitario.

b) La imputación de responsabilidad a la demandada solo es posible, entonces, si se

alega –y, consecuentemente, si consigue probarse- que Youtube se apropia de

los datos ajenos, interviniendo directa o indirectamente en su edición para

posibilitar, luego, su difusión de manera no autorizada (lo que, a juicio de la

presentante, se hallaría probado por la sección especial titulada videos

destacados, que evidenciaría una notoria manipulación de los datos en cuestión)

c) A juicio de Telecinco, Youtube habría inscripto en el entramado social un

fraude de proporciones gigantescas, montado con la deliberada intención de

infringir los derechos ajenos.

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La demanda no prosperó, al menos en su primera Instancia –que es el estado de la

tramitación, a la fecha-.

Previsiblemente, la demandada se presentó como un “servicio de la sociedad de la

información por el que se facilita la prestación o utilización de otros servicios de la

sociedad de la información o –solo como una opción más- el acceso a la información”

amparada, entonces, por el requisito del conocimiento efectivo del que hemos hablado

aquí y descartó toda tarea de edición en la imposición del mote de video destacado a las

publicaciones subidas por terceros, explicando que la hipotética selección resulta,

simplemente, de un sistema de cuantificación automática de las vistas que cada

publicación recibe.

Ofreció, por último, el cumplimiento de su deber de retirar del acceso público los datos

afectados, una vez que Telecinco cumpliera con su propio deber de colaboración,

identificando individualmente los sitios en los que tal acceso es factible –requisito de

imposible cumplimiento, claro está-. Fundó este razonamiento, en que “es posible que

muchos de los videos que los usuarios han subido al sitio web de Youtube sean

fragmentos de información no protegidos por la Ley de propiedad intelectual, o meras

parodias de programas titularidad de Telecinco, que tampoco se encuentran

amparadas por esa protección.”

Uno de los últimos párrafos del pronunciamiento dictado en el litigio que así se

planteara, propone el reconocimiento del estado del Derecho y, en él, la necesidad de

prescindir de un Estado de Derecho fundado en el respeto de los derechos subjetivos

adquiridos.

Nada se adquiere definitivamente en la web, tampoco –y, tal vez menos que nada- los

derechos.

Si solo somos porque nos relacionamos; la propia singularidad –o, al menos, la

percepción de la propia singularidad- deviene compleja y mudable en tanto no responde

absolutamente a la propia intención.

La completitud y la perspectiva de tiempo real desalientan todo pensamiento organizado

en estructuras inmóviles –en cuanto requiere, primero, un sujeto siempre igual a sí

mismo que luego piensa y actúa-. Sin embargo, la percepción compartida de un sistema

vigente y anterior a todas las decisiones de ajusticiamiento tomadas en su nombre, sigue

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resultando primordial -al menos para nosotros, generación epigónica de un modo con-

textual de pensar el mundo-.

Lo venimos diciendo cada vez que tenemos alguna oportunidad, para ello: el

ordenamiento jurídico es una necesidad de la noción de Justicia compartida por cada

sociedad -es Justo que haya un Derecho y es Justo, también, que ese Derecho se

cumpla- y debe ser pensado, en tiempos donde la complejidad de lo real desborda, a

partir de la presencia del daño como expectativa y no desde la vana pretensión

positivista de su erradicación hacia los difusos dominios de la antijuridicidad.

Aún desestructurado, el Estado de Derecho es ineludible como perspectiva; sea cual

fuere el estado del Derecho por el que deba expresarse. Volveremos sobre esta

afirmación.

Dada la importancia que asignamos a algunas de las consideraciones del juez madrileño,

culminaremos esta parte de nuestro trabajo transcribiéndolas textualmente, pese a su

extensión. Nos permitimos, sin embargo, puntualizar algunas anotaciones entre ellas.

Dice el sentenciante, que:

“No desconocemos que existe un ámbito de intersección plagado de tensión latente, entre los

titulares de los derechos de propiedad intelectual y los prestadores de servicios de

intermediación en la red, que alojan contenidos ajenos que, en ocasiones pueden violentar

aquellos derechos”.

Observamos aquí, como el juzgador afronta un problema mucho más general que el

planteado por la accionante, empeñada en demostrar el carácter de creador de

contenidos de su encartado -desechando su consideración como mero intermediario, a

fin de negarle la posibilidad de diferir el llamado del derecho-

Y continúa:

“Pero el epicentro de esa tensión no se localiza en las posibles fisuras de la normativa. Porque

la ley solo replica, como en un eco lejano, el sonido que se escucha al compás del ritmo de las

transformaciones sociales que acontecen en las capas profundas de la estructura económica.”

Anotamos: no solo en las capas profundas de las estructuras sociales se producen las

transformaciones, también acontecen en su epidermis. La web no está cambiando el

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mundo; la web es parte de un mundo que ha cambiado y lo continúa haciendo

indeteniblemente –cambiando, incluso, los propios modos de la web- sin limitarse a una

alteración de las estructuras económicas y esperando, todavía, la formulación de un

nuevo lenguaje jurídico que se proponga abordarlo

Concluyendo que:

“Probablemente, hay mucho de retórica, de declamación epopéyica en las reiteradas

invocaciones de la demandada a ese principio socializado de la libertad de expresión y a la

pretendida función que en ese contexto afirma desempeñar. Lo cierto es que, más allá de esa

ditirámbica laudatoria, hay una evidencia que no podemos desconocer y que este

procedimiento ejemplifica paradigmáticamente y es, precisamente, el valor de la información,

que se ha convertido en la mercancía más valiosa de un mundo digitalizado. El reto de los

emprendedores en la nueva economía no consiste tanto en proteger los derechos adquiridos

como en crear valor en la difusión de esos contenidos porque la marcha de los tiempos

evidencia la esterilidad de toda frontera artificial.”

En nuestras palabras: se trata, antes que nada, de pensar cómo seguir después de un

daño, minimizando sus consecuencias.

Una sociedad de víctimas no es habitable y, ante la irrupción del cambio ontológico que

implica el advenimiento de la realidad virtualizada –sin fronteras visibles- la lógica

moderna de la voluntad libre expresada por derechos adquiridos en permanente pugna,

solo conseguirá que nos veamos –cada uno de nosotros-como víctimas.

Es decir: si nuestros esquemas de representación –y eso, en definitiva, es cualquier

sistema jurídico- no se adecuan al lenguaje de aquello que pretenden representar; la

disgregación o el totalitarismo son los únicos destinos posibles para nuestras civilizadas

sociedades occidentales.

V. Algunas precisiones sobre nuestra postura.

Tal vez sea necesario detenernos un momento –podemos hacerlo, en tanto escribimos

signados por la web, pero fuera de ella- sobre algunas de las implicancias necesarias de

la postura que intentamos sentar aquí:

1. El momento de la juridicidad

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La aceptación del conocimiento efectivo como primera llamada del Derecho impone, en

su misma concepción, la necesidad de precisar cuándo debe considerarse que tal

conocimiento efectivo se ha producido.

Existen, a este respecto, distintas posiciones:

a- Tesis amplia.

Considera perfeccionado el conocimiento efectivo a partir del anoticiamiento realizado

por cualquier persona que se considere afectada por la difusión de datos a ella referidos.

Exige la asunción, además, de un deber de colaboración de la propia víctima, en cuanto

ésta debe identificar adecuadamente los portales en los que se halla la información que

la agravia y cuáles son los derechos que estima afectados por su difusión.

b- Tesis restringida.

Exige que la notificación sea realizada por algún órgano jurisdiccional que, en el

ejercicio regular de su competencia, ordene el retiro de los datos sensibles y/o la

adopción de las medidas necesarias para imposibilitar el acceso a los mismos.

c- Tesis intermedias.

1- Interpretación restringida de la tesis amplia que exige, además del deber de

colaboración, el seguimiento de los canales tradicionales, no informáticos, de

notificación (vgr. cartas documento) y desecha la virtualidad jurídica de la

denuncia realizada en el sitio del propio prestador.

2- Interpretación amplia de la tesis restringida, que reconoce la facultad de

ordenar el cese de la difusión de determinados datos, no solamente a los órganos

jurisdiccionales sino también a los órganos administrativos con atribuciones

específicas sobre la materia.

Es interesante observar cómo –según hemos anticipado ya- aún la más amplia de las

tesis que receptan el conocimiento efectivo como primera de las imposiciones jurídicas

de los sujetos provisoriamente soberanos, no hace nacer su deber de colaboración sino

desde el cumplimiento de una exigencia previa de colaboración para con ellos, de

parte de las propias personas afectadas.

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Las víctimas tienen en principio la palabra; la identificación del daño manifestado es -

en las interrelaciones de la web-, no la negación de lo que el Derecho dice, sino su

verbo primigenio.

2. La “naturaleza jurídica”.

Demandada por Telecinco; Youtube caracteriza su actividad como servicio de la

sociedad de la información por el que se facilita la prestación o utilización de otros

servicios de la sociedad de la información y demás.

No vamos a emitir opinión aquí acerca de si tal definición es válida y suficiente de la

razón de existencia de Youtube, solo queremos puntualizar que, en tanto las

singularidades se construyen en la interrelación, la figura tradicional de la esfera de

Interés que englobaba los derechos inalienables del individuo jurídico –cerrado en su

unicidad- ya no puede aplicarse como paradigma.

En este tiempo digital de singularidades interdependientes, los puntos de fuga

reemplazan a los puentes estructurales del pensamiento analógico, las lagunas de

regulación devienen en ciénagas inabordables y las identidades se construyen

expresándose en un sinfín de intereses –a veces contradictorios- que crece en progresión

geométrica a la dispersión de la finalidad última de sus conductas.

Nociones como naturaleza jurídica abdican, así, de todo sentido cuando la esencialidad

–que era, claro está, el presupuesto ineludible para una atribución de finalidad al

comportamiento de los entes unidimensionales y su aptitud para adquirir derechos y

contraer obligaciones- se revela, en nuestra complejidad de bases de datos

consultables, apenas como uno más de sus accidentes posibles.

3. El deber de no dañar, como noción de Justicia.

«Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Iuris praecepta sunt haec:

honeste vivere, alterum non laedere/ ( neminem laedere), suum cuique tribuere.»

Ulpiano

El segundo de los deberes de conducta que integran esta célebre afirmación suele, según

los trabajos y las ediciones, expresarse indistintamente como alterum non laedere o

neminem ladere.

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Sin embargo, la diferenciación entre ambas construcciones de sentido resulta notoria e

insoslayable, frente al análisis de las interrelaciones de la web: no dañar al otro (alterum

non laedere) no es exactamente lo mismo que no dañar a nadie (neminem laedere).

El primero de los preceptos supone, al menos en nuestra lengua, la identificación, aun

eventual, de aquel que es, o será, el otro dañado.

La imposición de un deber de no dañar a nadie, por su parte, envía la cuestión hacia un

momento anterior.

En ella, el mandato se generaliza, así, en dos planos de significación notoriamente

diferenciados:

a) Ya no se dirige a otro u otros individuos en particular, sino a

todos los demás, considerados como un universal al que cada

singularidad debe responder, de manera interdependiente.

b) Ya no se dirige a una conducta prescindente de su aptitud

dañina y, por eso, reprochable; sino que refiere su

reprochabilidad directamente al resultado dañoso. Esto así, en

cuanto quien obra no puede tener presente el conjunto de

intereses de todos los demás, a quienes debe abstenerse de

dañar; pero sí le es exigible evitar toda acción u omisión de la

que, eventualmente, pudiera derivarse un daño a quien sea.

En estricta proposición; el requisito sui generis del conocimiento efectivo solo es posible

de sostener desde el entendimiento de este mandato como alterum non laedere o no

dañar al otro.

Un otro que, además, debe identificarse y cumplir, previo a todo trámite, con su propio

deber de colaboración que le impone la carga de identificar exactamente el sitio y el

contenido del daño que lo afecta, según ya hemos puntualizado.

4. Sistemas de responsabilidad.

La concurrencia de dos sistemas de responsabilidad, fundada en la existencia o no de un

contrato entre las partes, que pueda ser fuente de obligaciones de distinta calificación o

contenido, deviene insostenible en tiempos de la web 2.0.

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La enorme dificultad que plantean las relaciones ocasionales mantenidas en este ámbito

para ser aprehendidas desde la órbita del régimen de responsabilidad extracontractual -

fundada en el principio entendido como neminem laedere- resulta harto evidente.

Googleadores y prestadores de la red –todos alternativamente goggleados, además-

asumen un deber de prevención referido directamente a las consecuencias gravosas y no

a la previsión del daño en sí.

5. El “riesgo creado” como proposición insostenible.

La generación del riesgo sobre los intereses legítimos de otras personas es, en la trama

de la web 2.0 - y en su actividad de intermediación- compleja, continua, permanente, de

crecimiento exponencial e imprevisible.

En cuanto la ficción de una sociedad estática que pudiera prescindir de la actividad

riesgosa introducida por el agente responsable no puede ya sostenerse y considerando,

además, que los riesgos se multiplican todo el tiempo –a veces, sin un creador

identificable-; mal puede subsumirse cualquier imputación de un deber de responder en

atención al parámetro unidimensional y silogístico del riesgo creado.

La responsabilidad objetiva de minimizar las consecuencias deviene, en las

interrelaciones de la web- del conocimiento del daño, no de la introducción de un riesgo

social en el propio beneficio.

6. El deber de colaboración.

Situémonos ahora, nuevamente, frente al caso específico de los prestadores o

intermediarios de la red.

Aceptando, en su actividad y razón de existencia, la imputación fundada en la

negligencia demostrable en el deber de no dañar a otro; consagrada que fuera la

facultad de diferir el Derecho o presunción de ingenuidad que les permite –como al

resto de los googleadores y googleados, según sostenemos aquí- situarse en una

posición indiferente al deber de no dañar a nadie, las preguntas que se imponen son:

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¿Nace, realmente, un deber de colaboración subsecuente, al conocimiento efectivo del

hipotético daño ocasionado con la afectación de derechos de terceros –sea cual fuere el

momento en que tal conocimiento efectivo se entiende configurado-?

¿Alcanza el deber de no dañar a otro debidamente identificado, impuesto a los

prestadores de la web 2.0 como primera llamada del ordenamiento común, la carga de

impedir que otros lo dañen, por su intermedio?

Entendemos que de la respuesta que vaya a darse a estos interrogantes, dependen

algunos factores condicionantes de nuestro modo de pensar el daño y su regulación, en

el futuro cercano.

a) La posición, hoy mayoritaria, que limita la responsabilidad de estos sujetos a

cesar en la difusión de los sitios debidamente identificados en su anoticiamiento

efectivo supone una respuesta negativa para ambas cuestiones. No puede

válidamente hablarse de un deber de colaboración, cuando los prestadores de la

red no asumen el deber de evitar la propagación de daños que, por su intermedio,

el mismo sujeto dañado podría estar sufriendo en sitios no denunciados por él, o

que pudiera sufrir en el futuro. Cuando impiden el acceso a los sitios

efectivamente denunciados, los prestadores de la red no colaboran con nadie más

que con ellos mismos, evitando la configuración de su negligencia.

b) La respuesta afirmativa a la primera de las cuestiones instauradas

precedentemente –sobre el eventual deber de colaboración nacido a partir del

conocimiento efectivo- y la negativa a la segunda de ellas –sobre la extensión

del deber de no dañar al deber de impedir que otro dañe- supone la obligación,

por parte de estos prestadores, de rastrear toda la información que pudiera

afectar al denunciante de un daño y eliminarla del acceso público. Es decir:

situándonos ahora, en el ejemplo ofrecido por las redes sociales más extendidas

(facebook, por ejemplo) la negligencia en el comportamiento del prestador

quedaría configurada solamente si no elimina el acceso público a los grupos,

cuentas, foros y otros sitios de información. La utilización de estas herramientas

para el intercambio privado, aún en la red (léase, acceso restringido o limitado,

que requiere algún tipo de invitación, contraseña o aceptación, para su ingreso)

permanece, según este criterio, al margen de toda responsabilidad jurídica.

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c) Solo una respuesta afirmativa para ambos interrogantes (el nacimiento efectivo

de un deber de colaboración y la extensión del deber de no dañar hacia el deber

de impedir que otro dañe, recordemos) origina para los prestadores de la web

2.0 la carga de impedir, en todo el ámbito de la red (¿in aeternum?), la adopción

de conductas dañosas para la esfera de intereses personales de otros sujetos.

Va de suyo que la última de las posturas aquí detalladas supone la atribución para los

prestadores de una función de policías del lenguaje ejercida, no ya a modo de censura

previa, sino en razón de una denuncia constatable.

Su hipotético ejercicio debiera, por lo tanto, hallarse fundado en la más restrictiva de las

interpretaciones del conocimiento efectivo y su momento de configuración (aquella que

requería la orden judicial competente) además de incluir la fijación de un término

razonable para la expiración del mandato, según entendemos.

En cualquier otro caso la responsabilidad de estos sujetos se vería notoriamente

agravada por el uso discrecional de una atribución que invade notoriamente el ámbito de

intimidad de otro u otros sujetos –todos aquellos que interactuaron, interactúan o

podrían interactuar, en el futuro, con el denunciante del daño-

VI. Los googleadores googleados y la presunción de publicidad (a modo de

conclusión).

Siendo todos nosotros una base de datos consultable y en principio libremente

utilizable, nuestra exposición se presume; la intimidad del ámbito privado es,

justamente y hoy más que nunca, aquello que se decide privar a la disposición común.

El límite de la privacidad puede fijarse hoy en la expresión de voluntad traducida, en

términos de las redes sociales, como configuración del acceso; en la decisión sobre

autorizar o no, a los otros, a intervenir sobre el conjunto de datos que somos y que

cualquiera puede conocer.

Esta inversión de las presunciones de delimitación entre lo público y lo privado supone

la crisis de innumerables concepciones jurídicas; entre ellas, claro está, la de la

responsabilidad civil y sus fundamentos cuyas reglas individualistas, según sostiene

López Herrera, no darían respuesta (y, de acuerdo a lo que hemos intentado puntualizar

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aquí, es claro que no las dan, en absoluto) a la realidad de los problemas que se

presentan a partir de la red mundial4.

Entre la imposibilidad de preservar para sí los propios datos y la urgencia de impedir su

manipulación dañosa –sea que, por su mediación, nos trans-formemos en víctimas o en

dañantes- el estado del derecho no puede justificar el apartamiento de la promesa de

Justicia en la que el Estado de Derecho se asienta.

Recordemos: es justo que haya un Derecho y es justo, además, que ese Derecho se

cumpla.

El deber de colaboración nacido del conocimiento efectivo supone la actualización del

alterum non laedere como principio de coexistencia que debe ser extendido a todas las

interrelaciones de la web –en tanto permanezcan en su ámbito y no la utilicen

simplemente como medio o herramienta- y no solo a la actividad de los prestadores.

Eden Aberyil, su prisionero palestino y Youtube, habitan todos, en sus imágenes y

comentarios disponibles y a disposición, un mismo territorio de fundamentalismo

estético, limitado exclusivamente por la manifestación ajena de voluntad y en el que la

ética no puede imponerse coercitivamente.

He aquí una respuesta más que aceptable a las preguntas que habíamos suspendido al

tratar la segunda de nuestras citas epigráficas –aquella referida a la publicación sin

consentimiento de una fotografía del cadáver del político Ricardo Balbín-, casi al

comienzo de estas líneas.

Nos parece suficiente, de todos modos: en el conocimiento jurídico de estos tiempos

complejos, como en la web, el relato ya no es lineal, las respuestas son siempre

provisorias y mal pueden pretender –soberbia o ingenuidad aparte- su valoración en

términos de verdad.

4 Cita del pronunciamiento de Primera Instancia en autos DA CUNHA, Virginia contra YAHOO DE

ARGENTINA SRL s/ Daños y Perjuicios, Juzgado Nacional en lo Civil nº 75 –fallo en sentido luego

revocado por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Sala D, hoy en trámite de ulterior instancia,

ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación.