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CRÓNICAS NEERLANDESEOSAS Domingo 24 de febrero a sábado 9 de marzo de 2019 PRÓDROMO VIENÉREO Tras mi periplo siciliánico (vide “Crónicas siciliáticas”), pasé un par de semanas de sol casi primaveral en Viena durante las cuales me dediqué heroicamente a hacer régimen, mi probada “Dieta de la sopa mágica” que me auxilió a perder catorce kilos al par de años de Viena (claro, a razón de seis o siete cafés con azúcar y su correspondiente pastelito por día, estaba escrito). Esta vez, pero, le tenía tomada la mano y me salió de rechupete: pilas de ajo, puerro, col, zanahorias, algo de hinojo y pepperoncino a rabiar. Los primeros cuatro días (fruta, verdura, fruta y verdura, fruta y verdura) son los más supliciantes; pero del quinto al séptimo se puede comer carneo pollo y la cosa se hace mucho más llevadera. Más que llevadera, en verdad, porque, con el pollo añadido, la sopa se trasmuta en un vero manjar. El último par de días, sin abjurar de la sopa, me castigué con un tintico turco que le birlé a Pablo, el colega que me alquila el bulo cuando no estoy. Resultado: menos seis kilogramos! Domingo 24 ÁMSTERDAM Livianito, entonces, de cuerpo, alma y equipaje, aunque cagado de ofri porque justiniano se reanudó el invierno, salí para Schwechat a las cuatro y media de la madrugada (¡cuánto hacía de mi última noche en vela en anticipo de un vuelo a hora non sancta!). Pese a que arrastraba la maletica sin guantes (olvidados que fueron en Buenos Aires), la cosa no fue para tanto. Llegué tan adelantado que tuve que aguardar media hora a que abrieran el lounge VIP donde desayuné a lo relativamente bestia y me aprovisioné de croissant, salchichón y queso para el almuerzo, porque, señores, este será, como todos los últimos, un viaje bien gasolero. El vuelo transcurrió sin tribulaciones y aterricé en Ámsterdam a las ocho y media de una mañana inusitadamente peronista. Tren al centro, valija en consignación y a turistiar se ha dicho. Nomás delantito de la estación, a las diez en punto, y esquivando un enjambre de argentinos, me sumé a una güelta por los canales. ¡Volver a vivir! En esta ciudad pasé mi primera noche con Susy, nomás -¡ay!- de amigos, compartiendo cama, en bolas, y yo sin

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CRÓNICAS NEERLANDESEOSAS

Domingo 24 de febrero a sábado 9 de marzo de 2019

PRÓDROMO VIENÉREO

Tras mi periplo siciliánico (vide “Crónicas siciliáticas”), pasé un par de semanas de sol casi primaveral en Viena durante las cuales me dediqué heroicamente a hacer régimen, mi probada “Dieta de la sopa mágica” que me auxilió a perder catorce kilos al par de años de Viena (claro, a razón de seis o siete cafés con azúcar y su correspondiente pastelito por día, estaba escrito). Esta vez, pero, le tenía tomada la mano y me salió de rechupete: pilas de ajo, puerro, col, zanahorias, algo de hinojo y pepperoncino a rabiar. Los primeros cuatro días (fruta, verdura, fruta y verdura, fruta y verdura) son los más supliciantes; pero del quinto al séptimo se puede comer carneo pollo y la cosa se hace mucho más llevadera. Más que llevadera, en verdad, porque, con el pollo añadido, la sopa se trasmuta en un vero manjar. El último par de días, sin abjurar de la sopa, me castigué con un tintico turco que le birlé a Pablo, el colega que me alquila el bulo cuando no estoy. Resultado: menos seis kilogramos!

Domingo 24

ÁMSTERDAM

Livianito, entonces, de cuerpo, alma y equipaje, aunque cagado de ofri porque justiniano se reanudó el invierno, salí para Schwechat a las cuatro y media de la madrugada (¡cuánto hacía de mi última noche en vela en anticipo de un vuelo a hora non sancta!). Pese a que arrastraba la maletica sin guantes (olvidados que fueron en Buenos Aires), la cosa no fue para tanto. Llegué tan adelantado que tuve que aguardar media hora a que abrieran el lounge VIP donde desayuné a lo relativamente bestia y me aprovisioné de croissant, salchichón y queso para el almuerzo, porque, señores, este será, como todos los últimos, un viaje bien gasolero.

El vuelo transcurrió sin tribulaciones y aterricé en Ámsterdam a las ocho y media de una mañana inusitadamente peronista. Tren al centro, valija en consignación y a turistiar se ha dicho. Nomás delantito de la estación, a las diez en punto, y esquivando un enjambre de argentinos, me sumé a una güelta por los canales. ¡Volver a vivir! En esta ciudad pasé mi primera noche con Susy, nomás -¡ay!- de amigos, compartiendo cama, en bolas, y yo sin poder tocarla; el propio Tántalo me hubiese compadecido. Eso fue en 1969, hace exactamente medio siglo, quién lo dijera. Menos mal que un año más tarde me redimí. Y después volvimos a pasar de regreso a Baires, ya de novios. (En Buenos Aires, lástima, la cosa dejó de andar y yo me enamoré extraviadamente de Ana, mi primera de tres legítimas esposas, con la que, cinco años más endijpuej me trasladé a Nueva York, pero eso es harina de otras memorias). Como viente pirulos más tarde vinimos a celebrar el último cumpleaños que pasamos juntos con la Turca (¡descansa en paz, dulce amor de entonces y de siempre!). Y en diciembre de 2004 (hace apenas tres lustros) vine a buscar a Nadia, entonces la Chapu, que se venía de Monterrey sin saber que a casarse conmigo. Ahora que caigo, es la única ciudad en la que nunca he estado sin fémina, ¡´ta que lo tiró! Y yo miro las estrechas casas con su gablete y roldana para subir los muebles y las barcazas transformadas en viviendas flotantes sin asomo de nostalgia (sinónimo molificado de “tristeza”). Evoco esos amores y esos momentos con la gratitud serena con que recuerdo los buenos vinos que he bebido. ¡Gracias, vida, por haberme dado lo que tuve y conformado con no tenerlo más!

Desembarco y a caminar. Los pasos me llevan casi solos al Dam, la plaza levemente insípida a la que da el suntuoso hotel Krasnopolski (¡ah, aquella suite imperial que nos regaló KLM entre Moscú y Ezeiza! ¡Ah, aquel cuaderno de bonos: tragos en la taberna Bols, entradas a los museos, una “mesa de arroz” indonesia! ¡Ah, sobre todo, aquel desayuno en el cuarto, con té y café y

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chocolate, y quesos y fiambres, y diez clases de pan, y croissants y brioches y tostadas de todos los tintes, y dulces de todos los sabores! Y ¡ay, aquel quedarme mirando con la ñata de la líbido contra el vidrio la piel aquella de seda salpicada de lunares!). Aquí también pasamos la noche con la Turca, pero nos tocó el ala nueva y ya na´ que ver, sobre todo porque ella se desbarrancaba ya por la depre que terminaría por separarnos. En homenaje a aquellos amores me apoltrono tras una columna y me duermo una siesta de cuarenta y cinco minutos (¡todo un récord!) que me bastan para paliar la noche en vela. Bolche que sigo siendo, no puedo menos de ir en busca del Barrio Rojo (más bien, “Mercado de Carnes”) donde con Susy nos asombramos de la galería de meretrices de diversos modelos, generalmente de gran calidad, que lucían sus prendas (o, mejor dicho, la falta de ellas) sentadas en sus vitrinas, algunas pintándose las uñas de los pies, o tejiendo, o haciendo solitarios, a la espera del cliente propicio al que harían entrar para luego cerrar las cortinas y encender el farolito rojo de “ocupado”. Ahora, es cierto, el farolito tradicional es suplido por un tubo de neón, con lo que merma marcadamente el caudal romántico (o será, tal vez, que uno se ha vuelto sentimental). Parte del Barrio Bermejo, por cierto, rodea una iglesia de lo más medieval; pecadores por aquí, arrepentidos por allá, por favor. Dicho sea de paso, salvo algunas catedrales de lo más monas, los Países Bajos no ostentan demasiado gótico que digamos, porque por estos pagos el feudalismo fue arquitectónicamente parco y se acabó pronto. Por estos pagos la que se puso a edificar como loca fue la naciente burguesía, con sus encajes amariconados e interiores de familia. Nada de nobles guerreros enlatados, sino prósperos comerciantes que no sabrían qué hacer con una espada; ni de batallas encarnizadas, sino alegres aquelarres de campesinos borrachos, ni de piadosas composiciones de pánfilos arrobados mirando al cielo, angelitos andróginos y niños con semblante de viejo avinagrado y, en cambio, alegres tertulias de familia: hombres maduros entrados en copas y saboreando luengas pipas de ínfimo caldero, mujeres rubicundas con los senos a punto de piantárseles de las blusas sueltamente aparejadas, purretes traviesos, perros a la espera de un bocado, instrumentos musicales, viandas varias, sonrisas insinuantes, carcajadas que se escapan de la tela, colores que ensordecerían si los dejaran sonar. Y, si no, paisajes siempre crepusculares y melancólicos, con campesinos que retornan de sus faenas con sus reses y sus perros, marinas de velas huérfanas de viento, cielos perennemente nublados y encendidos desde el horizonte por la agonizante lumbre que ha se ha olvidado el sol al retirarse, naturalezas muertas casi siempre de futuros manjares -aves y liebres pendiendo de las paredes y los techos, ostras y algún bogavante sobre la fuente de peltre, quizás un plato de frutas, la erguida jarra de vino, una copa de pie y otra vencida, y el infaltable limón a medio pelar, flores porque sí, mujeres rollizas y sonrosadas, viejos de mirada brumosa... cosas de todos los días, y que se metan la santurronería, los fastos, los petos y los miriñaques en el orto.

En algún momento almuerzo mi sándwich artesanal y me consiento una cerveza. Aprovecho para una oportuna micción. Al acercarme al mingitorio, el espejo reniega de mi imagen y en su lugar aparece la de una muchacha que se ríe a carcajadas señalando el apéndice miserable que asoma de mi bragueta. ¡Ingeniosísimo!

Ámsterdam está cada vez más cosmopolita y, no casualmente, medio sucia. Pero es una ensalada racial diferente de la de Londres o París. Priman los rostros morenos de las Indias Occidentales y los chadores cubren testas venidas básicamente de las otras, porque estos navegantes sin adelantados se saltearon olímpicamente el África y con una mano clavaron su pica en el Caribe y con la otra en el Indostán (de donde los ingleses los sacaron a inceremoniosas patadas en el culo) y en Indonesia. Se ven, además, muchos menos mendigos y, claro, muchas más bicicletas y afines: motorinos discretamente pedorreantes (nada de itálicos decibeles) y triciclos motorizados para ancianos de implausible movilidad. La forma como los ciclistas de todas las complexiones, sexos y edades serpean entre los viandantes sin siquiera rozarlos es de un virtuosismo pasmoso. El tránsito dendeveras, por su parte, se resigna al hormigueo sin prisa y caótico de turistas que se detienen en medio de cualquier calzada o hasta de los rieles del tranvía a consultar sus GPS o sacar fotos (yo, por ejemplo). Regresando a la estación paso por un quiosco frente al que hay unos viente o veinticinco metros de cola. Se autoproclaman las mejores papas fritas de la ciudad, y ha de ser

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cierto, porque por todas partes los hay que las venden, pero sin tanta anhelante multitud. La tentación es recia (amarcord las imbatibles fritas belgas que han de ser madrinas de estas), pero la dieta para bien y para mal el bolsillo terminan por prevalecer. Acaso antes de tomar el ómnibus (sipi, ómnibus, nomás) a Viena.

Se han hecho pasadas las cuatro y es hora de enfilar para La Haya, donde he reservado alojamiento hasta el viernes. Tras una media hora de tren impoluto y silencioso, por un paisaje sin mayor interés, salvo un molino de postal y el como peine de canales, me apeo en una estación con aires de base espacial. En el nivel superior tomo el tranvía 2 (gris y rojo, de cuatro módulos, salido de la Guerra de las Galaxias, a razón de cuatro (¡4!) euros por dos horas de validez u ocho (¡8!) el billete de 24 horas, y unos quince minutos más tarde de recorrido sin mayor aliciente desciendo en Valmootstraat encomendando mi alma a la gringa del GPS que, cómo no, me hace dar una serie de vueltas al divino pedo con la batería del celular peligrosamente in extremis. Pero llego. Radija vive en M. J. Meermanstraat 8. El departamento tiene dos plantas. Yo duermo arriba y la otra huésped, Kyoko (debidamente nipona) en lo que vendría a ser la sala, extensión de la cocina o al revés. Salgo a comprar queso, fiambre, pan y jugo en un supermercadito turco, me compagino el sánguche, me ducho y al letto.

Lunes 25

LEIDEN

Otro día sorprendentemente Nac-Pop. La Haya la conozco de aquel regreso con Susy y el boliviano Flores (¿Jesús?) y de mis tres o cuatro misiones, de manera que ha de servirme simplemente de base para mis excursiones a la redonda. He decidido que hoy me toca Leiden. Pero antes le he escrito a Loreto, la ex Jefa de Intérpretes de la OPAQ (Organización del Tratado para la Proscripción de las Armas Químicas) para pedirle los datos de mi viejo gomía y discípulos de mis clases en La Habana, Pedro Oviedo. Con Loreto, lástima, nos cruzamos, porque se acaba de regresar a Orgaz tras una misión con la Orga. Gran reencuentro telefónico con Peter, con quien quedo en cenar en el Grote Markt.

Y así, pues, con mi sánguche de salchichón picante y queso en el bolsillo, tranvía a Centraal (así, como siempre, con dos aes) y trencito. Ni veinte minutos, pero el planeta es otro. Salgo a una especie de explanada sin virtudes perceptibles y ya me estoy desilusionando cuando a mi siniestra oteo mi primer molino de viento. Frente a él me siento para mi primera cerveza. Luego sigo hasta el puerto (una especie de piscina venida a más, en realidad) de donde salen las excursiones por los canales. Elijo un bote sin techo y me dejo acariciar por la brisa y las hileras de casitas hombro con hombro, el jardín botánico, el ex observatorio de la Universidad donde se conserva aún la silla celeste en que Einstein se sentaba a contemplar el firmamento, los puentes a ras de nuca, las barcazas domiciliarias. Leiden es ciudad universitaria a lo bestia. Según el timonel y guía, de 165.000 almas que la habitan, 50.000 son de estudiantes. El número no acaba de cerrarme, pero igual son muchos. Caronte rapsodia que Luisito Napoleón -uno de tantos clones coronados por el auténtico- impuso un gravamen al ancho de las ventanas, lo que explica que sean angostas y muchas, salvo la de un ricachón que se dio el lujo de horadarlas amplias. Cuentos chinos, digo entre mí, porque en todas las ciudades de la gran Flandes todas las casas tiene tres ventanas que se acomodan como pueden sobre la fachada. Amarcord que el Cicerone amstelodense afirmaba que lo que había que pagar era por el ancho de las viviendas, con lo que todas son de frente apretado y estiradas hacia atrás, con las mentadas roldanas de izar o bajar cuanto bulto resultara demasiado voluminoso para negociar las escarpadas escaleras de un sentido, por las que o se baja o se sube, pero de a uno por vez y, a veces, de costado. Sí ha de ser cierto, en cambio, que eran más altos los impuestos a las tejas negras que a las rojas (y cuya única diferencia era el color), por lo que los ricos en serio cubrían sus viviendas de tejas brunas, mientras que los argentinoides ponían negras en el agua visible y todas las demás coloradas. Otro dato curioso: como las casas ribereñas no tienen

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jardín, para los asados y demás fiestas de guardar alquilan una barcaza que anclan enfrentecito.En algún momento me como mi emparedado y después a caminar por las callejas y las

costaneras. No se ve un mendigo y los extracomunitarios son mucho menos evidentes que en Ámsterdam. Los pasos me llevan a la antigua catedral, luego templo protestante y ahora casa de eventos. Asombra la nave inmensa totalmente vacía, con el órgano imponente presidiendo la nada. Los vitrales también han desaparecido, víctimas de la furia anticlerical. ¡Lástima! A la salida, veo estampado en la pared un poema de Marina Tsvetájeva. Parece que por toda la ciudad hay en los muros poesías de diferentes autores, cada una en su idioma. No tengo cómo copiarlos en el original (la foto está en el correspondiente álbum de Facebook), de modo que los transcribo lo mejor que puedo:

Moim stijam, napísannye tak rano,Chto i en znala ja, chto ja – poet,Sorvávshimsja kak brizgi iz fontanaKak iskri iz raket.

Vorvávshimsja kak máljenkie chertíV svjatílitse, gdje son i fimiam.Moim stijam o iúnosti i smerti,Nechitannym stijam!

Razbrósanny v pylí po magazínam,(Gdje ij niktó nje bral i nje berjot!).Moim stijam, kak dragotsennym vínam,Nastánjet svoj cherjod.

Acá va una traducción literal (o sea, pésima):

A mis poemas, escritos tan tempranoque ni siquiera sabía yo que era poeta,desprendidos cual gotas de una fuente,cual chispas de un cohete,

que estallan como diablillosen el santuario del sueño y del incienso.A mis poemas sobre la juventud y la muerte,poemas que nadie ha leído!

arrojados entre el polvo de unas libreríasdonde nadie los coge ni los cogerá,A mis poemas, como a los vinos incunables,les llegará su hora.

Luego sigo, como siempre, a mi cachimbo. La ciudad, alegre, me saluda con sus techos refulgentes y sus paisanos sin prisa. De vuelta a la estación, frente al puerto adormilado, me regalo una segunda cerveza. Esperaba una alla spina, pero la muchachita me trae una Leffe belga. Amarcord el pub después de los exámenes en Mons y las abundantes degustaciones. Un recuerdo más para mis días postreros, cuando solo me saquen a pasear los pies del alma.

Hago tiempo hasta las cinco para ir directamente al GM, que, diz la gringa del GPS, queda a diez minutos de Centraal. Camino por una Haya moderna, de edificios puertomadéricos, pero sucia y desangelada. Llego con media hora de antelación y papo moscas como un boludo hasta que

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aparece mi amigo. Y ahí se desparrama la cornucopia de recuerdos. Cumpas que no están, cumpas que se fueron a Miami o adondequiera feneciese el racionamiento. Ya nada queda, parece, de aquella Cuba maltrecha más señera. ¿En qué ira a terminar este socialismo extemporáneo y solitario? ¿Cuántas maravillosas conquistas podrán conservarse? Solo lo sabe Dios, y ya sabemos para quién juega. La muchachita que nos atiende es una hermosa catalana, pero las pizzas están pasadas de sal y precio. Gran pena gran, porque es la comida caliente del viaje. Peter y Lucrecia se han podido comprar una casita sobre la Costa Brava y allí se mudarán el año entrante cuando él se retire. ¡Feliz exilio final, viejo camarada!

Martes 26

HAARLEM

Otra vez el tranvía y nuevamente el tren. Como ayer no pude comprar pan, llevo el queso y el fiambre sueltos y en Centraal me compro un croissant para emparedarlos. Haarlem queda pasando Leiden, ya más cerca de Ámsterdam. Yo voy creyendo que a la capital del jazz, pero parece que no. Es, como cabía esperar, otra ciudad mágica, de canales bonancibles y esmirriadas casas de gablete. Primero la recorro a pie. La excursión por los canales queda para la una, justo con el tiempo para mi cerveza. Son vías de agua más amplias que las de Leiden. Es que estamos a orillas del mar, y se nota. Entre las barcazas, una verde y roja que, nos explican, es el único monumento flotante del país. Es que aquí supo reunirse el comando de la resistencia y de aquí partían, escondidos en los pesqueros, los judíos que lograban evadir las redadas y escapar a Inglaterra. Es que, como sus primos de Dinamarca, los holandeses protegieron heroicamente a sus judíos, y ahí está el caso formidablemente maravilloso y siniestro de Anna Frank y los suyos. Como en Ámsterdam y en Leiden (y en Brujas), se arriman a los canales, de a uno o en convivios, los sauces llorones con su melancolía a contrapelo del sol resplandeciente. Ya cerca del mar, un molino duplicado en el esmeril del agua.

Pues que estoy en una villa más cosmopolita, me compro un par de tijeras para la barba y libreta y lapicera para ir anotando tantas cosas que, si no las atajo en el preciso instante, me entran por una neurona y me salen por la otra. Así se han volatilizado mis mejores poemas (al menos, espero que hayan sido mejores que los que no). Los pies me llevan a la Catedral, imponente y, claro, casi sin vitrales (los que hay son de reciente factura). Llego a un canal justo cuando se leva el puente para dar paso a un perezoso lanchón. Y así sigo dando vueltas al capricho de la pipa hasta que se hacen las cinco y me dirijo a la estación. De camino, resuelvo darme un paseíto por el barrio más moderno que me sale a la derecha. Casas lujientas, prácticamente palacios, y, al final, una plaza circular con sendos crescents bien ingleses. Vuelvo por un bulevar arbolado. Es otra ciudad.

Esta noche resuelvo probar un “pomelo” (sic) que los turcos tienen en liquidación. Se trata, en efecto, de un pomelo, solo que de la talla de un melón mediano. Tendrá poco gusto y una consistencia vecina del membrillo. Nada, pues, del otro mundo: grande, nomás.

Miércoles 27

DELFT

Continúan, laus Deo, las jornadas Nac-Pop. Hoy es el turno de Delft, que dejé para el final porque “ya la conocía” las pelotas. Como siempre, la estación queda al margen de todo lo que pueda revestir un mínimo interés, pero a las tres o cuatro cuadras uno pega la güelta p´al centro y ¡zas! viene el tremendo sopapo turístico. La cosa empieza con un canalito sin más pretensiones que su sublime belleza elemental. El quiosco de excursiones está, pero, cerrado a cal y canto. Es que, la verdá la verdá, sol, haber, hay, pero hace un tornillo francamente gorila. Como siempre, me dejo llevar por mi fiel cachimbo, que me conduce a la enorme Plaza del Mercado, totalmente inusitada

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por estos pagos donde el metro cuadrado de tierra mínimamente firme ha costado el sudor de decenas de generaciones. De este lado, el soberbio Ayuntamiento, y, de aquel, la imponente Iglesia Nueva. A los costados, las sólitas hileras de casitas amuchadas hombro con hombro, cada una con su gablete y sus tres ventanas. Las plantas bajas, como era de esperar, son todas cafés o restoranes. Tras de un par de deambulaciones, opto por armarme de coraje y, con los dedos del alma cruzados a la espalda, para qué decir una cosa por otra, dentro en la Neoiglesia a preguntar si por una de esas casualidades, ¿vio?, no se puede subir a la torre. ¡Se puede, LPQLP! Bueno, por ocho mangos de acá me dejan subir los 250 escalones y encima visitar la planta baja, o sea, la iglesia propiamente dicha, y también la Vieja, que queda ahicito nomás detrás de la Municipalidá sobre el canal a la derecha y, como premio consuelo, un feca grattarola en uno de diez boliches o, en su defecto, dos euros de descuento en cualquier otra cosa. Y este güérfano se manda, nomás, las dos centenas y media de peldaños con respiros (¡y vaya si estentóreos!) cada cincuenta hasta llegar al balconcito, ?¿vio?. Desde el cual se ocserba toda la redonda, o sea, los techos, las casitas como de juguete debajo, la Plaza del Mercado chiquita chiquita... todo como en un formidable tendido H0. Delft es un ovalito ceñido por su correspondiente canal que supo servir, de paso, de foso para la muralla, y con una retícula insólitamente regular de canaluelos.

Bajo a tierra y me dejo llevar por la gringa del GPS a la Iglesia Vieja, que, como la Nueva, ha sido prolijamente despojada de vitrales e imágenes pero es de todas formas una maravilla. Canal mediante justiniano en frente me zampo mi cerveza con descuento que termina saliéndome setenta y cinco guitas. Endijpuej chapo porque sí nomás la costanera del canal que bordea la espalda de los edificios de este lado de la plaza y doy con la casa de Vermeer, que en realidá no es de él ni de nadie de la familia, sino un museo en que se narra su historia y se muestra su técnica. Pero a mí lo que me interesa es volver al sitio desde el cual se mandó la Vista de Delft, el cuadro más hermoso del mundo. La señora me lo indica pero recordándome que ya na´ que ver. Lo sabía de la vez pasada, pero me había olvidado. Bueno, igual me voy hasta la punta del óvalo, tras la cual la ciudad se moderniza escalofriantemente. Miro lo que ya no queda que ver y sigo en busca de la Oostport, o séase, la puerta este o, si eso vamos, oriental, que está ahí solita en medio de paralelepípedos sin gracia pero ella sí llena de.

Ahura otra vez al centro del ovalito, o sea, tarde o temprano, a la Plaza. En llegando hay una iglesia que, dice la placa abusiva, está justiniano donde supo estar el domicilio de Vermeer que, por esas cosas de la biografía, se convirtió al catolicismo, se caso a escondidas y tuvo catorce hijos bautizados de contrabando. La suya, parece, era una de tres casas en que los jesuitas daban misa a escondidas. Sobre el muro de la iglesia, una reproducción de la “Alegoría de la Fe Católica”. Uno de los Vermeeres menos conocidos, lleno, sin duda, de símbolos, pero yo no logro descifrar ni uno. Frustrado, me digo que no puede ser y me mando pa´l museo de marras a ver cuánto cuesta (recordemos que voy de gasolero sin concesiones, con un sánguche de mortadela en el bolsillo). El ingreso es saladillo: ¡ocho con cincuenta euros! Pero vale sobradamente la pena. Vermeer nunca salió de Delft, pero, por esas cosas del vil comercio, en la ciudad no quedan más que postales de sus cuadros, de los cuales, porciertamente, subsisten 36 de 40 ó 50 que se calcula que pintó en vida (¡claro!). Los primeros (que me defraudaron en la otramente soberbia Pinacoteca de Dresden), no tienen ni una pincelada de azul o amarillo, sino que dan preponderancia al rojo y son más convencionales. Pero después vienen los en serio: la mina que vierte leche, la que lee la carta frente a la ventana, la que posa con él de espaldas, la serie de féminas vestidas todas con el mismo abrigo como de armiño, la mina del arito de perla y, claro, el cuadro más hermoso del mundo. Todo trucho, desde luego, pero con explicaciones auténticamente imperdibles. No hay cuadro para el que haya empleado más de siete (¡7!) pigmentos, y como el blanco era carísimo, lo usaba con cuentagotas (una de esas gotas es la perla de la naifa de mentas). Junto a cada pintura, la descomposición de los pigmentos. Además, la cámara oscura que tal vez sí y tal vez no haya usado para “calcar” la realidad (se trata de una especie cámara de fotógrafo de plaza que refleja en un cristal el clon invertido de lo que capta, que, mediante un espejo, se vuelve a invertir y queda proyectada una imagen perfecta). Y el cuadro en el que él está de espaldas, con el piso de baldosas

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blancas y negras, con toda una serie de piolines que van en línea recta desde los puntos de fuga uniendo los detalles menos pensados en estricta línea recta (vide las fotos en Féisbuc). Salgo admirado y enriquecido pese a los ocho con cincuenta más pobre.

En algún momento, desde luego, engullo mi emparedado de turista pichulero, tras lo cual sigo andando por esas calles de de Dios, en este caso, de Delft, y han de ser como las cuatro cuando me tomo el trencito de regreso.

Por la noche me se ilumina la mente y me pongo a pasar las fotos, deglutir mi sángucbe y escribir estas pamplinas al ritmo de la Sexta de Bruckner dirigida por Celibadacbe. En medio de todo lo cual, por supuesto, una ducha.

Jueves 28

LA HAYA

Bueno, ya sabía que el tiempo acabaría por joderse. Salgo acosado por la llovizna y aguijoneado por el tornillo. Se me ocurre variar el recorrido una cuadra y termino más perdido que turco en la neblina. La gringa del GPS ni sabe dónde estoy. Bueno, es un paseo por el barrio, que es de lo más mono, con sus casitas pulcras y de discreto buen gusto. Hay un parque con su canal y sus patos, hay juegos para niños... pero no hay tranvía. Tras varias consultas y como a la media hora o más llego por fin a una parada importante donde se cruzan varias líneas de buses y tranvías. Ni puta idea de dónde estoy, pero la cosa es que, si tranvía 2 me dejaba en Centraal en quince minutos, el 4 tarda casi media hora. Pero llego, y me bajo un par de paradas antes que la estación, o sea, en el mero centro. Esas dos paradas son subterráneas. Para mi sorpresa, salgo a la misma ciudad moderna y desagraciada del lunes: cosmopolita y poco cálida. Me detengo para el rito del espresso y, a falta de croissant, una exquisita brioche de chocolate. Le pido a la gringa que me lleve a la Residencia Real a ver si está Máxima y, cómo no, a los cien o doscientos metros principia La Haya de mi memoria. Llego al inmenso lago a cuyo borde se estira el Palacio. La ciudad está como tapizada de brumas. Me recuerda a cuando en la ópera ponen una especie de mosquitero entre el proscenio y el escenario (nunca entendí muy bien para qué mierda, pero en fin). Como la poca luz del sol le llega de atrás, el Palacio no ofrece más que su relieve orográfico. Doy un par de vueltas, recorro el Passage, una galería comercial que, con la de Milán, ha de ser de las primeras del mundo, parecida el GUM de Moscú, pero de mucho mejor gusto. Pero no hay demasiado en que invertir la curiosidad. No es una ciudad de las más bellas, aunque, claro, tiene lo suyo. Y entre lo suyo que tiene está el Mauritshuis, que es como el Museo de Bellas Artes de nosotros, al que llego por azar y en el que hay una exposición de los Rembrandt de la colección, que son unos cuantos. Los suficientes, en todo caso, para justificar los quince (¡15!) euros de entrada.

Es un palacio fenomenal, casi como los nuestros de Plaza San Martín o la Avenida Alvear, ? ¿vio?, solo que lleno de cuadros, todos ellos de pintores locales, casi todos, además, del siglo XVII. Es que a estos cosos y a sus vecinos flamencos los cuadros del solo siglo XVII les alcanzan para llenar cien museos. Y aquí están: La lección de anatomía, Andrómeda, Saúl y David, los autorretratos de pibe y de jovato, el retrato de la madre, el viejo que ríe, un par de viejos que, en cambio, no... Y los Ruysdael, los Steen, los Hals... y los Vermeer: la piba del arito y el cuadro más bello del mundo, que me quedo mirando embobado, detalle por asombroso detalle, con unas ganas tremendas de ponerme a llorar sobrecogido por tanta pero tanta belleza. El museo chisporrotea de purretitos casi albinos de tan rubios (aunque los hay en otros tonos), ínfimos, inquietos, vivarachos y parlanchines. Es así: en Viena empiezan de cachorritos con la música, aquí con la pintura. Y entonces la cultura como que se acendra y perpetúa, ¿vio? ¡Así, cualquiera, qué vivos! Me queda atención para estudiar diez o doce pinturas menos conspicuas, sobre todo esos paisajes crepusculares que tanto me fascinan. En cierto momento no puedo más y le digo a uno de los guardias (caribeño él), “Le envidio el laburo. Aunque me imagino que está acostumbrado ya a toda esta belleza”, “No vaya a creer -me replica- cada día la disfruto como el primero”.

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No recuerdo cuánto tiempo pasé gastándome el asombro, pero salí sin ganas de nada más. Me senté frente al lago a saborear mi sándwich evocando aquel creo que domingo ceniciento como hoy en el que con Susy y (¡José Luis!) Flores tomamos un café mirando la lluvia gris. Por alguna razón esa tarde melancólica se me ha quedado grabada y la he evocado varias veces todos estos años. Todavía camino buscando una excusa para no regresar. Tardo en no encontrarla.

No sé cómo mierda, pero de regreso me vuelvo a perder. Aunque, como siempre, llego, pasando primero a comprar pan... que se ha acabado y he de conformarme con un panazo que resulta previsiblemente insípido. Rádija me ha lavado la ropa y pasa a despedirse porque no va a dormir en la casa. Me cuenta que un tipo ha reservado la habitación por la mañana y decidido que no iba a usarla porque era la contigua a la cocina y no tenía intimidad para trabajar. Como el aviso lo aclaraba todo perfectamente, Rádija se niega a devolverle el dinero. “Claro, buscan lo más barato y luego pretenden que sea lo mejor” -razona razonablemente mi anfitriona. “¿Y te han tocado muchos pesados?”, “De todo: un par de pibas inglesas metieron droga en la habitación; un polaco se emborrachó y quiso meterse en mi cama... De todo. Pero a mí me gusta conocer gente. Cada uno tiene su karma y yo tengo el mío”. Rádija tiene un hijo de trece años que, por lo que deja entrever, tiene problemas de testa, que vive en La Haya pero no parece que con ella, y dos hijas más pequeñas que están con el ex marido en Aruba. Una historia que se adivina compleja y que, pensándolo bien, tiene aristas comunes con la mía. Bueno. Ducha y a pasar fotos, cenar y escribir con fondo de Bruckner.

Porciertamente, un cliente desconocido me pregunta si estoy libre el 5 y 6 de octubre y cuánto cobro (ya veo que no me va a dar bola, como que no me la dio Javier, el que me ofreció laburar en Viena la semana que viene). Pero también me escribió mi ex-subordinada, Hélène Witkowska, para ofrecerme tres días en mayo, diz que firmes. Si, en efecto, se dan, ya tengo pago el próximo viaje. ¡Vamos todavía!

Viernes 1o de marzo

ALKMAAR

Me despierto temprano y a las siete voy camino de la parada del tram bajo la llovizna. He descubierto una ciudad de apelativo Alkmaar, que queda a una hora y centavos al norte, sobre el Atlántico. Como no hay tren directo, tengo que cambiar en Haarlem. Es hora de consignar la cantidad de andenes que tienen casi todas estas estaciones (unos veinte en Haarlem) y la de trenes que llegan o salen cada minuto. De todas partes a todas partes. ¡Ay, cuando nosotros también teníamos! En un negocio de velas e incienso ubicado en uno de los andenes y que tiene, de yapa, un mostradorcito de café, me pido mi espresso y mi croissant, que termino despacharme ya a bordo del nuevo convoy. A poco de partir, el tren se sume en un largo túnel seguramente submarino. Cuando desembarco, a eso de las diez, ya no llueve pero hace frío. Desde la estación, donde dejo valija y mochila, el pueblito resulta muy parecido a los de las costas inglesa o galesa, pero al rato se pone bien holandés. Voy por una calleja de casitas suburbanas y desemboco en una avenida que esquiva un canal de los anchos, que bordea a su vez un parque. Lo que se ve es todo moderno y sin atractivo. Tiro la moneda mental y agarro para la izquierda. Llego a otro canal. Del lado opuesto, las típicas cajas de zapatos portuarias. De este, casitas con negocios y una goleta tipo pirata seguramente trucha dándole color marino a la cosa. Pero detrás de esta hilera de casitas sin mayor mérito florece la ciudad vieja. Una auténtica joya, con sus canales y puentes y calles adoquinadas, eso sí, sorprendentemente desierta. Me tomo otro espresso en el único abierto de diez o doce bares, cafés y restoranes que dan a la Plaza del Ayuntamiento, tras lo cual, pipa al frente, salgo a recorrer el tuntún de las callejas. Pasa una señora y la detengo para decirle (ya me había ocurrido algo similar en Boston hace cuatro o cinco años) que si no lo exteriorizo en voz alta, me revienta el corazón: “¡Qué belleza de ciudad!”. “Bueno, gracias. Mire, si sigue por aquí va a llegar a un parque bellísimo”. Por ahí sigo y allí llego. El parque queda entre el canal y la calle. Tendrá unos diez

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metros de ancho. Los árboles parecen esculpidos. Las casas, sin ser deslumbrantes, hacen juego perfecto. Más adelante aparece un molino. El parque se agiganta un tanto. Como veo que estoy llegando a donde asomé de la estación por la mañana, me meto pueblo adentro. Así me encuentro con la inmensa catedral, hoy sala de conciertos y por desdicha cerrada. Camino por las calles comerciales. Si cuando salí al parque me sentía casi solo, ahora hay gente por todos lados, incluido un loco que vocifera desde su triciclo psicodélico, pero sin dejar de tocar timbre para no arrollar a nadie.

En algún momento, como es de rigor, me morfo mi merienda. A eso de las cuatro llego a la estación, donde hay, literalmente, cientos de bicicletas y motorinos casi que apilados, de gente que los ha dejado para tomar el tren. Averiguo que tengo uno en diez minutos, con tiempo justo para recuperar la valija. Y aquí me mando una de las mías. Cuando llego a las casillas no puedo encontrar el tícket. Busco y rebusco por todos los infinitos y arcanos bolsillos de mi chaleco y mi abrigo... y nada. Pero nada de nada, o sea, que tampoco la tarjeta de débito con la que acabo de sacar doscientos euros del cajero automático. Desesperado, vuelvo a la boletería. Nada. Recuerdo un bolsillo que tengo en la manga donde ya había desaparecido y reaparecido un tarjeta en Rosario y... nada. Bolsillos de pantalón. Nada. La camisa no tiene. Empiezo a sacar el telefonino patrio, el austríaco, la pipa, el encendedor, la bitácora, el pasaporte, los billetes, las monedas... y, de repente, ¡zas! tícket y tarjeta. Rescato valija y mochila y cuando voy a subir al tren me cierran las puertas que si hubiera sido Discepolín me llevan arrastrado de la nappia. No pasa naranja; el próximo servicio es en media hora que aprovecho para editar las fotos que he sacado.

Cambio de tren otra vez en Haarlem, pero ahora voy para Utrecht, o, más exactamente, Soest (Shust, que se pronuncia) y, con más precisión aún, Soestdijk (Shustdaic, ¿vio?). Entre Haarlem y Soestdijk trabo charla con un señor de mi edad. Le comento que los holandeses me caen muy bien porque, como sus primos daneses y noruegos, protegieron mucho a sus judíos. “Sí. Y estaban tan asimilados que ni sabían que eran judíos. Los que se lo recordaron fueron los alemanes. Per no crea, a los que protegían a la familia de Anna Frank los delataron”. Cosas que pasan, por desgracia. Le recomiendo “Herejes”, la magnífica novela de Leonardo Padura que transcurre casi toda en la Ámsterdam del siglo XVII. Así llego a Soestdijk, una estacioncita bien de pueblo, con un solo andén y una única vía. La casa de Joop queda a unos quince minutos que la gringa del GPS convierte en casi media hora. Es casi una aldea que, salvadas las muchas diferencias, tiene algo de pueblito de la provincia de Buenos Aires, con su calle principal bordeada de negocios y los ya suburbios tres o cuatro cuadras a cada lado. Joop vive en un chalet de lo más mon y mi habitación es agradable y cómoda. Dejo las cosas y salgo a comprar viandas (en la mochila traigo el queso y el fiambre que me sobraron de La Haya, pero me faltan pan y jugo). Me hago mi sandwichito y subo al cuarto con las uvas, un vasito de vino y el chocolate, que me prometo hacer durar hasta mañana las pelotas.

Ducha; fotos y pamplinas so Bruckner y a dormir.

Sábado 2

AMERSFOORT

He elegido Amersfoort porque, de todos los pueblos plausibles, es el único donde no va a llover. Llego a la estacioncita, saco boleto de la expendedora y ya estoy resuelto a tomar el tren a Utrecht, porque seguro que ahí hay que cambiar, cuando se me ocurre preguntarle a un señor que me dice que tengo que mandarme pa´ Baarn, el otro extremo de la línea, o sea, la próxima estación pero para allá. Dejo, pues, pasar el tren de las 09:56 a Utrecht y me tomo el de las 10:01 a Baarn, siempre sobre el mismo y solitario andén. A los cinco o seis minutos desciendo en una estación más pretenciosa, de cuatro andenes, previsiblemente desierta, pero donde hay un café en el que adquiero el espresso y el croissant que me zamparé a bordo del tren que está al salir.

Es, también, una sola estación, pero camino de Ámsterdam, ¿vio? Bajo, para variar, en

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medio de una urbe sin ánima. Pero a los quince minutos ya penetro en la ciudad vieja, ¡y entonces sí! A la izquierda se columbra la seguramente catedral, pero he de disciplinarme y sigo por la comercial a morir, o sea, hasta una de las, me entero, tres puertas que quedan de aquellos años mozos del siglo XIV. Antes de llegar, pero, el primer canal, que me reservo para más después. Atravieso la puerta y sigo un par de cuadras por la comercial que, como podía esperarse, va perdiendo interés arquitectónico. Desando mis pasos y bordeo el canal que, adivino, le pega la vuelta a la villa. Se parece a los de Alkmaar, con sus casas sin más pretensiones que una belleza elemental y esos árboles maravillosos, sobre todo los sauces amarillos a rabiar. Hay estacionado un MG verde inglés de los años 90 (el dueño me explica que es un modelo que fabricaron para el mercado japonés y que fue el último que se produjo). Llego a una torre solitaria a la que, averiguo, se puede trepar, y saco turno para las 14:00 (son las once y media). Como ando escaso de tabaco (solo me quedan dos sobres) resuelvo mezquinar cachimbo y no volver a fumar hasta la una. En el quiosquito de información donde compro el pase para la torre me dan un planito que me lleva a la puerta más acojonante de todas, casi una fortaleza. A ella lleva un canal que desemboca en el exterior (es decir, que hay un anillo más) que le da vuelta a la ciudad por fuera de la ya inexistente muralla (quedan veinte o treinta metros, según descubriré). Siguiendo como venía, en el sentido de las agujas del reloj, entre el canal y la edificación hay un parque similar al de Alkmaar pero mucho más amplio. Lo sigo hasta que me aburro y me adentro hacia la Catedral. A todo esto, ha asomado Febo y empieza a hacer calorcito. Enresulta que la Plaza del Mercado es, literalmente, eso: puestos de viandas (menos sensacionales pero más pulcros que los de Catania), con todo de todo. Me compro un pancito recién horneado que pido que me corten al medio y ahí mismo exhumo de mi abrigo la bolsa con fiambre, queso y dos rodajas de tomate que he tenido la precaución de traer. Manducado el sánguche, me siento, ahora sí, a tomarme una birra.

A los diez o quince minutos reanudo la marcha. Ahora sigo por la comercial antes abandonada hasta el segundo canal. Ahí es donde veo el resto del muro y las casas construidas aprovechándolo. Camina que camina se avecinan las catorce. Llego a la torre (precedida ella también por una feria, pero más reducida que la otra) y me tomo un espresso para matar los cinco minutos que faltan. Los que vamos a subir somos como veinte, todos locales, de forma que no insisto en que la guía (una señora mayor, acaso de mi edad) traduzca su Spiel para mi beneficio. ¡Y a trepar se ha dicho, señores! Ochenta escalones y llegamos al primer nivel, donde están las sogas para hacer tañer las campanas. Nos detenemos como diez minutos durante los cuales me pego una siesta arrullado por la rapsodia de la guía. Otros ochenta escalones y por fin salimos a la primera pasarela exterior. La ciudad se hace de juguete. Al pie, el hueco que dejó la iglesia a la que perteneció la torre, transformada (la iglesia) en polvorín y volada por los aires en 1534 o algo así. Es el hueco que aprovecha la feria. Del lado este la ciudad es toda nueva. Subimos otros ciento y pico de escalones y llegamos al segundo andarivel, desde el cual la vista no cambia demasiado, para qué decir una cosa por otra. Para cuando toco tierra nuevamente se han hecho casi las tres. Voy en busca de la tercera puerta, pero la gringa del GPS me manda para cualquier lado. Entre que no doy más y que Febo ha vuelto a ocultarse, enfilo para la estación donde no he de esperar ni diez minutos mi tren a Baarn donde no tengo que esperar ni otros diez mi tren a Soestdijk. Compro queso, fiambre, uvas, chocolate y dos cruasanes en el supermercado y subo a pasar las fotos y teclear estas pamplinas al son de la sexta de Bruckner.

A las 20:00 interrumpo para cenar y a las 22:00 pongo a lavar la ropa. Como tengo que esperar una hora y cuarto. aprovecho para seguir tecleando. Ahora que termino, me voy a duchar.

Domingo 3

SOEST

Me despierto a las diez (cosa e´Mandinga, ¿vio?) a un día lúgubremente pluvial (como parece que serán los que quedan hasta el viernes). Me dan pocas ganas de salir o ninguna. No da para ir de

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paseo, pero Soest propiamente dicha (recordemos que estoy una estación después, en Soestdijk) queda a escasos tres kilómetros y nada se pierde con probar... Nada, menos tiempo. La gringa me lleva haciendo eses por las calles desiertas de un barrio con reminiscencias de Martínez o de Béccar. Chalets atildados, jardines pulcros, árboles huérfanos de follaje. Todo muy lindo, es cierto, pero uno no ha venido a Europa a pasear por La Lucila. Entre las atracciones de Soest, gúguel consigna el Museo Militar, que queda, lástima a veinte minutos de autobús de la estación de Amersfoort, y la historia militar holandesa de este siglo sucede básicamente y poco en las Indias Orientales, donde el 27 de febrero de 1942 los japoneses le dieron la biaba a la escuadra combinada angloholandoamericana.en la Batalla del Mar de Java. Allí pasaron a mejor vida dos cruceros pesados gringos y los dos livianos que representaban la totalidad de la flota neerlandesa (se salvó raspando y nuevamente maltrecho el británico Exeter, que ya había recibido una paliza a manos del Graf Spee en la Batalla del Rio de la Plata y terminó enviado a pique dos días después). O sea, que mucho entusiasmo por volver a Amersfoort nomás para meterme en este museo no llego a reunir. Y en eso se me ocurre que aquicito nomás queda Hilversum, una de las villas que tenía en la mira. A todo esto, se han hecho casi las doce, con lo que tendré, si acaso, tres horas de luz para explorarla; pero, perdido por perdido, para allá enfilo. Como decía, ando al borde de la inanición tabacal, por lo que me abstengo de encender mi cachimbo hasta después de almorzar, y como es casi el mediodía, más por aburrimiento que por hambre, me como mi emparedadito por la calle. La gringa me trae a la estación justito cuando llega el tren a Baarn. En el apuro, compro boleto hasta allí en vez de a Hilversum, así que voy a tener que invertir en una segunda ida y vuelta. ¡Má sí! Solo que al pretender aplicarme a encender por fin la pipa entre trenes, descubro que me he dejado el trío en casa (el trío de mentas viene a ser el cosito ese que tiene un pincho para desobturar la boquilla y reacomodar el tabaco, un topecito para apisonarlo y una cucharita para limpiar la caldera). Hurgando entre la maleza, consigo un palito que sirve para apisonar, pero no para desobturar ni revolver. De ello se ocupará un escarbadientes seguramente usado pero no por ello menos providencial.

HILVERSUM

A los veinte minutos de haber logrado encender el narguile de bolsillo llega mi tren. De Baarn es solo una estación. Esta vez el paisaje es arbolado. Me bajo, como de consueto, en una estación que da a una explanada moderna y sin alicientes al fondo de la cual se ve una calle comercial al estilo de la de Amersfoort, excepto que totalmente despoblada. La pipa, por su parte, me da guerra. José y yo sabemos que cuando el cachimbo, por esas razones que solo Dios conoce y quién sabe, se carga mal es como esas relaciones empezadas con el pie izquierdo que ya no tienen arreglo. Y sin el consabido instrumento de precisión paso más tratando de (re)encenderla que fumándola. Es que hoy todo se ha confabulado (como diría Mrs. Gummidge, la plañidera viuda que Mr. Pegotty cobija en la barca invertida que le hace las veces de vivienda, All things run contrary with me. Y ya me fui pa´l lau de Dickens. Claro, este tiempo me ha puesto inglés). El día, reitero, es una mierda, no tengo ganas de ir a ninguna parte y hasta la pipa me traiciona. Debo de estar muy bien, porque el paisaje, encima, es para llorar a gritos. La cosa es que por la comercial llego a una especie de plaza que parece que es el mero centro de esta metrópoli, dentro de uno de cuyos cafeses me pido mi tradicional birra. Luego salgo hacia lo que parece la catedral, que es una iglesita sin mayores atributos que la rediman y en que se agota el catálogo de bondades arquitectónicas. De la iglesia paso a un parque todo mojado, de allí a una calle en deplorable estado de repavimentación, y de allí a otro parquecito del que parte el único canal, que corre sumido en un cañadoncito sin edificación a sus riberas que, decido, se lo pueden meter en el orto y yo me vuelvo a casita.

Sin saber, me he alejado casi media hora de la estación, a la que llego en el preciso instante que fenece la pipa. Es la primera ciudad monopípica que recuerdo. Y ni siquiera eso, porque veinte minutos se consumieron en Baarn. Hay tren en otros veinte, pero como buen boludo, lo pierdo. Poco importa, porque no tengo absolutamente nada que hacer y el siguiente pasa a la media hora.

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En Baarn me toca media hora más de amansadora, pero, otra vez, poco importa. Sobre todo porque parece que lo de los tres días de mayo se confirma y a razón de 715 euritos cotidianos, con lo que se me paga de sobra el próximo viaje. Eso y el a cada instante reanudado jolgorio porque va faltando de a un día menos para que la Porcinetta se venga a vivir conmigo. Es decir, que este día ostensiblemente de mierda termina siendo de lo más llevadero.

Cuando llego a casa no son ni las cuatro. Me doy una ducha, me hago un café instantáneo y me pongo a pasar las míseras fotos y anotar estas pamplinas, siempre con Celibadache amenizando el trance.

Casi no he visto a Joop, quien me manda un mensaje para ofrecerme la noche de mañana grattarola así podemos cenar y charlar. Me hubiera encantado, pero ya tengo paga habitación en Utrecht y sería perder completamente el día. ¡Lástima!

Lunes 4

UTRECHT

Salgo con un frío polar, El trencito me deja en Centraal como a las once. Dejo la valija (¡siete euros!) y salgo a deambular postpipa. La estación se transmuta en un portentosísimo centro comercial; tardo unos quince minutos en salir a la intemperie de, para variar, un paisaje urbano sin interés. Pero a doscientos o trescientos metros nomás adivino mi primer canal. Es el amplio, que rodea enteramente la ciudad vieja. En ese instante -doce del mediodía, para ser precisos-, trpida una sirena que parece venir de todas partes. Dura unos diez minutos. Hacia afuera, la cosa no es gran ídem, pero hacia adentro, otro gallo canta... ¡y cómo! Voy sin rumbo predeterminado (ya me enteraré de que el casco antiguo es un trapecio irregular con dos canales básicamente longitudinales, uno más ancho, largo y comercial que el otro), mirando casitas de muñecas o edificios casi insolentes, esquivado por mil bicicletas, embelesado con el cardumen interminable de purretitos rabiosamente rubios que no cesan de corretear y alborotar. Muchos van adosados a las bicicletas de madre o padre o abuela (pocos hombres mayores pedaleando, ahora que lo pienso); a veces de a dos: uno en el anca y otro sentado delante del manubrio. Ningún adulto usa casco (pero sí los cachorritos que ruedan solos). El día, a todo esto, se peronizado amablemente. A lo lejos (bueno, en esta ciudadela, lejos es un adverbio relativo) diviso una torre que altro che la de Amersfoort! Como aquella, esta no tiene iglesia a remolque, porque, como con aquella, la iglesia que estaba, ¡otamá! En este caso, pero, lo que no está más es la nave, derruida durante un tornado en 1674, que dejó el crucero por un lado y la torre por el otro. Como los escombros ya no están, igual que Amersfoort, lo que está es una plaza. La catedral de St Martin que queda es hermosa y, como puede apreciarse en a maqueta, enterita debió haber sido formidable,. La torre sigue siéndolo: la más alta de los Países paradójicamente Bajos (la segunda es la de Amersfoort, que es idéntica porque la copiaron). Subir, por desgracia, se puede y cuesta 7,50 y 465 (cuatrocientos sesenta y cinco, leyó bien señora) escalones. Acontece que justiniano hay escalamiento guiado a las catorce, o sea, dentro de viente minutos. Esta vez, los angloparlantes somos como cinco o seis y Bruno, que así se llama nuestro sherpa, ha de rapsodiar bífidamente. Por fortuna, hay donde recobrar resuello cada ochenta o cien escalones. Cuando finalmente llegamos, las molduras tapan casi todo el panorama, y, pa´pior, los míseros intersticios están cubiertos de alambre tejido, de modo que no se puede ver gran cosa. Pero el ejercicio dicen que hace bien (y yo, porciertamente, me pregunto cuántas torres más podré subir... ¡porque la cuerda se tiene que acabar!). ¡Ah!, que le he preguntado a Bruno qué mierda fue esa sirena. Es que los primeros lunes de marzo y octubre se la prueba: es la alarma contra bombardeos. Es que hay que comprender: Holanda es un país no solo bajo, sino pequeño y rodeado, como Israel, de enemigos jurados dispuestos a volarle todos los canales, sobre todo Dinamarca.

Devuelto a mi planeta natal, prosigo el vagabundaje, en medio del cual me hallo cuando me llama Dima, mi viejo colega y gomía de Nueva York y Viena, ahora, con Peter, plantilla de la

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OPAQ. Quedamos para cenar mañana. El precio de Febo lo cobra Eolo, porque se ha levantado un viento de los mil demonios que casi que me empuja por la Oudegracht (el canalcito más comercial). Como a las cinco reenfilo para Centraal, desempeño valija y mochila y tomo el autobús 28 trece paradas hasta un suburbio de apelativo de Meern y, no sin antes atravesar el correspondiente canal, solo que nada pintoresco, camino unas cinco o seis cuadras hasta Helmkruid 2. Es un chalet de tres plantas en el que mora una familia pakistaní: él (como de cuarenta), ella (muy atractiva, como de 35) y tres botijas de doce, diez y siete, muy amables. A mí me toca el altillo, un recinto amplio al que lleva una escalera estrecha. No tengo puerta, de forma que soy partícipe involuntario de todos los ruidos de la familia que, por suerte, se acuesta tempranito. Salgo de inmediato a aprovisionarme en el supermercado que queda frentecito a la parada del ómnibus. Ceno mi camambert, mi fiambre, mis uvas, mis mandarinas y mi vaso de malbec y a dormir.

Martes 2

Ayer, cuando llegué, me sobraban tres días (hoy, mañana y pasado), pues calculaba que Utrecht se me agotaría, como todos los demás pueblos de este viaje, en cinco o seis horas. Pero no, bien amerita, por suerte, un día más, vale decir, hoy. Los meteorólogos han vuelto a ponerse en pedo, porque seguían anunciando precipitaciones y el día es casi de sol. Con los bolsillos cargados de fiambre y queso para el emparedado artesanal, salgo camino esta vez del Museo Ferroviario, que queda en la vieja estación de Malebaan, un hermoso edificio de los de antes, con vestíbulo y café suntuosos. Tanto, que la entrada sale 17,50 (leyó bien, señora, diecisiete euros con cincuenta). Bueno, ¡calavera no chilla! Traspuestos los que fueron los dos o tres andenes originales (donde campea, triunfal, una City of Truro, de exactamente la misma mezcla de verde y bermejo, solo que con otro nombre y faroles) se penetra en el Museo propiamente dicho, que es como Dante debió imaginar el paraíso de los changuitos, porque se puede tocar todo. Para quien lleva en las alforjas memorias de Didcot, Mulhouse o, sobre todo, York, lo mucho que hay se hace poco (sumados, Villa Lynch y Remedios de Escalada), pero ecléctico: los vagones reales empezando por el de la reina Anna Pávlova -que tenía tantas ínfulas que la servidumbre debía retirarse de su presencia caminando hacia atrás cuidando de no tropezar con nada y llevarla sentadita en una silla escaleras arriba o abajo cuidando de que no se les fuera a la mierda-, que nunca llegó a usarlo mire, señora, sino es irónico. Y una de tantas vaporeras inglesas montada encima de uno para que se pueda ver cómo funcionaba. Y locomotoras alemanas, inglesas (sobre todo), francesas (por Alsthom, eléctricas) y de industria nacional. Cochemotores, vagones... Un camioncito primoroso tipo Ford T cargado de cachivaches, cuyo cartel reza “Sabemos que es difícil, pero por favor no toque nada”, y lo que ya no tiene ruedas. El vestíbulo para trenes de lujo (tipo Orient Express o el Expreso Estambul-El Cairo) con un vagón de primera y un comedor a todo, bueno, tren. Una especie de laberinto que empieza como mina de carbón galesa por la que uno avanza oyendo las realmente amenísimas explicaciones de cómo la máquina de vapor es la gran bisagra de la historia después de la rueda. Y que luego se transforma en el pueblo minero, que se torna holandés, donde se pasa por el primer taller local de fabricación de vagones, del que se sale al estreno de la primera línea en 1839.

Sigo dando vueltas y vueltas, salgo a un patio por el que transcurre un trencito de una trocha de, si acaso, treinta centímetros, exclusivamente para gurisitos que pasan a los gritos, y entro en lo que debe de haber sido la estación de cargas. Allí hay una cola serpeante de la que van trasponiendo una puerta cargada de misterio de a doce o quince personas a la vez. No tengo ni puta idea de para qué es, pero resucitan en mí los viejos hábitos soviéticos (porque el deporte nacional de la URSS era la cola, que las había a todas horas en todos los sitios y uno simplemente se ponía último y después preguntaba qué vendían, que podía ser mortadela o -¡no es broma!- la flamante traducción de Cien años de soledad) y me pongo último, a ver. Entra un grupo. Los que quedamos avanzamos y calculo que me va a tocar no este contingente que sigue sino el siguiente, aunque, me digo, como estoy solo y viejo, en una de esas se apiadan. Se abre, nefetibamente, la puerta; pasa,

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nefetibamente, el grupo; lo detienen en faltando un voluntario, me preguntan si estoy solo (por suerte no si soy viejo) y, “Pasé, nomás”. Enresulta que está todo tan controlado que cada uno tiene su número (a mí me toca el seis) y sobre ese número se para a oír las explicaciones históricas y, sobre todo, las instrucciones, porque del número uno al tres son maquinistas, del cuatro al seis encargados de los frenos, etc. Entonces nos distribuimos en tres simuladores del tipo que usan las aerolíneas para enseñarles a los pilotos qué hacer cuando se les acaba la nafta, y ahí nos sentamos... ¡y empieza la función! Nos semirrodea una pantalla tipo cinerama, el tren avanza a toda velocidad, los asientos se inclinan en las curvas; la sensación de vértigo es pasmosa. Vamos por el túnel del subte, salimos de pronto a un paisaje urbano, parece mentira que podamos dar las curvas a esta velocidad sin irnos al carajo. Ahora una cremallera nos ayuda a escalar los Alpes (sentimos el ruido en la rayita del orto con un realismo hasta erótico), entonces pasamos al desierto de Arizona. Más adelanta hay una explosión. Cuando llegamos, han volado el puente y ya nos precipitamos al abismo cuando estalla la burbuja y nos encontramos en la ciudad del futuro. Ya no vamos sobre rieles sino que colgamos de ellos. Y entonces regresamos a la estación original más mareados que borracho en mar picada.

Cuando salgo se han hecho las tres y media. Con Dima hemos de encontrarnos a las ocho, de suerte que hay varias horas que asesinar. Primero que todo, a pasear en bote por los canales. Lástima que nadie sabe de dónde salen. Me digo que, si sigo el Oudegracht, tarde o temprano voy a dencontrar. Tal cual. Una vez más, llego justinianito. Pero los cristales deforman todo y desde aquí abajito no se ve demasiado. De todas maneras, la explicación es interesante. Dicho sea de paso, el comandante me ha preguntado si quiero explicación en inglés, informado de lo cual la conecta en francés, menos mal que uno es intérprete. Sesenta minutos y quince euros después, volvemos a atracar. Ahora sí, plano en mano, me dedico a recorrer minuciosamente el Oudegracht (que ayer las fotos me salieron como el culo de oscuras vaya uno a saber por qué). Las riberas propiamente dichas (un nivel inferior al de las casas) han sido cavas, almacenes y demás deudos y hoy son cafés y negocios medio boutique. Salvo el tercio occidental, donde las casas dan directamente al muelle.

Pego la vuelta a la derecha y voy bordeando el casco antiguo hacia el sur y luego el este. Como del otro lado se viene ya la estación, me meto por una callecita (única) que corre entre le Oudegracht y el canalote. Llego, por supuesto, a la torre (siempre se termina llegando a la torre, como experimentaré varias veces). De detrás de ella sale el otro canalcito, que me recorro, por supuesto, íntegro de este a oeste, solo que esta vez, llegado al canalote, chapo la callecita (única) que corre entre los dos canalcitos.

A todo esto, entra a crepusculecer. Llevo prácticamente cinco horas sin parar más que para un espresso y seguro que estoy exhausto, solo que no me percato. Cuando llego a la torre por cuarta o quinta vez ya son las seis y calculo que pronto han de encenderse las farolas. Me siento entonces un un banco de plaza a esperar. Son cuarenta y cinco minutos, porque se encienden a las siete menos cuarto (¿por qué no a las siete?). A recorrer el Oudegracht apenas iluminado (es que la ciudad parece alumbrada a gas) hasta que me llama Dima que nos encontremos en la Estación. Para allí voy y allí nos encontramos al cabo de vaya uno a saber cuántos años, seguramente diez o doce, Le he comprado una botella de Catena malbec que le destapa los recuerdos que a mí mismo me habían quedado encorchados desde entonces.

Cuando en noviembre de 1991 me nombraron capomafia en Viena, la URSS terminaba de descalabrarse y mis colegas de antaño, que no habían tenido, como los no soviéticos, puestos de plantilla y habían ido regresando a medida que se extinguían sus cinco años de contrato, la estaban pasando, me constaba, bastante mal. Y como no teníamos freelancers rusos domiciliados en Viena, empecé a hacerlos venir por orden alfabético. En aquella época seis días de honorarios (cinco de laburo y medio de viaje en cada sentido) y dietas eran para vivir dos meses en Moscú, así que se alojaban todos en mi departamento, desparramados en bolsas de dormir, de a cinco o seis por vez, como refugiados de la Guerra de los Balcanes. Entre ellos, tres mudaron su domicilio profesional a Viena: Nick, que luego fue oberstürmanführer de la OSCE y me dio mucho trabajo hasta que lo remplazaron y se me acabó la canonjía, Zhenia y Dima. Recordamos -recordó él- en especial las

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cenas de carne y vino argentinos, seis u ocho comensales, todos chapurreando un ruso cada vez más disuelto en alcohol. “Desde entonces que casi no tomo vino que no sea malbec -perjura Dima-; vos me enseñaste”. Seguramente, viejo camarada. Lo que sí recuerdo con cierto orgullo es todo lo que traté de ayudarlos hasta que las cosas cambiaron y, con tres o cuatro domiciliados en Viena, ya no pude traerlos ni a tantos ni con tanta frecuencia. Mi jefe de entonces, un ex soviético de la vieja escuela, me preguntó que a quiénes contrataba para la cabina rusa. Le conté. Amarcord que se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo, “¡Haces bien: no te has olvidado de tus compañeros!” Nopo. No he sido, para qué decir una cosa por otra, ni buen novio ni buen marido. Pero nunca he dejado de dar una mano a mis amigos y compañeros. El Día del Juicio será, espero, un atenuante. Ese y el de ser, para qué no decir una cosa por otra, buen padre. Quien tenga mejor promedio, ¡pase adelante!

Dima me invita a un restorán de comida marina en el shopping aledaño a la estación. Nos pedimos una docena de ostras y una parrillada mixta de mar, coronada por una langosta íntegra que, lástima, nos comeremos mitad cada uno. Sublime. Y el vino, de la casa, lo más bebible.

Como a las diez Dima me trae a de Meern. Hemos quedado en cenar nuevamente el jueves. Esta vez, invito yo a un restorán argentino.

Miércoles 6

MAASTRICHT

Me sobran, entonces, dos días, y como me salió el contrato en Viena y no parece que por el mediodía neerlandés vaya a llover, resuelvo mandarme para Maastricht, que queda en el culo del mundo, o sea, como a dos horas de tren, clavada entre Alemania y Bélgica. Me había llamado la atención que en ningún tren hubiese medio vagón donde compara un café. Pues como este se conoce que es de larga distancia (recordemos que hay que rodar dos horas desde Utrecht y vaya uno a saber cuántas más desde Ámsterdam, este porta... chocolatinero. En efecto, a poco de parir, pasa un señor -funcionario del ferrocarril, no cuentapropista ex empleado de alguna Pyme fenecida- con su bandejita ofreciendo viandas y bebidas de emergencia. (“¡Helado, bombón helado!; ¡chocolate bombón helado!” resuenan en mi mente los entrañables ecos de la horas de cine continuado que me abuela tenía la paciencia inagotable de aguantarse en el cine Real). El pulpero ambulante, por cierto, no vuelve a dar señales de vida, osea, que la cosa fue de entonces o nunca.A las once y media bajo en la vieja y señorial estación que, muy para variar, da a un bulevar amplio y recto. La construcción es bien flamenca de más abajo, reminiscente de la de Amberes o Bruselas. Son edificios más anchos, algunos con buhardilla, más de segunda mitad del s XIX que de primera del XVII. Como a las siete u ocho cuadras, llego, claro, al canal. Un canal en serio, como de cien metros de ancho, del otro lado del cual la ciudad vieja se amontona en hilera con el lomo banderilleado de torres y pináculos. Cruzo un puente, subo ahora por el trazado irregular de la planta medieval y salgo a la gran Plaza del Mercado, que está repleta de camiones sanitarios que impiden disfrutar la arquitectura, como digo, más flamenca que holandesa propiamente dicha, Por todas partes banderas con los colores del Camerún (verde, rojo y amarillos) que se ve que son de la provincia de Limburgo. Pregunto que por qué tanto patrioterismo y me cuentan que hasta ayer fueron los tres días del Carnaval (claro, por eso están limpiando), fiesta pagana que rivaliza con la de Río de Janeiro, Venecia y Gualeguaychú y que yo me he perdido de puro no mirar bien en gúguel. Febo anda reticente, lástima. Doy unas cuantas vueltas que me llevan a la espléndida basílica románica de San Servacio, pegadita a la gótica de San Juan. Pero la ciudad, entre gris y desierta, me resulta demasiado grande, así que opto por regresar despacito a la estación y tomarme un tren cuatro estaciones a

VALKENBURG

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Como siempre, llego justito cuando el tren está al partir. Son apenas dos estaciones (serán cuatro al volver en un tren local) y me bajo en una estacioncita con pretensiones de castillo medieval detrás de la cual, para variar, se va para el centro por un paisaje de una aburrido potenciado por el cielo plomizo. Ya estoy amartillando la primera puteada cuando, a dos o tres cuadras hacia la izquierda, vislumbro, a horcajadas de la, según voy a enterarme, treinta y única colina del país, las ruinas de un castillo dendeveras, de los que hay en Gales y en Francia y otros países de esos. Ya la entrada al casco antiguo es una joya toda ella pintada de amarillo. Hay, como no podía ser de otra manera, un par de canales, estrechos, sin mayores pretensiones, porque todo aquí es íntimo. Apenas llego al primero, me zampo mi consabido espresso, cumplido cuyo ritual, tras un par de meandros cargados de siglos, hollo la plaza central. En torno a ella, los invariables cafés, gente -poca- paseando o sentada a las mesas, un cine que usurpa lo que tiene más que aires de ser un edificio del siglo XV o XVI, construcciones varias haciendo juego con lo que debió haber sido el castillo en sus tiempos mozos. El pueblito resulta una miniatura en la que abundan los despojos medievales: dos antiguas puertas, una de ellas con todo y puente de madera entre las dos torres disneylandescas. A cada extremo de la explanada en cuyo centro campea la susodicha plaza. Detrás y arriba, la dentadura devastada del castillo, para ascender al cual es preciso, precisamente, atravesar la puerta menos portentosa, que se abre apenas paso, con su torre culminada en su techo debidamente cónico, en medio de la muralla, que seguramente aprovechan los edificios contiguos.

La gringa del GPS me indica girar a la izquierda y remonto por una cuesta de lo más indulgente. Cuando la gringa me anuncia que he llegado, me veo ante una especie de sendero eque sube y baja entre dos moles de piedra. La de la izquierda soporta el castillo, la otra no sé bien para qué sirve. En todo caso, encima tiene un parque y, a lo lejos, un monumento a algo. Emprendo el sendero en busca de la entrada a las ruinas, pero termino del otro lado, frente a la otra puerta. Pregunto y me dicen que me regrese, y que a la izquierda voy a ver una estructura de cristal que funge de taquilla. Eso hago, pago los siete euros y medio de pernada y vuelvo por la cuesta hasta casi la primera puerta, que ahí, en otra estructura de cristal, está la entrada, provista, providencialmente, de ascensor. Arribado al pie de la fortificación, inicio el formidable paseo. El castillo es el único de Holanda construido sobre una colina (importada, me digo, de los Pirineos o los Alpes). Sus orígenes se difuminan allá por recién estrenado el s XII; un inmenso torreón octogonal -luego derruido- y un reducto empalizado. Después, como todos los chicos, fue creciendo casi sin detenerse hasta el s. XIV. Están (lo que queda de) la capilla, el salón de los caballeros, la cocina, la sala de armas, los aposentos ducales, las mazmorras, los pozos de hasta 35 metros de profundidad que recogían el agua de las lluvias y el polvorín (aditado, claro, tras importada la pólvora). Parece que todo andaba más o menos fenómeno hasta que vino Ludovico XIV, el rey Sol, que se decía, y, para que no se lo llevara de arriba, el Duque Guillermo de Orange, antes de batorse en prudente retidad, rompió todo. Las maquetas ilustran todo ese desarrollo. Como estamos más o menos altos y el pueblo se acaba más o menos pronto, hay una vista panorámica de los alrededores silvestres, solo que el poco sol del casi crepúsculo no permite admirarse demasiado.

Bajo esta vez por las escaleras y camino de la estación paso por lo que seguramente era el pie del exterior de la muralla, donde ahora hay un parque con una fuente longitudinal. Llego a la estacioncita con diez minutos de gracia, y a Maastricht con ni cinco. A las siete y poco ya estoy en el 28, que me deja en la parada con el tiempo exacto para aprovisionarme de uvas, mandarinas y fiambre para hoy, mañana y el viaje de pasado.

UTRECHT

Tras ducha y la cena (lo que queda del Camembert, algo de fiambre, uvas, mandarinas y lo que resta del malbec, me zambullo exhausto en la cama

jueves 7

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Me despiertan los ruidos de la familia, pero no les hago caso y sigo apolillando como hasta el mediodía. Salgo muy decidido a pasear por la ciudad hasta las seis, hora a la que quedé con Dima, pero llegado a la parada del ómnibus me arrepiento. Compro un croissant para el sánguche del almuerzo y regreso a casa en tren de descansar y ponerme a escribir. Bajo a hacerme un café y me pongo a charlar con el crío de doce, simpatiquísimo y se ve que una luz de inteligente, que habla urdu (el idioma del padre y su familia), punjabí (el de la madre y los suyos), holandés (porque llegó de tres o cuatro años), inglés (perfecto) y, me cuenta la madre, francés, que, parece, le cuesta porque es difícil... y eso que nació en Francia, pero era muy chiquito. Ahora me pongo a charlar con ella, que mastica un inglés relativamente periférico. Inicialmente inmigraron a Francia, cerca de la frontera suiza, porque el marido, ingeniero, laburaba nomás en la Confederación Helvética, pero al cabo de tres años se mudaron porque no terminaban de adaptarse. Aquí, en cambio, están encantados. De viejos querrían volverse a Pakistán, pero los chicos han nacido todos en Europa y no tienen mayores deseos. Parecen gente estupenda.

He averiguado que el restorán criollo más recomendable (de dos que hay) es el Gauchos, que, igual que Los Argentinos, queda sobre el Oudegracht (oséase, el canal comercial) y allí reservo mesa para las 19:30. A las cinco me pongo en marcha, Llego a Centraal media hora más tarde y le encomiendo a la gringa que me lleve. Lo hace, para qué decir una cosa por otra, pero no del todo. Es que cada vez que paso por un café turco o afgano me dice que he llegado, pero, claro, las pelotas. Finalmente pregunto y me indican que Gauchos queda ahí mero, solo que al borde proprio proprio del canal, no en el nivel de la ciudad misma. Vale decir, que tengo que bajar al muelle y ahí sí, cómo no, está. Bueno, me quedan casi dos para mi último paseo. A las seis y media me encuentro con Dima y Masha en la estación y, no sin ciertas inéditas contradicciones de la gringa, llegamos a Gauchos, donde comimos, para qué decir una cosa por otra, estupendamente: Lo primero es compartir una provoleta que, nos dice el mozo macedonio, es la primera vez que se la piden, y que llega sobre un colchoncito de rúcula y unos tomatitos encima (excelente idea) pero tibiona, con lo que la mando de vuelta. Esta vez la recoge, Juana, una argentina que ha llegado hace unos meses a estudiar medicina. Le digo que advierta en la cocina que tiene un nativo que sabe lo que come y que, para peor, es un hinchapelotas. Acaso por esa precaución, la carne llega en su óptimo punto. Masha ha pedido un lomo de 190 gramos, y Dima y yo un surtido (bife de chorizo, bife ancho y cuadril) de medio kilo. De vino, un Doña Paula malbec de lo más noble. Charlamos, como siempre de todo... Dima y yo, porque Masha es de una timidez infranqueable, aunque se la ve simpática. Quizá su austero mutismo tenga que ver con la historia y mis dos metidas de pata. Resulta que Masha no es la mujer de Dima (pata una), ni tampoco su hija (pata dos). Qué exactamente es, no me quedó del todo claro, pero usted, señora, se imaginará. Cuando Dima y Masha me depositan en de Meern son cerca de las diez. Del cuarto de uno de los críos suenan las risotadas del padre que juega con ellos. Decididamente, esta familia me gusta. Acomodo mis petates y me voy a dormir ahíto y de lo más contento con este viaje de la gran puta.

Viernes 8

Me despierta otra vez el bullicio familiar. Me ducho, cierro la valija, lleno una bolsa de supermercado con las viandas para el viaje y los quesos franceses que llevo comprados hace días en Soest y que comienzan a hacer sentir su aromática presencia, me despido y salgo para la parada. En Centraal me equivoco de convoy y voy a parar a Ámsterdan Sud, donde he de tomar el metro hasta Centraal, donde dejo bolsa, mochila y maleta y emprendo el retorno a Ámsterdam.

ÁMSTERDAM

Hay tren cada diez minutos, pero el que tomo no es uno de ellos, sino otro que no se detiene en Centraal sino en Ámsterdam Sud, lo que me obliga -¡felizmente!- a tomar el metro. Una vez en terreno conocido, dejo bolsita de viandas, mochila y valija en la consigna y me mando, cual me

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había prometido p´al

MUSEO DE LA RESISTENCIA

Que no queda lejos, salvo que la gringa no se da por enterada. Igual tengo tiempo y el paseo no está de más, sobre todo porque hace un sol Nac-Pop. El museo es enorme y está muy bien organizado. Empieza con la vida de los holandeses la víspera de la invasión de mayo de 1940. De nueve millones de habitantes, tres en la miseria (los vídeos son impresionantes: familias enteras compartiendo una cama, zapatos que no dan para medio paso más, condiciones higiénicas tremebundas, hambre) y 500.000 desocupados. Y entonces llegaron los nazis, que encontraron mayor resistencia de la prevista, de forma que cortaron por lo sano y cuatro días después aniquilaron Rótterdam con la amenaza de seguir con otras dos ciudades. A todo esto, la familia real y el gabinete se habían piantado a Inglaterra donde formaron el gobierno en el exilio. Al principio, los alemanes se portaron como unos caballeros, que, al cabo, los noruegos, los daneses y los flamencos eran pueblos germánicos, no como los franchutes o, mucho peor, los polacos, los checos y los yugoslavos, que no eran más que unos eslavos de mierda, casi tanto como los rusos. Se funda el NSB, una versión blanda del partido nazi, que pronto reúne la friolera de 800.000 miembros (más que ningún otro partido nacional ni antes ni después; la mayoría, seguramente por acomodarse, por cagazo o, como suele suceder, las dos cosas. Pero al poco tiempo los tudescos se salieron con su manía antisemita, ¿vio? Primero que los funcionarios públicos llenaran un formulario de antecedentes étnicos. ¡Dale! Entonces echar a ñoquis los judíos a la mierda. ¡Y bueno! Y a los docentes. ¡Ufa! Oquey, y que los judíos se empadronen: los funcionarios municipales de Ámsterdam tienen consignar minuciosamente en un mapa de la ciudad todo domicilio judío. Aquí, algunos -pocos- entraron a maliciar. Viene la primera redada: 425 varones. ¡A ver, a trabajar a Alemania, que les va a hacer bien! En Haarlem los estudiantes universitarios hacen huelga contra el despido de los profesores judíos. La gente -en su enorme mayoría, parece- protesta. Se organizan, casi espontáneamente, grupos de resistencia callejera en los que participan, como habían estado hasta entonces, todos mezclados, judíos y gentiles. En una refriega entre los matones del NSB y los piqueteros de siempre muere un fascista. Comienzan los atentados contra los comercios propiedad de judíos al tiempo que se les prohíbe el uso de instalaciones y lugares públicos- También se los segrega en escuelas especiales. El dueño judío de una heladería saca a chorros de amoníaco a la pandilla de barrabravas que quieren desbaratarle el negocio. Y cuando se exige que los moishes se amontonen en un gueto alambrado ad hoc comienzan a esconderse unos y a esconderlos otros cuantos. Los que aceptaban cobijar judíos se jugaban, claro, la vida (y así les fue a los que acogieron a Anna Frank y los suyos), pero fueron, literalmente, miles. La resistencia armada, en cambio, tarda en aparecer... pero aparece. En febrero de 1941, organizada por, para variar, los comunistas, se declara una huelga general de protesta contra la persecución de los judíos demás medidas nazis (vide más abajito). En una vitrina se exponen un acordeón y un cochecito de bebé especialmente acondicionados para esconder armas. Pero la resistencia es básicamente pasiva. Los primeros absolutos, para variar, fueron los comunistas, que se organizaron militarmente al día siguiente mismo de la invasión. Los otros que se jugaron a fondo fueron los trotzkos.

Dixit la güiquipedia (en inglés, traduzco yo):

“Ya el 15 de mayo de 1949, al día siguiente de la capitulación, el Partido Comunista de los Países Bajos celebró una reunión para organizar sus actividades clandestinas y la resistencia contra la ocupación. Fue la primera organización de la resistencia en el país. Como resultado, unos dos mil comunistas perderían la vida en las salas de tortura, los campos de concentración o ejecutados. Pocos meses después, varios miembros de Partido Socialista Revolucionario de los Trabajadores fundan el Frente Marx-Lenin-(Rosa) Luxemborgo, cuya dirección toda fue capturada y ejecutada en abril de 1942. El PC y el PSRT fueron las únicas organizaciones que pasaron a la clandestinidad y protestaron las medidas antisemitas de los

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ocupantes Alemanes... La actividad de resistencia más importante fue ayudar y esconder alos perseguidos, Los primeros en esconderse fueron los judíos alemanes llegados al país antes de 1940, que no se dejaron embaucar por la complacencia alemana tras la capitulación.”

Pero de esto, el museo no dice una palabra. Lo único que hay es, entre otros fragmentos de testimonios de diferente índole, este fragmento de un diario:

“La mayoría esperó mucho tiempo, pero para los comunistas, la lucha contra el fascismo era una deber sagrado. Por mi parte, me había incorporado a las tareas de la resistencia incluso antes de la guerra, ayudando a los refugiados a huir ilegalmente de la Alemania hitlerista. Cuando estalló la guerra, el Partido pasó de inmediato íntegramente a la clandestinidad”.

No logro descifrar el nombre del joven obrero que escribió estas líneas. Creo que lo mataron. ¡Gloria eterna a los que lo dieron todo sin esperar nada, con la bota del nazismo aplastando inexorable e invencible toda Europa y la victoria, en el mejor de los casos, un sueño trasnochado, una quimera inalcanzable1

La exposición está dividida en etapas. Para 1942 se han acabado todos los miramientos. Una mujer bautiza a su recién nacida con el nombre de las princesas exiliadas. Llueven las felicitaciones. Pero cuando publica un agradecimiento, la detienen y derechito al campo de concentración de Ravensbrück, de donde, lo que son las cosas, no regresará. Empiezan las huelgas. En la de febrero de 1941 hay diecinueve muertos en la calle, y, enseguida, ejecutados tres dirigentes obreros y dieciséis de la Resistencia. Empieza el hambre, Se generalizan las escapadas masivas al campo en busca de alimentos. En 1943 se declara una huelga ferroviaria masiva, pero los alemanes usan sus propios trenes y el efecto es precario. A todo esto, Rommel se tiene que mandar mudar el África y en Stalingrado los alemanes reciben su peor paliza. Goebbels ha declarado la “Guerra total” (porque, hasta ahora, parece, había sido medio a regañadientes). Com ya nadie se cree la propaganda del régimen y todo el mundo anda con la oreja pegada a las noticias de Londres, Se confiscan las radios y se cortan las comunicaciones telefónicas automáticas. Pero los telefónicos de la Resistencia se las apañan para burlar el sistema. Están, además, las palomas mensajeras y las ciclistas adolescentes. Se crean los primeros escuadrones de ajusticiamiento de traidores. Se ve la foto de una adolescente bastante atractiva cornada de una frondosa cabellera:, y otra de ella con una amiga de pelo cortito y aspecto medio marimacho, también hay una imagen de unos anteojos comunes y silvestres, casi de estudiante medio boludo. La explicación reza:

“La muchacha de cabellos de oro

En 1943, la pelirroja Hannie Schaft ingresa en un grupo de resistencia comunista en Haarlem. La misión del grupo es liquidar a los traidores. Es un trabajo que hay que hacer, razonan Hannie y Truus Oversteegern, su camarada de armas. “No teníamos cárceles -recuerda Truus-: no había otra solución”. La foto muestra a las muchachas disfrazadas, con Truss de varón, para poder pasar por una pareja de enamorados. “Nos paseábamos como una pareja acaramelada, con la pistola lista para disparar. Cuando el tipo salía, lo seguíamos, muertas de los nervios. Entonces nos decíamos algo para darnos ánimo, como “¡Ahí va ese hijo de puta!” Así, para darnos valor en el momento de esa decisión tan difícil”. La policía alemana comienza a buscar un “pelirroja”, así que Hannie se tiñe el cabello de negro y empieza a usar gafas. No da resultado y en 1945 -poco antes de la Liberación- es detenida, llevada a las dunas y ejecutada.”

¡Estos marxistas asesinos! (¡Y seguro que alguno pensaría que eran jóvenes idealistas!) Empiezan las represalias contra la población civil. Las víctimas son ajusticiadas en la calle a plena luz del día y los cadáveres se dejan a la vista para aleccionar y escarmentar a la población. Se sigue

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con ansia y entusiasmo el avance del Ejército Rojo y con el Día D ya se aguarda impacientemente la Liberación... que no llega hasta comienzos de 1945. Pero llega.

A todo esto, están las colonias. Los holandeses no fueron amos más clementes que los ingleses, los franceses o los italianos (los que les ganaban a todos de lejos, eso sí, fueron los belgas... ¡y hasta 1960, cuando llegaron a asesinar al Secretario General de la ONU, el sueco Dag Hammarskjold, durante la Guerra del Congo! Y arribaron los despreciables amarillos. Como los irlandeses con los alemanes, muchos indonesios simpatizan con los japoneses (los alemanes contaban el cuento del pangermanismo, los nipones de la fraternidad asiática). La guarnición colonial cae toda prisionera de guerra y, de paso, todos los varones suficientemente europeos (porque había los blancos propiamente dicho, y los algo desteñidos por hijos matrimonio mixto). A las mujeres y los chicos, en campos especiales donde las condiciones no eran especialmente propicias, pero no los mataron. La diferencia es que, con la Liberación, no llegaba a las colonias liberación alguna, de suerte que los indonesios, encabezados por Sukarno (que había flirteado con los nipones) se ponen a querer liberarse ellos también y se desata una guerra de las más cruentas (solo las de Argel y Vietnam fueron más despiadadas) del derrumbe colonial, que termina con la Independencia de Indonesia. La cosa se normaliza solo en 1961- Por cierto, entre los chupamedias de los colonos estaban los molucos (o sea, los oriundos de las Moluccas), que, pobrecitos, se habían cristianizado y les pasó como a los bosnios que se acomodaron al islam. Los conflictos étnicos y religiosos siguen sin amainar, claro está, pero ya son parcialmente harina de otro costal.

Cuando salgo son pasadas las cuatro y media. Esta vez, la gringa se deja de joder y me trae derechito a Centraal. Me da fiaca cumplir con mi juramento de probar “las mejores papas fritas de Ámsterdam”, desempeño mis petates y me pianto para Sloterdijk, apenas una estación, de donde, a las 19:15 zarpa mi pulman a Viena, con paradas en media Europa. Llego con un par de horas de margen, que paso en el Starbucks de la estación tecleando estas pamplinas, El ómnibus va lleno, pero, por esas cosas de Dios creo que soy el único que no tiene vecino en el asiento contiguo. ¡Vamos todavía!