vivir en la realidad

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El sistema simbólico que rige nuestra vida sigue siendo gravemente tributario de falsos mitos, dogmas e ideologías que desnaturalizan la visión objetiva de la realidad. La abrumadora mayoría de la especie humana continúa viviendo en dependencia de mitos religiosos, y una extensa parte de la población mundial profesa el mito cristiano. Así, casi todos los humanos perpetúan aún hoy formas de vida y convivencia sometidas a la acción distorsionante de creencias y códigos de conducta administrados por poderes religiosos o ideológicos que impiden o adulteran el libre ejercicio de los derechos humanos y de las libertades políticas. La causa última y eminente de esta malsana y triste situación radica en la ignorancia y manipulación de las masas en beneficio de los poderes dominantes.

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Page 2: VIVIR EN LA REALIDAD

VIVIR EN LA REALIDAD

Sobre mitos, dogmas e ideologías

por

GONZALO PUENTE OJEA

Fragmento de la obra completa

Page 3: VIVIR EN LA REALIDAD

Todos los derechos reservados.

Primera edición, noviembre de 2009

© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.Menéndez Pidal, 3 bis. 28036 Madridwww.sigloxxieditores.com/catalogo/vivir-en-la-realidad-2362.html

© Gonzalo Puente Ojea, 2007

Diseño de la cubierta: simonpatesdesign

DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY

ISBN-DIGITAL: 978-84-323-1519-0

Fotocomposición: EFCA, S.A.Parque Industrial «Las Monjas»28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)

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ÍNDICE

REFLEXIÓN PRELIMINAR............................................................................. 11

EL MITO RELIGIOSO

EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN............... 39

1. EL «QUÉ» DE LA RELIGIOSIDAD.......................................................... 392. EL «CÓMO» DE LA RELIGIÓN Y EL ANIMISMO..................................... 433. EL DIOS DEL TEÍSMO Y EL ALMA ESPIRITUAL ...................................... 534. EL «PORQUÉ» DE LA RELIGIÓN........................................................... 845. RODOLFO LLINÁS Y EL MITO DEL YO.................................................. 946. DANIEL DENNETT Y LA EXPLICACIÓN DE LA CONCIENCIA .................. 1407. RICHARD DAWKINS Y LA EVOLUCIÓN DE LA CULTURA......................... 2298. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD Y EL DETERMINISMO..................... 2529. EL FUTURO DE LA RELIGIÓN ............................................................... 276

EL MITO CRISTIANO

EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO .. 283

PRESENTACIÓN........................................................................................... 283

1. INTRODUCCIÓN................................................................................... 2832. REFLEXIONES SOBRE EL MÉTODO ....................................................... 2853. EL ELEMENTO HEURÍSTICO ................................................................. 2944. JESÚS Y JUAN EL BAUTISTA .................................................................. 3015. MESIANIDAD DE JESÚS......................................................................... 3066. REINO DE DIOS Y ÉTICA ESCATOLÓGICA ............................................. 3257. JESÚS Y LA VIOLENCIA ........................................................................ 3298. JESÚS Y LOS ZELOTAS.......................................................................... 3349. JESÚS Y LA CUESTIÓN DEL TRIBUTO AL CÉSAR..................................... 341

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EL MITO POLÍTICO

DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PROTEGIDA:ANTIGUO RÉGIMEN, CONSTITUCIONALISMO, SEGUNDAREPÚBLICA, MONARQUÍA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA..... 351

1. LA IGLESIA EN ESPAÑA: DE LA HEGEMONÍA A LA PROTECCIÓN........... 3512. CATHOLICA ECCLESIA Y SU PRETENSIÓN DE SOMETER AL PODER CIVIL 3533. LA IGLESIA Y SU ARROGACIÓN DEL PODER ESPIRITUAL EN LA

SOCIEDAD........................................................................................... 3554. LA IGLESIA ENTRE EL ABSOLUTISMO POLÍTICO Y EL DESPOTISMO

ILUSTRADO ......................................................................................... 3585. LA IGLESIA Y EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO ............................ 3626. LA IGLESIA Y LA EXACERBACIÓN DE LA CUESTIÓN RELIGIOSA HASTA

LA INSTAURACIÓN DE LA SEGUNDA REPÚBLICA................................... 3697. LA IGLESIA Y SU RETO A LA SEGUNDA REPÚBLICA............................... 3748. LA IGLESIA Y LA TRANSICIÓN PACÍFICA A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTI-

CA DE 1931 ........................................................................................ 3799. LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA INSTAURACIÓN DEL LAICISMO ............. 38110. LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA ............. 38811. LA EXTINCIÓN DE LA DICTADURA FRANQUISTA Y LA SEDICENTE

«TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA» ...................................................... 39712. DE NUEVO LA MONARQUÍA BORBÓNICA: EL VIAJE DE LA ILEGALIDAD

A LA ILEGITIMIDAD............................................................................. 39913 LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA Y LA PROTECCIÓN PÚBLICA PREFE-

RENTE DE LA IGLESIA ......................................................................... 40714. LA NUEVA HEGEMONÍA DE LA IGLESIA Y SU INCONSTITUCIONA LIDAD.. 414

UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO............................................................ 419

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA........................................................................ 423

ÍNDICE DE NOMBRES .................................................................................. 431

ÍNDICE

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REFLEXIÓN PRELIMINAR

Éste es un ensayo de reflexión y de información, en el que esta últimaocupa la parte predominante, con el fin de que la reflexión se ejercitesobre el estudio de la realidad, a la luz de los resultados alcanzados porlas ciencias propiamente dichas. Desde muy temprano en el curso demi maduración intelectiva, centré mis preocupaciones personales enel deseo de someter los mitos, los dogmas y las ideologías a un análisiscrítico de sus pretensiones de verdad, siempre a partir de aquellos sa-beres que la investigación brindase en cada momento con las garantíassuministradas por las armas del razonamiento lógico y del método cientí-fico de la observación empírica, auxiliadas por técnicas propias de cadadisciplina del conocimiento. En este contexto, mi deseo de conocer laverdadera naturaleza del universo y de los seres humanos comportabaen sí mismo una confrontación, desde los fundamentos —ab imis, di-rían los latinos—, con los «saberes» tradicionales, en los que ineludi-blemente nos encontramos sumergidos los humanos desde el naci-miento. Una mente despierta y dotada del urgente deseo de conocer,pronto se ve impulsada por la curiosidad que suscita la barahúnda demitos, dogmas e ideologías de ayer y de hoy, es decir, de los falsos sabe-res que pueblan el entorno cultural de cada tiempo. Se trata de una ta-rea muy ardua siempre, y frecuentemente gravada con el pago de untributo, a veces muy oneroso, de intranquilidad e inseguridad vital,pues el inconformismo es el hecho peor aceptado por nuestros congé-neres en todas las circunstancias de la vida. Sin embargo, cuando el in-dividuo logra dilucidar la entraña de un mito, un dogma, una ideolo-gía, tiene el profundo sentimiento íntimo de haber arribado a lainefable experiencia de ver cómo la caída de un falso saber abre insospe-chadas perspectivas para la búsqueda de certezas en el camino del conoci-miento, que no es otro que la superación de falsedades y el acceso nuncacompleto a un nuevo orden de verdades. Para alguien que se esfuerzapor progresar en este itinerario, y que siente un perentorio deber de di-

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fundir los frutos de la ciencia haciéndolos llegar a los demás, se le pre-senta como quehacer irrenunciable comunicar los nuevos saberes, rom-piendo esa pauta predominante de calculado silencio, la cobardía delos intelectuales resueltos a no comprometer sus intereses particularesy su bienestar social. Con lo cual se traiciona la nota que los define: sufunción crítica.

1. En los albores de la capacidad reflexiva adquirida por la especiehomo sapiens sapiens, también denominada hombre moderno por losantropólogos, el humano prehistórico no solamente se puso a la tareade descubrir o producir sus medios materiales de supervivencia, sinoindudablemente también tornó su atención a la introspección para al-canzar una imagen de sí mismo en el contexto general de sus experien-cias cotidianas, ordinarias o extraordinarias. Las primeras se estructura-ron necesariamente en comportamientos regidos por categoríasespontáneas de orden estrictamente empírico, sometidas continua-mente al procedimiento de «ensayo y error» connatural a su sistemanervioso, con los rasgos innatos de causalidad y finalidad. Las segun-das, sin embargo, resultaban para el humano prehistórico sumamenteenigmáticas y problemáticas, y se agrupaban alrededor de dos ejes: laNaturaleza exterior —abrumadoramente poderosa pero discernibleen sus innumerables manifestaciones concretas— y la Naturaleza inte-rior —confusa, caótica, indiscernible, y especialmente amenazadora oincluso pavorosa en sus principales manifestaciones, es decir, los sue-ños y las visiones o las fantasías mentales en vigilia—. El humanoprehistórico experimentó, en cuanto que su acceso a la reflexión y a laautorreflexión alcanzó el nivel de «racionalidad» aunque fuese verita-tivamente «falsa» (pero propia...) (propia de la definición de su espe-cie biológica como homo rationalis, y esto debió de ocurrir muy pron-to), un hondo malestar por el conjunto de enigmas que su mismaactividad le plan tea ba. E. B. Tylor, genial antropólogo británico del úl-timo tercio del siglo XIX, fue capaz de forjar la reconstrucción teóricadel probable proceso mental que condujo al prehistórico a lo que llamóla «invención animista», el ominoso y decisivo primer gran aconteci-miento del pensamiento humano. La «doctrina del alma», y su conse-cuencia inmediata e implícita, la «doctrina de los espíritus», fue, comolo definió Tylor, el primordium de todos los mitos, pues creó las condi-

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ciones de posibilidad del mito religioso ancestral que sirvió de matriz co-mún para todas las formas de la religiosidad mítica, expresada en las su-cesivas religiones producidas por la fantasía de los seres humanos.Quizá el propio Tylor vaciló por un instante al hablar de dos doctri-nas, aunque en seguida reafirmó la unidad radical de las dos. El huma-no prehistórico creyó haber descubierto en su propia entidad naturaldos elementos contradistintos pero asociados: el «cuerpo» (material,grávido, compacto y perecedero) y el «alma» (material pero incorpó-rea, ingrávida, fantasmal e imperecedera), separable temporalmentedel cuerpo en el que reside y del que sólo se separa definitivamente enel momento de la muerte del mismo, vagando desde entonces sobre latumba o en su entorno. El «alma» es el doble del cuerpo y su imagen es-pectral y cumple las funciones de la vida y del movimiento interno(pensamiento) y externo (locomoción). Cabe inferir que de esta pecu-liar estructura del ser humano emergieron el culto a los muertos y losritos funerarios, raíces de la «religiosidad», y solamente después delas religiones, sucesivas formas de propiciación o de exorcización de lasalmas o espíritus. La fantasía animista representó «el gran mito» y, almismo tiempo, el acceso de la «subjetividad» humana a la forma desa-rrollada de la autorreflexión y de la conciencia como reflexividad.

Un brillante estudioso de la actividad simbolizante de la mentehumana desde la emergencia de la especie, y que conoció y estimó lahazaña de Tylor aunque no supo apreciarla suficientemente, el filóso-fo neokantiano Ernst Cassirer escribió —comentando un pasaje delantropólogo británico sobre los ritos funerarios— lo siguiente:

Los ritos funerarios que encontramos en todas partes tienden hacia el mismopunto. El temor a la muerte representa, sin duda, uno de los instintos huma-nos más generales y más profundamente arraigados. La primera reacción delhombre ante el cadáver ha debido de ser el abandono a su suerte y huir de élcon terror. Pero semejante reacción la encontramos sólo en unos cuantos ca-sos excepcionales. Muy pronto es superada por la actitud contraria, por el de-seo de detener o evocar el «espíritu» del muerto [...]. Los «espíritus» de los di-funtos se convierten en los dioses domésticos, y la vida y la prosperidad de lafamilia dependen de su socorro y favor. Cuando muere el padre, se le implorapara que no se marche. «Siempre te quisimos, dice una canción recogida porTylor, y hemos vivido mucho tiempo juntos bajo el mismo techo; ¡no lo aban-dones ahora!; ¡vuelve a tu casa!» [...]. En esto no hay diferencia radical entre elpensamiento mítico y el religioso. Los dos se originan en el mismo fenómeno

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fundamental de la vida humana. En el desarrollo de la cultura humana no pode-mos fijar el punto donde cesa el mito y comienza la religión [...]. El mito es, des-de sus comienzos, religión potencial. Lo que conduce de una etapa a otra no esuna crisis súbita del pensamiento ni una revolución del sentimiento (An Essayon Man: An Introduction to the Philosophy of Human Culture, 1945. Cito porla trad. cast. del mismo año, bajo el título Antropología filosófica. Introduccióna una filosofía de la cultura, pp. 166-168)*.

El mito del animismo es la esencia misma y el auténtico rationale(falso) del gran mito humano, el Mito religioso, en sus innumerablesformas pero todas reconducibles a su errónea y pertinaz presencia, elcual analizo sucintamente en la primera parte de este libro, y que ven-go exponiendo desde mis ensayos Ateísmo y religiosidad (1997), Opusminus (2002), La andadura del saber (2003), y, en colaboración conIgna cio Careaga, Animismo. El umbral de la religiosidad (2005). Elquid del mito, y lo que lo haya hecho universalmente perdurable hastahoy mismo, radica en una evidencia —que el ser humano se manifiestaexternamente como materia corpórea, sensible a la vista, al tacto, alolfato y al oído, y mortal— y en una falsedad —que el ser humano semanifiesta internamente como sustancia incorpórea, insensible paralos sentidos, vaporosa, ubicua e inmortal o indestructible—. Se tratade una lectura errónea originada por el urgente deseo de «explicar» lasexperiencias oníricas, visionarias y demás formas alteradas de concien-cia, y consolidada y prolongada por los hábitos introspectivos inaugu-rados por el sapiens sapiens, así como, simultáneamente —last but not least—, por la imperiosa necesidad fisiológica y psíquica de mantenerseontológicamente en el ser que, como vio Aristóteles, habita en todoente o existente. Esa lectura errónea de que el segundo y recóndito ele-mento, el ánima, era incorpóreo, inaprehensible e indestructible, en-contró sin duda un apoyo decisorio en el cruel terror mortis y en el ins-tinto de inmortalidad. En este viciado y desorientador contextointelectivo, el animismo se instaló definitivamente en la mente cogi-tante de los seres humanos, en su inmensa mayoría, desde el momentoen que naturalmente y acríticamente —es decir, como lo expresa exac-

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* Las comillas y la letra cursiva en este libro son del autor, y no de la fuente citada,salvo que se indique lo contrario; y son introducidas por mí para facilitar la lectura y lacomprensión.

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tamente Cassirer, sin «una crisis súbita del pensamiento ni una revolu-ción del sentimiento»— los seres humanos, fieles a su «invención ani-mista», proyectaron lo que inicialmente fue una categoría privativa de suexclusiva condición ontológica, sobre los demás seres vivos, y luego, mo-vidos por el hecho de que las almas no eran más que «espectros» o «espí-ritus (soplos)» deambulantes tan pronto perdían sus cuerpos mortales deresidencia, también sobre las cosas o las fuerzas de la Naturaleza queacreditaran ser potencias o poderes presentes en su entorno ambiental.En las culturas protohistóricas del Pleistoceno tardío, en las civiliza-ciones históricas de las Edades del Bronce y del Hierro, pero radical-mente en las culturas indoeuropeas, y ya muy plenamente en la Héla-de y después en Roma, las almas y los dioses pasaron a disfrutar de unestatuto metafísico de orden estrictamente «espiritual», frente al mundode la «materia» en cualquiera de sus manifestaciones, y escindiendo elcosmos en dos espacios inconmensurables: Naturaleza/Sobrenaturaleza,Inmanencia/Trascendencia, Tierra/Cielo. Esta bipartición ontológicaestricta de la Realidad encontró en el concepto cristiano de anima spi-ritualis la máxima expresión de las cosmovisiones dualistas en cuantoque hijas todas ellas en último término del animismo, en cuyo con -texto semántico siguen viviendo aún las tres cuartas partes de la hu-manidad.

De lo dicho resulta claro que el motor de la religiosidad y luego delas religiones —primitivas o actuales— no fue la categoría de dioses oDios, sino la categoría de almas y seguidamente de espíritus, y que ladivinización formal de éstos fue un proceso progresivo de desmateria-lización, que corre desde una caótica animización del mundo natural,sigue por la exuberancia transnaturalista del bosque sagrado, el politeís-mo funcional especializado, el politeísmo jerarquizado aunque tambiénfuncional de los grandes panteones con un gran jefe de orden animal(zoomorfismo) o astral (solarismo), el henocentrismo de un dios étnicoúnico y localmente supremo (con o sin pretensiones de universalidad),y concluye en un Dios único, supremo y universal (monoteísmo, teísmo,monoteísmos del libro o código revelado). Es decir, no solamente seirán sedentarizando las poblaciones prehistóricas (revolución socio -económica neolítica), sino también sus dioses. Partiendo del politeís-mo, y permaneciendo en él o relegándolo, cabe señalar la otra líneaevolutiva llamada oriental para distinguirla de la occidental, y que secaracteriza, asumiendo sin reservas el mito animista, por un panteísmo

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que es una especie de animismo o espiritualismo cósmico (anima mundien términos generales, o bien Tao, o Brahman, o Cuadrado del Cielo, oCulto a los Antepasados, o Shinto, o Panteón maya o azteca, etc.). El bu-dismo y el jainismo representan versiones alternativas del tronco básicodel hinduismo, netamente animistas y espiritualistas, como más adelan-te se verá, pues ambos son susceptibles del principio del «karma» y elsamsara (reencarnación de algo que es espiritual, no material). Todas lasformas de religión son tributarias del animismo, de modo más o menosexplícito. La mayoría de las sociedades actuales son sociedades animis-tas, porque siguen fundándose en cosmovisiones o en antropologíasesencialmente «animistas».

Debemos ahora preguntarnos ¿por qué el «animismo» se funda-menta en una falacia ontológica y epistemológica a la vez? En primerlugar, porque la «mente» como algo espiritual, absolutamente inmate-rial, indestructible o inmortal no existe, es una fabulación de la capaci-dad imaginativa del ser humano. En segundo lugar, porque las expe-riencias oníricas, visionarias o anómalas no solamente son inserviblespara alcanzar un conocimiento objetivo, crítico e intersubjetivo de lo queexiste, sino que son en sí mismas fenómenos cuyo control por el «cere-bro/mente» queda comprometido o suprimido por la dinámica metasen-sorial e interna del sistema nervioso central (SNC) en determinadas cir-cunstancias, que quedan científica y satisfactoriamente explicadas en lasección 5.6 de este ensayo. En el ser humano existe el factor somato-sensorial, muscular, neural y óseo, el llamado cuerpo; y existe también elfactor neuronal sustentado en el sistema llamado científicamente tála-mo-cortical, como asiento del «sí mismo», el llamado cerebro/mente.Y nada más. Ni «alma», ni «espíritu», ni los demás «parafernalia» de lareligión, todos los cuales constituyen conjuntamente lo que Kant de-nominó las «condiciones de posibilidad de los fenómenos», que, en elcaso de las religiones, son las categorías «almas o espíritus», que sola-mente pudieron forjarse en el cerebro/mente del ser humano. Estosconceptos no cayeron en el pensamiento de los humanos prehistóricoscomo llovidos del cielo durante su perpleja contemplación de los as-tros y otras potencias naturales. Sólo cuando el sordo y arduo trabajodel cerebro/mente sobre las mencionadas «formas alteradas de concien-cia» generadas en experiencias enigmáticas condujo su reflexión a la fa-bulación animista, extendida sobre las entidades o fuerzas naturales,pudieron los humanos encontrar ficticios interlocutores y crear con

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ellos relaciones de diálogo y de afección o desafección, de amistad u hos-tilidad; es decir, vínculos que más tarde se llamaron «sentimientos reli-giosos», y que inauguraron seguidamente un mundo nuevo de almas,espíritus, trasgos o espectros, el mundo de diosecillos, dioses, Dios; o sea,el mundo de la religión. Pero no antes, porque son artefactos genera-dos a partir de la actividad fantasmagórica de la reflexividad.

La evolución biológica es el marco donde resulta posible detectarla génesis de la religiosidad en los humanos, cuando el estadio evolutivode la subjetividad de los animales alcanzó la suficiente maduración. Elproceso comenzó con la autognosis del propio cuerpo como unidad es-pacial que fija los propios límites frente al mundo externo. La evolu-ción de los animales pluricelulares les permite generar una representa-ción o imagen somatotópica de su cuerpo (que Sherrington generalizócon el término propiocepción), que encontrará una conceptualizaciónde ese mundo externo. Sólo cuando este mundo es interiorizado me-diante la función integradora del cerebro/mente emerge la imagen deuna «subjetividad» consciente y reflexiva que genera la autoconciencia.Rodolfo R. Llinás declara, con el rigor del científico, que «el problemade la cognición es, ante todo un problema empírico y, por lo tanto, no esun problema filosófico», lo mismo que sucede con la dualización del su-jeto y la invención mítica del «yo». Cerebro y mente son inseparables, ylos estados mentales (sensibles, emocionales, percepciones, intencio-nes, representaciones, acciones, voliciones, etc.) son sólo algunos delos estados funcionales generados por el cerebro. Pero, para matizar elalcance de la inseparabilidad, debe enfatizarse el hecho de que «la men-te es codimensional con el cerebro y lo ocupa todo, hasta en sus más re-cónditos pliegues»; y que «el “yo” es un estado funcional del cerebro ynada más, ni nada menos» (Llinás). Estas definiciones, determinantespara una antropología de base científica y que han sido ya avaladas su-ficientemente por eminentes investigadores del cerebro y de la conduc-ta humanos, constituyen el fundamento científico y lógico de la descalifi-cación de las creencias animistas de ayer y de hoy. Las secciones 5, 6 y 7se ofrecen, como cuerpo de este libro, con la intención de llenar las la-mentables carencias informativas incluso entre el llamado público cul-to. Las leyes de la física, tanto en su nivel atómico y subatómico comoen su nivel molecular y orgánico, exigen la unidad óntica del universo yun estricto planteamiento monista de todo lo que hay. La consolidaciónhistórica milenaria de la bipartición metafísica de lo real ha ido ahon-

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dando su carácter y su orientación ideológicos —en el preciso sentidomarxiano del término—, con el apoyo de las cosmovisiones religiosasenraizadas en el animismo y sus prácticas ideológicas de dominación so-cial, política y cultural.

2. Con la eclosión histórica del cristianismo puede decirse que la re-ligión se convierte formalmente en «dogma de fe» con vocación de uni-versalidad en todos los planos de la vida individual y colectiva de loshumanos. Esta arrasadora convicción ha representado el ensayo másinhumano de uniformizar las mentes y sofocar las libertades del indivi-duo en el hogar, en la sociedad y en la política. No sólo hay que some-ter la voluntad humana a la coacción física de la autoridad religiosa,legataria por decisión divina de las «verdades» de una inventada Re-velación histórica dictada por el mismo Dios, y luego por el Cristo, es-crita supuestamente en sendos actos jurídicos titulados Antiguo yNuevo Testamentos; sino que también hay que desecar o ahogar lasfuentes recónditas de la conciencia de todos y cada uno de los huma-nos mediante el uso de todas las formas conocidas de la intimidaciónmoral y de la alienación intelectiva. En nombre de una «Revelación»,sellada por supuestos testigos de sucesos imposibles y aberrantes pro-tagonizados por un Dios arrogante y colérico y por un Hombre-Diosinexistentes como tales.

En mis libros he dedicado cientos de páginas a identificarla y ex-plicarla mediante el universalmente conocido método histórico-críticoque, después de unos doscientos y pico años, ha desenterrado o anali-zado datos históricos concluyentes y revolucionarios que permiten demodo irrefragable retirar toda «pretensión de verdad» a los conteni-dos dogmáticos de la Revelación cristiana. Después de haber desvela-do la falsedad de El mito religioso en la primera parte de esta obra, de-dico su segunda parte a poner al desnudo las falsedades de El mitocristiano, centrándome en el escrito que debe considerarse como laexposición básica de este mito. Permítaseme en este texto preliminarconsignar algunos comentarios a ese respecto.

El hecho de que durante muchas generaciones nos hayan enseñado laHistoria Universal tomando el nacimiento del Nazareno —de fecha

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real mente incierta—, como la frontera liminar de un antes y un despuésen la existencia colectiva de la Humanidad, representa, además de unaarrogación petulante de un credo religioso local, un símbolo del hechonovísimo por su significado en el contexto del fenómeno religioso y delsubsiguiente éxito social y político que ha alcanzado en el mundo el nú-cleo dogmático de la fe cristiana en los últimos veinte siglos en el Plane-ta. Porque la religión cristiana ha sido y sigue siendo un hecho enorme—en el sentido original y propio de este adjetivo, o sea, desmedido, ex-cesivo, perverso, torpe (DRAE)— en virtud de dos factores: en primerlugar, por la razón de haber sido, ya en sus orígenes y en su ascendentedesarrollo, un movimiento que irrumpió en la historia del mundo conlas características de dogmatismo e intolerancia ideológica y política alos que me he referido al comienzo; y, en segundo lugar, en razón de lapretensión medular de su fe fundamental, es decir, la fe cristológica enel Hombre-Dios o Dios-Hombre, pero no el héroe de las llamadas reli-giones de misterios greco-orientales del periodo alejandrino —un hé-roe simbólico de los poderes taumatúrgicos de la divinidad, pero sólolegendario, ficcional, al que nadie conoció en persona y con el que na-die habló, conspiró, y se hizo reo de un delito de sedición contra elemperador romano—, sino un rústico Galileo y predicador popularque anunciaba la inminencia de la visita mesiánica por la mano delDios hebreo para instaurar su Reino teocrático en Jerusalén, al cual susseguidores de la primera generación pospascual y el genio religioso deun judío de la diáspora transformaron en un Cristo mistérico de natura-leza divina y redentor de la ofensa colectiva del pueblo hebreo a Yahvé(el innombrable) mediante su sacrificio expiatorio en la cruz. La preten-sión de la fe cristiana es tan inverosímil para un hombre civilizado, y detal magnitud en su osadía, que desafía los esquemas de las explicacio-nes rutinarias, incluidas las propias de la novedad del Cristo trascen-dente en su contexto neotestamentario y las derivadas de su inserciónen su híbrido marco helénico-semítico.

Es cierto que la que podría denominarse «religión homérica» com-portaba ya no sólo una poética antropomorfización corporal literariade los dioses helénicos originarios, tanto los de raíz ctónica (dioses dela tierra) como los de procedencia uránica (Guthrie), pero con fuertepredominio de estos últimos, en los cuales su «hominización» (si valeeste término) alcanzaba mucho más a sus costumbres y hábitos fre-cuentemente depravados —que Heródoto no se recata en describir

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con implacable ironía, en que abundaron sus numerosos epígonos enel arte de escribir—, sino también una intención racionalista y crítica:hacia el final del siglo VII de sus nueve libros, en forma sumamenteprecavida por cierto, escribe dicho historiador que «por mi parte, mideber es decir lo que me ha sido dicho, pero no creerlo totalmente, ylo que acabo de declarar vale para todo el resto de mi obra» (cito deP. Veyne). También es cierto que la «religión platónica» inauguró unrealismo metafísico de las Ideas que curaría de espanto a cualquier ex-ponente de las más atrevidas especulaciones discursivas, y del mismomodo lo es que la «religión estoica» buscó transfundir en el mundo na-tural el espíritu divino. Pero la religión cristiana fue mucho más lejosen el dominio de la inverosimilitud y el terrorismo ideológico, al forjaruna especie sin precedentes conocidos en el milenario arte de las rece-tas animistas: el hiperanimismo autocontradictorio que consiste en latransfusión del «espíritu» en la «materia» a través de la concepción vir-ginal de un hombre de carne y hueso, y muy comprometido en los asun-tos públicos, el Dios humano o el Hombre divino. El epicentro cúlticodel cristianismo es justamente el sacramento ritual de la Eucaristíapaulina como ingestión no meramente simbólica sino real del cuerpoy la sangre del Redentor, que trae reminiscencias del rito bárbaro de lamasticación de la carne del dios —aunque en la teología católica sequiso exorcizar cualquier semejanza mediante el término ad hoc de latransustanciación, término tan abstruso como misterioso—. La fe cris-tiana es un reto permanente a lo que la razón y la ciencia nos enseña so-bre el universo, incluida la especie humana. Solamente mentes ofusca-das por mecanismos de índole psicológica, social y política, que lasciencias de la cognición han podido identificar, pueden ser arrastradasa la asunción —más o menos sincera— de la fe religiosa en general, o ala fe cristiana muy particularmente, pues en ésta hallan aposento losmás increíbles dogmas. Hasta la difusión de la fe cristiana, las religio-nes antiguas eran el fruto de la fantasía humana, pero eran también to-lerantes entre ellas, vivían y dejaban vivir; el cristianismo, por el con-trario, nació, se desarrolló y se propagó bajo el sello de la intolerancia,la violencia contra los cuerpos y contra la libertad de las conciencias,todo ello en virtud de una fe dogmática y fanática, que llevó a los peoresepisodios de infelicidad o de desesperación individual y colectiva. Enlos tiempos o lugares en que las iglesias hayan podido suministrar a losfieles consolación a sus desventuras, éstas lo hicieron casi siempre a

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costa de los «otros», en detrimento de sus conciencias laicas o de otrascreencias en otros credos religiosos, siempre discriminando o acosan-do, pues tales son las consecuencias de la imposición de dogmas reli-giosos que se toman como la única verdad que el Dios universal ha de-cretado como soberano y creador absoluto de toda criatura.

¿Qué es un dogma religioso? Un dogma es una creencia o una ver-dad decretada por una revelación sagrada, y propuesta como de obe-diencia obligatoria por la Iglesia. En su libro Qu’est-ce qu’un dogme?(1992), el «teólogo de la liberación» Juan Luis Segundo se lamentabade la servidumbre connatural a todo dogma impuesto por un Diosque todo lo sabe y todo lo hizo, con estas palabras: «¡Feliz ese tiempode la Biblia en que aún no había “dogmas”!» (p. 56). Pero el lamen -to de Segundo es hipócrita, porque la Biblia es una retahíla de dogmasincoherentes y expresados en diversos géneros literarios y, sin embar-go, enunciados con evidente acento imperativo; y porque tanto losdogmas «místicos» (por ejemplo, los de la Creación del mundo y delhombre, normativos en sentido dogmático) como los llamados «histó-ricos» (por ejemplo, la historia de Moisés) son «verdades» que habíaque creer, como también lo son los de una y otra clase contenidos en elNuevo Testamento. ¿Por qué lamentarse, después, cuando los pro-pios líderes de la mal llamada «teología de la liberación» ni siquiera sehan atrevido a poner expresamente en cuestión los dogmas más cru-dos de la cristología eclesiástica, que se exige creer estrictamente atodo católico, sin tocar ni una coma? Si esa «teología» quisiera ser ver-daderamente «liberadora» tendría que empezar por la liberación deunos dogmas —los que definen el denominado «misterio cristiano»—que por su propia inverosimilitud esclavizan inevitablemente la concien-cia de los fieles. Como escribí hace ya bastantes años, la cuestión queurge resolver de modo efectivo no es la «teología de la liberación»—que en el fondo sólo lucha por instaurar una eclesiología predomi-nantemente horizontal de pequeñas iglesias autocéfalas, sin el pesoagobiante de la cima vaticana de poder que no admite, en la pastoral yen la doctrina, la menor desobediencia o veleidad—, sino la «libera-ción de la teología». Los dogmas esclavizan, secan las mentes y destru-yen el primer derecho humano después de la vida, es decir, la libertadgenuina de las con ciencias.

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3. La relación dialéctica connatural a los grupos humanos desarro-llados entre poder religioso y poder político adquirió una gran resonan-cia publicística con el excelente libro de Henri Frankfort, Kingshipand the Gods. A Study of Ancient Near Esatern Religion As the Integra-tion of Society and Nature (1948), que recuerda, por analogía, a la re-percusión que alcanzó la relación dialéctica entre poder económico ypoder social con la publicación de la obra magna de Max Weber,Wirstchaft und Gesellschaft. Grundriss der Verstehenden Sociologie(1922). Frankfort vio vulgarizada la sustancia de su obra con el par deconceptos conjugados de realeza de los dioses y divinidad de los reyes.Weber conceptualizó algunos fenómenos decisivos en la comprensióny evolución de la religión: patriarcalismo, salvación y carisma, entreotros. En términos generales, el estudio de las relaciones dialécticas delos referentes de esa serie de conceptos es arduo, sutil y problemático,pero indudablemente básico para poder entender el proceso históricode la Humanidad. Me limitaré a exponer algunas consideraciones so-bre la tercera parte de este ensayo, y que versa sobre El mito político ysu génesis, ejemplarizado en el caso español.

El animismo inventado por los humanos prehistóricos constituyó,como he expuesto, las condiciones de posibilidad de la religiosidad me-diante la doctrina de las almas y, por implicación y extensión natural, ladoctrina de los espíritus, en su unidad fundamental (Tylor). La atribu-ción de poderes mágicos y divinos a los espíritus, y la creación de feti-ches (espíritus residenciados en cosas, fuerzas, organismos y otros ob-jetos), manipulados por brujos o chamanes, fueron factores o pasoshacia una sistematización primaria, aún muy rudimentaria, de las expre-siones de la religiosidad en la familia, la comunidad doméstica, el clan,la tribu, todas ellas niveles de agrupación de índole comunitaria. Se en-tiende por comunidad —de la cual la familia es una primera forma ba-sada en la reproducción biológica de la pareja— una relación social enla que, y en la medida en que la actitud en la acción social se inspiraen el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes deconstituir un todo, entendiendo por acción social una acción en dondeel sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conductade otros (sic), orientándose por ésta en su desarrollo. El poder, en lacomunidad originaria, residía en el padre, jefe o patriarca, entendien-do por dicho concepto la probabilidad de imponer la propia volun-tad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia, y cual-

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quiera que sea el fundamento de esa probabilidad, que en el caso de lacomunidad familiar era el progenitor o el ancestro reconocido paraejercer la dominación (probabilidad de encontrar la obediencia a unmandato de determinado contenido entre personas dadas). El «pen-sar mitológico» (Weber), que caracterizó al orto de la religiosidad quehizo posible la invención animista, se centró en el culto ritual a losmuertos, y fue pronto controlado por magos que administraban unaautoridad consentida por los jefes o patriarcas, aunque progresiva-mente vigilados y controlados por éstos en el uso de los carismas quelos referentes cúlticos les atribuían. El carisma puede definirse comoun don que el objeto o la persona poseen por naturaleza y que no pue-de alcanzarse con nada (Weber); y, como señala Tylor, consiste origi-nariamente en una propiedad religiosa o mágica propia de «espíritus».

Resulta evidente que en el nivel comunitario, en el que aún no sehalla formado un panteón politeísta en un espacio intertribal, no emer-gió ninguna situación en la cual se haya formalizado una cierta «dualiza-ción» del poder ya en el contexto de una comunidad «política» propia-mente dicha con diferenciación entre dominación religiosa y dominaciónsecular. Generalmente, esa dualización del poder sólo nos consta quehubiera alcanzado una madurez efectivamente significativa en tiem-pos históricos, en su sentido convencional, como señala Frankfort:

En tiempos históricos, los mesopotámicos, no más que los egipcios, no pudie-ron concebir una sociedad ordenada sin un rey. Sin embargo, no contemplaronla «realeza» como una parte esencial del orden de la Creación. Conforme a lasopiniones egipcias, el universo fue el resultado de un solo proceso creativo, y laactividad del Creador había encontrado su secuela natural en el gobierno abso-luto que Él ejercía sobre el mundo que Él había producido. La sociedad humanabajo el Faraón formaba parte del orden cósmico y repetía su modelo. De hecho,Re, el Creador, encabezaba las listas de los reyes de Egipto como el primer go-bernante del país, que había sido sucedido por otros dioses hasta que Horus,perpetuamente reencarnado en sucesivos Faraones, hubo asumido el legadode Osiris.

En Mesopotamia el aspecto teológico de la realeza fue menos impresio-nante; la monarquía no fue vista como el sistema natural dentro del cual lasfuerzas cósmicas y sociales eran efectivas. La realeza había ganado aceptaciónuniversal como una institución social, pero la naturaleza no aparecía confor-mada como un simple sistema de fuerzas coordinadas por la voluntad del go-bernante (p. 231).

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Es decir, en estas sociedades ya definibles como sociedades con unimportante nivel de desarrollo político, la realeza y la divinidad no inte-ractuaban todavía como iguales, ni siquiera como equivalentes en rango,como puntualiza otra vez Frankfort, con mayor precisión en lo que serefiere al Antiguo Egipto, en una nota:

La doctrina de la transfiguración del rey a su muerte presentaba a veces dificul-tades incluso para los egipcios —de aquí, un pequeño número de textos de lasPirámides que no identifica al rey muerto con Osiris—. Uno puede explicar-las, como hemos hecho en el texto, por la incapacidad de algunos sobrevi-vientes de pensar acerca de su monarca muerto, conocido hasta aquí comoHorus, ahora como Osiris, y por el deseo de asegurarle una supervivencia in-dividual. En este último caso, se insistía en hacer una distinción entre un reymuerto y Osiris, apareciendo éste como un verdadero Plutón [es decir, unverdadero «rey del Hades», el infierno, «correspondiendo a Re en el cielo»,p. 210]. Esta distinción da origen a textos que han sido interpretados comosignos de hostilidad a Osiris por parte de adoradores de Re. Pero es totalmen-te desorientador introducir teorías de escuelas religiosas en conflicto, talescomo una «religión de Osiris» y una «religión de Re» (por ejemplo, Breasted,Development of Religion and Thought; Kees, Totenglauben). Las pruebas enlas que están basadas muestran que no más que diferentes aspectos del MásAllá eran diferentemente acentuados; ello no anula la evidencia de la homoge-neidad de la cultura egipcia en todos los periodos o de su fuerte continuidad.Muchos de los textos aducidos para probar el antagonismo entre los cultos deRe y Osiris pueden explicarse perfectamente bien sin esa suposición. Porejemplo, si Pir. 2175 previene al rey muerto en contra de las vías del Oeste,otra versión más antigua (Pir. 1531-1532) lo previene contra las vías del Este;y ambos textos están meramente preocupados por que el muerto llegue al cir-cuito cósmico de la mejor manera posible. Otros ejemplos aducidos de anta-gonismo pierden su relevancia cuando se considera el contexto [...]. Estosejemplos pueden bastar como muestra de que se debe tomar una actitud con-tra la presentación atomizada de la religión egipcia que tiende a ponerse demoda como resultado de una legítima y muy necesaria investigación de pro-blemas especiales (p. 375).

No obstante, parece conveniente no perder de vista dos factores enel estudio de la religión egipcia, el primero radica en el fuerte y multi-forme animismo en la cultura egipcia, y el segundo se refiere a la evolu-ción de las figuras divinas en más de los tres mil años de su historia. Loscapítulos XII y XIII de la monumental obra de A. Erman y H. Ranke, La

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civilización egipcia, traducida al francés en 1963 (por la que cito), des-taca el hecho de que «se puede considerar como aproximadamentecierto que en el origen no existía en Egipto una religión común a todo elpaís. A decir verdad, ciertas concepciones se habían extendido muypronto en todos los nomos [aldeas, pueblos], por ejemplo, aquella se-gún la cual Rê, el dios solar, navega en una barca por encima del cielo,o aun aquélla según la cual el cielo es una diosa que se tumba encimade la tierra. Pero estas concepciones no tienen, por así decirlo, ningunarelación con la religión propiamente dicha. Quien sentía la necesidad deuna ayuda sobrenatural se dirigía más bien a una divinidad más próxi-ma a él, al dios de la aldea (sic). Todas las localidades, cualquiera quefuese su importancia, poseían una divinidad particular, honrada porsus habitantes, pero por ellos solamente [...]. Pero cuando la reputa-ción de un dios se extendía en todo el país, hasta el punto de atraer ha-cia su santuario a los peregrinos de nomos alejados, los fieles de otrosdioses menos célebres asimilaban con gusto su divinidad a la otra, queera más honorada. La diferencia completa de nombre no constituía, engeneral, ningún obstáculo a esta asimilación. Así fue como en una épo-ca muy remota el culto de Osiris, original al parecer de la villa de De-dou en el Delta (llamada más tarde Busiris, es decir, casa de Osiris), haconquistado todo Egipto y transformado en Osiris a dioses totalmenteextraños a éste...» (pp. 330-331). Este fenómeno de fusión, por el quedesaparecen los nombres de «los espíritus inferiores de una villa» enbeneficio de otros más potentes, genera un proceso de selección quepuede integrarlos en muy pocas simbolizaciones adecuadas a las con-cepciones predominantes. Pero este desarrollo tuvo lugar en «épocasanteriores todavía a las que nos son accesibles», pues, «en los documen-tos más antiguos, llamados corrientemente Textos de las Pirámides, laevolución está casi enteramente cumplida, y la religión posee ya, enlo esencial, el carácter que conservará en todas épocas posteriores»(p. 332). Esta obra hace una muy desfavorable valoración de esta reli-gión y subraya que muestra «una mitología en la cual mitos absoluta-mente inconciliables son yuxtapuestos sin el menor embarazo: en fin, unconjunto de ideas teológicas que presentan una confusión sin parale-lo. E incluso a continuación, jamás se ha introducido orden en este caos;aun más, durante los milenios que duró todavía la religión egipcia,después de la redacción de los Textos de las Pirámides, el desorden noha hecho más que crecer» (ibidem).

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La tesis de Frankfort sobre la naturaleza no divina de los faraonesencuentra un refrendo en el valioso ensayo de M. A. Bonhême yA. Forgeau, Pharaon. Les sécrets du pouvoir (1988), cuya conclusión esdiáfana y precisa:

El faraón no es un rey-dios en el sentido en que esta institución ha podidoexistir en ciertas sociedades africanas; se vincula más bien a la categoría delos reyes-sacerdotes cuyo rol dimana de la responsabilidad religiosa respectoa los dioses pero de la cual la acción individual se disuelve en la acción divina.Egipto, por ejemplo, no ha conocido la muerte por ejecución ritual del sobera-no, pues la causa última de los fenómenos escapa a este último; igualmente,el incesto nunca ha constituido la regla de los matrimonios reales en nombrede una consanguinidad divina, y no fue más que practicado ocasionalmentepor motivos de orden político. Si el vocabulario ha franqueado el paso llaman-do «dios» o «dios bueno» al faraón, el término se dirige al carácter sagrado dela función, no al ser físico del soberano. El ceremonial que preside la aproxi-mación a la persona real honra el aura de la cual es investida, sin confundirsepor ello con los actos de la liturgia religiosa. En el interior de su nave, en laoscuridad del santuario que rodea el «pasillo misterioso», el dios es invisiblesalvo para el ministro del culto, el faraón o su representante, el gran sacerdo-te; en las procesiones tebanas, la estatua del dios Amón permanece oculta alos ojos de la multitud. Por el contrario, los artesanos de Deir-el-Medineh sa-can una efigie descubierta de Amenophis I, patrón de su comunidad, en lasfiestas en su honor. A la inversa, en Meroe, donde prevalece el sustrato africa-no, los autores clásicos subrayan el secreto del que se rodea la persona delsoberano: «Ellos honran a los reyes al igual que a los dioses, pues quedan ge-neralmente encerrados y confinados en el palacio» (Estrabón, 17, 2, 2) (pp.319-320). Se debe a las religiones de la Antigua Mesopotamia la «deificaciónde los reyes».

La figura verdaderamente descollante del panteón egipcio, y elmáximo exponente de la originalidad creativa y del genio religioso enla cultura nilota, es, sin duda, el dios Osiris, en el cual se registranhondas resonancias antropológicas que lo hicieron un ilusorio arqueti-po para la evolución del fenómeno de la religión en el curso de su his-toria —incluido, en un plano relevante, el «misterio cristiano»—. Se-gún el mito, escasamente documentado pero atestiguado por fuentesindirectas como el más popular y difundido (Brandon) en el AntiguoEgipto, Osiris aparece como el dios del ritual mortuorio y regidor de losmuertos, y en las inscripciones recogidas en los Textos de las Pirámides

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(c. 2400 a. C.) era ya el centro de un complejo ritual funerario basadoen la leyenda de su muerte y resurrección, con el fin de resucitar loscuerpos como lo había hecho Osiris, asegurando la «inmortalidad»post mórtem. Este ritual, que «era actuado en favor de la persona fa-llecida, re-presentaba o re-actualizaba la secuencia de actos que, se creía, había conducido originalmente a la revivificación del muertoOsiris» (S. G. F. Brandon, History, Time and Deity, 1965, p. 19), yequivalía, como escribió este genial historiador de las religiones, a «la“perpetuación ritual del pasado”» para superar la acción destructiva delTiempo, y funcionaba ex opere operato. Osiris tenía personalmentecomo propio el don de revivir, de resucitar, por sus méritos (Frankfort).

Vale la pena recordar algunos rasgos del dios Osiris, que podríanverse como prefiguraciones del Cristo de la fe. Frankfort nos ofrece unabreve semblanza:

El mito más popular entre los egipcios fue el de Osiris, Isis y Horus. Sin em-bargo, no es conocido como una narración conexiva antes de que Plutarco laregistrase. No obstante, no fue una invención tardía; ambos, los Textos de lasPirámides como la Teología Memphita, del tercer milenio a. C., se refieren aél en muchos lugares [...]. Su narración directa debió de haber sido común,por supuesto, para hacer comprensibles las alusiones, incluso para los egip-cios. Pero el grueso del relato no fue la preocupación de la literatura sino delarte popular [...]. Los mitos escritos son realmente vulgarizaciones del folclo-re mítico, en lo que respecta a forma y contenido a la vez (Ancient EgyptianReligion. An Interpretation, 1948, p. 126). La muerte de un rey era, de unmodo característico de los egipcios, pasada por alto en tanto en cuanto signi-ficaba un cambio. La sucesión de un rey a otro se veía como una situación mi-tológica incambiante: Horus sucedió a Osiris [Horus fue un dios de doble na-turaleza y rol; como los reyes que unieron el Bajo Egipto, adoraba un dios delcielo, con forma de halcón, llamado Horus, identificado con el dios solar Rê,y así vino a ser un dios regio «par excellence», y cada rey tuvo un «nombre-Ho-rus». En la leyenda de Osiris, en la que Horus es representado como un pia-doso hijo del muerto Osiris y ejecutor de su rito funerario, además de venga-dor de su asesino Seth, y a menudo representado como un niño alimentadopor su madre Isis]; y como la mayoría de los reyes eran sucedidos por sus hi-jos, realmente cuadraba con la teología en este aspecto. También cuadrabacon el hecho de que realmente el padre, Osiris, desapareció definitivamentedel escenario terrenal. En el mito, Osiris, asesinado por Seth, fue revivido,pero sólo como un poder en el más allá; Horus asumió el trono. En realidad,

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también se vio como verdadero. El nuevo rey accedió al gobierno como Ho-rus; su padre se había unido al morir con Osiris, el precursor y prototipo detodos los reyes muertos [...]. La Teología Memphita, discutiendo el entierrode Osiris, afirma tajantemente que «se transformó en tierra». Así, el Faraónsobrevivía en las recurrentes manifestaciones de fuerzas ctónicas; y cuando,por consiguiente, los egipcios mantenían que los muertos comunes circunda-ban el polo como estrellas, su concepción del estado futuro del hombre no di-fería en lo esencial de lo que se daba en el caso del Faraón (pp. 102-103).

Samuel Brandon afirma, y es así sin réplica posible, que «para elestudio de la fenomenología de la religión, es el Cristianismo el que su-ministra el único paralelo real con la soteriología osiriana. De qué ma-nera y en qué grado, si es así, la concepción cristiana de un salvador-dios fue influenciada por la visión egipcia antigua de Osiris, ha sido eltema de un largo y persistente debate» («The Ritual Technique of Sal-vation in the Ancient Near East», en AA. VV., The Saviour God. Com-parative Studies in the Concept of Salvation, 1963, p. 29). No resultafactible exponer la serie de puntos concretos que avalan este sorpren-dente paralelismo, inexplicable sin préstamos o influencias (pp. 30-33);y lo prueba el convincente caso de Pablo, cuyas epístolas contienen laesencia del «misterio cristiano», en evidente contraste con el enjutocredo de la primitiva comunidad apostólica de Jerusalén. «Tal con-cepción —escribe Brandon— era completamente extraña, y realmen-te ofensiva, para el pensamiento judío corriente, de modo que Pablose vio obligado a emplear otros conceptos al formular su “evangelio”,que él reconocía que difería del de sus oponentes judeocristianos. Tuvo,en particular, que construir una doctrina del Hombre que explicasecómo la muerte (y resurrección) de Jesús pudo efectuar la salvación hu-mana. Esto se hizo mediante la representación de hombres y mujerescomo estando en un estado de perdición y sometidos a fuerzas de mo -nía cas. La crucifixión de Jesús, lograda en la ignorancia de su verdade-ro carácter por parte de estos demonios, había roto su dominio sobrela humanidad y así había conseguido potencialmente la salvación desus miembros de las consecuencias de tal servidumbre [...]. En conse-cuencia, transformó el bautismo, de rito purificatorio, en un ritual deasimilación mística por el cual el neófito era unido a Cristo en ambascosas, su muerte y su resurrección» (ibidem), en cuya virtud el bautiza-do volvía inmediatamente a la vida del alma, vencía a la muerte delcuerpo, y aseguraba la resurrección, como les ocurría a los que deposi-

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taban su fe soteriológica y cumplían su adhesión ritual a Osiris.Volviendo al tema de los dioses salvadores de las religiones precris-

tianas, es necesario observar que son figuras míticas, y nada más, comoen el caso de Osiris o en el de los dioses simbólicos que protagoniza-ban los ritos agrarios. El mitologema osírico tenía lugar en el espaciosagrado del dios, sin incidencia en la vida política de reyes y súbditos, yla realeza asumía sus responsabilidades rituales sin la posibilidad de con-frontación o competiciones por el poder, ni ánimo de triunfo o de su-plantación. Los dioses que mueren o dioses sufrientes no son humanos ypertenecen simbólicamente al mundo animal o vegetal: dioses o espíri-tus de la fertilidad que mueren o resucitan con las cosechas, o con losciclos regulares de los astros, o con los símbolos animales del zodíaco.Sólo los héroes carismáticos y humanos interesan al mundo de los po-deres en los que lo religioso y lo político se conjugan o se disocian, gene-rando o bien una asociación política de dominación (la ciudad, el Esta-do), o bien una asociación hierocrática (monasterios, iglesias), y enambas clases, separada o conjuntamente, «sus miembros están someti-dos a relaciones de dominación en virtud del orden vigente» (Weber);por ejemplo, una «iglesia» es «un instituto religioso de actividad con -tinuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo man-tiene la pretensión al “monopolio” (sic) legítimo de la coacción hierocrá-tica», así como el Estado quiere mantenerla en su espacio (ibidem).

Sin embargo, el espacio conceptual propio para la interpretacióndel cristianismo es el que se ocupa de tres elementos coordinados: ca-risma, profecía y salvación. En primer lugar, Weber es el estudiosoque aplicó el concepto de «ruptura» como modelo de explicación deciertos fenómenos históricos o sociales, y también, con gran éxito, alos giros o las alteraciones profundas del tejido social e institucional dela religión; y muy especialmente para dar cuenta del cambio de la reli-gión tradicional, en la cual el paso del tiempo apenas afecta a su es-tructura y estabilidad como un sistema ordenado de contenidos defe; y de la instauración de una religión innovadora con mensajes queimplican contenidos de fe y estructuras de obediencia y conductadesconocidos o relegados hasta el momento, o bien que significan unesfuerzo drástico o una radicalización de los ya conocidos. El primerconcepto clave que inicia la «ruptura» es el de profecía: el profeta es«un portador puramente individual de carisma, que en virtud de sumisión proclama una doctrina religiosa o un mandato divino». Puede

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ser un «renovador de religión» que «predica una revelación más vieja,real o supuesta, y un “fundador de religión”, que pretende traer ente-ramente nuevas “liberaciones”. Los dos tipos se funden el uno en elotro». Sin que la formación de una nueva comunidad religiosa nece-site ser el resultado de la acción de profetas; «la llamada personal es elelemento decisivo para distinguir el profeta del sacerdote. El segundoreclama autoridad en virtud de una tradición sagrada, mientras queel profeta basa su pretensión en una revelación personal y en su caris-ma», por lo que casi ninguno procede de la clase sacerdotal. «Por re-gla general, los maestros indios de salvación no fueron brahamines,ni fueron sacerdotes los profetas israelitas.» Pero «el profeta, como elmago, ejerce su poder simplemente por virtud de sus dotes (dones)» yreclama que posee «revelaciones definidas» y difunde doctrinas omandatos; al mismo tiempo que manifiesta y transmite la sensación—a veces, cegadora— de su «autentificación carismática». El riesgode la religiosidad profética gravita radicalmente en la entrega entusia-ta y acrítica de los seguidores a la magia carismática que irradia delprofeta. Los discípulos que convivieron con Jesús de Nazaret estabansubyugados hasta tal extremo que ni siquiera el fiasco mesiánico lesllevó a apartarse de la empresa, y persistieron en la creencia en la in-minente instauración del Reino en Jerusalén, adoptando ansiosamenteformas de «racionalización» del contratiempo experimentado. MaxWeber escribe sagazmente:

Por otra parte, fue sólo bajo muy insólitas circunstancias que un profeta triun-fase en el establecimiento de su autoridad sin «autentificación carismática», lacual en la práctica significaba «magia». Los portadores de la doctrina, al me-nos, prácticamente siempre necesitaron esa convalidación. No debe olvidarseni un instante que la entera base de la propia legitimación de Jesús, así comotambién que su pretensión de que él y sólo él conocía a su Padre, y que el ca-mino a Dios conducía a través de la «fe» en él solamente, era el «carisma mági-co» que él sentía dentro de sí mismo. Fue, sin duda, esta conciencia de poder,más que cualquier otra cosa, lo que lo capacitó para recorrer la ruta de losprofetas. Durante el periodo apostólico de la Cristiandad temprana, y, des-pués, la figura del profeta errante fue un fenómeno constante. Siempre fue re-querida de tales profetas una prueba de su posesión de particulares dones delespíritu, de poderes especiales mágicos o extáticos (cito por la traducción ingle-sa, The Sociology of Religion, p. 47, recopilación de todos los textos del autorextraídos de Wirtschaft und Gesellschaft, y relativos a la religión).

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Weber recuerda que «los profetas muy frecuentemente practica-ban la adivinación y también la curación mágica y el consejo», comoigualmente lo hizo Jesús, y antes que él, los profetas (nabi, nebim) delAntiguo Testamento; y los servicios de todos los profetas no eran jamásremunerados. Tampoco los «profetas» eran aisymetes (legisladores, le-gistas), y aunque los profetas tardíos de Israel estuvieron fuertementeconcernidos por la desigualdad económica y alentaron la reforma so-cial urgente, «una explicación de la preocupación única de la profecíahebrea por la reforma social hay que buscarla en el terreno religioso»,lo mismo que sucedió con Jesús, es decir, eran «sólo medios para unfin», pues «su preocupación primaria fue la política extranjera, princi-palmente porque constituía el teatro de la actividad de su dios. Losprofetas israelitas se preocupaban por la injusticia social y de otros ti-pos como una violación del Código Mosaico, prioritariamente en ordena explicar la ira de Dios, y no en orden a instituir un programa de refor-ma social […]. Finalmente, Jesús no estuvo en absoluto interesado en lareforma social como tal»; como tampoco la Iglesia católica tuvo nuncaprograma social alguno, sino sólo una política general de convenienciaen función de sus intereses religiosos o materiales en cada momento(Troeltsch). Y Jesús perdió su vida por defender la causa de Jahvé con-tra los romanos, que violaron la decisión innegociable de los fieles lea-les de no pagar el tributo censal al César, como pruebo, en último térmi-no, en el ensayo de la segunda parte de este libro, «El mito cristiano».

La religión profética está saturada de la misión de difundir unmensaje vital de fuerte tonalidad emotiva que contiene la «proclama-ción de una verdad religiosa a través de una personal revelación». We-ber sitúa magistralmente en este texto el perfil básico del profeta en susignificación decisiva para la plenitud del monoteísmo en el cruce delas culturas asiático-helenísticas:

Así, el carácter distinto de la profecía más temprana, en ambas formas, dualis-ta y monoteísta, parece haber sido determinado decisivamente —aparte de laoperación de ciertas otras influencias— por la presión de grandes centros derígida organización social relativamente contiguos sobre pueblos vecinos me-nos desarrollados. Al margen de si una religión profética particular es predo-minantemente ética o predominantemente de tipo ejemplar, la «revelaciónprofética» comporta para ambos, el profeta y sus seguidores —y esto es el ele-mento común a las dos variedades [el tipo ético y el tipo ejemplar]—, una vi-

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sión unificada del mundo derivada de una actitud integrada, y llena de significa-do, hacia la vida. Para el profeta, la vida del hombre y del mundo, los aconte-cimientos cósmicos y sociales, a la vez, tienen un cierto sentido coherente y sis-temático. A este significado tiene que estar orientada la conducta de lahumanidad si ha de traer la «salvación», pues sólo en relación con este signifi-cado obtiene la vida un patrón significante y unitario (pp. 58-59).

Cuando el profeta se configura como encarnando una ética y unaejemplaridad es cuando irrumpe como un Salvador (So μte μr, Erlöser,Heilsbringer) y, más o menos consciente o inconscientemente, expresao implícitamente, actúa en el espacio público como un reformador oun revolucionario. En este sentido, el fenómeno religioso-político de Israel representó un precedente histórico paradigmático y fundamentalpara la historia ulterior de los grandes imperios en su lucha por su ex-pansión y asimilación de sus vecinos: en efecto, en palabras tambiénde Weber, «la “profecía hebrea” estuvo completamente orientada haciauna relación con las grandes potencias del tiempo, los grandes reyes,quienes, como los cetros de la ira de Dios, primero destruyen Israel yluego, como una consecuencia de la intervención divina, permiten aIsrael volver del Exilio a su propia tierra». Medio milenio más tarde,Brandon nos recuerda que «los discípulos originales habían presenta-do a Jesús como el Mesías de Israel, un concepto que por el año 71 d. C.era muy sospechoso; Marcos representa a Jesús increpando a Pedropor su culpa de no ver, más allá de la figura nacionalista del Mesías, elSalvador que muere por el género humano» (1965, pp. 177-178), comoexplicaré en «El mito cristiano» (infra). Y agrega, en síntesis de manomaestra: «Lo que el autor del Evangelio de Marcos logró..., para resol-ver la difícil situación en la que él y sus camaradas cristianos se encon-traban, iba a ser de la mayor consecuencia para el futuro del Cristia-nismo. En efecto, Marcos había fusionado la tradición del Jesúshistórico con la presentación por Pablo de Jesús como el Salvador divi-no de la humanidad. Aunque... un definido propósito apologético ins-piró la composición de la obra, la tradición narrativa originaria fuediestramente utilizada de manera que Jesús era colocado firmementey vívidamente contra su trasfondo histórico. Además, y quizá lo másimportante de todo, a causa de la necesidad sentida de explicar la con-dena de Jesús por sedición como debida a la malicia judía, se da un rela-to circunstancial de los eventos que condujeron a la Crucifixión. En

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consecuencia, este suceso, que iba a ser el datum fundamental de lateología cristiana, estaba firmemente anclado en su contexto históri-co. En lugar de ser visto, como en Pablo, prioritariamente como elpunto decisivo en un “mythos” esotérico de salvación, llegó a quedartan esencialmente vinculado a su ocasión histórica que el nombre dePoncio Pilato ha sido para siempre asociado con él en los credos de laIglesia» (p. 179). Y Brandon destaca el meollo de ese punto decisivo:

El retraso de la «Parousia» [segunda presencia], o Retorno de Cristo, signifi-có que la Iglesia tuvo que ajustar gradualmente su visión del propósito divinocomo manifiesto en el tiempo-proceso. En lugar de esperar el inminente finaldel presente orden-mundo, los cristianos se encontraron a sí mismos obliga-dos a contemplar la extensión indefinida de ese orden en el futuro. La creenciaen el Retorno final de Cristo y del fin del mundo nunca fue abandonada; peroperdió lentamente el lugar dominante que tuvo para las primeras generacio-nes. El proceso de reajuste tuvo profundas consecuencias para el Cristianis-mo: en particular su Weltsanschauugung, en sus aspectos a la vez comunal ypersonal, experimentó un cambio radical (p. 183).

El arranque del proceso consistió en la progresiva desjudaización,desescatologización, universalización, helenización y romanización delmensaje cristiano. La institucionalización de la Gran Iglesia y de su sa-cerdocio jerarquizado, con un monopoder supremo paralelo al monarcaimperial, formalizó una compleja e inestable competencia por el poderpolítico y cultural. Es entonces cuando tuvo lugar la arrogación ecle-siástica del poder supremo conferido por el Cristo deificado a Pedro(Mat 16, 18-19), que a partir de León I Magno (440-461) se configuracomo régimen personal monárquico investido de la plenitudo potesta-tis, en cuanto que posee la principalitas (con relación a todas las demásunidades eclesiales) y el principatus (respecto de los poderes secula-res). Ambrosio de Milán ya había expresado el principio regulativo dela competencia jurisdiccional del emperador: Imperator enim intra ec-clesiam, non supra ecclesiam est, en una relación mater-filius; y con Ge-lasio I, en el pasaje Duo quippe de su carta al emperador Anastasio(año 494), aparece la subalternidad de responsabilidad moral del Em-perador versus el Papa ante Dios, y la subordinación preventiva en elejercicio de los privilegia potestatis regis: «los emperadores cristianos—declara Gelasio— deben subordinar sus decisiones a los superioreseclesiásticos, no llevarlas adelante». De hecho, se estableció la unidad

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de poder y la dualidad de funciones, si bien bajo la autoridad final delPontífice en caso de discrepancia inconciliable. Con esta definicióndel poder de mando en beneficio de la autoridad religiosa, y de la prácti-ca arrasadora del proselitismo, la Iglesia, que fue concebida desde suorigen como «institución de poder» a medida que avanzaba la rutiniza-ción (Veralltäglichung) del carisma del Nazareno, iba creciendo hacia lacima de su potencia, hasta que el renacimiento de la Antigüedad clási-ca y sus categorías políticas y culturales, de un lado, y el incontenibleavance de la Ciencia moderna, del otro, hubo de recortar, no sin fero-ces resistencias, su dominación y sus pretensiones. La dialéctica entrepoder religioso y poder político o civil debe enfocarse como el mito polí-tico característico, antiguamente y actualmente, de la civilización deOccidente, y que fue incoado sobre las bases cristianas de la «teologíadel poder», que arranca de la ominosa premisa de que todo poder pro -cede de Dios y ha de subordinarse en último término a la doctrina de suRevelación, contenida históricamente en los textos de los dos Testamen-tos, el Viejo y el Nuevo, depositados para su propagación y su interpreta-ción en el palio de la Iglesia y en la forma dogmática y pastoral que éstaestablece como Verdad Absoluta y Única. Su lema y su escudo es la fe enese legado, iluminado por una razón cuyos límites veritativos son defi-nidos por la Iglesia bajo la pena de excomunión en este mundo y lacondenación eterna en ese mundo post mórtem, en cuya «incuestio-nable» existencia, como postulado previo y fundamental, exige a susfieles creer con fe ciega. La irracionalidad e incoherencia de su credoconstituye una muestra estremecedora del gravísimo peligro de erigirlas creencias en general, y la fe religiosa en particular, como normas yguías de la existencia humana. En la tercera parte examino la manifes-tación del mito en la política de la España contemporánea.

En un texto insuperable de su reciente libro El secuestro de lamente (2006), el psiquiatra y pensador Fernando García de Haro nosdice lo siguiente:

¿Cómo funciona la mente del terrorista, del fanático, del sectario, del que secree en posesión de la verdad absoluta, del que es capaz de eliminar a millonesde personas en nombre de una creencia, o simplemente del que cree en mun-dos irreales? ¿Cuáles son los mecanismos íntimos de su cerebro y de su men-te? Para responder a estas preguntas, vamos a abordar uno de los temas difí-ciles y comprometidos de la mente humana: el aspecto negativo de las

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creencias. Éstas, lo mismo que los sueños en mundos imaginarios que vivimoscomo reales. Creer es dar por cierto algo de lo que no se tienen pruebas reales, ysi se aportaran dejarían de ser creencias y pasarían a ser realidades probadas.Son interpretaciones de la realidad irrebatibles por la argumentación lógica opara las pruebas objetivas en contra, y que se afirman por el acto de creer o dela fe. Vienen ancladas por el fuerte valor afectivo que el sujeto les atribuye.Ayudan al hombre a crearse una interpretación de la realidad, un mundo en elque se instala posiblemente para toda su vida. Es un tema muy difícil porquepor la propia definición de creencia todo creyente se cree en posesión de laverdad y se muestra incapaz de salir de su mundo. Y es un tema comprometi-do porque nadie quiere ver puesto en cuestión su mundo creencial, sea éstereligioso, ideológico o privado. Las creencias son un laberinto en el que elhombre se pierde. Sólo los griegos fueron capaces de salir de él.¿Por qué confunde el hombre su fantasía con la realidad? ¿Por qué los hom-bres somos capaces de creer las más absurdas fantasías y tomárnoslas como lomás importante del mundo, como es el caso de las creencias religiosas o ideoló-gicas? Y esto, independientemente del grado de inteligencia y de cultura quese tenga.

Recomiendo vivamente la lectura de esta obra por su valor infor-mativo y científico, por las mismas razones que he incluido un extensoexamen del pensamiento científico de tres grandes investigadores muyrecientes, bajo los epígrafes de las secciones 5, 6 y 7, a saber, RodolfoR. Llinás y el mito del yo, Daniel C. Dennett y la explicación de la con-ciencia, y Richard Dawkins y la evolución de la cultura; en mi análisis, elminucioso repaso de sus textos predomina muy ampliamente, me-diante reiterada citación literal, sobre mis propias ideas, a causa delimperativo de exigible fidelidad.

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PRESENTACIÓN

La Iglesia ha exhibido los Evangelios canónicos como prueba de laverdad y autenticidad de su doctrina en cuanto que fundada en el ma-gisterio de Jesús y, por consiguiente, como nota diferenciadora de lareligión cristiana respecto a otras religiones. La polémica acerca dela historicidad de esos documentos escritos, pero anónimos, no ha ce-sado después de más de doscientos años de ardua investigación, ni cesa-rá, pues la Historia como ciencia de la vida humana a través de lostiempos no posee suficientes fuentes e instrumentos para recuperaríntegramente y con absoluta certeza el pasado. Sin embargo, es posi-ble en cierta medida realizar la tarea de perfilar la evolución de la doc-trina cristiana desde sus orígenes mismos y sus primeras etapas de sudesarrollo, mediante un análisis objetivo y sin prejuicios teológicos delos textos disponibles, y al margen de la fe, que permita fortalecer to-davía más algunas conclusiones altamente probables. Sé que, además,hubo otros factores importantes, pero estoy seguro de que en el breverelato del autor de Marcos se esconde el ombligo de la mentira cris -tiana.

1. INTRODUCCIÓN

La crucifixión de Jesús para ejecutar la sentencia dictada en el uso desus competencias legales por un prefecto romano en Jerusalén, con elfin de castigar un delito de sedición, inauguró dramáticamente el ortode la fe cristiana como una nova religio, el mito de más ominosas con-secuencias en la historia de Occidente, en virtud de la más tosca tergi-versación legendaria. La composición y el significado del llamado

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evangelio de Marcos solamente pueden entenderse a la luz del aconte-cimiento histórico, inesperado e indeseado para su protagonista, de esacondena. El autor del texto de Marcos creó el género literario de labuena nueva (evangelion) y escribió así el modelo original —que luegoampliarían Mateo y Lucas— para intentar fundamentar, contra todaslas evidencias factuales, la fe pospascual de la Iglesia de Roma.

William Wrede declaró solemnemente que «el evangelio de Mar-cos pertenece a la historia del dogma cristiano», y Norman Perrin, pa-sando revista a setenta años de exégesis del Nuevo Testamento, ha po-dido concluir que «el problema del Mesías crucificado fue el mayorproblema para la Iglesia temprana». En efecto, todo el desarrollo delprimer Evangelio constituye una gran fabulación urdida para invertircronológicamente y teológicamente el substrato histórico de lo realmen-te ocurrido, mediante la adulteración y reinterpretación ad hoc de lostestimonios que todavía pervivían, anteriores a la fe en la Resurrecciónde Jesús de Nazaret. Para nosotros se trata, pues, de reconstruir esesubstrato histórico por medio de una metodología que ponga en evi-dencia las articulaciones arbitrarias que conduzcan premeditadamenteal drama apocalíptico que nos legó Marcos, el cual no es sino el relatode una revelación inventada que se sitúa aproximadamente a medio ca-mino en los quince capítulos —el decimosexto es en su mayor parteapócrifo— de su texto, exactamente en Mc 8. 27-33.

Esta ficción legendaria se conoce, desde Wrede, como el secretomesiánico, y abre el camino al evangelista para ir manipulando, reto-cando y reinterpretando para su propósito el material de la tradiciónoral, en el marco de dos mesianidades contradictorias, en cuya interac-ción «controlada» la más antigua acaba cediendo totalmente el paso ala novísima, porque el dato axial de la crucifixión seguida por la “resu-rrección” así lo exigía. La imaginaria resurrección de Jesús debía funcio-nar como indispensable cobertura teológica del escándalo de la crucifi-xión, y de la falsedad del relato. Nuestra metodología para iluminar esacobertura consistirá justamente en recuperar y explicar la metodologíade la falsificación que adoptó el autor de Marcos, lo cual impone el di-fícil ejercicio de buscar un método eficiente para dar cuenta de la es-tructura de la narración evangélica mediante la precisa identificaciónde sus articulaciones estratégicas.

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2. REFLEXIONES SOBRE EL MÉTODO

La exégesis de la Biblia cristiana en general, pero particularmente delNuevo Testamento, ha transitado por cauces que podrían enunciarsecon tres rúbricas: exégesis bíblica católica, hermenéutica existencialcristiana, y heurística histórico-crítica.

2.1. La exégesis bíblica católica es notoriamente estéril para conse-guir una inteligencia objetiva, independiente de todo dogma religioso,mediante la rigurosa aplicación de los presupuestos y los instrumentosdel método científico para investigar los fenómenos históricos. Teólo-gos católicos eminentes, como K. Rahner y H. Vorgrimler, definen laexégesis (ejxhvghsi", «explicar», «interpretar», «exponer») como unadisciplina teológica que interpreta la Escritura «con métodos auténti-camente científicos», pero añaden que, «como ciencia católica» (!),«no debe limitarse al uso de esos métodos, ni le es lícito hacerlo», puesno debe «tener la doctrina e instrucciones del magisterio únicamentecomo norma negativa». La exigencia es máxima: «Es tarea de la exége-sis católica mostrar la compatibilidad de sus resultados con el dogma ca-tólico y también, por lo menos en principio, con la doctrina oficial no de-finida de la Iglesia» (cursivas mías). Se trata de creer (dokevw), no desaber, especialmente cuando la doctrina está definida por la Iglesiacomo dogmática; entonces, hay que asumirla como revelada por Dios yse enseña como definitiva y obligatoria para todos los católicos; y lomismo ocurre cuando una doctrina está íntimamente «vinculada conuna verdad revelada» y es indisoluble de ella. Si se trata de una doctri-na «simplemente oficial no definida», la exégesis se convertirá con fre-cuencia en «teología bíblica»; y, en el caso ideal, se asimila a la teologíabíblica presupuesta por la dogmática. Sin entrar aquí en las minucio-sas reglas decretadas en materia exegética, conviene subrayar que losprincipios básicos que rigen en la Iglesia hablan por sí solos: toda inter-pretación se somete a la analogia fidei y al «criterio tipológico». La pri-mera significa que, en su forma católica, no se da ninguna afirmaciónde la revelación o de la fe que no haya que entenderla desde la fe obje-tiva una y total de la Iglesia. La segunda implica que cuando en elNuevo Testamento se llama typos, o ejemplar, a una persona, o a unsuceso, de la historia del Antiguo Testamento, entonces esa persona o

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suceso es «típica» de las orientaciones y actitudes de Dios, que se man-tienen a través de toda la acción salvífica divina, y, por consiguiente, tie-nen necesariamente que tener en el Nuevo Testamento corresponden-cias (exaltadas, sublimadas) que han sido previstas por Dios y queridaspreviamente por él. Por ejemplo, Moisés es un typos de Cristo. Tanto eluno como el otro principio exegético pone en manos de la Iglesia jerár-quica un arma doctrinal arbitraria y de alcance ilimitado, en virtud de sulegitimación para definir todo prácticamente ad libitum. A propósito dela interpretación tipológica, L. Rougier escribió lo siguiente:

Esta mentalidad considera que cada palabra, cada miembro de frase, cadaversículo de Escritura, siendo la palabra de Dios, tiene un sentido en sí, inde-pendientemente de su contexto; y que es lícito agrupar o fundir citas tomadasde los Salmos o de los diferentes libros del Antiguo Testamento de maneraque pudiera formarse con ellas una citación completa cuyo sentido global esdistinto del de cada una de sus partes componentes, estando comúnmenteadmitido, entre los esenios y entre los cristianos, que los antiguos profetashan anunciado de manera velada, críptica, todo lo que se ha realizado en elNuevo Testamento, lo que abre la vía a la interpretación alegórica tal como seencuentra practicada en el pesher qumraniano, en Filón el Judío y en la exége-sis tipológica de la primera Iglesia.

Procede preguntarse cómo una mente sana puede conceder crédi-to a tales manipulaciones. La exégesis bíblica católica se transforma amenudo en una caricatura de la norma de objetividad y probidad his-tórica sin la cual la exégesis se reduce a una indigesta especulación.¡Cómo se atreve a hablar de cientificidad...!

2.2. La hermenéutica existencial cristiana, iniciada por F. D. E. Schleier-macher y culminada en el extremismo de H.-G. Gadamer, representa unintento de superar el escolasticismo de la lectura católica de la Bibliaabriéndose a los aires de la inspiración vital del intérprete en un diálogorecíproco con el escritor sagrado, y ampliar así los límites formales deltexto en el contexto global de la tradición. El elemento central sigue sien-do la fe en la inagotable trascendencia del Ser por antonomasia y en elcontacto vivencial con él en un ininterrumpido encuentro existencial.

Los puntos esenciales son éstos: el cristianismo creó un lenguaje,que constituye un todo; todo entendimiento está condicionado por el

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del todo; se instaura así un movimiento circular del cual nadie puedeescaparse, porque el espíritu creador aporta siempre algo inesperadoque se impone al intérprete, quien, en virtud de una intuición adivina-toria, se identifica con el autor. Schleiermacher relaciona este procesohermenéutico con la importancia del tiempo, así como de la reconstruc-ción histórica, objetiva y subjetiva, del discurso analizado. La hermenéu-tica es un arte de hacer la acción interior totalmente perceptible, recu-rriendo a factores psicológicos intuitivos. La comunidad vital es lanaturaleza misma del lenguaje, y el ser humano es un espíritu en el mo-vimiento perpetuo de la comprensión y la interpretación. Aunque el in-dividuo no es susceptible de acercamiento porque es inefable, la pala-bra es la intermediación que permite el pensamiento común.

Schleiermacher ya aborda los vínculos entre hermenéutica y teología,así como también de la exégesis sagrada con la dogmática. El punto devista filológico visa separadamente cada escrito de cada autor, a diferen-cia del punto de vista dogmático, que somete la comprensión (Verstehen)de cada autor a la dependencia común de la fe cristiana y su origen en Cris-to, la cual es, para Schleiermacher, «preponderante». Pero estima que sise toman absolutamente la filología y sus exigencias, se aniquila la fe co-mún; y si se opta por la dogmática incondicionalmente, ésta se destruye así misma —el mismo Cristo quedaría reducido a la nada—. Por consi-guiente, Schleiermacher no vacila en afirmar que «la “analogia fidei” nopuede, entonces, brotar de la interpretación exacta, y la norma debe ser lasiguiente: si de todos los pasajes pertenecientes a un conjunto no se deduceun sentido concordante, es que ha sido mal interpretado». Esta norma delMissverstehen se hace relevante para la cristología neotestamentaria, detal modo que cuando un pasaje, en un autor, no concurre a la compren-sión de un todo —en este caso, la dogmática eclesiástica— entonces se ne-cesita «multiplicar» los enunciados emparentados; esta operación repre-senta el mínimo de la inteligencia «cuantitativa», cuyo máximo se expresacon la palabra «énfasis», que consiste en tomar el sentido del pasaje con unsignificado más amplio, que no es su sentido corriente, sino que incluye to-das las imágenes accesorias que puede sugerir. Pero, entonces, esa opera-ción, en principio, va hasta el infinito, pues no tiene límite en sí misma,como también le ocurre al proceso hermenéutico. Lo que no admite Sch-leiermacher es la tesis de que es el Espíritu Santo quien ejerce el impulsode esa operación —rechaza absolutamente la «inspiración verbal»—,pues afirma que es obra del exegeta que se esfuerza en comprender.

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La apertura personal del intérprete al sentido (Sinn) no va muchomás lejos de lo esperado —como pronto advirtió D. F. Strauss—, y dehecho queda considerablemente constreñida por la Tradición, la analo-gia fidei, y la interpretación tipológica; como le sucede a todo creyentecristiano que no esté dispuesto a quebrantar los signos de su identidad.La hermenéutica existencial no habilita al intérprete cristiano paradesvelar la falsificación histórica que modeló el Evangelio de Marcos alinventar el episodio del «secreto mesiánico». Pero el caso de H.-G. Ga-damer resulta aún más concluyente, pues enfatiza hasta el absurdo laasunción del famoso «círculo hermenéutico» auspiciado por R. Bult-mann y sus numerosísimos epígonos, siguiendo las huellas deSchleier macher —como expliqué en mi libro de 1974—. Este énfasisarrasador fue posibilitado por la Existenzsphilosophie de M. Heideg-ger. No es necesario referirnos aquí a las conocidas categorías heideg-gerianas: precomprensión, ser-ahí, ser-en-el-mundo, temporalidad, pro-yecto, posibilidad, sentido, y muchas más, en las que el subjetivismo y elirracionalismo contemporáneos encuentran su confortable cobijo.Pero Gadamer, al explotar estas herramientas conceptuales para sucausa apologética, incorpora la perspectiva teológico-dogmática sin lamenor inhibición: movimiento del intérprete, movimiento de la tradi-ción, situación hermenéutica, conquista del horizonte, sentido existen-cial de la palabra, repetición, autoridad, desplazamiento hermenéutico,prejuicio, historicidad, verdad total, et sic de cœteris. En suma, escribe:«en sí, la comprensión (Verstehen) debe ser considerada, no tanto comoun acto subjetivo, sino como una inserción en el proceso tradicional, enla cual pasado y presente se interfieren sin cesar» (cursivas mías). Laesencia de la tradición se desvela cuando se produce el encuentro conuna tradición escrita, que ahora se expresa con nuestros conceptos. PeroGadamer no se atiene con rigor al desplazamiento necesariamente con-ceptual que reconoce, porque quiere restaurar también, a la vez, la au-toridad vinculante y normativa de la tradición religiosa a la que pertene-ce el intérprete creyente, y, en particular, el cristiano, respecto de laEscritura sagrada. Es decir, la situación hermenéutica obliga al creyentea tomar la Biblia en su pretensión de verdad. Gravita así en Gadamer, yen todos los teólogos que no decidan salirse de una ortodoxia mínima,una antinomia insalvable que los arroja permanentemente a una eviden-te ambigüedad mental y conductual.

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2.3. El método heurístico, verificada la impotencia de los métodosexpuestos en los dos apartados precedentes, desde el ángulo de la ve-racidad historiográfica, es el método que ha acreditado su utilidad en latarea de conocer con solvencia y objetividad lo que dicen las fuentes,cómo lo dicen, y cuál es su valor veritativo —que es, en última instan-cia, lo que interesa conocer a quienes, como seres humanos, escuchan,en primerísimo lugar, a la razón—. Tanto la exégesis bíblica católicacomo la hermenéutica existencial cristiana se hunden, por sus propioscaminos, en el pozo del fideísmo al partir de la presunción de que so-mos permanentemente interpelados.

¿En qué consiste la heurística...? En lugar preferente, en no con-fundir el valor de las especulaciones teológicas con el de los datos histo-riográficos cuya facticidad ha podido verificarse en virtud de testimo-nios adecuadamente contrastados por procedimientos seguros. Estostestimonios son bien textos escritos investigables conforme a los crite-rios científicos producidos en el estudio de la historia, o bien materialesarqueológicos de datación y procedencia histórica verificables. En se-gundo lugar, en no admitir como datos de la investigación lo que son,por su forma, sólo hipotéticas intenciones subjetivas atribuidas por elintérprete a los referentes humanos de los datos, cuando tales atribu-ciones no están recogidas en los datos mismos —es decir, nada de intui-ciones adivinatorias ni de empatía existencial—. En tercer lugar, con-centrarse en la conexión lógica y factual de los contenidos de los datoscon el fin de establecer con el mayor rigor posible aquellos puntos oarticulaciones del conjunto temático al que se puedan referir los datosen los que existen contradicciones, incongruencias o incompatibilida-des. En cuarto lugar, pero como momento especialmente definitorio delmétodo heurístico como tal, formular explicaciones hipotéticas que pue-dan servir de antemano como posibles guías o ejes de marcha adelantepara aproximarse progresivamente a la identificación de las rupturaslógicas o discursivas del conjunto temático que se investigue. Y en quin-to lugar, reconstruir o restaurar, con los más idóneos criterios de verosi-militud que ofrezcan las ciencias históricas, el relato o el escenario his-tóricos sobre el cual verse el correspondiente conjunto temáticoinvestigado, aportando al mismo tiempo una explicación de los meca-nismos por los que se supone que se han generado las tergiversacioneso errores responsables de la infidelidad histórica perpetrada con la vera-cidad de los hechos investigados.

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Por consiguiente, la heurística (eu{resiı, heúresis... acción dirigidaa encontrar o inventar algo con esfuerzo) es un método histórico-críticoriguroso, pero que enfatiza o incorpora una perspectiva dinámica yprogramática que también puede incluir el caudal semántico de la pa-labra latina equivalente, inventio (del verbo invenio, hallar algo que sebuscaba, conseguir, descubrir lo que se deseaba), que se traduce, se-gún los contextos, por descubrir, hallar o inventar. La informática harevalorizado y potenciado en los últimos años esta bidimensionalidadsemántica del método heurístico en general, pero que cobra un positivorelieve especial cuando se aplica a la ciencia de la historia, y, dentro deesta última, para descifrar los mecanismos causales de los fenómenoshistóricos transmitidos por la escritura y demás vehículos afines, paradescubrir tanto su fiabilidad como su infiabilidad o falsedad, en térmi-nos de veracidad. El método heurístico no es pasivo, sino activo, antici-pativo, que busca sistemáticamente las contradicciones, bifurcaciones ehiatos narrativos y sus causas documentables, y no especulando teológi-camente o atribuyendo intencionalidades hipotéticas —humanas o divi-nas— que no estén expresadas en los datos, donde hay que buscar y en-contrar la explicación de una tergiversación, impostura o engañodeliberado, según sea cada caso.

La exploración heurística, como parte esencial de los modelos debúsqueda en la computación que son característicos de la IA, diseñaprogramas (software) en los que hace un uso intensivo de las represen-taciones analógicas a diferencia de las representaciones fregeanas. Mar-garet A. Boden (Artificial Intelligence and Natural Man, 1977, exce-lente vía para adentrarse en la informática) precisa que «unarepresentación analógica de algo es aquella en la cual hay alguna corres-pondencia significativa entre la estructura de la representación y la es-tructura de la cosa representada. Entender una representación analó-gica es saber interpretarla ajustando estas dos estructuras (y losprocedimientos de inferencia asociados a ellas) de forma sistemática.Pero en una representación fregeana no tiene por qué haber tal corres-pondencia, puesto que la estructura de la representación fregeana norefleja la estructura de la cosa misma, sino la estructura del procedi-miento (proceso de pensamiento) por el cual se identifica la cosa. En-tender una representación fregeana es saber interpretarla para saber aqué se refiere, básicamente por el procedimiento descrito por la lógicade Frege de aplicar funciones a argumentos»; lo cual no implica que la

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distinción sea ni excluyente ni exhaustiva. Sí implica una flexibilidadinferencial de las primeras (semántica), que las segundas, en principio,no poseen (axiomática), lo que no implica que sólo los algoritmos pue-dan ofrecer seguridad demostrativa —por ejemplo, la geometría eucli-diana sólo recibió su axiomatización cuando pudo demostrar plena-mente su rigor lógico formal—. Hay métodos diferentes de alcanzarconclusiones válidas para la resolución de problemas especiales en loscuales se empleen representaciones analógicas muy aptas para desvelar,con un alto grado de certeza, la explicación, en términos causales, delas consistencias o las inconsistencias de un relato investigado heurística-mente mediante restricciones o especificaciones inferenciales, evitandoasí manipulaciones deductivas que son, en cambio, posibles con lamayor rigidez generalizante de las representaciones fregeanas. Las di-ficultades para formular una normativa adecuada en la teoría de las re-presentaciones, que permita obtener reglas heurísticas solventes, radi-can en las complejidades representacionales de los materiales propiosde la sociología y de la historia. La heurística no es cuantificable, por-que sólo puede dirigir «el pensamiento —como escribe Boden— a lolargo de las rutas que más verosímilmente conducen a la meta». Es de-cir, es un método activo y creativo que intenta conjugar en diversasproporciones la profundidad selectiva con la amplitud extensiva con elfin de discernir la mayor o menor pertinencia de los diversos aspectosque configuran la realidad tematizada. En estas estrategias de búsque-da, ofrecen instrumentos sumamente útiles las contribuciones de la te-oría y la práctica de la IA, pues, como insiste con acierto Boden, «paramuchos programadores expertos, la actividad de programar está su-peditada estrictamente a una meta más amplia, tal como “el desarrollode una teoría sistemática de los procesos intelectuales, dondequiera quelos encuentre” [Donald Michie, 1974, cursivas mías]». Digamos queel arranque del estudio de las funciones mentales del cerebro comoproceso a la vez neurofisiológico y de simbolización, en virtud del cualse crea el conocimiento y la cultura, tiene en la IA un referente básicopara explicar genéticamente el progresivo escalonamiento del mundoperceptivo, afectivo y cognitivo del ser humano.

El análisis heurístico de los Evangelios canónicos es especialmen-te productivo en razón de la doble dirección de búsqueda prospectivay retrospectiva, un recurrente movimiento de abajo arriba y viceversapara detectar las incompatibilidades cualificadas por sorpresas que

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sean derogatorias de la verosimilitud del relato o que delaten una in-tencionalidad más o menos consciente de engaño. El intérprete sepone en guardia tan pronto como una inesperada y nueva informa-ción irrumpe en la narración, no sólo rompiendo radicalmente su ló-gica interna, sino también contrariando los resultados de un pacien-te trabajo historiográfico previo de todos los factores determinantespara entender el contexto ideológico y real de los sucesos narrados.Advierte Boden que «para percibir una analogía es necesario reco-nocer una concordancia o correspondencia entre cosas que de otromodo son diferentes» (cursivas mías). Esta preocupación fundamen-tal es la que suele estar ausente en las falacias de la nueva hermenéu-tica a la que me he referido en el apartado 2.2; pero que exige riguro-sos criterios de autenticidad histórica que han de ser fijados conanterioridad al trabajo heurístico propiamente dicho, como veremosen el apartado 2.3.

Por último, es esencial no confundir conceptualmente la verdadheurística —propósitos o intencionalidades del autor o autores del do-cumento investigado, sea o no auténtico, apócrifo o no— con la verdadfáctica —veracidad objetiva de los hechos relatados—. Lamentable-mente, numerosos intérpretes o exegetas de textos históricos descartana priori, frecuentemente por purismos metodológicos misplaced, con-tenidos narrativos que juzgan falsos o meramente ideológicos. Peroesta actitud es gravemente errónea, pues comporta una injustificadamutilación de la pertinencia documental de datos o peculiaridades del re-ferente global del asunto investigado, y acaba perjudicando las tareasdel historiador. En consecuencia, cuando nosotros afirmamos que lasintencionalidades de cualquiera, autores literarios o actores históricos,no constituyen datos en su sentido riguroso si no se deducen directa-mente del conjunto de esos datos en sus conexiones internas y externas,entonces decimos que no son válidas para desvelar los mecanismos cau-sales del fenómeno sometido a análisis. Es decir, esto representaría unanueva confusión nacida de no distinguir nítidamente las intencionalida-des imputadas a los agentes en general —y en particular del evangeliode Marcos— que no fluyen directamente de los contenidos que figuranen los datos mismos, y los propósitos o intenciones de los actores que semueven en la narración, y de los autores o autor de ese producto litera-rio, cuando las imputaciones se fundan en los datos que componen el te-jido que integra y estructura el conjunto.

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Quedaría esta caracterización de la heurística histórica muy insufi-ciente si no me detuviera brevísimamente en los factores epistemoló-gicos de las ciencias humanas o sociales en general. Mario Bunge ha re-cordado recientemente que una verdadera explicación de un fenómenosocial o histórico sólo es posible mediante la identificación de sus causaseficientes, y que éstas son de carácter empírico y se refieren siempre asituaciones de cambio. La existencia en sí de algo no tiene ni necesitaexplicación, si no se trata de su génesis real. Pero todo proceso genéticosignifica un cambio social o histórico que solamente es explicable entérminos mecanísmicos, es decir, identificando los mecanismos delcambio o movimiento. El método del Verstehen (comprender), que tra-baja con conjeturas inverificables empíricamente, nunca será capaz de«explicar» mediante causas eficientes y constatables con criterios cientí-ficos de orden empírico, o sea, «falsables». La investigación o la bús-queda de intencionalidades imputables a los actores será siempre unaactividad subjetiva y estéril si no están incorporadas en datos observacio-nales o escritos que permitan describirlas como hechos, y por tanto,como causas eficientes que explican el cambio o movimiento social ohistórico. Tratándose de escritos, el método heurístico exige que cons-ten en él en cuanto auténticos datos —al margen de si, en cuanto tales,son veraces o no lo son—. El Verstehen no hace referencia a mecanis-mo alguno, y se confina en una actividad sin verdadero valor cognitivointersubjetivo, si el propio autor del texto no consigna expressis verbisque se dio esa intencionalidad. El intérprete o analista tendrá que par-tir siempre del dato correspondiente para reconstruir el proceso social ohistórico del cambio mediante causas eficientes a fin de demostrar quepudo existir realmente esa «intencionalidad» en el actor —en el autordel texto, en este caso—. Sólo si se procede así podrá afirmarse que lasociología o la historia son ciencias, en cuanto que ofrezcan explicacio-nes fundadas en mecanismos de base empírica. Se eliminan así, por lopronto, las especulaciones metafísicas o teológicas en esas ciencias.

Pero todo esto no significa ignorar que el historiador está inmersoen un contexto histórico y cultural determinado que le impide esta-blecer sin más una inmediatez con el episodio histórico investigable.La inserción del historiador en su propia época y lugar le suministrauna experiencia del mundo generalizable desde el punto de vista de lasestructuras ontológicas y epistemológicas comunes a su propia condi-ción de ser humano. Desde estas estructuras comunes, le es posible

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captar y analizar contextos históricos alejados en el tiempo y en el espa-cio, primeramente distanciándose mentalmente del propio, y seguida-mente sumergiéndose metodológicamente en el nuevo mundo quedebe investigar; estudiando su trama factual y simbólica; integrandosus hipótesis causales en sucesivas totalidades históricas ordenadas je-rárquicamente pero interdependientes; situando todos los mecanis-mos causativos en un contexto global nuevo en sus particularidades.La causalidad naturalista se somete a un grado de abstracción que lascausalidades históricas no pueden alcanzar, ni deben proponérselo,pues la riqueza de los factores que entran en su construcción tiene quequedar modulada por la necesidad de su selección, de una parte, y porla exigencia de integrar en el constructum un número suficiente de parti-cularidades causativas, de otra parte. El historiador no puede sucum-bir a los prejuicios relativistas de la etnología actualmente en boga, nisometerse a los dictados de ningún dogma o ideología. La experienciasubjetiva de su propio mundo debe constituir la plataforma para lanzar-se al conocimiento de la historia sin perder referencias objetivas basadasen la racionalidad lógica y empírica.

3. EL ELEMENTO HEURÍSTICO

La heurística puede proponer, como apto para explicar los evangeliossinópticos, el siguiente criterio de autenticidad histórica que formulóen 1913 el gran biblista Wilhelm Heitmüller, a saber: «A pesar de loselementos mitológicos y legendarios, y a las no inconsiderables capasatribuibles a la creencia de la comunidad que tenemos que eliminar,poseemos material de valor histórico en la tradición evangélica siem-pre que haya elementos en ella que no puedan ser conciliados con lacreencia de la comunidad a la cual pertenece el material en su conjun-to. Lo que no es consonante con esta creencia no puede haber nacido deella. Frecuentemente, estos elementos se muestran a sí mismos en di-vergencia con la creencia de la comunidad a través de su omisión o al-teración por escritores posteriores». Por consiguiente, «podemos te-ner completa confianza [en el residuo de material que satisfaga estecriterio]. Podemos extender esta confianza a todo lo que se presentaen una relación orgánica con él». Este criterio de autenticidad, sin em-

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bargo, no excluye, acertadamente, el material en el cual Jesús puedaaparecer compartiendo, o no divergiendo de la fe y la ética judías en susaspectos esenciales. Frente a este criterio, R. Bultmann formuló, yadesde 1921, el que sería luego conocido como criterio de disimilitud, elcual resulta chocante en quien destacó la judeidad del Jesús histórico:«Solamente podemos contar con la posesión de una similitud genuinade Jesús allí donde, de una parte, se da expresión del contraste entre lapiedad y la moralidad judías y el talante escatológico distintivo que ca-racterizó la predicación de Jesús; y donde, de otra parte, no encontra-mos ningún rasgo específicamente cristiano». Al efecto, indica queaceptará como auténticos, «dichos tales que surgen de la exaltación deun estado de ánimo escatológico» o que «demandan una nueva dispo-sición de la mente»; añadiendo que los acepta porque «contienen algocaracterístico, nuevo, que alcanza más allá de la sabiduría y piedad po-pular, y, sin embargo, no son en ningún sentido rabínicos o de escri-bientes, ni todavía de la apocalíptica judía». No obstante, en ocasio-nes desborda ese criterio en otros escritos, al incorporar «dichos» queél mismo juzgó auténticos en su trabajo exegético. La escuela bult-manniana, en el contexto de la crítica de las formas, consolidó el crite-rio de disimilitud en el curso de la labor de eminentes epígonos comoG. Bornkamm, E. Käsemann, H. Conzelmann y J. Jeremias, entreotros, y cada uno con su personalidad, pero todos ellos compartiendouna inspiración de raíz heideggeriana, matizada por un fideísmo inti-mista con fuerte sabor luterano o barthiano. Käsemann escribe que«pisamos terreno razonablemente seguro sólo en un caso particular, asaber, cuando hay algún modo de mostrar que una pieza de tradiciónno ha sido derivada del judaísmo y no puede ser adscrita al cristianis-mo temprano, y esto es particularmente el caso cuando el cristianismojudío ha visto esta tradición como demasiado audaz y le puso sordinao de alguna manera la modificó» (1960). H. Conzelmann formula losiguiente: «¿Qué puede decirse, por consiguiente, que es auténtico[sobre la base de la mirada radical de la “crítica de las formas”]? Porlo que concierne a la reconstrucción del magisterio, es válida la basemetodológica siguiente: podemos aceptar como auténtico el materialque no encaje ni en el pensamiento judío ni con las concepciones de laposterior comunidad [cristiana]» (1959). Textos y detalles del criteriode disimilitud, así como de su gestación y desarrollo, pueden encon-trarse en los trabajos de N. Perrin, criterio que apoya sin reservas y

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que define así: «la forma más temprana que podemos alcanzar de undicho puede ser vista como auténtica si puede mostrarse que no es si-milar a énfasis característicos, a la vez, del judaísmo antiguo y de laIglesia temprana, y éste será el caso particularmente donde la tradi-ción cristiana orientada hacia el judaísmo se puede mostrar que hamodificado el dicho alejándose de su énfasis original» (1967). Refi-riéndose específicamente a si «este dicho debiera ser atribuido a laIglesia temprana o al Jesús histórico», sienta la afirmación de que «lanaturaleza de la tradición sinóptica es tal que la carga de la prueba pe-sará sobre la pretensión de autenticidad». En todas estas presentacio-nes de este criterio de disimilitud subyace una evidente circularidad ló-gica oculta por las palabras, pues se carece de los parámetros dereferencia para sustanciar el juicio comparativo. Perrin constata estacarencia, pero no se arredra ante ella: «Realmente —escribe—, nues-tra tarea es incluso más compleja que esto, porque la Iglesia tempranay el Nuevo Testamento son deudores en muchísimos puntos del ju -daís mo antiguo». Creyente militante, Perrin asume el desafío: «Porconsiguiente, si tenemos que adscribir un “dicho” a Jesús, y aceptar lacarga de la prueba sobre nosotros, tenemos que ser capaces de mostrarque el “dicho” no viene ni de la Iglesia, ni del judaísmo antiguo. Estoparece a muchos pedir demasiado, pero nada menos hará justicia alreto de la carga de la prueba; no hay ningún otro camino a la razona-ble certeza de que hemos alcanzado al Jesús histórico» (cursivas mías).Si los teólogos creyentes —los hay que no— se apeasen de su optimis-mo profesional tendrían que hacer pública la renuncia. La exclusiónde toda similitud con el pensamiento del antiguo judaísmo, aun con mu-chas rebajas, me parece constitutivamente inasumible. En cuanto a loscontenidos de la fe de la comunidad primitiva, el debate para fijarlos seencontraría siempre con una falta de «consenso», no digamos ya «unani-midad», en el sentir de los fieles. Y respecto de los increyentes, de nadavalen las normas exegéticas eclesiásticas, ni siquiera las más moderadaso concesivas. Con bendita ingenuidad, escribe Perrin, invocando la au-toridad teológica de H. Koester, que «respecto a la formulación realdel criterio que hemos intentado, debe apuntarse que nosotros aún in-sistimos en la importancia de establecer una historia de la tradición y deceñirnos nosotros mismos al estrato más temprano de esa tradición; ennuestra opinión, material dependiente de otro material ya presente enla tradición es necesariamente un producto de la Iglesia. Lo que estamos

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proponiendo, en efecto, es usar material establecido como auténticopor el criterio seguro, como una piedra de toque por medio del cual juz-gar material que resistiese él mismo a la aplicación de ese criterio, mate-rial que no pudiera ser identificado como disimilar a énfasis del judaís-mo o de la Iglesia cristiana» (cursivas mías)...

Estos exegetas del doble criterio de disimilitud parecen incapaces—no por estulticia, sino por la ceguera propia de la fe religiosa— decaptar el círculo vicioso que late ostensiblemente en su discurso, esdecir, la cadena sin fin de criterios previos para establecer criterios.¿Quién decidirá que el baile ha terminado?... Nosotros pensamos queen la cualificación de la autenticidad de textos debemos seguir el cami-no que impone el método heurístico, y comenzar por rechazar de ante-mano la sumisión a intereses dogmáticos o confesionales, y también ala ilusión de creer que el estudio crítico de las ideologías que laten enel texto no constituye parte esencial de la tarea del historiador.

Anticipando la aplicación de esta última conclusión al evangeliode Marcos, puede ya afirmarse que Jesús no fue el «Jesucristo, Hijo deDios» (Mc 1.1), que no bautizó «en el Espíritu Santo» (1.8), que novio en el instante en que salía del agua del Jordán «los cielos abiertos yel Espíritu, como una paloma, que descendía sobre Él»; que no se dejóoír de los cielos una voz que dijo «tú eres mi Hijo amado, en quien yome complazco» (1.9-11). Tampoco «comenzó a enseñarles [a los discí-pulos] cómo era necesario que el Hijo del Hombre padeciese mucho,y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdo-tes y los escribas, y que fuese muerto y resucitase a los tres días» (8.31,9.30, 10.32-34). Ni declaró que fuera lícito para los hijos de Israel elpago del tributo censal al César (12.12-17). Ni instituyó la Eucaristía(14.22-24). Ni resucitó de entre los muertos; ni habló como se le atri-buye en Mc 16; ni ascendió finalmente a los cielos. Porque además delcriterio de autenticidad de Heitmüller, un sano criterio de disimilitudcon la estricta fe monoteísta y antiidolátrica judía de Jesús excluye to-das esas fantasías.

La tarea heurística postula la interrogación sobre el punto decisivode ruptura del Nuevo Testamento, y este punto se descubre inequívoca-mente anunciado en Mc 8.27-33. Aquí se encuentra la brecha radicalcon el Testamento Antiguo y la singladura a la teología de la Iglesia.En los libros titulados El evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Je-sús de la historia (1992) y El mito de Cristo (2000), apoyados a su vez

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en dos anteriores, Ideología e historia. La formación del cristianismocomo fenómeno ideológico (1974) y Fe cristiana, Iglesia, poder (1991),he expuesto ampliamente la respuesta a dicha pregunta y, en general,a la no fiabilidad de la exégesis dogmática que quiere imponer la Igle-sia católica. Ninguna de mis lecturas o reflexiones desde entonces mehan llevado a cambiar de opinión. Por el contrario, han servido parareafirmarla.

La premisa mayor del evangelio de Marcos consiste en otorgar cré-dito a lo que es una ficción legendaria —del autor o de su Iglesia— se-gún la cual Jesús habría previsto, asumido y anunciado secretamente alos discípulos, antes de iniciar el periodo crucial de lo que sería su inespe-rado drama personal, lo cual le llevaría a una crucifixión que luego seinterpretaría fideísticamente como el martirio expiatorio querido y pla-neado para alcanzar la redención de la humanidad. Esta premisa, sin lacual no habría fe cristiana, es un monumental vaticinium ex eventu,conocido académicamente como el secreto mesiánico, porque escenifi-ca esta supuesta revelación. Asumiendo el núcleo del trabajo exegéticode W. Wrede, escribió muchos años más tarde H. Conzelmann sin hi-pérbole que «la teoría del secreto es la presunción fundamental del gé-nero (Gattung) Evangelio», que se presenta con acento fuertemente apo-calíptico.

Los textos de los Sinópticos, partiendo del modelo creado por Mar-cos, funcionan como un eco dogmático: las tres perícopas marquianasson reiteradas por Mt 16.21-23, Mt 17.22-23 y Mt 20.17-19; y por Lc9.22-27, Lc 9.44-45 y Lc 18.31-34. La fiabilidad de los tres Sinópticosen este episodio crucial es absolutamente nula. En la sección 5 analiza-ré detalladamente su contenido. Ahora, interesan prioritariamente losargumentos que prueban su falsedad histórica y teológica. Marcos nonos dice que los discípulos no comprendieran el macabro anuncio,sino que Pedro, entendiendo perfectamente, quedó atónito ante tal in-congruencia en términos de la propia prédica mesiánica de la inminen-cia del Reino de Dios que cumpliría la esperanza judía en la justicia po-lítico-religiosa prometida; reaccionó vivamente —sin duda voceandono sólo su desaprobación sino también la de sus compañeros— y, «to-mándolo aparte [a Jesús], se puso a reprenderlo» (Mc 8.32). Luego, elevangelista suelta el inexplicable discurso teológico pospascual de laIglesia (vv. 33-37), no incomprensible, para unos discípulos que co no - cían el auténtico pensamiento del Nazareno. De modo que lo que ha-

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bría habido, si el episodio hubiera sido real —que no lo fue—, habríasido un sentimiento inicial de frustración y consternación, además desorpresa y vacilación, que quizá llevase a unos al abandono de la empre-sa en la que habían creído firmemente, y a otros a seguir confiando enun final feliz: la resurrección de un Maestro humillado, pero todavíafascinante. Sin embargo, leída atentamente la totalidad de los Sinópti-cos, y sobre todo a Marcos, la conclusión que se impone es la de la ab-soluta inexistencia de ese anuncio proléptico y del episodio que lo esceni-ficó. No sólo su artificialidad redaccional y su inmotivación en el marcodel relato, sino el hecho inconcebible de que no dejase la menor huellaen la memoria de sus discípulos, y no fuese creída por ellos la resurrec-ción de Jesús, acreditan sin ningún género de dudas que se trató de unacruda invención teológica del evangelista.

La obstinada incredulidad de los discípulos, cuando se les informade una noticia que deberían haber estado esperando ansiosamente,constituye un fallo inapelable contra el supuesto «hecho» de la profecía,cuyo recuerdo tendría que ser fresco e imborrable, pues databa de po-cos días antes. En Mc 16.11 se lee: «pero oyendo que vivía y que habíasido visto, no lo creyeron». En Lc 24.10-11, «dijeron esto a los apósto-les, pero a ellos les parecieron desatinos tales relatos, y no los creye-ron». En Jn 20.9, «porque aún no se habían dado cuenta de la Escritu-ra, según la cual era necesario que Él resucitase de entre los muertos»;y en Jn 20.25, «si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto midedo en el lugar de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré», locual se repite en Jn 20.27-29. En Mt se lee, agravando la sensación deapatía, frustración o pánico, «todos los discípulos lo abandonaron yhuyeron». El Cuarto Evangelio ignora el «secreto mesiánico».

Pero en Lc 24.17-27 encontramos además la perla gris de la falacianeotestamentaria. Dice así: «El mismo día, dos de ellos [discípulos]iban a una aldea, que dista de Jerusalén sesenta estadios, llamadaEmaús, y hablaban entre sí de todos estos acontecimientos. Mientrasiban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e iba conellos, pero sus ojos no podían reconocerlo. Y les dijo: “¿Qué discursosson estos que vais haciendo entre vosotros mientras camináis?”. Ellos sedetuvieron entristecidos, y tomando la palabra uno de ellos por nombreCleofás, le dijo: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no conocelos sucesos en ella ocurridos estos días?”. Él les dijo: “¿Cuáles?”. Contes-táronle: “lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y pala-

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bras ante Dios y ante el pueblo; cómo lo entregaron los príncipes de lossacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte ycrucificado. Nosotros esperábamos que sería Él quien rescataría a Israel;mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido” [...]. Y Él lesdijo: “¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todolo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padecieseesto y entrase en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y por todos losprofetas, les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las Escritu-ras». No es posible entrar a fondo ahora en este revelador pero infantilepisodio ficticio, y sólo vale la pena para nuestro propósito advertirque no se cita ni un solo profeta, ni un texto con sus palabras; pero ¡lorealmente relevante es que no hay ninguna referencia al famoso «secretomesiánico»...!

El primer Evangelio, escrito probablemente hacia el año 70 —y fija-do canónicamente en torno al año 100— está calculadamente dirigido aexonerar a la fe pospascual de su revolucionaria y súbita novedad en la ex-periencia personal de los discípulos y de sus audiencias palestinianas. ¿Esposible que se equivocase tanta gente, entre ellos los testigos inmedia-tos, y partícipes cualificados, de la persona de Jesús? Una respuesta afir-mativa contra la evidencia necesita pruebas factuales, pero la apologéti-ca eclesiástica carece de ellas. En consecuencia, resulta claro que no lashay. El autor de Marcos, lo mismo que las iglesias cristiano-gentiles des-pués de la destrucción de Jerusalén y, con ésta, la desaparición de la co-munidad judeo-cristiana (Urgemeinde), siguieron la estela de Pablo. Elpaulinismo, que había conquistado ya antes las sinagogas de la diáspora,rompió el último dique, que aún representaba la iglesia-madre jerusale-mita, para la imposición del novísimo credo en el que Marcos bebe a pla-cer. La improvisada doctrina pospascual, a la que Pablo de Tarso —unadvenedizo— había suministrado, con su predicación y sus epístolas,las categorías teológicas básicas, representaba otro «keμrygma» manifies-tamente opuesto no sólo al predicado por Jesús sino también a la esen-cia del monoteísmo judío. De esta fe todo se construye kerygmáticamen-te y contra los datos históricos —en primerísimo lugar, la ejecución delNazareno por un delito de sedición, lo cual no fue un error del gobiernoromano, sino la corroboración de que Jesús no era un Mesías celeste decarácter apocalíptico; fue un Mesías en el sentido hebreo del término—.Este ominoso desdoblamiento kerygmático constituye la trama del textomarquiano y su objetivo teológico.

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4. JESÚS Y JUAN EL BAUTISTA

El deslinde entre los dos kerygmas requiere la reinserción de Jesús y sumensaje en el contexto mesiánico-escatológico de su tiempo, con sus lec-turas apocalípticas emergentes. El material furtivo que sobrevivió a lasomisiones, adiciones y adulteraciones de Marcos permite realizar esareinserción. El keμrygma personal de Jesús se inscribe en el marco daví-dico, en el cual lo religioso y lo político quedan fundidos en una com-pleja unidad. La nota dominante de este mensaje fue la urgente convo-cación del pueblo judío al arrepentimiento y la reconversión ética(teshuvah, metaμnoia), su movilización ideológica y espiritual como pró-dromo y catalizador de la intervención sobrenatural de Yahvé tanpronto su pueblo cumpliera su parte del pacto histórico. La obsesióncomposicional y redaccional del autor de Marcos por acreditar su in-vención del secreto mesiánico, anunciando la inverosímil mesianidadin humilitate como eje indispensable del misterio cristiano, siembra deantinomias y contradicciones su texto. Reconvertir un keμrygma en sucontrario era una empresa racionalmente inviable. Precisamente esteintento deliberado y planeado confiere a la historicidad de Jesús, a suexistencia real, una potente evidencia interna que arruina la empresade la escuela mitológica —no obstante sus interesantes contribucionesal conocimiento de la religiosidad de la época—. Nadie se planteaproblemas que no puede resolver y que desmienten sus ficciones. Elnuevo mensaje soteriológico no vehiculaba la doctrina del Jesús judío,sino la del Pablo helenístico.

El evangelio de Marcos no es un escrito para dar a conocer algo,sino para dar a conocer de cierta manera una nueva doctrina; es decir,para enseñar e inculcar una tesis teológica que se presenta como una ver-dad revelada en forma pseudohistórica. Si la temprana tradición pospas-cual ya anunciaba un keμrygma que sustituía el Jesús de la historia por elCristo de la fe, el autor del Evangelio modélico reelabora y completaesos ingredientes teológicos para integrarlos en un patrón cristológicoen segunda potencia ya vigente en las Iglesias de la gentilidad. Lo nota-ble y fundamental del primer Evangelio como documento kerygmáti-co radica en el hecho de ofrecernos, a la vez, un doble y contrapuestoke μrygma: la proclama mesiánico-escatológica del propio Jesús encuanto heraldo (keμryx) de la inminencia del Reino de Dios, y la procla-mación por la Ekklesía del Cristo celeste según la reinterpretación so-

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teriológica del Mesías como un inesperado mediador humillado, su-friente y expiatorio. Esta antinomia kerygmática brinda la clave de lapeculiar dualidad de vertientes de los Evangelios canónicos: preten-sión historiográfica y dogma teológico; y constituye así la puerta de ac-ceso a una reconstitución histórica y doctrinal de la figura y del magiste-rio de Jesús.

La mesianidad que encarnaba el Nazareno comienza a aparecer amedida que se va filtrando y analizando heurísticamente el texto mar-quiano. Los puntos de partida y de llegada se expresan en este anun-cio liminar: «Cumplido es el tiempo, y el Reino de Dios está cerca;arrepentíos y creed en la Buena Nueva (Evangelion)» (Mc 1.15). Am-bas frases proclamaban la venida inminente del Mesías judío y el Jui-cio que instauraría la liberación de Israel. No se trataba de un reino yapresente, sino de un hecho futuro. Ch. Dodd, al servicio del dogmaeclesiástico y violando la sintaxis griega, afirma que se trata de una es-catología realizada: según él, y enjambre incontable de quienes lo si-guen, la Iglesia era ya el Reino. Algo más prudente, pero aún apologeta,W. Kümmel sostiene que se trata de un comienzo, de una escatologíainaugurada. Una interpretación sin prejuicios constata que el significa-do es claro: Jesús anunció un suceso inminente pero futuro.

Si se aplican criterios de objetividad e independencia exegética, lamesianidad auténtica de Jesús fluye por sí sola. Ya en Mc 1.1-8 seanuncia la tarea del Bautista como precursor del Nazareno: «Aparecióen el desierto Juan el Bautista, predicando el bautismo de penitenciapara remisión de los pecados. Acudían a él de toda la región de Judea,todos los moradores de Jerusalén, y se hacían bautizar por él en el ríoJordán, confesando sus pecados [...]. En su predicación les decía:“Tras de mí viene uno más fuerte que yo, ante quien no soy digno depostrarme para desatar la correa de sus sandalias. Yo os bautizo enagua, pero Él os bautizará en el Espíritu Santo”». Se introduce estanoticia como cumplimiento de una profecía de Isaías que nada tienede mesiánica. A continuación, se compone esta escena: «En aquellosdías vino Jesús desde Nazaret, de Galilea, y fue bautizado por Juan enel Jordán. En el instante en que salía del agua vio los cielos abiertos y elEspíritu, como una paloma, descendía sobre Él, y se dejó oír de loscielos una voz: “Tú eres mi Hijo amado, en quien yo me complazco”».En Mt 3.14-15 se refuerza aún más esta servicialidad del Bautista, quedice que es él quien debe ser bautizado por Jesús, el cual respondió:

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«Dejadme hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia»;declarando más adelante que «entre los nacidos de mujer no ha apare-cido uno más grande que Juan el Bautista. Pero el más pequeño en elreino de los cielos es mayor que él» (Mt 11.11). Todos los dichos delos Sinópticos, sospechosos de no historicidad, ocultan una relaciónque indica un cierto antagonismo entre ambos personajes mesianistasque les interesa dejar bien zanjado a favor del Nazareno. Señala Mc1.14 que «después de que Juan fue preso, vino Jesús a Galilea predi-cando el Evangelio de Dios», lo que pone en conexión uno con otro.¿Predicaban el mismo Evangelio...? Veamos.

En primer término, señalemos que en Mt 11.1-6 se narra un episo-dio sin conexión con 3.1-17, cuyo final concluía con la voz del cielo ex-clamando: «Éste es hijo mío, en quien tengo mis complacencias». Antetal acreditación, no parecía que el Bautista necesitara otras garantíassobre la caución divina del bautizado por él. Sin embargo, el uno y elotro mostraban dudas y recelos, pues, «cuando hubo acabado Jesús dedar sus consignas a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar ypredicar en sus ciudades. Habiendo oído Juan en la cárcel las obras deCristo, envió por sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir ohemos de esperar a otro?”. Y respondiendo Jesús, les dijo: “Id y referida Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los le-prosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los po-bres son evangelizados; y bienaventurado aquel que no se escandaliza-re de mí». Y, a renglón seguido, ensarta este ditirambo que envuelve ala vez respeto y relegación de Juan al papel de heraldo de su persona:«¿Qué habéis ido a ver? —espeta Jesús a su auditorio—, ¿a un hombrevestido muellemente? Mas los que visten con molicie están en las mo-radas de los reyes. Pues ¿a qué habéis ido? ¿A ver un profeta? Sí, yo osdigo que más que a un profeta. Éste es de quien está escrito, “He aquíque yo envío a mi mensajero delante de tu faz, que preparará tus cami-nos delante de ti”» (Mt 11.8-11). Lo cual es una autodeclaración de me-sianidad, y por ello una tajante eliminación de todo equívoco sobre laposible pretensión de mesianista de Juan —y que en aquella coyunturaera ineludible—. Si lo que se dice en esta perícopa fuese auténtico, re-solviendo así la pugna competencial de ambos personajes en cuanto alpunctum dolens, tendría gran peso para decidir contra la crucial impu-tación de importantes intérpretes creyentes y no creyentes de la no fia-bilidad de los relatos evangélicos para la fe en el «Mesías», aunque humi-

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llado y resucitado. La perícopa concluye así: «Desde los días de Juan elBautista hasta ahora, el reino de los cielos está siendo violentado (biav-zetai, vim patitur), y los violentos lo arrebatan. Porque todos los Pro-fetas y la Ley hasta Juan profetizaron. Y si queréis creerlo, él es Elíasque ha de venir. Quien tenga oídos, oiga» (Mt 11.12-14). Esta algarabíaverbal ensordecedora sólo puede producir una insuperable perpleji-dad, y obliga a preguntarse si el redactor también la sufrió o, por elcontrario, sabría que se refería crípticamente al anuncio de los vatici-nios sobre la instauración de un Reino mesiánico-escatológico en Jerusa-lén por un Mesías tradicional.

Las noticias de Jn 3.22-36 y 4.1-3 corroboran la impresión de queexistió incluso un antagonismo competencial, pero nacido precisamen-te de una afinidad de doctrina y de misión. La confluencia de ambosgenera una inflexión que el evangelio canónico de Juan describe meri-dianamente: «Al día siguiente, otra vez hallándose Juan con dos de susdiscípulos, fijó la vista en Jesús, que pasaba, y dijo: “He aquí el Corde-ro de Dios”. Los dos discípulos, que le oyeron, siguieron a Jesús» (Jn1.35-37). Opinión de intencionado simbolismo para sugerir discreta-mente la prioridad de Jesús. Se trataba nada menos que de Simón Pe-dro y de Andrés; a éste, el evangelista le hace exclamar: «Hemos halla-do al Mesías, que quiere decir Cristo» (vv. 40-41). Aunque el keμrygmade los dos era el mismo, se separaron, y el Bautista prosiguió procla-mando el anuncio de un reino mesiánico en el que continúan creyen-do los suyos todavía hoy.

¿Quién fue Juan el Bautista...? En Mc 11.27-33 se muestra a Jesúspreguntando en el Templo a los príncipes de los sacerdotes, los escri-bas y los ancianos: «el bautismo de Juan, ¿era del cielo o era de loshombres? Respondedme» (v. 30). Después de cavilar conjuntamenteentre ellos diciendo: «Si decimos del cielo, dirá: “Pues, ¿por qué nohabéis creído en él?”. Pero si decimos que de los hombres, es de temera la multitud, porque todos tenían a Juan por verdadero profeta. Res-pondiendo, pues, a Jesús, le dijeron: “No sabemos”. Y Jesús les dijo:“Entonces tampoco yo os digo con qué poder hago estas cosas”» (vv.31-33). Implícitamente, aquí Jesús corrobora la legitimidad y autoridaddel mensaje de Juan, y su coincidencia de vocación. El gran biblista cre-yente, G. Bornkamm, afirma que «debemos admitir el hecho de que latradición cristiana fue la primera que transformó a Juan, el profeta delJuez que viene a juzgar al mundo, en el testigo de Jesús como Mesías»;

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pero no resuelve la incógnita acerca de la posible vocación mesiánicadel Bautista, sino que agrega, significativamente, que «la decisión con-cerniente a Juan y su bautismo de penitencia, es también la decisiónconcerniente a Jesús y su misión».

Examinemos dos testimonios de Marcos sobre el Nazareno. EnMc 6.14-29, el rey Herodes asigna al Bautista un estatus no inferior alque más tarde asignarán a Jesús los evangelistas: «Éste es Juan el Bau-tista, que ha resucitado de entre los muertos, y por esto obra en Él elpoder de hacer milagros» (v. 14). El resto del relato trivializa su asesi-nato por Herodes mediante una historieta sentimental, mientras queFlavio Josefo nos revela que Juan «excitaba a los judíos a practicar lavirtud», a ser justos unos con otros, a ser piadosos con Dios, y ademáslos invitaba a asociarse «en el bautismo» y a que las gentes «se congre-gasen». Pero añade este párrafo, que resulta clave: «Herodes temíaque una tal facultad de persuadir suscitase una revuelta, pues la multi-tud parecía dispuesta a seguir en todo los consejos de este hombre. Prefi-rió, pues, apoderarse de él antes de que se produjera algún disturbio rela-cionado con él, que tener que arrepentirse más tarde, si surgía algúnmovimiento, de haberse expuesto al peligro. A causa de estos recelos,Juan fue enviado a Macheronte, la fortaleza de la cual hemos habladoanteriormente, y allí fue asesinado» (cursivas mías). ¿No le sugiere allector esta cautela política la que mostró Pilato ante el Nazareno...? Elrelato de Josefo dice mucho, pero también oculta probablemente mu-cho, conocida su reluctancia a hablar de oráculos mesiánicos a suscompatriotas. Certeramente, M. Goguel observó que una mera doctri-na moral, por mucho que pudiera enardecer a una audiencia, no in-quieta como tal a un déspota. Pero si esa misma enseñanza se da en elmarco de un proyecto de mesianismo radical con su inherente postula-do de transformación política, religiosa y social, entonces se convierteen grave riesgo para los que gobiernan y los demás beneficiarios delestablishment. Tal cosa sucedió también con el poder romano y la oli-garquía del Templo. El Bautista propugnaba algo más que unas reglasde conducta moral: postulaba un movimiento de designio mesiánicoque, por su propia naturaleza, apuntaba hacia la instauración de unReino de Dios que ejercería la justicia en favor de los pobres y oprimidos,como exigía la gran tradición profética de Israel.

El antagonismo latente entre Jesús y Juan nunca quedó zanjado,hasta aparecer en el evangelio de Juan como abierta rivalidad, según se

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hace patente en una discusión de los discípulos del Bautista con un ju-dío, terciando aquél con estas palabras: «No debe el hombre tomarsenada si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos sois testigos deque dije: “Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado ante Él [...]Preciso es que Él crezca y yo mengüe. El que viene de arriba está so-bre todos”» (Jn 3.27-28, 30-31). En Jn 4.1-2 se dice que «Jesús hacíamás discípulos que Juan, aunque Jesús mismo no bautizaba, sino susdiscípulos». Es sintomático que en 1.19-28, en donde aparece Juanconfesando «No soy yo el Mesías» (v. 20), el evangelista omita el bau-tismo de Jesús por él. Esta omisión, y la compulsiva denegación delBautista de ser el Mesías, hacen pensar que este grave asunto estáadulterado tanto en los Sinópticos como en el Cuarto Evangelio. Go-guel subraya que el bautismo de Juan tenía un triple carácter: rito depurificación, similar a ciertas abluciones o lustraciones judías; rito de agre-gación, por el cual se constituía una efectiva comunidad fraternal depenitentes que esperaban el Reino de Dios y se preparaban para en-trar en él (Flavio Josefo, Ant., Jud., XVIII, «él invitaba a unirse por unbautismo»); rito iniciático, como el que, probablemente ya entonces,el judaísmo aplicaba a los prosélitos. El rasgo culminante era el iniciá-tico, condicionado al arrepentimiento, que marcaba el bautismo esca-tológico y abría la puerta a la comunidad mesiánica del Dios de Israel.Era un bautismo único, irrepetible, que, pese a la especulación del«fuego del Espíritu Santo» de los Sinópticos, fue común a Juan y a Jesús.

5. MESIANIDAD DE JESÚS

La mesianidad de Jesús es la cuestión clave del escrito de Marcos y elombligo de la nova religio. En la escena situada, sin solemnidad ni mo-tivación, en el camino a Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus acom-pañantes, «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8.27), y, en se-guida: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, ledijo: “Tú eres el Mesías”. Y les encargó que a nadie dijeran esto de Él»(vv. 29-30). Cualquier lector podría sorprenderse de que el episodio seinsertase cuando el relato ya había mostrado, en la predicación, a unJesús «mesianista» en el sentido davídico tradicional. Hasta la gran re-

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velación secreta a los discípulos que figura en Mc 8.31-33, los discípu-los, incluido naturalmente Pedro, habían visto, en su experiencia coti-diana, a un Jesús situado en la línea religioso-política del mesianismojudío. La turbadora profecía del Nazareno, según la cual vino para ser«rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los es-cribas», y ser «muerto» y resucitado «al tercer día», trastornaba sus ex-pectativas hasta el punto de dejar sin sentido todo lo que el Maestro yellos habían estado predicando, pues su fe en la absoluta inminencia dela instauración del Reino quedaba sustituida por un destino de fracaso ydesolación, apenas paliado por una inexplicable resurrección. La reac-ción de Pedro no sólo expresa sorpresa sino, sobre todo, inconformi-dad con lo anunciado: «Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprender-lo» (v. 32). El evangelista no nos dice qué le dijo Pedro al Nazareno,pero, si el episodio hubiera sido auténtico, sus palabras habrían indu-dablemente aludido a fraude o engaño del Maestro a sus discípulos.Pero Jesús, al parecer insensible a la justa queja, «volviéndose y miran-do a los discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: “Quítate allá, Satán,pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”»(v. 33). Y en Mc 9.1, a guisa de consuelo, exclama: «En verdad os digoque hay algunos de los aquí presentes que no gustarán la muerte has -ta que vean venir en poder el Reino de Dios». Como se trata de un vati-cinium ex eventu a partir de la certeza de la condena de Jesús por delitode sedición, todo el anuncio era cualquier cosa menos una profecía. ElMesías vaticinado era una inverosímil novedad en el contexto del pen-samiento escatológico-mesiánico judío, disfrazado ahora de fabulacio-nes apocalípticas. Repitámoslo, dos kerygmas antitéticos e inconcilia-bles. El maltrato dado a los discípulos por los evangelios Sinópticosevidencia la necesidad de desacreditarlos paradójicamente por habercreído en el Jesús real, y no haber aceptado verdaderamente la falaciadel Mesías neotestamentario, como lo prueba su expreso rechazo de lasupuesta resurrección de Jesús. Concluyamos, pues, que la afirmaciónde Pedro tiene todos los visos de ser auténtica (v. 29) dentro de la radi-cal inautenticidad de lo que dice y sugiere el evangelista.

Pasemos brevemente a los episodios de la Pasión, que pretendenconfigurar y acreditar una mesianidad celeste y, a la vez, expiatoria. EnMc 14.60-65, Jesús declara ante el Sanhedrín, respondiendo a la pre-gunta del Sumo Sacerdote: «¿Eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?»(v. 61), con estas palabras: «Yo soy, y veréis al Hijo del hombre senta-

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do a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo». Este ver -sícu lo, y su desarrollo en todos los siguientes, es la segunda gran clave,después de la falsa «profecía» del secreto mesiánico, para detectar elengaño de los Evangelios canónicos. En efecto, la pregunta mezcla,con calculada perfidia, tres conceptos totalmente distintos: el conceptode Mesías tradicional —por el que Pedro había identificado a Jesús enMc 8.29—; el concepto teológico de Hijo del Bendito, expresión judíaque equivalía a personalidad divina; y el concepto apocalíptico de Hijodel hombre. Al afirmar «Yo soy», al Nazareno se le está subrepticia-mente haciendo declarar tres conceptos de tan diferente alcance y sig-nificado que la respuesta satisface igualmente tanto al evangelista comoal Pontífice. Al primero, porque le permite corroborar la mesianidadde Jesús, pero cualificándola inmediatamente para afirmar supuesta-mente que se trata de un Mesías de naturaleza divina, o de un personajeceleste y apocalíptico. Al segundo, porque obtiene la prueba de la me-sianidad del Nazareno, pero, a la vez, la confesión de su carácter divino,lo cual ponía en sus manos a un Jesús sedicioso y, a la vez, a un Jesúsblasfemo. Así, Poncio Pilato tenía a un Jesús convicto de sedición como«rey de los judíos», y Caifás tenía a un sacrílego Jesús que se decía ser di-vino. Sólo cabe interrogarse, si fuera cierta, quién urdió la treta, si elevangelista o el Sumo Sacerdote. Pero, al margen de esta cuestión, loque parece muy claro es que Jesús había confirmado su condición deMesías davídico —y así lo captó sin duda alguna el prefecto romano—.La estrategia del autor allana el camino para que Mateo, Lucas y Juanintrodujeran una ambigüedad suplementaria: sustituyen el «Yo soy» delprimer evangelio, por el «Tú lo has dicho» o «Tú lo dices» (Mt 26.64, y27.11); el «¿Luego eres tú el Hijo del Dios? Díjoles: “vosotros lo decís,yo soy”» y «Tú lo dices» (Lc 22.70, y 23.3) y el «Tú dices que soy rey»(Jn 18.37).

Todas esas respuestas deben contextualizarse debidamente en la co-yuntura y ocasión en que fueron pronunciadas, a saber: en comprometi-dos interrrogatorios en los que —como sucedió con la cuestión del pagodel tributo censal al César, como veremos después— una abierta res-puesta afirmativa o negativa habría llevado a Jesús a la muerte o a la pre-varicación. Jesús no podía asumir ninguna de esas alternativas porqueinvalidaban su proyecto, que tenía que cumplirse en un angosto espaciode posibilidades. Aunque no consiguió evitar la catástrofe, dejó cons-tancia de su astucia y de su temple, si esos arreglos fueran verídicos.

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En este punto de la cuestión debo introducir una relevante mati-zación acerca de mi posición respecto a la peculiaridad que se mani-fiesta en los textos relativos a la conciencia mesiánica verosímilmenteimputable a Jesús. En el capítulo 6 del ensayo El evangelio de Marcos.Del Cristo de la fe al Jesús de la historia (1992) suponía que «el caráctermesiánico del Nazareno había sido intuido por sus seguidores íntimoshabituales, pero por decisión del Maestro debía quedar velado —esdecir, en secreto— hasta que la mesianidad de Jesús hubiera de hacersepública. Se supone diáfanamente en el relato —aspecto importantedesde el punto de vista de la verosimilitud que el evangelista deseaconferir a su intención apologética— que ni siquiera los discípulos ha-brían de comprender, hasta después de la Resurrección, las connota-ciones inesperadas de la nueva noción de mesianidad. Así, el elementoaxial de todo el Evangelio se sitúa en las perícopas que van de Mc 8.27a 8.31. Es decir, la confesión de Pedro, el secreto mesiánico y la predic-ción de la pasión, crucifixión y resurrección de Jesús»; junto «con Mc9.1-13 (leyenda de la transfiguración)», forman «una unidad temática,no por su homogeneidad sustancial —pues son, sin duda, heterogéneasen sus referentes—, sino por su intención y motivación teológicas [...].En Mc 8.29, Pedro reconoce la mesianidad del Nazareno tal como erarepresentada en los círculos mesianistas y populares en los que Jesúsejercía su predicación: “Tú eres el Mesías”. Sin denegación por partedel Maestro, y sin transición alguna, tras esta confesión Jesús “les en-cargó que a nadie dijeran esto de él” (v. 30). También en los otros dosSinópticos esta confirmación tácita de la mesianidad parece inequívoca(Mt 16.13-20 y Lc 9.18-21) [...]. Es evidente que Marcos quiso intro-ducir de manera dramática e irreversible el ke μrygma (proclamación)pospascual: la crucifixión de Jesús no fue un accidente, ni un sucesoque descalifique la auténtica mesianidad del enviado que todos espe-raban, sino el requisito previsto y anunciado del plan salvífico deDios» (pp. 23-24).

Esta construcción teológica de los Sinópticos mediante la suma dedos elementos, a saber, mesianidad sufriente humillada y secreto másocultamiento proclama al Cristo-Jesús o Jesús-Cristo de las Epístolas dePablo, pero está vaciando la figura del Mesías de su esencia tradicio-nal; quedaba sólo el nombre, pues la instrucción fue terminante, que«a nadie dijesen que él era el Mesías» (Mt 16.20). En presencia de estareiteración del ocultamiento, Wrede piensa lógicamente que la consi-

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derable masa de epifanías de mesianidad tradicional consentidas en lostextos evangélicos representa solamente la «ingenua» transformaciónlegendaria de un hecho inicial de no mesianidad en la fe eclesiástica ne-otestamentaria, lo que acabó por debilitar el propio artificio de secretomesiánico incluso en Marcos, pero sobre todo en los Evangelios si-guientes, aunque fuese el Cuarto Evangelio —producto de una fuentepropia con notables novedades— el más obediente a la consigna,como vamos a ver.

En efecto, en el curso de la esforzada predicación de Jesús en Jeru-salén, con motivo de la festividad de invierno, aparece curando a unciego de nacimiento, lo cual, como otros actos de su taumaturgia, avi-vó el hostigamiento del establishment judío y su resolución de elimi-narlo. En Jn 9.22, se lee que los padres del ciego milagrosamente reha-bilitado fueron interrogados sobre cómo tuvo lugar el hecho. Lospadres, cautelosamente, se remitieron a lo que pudiera explicar elpropio hijo, por ser mayor de edad, y «porque temían a los judíos, puesya se habían concertado los judíos en que, si alguno le reconociera porMesías, fuese expulsado de la sinagoga». Todos los dialogantes de esteversículo tienen incuestionablemente en sus mentes al Mesías davídi-co y respiran un mismo clima de temor y coacción moral o eventualmen-te física, el mismo que le dicta a Jesús, después de asumir la veraci-dad de la respuesta de Pedro, la consigna de secreto a sus discípulos(Mc 8.29-30).

En contraste con la sequedad del espíritu rabínico de los textos si-nópticos, el Cuarto Evangelio se hace cuestión del estado de ánimo yde la evolución de la conciencia de Jesús. Este texto que cito íntegro lomuestra:

Después de esto andaba Jesús por Galilea, pues no quería ir a Judea, porquelos judíos le buscan para darle muerte. Estaba cerca la fiesta de los judíos, lade los Tabernáculos. Dijéronle sus hermanos: Sal de aquí y vete a Judea paraque tus discípulos vean las obras que haces; nadie hace esas cosas en secreto sipretende manifestarse. Puesto que eso haces, muéstrate al mundo. Pues nisus hermanos creían en él. Jesús les dijo: Mi tiempo [...] (kairós) no ha llegadoaún, pero vuestro tiempo (kairós) siempre está a punto. El mundo no puedeaborreceros a vosotros, pero a mí me aborrece, porque doy testimonio contraél de que sus obras son perversas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a estafiesta, porque mi tiempo (kairós) todavía no se ha cumplido. Habiéndoles di-cho esto, se quedó en Galilea. Una vez que sus hermanos subieron a la fiesta,

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entonces subió él también, no manifiestamente, sino en secreto. Los judíos lebuscaban durante la fiesta y decían: ¿Dónde está ése? Y había entre la multi-tud muchos rumores acerca de él. Unos decían: Es bueno. Pero otros decían:No, seduce a las turbas. Sin embargo, nadie hablaba libremente de él por te-mor a los judíos (Jn 7.1-13).

En estas perícopas de Juan —decía acertadamente Wrede que «esposible aprender algo del Evangelio de Juan para nuestro estudio delEvangelio de Marcos»—, y en otros pasajes tempranos del Nuevo Tes-tamento, se detectan claras evidencias de la evolución de la autocon-ciencia de Jesús en el inequívoco sentido de la mesianidad judía tradi-cional que tanto inquietaba a los «príncipes del mundo» y demás elitesdirigentes. A la vez, es probable que la mente del Nazareno albergaseoscuros presentimientos de una muy posible frustración del proyectode Reino de Dios en el solar de Yahvé ocupado por legiones romanas,aunque su keμrygma de la conversación espiritual y el arrepentimientosincero era la garantía de que la omnipotente voluntad divina de cum-plir con sus promesas a Israel prevalecería sobre sus enemigos. Fe ciega,confianza, pero también prudencia, temple y cautela hasta la madura-ción del tiempo oportuno (kairós) fueron, sin duda, las divisas de Jesúspara la victoria de la empresa mesiánica de su pueblo.

No cabe pensar, ante la lectura objetiva de un historiador del con-junto de datos fiables que pueden extraerse del Nuevo Testamento ensu contexto judío, que la teología del «Hijo del hombre» en su sistema-tización eclesiástica y dogmática respondía a las convicciones expresaso íntimas de Jesús y los suyos. El constructum teológico que alumbróla Gran Iglesia, asociando descabelladamente el Siervo isaico al Hijodel Hombre damiélico en la mítica versión evangélica, no puede jamásser imputado a la conciencia del Nazareno, ni ser admitido si se respe-tan mínimamente las reglas del análisis histórico y del buen sentido.De los temores, sentimientos y cautelas probables de Jesús no es posiblededucir, para ese tiempo y lugar, esas aberrantes fantasías de una fe de-senfrenada. Reflexionemos someramente sobre esta irracional simula-ción histórica. Jesús indudablemente especuló, maniobró, apostó y, fi-nalmente, fue ejecutado con un cargo de sedición.

En 1992, en el mencionado ensayo, mantuve que, «con todas lasprobables vacilaciones de un drama psicológico íntimo, el Nazareno semovió en torno a las representaciones mentales de un Mesías religioso-

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político tradicional. Éste es un tertium quid que Scheveitzer se negó aadmitir, en una actitud tan extrema y simplificadora como la de Wre-de. Si el mesianismo tradicional estuvo, en el ánimo de Jesús, intensa-mente teñido de coloraciones y penetrado de acentos apocalípticos,entonces los Sinópticos encontraron en esta particularidad una exce-lente cantera para remodelar las convicciones de su protagonista en elsentido dogmático que conocemos, extrapolando y acuñando con nue-vos conceptos algunos rasgos de la literatura apocalíptica que servíanadmirablemente a su deliberado propósito de sobrenaturalizar y espi-ritualizar la figura mesiánica, desviándola de toda connotación políti-co-religiosa» (p. 32), y sustituyéndola por una mesianidad apocalípticay divina sólo revelada post resurrectionem (Hechos 2.36: «Tenga puespor cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías aquien vosotros habéis sacrificado»). Pablo había inventado el «evange-lio» (Köster) como Revelación de Cristo crucificado y resucitado, y to-dos los escritores neotestamentarios le siguieron en la más fantástica yominosa fe teológica semítico-helenística.

El Cuarto Evangelio escenificó emotivamente esta pseudoepifaníade este inaudito Mesías. Habiendo al fin subido Jesús a rostro descu-bierto a Jerusalén para celebrar la Pascua, de nuevo aprieta el acosode los sacerdotes y muchos fariseos obsecuentes al poder, con estapregunta históricamente improbable: «¿Crees en el Hijo del hombre?Respondió él y dijo: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Díjole Je-sús: Le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y seprosternó ante él. Jesús dijo: Yo he venido al mundo para un juicio, paralos que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9.35-39). Coneste juego parabólico de palabras confiesa misteriosamente el Nazare-no su nueva identidad teológica a sus perseguidores, los cuales resultaque, todavía no satisfechos con el cargo de falso Mesías en la herenciade David, tenían ahora en sus manos una acusación añadida para conti-nuar apedreándole. Jesús replicó con estas palabras: «Muchas obras oshe mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me ape dreáis?Respondiéronle los judíos: Por ninguna obra buena te apedreamos,sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios [...];¿porque dije: Soy Hijo de Dios?, [...] el Padre está en mí y yo en el Pa-dre» (Jn 10.32-33, 36, 38). El dossier quedaba así listo para los inte-rrogatorios ante Caifás y ante Pilato; un menú a la carta: laesa maies-tas, blasfemia, rechazo del tributo censal al Emperador, subvertir al

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pueblo... En suma, una teologización del sufrimiento con carácter ex-piatorio.

Como ya expliqué hace años con detalle, «en el relato de Marcos,las predicciones del sufrimiento van asociadas a la expresión el Hijo delHombre (hó Huiòs tou anthoropou μ), y sin referencia al Ebed Yahvéisaía co. Aunque la designación que caracteriza la cristología marquia-na es la de Hijo de Dios (Huiós touμ Theouμ), este título pasa a identifi-carse con el término Hijo del hombre prácticamente a partir de Mc8.38, indicando preferentemente la connotación doliente y humilladade Jesús»; pero «los estudios de G. Vermes han mostrado que nuncaexistió ni en el judaísmo ni en la Apocalíptica un verdadero “título” Hijodel hombre, lo que han confirmado los exhaustivos trabajos de M. Ca-sey y de B. Lindars». En consecuencia, debemos concluir que «el Na-zareno jamás se identificó a sí mismo con un título mesiánico de estenombre, entre otras razones sencillamente porque no existió en su épo-ca. Empleó [posiblemente] esta expresión —si realmente lo hizo—como un modismo coloquial arameo para referirse a sí mismo» (ibi-dem, pp. 34-35), es decir, en el sentido general de hombre bajo la for-ma gramatical de la tercera persona verbal (p. 36).

El hecho capital de la historia de la fe cristiana ha sido la transmu-tación teológica del Jesús de la historia en el Cristo de la fe. Y este mis-mo hecho, y la necesidad de «explicarlo», ha sido el motor y la razónde ser de la exégesis apologética de la Iglesia antigua y medieval, pri-meramente, y de la scholarship neotestamentaria contemporánea des-pués. El esfuerzo más meritorio en esta dirección lo he encontrado enla Introducción que ofreció J. C. G. Greig a la versión inglesa (1971)del libro de William Wrede, Des Messiasgeheimnis in der Evangelien(1901). Intentaré presentar un resumen telegráfico de su propuesta.

Según Greig, la inclusión en dicha exégesis cristológica de elemen-tos propiamente soteriológicos ha perturbado el análisis de la cristolo-gía tradicional subsistente en el keμrygma (proclamación original), en talmedida que se ha llegado a una reinterpretación (expresa o implícita)del «secreto mesiánico» en términos del «secreto del Hijo de Dios». Esteprimer punto me parece indiscutible. Después de examinar detenida-mente las importantes obras de E. Sjöberg, Der Menshensohn im ät-hiopischen Henocbuch (1946) y Der verborgene Menschensohn im denEvangelien (1955) como pistas apocalípticas del tipo mixto Siervo do-liente isaíaco-Hijo del Hombre daniélico preexistente, oculto, muerto

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y resucitado, Greig sugiere que es posible que el propio Jesús históri-co hubiese inspirado a sus intérpretes eclesiásticos un elemento origi-nal a la visión mesiánica judía tradicional en el contexto del materialescatológico «conectado con la esperanza de un Mesías», si se le añadeel hecho histórico de la pasión y crucifixión de Jesús, así como la indu-dable actividad teológica temprana de la Iglesia para enfatizar y fijaruna mesianidad apocalíptica y dogmática atribuida al Nazareno. Es unahipótesis imposible incluso a la luz de los extensos y elaborados argu-mentos de Greig, quien concluye así: «De un lado, la tradición delmartirio con sufrimiento “puede” (sic) haberse coordinado con el senti-miento de Jesús de una inminente crisis que genera riesgos de sufrimien-to y muerte, pero también de esperanzas de vindicación. De otro lado,una creencia por su parte de que podría ser el Mesías sería naturalmentesuficiente para llevarle al intento de adoptar el expediente existentede la “ocultación” o “secreto” de su ministerio» (p. XVI). Y refiriéndosea las tesis de Wrede, estima Greig que, «como apunta [aquél] correc-tamente, de ello no se sigue que la “idea” del secreto sea nada más queuna explicación teológica forzada (ill-fitting) de cómo un ministerio“no-mesiánico” (sic) produjo en la iglesia una cristología posterior al su-ceso de la Pascua» (ibidem). No cabe impugnar totalmente estos argu-mentos, pero el hecho radical documentado es que los discípulos hu-yeron despavoridos (Mt 26.568), y preguntándose algunos, ante lainesperada catástrofe, acerca de «lo de Jesús Nazareno [...] Nosotrosesperábamos que sería él quien rescataría a Israel; mas con todo, ya vantres días desde que esto ha sucedido» (Lc 24.19-21). Pero incluso a Je-sús ya «resucitado», le preguntaron, ansiosos de sacudirse el yugo ro-mano: «¿Es ahora cuando tú restablecerás el reino de Israel?» (He-chos 1.6). Decidan los lectores la superchería, que evidencia lamesianidad davídica de Jesús.

La gran pregunta sigue siendo la siguiente: si la ejecución comoMesías tradicional es presentada dogmáticamente por la Iglesia como uncrucial error de percepción de sus discípulos y sus audiencias; y si Jesúsfue realmente el Hijo del Hombre evangélico y so μte μr universal divinode Pablo; entonces, ¿por qué se sigue asumiendo al Nazareno como«Mesías» davídico y humano, demasiado humano, ese que se declaraMesías en las cercanías de Cesarea de Filipo, ese que Marcos y compañíase esfuerzan inverosímilmente en suprimir, y no renuncia a mantener lafarsa de su tergiversación histórica y su realidad sobrenatural?... Estimo

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que hay fundamentos mucho más que suficientes —que Wrede deci-dió ignorar, reconociéndose al mismo tiempo incapaz de dar una ex-plicación (exigible)— para responder así:

La Iglesia sabe que la potencia del misterio cristiano radica en lacreencia en la condición humana de su dios, y, para acreditarla, no pudonunca prescindir de la legendaria categoría teológica judía de la «Mesia-nidad». La diferencia esencial de «concepto» entre la religión cristiana ylas religiones de misterios de la Antigüedad —que pronto serían supe-radas por el monoteísmo filosófico greco-romano— consistía en esaidea bíblica del Dios Vivo y antropomórfico que padece y sufre para redi-mir del pecado y del dolor a los seres humanos que lo reconocen y loadoran. Ya no se trata de un imaginario héroe epónimo, inventado,mitológico, épico, pero en definitiva sobrenatural, sino del Dios deAbrahán, Moisés, David y los profetas, el Dios-Hombre u Hombre-Dios, el mediador «mesiánico» de las promesas de Yahvé al pueblo ele-gido. Ahora la Iglesia cristiana, como el Verus Israel, se lo apropió. Sinél, sin este mito enorme, esta Iglesia no habría nacido, ni triunfado, nisobrevivido hasta el presente. La Crucifixión de un sedicioso valdríaentonces un Imperio.

Relacionadas conceptualmente con la cuestión de la mesianidadhay cuatro referencias textuales en los Evangelios que deben exami-narse ahora.

En Mc 9.33-35 y paralelos se dice que de camino a Cafarnaúm,aún antes de que se aproximasen a Jerusalén, los discípulos disintie-ron entre sí «sobre quién sería el mayor», y que Jesús, «sentándose,llamó a los doce y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea elúltimo y el servidor de todos”». Es decir, pensaban que en el Reino ha-bría rango y jerarquías. En Mc 10.28-31 y paralelos leemos que «Pe-dro entonces comenzó a decirle: “Pues nosotros hemos dejado todaslas cosas y te hemos seguido”. Respondió Jesús: “En verdad os digoque no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o hermanas,o madre, o padre, o hijos, o campos, por amor a mí y del evangelio, noreciba el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas,madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglovenidero [kai; ejn tw' aiw≥ni tw' ejrcome;nw' zw'hvn aijwnion]». En Mc10.35-38 y paralelos se narra: «Se le acercaron Santiago y Juan, los hi-jos del Zebedeo, diciéndole: “Maestro, queremos que nos hagas loque vamos a pedirte”. Díjoles Él: “¿Qué queréis que os haga?”. Ellos

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le respondieron: “Concédenos sentarnos el uno a tu derecha y el otroa tu izquierda en tu gloria [ejn th' dovxh sou]”» . En Mc 11.8-10 se relatala entrada triunfal de Jesús en Jerusalén en olor de multitud (al menosde sus adeptos): «Muchos extendían sus mantos sobre el camino,otros cortaban follaje de los campos, y los que le precedían y le se -guían gritaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre delSeñor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro padre! ¡Hosannaen las alturas!”». Por último, citemos Lc 22.29-30: «Vosotros sois losque habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y yo dispongo delreino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío,para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino y os sentéis sobre tronoscomo jueces de las doce tribus de Israel».

Debe admitirse que, en términos generales, lo que sobre todo inte-resa de estos cuatro textos de Marcos y Lucas, y de sus paralelos enMateo y Juan, no es tanto la calculada «industria» redaccional em -plea da por los evangelistas para verterlos en sus relatos, así como sudecisión de hacerlo, ni si las formas filológicas que asumen como este-reotipos las tradiciones proféticas relativas al Mesías se recogen conrespeto a sus contextos, cuanto el hecho patente de que prueban queconocían bien el carácter de la idea del Reino que habitaba en la mentede Jesús y sus discípulos, la cual gravitaba intensamente en la atmósferapeculiar de las primeras fases de su predicación mesiánico-escatológi-ca. Si se supone que el motivo para que los evangelistas asumieran es-tos textos, cuando poner estos dichos en labios del Cristo eclesiásticoya no pondría en cuestión la transmutación cristológica producida porlas Iglesias, consistía en su deseo de desprestigiar la personalidad delos apóstoles como mezquinos y egoístas, preocupados por los bienesy honores terrenales, habrá que explicar por qué hipotecaban así lacoherencia de la construcción teológica de la fe de esas Iglesias al des-velar la verdadera figura del Jesús histórico como mesianista sólo com-prensible en el marco del judaísmo.

Los veredictos de inautenticidad de dichos textos emitidos porR. Bultmann y sus epígonos, grandes líderes de la teología neotestamen-taria del siglo XX, o más recientemente por exegetas como D. R. Catch -pole [cf. «The “Triumphal” Entry», en E. Bammel y C. F. D. Moule(eds.), Jesus and the Politics of His Day, Cambridge, 1984, pp. 319-334] o G. Lüdemann —tenido en exceso como el gran iconoclasta dela teología cristiana— siguen flotando sobre un colchón de persisten-

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tes prejuicios eclesiásticos, incluso presentes entre quienes aparecenpara nosotros, o se creen ellos mismos, como audaces críticos libera-dos de la mitología de la fe cristiana. Por ejemplo, Bultmann y los su-yos, víctimas de la fuerte alergia que les produce cualquier intento dereivindicar la evidente dimensión política de la aventura de Jesús el ju-dío, siguen dando como algo incuestionable que Jesús nada tuvo quever con la causa de la libertad de Israel —indisolublemente política yreligiosa desde que existió como pueblo—, o con la tradición davídicadel mesianismo tradicional. Salvo los historiadores de la línea Reima-rus, Brandon y —parcialmente— Maccoby, se observa que cuando sesuscita la cuestión de la política en el pensamiento y la acción de Jesús,toda la innumerable legión de los demás —incluidos los que han dimi-tido de la fe cristiana— cierran filas como buenos y probos burguesescontra el enemigo común y para defender los venerables vestigios delas murallas de la pax christiana y su cosmovisión espiritualista. En elcaso de los mencionados textos, Bultmann, sin ningún otro funda-mento que su adhesión al dogma eclesiástico del Cristo universalista yno sólo pacífico sino también pacifista, dictamina, en crasa petitioprincipii, que el Jesús de la historia ignoró las implicaciones tempora-les de su keμrygma, y que el Reino (basileiva, Basileía), en Mc 10 y pa-ralelos, significa el reino celeste, post mórtem, para quienes alcanzasenla vida eterna, es decir, el otro eón. Esta falsedad exegética vacía de sugenuino sentido al Reino como el lugar del banquete mesiánico (sympo-sium) en el que los judíos satisfarían todas sus necesidades espiritualesy materiales, o sea, la Nueva Jerusalén como símbolo de la gloria del libe-rador ungido por Yahvé. Éste sería, todavía en nuestro eón, el Reino deDios en un Israel rescatado y restaurado, o sea, la gloria del Mesías, enel citado Mc 10.37. Pero Bultmann es terminante: se trata de «una le-yenda mesiánica que quizá se generó en la cristiandad palestiniana» (cf.Geschichte der synoptischen Tradition, 1921; véase trad. ingl., NuevaYork, 1963, p. 305). Uno, echando mano de su sentido común, se pre-gunta: ¿Qué interés podía tener esa comunidad cristiana en inventar oasumir una leyenda que la desmentía a sí misma en sus propias basesteológicas?... Ninguno. Según Lüdemann, Mc 9.33-35 y 10.17-31 serefie ren simplemente a «problemas de la comunidad», y Mc 11.1-11 es«una leyenda de la comunidad más temprana» (cf. Jesus after 2000 Years, Amherst/Nueva York, 2001, pp. 75-76), inspirada en Zac 9.9. Setrata de nuevo de un sofisma derivado de la misma premisa falsa.

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Ante la obstinada pertinacia de esa dogmática como posición departida, es hoy necesario volver a Reimarus para remover el obstáculo,pues sólo en su obra encontramos la sencilla sabiduría que nos lleva acontemplar la historia con los ojos exentos de las deformaciones teo-lógicas de la creencia cristiana. Para restaurar en sus cimientos las ver-daderas perspectivas de la empresa mesiánica de Jesús es indispensablezafarse de los erróneos espiritualismos del planteamiento de la teolo-gía que arranca de la tempestad académica provocada por Ch. Baur,hasta el concordismo de mínimos diseñado por E. P. Sanders, pasan-do, entre otros muchos, por D. F. Strauss, J. Weiss, W. Wrede, A. Sch-weitzer, A. Harnack, R. Bultmann y sus epígonos, G. Lüdemann y losteólogos de la Escuela de Fráncfort. Para romper su hechizo espiritua-lista, místico, interiorizante y fideísta hay que comenzar por refutar laprincipal contradicción de la dogmática cristiana: mesianidad cristianafrente a mesianidad judía, el Jesús histórico frente al Cristo eclesiásti-co. H. S. Reimarus (1694-1768), en su Apologie oder Schutzschrift fürdie vernünftigen Verehrerer Gottes, obra mantenida secreta hasta des-pués de su muerte, y de la cual los llamados siete Wolfenbüttel Frag-mente (1774-1778) aparecieron publicados por G. E. Lessing, planteóel problema fundamental del origen de la fe cristiana en el último deesos fragmentos, bajo el título Sobre la intención de Jesús y sus discípu-los (1778), abriendo así la puerta cerrada durante siglos y siglos por elofuscamiento de una fe dogmática, a la posibilidad de la emancipa-ción de la inteligencia. Esa refutación debe arrancar del desalojo de lacamisa de fuerza tejida por categorías teológicas y postulados de feque han impedido abordar sin prejuicios el conocimiento de las ideasy las perspectivas fundadoras del movimiento religioso en el que se in-serta Jesús como heraldo o como representante de la concepción me-siánica del Reino de Dios y de su inminente venida. ¿Qué significa —sepregunta Reimarus— la noción de Reino de Dios para el judaísmo deaquel tiempo?... El texto angular para su respuesta figura en los apar-tados §29 y §30 de su ensayo, y dice lo que sigue:

El reino de los cielos para el cual el arrepentimiento predicado había de seruna preparación y un medio, y el cual contenía el propósito último de la em-presa de Jesús, no está en absoluto explicado por él, ni en cuanto a qué es, ni encuanto a en qué consiste. Las parábolas que emplea acerca de ello nada nos en-señan, o ciertamente no mucho, si no tenemos ya alguna idea que podamos

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conectar con la frase: es como un labrador, un grano de mostaza, una masa sinfermentar, un tesoro escondido, una red, un mercader que compra perlasbuenas, etc. De esto concluimos que el término había sido completamente cla-ro para los judíos de aquellos días, y que Jesús se refería así a él; por consiguien-te, que no hay otra manera de que encontremos la intención de Jesús respectoal reino de los cielos más que sintiéndonos concernidos por el sentido usual deesta frase entre los judíos de la época. Pero además del Nuevo Testamento,otros escritos nos enseñan que por «reino de los cielos» ellos entienden demodo general, no sólo el reino que Dios como rey estableció entre los judíos ypor medio de la ley, sino especialmente ese reino que él revelará mucho más glo-riosamente bajo el Mesías [...]. Pero sin referirme mucho a escritos rabínicos,el mismo Nuevo Testamento nos deja perfectamente claro este significado.Porque ¿quiénes eran los que esperaban el reino de Dios, si no aquellos queestaban esperando la venida y revelación del Mesías? ¿Qué suerte de reino alalcance de la mano entiende Juan proclamar, como un precursor de Jesús, sino el reino del Mesías? ¿Cómo si no, lo entienden los Fariseos cuando pre-guntan a Jesús en Lc 17.20, «¿cuándo viene el reino de Dios?» o los discípu-los ¿cuándo esperaban que ahora pronto establecería él su reino? La clave deesta expresión es la siguiente. Puesto que Dios, según la expresión hebrea,habita en los cielos, y dado que para los judíos los cielos significa la mismacosa que Dios mismo, el reino de los cielos y el reino de Dios son una y la mis-ma cosa. De modo similar, puesto que el nombre Padre significaba respectiva-mente para los judíos, y especialmente para Jesús, el Padre celestial, este últi-mo [Jesús] entendió específicamente por el reino de su Padre este reino de loscielos o reino del Mesías que él asocia con Dios o con el Padre celestial, hasta elpunto de que sería establecido por Dios, y Dios sería supremo en él, aunque hu-biera sido dado todo el poder al Mesías. Así, cuando Jesús por todas partes pre-dicaba que el reino de Dios y el reino de los cielos se habían aproximado, e hizoque otros predicasen lo mismo, los judíos fueron muy conscientes de lo que élquería decir, que el Mesías aparecería pronto y que su reino comenzaría. Porqueera la esperanza de Israel, aguardando y anhelando desde los días de opresióny cautividad, y de acuerdo con las palabras de sus profetas, que un Ungido oMesías (un rey, Mt 2.6) viniese, que los liberase de todas las aflicciones y esta-bleciese un reino glorioso entre ellos. Esta profecía judía era conocida inclusopor los paganos, y para los judíos de entonces el tiempo que tenía que cum-plirse había transcurrido. Por ello, la proclamación del reino hubo de ser lamás gozosa noticia o evangelio que podían oír. En consecuencia, «predicar elevangelio» significaba simplemente extender la gozosa noticia de que el Me -sías aparecería pronto y comenzaría su reino glorioso. «Creer el evangelio» nosignifica nada más que creer que el esperado Mesías vendrá pronto para nues-tra redención y para su reino glorioso» [Mc 1.14-15, Mt 3.2, 4.7 y 10.7] (cf.

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Sobre la intención de Jesús y sus discípulos, versión inglesa, Leiden, 1970,pp. 123-125).

Como puede verse, este texto brillante, preciso y escueto definediáfanamente una íntima asociación —que no confusión— de las ideasdel reino de Dios y reino mesiánico característica del tiempo, en el sen-tido de kairós, del cumplimiento de las promesas que Dios hizo y re-novó a su pueblo, es decir, a los judíos, y que éstos ansiaban ya con im-paciencia. Esta contribución de Reimarus cobra su excepcionalidadpor el hecho de representar en sí misma que, por primera vez, se corríael velo del oscurantismo que por siglos y siglos la Iglesia católica y lasdemás iglesias cristianas difundieron en todo el orbe, al ocultar, tergi-versar y manipular el auténtico magisterio y ministerio de Jesús. El os-curantismo dogmático de la fe cristiana ha conducido a miles de pro-vectos y doctos exegetas creyentes —¡y también no creyentes!— aelucubrar toda suerte de especulaciones para desentrañar qué signifi-cado tuvieron en el mundo judío los conceptos cruciales de Reino deDios y Reino mesiánico, con el propósito apologético y fideísta de des-vincular al Nazareno de la fe de Israel. Se transformó así un conceptocomplejo pero transparente en una maraña en la que han tenido asien-to las mayores aberraciones y las más locas excentricidades. La lógicade Reimarus es impecable y puede resistir a cualquier intento de recaí-da en la dogmática eclesiástica. Reimarus propone algo que el profe-sor G. Bueno definiría como una asociación referencial de conceptosconjugados; porque no hay identidad pero tampoco disociación, sino su-perposición y, a la vez, implicación discreta en un proceso temporal. Es-cindir esos conceptos es una pésima e infidente exégesis que sólo pue-de conducir a las típicas aporías de la teología académica y alinmisericorde engaño de los iletrados.

Reimarus continúa su labor de desescombro de las ruinas de laapologética con este texto no menos riguroso:

Comoquiera que estas palabras contienen la intención total de Jesús y de todassus enseñanzas y hechos, queda ella realmente expresada en forma muy clara,o, como los judíos de entonces lo dirían, bastante comprensible. CuandoJuan y Jesús o sus mensajeros y apóstoles proclamaban por todos lados que«El reino de los cielos está casi a la mano, creed en el evangelio», las gentes sa-bían que la gran noticia de la inminencia de la venida del aguardado Mesíasestaba siendo llevada hasta ellas. Pero en ninguna parte leemos que Juan o Je-

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sús o los discípulos añadieron algo a esta proclamación concerniente a aque-llo en que consistía el reino de Dios o a su naturaleza y condición. Así, los judíostenían necesariamente que conectar con tales palabras acerca del reino de loscielos que estaba casi a la mano el concepto que de él prevalecía entre ellos.Pero la idea dominante del Mesías y su reino era que él sería un gran rey tem-poral y que establecería un potente reino en Jerusalén por el cual los liberaríade toda servidumbre y los haría los amos de todos los pueblos. Esto era incon-testablemente la comprensión general del Mesías entre los judíos, y éste era elconcepto que creyeron siempre cuando se trataba de mencionar la venida delMesías y de su reino. Según lo dicho, siempre que los judíos creyeron en esteevangelio, siempre que la venida del reino de los cielos les era proclamada sinmás explicación del término, quedaban destinados a esperar un Mesías tem-poral y un reino temporal, de conformidad con sus ideas [...]. Pero, natural-mente, nadie puede enseñar a la gente una doctrina e idea diferente de lo queellos mismos conocen y creen. Así, dado que los discípulos de Jesús como he-raldos del reino de los cielos... estaban pensando en un reino temporal del Me-sías, ellos proclamaban justamente esto en las ciudades, escuelas y hogares deJudea [...]. De hecho, lo que es más, estos apóstoles, incluso después de lamuerte de Jesús, hablaban del mismo modo de la intención y plan [de Jesús].«Nosotros habíamos esperado que él era el que iba a redimir Israel» (Lc24.21) [...]. Israel o el pueblo judío había de ser redimido, pero no la raza hu-mana [...]. Ahora bien, si se hubiese significado una redención espiritual pormedio de un salvador sufriente [...], ellos no habrían indicado como base desu esperanza a un Jesús que se manifiesta «poderosamente» ante todo el pue-blo con palabras y hechos [Lc 24.19] (cf. pp. 126-128) (cursivas mías).

Pues bien, en este inequívoco panorama el drama de una inespera-da Crucifixión trastornó radicalmente las perspectivas mesiánicas de losapóstoles, los cuales, en el curso de un patético proceso de reflexiónacompañado, a no dudarlo, de intensa emoción y alteraciones de con-ciencia, se vieron impulsados a una difícil inversión espiritualista de lafigura y el mensaje de su Maestro, a partir de la ilusoria experiencia deuna supuesta Resurrección milagrosa, «transmitida» más tarde en for-ma legendaria, contradictoria y cambiante. Esa inversión de la cristo-logía adquiere una primera y precaria formalización en Pablo de Tarsoy las sinagogas cristiano-helenísticas, en la cual los typos, símbolos yalegorías son tomados predominantemente del Antiguo Testamento,pero sobre un fondo notoriamente nutrido por el peculiar monoteís-mo del mundo alejandrino y de las religiones de misterios. Se fraguóasí un híbrido constructo semítico-griego que alcanzaría su desarrollo

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en la dogmática de la Iglesia en un proceso de decisiones políticas, con-tiendas civiles —algunas de extrema violencia o sangrientas— y siem-pre en el contexto de una ominosa competición por el poder —aún in-tensamente vigente en nuestros días.

El inestimable y excepcional legado exegético de Reimarus transi-tó como un desconocido por el pueblo cristiano, o conservado frag-mentariamente por un escaso número de estudiosos preocupados ex-clusivamente por la consolidación y aguerrida defensa de la esenciadel mito de Cristo. Al margen de algún conato de replanteamiento delas bases de ese gran mito eclesiástico, habría que esperar hasta el año1967, en el que S. G. F. Brandon publica su magna obra Jesus and theZealots. A Study on the Political Factor in Primitive Christianity, querecoge sistemáticamente pero con gran originalidad la herencia deReimarus. Mi propia labor histórico-crítica estaría marcada por susorientaciones a partir del libro Ideología e historia. La formación delcristianismo como fenómeno ideológico (1974), en el que por primeravez en nuestro país se investiga la naturaleza de la fe cristiana y de susorígenes. Desde esos años ya no debería resultar posible, o al menosserio y responsable, continuar con el inveterado hábito teológico desumergir el estudio del significado mesiánico del concepto de Reinode Dios en los cuatro Evangelios canónicos en el juego exegético debuscarle los tres pies al gato —valga este dicho coloquial—, es decir, elde someter un concepto diáfano en el contexto del magisterio del Na-zareno en un tenebroso desmán apologético incansablemente perpe-trado por quienes no se resignan de verdad a apartarse definitivamen-te de los mitos recibidos en la transmisión de la fe. Para concluir coneste breve excursus sobre la cuestión de la mesianidad de Jesús, recor-daré algunas referencias y formularé algunas consideraciones.

El investigador G. Vermes, en su libro Jesus the Jew (1973), es de-cir, antes de que se entregara a la tentación de estereotipar la figura delNazareno en moldes exclusivamente espiritualistas, nos ofrece esteacertado texto:

[El Mesías] se esperaba que fuese un rey de la progenie de David, victoriososobre los gentiles, salvador y restaurador de Israel. No se describe, por su-puesto, meramente como un «rey-guerrero», como ha señalado correctamen-te M. de Jonge [«The Use of the Word “Anointed” in the Time of Jesus»],sino que su preocupación por el establecimiento de la justicia de Dios refleja

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el cuadro del gobernante postrero dibujado por II Isaías y el pensamientomesiánico judío en general. No obstante, es más que dudoso que, en su ora-ción por la venida del Mesías, el hombre de la calle en la antigua Jerusalén hu-biese excluido positivamente la idea de un futuro rey triunfante (p. 131).

Ampliando este punto de partida sobre la ideología mesiánica detodos los judíos en aquella época, Vermes formula estas reflexionesacerca del carácter notablemente contradictorio e indudablementedogmático del retrato de Jesús en el keμrygma de la Iglesia:

Esta investigación sobre la Cristología del Nuevo Testamento nos sume en laperplejidad en todos los sentidos. La firmeza del énfasis de los primeros cris-tianos en el estatuto mesiánico de Jesús se iguala a la renuncia de la tradiciónsinóptica a adscribirle alguna declaración pública, o incluso privada, no-am-bigua en este terreno. He aquí un dilema que raramente es afrontado cabal-mente: Si Jesús se pensó a sí mismo como Cristo, ¿por qué fue tan reticente alrespecto? Si no se consideró como tal, ¿por qué sus inmediatos seguidores in-sistieron en lo contrario? (p. 152).

Recordemos, sin embargo, que los Sinópticos hicieron declarar alBautista que él no era el Mesías, y que Jesús reconoce en esos textosque el Mesías es él, aunque lo haga sólo de modo indirecto. Reitere-mos que en Mc 14.60-65 responde a la inequívoca pregunta del SumoSacerdote: «Yo soy»; y que Pilato preguntó al pueblo: «¿Queréis queos suelte al rey de los judíos?» (Mc 15.8), lo que, en el evangelio deJuan, comenzó él asumiendo implícitamente: «Tú dices que soy rey.Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad»(Jn 18.37). Y, sobre todo, volvamos a subrayar que antes de que la fic-ticia profecía contenida en el llamado secreto mesiánico hubiese sidoemitida, con aterradora sorpresa para los discípulos, por Jesús, nadamenos que Pedro declara: «Tú eres el Mesías», cuando su larga e ínti-ma convivencia con el Maestro no podía dejarle lugar para las dudas.Por todo ello, la perplejidad expresada por Vermes estimo que se des-vanece tan pronto como valoremos adecuadamente en su radical sig-nificado la falsedad del vaticinium ex eventu anunciado en Mc 8.34-35y paralelos para explicar el fiasco de la Crucifixión, y al mismo tiempodescalificar la eventual pretensión mesiánica que indudablemente al-bergó en la mente de los discípulos. En un crescendo de manipulacio-nes y adiciones del repertorio testimonial por los cronológicamente

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sucesivos cuatro Evangelios conservados, la tradición oral jamás pudoborrarse en su integridad y, por el contrario, su tronco fundamental per-vivió fragmentaria pero enérgicamente en dichos textos, siempre conte-nido o soterrado, aunque emergiendo aquí y allá con fuerza tal que lainaudita e inverosímil mesianidad eclesiástica de recambio se evidenciacomo lo que es: una escandalosa tergiversación histórica y teológica.

Es patente que entre el conocimiento de la conciencia íntima de Jesús y los relatos neotestamentarios sobre la aventura real del perso-naje mediará siempre el considerable filtro teológico que mantiene esatergiversación, y que los historiadores se enfrentarán siempre con elcarácter híbrido de los textos para el propósito de diseñar un perfil ra-zonablemente plausible de su personalidad. Uno de los más profun-dos y solventes investigadores de los mitos cristianos, L. Rougier, nosbrinda este intuitivo apunte del enigmático tema de la propia concien-cia mesiánica de Jesús, en términos del contexto de algunos momentosde la toma de decisiones en coyunturas cruciales de su vida:

Vacila en pasar a Judea, por temor a ser aprehendido. Al acercarse la fiesta delos Tabernáculos, se necesita que sean sus hermanos, «no creyendo en él»,quienes lo incitan a subir a Jerusalén para probarse allí: «no se actúa en secre-to cuando uno quiere ser conocido. Puesto que tú haces esas obras, manifiés-tate al mundo» (Jn 7.4). Jesús se recusa, luego decide ascender subrepticia-mente a Jerusalén, sin hacerse ver. Cuando la multitud que él ha arrastrado aldesierto quiere apoderarse de él para hacerlo rey, él se esquiva. Predica elarrepentimiento, el amor al prójimo, el perdón de las ofensas, la misericordiay las bienaventuranzas. Progresivamente, su actitud se modifica. Se hace ame-nazadora y perentoria. Cuando su entrada mesiánica en Jerusalén, en el mo-mento en el que la multitud aclama en él «el Rey que viene en nombre del Se-ñor» (Mc 11.10), algunos fariseos que se encontraban entre la muchedumbrele aconsejan benévolamente que calme a sus discípulos. Responde: «¡Os digo,si ellos se callaran, gritarían las piedras!» (Lc 19.40) (cf. La genèse des dogmeschrétiens, París, 1972, pp. 45-46).

Y Rougier, inmediatamente a continuación, cita este juicio deO. Cullmann: «No es dudoso que, en el pueblo como entre sus discí-pulos, se ha interpretado esta entrada como un acto decisivo para ins-taurar el Reino de Dios en el marco nacional, tanto más cuanto que laspalmas agitadas por el pueblo recuerdan el movimiento de resistenciade los Macabeos, movimiento del cual los Zelotas se han reclamado a

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He querido presentar, a la luz de los recientes y substanciales conoci-mientos que ofrece actualmente la Ciencia en numerosas áraes del sa-ber, el panorama retrospectivo y prospectivo del empeño de la mentereflexiva de nuestra especie biológica en desvelar las estructuras anto-lógicas y epistemológicas fundamentales del sujeto humano y de lasexperiencias históricas determinantes de su destino colectivo. En elcurso de la producción de las primitivas herramientas de la industrialítica, los humanos prehistóricos comenzaron ya a interrogarse sobre lanaturaleza de sus experiencias vitales en la ardua e incesante lucha porla supervivencia, tanto en el plano de sus actividades utilitarias comoen el plano del conocimiento, del pensamiento y de la explicación delos fenómenos que marcaban su existencia individual y de grupo. Laestructura causalista y finalista de su sistema nervioso los condujo natu-ralmente a un progresivo dominio de sus actividades ordinarias, sinapenas solución de continuidad respecto de sus próximos antepasa-dos los homínidos más aventajados en el arte de la subsistencia indivi-dual y de la reproducción del grupo. Pero el atributo de la reflexividadmental como nota formalmente definitoria de su nueva condición an-tropológica de homo rationalis, en el sentido propio de esta expresión,llevó a los humanos al exigente esfuerzo de dar cuenta del significadoplausible de una serie de fenómenos extraordinarios y enigmáticos gene-rados en el seno de «estados alterados de conciencia», entre los que lasfantasías oníricas, las visiones y alucinaciones en estados de vigilia, lostrances y las catalepsias ocupaban un lugar especialmente problemáti-co y dramático para la economía de las mentes de los primitivos.

Fue en el contexto vital de esta coyuntura excepcional cuandonuestros congéneres prehistóricos protagonizaron un ominoso acon-tecimiento que marcaría durante milenios el destino de la especie hu-mana y del que sólo muy lentamente comienza ahora a despertarse desu embrujo: la invención de almas o espíritus como actores privilegia-

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dos de sus vidas. La fantasía animista, producto de un intenso esfuerzode concentración mental de orden introspectivo, lanzó a los humanos aun sostenido proceso de autognosis de dirección dualista en la percep-ción de su propia condición antropológica, primeramente, y de la con-dición cosmológica de su mundo circundante, inmediatamente des-pués. La hipótesis animista, aunque falsa, racionalizaba las formasenigmáticas de la conciencia otorgándoles un modesto nivel de coheren-cia mediante el artificio de imaginar la existencia de un doble mundo decuerpos y almas que creaba las condiciones de posibilidad para accedera las formas primarias de la religiosidad en cuanto primordium de lasformas desarrolladas del mito religioso propiamente dicho como elgran motor de la actividad mitopoiética de los humanos en el decurso dela historia. Se trataba de la instauración de una pseudorracionalidad se-gún la cual los problemas reales de la vida y de la muerte alcanzabanuna solución especulativa e irreal mediante el juego dialéctico de dosinstancias contradistintas —la corporal y la espiritual— que permitíanacomodarlas mentalmente en el contexto de la escisión de la realidadunitaria del mundo. Desde entonces, los humanos fueron desarrollan-do y formalizando una abigarrada fenomenología religiosa apoyada enestructuras intelectivas fuertemente espiritualistas e idealistas, con laconsiguiente relegación de la materia como categorización de la negati-vidad frente a la plenitud del ser.

El filósofo y matemático René Descartes acuñaría de modo extre-mo la conceptualización dualista del mundo y de las sociedades animis-tas mediante su ontología de las dos sustancias como constitutivas delser humano, a saber, la res extensa y la res cogitans. Esta posición leplanteó problemas que nunca supo resolver en los contextos de unapsicología y una epistemología postuladas desde interacciones entreespíritu y materia teóricamente imposibles. Sin embargo, este espiri-tualista irredimible provocó paradójicamente una brecha profunda enla tradición escolástica al reformular la condición mecanicista de la ma-teria, así como el sustrato cerebral del sujeto cogitante: «Aunque elalma humana da forma a la totalidad del cuerpo —escribe en Principesde la philosophie (1640-1645)— su principal asiento (siège) está en elcerebro; es allí solamente donde realiza, no sólo la intelección y la ima-ginación, sino incluso la sensación». Trescientos cincuenta años mástarde, un importante filósofo y científico, Paul Churchland, apoyán-dose en relevantes resultados de las ciencias, ha podido escribir un li-

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bro de réplica implícita al cartesianismo redivivo, titulado The Engineof Reason, the Seat of the Soul (1995), en el que explica por qué «laidea de que la cognición humana reside en una sustancia inmaterial:un alma o mente» que «sobrevive a la muerte del cuerpo-físico es difí-cil de cuadrar con la teoría emergente de los procesos cognitivos y conlos resultados experimentales de varias neurociencias. La doctrina de unalma inmaterial parece, digámoslo francamente, otro mito exactamen-te, no justamente en los bordes, sino en el centro» (p. 17). Las investi-gaciones sobre el cerebro y los llamados estados mentales en las cuatroúltimas décadas han aportado resultados concluyentes sobre su verda-dera naturaleza en cuanto que estados y formas de la energía/materia; yes en este terreno donde la Ciencia ha desalojado definitivamente elmito religioso del alma espiritual e indestructible —para quienquieraentender—. La impugnación radical de este mito fundacional ya no tie-ne su sede en las caducas argumentaciones metafísicas y silogísticas enel marco de la tradición platónico-aristotélica bautizada por Tomás deAquino, sino en el severo dominio de las ciencias empíricas, y en particu-lar de todas las neurociencias. A la luz de las investigaciones sobre la na-turaleza y las funciones del SNC (sistema nervioso central), y acerca de laestructura de la subjetividad humana, se descarta en términos estricta-mente derogatorios el «mito cartesiano» del yo pensante, cognoscente,significante y transparente, y único motor y regidor de la voluntad y dela existencia real del sujeto metafísico y moralmente encarnado en uncuerpo instrumental rigurosamente sometido a los dictados trascenden-tes de una sustancia espiritual creada por Dios o un Gran Espíritu. Loslectores que hayan leído atentamente los estudios de Llinás, Dennett yDawkins, que he presentado en forma muy simplificada por ineludi-bles razones de espacio, apreciarán la novedad de este libro en el mar-co de los debates retóricos y «humanistas» —sólo en el sentido peyo-rativo de este adjetivo, por lo demás nobilísimo— que todavía hoy (!)siguen practicándose para beneficio de los poderes religiosos, cultura-les, sociales, políticos o mediáticos que promueven las virtudes de lasumisión y la obediencia en aras de la desinformación y la ignorancia delos pueblos.

Desarticulado el Gran Mito, el mito religioso, como generador ofecundador de los demás, he insertado mi interpretación crítica deotros dos grandes mitos que han nacido, en el espacio de las socieda-

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des del tronco occidental, al calor de las Iglesias cristianas —con di-mensión eminente, de la Iglesia católica—, a saber, el mito cristiano obíblico —del que remodelo mis tesis expuestas en varios libros prece-dentes, pero con un perfil más exigente— y el mito político —la sumi-sión por mandato divino del poder civil al poder religioso, y del quepresenté el ejemplo elocuente del caso español—. Vivir en la realidades liberarse de la falsedad en sus diversas manifestaciones metafísicas,religiosas, psicológicas, políticas.... Y, para abandonar definitivamenteel dominio de lo mítico y regresar al reino de la realidad, es decir, a loque realmente existe, debemos depurar el lenguaje ordinario supri-miendo el falso dualismo ontológico del saber que representarían su-puestamente las «ciencias del espíritu» (Geisteswissenschaften) versuslas «ciencias de la naturaleza» (Naturwissenschaften), con el fin deasentar la unidad de la ciencia sobre el estudio riguroso de la Naturale-za como totalidad ontológica de lo que hay en su múltiple manifesta-ción fenomenológica; y, de paso, sustituir lo que aún se conoce tradi-cionalmente por psicología como disciplina académica —tributariadel ilusorio concepto de «alma» (psyché)— por el estudio y la investi-gación científica que propone la fisiosicología, que trata de determina-das funciones cerebrales que realizan todos los comportamientos delanimal humano.

UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

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Taylor, B., 102Tedeschini, nuncio, 380, 383-384Thompson, D’A., 170Thrower, J., 82Tierno Galván, E., 401Tomás, apóstol, 340Tomás de AquinoTroeltsch, E.,31Truman, H., 187Turing, A., 104, 175-176

Tylor, E. B., 12,13, 22, 23, 45, 50, 58-60, 76, 81, 83, 102, 115, 186, 195,241-242

Van der Leeuw, G., 41Van Inwagen, P., 256Vardhama-na (Jina y Mahavira), 76,

78Vendler, Z., 157Ventosa Calvell, J., 382Vermes, G., 313, 322-323, 334Veyne, P., 20Vidal i Barraquer, F., 376, 380, 383-

385Vilaplana, sacerdote, 383Vinet, A., 393Von Harnack, A., 318, 339 Von Neumann, J., 174-178Vorgrimler, H., 285

Wartofsky, M. W., 55Weber, M., 22, 23, 29-32, 44, 58,

59Wegner, D., 259, 261-262Weiss, J., 318Wellhausen, J., 339Wernle, P., 339Wertheimer, M., 167Wiener, N., 265Wiesel, T., 106, 158Williams, G. C., 234, 246Wrede, W., 298, 309, 311-315, 318Wright, J., 210

Young, J. Z., 138

Zaddok, 334-335, 345

ÍNDICE DE NOMBRES

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