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Page 1: Violet y Finch los brazos extendidos como si estuviera dando un sermón y toda la ciudad, no muy grande y aburrida, aburridísima, fuera mi congregación. —¡Damas y caballeros!
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Violet está rota. Finch está roto.¿Pueden dos mitades rotasreconstruirse? Esta es la historia deuna chica que aprende a vivir de unchico que pretende morir; de dosjóvenes que se encuentran y dejande contar los días para empezar avivirlos.

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Jennifer Niven

Violet y FinchePub r1.0

Titivillus 06.05.16

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Título original: All the bright placesJennifer Niven, 2015Traducción: Isabel Murillo

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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El mundo nos rompe a todos,mas después,

algunos se vuelven fuertes enlos lugares rotos.

ERNEST HEMINGWAY

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Vuelvo a estar despierto. 6.ºdía

«¿Es hoy un buen día para morir?».Es lo que me pregunto por la mañana

al despertarme. En clase, a tercera hora,cuando intento mantener los ojosabiertos mientras el señor Schroedersigue soltando su rollo. En la mesa, a lahora de la cena, mientras engullo lasjudías verdes. De noche, mientras

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permanezco en vela en la cama porquemi cerebro no se desconecta por culpade todo lo que tiene que pensar.

«¿Es hoy el día?».«Y si no es hoy, ¿cuándo?».Me lo pregunto también ahora que

me encuentro en una estrecha cornisa aseis pisos de altura. Estoy tan arriba queprácticamente formo parte del cielo.Miro la acera y el mundo bascula.Cierro los ojos, disfruto de la sensaciónde las cosas girando. Quizá esta vez sílo haga y deje que el aire se me lleve.Será como flotar en una piscina, dejarsearrastrar hasta que no haya nada.

No recuerdo cómo he subido hastaaquí. De hecho, no recuerdo

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prácticamente nada anterior al sábado, ynada que sea anterior a este invierno.Sucede siempre: la mente en blanco, eldespertar. Soy como ese viejo conbarba, Rip Van Winkle. Ahora me ves,ahora ya no. Cualquiera pensaría que yame he acostumbrado a eso, pero estaúltima vez ha sido peor si cabe, puestoque no he permanecido dormido un parde días, o una semana o dos, sino que hepermanecido dormido durante todas lasfiestas, es decir, Acción de Gracias,Navidad y Año Nuevo. No sabría decirqué es lo que ha sido distinto esta vez,solo que cuando me desperté me sentímás muerto de lo habitual. Despierto, sí,pero completamente vacío, como si

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alguien se hubiese estado alimentandode mi sangre. Ahora estoy en mi sextodía desde que volví a despertar y en miprimera semana de clase desde el 14 denoviembre.

Abro los ojos y el suelo sigue alláabajo, duro y permanente. Estoy en latorre que alberga la campana delinstituto, en una cornisa de unos diezcentímetros de ancho. La torre espequeña, con unos pocos metros dehormigón rodeando lo que es la campanaen sí, y luego este murete que actúa amodo de barandilla y al que me heencaramado para llegar donde estoy. Devez en cuando golpeo una pierna contraél para recordarme que está ahí.

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Tengo los brazos extendidos como siestuviera dando un sermón y toda laciudad, no muy grande y aburrida,aburridísima, fuera mi congregación.

—¡Damas y caballeros! —grito—.¡Les doy la bienvenida a mi muerte!

Cabría esperar que dijese «vida», yaque acabo de despertar, pero es justocuando estoy despierto que pienso enmorirme.

Grito al estilo de un predicador dela vieja escuela, sacudiendoespasmódicamente la cabeza ypronunciando las palabras de tal modoque vibren al final, y a punto estoy deperder el equilibrio. Me sujeto pordetrás, pensando que es una suerte que

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nadie se dé cuenta de ello, ya que,afrontémoslo, aparentar que no tienesmiedo cuando estás aferrado a labarandilla como un pollo al palo delgallinero resulta complicado.

—Yo, Theodore Finch, sin estar enpleno poder de mis facultades mentales,lego la totalidad de mis pertenenciasterrenales a Charlie Donahue, a BrendaShank-Kravitz y a mis hermanas. Todoslos demás, que se j…

En casa, mi madre nos enseñó desdemuy pequeños a decir esa palabradeletreándola o, mejor aún, nideletrearla (si debemos utilizarla) y, pordesgracia, es una costumbre que tengoarraigada.

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A pesar de que ya ha sonado lacampana, algunos de mis compañeros declase siguen pululando por el patio. Esla primera semana del segundo semestredel último curso de bachillerato y ya secomportan como si hubieran acabado yno estudiaran aquí. Uno de ellos levantala vista en mi dirección, como si mehubiese oído, pero los demás no, bienporque no se han percatado de mipresencia, bien porque saben que estoyaquí y piensan: «Oh, bueno, no es másque Theodore el Friki».

De repente, gira la cabeza y señalaal cielo. Al principio pienso que meseñala a mí, pero es entonces cuando laveo, a la chica. Está a escasos metros de

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mí, en el lado opuesto de la torre,también ha superado la barandilla paraencaramarse a la cornisa, su cabellorubio oscuro se agita con la brisa, elbajo de su falda se infla como unparacaídas. Aunque estamos en Indianay en enero, va descalza, solo conmedias, y veo que sujeta las botas en lamano y tiene la mirada fija en sus pies oen el suelo, es difícil adivinarlo. Estáparalizada.

Con mi voz normal, no la depredicador, digo, manteniendo almáximo la calma:

—Te lo digo por experiencia, lopeor que puedes hacer es mirar haciaabajo.

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Muy lentamente, vuelve la cabezahacia mí. Conozco a la chica, o al menosla conozco de verla por los pasillos.Abre un poco los ojos al ver que estoyaquí y, por mucho que me gustaríapensar que lo hace porque soyguapísimo, sé que no es así.

No puedo resistirme.—¿Vienes mucho por aquí? Porque

digamos que este lugar es mío y norecuerdo haberte visto nunca.

Ni ríe ni pestañea, sino que se limitaa mirarme desde detrás de unas gafasanticuadas que le ocultan casi toda lacara. Intenta dar un paso hacia atrás y supie impacta contra el muro. Se tambaleaun poco, y antes de que caiga presa del

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pánico, digo:—No sé qué te ha traído aquí arriba,

pero, a mi entender, la ciudad se ve másbonita y la gente más agradable, inclusolas peores personas parecen casiamables. Con la excepción de GabeRomero, Amanda Monk y toda esa gentecon la que vas.

Se llama Violet Nosequé. Es unaanimadora muy popular, una de esaschicas con las que jamás pensaríastropezarte en una cornisa a seis pisos dealtura. Detrás de esas gafas tan feas, esbonita, parece casi una muñeca deporcelana. Ojos grandes, una cara dulceen forma de corazón, una boca que ansíaesbozar una sonrisilla perfecta. Es una

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chica que sale con tíos como RyanCross, la estrella de béisbol, y se sientacon Amanda Monk y otras abejas reina ala hora de comer.

—Pero, afrontémoslo, no hemossubido hasta aquí para disfrutar de lavista. Te llamas Violet, ¿no?

Pestañea una vez, y lo tomo como unsí.

—Theodore Finch. Creo que el añopasado estuvimos juntos en álgebra.

Pestañea de nuevo.—Odio las mates, pero no es por

eso que estoy aquí. Lo digo sin ánimo deofender, si es por eso que estás aquíarriba. Lo más probable es que seasmejor en mates que yo, porque casi todo

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el mundo es mejor que yo en mates, perotranquila, no pasa nada, ya que destacoen cosas más importantes, como en laguitarra, en el sexo y en decepcionarconstantemente a mi padre, por nombrarsolo algunas. Por cierto, por lo visto esoque cuentan de que nunca acabasutilizándolas en el mundo real esverdad. Las matemáticas, me refiero.

Sigo hablando, pero me doy cuentade que estoy quedándome sin fuerzas. Enprimer lugar, necesito mear y, por lotanto, no son solo mis palabras las quevibran. (Nota para mí mismo: antes deintentar suicidarte, recuerda echar lameadilla). Y en segundo lugar, empiezaa llover, razón por la cual, con la

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temperatura que tenemos, acabaráconvirtiéndose en aguanieve antes deque alcance el suelo.

—Empieza a llover —digo, como siella no lo viese—. Supongo que luegodirían que la lluvia arrastrará la sangre,que nos dejará hechos un amasijo menoscomplicado de retirar. Lo que mepreocupa, no obstante, es eso delamasijo. No soy un engreído, pero soyhumano, y no sé tú, pero a mí en elfuneral no me apetece dar la impresiónde haber pasado por la trituradora.

Está tiritando o temblando, no lo sémuy bien, de modo que voyaproximándome a ella centímetro acentímetro, con la esperanza de no caer

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antes de llegar allí, porque lo último quedeseo es quedar como un imbécildelante de esta chica.

—He dejado claro que quiero queme incineren, pero a mi madre no le va.

Y mi padre hará lo que ella digapara no disgustarla más de lo que ya loesté, y además está lo de «eresdemasiado joven para pensar en estascosas, ya sabes que la abuela Finchvivió hasta los noventa y ocho. Notenemos por qué hablar de eso ahora,Theodore, no preocupes a tu madre».

—De manera que me pondrán en unataúd abierto, lo que significa que, sisalto, no estaré nada guapo. Además, megusta mi cara así, intacta: dos ojos, una

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nariz, todos los dientes, un detalle que,si quieres que te sea sincero, es uno demis mejores rasgos.

Le sonrío para que vea a qué merefiero. Todo donde debe estar, al menosexteriormente.

Viendo que no dice nada, sigoaproximándome muy despacio sin dejarde hablar.

—Sobre todo, me sabe mal por eltipo de las pompas fúnebres. Vayatrabajo de mierda, y encima tener queocuparse de un tarado como yo.

Alguien grita desde abajo.—¿Violet? ¿Es Violet la que está

allá arriba?—Oh, Dios mío —dice ella, tan

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bajito que apenas la oigo—. OhDiosmíoohDiosmíoohDiosmío.

El viento le levanta la falda y lealborota el cabello. Parece que vaya asalir volando.

Abajo se oye un murmullo y grito:—¡No intentes salvarme! ¡Solo

conseguirás matarte! —Y entoncesañado, muy bajito, dirigiéndome solo aella—: Mira, vamos a hacer losiguiente. —Debo de estar a poco másde un palmo de la chica—. Quiero quelances los zapatos hacia donde está lacampana y que luego te sujetes a labarandilla, simplemente que te agarres aella, y cuando hayas hecho eso, que teapoyes bien y levantes el pie derecho

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para pasarlo por encima del murete.¿Entendido?

—Entendido —dice, moviendo lacabeza en un gesto de asentimiento quecasi le hace perder el equilibrio.

—No muevas la cabeza.—Entendido.—Y, hagas lo que hagas, no te

equivoques de dirección y des un pasoadelante en vez de darlo hacia atrás.Contaré hasta tres, ¿entendido?

—Entendido.Arroja las botas en dirección a la

campana y caen sobre el hormigón conun ruido sordo.

—Una. Dos. Tres.Se agarra a la piedra y se apuntala.

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Luego levanta la pierna y la pasa porencima y queda sentada sobre labarandilla. Mira hacia el suelo y me doycuenta de que se ha quedado paralizada,así que le digo:

—Bien. Estupendo. Pero deja demirar hacia abajo.

Dirige lentamente la mirada hacia míy con el pie derecho busca a tientas elsuelo de la torre del campanario, y encuanto veo que lo encuentra, digo:

—Ahora pasa la pierna izquierdacomo puedas. Y no te sueltes de lapared.

Tiembla con tanta fuerza que hasta leoigo el castañeteo de los dientes, peroveo cómo acaba juntando el pie

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izquierdo al derecho y sé que ya está asalvo.

De modo que solo quedo yo. Miroabajo una última vez, más allá de micuarenta y siete de un pie que no para decrecer —hoy llevo unas zapatillasdeportivas con cordones fluorescentes—, más allá de las ventanas abiertas delcuarto piso, del tercero, del segundo,más allá de Amanda Monk, que está enla escalera de entrada riéndose acarcajadas y agitando su cabellera rubiacomo si fuese un poni, sujetando loslibros por encima de su cabeza en unintento de coquetear y protegerse de lalluvia al mismo tiempo.

Miro más allá de todo esto y me

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concentro en el suelo, que está ahorahúmedo y resbaladizo, y me imaginotendido allí.

«Podría saltar. Estaría hecho encuestión de segundos. Se acabóTheodore el Friki. Se acabó sufrir. Seacabó todo».

Intento superar la inesperadainterrupción que me ha supuesto salvaruna vida humana y retomar lo que teníaentre manos. La percibo durante unminuto: la sensación de paz cuando mimente se acalla, como si ya estuvieramuerto. Soy ingrávido y libre. Nada ninadie que temer, ni siquiera a mí mismo.

Entonces oigo una voz a misespaldas que dice:

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—Quiero que te sujetes a labarandilla y que, cuando estés bienagarrado, te apoyes y levantes el piederecho para pasarlo por encima delmurete.

Y de repente noto que pasa elmomento, que tal vez ya ha pasado, yahora me parece una idea estúpida, conla excepción de la cara que pondríaAmanda cuando me viera pasar volandopor su lado. Río solo de pensarlo. Ríocon tanta fuerza que casi me caigo, y measusto —me asusto de verdad— y meagarro y Violet me sujeta justo cuandoAmanda levanta la cabeza. Entorna losojos. «Bicho raro», dice alguien. Elgrupillo de Amanda se mofa. Amanda

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ahueca las manos junto a la boca yenfoca hacia arriba.

—¿Estás bien, V?Violet se inclina por encima de la

barandilla sin soltarme las piernas.—Estoy bien.Veo que se entreabre la puerta de

acceso a la escalera del campanario yque aparece mi mejor amigo, CharlieDonahue. Charlie es negro. No negrocomo los que salen en las series de latele por cable, sino negro negro. Y creoque eso de tener un nombre tan deblanco es para él como llevar clavadauna espina gigantesca y espantosa.

—Hoy toca pizza —dice.Y lo dice como si yo no estuviera en

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el borde del tejado, con los brazosextendidos y una chica agarrándome porlas rodillas.

—¡¿Por qué no lo haces y acabas deuna vez con esto, rarete?! —grita desdeabajo Gabe Romero, conocido tambiéncomo Roamer, conocido también comogilipollas.

Más risas.«Porque luego tengo una cita con tu

madre», pienso, pero no lo digo porque,reconozcámoslo, es poco convincente, ytambién porque entonces subiría, mepegaría un puñetazo y me tiraría, lo quele quita la gracia a lo de hacerlo yosolo.

Lo que hago, en cambio, es decir a

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gritos:—¡Gracias por salvarme, Violet!

¡No sé qué habría hecho si no hubiesesvenido! ¡Supongo que ya estaría muerto!

La última cara que vislumbro abajoes la de mi tutor, el señor Embry.Cuando me mira furioso pienso:«Estupendo. Simplemente estupendo».

Dejo que Violet me ayude a superarel murete y pisar el hormigón. Oigoabajo el murmullo de un aplauso, nopara mí, sino para Violet, la heroína.Estoy tan cerca de ella que veo que tienela piel lisa y transparente, con laexcepción de dos pecas en la mejilladerecha, y que sus ojos son de un tonoverde grisáceo que me hace pensar en el

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otoño. Son los ojos lo que me llama laatención. Son grandes e inquisitivos,como si lo vieran todo. Aun siendocálidos, son ojos que no se andan contonterías, de esos que te mirandirectamente, y estoy seguro de ello apesar de las gafas. Es guapa y esbelta,pero no excesivamente alta, con piernaslargas e inquietas y caderas curvilíneas,un detalle que me gusta en una chica. Enel instituto hay muchas chicas concuerpo de chico.

—Solo estaba sentada aquí —dice—. En la barandilla. No he subidopara…

—¿Me permites que te pregunte unacosa? ¿Crees que el día perfecto existe?

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—¿Qué?—Un día perfecto. De principio a

fin. En el que no ocurre nada horroroso,ni triste, ni ordinario. ¿Crees que esposible?

—No lo sé.—¿Has tenido alguna vez uno?—No.—Yo tampoco, pero lo busco.—Gracias, Theodore Finch —dice

entonces en voz baja. Se pone depuntillas y me estampa un beso en lamejilla. Y huelo su champú, que merecuerda el aroma de las flores. Mesusurra al oído—: Si alguna vez lecuentas esto a alguien, te mato.

Con las botas todavía en la mano,

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corre para cobijarse de la lluvia y cruzala puerta que conduce al tramo oscurode escalera desvencijada quedesemboca en uno de los muchospasillos de la escuela, siempreexcesivamente iluminados yconcurridos.

Charlie la ve marchar, y en cuanto lapuerta se cierra a sus espaldas se vuelvehacia mí.

—¿Por qué haces eso, tío?—Porque todos tenemos que morir

algún día. Y quiero estar preparado.Este no es el motivo, por supuesto,

pero a Charlie le bastará. La verdad esque hay muchos motivos, que en sumayoría cambian, además, a diario,

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como los treinta y cuatro estudiantes quemurieron a principios de esta semanacuando un hijo de puta abrió fuego en elgimnasio de su instituto, o la chica doscursos menor que yo que acaba de morirde cáncer, o el hombre que vi en elexterior de los cines del centrocomercial arreándole una patada a superro, o mi padre.

Charlie tal vez piense que lo soy,pero no me llama «bicho raro», razónpor la cual es mi mejor amigo. Dejandode lado el hecho de que lo aprecio poresto, poca cosa tenemos en común.

Técnicamente, este año estoy en

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periodo de prueba, debido a un temillaen el que estuvieron implicados unpupitre y una pizarra. (Para que quedeconstancia, una pizarra nueva es máscara de lo que cabría suponer). Tambiéntiene que ver con un incidente en el querompí una guitarra durante unaasamblea, la utilización ilegal depetardos y un par de peleas. Comoresultado de ello, he accedido demanera no voluntaria a lo siguiente:someterme a una tutoría semanal,mantener una media de notable alto yparticipar al menos en una actividadextraescolar. Elegí macramé, porque notenía ni idea de qué era y porque soy elúnico chico entre veinte chicas que

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estaban buenas, lo que consideré unporcentaje de probabilidades bastanteelevado para mí. Además, tengo quecomportarme, llevarme bien con loscompañeros, reprimirme y no derribarpupitres y contenerme y no incurrir enninguna forma de «altercado físicoviolento». Y debo siempre, siempre,haga lo que haga, morderme la lengua,porque, por lo visto, si no lo hago escuando empiezan los problemas. Si apartir de ahora envío a tomar por c…cualquier cosa, se traduce en unaexpulsión directa.

En el despacho de tutoría, mepresento ante la secretaria y tomoasiento en una de las sillas de respaldo

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duro hasta que el señor Embry estádispuesto a recibirme. Conozco aEmbrión —como yo lo llamo— como silo hubiese parido, y sé que solo querrásaber qué demonios hacía yo en lo altodel campanario. Con un poco de suerte,no tendremos tiempo para hablar denada más.

Al cabo de unos minutos me indicacon un gesto que pase. Es un tipo bajitoy robusto que parece un toro. En cuantocierra la puerta, su sonrisa se esfuma. Sesienta, se inclina sobre la mesa y memira fijamente, como si yo fuera unsospechoso al que debe interrogar.

—¿Qué demonios hacías en lo altodel campanario?

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Lo que me gusta de Embrión no soloes que es predecible, sino que va algrano. Lo conozco desde mi primer añoaquí.

—Quería ver el paisaje.—¿Tenías intención de saltar?—No el día que toca pizza. Jamás el

día que toca pizza, que es uno de losmejores días de la semana.

Debería mencionar que sé eludir laspreguntas de manera brillante. Tanbrillante que si me dieran una beca paraestudiar en la universidad meespecializaría en eso, aunque ¿para quétomarme la molestia? Ya tengodominado ese arte.

Espero a que me pregunte por Violet,

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pero me dice:—Necesito saber si tenía

intenciones de hacerse daño. Lo digomuy en serio. Si el director Wertz seentera de esto, está usted fuera de aquíantes de que le dé tiempo a pronunciarla palabra «suspensión», o cualquierotra cosa. Y ni que decir tiene que si nopresto atención y decide volver a subirallí y saltar, me enfrento a una demandajudicial y, con el sueldo que me pagan,créame si le digo que no tengo dineropara defenderme. Y esto se aplica tantoa si salta desde lo alto del campanariocomo si lo hace desde la torre Purina,independientemente que sea propiedadde esta escuela o no.

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Me rasco la barbilla como siestuviera reflexionando sobre lo que meacaba de decir.

—La torre Purina. Buena idea.No se mueve excepto para mirarme

casi bizqueando. Como la mayoría de lagente en este país, Embrión no cree en elhumor, sobre todo si tiene que ver contemas delicados.

—No tiene ninguna gracia, señorFinch. No es para tomarlo a broma.

—No, señor. Lo siento.—En lo que jamás piensan los

suicidas es en lo que dejan atrás. Y nome refiero solo a sus padres y hermanos,sino también a sus amigos, novias,compañeros de clase y profesores.

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Me gusta que piense que haytantísima gente que depende de mí,incluyendo no solo una, sino varias«novias».

—Solo estaba matando el tiempo. Yestoy de acuerdo en que seguramente noes la mejor manera de pasar la primerahora de clase.

Coge una carpeta, da unos golpecitoscon ella sobre la mesa y hojea sucontenido. Espero mientras lee y luegovuelve a mirarme. Me pregunto si estarácontando los días que faltan para quellegue el verano.

Como los policías que salen en latele, se levanta y rodea la mesa hastaque se cierne sobre mí. Se apoya en ella,

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se cruza de brazos y miro más allá de él,en busca del espejo unidireccional paraidentificaciones que debe de haberescondido en algún lado.

—¿Es necesario que llame a sumadre?

—No. Lo repito, no. —Y lo repetiríamás: «No, no, no»—. Mire, ha sido unaestupidez. Solo quería ver qué se sentíamirando hacia abajo desde allí. Jamássaltaría desde lo alto del campanario.

—Si vuelve a suceder, si piensa enello, aunque solo sea eso, la llamaré. Yse someterá a un análisis de detecciónde drogas.

—Valoro mucho su preocupación,señor. —Intento parecer lo más sincero

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posible, porque lo último que deseo estener un resplandeciente haz de luzenfocándome en todo momento,siguiéndome por los pasillos delinstituto, siguiéndome por las demásfacetas de mi vida, sean las que sean. Yla verdad es que, en el fondo, Embriónes persona de mi agrado—. Y en cuantoa eso de las drogas, no es necesario quepierda su precioso tiempo. De verdad. Amenos que cuente también el tabaco.¿Las drogas y yo? Nos llevamos fatal.Créame, las he probado. —Cruzo lasmanos como un buen chico—. Y por loque a este asunto del campanario serefiere, aunque no ha sido en absoluto loque se imagina, le prometo de todos

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modos que no volverá a pasar.—Así debería ser. Lo quiero ver por

aquí dos veces a la semana en vez deuna. Vendrá los lunes y los viernes yhablará conmigo, para que puedacomprobar cómo va.

—Encantado, señor… Me refiero aque de verdad me gustan estasconversaciones que mantenemos, peroestoy bien.

—No es negociable. Y ahorahablemos sobre el final del últimosemestre. Se perdió usted cuatro, casicinco semanas de clase. Dice su madreque tuvo la gripe.

De hecho, se refiere a mi hermanaKate, pero no lo sabe. Fue ella quien

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llamó por teléfono para justificar miausencia, porque mi madre ya tienesuficientes preocupaciones.

—Si eso fue lo que dijo, ¿quiénessomos nosotros para discutírselo?

La verdad es que estuve enfermo,pero no de algo que se explique tanfácilmente como una gripe. Miexperiencia me ha dado a entender quela gente se muestra mucho máscompasiva cuando te ve fastidiado, ypor millonésima vez en mi vida piensoen que ojalá tuviera el sarampión, laviruela o cualquier enfermedad que todoel mundo comprendiese para de estemodo facilitar el asunto, tanto para elloscomo para mí. Cualquier cosa sería

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mejor que la verdad: «Volví adesconectarme. Me quedé en blanco.Estaba patinando y al momento siguientemi mente empezó a trazar círculos, comoun perro viejo y artrítico que intentaponerse cómodo antes de tumbarse. Yluego se apagó y me fui a dormir. Perono a dormir como duerme la gente cadanoche. Imagínate un sueño prolongado yoscuro en el que no puedes ni siquierasoñar».

Embrión entorna de nuevo los ojoshasta convertirlos en una raja y me mirafijamente, como si intentara hacermesudar.

—¿Y podemos esperar que duranteeste semestre venga a clase y se

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mantenga alejado de todo tipo deproblemas?

—Por supuesto.—¿Y esté al día en sus deberes de

clase?—Sí, señor.—Hablaré con la enfermera para

que se encargue de realizarle el test dedrogas. —Taladra el aire paraseñalarme con el dedo—. Como periodode prueba se entiende «un periodo paraponer a prueba la idoneidad de alguien;un periodo durante el cual el estudiantedebe mejorar». Mírelo si no me cree y,por el amor de Dios, siga vivo.

Lo que no digo entonces es: «Quieroseguir vivo». Y no lo digo porque,

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teniendo en cuenta la gruesa carpeta quetiene delante, jamás me creería. Y unacosa más que tampoco creería: estoyluchando para permanecer en estemundo asqueroso de mierda. Lo de subira la cornisa del campanario no tienenada que ver con la muerte. Tiene quever con el control. Tiene que ver con novolver a dormirme nunca más.

Embrión rodea la mesa y coge unfajo de panfletos de Adolescentes conProblemas. Entonces me dice que noestoy solo y que siempre puedo hablarcon él, que su puerta está abierta, queestá aquí y que volverá a verme el lunes.Quiero decirle que, sin ánimo deofender, todo eso no me sirve de gran

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consuelo. Pero lo que hago, en cambio,es darle las gracias, y lo hago por esasojeras oscuras que luce y por las arrugastipo código de barras que le rodean laboca. Seguramente encenderá un pitilloen cuanto me marche. Cojo unos cuantosfolletos y lo dejo tranquilo. En ningúnmomento ha mencionado a Violet, y mesiento aliviado por ello.

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A 154 días de la graduación

Viernes por la mañana. Despacho dela señora Marion Kresney, psicóloga delinstituto, que tiene unos ojos pequeños ybondadosos y una sonrisa excesivamenteradiante para su cara. Según elcertificado que cuelga de la pared, porencima de su cabeza, lleva en BartlettHigh quince años. Esta es nuestraduodécima reunión.

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El corazón me late aún a todavelocidad y me tiemblan las manosdespués de haber estado en esa cornisa.Me muero de frío y lo único que deseoes meterme en la cama. Espero que laseñora Kresney diga: «Sé lo que hasestado haciendo durante la primera horade clase, Violet Markey. Tus padresestán de camino. Los médicos ya estánaquí para acompañarte al centro desalud mental más próximo».

Pero empezamos como siempre.—¿Qué tal estás, Violet?—Bien, ¿y usted?Me siento sobre mis manos.—Bien. Pero hablemos de ti. Quiero

saber cómo te sientes.

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—Estoy bien.Que no haya sacado el tema no

quiere decir que no lo sepa. Casi nuncapregunta nada directamente.

—¿Qué tal duermes?Las pesadillas empezaron un mes

después del accidente. Me pregunta porellas cada vez que voy a visitarlaporque cometí el error demencionárselas a mi madre, que luego selas comentó a ella. Es una de lasprincipales razones por las que estoyaquí y por las que he dejado de contarlecosas a mi madre.

—Duermo bien.Una cosa curiosa de la señora

Kresney es que siempre sonríe, siempre,

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pase lo que pase. Me gusta.—¿Alguna pesadilla?—No.Antes las escribía, pero ahora ya no.

Soy capaz de recordar todos losdetalles. Como los de la que tuve hacecuatro semanas en la que me fundía,literalmente. En el sueño, mi padre medecía: «Has llegado al final, Violet. Hasalcanzado el límite. Todos lo tenemos, yel tuyo es ahora». «Pero yo no quiero»,pensaba. Mis pies se convirtieron encharcos y desaparecieron. Luego fueronmis manos. No dolía, y recuerdo quepensé: «No debería importarme porqueno duele. Desaparezco, y ya está». Perosí me importaba. Miembro tras

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miembro, acabé volviéndomecompletamente invisible antes dedespertarme.

La señora Kresney se muevenerviosa en su asiento, la sonrisainamovible. Me pregunto si sonreirácuando duerme.

—Hablemos sobre la universidad.El año pasado, por esta época, me

encantaba hablar sobre la universidad.Eleanor y yo lo hacíamos a vecescuando mamá y papá se iban a la cama.Nos sentábamos fuera, si el tiempo lopermitía, y dentro si hacía demasiadofrío. Nos imaginábamos adónde iríamosy la gente que conoceríamos, muy lejosde Bartlett, Indiana, con una población

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de 14 983 habitantes, donde nossentíamos como alienígenas de unplaneta lejano.

—Has solicitado plaza en UCLA,Stanford, Berkeley, la Universidad deFlorida, la Universidad de BuenosAires, la Northern Caribbean Universityy la National University de Singapur.Una selección muy diversa, pero ¿porqué no aparece la NYU?

El programa de escritura creativa dela NYU ha sido mi sueño desde elverano previo a que cursara séptimo. Ytodo fue a raíz de la visita que realicé aNueva York con mi madre, que esprofesora universitaria y escritora. Segraduó en la NYU, y durante tres

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semanas estuvimos los cuatro en laciudad y conocimos a sus antiguosprofesores y compañeros de clase:novelistas, dramaturgos, guionistas,poetas. Mi plan era solicitar plaza paraentrar en octubre. Pero luego se produjoel accidente y cambié de idea.

—Se me pasó el plazo para enviar lasolicitud.

Hoy hace una semana. Cumplimentétodo el papeleo, redacté incluso eltrabajo que debía adjuntar, pero noenvié nada.

—Hablemos sobre escribir.Hablemos sobre la página web.

Se refiere a HerSister. Eleanor y yola pusimos en marcha cuando nos

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vinimos a Indiana. Queríamos crear unarevista online que ofreciera dosperspectivas (muy) distintas sobre lamoda, la belleza, los chicos, los libros,la vida. El año pasado, Gemma Sterling,amiga de Eleanor y estrella de lawebserie «Rant», nos mencionó en unaentrevista y nuestro número deseguidores se triplicó. Pero no he vueltoa tocar la página desde que murióEleanor, ¿qué sentido tendría? Era unapágina de dos hermanas. Además, en elinstante en que nos atravesó aquelguardarraíl, mis palabras murierontambién.

—No quiero hablar sobre esa web.—Tengo entendido que tu madre es

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escritora. Sus consejos deben deresultarte muy útiles.

—Jessamyn West dijo: «Escribir estan difícil que los escritores, habiendotenido su infierno en la tierra, selibrarán después de todo castigo».

Su rostro se ilumina.—¿Tienes la sensación de estar

siendo castigada?Habla sobre el accidente. O tal vez

se refiera a lo de estar aquí, en estedespacho, en este instituto, en estaciudad.

—No.«¿Tengo la sensación de que debería

ser castigada?». Sí. ¿Por qué, si no, mehabría cortado yo misma el flequillo?

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—¿Te consideras responsable de loque sucedió?

Me tiro del flequillo. Está torcido.—No.Se recuesta en su asiento. Su sonrisa

decae una milésima. Ambas sabemosque miento. Me pregunto qué diría si lecontase que hace una hora han tenidoque convencerme para que me alejara dela cornisa del campanario. A estasalturas de la conversación, estoy segurade que no lo sabe.

—¿Has vuelto a conducir?—No.—¿Has subido al coche con tus

padres?—No.

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—Ellos quieren que lo hagas.Esto no es una pregunta. Lo dice

como si hubiese hablado con uno deellos, o con los dos, y lo más probablees que lo haya hecho. Me los imagino alos tres hablando de mí con la bocatorcida en una mueca de dolor y los ojosrebosantes de preocupación.

—No estoy preparada.Son las tres palabras mágicas. He

descubierto que sirven para salir airosade casi todo. Ella se inclina entonceshacia delante.

—¿Has pensado en volver a seranimadora?

—No.—¿El consejo estudiantil?

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—No.—¿Sigues tocando la flauta en la

orquesta?—Estoy en la última fila.Eso no ha cambiado desde el

accidente. Siempre estuve en la últimafila porque no soy muy buena tocando laflauta.

Se recuesta de nuevo. Por un instantepienso que ya ha terminado. Peroentonces dice:

—Estoy preocupada por tuevolución, Violet. Francamente,deberías haber avanzado más a estasalturas. No puedes pasarte la vidaevitando los coches, sobre todo ahoraque estamos en invierno. No puedes

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seguir sin hacer nada. Tienes querecordar que eres una superviviente, yeso significa que…

Nunca sabré lo que significa porqueen cuanto oigo la palabra supervivienteme levanto y me voy.

De camino a la cuarta hora de clase.Pasillo del instituto.

Al menos quince personas —algunasque conozco, otras que no, algunas quellevan meses sin hablar conmigo— meparan de camino al aula para decirme lovaliente que he sido por haber evitadoque Theodore Finch se suicidara. Unachica del periódico del instituto quiere

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hacerme una entrevista.De toda la gente que podría haber

«salvado», Theodore Finch es la peorelección, puesto que es una leyenda enBartlett. No le conozco muy bien, perosé cosas de él. Todo el mundo sabecosas de él. Hay quien lo odia porquepiensa que es un bicho raro que se meteen peleas, es expulsado del instituto yhace lo que le da la gana. Hay quien lovenera porque es un bicho raro que semete en peleas, es expulsado delinstituto y hace lo que le da la gana.Toca la guitarra en cinco o seis gruposdistintos y el año pasado grabó un disco.Pero digamos que es… extremista. Undía se presentó en el instituto pintado de

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rojo de la cabeza a los pies, y eso queno era ni siquiera la semana quededicamos a las actividades lúdicas. Aunos les contó que era una protestacontra el racismo y a otros les dijo queprotestaba contra el consumo de carne.El curso pasado se pasó un mes enterovestido con capa, partió una pizarra porla mitad con un pupitre, robó todas lasranas que diseccionamos en clase deciencias y celebró un funeral antes deenterrarlas en el campo de béisbol. Lagran Anna Faris dijo en una ocasión queel secreto para sobrevivir en el institutoconsiste en «pasar inadvertido». Finchhace justo lo contrario.

Llego cinco minutos tarde a clase de

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literatura rusa, donde la señora Mahoney su peluca nos ponen un trabajo de diezpáginas sobre Los hermanosKaramazov. Todo el mundo protestamenos yo, porque por mucho que laseñora Kresney piense lo contrario,tengo Circunstancias Atenuantes.

Ni siquiera escucho lo que dice laseñora Mahone sobre cómo quiere eltrabajo. Me entretengo tirando de unhilillo de la falda. Me duele la cabeza.Seguramente por culpa de las gafas. Losojos de Eleanor estaban peor que losmíos. Me quito las gafas y las dejosobre el pupitre. Me quedan mal. Sobretodo con flequillo. Aunque quizá, sillevo las gafas el tiempo suficiente,

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podré ser como ella. Podré ver lo queella veía. Podré ser las dos a la vez paraque nadie la eche de menos, sobre todoyo.

La cuestión es que hay días buenos ydías malos. Me siento culpable pordecir que no son todos malos. A veces,alguna cosa me pilla desprevenida —unprograma de la tele, una frase ingeniosade mi padre, un comentario en clase— yrío como si no hubiera pasado nada. Haymañanas que me levanto y cantomientras me preparo para ir a clase. Opongo música y bailo. La mayoría de losdías voy al instituto andando. Los otroscojo la bicicleta, y a veces mi mente meengaña y me induce a pensar que soy una

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chica normal que sale a dar un paseo.Alguien me da unos golpecitos en la

espalda y me pasa una nota. La señoraMahone nos obliga a entregar el teléfonomóvil al entrar en clase y por eso noscomunicamos como antiguamente, connotas escritas en trozos de papel.

«¿Es verdad que has salvado a Finchdel suicidio? x Ryan».

Solo hay un Ryan en el aula, y tal vezhabría quien dijera que solo hay un Ryanen todo el instituto, incluso en todo elmundo: Ryan Cross.

Levanto la vista y veo que me mira.Es muy guapo. Ancho de hombros,cabello rubio dorado, ojos verdes y laspecas suficientes como para que parezca

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un chico accesible. Fue mi novio hastadiciembre, pero ahora nos hemos dadoun descanso.

Dejo la nota reposando sobre elpupitre durante cinco minutos antes deresponder. Al final escribo: «Estaba allípor casualidad. x V». Menos de unminuto después recibo otra nota, aunqueesta vez no la abro. Pienso que a muchaschicas les encantaría recibir una notacomo esta de Ryan Cross. Y la VioletMarkey de la primavera pasada seríauna de ellas.

Cuando suena la campana, meretraso un poco en el aula. Ryandeambula por allí a la espera de ver quéhago, pero cuando ve que sigo sentada,

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recoge su teléfono y se marcha.—¿Violet? —dice la señora

Mahone.Antes, diez páginas no me suponían

ningún problema. Cuando un profesorpedía diez páginas, yo escribía veinte.Si quería veinte, le entregaba treinta.Escribir era lo que mejor se me daba,mejor que ser hija, novia o hermana. Laescritura y yo éramos lo mismo. Peroahora, escribir es una de las cosas quesoy incapaz de hacer.

Apenas tengo que decir nada, nisiquiera «No estoy preparada». Es unaregla del juego de la vida que ni tan soloestá escrita, y que constaría bajo eltítulo «Cómo reaccionar cuando un

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estudiante pierde un ser querido y está,nueve meses después, pasándolo aúnrealmente mal».

La señora Mahone suspira y meentrega el teléfono.

—Escríbeme una página o unpárrafo, Violet. Haz lo que puedas.

Mis Circunstancias Atenuantes mesalvan el pellejo.

Ryan está esperándome fuera. Veoque está intentando solucionar elrompecabezas para poderrecomponerme de nuevo y convertirmeen la novia divertida de antes.

—Hoy estás muy guapa —dice.Tiene el detalle de no mirarme el

cabello.

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—Gracias.Por encima del hombro de Ryan veo

que se acerca Theodore Finch. Mesaluda moviendo la cabeza, como sisupiera alguna cosa que yo no sé, y sigueandando.

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6.º día (todavía) despierto

A la hora de comer, el institutoentero sabe que Violet Markey hasalvado a Theodore Finch de saltardesde lo alto del campanario. En elpasillo, de camino a clase de geografíade Estados Unidos, me quedo detrás deun grupo de chicas que no paran dehablar del tema, sin tener ni idea de que

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yo soy el único e irrepetible TheodoreFinch.

Hablan entre ellas con ese tonoelevado de voz que hace que las frasesparezca que terminen en una pregunta, demodo que suenan como: «¿Me han dichoque tenía una pistola? ¿He oído decirque ella ha tenido que arrancársela delas manos? ¿Mi prima Stacey, que va aNew Castle, dice que ella y una amigaestuvieron en Chicago y que él tocaba enese club y que quiso ligar con las dos?¿Mi hermano estaba presente cuando tirólos petardos y dijo que antes de que selo llevara la policía no paraba de decir“a menos que me devuelvan el dinero,pienso esperar a que se acaben”?».

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Me consideran trágico y peligroso.Sí, pienso. Tienen razón. Estoy aquí yahora y despierto, y todo el mundopuede soportarlo porque soy como lasegunda venida, pero en friki. Meinclino hacia ellas y les digo:

—Pues yo he oído decir que lo hizopor una chica. —Y paso por delante deellas pavoneándome hasta llegar al aula.

Dentro, tomo asiento y me sientoinfame, invencible, intranquilo yextrañamente eufórico, como si acabarade escapar de la muerte. Miro a mialrededor pero nadie me presta atención,ni a mí ni al señor Black, el profesor,que es el hombre más alto que he vistoen mi vida. Tiene esa cara colorada que

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le otorga siempre el aspecto de estar alborde de un golpe de calor o de uninfarto, y cuando habla, resuella.

Todo el tiempo que llevo en Indiana,que es toda mi vida —los años depurgatorio, los llamo—, resulta que loshe vivido a tan solo dieciochokilómetros del punto más elevado delestado. Nadie me lo había dicho, ni mispadres ni mis hermanas ni misprofesores, hasta ahora, justo en estemomento, en la sección «RecorreIndiana» de geografía de EstadosUnidos, la que implementó el consejoescolar este año con la intención de«ilustrar a los estudiantes sobre la ricahistoria que ofrece su estado natal e

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inspirar orgullo hoosier[1]».No es broma.El señor Black toma asiento y tose

para aclararse la garganta antes dehablar.

—¿Qué manera mejor y más…adecuada de iniciar el semestre queempezando… por el punto más elevado?—Debido al resuello, es difícil saber siel señor Black está de verdadimpresionadísimo por la informaciónque se dispone a transmitirnos—.Hoosier Hill tiene una altura… de 383metros sobre el nivel del mar… y seencuentra en el jardín trasero… de unavivienda… En 2005, un scout… conrango Eagle de Kentucky… obtuvo

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permiso para… construir un sendero yuna zona de acampada… y plantar uncartel…

Levanto la mano, un gesto que elseñor Black ignora.

Mientras sigue hablando, mantengola mano levantada y pienso: «¿Y si fueraa ver ese lugar? ¿Se verían las cosasdistintas desde 383 metros de altura? Noparece gran cosa, pero se sientenorgullosos de ello, ¿y quién soy yo paradecir que 383 metros no son parasentirse impresionado?».

Por fin mueve la cabeza en direccióna mí, los labios tan tensos que pareceque se los haya tragado.

—¿Sí, señor Finch?

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Suspira como suspiraría un hombrede cien años y me lanza una miradaaprensiva y desconfiada.

—Sugiero una excursión. Un lugarcomo ese resulta difícil de asimilar amenos que lo veamos. Un poco como elGran Cañón o Yosemite. Hay que estarrealmente allí para apreciar suesplendor. Sugiero que vayamos yabarquemos las maravillosas vistas deIndiana mientras aún podamos, puestoque al menos tres de los aquí presentesacabarán graduándose y abandonandonuestro magnífico estado cuando termineel curso, ¿y qué podremos exhibir delmismo excepto la mediocre formaciónde escuela pública obtenida a partir de

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uno de los peores sistemas educativosde la nación?

Solo estoy siendo sarcástico en unveinte por ciento de mi capacidad, peroel señor Black dice «Gracias, señorFinch» de un modo que significa justo locontrario de gracias. Me pongo a dibujarcolinas en mi cuaderno a modo detributo al punto más elevado de nuestroestado, pero parecen más bien bultosinformes o serpientes aerotransportadas,no lo sé muy bien.

—Theodore tiene razón en eso deque algunos… de vosotros osmarcharéis… de aquí al final de… esteaño escolar para iros… a otra parte.Abandonaréis nuestro… magnífico

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estado, y antes… de hacerlo,deberíais… verlo. Deberíais…recorrerlo…

Lo interrumpe un sonido en el otroextremo del aula. Alguien que ha llegadotarde y ha dejado caer un libro y luego,al recogerlo, ha empujado las demáscosas que tenía en el pupitre y ha caídotodo al suelo. Hay carcajadas, puestoque estamos en el instituto, lo quesignifica que somos predecibles y quecasi todo nos parece gracioso, sobretodo cuando se trata de la humillaciónpública de otro. La chica que lo hatirado todo al suelo es Violet Markey, lamisma Violet Markey del campanario.Se pone colorada como un tomate y

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adivino que querría morirse. Nosaltando desde una gran altura, sino másbien al estilo de aquello de «tierra,trágame».

Conozco ese sentimiento mejor aúnde lo que pueda conocer a mi madre, amis hermanas o a Charlie Donahue. Estesentimiento y yo llevamos toda la vidajuntos. Como cuando sufrí una contusióndurante un partido de kickball justodelante de Suze Haines, o cuando me reítanto que me salió disparada alguna cosade la nariz y fue a parar sobre GabeRomero, o durante la totalidad delúltimo curso.

Y por lo tanto, porque estoyacostumbrado a ello y porque la tal

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Violet está a punto de echarse a llorar,tiro también uno de mis libros al suelo.Las miradas se vuelven hacia mí. Meagacho para recogerlo y, a propósito,envío por los aires todos los demás —que rebotan como boomerangs contraparedes, ventanas y cabezas— y, por sieso no fuera suficiente, inclino la sillahasta acabar cayendo también yo. Hayrisillas disimuladas, aplausos y un parde «bicho raro», y el señor Black, consu resuello, dice:

—Si has terminado…, Theodore…,me gustaría continuar.

Me levanto, saludo inclinando lacabeza, recojo los libros, vuelvo asaludar, me acomodo y sonrió a Violet,

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que está mirándome con una expresiónque solo puede describirse como desorpresa, alivio y alguna cosa más…;preocupación, tal vez. Me gustaríapensar que hay también un pequeñoatisbo de deseo sexual, pero creo quesería hacerse ilusiones. La sonrisa quele ofrezco es la mejor de mis sonrisas,la que lleva a mi madre a perdonarmecuando estoy despierto hasta las tantaso, simplemente, por ser raro. (En otrasocasiones, veo que me mira —cuandome mira, claro está— como si pensara:«¿De dónde demonios has salido?Debes de haber salido del lado de tupadre»).

Violet me devuelve la sonrisa. Al

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instante me siento mejor porque ella sesiente mejor, y por cómo me sonríe,como si yo no fuera alguien a quienevitar. La he salvado dos veces en unsolo día. «Theodore, el de corazónsensible —dice siempre mi madre—.Demasiado sensible, para su desgracia».Lo dice a modo de crítica, y como tal melo tomo yo.

El señor Black mira a Violet y luegoa mí.

—Como estaba diciendo…, eltrabajo que quiero que hagáis paraesta… clase es sobre al menos dos, apoder ser tres…, maravillas de Indiana.

Prosigue su discurso hablando deque quiere que elijamos libremente los

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lugares que despierten nuestraimaginación, independientemente de lorecónditos o alejados que estén. Nuestramisión consiste en ir y visitarlos, hacerfotografías, filmar vídeos, profundizaren su historia y explicar qué tienen esoslugares que nos hacen sentirnosorgullosos de ser un hoosier. Si tenemosla posibilidad de vincularlos entre sí dealguna manera, mucho mejor. Tenemoslo que queda de semestre para realizarel trabajo y debemos tomárnoslo enserio.

—Trabajareis… en equipos de…dos. Y el trabajo supondrá… el treinta ycinco por ciento… de vuestra notafinal…

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Vuelvo a levantar la mano.—¿Podemos elegir pareja?—Sí.—Elijo a Violet Markey.—Eso ya lo hablarás… con ella

después de clase.Giro la silla para poder verla, y

apoyo el codo sobre el respaldo.—Violet Markey, me gustaría que

fueras mi pareja en este trabajo.Se sonroja cuando todo el mundo se

vuelve para mirarla. Violet le diceentonces al señor Black:

—He pensado que tal vez podríahacer otra cosa, como investigar yredactar un breve informe. —Lo dice envoz baja, pero parece un poco cabreada

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—. No estoy preparada para…El señor Black la interrumpe.—Señorita Markey, voy… a hacerle

el favor… más grande de su vida… Voya decirle que… no.

—¿No?—No. Hemos empezado un nuevo

año… Es hora de volver a… subirse alcarro.

Algunos ríen al oír la expresión.Violet me mira y veo que sí, que estácabreada, y es entonces cuando recuerdolo del accidente. Violet y su hermana, laprimavera pasada. Violet salió con vida,la hermana murió. Por eso no quierellamar la atención.

El resto de la clase lo pasamos con

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el señor Black sugiriéndonos lugaresque cree que nos gustarían y que, detodos modos, deberíamos visitar antesde graduarnos —los típicos lugaresturísticos y aburridos como ConnorPrairie, la Levi Coffin House, el museoLincoln y la casa donde pasó su infanciaJames Whitcomb Riley—, aunque sé quela mayoría se quedará en esta ciudadhasta que se muera.

Intento cruzar otra vez la mirada conViolet, pero no levanta la vista. Sehunde en su asiento y mira hacia elfrente.

Cuando salgo de clase, Gabe

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Romero me cierra el paso. Como eshabitual, no está solo. Amanda Monkespera justo detrás de él, con la caderaladeada, Joe Wyatt y Ryan Cross, laestrella del equipo de béisbol, al otrolado. El bueno, cordial, honesto yagradable Ryan, deportista, alumno desobresalientes, vicepresidente de laclase. Lo peor de él es que desde queiba a la guardería ya sabíaperfectamente quién era.

Dice Roamer:—Mejor que no te pille otra vez

mirándome.—No te miraba a ti. Créeme, en esa

aula hay al menos un centenar de cosasque miraría antes que mirarte a ti,

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incluyendo el culo desnudo del señorBlack.

—Marica.Roamer y yo somos enemigos

declarados desde primaria, y por esarazón me tira los libros al suelo de ungolpe, y aunque eso forma parte de los«Fundamentos del acoso escolar dequinto curso», siento estallar en elestómago una granada oscura de rabia—que parece un viejo amigo—, su humoespeso y tóxico ascendiendo yextendiéndose por el pecho. Es la mismasensación que tuve el año pasadoinstantes antes de coger un pupitre ylanzarlo —no contra Roamer, como atodos les gustaría pensar— contra la

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pizarra del aula del señor Geary.—Cógelos, gilipollas —dice

Roamer al pasar por mi lado y, con elhombro, me da un golpe fuerte en elpecho.

Me entran ganas de agarrarle lacabeza y estampársela contra unataquilla, y luego cogerlo por el cuello ysacarle el corazón por la boca, porquelo de estar despierto te aporta eso, lasensación de que todo dentro de ti estávivo, dolorido y ansioso por recuperarel tiempo perdido.

Pero en vez de esto puedo contarhasta sesenta, con una sonrisa estúpidafija en mi estúpida cara. «No mecastigarán. No me expulsarán. Seré

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bueno. Seré tranquilo. Me quedaréquieto».

El señor Black observa desde lapuerta e intento saludarlo condespreocupación para demostrarle quetodo va estupendamente, que todo estácontrolado, que todo va bien, que no haynada que ver, que no me escuecen laspalmas de las manos, que no me quemala piel, que la sangre no me bombea confuerza, que, por favor, se vaya tranquilo.Me he prometido que este año serádiferente. Si consigo adelantarme a todo,y en eso me incluyo a mí mismo, tengoque ser capaz de permanecer despierto yaquí, y no solo semiaquí, sino aquí, enel presente, como ahora.

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Ya ha dejado de llover y estoy en elaparcamiento con Charlie Donahue,apoyados en su coche bajo el soldescolorido de enero. Él está hablandode lo que más le gusta hablar si no es desí mismo: sexo. Nuestra amiga Brendanos está escuchando, los libros pegadosa su muy generoso pecho, el cabellobrillando con reflejos rosa y rojos.

Durante las vacaciones de invierno,Charlie ha estado trabajando en loscines del centro comercial, donde, alparecer, dejaba pasar sin pagar a todaslas tías buenas. Lo que le ha dado másacción de la que había tenido nunca, en

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su mayoría en la fila para minusválidosde la parte de atrás, la que no teníaapoyabrazos.

Mueve la cabeza y pregunta:—¿Y tú qué?—¿Yo qué de qué?—¿Dónde has estado?—Por ahí. No me apetecía volver al

instituto, de modo que cogí lainterestatal y no volví la vista atrás.

No hay manera de explicar mi estadodurmiente a mis amigos, y aunque lahubiera, no tengo necesidad de hacerlo.Una de las cosas que más me gustan deCharlie y Bren es que no tengo que darexplicaciones. Voy, vengo y «Oh, bueno,ya se sabe, es Finch».

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Charlie asiente.—Lo que tenemos que conseguir es

que eches un polvo.Es una referencia indirecta al

incidente del campanario. Si echo unpolvo, no intentaré suicidarme. SegúnCharlie, echar un polvo lo solucionatodo. Si los líderes mundiales echarancon regularidad buenos polvos, losproblemas del mundo desaparecerían.

Brenda lo mira con mala cara.—Eres un cerdo, Charlie.—Y tú me quieres.—Ya te gustaría a ti que te quisiera.

¿Por qué no eres más como Finch? Finches un caballero.

Poca gente diría eso de mí, pero una

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de las cosas que me gustan de esta vidaes que puedes parecerle alguien distintoa todo el mundo.

—No es necesario que me incluyasen esa categoría —digo.

Bren niega con la cabeza.—No, lo digo en serio. Hoy en día,

los caballeros son una excepción. Soncomo las vírgenes o los duendes. Sialgún día me caso, lo haré con uno.

No puedo resistir la tentación dedecir:

—¿Con un chico virgen o con unduende?

Me da un puñetazo en el brazo, allídonde estaría el músculo si lo tuviera.

—Existe cierta diferencia entre un

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caballero y un tipo que no está rodado—comenta Charlie, moviendo la cabezahacia mí—. Sin ánimos de ofender, tío.

—Tranquilo.Es cierto, al fin y al cabo, al menos

en comparación con él, y lo que enrealidad quiere decir Charlie es quetengo mala suerte con las mujeres.Cualquiera pensaría que mi alturaincrementaría mis posibilidades, peroafrontémoslo, mi reputación me precede(al menos en Bartlett High) y tengo malaliento. Me van, además, lascomplicadas, o las que no estándisponibles, o las que no podríaconseguir ni que pasara un millón deaños. Tengo mucha mejor suerte con

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chicas que no me conocen.Pero apenas oigo lo que me dice

porque, por encima del hombro de Bren,la veo de nuevo: Violet. Noto que estoyenamorándome, algo que ya sé lo que es.(Suze Haines, Laila Collman, OliviaRivers, las tres Brianas: Briana Harley,Briana Bailey, Briana Boudreau…). Ytodo porque me ha sonreído. Pero vayasonrisa. Una sonrisa sincera, algo muydifícil de ver en los tiempos que corren.Sobre todo cuando eres yo, Theodore elFriki, residente en Aberración.

Bren se da la vuelta para ver quémiro. Vuelve a mirarme, su bocaesbozando una mueca que me llevarápidamente a protegerme el brazo.

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—Dios mío, todos los tíos soisiguales.

En casa, mi madre está hablando porteléfono y descongelando uno de losguisos que mi hermana Kate prepara aprincipios de cada semana. Mi madreme mira enarcando las cejas y sigue conlo suyo. Kate baja corriendo la escalera,me arranca las llaves del coche y dice«Hasta luego, perdedor». Tengo doshermanas en total: Kate, que es solo unaño mayor que yo, y Decca, que tieneocho años. Es evidente que Decca fue unfallo, algo que averiguó cuando teníaseis años. Aunque todos sabemos que si

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alguien es claramente un fallo, ese soyyo.

Subo, los zapatos mojadosrechinando en el suelo, y cierro la puertade mi habitación. Saco un vinilo antiguosin saber cuál es y lo pongo en eltocadiscos que encontré en el sótano. Eldisco salta y raspa, parece de los añosveinte. En estos momentos estoy en faseSplit Enz, de ahí mis zapatillasdeportivas. Estoy probando conTheodore Finch, chico pijo de losochenta, a ver qué tal le sienta.

Inspecciono la mesa en busca de uncigarrillo, me lo meto en la boca y,cuando cojo el encendedor, recuerdoque Theodore Finch, chico pijo de los

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ochenta, no fuma. Dios, cómo odio a esegilipollas vigoroso, limpio y aseado.Dejo el cigarrillo sin encender, pero nome lo saco de la boca e intento sorberlela nicotina. Cojo la guitarra, toco, lodejo correr y me siento al ordenador,haciendo girar la silla hasta dejarla conel respaldo hacia delante, la únicapostura en la que soy capaz de redactar.

Escribo: «5 de enero. Método:campanario del instituto. En una escaladel uno al diez de la escala de lo cercaque he llegado: cinco. Hechos: lossaltos al vacío aumentan en días de lunallena y festividades. Uno de lossaltadores más famoso fue RoyRaymond, fundador de Victoria’s Secret.

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Hecho relacionado: en 1912, un hombrellamado Franz Reichelt saltó de la torreEiffel con un abrigo-paracaídas que élmismo había diseñado. Saltó para ponera prueba su invento —esperaba podervolar—, pero cayó en picado e impactócontra el suelo como un meteorito,dejando un cráter de 14,98 centímetrosde profundidad. ¿Tenía intención dematarse? Lo dudo. Creo simplementeque era un engreído, y también unestúpido».

Una búsqueda rápida por internet meinforma de que solo entre el cinco y eldiez por ciento de todos los suicidios secomete mediante un salto al vacío (o almenos eso dice Johns Hopkins). Por lo

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visto, el salto como medio de suicidiose elige normalmente por conveniencia,razón por la cual lugares como SanFrancisco, con el puente del GoldenGate (el principal destino suicida delmundo), son tan populares. Aquí loúnico que tenemos es la torre Purina yuna colina de 383 metros de altura.

Escribo: «Motivo para no saltar:demasiado sucio. Demasiado público.Demasiada gente».

Cierro Google y me meto enFacebook. Encuentro la página deAmanda Monk porque es amiga de todoel mundo, incluso de la gente de la queno es amiga, entro en su lista de amigosy escribo «Violet».

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Y en un abrir y cerrar de ojos, ahíestá. Hago clic en la foto y ahí está, másgrande aún, con la misma sonrisa queantes me ha regalado. Tienes que ser suamigo para acceder a su perfil y ver elresto de fotografías. Permanezco sentadomirando la pantalla, desesperado depronto por las ansias de saber más.¿Quién es Violet Markey? Intento unabúsqueda con Google porque tal vezexista una entrada secreta por la puertade atrás a su página de Facebook queexija una forma de llamar especial o unacontraseña de tres dígitos, algo fácil dedescifrar.

Pero lo que me sale es algo llamadoHerSister, donde aparece Violet Markey

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como cofundadora/editora/redactora.Contiene las habituales entradas sobrechicos y belleza de ese tipo de blogs, lamás reciente de las cuales lleva fecha de12 de abril del año pasado. Y encuentrotambién un artículo publicado en laprensa.

«Eleanor Markey, de dieciocho añosde edad, estudiante de último curso enBartlett High School y miembro de lajunta estudiantil, perdió el control de sucoche en Chapel Road hacia la una ycuarto de la mañana del 13 de abril. Elhielo de la calzada y la velocidad fueronprobablemente las causas del accidente.Eleanor falleció en el acto. Su hermanaViolet, de dieciséis años de edad,

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pasajera del vehículo, sufrió soloheridas leves».

Sigo sentado leyendo y releyendo lanoticia, una oscura sensaciónasentándose en la boca del estómago. Yentonces hago algo que juré no hacernunca. Me registro en Facebook con laúnica intención de poder enviarle unasolicitud de amistad. Tener una cuentame convertirá en un ser más sociable ynormal, y tal vez sirva para compensarnuestro encuentro al borde del suicidio ypara que se sienta segura y no le démiedo conocerme. Me hago una foto conel teléfono, decido que salgo demasiadoserio, me hago otra —demasiadobobalicón— y me quedo con la tercera,

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que no es ni lo uno ni lo otro.Pongo el ordenador en modo

suspensión para no tener que mirarlocada cinco minutos y luego toco laguitarra, leo unas cuantas páginas de Loshermanos Karamazov para el trabajo yceno con Decca y mi madre, unatradición que se inició el año pasado,después del divorcio. Aunque lo decomer no me va mucho, la cena es unade las partes de la jornada que más megusta, puesto que consigo desconectar elcerebro.

—Decca, cuéntame qué hasaprendido hoy —dice mi madre.

Siempre procura preguntarnos por laescuela; así tiene la sensación de haber

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cumplido con su deber. Es su manerafavorita de empezar.

—He aprendido que Jacob Barry esun cabrón —replica Dec.

Últimamente dice muchaspalabrotas, y lo hace para que mi madrereaccione, para ver si de verdad laescucha.

—Decca —la reprende mi madrecon tono benevolente, aunque solo estáprestándole atención a medias.

Decca nos cuenta que ese niñollamado Jacob se ha pegado las manoscon pegamento al pupitre con la idea desolucionar con ello un acertijo deciencias y que luego, cuando hanintentado separárselas de la madera, el

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pegamento se le ha llevado la piel. Losojos de Decca brillan como los de unanimalito rabioso. Es evidente quepiensa que el niño se lo merecía, y así lodice.

De pronto, veo que mi madre estáescuchándola.

—Decca —dice, moviendo lacabeza en un gesto de preocupación.

Su labor como madre llega hasta ahí.Desde que mi padre se fue, se esfuerzapor ser la madre amiga. Me sabe malpor ella porque quiere a mi padre,aunque, en el fondo, él sea un egoísta yun asqueroso, y porque la dejó por unamujer llamada Rosemarie con acento enuna de las letras del nombre —nunca

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recuerdo cuál— y por algo que me dijoel día que él se marchó: «Nunca meimaginé que me quedaría soltera a loscuarenta». Fue la forma en que lo dijo,más que las palabras en sí. Lo dijo comosi fuese definitivo.

Desde entonces, hago todo lo quepuedo por ser agradable y discreto, porhacerme lo más pequeño e invisibleposible —lo que incluye fingir que voyal instituto cuando estoy dormido—,para no sumar más aún a su carga.Aunque no siempre lo consigo.

—¿Y qué tal te ha ido a ti el día,Theodore?

—Estupendamente.Empujo la comida en el plato en un

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intento de crear un dibujo. Lo que pasacon la comida es que hay cosasmuchísimo más interesantes que hacer.Lo mismo me pasa con el dormir. Sonuna pérdida de tiempo.

«Hecho interesante: un chino muriópor falta de sueño después depermanecer despierto once díasseguidos cuando intentaba ver todos lospartidos del campeonato de Europa (defútbol, para aquellos que, como yo, notienen ni idea). La undécima noche vioel partido en que Italia derrotó a Irlandapor dos a cero, se duchó y se durmió aeso de las cinco de la mañana. Y semurió. Sin ánimo de ofender al muerto,pero mantenerse despierto por el fútbol

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me parece una estupidez».Mi madre ha dejado de examinarme

la expresión de la cara. Cuando mepresta atención, lo cual no es frecuente,se esfuerza por comprender mi«tristeza», del mismo modo que intentatener paciencia cuando Kate pasa toda lanoche fuera y Decca se pasa el día en eldespacho del director. Mi madre echa laculpa de nuestra mala conducta aldivorcio y a mi padre. Dice quesimplemente necesitamos tiempo parasuperarlo.

De un modo menos sarcástico,añado:

—Ha ido bien. Sin incidentes.Aburrido. Típico.

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Pasamos a temas más fáciles, comola casa que mi madre está intentandovender para sus clientes y el tiempo.

Cuando acabamos de cenar, mimadre me pone la mano en el brazo, laspuntas de los dedos rozándome apenasla piel, y dice:

—¿No te parece fantástico lo detener a tu hermano de vuelta, Decca?

Lo dice como si yo corriera peligrode volver a desaparecer, aquí mismo,delante de sus narices. El tonoligeramente culpable de su voz me llevaa encogerme de miedo y siento lanecesidad de subir a mi habitación yquedarme de nuevo allí. A pesar de queintenta perdonar mi tristeza, quiere

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contar conmigo como hombre de la casa,y a pesar de que piensa que he ido aclase durante la mayor parte de eseperiodo de casi cinco semanas, laverdad es que me he perdido muchascenas familiares. Retira la mano y, encuanto quedamos libres, así es comoactuamos los tres, huimos en direccionesdistintas.

Hacia las diez, después de que todoel mundo se haya ido a la cama y Katesiga sin aparecer por casa, vuelvo aponer en marcha el ordenador y miro lacuenta de Facebook.

«Violet Markey ha aceptado tusolicitud de amistad», dice.

Y ahora somos amigos.

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Deseo gritar y corretear por la casa,tal vez encaramarme al tejado y abrir losbrazos, pero no saltar, ni siquiera lopienso. Pero lo que hago, en cambio, esacercarme a la pantalla y repasar susfotos: Violet sonriendo con dos personasque deben de ser sus padres, Violetsonriendo con amigos, Violet sonriendoen una reunión de animadoras, Violetsonriendo con la cara pegada a la deotra chica, Violet sonriendo sola.

Recuerdo la fotografía de Violet y lachica que salía en el periódico. Es suhermana, Eleanor. Lleva las gafasanticuadas que llevaba hoy Violet.

De pronto, aparece un mensaje en labandeja de entrada.

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Violet: «Me has tendido unaemboscada. Delante de todo el mundo».

Yo: «¿Habrías querido hacer eltrabajo conmigo de no haberlo hecho?».

Violet: «Me habría librado dehacerlo, para empezar. Y, de todosmodos, ¿por qué quieres hacer estetrabajo conmigo?».

Yo: «Porque nuestra montaña nosestá esperando».

Violet: «¿Qué se supone que quieredecir esto?».

Yo: «Quiere decir que jamás en tuvida se te ha pasado por la cabezacontemplar Indiana y que, además delhecho de que tenemos que hacerlo paraclase, y de que me he prestado

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voluntario para ser tu pareja —deacuerdo, lo admito, tendiéndote unaemboscada—, lo que pienso es losiguiente: creo que tengo en el coche unmapa con ganas de ser usado, y creo quehay lugares a los que podemos ir y quemerecen ser vistos. Tal vez no los visitenunca nadie, ni los valore, ni dedique eltiempo suficiente a pensar que sonimportantes, pero es posible que inclusolos lugares más pequeños tengan algúnsignificado. Y, de no ser así, quizá lotengan para nosotros. Como mínimo,cuando nos marchemos, sabremos quelos hemos visto. Así que venga. Vamos.Hagamos algo. Larguémonos de esacornisa».

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Viendo que no me responde, escribo:«Estoy aquí por si quieres hablar».Silencio.Imagino a Violet en su casa, delante

del ordenador, su boca perfecta con lascomisuras perfectas hacia arriba,sonriéndole a la pantalla a pesar detodo, pase lo que pase. Violet sonriendo.Sin separar los ojos del ordenador, cojola guitarra y empiezo a inventar la letra;la melodía le sigue.

Continúo aquí, y me sientoagradecido, porque de lo contrarioestaría perdiéndome todo esto. A veces,estar despierto está bien.

—Hoy no —canto—. Porque me hasonreído.

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Reglas de Finch para lasexcursiones

1. No hay reglas porque la vida yatiene suficientes reglas.

2. Pero hay tres «directrices» (quesuena menos rígido que «reglas»):a) No utilizar los teléfonos para

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llegar hasta allí. Tenemos quehacerlo estrictamente a la viejaescuela, lo que significa aprender ainterpretar mapas de verdad.b) Nos turnaremos para elegir ellugar a visitar, pero tendremos queestar también dispuestos a ir allídonde la carretera nos lleve. Loque se traduce en lo grandioso, lopequeño, lo raro, lo poético, lobello, lo feo, lo sorprendente.Como la vida. Pero absolutamente,incondicionalmente,decididamente, nada normal.c) En cada lugar dejaremosalguna cosa, casi como una

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ofrenda. Puede ser como nuestrojuego privado de geocaching («laactividad recreativa de buscar yencontrar un objeto escondido pormedio de coordenadas GPSpublicadas en una página web»),solo que no es un juego y seráúnicamente para nosotros. Lasreglas del geocaching hablan de«coger algo, dejar algo». Tal ycomo yo lo veo, tenemos queobtener algo de cada lugar, demodo que ¿por qué no dejar algunacosa a cambio? Además, será unamanera de demostrar que hemosestado allí y una forma de dejar

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atrás una parte de nosotros.

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A 153 días de la graduación

Sábado por la noche. En casa deAmanda Monk.

Voy hasta allí andando porque estásolo a tres manzanas. Dice Amanda queestaremos solo nosotras dos, AshleyDunston y Shelby Padgett, porqueAmanda no se habla ahora con Suze.Otra vez. Amanda era una de mis amigasmás íntimas, pero desde abril me he

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alejado de ella. Como he dejado lo deser animadora, tenemos muy poco encomún. Me pregunto si alguna vez lotuvimos.

Cometo el error de mencionar a mispadres lo de dormir en casa de unaamiga, y es por ello que tengo que ir.

—Amanda está haciendo un esfuerzoy tú también deberías hacerlo, Violet.No puedes utilizar eternamente la muertede tu hermana a modo de excusa. Tienesque volver a vivir.

Lo de «no estoy preparada» ya nofunciona con mis padres.

Cuando cruzo el jardín de Wyatt ydoblo la esquina, oigo los sonidos de lafiesta. La casa de Amanda está

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iluminada como si fuese Navidad. Lagente se asoma por las ventanas. Estánen el césped. El padre de Amanda espropietario de una cadena de licorerías,una de las razones por las que ella es tanpopular. Eso, y el hecho de que se abrede piernas.

Espero en la calle, la bolsa colgadaal hombro, la almohada bajo el brazo.Me siento como una alumna de primaria.Como una santurrona. Eleanor se reiríade mí y me empujaría para que siguieraandando. Ella ya estaría dentro. Meenfado con ella solo de imaginármelo.

Me obligo a entrar. Joe Wyatt meentrega un vaso de plástico de colorrojo.

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—La cerveza está en el sótano —grita.

Roamer se ha apoderado de lacocina junto con otros jugadores debéisbol y de fútbol.

—¿Has mojado? —le preguntaRoamer a Troy Satterfield.

—No, tío.—¿Ni siquiera un beso?—No.—¿Le has tocado el culo?—Sí, pero creo que ha sido por

error.Ríen, incluso Troy. Hablan

demasiado fuerte.Bajo al sótano. Amanda y Suze

Haines, que vuelven a ser amigas

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íntimas, holgazanean en un sofá. No veopor ningún lado ni a Ashley ni a Shelby,pero sí a quince o veinte chicos,desparramados por el suelo jugando aalgo relacionado con beber alcohol. Laschicas bailan a su alrededor, incluyendolas tres Brianas y Brenda Shank-Kravitz,que es amiga de Theodore Finch. Hayparejas pegándose el lote.

Amanda me saluda levantando suvaso de cerveza.

—Dios mío, hay que hacerteurgentemente algo con ese pelo. —Serefiere al flequillo que yo misma me hecortado—. ¿Y por qué sigues llevandoestas gafas? Imagino que lo haces pararecordar a tu hermana, pero ¿no tenía,

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por ejemplo, un jersey mono quepudieras ponerte, en vez de eso?

Dejo el vaso que me han dado. Sigocargando con la almohada.

—Me duele el estómago. Creo queme voy a casa —digo.

Suze me mira con sus grandes ojosazules.

—¿Es verdad eso de que salvaste aTheodore Finch de lanzarse desdeaquella cornisa?

(Era «Suzie» hasta el primer cursode secundaria, y fue entonces cuando sequitó la «i». ahora se pronuncia«Suuze»).

—Sí —digo, pensando al mismotiempo «Dios mío, quiero que pase este

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día».Amanda mira a Suze.—Ya te dije que era verdad. —Me

mira entonces con cara de exasperación—. Siempre hace cosas de este estilo.Lo conozco desde la guardería, creo, ycada vez es más raro.

Suze coge una bebida.—Yo lo conozco aún mejor. —Su

voz se vuelve morbosa. Amanda le da uncachete en el brazo y Suze se lodevuelve. Cuando han terminado con eljueguecito, Suze continúa—: Nos liamosen segundo. Tal vez sea raro, pero debodecir a su favor que es un chico quesabe lo que se hace. —Su tono se vuelvemás morboso si cabe—. A diferencia de

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la mayoría de imbéciles aburridos queronda por aquí.

Uno de los imbéciles aburridos gritadesde el suelo:

—¿Por qué no vienes y pruebas estopara comprobarlo, zorra?

Amanda vuelve a darle un cachete aSuze. Y allí van otra vez.

Cambio la posición de la bolsa quellevo al hombro.

—Me alegro de haber estado allí.Para ser más precisos, me alegro de

que él estuviera allí antes de lanzarmedesde la cornisa y matarme delante detodo el mundo. Ni siquiera me atrevo apensar en mis padres, obligados aafrontar la muerte de la única hija que

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les queda con vida. Y, además, no habríasido una muerte accidental, sinointencionada. Es uno de los motivos porlos que esta noche he venido aquí sinprotestar. Me siento avergonzada de loque he estado a punto de hacerles pasar.

—¿Te alegras de haber estadodónde?

Roamer, que llega cargado con uncubo lleno de latas de cerveza, tropiezay derrama su contenido, el hieloesparciéndose por todas partes. Suze lomira con ojos de gata.

—En el campanario.Roamer le mira el pecho. Y a

continuación se obliga a sí mismo amirarme.

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—¿Y qué hacías tú allá arriba, detodos modos?

—Iba a clase de sociales y lo vicruzar la puerta del final del pasillo, laque sube a la torre.

—¿Sociales? —pregunta Amanda—.Creía que eso era a segunda hora.

—Así es, pero tenía que comentar untema con el señor Wysong.

—Esa puerta está cerrada a cal ycanto —apunta Roamer—. Es másdifícil entrar allí que en tus bragas, porlo que me han dicho. —Ríe acarcajadas.

—Debió de coger la llave.O tal vez fui yo la que lo hice. Una

de las cosas buenas que tiene parecer

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inocente es que consigues cosas. Lagente casi nunca sospecha de ti.

Roamer abre una lata de cerveza ybebe.

—Es un cabrón. Deberías haberlodejado saltar. El año pasado casi mearranca la cabeza.

Se refiere al incidente con lapizarra.

—¿Crees que le gustas? —mepregunta Amanda, esbozando una mueca.

—Claro que no.—Espero que no. Yo, de ser tú, iría

con mucho cuidado.Diez meses atrás me habría sentado

con ellos, habría bebido cerveza, mehabría integrado en el grupo y habría

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redactado mentalmente un comentarioingenioso: «Eso lo ha dicho a propósito,como el abogado que intenta influir en eljurado. “Protesto, señorita Monk”. “Losiento. Que no conste en acta”. Pero yaes demasiado tarde porque el jurado haoído la frase y se ha quedado con ella:si a él le gusta, a ella también debe degustarle…».

Pero me quedo inmóvil,desinteresada por completo, fuera delugar y preguntándome cómo he podidoser amiga de Amanda. El ambiente estádemasiado cargado. La músicademasiado alta. El olor a cerveza loimpregna todo. Tengo la sensación deque voy a vomitar. Entonces veo que

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viene directa hacia mí Leticia Lopez, lareportera del periódico del instituto.

—Tengo que irme, Amanda. Nosvemos mañana.

Y antes de que alguien pueda deciralguna cosa, corro escaleras arriba ysalgo de la casa.

La última fiesta a la que asistí fue el12 de abril, la noche en que murióEleanor. La música, las luces y losgritos lo reviven todo. Justo a tiempo,me retiro el pelo de la cara, me agacho yvomito en la acera. Mañana pensaránque es el resultado de la borrachera dealgún chico.

Busco el teléfono y le envío unmensaje a Amanda: «Lo siento mucho.

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No me encuentro bien. xx V».Doy media vuelta para regresar a

casa y me topo de frente con RyanCross. Está sudado y despeinado y vistesudadera y pantalón corto. Tiene elcuerpo fibroso y esbelto de un nadador:hombros anchos, cintura estrecha,vientre plano, piernas bronceadas conlas pantorrillas cubiertas de vellodorado. Tiene los ojos grandes ybonitos, oscuros e inyectados en sangre.Como todos los tíos buenos, esboza unasonrisa ladeada. Cuando sonríeempleando ambas comisuras de la boca,aparecen hoyuelos. Es perfecto. Lotengo memorizado.

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Yo no soy perfecta. Tengo secretos.Vivo en el caos. Y no solo mi habitaciónes un caos, sino también yo. A nadie legusta el caos. A la gente le gusta laViolet que sonríe. Me pregunto qué haríaRyan de saber que Finch ha sido el queme ha convencido para que no me tirara,y no al revés. Me pregunto qué haríacualquiera de ellos.

Ryan me coge en volandas y me hacedar vueltas, almohada, bolsa y todo.Intenta besarme y yo aparto la cabeza.

La primera vez que me besó fue enla nieve. Nieve en abril. Bienvenidos aIndiana. Eleanor iba vestida de blanco,yo de negro, como en la película Ponteen mi lugar, los papeles de hermana

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buena y hermana mala cambiados,como hacíamos a veces. El hermanomayor de Ryan, Eli, celebraba unafiesta. Mientras Eleanor estaba arribacon Eli, yo bailaba. EstábamosAmanda, Suze, Shelby, Ashley y yo.Ryan estaba junto a la ventana. Fue élquien dijo «¡Está nevando!».

Me acerqué a él bailando,abriéndome paso entre la gente, y él memiró. «Vamos». Así de simple. Me cogióde la mano y salimos. Los copospesaban como las gotas de lluvia, erangrandes, blancos y brillantes.Intentamos capturarlos con la lengua,y entonces la lengua de Ryan seintrodujo en mi boca, y yo cerré los

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ojos y los copos siguieron cayéndomesobre las mejillas.

En el interior seguían oyéndose losgritos, el ruido de alguna cosarompiéndose. Sonidos de fiesta. Lasmanos de Ryan se deslizaron pordebajo de mi camiseta. Recuerdo queestaban calientes, y que mientras lobesaba, pensaba: «Estoy besando aRyan Cross». Esas cosas no mepasaban antes de venir a Indiana.Deslicé entonces las manos por debajode su sudadera; tenía la piel calientepero suave. Era justo como me habíaimaginado que sería.

Más gritos, más cosas rotas. Ryanse apartó y lo miré, fijé la vista en la

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mancha de pintalabios que le habíaquedado en la boca. Y no pude hacerotra cosa que quedarme paralizada ypensar: «Ryan Cross con la bocamanchada con mi pintalabios». Oh.Dios. Mío.

Ojalá tuviera una fotografía de micara en aquel preciso instante paraacordarme de cómo era yo. Aquelinstante fue el último buen momentoantes de que todo fuera a mal y cambiasepara siempre.

Ryan me abraza y sigo sin tocar conlos pies en el suelo.

—Ibas en dirección equivocada, V.Tira de mí hacia la casa.—Ya he estado allí. Necesito volver

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a mi casa. Me encuentro mal. Déjame enel suelo.

Lo aporreo con los puños y medeposita en el suelo, porque Ryan es unbuen chico que hace lo que se le dice.

—¿Qué te pasa?—Me encuentro mal. Acabo de

vomitar. Tengo que irme.Le doy unos golpecitos en el brazo

como si fuese un perro. Me alejo de él ycruzo corriendo el césped, y sigo calleabajo hasta doblar la esquina. Oigo queme llama, pero no vuelvo la cabeza.

—Llegas pronto.Mi madre está en el sofá, la nariz

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sumergida en un libro. Mi padre estáestirado en el otro extremo, los ojoscerrados, prestando atención a susauriculares.

—No lo suficiente. —Me detengo alllegar al pie de la escalera—. Para quelo sepáis, ha sido una mala idea. Sabíaque era una mala idea, pero he idoigualmente para que veáis que estoyintentándolo. Pero no era para quedarsetranquilamente a dormir allí. Era unafiesta. Una fiesta orgiástica y de barralibre.

Se lo digo a ellos, como si fuera suculpa.

Mi madre zarandea a mi padre, quese quita los auriculares. Se sientan.

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Entonces mi madre dice:—¿Quieres hablar de alguna cosa?

Sé que debe de haber sido duro, ysorprendente. ¿Por qué no te quedas unrato aquí con nosotros?

Mis padres son perfectos, comoRyan. Son fuertes, valientes y mequieren, y aunque sé que deben de llorar,enfadarse y tal vez incluso tirarse cosasa la cabeza cuando están solos, rara vezme lo demuestran. Me animan a salir decasa, a volver a subir al coche y acircular por la carretera, por decirlo dealgún modo. Escuchan, preguntan y sepreocupan, y están siempre ahí paraayudarme. Si acaso, están quizádemasiado ahí para ayudarme. Necesitan

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saber adónde voy, qué hago, con quiénme veo y cuándo volveré. «Mándanos unmensaje cuando vayas para allá.Mándanos un mensaje cuando estés yade vuelta en casa».

Casi me siento con ellos,simplemente para darles algo, despuésde todo lo que han pasado… después detodo lo que estuve a punto de hacerlespasar ayer. Pero no puedo.

—Estoy cansada. Creo que voy airme a la cama.

Las diez y media de la noche. Estoyen mi habitación. Llevo las zapatillascon la caricatura de Freud y el pijamacomprado en Target, el del estampadocon monos de color rosa. Es mi

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equivalente en ropa a lo que podríaentenderse como el espacio de lafelicidad. Tacho el día con una X negraen el calendario que tengo colgado en lapuerta del armario y me acurruco en lacama, me acomodo entre los cojines y elmontón de libros que tengo esparcidossobre la colcha. Desde que dejé deescribir, leo más que nunca. Palabras deotras personas, no mis palabras: mispalabras se han volatilizado. Ahoraestoy con la obra de las hermanasBrontë.

Me encanta el universo de mihabitación. Estoy más a gusto aquí quefuera porque aquí puedo ser lo que meapetezca. Soy una escritora brillante.

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Soy capaz de escribir cincuenta folios aldía y jamás me quedo sin palabras. Soyuna estudiante matriculada en elprograma de escritura creativa de laNYU. Soy la creadora de una popularrevista online, no la que hacía conEleanor, sino una nueva. No le tengomiedo a nada. Soy libre. Estoy a salvo.

No acabo de decidir qué hermanaBrontë me gusta más. Charlotte no,porque me recuerda a mi profesora dequinto. Emily es apasionada y temerariay Anne es la que pasa desapercibida.Apuesto por Anne. Leo y luego me pasoun buen rato tendida sobre la colcha ymirando el techo. Desde abril, tengo lasensación de que estoy esperando alguna

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cosa. Pero no sé qué.Me levanto. Hace poco más de dos

horas, a las 19.58, Theodore Finch hacolgado un vídeo en su muro deFacebook. Es de él con la guitarra y estásentado en lo que imagino que debe deser su habitación. Tiene buena voz,aunque algo ronca, como si fumarademasiado. Está inclinado sobre laguitarra, el pelo negro le cae sobre losojos. La imagen es algo borrosa, comosi lo hubiera grabado con el teléfono. Laletra de la canción habla sobre un chicoque se tira desde el tejado del edificiode su escuela.

Cuando termina, le dice a la cámara:«Violet Markey, si estás viendo esto es

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que estás viva. Confírmamelo, porfavor».

Apago el vídeo como si pudieraverme. Quiero que el día de ayer,Theodore Finch y el campanariodesaparezcan. Por lo que a mí se refiere,ha sido una pesadilla. La peor pesadilla.La peor pesadilla de mi VIDA.

Le escribo un mensaje privado: «Porfavor, borra eso de tu muro o edita loque dices al final para que nadie más lovea o lo oiga».

Me responde de inmediato:«¡Felicidades! ¡Deduzco por tu mensajeque estás viva! Solucionado este tema,estaba pensando que deberíamos hablarsobre lo sucedido, sobre todo ahora que

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somos pareja de trabajo. (Nadie verá elvídeo excepto nosotros)».

Yo: «Estoy bien. Me gustaríaignorarlo y olvidar que todo eso hasucedido. (¿Cómo lo sabes?)».

Finch: «(Porque he creado esapágina como excusa para poder hablarcontigo. Además, ahora que ya lo hasvisto, el vídeo se autodestruirá en cincosegundos. Cinco, cuatro, tres, dos…)».

Finch: «Actualiza la página, porfavor».

El vídeo ha desaparecido.Finch: «Si no quieres hablar por

Facebook, puedo venir».Yo: «¿Ahora?».Finch: «Bueno, técnicamente sería

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en cinco o diez minutos. Primero tendríaque vestirme, a menos que me prefierasdesnudo, y además habría que sumarle eltiempo de recorrido en coche».

Yo: «Es tarde».Finch: «Eso depende de a quién se

lo preguntes. Mira, yo no creo que seatarde. Creo que es temprano. Tempranoen nuestra vida. Temprano para estanoche. Temprano para lo que llevamosde año. Si lo cuentas, verás que lotemprano supera a lo tarde. Es solo parahablar. Nada más. No tengo intención demontármelo contigo».

Finch: «A menos que quieras que lohaga. Lo de montármelo contigo, quierodecir».

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Yo: «No».Finch: «¿“No” quieres que venga?

¿O “no” quieres que me lo montecontigo?».

Yo: «Las dos cosas. Ninguna. Nadade eso».

Finch: «De acuerdo. Podemos hablaren el instituto. Tal vez durante la clasede geografía, o podemos quedar paracomer. ¿Comes con Amanda y Roamer,no?».

Oh, Dios mío. Haz que pare. Hazque se calle.

Yo: «Si vienes esta noche, ¿meprometes olvidar eso de una vez portodas?».

Finch: «Palabra de scout».

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Yo: «Solo para hablar. Nada más. Yno te quedes mucho rato».

En cuanto escribo eso, quieroborrarlo. Amanda y su fiesta están justoaquí, en la esquina. Podría pasarcualquiera y verlo conmigo.

Yo: «¿Sigues ahí?».No responde.Yo: «¿Finch?».

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7.º día despierto

Cojo el Saturn VUE de mi madre,conocido también como PequeñoCabrón, y pongo rumbo a casa de VioletMarkey por el camino de tierra quecorre en paralelo a la carretera nacional,la arteria que cruza la ciudad de unextremo al otro. Piso el pedal del gas yel coche acelera mientras el velocímetro

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sube a ochenta, cien, ciento veinte,ciento cuarenta, la aguja tiembla cadavez más, el Saturn se esfuerza porparecer un coche deportivo en vez de unpequeño monovolumen de cinco años.

El 23 de marzo de 1950, el poetaitaliano Cesare Pavese escribió: «Elamor es verdaderamente el granmanifiesto; se quiere ser, se quiere serimportante, se quiere, si de morir setrata, morir con valentía, con clamor,perdurar, en suma». Cinco meses mástarde, entró en las oficinas de unperiódico y eligió la fotografía de sunecrológica de entre las varias quetenían en el archivo fotográfico. Seregistró en un hotel y, días después, un

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empleado lo descubrió en la cama,muerto. Iba completamente vestidoexcepto los zapatos. En la mesita denoche había dieciséis cajas desomníferos y una nota: «Perdono a todoel mundo y pido perdón a todo el mundo,¿de acuerdo? No cotilleéis mucho, porfavor».

Cesare Pavese no tiene nada que vercon conducir a toda velocidad por uncamino de tierra en Indiana, perocomprendo la necesidad de ser y de serimportante para alguna cosa. Y a pesarde que no estoy seguro de quedescalzarse en la habitación de un hotely engullir un montón de somníferos seadigno de calificarse de morir con

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valentía y con clamor, es la idea lo quecuenta.

Aprieto el Saturn y lo pongo a cientocincuenta. Solo pararé cuando llegue aciento sesenta. Ni a ciento cincuenta ycinco. Ni a ciento cincuenta y ocho. Aciento sesenta o nada.

Me inclino hacia delante, como sifuese un cohete, como si yo fuera elcoche. Y me pongo a gritar porque acada segundo que pasa, más despiertome siento. Percibo la velocidad yluego… lo percibo todo a mi alrededory dentro de mí, la carretera, la sangre, elcorazón latiendo con fuerza en lagarganta, y podría terminar ahora, en unvaliente clamor de metal aplastado y

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fuego explosivo. Piso con fuerza elacelerador y no puedo parar, porque soymás veloz que cualquier otra cosa deeste mundo. Me precipito hacia el GranManifiesto y lo único que importa esesta aceleración y cómo me siento.

Entonces, en la fracción de segundoantes de que el corazón me estalle o elmotor explote, levanto el pie y continúoavanzando por los trillados surcos delcamino, el Pequeño Cabróntransportándome por su propia cuenta yriesgo, elevándose por encima del sueloy aterrizando con fuerza a varios metrosde distancia, casi dentro de una zanja, ycontengo la respiración. Levanto lasmanos y veo que no tiemblan. Están

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tranquilas, y miro a mi alrededor, miroel cielo estrellado y los campos, lascasas durmientes y oscuras, y estoy aquí,hijos de puta. Estoy aquí.

Violet vive a una calle de SuzeHaines, en una casa blanca, grande y conuna chimenea de color rojo, en un barriodel lado opuesto de la ciudad. Detengoel Pequeño Cabrón y la veo sentada enla escalera de acceso, envuelta en unabrigo gigante; se la ve pequeña y sola.Se levanta de un brinco, se reúneconmigo en la acera y de inmediato miramás allá de mí, como si buscara algunacosa.

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—No era necesario que vinierashasta aquí.

Habla en un susurro, como sifuéramos a despertar a todo elvecindario. Le respondo de igualmanera.

—No es precisamente que vivamosen L. A., o ni siquiera en Cincinnati. Mehabrá llevado poco más de cincominutos llegar hasta aquí. Una casa muybonita, por cierto.

—Mira, gracias por venir, pero nonecesito hablar de nada. —Lleva el pelorecogido en una cola de caballo y lecaen algunos mechones sobre la cara. Serecoge uno detrás de la oreja—. Estoyperfectamente bien.

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—Nunca pretendas ir de farol con unfarolero. Reconozco una llamada deauxilio en cuanto la veo, y diría quetener que convencer con palabras aalguien para que no se lance desde unacornisa cumple de sobras con eso.¿Están tus padres en casa?

—Sí.—Una lástima. ¿Te apetece dar un

paseo? —digo, echando a andar.—Por ahí no.Me tira del brazo y me arrastra en

dirección contraria.—¿Estamos, tal vez, evitando alguna

cosa?—No. Es solo que… por allí es más

bonito.

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Hablo utilizando mi mejor imitaciónde la voz de Embrión.

—¿Cuánto tiempo llevas consentimientos suicidas?

—Dios mío, no hables tan alto. Y yono…, no soy una…

—Suicida. Puedes decirlo.—Pues no, no lo soy.—A diferencia de mí.—No quería decir eso.—Estabas allá arriba porque ya no

sabías hacia dónde ir ni qué más hacer.Habías perdido todas tus esperanzas. Yentonces, como un gallardo caballero,yo te salvé la vida. Por cierto, sinmaquillaje estás completamente distinta.No peor, no quiero decir eso, sino

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distinta. Tal vez incluso mejor. ¿Y quépasa con esa página web que tenías?¿Siempre te ha gustado escribir?Cuéntame cosas sobre ti, Violet Markey.

Responde como un robot:—No hay mucho que contar.

Supongo. No hay nada que contar.—Así que California. Debió de ser

un gran cambio para ti. ¿Te gusta?—¿El qué?—Bartlett.—No está mal.—¿Y este barrio?—Tampoco está mal.—No son precisamente las palabras

de alguien a quien acaban de devolverlela vida. En estos momentos deberías

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sentirte en la j… cima del mundo. Yoestoy aquí. Tú estás aquí. Y no solo eso,sino que estás aquí conmigo. Se meocurre una chica, como mínimo, queestaría encantada de estar en tu lugar.

Emite un frustrado (y curiosamenteexcitante). «Arrrrrr».

—¿Qué quieres?Me detengo bajo una farola. Me

olvido de mi charlatanería y de miencanto.

—Quiero saber por qué estabas alláarriba. Y quiero saber si estás bien.

—¿Te irás a casa si te lo digo?—Sí.—¿Y nunca más sacarás el tema a

relucir?

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—Eso depende de tus respuestas.Suspira y continúa andando. Pasa un

momento sin decir nada y me mantengoen silencio, esperando que hable. Loúnico que se oye es un televisor y lossonidos de una fiesta a lo lejos.

Después de recorrer variasmanzanas así, comento:

—Cualquier cosa que me digasquedará entre nosotros. Tal vez no tehayas dado cuenta de un detalle, pero laverdad es que no puede decirse queande rodeado de amigos. Y aun en elcaso de que no fuera así, daría igual.Esos cabrones ya tienen materialsuficiente para cotillear.

Veo que inspira hondo.

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—La verdad es que cuando subí a latorre no pensaba en nada. Fue como simis piernas decidieran subir aquellaescalera y yo las hubiera seguido. Nuncahabía hecho nada de ese estilo. Quierodecir con esto que no era yo. Y entoncesfue como si me despertase y meencontrara en la cornisa. No sabía quéhacer y empecé a asustarme.

—¿Le has contado a alguien lo quepasó?

—No.Se para, y tengo que contener el

deseo de acariciarle el cabello, losmechones que vuelan alrededor de sucara. Se los aparta.

—¿Ni a tus padres?

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—Sobre todo a ellos.—Aún no me has dicho qué hacías

allí arriba.La verdad es que no espero que me

responda, pero dice:—Era el cumpleaños de mi hermana.

Habría cumplido diecinueve.—Mierda. Lo siento.—Pero ese no fue el motivo. El

porqué es que ya nada importa. Ni elinstituto, ni ser animadora, ni los novios,los amigos, las fiestas, los programas deescritura creativa, ni… —Agita losbrazos como enfrentándose al mundo—.Todo eso no son más que cosas parallenar el tiempo hasta que muramos.

—Tal vez. O tal vez no.

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Independientemente de que sean cosaspara llenar el tiempo o no, me alegro deestar aquí. —Si algo he aprendido esque hay que sacar el máximo provechode todo—. Te importan lo suficientecomo para no saltar.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —dice, mirando al suelo.

—Claro.—¿Por qué te llaman Theodore el

Friki?Ahora soy yo el que mira al suelo,

como si fuese la cosa más interesanteque he visto en mi vida. Tardo un pocoen responder porque estoy decidiendohasta dónde contar. «Sinceramente,Violet. No sé por qué no gusto a nadie».

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Mentira. Quiero decir que lo sé pero nolo sé. Siempre he sido diferente, peropara mí la diferencia es normal. Medecanto por una versión de la verdad.

—En octavo era mucho más menudode lo que soy ahora. Antes de quellegaras tú. —Levanto la vista losuficiente como para ver que estáasintiendo—. Me sobresalían las orejas.Me sobresalía la nuez de Adán. Mesobresalían los codos. No me cambió lavoz hasta el verano antes de empezarbachillerato, cuando pegué un estirón detreinta y cinco centímetros.

—¿Y eso es todo?—Eso y que a veces digo y hago

cosas sin pensar. Y eso a la gente no le

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gusta.Doblamos una esquina y permanece

en silencio. Veo su casa a lo lejos.Ralentizo el paso, para hacer tiempo.

—Conozco a los de la banda quetoca en el Quarry. Podríamos ir, entraren calor, escuchar un poco de música,olvidarlo todo. Conozco también unlugar con unas vistas asombrosas de laciudad —le digo, y esbozo una de mismejores sonrisas.

—Me voy a casa a dormir.Siempre me ha maravillado lo de la

gente y el sueño. Yo ni siquiera dormiríade no tener que hacerlo.

—O podemos pegarnos el lote.—Vale.

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En un minuto llegamos donde hedejado aparcado el coche.

—¿Cómo te lo hiciste para subir alláarriba? Cuando llegué, la puerta estabaabierta, y normalmente está cerrada conllave.

Sonríe por primera vez.—Tal vez robé la llave.Emito un silbido.—Violet Markey. Eres mucho más

de lo que se ve a simple vista.En un abrir y cerrar de ojos, enfila el

camino de acceso a su casa y entra. Mequedo mirando hasta que veo que seenciende una luz al otro lado de unaventana de la planta de arriba. Hay unasombra que se mueve y vislumbro su

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perfil, como si me observara a través dela cortina. Me apoyo en el coche, a laespera de ver quién se rinde primero.Me quedo allí hasta que la sombradesaparece y se apaga la luz.

Cuando llego a casa, aparco elPequeño Cabrón e inicio mi sesión deatletismo nocturno. Atletismo eninvierno, natación el resto del año. Mirecorrido habitual sigue la carreteranacional, pasando por delante delhospital y la zona de acampada hastallegar al viejo puente construido enacero que todo el mundo, excepto yo,parece haber olvidado. Corro por

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encima del muro —que hace las vecesde guardarraíl—, y cuando termino sinhaberme caído, sé que estoy vivo.

Inútil. Estúpido. He crecido oyendoconstantemente estas palabras. Sonpalabras que intento superar, porque sipermito que se queden ahí, aumentaránde tamaño, me llenarán por completo ylo único que quedará de mí será un«monstruo inútil estúpido inútil estúpidoinútil estúpido». Y no puedo hacer otracosa que correr con todas mis fuerzas yllenarme con otras palabras. «Esta vezserá diferente. Esta vez me mantendrédespierto».

Corro muchos kilómetros, pero nolos cuento, paso por delante de una casa

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oscura tras otra. Me sabe mal por todoslos que están durmiendo en la ciudad.

Para volver a casa sigo un recorridodistinto, por el puente de la calle A. Estepuente tiene más tráfico porque une elcentro con la parte oeste de Bartlett,donde están el instituto, la universidad ytodos los barrios que se handesarrollado en la zona.

Veo las marcas de la derrapadaincluso a oscuras. Las sigo, negras ycurvas, atravesando ambos carrileshasta desaparecer por lo que queda delquitamiedos de piedra. Hay un tenebrosovacío en mitad de lo que era el murete.Corro hasta el final del puente y atajopor el césped, bajo el terraplén hasta

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llegar al fondo, que es un lecho de ríoseco lleno de colillas y botellas decerveza.

Aparto a puntapiés la basura, laspiedras y la tierra. Veo un resplandorplateado en la oscuridad, y luego máscosas brillantes, fragmentos de cristal yde metal. El ojo de plástico rojo de unaluz trasera. El amasijo de un retrovisor.Una matrícula, abollada y casi dobladapor la mitad.

Todo esto lo convierterepentinamente en algo real. El peso delo que sucedió aquí podría hundirmecomo una piedra en la tierra hastaquedar engullido por entero.

Lo dejo todo tal y como estaba,

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excepto la matrícula, que decidollevarme. Dejarla ahí me pareceerróneo, es un objeto demasiadopersonal para permanecer a la vista detodo el mundo, donde cualquiera que noconozca a Violet ni a su hermana puedecogerla y pensar que es bonita, ollevársela a modo de recuerdo. Vuelvocorriendo a casa, cargado de peso yvacío a la vez. «Esta vez será diferente.Esta vez me mantendré despierto».

Corro hasta que se detiene el tiempo.Hasta que mi mente se detiene. Hastaque lo único que percibo es el metalgélido de la matrícula en contacto conmi mano y el bombeo de la sangre.

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A 152 días de la graduación

Domingo por la mañana. Mihabitación.

El nombre de dominioHerSister.com está a punto de expirar.Lo sé porque la empresa propietaria delservidor me ha enviado un correoelectrónico avisándome de que deborenovarlo ahora o lo perderé parasiempre. Abro el guion que

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guardábamos en el ordenador y repasolas ideas que estábamos elaborandoantes del pasado mes de abril. Hay unarchivo fechado el día anterior de lamuerte de Eleanor, pero cuando lo abroestá vacío. Cuando abro los demás, soloencuentro fragmentos que no tienensentido sin que ella esté aquí paradescifrarme lo que había escrito.

Eleanor y yo teníamos puntos devista distintos sobre lo que queríamosque fuera la revista online. Ella eramayor que yo (y más mandona), lo quese traducía en que normalmente se salíacon la suya. Puedo intentar salvar lapágina, tal vez renovarla y convertirlaen otra cosa, en un lugar donde los

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escritores puedan compartir su trabajo.Un lugar que no hable únicamente delacas de uñas, chicos y música, sinotambién de otras cosas, como cómocambiar una rueda, cómo aprenderfrancés o qué esperar cuando te lanzas almundo.

Tomo nota de todas estas cosas.Luego entro en la página y leo lasúltimas publicaciones, escritas el día dela fiesta: dos puntos de vista opuestossobre el libro Julie Plum, la chicaexorcista. Ni tan siquiera sobre Lacampana de cristal o El guardián entreel centeno. Nada importante nisorprendente. Nada que diga: «Esto eslo último que escribirás antes de que

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cambie el mundo».Elimino mis notas. Elimino el

mensaje de correo de la empresapropietaria del servidor. Y luego vacíola papelera para que todo quede tanmuerto y desaparecido como Eleanor.

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6.º día despierto

El lunes por la tarde, Kate, Decca yyo cogemos el coche y vamos a la nuevacasa de mi padre, en la zona más cara dela ciudad, para celebrar la CenaFamiliar Obligatoria Semanal. Llevo lacamisa azul marino y los pantalones dealgodón de color beige que me pongosiempre que voy a ver a mi padre.

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Piensa que es mi uniforme del instituto yno me he tomado la molestia decorregirlo.

Permanecemos todo el camino ensilencio, mirando por las ventanillas. Nisiquiera ponemos la radio. «Pasadlobien», nos ha dicho nuestra madre alsalir, intentando mostrarse animada,cuando sé que en el instante en que elcoche se ponga en marcha estaráhablando por teléfono con una amiga yabriendo una botella de vino. Será laprimera vez que veo a mi padre desdeAcción de Gracias y la primera vez queestoy en su nueva casa, la que compartecon Rosemarie y su hijo.

Viven en una de esas nuevas casas

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colosales en una calle en la que sontodas iguales. Cuando aparcamosdelante, Kate dice:

—¿Os imagináis tener que encontrartu casa cuando vas borracho?

Echamos a andar los tres por laimpoluta acera blanca, que parece aúnmás blanca por el contraste con el verdedel césped. En el camino de acceso veodos todoterrenos iguales, relucientes,como si su pretenciosa vida mecánicadependiera de ello.

Abre la puerta Rosemarie. Tendráunos treinta años, pero tiene el aspectode una persona asentada de cuarenta, elcabello rubio rojizo y una sonrisa depreocupación. Según mi madre,

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Rosemarie es lo que se conoce comouna cuidadora, y eso es, también segúnmi madre, lo que mi padre necesita.Llegó con una cuenta bancaria condoscientos mil dólares, donación de suexmarido, y un niño desdentado de sieteaños que se llama Josh Raymond que talvez, o tal vez no, es mi hermano deverdad.

Mi padre viene en tromba hacianosotros procedente del jardín trasero,donde, a pesar de que estamos en eneroy no en julio, está asando quince kilosde carne. Lleva una camiseta dondepuede leerse «¡Toma ya, Canadá!». Hacedoce años era un jugador de hockeyprofesional conocido como «el

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Carcelero», hasta que se fracturó elfémur al chocar contra la cabeza de otrojugador. Está igual que la última vez quelo vi —demasiado guapo y demasiadoen forma para un tipo de su edad, comosi esperara que en cualquier momentopudieran volver a seleccionarlo—,aunque me percato de las canas quesalpican su pelo negro. Una novedad.

Abraza a mis hermanas y me da unaspalmaditas en la espalda. A diferenciade la mayoría de jugadores de hockey,ha conseguido conservar la dentaduracompleta y nos sonríe exhibiéndola,como si fuéramos apasionadasseguidoras. Quiere saber qué tal nos haido la semana, qué tal nos ha ido la

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escuela, si hemos aprendido alguna cosaque él no sepa. Es un reto, suequivalente a arrojarnos el guante. Ypara nosotros es una manera de intentardesconcertar a nuestro sabio papá que aninguno le hace gracia, por lo que todosle respondemos que no.

Mi padre pregunta sobre miprograma de estudios fuera de la ciudaddurante noviembre y diciembre, y tardoun momento en caer en la cuenta de queestá hablando conmigo.

—Oh, sí, estuvo bien.Muy buena, Kate. Tomo mentalmente

nota de que debo darle las gracias. Nosabe nada acerca de mi desconexión nisobre los problemas en el instituto en

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segundo, ya que el año pasado, despuésdel incidente en el que rompí unaguitarra, le conté al director Wertz quemi padre había muerto comoconsecuencia de un accidente de caza.No se tomó la molestia de verificarlo yahora llama a mi madre siempre que hayalgún problema, lo que significa que enrealidad llama a Kate, porque mi madretampoco se toma nunca la molestia decomprobar el contestador.

Saco una hoja que ha aterrizado enla barbacoa.

—Me invitaron a seguir allí, perorechacé la oferta. Es decir, que pormucho que me guste el patinaje artísticoy por bueno que yo sea (supongo que eso

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me viene de ti), no estoy seguro dequerer seguir mi carrera en este sentido.

Uno de los grandes placeres de lavida es hacer comentarios de este estilo,porque sé que tener un hijo gay es lapeor pesadilla de mi padre.

Su única respuesta es abrir otra latade cerveza y atacar los quince kilos decarne con las pinzas, como si existierael peligro de que se alzara de labarbacoa para devorarnos a todos. Ojaláfuera así.

Cuando es hora de cenar, tomamosasiento en el comedor decorado enblanco y oro y con su alfombra de lananatural, la más cara que hay en elmercado. Una mejora descomunal, por

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lo visto, en relación con la asquerosaalfombra bereber que había en la casacuando se mudaron allí.

Josh Raymond apenas llega a lamesa porque su madre es pequeña y suexmarido también es pequeño, adiferencia de mi padre, que es ungigante. Mi hermanastro es pequeño,pero de una manera distinta a como loera yo a su edad: es comedido y pulcro,sin codos ni orejas sobresalientes, todoproporcionado. Es una de las cosas queme lleva a pensar que tal vez no estégenéticamente relacionado con mi padre.

Josh Raymond da puntapiés a la patade la mesa y nos mira por encima de suplato con esos ojos enormes que nunca

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pestañean y que parecen de búho.—¿Qué tal va todo, hombrecito? —

le digo.Responde con voz chillona y mi

padre, el Carcelero, se acaricia unabarbilla perfectamente afeitada y dice,empleando el tono de voz paciente ysuave de una monja:

—Josh Raymond, ya hemos habladosobre esto de dar patadas a la mesa.

Es un tono que ni una sola vez utilizóconmigo o con mis hermanas.

Decca, que ya tiene la comida en elplato, empieza a comer mientrasRosemarie sirve uno a uno a todos losdemás. Cuando llega a mí, le digo:

—Yo nada, por favor, a menos que

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tengas por ahí una hamburguesavegetariana.

Se queda mirándome, pestañeando,la mano paralizada a medio camino delplato. Sin volver la cabeza, gira los ojoshacia mi padre.

—¿Una hamburguesa vegetariana?Yo me he criado a base de carne ypatatas y he llegado a los treinta y cinco.—Cumplirá cuarenta y tres en octubre—. Siempre creí que mis padres eranlos responsables de ponerme la comidaen la mesa y que no era mi papelcuestionar nada.

Se levanta la camiseta y se da unaspalmaditas en el vientre —planotodavía, pero ya sin los abdominales

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marcados—, mueve la cabeza en ungesto de preocupación y me sonríe, lasonrisa de un hombre que tiene unaesposa nueva, un hijo nuevo, una casanueva, dos coches nuevos, un céspednuevo y que solo tiene que lidiar con sushijos originales durante un par de horasmás.

—No como carne roja, papá.De hecho, para ser concretos, el que

es vegetariano es Finch el Pijo.—¿Desde cuándo?—Desde la semana pasada.—Oh, por el amor de Dios…Mi padre se recuesta en la silla y me

mira mientras Decca le da un sangrientomordisco a su hamburguesa y le

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empiezan a gotear los jugos por labarbilla.

—No seas gilipollas, papá —diceKate—. Si no quiere comer, que nocoma.

Antes de que me dé tiempo aimpedírselo, Finch el Pijo toma lapalabra.

—Existen distintas maneras demorir. Puedes saltar desde el tejado oirte envenenando a diario y lentamentecon la carne de otros.

—Lo siento mucho, Theo. No losabía. —Rosemarie lanza una mirada ami padre, que sigue sin quitarme losojos de encima—. ¿Qué te parece si tepreparo una ensalada de patatas y te

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comes el panecillo de la hamburguesasin la carne? O, si quieres, puedoincluso prepararte un sándwich deensalada de patatas.

Lo dice tan esperanzada que acepto,aunque la ensalada de patatas llevabeicon.

—Eso tampoco puede comerlo. Laensalada de patatas lleva beicon —apunta Kate.

—Pues que lo quite, joder —dice mipadre.

Lo pronuncia con ese dejecanadiense, un recuerdo de su infancia.Mi padre empieza a enfadarse, de modoque callamos, porque cuando más rápidocomamos, más rápido nos iremos.

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Ya en casa, le doy a mi madre unbeso en la mejilla porque lo necesita, yhuelo a vino tinto.

—¿Os lo habéis pasado bien, niños?—pregunta, y sabemos que confía en quele pidamos permiso para no tener que irnunca más allí.

—La verdad es que no —respondeDecca, y se marcha escaleras arriba.

Mi madre suspira aliviada antes debeber un poco más y salir tras ella. Losdomingos ejerce más de madre.

Kate abre una bolsa de patatas fritasy dice:

—Esto es una estupidez. —Y sé aqué se refiere. «Esto» equivale anuestros padres y a los domingos, y tal

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vez también a lo jodida que es nuestravida—. Ni siquiera entiendo por quétenemos que ir allí y hacer ver que nosgustan cuando todo el mundo sabeexactamente lo que estamos haciendo:fingir.

Me pasa la bolsa.—Porque a la gente le gusta que

finjamos, Kate. Lo prefiere.Se retira el cabello por encima del

hombro y arruga la cara con un gesto queda a entender que está pensando.

—¿Sabes? Al final he decidido ir ala universidad en otoño.

Cuando se produjo el divorcio, Katese ofreció a retrasar un año su entrada.«Alguien tiene que cuidar de mamá»,

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dijo.Tengo hambre y nos pasamos la

bolsa de patatas el uno al otro. Con laboca llena, digo:

—Creía que te gustaba la idea detomarte un tiempo libre, sin estudiar.

La quiero lo bastante como parafingir delante de ella que este es el otromotivo por el que se ha quedado encasa, que su decisión no ha tenido nadaque ver con que su novio del instituto,con el que planeaba compartir su futuro,le pusiera los cuernos.

Hace un gesto de indiferencia.—No sé. Tal vez lo del «tiempo

libre» no ha sido lo que me esperaba.Estoy pensando en ir a Denver,

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instalarme en casa de Tyler, a lo mejorver qué hay por allí, ver si aún puedotrabajar con él. Es mejor que estudiar amedia jornada y vivir aquí.

No puedo discutírselo, de modo quele pregunto:

—¿Te acuerdas de Eleanor Markey?—Pues claro. Iba a mi clase. ¿Por

qué?—Tenía una hermana.Y la conocí en lo alto del

campanario, cuando los dos estábamosplanteándonos la posibilidad de saltardesde allí. Podríamos habernos dado lamano y saltado juntos. Habrían pensadoque éramos amantes desdichados.Habrían escrito canciones sobre

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nosotros. Seríamos una leyenda.Kate se encoge de hombros.—Eleanor estaba bien. Un poco

creída. Pero podía ser divertida. No laconocía muy bien. Y no recuerdo a suhermana. —Apura el vino de la copaque ha dejado allí nuestra madre y cogelas llaves del coche—. Hasta luego.

Arriba, pongo en el tocadiscos aJohnny Cash, busco un pitillo en la mesay le dijo a Finch el Pijo que pase detodo. Al fin y al cabo, yo lo he creado yyo puedo cargármelo. Aunque mientrasenciendo el cigarrillo, me imagino lospulmones volviéndose negros como una

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carretera recién asfaltada y pienso en loque le he dicho antes a mi padre:«Existen distintas maneras de morir.Puedes saltar desde el tejado o irteenvenenando a diario y lentamente conla carne de otros».

Para hacer este cigarrillo no ha sidonecesario matar animales, pero, por unavez, no me gusta cómo me hace sentir, escomo si me contaminara, como siestuviera envenenándome. Lo aplastopara apagarlo y a continuación, antes deque me dé tiempo a cambiar de idea,parto por la mitad todos los demás.Luego corto las mitades con tijeras y lotiro todo a la papelera, enciendo elordenador y me pongo a escribir.

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«11 de enero. Según el New YorkTimes, casi el veinte por ciento de lossuicidios se cometen porenvenenamiento, pero entre los médicosque se quitan la vida, la cifra aumentahasta el cincuenta y siete por ciento.Pensamientos en torno al método: en miopinión, es una salida de cobardes. Creoque preferiría sentir alguna cosa. Dichoesto, si alguien me acercara una pistolaa la cabeza (ja, ja, lo siento, humorsuicida) y me obligara con ello a utilizarun veneno, elegiría la cianida. En estadogaseoso, la muerte puede serinstantánea, lo cual, ahora me doycuenta, acaba con el objetivo de sentiralguna cosa. Aunque, pensándolo bien,

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después de toda una vida sintiendo enexceso, tal vez lo de que sea rápido yrepentino presenta algún punto a sufavor».

Cuando termino, voy al baño parainspeccionar el botiquín. Ibuprofeno,paracetamol, alguna pastilla para dormircon receta que robé para Kate y luegoguardé en un frasco vacío de pastillas demi madre. Lo que le dije a Embriónacerca de las drogas es cierto. No nosentendemos. Por lo que a mí se refiere,ya tengo bastante con controlar elcerebro sin que se ponga nada de pormedio.

Pero nunca se sabe cuándo vas anecesitar un buen somnífero. Abro el

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frasco, vierto las pastillas azules sobrela palma de la mano y las cuento.Treinta. Regreso a la habitación y pongolas pastillas en fila sobre la mesa, unpequeño ejército azul.

Entro en Facebook y luego en lapágina de Violet. Veo que alguien delinstituto ha publicado que es una heroínapor haberme salvado. Hay 146comentarios y 289 «me gusta», y a pesarde que me gustaría pensar que toda estagente se alegra de que yo siga con vida,sé que no es así. Voy a mi página, queestá vacía con la excepción de lafotografía de Violet como mi amiga.

Acerco los dedos al teclado y losobservo, las uñas grandes y

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redondeadas. Recorro las teclas con lasmanos como si tocara el piano. Yentonces escribo: «Las cenas familiaresobligatorias joden, sobre todo cuandohay carne y desmentidos de por medio.“Noto que no podré aguantar otra deesas épocas horribles”. Sobre todocuando hay tantas otras cosas quehacer». La cita es de la nota de suicidioque Virginia Woolf le escribió a sumarido, pero me parece adecuada parala ocasión.

Envío el mensaje y espero junto alordenador, organizando las pastillas engrupos de tres, luego de diez, cuando loque en realidad espero es recibir algunarespuesta de Violet. Intento devolver a

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su forma original la matrícula abollada,escribo en un papel «Otra de esasépocas horribles» y la cuelgo en lapared de la habitación, que ya está llenade notas de este estilo. La pared tienevarios nombres: Muro de pensamientos,Muro de ideas, Muro de mi mente o,simplemente, El muro, aunque no hayque confundirlo con el disco The Wallde Pink Floyd. La pared es una especiede registro de pensamientos, quesiempre llegan con rapidez, y sirve parapoder recordarlos cuando luego semarchan. Allí va a parar cualquier cosainteresante, rara, incluso inspirada.

Una hora más tarde, miro mi páginade Facebook. Veo que Violet ha escrito:

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«Ordena todas las piezas que se crucenen tu camino».

Noto que me arde la piel. Estácitándome a Virginia Woolf. El ritmo demis pulsaciones se ha triplicado.Mierda, pienso. Mis conocimientos deVirginia Woolf se acaban aquí. Hago unabúsqueda rápida por internet paraencontrar una réplica adecuada. Ojaláhubiera prestado más atención a VirginiaWoolf, una escritora que nunca habíautilizado mucho hasta ahora. Ojalá mehubiera pasado la totalidad de misdiecisiete años estudiándola.

Tecleo: «Mi cerebro es lamaquinaria más inexplicable, zumba,tararea, se eleva, ruge, se zambulle y

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luego se hunde en el fango. ¿Y por qué?¿Para qué tanta pasión?».

Esto tiene que ver con lo que dijoViolet sobre llenar el tiempo y que nadade todo esto importa, pero es tambiénuna descripción exacta de lo que yo soy:zumbo, tarareo, me elevo, rujo, mezambullo y luego me hundo en el fango,tan profundamente que no puedo nirespirar. Dormido o despierto, sinpuntos intermedios.

Una cita condenadamente buena, tanbuena que me provoca escalofríos. Veoque se me eriza el vello de los brazos, ycuando vuelvo a mirar la pantalla, Violetha respondido: «Cuando piensas encosas como las estrellas, casi parece

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que nuestros asuntos carecen deimportancia, ¿verdad?».

Hago trampas y busco en internetcitas de Virginia Woolf. Me pregunto sitambién ella me estará haciendotrampas. Escribo: «Tengo raíces, perofloto».

Estoy a punto de cambiar de idea.Pienso en borrar la frase, pero ella meresponde: «Esta me gusta. ¿De dóndees?».

Las olas. Vuelvo a hacer trampas yencuentro el párrafo. «Ten, más: “Sientoque mil posibilidades nacen en mí. Soyingeniosa, soy alegre, soy lánguida, soymelancólica, sucesivamente. Tengoraíces, pero floto. Me ondulo, toda de

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oro”».Decido terminar aquí, en gran parte

porque tengo prisa por saber si va aescribirme una respuesta.

Tarda tres minutos. «Me gusta: “Esel momento más excitante que he vividoen mi vida. Me estremezco. Me ondulo.Me balanceo como una planta en el río,floto hacia aquí, floto hacia allá, perotengo raíces, para que venga hacia mí.‘Ven’, le digo, ‘ven’”».

Las pulsaciones no son lo único quese agita dentro de mí. Me sereno ypienso en lo absurda y estúpidamentesexy que es todo esto.

Escribo: «Me haces sentir oro,floto». Lo envío sin pensármelo. Podría

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seguir citando a Virginia Woolf —créeme, el pasaje va subiendo de tono—, pero decido que a partir de ahoraquiero citarme a mí.

Espero su respuesta. Espero tresminutos. Cinco minutos. Diez. Quince.Abro su página web, la que llevaba consu hermana, y miro la fecha del últimoartículo, que no ha cambiado desde laúltima vez que entré.

Lo tengo, pienso. No es oro, no flota.Está inmóvil.

Aparece entonces un nuevo mensaje:«He visto tus reglas para las excursionesy quiero añadir algo: No viajaremos sihace mal tiempo. Iremos caminando,corriendo o en bici. Nada de coche. No

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nos alejaremos mucho de Bartlett».Se ha puesto en modo trabajo. Le

respondo: «Ningún problema si vamosandando, corriendo o en bici. —Y,pensando en su página web, que estámuerta y vacía, añado—: Deberíamosescribir sobre las excursiones quehagamos para tener algo que enseñarlesademás de las fotografías. De hecho,deberías encargarte tú de escribir. Yome limitaré a sonreír y quedar guapo».

Una hora más tarde sigo allí sentado,pero ella se ha ido. De golpe y porrazo,o la he hecho enfadar o la he asustado.De modo que me dedico a crear cancióntras canción. La mayoría de noches sonCanciones Que Cambiarán el Mundo

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porque son buenísimas, profundísimas ycondenadamente fabulosas. Pero estanoche me digo que no tengo nada encomún con esta tal Violet, por muchoque me gustaría tenerlo, y me pregunto silas palabras que nos hemos cruzado eranrealmente tan ardientes o eran purasimaginaciones mías. ¿Cómo es que mehe pasado tanto de vueltas con una chicaque apenas conozco?, y todo porque esla primera persona que parece hablartambién mi idioma. O, como mínimo,algunas palabras.

Recojo los somníferos y los encierroen la mano. Podría tragármelos ahoramismo, tenderme en la cama, cerrar losojos, dejarme ir. Pero ¿quién vigilará a

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Violet Markey para que no vuelva asubirse a la cornisa? Arrojo las pastillasal váter y tiro de la cadena. Y luegoentro otra vez en HerSister, recorro losarchivos hasta llegar al primer artículo yavanzo a partir de allí hasta que los heleído absolutamente todos.

Permanezco despierto hasta que nopuedo más, y caigo finalmente dormidohacia las cuatro de la mañana. Sueñoque estoy desnudo en lo alto delcampanario, bajo el frío y la lluvia.Miro hacia abajo y está todo el mundo,profesores y alumnos, y mi padrecomiéndose una hamburguesa cruda quelevanta entonces hacia el cielo, como siestuviera brindando conmigo. Oigo un

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ruido detrás y al volverme descubro aViolet. Está en el otro extremo de lacornisa, también desnuda, excepto porunas botas negras. Me quedo anonadado—es lo mejor que han visto este par deojos—, pero antes de que puedasoltarme de la barandilla para correrhacia ella, Violet abre la boca, salta porlos aires y empieza a gritar.

Es la alarma del despertador, porsupuesto, y le arreo un puñetazo antes delanzarlo contra la pared. Cae al suelo yallí se queda, balando como una ovejaextraviada.

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A 151 días de la graduación

Lunes por la mañana. Primera horade clase.

Todo el mundo habla sobre el últimoartículo que ha salido publicado en elBartlett Dirt, la revista de chismorreosdel instituto, que no solo tiene unapágina web, sino que además pareceacaparar todo internet. «Heroína delúltimo curso salva a compañero loco de

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saltar desde lo alto del campanario». Noaparecen nombres, pero sí una fotografíade mi cara, los ojos sorprendidos detrásde las gafas de Eleanor, el flequillotorcido. Parezco el «antes» de uno deesos anuncios comparativos. Haytambién una fotografía de TheodoreFinch.

Jordan Gripenwaldt, editora delperiódico del instituto, está leyendo elartículo a sus amigas Alyx y Priscilla, envoz baja y con asco. De vez en cuando,me miran y mueven la cabeza conpreocupación, no por mí, sino por elhorroroso ejemplo de periodismo quetienen enfrente.

Son chicas inteligentes que dicen lo

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que piensan. Debería ser amiga de ellasy no de Amanda. De habermeencontrado en estas circunstancias elcurso pasado, habría hablado con ellas,me habría mostrado de acuerdo con suopinión y luego habría escrito unencendido artículo sobre loschismorreos en el instituto. Pero lo quehago es coger la mochila y decirle alprofesor que tengo retortijones. Paso delargo el despacho de la enfermera ysubo hasta el último piso. Robo la llavede la puerta del campanario. Solo llegohasta la escalera, me siento e,iluminándome con la luz del teléfono,leo dos capítulos de Cumbresborrascosas. He abandonado a Anne

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Brontë y he decidido que solo existeEmily, la rebelde Emily, enfadada con elmundo.

«Si todo lo demás pereciera y él sesalvara, yo seguiría existiendo; y si todolo demás permaneciera y él fueraaniquilado, el universo se convertiría enun imponente desconocido».

—Un imponente desconocido —leexplico a nadie—. Lo has captado a laperfección.

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Día 9

El lunes por la mañana tengo yaclaro que Finch el Pijo tiene que irse.En primer lugar, no sale nada agraciadoen la fotografía que publica el BartlettDirt. Se lo ve inquietantementesaludable; sospecho que es un santurrón,con todo eso de no fumar, elvegetarianismo y los cuellos subidos. Y

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en segundo lugar, no me cae bien. Es eltipo de tío que seguramente se llevaestupendamente con los profesores, saleairoso de los exámenes sorpresa y alque no le importa conducir el Saturn desu madre, pero no me fío de que nomalbarate las cosas con las chicas. Ymás concretamente, no me fío de que seacapaz de llegar a algo con VioletMarkey.

Me veo con Charlie en Goodwilldurante la tercera hora. Tienen unestablecimiento junto a la estación detren, en un área que estaba simplementeabandonada, fábricas incendiadas ygraffiti. Ahora han «regenerado» lazona, lo que significa que le han dado

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una mano de pintura y alguien hadecidido prestarle atención.

Charlie viene con Brenda a modo deconsejera de moda, aunque nunca llevanada conjuntado, algo que jura hacer apropósito. Mientras Charlie habla conuna de las vendedoras, Brenda me siguede expositor en expositor, bostezando.Inspecciona con pocas ganas lospercheros con cazadoras de cuero.

—¿Qué es exactamente lo queestamos buscando?

—Necesito regenerarme. —Vuelve abostezar, sin taparse siquiera la boca, yle veo los empastes.

—¿Te has acostado tarde?Sonríe, sus labios rosados se

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expanden.—Amanda Monk dio una fiesta el

sábado por la noche. Me lo monté conGabe Romero.

Además de ser el novio de Amanda,Roamer es el mayor gilipollas delinstituto. Por algún motivo quedesconozco, Bren le tiene echado el ojodesde primero.

—¿Y crees que él se acordará?La sonrisa pierde algo de intensidad.—Estaba bastante hecho polvo, pero

le dejé en el bolsillo una de estas. —Levanta la mano y mueve los dedos. Veoque le falta una de sus uñas de plásticode color azul—. Y, por si acaso, el arode la nariz.

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—Por eso te veía hoy distinta.—Es por el rubor. —Está más

despierta. Junta las manos y las frotacomo un científico loco—. Y bien, ¿quéandamos buscando?

—No lo sé. Algo que sea menoslimpio y reluciente, tal vez un poco mássexy. Ya me he hartado de los ochenta.

Brenda frunce el entrecejo.—¿Es por esa… como se llame? ¿La

flacucha?—Violet Markey, y no está flacucha.

Tiene caderas.—Y un culo sabroso, sabrosón —

apunta Charlie, que se ha sumado anosotros.

—No. —Bren niega con la cabeza

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con tanta fuerza y a tal velocidad queparece que esté dándole un ataque—. Túno te vestirás para complacer a unachica, y menos a una chica como esa. Tútienes que vestirte para complacerte a ti.Si no le gustas por lo que eres, es que nola necesitas para nada. —Todo estoestaría muy bien si yo supiese quién soyyo. Brenda prosigue—: ¿Es la chica delblog, ese que le gusta a la actriz GemmaSterling? ¿La que ha salvado a su «lococompañero de clase» de saltar? Puesque la jodan, a ella y a su culo flacucho.

Bren odia a todas las chicas que notienen la talla cuarenta y dos comomínimo.

No digo nada mientras despotrica

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sobre Violet, sobre Gemma Sterling,sobre el Bartlett Dirt. De pronto noquiero que Bren ni Charlie hablen sobreViolet, porque la quiero solo para mí,como la Navidad de cuando tenía ochoaños —cuando las Navidades aún eranbuenas— y me regalaron mi primeraguitarra, a la que puse de nombreProhibido el paso, como si nadieexcepto yo pudiera tocarla.

Pero al final no me queda másremedio que interrumpirla.

—Estaba en el accidente del pasadoabril, en el que murió su hermana,cuando cayeron por el puente de lacalle A.

—Dios mío, ¿era ella?

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—Su hermana iba a último curso.—Mierda. —Brenda se acaricia la

barbilla—. Mira, entonces tal vezdeberías optar por algo más seguro. —Ha bajado el tono—. Piensa en RyanCross. Mira cómo viste. Deberíamos ira Old Navy o a American Eagle, o mejoraún, a Abercrombie, en Dayton.

—Lo de pijo ya lo he probado.—Pero no la versión moderna.—Esa nunca irá por él —le dice

Charlie a Brenda—. Independientementede cómo se vista. Sin ánimo de ofender,tío.

—Vale. Y Ryan Cross que se joda.—Pronuncio la palabra en voz alta porprimera vez en mi vida. Es tan liberador

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que de pronto me entran ganas de echara correr por la tienda—. Que se joda.

Decido que el nuevo Finch sueltatacos siempre que le apetece y cuando leapetece. Es el tipo de Finch que seplantaría en lo alto de un edificio ypensaría en saltar simplemente porquenada le da miedo. Es un cabrón.

—En este caso…Charlie arranca una cazadora de una

percha y la mira. Es de puta madre.Cuero gastado, pero gastado como lohabría gastado Keith Richards en suépoca.

Podría decirse que es la cazadoramás guapa que he visto en mi vida. Mela pruebo mientras Bren suspira, se aleja

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y vuelve con un par de botines negrossesenteros.

—Son un cuarenta y ocho —dice—.Pero con lo que creces, creo que para elviernes ya te irán bien.

A la hora de comer, empiezo atrabajar con Finch el Cabrón. Paraempezar, a las chicas les gusta. Unaestudiante de algún curso inferior,monísima, me para por el pasillo y mepregunta si quiero que me indique haciadónde tengo que ir, por si no lo sé. Debede ser nueva, puesto que es evidente queno tiene ni idea de quién soy. Cuando mepregunta si soy de Londres, le digo

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«hola», «gracias», y «salchichas conpuré de patatas» tal y como suelendecirlo los británicos y con un acentoque considero bastante convincente. Yella, riendo como una tonta y tocándoseel pelo, me guía hasta la cafetería.

En BHS (Bartlett High School) haytres mil alumnos, y por esa razón nosdividen en tres turnos distintos decomedor. Brenda se salta una clase paracomer con Charlie y conmigo, y lossaludo con un «Hola, colegas» y «Soiscojonudos» y tal. Bren me miraparpadeando, y luego hace lo mismo conCharlie.

—Dime, por favor, que no esbritánico.

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Charlie se encoge de hombros ysigue comiendo.

Paso el resto de la hora de la comidahablándoles sobre mis lugares favoritosen mi país: Honest Jon’s, Rough TradeEast y Out on the Floor, las tiendas dediscos que más frecuento. Les hablosobre mi sexy, aunque antipática, noviairlandesa, Fiona, y sobre mis mejoresamigos, Tam y Natz. Cuando heterminado de comer, he creado ununiverso del que conocen hasta elmínimo detalle: los pósters de SexPistols y Joy Division en la pared, lospitillos que fumo en la ventana del pisoque compartimos Fiona y yo, las nochesque paso tocando música en el Hope, en

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el Anchor y en el Halfmoon, los díasconsagrados a grabar discos en AbbeyRoad. Cuando suena la campana, diceCharlie:

—Vámonos, eres la polla.Añoro el Londres que he dejado

atrás. «Sí, señor». Caminando por lospasillos me queda claro que Finch elCabrón británico funcionará. Se hará eldueño del instituto, se hará el dueño dela ciudad, se hará el dueño del mundo.Será un mundo de compasión, devecinos que aman a sus vecinos, deestudiantes que aman a otros estudianteso que, como mínimo, los tratan conrespeto. Sin juicios de valor, sincrueldad. Sin ponerles motes. Sin nada

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de todo eso, nada de nada.Cuando llego a clase de geografía de

Estados Unidos, estoy casi convencidode que este mundo existe y empiezo aprofundizar en esta personalidad. Hastaque veo a Ryan Cross, todo oro,flotando, la mano en el respaldo de lasilla de Violet como si fuera el dueñodel Macaroni Grill. Le sonríe y hablacon ella, y ella le sonríe con la bocacerrada, sus ojos de color gris verdosocon expresión seria detrás de las gafas y,de repente, me convierto en TheodoreFinn, nacido en Indiana y calzado con unpar de botas de segunda mano. Los tiposcomo Ryan Cross sirven para recordartequién eres, por mucho que no quieras

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recordarlo.Intento llamar la atención de Violet,

pero está demasiado ocupada asintiendoy escuchando lo que le cuenta Ryan, yluego aparecen Roamer y AmandaMonk, que me lanza una mirada letal yme suelta:

—¿Y tú que miras?Violet queda engullida por ellos y

tengo que contentarme con mirar haciadonde estaba hace un momento.

El señor Black avanza resollandohacia su sitio en cuanto suena lacampana y pregunta si alguien tienedudas sobre el trabajo. Se levantanvarias manos y, uno a uno, va abordandotodos los temas.

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—Salid y visitad… vuestro estado.Id a museos…, a parques…, a sitioshistóricos. Culturizaos… para quecuando os vayáis… os lo podáis llevarcon vosotros.

Con mi mejor acento británico, digo:—Pensaba que no podíamos

llevárnoslo.Violet se ríe. Es la única. Y en

cuanto lo hace, aparta la vista y sevuelve hacia la pared que queda a suderecha.

Cuando suena de nuevo la campana,me levanto, paso por el lado de RyanCross, Roamer y Amanda y me colocotan cerca de Violet que puedo inclusooler su champú floral. Lo bueno que

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tiene Finch el Cabrón es que los tiposcomo Ryan Cross no lo intimidan pormucho tiempo.

—¿Podemos ayudarte en algo? —mepregunta Amanda con su voz nasal deniñita.

Con mi acento normal, no elbritánico, le digo a Violet:

—Es hora de iniciar las excursiones.—¿Adónde?Su mirada es fría y cautelosa, como

si temiera que fuera a eliminarla, aquí yahora.

—¿Has estado en Hoosier Hill?—No.—Es el punto más elevado del

estado.

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—Sí, ya lo sé.—He pensado que te gustaría. A

menos que te den miedo las alturas —digo, ladeando la cabeza.

Se queda blanca, pero se recupera ylas comisuras de su boca esbozan unaperfecta y falsa sonrisa.

—No, las llevo bien.—¿Te salvó de tirarte desde esa

cornisa, no?Eso lo dice Amanda. Agita el

teléfono que lleva en la mano, dondevislumbro el titular del Bartlett Dirt.

—Tal vez deberías subir otra vezpara volver a intentarlo —murmuraRoamer.

—¿Y perderme la oportunidad de

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contemplar Indiana? No, gracias. —Clavan sus ojos en mí mientras yo miroa Violet—. ¿Vamos?

—¿Ahora?—No hay mejor momento que el

presente, y todo eso que se dice. Tú,precisamente, deberías saber que solotenemos garantizado el ahora.

—Oye, gilipollas, ¿por qué no se lopreguntas a su novio? —dice Roamer.

—Porque Ryan no me interesa —lereplico—. Me interesa Violet. —Yentonces me dirijo a Ryan—: No se tratade ninguna cita, tío. Sino de un trabajo.

—No es mi novio —dice Violet, yRyan se muestra tan herido que casi mesabe mal por él, aunque es imposible

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sentirse mal por un tipo como él—. Nopuedo saltarme la clase.

—¿Por qué no?—Porque no soy una delincuente.El tono con que lo dice es muy claro

—«no como tú»—, y me digo que sololo hace porque tiene público.

—Te esperaré en el aparcamientocuando terminen las clases. —Y antes desalir, me paro un momento—. Venga —le digo—, vamos.

Tal vez sean imaginaciones mías,pero casi me sonríe.

—Friki —oigo que murmuraAmanda en cuanto salgo.

Sin quererlo, me doy un codazocontra el marco de la puerta y, para

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rematarlo, luego me golpeo el otrobrazo.

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A 151 días de la graduación

Las tres y media. Aparcamiento delinstituto.

Estoy a pleno sol, protegiéndome losojos con una mano. Al principio no loveo. Tal vez se ha ido sin mí. O tal vezyo he salido por la puerta equivocada.La ciudad es pequeña, pero el institutoes grande. Hay tres mil alumnos porquesomos el único instituto en muchos

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kilómetros a la redonda. Podría estar encualquier parte.

Me apoyo en el manillar de mibicicleta, un trasto viejo de colornaranja y diez marchas heredado deEleanor. Ella le puso de nombre Leroyporque le gustaba decir a nuestrospadres: «He estado montando a Leroy» y«Voy a montar un rato a Leroy».

Aparece Brenda Shank-Kravitz, unanube de tormenta de color rosafluorescente. La sigue tranquilamenteCharlie Donahue.

—Está allí —dice Brenda. Meseñala con una uña pintada de azul—. Sile partes el corazón, le arrearé unapatada a ese culo flacucho tuyo que te

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mandará hasta Kentucky. Lo digo enserio. Lo último que necesita es quejuegues con su cabeza. ¿Entendido?

—Entendido.—Y lo siento. Ya sabes. Por lo de tu

hermana.Miro hacia donde Brenda señala

ahora. Theodore Finch está apoyado enun monovolumen pequeño, las manos enlos bolsillos, como si tuviera todo eltiempo del mundo y estuvieraesperándome. Pienso en las frases deVirginia Woolf, en las de Las olas:«Pálido, con cabello oscuro, el que seacerca es melancólico, romántico. Y yosoy espigada, fluida y caprichosa;porque él es melancolía, es romántico.

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Está aquí…».Me acerco a él empujando la

bicicleta. Su cabello oscuro estáalborotado como si hubiera estado en laplaya, aunque en Bartlett no hay playa, yla luz crea en él reflejos de color negroazulado. Es tan blanco de piel que se leven las venas de los brazos.

Abre la puerta del acompañante delcoche.

—Bienvenida.—Te dije que nada de coche.—No he pensado en coger la

bicicleta, de modo que tendremos quepasar por mi casa para recogerla.

—En este caso, te seguiré.

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Conduce más despacio de lonecesario y en diez minutos llegamos asu casa. Es un edificio colonial de dosplantas construido en ladrillo conarbustos bajo las ventanas, persianasnegras y una puerta de color rojo. Hayun buzón de correos también rojo en quese lee FINCH. Espero en el camino deacceso mientras él intenta localizar unabicicleta entre el caos del garaje. Alfinal la encuentra, la levanta y la saca alexterior. Observo los movimientos deflexión de la musculatura de sus brazos.

—Puedes dejar la mochila en mihabitación.

Saca el polvo del sillín con la

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camiseta.—Llevo allí todas mis cosas…Un libro de historia de Indiana que

he sacado de la biblioteca al acabar laúltima clase y bolsas de plástico dediversos tamaños —cortesía de una delas señoras del comedor—, paracualquier recuerdo que podamosencontrar.

—De eso ya me ocupo yo.Abre la puerta y la aguanta para que

yo pase. Parece una casa normal ycorriente, no el lugar donde esperaríasque viviese Theodore Finch. Lasparedes están cubiertas con fotografíasescolares enmarcadas. Finch en laguardería. Finch en primaria. Cada año

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tiene un aspecto distinto, no solo encuanto a la edad, sino también comopersona. Finch el Payaso de la clase.Finch el Torpe. Finch el Chuleta. Finchel Deportista. Abre de un empujón unapuerta que hay al final del pasillo.

Las paredes son oscuras, de un tonorojo intenso, y todo lo demás es negro:la mesa, las sillas, la librería, la colcha,las guitarras. Hay una pared enteracubierta con fotografías, notas,servilletas y pedazos de papel. En lasotras paredes hay pósters de conciertosy una fotografía grande en blanco ynegro de él en un escenario, guitarra enmano.

Me quedo delante de la pared con

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las notas y le pregunto:—¿Qué es todo esto?—Planes —responde—. Canciones.

Ideas. Visiones.Tira mi mochila sobre la cama y

saca algo de un cajón.En su mayoría parecen fragmentos

de cosas, palabras sueltas o frases quecarecen de sentido por sí solas: «Floresde la noche», «Lo hago porque asíparece real», «Caigamos», «Midecisión, totalmente», «Obelisco», «¿Eshoy un buen día para hacerlo?».

«¿Es hoy un buen día para hacerqué?», me gustaría preguntarle. Perodigo, en cambio:

—¿Obelisco?

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—Es mi palabra favorita.—¿En serio?—O una de ellas, como mínimo.

Mírala. —La miro—. Es una palabragenuina, destacada, potente. Única,original y casi furtiva, porque enrealidad no suena como lo que es. Esuna palabra que te sorprende y te hacepensar: «Oh, vale». Impone respeto,pero por otro lado es modesta. No como«monumento» o «torre». —Niega con lacabeza—. Esas son palabras cabronas ypretenciosas.

No digo nada porque antes amabalas palabras. Las amaba y sabíacomponerlas. Y por ello, albergo elinstinto de proteger a las mejores. Pero

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ahora me frustran, todas, buenas y malas.—¿Conoces la expresión «subirse

de nuevo al carro»? —pregunta.—No hasta que la mencionó el señor

Black.Se inclina sobre la mesa, coge un

papel, lo rasga por la mitad y escribe.Lo pega a la pared antes de marcharnos.

Una vez fuera, monto en Leroy yapoyo un pie en el suelo. TheodoreFinch se carga una mochila a la espalday, al hacerlo, la camiseta deja aldescubierto un vientre atravesado poruna llamativa cicatriz roja.

Me subo a la cabeza las gafas deEleanor.

—¿Dónde te hiciste esta cicatriz?

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—Me la hice yo. Según miexperiencia, a las chicas les gustan máslas cicatrices que los tatuajes. —Montaa horcajadas sobre la bicicleta, pero aúnno sube al sillín, sino que mantieneambos pies en el suelo—. ¿Has vuelto air en coche desde lo del accidente?

—No.—Debe de ser un récord. ¿De cuánto

tiempo estamos hablando? ¿Ocho, nuevemeses? ¿Cómo vas hasta el instituto?

—En bicicleta o andando. Novivimos muy lejos.

—¿Y cuando llueve o nieva?—En bicicleta o andando.—¿Así que te da miedo subirte a un

coche pero eres capaz de subir a la

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cornisa de una torre?—Me vuelvo a casa.Ríe y estira el brazo para retener la

bicicleta antes de que pueda ponerme enmarcha.

—No volveré a sacar el tema.—No te creo.—Mira, ya estás aquí y tenemos el

compromiso de hacer el trabajo, demodo que, a mi entender, cuanto anteslleguemos a Hoosier Hill, antesacabarás con esto.

Pasamos campos de maíz y máscampos de maíz. Hoosier Hill está soloa dieciocho kilómetros de la ciudad, de

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modo que el trayecto no es largo. El díaes frío pero despejado, y se está bien alaire libre. Cierro los ojos y estiro lacabeza. Son resquicios de la Violet deAntes. La Violet adolescente normal. LaViolet no excepcional.

Finch pedalea a mi lado.—¿Sabes qué es lo que me gusta de

conducir? El movimiento, la propulsión,la sensación de que podrías ir acualquier parte.

Abro los ojos y lo miro con elentrecejo fruncido.

—Esto no es conducir.—No me digas. —Serpentea por la

carretera trazando ochos, luego merodea en círculos, luego vuelve a

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ponerse a mi altura—. Me sorprendeque no lleves casco o un chalecoprotector, para ir más segura. ¿Y sillegara el apocalipsis y todo el mundoexcepto tú se convirtiera en zombi y laúnica manera de salvarte fuera salirzumbando de la ciudad? Sin aviones, nitrenes, ni autobuses. Imagínate que nohubiera transporte público. La bicicletasería demasiado arriesgada, demasiadopeligrosa. Entonces ¿qué?

—¿Y yo cómo sabría que estaría asalvo fuera de la ciudad?

—Bartlett sería el único lugarafectado.

—¿Y lo sabría seguro?—Sería del dominio público. El

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gobierno lo habría confirmado.No respondo.Vuelve a trazar círculos a mi

alrededor.—¿Adónde irías si pudieras ir a

cualquier parte?—¿Sigue siendo el apocalipsis?—No.«A Nueva York», pienso.—Regresaría a California —digo.Lo que quiero decir es la California

de hace cuatro años, antes de venirnos avivir aquí, cuando Eleanor estaba enprimer curso de secundaria y yo ennoveno.

—Pero allí ya has estado. ¿Noquieres ver lugares donde no has estado

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nunca?Sigue pedaleando a mi lado, las

manos ahora en las axilas.—Allí el tiempo es cálido y nunca

nieva. —Odio la nieve y siempre odiaréla nieve. Y entonces es como si oyera ala señora Kresney y a mis padresdiciéndome que haga un esfuerzo. Asíque digo—: Iría a Argentina o aSingapur para estudiar en launiversidad. No quiero matricularme enningún lugar que no esté a un mínimo detres mil kilómetros de aquí. —Ni aningún lugar donde caigan más de doscentímetros de nieve al año, con lo cualla NYU queda descartada—. Aunquetambién podría quedarme aquí. No lo he

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decidido.—¿Quieres saber adónde iría yo si

pudiera?La verdad es que no, creo.—¿Adónde irías si pudieras ir a

cualquier sitio? —pregunto, con másmalicia de la que pretendía.

Se inclina hacia delante sobre elmanillar y me mira a los ojos.

—Iría a Hoosier Hill con una chicaguapa.

Veo una arboleda a un lado. Al otrohay campos de cultivo cubiertos denieve.

—Creo que es por allí —dice

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entonces Finch.Cruzamos la carretera y seguimos un

camino de tierra que se prolonga duranteunos metros. Me duelen las piernas depedalear. Y, curiosamente, estoy sinaliento.

Hay unos niños en el campo,balanceándose sobre la valla. Cuandonos ven venir, uno de ellos le da uncodazo a otro y se endereza.

—Podéis pasar —dice—. Vienegente de todo el mundo a verlo, y no soislos primeros.

—Antes había un cartel hecho conpapel —dice con aburrimiento una delas niñas.

Con acento australiano, Finch les

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dice:—Venimos de Perth. Hemos viajado

hasta aquí para ver el pico más alto deIndiana. ¿Podemos escalar la cumbre?

No preguntan dónde está Perth.Hacen, simplemente, un gesto deindiferencia.

Giramos hacia el grupo de árboles,que ahora están marrones a causa delinvierno y apartamos las ramas que nosdan en la cara. Nos adentramos en uncamino más estrecho y continuamos,pero ya no podemos ir en fila de dos.Finch va delante, y presto más atenciónal brillo de su cabello, a su pedaleotranquilo, al movimiento fluido de susarticulaciones, que al paisaje.

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De pronto estamos en medio de uncírculo de color marrón. Hay un bancode madera debajo de un árbol, una mesade picnic un poco más allá. El cartelqueda a nuestra derecha: PUNTO MÁSELEVADO DE INDIANA, HOOSIER HILL,383 METROS DE ALTURA. El indicadorestá justo delante, una estaca de maderaque sobresale del suelo entre un montónde piedras.

—¿Es esto? —no puedo evitar decir.Un lugar elevado. No resulta en

absoluto abrumador. Pero ¿qué meesperaba?

Finch me coge de la mano y tira demí hasta que estamos sobre las piedras.Mantenemos el equilibrio sobre un

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montículo que no es ni más alto ni másancho que el de un lanzador de béisbol.

En el instante en que su piel entra encontacto con la mía, noto una pequeñadescarga.

Me digo que no es más que elcomprensible sobresalto del contactofísico cuando no estás acostumbrada auna persona. Pero la corriente eléctricaasciende por el brazo, y entonces mefrota la palma de la mano con el pulgar yhace que la corriente se dispare por todomi cuerpo. Oh-oh.

Con acento australiano, dice:—¿Qué opinamos?El contacto de la mano es firme y

cálido y, a pesar de lo grande que es,

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encaja a la perfección con la mía.—¿Si hemos venido hasta aquí

desde Perth?La corriente eléctrica me tiene

distraída e intento que no se note. Derevelarlo, sé que no me dejará tranquila.

—O tal vez hayamos venido desdeMoscú —dice, también con un buenacento ruso.

—Que estamos muy cabreados.Ya con su acento normal, continúa:—No tan cabreados como los chicos

de Sand Hill, el segundo punto máselevado de Indiana. Tiene solo 328metros de altura y ni siquiera hay unazona de picnic.

—Si son los segundos, la verdad es

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que no la necesitan para nada.—Un argumento excelente. Por lo

que a mí respecta, diría que ni siquieramerece la pena ir a verlo. Sobre todo siya has visitado Hoosier Hill. —Mesonríe, y por vez primera me doy cuentade lo azules que son sus ojos, como uncielo despejado—. O al menos eso creo,estando ahora aquí contigo. —Cierra losojos azules e inspira hondo. Cuandovuelve a abrirlos, dice—: De hecho,estando a tu lado me siento como siestuviera en el Everest.

Retiro la mano. Y siento esacorriente estúpida incluso cuando mesuelto.

—¿No deberíamos recoger cosas?

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¿Escribir algo? ¿Grabar un vídeo?¿Cómo lo organizamos?

—No es necesario. Cuando vayamosde excursión, debemos estar presentesen el lugar, no observándolo a través deningún tipo de lente.

Inspeccionamos juntos el círculomarrón, el banco y los árboles y, másallá, observamos el paisaje, blanco yllano. Diez meses atrás, habría venidoaquí y hubiera estado escribiendomentalmente sobre este lugar. «Hay uncartel, lo cual es buena cosa, porque, delo contrario, nunca te imaginarías queestás en el punto más elevado deIndiana…». Habría inventado una buenahistoria de fondo para los niños, algo

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épico y emocionante. Pero ahora no sonmás que niños de una granja de Indianaapoyados en una valla.

—Creo que es el lugar más feo quehe visto en mi vida —digo—. No soloaquí. Sino de todo el estado.

Oigo a mis padres diciéndome queno sea negativa, lo cual resulta gracioso,porque yo siempre había sido la feliz.La malhumorada era Eleanor.

—Yo antes pensaba lo mismo. Peroluego comprendí que, lo creas o no, esun lugar bonito para algunos. Debe deser porque aquí vive bastante gente y notodo el mundo puede pensar que es feo.—Sonríe contemplando los árboles feos,los campos feos y los niños feos como si

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estuviera viendo Oz. Como si, deverdad, pudiera encontrarle algunabelleza al lugar. En este momentodesearía poder verlo con sus ojos. Ojalátuviera unas gafas que prestarme—.Además, pienso que mientras esté aquí,es mejor que lo haya conocido, saberver lo que hay que ver.

—¿Recorrer Indiana?—Sí.—Estás distinto al otro día.Me mira de refilón, los ojos

entrecerrados.—Es la altura.Me río y paro enseguida.—Reír está bien, que lo sepas. Ni se

abrirá la tierra. Ni tampoco te irás al

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infierno. Créeme. Si el infierno existe,iré allí antes que tú, y estarán tanocupados conmigo que ni siquierapodrán admitirte.

Quiero preguntarle qué le ha pasado.Si es cierto que tuvo una crisis nerviosa.Si es cierto que hubo una sobredosis.Dónde estaba a finales del pasadosemestre.

—He oído contar muchas historias.—¿Sobre mí?—¿Son ciertas?—Seguramente.Mueve la cabeza para apartar el

pelo que le cae sobre los ojos y me miraprolongadamente. Su mirada se deslizapoco a poco por toda mi cara hasta

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alcanzar la boca. Durante un segundopienso que va a besarme. Durante unsegundo, quiero que lo haga.

—Así que este ya podemos tacharlo,¿no? Uno menos. Uno hecho. ¿Cuál es elsiguiente? —digo, como lo diría lasecretaria de mi padre.

—Tengo un mapa en la mochila.No muestra indicios de sacarlo. Sino

que se endereza, respira hondo y mira asu alrededor. Quiero el mapa porque soyasí, o era, lista para ponerme en marchaen cuanto me hago a la idea de algo.Pero veo que él no va a ningún lado, yentonces su mano localiza de nuevo lamía. En lugar de retirarla, me obligo amantenerla allí, y es agradable, la

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verdad. La corriente eléctrica seacelera. Mi cuerpo zumba. Se levanta labrisa y agita las hojas de los árboles. Escasi como música. Permanecemos así, eluno junto al otro, mirando a nuestroalrededor. Y entonces él dice:

—Saltemos.—¿Estás seguro? Es el punto más

alto de Indiana.—Seguro. Es ahora o nunca, pero

necesito saber que estás conmigo.—De acuerdo.—¿Lista?—Lista.—A la de tres.Saltamos justo cuando los niños

empiezan a subir. Aterrizamos, llenos de

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tierra y riendo. Con el acentoaustraliano, Finch les dice:

—Somos profesionales. Pase lo quepase, no se os ocurra probar esto encasa.

Dejamos allí unas monedas inglesas,una púa de guitarra de color rojo y unllavero de Bartlett High. Lo metemostodo en una roca falsa de plástico queFinch ha encontrado en el garaje. Lacamufla entre las piedras que rodean elpunto más elevado. Se sacude la tierrade las manos y se incorpora.

—Lo quieras o no, ahora formamosparte de este lugar para siempre. Amenos que estos niños suban aquí y nosdejen en bragas y calzoncillos.

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Noto la mano fría sin la de él. Sacoel teléfono y digo:

—Tenemos que documentar todoesto de alguna manera.

Empiezo a hacer fotos antes de quemueva la cabeza en un gesto deconformidad, y luego nos turnamos paraposar en el punto más elevado.

Finalmente saca el mapa de lamochila junto con una libreta de espiral.Me pasa la libreta y un bolígrafo, ycuando le digo «Vale», me dice que suletra parece escrita con la pata de unpollo y que las notas las tome yo. Lo queno puedo decirle es que preferiríaconducir hasta Indianápolis que escribiren este cuaderno.

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Pero como está mirándome, anotocuatro cosas —lugar, fecha, hora, unabreve descripción del lugar y de losniños de la valla— y despuésextendemos el mapa encima de la mesade picnic.

Finch recorre con el dedo índice laslíneas rojas de la autopista.

—Sé que Black dijo que eligiéramosdos y ya sería suficiente, pero a mí meparece que no basta. Creo quedeberíamos verlos todos.

—¿Todos los qué?—Todos los lugares de interés del

estado. Todos los que podamos embutiren lo que dura el semestre.

—Solo dos. El trato es ese.

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Estudia el mapa, menea la cabeza.La mano se desliza sobre el papel.Cuando termina, ha marcado conbolígrafo puntos repartidos por todo elestado, ha trazado un círculo alrededorde las ciudades en las que sabe que hayalguna maravilla: el parque nacional delas Indiana Dunes; el huevo más grandedel mundo; la casa natal de Dan Patch,el caballo de carreras; las catacumbasde Market Street, y los Siete Pilares, queson unas columnas gigantescas de piedracaliza esculpidas por la naturaleza quedominan el río Mississinewa. Haycírculos próximos a Bartlett, otros muyalejados.

—Son demasiados —digo.

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—Tal vez sí. O tal vez no.

Última hora de la tarde. Camino deacceso de casa de Finch. Me quedo conLeroy mientras Finch guarda su bicicletaen el garaje. Abre la puerta para entrar,y cuando ve que no me muevo, dice:

—Tienes que recuperar tu mochila.—Esperaré aquí.Se ríe y desaparece. Mientras está

dentro, le envío un mensaje a mi madrepara decirle que pronto estaré en casa.Me la imagino esperando junto laventana, vigilando mi llegada, aunquenunca deja que la sorprenda haciéndolo.

Finch regresa en cuestión de minutos

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y se queda muy cerca de mí, a cincocentímetros de distancia, mirándome conesos ojos azules-azules. Se aparta conuna mano el pelo que le cae sobre lafrente. Hace mucho tiempo que no estoyasí, tan cerca de un chico que no seaRyan, y de pronto recuerdo lo que Suzecomentó sobre Finch, que sabía lo quehabía que hacer con una chica.Theodore, friki o no friki, es delgado,guapo y problemático.

Noto que me echo hacia atrás. Conun movimiento, me cubro la cara con lasgafas de Eleanor y Finch se alabea derepente y se vuelve raro, como siestuviese viéndolo reflejado en unespejo mágico.

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—Porque me sonreíste.—¿Qué?—Me preguntaste por qué quería

hacer esto contigo. Y no es porqueestuvieras allá arriba en la cornisa,como yo, aunque eso también formaparte del asunto. No es porque sientaesta extraña responsabilidad devigilarte, aunque eso también formaparte del asunto. Sino porque mesonreíste aquel día en clase. Una sonrisade verdad, no esa sonrisa de mierda queofreces siempre a todo el mundo y en laque tus ojos hacen una cosa mientras tuboca hace otra.

—No fue más que una sonrisa.—Tal vez para ti.

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—Sabes que estoy saliendo conRyan Cross.

—Me pareció oírte decir que ya noes tu novio. —Y antes de que me détiempo a recuperarme, se echa a reír—.Relájate. No me gusta cuando estás así.

Hora de la cena. Mi casa. Mi padreha preparado piccata de pollo, lo quesignifica que el pollo es un revoltijo.Pongo la mesa mientras mi madre serecoge el pelo y coge los platos que letiende mi padre. En mi casa, comer es unacontecimiento que va acompañado porla música adecuada y el vino adecuado.

Mi madre prueba el pollo, dirige a

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mi padre un gesto de aprobación con elpulgar hacia arriba, y me mira.

—Cuéntanos más cosas sobre estetrabajo.

—Se supone que tenemos querecorrer Indiana, como si hubiera algunacosa interesante que ver. Hay quehacerlo en pareja, por eso lo hago conese chico de mi clase.

Mi padre mira a mi madre porencima de las gafas y luego me mira amí.

—¿Sabes? En mis tiempos erabuenísimo en geografía. Si necesitasayuda para el trabajo…

Mi madre y yo lo interrumpimos a lavez, elogiándolo por lo buena que está

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la comida, preguntándole si podemosrepetir. Mi padre se levanta, satisfecho ydistraído, y mi madre me dice,moviendo los labios pero sin hablar:«Por los pelos». Mi padre vive paraayudar en los trabajos escolares. Elproblema es que acaba acaparándolospor completo.

Vuelve a la mesa diciendo: «Así queeste trabajo…», mientras mi madre dice:«Así que este chico…».

Dejando aparte el detalle de quequieren conocer cualquier movimientoque haga, mis padres se comportanbásicamente como siempre. Medesmonta que sean los padres de Antes,puesto que no hay nada en mí que sea

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como era.—Papá, estaba preguntándome —

empiezo a decir con la boca llena depollo— de dónde proviene este plato.¿Cómo se lo inventarían?

Si hay algo que le guste más a mipadre que los trabajos escolares, esexplicar la historia de las cosas. Se pasael resto de la comida dándonos unaconferencia sobre la antigua Italia y elamor de los italianos por la cocinalimpia y sencilla, lo que se traduce enque mi trabajo y el chico caen en elolvido.

Arriba, entro en la página de

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Facebook de Finch. Sigo siendo su únicaamiga. De pronto aparece un nuevomensaje: «Tengo la sensación de haberentrado en Narnia a través del armario».

Me pongo al instante a buscar citassobre Narnia. La que más destaca es:«¡Por fin he llegado a Narnia! ¡Esta esmi verdadera patria! Aquí es dondepertenezco. Esta es la tierra que heestado buscando toda mi vida, aunque nolo he sabido hasta ahora. […] ¡Vamos,más arriba, más adentro!».

Pero en lugar de copiar la cita yenviarla, me levanto y tacho el día en elcalendario. Y me quedo mirando lapalabra «Graduación», en junio,mientras pienso en Hoosier Hill, en los

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ojos azules-azules de Finch y en cómome ha hecho sentir. Como todas lascosas que no perduran, el día de hoy yase ha ido, pero ha sido un día bastantebueno. El mejor en muchos meses.

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La noche del día que mi vidacambió

Estamos cenando y mi madre memira. Decca, como es habitual, comecomo un caballito hambriento y, por unavez, yo también estoy engullendo.

—Decca, cuéntame qué hasaprendido hoy —dice mi madre.

Pero antes de que le dé tiempo aresponder, digo:

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—Me gustaría contar primero lomío.

Dec deja de comer el tiemposuficiente como para poder mirarme,boquiabierta, la boca llena de guiso amedio masticar. Mi madre sonríe connerviosismo y se agarra al vaso y alplato, como si fuera a levantarse y atirarlo todo por los aires.

—Pues claro, Theodore. Cuéntamequé has aprendido.

—He aprendido que en este mundoexiste el bien si te esfuerzas porencontrarlo. He aprendido que no todoel mundo es decepcionante, y en eso meincluyo a mí, y que un montículo de 383metros puede parecer más alto que un

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campanario si te encuentras al lado de lapersona adecuada.

Mi madre espera con educación aque siga hablando, y cuando ve que nodigo nada más, hace un gesto deasentimiento.

—Me parece estupendo. Eso estámuy bien, Theodore. ¿Verdad que esinteresante, Decca?

Mientras recogemos la mesa, mimadre parece tan aturdida ydesconcertada como siempre, solo quemás, porque no tiene ni idea de quéhacer con mis hermanas y conmigo.

Como me siento feliz por el día quehe pasado, pero también mal por ella,porque mi padre no solo le ha roto el

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corazón, sino que además ha hechoañicos todo su orgullo y su autoestima,le digo:

—Mamá, ¿por qué no dejas que laveyo hoy los platos? Deberías relajarte unpoco.

Cuando mi padre nos abandonó porúltima y definitiva vez, mi madre sesacó la licencia de agente de lapropiedad inmobiliaria, pero como elmercado inmobiliario está en clarodeclive, trabaja a tiempo parcial en unalibrería. Siempre está cansada.

Su cara se contrae, y durante unterrible momento pienso que va aromper a llorar, pero entonces me da unbeso en la mejilla y dice «Gracias» de

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un modo que indica que está tan hastiadadel mundo que casi me dan ganas dellorar a mí también, aunque me sientodemasiado bien como para hacerlo.

Y entonces dice:—¿Acabas de llamarme «mamá»?

Estoy poniéndome los zapatos en elmismo momento en que el cielo se abrey empieza a llover. Por el aspecto quetiene, nos enfrentamos a aguanieve,gélida y cegadora, en vez de a la lluvianormal de cada día. De modo que, enlugar de salir a correr, me doy un baño.Al principio es complicado, porque soyel doble de largo que la bañera, pero ya

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la he llenado de agua, y puesto que hellegado hasta aquí, tengo que llevarlo abuen término. Me desnudo, entro, elagua se derrama por el suelo, dejandocharquitos que se estremecen comopeces varados. Apoyo los pies en lasbaldosas de la pared y me sumerjo, conlos ojos abiertos, mirando la alcachofade la ducha, mis pies, la cortina negra,el forro interior de plástico y el techo, yentonces cierro los ojos y me imaginoque estoy en un lago.

El agua está en calma. Estoydescansando. En el agua estoy seguro,sumergido y aguantando la respiración.Todo se ralentiza, el ruido y lavelocidad de mis pensamientos. Me

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pregunto si podría dormir aquí, en elfondo de la bañera, si es que quisieradormir, cosa que no quiero. Dejo vagarla mente. Oigo las palabras formándose,como si estuviera sentado frente alordenador.

En marzo de 1941, después de trescrisis graves, Virginia Woolf escribióuna nota a su marido y se dirigió a un ríopróximo a su casa. Se metió una piedragrande en el bolsillo y se sumergió en elagua. «Queridísimo —empezabadiciendo la nota—, tengo la certeza deque una vez más me estoy volviendoloca. Noto que no podré aguantar otra deesas épocas horribles. Por eso voy ahacer lo que parece la mejor solución».

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¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatrominutos? ¿Cinco? ¿Más? Los pulmonesempiezan a quemarme. «Mantén lacalma —me digo—. Lo peor que puedeshacer es caer presa del pánico».

«Has sido en todos los sentidos todolo que alguien puede ser. Si alguienhubiese podido salvarme, habrías sidotú».

¿Seis minutos? ¿Siete? Lo máximoque he contenido la respiración han sidoseis minutos y medio. El récord delmundo está establecido en veintidósminutos y veintidós segundos, ypertenece a un alemán que se dedicaprofesionalmente a esto. Dice que todose basa en el control y la resistencia,

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pero sospecho que tiene más que ver conel hecho de que su capacidad pulmonares un veinte por ciento superior a lamedia. Me pregunto por eso dededicarse profesionalmente a contenerla respiración, si de verdad uno puedeganarse la vida con ello.

Abro los ojos y me siento, boqueo,lleno los pulmones. Me alegro de que nohaya nadie que pueda verme en estemomento, porque no paro de resoplar,salpicar y escupir agua. No hay emociónpor haber sobrevivido, solo vacío,pulmones necesitados de aire y cabellomojado pegado a la cara.

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A 148 días de la graduación

Jueves. Geografía de EstadosUnidos.

El Bartlett Dirt ha hecho una listacon los diez intentos de suicidio másdestacados del instituto y mi teléfono nopara de sonar porque Theodore Finchocupa el número uno de la lista. JordanGripenwaldt ha llenado la primerapágina del periódico escolar con

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información sobre suicidas adolescentesy sobre qué hacer si estás pensando ensuicidarte, aunque a esto nadie le prestaatención.

Desconecto el teléfono y lo guardo.Para distraerme, y también distraerlo aél, le pregunto a Ryan por el trabajo«Recorrer Indiana». Forma equipo conJoe Wyatt. El tema que han elegido es elbéisbol. Tienen pensado visitar el museodel béisbol del condado y también elque hay en Indianápolis.

—Suena muy bien —digo.Empieza a acariciarme el cabello y,

para que no continúe, me agacho y finjoestar buscando alguna cosa en lamochila.

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Amanda y Roamer tienen pensadocentrar sus excursiones en el JamesWhitcomb Riley Museum (que el señorBlack ya mencionó) y en el museo denuestro condado, que está aquí, enBartlett, y que alberga una momiaegipcia. No se me ocurre nada másdeprimente que ser un alto sacerdoteegipcio y acabar siendo exhibido en unmuseo de Indiana al lado de unas ruedasantiguas de diligencia y un pollo con doscabezas.

Amanda examina las puntas de sucola de caballo. Es la única persona,además de mí, que ignora que suteléfono está sonando.

—¿Así que qué tal? ¿Es horroroso?

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Deja de examinarse el cabello uninstante para mirarme.

—¿El qué?—Finch.Me encojo de hombros con

indiferencia.—Está bien.—¡Oh, Dios mío, te gusta!—No, no me gusta.Pero noto que me ruborizo y todo el

mundo se queda mirándome. Amanda esuna bocazas.

Por suerte, suena la campana y elseñor Black exige que todo el mundo sevuelva hacia él. Un poco más tarde,Ryan me pasa una nota porque tengo elteléfono desconectado. Veo que está

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haciéndome señas y la cojo. «¿Sesióndoble en el autocine? ¿Tú y yo solos?».

Le escribo: «¿Puedo decírtelo mástarde?».

Le doy unos golpecitos en el brazo yle paso la nota. El señor Black se acercaa la pizarra y escribe «examensorpresa» y, a continuación, una serie depreguntas. Todo el mundo se queja y seoye el sonido de las hojas al serarrancadas de las libretas.

Cinco minutos más tarde, entracorriendo Finch; la misma camisetanegra, los mismos vaqueros negros, lamochila colgada a un hombro, los libros,las libretas y la cazadora de cuerogastado bajo el brazo. Deja caer las

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cosas por todas partes y recoge lasllaves, los bolígrafos y los cigarrillosantes de saludar con un gestoimperceptible al señor Black. Lo miro ypienso: «Esta es la persona que conocetu peor secreto».

Finch se para un momento a leer loque está escrito en la pizarra.

—¿Examen sorpresa? Lo siento,señor. Solo un segundo.

Lo dice con su acento australiano.Antes de tomar asiento, viene directohacia mí. Deja una cosa encima de milibreta.

Le da una palmadita en la espalda aRyan, deja una manzana sobre la mesadel profesor disculpándose de nuevo

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ante él, y se deja caer en su silla. Lo queme ha dejado a mí es una piedra gris yfea.

Ryan la mira, luego me mira a mí yluego mira a Roamer, que entorna losojos y vuelve la cabeza hacia Finch.

—Friki —dice en voz alta, y luegohace un gesto como si fuera a ahorcarse.

Amanda me da un puñetazo en elbrazo, excesivamente fuerte, quizá.

—Déjame verlo.El señor Black da unos golpes sobre

la mesa.—En cinco segundos… os daré…

las… preguntas del examen.Coge la manzana y da la impresión

de que va a lanzárnosla.

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Todo el mundo se calla. Deja lamanzana. Ryan se vuelve y ahora puedoverle las pecas que tiene en la base delcuello. El examen consta de cincopreguntas fáciles. Cuando el señor Blackrecoge los exámenes y empieza superorata, cojo la piedra y le doy lavuelta.

«Tu turno», está escrito en el dorso.Al salir de clase, Finch cruza la

puerta antes de que me dé tiempo ahablar con él. Guardo la piedra en lamochila. Ryan me acompaña a la clasede español, pero no nos damos la mano.

—¿Y eso a qué ha venido? ¿Por quéte regala cosas? ¿Es una muestra de suagradecimiento por haberle salvado la

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vida?—Es una piedra. De haber sido una

muestra de su agradecimiento porhaberlo salvado, cabría esperar algo unpoco mejor.

—Me da igual lo que sea.—No te comportes como ese chico,

Ryan.—¿Qué chico?Mientras vamos caminando, va

saludando a la gente que nos cruzamos,todo el mundo le sonríe y le dice «Hola,Ryan», «¿Qué tal, Cross?». No paran dehacerle reverencias y lanzarle confeti.Algunos tienen incluso la gentileza desaludarme también a mí, ahora que mehe convertido en una heroína.

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—El chico que está celoso del chicocon el que su exnovia está haciendo untrabajo.

—No estoy celoso. —Nosdetenemos al llegar a la puerta del aula—. Simplemente estoy loco por ti. Ycreo que deberíamos volver a estarjuntos.

—No sé si estoy preparada.—Seguiré pidiéndotelo.—Imagino que no podré impedírtelo.—Si se pasa de la raya, me lo dices.Levanta la comisura de la boca.

Cuando sonríe así, se le forma un únicohoyuelo. Fue lo que me cautivó laprimera vez que lo vi. Sin pensarlo, mepongo de puntillas y le doy un beso en el

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hoyuelo cuando mi intención eraestamparle un beso en la mejilla. No séquién de los dos se queda mássorprendido.

—No es necesario que te preocupes—le digo—. No es más que un trabajode clase.

Durante la cena, por la noche,sucede lo que más me temía. Mi madrese vuelve hacia mí y me pregunta:

—¿Estuviste la semana pasada en elcampanario del instituto?

Mi padre y ella me miran desdeextremos opuestos de la mesa. Meatraganto de inmediato con la comida,

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de un modo tan ruidoso y violento quemi madre se levanta para darme unosgolpecitos en la espalda.

—¿Demasiado picante? —preguntami padre.

—No, papá, está estupendo.Apenas puedo hablar porque sigo

tosiendo. Me tapo la boca con laservilleta y toso y toso como un ancianocon tuberculosis.

Mi madre continúa con losgolpecitos en la espalda hasta que metranquilizo, y entonces vuelve a sentarse.

—He recibido una llamada de unaperiodista de un periódico local quequiere escribir un artículo sobre nuestraheroica hija. ¿Por qué no nos contaste

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nada?—No lo sé. Están pintándolo todo

mucho más exagerado de lo que enrealidad fue. No soy ninguna heroína.Simplemente estaba allá arriba porcasualidad. La verdad es que no creoque hubiese saltado.

Me bebo el vaso de agua enteroporque de pronto tengo la bocacompletamente seca.

—¿Quién es ese chico que salvaste?—quiere saber mi padre.

—Un chico del instituto. Ahora yaestá bien.

Mi madre y mi padre se miran, y enesa mirada que comparten veo lo queestán pensando: nuestra hija no está tan

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perdida como nos imaginábamos.Empezarán a hacerse esperanzas con unanueva Violet, cada vez más valiente, queno teme a su propia sombra.

Mi madre coge de nuevo el tenedor.—La periodista me ha dejado su

nombre y su número de teléfono y hadicho que la llames cuando tengas unmomento.

—Estupendo —digo—. Gracias. Loharé.

—Por cierto —el tono de voz de mimadre se vuelve despreocupado, aunqueesconde algo que me lleva a pensar quequiero darme prisa y acabar para salirde aquí lo más rápidamente posible—,¿qué te parece Nueva York para las

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vacaciones de primavera? Hace tiempoque no hacemos un viaje en familia.

No lo hemos hecho desde lo delaccidente. Sería nuestro primer viaje sinEleanor, aunque ya hemos pasadomuchas primeras veces: el primer día deAcción de Gracias, la primera Navidad,la primera Nochevieja. Es el primer añonatural de mi vida en el que ella no haestado presente.

—Podríamos ir a ver algúnespectáculo, ir de compras… Y siemprepodríamos pasarnos por la NYU paraver si hay alguna conferenciainteresante.

Sonríe de un modo exagerado. Ypeor aún, mi padre también sonríe.

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—Me parece estupendo —digo,aunque todos sabemos que no es lo quepienso.

Por la noche tengo la pesadilla quese repite desde hace meses, aquella enla que se me acerca alguien por detrás eintenta estrangularme. Noto las manos enla garganta, la presión cada vez másfuerte, pero no veo quién es. A veces,esa persona no llega ni a tocarme, perosé que está ahí. Otras, noto que mequedo incluso sin respiración. Se me vala cabeza, mi cuerpo flota y empiezo acaer.

Me despierto, y durante unos

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segundos no sé dónde estoy. Me siento,enciendo una luz y miro a mi alrededor,inspecciono la habitación, como si elhombre pudiera estar escondido detrásde la mesa de trabajo o en el armario.Cojo el ordenador portátil. En lostiempos de Antes habría escritocualquier cosa, un relato corto, unartículo para el blog o, simplemente, mispensamientos. Habría escrito hastadesahogarme y acabar la página. Peroahora abro un documento nuevo y mequedo mirando fijamente la pantalla.Escribo un par de palabras, las borro.Escribo, borro. La escritora era yo, noEleanor, pero el acto de escribir tienealgo que me lleva a sentirme como si

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estuviera engañándola. Tal vez seaporque yo estoy aquí y ella no, y todo —todos los grandes y pequeños momentosque he vivido desde el pasado mes deabril— me parece un engaño, en ciertosentido.

Al final entro en Facebook. Hay unnuevo mensaje de Finch, enviado a la1.04 de la madrugada. «¿Sabías que elhombre más alto del mundo y la mujermás alta del mundo eran de Indiana?¿Qué te dice esto sobre nuestroestado?».

Miro la hora. La 1.44. Escribo:«¿Qué tenemos mejores recursosalimenticios que otros estados?».

Miro la página, la casa permanece

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en silencio. Me digo que seguramente sehabrá dormido, que solo soy yo la quesigue despierta. Debería ponerme a leero apagar la luz e intentar descansar unpoco antes de levantarme para ir a clase.

Entonces Finch escribe: «También elhombre más grande del mundo. Temoque nuestros recursos alimenticios esténdañados en algún sentido. Tal vez seaeste el motivo por el que soy tan alto. ¿Ysi no dejo de crecer? ¿Me querrás igualcuando mida cuatro metros ochenta?».

Yo: «¿Cómo quieres que te quieraentonces si no te quiero ahora?».

Finch: «Tiempo al tiempo. Lo quemás me preocupa es cómo montaré enbicicleta. No creo que las fabriquen tan

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grandes».Yo: «Búscale el lado bueno: tendrás

las piernas tan largas que un solo pasotuyo equivaldrá a treinta o cuarenta deuna persona de talla media».

Finch: «¿Estás insinuando que asípodré cargar contigo cuando vayamos deexcursión?».

Yo: «Sí».Finch: «Al fin y al cabo, eres

famosa».Yo: «El héroe eres tú, no yo».Finch: «Te lo digo de verdad, no soy

ningún héroe. ¿Qué haces despierta aestas horas, por cierto?».

Yo: «Pesadillas».Finch: «¿Te sucede normalmente?».

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Yo: «Más de lo que me gustaría».Finch: «¿Desde lo del accidente o

desde antes?».Yo: «Desde entonces. ¿Y tú?».Finch: «Demasiado que hacer,

escribir y pensar. Además, ¿quién teharía compañía si no?».

Quiero decirle que siento lo delBartlett Dirt —que nadie se cree lasmentiras que escriben, que al final todocaerá en el olvido—, pero entonces élescribe:

Finch: «Nos vemos en el Quarry».Yo: «No puedo».Finch: «No me hagas esperar. O,

pensándolo mejor, paso a recogerte portu casa».

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Yo: «No puedo».No hay respuesta.Yo: «¿Finch?».

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Día 12

Lanzo piedras contra su ventana,pero no baja. Pienso en llamar al timbre,aunque solo conseguiría despertar a lospadres. Quiero esperarla, pero la cortinano se mueve y la puerta no se abre, yhace un frío de cojones, de modo que alfinal subo de nuevo en el PequeñoCabrón y vuelvo a casa.

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Permanezco despierto lo que quedade noche haciendo una lista que titulo«Cómo mantenerse despierto». Incluyelas cosas evidentes —Red Bull, cafeína,NoDoz y otras drogas—, pero no setrata de saltarse un par de horas desueño, sino de mantenerse despierto, ytoda la noche, además.

1. Correr.2. Escribir (y ahí se incluyen también

los pensamientos que no quierotener, anotarlos rápidamente parasacarlos de mi interior y dejarlosplasmados en el papel).

3. En este orden de cosas, aceptarpensamientos de cualquier tipo (no

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tenerles miedo, sean lo que sean).4. Rodearme de agua.5. Planificar.6. Conducir a cualquier parte y a

donde sea, aunque no tenga adóndeir (nota: siempre hay algún sitioadónde poder ir).

7. Tocar la guitarra.8. Ordenar la habitación, las notas,

los pensamientos (es distinto aplanificar).

9. Hacer lo que sea para recordarmeque sigo aquí y que tengo algo quedecir.

10. Violet.

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A 147-146 días de la libertad

La mañana siguiente. Mi casa. Salgopor la puerta y me encuentro a Finchtumbado en el césped, los ojos cerrados,las botas negras cruzadas a la altura delos tobillos. La bicicleta descansa a sulado, entre la acera y el césped.

Doy un puntapié a la suela de unabota.

—¿Te has pasado toda la noche

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aquí?Abre los ojos.—¿Así que sabes que vine? Es

difícil adivinarlo cuando uno se veignorado aun haciendo, si se me permiteel comentario, un frío polar. —Seincorpora, se carga la mochila a laespalda y levanta la bicicleta—. ¿Máspesadillas?

—No.Mientras saco a Leroy del garaje,

Finch recorre la acera arriba y abajocon su bici.

—¿Así que adónde vamos?—Al instituto.—Me refiero a mañana, cuando

vayamos de excursión. A menos que

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tengas planes más importantes.Lo dice como si supiera que no los

tengo. Pienso en Ryan y el autocine. Nole he dicho todavía ni que sí ni que no.

—No sé si estaré libre mañana.Nos ponemos en marcha, Finch

acelerando, dando media vuelta,acelerando de nuevo, luego otra mediavuelta.

El recorrido es tranquilo hasta quedice:

—Estaba pensando que, como tupareja de trabajo y chico que te salvó lavida, debería saber qué pasó la nochedel accidente.

Leroy se tambalea y Finch estira elbrazo para que la bicicleta y yo

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mantengamos el equilibrio. Me recorrede nuevo la corriente eléctrica, como elotro día, y recupero la estabilidad.Rodamos un minuto con la mano deFinch sujetando mi sillín por detrás.Mantengo los ojos bien abiertos por siaparecen Amanda o Suze, porque sé quépensarían.

—¿Qué sucedió? —Aborrezco quesaque a relucir el accidente así sin más,como si no pasara nada por hablar deltema—. Te contaré cómo me hice lacicatriz si tú me cuentas lo de esa noche.

—¿Por qué quieres saberlo?—Porque me gustas. No en plan

romántico, ni «anda, liémonos», sinocomo compañera de geografía de

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Estados Unidos. Y porque te iría bienhablar sobre ello.

—Tú primero.—Estaba actuando en Chicago con

unos tipos que conocí en un bar. Medijeron: «Hola, tío, nuestro guitarrista seha largado y parece que sabes moverteen el escenario». De modo que subí, sintener ni idea de lo que yo hacía, de loque ellos hacían, pero nos enrollamos.Yo era más bueno que Hendrix… Losabían, y el antiguo guitarrista de labanda también lo sabía. De modo que elhijo de puta fue directo a por mí y meabrió un tajo con su púa de guitarra.

—¿De verdad fue eso?Ya se ve el instituto. Hay chicos que

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salen de los coches y esperan por losjardines antes de entrar.

—Es posible que hubiera tambiénuna chica de por medio. —Por suexpresión no sé si me está tomando elpelo o no, pero estoy casi segura de quees así—. Tu turno.

—Solo después de que me cuentesqué sucedió de verdad.

Pedaleo con fuerza y acelero endirección al aparcamiento de bicicletas.Cuando me detengo, Finch está justodetrás, partiéndose de la risa. Oigo elteléfono que no para de sonar en elbolsillo. Lo saco y veo que hay cincomensajes de Suze, todos iguales:«¿¿¿Theodore el Friki??? ¿De qué

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huevos va esto, tía?». Miro a mialrededor pero no la veo por ningunaparte.

—Hasta mañana —me dice.—La verdad es que tengo planes.Mira el teléfono y luego me mira a

mí, lanzándome una mirada difícil deinterpretar.

—De acuerdo. Está bien. Nosvemos, Ultravioleta.

—¿Qué me has llamado?—Ya me has oído.—El instituto es por ahí —digo,

señalando el edificio.—Lo sé.Y se marcha en dirección contraria.

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Sábado. Mi casa. Estoy al teléfonocon Lynn Etkind, la periodista delperiódico local, que pretende enviar aalguien para que me haga una fotografía.

—¿Qué se siente sabiendo que le hassalvado la vida a alguien? —me dice—.Conozco, por supuesto, la terribletragedia que sufriste el año pasado. ¿Teha servido esto, en algún sentido, paradarla por cerrada?

—¿En qué sentido podría ayudarmeesto a darla por cerrada?

—Pues por el hecho de no haberpodido salvarle la vida a tu hermanapero sí a ese chico, Theodore Finch…

Le cuelgo. «Como si fueran

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exactamente lo mismo, y además, no soyyo quien salvó una vida». El héroe esFinch, no yo. Yo no soy más que unachica que finge ser una heroína.

Sigo furiosa cuando llega Ryan,cinco minutos más pronto. Vamoscaminando al autocine porque está soloa un kilómetro y medio de casa.Mantengo las manos sumergidas en losbolsillos del abrigo, pero al caminarnuestros brazos se rozan. Vuelve a sercomo una primera cita.

En el cine nos encontramos conAmanda y Roamer, que están dentro delcoche de Roamer. Tiene un viejo ChevyImpala enorme, más grande que unamanzana de casas. Lo llama «El coche

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juerga», porque deben de caber dentrounas sesenta y cinco personas.

Ryan abre la puerta de atrás y entro.El Impala está aparcado y no me pasanada si subo, aunque huele a humo,comida rápida rancia y, débilmente, avómito. Creo que solo sentándome ahídentro estoy incurriendo en años dedaños como fumadora pasiva.

La película va sobre un monstruojaponés, en sesión doble, y antes de queempiece, Ryan, Roamer y Amandahablan sobre lo maravilloso que será ira la universidad (todos van a ir a laIndiana University). Entre tanto, piensoen Lynn Etkind, en Nueva York y lasvacaciones de primavera y en lo mal que

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me siento por haberle dado largas aFinch y haber sido maleducada con élcuando me ha salvado la vida. Haberido de excursión con él habría sido másdivertido que esto. Cualquier cosa seríamás divertida que esto.

En el coche hace calor y estácargado de humo a pesar de que tenemoslas ventanillas bajadas, y cuandoempieza la segunda película, Roamer yAmanda se tumban en el enorme asientodelantero y se quedan casicompletamente quietos. Casi. De vez encuando capto el sonido de un chupetón,un beso sonoro, como si dos perroshambrientos estuvieran relamiendo elrecipiente de la comida.

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Intento mirar la pantalla, y viendoque no funciona pruebo a escribirmentalmente la escena: «La cabeza deAmanda asoma por encima del asiento,la camisa abierta de tal modo que le veoel sujetador, que es de color azul celestecon florecitas amarillas. Noto la imagenquemándome las retinas, dondepermanecerá eternamente…».

Hay demasiadas distracciones eintento hablar con Ryan, superando losruiditos, pero él está más interesado enmeterme mano por debajo de lacamiseta. He conseguido cumplirdiecisiete años, ocho meses, dossemanas y un día sin mantenerrelaciones sexuales en el asiento trasero

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de un Impala (o donde sea, de hecho), demanera que le digo que me muero deganas de contemplar el paisaje y abro lapuerta y salgo. Estamos rodeados decoches y, más allá, de campos de maíz.No hay paisaje excepto arriba. Echo lacabeza hacia atrás, fascinada de repentepor las estrellas. Ryan sale detrás de míy finjo conocer las constelaciones, lasseñalo e invento historias sobre todasellas.

Me pregunto qué estará haciendoFinch. Tal vez esté tocando la guitarra enalgún sitio. Tal vez esté con una chica.Le debo una excursión y, de hecho,mucho más que eso. No quiero quepiense que hoy lo he dejado plantado

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por mis supuestos amigos. Tomomentalmente nota de investigar, encuanto llegue a casa, adónde podemos irde excursión. (Términos de búsqueda:atracciones excepcionales de Indiana,fuera de lo normal en Indiana, Indianaúnica, Indiana excéntrica). Y tendría quehacerme también con una copia delmapa para asegurarme de que no dupliconinguna cosa.

Ryan me rodea con el brazo y mebesa y, durante un momento, lo besotambién. Retrocedo en el tiempo, y enlugar de en el Impala, estoy en el Jeepdel hermano de Ryan, y en vez deRoamer y Amanda, son Eli Cross yEleanor, y estamos en el autocine viendo

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La jungla de cristal en sesión doble.Las manos de Ryan vuelven a

deslizarse por debajo de mi camiseta yme aparto. El Impala ha vuelto. Roamery Amanda han vuelto. La película delmonstruo ha vuelto.

—Siento mucho tener que decírtelo—le informo—, pero me han impuestoun toque de queda.

—¿Desde cuándo? —Entoncesparece recordar algo—. Lo siento, V.

Y sé que está pensando que es por lodel accidente.

Ryan se ofrece a acompañarme,aunque le digo que no, que estoy bien,que no pasa nada. Lo hace de todasformas.

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—Me lo he pasado muy bien —diceal llegar a casa.

—Yo también.—Te llamaré.—Estupendo.Se inclina para darme un beso de

buenas noches y yo giro un poco la carapara que solo me lo dé en la mejilla. Sequeda allí plantado y entro en casa.

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Día 15 (sigo despierto).

Voy temprano a casa de Violet ysorprendo a sus padres desayunando. Éles barbudo y serio, con profundasarrugas de preocupación alrededor delos ojos y de la boca, y ella es comoserá Violet dentro de veinticinco años:cabello rubio oscuro ondulado, cara enforma de corazón, todo esculpido de

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forma más marcada. Tiene una miradacálida, pero su boca está triste.

Me invitan a desayunar y lespregunto sobre Violet antes delaccidente, puesto que solo la conozco dedespués. Cuando ella baja, sus padresestán recordando cuando hace dos añossu hermana y ella tenían que ir a NuevaYork durante las vacaciones deprimavera pero decidieron, en cambio,seguir a los Boy Parade desdeCincinnati hasta Indianápolis y Chicagocon la intención de que les concedieranuna entrevista.

Cuando Violet me ve, dice:—¿Finch?Lo dice como si yo fuera un sueño, y

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yo digo:—¿Los Boy Parade?—Dios mío, ¿por qué le contáis

esto?No puedo evitarlo y me echo a reír,

y entonces su madre se echa a reír yluego también su padre, hasta que lostres estamos riendo como viejos amigosmientras Violet nos mira como si noshubiésemos vuelto locos.

Después, estamos los dos delante desu casa y, como le toca a ella elegirlugar, me explica más o menos la ruta yme dice que la siga. Cruza el césped deljardín en dirección al camino de acceso.

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—No he venido en bici. —Y antesde que replique, levanto la mano comosi fuera a hacer un juramento—. Yo,Theodore Finch, sin estar en plenopoder de mis facultades mentales, jurono conducir a más de cincuentakilómetros por hora por ciudad ni a másde ochenta por carretera. Si en cualquiermomento quieres que paremos, paramos.Solo te pido que lo intentes.

—Está nevando.Exagera. Apenas llueve.—No de la que cuaja en la calzada.

Mira, hemos recorrido todo lo que hayque recorrer en un radio al que podemosllegar en bicicleta. Podemos ver muchasmás cosas si vamos en coche. Quiero

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decir que las posibilidades sonprácticamente interminables. Al menosentra y siéntate. Dame ese gusto.Siéntate y yo me quedaré aquí, justoaquí, ni me acercaré al coche, para queestés segura de que no puedo tenderteuna emboscada y ponerlo en marcha.

Está paralizada en la acera.—No puedes ir por la vida

presionando a la gente para que hagacosas que no quiere hacer. Llegas, teinstalas y dices vamos a hacer esto yvamos a hacer lo otro, pero no escuchas.No piensas en nadie más que en timismo.

—De hecho, estoy pensando en tiencerrada en esa habitación o montada

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en esa estúpida bicicleta de colornaranja. Vas allí. Vas aquí. Aquí. Allí.De un lado a otro, pero nunca más alláde este radio de seis o siete kilómetros.

—A lo mejor es que me gusta esteradio de seis o siete kilómetros.

—No creo. Esta mañana, tus padresme han descrito una imagen bastantebuena del «tú» que eras antes. Esa otraViolet parece divertida, incluso de putamadre, aunque tuviera un gustohorroroso en lo que a música se refiere.Pero ahora no veo más que una chicaque tiene miedo de volver allí. Todoslos que te rodean van dándoteempujoncitos tímidos de vez en cuando,pero nunca lo bastante enérgicos, porque

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no quieren molestar a la Pobre Violet.Necesitas un buen empujón, no unempujoncito, puesto que, de lo contrario,te quedarás para siempre en esa cornisaque tú misma te has construido.

De repente, pasa por mi lado y subeal coche. Se sienta y mira a sualrededor, y aunque he intentadolimpiarlo un poco, el salpicadero estálleno de trozos de lápiz, papeles,colillas, encendedores, púas de guitarra.En el asiento de atrás hay una manta yuna almohada, y por la mirada que melanza veo que se ha dado cuenta.

—Relájate. No entra en mis planesseducirte. De ser así, lo sabrías.Cinturón. —Se lo pone—. Y ahora,

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cierra la puerta.Sigo fuera, cruzado de brazos

mientras ella tira de la puerta paracerrarla. Camino entonces hacia el ladodel conductor y veo que está leyendo elrótulo de una servilleta de un localllamado Harlem Avenue Lounge.

—¿Qué te parece, Ultravioleta?Respira hondo. Suelta el aire.—Voy bien.Pongo el coche en marcha, apenas

supero los treinta kilómetros por horamientras circulamos por su barrio.Vamos manzana a manzana. Cada vezque encuentro una señal de STOP o unsemáforo, le pregunto:

—¿Qué tal vamos?

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—Bien. Voy, simplemente.Me incorporo a la nacional y acelero

hasta cincuenta.—¿Qué tal?—Estupendo.—¿Y ahora?—Deja ya de preguntarme.Vamos tan despacio que los coches y

los camiones nos adelantan y nos pitan.Un tipo nos grita por la ventanilla ylevanta un dedo en un gesto grosero.Necesito toda mi fuerza de voluntadpara no pisar a fondo el acelerador,aunque estoy acostumbrado a ir lentopara que todos los demás me atrapen.

Para distraerme, y distraerla a ella,le hablo como cuando estábamos en la

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cornisa del campanario.—Durante toda mi vida, siempre he

conducido tres veces más rápido que losdemás o tres veces más lento. Depequeño corría en círculos por el salón,una y otra vez, hasta que acabémarcando un anillo en la moqueta. Demanera que empecé a seguir el trazo delanillo, hasta que un día mi padre sehartó y la arrancó del suelo con suspropias manos. Y en vez de sustituir lamoqueta por otra nueva, dejó elhormigón a la vista, con trozos de colacon fragmentos de moqueta adherida portodas partes.

—Vamos, hazlo. Ve más rápido.—Oh, no. A sesenta todo el rato,

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pequeña. —Pero subo a ochenta. Mesiento la mar de bien, porque tengo aViolet en el coche y mi padre está en laciudad por asuntos de negocios, lo quesignifica que esta noche no habrá CenaFamiliar Obligatoria—. Tus padres songeniales, por cierto. Has tenido suerte enla lotería de los padres, Ultravioleta.

—Gracias.—Así que… Boy Parade.

¿Conseguiste al final la entrevista?Me lanza una mirada.—De acuerdo, cuéntame lo del

accidente.No espero que lo haga, pero mira

por la ventanilla y empieza a hablar.—No recuerdo gran cosa. Recuerdo

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que entramos en el coche porque nosmarchamos de la fiesta. Eli y ella habíantenido una pelea…

—¿Eli Cross?—Estuvieron saliendo casi todo el

año pasado. Estaba enfadada, pero nome dejó conducir. Fui yo quien le dijeque fuera por el puente de la calle A. —Habla muy muy bajito—. Recuerdo unaindicación que decía: EL PUENTE SEHIELA ANTES QUE LA CARRETERA.Recuerdo que patinamos y que Eleanordijo: «No puedo dominarlo». Recuerdocuando volamos por el aire, y los gritosde Eleanor. Después de eso, todo sevolvió negro. Me desperté en el hospitaltres horas más tarde.

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—Cuéntame cosas sobre ella.Sigue mirando a través de la

ventanilla.—Era inteligente, tozuda, de humor

inestable, divertida, malvada cuandoperdía los nervios, dulce, protectora consus seres queridos. Su color favorito erael amarillo. Siempre me apoyaba,aunque nos peleáramos a veces. Podíacontárselo todo porque una de las cosasbuenas de Eleanor era que nunca emitíajuicios de valor. Era mi mejor amiga.

—Yo nunca tuve un mejor amigo.¿Qué se siente?

—No lo sé. Supongo que puedes sertú mismo, independientemente de lo queeso implique, lo mejor y lo peor de ti

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mismo. Y tu mejor amigo te quiere detodas maneras. Puedes pelearte, peroaunque estés enfadado con él, sabes queno dejará de ser tu amigo.

—Tal vez necesitaría uno.—Mira, quería decirte que siento lo

de Roamer y esa gente.El límite de velocidad es ciento

diez, pero me obligo a mantenerme acien.

—No es culpa tuya. Y disculparse esuna pérdida de tiempo. Tienes que vivirtu vida para nunca tener que decir que losientes. Es más fácil hacerlo bien deentrada y así no tener que pedirdisculpas.

Mira quién habla.

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El parque donde se encuentra labiblioteca móvil está a ocho kilómetrosde Bartlett y se llega a través de unacarretera rural flanqueada por maizales.Como el terreno es llano y apenas hayárboles, las caravanas se alzan comorascacielos sobre el paisaje. Me inclinosobre el volante.

—¿Qué demonios…?Violet se inclina también hacia

delante y apoya las manos en elsalpicadero. Cuando abandono el asfaltopara adentrarme en la gravilla, dice:

—Esto lo hacíamos a veces enCalifornia. Mis padres, Eleanor y yo nos

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montábamos en el coche e íbamos abuscar librerías. Cada uno elegía ellibro que quería encontrar y nopodíamos volver a casa hasta haberlosencontrado todos. A veces nosrecorríamos ocho o diez librerías en unsolo día.

Sale del coche antes que yo y sedirige a la primera biblioteca móvil —una caravana de los años cincuenta—instalada más allá de la gravilla, en elcampo. Hay siete caravanas en total, defabricante, modelo y años distintos,colocadas en fila y rodeadas de maíz. Encada una de ellas se anuncia unacategoría distinta de libros.

—Es una de las cosas más

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jodidamente increíbles que he visto enmi vida.

No sé si Violet me oye porque yaestá entrando en la primera caravana.

—Cuida tu lenguaje, jovencito. —Veo una mano extendida y la estrecho.Pertenece a una mujer bajita y rechonchacon el pelo amarillo teñido, miradacálida y cara arrugada—. Faye Carnes.

—Theodore Finch. ¿Es usted elcerebro que está detrás de todo esto? —pregunto, moviendo la cabeza endirección a la fila de caravanas.

—Así es. —Echa a andar y la sigo—. El condado suprimió el servicio debibliotecas móviles en los ochenta y ledije a mi marido que era una lástima.

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Una verdadera y triste lástima. Mepregunté qué pasaría con todas esascaravanas. Alguien tendría quecomprarlas y mantenerlas enfuncionamiento. De modo que lo hicimosnosotros. Al principio, lasarrastrábamos por la ciudad, pero mimarido, Franklin, está fastidiado de laespalda, y por eso decidimos plantarlas,como el maíz, y que la gente viniese anosotros.

La señora Carnes me guía decaravana en caravana, y entro en todas yexploro. Busco entre montones de librosde tapa dura y de bolsillo, todossobados y leídos. Busco algo enparticular, pero hasta el momento no lo

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encuentro.La señora Carnes me sigue,

devolviendo los libros a su lugar,quitando el polvo de las estanterías y mecuenta cosas acerca de su marido,Franklin, y su hija, Sara, y su hijo,Franklin Jr., que cometió el error decasarse con una chica de Kentucky, loque significa que solo lo ve porNavidades. Es una charlatana, pero megusta.

Violet nos localiza cuando estamosen la caravana número seis (la infantil).Llega cargada de clásicos. Saluda a laseñora Carnes y le pregunta:

—¿Cómo funciona esto? ¿Necesitoel carnet de la biblioteca?

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—Puedes elegir entre comprar opréstamo, pero sea como sea, nonecesitas ningún carnet. Si te llevasalgún libro en calidad de préstamo,confiamos en que nos lo devuelvas. Si locompras, solo aceptamos dinero enefectivo.

—Me gustaría comprar. —Me miraentonces a mí—. Podrías ir a buscarmeel bolso para el dinero.

Pero saco la cartera y le doy a laseñora Carnes un billete de veinte, quees lo más pequeño que tengo, y ellacuenta los libros.

—Es a dólar el libro, y son diez.Tendré que subir a casa para buscarcambio.

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Desaparece antes de que me détiempo a decirle que puede quedarse loque sobra.

Violet deja los libros y la acompañoa explorar las caravanas. Sumamos unoscuantos libros más al montón y, en unmomento dado, la miro y me sonríe. Esesa sonrisa que esbozas cuando estáspensando en alguien e intentando decidirqué sientes por esa persona. Le sonrío yaparta la mirada.

Vuelve la señora Carnes ydiscutimos por lo del cambio: yo quieroque se lo quede y ella quiere que locoja, y al final accedo porque no aceptaun no por respuesta. Cargo los libros enel coche mientras ella habla con Violet.

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Encuentro en la cartera otro billete deveinte, y cuando regreso a las caravanas,entro en la primera, dejo el billete deveinte y el cambio en la vieja cajaregistradora que hay en una especie demostrador improvisado.

Llega un grupo de niños y nosdespedimos de la señora Carnes.Cuando nos vamos, dice Violet:

—Ha sido fabuloso.—Lo ha sido, pero no cuenta como

excursión.—Técnicamente hablando, es un

lugar más, y eso es todo lo quenecesitábamos.

—Lo siento, pero no cuenta. Porfabuloso que sea, está prácticamente en

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el jardín de atrás de nuestra casa, dentrode nuestra zona de seguridad de seis osiete kilómetros. Además, no se trata deir tachando cosas de una lista.

Camina unos metros por delante demí, haciendo ver que yo no existo, peroya me está bien, estoy acostumbrado, ylo que ella no sabe es que esto no meperturba en absoluto. La gente o me ve ono me ve. Me pregunto cómo debe deser eso de andar por la calle, seguro y asalvo en tu pellejo, fundiéndote con losdemás. Sin que nadie se vuelva, nadie sequede mirándote, nadie te espere niespere nada de ti, nadie se pregunte quéestúpida locura harás a continuación.

Pero ya no puedo aguantar más y

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echo a correr, y me gusta liberarme delpaso lento y regular de todo el mundo.Me libero de mi mente que, por algúnmotivo que desconozco, estádescribiéndome como alguien tan muertocomo los autores de los libros que haelegido Violet, dormido para siempre,enterrado en las profundidades bajocapas y capas de tierra y maizales. Casinoto la tierra cerrándose sobre mí, elambiente cargado y húmedo, laoscuridad presionándome, y tengo queabrir la boca para respirar.

Corriendo rápido, Violet meadelanta, su cabello vuela por detrás deella como la cola de un cometa, el sol locaptura y convierte en oro sus puntas.

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Estoy tan inmerso en mi cerebro,aceptando los pensamientos, dejándolosfluir, que al principio no estoy seguro deque sea ella, y entonces echo a correrpara atraparla, y corro a su lado,igualando mi ritmo al suyo. Vuelve aacelerar, y nos forzamos hasta tal puntoque casi espero que de un momento aotro echemos a volar. Este es misecreto: en cualquier momento saldrévolando y huiré de aquí. Todo el mundoen la Tierra excepto yo —y ahoratambién Violet— se mueve a cámaralenta, como si estuvieran cargados debarro. Nosotros somos más rápidos quecualquiera.

Llegamos al coche y Violet me lanza

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una mirada como queriendo decir «Tomaesa». Me digo que la he dejado ganar,pero me ha derrotado claramente.

Cuando entramos y pongo el cocheen marcha, le doy nuestro cuaderno, elque hemos utilizado para anotar lasexcursiones, y le digo:

—Anótalo todo antes de que nosolvidemos.

—Tenía entendido que estaexcursión no contaba.

Pero veo que ya está preparada.—Venga, dame ese gusto. Ah, y de

camino a casa pasaremos por un sitiomás.

Abandonamos la gravilla yregresamos al asfalto. Violet levanta la

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vista del cuaderno donde estáescribiendo.

—Estaba tan liada con los libros quese me ha pasado por completo lo dedejar alguna cosa.

—Tranquila. Ya lo he hecho yo.

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A 145 días de la liberación

Pasa por completo de la rotonda,cruza directamente por el césped y seincorpora de nuevo a la carreteranacional, aunque en dirección contraria.En un momento dado, tomamos unasalida que desemboca en una carreterarural tranquila.

La seguimos duranteaproximadamente un kilometro y medio.

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Finch ha puesto música y está cantando.Sigue el ritmo tamborileando sobre elvolante y llegamos a un pueblecito quesolo tiene un par de manzanas. Finch seinclina sobre el salpicadero y ralentizael coche.

—¿Ves algún letrero?—Allí hay uno que dice IGLESIA.—Bien. Genial. —Gira, y una

manzana más allá aparca junto a la acera—. Ya estamos.

Sale del coche y da la vuelta, seacerca a mi puerta, la abre y me ofrecela mano. Nos dirigimos al edificio deuna antigua fábrica que pareceabandonada. Veo alguna cosa en lapared, recorriéndola en toda su longitud.

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Finch sigue caminando y de repente separa al llegar al final.

«Antes de morir…», se lee en lo queparece una pizarra gigante. Y debajo delas descomunales letras hay columnas ycolumnas, líneas y líneas, en las que selee: «Antes de morir quiero…». Losespacios en blanco se han completadocon escritos en tizas de distintoscolores, con caligrafías distintas,emborronados y desdibujados por lanieve y la lluvia.

Caminamos y vamos leyendo:«Antes de morir quiero tener hijos. Viviren Londres. Tener una jirafa comomascota. Lanzarme en paracaídas.Dividir entre cero. Tocar el piano.

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Hablar francés. Escribir un libro. Viajara otro planeta. Ser mejor padre que elmío. Sentirme bien conmigo mismo. Ir aNueva York. Conocer la igualdad.Vivir».

Finch me da un golpecito en el brazoy me entrega una tiza de color azul.

—No queda espacio —le digo.—Pues lo buscaremos.Escribe «Antes de morir quiero» y

traza una línea. Vuelve a escribirlo. Loescribe una docena de veces más.

—Cuando hayamos completadoestas, podemos ir a la fachada deledificio y por el otro lado. Es una buenamanera de averiguar por qué estamosaquí.

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Y sé que cuando dice «aquí», no serefiere a esta acera.

Empieza a escribir: «Tocar laguitarra como Jimmy Page. Componeruna canción que cambie el mundo.Encontrar el Gran Manifiesto. Valer paraalgo. Ser la persona que quiero ser y quecon eso sea suficiente. Saber qué estener un mejor amigo. Importar».

Me quedo mucho rato quieta, sololeyendo, y al final escribo: «Dejar detener miedo. Dejar de pensar tanto.Llenar los espacios que he dejado atrás.Volver a conducir. Escribir. Respirar».

Finch está detrás de mí. Lo tengo tancerca que oigo cómo respira. Se inclinahacia delante y añade: «Antes de morir

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quiero saber qué es un día perfecto».Retrocede un poco, para leerlo, y seacerca de nuevo a la pared: «Y conocera los Boy Parade». Antes de que me détiempo a decir alguna cosa, ríe, lo borray lo sustituye por: «Y besar a VioletMarkey».

Espero que también lo borre, perodeja caer la tiza y se sacude las manos,antes de limpiárselas en los vaqueros.Me dedica una sonrisa torcida y me mirafijamente la boca. Espero que tome lainiciativa. Me digo: «Que lo intente». Yluego pienso: «Espero que lo haga». Ysolo de pensarlo noto una corrienteeléctrica por todo mi cuerpo. Mepregunto si besar a Finch sería distinto a

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besar a Ryan. He besado a muy pocoschicos en mi vida y eran, básicamente,todos iguales.

Veo que niega con la cabeza.—Aquí no. No ahora. —Y empieza a

caminar de vuelta al coche. Lo sigo, yuna vez estamos instalados, con el motory la música en marcha, dice—: Antes deque empieces a pensar según qué cosas,eso no significa que me gustes.

—¿Por qué tienes la necesidad devolver a decirlo?

—Porque veo cómo me miras.—Dios mío, eres increíble.Se ríe.Nos ponemos en marcha y mi cabeza

funciona a mil por hora. Que haya

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deseado que me besara durante —¿cuánto tiempo habrá sido?— unsegundo, no significa que me gusteTheodore Finch. Lo que sucede es quehace tiempo que no beso a otro chicoque no sea Ryan.

Escribo en el cuaderno: «Antes demorir quiero…», pero no sigo, porquelo único que veo es la frase de Finchflotando sobre la hoja: «Y besar a VioletMarkey».

Antes de que Finch me deje en casa,va directo al Quarry, en el centro deBartlett, donde ni siquiera nos piden elcarnet para entrar. Cosa que hacemosdirectamente, el local está abarrotado yel ambiente cargado de humo, y la banda

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que actúa toca a todo volumen. Todo elmundo lo conoce, pero en vez desumarse a la banda del escenario, mecoge de la mano y bailamos. Parece queestemos bailando en un concierto derock, aunque al instante siguiente meencuentro bailando un tango.

Le hablo a gritos:—Tú tampoco me gustas.Pero se limita a volver a reír.

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Día 15 (todavía).

De camino hacia casa de Violet,pienso en voz alta en los epitafios degente que conocemos: Amanda Monk(«Era tan superficial como el lecho secodel riachuelo que se bifurca del ríoWhitewater»), Roamer («Mi planconsistió siempre en ser el cabrón másgrande posible, y lo fui»), el señor

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Black («En mi próxima vida, quierodescansar, evitar los niños y tener unbuen sueldo»).

Hasta el momento, ha permanecidoen silencio, pero sé que estáescuchando, básicamente porque en elcoche solo estamos ella y yo.

—¿Qué diría el tuyo, Ultravioleta?—No lo sé muy bien. —Ladea la

cabeza y mira por encima delsalpicadero algún punto lejano, como siallí estuviera la respuesta—. ¿Y el tuyo?

Su voz suena remota, como siproviniera de otra parte.

No tengo ni que pensarlo.—«Theodore Finch, en busca del

Gran Manifiesto».

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Me mira con intención, y sé que estáde nuevo completamente presente.

—No sé qué quiere decir.—Quiere decir: «La necesidad de

ser, de querer ser importante y, si demorir se trata, morir con valentía, conclamor… Perdurar, en suma».

Se queda en silencio, como siestuviera reflexionando sobre lo queacabo de decir.

—¿Dónde estabas el viernes? ¿Porqué no fuiste a clase?

—A veces me da dolor de cabeza.Nada grave.

No es del todo mentira, puesto quelos dolores de cabeza tienen alguna cosaque ver. Es como si mi cerebro se

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disparara a tanta velocidad que se lehace imposible mantener ese ritmo.Palabras. Colores. Sonidos. A vecestodo se esfuma y lo único que queda esel sonido. Lo oigo todo, pero no solo looigo, sino que además lo percibo.Aunque también puede ser todo a la vez:los sonidos se transforman en luz, y laluz se vuelve demasiado intensa, y notocomo si me partiera en dos, y entoncesaparece el dolor de cabeza. Pero no setrata solo de que sienta dolor de cabeza,sino que además lo veo, como siestuviera compuesto por un millón decolores, todos ellos cegadores. Cuandoen una ocasión intenté describírselo aKate, me dijo: «Eso puedes

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agradecérselo a papá. Tal vez no seríalo mismo si no hubiese utilizado tucabeza a modo de saco de boxeo».

Pero no es eso. Me gusta pensar quelos colores, los sonidos y las palabrasno tienen nada que ver con él, que sonsolo míos y de mi cerebro parecido alde un dios, brillante, complicado, quezumba, tararea, se eleva, ruge, sezambulle y se hunde.

—¿Estás bien? —pregunta Violet.Tiene el pelo alborotado,

despeinado por el viento, las mejillasruborizadas. Le guste o no, se la ve feliz.

La miro prolongadamente. Conozcolo suficientemente bien la vida comopara saber que no puedes contar con que

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las cosas permanezcan intactas einmóviles, por mucho que te gustaría queasí fuera. No puedes evitar que la gentemuera. No puedes evitar que se marche.Ni siquiera uno mismo puede evitarmarcharse. Me conozco losuficientemente bien como para saberque nadie puede mantenerme despierto oimpedirme dormir. Eso también lo llevodentro. Pero tío, esta chica me gusta.

—Sí —digo—. Creo que sí.

En casa, miro el contestador delteléfono fijo, el que todos miramoscuando nos acordamos, y veo que hay unmensaje de Embrión. Mierda. Mierda.

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Mierda. Mierda. Llamó el viernesporque no me presenté a la sesión detutoría y quería saber dónde demoniosme había metido, sobre todo porque, porlo visto, ha leído el Bartlett Dirt y sabe—o cree saber— lo que hacía yo alláarriba en la cornisa. En el lado positivo,informaba de que había superado conéxito la prueba de drogas. Borro elmensaje y tomo mentalmente nota dellegar temprano el lunes, aunque sea amodo de compensación.

Y luego subo a mi habitación, meencaramo en una silla y estudio elmecanismo del ahorcamiento. Elproblema es que soy demasiado alto, yel techo, demasiado bajo. Siempre

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existe la posibilidad del sótano, peronadie baja nunca y podrían pasarsemanas, incluso meses, antes de que mimadre y mis hermanas me encontraran.

Hecho interesante: «El ahorcamientoes el método de suicidio más utilizadoen el Reino Unido porque, según losinvestigadores, está considerado tantorápido como fácil. La longitud de lasoga debe calibrarse en proporción conel peso de la persona, puesto que, de locontrario, no tiene nada de fácil ni derápido. Hecho también interesante: elmétodo moderno de ahorcamiento porvía penal se conoce con el nombre de“caída larga”».

Y así es exactamente cómo me siento

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cuando voy a dormir. Es una larga caídadesde el estado Despierto que puedeproducirse de repente. Todo… sedetiene.

Pero a veces hay señales de alerta.Sonidos, por supuesto, y dolores decabeza, pero he aprendido además afijarme en cosas como los cambiosespaciales, en cómo lo ves todo, encómo lo percibes. Los pasillos delinstituto suponen todo un reto:muchísima gente moviéndose enmuchísimos sentidos distintos, como uncruce abarrotado. El gimnasio delinstituto es peor, si cabe, porque estásapretujado y todo el mundo grita ypuedes terminar atrapado.

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Cometí el error de hablar del temaen una ocasión. Hace un par de años lepregunté al que por entonces era un buenamigo, Gabe Romero, si también élpercibía los sonidos y veía los doloresde cabeza, si el espacio en el que semovía se encogía o se agrandaba aveces, si se había preguntado quépasaría si saltara delante de un coche,de un tren o de un autobús, si pensabaque eso sería suficiente para lograr quese parara. Le pedí que lo probaraconmigo, solo para ver, porque yo, en elfondo, tenía la sensación de no ser másque una fantasía, lo que significaría queera invencible, y entonces se marchó asu casa y se lo contó a sus padres, y

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ellos se lo contaron a mi profesor, quiena su vez se lo contó al director, quien selo contó a mis padres, que me dijeron:«¿Es eso cierto, Theodore? ¿Estáscontando esas historias a tus amigos?».Al día siguiente, toda la escuela lo sabíay me convertí oficialmente en Theodoreel Friki. Un año más tarde, toda la ropame iba pequeña porque, ya se sabe,crecer treinta y cinco centímetros en unverano es fácil. Lo que es complicado escrecer y superar la etiqueta que te hanpuesto.

Razón por la cual merece la penafingir que eres como los demás, aunquesepas en todo momento que eres distinto.«Es culpa tuya», me digo entonces: es

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mi culpa no ser normal, mi culpa no sercomo Roamer, Charlie, Brenda o losdemás. «Es culpa tuya», me digo ahora.

Encaramado a la silla, intentoimaginarme que se acerca el Sueño.Cuando eres famoso e invencible, sehace difícil imaginarse otra cosa que nosea estar despierto, pero me obligo aconcentrarme porque es importante,cuestión de vida o muerte.

Los espacios pequeños son mejores,y mi habitación es grande. Aunque talvez podría reducirla a la mitad sicambio de sitio la librería y la cómoda.Retiro la alfombra y empiezo a reubicarlas cosas. No sube nadie a preguntar quédemonios estoy haciendo, aunque sé que

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mi madre, Decca y Kate, si es que estáen casa, deben de haber oído que estoymoviendo muebles.

Me pregunto qué tendría que pasarpara que subieran a verme. ¿Unabomba? ¿Una explosión nuclear? Intentorecordar la última vez que alguna deellas ha estado en mi habitación, y loúnico que se me ocurre es aquella vez,hace cuatro años, cuando tuve de verdadla gripe. Por lo que alcanzo a recordar,fue Kate quien se encargó de cuidarme.

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Días 16 y 17 (todo bien,hasta el momento).

Para compensar la ausencia delviernes, decido hablarle a Embriónsobre Violet. No menciono el nombre,pero tengo que contárselo a alguien queno sea ni Charlie ni Brenda, que nohacen más que preguntarme si ya me heacostado con ella o recordarme lapatada en el culo que me dará Ryan

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Cross si me atrevo a hacer algo con «sunovia».

En primer lugar, sin embargo,Embrión tiene que preguntarme si heintentado autolesionarme. Es una rutinaque repetimos dos veces por semana yque va más o menos así:

Embrión: «¿Ha intentadoautolesionarse desde la última vez quenos vimos, Theodore?».

Yo: «No, señor».Embrión: «¿Ha pensado en

autolesionarse?».Yo: «No, señor».He aprendido que lo mejor es no

decir nada sobre lo que en realidadpiensas. Si no dices nada, dan por

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sentado que no piensas nada, solo lo queles dejas entrever.

Embrión: «¿Está usted tomándome elpelo, hijo?».

Yo: «¿Cree que le tomaría el pelo austed, una figura de autoridad?».

Como carece de sentido del humor,me mira entornando los ojos y dice:

—Espero que no. Me he enterado delo del artículo del Bartlett Dirt.

—No siempre hay que creer lo quese lee, señor. —Y abandono por fin misarcasmo. Está preocupado y tienebuenas intenciones. Es, además, uno delos pocos adultos que conozco que mepresta atención—. De verdad —digo, mivoz quebrándose, tal vez porque ese

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artículo estúpido me preocupa más de loque me gustaría.

Terminado este intercambio, dedicoel resto del tiempo a demostrarle lasmuchas razones que tengo para vivir.Hoy es el primer día que saco a relucirel tema de Violet.

—Hay una chica. La llamaremosLizzy. —Elizabeth Meade es la jefa delclub de macramé. Es tan agradable queno creo que le importe que le tomeprestado el nombre con el fin deproteger mi intimidad—. Hemosentablado una amistad, y eso me hacemuy, pero que muy feliz. Estúpidamentefeliz. Tan feliz que mis amigos no meaguantan de tan feliz que estoy.

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Me examina como si intentarabuscarme el ángulo bueno. Continúohablando sobre Lizzy y sobre lo felicesque somos, y sobre que lo único quequiero es pasar mis días siendo feliz porlo feliz que soy, lo que en realidad escierto, pero al final dice:

—Ya vale, ya lo he captado. ¿Es estatal… Lizzy la chica del periódico? —Dibuja unas comillas en el aire paraacompañar el nombre—. ¿La que losalvó de saltar de la cornisa?

—Posiblemente.Me pregunto si me creería si le

dijera que fue justo al revés.—Ándese con cuidado.«No, no, no, Embrión —me gustaría

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decirle—. Precisamente usted deberíasaber que no es prudente decir cosas deeste estilo a alguien que es tan feliz.“Ándese con cuidado”, implica que todotiene un final, que tal vez se produzcadentro de una hora, dentro de tres años,pero un final, de todos modos. ¿Acaso ledaría un patatús si me dijera “Me alegrode verdad por usted, Theodore.Felicidades por haber encontrado aalguien que lo hace sentirse tan feliz”?».

—¿Sabe? Podría simplemente decir«felicidades» y dejarlo aquí.

—Felicidades.Pero es demasiado tarde, porque ya

lo ha dicho y mi cerebro se ha aferradoa ese «Ándese con cuidado» y no está

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dispuesto a soltarlo. Intento hacerleentender que lo que quería decirEmbrión era «Ándese con cuidadocuando mantenga relaciones sexuales.Utilice un condón», pero como que es uncerebro y, ya se sabe, tiene mentalidadpropia, empieza a pensar en todas lasmaneras con que Violet Markey podríapartirme el corazón.

Toqueteo el brazo del sillón, en lazona donde alguien lo ha rajado por trespuntos distintos. Me pregunto quién ycómo ha debido de ser mientras sigotoqueteándolo una y otra vez e intentosilenciar el cerebro pensando en elepitafio de Embrión. Viendo que no mefunciona, pienso uno para mi madre

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(«Fui esposa y sigo siendo madre,aunque no me preguntéis dónde estánmis hijos») y otro para mi padre («Elúnico cambio en el que creo consiste enquitarse de encima a la esposa y loshijos y empezar con otra»).

Entonces dice Embrión:—Hablemos sobre la prueba de

acceso a la universidad. Ha obtenidouna nota excelente.

Lo dice tan sorprendido eimpresionado que me encantaría decirle:«Oh, no me digas. Qué te jodan,Embrión».

La verdad es que los exámenes seme dan bien. Siempre.

—Lo de «felicidades» también

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resultaría apropiado en este caso —digo.

Prosigue como si no me hubieraoído.

—¿Dónde tiene pensado ir a launiversidad?

—Todavía no lo tengo claro.—¿No cree que es hora de que

piense un poco en su futuro?Lo pienso. Igual que pienso en que

más tarde veré a Violet.—Pienso en el futuro. Estoy

pensando en él en estos momentos.Suspira y cierra la carpeta que

contiene mi expediente.—Lo veré de nuevo el viernes,

Theodore. Si necesita cualquier cosa,

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llámeme.

BHS es una institución gigantescacon una cantidad gigantesca deestudiantes, y por ello no veo a Violetcon la frecuencia que cabría imaginar.Solo tenemos una clase juntos. Yo estoyen el sótano mientras ella está en latercera planta, yo estoy en el gimnasiomientras ella está en la otra punta deledificio, en el salón de actos, yo estoyen clase de ciencias cuando ella está enespañol.

El martes lo mando todo al infiernoy la espero fuera del aula a cada clasepara poder acompañarla a la siguiente.

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Esto significa a veces tener que correrde un extremo del edificio a otro, peroel esfuerzo merece la pena. Tengo laspiernas tan largas que recorro muchoespacio con cada zancada, inclusoaunque tenga que abrirme paso acodazos entre la gente y a vecessaltarles por encima. Es fácil, porquelos demás se mueven a cámara lenta,como si fueran un rebaño de zombis o debabosas.

—¡Hola a todos! —voy gritandomientras corro—. ¡Es un día precioso!¡Un día perfecto! ¡Un día conposibilidades!

Son tan apáticos que apenas memiran.

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La primera vez que doy con Violet,está caminando por los pasillos con suamiga Shelby Padgett. La segunda vezme dice: «Finch, ¿otra vez tú?». Esdifícil saber si está feliz de verme oincómoda, o si es una combinación deambas cosas. La tercera vez dice: «¿Nollegarás tarde?».

—¿Qué es lo peor que puedenhacerme? —Le cojo la mano y tiro deella—. ¡Abran paso! ¡Apártense!

Después de verla en literatura rusa,bajo corriendo escaleras y másescaleras hasta llegar al vestíbuloprincipal, donde me tropiezo con eldirector Wertz, que quiere saber quéestoy haciendo fuera de clase, jovencito,

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y por qué voy corriendo como si elenemigo estuviera pisándome lostalones.

—Patrullando, señor. En estostiempos nunca se está lo bastante seguro.Imagino que habrá leído acerca de lasviolaciones de las medidas de seguridadque se han producido en Rushville yNewcastle. Se han llevado ordenadores,destruido libros de la biblioteca, robadodinero del mostrador de recepción, ytodo eso a plena luz de día, delante delas narices de todo el mundo.

Me lo estoy inventando, pero esevidente que no lo sabe.

—Vaya a clase —me dice—. Eintente que no vuelva a encontrármelo de

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nuevo. ¿Es necesario que le recuerdeque está en periodo de prueba?

—No, señor.Hago ver que me marcho

tranquilamente en la otra dirección, peroen cuanto suena otra vez la campana,echo a correr por el vestíbulo y subo laescalera como si hubiera un incendio.

Paso junto a Amanda, Roamer yRyan, y cometo el error de chocar sinquerer contra Roamer, empujándolosobre Amanda. El contenido del bolsode Amanda se derrama por el suelo yempieza a gritar. Antes de que Ryan yRoamer conviertan mi casi metronoventa en picadillo, echo a correr y, lomás rápidamente que puedo, pongo la

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máxima distancia posible entre ellos yyo. Pagaré después por lo sucedido,pero en este momento me da igual.

Esta vez es Violet la que me espera.Cuando me detengo y me doblo sobre mímismo para recuperar el aliento, medice:

—¿Por qué lo haces?Y sé que ni está feliz ni está

incómoda, sino cabreada.—Corramos para que no llegues

tarde a clase.—No pienso ir corriendo a ningún

sitio.—Entonces no puedo ayudarte.—Dios mío, me volverás loca,

Finch.

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Me inclino sobre ella y se apoya enuna taquilla. Mira hacia todos lados,como si le diera pánico que alguienpudiera ver juntos a Violet Markey yTheodore Finch. Que Dios me libre deque Ryan Cross pase ahora por aquí y selleve una idea equivocada. Me preguntoqué le diría Violet. «No es lo queparece. Theodore el Friki estáacosándome. No me deja en paz».

—Me alegro de poder devolverte elfavor. —Ahora soy yo el que estácabreado. Apoyo una mano en la pared,por encima de ella—. ¿Sabes? Eresmucho más simpática cuando estamossolos y nadie puede vernos.

—Tal vez si no anduvieras corriendo

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por los pasillos y gritándole a todo elmundo… No sé si lo haces porque es loque se espera de ti o porque eres así.

—¿Tú qué piensas?Tengo la boca a solo un par de

centímetros de la de ella y espero queme arree un bofetón o me dé un empujón,pero entonces cierra los ojos y escuando lo sé: lo tengo.

Muy bien, me digo. Un girointeresante de los acontecimientos. Peroantes de poder hacer algo, alguien metira del cuello de la camiseta y meaparta. Oigo la voz del señor Kappel, elentrenador de béisbol, que dice:

—A clase, Finch. Y tú también. —Mueve la cabeza en dirección a Violet

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—. Y una hora de castigo acabadas lasclases para los dos.

Al terminar las clases, Violet entraen el aula del señor Stoker sin siquieramirarme. El señor Stoker dice:

—Vaya. Todo tiene siempre suprimera vez. Nos sentimos honrados consu compañía, señorita Markey. ¿A quédebemos este placer?

—A él —replica, moviendo lacabeza hacia donde yo estoy.

Toma asiento en la parte delanteradel aula, lo más lejos que puede de mí.

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Faltan 142 días

Las dos de la mañana. Miércoles.Mi habitación.

Me despierto cuando oigo el sonidode las piedrecitas contra el cristal de laventana. Al principio creo que estoysoñando, pero luego vuelvo a oírlo. Melevanto y miró entre las cortinas y veo aTheodore Finch en el jardín delanterovestido con pantalón de pijama y una

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sudadera oscura con capucha.Abro la ventana y me asomo.—Vete. —Sigo enfadada con él por

haber hecho que me castigaran porprimera vez en mi vida. Y estoyenfadada con Ryan porque pensara quevolvíamos a salir, aunque ¿qué culpatiene él? He coqueteado, le di aquelbeso en el hoyuelo, lo besé en elautocine. Estoy enfadada con todo elmundo, pero principalmente conmigo—.Vete —repito.

—No me hagas subir a este árbol,por favor, porque seguramente acabarécayendo y partiéndome el cuello, y nosqueda mucho que hacer antes de que memetan en un hospital.

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—No tenemos nada más que hacer.Ya lo hemos hecho todo.

Pero bajo igualmente porque, si nolo hago, ¿quién sabe qué podría pasar?Me peino, me pongo un poco de brilloen los labios y me cubro con unalbornoz.

Cuando salgo, Finch está sentado enel porche, apoyado en la barandilla.

—Pensaba que no ibas a bajar nunca—dice.

Me siento a su lado y noto lafrialdad del peldaño a través del tejidode mi pijama con estampado de monos.

—¿Qué haces aquí?—¿Estabas despierta?—No.

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—Lo siento. Pero ahora ya lo estás,vamos.

—No pienso ir a ningún lado.Se levanta y se va hacia el coche. Se

da la vuelta y dice, casi gritando:—Vamos.—No puedo largarme así cuando me

dé la gana.—¿No sigues enfadada, verdad?—De hecho, sí. Pero mírame bien.

Ni siquiera estoy vestida.—Vale. Puedes seguir con ese

albornoz tan feo. Y ponte unos zapatos yuna chaqueta. No pierdas el tiempocambiándote. Escribe una nota a tuspadres para que no se preocupen si sedespiertan y descubren que no estás. Te

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concedo tres minutos antes de venir apor ti.

Nos dirigimos al centro de Bartlett.Los edificios se estructuran en torno a loque llamamos el Boardwalk. Desde queinauguraron el nuevo centro comercialya no hay motivos para venir hasta aquí,excepto la panadería, donde hacen lasmejores madalenas en muchoskilómetros a la redonda. Losestablecimientos son como parásitos,reliquias de hace más de veinte años:unos tristes y viejísimos grandesalmacenes, una zapatería que huele anaftalina, una juguetería, una confitería,

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una heladería.Finch aparca el Saturn y dice:—Ya hemos llegado.Los escaparates están oscuros,

naturalmente, y no hay nadie en la calle.Es fácil imaginar que Finch y yo somoslos dos únicos habitantes del mundo.

—Cuando mejor pienso es de noche—dice—, cuando todos duermen. Sininterrupciones. Sin ruido. Me gusta lasensación de estar despierto cuandonadie más lo está.

Me pregunto si duerme en algúnmomento.

Veo nuestro reflejo en el escaparatede la panadería y parecemos dos niñosvagabundos.

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—¿Adónde vamos?—Ya lo verás.El ambiente es fresco, limpio,

silencioso. A lo lejos, veo la torrePurina iluminada, nuestro edificio másalto, y más allá, el campanario delinstituto.

Cuando llegamos a Bookmarks,Finch saca unas llaves y abre la puerta.

—Mi madre trabaja aquí cuando nose dedica a vender casas.

La librería es pequeña y está aoscuras. Hay una pared con revistas a unlado, estanterías con libros, dos mesitas,cuatro sillas, un mostrador vacío dondeen horas laborables venden café ychucherías.

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Finch se agacha detrás del mostradory abre una nevera que queda escondida.Inspecciona su interior hasta que extraedos refrescos y dos pastelitos, yentonces nos sentamos en el suelo de lazona infantil, decorada con pufs y unaajada alfombra de color azul. Enciendeuna vela que ha encontrado junto a lacaja registradora y la luz baila en sucara cuando Finch se mueve deestantería en estantería, recorriendo conla punta de los dedos los lomos de loslibros.

—¿Buscas alguna cosa?—Sí.Al final, se agacha a mi lado y se

pasa la mano por el cabello,

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despeinándolo en todas direcciones.—No lo tenían en la biblioteca

móvil y tampoco lo tienen aquí. —Cogeuna montaña de libros infantiles y mepasa un par—. Aunque, por suerte,tienen esto.

Se sienta con las piernas cruzadas,su pelo alborotado cayendo sobre unlibro, y al instante es como si se hubieraido y estuviera en otra parte.

—Sigo enfadada contigo por lo delcastigo —comento.

Espero una respuesta rápida, unafrase ingeniosa e intencionada, pero nisiquiera levanta la vista y se limita abuscar mi mano y seguir leyendo.Percibo la disculpa en sus dedos y se me

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quitan las ilusiones, de modo que meinclino hacia él —solo un poco— y leopor encima de su hombro. Tiene la manocaliente y no quiero soltársela.

Comemos con una sola mano yrepasamos el montón de libros, yempezamos a leer en voz alta uno delDr. Seuss titulado ¡Oh, cuán lejosllegarás! Alternamos estrofas, primeroFinch, luego yo, Finch, luego yo.

Hoy es tu día. ¡Felicidades!Te marchas muy lejos de aquía descubrir maravillosos lugares…

En un momento dado, Finch selevanta y empieza a actuar. No necesita

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el libro porque se lo sabe de memoria, yyo me olvido de leer porque es másdivertido verlo, incluso cuando laspalabras y su tono de voz se vuelvenserios.

Llegarás a un lugar con calles sinnombreY casas a oscuras, aunque algunas conlumbre.Confundido, echarás a correrrumbo, me temo, a un lugar sin nada quehacer.El lugar de espera… para gente queespera…

Ahora habla en sonsonete.

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Pero lograrás escapara toda esa espera y aburrimiento.y encontrarás esos lugares radiantesdonde las banderolas ondeany las orquestas tocan con sentimiento.

Tira de mí hasta ponerme en pie.

¡Volverás a vivir aventuras maravillosas!Porque bajo el cielo solo hay cosashermosas.

Representamos entonces nuestrapropia versión de las banderolasondeando, que consiste en saltar sobrelas cosas: pufs, sillas, libros. Cantamosjuntos los últimos versos «Tu montaña teespera. ¡Así que ponte en camino!», y

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acabamos tirados por el suelo, la luz dela vela bailando por encima de nuestrascabezas, riendo como si nos hubiéramosvuelto locos.

La única forma de subir a lo alto dela torre Purina es mediante la escalerade acero construida en un lateral de lamisma y que debe de tener veinticincomil peldaños. Cuando llegamos arriba—resoplando como el señor Black—,nos quedamos junto al árbol de Navidadque está instalado allí todo el año. Decerca, es más grande de lo que parecedesde abajo. Más allá hay un poco deespacio libre y Finch extiende la manta y

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nos acurrucamos sobre ella, brazocontra brazo, tapándonos con el resto.

—Mira —dice.Por todos lados, extendiéndose por

debajo de nosotros, hay lucecitas tenuesy grupillos negros de árboles. Estrellasen el cielo, estrellas en el suelo. Esdifícil adivinar dónde termina el cielo yempieza la tierra. Por mucho que odietener que admitirlo, es bello. Siento lanecesidad de decir alguna cosagrandiosa y poética, pero lo único queme sale es:

—Es precioso.—Precioso es una palabra preciosa

que deberías utilizar más a menudo. —Se estira para taparme un pie que se ha

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escapado de debajo de la manta—. Escomo si fuera nuestra.

Al principio pienso que se refiere ala palabra, pero luego comprendo que serefiere a la ciudad. Y entonces pienso:«Sí, eso es». Theodore Finch siempresabe qué decir, mucho mejor que yo. Esél quien debería ser escritor y no yo.Tengo celos de su cerebro, aunque solodurante un segundo. El mío me parecevulgar.

—Uno de los problemas quepresenta la gente es que a menudo seolvida de que lo que de verdad cuentason las pequeñas cosas. Todo el mundoestá ocupado esperando en el Lugar dela Espera. Si nos parasemos un momento

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a recordar que existen cosas como latorre Purina y una vista como esta, todosseríamos más felices.

No sé por qué, digo:—Me gusta escribir, pero también

me gustan muchas más cosas. Tal vez detodas esas cosas, escribir sea lo quemejor se me da. Tal vez sea lo que másme gusta. Tal vez sea el lugar donde mesiento más cómoda. O tal vez resulte quelo de escribir ya se ha acabado. Tal veztendría que hacer ahora otra cosa. No losé.

—Todo en este mundo lleva un finalincorporado, ¿no? Una bombilla de cienvatios, por ejemplo, está diseñada paraque dure setecientas cincuenta horas. El

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sol morirá dentro de cinco mil millonesde años. Todos tenemos una fecha decaducidad. Los gatos viven quince años,quizá un poco más. Los perros llegan alos doce. El norteamericano medio estáconcebido para que dure veintiocho mildías a partir de su fecha de nacimiento,lo que significa que existe un año, undía, una hora y un minuto concreto en elque nuestra vida tocará a su fin. Tuhermana se fue con dieciocho años. Perosi un ser humano fuera capaz de evitartodas las enfermedades mortales,infecciones y accidentes, viviría hastalos ciento quince.

—¿Quieres decir con esto que talvez he alcanzado mi fecha de caducidad

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como escritora?—Lo que quiero decir es que

dispones de tiempo para decidir. —Mepasa nuestro cuaderno oficial deexcursiones y un bolígrafo—. Y, demomento, ¿por qué no anotar cosas en uncuaderno que nadie más verá? ¿Por quéno escribirlo en un papel y pegarlo a lapared? Aunque, por lo que sé, tambiénes posible que se te dé fatal.

Ríe y esquiva mi puñetazo en elbrazo, y entonces saca una ofrenda:servilletas de Bookmarks, la vela amedio consumir, una caja de cerillas yun punto de libro hecho con macramé.Lo guardamos todo en un Tupperwareplano que ha confiscado de su casa y lo

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dejamos a la vista para que lo encuentrela próxima persona que suba a la torre.Finch se levanta y se acerca al borde,donde solo una barandilla protectorametálica que le llega a la altura de lasrodillas impide la caída.

Alza los brazos por encima de lacabeza, los puños apretados, y grita:

—¡Abre tus ojos de mierda ymírame bien! ¡Estoy aquí! —Grita atodo aquello que odia y quiere cambiarhasta quedarse ronco. Entonces, me haceun gesto—: Tu turno.

Voy hacia allí, pero no me acercotanto al borde como Finch, a quien noparece importarle caerse. Lo agarro porla sudadera sin que ni siquiera se dé

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cuenta, como si con ello pudierasalvarlo, y en vez de mirar abajo,levanto la cabeza hacia arriba. Pienso entodo lo que me gustaría gritar: «¡Odioesta ciudad!». «¡Odio el invierno!».«¿Por qué tuviste que morirte?». Estoúltimo va dirigido a Eleanor. Suscenizas reposan en California, pero aveces me pregunto dónde está, si es queestá en alguna parte. «¿Por qué meabandonaste?». «¿Por qué me hicisteesto?».

Pero me quedo allí, agarrada a lasudadera de Finch, y él me mira y muevela cabeza, y empieza a canturrear denuevo los versos del Dr. Seuss. Esta vezlo acompaño, y nuestras voces recorren

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la ciudad dormida.

Cuando me deja en casa, quiero queme dé un beso de buenas noches, perono lo hace. Desanda el camino deacceso, con las manos en los bolsillos, yse da la vuelta para mirarme.

—La verdad, Ultravioleta, es queestoy seguro de que no se te da malescribir.

Lo dice en voz alta para que todo elvecindario se entere.

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Día 22 y sigo aquí

En el instante en que entramos encasa de mi padre sé que algo va mal.Nos recibe Rosemarie y nos invita apasar al salón, donde encontramos aJosh Raymond sentado en el suelojugando con un helicóptero a pilas quevuela y hace ruido. Kate, Decca y yo nosquedamos mirándolo, y sé que están

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pensando lo mismo que yo, que losjuguetes a pilas son demasiado ruidosos.De pequeños, nunca nos dejaron tenernada que hablase, volase o hicieseruido.

—¿Dónde está papá? —preguntaKate. Por la puerta de atrás veo que labarbacoa está cerrada—. ¿Ya ha vueltodel viaje de negocios, no?

—Regresó el viernes. Está en elsótano.

Rosemarie nos pasa unas latas derefresco, sin vaso, otra señal que indicaque algo va mal.

—Voy a verlo —le digo a Kate.Si está en el sótano, solo puede

significar una cosa: que está sumido en

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uno de sus «estados de ánimo», comolos denomina mi madre. «No molestes atu padre, Theodore, tiene uno de susestados de ánimo. Dale tiempo para quese tranquilice y todo irá bien».

El sótano es agradable, estáenmoquetado y pintado, hay luces portodas partes, también los antiguostrofeos de hockey de mi padre, un jerseyenmarcado y estanterías repletas delibros, por mucho que él no lea nada denada. En una de las paredes hay colgadauna pantalla plana gigante y mi padreestá delante de ella, sus enormes piesreposando sobre la mesita de centro,viendo un partido y gritándole altelevisor. Tiene la cara colorada, las

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venas del cuello sobresaliéndole. Sujetauna cerveza en una mano y el mando adistancia en la otra.

Me aproximo a él y me sitúo en suángulo de visión. Y allí me quedo, conlas manos en los bolsillos y mirándolohasta que por fin levanta la vista.

—Por Dios —dice—. Vas por ahíasustando a la gente.

—No creo. A menos que a tu edad tehayas vuelto sordo, deberías habermeoído bajar la escalera. La cena estálista.

—Dentro de un rato subo.Avanzo hasta pararme delante de la

pantalla plana.—Deberías subir ahora. Tu familia

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está aquí; ¿te acuerdas de nosotros? ¿Delos originales? Estamos aquí y tenemoshambre, y no hemos venido para pasar elrato con tu nueva esposa y tu nuevo hijo.

Puedo contar con los dedos de unamano las veces que le he hablado deesta manera a mi padre, pero tal vez seala magia de Finch el Cabrón, puesto queno le tengo nada de miedo.

Golpea la mesita con la cerveza contanta fuerza que la botella se haceañicos.

—No vengas a mi casa a decirmequé tengo que hacer.

Y entonces se levanta del sofá y seabalanza sobre mí, me agarra por elbrazo y, ¡pam!, me arroja contra la

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pared. Oigo el «crac» cuando mi cráneoentra en contacto con el muro y lahabitación parece dar vueltas duranteunos instantes.

Pero en cuanto se estabiliza denuevo, digo:

—Tengo que agradecerte que micabeza sea tan dura a estas alturas.

Y antes de que le dé tiempo aatraparme de nuevo, huyo escalerasarriba.

Cuando llega ya estoy sentado a lamesa, y ver a su flamante nueva familiale hace recordar quién es. Dice: «Hayalgo que huele muy bien», le da un besoen la mejilla a Rosemarie, se sientadelante de mí y despliega la servilleta.

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No me mira ni me habla durante el restode tiempo que pasamos en la casa.

Luego, en el coche, Kate dice:—Eres imbécil, y lo sabes. Podría

haberte mandado al hospital.—Déjalo —digo.Llegamos a casa y mi madre levanta

la cabeza de la mesa. Está intentandoponer en orden papeles y extractosbancarios.

—¿Qué tal la cena?Antes de que alguien responda, la

abrazo y le estampo un beso en lamejilla, un gesto que, puesto que nosomos una familia muy dada a lasmuestras de afecto, la pone en estado dealarma.

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—Salgo.—Ve con cuidado, Theodore.—Yo también te quiero, mamá.Esto la descoloca aún más, y antes

de que se eche a llorar, cruzo la puerta,entro en el garaje y subo en el PequeñoCabrón. Me siento mejor en cuantopongo el motor en marcha. Me miro lasmanos y están temblando, porque mismanos, al igual que el resto de mí,desearían matar a mi padre. Desde queyo tenía diez años y envió a mi madre alhospital con la barbilla reventada, y unaño después, cuando hizo lo mismoconmigo.

Con la puerta del garaje aún cerrada,permanezco sentado, las manos al

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volante, pensando en lo fácil que seríasimplemente quedarme aquí sinmoverme.

Cierro los ojos.Me recuesto.Dejo descansar las manos en el

regazo.No siento gran cosa, tal vez me note

algo somnoliento. Aunque podría sersolo cuestión de mi persona y de eseoscuro vórtice que gira lentamente,como un remolino, y que siempre, encierta medida, está ahí, dentro de mí yalrededor de mí.

«El porcentaje de suicidios porinhalación de gases de automóvil hadisminuido en Estados Unidos desde

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mediados de los años sesenta, momentoen el que se introdujeron los controlesde emisión de humos. En Inglaterra,donde dichos controles sonprácticamente inexistentes, el porcentajese ha duplicado».

Estoy muy tranquilo, como siestuviera en clase de ciencias haciendoun experimento. El estruendo del motores como una especie de nana. Me obligoa quedarme en blanco, como hago en lasraras ocasiones en que intento dormir.En lugar de pensar, me imagino en elagua, yo flotando de espaldas, quieto ytranquilo, sin ningún movimientoexcepto el del corazón que late en elpecho. Cuando me encuentren, parecerá

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que estoy durmiendo.«En 2013, un hombre de

Pennsylvania se suicidó con monóxidode carbono. Cuando los miembros de sufamilia intentaron rescatarlo, cayeronvíctimas de los vapores y murieronabsolutamente todos antes de que losequipos de rescate pudieran salvarlos».

Pienso en mi madre, y en Decca y enKate, y entonces le doy al mando, selevanta la puerta y emerjo al más alláazul y salvaje. Durante el primerkilómetro me siento colocado yexcitado, como si acabara de entrar enun edificio en llamas y hubiera salvadovidas, como si fuese un héroe.

Pero entonces, una voz en mi interior

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dice: «No eres ningún héroe. Eres uncobarde. Solo las has salvado de timismo».

Cuando hace un par de meses lascosas se pusieron feas, cogí el coche yfui a French Lick, un nombre que suenamuchísimo más sexy de lo que enrealidad es. Originalmente se llamabaSalt Spring, y es famoso por su casino,sus elegantes instalaciones y spas, por eljugador de baloncesto Larry Bird y porsus fuentes termales con poderescurativos.

En noviembre fui a French Lick ybebí agua con la esperanza de que

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sirviera para solucionar mi oscuroremolino mental y, de hecho, me sentímejor durante un par de horas, aunque esposible que fuera simplemente porqueestaba muy hidratado. Pasé la noche enel Pequeño Cabrón, y cuando a lamañana siguiente me desperté, pesado ycon ganas de morirme, me crucé con unode los trabajadores del lugar y le dije:

—Tal vez he bebido el agua que notocaba.

El hombre miró por encima de suhombro derecho, luego por encima delizquierdo, como hacen en las películas,se inclinó entonces hacia mí y me dijo:

—Donde tienes que ir es aMudlavia.

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Al principio pensé que iba drogado.—¿Mudlavia? —repetí yo.—El auténtico está allá arriba —

dijo entonces—. Al Capone y la bandade Dillinger siempre iban allí despuésde llevar a cabo cualquier atraco a manoarmada. Queda poca cosa, excepto lasruinas —el hotel se incendió en 1920—,pero las aguas fluyen con la intensidadde toda la vida. Yo subo cuando meduelen las articulaciones.

No fui porque cuando regresé deFrench Lick estaba destrozado y ahíacabó la cosa. Y no volví a viajar enmucho tiempo. Pero ahora he puestorumbo a Mudlavia. Y como se trata deun asunto serio y personal, y no de una

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excursión, decido que no me acompañeViolet.

Llegar a Kramer, Indiana, población:treinta habitantes, me lleva dos horas ymedia. El paisaje es más bonito que enBartlett: colinas y valles, todo cubiertode nieve, como una fotografía deNorman Rockwell.

Me imagino que el hotel será unlugar al estilo de la Tierra Media, perolo que descubro son hectáreas dedelgados árboles parduscos y ruinas. Nohay más que edificios derruidos yparedes cubiertas de graffiti, hiedra ymalas hierbas. Incluso en invierno, esevidente que la naturaleza se haimpuesto la misión de recuperar el

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territorio.Me adentro en lo que era el hotel, la

cocina, los pasillos, las habitaciones. Esun lugar lúgubre y tenebroso que mepone triste. Las paredes que siguen enpie están llenas de pintadas.

«Protégete el pene».«Locura, por favor».«Qué se joda el que lo lea».No me parece un lugar de curación.

En el exterior, me abro camino entrehojas, escombros y nieve para encontrarlos manantiales. No sé muy bien dóndeestán, y para localizarlos me quedoquieto y aguzo el oído antes de echar aandar hacia la dirección correcta.

Me preparo para llevarme una

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decepción. Pero cuando sorteo losárboles, me encuentro en la orilla de unriachuelo. La corriente está viva, nohelada, los árboles son más frondososque los demás, como si el agua losalimentara. Sigo el lecho del arroyohasta que la orilla se transforma enparedes de piedra y a partir de ahívadeo, noto el agua salpicándome lostobillos. Me agacho y ahueco las manos.Bebo. Está fría y sabe débilmente abarro. Viendo que no me he muerto,vuelvo a beber. Lleno de agua la botellaque he traído conmigo y la calzo en elfondo fangoso para que no la arrastre lacorriente. Me tiendo en el arroyo y dejoque el líquido me cubra.

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Cuando entro en casa, me tropiezocon Kate, que sale. Se enciende uncigarrillo. Por mucho que Kate sea muyfranca, no quiere que mis padres seenteren de que fuma. Normalmenteespera a estar en el coche y ya enmarcha.

—¿Estabas con esa chica? —mepregunta.

—¿Cómo sabes que hay una chica?—Reconozco los indicios. ¿La

conoceremos?—Seguramente no.—Muy inteligente. —Asiente y le da

una buena calada al pitillo—. Decca

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está dolida. A veces pienso que ella esquien se lleva la peor parte, con todoesto de Josh Raymond, ya que sonprácticamente de la misma edad. —Dibuja tres anillos de humo perfectos—.¿Te lo has preguntado alguna vez?

—¿Preguntarme qué?—Si es de papá.—Sí, aunque es muy menudo.—Tú fuiste menudo hasta noveno, y

mírate ahora, pareces un junco.Kate sigue su camino y yo entro, y

cuando voy a cerrar la puerta, me dice:—¿Theo? —Me doy la vuelta y la

veo de pie junto a su coche, una siluetarecortada en la oscuridad de la noche—.Ándate con mucho cuidado con ese

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corazón.Otra vez «Ándate con cuidado».

Arriba, me atrevo a entrar en lacámara de los horrores de Decca paraasegurarme de que está bien. Suhabitación es enorme, llena de ropa,libros y de todo tipo de cosas extrañasque colecciona: lagartijas, escarabajos,flores, tapones de botella, montañas ymontañas de envoltorios de caramelo,muñecas de American Girl,abandonadas desde que tenía seis años ysuperó esa etapa. Todas las muñecastienen grapas en la barbilla, como lasque le pusieron a Decca en el hospital

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después de sufrir un accidente en elrecreo. Sus dibujos cubren hasta elúltimo centímetro de pared, junto con unúnico póster de Justin Bieber.

Está en el suelo, recortando palabrasde hojas de libros que ha idoencontrando por toda la casa, incluyendoentre ellos algunas novelas románticasde mi madre. Le pregunto si tiene otrastijeras y, sin levantar la vista, señala suescritorio. Debe de haber dieciochotijeras, las que han ido desapareciendodel cajón de la cocina con el paso de losaños. Elijo unas con mango de colormorado y me siento delante de ella,nuestras rodillas rozándose.

—Dime las reglas.

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Me pasa un libro, Su oscuro amorprohibido, y dice:

—Recorta las partes malas y laspalabrotas.

Lo hacemos durante una media hora,sin hablar, solo recortando, y luegoempiezo a darle un discurso de hermanomayor, explicándole que la vida irá amejor, que no todo son malos momentosy gente mala, que también hay instantesbrillantes.

—Menos hablar —dice.Seguimos trabajando en silencio

hasta que le pregunto:—¿Y qué pasa con las cosas que no

son del todo feas sino simplementedesagradables?

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Deja de recortar para pensar. Semordisquea un mechón de pelo yresopla.

—Lo desagradable también.Me concentro en las palabras. Aquí

encuentro una, luego otra. Aquí veo unafrase. Un párrafo. Una página entera.Pronto tengo junto a mí una montaña depalabras malas y desagradables. CuandoDecca termina con un libro lo deja a unlado, y es entonces cuando lo entiendo:lo que quiere son las partes malas.Pretende coleccionar todas las palabrasinfelices, rabiosas, malas ydesagradables para guardárselas.

—¿Por qué lo haces, Dec?—Porque no deberían estar

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mezcladas con lo bueno. Solo buscanengañarte.

Y, de un modo u otro, comprendo loque quiere decir. Pienso en el BartlettDirt y en todas sus palabras malas, nosolo sobre mí, sino sobre cualquieralumno que sea raro o diferente. Mejordejar aparte las palabras infelices,rabiosas, malas y desagradables,dejarlas allá donde puedas verlas yasegurarte de que no te pillan porsorpresa cuando menos te las esperas.

Cuando terminamos y se va a buscarmás libros, cojo los que ha descartadoya y miro hasta que encuentro laspalabras que ando buscando. Las dejosobre su almohada: «Hazlo bonito».

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Cojo entonces los libros recortados queya no quiere y me los llevo.

En mi habitación noto algo distinto.Me detengo en el umbral de la puerta

para comprender qué es. Las paredesrojas, la colcha negra, la cómoda, lamesa y la silla, todo está donde lecorresponde. Tal vez la librería estédemasiado llena. La examino desdedonde estoy porque no quiero entrarhasta saber qué pasa. Las guitarrassiguen ahí. Las ventanas están aldescubierto porque no me gustan lascortinas.

La habitación parece que está comola dejé. Pero la sensación es distinta,como si hubiera entrado alguien y

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hubiese movido las cosas. Entro poco apoco, como si pensara que ese alguienpudiera saltar sobre mí en cualquiermomento, y abro la puerta del armario,casi esperando que me conduzca a laversión real de mi habitación, lacorrecta.

«Todo está bien».«Tú estás bien».Entro en el cuarto de baño, me

desnudo y me meto bajo el aguacaliente-caliente, y sigo ahí hasta que lapiel se me pone roja y el calentador nopuede más. Me envuelvo en una toalla yescribo «Ándate con cuidado» en elespejo empañado. Vuelvo a lahabitación para echarle un nuevo vistazo

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desde otro ángulo. La habitación está taly como la dejé, y pienso que tal vez nosea la habitación lo que esté distinto. Talvez sea yo.

Vuelvo al cuarto de baño, cuelgo latoalla, me pongo una camiseta y unoscalzoncillos y me veo de refilón en elespejo de encima del lavabo cuando elvapor empieza a disiparse y lo que heescrito antes desaparece, dejando unóvalo lo bastante grande como paraabarcar dos ojos azules, el pelo negromojado, la piel blanca. Me inclino, memiro, y no es mi cara, sino la de otro.

Me siento en la cama y hojeo uno auno los libros recortados. Leo lospasajes que se han salvado. Son felices,

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dulces, divertidos, cariñosos. Deseoestar rodeado de cosas así y decidorecortar las mejores frases y laspalabras más bonitas —como«sinfonía», «ilimitado», «oro»,«mañana»— y luego pegarlo todo a lapared, donde se solapan con lo demás,una combinación de colores, formas yestados de ánimo.

Me envuelvo ahora con la colcha,me cubro todo lo que puedo —para nover ni siquiera la habitación— y metiendo en la cama como una momia. Esuna manera de mantener el calor y la luzpara que no vuelvan a salir nunca más.Asomo una mano por la abertura y cojoun libro, luego otro. ¿Y si la vida

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pudiera ser así? ¿Solo las partes felices,no las horribles, ni siquiera lasmedianamente agradables? ¿Y sipudiéramos recortar lo malo y conservarlo bueno? Es lo que quiero hacer conViolet: darle solo lo bueno, manteneralejado lo malo, para que siempreestemos rodeados solo de cosas buenas.

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Faltan 138 días

Domingo por la noche. Hojeonuestro cuaderno, de Finch y mío. Cojoel bolígrafo que me dio y busco unapágina en blanco. Lo de Bookmarks y lode la torre Purina no son excursionesoficiales, pero eso no significa que nodeban ser recordadas.

«Estrellas en el cielo, estrellas en elsuelo. Es difícil adivinar dónde termina

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el cielo y empieza la tierra. Siento lanecesidad de decir alguna cosagrandiosa y poética, pero lo único queme sale es “Es precioso”.

»Y entonces dice él: Precioso es unapalabra preciosa que deberías utilizarmás a menudo».

Se me ocurre una idea. Encima delescritorio tengo un corcho enorme dondehe ido poniendo fotografías en blanco ynegro de escritores trabajando. Las quitoy busco en la mesa hasta dar con un tacode papel adhesivo de colores. Arrancouno y escribo: «Precioso».

Media hora más tarde, me levanto ymiro el corcho. Está repleto defragmentos. Algunos son palabras o

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frases que pueden o no convertirse enideas para un relato. Otros son textos delibros que me gustan. En la últimacolumna tengo una sección para la«Nueva revista online sin nombre». Entres papeles adhesivos distintos heescrito: «Literatura», «Amor», «Vida».No sé muy bien qué son, si soncategorías, artículos o solo palabras quesuenen bien.

A pesar de que todavía no es grancosa, hago una foto y se la envío aFinch. Escribo: «Mira lo que me hashecho hacer». Compruebo si hayrespuesta cada media hora, pero cuandome acuesto sigo sin tener noticias de él.

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Días 23, 24, 25…

Lo de anoche es como unrompecabezas —aunque sin solucionar— donde hay piezas por todas partes yencima faltan algunas. Ojalá el corazónno me latiera tan rápido.

Saco de nuevo los libros y leo laspalabras buenas que ha dejado Decca,pero se me nubla la vista y no tienen

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sentido. No puedo concentrarme.Y entonces me pongo a limpiar y

ordenar. Arranco todas las notas hastaque la pared queda vacía. Las tiro a lapapelera, pero no es suficiente, de modoque decido pintar. Estoy harto de lasparedes rojas de mi habitación. Es uncolor demasiado oscuro y deprimente.Esto es lo que necesito, creo. Un cambiode escenario. Es por esto que lahabitación me parece fuera de lugar.

Subo en el Pequeño Cabrón y meacerco a la primera droguería queencuentro y compro imprimación ycuarenta kilos de pintura azul, porque noestoy seguro de cuánta necesitaré.

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Tapar el rojo exige muchas,muchísimas capas. Por mucho que haga,siempre acaba apareciendo, como si lasparedes estuviesen sangrando.

A medianoche la pintura sigue sinsecarse, de modo que cojo la colchanegra, la guardo en el armario de la ropablanca del pasillo y busco hastaencontrar una vieja colcha azul de Kate.La extiendo sobre la cama. Abro lasventanas y traslado la cama al centro dela habitación, me meto bajo la colcha yme pongo a dormir.

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Al día siguiente, vuelvo a pintar lasparedes. Para que el color se fije acabonecesitando dos días. Es un tono azulclaro y brillante, color de piscina. Meacuesto en la cama sintiéndome más agusto, recupero el aliento. Ahora ya nosentendemos, creo. Sí.

Lo único que no he tocado es eltecho, porque el blanco contiene todaslas longitudes de onda del espectrovisible con su máxima luminosidad. Megusta que comprenda todos los coloresen uno, y se me ocurre una idea. Piensoen escribirla a modo de canción, perome siento delante del ordenador y leenvío un mensaje a Violet: «Eres todos

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los colores en uno, con su máximaintensidad».

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Faltan 134 días

Finch lleva una semana sin aparecerpor el instituto. Hay quien dice que lohan expulsado, otros que ha sufrido unasobredosis y lo han mandado arehabilitación. Los rumores se propagana la manera clásica —en susurros ymensajes de texto—, porque el directorWertz se ha enterado de la existencia delBartlett Dirt y lo ha clausurado.

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Miércoles. Primera hora. En honorde la defunción del Dirt, JordanGripenwaldt hace circular caramelos.Troy Satterfield se mete en la boca dospiruletas a la vez y dice:

—¿Dónde está tu novio, Violet? ¿Nodeberías estar de vigilancia de suicidas?

Sus amigos y él ríen a carcajadas.Antes de que me dé tiempo a replicar, sesaca las piruletas de la boca y las tira ala papelera.

El jueves me tropiezo con CharlieDonahue en el aparcamiento al acabarlas clases. Le digo que estoy haciendoun trabajo con Finch y que hace unosdías que no tengo noticias de él. No lepregunto si los rumores son ciertos,

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aunque me gustaría hacerlo.Charlie tira los libros sobre el

asiento trasero del su coche.—Es muy típico de él. Va y viene

cuando le da la gana. —Se quita lachaqueta y la tira encima de los libros—. Una cosa que pronto descubrirás esque sus cambios de humor son la polla.

Aparece entonces Brenda Shank-Kravitz, pasa por nuestro lado y abre lapuerta del acompañante. Antes de entrar,me dice:

—Me gustan tus gafas.Veo que lo dice en serio.—Gracias. Eran de mi hermana.Parece como si estuviera

reflexionando sobre mi respuesta, y

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luego mueve la cabeza en un gesto deasentimiento.

A la mañana siguiente, de camino atercera hora, lo veo en el pasillo —aTheodore Finch—, aunque está distinto.Para empezar, lleva un andrajoso gorrode lana de color rojo, un jersey negroholgado, vaqueros, zapatillas deportivasy guantes negros de esos sin dedos.Finch el Vagabundo, pienso. Finch elVago. Está apoyado en una taquilla, unarodilla doblada, hablando con ChameliBelk-Gupta, una de las chicas deprimero de bachillerato que va tambiéna clase de arte dramático. No parece niverme cuando paso por su lado.

A tercera hora, cuelgo la mochila en

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la silla y saco el libro de geometría.—Empezaremos repasando los

deberes —dice el señor Fisher.Y apenas termina la frase, se dispara

la alarma de incendio. Recojo mis cosasy sigo a los demás para salir deledificio. Oigo una voz detrás de mí quedice:

—Reúnete conmigo en elaparcamiento de profesores.

Me doy la vuelta y veo que es Finch;está de pie detrás de mí con las manosen los bolsillos. Se aleja como si fuerainvisible y no estuviéramos rodeados dealumnos y profesorado, incluyendo aldirector Wertz, que habla a gritos porteléfono.

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Dudo un instante y luego echo acorrer, la mochila golpeándome en lacadera. Me muero de miedo de pensarque alguien me siga, pero ya esdemasiado tarde para dar media vuelta,porque he empezado a correr. Corrohasta atrapar a Finch, y luego corremosmás rápido, y nadie nos ha gritado paraque nos paremos. Me sientoaterrorizada, pero libre.

Corremos por el bulevar que pasapor delante del instituto y junto a losárboles que separan el aparcamientoprincipal del río que divide la ciudadpor la mitad. Cuando llegamos a unclaro, Finch me coge la mano.

—¿Adónde vamos? —pregunto,

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respirando con dificultad.—Por allí. Pero calla. El primero

que haga ruido tendrá que volver enpelotas al instituto.

Habla rápido. Se mueve rápido.—¿En pelotas?—Sí, en pelotas, desnudo. Eso es lo

que significa ir en pelotas. Es ladefinición exacta de la expresión.

Bajo derrapando por el terraplénmientras Finch me guía sin hacer ruido,haciéndolo todo fácil. Cuando llegamosa la orilla del río, levanta la mano yseñala, y de entrada no sé qué quiereenseñarme. Entonces, veo una cosa quese mueve y me llama la atención. Es unave de cerca de un metro de altura, con

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una corona roja sobre la cabeza blanca yel cuerpo de color gris carbón. Chapoteaen el agua y da picotazos en la orilla deenfrente, pavoneándose como unhumano.

—¿Qué es?—Una grulla monje. La única de

Indiana. Tal vez la única de EstadosUnidos. Hibernan en Asia, lo quesignifica que está a más de once milkilómetros de su casa.

—¿Cómo sabías que estaría aquí?—Porque a veces, cuando no

aguanto más allí —mueve la cabeza endirección al instituto—, bajo aquí. Aveces me doy un baño, y otras me quedosimplemente sentado un rato. Este chico

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lleva ya una semana por los alrededores.Temía que estuviera herido.

—Está perdido.—No creo. Míralo. —El ave sigue

en pie en las aguas poco profundas,luego se adentra un poco y empieza achapotear. Me recuerda a un niño en unapiscina—. ¿Lo ves, Ultravioleta? Estáde excursión.

Finch retrocede un poco y con lamano se protege los ojos del sol que sefiltra entre las ramas. Se oye entonces elcrujido de una rama bajo su pie.

—Mierda —susurra.—Dios mío. ¿Significa esto que

ahora tendrás que ir en pelotas hasta elinstituto?

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Pone una cara tan graciosa que nopuedo evitar echarme a reír. Finchsuspira, baja la cabeza en un gesto dederrota y, aunque hace un frío increíble,se quita el jersey, las zapatillas, lagorra, los guantes y los vaqueros. Vapasándome las cosas hasta que se quedasolo en calzoncillos, y le digo:

—Eso también, Theodore Finch. Hassido tú el que has sugerido lo dequedarse en pelotas, y me parece quequedarse en pelotas implica quedarsecompletamente desnudo. Creo, de hecho,que sería la definición exacta deltérmino.

Sonríe sin dejar de mirarme a losojos en ningún momento, y así, sin más,

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se quita los calzoncillos. Me pilla porsorpresa, pues solo me imaginabaremotamente que fuera a hacerlo. Peroallí está, el primer chico real que veodesnudo en mi vida, y no parececohibido en absoluto. Es alto y esbelto.Recorro su cuerpo con la mirada, lasvenas azules de los brazos y el perfil dela musculatura de los hombros, elvientre y las piernas. La cicatriz delabdomen es una herida profunda decolor carmesí.

—Todo esto sería muchísimo másdivertido si tú también estuvierasdesnuda —dice.

Y se lanza al río, su salto es tanlimpio que la grulla apenas se inquieta.

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Avanza por el agua con grandesbrazadas, como un nadador olímpico, yme siento en la orilla para admirarlo.

Nada hasta tan lejos que acabaconvirtiéndose en una manchita.Mientras, saco el cuaderno y escribosobre la grulla excursionista y sobre unchico con un gorro rojo que nada eninvierno. Pierdo la noción del tiempo, ycuando vuelvo a levantar la vista Finchestá nadando cerca de donde estoy. Flotade espaldas en el agua, los brazosdoblados debajo de la cabeza.

—Deberías meterte.—No, tranquilo, preferiría no pillar

una hipotermia.—Vamos, Ultravioleta Marcada. El

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agua está estupenda.—¿Cómo me has llamado?—Ultravioleta Marcada. Vamos, a la

de una, a la de dos…—Estoy bien aquí.—De acuerdo.Nada hacia donde yo sigo sentada

hasta que se pone de pie con el aguacubriéndolo hasta la cintura.

—¿Dónde has estado todo estetiempo?

—Redecorando.Hunde la mano en el agua, como si

intentara coger alguna cosa. La grullapermanece inmóvil en la orilla opuesta,observándonos.

—¿Ha vuelto ya tu padre a la

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ciudad?Por lo visto, Finch ha encontrado lo

que andaba buscando. Examina elcontenido de sus manos ahuecadas antesde soltarlo.

—Por desgracia.Ya no se oye la alarma de incendios

y me pregunto si la gente habrá vuelto aentrar. De ser así, me pondrán una faltade asistencia. Debería estar máspreocupada de lo que en realidad estoy,sobre todo ahora que ya me he hechomerecedora de un castigo, pero sigotranquilamente sentada.

Finch nada hacia la orilla, sale y seacerca. Intento no mirarlo, mojado ydesnudo, de manera que decido mirar la

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grulla, el cielo, cualquier cosa que nosea él. Se ríe.

—Supongo que dentro de esaenorme mochila que llevas a todaspartes no tendrás una toalla.

—No.Se seca con el jersey, sacude la

cabeza como un perro y me salpica, yluego se viste. Cuando está vestido,guarda la gorra en el bolsillo trasero delpantalón y se retira el pelo que le cae enla cara.

—Deberíamos volver a clase —digo.

Tiene los labios azulados, pero nisiquiera está tiritando.

—Tengo una idea mejor. ¿Quieres

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que te la cuente? —Pero antes de que ledé tiempo a explicármela, veo que Ryan,Roamer y Joe Wyatt bajan corriendo porel terraplén—. Estupendo —murmuraFinch.

Ryan viene directo hacia mí.—Te hemos visto largarte cuando ha

sonado la alarma.Roamer le lanza a Finch una mirada

muy desagradable.—¿Forma todo esto parte del

trabajo? ¿Estáis de inspección por el ríoo estáis inspeccionándoos el uno alotro?

—Hazte mayor de una vez, Roamer—digo.

Ryan me frota los brazos como si

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quisiera hacerme entrar en calor.—¿Estás bien?Me lo quito de encima.—Pues claro que estoy bien. No era

necesario que vinieras a ver cómo estoy.—No la he secuestrado, si es eso lo

que te preocupa —dice Finch.—¿Acaso te lo ha preguntado? —

grazna Roamer.Finch mira a Roamer desde su

posición superior. Es cerca de diezcentímetros más alto.

—No, pero me gustaría que lohubiese hecho.

—Marica.—Déjalo en paz, Roamer —le

espeto. El corazón me late con fuerza

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porque no sé muy bien cómo acabarátodo esto—. Da lo mismo lo que diga, túsolo buscas pelea. —Y le digo a Finch—: Y tú no empeores la cosa.

Roamer replica agresivamente:—¿Qué haces así mojado? ¿Has

decidido ducharte por fin después detanto tiempo?

—No, tío, esa actividad me laguardo para cuando después vaya a vera tu madre.

Y en un abrir y cerrar de ojos,Roamer se abalanza sobre Finch, y losdos ruedan terraplén abajo hasta caer enel agua. Joe y Ryan se limitan a mirar, yle digo a Ryan:

—Haz algo.

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—Yo no lo he empezado.—¡Pues haz algo de todos modos!Roamer coge impulso y le da un

puñetazo a Finch en plena cara. Einsiste, e insiste, su puño alcanzando laboca de Finch, la nariz, las costillas. Deentrada, Finch no devuelve ningúngolpe, simplemente se limita aesquivarlos. Pero de pronto agarra aRoamer por el brazo y se lo retuerce enla espalda y, a continuación, le sumergela cabeza en el agua.

—Suéltalo, Finch.O no me oye o no me escucha. Veo

que Roamer patalea y Ryan corre aagarrar a Finch por el cuello del jerseynegro, luego también por el brazo, y tira

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con fuerza de él.—Wyatt, ven a echarme una mano.—Suéltalo. —Finch me mira, y

durante un segundo es como si nosupiera quién soy—. Suéltalo —repito,como si estuviera hablándole a un perroo a un niño.

Y de repente lo suelta, se incorpora,tira de Roamer y lo deja caer en laorilla, donde se queda tendidoescupiendo agua. Finch echa a andarterraplén arriba, pasa de largo de Ryan yJoe. También de mí. Tiene la caraensangrentada y no se detiene ni vuelvela vista atrás.

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No me tomo la molestia de volver alinstituto porque la jornada ya está casiacabada y el mal está hecho. Pero comomi madre no me espera todavía en casa,me acerco al aparcamiento, monto enLeroy y pedaleo hacia la parte este de laciudad. Cruzo calles y más calles hastaque encuentro la casa de ladrillo de dospisos de altura y estilo colonial. FINCH,reza el buzón.

Llamó a la puerta y abre una chicade cabello negro y largo.

—Hola —me dice, como si no lesorprendiera verme aquí—. Debes deser Violet. Soy Kate.

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Siempre me ha fascinado el modo enque los genes se reconfiguran entrehermanos y hermanas. La gente pensabaque Eleanor y yo éramos gemelas, apesar de que ella tenía los pómulos másestrechos y el cabello más claro. Kate separece a Finch, pero no. El mismo colorde piel, facciones distintas, excepto losojos. Se hace extraño ver los ojos deuna persona en la cara de otra.

—¿Está en casa?—Seguro que anda por arriba.

Supongo que sabes dónde está suhabitación.

Sonríe bobamente, aunque de formaagradable, y me pregunto qué le habrácontado él de mí.

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Llamo a la puerta de su habitación.—¿Finch? —Vuelvo a llamar—. Soy

Violet.No hay respuesta. Pruebo de abrir la

puerta, pero está cerrada por dentro.Vuelvo a llamar.

Me digo que debe de estardurmiendo, o con los auricularespuestos. Llamo otra vez, y otra. Buscoen el bolsillo una horquilla que llevosiempre conmigo, por si acaso, y meagacho para examinar la cerradura. Laprimera que abrí así fue la del armariodel despacho de mi madre. Eleanor meobligó a hacerlo porque era donde mispadres escondían los regalos deNavidad. Descubrí entonces que saber

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forzar cerraduras era una habilidad queresulta muy útil cuando quieresdesaparecer a la hora de educaciónfísica o cuando necesitas un poco de pazy tranquilidad.

Intento girar el pomo y guardo denuevo la horquilla. Supongo que podríaforzar la cerradura, pero no lo hago. SiFinch quisiera que entrara, ya me habríadejado pasar.

Cuando llego abajo me encuentro aKate junto al fregadero de la cocina,fumando un cigarrillo cuyo humo echapor la ventana, la mano colgando sobreel alféizar.

—¿Estaba? —Cuando le respondoque no, tira el cigarrillo a la trituradora

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de basura—. Vaya. Bueno, a lo mejorestá durmiendo. O podría haber salido acorrer.

—¿Corre?—Unas quince veces al día.Ahora es a mí a quien le toca decir:

«Vaya».—Con este chico, nunca sabes qué

va a hacer.

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Día 26 (sigo aquí).

Me acerco a la ventana y la veomontarse en la bici. Después, me sientoen el suelo de la ducha y dejo que elagua me aporree la cabeza durante másde veinte minutos. Ni siquiera puedomirarme al espejo.

Enciendo el ordenador porque esuna conexión con el mundo, y tal vez sea

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lo que necesite en este momento. Elbrillo de la pantalla me molesta en losojos y bajo la intensidad hasta queimágenes y letras se convierten casi ensombras. Así está mejor. Entro enFacebook, algo que nos pertenece solo aViolet y a mí. Voy al inicio de nuestracadena de mensajes y leo, pero laspalabras no tienen sentido a menos queme sujete la cabeza entre las manos y lasrepita en voz alta. Incluso así, se meescapan en cuanto las pronuncio.

Intento leer la versión que descarguéde Las olas, y viendo que la cosa nomejora, pienso: «Es el ordenador. Noyo». Y busco un libro normal y lo hojeo,pero las líneas bailan en la página como

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si intentaran rehuirme.«Me mantendré despierto.»No me dormiré».Pienso en llamar por teléfono al

viejo Embrión. Llego incluso a hurgar enel interior de la mochila hasta dar con sunúmero y teclearlo en el teléfono. Peroacabo no pulsando la tecla de llamada.

Podría bajar y explicarle a mi madrecómo me siento —si es que estuviera encasa—, pero me diría que cogiese unibuprofeno de su bolso y que tenía querelajarme y dejar de exaltarme, porqueen esta casa lo de estar enfermo noexiste a menos que puedas medirlo conun termómetro debajo de la lengua. Lascosas se ubican en dos categorías,

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blanco y negro: mal humor, mal carácter,pierdes el control, te sientes triste, tesientes abatido.

«Siempre has sido muy sensible,Theodore. Desde que eras pequeño. ¿Teacuerdas cuando aquel pajarito, elcardenal, entró en casa? Chocabacontinuamente contra las puertas decristal por mucho que hiciéramos porevitarlo, y tú dijiste: “Que se quede avivir con nosotros y así ya no lo harámás”. ¿Te acuerdas? Y entonces, un díallegamos a casa y lo encontramos en elsuelo del patio, después de golpearseinnumerables veces contra el cristal, ydijiste que su tumba sería como un nidode barro, y dijiste también: “Nada de

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esto habría pasado si no lo hubiesesdejado entrar”».

No quiero escuchar de nuevo lahistoria del cardenal. Porque la cuestiónes que aquel cardenal estaba muerto detodos modos, independientemente de quehubiera entrado en casa o no. Tal vez losupiera, y tal vez fuera por eso quedecidió aquel día estamparse contra elcristal con más fuerza de la normal. Sehabría muerto aquí, solo que máslentamente, porque eso es lo que sucedecuando eres un Finch. El matrimoniomuere. El amor muere. La gentedesaparece.

Me calzo las zapatillas y paso juntoa Kate, que está en la cocina.

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—Tu novia ha estado aquí y tebuscaba —me dice.

—Debía de estar con losauriculares.

—¿Qué te ha pasado en la boca y enel ojo? Dime, por favor, que no te lo hahecho ella.

—Me he dado contra una puerta.Me mira fijamente.—¿Va todo bien?—Sí. Estupendamente. Voy a correr.Cuando regreso, el blanco del techo

de la habitación me resulta demasiadoluminoso, de modo que lo convierto enazul con lo que me queda de pintura.

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Faltan 134 días

Las seis de la tarde. Salón de micasa. Tengo a mis padres sentadosdelante de mí, la frente arrugada en ungesto de infelicidad. Por lo visto, eldirector Wertz ha llamado a mi madreporque no he ido a clase a tercera hora,ni he aparecido en las clases de cuarta,quinta, sexta y séptima hora.

Mi padre sigue vestido con el traje

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con el que ha ido a trabajar. Es el quehabla, básicamente.

—¿Dónde estabas?—Estrictamente hablando, justo

delante del instituto.—¿Dónde delante del instituto?—En el río.—¿Qué demonios hacías en el río en

horas de clase y en invierno?Con su voz calmada y tranquila,

interviene mi madre:—James.—Sonó la alarma de incendio y

salimos todos, y Finch quería que vieseuna rara grulla asiática…

—¿Finch?—El chico con el que estoy

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haciendo el trabajo. Ya lo conocéis.—¿Cuánto te queda para terminar

ese trabajo?—Tenemos que visitar un lugar más

y luego tendremos que montarlo todo.—Violet, estamos muy

decepcionados —dice entonces mimadre.

Es como una puñalada en elestómago. Mis padres nunca han creídoen castigarnos, ni en quitarnos elteléfono o el ordenador, ni en ninguna deesas cosas que los padres de Amanda lehacen cuando la sorprendenquebrantando las normas. Sino quehablan con nosotras y nos dicen que sesienten muy decepcionados.

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Conmigo, quiero decir. Hablanconmigo.

—Esto no es propio de ti —continúami madre, meneando la cabeza.

—No puedes utilizar la pérdida detu hermana como excusa de tu malcomportamiento —añade mi padre.

Deseo, aunque sea solo por esta vez,que me manden a mi habitación.

—No estaba comportándome mal.Es solo que… ya no estoy con lasanimadoras. He dejado el consejoestudiantil. Me harté de la orquesta. Notengo amigos ni novio, porque el restodel mundo no se ha detenido, ¿loentendéis? —Estoy subiendo el volumende la voz paulatinamente y no puedo

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evitarlo—. Todo el mundo continúa consu vida, y es posible que yo no puedaseguir ese ritmo. O a lo mejor es que noquiero. Destacaba en algo, y me resultaimposible seguir haciéndolo. Ni siquieraquiero hacer este trabajo, pero podríadecirse que es la única cosa que tengoen marcha.

Y entonces, porque sé que ellos nolo harán, me envío a mí misma a lahabitación. Me voy cuando mi padreempieza a decir:

—En primer lugar, pequeña,destacas en muchas cosas, no solo enuna…

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Cenamos casi en silencio, y despuésmi madre sube a mi habitación yexamina el corcho que tengo colgadoencima del escritorio.

—¿Qué ha pasado con HerSister?—Lo he dejado correr. No tenía

sentido seguir manteniéndolo.—Supongo que no —murmura, y

cuando levanto la vista, veo que tienelos ojos rojos—. No creo que meacostumbre nunca a esto —dice, ysuspira. Nunca le había oído decir nadade este estilo. Su suspiro rebosa dolor ysentimiento de pérdida. Tose paraaclararse la garganta y da unos

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golpecitos para señalar la nota que pone«Nueva revista online sin nombre»—.Háblame de esto.

—A lo mejor creo otra revista. O alo mejor no. Creo que mi cerebroescribió esto por inercia, por lo deHerSister.

—Te gustaba trabajar en eso.—Sí, pero si empezara otra revista,

me gustaría que fuese distinta. No solotonterías, sino también pensamientosreales, escritura real, vida real.

Señala entonces «Literatura»,«Amor», «Vida».

—¿Y esto?—No lo sé. Podrían ser categorías.Coge una silla y se sienta a mi lado.

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Y entonces empieza a formularpreguntas: ¿Sería la revista para chicasde mi edad o ya para mayores? ¿Megustaría ser autora de todo el contenidoo trabajaría con colaboradores? ¿Cuálsería el objetivo? Es decir, ¿por qué megustaría poner en marcha otra revista?«Porque las personas de mi edadnecesitan un lugar donde buscarconsejos o ayuda o diversión osimplemente un lugar donde estar sinque nadie se preocupe por ellas. Unlugar sin límites, sin miedos, un lugarseguro, un lugar como su habitación».

No le he dado muchas vueltas altema, de modo que respondo:

—No lo sé. —Y tal vez todo esto no

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sea más que una estupidez—. Si hagocualquier cosa, tendré que volver aempezar de cero, pero en este momentolo único que tengo son fragmentos deideas. Pequeñas partes. —Muevo lamano en dirección al ordenador, luegohacia la pared—. El germen de una ideapara esto, el germen de una idea paraeso. Nada completo ni concreto.

—«El crecimiento contiene elgermen de la felicidad». Pearl S. Buck.Tal vez un germen sea suficiente. Tal vezsea todo lo que necesitas. —Apoya labarbilla sobre la mano y hace un gestode asentimiento en dirección a lapantalla del ordenador—. Podemosempezar partiendo de algo muy pequeño.

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Abre un documento nuevo o coge unahoja de papel en blanco. Será nuestrolienzo. Recuerda lo que Miguel Ángeldijo sobre que la escultura estaba en elinterior de la piedra, que estaba allídesde un buen principio, y que sutrabajo consistía en extraerla. Tuspalabras también están ahí.

Durante las dos horas siguienteshacemos un ejercicio de tormenta deideas y anotamos cosas, y al final tengoun esquema muy primitivo de una revistaonline y un esquema muy primitivo decontenidos que se ubicarían bajo lascategorías de Literatura, Amor y Vida.

Son casi las diez cuando me da lasbuenas noches. Mi madre se queda en el

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umbral de la puerta y dice:—¿Confías en este chico, V?Me vuelvo sin levantarme de la

silla.—¿En Finch?—Sí.—Creo que sí. En estos momentos,

es básicamente el único amigo quetengo.

No sé muy bien si esto es bueno o esmalo.

Cuando se marcha, me acurruco enla cama con el ordenador en el regazo.Es imposible que yo sola pueda creartodo ese contenido. Anoto algunosnombres, entre ellos los de BrendaShank-Kravitz, Jordan Gripenwaldt y

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Kate Finch, con un interrogante acontinuación.

Germ. Hago una búsqueda y estádisponible. www.germmagazine.com.Cinco minutos más tarde, está compradoy registrado. Mi piedra.

Entro en Facebook y le envío unmensaje a Finch: «Espero que estésbien. Antes he ido a verte, pero noestabas. Mis padres se han enterado deque me he saltado las clases y no estánnada contentos. Creo que esto podríasignificar el final de nuestrasexcursiones».

Tengo la luz apagada y los ojoscerrados cuando por primera vez caigoen la cuenta de que no he tachado con

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una cruz el día del calendario. Melevanto, mis pies impactan contra elsuelo frío, y me acerco a la puerta delarmario. Cojo el rotulador negro quesiempre dejo cerca, le saco el tapón, lolevanto… y la mano me quedaparalizada. Miro todos los días quefaltan hasta la graduación y la libertad ynoto una extraña opresión en el pecho.No es más que un conjunto de días,menos de un año, y después quién sabeadónde iré y qué haré.

Tapo el rotulador, cojo el calendariopor una esquina y lo arranco. Lo doblo ylo meto en el fondo del armario, despuéstiro el rotulador. Salgo de mi habitaciónal pasillo.

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Abro la puerta del cuarto de Eleanory entro. Las paredes están pintadas decolor amarillo y cubiertas de fotografíasde Eleanor con sus amigos de Indiana,de Eleanor con sus amigos deCalifornia. Por encima de la cama ondeauna bandera del estado de California.Sus cachivaches de clase de pinturaestán amontonados en un rincón. Mispadres han estado trabajando aquí,organizando poco a poco sus cosas.

Dejo las gafas en el tocador.—Gracias por el préstamo —digo

—. Pero me provocan dolor de cabeza.Y son feas.

Casi la oigo reír.

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Sábado

Cuando a la mañana siguiente bajo,Theodore Finch está sentado a la mesadel comedor con mis padres. La gorraroja cuelga del respaldo de la silla yestá bebiendo zumo de naranja, un platovacío aguarda delante de él. Tiene ellabio partido y un moratón en la mejilla.

—Estás mejor sin las gafas —dice.—¿Qué haces aquí?

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Lo miro, miro a mis padres.—Desayunando. La comida más

importante del día. Pero el verdaderomotivo de mi visita es que queríaexplicar lo de ayer. Les he dicho a tuspadres que fue idea mía y que tú noquerías saltarte las clases. Que soloestabas intentando que no me metiera enproblemas y que hiciste todo lo posiblepara convencerme de que volviera.

Finch se sirve más fruta y otro gofre.—Hemos comentado también

algunas reglas básicas para ese trabajoque estáis realizando —dice mi padre.

—¿Así que puedo seguir con eltrabajo?

—Theodore y yo hemos llegado a un

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acuerdo, ¿verdad?Mi padre me sirve un gofre y me

pasa el plato.—Sí, señor —confirma Finch,

guiñándome un ojo.Mi padre le clava una mirada.—Un acuerdo que no hay que

tomarse a la ligera.Finch se pone serio.—Sí, señor.Entonces mi madre dice:—Le hemos asegurado que

depositamos toda nuestra confianza enél. Que valoramos mucho que hayaconseguido que vuelvas a subir a uncoche. Que queremos que te diviertas,dentro de lo razonable. Que os andéis

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con cuidado y vayáis a clase.—Entendido. —Estoy aturdida—.

Gracias.Mi padre se vuelve hacia Finch.—Necesitaremos tu número de

teléfono e información sobre cómoponernos en contacto con tus padres.

—Lo que necesite, señor.—¿Es tu padre el Finch de los

Almacenes Finch?—Sí, señor.—¿El antiguo jugador de hockey?—Ese mismo.—¿Y tu madre?—Trabaja en la inmobiliaria

Broome y en Bookmarks.Mi madre sonríe a mi padre, una

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sonrisa que significa «hora de aflojar».Le dice a Finch:

—¿Y qué planes tienes para launiversidad?

Y la conversación se vuelveinformal. Cuando le pregunta a Finch siha pensado qué quiere hacer después dela universidad, con su vida, prestoatención, puesto que desconozco larespuesta.

—Eso cambia cada día. Seguro quehabrá leído Por quién doblan lascampanas.

Mi madre responde que sí.—Pues bien, Robert Jordan sabe que

va a morir. «Solo existe el ahora», dice.«Si el ahora son dos días, entonces dos

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días es tu vida y todo lo que sucedaestará en proporción». Nadie sabecuánto tiempo tiene por delante, tal vezun mes, tal vez cincuenta años. Me gustavivir como si solo tuviera por delanteesos dos días.

Observo a mis padres mientrasFinch habla. Lo hace en un tonodespreocupado, pero con serenidad, y séque lo hace por respeto a los muertos,por Eleanor, que no dispuso de muchotiempo.

Mi padre bebe un sorbo de café y serecuesta en el asiento, poniéndosecómodo.

—Los primeros hindúes creían envivir la vida a tope. En vez de aspirar a

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la inmortalidad, aspiraban a vivir unavida sana y plena…

Termina su discurso un cuarto dehora más tarde, con el conceptoprimitivo de la vida después de lamuerte, que es que los muertos se reúnencon la madre naturaleza para continuaren la tierra pero con otra forma. Cita unantiguo himno védico:

—«Que vaya al sol tu vista. Alviento tu soplo vital…».

—«O al agua si allí es bienrecibido» —remata Finch.

Las cejas de mi padre se levantan detal modo que casi le llegan al nacimientodel pelo y veo que intenta comprenderde qué va este chico.

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—Tengo obsesión con el agua —dice Finch.

Mi padre se levanta, coge los gofresy deposita dos en el plato de Finch.Internamente, suelto un suspiro dealivio. Mi madre pregunta acerca deltrabajo «Recorrer Indiana», y durante loque queda de desayuno Finch y yohablamos sobre los lugares donde hemosestado hasta el momento y sobre algunosde los lugares a los que pensamos ir.Luego da las gracias a mis padres por eldesayuno y dice:

—Ultravioleta, estamos perdiendo eltiempo. Cojamos los bártulos ypongámonos en marcha.

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Día 27

John Ivers es un educado yagradable abuelo tocado con una gorrade béisbol de color blanco y con bigote.Su señora y él viven en una granjaenorme en plena campiña de Indiana. Heconseguido su número de teléfonogracias a una página web que se llama«Indiana Excepcional». He llamado con

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antelación, tal y como recomendaba lapágina, y John ya está en el jardínesperándonos. Nos saluda y se acerca,nos estrechamos la mano y disculpa laausencia de June diciéndonos que se haido al mercado.

Nos conduce a la montaña rusa queha construido en el jardín trasero. Dehecho, son dos: la Blue Flash y la BlueToo. Ambas son solo para una persona,la única decepción, pero por lo demás,son una pasada.

—No soy ingeniero de formación —nos dice John—, pero soy un yonqui dela adrenalina. Carreras de destrucciónde coches, carreras de dragsters,carreras de velocidad… Cuando lo dejé,

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intenté pensar en qué podría sustituirtodo aquello, qué podría darme aquelsubidón. Me encanta la emoción deldestino inminente e ingrávido, así quedecidí construir algo que meproporcionara todas esas sensaciones ala vez.

Mientras el hombre permanece allí,delante de nosotros, con las manos enlas caderas y señalando con la cabeza laBlue Flash, pienso en «el destinoinminente e ingrávido». Es una frase queme gusta y comprendo. La almaceno enun rincón del cerebro para extraerla deallí más tarde, tal vez para una canción.

—Es muy posible que sea usted elhombre más brillante que he conocido

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en mi vida —digo.Me gusta la idea de que una cosa

pueda proporcionarte estas sensaciones.Quiero algo así, y entonces miro a Violety pienso: «Ahí la tienes».

John Ivers ha construido la montañarusa adosada a un cobertizo. Dice quemide cincuenta y cinco metros delongitud y que alcanza una altura de seismetros. La velocidad no supera loscuarenta kilómetros por hora y elrecorrido es de solo diez segundos, perotiene incluso un bucle invertido. Asimple vista, la Flash no es más que unmontón de metal de desguace pintado deazul celeste, con un asiento individualde automóvil de los años setenta y un

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cinturón de seguridad de teladeshilachada, pero tiene algo que meproduce una increíble picazón de deseoy me muero de ganas de subir.

Pero le digo a Violet que puedesubir ella primero.

—No, tranquilo. Sube tú.Se aparta de la montaña rusa como

si fuera a engullirla, y de repente mepregunto si habrá sido mala idea.

Pero antes de que me dé tiempo adecir algo, John me ata al asiento y meempuja hasta quedarme junto al tejadoinclinado del cobertizo, entonces noto yoigo un clic, y subo, subo y subo con laayuda de una cadena. Cuando llegoarriba, dice:

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—Mejor que te agarres bien, hijo.Y así lo hago en el escaso segundo

en que quedo colgado sobre lo alto delcobertizo, los campos de cultivoextendiéndose a mi alrededor, yentonces salgo disparado y entro en elbucle invertido, gritando tanto que mequedo ronco. Se acaba demasiadopronto, y quiero repetirlo, porque lavida debería ser así siempre, no solodurante diez segundos.

Y lo repito cinco veces, porqueViolet no está todavía preparada, ysiempre que acabo, hace un gesto conlas manos y me dice:

—Vuelve a subir.La siguiente vez, salgo, con las

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piernas temblorosas, y de repente veoque Violet toma asiento y que John Iversestá sujetándola, y luego veo queempieza a ascender hasta lo más alto delcobertizo, donde permanece un segundoinmóvil. Vuelve la cabeza hacia dondeyo estoy y de pronto sale disparada, giray grita hasta no poder más.

Cuando se detiene, no sé muy bien siva a vomitar o a bajar y pegarme unbofetón. Pero oigo que grita:

—¡Otra vez!Y sale disparada una vez más para

convertirse en una mancha confusa demetal azul, cabello largo, brazos largosy piernas largas.

Luego intercambiamos los papeles y

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monto tres veces seguidas, hasta que veoel mundo al revés y noto que la sangrebombea con fuerza en mis venas.Cuando John Ivers me suelta el cinturónde seguridad, lo hace riendo entredientes.

—Eso han sido muchos viajes.—Repítamelo, por favor.Tengo que agarrarme a Violet porque

no mantengo muy bien el equilibrio, y sicaigo sé que es desde muy alto. Merodea con el brazo como si fuera partede ella, nos recostamos uno contra elotro hasta que construimos una únicapersona.

—¿Queréis subir también a BlueToo? —nos pregunta John.

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Y de pronto no quiero, porque loúnico que deseo es estar a solas con estachica. Pero Violet se suelta, va directa ala montaña rusa y deja que John lasujete.

La Blue Too no es tan divertida, demodo que subimos a Flash dos vecesmás. Cuando bajo por última vez, le doyla mano a Violet y las movemos unidasarriba y abajo, arriba y abajo. Mañaname toca el domingo en casa de mi padre,pero hoy estoy aquí.

Las cosas que dejamos allí son uncochecito en miniatura que compramosen la tienda de todo a un dólar —unsímbolo del Pequeño Cabrón— y dosfiguritas de casa de muñecas, un niño y

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una niña, que guardamos en una cajetillavacía de cigarrillos American Spirit. Loembutimos todo dentro de una cajitametálica magnética del tamaño de unatarjeta de visita.

—Así pues, ya está —dice Violet,pegándola en la parte inferior de BlueFlash—. Nuestra última excursión.

—No lo sé. Por muy divertido quehaya sido, no estoy seguro de si esto eslo que Black tenía en mente. Tendré querumiarlo, comprenderlo, reflexionarlobien, pero es posible que tengamos queelegir algún lugar de recambio, por siacaso. Lo último que quiero es cagarlaen este trabajo, sobre todo ahora quetenemos el apoyo de tus padres.

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De vuelta a casa, Violet baja laventanilla y su cabello ondula al viento.Las páginas de nuestro cuaderno deexcursiones vibran con la brisa mientrasescribe, la cabeza agachada, una piernacruzada sobre la otra para construir unaimprovisada mesa. Cuando hemosrecorrido unos cinco kilómetros y veoque sigue igual, pregunto:

—¿Qué escribes?—No son más que unas notas.

Primero he escrito sobre Blue Flash yluego sobre un hombre que construyeuna montaña rusa en el jardín trasero desu casa. Pero después me han venido ala cabeza un par de ideas y queríaplasmarlas sobre el papel.

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Antes de que me dé tiempo apreguntarle de qué van esas ideas,vuelve a inclinar la cabeza sobre elcuaderno y el bolígrafo sigue llenando lahoja.

Cuando tres o cuatro kilómetros másadelante vuelve a mirarme, dice:

—¿Sabes lo que me gusta de ti,Finch? Que eres interesante. Que eresdiferente. Y que puedo hablar contigo.Pero que no se te suba a la cabeza.

El ambiente está cargado y rebosaelectricidad. Tengo la sensación de quesi alguien encendiera una cerilla, el aire,el coche, Violet y yo explotaríamos alinstante. Mantengo la mirada fija en lacarretera.

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—¿Sabes lo que me gusta de ti,Ultravioleta Marcada? Todo.

—Pero si tenía entendido que no tegustaba.

Y entonces la miro. Veo que enarcauna ceja.

Me desvío por la primera salida queencuentro. Pasamos de largo lagasolinera, los establecimientos decomida rápida y cruzo la mediana parallegar a un aparcamiento. BIBLIOTECAPÚBLICA DEL DISTRITO ESTE, reza elcartel. Pongo el freno de mano delPequeño Cabrón, salgo y rodeo elcoche para llegar al lado delacompañante.

Cuando abro la puerta, me dice:

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—¿De qué demonios va esto?—No puedo esperar. Pensaba que

podría, pero no puedo. Lo siento.Extiendo el brazo, le desabrocho el

cinturón de seguridad y tiro de ella.Estamos frente a frente en un horribleaparcamiento contiguo a una oscurabiblioteca; un restaurante de comidarápida Chick-fil-A ocupa el localcontiguo. Por el altavoz, oigo la voz dela cajera preguntándole a un cliente encoche si desea añadir patatas fritas y unrefresco.

—¿Finch?Le retiro un mechón de pelo que le

cae sobre la mejilla. Y después le acunola cara entre mis manos y la beso. La

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beso con más intensidad de la quepretendía, de modo que aflojo un poco,pero ella me devuelve el beso. Merodea con los brazos y une las manospor detrás de mi nuca, y me aplastocontra ella, y ella se aplasta contra elcoche, y entonces la levanto y meenvuelve el cuerpo con las piernas, y nosé cómo consigo abrir la puerta de atrásy la recuesto encima de la manta que locubre, y cierro las puertas y me arrancoprácticamente el jersey, y ella se quita lacamiseta y dice:

—Me estas volviendo loca. Hacesemanas que me estás volviendo loca.

Tengo la boca en su cuello, y ellajadea y luego dice:

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—Dios mío, ¿dónde estamos?Y ríe, y río, y me besa el cuello, y

tengo la sensación de que el cuerpo va aestallarme, su piel es suave y cálida,recorro con la mano la curva de sucadera mientras ella me mordisquea laoreja, y entonces la mano se deslizaentre el hueco comprendido entre suvientre y sus vaqueros. Me abraza conmás fuerza, y cuando empiezo adesabrocharle el cinturón, noto que seaparta, y tengo ganas de aporrearme lacabeza contra las paredes del PequeñoCabrón porque, mierda, es virgen. Lo sépor cómo se ha apartado.

—Lo siento —susurra.—¿Y todo ese tiempo con Ryan?

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—Cerca, pero no.Le acaricio el vientre.—¿En serio?—¿Por qué es tan difícil de creer?—Porque se trata de Ryan Cross.

Pensaba que las chicas la perdían consolo mirarlo.

Me arrea una palmada en el brazo yluego posa la mano sobre la mía, la quetengo en su barriga, y dice:

—Es lo último que imaginaba quepodía pasar hoy.

—Gracias.—Ya sabes a qué me refiero.Cojo su camiseta, se la paso, cojo la

mía. Mientras miro cómo se viste, digo:—Algún día, Ultravioleta.

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Y la verdad es que parecedecepcionada.

En casa, en mi habitación. Laspalabras me superan. Palabras paracanciones. Palabras de lugares a los queiremos Violet y yo antes de que se agoteel tiempo y vuelva a dormirme. Nopuedo parar de escribir. No quiero pararni aunque pudiera.

«31 de enero. Método: ninguno. Enuna escala del uno al diez de la escalade lo cerca que he llegado: cero.Hechos: la Montaña Rusa de laEutanasia no existe en la realidad. Perosi existiera, consistiría en un recorrido

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de tres minutos con un ascenso de unosquinientos metros de longitud, hastaalcanzar una altura de quinientos metros,seguido por una caída fortísima y sietebucles. El descenso y la serie de buclesdurarían sesenta segundos, pero lo quete mataría sería la fuerza centrífuga de 10 G que se genera al recorrer losbucles a trescientos sesenta kilómetrospor hora».

Y luego se produce ese extrañovuelco del tiempo y me doy cuenta deque ya no estoy escribiendo. Estoycorriendo. Sigo vestido con el jerseynegro, los vaqueros viejos, las zapatillasdeportivas y los guantes, y de pronto meduelen los pies, y me doy cuenta de que,

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no sé cómo, he llegado a Centerville, laciudad vecina.

Me descalzo, me quito la gorra yvuelvo caminando despacio a casaporque, por una vez, estoy agotado. Perome siento bien: necesario, cansado,vivo.

«Julijonas Urbonas, el hombre queinventó la Montaña Rusa de laEutanasia, afirma que está diseñada para“quitar la vida con humanidad al serhumano, con elegancia y euforia”. Esos10 G generan sobre el cuerpo una fuerzacentrífuga suficiente como para que elcerebro se vacíe de sangre, lo que dacomo resultado un fenómeno que seconoce como hipoxia cerebral, y eso es

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lo que te mata».Camino por la negra noche de

Indiana, bajo un techo de estrellas, ypienso en la frase «elegancia y euforia»,que describe exactamente lo que yosiento por Violet.

Por una vez, no quiero ser nadie másque Theodore Finch, el chico que ellave. Él comprende lo que es ser elegantey eufórico y cien personas distintas a lavez, en su mayoría con defectos yestúpidas, en parte un cabrón, en parteun torpe, en parte un bicho raro, un chicoque quiere llevarse bien con la gentepara no molestar y, por encima de todo,llevarse bien consigo mismo. Un chicocon sentido de pertenencia… que

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pertenece a este mundo, que pertenece asu propia piel. Él es exactamente quienyo quiero ser y quiero que mi epitafiodiga: «El chico al que Violet Markeyama».

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Día 30 (y estoy DESPIERTO).

En clase de educación física,Charlie Donahue y yo estamos en elcampo de béisbol, más allá de la tercerabase. Hemos descubierto que es elmejor lugar donde poder mantener unaconversación. Sin siquiera mirar,Charlie captura una pelota que llegasilbando por el aire y la lanza de vuelta.

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Todos los entrenadores que han pasadopor Bartlett High han intentadoreclutarlo desde que cruzó las puertasdel instituto, pero él se niega aconvertirse en un estereotipo negro.Reparte sus actividades extraescolaresentre el ajedrez, la creación del anuarioy jugar al euchre porque, según él, sonlas cosas que lo harán destacar cuandopida plaza en la universidad.

Se cruza de brazos y me mira con elentrecejo fruncido.

—¿Es verdad eso de que estuviste apunto de ahogar a Roamer?

—Más o menos.—Acaba siempre lo que empieces,

tío.

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—Pensé que era mejor que no meencarcelaran antes de poder volver aechar un polvo.

—Si te arrestaran, aumentarían tusprobabilidades de echar un polvo.

—No del estilo que me gustaría.—Pero, veamos, ¿qué pasa contigo?

Se te ve bien.—Ojalá pudiera atribuirme ese

mérito, pero, seamos realistas, eluniforme de educación física le sientabien a todo el mundo.

—Eres un mamón y un jeta. —Me lodice aun teniendo en cuenta que hedejado de ser británico. Adiós, Fiona.Adiós, piso. Adiós, Abbey Road—. Lodigo porque últimamente eras Finch el

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Piojoso. Antes fuiste Finch el Cabróndurante un par de semanas. Vas de malen peor.

—A lo mejor me gusta ser Finch elPiojoso.

Me recoloco la gorra de lana, y derepente caigo: ¿qué Finch le gusta aViolet? La idea me quema un poco ynoto que el cerebro la bloquea. «¿QuéFinch le gusta? ¿Y si solo le gusta unaversión del verdadero Finch?».

Charlie me ofrece un pitillo y niegocon la cabeza.

—Estas cosas te matarán.Eso sin tener en cuenta que el señor

Kappel, el profesor, lo matará primero.—¿Qué te pasa, tío? ¿Es tu novia?

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—¿Violet?—¿Te la has tirado ya o qué?—Amigo mío, eres un cerdo

redomado. Simplemente me lo estoypasando bien.

—Aunque no lo suficientementebien, eso está claro.

Se acerca Roamer para batear, loque significa que tenemos que prestaratención, no solo porque es el jugadorde béisbol estrella del instituto (solodespués de Ryan Cross), sino porqueademás le gusta apuntar directamentehacia nosotros. De no saber que luegotendría problemas, seguramente vendríay me partiría la cabeza con el bate porhaber estado a punto de ahogarlo.

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La pelota viene volando hacianosotros y Charlie da un paso atrás,otro, uno más, como si no tuvieraninguna prisa, como si supiera que latiene. Extiende la mano enguantada y lapelota impacta justo contra ella, como situviera un imán, y Roamer grita milquinientos tacos cuando Charlie ladevuelve.

Muevo la cabeza para señalar conese gesto al señor Kappel, que tambiénes el entrenador de béisbol.

—¿Sabes que cada vez que haceseso consigues que muera un poco?

—¿Kappy o Roamer?—Ambos.Me regala una excepcional sonrisa.

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—Lo sé.

Roamer me acorrala en el vestuario.Charlie se ha ido. Kappel está en sudespacho. Los chicos que quedan aúnpor allí se funden con el entorno, comosi intentaran volverse invisibles.Roamer se acerca tanto que hueloincluso los huevos que ha tomado paradesayunar.

—Eres hombre muerto, friki.Por mucho que me encantaría darle

una auténtica paliza a Gabe Romero, nopienso hacerlo. 1) Porque no merece lapena meterme en tantos problemas porél, y 2) porque recuerdo la expresión de

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Violet en el río cuando me dijo que losoltara.

Así que cuento.«Uno, dos, tres, cuatro, cinco…»Lo resistiré. No le pegaré en la

cara.»Seré bueno».Y entonces me estampa contra la

taquilla y, sin que me dé ni tiempo apestañear, me da un puñetazo en el ojo,luego en la nariz. Lo único que puedohacer es tratar de mantenerme en pie yseguir contando como un endemoniadoporque deseo matar a este hijo de puta.

Me pregunto si podré seguircontando el tiempo suficiente, si podréretroceder en el tiempo, llegar hasta el

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inicio de octavo curso, antes de quefuera raro y antes de que todo el mundose fijara en mí, antes de que abriese laboca y hablara con Roamer, antes de queme llamaran «friki», cuando estaba todoel rato despierto y todo parecía correctoy normal, sea lo que sea la normalidad,y la gente me miraba… pero nofijamente, no a la espera de ver quéharía a continuación, sino que me mirabacomo queriendo decir «Hola, ¿qué tal,tío?, ¿cómo va todo, colega?». Mepregunto si podré seguir contando haciaatrás, coger a Violet Markey y avanzarde nuevo con ella para disponer los dosde más tiempo. Porque es el tiempo loque me da miedo.

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Y yo.Lo que me da miedo soy yo.—¿Algún problema?Kappel está a medio metro de

distancia, mirándonos. Lleva en la manoun bate de béisbol y es como si lo oyeraya de vuelta en su casa, diciéndole a sumujer: «El problema no son los deprimer curso, sino los mayores, encuanto empiezan a desarrollarse y danesos estirones. Es entonces cuandodebes protegerte, pase lo que pase».

—Ningún problema —le digo—. Nopasa nada.

Como conozco a Kappel todo lobien que se puede conocer a Kappel, séque no dirá nada de esto al director

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Wertz porque uno de sus jugadoresestrella está involucrado. Sé queacabarán cargándome con toda la culpa.Me preparo para oír los detalles de micastigo, o de mi expulsión, por muchoque sea el único que sangra. Peroentonces dice Kappy:

—Ya hemos acabado la clase.Puedes marcharte, Finch.

Me seco la sangre con la manga y lededico a Roamer una sonrisa al marchar.

—No tan rápido, Romero —oigoque ruge Kappy, y el sonido de Roamerhumillándose hace que el dolor quesiento casi valga la pena.

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Me paro a recoger los libros en lataquilla y veo encima de ellos lo queparece la piedra de Hoosier Hill. Lacojo, le doy la vuelta y, efectivamente:«Tu turno».

—¿Qué es eso? —Quiere saberBrenda. Me la coge y la examina—.¿«Tu turno»? ¿Tu turno para qué?

—Es un chiste íntimo. Solo la gentesexy y guay de verdad sabe de qué va.

Me da un puñetazo en el antebrazo.—En este caso, no debes de tener ni

idea. ¿Qué te ha pasado en el ojo?—Tu novio. Roamer.Hace una mueca.

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—Nunca me ha gustado.—¿En serio?—Cierra el pico. Confío en que le

hayas partido la nariz.—Estoy intentando superarme.—Gallina.Camina a mi lado y sigue charlando:

«¿Estás completamente colgado deViolet Markey tipo “esto es parasiempre” o más bien tipo “es interesanteen estos momentos”? ¿Y Suze Haines?¿No decías que te iba? ¿Y qué pasa conlas tres Brianas y con esas chicas delmacramé? ¿Qué harías si Emma Watsonapareciera ahora aquí como llovida delcielo? ¿Te apetecería intentarlo con ellao le dirías que te dejara en paz? ¿Cómo

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crees que me queda mejor el pelo, decolor púrpura o azul? ¿Crees que tendríaque adelgazar? Sé sincero. ¿Crees quealgún día habrá un chico que mantengarelaciones sexuales conmigo o mequiera por lo que soy?».

Y yo respondo: «Sí», «No creo»,«Naturalmente», «Nunca se sabe», y nodejo de pensar todo el rato en VioletMarkey, abridora de puertas sin llave.

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3 de febrero

La señora Kresney une las manos yme regala una exagerada sonrisa.

—¿Qué tal estás, Violet?—Bien, ¿y usted?—Bien. Hablemos sobre ti. Quiero

saber cómo te sientes.—Estoy bien, de verdad. Mucho

mejor que desde hace un montón detiempo.

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—¿En serio? —dice, sorprendida.—Sí. He empezado a escribir otra

vez. Y a ir en coche.—¿Qué tal duermes?—Bastante bien, creo.—¿Pesadillas?—No.—¿Ni una?—Llevo un tiempo que no.Por vez primera, es verdad.

En literatura rusa, la señora Mahonenos pone un trabajo de cinco páginassobre Padres e hijos de Turguénev. Memira y no menciono nada sobreCircunstancias Atenuantes o no estar

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preparada. Tomo nota como todo elmundo. Al acabar la clase, Ryan medice:

—¿Puedo hablar contigo?La señora Mahone me mira al pasar

por su lado. Le digo adiós con la mano.—¿Qué pasa? —le digo a Ryan.Salimos al pasillo y nos vemos

arrastrados por un mar de gente. Ryanme coge la mano para no perderme ypienso «Oh, Dios mío». Pero en cuantola multitud se abre un poco, me suelta.

—¿Adónde vas?—A comer.Caminamos uno al lado del otro, y

Ryan dice:—Solo quería que supieses que le he

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pedido para salir a Suze. He pensadoque sería más correcto que te enteraraspor mí antes de que todo el instituto losepa.

—Estupendo. —Estoy a punto dedecirle algo sobre Finch, pero no sé muybien qué decir porque no sé de quévamos, si es que vamos de algo—.Gracias por decírmelo. Confío en queSuze tenga presente lo buen tío que eres.

Asiente, me ofrece su característicasonrisa y se le marca el hoyuelo. Acontinuación dice:

—No sé si te has enterado, pero hoyRoamer, en el gimnasio, ha ido a porFinch.

—¿A qué te refieres con eso de que

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«ha ido a por»?—Bueno. A que lo ha zarandeado un

poco. Roamer es un cabrón.—¿Qué ha pasado? ¿Qué les ha

pasado? ¿Los han expulsado?—No creo. Ha sido en clase de

Kappel, y no me imagino que vaya apasar un informe sobre Roamer yarriesgarse a perderlo para los entrenos.Tengo que irme. —Y cuando se haalejado unos metros, se da la vuelta—.Finch ni siquiera intentó defenderse. Selimitó a quedarse allí plantado y recibir.

En la cafetería, paso de largo de lamesa donde habitualmente me siento,

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paso de largo de Amanda y Roamer ydel público allí reunido. Oigo queRoamer habla, pero no sé qué dice.

Cruzo toda la sala en dirección a unamesa medio vacía, y entonces oigo quealguien me llama. Brenda Shank-Kravitzestá sentada en una mesa redonda junto ala ventana en compañía de las tresBrianas y de una chica morena llamadaLara.

—Hola —digo—. ¿Os importa si mesiento?

Vuelvo a tener la sensación de ser lanueva, de estar intentando hacer amigosy comprender dónde encajo mejor.

Brenda coge su mochila, el jersey,las llaves, el teléfono y todas las demás

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cosas que tiene esparcidas sobre lamesa y las amontona en el suelo. Dejo labandeja y me siento a su lado.

Lara es tan menuda que parece deprimer curso, aunque sé que estamos enel mismo nivel. Está explicando quehace solo cinco minutos, por casualidad,sin que esa fuera su intención, le haconfesado al chico que le gusta que loquiere. Y en vez de esconderse debajode la mesa, ríe y sigue comiendo.

Luego las Brianas se ponen a hablarsobre la vida después del instituto: unase dedica a la música, otra quiere serredactora y la otra está casi prometida asu novio de hace muchísimo tiempo.Dice que un día montará una tienda de

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galletas o escribirá críticas de libros,pero que, haga lo que haga, piensadisfrutarlo todo al máximo mientraspueda. Después llega su novio, Adam, yse sienta a su lado y se los ve a gusto yfelices, como si de verdad fueran aseguir juntos toda la vida.

Como y escucho, y en un momentodado, Brenda se inclina hacia mí y medice al oído:

—Gabe Romero es venenoso.Levanto mi botella de agua y ella su

lata de refresco. Brindamos y bebemos.

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El fin de semana

A estas alturas, lo de las excursioneses en realidad una excusa para coger elcoche, irnos a cualquier parte y liarnos.Me digo que no estoy preparada porquepara mí el sexo son Palabras Mayores,por mucho que tenga amigas que desdenoveno están practicándolo. Pero lacosa es que mi cuerpo tiene unasensación extraña y urgente que lo

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empuja hacia Finch, como si no secansara de él. Incorporo una nuevacategoría a Germ, «Vida sexual», yescribo unas cuantas páginas en nuestrocuaderno de excursiones, que poco apoco está convirtiéndose en midiario/caja de resonancia/lugar dondereunir material creativo para la nuevarevista.

«Antes de que Amanda y yodejáramos de ser semiamigasperiféricas, recuerdo que una nochedormí en su casa y hablamos con sushermanos mayores. Dijeron que laschicas que lo Hacen son unas guarras yque las que No lo Hacen son unasprovocadoras. Las que estábamos

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presentes aquella noche nos lo tomamosal pie de la letra, puesto que ningunatenía hermanos mayores. Cuando nosquedamos solas, Amanda dijo: “Laúnica alternativa es estar para siemprecon el mismo tío”. Pero ¿acaso lo de“para siempre” no lleva también un finalincorporado?».

Finch viene a recogerme el sábadopor la mañana y lo veo un pocomagullado. Ni siquiera vamos muy lejos,solo hasta el Arboretum, dondeaparcamos el coche, y antes de que hagacualquier cosa, le pregunto:

—¿Qué pasó con Roamer?—¿Cómo te has enterado de lo de

Roamer?

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—Me lo dijo Ryan. Y es evidenteque te has metido en una pelea.

—¿Crees que así estoy más bueno?—En serio, ¿qué pasó?—Nada que tenga que preocuparte.

Que es un cabrón. Vaya sorpresa. Y seacabó hablar de él. Tengo otras cosas enmente.

Pasa al asiento trasero del PequeñoCabrón y tira de mí para que loacompañe.

Tengo la sensación de haber vividopara que llegara este momento, elmomento en que estoy a punto deacostarme a su lado, en el que sé quetodo está preparándose para que suceda,su piel junto a la mía, su boca en la mía,

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y entonces me toca y la corrienteeléctrica me recorre por entero. Escomo si todas las demás horas del díahubieran transcurrido solo a la espera delo que sucede en estos momentos.

Nos besamos hasta que los labios sequedan entumecidos y paramos cuandoestamos justo al borde del Algún Día,diciendo que todavía no, que aquí no,aunque para ello necesito una cantidadinmensa de fuerza de voluntad que nisiquiera sabía que poseía. Mi mente giracomo un torbellino con él y con elinesperado Casi de ahora mismo.

Cuando llega a casa, me escribe unmensaje: «Estoy pensando de formaconsistente en Algún Día».

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Escribo: «Algún día pronto».Finch: «¿Algún día cuándo?».Yo: «????».Finch: «*#@*!!!».

Yo: « ».

Nueve de la mañana. Domingo. Micasa. Cuando me levanto y bajo, mispadres están en la cocina abriendobagels por la mitad. Mi madre me mirapor encima de la taza de café queEleanor y yo le regalamos un año para elDía de la Madre. «Mamá estrella delrock». Dice:

—Tienes un paquete.

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—Es domingo.—Lo han dejado en la puerta.La sigo hacia el comedor y pienso

que camina igual que Eleanor: el vaivéndel cabello, los hombros echados haciaatrás. Eleanor se parecía más a mi padrey yo me parezco más a mi madre, peromi madre y ella tenían los mismosgestos, las mismas peculiaridades, porlo que todo el mundo siempre decía: «Esigualita que tú». Ahora pienso que a mimadre ya nunca más volverán adecírselo.

En la mesa del comedor veo algoenvuelto en papel marrón, del que sueleutilizarse para envolver el pescado. Esun paquete abultado. «Ultravioleta», veo

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escrito en un lateral.—¿Sabes de quién es?Mi padre aparece en el umbral de la

puerta, la barba llena de migas.—James —dice mi madre, y hace un

gesto que lo invita a sacudirse.Mi padre se frota la barbilla.No me queda más remedio que abrir

el paquete delante de ellos, y solo pidoa Dios que nos sea nada turbador,porque, viniendo de Theodore Finch,nunca se sabe.

Mientras tiro de la cinta y rasgo elpapel me siento de repente como unaniña de seis años el día de Navidad.Eleanor siempre sabía qué le regalarían.Después de forzar la cerradura del

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armario del despacho de mi madre, mihermana abría sus regalos y también losmíos, y cuando luego quería contarmequé era, nunca la dejaba que lo hiciera.Entonces me gustaba esperar. Erantiempos en que no me molestaba tenersorpresas.

En el interior del envoltorio depapel marrón hay un par de gafas, de lasque se utilizan para nadar.

—¿Tienes idea de quién te lo envía?—pregunta mi madre.

—Finch.—Gafas —dice—. Suena a que va

en serio.Me dirige una sonrisita esperanzada.—Lo siento, mamá, pero no es más

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que un amigo.No sé por qué lo digo, pero no

quiero que empiecen a preguntarme quépretende o qué quiere con esto, sobretodo cuando ni tan siquiera yo lo sé.

—A lo mejor con el tiempo. Siemprehay tiempo —replica, una frase queEleanor solía utilizar mucho.

Miro a mi madre para ver si esconsciente de que la ha citado, pero sies consciente de ello no lo demuestra.Está demasiado ocupada examinando lasgafas, preguntándole a mi padre sirecuerda los tiempos en que le enviabacosas para intentar convencerla de quesaliera con él.

Ya en mi habitación, escribo:

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«Gracias por las gafas. ¿Para qué son?Dime, por favor, que no quieres que noslas pongamos cuando llegue Algún Día».

Finch me responde: «Espera y verás.Pronto las utilizaremos. Tenemos queesperar al primer día de calor. Siemprehay alguno que se cuela en plenoinvierno. En cuanto consigamos que esecabrón se digne a llegar, iremos. No teolvides las gafas».

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El primer día de calor

La segunda semana de febrerotenemos una tempestad de nieve decategoría cinco que deja a toda laciudad sin luz durante dos días. Lomejor de aquello es que se cancelan lasclases, pero lo peor es que ha caídotanta nieve y hace tantísimo frío que nopuedes estar en la calle más de cinco

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minutos seguidos. Me digo que no esmás que agua en otro formato, y voycaminando hasta casa de Violet, dondeconstruimos el muñeco de nieve másgrande del mundo. Le ponemos denombre «señor Black» y decidimos quese convertirá en un destino de lasexcursiones de los demás. Después nossentamos con sus padres junto a lachimenea y finjo formar parte de lafamilia.

En cuanto las carreteras estándespejadas, Violet y yo nos adentramoscon mucho, muchísimo cuidado en ellaspara ver el puente del Arcoíris, la tablaperiódica gigante, los Siete Pilares y ellugar de linchamiento y sepultura de los

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hermanos Reno, los primeros ladronesde trenes de Estados Unidos. Trepamospor las empinadas paredes de la canteradel Empire, de donde extrajeron las 18 630 toneladas de piedra necesariaspara construir el Empire State Building.Visitamos el Indiana Moon Tree, que esun sicomoro gigante de más de treintaaños que creció a partir de una semillaque viajó con los astronautas a la luna yluego volvió. Este árbol es la estrelladel rock de la naturaleza, porque es unode los cincuenta que quedan vivos de losquinientos que se plantaron.

Vamos hasta Kokomo para escucharel zumbido eléctrico y aparcamos elPequeño Cabrón a los pies de Gravity

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Hill y subimos poco a poco hasta arriba.Es como la montaña rusa más lenta delmundo, pero funciona, y minutos mástarde estamos en lo alto. Después lallevo a celebrar nuestra cena de SanValentín en mi restaurante favorito de laciudad, Familia Feliz, que está al finalde un centro comercial de edificiosadosados a unos veinticinco kilómetrosde casa. Sirven la mejor comida china aleste del Mississippi.

El primer día de calor cae ensábado, razón por la cual acabamos enel Blue Hole, o agujero azul, un lago depoco más de una hectárea de superficie

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que se asienta en una propiedad privada.Preparo nuestras ofrendas: las puntas desus lápices del número dos y cuatropúas de guitarra rotas. El aire es tancaliente que ni siquiera necesitamos lachaqueta, solo jerséis, y después delinvierno que llevamos hasta la fecha,parece casi tropical.

Le tiendo la mano y la guío terraplénabajo hacia el lago de forma redondeaday flanqueado por árboles. Es un lugar taníntimo y silencioso que me imagino quesomos las dos únicas personas delmundo, que es como en realidad megustaría que fuera.

—Muy bien —dice Violet, y exhalaprolongadamente, como si hubiera

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estado todo ese rato conteniendo el aire.Lleva las gafas colgadas al cuello—.¿Qué lugar es este?

—Es el Blue Hole —digo—.Cuentan que no tiene fondo, o que elfondo es de arenas movedizas. Dicenque en el centro del lago hay una fuerzaque te succiona hacia abajo y te conducea un río subterráneo que es afluente delWabash. Dicen que te conduce a otromundo. Que es un escondite donde lospiratas ocultaron un tesoro y donde loscontrabandistas de alcohol de Chicagoenterraban los cuerpos y arrojaban loscoches robados. Que en los añoscincuenta, un grupo de adolescentesestuvo nadando aquí y desapareció sin

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dejar rastro. En 1969, dos ayudantes delsheriff llevaron a cabo una expediciónpara explorar el Hole, pero noencontraron ni cuerpos, ni tesoro, nicadáveres. Tampoco encontraron elfondo. Lo que sí encontraron fue unremolino que casi acaba engulléndolos.

He aparcado la gorra roja, losguantes y el jersey negro, y llevo uno decolor azul marino y pantalonesvaqueros. Me he cortado el pelo, ycuando Violet me ha visto, ha dicho:«Finch el Americano Total». Medescalzo y me quito la camiseta. Al solhace casi calor y me apetece nadar.

—Agujeros azules sin fondo comoeste los hay por todo el mundo, y todos

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tienen mitos similares asociados. Seformaron como cuevas, hace miles deaños, durante la última glaciación. Soncomo los agujeros negros de la tierra,lugares de los que nada puede escapar ydonde el tiempo y el espacio tocan a sufin. ¿No te parece alucinante quenosotros tengamos uno?

Violet vuelve la cabeza y mira haciala casa, el coche y la carretera, y luegome sonríe.

—Muy alucinante.Se descalza, se quita la camiseta y

los pantalones y, en cuestión desegundos, se queda a mi lado ensujetador y braguitas, que son de un tonorosa de lo más soso pero que, no sé por

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qué, son también lo más sexy que hevisto en mi vida.

Me quedo completamente sin habla yella se pone a reír.

—Anda, vamos. Sé que no erestímido, de modo que quítate lospantalones y hagámoslo. Supongo quequieres comprobar si los rumores sonciertos. —Me he quedado en blanco yViolet contonea la cadera, al estiloAmanda Monk, y descansa en ella unamano—. Eso de que no tiene fondo.

—Oh, sí. Por supuesto. Claro. —Mequito el pantalón y me quedo encalzoncillos. La cojo de la mano. Nosacercamos al saliente rocoso que rodeaesta parte del lago y subimos al mismo

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—. ¿Qué es lo que más miedo te da? —digo, antes de saltar, mientras noto quela piel empieza a arderme.

—Morir. Perder a mis padres.Quedarme aquí el resto de mi vida. Nosaber qué tengo que hacer. Ser normal.Perder a todos mis seres queridos.

Me pregunto si yo estaré incluido eneste grupo. Está saltando de puntillas,como si tuviera frío. Intento no mirarleel pecho mientras salta, porque, pormuchas cosas que sea, lo que esevidente es que Finch el AmericanoTotal no es un pervertido.

—¿Y a ti? —pregunta. Se ajusta lasgafas—. ¿Qué es lo que más miedo teda?

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Pienso. Lo que más miedo me da eslo del «Ándate con cuidado». Lo quemás miedo me da es la Caída Larga. Loque más miedo me da es Dormir y eldestino inminente e ingrávido. Lo quemás miedo me da soy yo.

—Nada.Le cojo la mano y saltamos juntos. Y

en ese instante no hay nada que temer,excepto la pérdida de contacto con sumano. El agua está sorprendentementecaliente y, por debajo de la superficie,transparente y azul. La miro, confiandoen que tenga los ojos abiertos, y lostiene. Con la mano que tengo libre,señalo hacia abajo y ella asiente, elcabello se abre a su alrededor como un

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ramillete de algas. Nadamos juntos,cogidos todavía, como una persona contres brazos.

Descendemos hacia el fondo, si esque lo hubiera. Cuanta más profundidadalcanzamos, más oscuro se vuelve elazul. El agua también se vuelve másoscura, como si su peso se hubieraasentado. No es hasta que noto que estátirándome de la mano que me dejoarrastrar hacia la superficie, dondeemergemos del agua y llenamos lospulmones.

—Dios mío —dice—. Aguantasmucho la respiración.

—Practico —respondo, deseando depronto no haberlo hecho, porque es una

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de esas cosas que, como lo de «soy unafantasía», suenan mejor dentro de micabeza que fuera.

Se limita a sonreír y a salpicarmecon el agua, yo también la salpico.Seguimos así un rato y la persigo por lasuperficie, me sumerjo, la agarro por laspiernas. Se escabulle y da unasbrazadas, limpias y potentes. Merecuerdo que es una chica de Californiay que lo más probable es que se hayacriado nadando en el océano. De prontosiento celos de todos los años que havivido antes de conocerme y echo anadar tras ella. Nadamos, mirándonos, yde repente no hay agua suficiente en elmundo como para limpiar mis

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pensamientos.—Me alegro de haber venido —

dice.Flotamos de espalda, otra vez de la

mano, de cara al sol. Tengo los ojoscerrados y susurro:

—Marco.—Polo —replica ella, y su voz

suena perezosa y remota.Al cabo de un rato, digo:—¿Quieres que bajemos otra vez a

buscar el fondo?—No. Me gusta estar aquí, así. —Y

entonces pregunta—: ¿Cuándo fue lo deldivorcio?

—Hará cosa de un año, por estaépoca.

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—¿Lo viste venir?—Sí y no.—¿Te gusta tu madrastra?—No está mal. Tiene un hijo de siete

años que no sé si es de mi padre, ya queestoy seguro de que estuvo engañando ami madre durante mucho tiempo. Unavez ya nos había dejado, cuando yo teníadoce años, dijo que ya no nos aguantabamás. Creo que por entonces ya estabacon ella. Volvió, pero luego, cuando semarchó para siempre, dejó muy claroque era por nuestra culpa. Que regresópor nuestra culpa y que por nuestraculpa había tenido que marcharse. Queno podía tener una familia.

—Y luego se casó con una mujer con

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un hijo. ¿Cómo es él?«El hijo que yo nunca seré».—No es más que un niño. —No me

apetece hablar sobre Josh Raymond—.Me voy a buscar el fondo. ¿Estás bienaquí? ¿Te importa?

—Estoy bien. Ve. Estaré por aquí.Sigue flotando.Inspiro hondo y me sumerjo,

agradezco la oscuridad del agua y elcalor en la piel. Nado para alejarme deJosh Raymond y de un padre que engaña,y de los padres tan implicados de Violetque son también sus amigos, y de mitriste y solitaria madre, y de mis huesos.Cierro los ojos y me imagino que Violetme envuelve, y entonces abro los ojos y

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me impulso hacia el fondo, con un brazoextendido, como Superman.

Siento la tensión de los pulmonesdeseosos de aire, pero continúo. Es muyparecido a la tensión de intentarmantenerme despierto cuando noto quela oscuridad se adentra en mi piel,cuando percibo que pretende llevarseprestado mi cuerpo sin pedir permiso,cuando intenta que mis manos seconviertan en sus manos, mis piernas ensus piernas.

Me sumerjo, noto los pulmonestensos y ardientes. Experimento unaremota punzada de pánico, pero paralizomi mente antes de propulsar el cuerpomás hacia el fondo. Quiero ver hasta

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dónde puedo llegar. «Está fueraesperándome». La idea me llena, peroaún noto que la oscuridad se adentra, através de los dedos, e intenta apoderarsede mí.

«Menos del dos por ciento de lagente que se suicida en Estados Unidoslo hace ahogándose, tal vez porque elcuerpo humano fue construido paraflotar. El país número uno del mundo enahogamientos, por accidente ointencionados, es Rusia, que presenta eldoble de fallecidos que el país que lesigue, Japón. Las islas Caimán,rodeadas por el mar Caribe, son las quepresentan menos ahogamientos».

Me gusta la profundidad, allí donde

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más se percibe el peso del agua. El aguaes mejor que correr porque lo bloqueatodo. El agua es mi poder especial, miforma de engañar al Sueño e impedirque llegue.

Quiero sumergirme aún más, porquecuanto más profundo, mejor. Quierocontinuar. Pero alguna cosa me haceparar. Pensar en Violet. La sensaciónardiente de los pulmones. Miro conanhelo el negro, ahí donde el fondodebería estar pero no está, y luegovuelvo a mirar la luz, muy débil, perotodavía ahí, y entonces me impulso haciala superficie. Vamos, pienso. Por favor,vamos. Mi cuerpo quiere subir, peroestá cansado. Lo siento. Lo siento,

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Violet. No volveré a abandonarte. No séen qué estaba pensando. Ya llego.

Cuando por fin cojo aire, ella estásentada en la orilla, llorando.

—Cabrón —dice.Noto que mi sonrisa desaparece y

nado hacia ella, la cabeza fuera delagua, con miedo a volver a sumergirla,ni que sea por un segundo, temeroso deque se espante.

—Cabrón —repite, más alto estavez, y se levanta. Sigue en ropa interior,y se envuelve con los brazos, intentandoentrar en calor, intentando taparse,intentando apartarse de mí—. ¿Quédemonios hacías? ¿Sabes el susto queme has dado? He buscado por todas

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partes. Me he sumergido todo lo que hepodido antes de salir a por aire y hevuelto a sumergirme, no sé, creo que tresveces.

Quiero que pronuncie mi nombreporque entonces sabré que todo estábien, que no he ido demasiado lejos yque no acabo de perderla para siempre.Pero no lo hace, y noto una sensaciónfría y oscura que crece en la boca delestómago, tan fría y oscura como elagua. Encuentro el borde del Blue Hole,donde de repente hay un fondo, y salgopara acercarme a ella, empapando laorilla.

Me da un empujón para apartarme, yluego otro, me tambaleo pero no pierdo

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el equilibrio. Permanezco inmóvilmientras me pega, y luego rompe a llorary veo que está temblando.

Quiero besarla, pero nunca la hevisto así y no sé qué hará si intentotocarla. Me digo: «Por una vez, no tieneque ver contigo, Finch». De modo queme mantengo a una distancia segura y ledigo:

—Suéltalo, todo eso que llevasdentro. Estás cabreada conmigo, con tuspadres, con la vida, con Eleanor. Vamos.Suéltamelo. No desaparezcas ahí.

Me refiero a que no se sumerja en suinterior, donde jamás podré alcanzarla.

—Que te jodan, Finch.—Mejor. Continúa. Ahora no pares.

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No seas una persona que espera. Viviste.Sobreviviste a un accidente horroroso.Pero estás… aquí. Existes, como todoslos demás. Levántate. Haz esto. Haz lootro. Enjabona. Aclara. Repítelo. Una yotra vez para lavarlo y no tener quepensar nunca más en ello.

Me empuja sin parar.—Deja de comportarte como si

supieras cómo me siento.Me aporrea con los puños, pero yo

sigo sin moverme.—Sé que hay más, seguramente

muchos años de mierda que has estadodisimulando con una sonrisa yocultando.

Me pega, me pega y, de repente, se

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tapa la cara.—No sabes lo que es. Es como si

tuviera en mi interior una personitarabiosa y noto que intenta salir. Se haquedado sin espacio porque cada vez esmás grande, y más grande. Y por esoempieza a ocuparme, los pulmones, elpecho, la garganta, y yo la empujo haciaabajo para que no salga. No quiero quesalga. No puedo permitir que salga.

—¿Por qué no?—Porque la odio, porque esa

persona no soy yo, pero está aquí y nome deja en paz, y lo único que pienso esque quiero estallar contra alguien, contraquien sea, y enviarlo a la mierda porqueestoy enfadada con todo.

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—No me lo cuentes. Rompe algunacosa. Destroza alguna cosa. Arrojaalguna cosa. O grita. Sácalo de tuinterior.

Grito. Grito y grito. Entonces cojouna piedra y la lanzo contra el muro querodea la laguna.

Le doy una piedra y se quedaparalizada, con la palma de la manohacia arriba, como si no supiese quéhacer. Le cojo la piedra y la lanzo contrael muro. Le doy otra. La arroja contra elmuro y grita, y patalea, y parece unaloca. Saltamos por el terraplén yempezamos a lanzar y destrozar cosas, yentonces se vuelve hacia mí, de repente,y dice:

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—¿Qué somos, de todos modos?¿Qué está pasando aquí, exactamente?

Es en ese momento cuando ya nopuedo contenerme más, por mucho queesté furiosa, por mucho que tal vez meodie. La atraigo hacia mí y la beso comosiempre he querido besarla, más tirandoa una película de mayores de dieciochoaños que a una apta para todos lospúblicos. Al principio la noto tensa,percibo que no quiere devolverme elbeso y se me parte el corazón. Peroantes de que me dé tiempo a retirarmenoto que se comba y se funde conmigo ala vez que yo me fundo con ella bajo elcálido sol de Indiana. Y sigue aquí, y nose marcha, y todo irá bien. «Me dejo

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llevar. Nos unimos a la lenta marea.Entramos y salimos, nos vemosarrastrados… no podemos salir de esossinuosos, dubitativos, abruptos,perfectamente circulares muros que nosrodean».

Y entonces la separo de mí.—¿Qué demonios?Está empapada, enfadada, y me mira

con esos enormes ojos de color grisverdoso.

—Te mereces algo mejor. No puedoprometerte que vaya a seguir siempreaquí, y no porque no quiera. Es difícilde explicar. Soy un tarado. Estoy roto ynadie puede repararme. Lo he intentado.Lo sigo intentando. No puedo amar a

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nadie porque no sería justo para quienme amara. Nunca te haré daño, no delmismo modo que sí quiero hacerle dañoa Roamer. Pero no puedo prometerte queno acabe destrozándote, pedacito apedacito, hasta dejarte reducida a milpedazos, como yo. Deberías saberdónde te metes antes de implicartesentimentalmente.

—Por si no te has dado cuenta, yaestamos implicados sentimentalmente,Finch. Y por si no te has dado cuenta, yotambién estoy rota. —Y dice acontinuación—: ¿Cómo te hiciste lacicatriz? Pero ahora cuéntame lo quepasó de verdad.

—Lo que pasó de verdad es

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aburrido. Mi padre tiene momentos deestados de ánimo negrísimos. Del másnegro de los negros. Negro como cuandono hay luna ni estrellas y se acerca unatormenta. Yo era mucho más pequeñoque ahora. Y no sabía cómo esquivarlo.—Hay cosas que no me gustaría tenerque contarle nunca—. Me gustaría poderprometerte días perfectos y sol, peronunca seré un Ryan Cross.

—Si una cosa sé, es que nadie puedeprometer nada. Y no quiero a RyanCross. Deja que sea yo la que sepreocupe de qué quiero.

Y entonces me besa. Es de esosbesos que te hacen perder el mundo devista, y cuando nos separamos no sé si

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han pasado horas o minutos.—Por cierto —dice—. Ryan Cross

es cleptómano. Roba cosas paradivertirse. Y ni siquiera son cosas que legustan, sino de todo. Su habitaciónparece una de esas habitaciones quesalen en la serie «Hoarders». Por siacaso pensabas que era perfecto.

—Ultravioleta Marcada, me pareceque te quiero.

Para que no se sienta con laobligación de replicar con algoparecido, vuelvo a besarla, y mepregunto si me atreveré a hacer algomás, a ir más lejos, porque no quieroechar a perder este momento. Yentonces, puesto que ahora soy yo el que

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piensa demasiado, y porque ella esdistinta a todas las demás chicas yporque de verdad, de verdad, no quierojoder esto, me concentro en besarla en laorilla del Blue Hole, bajo el sol, y enque esto sea suficiente.

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El día D

Vamos a su casa para ducharnos yentrar en calor porque hacia las tresvuelve a refrescar. La casa está vacía,porque aquí todo el mundo entra y salecuando le viene en gana. Coge agua dela nevera, unas galletas saladas yguacamole y lo sigo hacia la planta dearriba. Sigo húmeda y tiritando.

La habitación ahora es azul —

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paredes, techo, suelo— y ha trasladadotodos los muebles a una esquina de talmodo que el espacio queda dividido endos. Hay menos desorden y la pared conlas palabras y las notas ya no existe.Con tanto azul me siento como en unapiscina, estoy de nuevo en el Blue Hole.

Me ducho yo primero e intento entraren calor bajo el chorro de agua caliente.Cuando salgo del cuarto de baño,envuelta en una toalla, Finch ha puestomúsica en un viejo tocadiscos.

A diferencia del baño en el BlueHole, la ducha de Finch no se prolongamás allá de un minuto. Cuandoreaparece, dice:

—Nunca me has preguntado qué

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hacía allá arriba, en aquella cornisa.Se queda delante de mí, medio

desnudo, sincero, dispuesto aexplicarme lo que sea, pero, por algúnmotivo que desconozco, no estoy muysegura de querer saberlo.

—¿Qué hacías allá arriba, enaquella cornisa? —pregunto en unsusurro.

—Lo mismo que tú. Quería ver quése sentía. Quería imaginarme saltandodesde allí. Quería dejar atrás toda lamierda. Pero cuando empecé aimaginármelo, no me gustó. Y entonceste vi a ti.

Me da la mano, tira de mí para quedé la vuelta y me quede delante de él, e

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iniciamos un movimiento de vaivén, unpequeño balanceo, pero sin apenasmovernos, presionados el uno contra elotro, mi corazón latiendo con fuerzaporque si echo la cabeza hacia atrás, así,me besará como está haciendo ahora.Noto sus labios alzándose en lascomisuras, sonriendo. Abro los ojos enel momento en que él los abre también, ysus ojos azules, azulísimos, brillan contanta intensidad que son casi negros. Elpelo mojado le cae sobre la frente yentonces apoya la cabeza contra la mía.

—¿Estás bien?Y entonces me doy cuenta de que la

toalla ha caído al suelo y está desnudo.—Estoy bien.

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Acerco la punta de los dedos a sucuello, para notarle el pulso, que estáigual que el mío: acelerado yenfebrecido.

—No tenemos por qué hacerlo.—Lo sé.Y entonces cierro los ojos, mi toalla

cae al suelo y la canción termina. Y sigooyéndola después, cuando estamos en lacama, bajo las sábanas, y mientrassuenan otras canciones.

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El día D

Violet es oxígeno, carbono,hidrógeno, nitrógeno, calcio y fósforo.Los seis elementos de los que todosestamos compuestos, aunque no puedoevitar pensar que es algo más que eso,que posee otros elementos de los quenadie ha oído hablar y que la diferenciande todos los demás. Experimento un

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breve momento de pánico cuandopienso: «¿Qué pasaría si uno de esoselementos funcionara mal o dejara defuncionar por completo?». Intentoignorar esas ideas y concentrarme en elolor del champú y la sensación de supiel hasta que dejo de ver moléculas yveo a Violet.

Mientras la canción suena en eltocadiscos, escucho también una de miinvención que va tomando forma:

Haces que te ame…

La frase se repite en mi cabeza una yotra vez hasta que nos acostamos.

Haces que te ame…

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Haces que te ame…Haces que te ame…

Deseo levantarme, escribirla y pegarla nota en la pared. Pero no lo hago.

Después, enmarañados en la cama,jadeantes, sin acabar de creer lo queacaba de pasar, digo:

—Sir Patrick Moore era unastrónomo británico muy famoso. Teníaun programa en la BBC llamado «Sky atNight» que se mantuvo en antena más decincuenta años. Pues resulta que el 1 deabril de 1976, sir Patrick Moore anuncióen el programa que en el cielo estaba a

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punto de suceder algo grande. Queexactamente a las 9.47 de la mañana,Plutón pasaría justo por detrás deJúpiter, en relación con la Tierra.Explicó que era una alineaciónexcepcional que significaba que lacombinación de la fuerza gravitatoria deesos dos planetas contrarrestaríatemporalmente la gravedad de la Tierra,razón por la cual todo el mundo pesaríamenos. Lo denominó «efectogravitacional de Júpiter-Plutón».

Violet está apoyada sobre mi brazo,despierta pero adormilada.

—Patrick Moore explicó a losespectadores que podían experimentar elfenómeno saltando justo en el preciso

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instante en que se produjera laalineación. Si saltaban, se sentiríanlivianos, como si estuvieran flotando.

Se mueve, algo más despierta.—A las 9.47 dijo a todo el mundo:

«¡Saltad!». Y esperó. Transcurrió unminuto y la centralita de la BBC secolapsó con cientos de llamadas degente diciendo que lo había notado. Unamujer llamó desde Holanda para decirque su marido y ella habían flotadoincluso por su habitación. Un hombrellamó desde Italia para decir que susamigos y él estaban sentados alrededorde una mesa y que todos, mesa incluida,se habían levantado del suelo. Otrollamó desde Estados Unidos para

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explicar que sus hijos y él habían voladocomo cometas por el jardín de su casa.

Violet se ha incorporado y estáapoyada sobre el codo, mirándome.

—Pero ¿sucedió de verdad?—Pues claro que no. Fue una

inocentada.Me da una palmada en el brazo y se

recuesta de nuevo.—Has hecho que me lo creyera.—Pero lo comentaba para que sepas

que así es como me siento en estosmomentos. Como si Plutón y Júpiterestuvieran alineados con la Tierra y yoestuviera flotando.

Transcurrido un minuto, dice:—Eres un bicho raro, Finch. Pero es

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lo más bonito que me han dicho en lavida.

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La mañana después

Por la mañana, me despierto antesque él y permanezco un rato másacostada, disfrutando de la sensacióndel brazo que me envuelve y del sonidode su respiración. Está tan quieto ycallado que apenas lo reconozco.Observo que sus párpados se mueven ensueños y me pregunto si estará soñandoconmigo.

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Cuando abre los ojos, estoy apoyadaen un codo, mirándolo.

—Eres de verdad —dice.—Soy yo.—No eres un efecto gravitacional de

Júpiter-Plutón.—No.—En este caso —esboza una sonrisa

maliciosa—, he oído decir que Plutón,Júpiter y la Tierra están a punto dealinearse. Me pregunto si te apeteceríaacompañarme en un experimento deflotación —dice, atrayéndome hacia él.

Y entonces caigo.Es de día.Y está saliendo el sol.Y el sol se ha puesto en algún

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momento y yo no he vuelto a casa ni hellamado a mis padres para decirlesdónde estaba.

—Es de día —murmuro, y creo quevoy a vomitar.

Finch se sienta. Se ha quedadoblanco.

—Mierda.—OhDiosmíoDiosmíoDiosmío.—Mierda, mierda y mierda.Nos vestimos y salimos en un abrir y

cerrar de ojos, y llamo a mis padresmientras Finch fulmina récords develocidad para seguirme.

—¿Mamá? Soy yo.Al otro lado de la línea, rompe a

llorar, y entonces se pone mi padre y

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dice:—¿Estás bien? ¿Estás sana y salva?—Sí, sí. Lo siento. Ya voy. Ya casi

he llegado.

En cuanto doblamos la esquina de micalle veo un coche de policíaestacionado delante de la casa.

—Dios mío —exclamo, tapándomela boca con las manos.

Finch no ha dicho ni una palabra, talvez porque está concentrado en laconducción. Frena en seco y salimos delcoche dando un portazo. Corremos porel camino de acceso. La puerta de casaestá abierta de par en par y oigo voces

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dentro, subiendo de volumen y bajando acontinuación.

—Será mejor que te vayas —le digo—. Deja que hable yo con ellos.

Pero en ese momento aparece mipadre y parece que haya envejecidoveinte años de la noche a la mañana. Meexamina la cara con la mirada, para versi estoy bien. Me atrae hacia él y meabraza con fuerza, asfixiándome casi.Entonces dice:

—Entra en casa, Violet. Despídetede Finch.

Lo dice como si fuese definitivo,como si quisiera decir «Despídete deFinch porque nunca más volverás averlo».

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Oigo que Finch, detrás de mí, dice:—Hemos perdido la noción del

tiempo. No es culpa de Violet, sino mía.No le eche a ella la culpa, por favor.

Ha aparecido también mi madre, yun policía uniformado, y luego otro. Ledigo a mi padre:

—Él no tiene la culpa.Pero mi padre no escucha. Sigue

mirando a Finch por encima de micabeza.

—Yo me largaría de aquí de estar entu lugar, hijo.

Viendo que Finch no se mueve, mipadre hace el gesto de ir hacia él y tengoque impedirle el paso.

—¡James!

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Mi madre le tira del brazo para queno pueda superar el obstáculo que yo leinterpongo y abalanzarse contra Finch.Los policías ocupan la escalera y todoel mundo empuja a mi padre parameterlo en casa, y entonces mi madre,casi estrangulándome de lo fuerte queme abraza, rompe a llorar. No puedo vernada porque estoy asfixiada una vezmás, y al final oigo que el coche deFinch se pone en marcha y se va.

Dentro, después de que los policíasse hayan ido y mi padre y yo hayamosconseguido, de un modo u otro,calmarnos un poco, me siento delante deellos. Mi padre es el único que hablamientras mi madre mira al suelo después

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de haber dejado caer las manos muertassobre el regazo.

—Ese chico es problemático, Violet.Es impredecible. Ha presentado cuadrosde violencia desde pequeño. No es eltipo de persona con quien deberíascompartir tu tiempo.

—¿Quién te ha dicho todo esto?—Su padre.—¿Cómo…? —Pero entonces

recuerdo la conversación quemantuvieron Finch y mi padre mientrascompartían un plato de gofres—. ¿Hasllamado a los Almacenes Finch?

En vez de responder, dice:—¿Por qué no nos contaste que era

el chico del campanario?

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—¿Cómo…? ¿También te ha contadoeso su padre?

—Llamamos a Amanda para ver siestabas en su casa, o si te había visto.Nos dijo que lo más seguro era queestuvieras con Theodore Finch, el chicoal que le salvaste la vida.

Mi madre tiene la cara empapada delágrimas, los ojos rojos.

—Violet, no pretendemos ser losmalos de la película. Solo intentamoshacer lo mejor.

«¿Lo mejor para quién?», megustaría decir.

—No confiáis en mí.—Sabes que eso no es cierto. —Mi

madre está herida y enfadada—.

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Creemos que, teniendo en cuenta lasituación, hemos sido más quecomprensivos. Pero tienes que pararteun momento a pensar el porqué denuestra postura. No pretendemos sersobreprotectores y tampocopretendemos ahogarte. Lo único quequeremos es que estés bien y a salvo.

—Y que no me pase nada como loque le pasó a Eleanor. ¿Por qué no meencerráis dentro de casa para siemprepara no tener que preocuparos nuncamás?

Mi madre mueve la cabeza en ungesto de preocupación. Entonces mipadre insiste:

—No lo verás más. Se acabó lo de

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pasarse el día dando vueltas por ahí encoche. Hablaré con tu profesor el lunessi es necesario. Puedes hacer unaredacción o lo que sea para compensarlo que falte de trabajo. ¿Me heexplicado bien?

—Circunstancias atenuantes.Ya estamos otra vez en lo mismo.—¿Perdón?—Sí. Te has explicado bien.

Desde la ventana de mi habitaciónveo que los policías suben al cochepatrulla. Permanecen sentados allí unbuen rato y me pregunto si es que estánobligados a hacerlo, tal vez para

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asegurarse de que no nos matemos entrenosotros. Me quedo mirando hasta queel coche se pone en marcha y se van. Lasvoces de mis padres continúan rugiendoabajo y sé que nunca jamás volverán aconfiar en mí.

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Lo que sigue

Veo el monovolumen antes de verloa él. Estoy a punto de pasar de largo demi casa y continuar hacia quién sabedónde, pero alguna cosa me obliga adetener el coche y entrar.

—Ya estoy aquí —grito—. Ven a pormí.

Mi padre sale del salón en

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estampida, como un ariete, mi madre yRosemarie corriendo detrás de él. Nome dice ni palabra, sino que se limita amandarme volando por la cocina y aestamparme contra la puerta. Melevanto, me sacudo, y cuando vuelve alevantar el brazo, me echo a reír. Mirespuesta lo sorprende de tal modo quesu brazo se detiene en el aire y entiendolo que piensa: «Está más loco de lo queme imaginaba».

—Ahí está la gracia —digo—. Pormucho que dediques las cinco próximashoras, o los cinco próximos días, apegarme una paliza, no siento nada. Yano. —Dejo que haga una últimatentativa, pero cuando la mano avanza

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hacia mí, lo agarro por la muñeca—. Ysolo para que lo sepas, esto no volverása hacerlo nunca más.

No espero que funcione, pero algodebe de tener mi tono de voz puesto que,de pronto, deja caer el brazo.

—Siento haber preocupado a todo elmundo —le digo a mi madre—. Violetestá en su casa sana y salva y yo subo ami habitación.

Espero a que mi padre venga a pormí. Pero en vez de cerrar la puerta conllave y colocar la cómoda delante, ladejo abierta. Espero que mi madrevenga a ver cómo estoy. Pero no subenadie porque, al fin y al cabo, estoy enmi casa, lo que significa que no hay que

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hacer grandes esfuerzos para acceder amí.

Escribo a Violet disculpándome:«Espero que estés bien. Espero que nosean demasiado duros contigo. Ojalá nohubiera acabado así, pero no mearrepiento de nada de lo que sucedióantes».

Me responde: «Estoy bien. ¿Y tú?¿Estás bien? ¿Has visto a tu padre? Yotampoco me arrepiento de nada, aunqueme gustaría poder volver atrás y haberllegado a casa antes. Mis padres noquieren que vuelva a verte».

Escribo: «Tendremos queconvencerlos de que cambien de idea.Por cierto, por si te sirve de algo, que

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sepas que me has enseñado una cosa,Ultravioleta: el día perfecto existe».

A la mañana siguiente me presentoen casa de Violet y llamo al timbre. Meabre la puerta la señora Markey, pero envez de invitarme a pasar, se planta en elumbral y entorna la puerta detrás de ella.Me sonríe, como queriendo disculparse.

—Lo siento, Theodore.Mueve la cabeza en sentido negativo

y con ese simple gesto lo dice todo. «Losiento pero nunca más volverás aacercarte a nuestra hija porque eresdiferente y raro, una persona en quien nopodemos confiar».

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Oigo al señor Markey en el interior.—¿Es él? ¿Qué quiere?Ella no le responde. Pero me

observa con detenimiento la cara, comosi hubiera recibido instrucciones decomprobar si tengo magulladuras dealgún tipo o alguna cosa más grave,incluso algo roto. Es un gestobondadoso, pero que me hace sentircomo si no estuviera realmente aquí.

—¿Estás bien?—Sí. Estoy bien. No me pasa nada.

Pero estaría mejor si pudiera hablar conustedes para explicarme y decirles quelo siento, y si pudiera ver a Violet. Soloun par de minutos, no más. Tal vez, sipudiera pasar…

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Necesito simplemente que me den laoportunidad de sentarme con ellos yhablar y decirles que no soy tan malocomo se imaginan, que nunca másvolverá a suceder y que se equivocanpor no confiar en mí.

El señor Markey aparece detrás desu esposa y me mira con muy mala cara.

—Tienes que irte, hijo.Y así, sin más, me cierran la puerta,

y me quedo plantado en la escalera,completamente solo.

En casa, entro en HerSister.com yme aparece un mensaje: «Servidor noencontrado». Vuelvo a teclear la página,

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una y otra vez, pero siempre me sale lomismo: «Se ha ido, ido, ido».

Entro en Facebook y escribo:«¿Estás ahí?».

Violet: «Estoy aquí».Yo: «He venido a verte».Violet: «Lo sé. Están muy enfadados

conmigo».Yo: «Ya te dije que siempre acababa

rompiéndolo todo».Violet: «No has sido tú… hemos

sido nosotros. Pero la culpa es mía. Porno pensar».

Yo: «Estoy aquí y solo deseo poderregresar a ayer por la mañana. Quieroque los planetas vuelvan a alinearse».

Violet: «Dales tiempo».

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Escribo: «Eso es lo único que notengo».

Lo borro.

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Cómo sobrevivir a las arenasmovedizas

Por la noche entro en mi vestidor,que es cálido y acogedor, como unacueva. Empujo hacia un rincón toda laropa de las perchas y extiendo la colchade la cama en el suelo. Deposito en elsuelo, a mis pies, la jarra con el aguamilagrosa de Mudlavia y apoyo en lapared una fotografía de Violet —una que

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le hice en el Blue Flash— junto con lamatrícula que me llevé del lugar delaccidente. Luego apago la luz. Acomodoel ordenador portátil sobre mis rodillasy me llevo un cigarrillo a la boca,apagado, porque de lo contrario elambiente estaría muy cargado.

Estoy en el campamento desupervivencia de Finch. No es laprimera vez que lo utilizo y conozco elproceso como la palma de mi enormemano. Me quedaré aquí todo el tiempoque necesite, sea el que sea.

«Dicen los destructores de mitos quees imposible hundirse en las arenasmovedizas, pero que se lo cuenten a lajoven madre que fue a Antigua para

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asistir a la boda de su padre (con suesposa número dos) y fue tragada por laplaya mientras contemplaba la puesta desol. O a los adolescentes que fueronengullidos por completo en una fosaartificial de arenas movedizas en unosterrenos propiedad de un hombre denegocios de Illinois».

Por lo visto, para sobrevivir a lasarenas movedizas tienes que mantenertecompletamente inmóvil. Es el pánico loque acaba tirando de ti y hundiéndote.De modo que, tal vez, si me mantengoinmóvil y sigo los «Ocho pasos parasobrevivir a las arenas movedizas»,consiga superarlo.

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1) Evitar las arenas movedizas.Bueno. Demasiado tarde. Continúo.

2) Siempre que te adentres en unterritorio con arenas movedizas, llevacontigo un palo. Dice la teoría que elpalo te servirá para ir comprobando conantelación el terreno donde pisas eincluso para sacarte de allí si ves que tehundes. El problema de esta teoría es que,muchas veces, no sabes que te hasadentrado en un territorio con arenasmovedizas hasta que ya es demasiadotarde. Pero me gusta el concepto de lapreparación. Supongo que me he saltadoeste paso y he ido directamente a:

3) Si te encuentras en un terreno de

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arenas movedizas, despréndete de todo.Si vas cargado con un peso grande, lasposibilidades de hundirte con rapidezaumentarán. Tienes que descalzarte ydesprenderte de todo lo que llevesencima. Siempre es mejor hacerlo sisabes con antelación que vas aencontrarte en este terreno (véase númerodos), de modo que, de hecho, si vas aadentrarte en cualquier lado donde existela posibilidad de que encuentres arenasmovedizas, hazlo desnudo. Mi retirada alropero forma parte del ejercicio dedesprenderme de todo.

4) Relájate. Esto tiene que ver con elantiguo dicho de: «Mantente

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completamente inmóvil y así no tehundirás». Hecho adicional: si te relajas,la flotabilidad del cuerpo te mantendrá enla superficie. Es decir, es momento demantener la calma y dejar que el efectogravitacional de Júpiter-Plutón surtaefecto.

5) Respira hondo. Esto va de la manodel número cuatro. El truco, por lo visto,consiste en llenar al máximo de aire lospulmones; cuanto más respires, másflotas.

6) Túmbate de espaldas. Si empiezasa hundirte, déjate caer y extiende elcuerpo todo lo posible mientras intentasliberar las piernas. En cuanto te hayas

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despegado del fondo, podrás avanzarcentímetro a centímetro hacia laseguridad de tierra firme.

7) Tómate tu tiempo. Losmovimientos bruscos no hacen más queperjudicar la causa; por lo tanto, muévetemuy lentamente y con cuidado hastaquedar libre.

8) Descansa muy a menudo. Salir delas arenas movedizas puede llevar muchotiempo. Por lo tanto, descansa siempreque notes que te quedas sin aire o que tucuerpo empieza a cansarse. Mantén lacabeza elevada durante los descansos.

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La semana después

Vuelvo al instituto imaginando quetodo el mundo estará al corriente.Recorro los pasillos, abro la taquilla,me siento en el aula y espero queprofesores y compañeros me lancenmiradas de estar al corriente de todo odigan «Otra que ya no es virgen». Laverdad es que es casi una decepción queno lo hagan.

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La única que lo adivina es Brenda.El día de mi regreso, nos sentamosjuntas en la cafetería y, mientraspicoteamos los burritos que un cocinerode Indiana ha intentado componer, mepregunta qué he hecho el fin de semana.Tengo la boca llena de burrito e intentodecidir si tragármelo o escupirlo, razónpor la cual no respondo al instante.

—Dios mío, te has acostado con él—dice entonces.

Lara y las tres Brianas dejan decomer. Quince o veinte cabezas sevuelven hacia nosotras, porque cuandoBrenda quiere, tiene una voz potente deverdad.

—Sabes perfectamente bien que

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Finch no dirá ni una palabra a nadie. Esun caballero. Por si acaso estuvieraspreguntándotelo.

Abre la lata de refresco y bebe lamitad de un solo trago.

Bien, la verdad es que había estadopreguntándomelo. Al fin y al cabo, hasido mi primera vez pero no la primerade él. Pero se trata de Finch y confío enél, aunque nunca se sabe —los chicoshablan—, y a pesar de que el Día D nofue nada sucio, me siento un poco sucia,y también más adulta.

Al salir de la cafetería, ybásicamente para cambiar de tema, lecuento a Brenda lo de Germ y lepregunto si le gustaría colaborar.

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Entorna los ojos, como si intentaradiscernir si le estoy tomando o no elpelo.

—Lo digo en serio. Aún quedanmuchas cosas por definir, pero lo quetengo claro es que quiero que Germ seaoriginal.

Bren echa la cabeza hacia atrás yrompe a reír, diabólicamente casi.

—De acuerdo —dice, recuperandoel aliento—. Me apunto.

Cuando veo a Finch en clase degeografía de Estados Unidos, parececansado, como si no hubiera dormidonada. Me siento a su lado, justo al otroextremo de donde se sientan Amanda,Roamer y Ryan, y al salir tira de mí

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hacia debajo de la escalera y me besacomo si le diera miedo que yo pudieradesaparecer. Lo prohibido de lasituación hace que la corriente eléctricame recorra con más fuerza si cabe, ydeseo que el instituto termine ya de unavez por todas para no tener que volveraquí nunca más. Me digo que podríamossubir en el Pequeño Cabrón y ponerrumbo hacia el oeste o el este, hacia elnorte o el sur, hasta dejar muy atrásIndiana. Recorreríamos el país, luego elmundo, solo Theodore Finch y yo.

Pero por ahora, por lo que queda desemana, solo nos vemos en el instituto ynos besamos debajo de la escalera o enrincones oscuros. Por las tardes, cada

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uno va por su lado. Por las noches,hablamos a través del ordenador.

Finch: «¿Algún cambio?».Yo: «Si te refieres a mis padres,

no».Finch: «¿Qué probabilidades hay de

que perdonen y olviden?».La verdad es que las probabilidades

no pintan muy bien. Pero no quierodecírselo porque está muy preocupado,y desde aquella noche hay, además, algoque lo envuelve, como si estuvieradetrás de una cortina.

Yo: «Solo necesitan tiempo».Finch: «Odio esto de parecernos a

Romeo y Julieta, pero quiero verte asolas. Sin estar rodeados por la

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población entera de Bartlett High».Yo: «Si vinieras y yo me largara a

escondidas, o te dejara entrar ahurtadillas, me encerrarían en casa paratoda la vida a cal y canto».

Pasamos una hora pensando enescenarios descabellados para podervernos, entre los que destacan una falsaabducción alienígena, disparar la alarmade tornado de la ciudad y excavar untúnel subterráneo desde su zona de laciudad a la mía.

Es la una cuando le digo que tengoque irme a dormir, pero acabo tumbadaen la cama con los ojos abiertos. Micerebro sigue despierto y no para depensar, tal y como era habitual antes de

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la pasada primavera. Enciendo la luz yanoto ideas para Germ: preguntarle alpadre, listados de libros, bandassonoras diarias, listas de lugares dondechicas como yo podrían colaborar. Unade las cosas que quiero crear es unasección de Excursiones, donde loslectores puedan enviar fotografías ovídeos de sus lugares favoritos, seangrandiosos, pequeños, estrambóticos,poéticos o normales y corrientes.

Le envío un mensaje de correoelectrónico a Brenda y una nota a Finch,por si acaso está todavía despierto. Yentonces, aunque tal vez sea anticiparmeen exceso, escribo a JordanGripenwaldt, Shelby Padgett, Ashley

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Dunston, las tres Briana y la periodistaLeticia Lopez, invitándolos a todos acontribuir. También a Lara, la amiga deBrenda, y a otras chicas que sé que sonbuenas escritoras o artistas o que tienenalguna cosa original que decir:«Queridas Chameli, Olivia, Lizzy,Priscilla, Alyx, Laila, Sa’iyda…».Eleanor y yo éramos HerSister, pero porlo que a mí se refiere, cuantas másvoces, mejor.

Pienso en pedírselo también aAmanda. Le escribo una carta y la dejoen la carpeta de borradores.

A la mañana siguiente, cuando melevanto, la elimino.

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El sábado desayuno con mis padresy luego les digo que voy a ir en bici acasa de Amanda. No me preguntan porqué quiero relacionarme con unapersona que me gusta tan poco, ni quépensamos hacer, tampoco cuándo piensovolver. Por algún motivo, confían enAmanda Monk.

Paso de largo su casa y cruzo laciudad rumbo a casa de Finch, y todoresulta muy fácil, a pesar de que sientouna extraña punzada en el pecho porhaberles mentido a mis padres. Cuandollego allí, Finch me hace trepar por lasalida de incendios y entrar por laventana para que no me cruce con su

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madre o sus hermanas.—¿Crees que me habrán visto? —

pregunto, sacudiéndome los vaqueros.—Lo dudo. Ni siquiera están en

casa.Ríe cuando le pellizco el brazo, y

entonces me coge la cara entre lasmanos y me besa. La punzada se esfuma.

Como la cama está llena de ropa yde libros, saca una colcha del vestidor ynos acostamos en el suelo, cubiertos conla manta. Nos desnudamos y entramos encalor, y después charlamos como niños,tapados hasta la cabeza. Hablamos en unsusurro, por si alguien nos oye, y porprimera vez le comento lo de Germ.

—Me parece que podría acabar

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convirtiéndose en algo, y todo gracias ati —digo—. Cuando te conocí, lo habíaabandonado por completo. No le dabaninguna importancia.

—Uno, te preocupa que todo estosea un relleno, pero ten en cuenta que laspalabras que escribas seguirán aquícuando tú te hayas ido. Y dos, habíasabandonado muchas cosas, pero lashabrías recuperado independientementede que me hubieras conocido o no.

Por alguna razón, no me gusta cómosuena lo que dice, como si pudieraexistir un universo donde no conociese aFinch. Pero luego volvemos asumergirnos bajo la manta y hablamossobre todos los lugares del mundo que

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queremos recorrer, que al final seconvierten en todos los lugares delmundo donde queremos Hacerlo.

—Nos pondremos en marcha —diceFinch, trazándome círculos en elhombro, en el brazo, en la cadera—.Viajaremos por todos los estados y,cuando los hayamos visto todos,cruzaremos el océano y viajaremos porel resto del mundo. Será como unmaratón, el Viajerón.

—Viajemanía.—Viajerama.Sin consultar el ordenador, vamos

enumerando por turnos todos los lugaresdonde podríamos ir. Y luego, de pronto,tengo de nuevo esa sensación, como si

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se hubiera escondido detrás de unacortina. Y después vuelve aquellapunzada y no puedo evitar pensar entodo lo que he hecho para venir aquí:escaparme sin que lo sepan mis padres,para empezar, y además mentirles.

En un momento dado, digo:—Tendría que irme.Me da un beso.—O podrías quedarte un poco más.Y eso hago.

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Vacaciones de primavera

Mediodía. Campus de la NYU,Nueva York, Nueva York.

—Tu padre y yo nos alegramos depoder disfrutar de estos días contigo,cariño. Una escapada así es buena paratodos —dice mi madre.

Se refiere a una escapada lejos decasa, aunque creo que, por encima detodo, se refiere a una escapada lejos de

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Finch.Me he llevado el cuaderno para

poder tomar notas sobre los edificios, lahistoria y cualquier cosa interesante quepueda compartir con él. Mis padresestán hablando sobre cómo matricularmeen primavera del año que viene yrealizar el traslado desde la universidadque haya escogido yo previamente.

Pero lo que a mí me preocupa es queFinch no me haya respondido a los tresúltimos mensajes de texto. Me preguntosi será esta la pauta el año próximo siestudio en Nueva York o donde sea: yointentando concentrarme en launiversidad, en la vida, cuando lo únicoque hago es pensar en él. Me pregunto si

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vendrá conmigo o si el final incorporadode nuestra relación estará en el instituto.

—Llegará sin que nos demos nicuenta, y no estoy preparada —dice mimadre—. No sé si llegaré a estarpreparada algún día.

—No te pongas a llorar, mamá. Loprometiste. Tenemos aún mucho tiempopor delante y no sabemos tampocodónde terminaré.

—Será una excusa para venir a verlay pasar unos días en la ciudad —apuntaentonces mi padre.

Pero veo que, detrás de las gafas,también tiene los ojos húmedos.

Aunque no lo dicen, percibo laexpectación y el peso que se cierne

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sobre nosotros. Y que tiene su origen enel hecho de que nunca llegaron a poderhacer esto con su hija mayor. Nuncallegaron a llevarla a la universidad, ni adesearle un buen primer año de estancia,ni a decirle que fuera con cuidado, quevolviera a casa a vernos de vez encuando, que nunca olvidara que soloestábamos a una llamada telefónica dedistancia. Es un momento más que se lesha robado, y un momento más en que yotengo que compensarlos porque soy loúnico que les queda.

Antes de que los tres acabemosderrumbándonos en medio del campus,digo:

—Papá, ¿por qué no nos cuentas la

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historia de la NYU?

En el hotel tengo una habitación paramí sola. Es estrecha, con dos ventanas,un tocador y un armario para latelevisión gigante, que da la impresiónde que se caerá con gran estrépitomientras esté durmiendo.

En la calle se oyen los sonidos de laciudad, que no tienen nada que ver conlos que se oyen en Bartlett: sirenas,conversaciones, gritos, música,camiones de la basura traqueteandoarriba y abajo.

—¿Así que tienes un chico especialallí donde vives? —me ha preguntado la

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agente de mi madre en el transcurso dela cena.

—No tengo a nadie en particular —le he respondido, y mis padres hanintercambiado una mirada de alivio y deconvicción de que sí, de que han hecholo correcto ahuyentando a Finch.

La única luz en mi habitación es ladel portátil. Leo por encima nuestrocuaderno de notas, lleno a rebosar depalabras, y luego nuestros mensajes deFacebook —muchísimos, a estas alturas—, y al final decido escribir otrocitando a Virginia Woolf: «Vayamosvagando sin rumbo a las doradas sillas.¿Somos aceptables, luna? ¿No teparecemos hermosos, sentados el uno al

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lado del otro, aquí?».

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Día 64 despierto

El último domingo de las vacacionesde primavera vuelve a nevar y, duranteuna hora, todo se queda blanco. Paso lamañana con mi madre. Luego ayudo aDecca a construir en el jardín una cosaintermedia entre muñeco de nieve yhombre de barro, y después caminamoslas seis manzanas que nos separan de la

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colina que se alza detrás de la escuelade secundaria para tirarnos en trineo.Hacemos carreras y Decca gana siempreporque así es feliz.

De camino de vuelta a casa, dice:—Espero que no me hayas dejado

ganar.—Eso nunca.La rodeo por los hombros con el

brazo y no se aparta.—No quiero ir a casa de papá.—Yo tampoco. Pero ya sabes que,

en el fondo, para él es muy importante,por mucho que no lo demuestre.

Es una frase que me ha dicho mimadre en más de una ocasión. No sé sime la creo, pero siempre existe la

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posibilidad de que Decca sí lo haga. Pormuy dura que sea, desea creer en algo.

Por la tarde vamos a casa de mipadre. Nos sentamos repartidos por elsalón mientras en la pantalla planagigante que ha colgado en la pared danun partido de hockey.

Mi padre alterna entre gritarle a lapantalla y escuchar lo que Kate cuentasobre Colorado. Josh Raymond estásentado en las rodillas de mi padre,mirando el partido y masticando cadabocado cuarenta y cinco veces. Lo séporque estoy tan aburrido que me hepuesto a contar.

Cansado, me levanto y voy al bañocon el objetivo de despejarme un poco

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la cabeza y enviarle un mensaje de textoa Violet, que hoy vuelve a casa. Mesiento a la espera de que me responda yme entretengo abriendo y cerrando losgrifos. Luego me levanto y me lavo lasmanos, la cara, husmeo el interior de losarmarios. Tengo la mirada fija en elestante de la ducha cuando suena elteléfono.

«¡En casa! ¿Me escapo y vengo?».Escribo: «Todavía no. Estoy en el

infierno, pero saldré de aquí en cuantopueda».

Intercambiamos mensajes un rato yluego salgo al pasillo. Me encaminohacia el ruido y la gente y paso pordelante de la habitación de Josh

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Raymond. Tiene la puerta entornada yestá dentro. Lo llamo y gira la cabezacomo una lechuza. Sus gigantescas gafasdestellan en mi dirección y grazna:

—Pasa.Entro en la que debe de ser la

habitación más grande del planeta paraun niño de siete años. Es tan cavernosaque me pregunto si necesitará un mapapara orientarse en ella, y está repleta detodos los juguetes imaginables, lamayoría de ellos a pilas.

—Vaya habitación tienes, JoshRaymond —digo.

Intento que no me moleste, puestoque los celos son una sensación malvaday desagradable que no hace más que

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corroerte por dentro y yo no tengoninguna necesidad de estar aquí, siendocomo soy un chico de dieciocho añoscon una novia de lo más sexy —pormucho que no la dejen verme más—,preocupándome porque mi hermanastrosea propietario de todos los Lego delmercado.

—Está bien.Se pone a remover el contenido de

un baúl que almacena —por mucho quecueste de creer— aún más juguetes, yentonces los veo: dos anticuadoscaballitos de juguete, de esos con unpalo, uno negro y el otro gris, olvidadosen un rincón. Son mis caballos de palo,los que yo cabalgaba durante horas

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interminables cuando era más pequeñoque Josh Raymond imaginándome serClint Eastwood en una de esas películasantiguas que veía mi padre en eltelevisor pequeño y sin pantalla planaque teníamos en casa. El mismo que,casualmente, seguimos teniendo yviendo.

—Son chulos esos caballos —digo.Se llaman Medianoche y

Explorador.Gira la cabeza, parpadea dos veces

y dice:—Están bien.—¿Cómo se llaman?—No tienen nombre.De pronto me entran ganas de coger

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los caballos, entrar en el salón yaporrear a mi padre en la cabeza conellos. Luego deseo llevármelos a casa.Les prestaré atención a diario.Cabalgaré con ellos por toda la ciudad.

—¿De dónde los has sacado? —pregunto.

—Me los trajo mi padre.«No tu padre —me gustaría decirle

—. Mi padre. Dejemos las cosas clarasa partir de ahora. Tú ya tienes un padreen alguna parte, y por mucho que el míono sea estupendo, es el único quetengo».

Pero entonces miro al niño, miro sucara delgada, su cuello delgado y sushombros huesudos, tiene siete años y es

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muy pequeño para su edad, y recuerdoqué se sentía. Y recuerdo también cómoera crecer al lado de mi padre.

—¿Sabes? —le digo—, yo tambiéntuve un par de caballos, no tan chuloscomo estos, pero que no estaban mal.Les puse de nombre Medianoche yExplorador.

—¿Medianoche y Explorador? —Mira de reojo los caballos—. Sonnombres que están bien.

—Si quieres, te los presto.—¿De verdad? —dice, mirándome

con ojos de lechuza.—Pues claro.Josh Raymond encuentra el juguete

que estaba buscando —una especie de

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coche-robot— y cruzamos la puertacogidos de la mano.

En el salón, mi padre nos regala susonrisa para la cámara y mueve lacabeza hacia mí como si fuésemoscolegas.

—Tendrías que traer un día a tunovia.

Lo dice como si no hubiera pasadonada y él y yo fuéramos los mejoresamigos del mundo.

—Sí, claro. Pero los domingos lostiene ocupados.

Me imagino la conversación entre mipadre y el señor Markey.

«Su hijo delincuente tiene a mi hija.Lo más probable es que en estos

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momentos esté tirada en una cunetagracias a él».

«¿Qué creía usted que iba a pasar?Maldita sea, es un delincuente, y uncriminal, y un tarado emocional, y unadecepción-descomunal-y-bicho-raro.Siéntase agradecido de tener la hija quetiene, señor, porque, créame, un hijocomo el mío no querría ni verlo. Nadiequiere».

Veo que mi padre está buscando quédecir.

—Bueno, cualquier día va bien,¿verdad, Rosemarie? Tráela por aquícuando puedas. —Está en uno de susmejores estados de ánimo y veo queRosemarie asiente y sonríe de oreja a

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oreja. Mi padre da un palmetazo albrazo del sillón—. Tráela y asaremosunos buenos filetes en la barbacoa conunas judías y cualquier otra cosa verdepara ti.

Intento no explotar y llenar con ellotoda la estancia. Intento mantenermepequeñito y contenido. Cuento a toda lavelocidad que me es posible.

Por suerte, continúa el partido y sedistrae. Permanezco sentado unosminutos más y le doy las gracias aRosemarie por la comida, le pregunto aKate si puede llevar a Decca en sucoche a casa y les digo que ya nosveremos.

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En vez de regresar directamente acasa, conduzco. Sin mapa, sin objetivo.Conduzco durante horas, pasando porcampos y campos de blanco. Pongorumbo al norte, luego al oeste, luego alsur y luego al este, apretando alPequeño Cabrón hasta ciento cincuenta.Cuando anochece, emprendo camino deregreso a Bartlett, avanzo por el corazónde Indianápolis, fumando mi cuartopitillo seguido de American Indian.Conduzco rápido, pero no me parece losuficiente. De pronto, odio al PequeñoCabrón por obligarme a ir a tan pocavelocidad cuando lo que necesito escorrer, correr, correr.

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La nicotina me provoca escozor enla garganta, que ya está irritada, y tengoganas de vomitar, de modo que paro enla cuneta y salgo del coche. Me inclinocon las manos en las rodillas. Espero.Viendo que no vomito, miro la carreteraque se extiende por delante de mí yempiezo a correr. Corro como undemonio, dejando atrás al PequeñoCabrón. Corro con tanta fuerza y a talvelocidad que creo que los pulmones meacabarán explotando, y corro con másintensidad y más rápido si cabe. Desafíoa pulmones y piernas a derrotarme. Norecuerdo si he cerrado bien el coche, yodio entonces mi cerebro por recordar,porque ahora solo soy capaz de pensar

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en el coche y en si la puerta está biencerrada, así que corro más rápido. Norecuerdo dónde he dejado la chaqueta,ni siquiera si la he cogido.

«Todo irá bien.»Todo irá bien.»No se vendrá abajo.»Todo irá bien.»Saldrá bien.»Estoy bien. Bien. Bien».Aparezco en el otro extremo de la

ciudad y vuelvo a estar rodeado degranjas. Paso también por delante de losinvernaderos y viveros de un centro dejardinería. El domingo no están abiertos,pero corro por el camino de acceso deuno que parece un negocio familiar. Al

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fondo veo una granja, un edificio blancode dos pisos.

El camino de acceso está abarrotadode camiones y coches y oigo las risas enel interior. Me pregunto qué pasaría sientrara, tomara asiento y me comportaracomo si estuviera en casa. Me acerco ala puerta y llamo. Estoy jadeando ydebería haber esperado a recuperar elaliento para llamar, pero no, pienso,estoy demasiado apurado. Vuelvo allamar, con más fuerza esta vez.

Abre una mujer de cabello blanco ycon la cara redonda como unaalbóndiga, riendo aún por laconversación que acaba de abandonar.Me mira a través de la mosquitera

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entornando los ojos y abre, porqueestamos en el campo, porque esto esIndiana y porque no hay nada que temerde los vecinos. Es una de las cosas queme gusta de vivir aquí, y deseoabrazarla por la cálida pero confusasonrisa que esboza cuando intentarecordar si me tiene visto de algo.

—Buenos días —digo.—Buenos días —dice.Me imagino la pinta que llevo: la

cara colorada, sin abrigo, sudoroso,jadeante, falto de aire. Intentorecomponerme lo más rápidamenteposible.

—Siento molestarla, pero iba haciami casa y he pasado por delante de su

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centro de jardinería. Sé que está cerradoy que tiene visitas, pero me pregunto sime permitiría coger unas flores para minovia. Podría decirse que se trata de unaurgencia.

Arruga la cara en una expresión depreocupación.

—¿Una urgencia? Pobrecito.—A lo mejor es una palabra muy

fuerte y siento haberla alarmado. Peroestamos en invierno y no sé dónde estaréen primavera. Y ella lleva el nombre deuna flor y su padre me odia, y quiero quesepa que pienso en ella y que estaestación no es para morir, sino paravivir.

Aparece un hombre detrás de la

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mujer y se queda mirándome, laservilleta colgada aún de la camisa.

—Ah, estás aquí —le dice a lamujer—. Me preguntaba dónde te habíasmetido.

Me señala mediante un gesto con lacabeza.

—Este joven tiene una urgencia —dice la mujer.

Le repito a él mi explicación. Lamujer lo mira y él me mira, y entoncesllama a alguien de dentro para decirleque vaya removiendo la sidra y sale dela casa, con la servilleta todavíacolgada y agitándose bajo el vientoinvernal, y yo lo sigo, las manoshundidas en los bolsillos, hasta que

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llegamos a la puerta del centro dejardinería y el hombre coge un llaveroque cuelga de su cinturón.

Hablo a mil por minuto, dándole lasgracias y diciéndole que le pagaré eldoble del precio normal, me ofrezcoincluso a enviarle una fotografía deViolet con las flores —tal vez violetas— en cuanto se las haya regalado.

El hombre me pone una mano en elhombro y me dice:

—No te preocupes por eso, hijo.Coge lo que necesites.

Entramos e inspiro el dulce y vivoaroma de las flores. Deseo quedarmeaquí, donde todo es cálido y luminoso,donde podría estar rodeado de cosas

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vivas y no muertas. Deseo venirme avivir con esta bondadosa pareja y queme llamen «hijo», y que Violet puedavivir también aquí porque hay espaciosuficiente para los dos.

Me ayuda a elegir las mejoresflores, no solo violetas, sino tambiénmargaritas, rosas, lirios y otras de lasque no recuerdo el nombre. Entonces,con la ayuda de su esposa, que se llamaMargaret Ann, las colocan en un cuborefrigerado que mantendrá las floreshidratadas. Intento pagarles, perorechazan el dinero y les prometo que lesdevolveré el cubo en cuanto pueda.

Cuando salimos, los invitados se hancongregado en el exterior de la casa

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para ver al chico que necesitaba florespara regalar a la chica que ama.

El hombre, que se llama Henry, meacompaña en coche hasta donde hedejado el mío. Tardamos veinte minutos,lo que significa que debo de habercorrido unos cincuenta kilómetros.Cuando realizamos el cambio de sentidopara situarnos junto al Pequeño Cabrón,abandonado y esperándome conpaciencia, dice:

—¿Has ido corriendo toda estadistancia, hijo?

—Sí, señor. Supongo que sí. Sientomucho haberle interrumpido la cena, y

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siento haberlo hecho conducir hasta tanlejos.

—No te preocupes por esto,jovencito. No te preocupes en absoluto.¿Le pasa algo al coche?

—No, señor. Solo que no corría losuficiente.

Asiente con la cabeza, como si mispalabras tuvieran todo el sentido delmundo, aunque seguramente no sea así, ydice:

—Saluda a tu chica de nuestra parte.Pero vuelve en coche a casa,¿entendido?

Cuando llego a su casa son más de

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las nueve y permanezco un rato sentadoen el interior del Pequeño Cabrón, lasventanillas bajadas, el motor apagado,fumando mi último cigarrillo, porqueahora que estoy aquí no quieromolestarla. Hay luz en las ventanas de lacasa y sé que está ahí dentro con suspadres, que la quieren pero me odian, yno quiero interrumpir.

Pero entonces me envía un mensajede texto, como si supiera dónde estoy, ydice: «Me alegro de estar de vuelta.¿Cuándo te veré?».

Le escribo: «Sal».Aparece en un minuto, con el pijama

de monos y las zapatillas de Freud,envuelta en una bata larga de color

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morado y el cabello recogido en unacola de caballo. Recorro el camino deacceso cargado con el cubo refrigeradoy dice:

—Finch, ¿qué demonios? ¿Por quéhueles a humo?

Vuelve la cabeza, como si tuvieramiedo de que pudieran vernos.

La noche es muy fría y empiezan acaer copitos de nieve. Pero yo tengocalor.

—Estás temblando —dice.—¿Yo?No lo noto, porque no noto nada.—¿Cuánto rato llevas aquí fuera?—No lo sé.Y de repente, no puedo recordar

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nada.—Hoy ha nevado. Está nevando otra

vez.Tiene los ojos rojos. Parece que ha

estado llorando, y debe de ser porqueodia de verdad el invierno o, másprobablemente, porque nos acercamos alaniversario del accidente.

Le entrego el cubo y digo:—Razón por la cual he querido

traerte esto.—¿Qué es?—Ábrelo y lo verás.Deja el cubo en el suelo y abre el

cierre. Durante unos segundos se limitaa aspirar el aroma de las flores, yentonces se vuelve hacia mí y, sin

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mediar palabra, me besa. Cuando seaparta, dice:

—Se acabó el invierno. Finch, mehas traído la primavera.

Durante un buen rato, permanezcosentado en el coche delante de la casa,con miedo a romper el hechizo. Aquídentro, el ambiente es cerrado y Violetestá cerca. Me siento arropado por estajornada. Amo: el brillo de sus ojoscuando hablamos o cuando me cuentacualquier cosa que quiere que yo sepa,cómo mueve los labios cuando lee parasí misma tan concentrada, cómo me miracomo si solo existiese yo, como si

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pudiese traspasar mi piel y mis huesos yllegar directamente al yo que hay aquídentro, el yo que ni siquiera yo mismosoy capaz de ver.

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Días 65 y 66

En el instituto, me sorprendomirando por la ventana y pienso:«¿Cuánto rato llevaré así?». Echo unvistazo a mi alrededor para ver sialguien se ha dado cuenta, casiesperando que todo el mundo estémirándome, pero no. Me pasa en todaslas clases, incluso en educación física.

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En clase de inglés, abro el libroporque la profesora está leyendo yporque todos los demás leen con ella. Apesar de que oigo las palabras, lasolvido en cuanto son pronunciadas. Oigofragmentos de cosas, pero nada entero.

«Relájate.»Respira hondo.»Cuenta».Al salir de clase, me encamino hacia

el campanario y me da igual que mevean. La puerta que da acceso a laescalera se abre sin problemas y mepregunto si Violet estará ahí. En cuantollego arriba y estoy al aire libre, vuelvoa abrir el libro. Leo el párrafo una y otravez, pensando en que tal vez si estoy

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solo podré centrarme mejor, pero en elinstante en que termino una frase y pasoa la siguiente, he olvidado la que acabode leer. Hojeo otro libro, pensando quetal vez con este será distinto, pero mesucede lo mismo.

A la hora de comer me siento conCharlie. Estoy rodeado de gente, perosolo. Me hablan, hablan a mi alrededor,pero no los oigo. Finjo estarconcentrado en un libro, pero laspalabras bailan en la página, de modoque le digo a mi cara que sonría paraque nadie lo note, y sonrío y asiento, ylo hago bastante bien hasta que Charlie

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dice:—Tío, ¿qué te pasa? No me jodas.

En geografía de Estados Unidos, elseñor Black se planta delante de lapizarra y nos recuerda una vez más que,precisamente porque somos alumnos deúltimo curso y este es nuestro semestrefinal, no debemos aflojar en losestudios. Mientras habla, yo escribo,pero vuelve a pasarme lo mismo quecuando intentaba leer: las palabras estánahí y al minuto se esfuman. Violet estásentada a mi lado y la sorprendomirando de reojo mi papel, razón por lacual lo tapo con la mano.

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Es difícil describirlo, pero imaginoque lo que siento en este momento debede ser muy similar a verse absorbidopor un vórtice. Todo está oscuro y giracomo un remolino, pero como unremolino lento, no rápido, y hay ademásun peso enorme que tira de ti, como si lotuvieras sujeto a los pies aunque no loveas. Pienso: «Es lo que se debe desentir cuando te quedas atrapado enarenas movedizas».

Parte de lo que escribo es uninventario de mi vida, como si estuvieraverificando los puntos de una lista decomprobación: Novia estupenda, visto.Buenos amigos, visto. Un tejado sobre lacabeza, visto. Comida en la boca, visto.

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Nunca seré bajito, y tampoco creoque me quede calvo, si mi padre y misabuelos sirven de referencia. Cuandotengo un día bueno, supero eninteligencia a la mayoría. Tocoaceptablemente la guitarra y tengo buenavoz. Compongo canciones. Cancionesque cambiarán el mundo.

Todo parece estar en orden, perorepaso la lista una y otra vez por si meolvido alguna cosa, obligándome apensar más allá de los hechosimportantes por si acaso los pequeñosdetalles escondiesen algo más. En ellado de lo importante, mi familia podríaser mejor, pero no soy el único chicoque se encuentra en esta situación. Al

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menos no me han echado a la calle. Elinstituto no está mal. Podría estudiarmás, pero la verdad es que no lonecesito. El futuro es incierto, aunqueeso puede que sea positivo.

En el lado de las pequeñas cosas,me gustan mis ojos pero odio mi nariz,aunque no creo que sea la nariz lo queme hace sentir así. La dentadura estábien. En general, mi boca me gusta,sobre todo cuando está unida a la deViolet. Tengo los pies muy grandes, peromejor esto que tenerlos demasiadopequeños. Si así fuera, estaríacayéndome cada dos por tres. Me gustanmi guitarra, mi cama y mis libros, sobretodo los recortados.

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Pienso en todo, pero al final el pesopuede conmigo, como si estuvieraextendiéndose por el resto de mi cuerpoy succionándome.

Suena la campana y salto, y todo elmundo se echa a reír excepto Violet, queme observa con atención. Tengo horapara ver a Embrión y temo que se décuenta de que me pasa algo. Acompañoa Violet a clase, le doy la mano y unbeso, y le ofrezco la mejor sonrisa de laque soy capaz para que no me mirecomo me está mirando. Y entonces,como su aula está justo en el ladocontrario de donde se encuentra eldespacho de tutoría y no voyprecisamente corriendo, llego a la cita

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con cinco minutos de retraso.Cuando Embrión me pregunta qué

pasa y por qué voy con esta cara, y sitiene que ver con lo de cumplirdieciocho años, recuerdo por vezprimera que mi dieciocho cumpleañosestá casi ahí.

Le digo que no es eso. Al fin y alcabo, ¿a quién no le gustaría tenerdieciocho años? Qué se lo pregunte a mimadre, que daría cualquier cosa por notener cuarenta y uno.

—Entonces ¿qué es? ¿Qué le pasa,Finch?

Necesito ofrecerle algo, de modoque le digo que es por mi padre, lo cualno es mentira del todo, aunque es una

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verdad a medias porque no es más queuna parte de una imagen global.

—No quiere ser mi padre —digo, yEmbrión me escucha tan serio y contanta atención, con los gruesos brazoscruzados sobre la gruesa mesa, que mesiento mal. De modo que decidocontarle más verdades—: No estabafeliz con la familia que tenía, y por esodecidió cambiarnos por otra que legustara más. Y esta le gusta más. Sunueva esposa es agradable y siempresonríe, y su nuevo hijo, que es posibleque esté emparentado con él, es menudoy fácil de llevar y no ocupa muchoespacio. Incluso a mí me gustan más.

Pienso que ya he dicho demasiado,

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pero en vez de decirme que me levante yme largue, Embrión dice:

—Tenía entendido que su padrehabía muerto como consecuencia de unaccidente de caza.

Durante un segundo no recuerdo dequé me habla. Pero entonces, yademasiado tarde, me pongo a asentir.

—Así es. Murió. Me refería a antesde que muriese.

Me mira con el entrecejo fruncido,pero en vez de tacharme de mentiroso,dice:

—Siento que haya tenido que lidiarcon esto toda la vida.

Me gustaría llorar a lágrima viva,pero me digo: «Disimula el dolor. No

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llames la atención. Pasa desapercibido».De manera que con mi último gramo deenergía, energía que tardaré enrecuperar una semana o incluso mástiempo, digo:

—Hace todo lo que puede. Merefiero a que lo hacía. Cuando estabavivo. Pero, a fin de cuentas, tiene másque ver con él que conmigo. Y lo digoen serio, la cosa jode, seamos realistas,¿quién podría no quererme?

Sentado delante de él, y mientras leordena a mi cara que siga sonriendo, micerebro recita la nota de suicidio deVladímir Mayakovski, el poeta de larevolución rusa, que se mató de undisparo a los treinta y seis años de edad:

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Mi amado barcoquedó varado en lo cotidiano.He saldado mis deudasy ya no tengo necesidad de contarlos dolores sufridos en manos de

los demás,las desgraciasy los insultos.Buena suerte a los que sobreviven.

Y de pronto, Embrión estáencorvado sobre la mesa y me mira conuna expresión que solo puede calificarsede alarma. Lo que significa que debo dehaberlo dicho en voz alta sinpretenderlo.

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Su voz adquiere el tono lento y llenode intención de quien le habla a alguienque está a punto de saltar al vacío desdeuna cornisa.

—¿Ha estado otra vez hoy en lo altodel campanario?

—Dios mío, ¿acaso tienen cámarasde seguridad instaladas allá arriba?

—Respóndame.—Sí, señor. Pero estaba leyendo. O

intentándolo. Necesitaba despejar lacabeza y no podía hacerlo abajo, contanto ruido.

—Theodore, confío en que sepa quesoy su amigo, y eso significa que quieroayudarlo. Pero se trata también de unasunto legal y tengo una obligación que

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cumplir.—Estoy bien. Créame, si decido

suicidarme, será el primero en saberlo.Le reservaré un asiento en primera fila,o al menos esperaré hasta que tenga másdinero para el juicio.

Nota para mí mismo: el suicidio noes cuestión de broma, sobre todo paralas figuras de autoridad que, de un modou otro, son responsables de ti.

Intento controlarme.—Lo siento. Ha sido de mal gusto.

Pero estoy bien. De verdad.—¿Qué sabe acerca del trastorno

bipolar?Estoy a punto de decirle «¿Y qué

sabe usted?». Pero me obligo a respirar

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hondo y sonreír.—¿Es lo de Jekyll y Hyde?Mi voz suena plana y tranquila. Tal

vez un poco aburrida, aunque tengocuerpo y mente en estado de alerta.

—Hay quien lo llama psicosismaníaco-depresiva. Es un trastornocerebral que provoca cambios extremosen el estado de humor y la energía.Puede ser genético, pero existetratamiento.

Sigo respirando hondo, aunque ya nohay sonrisas, y lo que me pasa es losiguiente: el cerebro y el corazón laten aritmos distintos; las manos se me estánquedando frías y me arde la nuca; tengola garganta completamente seca. Lo que

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sé sobre el trastorno bipolar es que esuna etiqueta. Una etiqueta que se pone alos locos. Lo sé porque hice un curso depsicología, porque he visto películas yporque he visto a mi padre en accióndurante casi dieciocho años, aunque a éljamás podrías ponerle una etiquetaporque te mataría. Etiquetas como«bipolar» sirven para decir: «Es poresto que eres como eres. Esto es lo queeres». Justifican a las personas por teneruna enfermedad.

Cuando suena la campana, Embriónestá hablando sobre síntomas, hipomaníay episodios psicóticos. Me levanto másbruscamente de lo que pretendía y con elmovimiento mando la silla al suelo. Si

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estuviera en suspenso por encima de laestancia, mirando hacia abajo, lo quesucede podría confundirse con un actode violencia, sobre todo teniendo encuenta lo grande que soy. Pero antes deque me dé tiempo a decirle que ha sidoun accidente, Embrión se ha puesto enpie.

Levanto las manos en un gesto derendición y luego le tiendo una, elequivalente a una rama de olivo. Tardaun par de minutos, pero al final me laestrecha. Y en vez de soltarla, tira deella y nos quedamos prácticamentepegados nariz contra nariz —o, mejordicho, dada la diferencia de altura, narizcontra pecho— y dice:

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—No estás solo. —Y antes de quepueda decirle «De hecho lo estoy, locual forma parte del problema. Todosestamos solos, atrapados en el interiordel cuerpo y de la mente, y sea cual seala compañía que podamos tener en estavida, no es más que pasajera ysuperficial», me presiona con más fuerzahasta que temo que acabe partiéndome elbrazo—. Y seguiremos hablando.

A la mañana siguiente, después deeducación física, Roamer se me acerca yme dice en voz baja:

—Friki.Hay aún muchos chicos por allí,

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pero me da igual. Para ser más exactos,ni lo pienso. Sucede, simplemente.

En un abrir y cerrar de ojos, lo tengocontra la taquilla, lo agarro por el cuelloy presiono hasta que se queda morado.Charlie está detrás de mí, intentandosepararme, y entonces aparece Kappelcon su bate. Continúo, porque mefascina ver la pulsación de las venas deRoamer, su cabeza encendida como unabombilla con brillo excesivo.

No consiguen separarme hasta queson cuatro, puesto que mi puño parecede hierro. Pienso: «Tú me has metido enesto. Lo has hecho tú. Es culpa tuya,tuya, tuya».

Roamer cae al suelo y me apartan de

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allí. Lo miro a los ojos y digo:—Nunca jamás vuelvas a llamarme

eso.

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10 de marzo

Finch me llama después de tercerahora y me dice que me espera fuera,junto al río. Quiere que cojamos elcoche y pongamos rumbo sur haciaEvansville para visitar las casas nido,esas cabañas montadas en las copas deárboles jóvenes creadas por un artistade Indiana. Son, literalmente, comonidos de pájaro para humanos, con

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puertas y ventanas. Finch quiere ver siqueda algo de ellas. Cuando estemosallí, dice que podemos cruzar la fronterade Kentucky y hacernos fotos con un pieen Kentucky y otro en Indiana. De hecho,dice que podríamos hacerlo también conIllinois, Michigan y Ohio.

—¿Por qué no estás de camino a tuclase? —le pregunto.

Me he puesto en el pelo una de susflores.

—Me han expulsado. Sal y ven.—¿Expulsado?—Vámonos. Estamos

desperdiciando gasolina y luz de día.—Hasta Evansville hay cuatro

horas, Finch. Cuando lleguemos ya será

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de noche.—No si salimos ahora. Vamos,

vamos, salgamos de aquí. Podríamosdormir allí.

Habla muy rápido, como si tododependiera de visitar las casas nido.Cuando le pregunto qué ha pasado, selimita a decirme que ya me lo contarádespués, pero que ahora tiene que irse,lo antes posible.

—Es martes y estamos en plenoinvierno. No vamos a dormir en unacasa nido. Podemos ir el sábado. Si meesperas a la salida de clase, podríamosir a cualquier lugar más cercano que lafrontera entre Indiana y Kentucky.

—¿Sabes qué? ¿Por qué no

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olvidamos el tema? ¿Por qué no voy yosolo? Creo, de todos modos, queprefiero ir solo.

Su voz suena hueca a través delauricular, y cuelga.

Estoy todavía mirando el teléfonocuando Ryan pasa por mi lado cogido dela mano de Suze Haines.

—¿Va todo bien? —me pregunta.—Todo bien —le respondo,

preguntándome qué demonios acaba depasar.

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Días 66 y 67

Las casas nido no están. Ya es denoche cuando llego al centro de NewHarmony, con sus edificios pintados envivos colores, y pregunto a todo elmundo con quien me cruzo qué hapasado con las casas. Un par depersonas no han oído hablar en su vidade ellas, pero un anciano me dice:

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—Es una lástima que hayas venidohasta aquí. Me temo que se las llevaronla climatología y los elementos.

«Como a todos nosotros», pienso.Las casas nido han alcanzado suesperanza de vida. Pienso en el nido debarro que le hicimos al cardenal, haceya muchos años, y me pregunto siseguirá allí. Me imagino sus huesecillosen la tumba, y me parece el pensamientomás triste del mundo.

En casa, todo el mundo duerme.Subo y paso un montón de tiempomirándome en el espejo del cuarto debaño hasta que mi imagen desaparece

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ante mis propios ojos.«Estoy desapareciendo. A lo mejor

ya no estoy».Pero en vez de caer presa del

pánico, estoy fascinado, como un monoen un laboratorio. ¿Por qué se vuelveinvisible el mono? Y si no puedes verlo,¿puedes todavía tocarlo si hurgas con lamano en el lugar donde tendría queestar? Acerco la mano al pecho, alcorazón, y noto la piel, los huesos y elbrusco y errático latido del órgano queme mantiene con vida.

Entro en el vestidor y cierro lapuerta. Intento no ocupar mucho espacioni hacer ningún ruido, porque si lo hagodespertaré a la oscuridad, y quiero que

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la oscuridad duerma. Respiro concuidado para no emitir ningún sonido. Sirespiro demasiado fuerte, vete a saber loque la oscuridad podría hacerme, ohacerle a Violet, o a cualquiera de misseres queridos.

A la mañana siguiente verifico losmensajes en el contestador de casa, lalínea de teléfono fijo que compartimosmi madre, mis hermanas y yo. Hay unode Embrión para mi madre, dejado ayerpor la tarde. «Señora Finch, soy RobertEmbry, de Bartlett High. Como sabe, soyel psicólogo escolar de su hijo. Tengoque hablar con usted sobre Theodore.

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Me temo que es de suma importancia.Llámeme, por favor». Y deja el número.

Escucho dos veces más el mensaje ylo borro a continuación.

En vez de ir al instituto, subo a mihabitación y me meto en el vestidor,porque si voy moriré. Y entoncesrecuerdo que me han expulsado y que,por lo tanto, no puedo ir al instituto.

Lo mejor del vestidor: que no es unespacio amplio ni abierto. Me siento,muy callado y muy quieto, y prestoatención a la respiración.

Me pasa por la cabeza una sucesiónde pensamientos, como una canción dela que no puedo librarme, una y otra vezen el mismo orden: «Estoy roto. Soy un

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farsante. Soy imposible de amar». Essolo cuestión de tiempo que Violet se décuenta. «La avisaste. ¿Qué quiere de ti?Ya le dijiste cómo sería».

«Trastorno bipolar —dice micerebro, etiquetándose—. Bipolar,bipolar, bipolar».

Y vuelta a empezar: «Estoy roto. Soyun farsante. Soy imposible de amar…».

Busco los somníferos en el botiquínde mi madre. Cojo el frasco entero, melo llevo a la habitación y me meto en laboca la mitad de su contenido y luego,en el baño, me inclino sobre el lavabopara beber y lo trago. «Veamos qué

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sintió Cesare Pavese. Veamos si todoesto conlleva valentía y clamor». Metiendo en el suelo del vestidor, el frascode pastillas en la mano. Intentoimaginarme mi cuerpo apagándose, pocoa poco, hasta quedar completamenteentumecido. Ya casi siento la pesadezapoderándose de mí, aunque sé que esdemasiado pronto.

Apenas puedo levantar la cabeza yes como si tuviera los pies a muchoskilómetros de mí. «Quédate aquí —dicen las pastillas—. No te muevas.Deja que hagamos nuestro trabajo».

Se apodera de mí una bruma denegrura, una neblina, aunque más oscura.El negro y la niebla presionan mi cuerpo

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contra el suelo. No hay clamor alguno.Es como lo que se siente cuando estásDormido.

Me obligo a incorporarme y mearrastro hasta el cuarto de baño, dondeme meto los dedos en la boca hasta elfondo y vomito. No sale mucha cosa yno recuerdo cuánto hace que he comido.Lo intento una y otra vez y luego mecalzo las zapatillas y corro. Noto laspiernas pesadas, como si corriera porarenas movedizas, pero respiro y tengoenergía.

Realizo el recorrido nocturnohabitual, por la carretera nacional hastael hospital, pero en vez de pasarlo delargo, entro en el aparcamiento. Empujo

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con fuerza la puerta de urgencias y digoa la primera persona que me cruzo:

—He tomado somníferos y no puedoexpulsarlos. Sáquenmelos.

Me posa una mano en el brazo y ledice algo a un hombre que está detrás demí. Su voz es fría y serena, como siestuviese acostumbrada a que la genteentre corriendo y pida que le vacíen elestómago, y luego el hombre y otramujer me llevan a una habitación.

Todo se vuelve negro. Me despiertoun rato después y me siento vacío peroDespierto, y entra una mujer que, comosi me leyera los pensamientos, dice:

—Estás despierto, bien. Tendrás quecumplimentar el papeleo. Hemos

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buscado a ver si llevabas algunaidentificación pero no hemos encontradonada.

Me entrega un portapapeles y lo cojocon mano temblorosa.

El formulario está en blanco exceptomi nombre y la edad. «Josh Raymond,diecisiete años». Tiemblo con másfuerza y entonces me doy cuenta de queestoy riendo. Muy buena, Finch. Aún noestás muerto.

«Hecho: la mayoría de suicidios seproduce entre el mediodía y las seis dela tarde.

»Los chicos con tatuajes presentanmás probabilidades de suicidarse conarmas de fuego.

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»La gente con ojos marronespresenta más probabilidades de elegir elahorcamiento y el envenenamiento.

»Las personas que beben cafépresentan menos probabilidades desuicidarse que los que no lo beben».

Espero a que la enfermera se hayamarchado, me visto, y salgo corriendode la habitación, bajo la escalera ycruzo la puerta. No necesito quedarmemás rato. Lo siguiente que habrían hechohabría sido enviar a alguien para queempezara a formularme preguntas.Localizarían a mis padres y, de nohacerlo, sacarían una pila deformularios y harían llamadas y, sin queme diese ni cuenta, no me dejarían

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marchar. Casi lo consiguen, pero he sidomás rápido que ellos.

Estoy demasiado débil para correr,de modo que vuelvo a casa caminando.

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Día 71

Vida es Vida se reúne en los terrenosdel Arboretum de una ciudad próxima aOhio, cuyo nombre se mantendrá en elanonimato. No es una clase de cienciasnaturales, sino un grupo de apoyo paraadolescentes que se plantean, hanintentado o han sobrevivido al suicidio.Lo encontré en internet.

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Subo en el Pequeño Cabrón y pongorumbo a Ohio. Estoy cansado. Evito vera Violet. Resulta agotador tratar demantenerme estable e ir con cuidadocuando estoy con ella, con tanto cuidadoque es como si estuviera atravesando uncampo de minas con soldados enemigosacechando por todos lados. «No debesdejar que ella lo vea». Le he dicho quehe pillado un virus y que no quierocontagiarla.

La reunión de Vida es Vida tienelugar en un cuarto alargado con panelesde madera y radiadores que sobresalende las paredes. Nos sentamos alrededorde dos mesas unidas, como si fuéramosa hacer deberes o a examinarnos. En

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cada extremo de las mesas hay jarras deagua y vasos de plástico de colores. Haycuatro platos con galletas.

El psicólogo es un tipo llamadoDemetrius, un mulato con ojos verdes.Para los que no hemos estado nunca enuna de estas reuniones, nos explica queestá cursando el doctorado en launiversidad y que Vida es Vida tienedoce años de existencia, aunque él sololleva once meses. Me gustaríapreguntarle qué ha pasado con supredecesor, pero no lo hago por si acasola historia no es agradable.

Entran los chicos, y me pareceniguales a los de Bartlett. No reconozco aninguno, y esta es la razón por la que me

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he desplazado hasta aquí. Antes detomar asiento, una de las chicas meaborda y me dice:

—Eres muy alto.—Soy mayor de lo que parezco.Esboza una sonrisa que

probablemente considera seductora y yoañado:

—En mi familia hay gigantismo.Cuando termine el instituto, no mequedará otro remedio que trabajar en uncirco, porque los médicos han predichoque a los veinte mediré más de dosmetros diez.

Quiero que se vaya porque no estoyaquí para hacer amigos, y lo hace. Mesiento, espero y pienso que ojalá no

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hubiera venido. Todo el mundo estácogiendo galletas, que yo no toco porquesé que cualquiera de esas marcas podríacontener una cosa asquerosa llamadacarbón animal, que se hace a partir dehuesos de animales, y no quiero nisiquiera mirar las galletas ni la genteque se las come. Miro entonces por laventana, pero los árboles del Arboretumson delgados, marrones, muertos, demanera que fijo finalmente la vista enDemetrius, que ha tomado asiento en elmedio para que todos podamos verlobien.

Recita hechos que ya conozco sobreel suicidio y los adolescentes y luegovamos diciendo cómo nos llamamos,

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cuántos años tenemos, qué nos handiagnosticado y si hemos tenido algunaexperiencia directa de intento desuicidio. Luego tenemos que decir lafrase «… es vida», como si cualquiercosa que se nos pasara por la cabeza eneste momento fuera algo que celebrar,como «El baloncesto es vida», «Laescuela es vida», «Los amigos sonvida», «Hacérmelo con mi novia esvida». Cualquier cosa que nos recuerdelo bueno que es estar vivo.

Varios de los chicos tienen la miradaligeramente apagada y perdida de lagente drogada y me pregunto qué estarántomándose para seguir aquí y respirar.Una chica dice:

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—Crónicas vampíricas es vida.Y un par de chicas ríen con la

ocurrencia. Otro dice:—Mi perra es vida, aunque se me

coma los zapatos.Cuando llega mi turno, me presento

como Josh Raymond, diecisiete años,sin experiencia más allá de mi reciente ypoco entusiasta experimento consomníferos. «El efecto gravitacional deJúpiter-Plutón es vida», añado, aunquenadie sabe a qué me refiero.

En ese momento se abre la puerta yentra una persona acompañada por unabocanada de aire fresco. Va cubierta congorro, bufanda y guantes, y valiberándose de todo ello como una

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momia mientras busca dónde sentarse.Todos nos volvemos y Demetrius nossonríe tranquilizándonos.

—Pasa, no te preocupes, acabamosde empezar.

La momia se sienta, continúadeshaciéndose de gorro, bufanda yguantes. Me da la espalda, la cola decaballo de pelo rubio se balanceadelante de mí, cuelga el bolso en lasilla. Se acomoda, aparta los mechonesque le cubren las mejillas, sonrosadasdel frío, y no se quita el abrigo.

«Lo siento», le dice con los labiosAmanda Monk a Demetrius.

Cuando su mirada se fija en mí, sequeda de inmediato completamente

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blanca.Demetrius mueve la cabeza hacia

ella.—Taylor, ¿por qué no sigues tú?Amanda, o Taylor, evita mirarme.

Con voz forzada, recita:—Me llamo Taylor, tengo diecisiete

años, soy bulímica, he intentadosuicidarme dos veces, las dos veces conpastillas. Me escondo con sonrisas ychismorreos. No soy nada feliz. Mimadre me obliga a venir aquí. Elsecretismo es vida.

Pronuncia la última frase mirándomey enseguida aparta la vista.

Los otros continúan y, cuando se hacompletado el círculo, tengo claro que

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soy el único de los presentes que no haintentado en serio matarse. Me hacesentir superior, aunque no debería serasí, y miro a mi alrededor pensando:«Cuando de verdad lo intente, no voy afallar». Incluso Demetrius tiene supropia historia. Esta gente está aquí,intenta conseguir ayuda y está viva, alfin y al cabo.

Pero resulta desgarrador. Entre elcarbón animal, los relatos sobre cortarselas venas y ahorcamientos, y lamaliciosa Amanda Monk con subarbillita levantada, completamentedesenmascarada y asustada, lo único quedeseo es poner la cabeza sobre la mesay dejar que llegue la Caída Larga. Deseo

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alejarme de estos chicos que no hanhecho nada malo excepto nacer con uncerebro distinto y un cableado distinto, ypienso en los que no están aquí paracomer galletas con carbón animal ycompartir sus historias, en los que nosalieron de ello y nunca tuvieron unaoportunidad. Deseo alejarme delestigma que todos sienten por el simplehecho de padecer una enfermedadmental y no una enfermedad de lospulmones o de la sangre, por ejemplo.Deseo alejarme de las etiquetas. «Tengotrastorno obsesivo-compulsivo», «Estoydeprimido», «Mi afición es cortarme lasvenas», dicen, como si fueran las cosasque los definen. Hay un pobre

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desgraciado que sufre trastorno dedéficit de atención con hiperactividad,trastorno obsesivo-compulsivo,trastorno límite de personalidad y,además de todo eso, un problema deansiedad. Ni siquiera sé qué quieredecir todo esto. Soy el único que es,simplemente, Theodore Finch.

Una chica con una gruesa trenzanegra y gafas dice:

—Mi hermana murió de leucemia ydeberíais haber visto las flores y lasmuestras de compasión. —Levanta lasmuñecas y veo las cicatrices inclusodesde el otro extremo de la mesa—.Pero cuando yo casi me muero, nadieenvió flores, ni hubo comida especial.

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Fui egoísta y loca por quererdesperdiciar mi vida cuando mi hermanaperdió, sin quererlo, la suya.

Eso me hace pensar en EleanorMarkey, y entonces Demetrius hablasobre los fármacos que tenemos anuestra disposición y que pueden sernosútiles, y todo el mundo da los nombresde los fármacos que están ayudándolos asuperarlo. Un chico sentado a la otrapunta de la mesa dice que lo único queaborrece es sentirse igual que todos losdemás.

—No me malentendáis, prefieroestar aquí que muerto, pero a vecestengo la sensación de que todo lo quehacía de mí quien soy ha desaparecido.

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Dejo de escuchar después de esto.Terminada la sesión, Demetrius me

pregunta qué me ha parecido y le digoque ha servido para abrirme los ojos,que ha sido todo muy esclarecedor ymás cosas de este estilo para que sesienta bien por el trabajo que realiza.Luego salgo en persecución de Amanda,reconvertida en Taylor, y la localizo enel aparcamiento antes de que puedaescaparse.

—No voy a decir nada a nadie.—Mejor que sea así. Lo digo muy en

serio.Me mira con intensidad; está

sofocada.—Si lo hago, siempre puedes decir

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que soy un friki. Te creerán. Pensaránque lo he dicho para echarte mierdaencima. Además, me han expulsado, porsi no lo recuerdas. —Aparta la vista—.¿Aún piensas en ello?

—Si no lo hiciera no estaría aquí. —Levanta la vista—. ¿Y tú? ¿De verdadibas a saltar desde lo alto delcampanario antes de que Violet teconvenciera de no hacerlo?

—Sí y no.—¿Por qué lo haces? ¿No te cansa

que la gente hable constantemente de ti?—¿Incluida tú?Se queda callada.—Lo hago porque me recuerda que

estoy aquí, que sigo aquí y que tengo

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algo que decir.Empieza a entrar en el coche y dice:—Supongo que a partir de ahora

sabrás que no eres el único friki.Es lo más agradable que me ha dicho

en toda su vida.

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18 de marzo

No tengo noticias de Finch desdehace un día, luego dos días, luego tresdías. Cuando el miércoles llego a casadespués de salir del instituto, estánevando. Las calles están cubiertas deblanco y he tenido que parar a limpiar aLeroy media docena de veces. Mi madreestá en su despacho y le pregunto si mepresta el coche.

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Le cuesta un momento encontrar lavoz necesaria para responderme.

—¿Adónde quieres ir?—A casa de Shelby.Shelby Padgett vive al otro lado de

la ciudad. Me sorprende la facilidad conque me brotan las palabras de la boca.Me comporto como si el hecho depreguntarle si me deja el coche, cuandollevo un año sin conducir, no fuera nadaexcepcional, pero mi madre se haquedado mirándome fijamente. Y siguemirándome fijamente cuando me entregalas llaves y me acompaña hasta la puertay me sigue por la acera. Y entonces veoque no solo me mira fijamente, sino queademás está llorando.

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—Lo siento —dice, secándose losojos—. No estábamos seguros… Nosabíamos si algún día volveríamos averte conducir. El accidente cambiómuchas cosas y se llevó muchas otras.No es que conducir, dentro de la imagenglobal, sea tan importante, aunque esalgo que a tu edad deberías hacer sinpensártelo dos veces, pero ve concuidado…

Balbucea, pero se la ve feliz, lo quesolo sirve para que me sienta peor porestar mintiéndole. La abrazo antes desubir al coche y sentarme al volante. Ledigo adiós con la mano, sonrío, pongo elmotor en marcha y digo en voz alta:

—Todo bien.

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Arranco lentamente, sin dejar dedecir adiós ni de sonreír, peropreguntándome qué demonios pienso queestoy haciendo.

Al principio me noto temblorosa,puesto que hace mucho tiempo que noconduzco y no estaba segura de sercapaz de volver a hacerlo. Avanzo asacudidas porque no paro de tocar elfreno. Pero entonces recuerdo a Eleanora mi lado, cuando me dejó conducirhasta casa después de que me sacara elcarnet. «Ahora ya puedes llevarme acualquier sitio, hermanita. Serás michófer. Yo me sentaré atrás, me pondrécómoda y disfrutaré del paisaje».

Vuelvo la cabeza hacia el asiento del

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acompañante y casi puedo verla,sonriéndome, sin siquiera mirar lacarretera, como si no necesitara hacerloporque confía en que yo sé lo que mehago sin su ayuda. La veo apoyadacontra la puerta, las piernas recogidas ylas rodillas bajo la barbilla, riendo dealguna cosa, o cantando al ritmo de lamúsica. Casi puedo oírla.

Cuando llego al barrio de Finch,conduzco ya sin contratiempos, como sillevara años haciéndolo. Me abre lapuerta una mujer, que debe de ser sumadre porque tiene los ojos del mismocolor azul cielo que los de Finch.Resulta extraño pensar que, después detodo este tiempo, no la conozco hasta

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ahora.Le tiendo la mano y digo:—Soy Violet. Encantada de

conocerla. Vengo a ver a Finch. —Se meocurre que es posible que no haya oídohablar de mí, de manera que añado—:Violet Markey.

Me estrecha la mano y dice:—Por supuesto. Violet. Sí. Debería

haber vuelto ya del instituto. —«Nosabe que está expulsado». Va vestidacon traje de chaqueta y medias, pero vadescalza. Tiene una belleza descolorida,gastada—. Pasa. Justo acabo de llegar acasa.

Su bolso está encima de la mesa deldesayuno junto con las llaves del coche,

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los zapatos descansan en el suelo. Oigola televisión en otra habitación y laseñora Finch grita:

—¿Decca?Al momento se oye un remoto

«¿Qué?».—Nada, solo para ver si estabas

aquí.La señora Finch sonríe y me ofrece

algo de beber —agua, zumo, refresco—mientras ella se sirve una copa de vinode una botella ya abierta que saca de lanevera. Le digo que agua está bien y mepregunta si quiero hielo o no. Le digoque sin hielo, por mucho que la prefierafría.

Entra Kate y saluda.

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—Hola.—Hola. Venía a ver a Finch.Charlan conmigo como si todo fuera

normal, como si Finch no hubiera sidoexpulsado, y Kate saca alguna cosa de lanevera y pone en marcha el horno, atemperatura alta. Le dice a su madre quese acuerde de prestar atención a laalarma del horno y se pone el abrigo.

—Seguramente está arriba. Puedessubir.

Llamo a la puerta de su habitación,pero no obtengo respuesta. Vuelvo allamar.

—¿Finch? Soy yo.Oigo algo que se mueve y, a

continuación, se abre la puerta. Finch

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lleva pantalón de pijama, sin parte dearriba, y gafas. Su pelo se dispara entodas direcciones, y pienso: «Finch elGilipollas». Me regala una sonrisaladeada y dice:

—La única persona que quiero ver.Mi efecto gravitacional de Júpiter-Plutón.

Se aparta para dejarme pasar.La habitación está completamente

desnuda, ni siquiera están las sábanas dela cama. Parece una habitación dehospital de color azul vacía y a laespera de la llegada del próximopaciente. Veo dos cajas de tamañomediano y de color marrón apiladasjunto a la puerta.

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El corazón me da un vuelco extraño.—Parece como si… te mudaras.—No, simplemente he hecho un

poco de limpieza. Voy a dar algunascosas a beneficencia.

—¿Te encuentras bien?Me esfuerzo por no parecer la novia

que le echa la culpa: «¿Por qué no pasasmás tiempo conmigo? ¿Por qué norespondes a mis llamadas? ¿Acaso ya note gusto?».

—Lo siento, Ultravioleta. Estoy aúnen horas bajas. Lo cual, si lo piensasbien, es una expresión curiosa. Y quetiene su origen en el mar, puesto quedecían que cuando había temporal, lomejor era ponerse bajo cubierta hasta

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dejarlo pasar.—Pero ¿te encuentras mejor?—He estado un poco fastidiado,

pero sí. —Sonríe y se pone una camiseta—. ¿Quieres ver mi fuerte?

—¿Es una pregunta con trampa?—Todo hombre necesita un fuerte,

Ultravioleta. Un lugar donde dejarcorrer la imaginación. Un espacio tipo«Prohibido pasar/No se permitenchicas».

—Si no se permiten chicas, ¿por quéme dejas verlo?

—Porque tú no eres una chicacualquiera.

Abre la puerta del vestidor y laverdad es que no está nada mal. Se ha

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construido una especie de cueva, con laguitarra, el ordenador y cuadernos depentagramas, junto con bolígrafos ynotas adhesivas. Veo mi fotografíaclavada con una chincheta en la paredazul junto con una matrícula.

—Otros lo llamarían «oficina», peroa mí me gusta más «fuerte».

Me invita a tomar asiento sobre lacolcha azul y nos sentamos el uno allado del otro, los hombros rozándose, laespalda apoyada en la pared. Mueve lacabeza para señalar la pared deenfrente, y es entonces cuando veo laspegatinas, como en su Muro de ideas,solo que no hay tantas ni están tanapretujadas.

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—He descubierto que pienso mejoraquí dentro. Ahí fuera a veces haymucho jaleo, entre la música de Decca ylos gritos de mi madre a mi padre porteléfono. Tienes suerte de vivir en unacasa sin gritos. —Escribe «Casa singritos» y lo pega a la pared. Me pasa unbolígrafo y un taco de notas adhesivas—. ¿Quieres probarlo?

—¿Cualquier cosa?—Lo que sea. Los pensamientos

positivos van a la pared, los negativosal suelo, allí. —Señala un montón depapeles arrugados—. Es importanteanotarlos, aunque no es necesarioexponerlos una vez ya lo has hecho. Laspalabras pueden llegar a convertirse en

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verdaderas acosadoras. ¿Te acuerdas dePaula Cleary? —Niego con la cabeza—.Era una chica de quince años cuandollegó a Estados Unidos procedente deIrlanda y se puso a salir con un idiotaque gustaba a todas las chicas.Enseguida empezaron a llamarla guarra,puta y otras cosas mucho peores, y no ladejaron en paz hasta que se ahorcó en elhueco de una escalera.

Escribo «Acosador» y se lo paso aFinch, que rasga el papel en mil pedazosy lo tira al montón. Escribo «Chicasmalas» y lo hago pedazos. Escribo«Accidentes», «Invierno», «Hielo»,«Puente» y los hago pedazos hastaconvertirlos en polvo.

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Finch escribe algo y lo pega a lapared: «Bienvenido». Escribe algo más:«Friki». Me lo enseña antes dedestruirlo. Escribe «Pertenecer», que vaa la pared, y «Etiqueta», que no va allí.«Calor», «Sábado», «Excursión», «Tú»y «Mejor amiga» van arriba, mientrasque «Frío», «Domingo», «Quedarsequieto» y «Todos los demás» van almontón.

«Necesario», «Amado»,«Comprendido» y «Perdonado» van a lapared, y luego escribo «Tú», «Finch»,«Theodore», «Theo», «Theodore Finch»y los pego también.

Seguimos mucho rato con esto, yluego me enseña a componer una

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canción a partir de las palabras. Primerolas coloca en un orden que casi tienesentido. Coge la guitarra y extrae unamelodía y así, sin más, empieza a cantar.Consigue incorporar todas las palabras,después yo aplaudo y él saluda solo conla parte superior del cuerpo, puesto quesigue sentado en el suelo, y digo:

—Tienes que anotarla. No lapierdas.

—Nunca anoto las canciones.—¿Y qué son esos pentagramas?—Ideas para canciones. Anotaciones

sueltas. Cosas que se convertirán encanciones. Cosas que tal vez compongaalgún día o que empecé y no terminéporque no me llenaban lo suficiente.

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Cuando una canción acaba siéndolo, lallevas dentro de ti, en lo más profundo.

Escribe: «Yo, quiero, sexo, con,Ultravioleta, Marcada».

Yo escribo: «Tal vez», y él lo hacepedacitos de inmediato.

Y entonces escribo: «De acuerdo».También lo rompe.«¡Sí!».Lo pega a la pared y me besa, su

brazo envolviéndome por la cintura. Sindarme ni cuenta, estoy tendida en elsuelo y él encima de mí, mirándome. Learranco la camiseta. Siento su pielpegada a la mía, y me coloco sobre él, ydurante un rato olvido que estamos en elsuelo de un vestidor porque en lo único

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que soy capaz de pensar es en él, ennosotros, en él y yo, en Finch y Violet,en Violet y Finch, y todo vuelve a estarbien.

Después me quedo mirando el techo,y cuando lo miro a él, tiene esaexpresión extraña.

—¿Finch? —Mira fijamente algúnpunto por encima de nosotros. Loaguijoneo en las costillas—. ¡Finch!

Me mira por fin y dice:—Hola.Lo dice como si acabara de recordar

que estoy aquí. Se sienta, se frota la caracon las manos y coge una nota adhesiva.Escribe «Relájate». Luego, «Respirahondo». Luego, «Violet es vida».

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Lo pega todo a la pared y coge denuevo la guitarra. Recuesto la cabezacontra la suya cuando se pone a tocar,obligándolo a cambiar un poco losacordes, pero no puedo quitarme deencima la sensación de que ha pasadoalguna cosa, de que se ha marchadodurante un minuto y solo ha regresadouna parte de él.

—¿No le contarás a nadie lo de mifuerte, verdad, Violet?

—¿Igual que tú no le has contado atu familia que te han expulsado?

Escribe «Culpable» y lo sostiene enalto antes de hacerlo pedacitos.

—De acuerdo.Escribo entonces «Confianza»,

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«Promesa», «Secreto», «Seguro» y lopego a la pared.

—Aaaah, ahora tengo que volver aempezar.

Cierra los ojos y vuelve a tocar lacanción, sumándole esas palabras. Lasegunda vez suena triste, como sihubiera cambiado a un tono menor.

—Me gusta tu fuerte secreto,Theodore Finch.

Esta vez reposo la cabeza en suhombro y miro las palabras que hemosescrito y la canción que hemos creado.Luego miro otra vez la matrícula. Tengola extraña sensación de acercarme más aél, como si pudiera escapárseme. Posola mano en su pierna.

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Transcurrido un minuto, dice:—A veces me pongo así, con estos

estados de ánimo, y no puedo evitarlo.—Sigue tocando la guitarra, sin dejar desonreír, pero su tono de voz se ha vueltoserio—. Estados de ánimo negros,bajos. Me imagino cómo debe de serestar en el ojo de un tornado, en calma ycegador a la vez. Los odio.

Entrelazo los dedos con los de él ytiene que dejar de tocar.

—Yo también me pongomalhumorada a veces. Es normal. Es loque toca. Me refiero a que somosadolescentes.

Y como para demostrarlo, escribo«Mal humor» y lo hago pedazos.

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—Cuando era pequeño, máspequeño de lo que ahora es Decca,teníamos un cardenal en el jardín que noparaba de darse golpes contra el cristalde la puerta de casa, una y otra vez,hasta que acabó matándose. Siemprepensaba que estaba muerto, pero selevantaba y alzaba el vuelo de nuevo. Lahembra lo observaba desde uno de losárboles del jardín y siempre pensé queera su esposa. Les supliqué a mis padresque impidieran que se diera más golpescontra los cristales. Quería que lodejasen entrar para que viviera connosotros. Kate llamó a la AudubonSociety y el responsable le dijo que, asu entender, el cardenal estaba

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simplemente intentando regresar a suárbol, el que debía de haber allí antes deque llegáramos nosotros, lo taláramos yconstruyéramos la casa encima.

Me cuenta lo del día que murió elcardenal, cuando encontró el cuerpo enel porche de atrás, cuando lo enterró enun nido de barro. «No había nada quepudiera haberlo hecho durar mástiempo», les dijo después Finch a suspadres. Siempre les echó la culpaporque sabía que podrían haber hechoque el cardenal viviera más tiempo si lohubieran dejado entrar en casa, como élles había pedido.

—Fue mi primer estado de ánimonegro, negrísimo. No recuerdo muy bien

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qué pasó después, o que pasó durante untiempo.

La sensación de preocupaciónreaparece.

—¿Lo has hablado alguna vez conalguien? ¿Lo saben tus padres, o Kate, otal vez algún psicólogo…?

—Mis padres, no. Kate, la verdad esque tampoco. He estado hablando con unpsicólogo del instituto.

Miro a mi alrededor, el interior delvestidor, la colcha donde estamossentados, la jarra de agua, las barritasenergéticas, y es entonces cuando caigo.

—¿Estás viviendo aquí, Finch?—Ya lo he hecho otras veces. Al

final, funciona. Me despierto una

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mañana y me apetece salir. —Me sonríe,pero la sonrisa me parece vacía—. Yo teguardaré el secreto, pero tú guarda elmío.

Cuando llego a casa, abro la puertade mi vestidor y entro. Es más grandeque el de Finch, pero está lleno arebosar de ropa, zapatos, bolsos,chaquetas. Intento imaginar cómo seríavivir aquí y sentir que no puedo salir.Me tumbo y miro al techo. El suelo estáduro y frío. Escribo mentalmente:«Había un chico que vivía en unvestidor…». Pero no llego a más.

No sufro claustrofobia, pero cuando

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abro la puerta y vuelvo a mi habitación,tengo la sensación de poder respirar denuevo.

A la hora de la cena, mi madre dice:—¿Te lo has pasado bien con

Shelby? —Mira a mi padre enarcandouna ceja—. Al salir del instituto, Violetha ido en coche a casa de Shelby. Haconducido.

Mi padre levanta el vaso y lo hacechocar contra el mío.

—Me siento orgulloso de ti, V. Talvez haya llegado la hora de queempecemos a hablar de que tengas tupropio coche.

Están tan emocionados que me sientomás culpable, si cabe, por haberles

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mentido. Me pregunto qué harían si lesdijera dónde he estado en realidad:acostándome con un chico con el que noquieren ni verme en el vestidor donde hadecidido vivir.

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Día 75

«La cadencia del sufrimiento haempezado».

CesarePavese

Estoy

hecho

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trizas.

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Dos días después

A la salida de clase de geografía deEstados Unidos, Amanda le dice aRoamer que se adelante y que ya sereunirá con él más tarde. No he cruzadouna palabra con él desde que expulsarona Finch.

—Tengo que contarte una cosa —medice.

—¿Qué?

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Tampoco he hablado mucho con ella.—Pero no puedes contárselo a

nadie.—Amanda, voy a llegar tarde a

clase.—Antes que nada, promételo.—De acuerdo, te lo prometo.Habla tan bajito que casi ni la oigo.—Vi a Finch en un grupo al que

acudo. Llevo un tiempo yendo, aunqueen realidad no lo necesito, pero mimadre… digamos que me obliga a ir.

Suspira.—¿Qué grupo?—Se llama Vida es Vida. Es… es un

grupo de apoyo para adolescentes quehan pensado en el suicidio o lo han

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intentado.—¿Y viste a Finch allí? ¿Cuándo?—El domingo. Dijo que estaba allí

porque se había metido un buen puñadode pastillas y tuvo que ir al hospital.Pensaba que lo sabías.

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21 de marzo y después

Llamo a la puerta de su habitación,pero no obtengo respuesta. Vuelvo allamar.

—¿Finch?Llamo otra vez, y otra, hasta que al

final oigo movimiento, el golpe dealguna cosa que se cae, un «Me cago enla…» y se abre la puerta. Finch va

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vestido con traje. Se ha cortado el pelo,prácticamente al uno, y entre eso y labarba de varios días tiene un aspectodistinto, se lo ve más mayor y, sí, estámás bueno.

Me ofrece una sonrisa ladeada ydice:

—Ultravioleta. La única persona ala que deseo ver.

Se aparta para que pueda entrar.La habitación sigue desnuda como la

de un hospital, y me vengo un pocoabajo ya que, por lo visto, ha estado enun hospital y no me lo ha dicho. Y tantoazul, no sé por qué, me producesensación de ahogo.

—Tengo que hablar contigo —digo.

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Finch me da un beso de bienvenida yveo que tiene los ojos más brillantes quela otra noche, o tal vez sea porque nolleva gafas. Cada vez que cambia cuestaacostumbrarse. Vuelve a besarme y seapoya contra la puerta adoptando unapostura sexy, como si supiera lo guapoque está.

—Vayamos por partes. Ante todotengo que saber qué opinas sobre losviajes espaciales y sobre la comidachina.

—¿En ese orden?—No necesariamente.—Opino que son interesantes y que

es realmente estupenda.—Bien. Descálzate.

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Me descalzo y desciendo cuatro ocinco centímetros.

—Ropa fuera, enana.Le doy un manotazo.—Luego, vale, pero no se me

olvidará. De acuerdo. Ahora cierra losojos, por favor.

Cierro los ojos. Reflexiono sobre lamejor manera de sacar a relucir Vida esVida. Pero vuelve a ser tan él, pormucho que su aspecto sea distinto, queme digo que cuando vuelva a abrir losojos las paredes de la habitaciónvolverán a ser rojas, los muebles habránregresado a su lugar y la cama estaráhecha porque Finch duerme de nuevo enella.

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Oigo que abre la puerta del vestidory tira un poco de mí.

—Mantenlos cerrados.Extiendo los brazos por instinto,

pero Finch me los hace bajar. SuenaSlow Club, un grupo que me gusta,valiente, agridulce, poco convencional.Como Finch, pienso. Como nosotros.

Me ayuda a sentarme y noto queestoy sobre un montón de cojines.Escucho y percibo que se mueve a mialrededor después de cerrar la puerta,luego noto sus rodillas presionando lasmías. Vuelvo a tener diez años, vuelvo ala época en que construía fuertes.

—Ábrelos.Los abro.

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Y estoy en el espacio, todo relucecomo en Ciudad Esmeralda. Hayplanetas y estrellas pintados en paredesy techo. Las notas adhesivas siguen en lapared. La colcha azul está a nuestrospies y es como si el suelo brillara. Veoplatos, cubiertos y servilletas junto arecipientes con comida. Una botella devodka en un cubo con hielo.

—Por si no te has dado cuenta —dice Finch, levantando una mano haciael cielo—, Júpiter y Plutón estánperfectamente alineados en relación conla Tierra. Es la cámara del efectogravitacional de Júpiter-Plutón. Dondetodo flota indefinidamente.

Lo único que sale de mi boca es

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«Oh, Dios mío». Me ha tenido tanpreocupada, el chico al que amo, tanpreocupada que no lo he sabido hastaeste momento, contemplando el sistemasolar. Es la cosa más encantadora quealguien ha hecho en toda mi vida por mí.Es tan encantador que parece depelícula. Es tan épico y tan frágil quedeseo que la noche dure eternamente, ysaber que eso es imposible meentristece.

La comida es de Familia Feliz. Nole pregunto cómo la ha conseguido, si haido en coche a buscarla o le ha pedido aKate que la fuera a buscar, pero me digoque habrá sido él quien ha ido hasta allíporque no tiene por qué quedarse

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siempre encerrado en el vestidor si noquiere.

Abre el vodka y nos pasamos labotella. Sabe seco y amargo, como hojasde otoño. Me gusta el calor que produceen la nariz y la garganta.

—¿De dónde has sacado esto? —pregunto, botella en mano.

—Tengo mis sistemas.—Es perfecto. No solo esto, sino

todo. Pero es tu cumpleaños, no el mío.Soy yo la que tendría que haberpreparado algo así para ti.

Me besa.Lo beso.El ambiente está lleno a rebosar de

cosas que no decimos y me pregunto si

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él también lo percibe. Se lo ve tancómodo y tan Finch que me digo queserá mejor dejarlo correr, mejor nopensar tanto. A lo mejor Amanda seequivoca. A lo mejor solo me hacontado lo de ese grupo parafastidiarme. A lo mejor se lo hainventado todo.

Finch sirve la comida y, mientrascomemos, hablamos de todo excepto decómo se siente. Le explico lo que se haperdido de geografía de Estados Unidosy hablamos sobre los lugares que nosquedan por recorrer. Le doy mi regalode cumpleaños, una primera edición deLas olas que encontré en una pequeñalibrería de Nueva York. Le he escrito

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una dedicatoria: «Haces que me sientaoro, flotando. Te quiero. UltravioletaMarcada».

—Es el libro que estuve buscandoen Bookmarks, en el parque de labiblioteca móvil. Siempre que entro enuna tienda —dice.

Me besa.Lo beso.Noto que las preocupaciones se

esfuman. Me siento relajada y feliz, másfeliz que en bastante tiempo. Vivo elmomento. Estoy aquí.

Cuando terminamos de comer, Finchse quita la chaqueta y nos tumbamos enel suelo, uno junto al otro. Mientrasexamina el libro y me lee algunos

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párrafos en voz alta, yo sigo mirando elcielo. Al final, deja descansar el librosobre su pecho y dice:

—¿Te acuerdas de sir PatrickMoore?

—Sí, el astrónomo británico quetenía un programa en televisión. —Levanto los brazos hacia el techo—. Elhombre a quien tenemos que agradecerel efecto gravitacional de Júpiter-Plutón.

—Desde un punto de vista técnico,tenemos que agradecérnoslo a nosotros,pero sí, ese. Pues resulta que en uno desus programas explicó el concepto de ungigantesco agujero negro que hay en elcentro de nuestra galaxia. Comprenderloes complicado. Él fue la primera

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persona que explicó la existencia de unagujero negro de tal modo que unapersona normal y corriente pudierallegar a entenderlo. Lo explicó de talmanera que incluso Roamer conseguiríacaptarlo.

Me sonríe. Le sonrío.—Mierda —dice—, ¿por dónde

iba?—Por sir Patrick Moore.—Eso es. Sir Patrick Moore mandó

dibujar un mapa de la Vía Láctea en elsuelo del estudio de televisión. Con lascámaras siguiéndolo, fue acercándosepoco a poco al centro del dibujomientras iba explicando la teoría generalde la relatividad de Einstein y

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ofreciendo algunos hechos: los agujerosnegros son los vestigios de antiguasestrellas; son tan densos que ni siquierala luz puede escapar de su interior;acechan en el interior de todas lasgalaxias; son la fuerza más destructivadel cosmos; cuando un agujero negroatraviesa el espacio, engulle todo lo quetiene a su alrededor, estrellas, cometas,planetas. Y cuando digo todo, quierodecir todo. Cuando, los planetas, la luz,las estrellas, lo que sea, superan esepunto de no retorno, tenemos lo que seconoce como el horizonte de sucesos, elpunto del que ya es imposible escapar.

—Es un poco como un agujero azul.—Sí, supongo que sí. De modo que,

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mientras iba explicando todo esto, sirPatrick Moore realizó la mayor proezanunca vista: se colocó en el corazón delagujero negro y desapareció.

—Efectos especiales.—No. Fue la rehostia. El cámara y

todos los demás presentes en el estudiodicen que desapareció.

Me coge la mano.—¿Y cómo?—Magia.Me sonríe.Le sonrío.—Ser absorbido por un agujero

negro —dice— debe de ser la formamás fantástica de morir. Aunque nadieha tenido todavía esa experiencia y los

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científicos no logran ponerse de acuerdoen si te pasarías semanas flotando másallá del horizonte de sucesos hastaquedar hecho pedazos o si tesumergirías en una especie de torbellinode partículas y te quemarías vivo. Megusta pensar en lo que sentiríamos sifuéramos absorbidos, así de pronto. Derepente, nada de todo esto tendríaimportancia. Se acabarían laspreocupaciones sobre de dónde venimoso qué será de nosotros, o sobre sivolveremos a decepcionar alguna vez aotra persona. Todo eso… desaparecería.

—Y no quedaría nada.—Tal vez. O tal vez hubiera un

nuevo mundo, un mundo que ni siquiera

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podemos imaginarnos.Noto el encaje de su mano, caliente

y firme, en la mía. Por mucho que élvaya cambiando, eso no lo hace nunca.

—Eres el mejor amigo que he tenidonunca, Theodore Finch.

Y lo es de una forma distinta a comolo era Eleanor. Tal vez incluso más.

Y de pronto, rompo a llorar. Mesiento como una idiota porque odiollorar, pero no puedo evitarlo. Todasmis preocupaciones salen a flote y sederraman por el suelo del vestidor.

Finch se vuelve y me acuna.—Tranquila. ¿Qué pasa?—Amanda me lo ha contado.—¿Que te ha contado qué?

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—Lo del hospital y las pastillas. Lode Vida es Vida.

No me suelta, pero su cuerpo sepone rígido.

—¿Te lo ha contado?—Estoy preocupada por ti, y quiero

que estés bien, pero no sé qué hacerpara ayudarte.

—No necesitas hacer nada.Entonces me suelta. Se aparta, se

sienta y mira la pared.—Pero tengo que hacer algo porque

es posible que necesites ayuda. Noconozco a nadie que se meta en elvestidor y se instale allí. Necesitashablar con tu psicólogo, o a lo mejorcon Kate. Puedes hablar con mis padres

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si quieres.—Sí, esto no está sucediendo.Sus dientes y sus ojos destellan bajo

la luz ultravioleta.—Estoy intentando ayudarte.—Yo no necesito ayuda. Yo no soy

Eleanor. Solo porque no pudiste salvarlano tienes por qué intentar salvarme a mí.

Empiezo a enfadarme.—Eso no es justo.—Solo quería decir que estoy bien.—¿De verdad?Levanto las manos para abarcar el

vestidor.Me mira con aquella sonrisa rígida,

atroz.—¿Sabes?, daría cualquier cosa por

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ser tú durante un día. Viviría y viviría yjamás me preocuparía y estaríaagradecido por tener lo que tengo.

—¿Porque no tengo nada de quépreocuparme? —Se limita a mirarme—.Porque ¿de qué tendría que preocuparseViolet? Al fin y al cabo, la que murió fueEleanor. Violet sigue aquí. Se libró. Y esafortunada porque tiene toda una vidapor delante. Violet la afortunada.

—Escucha, durante una gran parte demi vida me he visto etiquetado. Soy elfriki. Soy el bicho raro. Soy elproblemático. Inicio peleas. Decepcionoa la gente. No hagas enfadar a Finch,hagas lo que hagas. Oh, ahí va ese denuevo, con uno de sus raros estados de

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humor. Finch el Melancólico. Finch elCabreado. Finch el Impredecible. Finchel Loco. Pero yo no soy una compilaciónde síntomas. No soy la víctima de unospadres de mierda y de una combinaciónquímica de más mierda si cabe. No soyun problema. No soy un diagnóstico. Nosoy una enfermedad. No soy alguien aquien haya que rescatar. Soy unapersona. —Esboza de nuevo esa sonrisaatroz—. Apuesto lo que quieras a queahora sientes mucho haberte encaramadoa aquella dichosa cornisa aquel dichosodía.

—No hagas esto. No seas así.La sonrisa desaparece de pronto.—No puedo evitarlo. Soy lo que

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soy. Ya te avisé de que esto pasaría. —Su voz se vuelve fría en lugar deenojada, y eso es peor, puesto que escomo si hubiese dejado de tenersentimientos—. ¿Sabes?, en estosmomentos el vestidor se me quedapequeño, es como si no hubiera tantoespacio como creía.

Me levanto.—Pues resulta que en eso sí que

puedo ayudarte.Y cierro de un portazo sabiendo

perfectamente bien que no puedeseguirme, aunque a pesar de ello medigo: «Si de verdad me quiere,encontrará la manera».

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Después de cenar, y antes de lavarlos platos, les digo a mis padres:

—Necesito explicaros una cosa. —Mi madre vuelve a sentarse, puesto quepor mi voz adivina que no será nadabueno—. El primer día de clase subí ala cornisa del campanario del instituto.Fue allí donde conocí a Finch. Éltambién estaba allá arriba y fue quienme convenció de que bajara, porquecuando me di cuenta de dónde estaba,me asusté tanto que no podía nimoverme. Podría haber caído de nohaber estado él allí. Pero no caí, y fuegracias a él. Ahora es él el que está enesa cornisa. Aunque no literalmente

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hablando —le digo a mi padre antes deque salte a coger el teléfono—. Ytenemos que ayudarlo.

—¿De modo que has seguidoviéndolo? —dice mi madre.

—Sí. Y lo siento, y sé que estáisenfadados y decepcionados, pero loquiero. Y me salvó. Luego ya me diréislo descontentos que estáis de mí y lomucho que os he decepcionado, pero enestos momentos necesito hacer todo loposible para asegurarme de que siguebien.

Se lo cuento todo, y después mimadre llama por teléfono a la madre deFinch. Le deja un mensaje y, cuandocuelga, dice:

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—Tu padre y yo ya pensaremos quéhacer. En la universidad hay unpsiquiatra, un amigo de tu padre. Estáhablando con él ahora. Sí, estamosdecepcionados contigo, pero me alegrode que nos lo hayas contado. Has hecholo correcto contándonoslo.

Sigo despierta en mi habitacióndurante al menos una hora, tan inquietaque no puedo conciliar el sueño. Cuandome adormilo, me muevo sin cesar de unlado para otro y mis sueños son unamezcolanza de infelicidad. Acabodespertándome. Me doy la vuelta yvuelvo a dormirme, y en sueños lo oigo,

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el sonido débil y remoto de laspiedrecillas golpeando la ventana.

No salgo de la cama porque hacefrío y estoy medio dormida y, de todosmodos, el sonido no es real. «Ahora no,Finch —digo en sueños—. Vete».

Y entonces me despierto de golpe ypienso si es posible que haya sido deverdad. Si es posible que haya salidodel vestidor, haya cogido el coche yhaya venido a verme. Pero cuando miropor la ventana, la calle está vacía.

Paso el día con mis padres, mirandoobsesivamente Facebook para ver siaparece un mensaje en los momentos en

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que no finjo estar concentrada en losdeberes y en Germ. Todas las chicas hanrespondido a mis propuestas decolaboración: «sí, sí, sí». Sus mensajescontinúan en mi bandeja de entrada sinque los haya respondido.

Mi madre llama cada poco rato a laseñora Finch para ver si consiguelocalizarla. A mediodía, cuandoseguimos sin tener noticias de ella, mimadre y mi padre se personan en casa deFinch. Parece que no hay nadie y se venobligados a dejar una nota. El psiquiatratiene (por algún motivo) mejor suerteque ellos. Consigue hablar con Decca,que deja al médico a la espera mientrasva a ver si Finch está en su habitación o

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en el vestidor, pero dice que no. Mepregunto si se habrá escondido en algunaparte. Le envío un mensaje de textodiciéndole que lo siento. A medianocheaún no me ha respondido.

El lunes me tropiezo con Ryan porlos pasillos y me acompaña a clase deliteratura rusa.

—¿Has tenido ya noticias de lasuniversidades? —quiere saber.

—Solo de un par.—¿Y Finch? ¿Crees que acabareis

estudiando en la misma?Intenta ser amable, pero hay algo

más, tal vez la esperanza de que le diga

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que no, que Finch y yo hemos roto.—No sé muy bien qué piensa hacer.

No creo que ni él lo sepa.Asiente y se cambia los libros de

mano, de modo que la mano libre quedaahora colgando junto a la mía. Noto devez en cuando el roce de su piel. A cadapaso que damos, unas cinco personas losaludan o le preguntan qué tal va todo.Después de mirarlo a él, me miran a mí,y me pregunto qué deben ver.

—Eli Cross va a montar una fiesta.Deberías venir conmigo.

Me pregunto ahora si recuerda queEleanor y yo sufrimos el accidente a lasalida de una fiesta de su hermano.Luego, por un momento, me pregunto

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cómo me sentiría si estuviese de nuevocon él, si sería capaz de volver conalguien como el bueno y estable Ryandespués de haber estado con TheodoreFinch. Nadie, nunca, llamaría friki aRyan Cross, ni diría cosas feas de él asus espaldas. Siempre va vestidocorrectamente, habla correctamente e iráa la universidad correcta cuando todoesto haya acabado.

Finch no está en el aula de geografíade Estados Unidos, naturalmente, puestoque lo han expulsado del instituto. Nopuedo concentrarme en lo que dice elseñor Black. Charlie y Brenda llevan un

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par de días sin tener noticias de Finch,pero no parecen preocupados porquedicen que él es así, que son cosas quesuele hacer, que siempre ha sido así.

El señor Black nos pide, uno a uno,fila a fila, un informe sobre el estado deltrabajo que nos encargó. Cuando mellega el turno, le digo:

—Finch no está.—Lo sé muy bien… no está aquí y

no… volverá al instituto. ¿Cómo llevausted… el trabajo…, señorita Markey?

Pienso en todas las cosas que podríadecir: «Theodore Finch está viviendo enel vestidor de su habitación. Creo que lepasa algo grave. Últimamente no hemospodido ir de excursión, y aún nos

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quedan cuatro o cinco lugarespendientes de todos los que señalamosen el mapa».

Pero digo:—Estamos aprendiendo muchas

cosas sobre nuestro estado. No conocíamucho Indiana antes de empezar eltrabajo, pero ahora lo conozco muy bien.

El señor Black parece contentarsecon mi respuesta y pasa al siguiente. Pordebajo de la mesa, aprovecho paraenviarle un mensaje a Finch: «Por favor,dime que estás bien».

El martes sigo sin tener noticias yvoy en bicicleta hasta su casa. Esta vez

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me abre la puerta una niña. Lleva elcabello oscuro cortado a lo chico ycomparte el azul de los ojos con Finch yKate.

—Debes de ser Decca —digo,empleando ese tono de persona adultaque tanto odio.

—¿Y tú quién eres?—Violet. Soy amiga de tu hermano.

¿Está en casa?Abre del todo la puerta y se aparta

para dejarme entrar.Subo a la planta de arriba, paso por

delante de la pared con fotografías delos Finch y llamo, pero no esperorespuesta. Abro la puerta, entro yenseguida lo noto. No hay nadie. Y no es

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solo que la habitación esté vacía, sinoque el ambiente está impregnado por unacalma extraña y letal, como si el cuartofuera un cascarón vacío abandonado porun animal.

—¿Finch?El corazón empieza a latirme con

fuerza. Llamo a la puerta del vestidor,entro y no está. La colcha hadesaparecido, junto con la guitarra y elamplificador, los cuadernos conpentagramas impresos, los tacos denotas adhesivas en blanco, la jarra deagua, el ordenador portátil, el libro quele regalé, la matrícula y mi fotografía.Las palabras que escribimos en lasparedes, los planetas y las estrellas

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siguen aquí, pero están muertos,inmóviles, y ya no destellan.

No puedo hacer más que dar vueltassobre mí misma, buscando alguna cosa,cualquier detalle que pueda haberdejado para darme una pista de adóndeha ido. Cojo el teléfono y lo llamo, perosalta directamente el contestador.«Finch, soy yo. Estoy en el vestidor,pero no estás. Llámame, por favor. Estoypreocupada. Lo siento. Te quiero. Perono siento lo de quererte, de esto jamásme arrepentiría».

Empiezo a abrir cajones en lahabitación. Empiezo a abrir armarios enel cuarto de baño. Ha dejado algunascosas, pero no sé si esto significa que va

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a volver o si son solo cosas que ya noquiere.

Salgo al pasillo, paso por delante delas fotografías del colegio, sus ojos mesiguen mientras bajo la escalera a talvelocidad que casi me caigo. El corazónme late con tanta fuerza que no oigonada excepto su retumbar, que me llenalos oídos. Decca está mirando la tele enel salón.

—¿Está tu mamá en casa? —lepregunto.

—No ha llegado todavía.—¿Sabes si ha escuchado los

mensajes que le dejó mi madre?—No mira mucho el contestador.

Seguramente los habrá escuchado Kate.

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—¿Está Kate?—No ha llegado todavía. ¿Has

encontrado a Theo?—No. No está.—A veces lo hace.—¿Lo de irse?—Volverá. Siempre vuelve.«Es lo suyo. Son cosas que hace».Me gustaría preguntarles a ella, a

Charlie y a Brenda, a Kate y a su madre:«¿Acaso a nadie le importa por quéviene y va de esta manera? ¿Os habéisparado alguna vez a pensar que tal vezsea porque algo va mal?».

Entro en la cocina, dondeinspecciono la nevera y la isla por siacaso ha dejado por allí alguna nota,

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puesto que son lugares donde nadiedejaría una nota, y luego abro la puertadel garaje, que está vacío. El PequeñoCabrón también ha desaparecido.

Me reúno de nuevo con Decca y ledigo que me avise si tiene noticias de suhermano. Le doy mi número. En la calle,miro a ver si está su coche, perotampoco está.

Cojo el teléfono. Salta de nuevo elcontestador.

—Finch, ¿dónde estás?

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Día 80(un jod#@* récord del mundo).

En un poema titulado «Epílogo»,Robert Lowell se preguntaba: «Pero¿por qué no contar lo que ha ocurrido?».

Respondiendo a su pregunta, señorLowell, le diré que no estoy del todoseguro. Y que es posible que nadieconozca la respuesta. Yo solo sé que mepregunto: «¿Cuál de mis sentimientos es

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el real?». «¿Cuál de mis distintos yossoy yo?». En toda mi vida solo hahabido un yo que me ha gustado deverdad, un yo que era bueno y que semantuvo despierto todo el tiempo quepudo.

No pude evitar la muerte delcardenal, y me siento responsable. Encierto sentido, fui el responsable de sumuerte —lo fuimos mi familia y yo—,porque la casa que se construyó dondeestaba antes su árbol era la nuestra, unárbol al que intentaba constantementevolver. Aunque es posible que nadiehubiera podido evitarlo.

«Has sido en todos los sentidos todolo que alguien puede ser. Si alguien

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hubiese podido salvarme, habrías sidotú».

Antes de morir, Cesare Pavese,creyente del Gran Manifiesto, escribió:«Recordamos instantes, no días».

Recuerdo correr por una carretera yllegar a un vivero de flores.

Recuerdo su sonrisa y su risa cuandoyo era mi mejor yo y ella me mirabacomo si fuera una persona sin nada maloy entera. Recuerdo cómo me miraba dela misma manera incluso cuando ya nolo era.

Recuerdo su mano en la mía, lasensación que me producía, como sifuera alguien y algo que me pertenecía.

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El resto del mes de marzo

El primer mensaje de texto me llegael viernes. «La verdad es que todosfueron días perfectos».

En cuanto lo leo, llamo a Finch, peroya ha desconectado el teléfono y salta elcontestador. En vez de dejar un mensaje,le escribo: «Estamos todos muypreocupados. Estoy preocupada. Minovio es una persona desaparecida.

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Llámame, por favor».Horas más tarde, vuelvo a tener

noticias de él: «No estoy desaparecido.Me has encontrado».

Escribo de inmediato: «¿Dóndeestás?». Pero esta vez no responde.

Mi padre apenas me dirige lapalabra, pero mi madre habla con laseñora Finch, que le asegura que Finchse ha puesto en contacto con ella paradecirle que está bien, que no sepreocupe, y que le ha prometidollamarla cada semana, lo que implicaque piensa estar fuera una buenatemporada. Le dice que no haynecesidad de llamar a psiquiatras (peroque muchas gracias por preocuparse).

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Que no es necesario llamar a la policía.Al fin y al cabo, lo hace a veces. Por lovisto, mi novio no está desaparecido.

Pero sí que lo está.—¿Ha dicho adónde ha ido?Mientras se lo pregunto, veo de

repente que mi madre parece muypreocupada y cansada, e intentoimaginarme qué estaría pasando ahorade haber sido yo, y no Finch, quienhubiera desaparecido. Mis padrestendrían a todos los policías de cincoestados buscándome. Después de todo loque han pasado, me cuesta creer queahora esto esté haciéndolos sufrir.

—Si se lo ha dicho, no me lo hacomentado. No sé qué más podemos

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hacer. Si los padres ni siquiera estánpreocupados… la verdad… Imagino quedebemos confiar en que Finch hable enserio y esté realmente bien.

Pero detrás de sus palabras oigotodo lo que no dice: «De tratarse de unhijo mío, ya habría salido a buscarlopara traerlo de vuelta a casa».

En el instituto, Brenda, Charlie y yosomos los únicos que parecemos darnoscuenta de que Finch no está. Al fin y alcabo, no es más que otro chicoproblemático que ha acabado expulsado.Los profesores y los compañeros ya sehan olvidado de él.

Todo el mundo se comporta como sino hubiera pasado nada y todo fuera

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perfecto. Voy a clase y toco en unconcierto de la orquesta. Celebro laprimera reunión de Germ y somosveintidós, todo chicas, excepto el noviode Briana, Adam, y el hermano de LizzyMeade, Max. Recibo noticias de dosuniversidades más: Stanford, un no, yUCLA, un sí. Cojo el teléfono paracontárselo a Finch, pero tiene el buzónde voz lleno. No me tomo ni la molestiade enviarle un mensaje de texto.Siempre que le escribo tarda un montónen contestar y, cuando lo hace, nunca espara responder a lo que yo le digo.

Empiezo a estar cabreada.Dos días más tarde, Finch escribe:

«Estoy en la rama más alta».

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La noche siguiente: «Nuestrosnombres están pintados».

Días más tarde: «Creo en loscarteles».

Al día siguiente: «El resplandor deUltravioleta».

Diez días después: «Un lago. Unaoración. Es tan encantador serencantador en Privado».

Y luego, el más completo silencio.

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Abril

El 13 de abril, mis padres y yovamos hasta el puente de la calle A ybajamos hasta el lecho seco del río quepasa por debajo para depositar unasflores en el lugar donde murió Eleanor.Clavada en el suelo veo una matrícula,un objeto que de pronto me resultafamiliar, y a su alrededor hay unpequeño jardín donde alguien ha

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plantado flores. Finch.De repente, estoy helada, y no solo

por la humedad del ambiente. Ha pasadoun año y, a pesar de que mis padresapenas dicen nada mientraspermanecemos aquí, hemos sobrevivido.

De camino de vuelta a casa, mepregunto por las veces que Finch haestado allí, cuándo encontró lamatrícula, cuándo regresó. Espero a quemis padres me pregunten acerca deljardín o hablen sobre Eleanor, quemencionen precisamente hoy su nombre.Pero viendo que no lo hacen, digo:

—La idea de ir a ver a Boy Paradeaprovechando las vacaciones deprimavera fue idea mía. La verdad es

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que a Eleanor no la volvían loca, perodijo: «Si quieres ver a Boy Parade,vayamos a verlos de verdad. Sigámoslospor todo el estado». Era estupenda eneste sentido, siempre iba un paso pordelante de las cosas y las convertía enalgo más grande y más excitante de loque en realidad eran.

«Como todo el mundo que conozco».Me pongo a cantar mi canción

favorita de Boy Parade, la que más merecuerda a mi hermana. Mi madre mira ami padre, que tiene los ojos clavados enla carretera, y empieza también a cantar.

Ya en casa, me siento detrás de miescritorio y reflexiono sobre la preguntade mi madre: «¿Por qué te gustaría

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poner en marcha otra revista?».Miro el corcho clavado en el muro.

Las notas se extienden incluso por lapared y llegan hasta donde está elarmario. Abro el cuaderno deexcursiones y lo hojeo. Escribo:«Germen: nombre, principio u origen deuna cosa material o moral; esbozo queda principio al desarrollo ycrecimiento».

Lo leo y añado: «Germ es para todoaquel que…».

Lo tacho.Vuelvo a intentarlo: «Germ pretende

entretenerte, informarte y hacerte sentirseguro…».

Lo tacho también.

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Pienso en Finch y en Amanda y mirola puerta del armario, donde aún puedenverse las marcas de las chinchetas quesujetaban el calendario. Pienso enaquellas X, negras y grandes, con lasque tachaba cada día porque lo únicoque deseaba era ir dejándolos atrás.

Busco una hoja en blanco y escribo:«Revista Germ. Empiezas aquí». Laarranco y la incorporo a la pared.

No tengo noticias de Finch desdemarzo. Ya no estoy preocupada. Estoyenfadada. Enfadada con él por no decirni palabra, enfadada conmigo mismaporque abandonarme parece que es

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facilísimo y por no haber sido suficientecomo para mantenerlo aquí. Hago lascosas que se hacen normalmente despuésde una ruptura: comer heladodirectamente del bote, escuchar músicaque insinúa que estoy mucho mejor sinél, elegir una nueva fotografía para miperfil de Facebook. Por fin me crece elflequillo y empiezo a parecerme a miantiguo yo, aunque veo que no me gustamucho. Una noche, cojo todo lo quetengo de él, lo meto en una caja y loguardo en el fondo del armario. Seacabó Ultravioleta Marcada. Vuelvo aser Violet Markey.

Dondequiera que esté Finch, se haido con nuestro mapa. He comprado otro

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para poder terminar el trabajo, una tareaque tengo que hacer con independenciade que él esté aquí o no. En estosmomentos solo dispongo de losrecuerdos de los lugares. Nada que mesirva para enseñarlos, excepto un par defotos y nuestro cuaderno. No sé cómoexpresar todas las cosas que hemosvisto y hecho juntos de un modoexhaustivo y que tenga sentido para todoel mundo, además de para mí. De hecho,todo lo que hicimos y fuimos, no tienesentido ni siquiera para mí.

Le cojo prestado el coche a mimadre. No me pregunta adónde voy,pero cuando me da las llaves, dice:

—Llámame cuando llegues y cuando

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vayas a volver a casa.Me dirijo a Crawfordsville, donde

llevo a cabo un poco entusiasta intentode visitar las siete cárceles giratorias,pero me siento como una turista. Llamoa mi madre para decirle que estoy bien ydespués me pongo al volante. Es unsábado muy cálido. Brilla el sol. Lasensación es casi de primavera yentonces recuerdo que, técnicamente, yaestamos en ella. Mientras voyconduciendo, controlo la aparición decualquier monovolumen Saturn, y cadavez que diviso uno siento un nudo en elestómago, aunque me digo: «Se haterminado. He acabado con él. Tengoque seguir adelante».

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Recuerdo cuando me comentó lo quele gustaba de conducir: el movimiento,la propulsión, la sensación de quepodrías ir a cualquier parte. Me imaginocuál sería su expresión si me viera ahorasentada al volante. «Ultravioleta —diría—, siempre supe que lo llevabasdentro».

Cuando Ryan y Suze rompen, él mepide para salir. Le digo que sí, pero solocomo amigos. Cenamos en Gaslight, unode los restaurantes más elegantes deBartlett.

Elijo de la carta y me esfuerzo porconcentrarme en Ryan. Hablamos sobre

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nuestros planes en la universidad, sobrelo de cumplir dieciocho años (él loscumple este mes y yo en mayo), y aunqueno es la conversación más emocionantede mi vida, es una cita normal yagradable con un chico normal yagradable, y eso ya es mucho en estosmomentos. Pienso en cómo he etiquetadoa Ryan igual que todo el mundoetiquetaba a Finch. De pronto me gustasu solidez y su sensación depermanencia, saber que lo que ves es loque hay, y que siempre será y haráexactamente lo que esperas que sea yhaga. Excepto en lo de robar, claro está.

Cuando me acompaña hasta la puertade casa, le dejo que me bese, y cuando a

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la noche siguiente me llama, lerespondo.

Unos días más tarde, Amanda sepresenta en mi casa a la salida delinstituto para ver si me apetece ir a daruna vuelta con ella. Acabamos jugandoal tenis en la calle, como hacíamoscuando me vine a vivir aquí, y despuésvamos caminando hasta Dairy Queen ypedimos unos helados Blizzard. Luego,por la noche, vamos al Quarry, soloAmanda y yo, y envío un mensaje aBrenda, Shelby, Lara y las tres Brianas ynos reunimos todas allí. Una hora mástarde se nos han sumado también JordanGripenwaldt y otras de las chicas deGerm. Bailamos hasta que es hora de

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volver a casa.El fin de semana voy al cine con

Brenda, y cuando me proponer venir adormir a mi casa, me parece bien.Quiere hablar sobre Finch, pero le digoque estoy intentando olvidarlo. Tampocotiene noticias de él, de modo que medeja tranquila, aunque no sin antes decir:

—Solo para que lo sepas, no tienenada que ver contigo. Sea cual sea elmotivo por el que se ha marchado, tieneque haber sido importante.

Nos quedamos despiertas hasta lascuatro de la mañana, trabajando en larevista, yo sentada al escritorio yBrenda tendida en el suelo boca arriba ycon las piernas en alto apoyadas en la

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pared.—Podríamos guiar a nuestras

lectoras hacia la vida adulta como sifuéramos sherpas en el Everest —dice—. Explicarles la verdad sobre lastarjetas de crédito, la verdad sobre lospréstamos universitarios, la verdadsobre el amor. —Suspira—. O, comomínimo, la verdad sobre qué hacercuando los chicos son unos imbécilesredomados.

—¿Tú crees que nosotras sabemosqué hacer cuando nos encontramos enestas situaciones?

—En absoluto.Tengo quince mensajes de correo de

chicas del instituto que quieren ser

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colaboradoras porque «Violet Markey,heroína del campanario y creadora deHerSister (el blog favorito de GemmaSterling), ha puesto en marcha otrarevista». Los leo en voz alta y Brendadice:

—Esto es lo que se llama serpopular.

A mediados de abril, podría decirseque se ha convertido en mi mejor amiga.

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26 de abril

El domingo, hacia las diez y mediade la mañana, Kate Finch se presenta enla puerta de casa. Parece que llevesemanas sin dormir. Cuando la invito apasar, niega con la cabeza.

—¿Tienes idea de dónde podríaestar Theo?

—No he tenido más noticias de él.Empieza a asentir.

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—Vale. —Asiente y vuelve a asentir—. Vale. Vale. Es solo que se ha idoponiendo en contacto cada sábado conmi madre o conmigo, bien por correoelectrónico, bien dejando un mensaje enel contestador cuando no nos haencontrado. Todos los sábados. Ayer nosupimos nada de él, y esta mañanahemos recibido un mensaje de correoelectrónico muy extraño.

Intento no ponerme celosa aldescubrir que ha estado en contacto conellas pero no conmigo. Al fin y al cabo,son su familia. Yo soy solo yo, lapersona más importante de su vida, o almenos lo he sido durante un tiempo.Pero de acuerdo. Lo entiendo. Ha

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seguido adelante con su vida. Tambiénlo he hecho yo.

Me entrega una copia impresa delmensaje. Lo ha enviado a las 9.43 de lamañana.

«Recuerdo cuando fuimos aIndianápolis a comer a aquella pizzería,aquella que tiene un órgano en suinterior. Kate debía de tener once años,yo diez, Decca era un bebé. Estabamamá. También papá. Cuando el órganoempezó a sonar —tan fuerte que hastalas mesas temblaban—, empezó tambiénel espectáculo con las luces. ¿Osacordáis? Eran como auroras boreales.Pero lo que más recuerdo es a todosvosotros. Éramos felices. Éramos

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buenos. Todos y cada uno de nosotros.Los momentos felices desaparecieronpor un tiempo, pero regresan. Mamá,tener cuarenta años no significa servieja. Decca, a veces las palabras másfeas esconden belleza; el secreto está encómo las lees. Kate, cuida ese corazón yrecuerda que eres mejor que muchostíos. Eres una de las mejores. Todas losois».

—He pensado que tal vez sabríaspor qué ha escrito esto, o que tal vezhubieras tenido noticias.

—No, y no las he tenido. Lo siento.Le devuelvo el papel y le prometo

que se lo diré enseguida si, por obra dealgún milagro, Finch decide ponerse en

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contacto conmigo, y entonces se va y yocierro la puerta. Me apoyo en ellaporque, no sé por qué motivo, necesitorecuperar el aliento.

Aparece mi madre. Tiene elentrecejo fruncido.

—¿Te encuentras bien?Estoy a punto de decirle que por

supuesto que sí, que me encuentroestupendamente, pero me siento como side un momento a otro fuera a doblarmepor la mitad y la abrazo, reposo lacabeza en su hombro y dejo que sumaternidad me envuelva durante unosminutos. Luego subo a mi habitación,pongo el ordenador en marcha y entro enFacebook.

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Hay un mensaje nuevo, de las 9.47,cuatro minutos después de que enviarael correo a su familia.

«Las palabras están escritas en Lasolas: “Si este azul estuviera ahí siempre;si este vacío se conservara siempre; sieste momento durara siempre. Sientoque brillo en la oscuridad. Estoyadornada. Estoy preparada. Es la pausapasajera; el momento oscuro. Losviolinistas ya han levantado sus arcos.Es mi llamada. Es mi mundo. Todo estádecidido y presto. Tengo raíces, perofloto. ‘Ven’ digo, ‘ven’”».

Escribo lo único que se me ocurre:«“Quédate”, digo, “quédate”».

Miro cada cinco minutos, pero no

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responde. Lo vuelvo a llamar y elcontestador sigue lleno. Cuelgo y llamoa Brenda. Responde como si estuvierapendiente de mi llamada.

—Hola, justo ahora iba a llamarte.He recibido un mensaje de correoelectrónico de Finch de lo más extraño.

El de Brenda es de las 9.41 y dicesimplemente: «Sin duda habrá un chicoque te amará por ser quien eres. No terindas».

El de Charlie lo ha enviado a las9.45 y dice: «Paz, capullo».

Algo va mal.Me digo que es solo la congoja por

haberse marchado, por haberdesaparecido sin despedirse.

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Cojo el teléfono para llamar a Katey entonces caigo en la cuenta de que notengo el número, de modo que le digo ami madre que enseguida vuelvo, cojo elcoche y voy a casa de Finch.

Están Kate, Decca y la señora Finch.Cuando me ve, la señora Finch rompe allorar y, sin que pueda impedirlo, meabraza con fuerza y dice:

—Violet, nos alegramos mucho deque hayas venido. A lo mejor tú puedessolucionarlo. Ya le dije a Kate que talvez tú sabrías dónde está.

Miro a Kate entre la mata de pelo dela señora Finch: «Ayúdame, por favor».

—Mamá —dice Kate, y la toca en elhombro una sola vez. La señora Finch se

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aparta, se seca los ojos y se disculpapor haberse mostrado tan emotiva.

Le pregunto a Kate si puedo hablarcon ella a solas. Cruzamos juntas laspuertas de cristal que dan al jardín yenciende un cigarrillo. Me pregunto siserá el mismo jardín donde Finchencontró el cardenal.

Me mira con mala cara.—¿Qué pasa?—Acaba de escribirme. Minutos

después de que os enviara ese correo.Ha enviado también mensajes a BrendaShank-Kravitz y Charlie Donahue.

No me apetece compartir con ella elcontenido del mensaje, pero sé que debohacerlo. Saco el teléfono, nos situamos

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bajo la sombra de un árbol y le enseñolo que me ha escrito.

—Ni siquiera sabía que tuvieracuenta en Facebook —dice, y se quedaen silencio mientras lee. Cuandotermina, me mira confusa—. ¿Y? ¿Quéquiere decir todo esto?

—Es de un libro que descubrimosjuntos. De Virginia Woolf. Noshabíamos estado citando frases, pero esla primera vez que veo este párrafo enconcreto.

—¿Tienes un ejemplar de ese libro?A lo mejor encontramos una pista en laparte que viene antes o después de esto.

—Lo he traído conmigo.Lo saco del bolso. Ya he subrayado

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las palabras y le enseño de dónde las hasacado Finch. Son frases sueltas dedistintas páginas que ha ido eligiendo yuniendo a su manera. Como lascanciones que compone a partir de ideascapturadas en notas adhesivas.

Kate se ha olvidado por completodel cigarrillo y la ceniza cuelga delmismo, larga como una uña.

—No logro entender lo que estáhaciendo esta gente —dice, señalando ellibro—, y mucho menos cómorelacionarlo con el lugar donde quieraque se encuentre mi hermano. —Depronto se acuerda del cigarrillo y le dauna buena calada. Sacando el humo, dice—: Tenía que ir a la NYU, ¿lo sabías?

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—¿Quién?—Theo. Presentó la solicitud

durante el primer curso y lo aceptaron.Pero decidió quedarse por aquí un añomás. Lo hicimos los dos. Él podríahaberse graduado en el instituto elverano pasado, pero… —Tira elcigarrillo al suelo y lo aplasta con elzapato—. Se puso enfermo.

«NYU. Claro. Qué casualidad queambos tuviéramos que ir allí y que ahorano vaya ni uno ni otro».

—El verano pasado fue duro para él.También el invierno. Tiene cambios dehumor y se deprime. Supongo que ya losabes. Es una característica de la familiaFinch, como los ojos azules y los pies

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grandes.—No lo sabía… nunca me contó lo

de la universidad.—Tampoco me lo contó a mí, ni a mi

madre. Solo lo descubrimos cuando elverano pasado llamaron de la NYU parahablar con él y yo recibí el mensaje. —Se obliga a sonreír—. Vete a saber siahora mismo está en Nueva York.

—¿Sabes si tu madre recibió losmensajes? ¿Los que le dejaron mi madrey el psiquiatra?

—Decca mencionó lo del médico,pero mi madre nunca mira el teléfono.Yo habría escuchado los mensajes, dehaberlos habido.

—Pero no los había.

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—No.«Porque él los borró».Volvemos a entrar. La señora Finch

está estirada en el sofá con los ojoscerrados, mientras que Decca estásentada en el suelo entretenida con unostrocitos de papel. No puedo evitarobservarla, porque me recuerda mucho aFinch con sus notas adhesivas. Kate seda cuenta y dice:

—No me preguntes qué estáhaciendo. Supongo que otro de sustrabajos de clase de plástica.

—¿Te importa si echo un vistazo asu habitación aprovechando que estoyaquí?

—Sube tú misma. Lo hemos dejado

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todo igual, para cuando vuelva.«Si es que vuelve».Subo, cierro la puerta de la

habitación a mi espalda y me quedo uninstante inmóvil. La habitación hueletodavía a él, una combinación de jabón,tabaco y ese aroma amaderado yembriagador que es tan Theodore Finch.Abro las ventanas para que corra unpoco el aire porque el ambiente estámuy cargado, pero las cierro enseguidapor miedo a que el olor a jabón, atabaco y a Finch se evapore. Mepregunto si sus hermanas o su madrehabrán entrado en la habitación desdeque él se marchó. Parece como si nadiehubiera tocado nada, incluso los cajones

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están todavía abiertos, tal y como yo losdejé.

Vuelvo a inspeccionar la cajonera yel escritorio, después el cuarto de baño,pero no encuentro nada que me dé unapista. Suena el teléfono y doy un brinco.Es Ryan. Ignoro la llamada. Entro en elvestidor. Repaso las estanterías y laropa que queda, la ropa que no se hallevado. Descuelgo su camiseta negra yhuelo a Finch. La guardo en el bolso. Mesiento, cierro la puerta y digo en vozalta:

—De acuerdo, Finch. Ayúdame asalir de esta. Tienes que haber dejadoalguna cosa por aquí.

Me dejo llevar por la presión que

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ejerce sobre mí la pequeñez y laestrechez del vestidor y pienso en eltruco de sir Patrick Moore y el agujeronegro, cuando desapareció en el estudiode televisión. Pienso que el vestidor deFinch es exactamente eso: un agujeronegro. Entró en él y desapareció.

Observo entonces el techo. Estudioel cielo nocturno que dibujó, pero meparece simplemente un cielo nocturno,nada más. Observo nuestra pared repletade notas adhesivas, las leoabsolutamente todas hasta convencermede que no hay nada nuevo, ningunaincorporación. En la pared más estrecha,la opuesta a la puerta, hay una estanteríapara zapatos que utilizaba para colgar la

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guitarra. Me incorporo, me doy la vueltay examino la pared en la que he estadoapoyándome. Aquí también hay notaspegadas en las que, por alguna razón, nome fijé la última vez.

Solo dos frases, las palabrasescritas en distintas notas. En la primerase lee: «más, durar, nada, tiempo, hecho,que, no, había, pudiera, haberlo».

En la segunda: «agua, si, recibido, o,al, allí, bien, es».

Cojo la palabra «nada». Me sientocon las piernas cruzadas y me encorvo,reflexiono sobre estas palabras. Mesuenan, aunque no en este orden.

Despego de la pared todas laspalabras de la primera línea y empiezo a

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combinarlas.«Nada pudiera más haberlo hecho

durar tiempo que no había».«Tiempo no había que pudiera hecho

nada más haberlo durar».«No había nada que pudiera haberlo

hecho durar más tiempo».Voy ahora a por la segunda. Despego

«O» y la coloco en primer lugar. Acontinuación «al», y continúo hasta queformo la frase: «O al agua si allí es bienrecibido».

Cuando vuelvo a bajar, solo están laseñora Finch y Decca, que me dice queKate ha salido a buscar a Theo y que no

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tiene ni idea de cuándo volverá. No mequeda más remedio que hablar con lamadre de Finch. Le pregunto si leimportaría venir un momento. Sube laescalera como una persona mucho másmayor de lo que es y espero arriba a quellegue.

En el descansillo, duda un momento.—¿Qué sucede, Violet? No creo que

pueda ya con más sorpresas.—Es una pista sobre dónde puede

estar.Me sigue hacia la habitación y se

queda inmóvil, mirando a su alrededorcomo si estuviera viendo la estancia porprimera vez.

—¿Cuándo fue que lo pintó todo de

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color azul?En vez de responder, señalo el

vestidor.—Ahí dentro.Entramos las dos y se tapa la boca al

ver lo poco que hay, lo mucho que se hallevado. Me agacho delante de la paredy le enseño las notas adhesivas.

—Esta primera frase. Es lo que dijocuando murió el cardenal —dice.

—Creo que ha vuelto a uno de loslugares que visitamos en nuestrasexcursiones, uno de los lugares conagua. —«Las palabras están escritas enLas olas», ponía en el mensaje deFacebook. Enviado a las 9.47 de lamañana. La misma hora de la patraña

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del efecto gravitacional de Júpiter-Plutón. El agua podría ser en la canteraBloomington Empire, en los SietePilares, en el río que pasa por delantedel instituto o en cien lugares más. Laseñora Finch observa la pared con lamirada perdida y es complicado saber siestá escuchándome—. Puedo darleindicaciones y decirle dónde buscarlo.Podría haber ido a un par de lugares,pero creo saber muy bien dónde puedeestar.

Entonces se vuelve hacia mí, meposa la mano en el brazo y me lopresiona con tanta fuerza que casi notoque me sale un morado.

—No me gusta nada tener que

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pedirte esto, pero ¿podrías ir tú? Yoestoy demasiado preocupada y…, y nocreo que pudiera… Me refiero en casode que hubiera pasado… o hubiera… —Rompe de nuevo a llorar, con auténticadesesperación, y estoy dispuesta aprometerle lo que sea con tal de quepare—. Lo único que te pido es que melo devuelvas a casa.

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26 de abril (segunda parte).

No voy por ella, ni por su padre, nipor Kate, ni por Decca. Voy por mí. Talvez porque de algún modo sé lo que voya encontrarme. Y tal vez porque, sea loque sea lo que encuentre, será por miculpa. Al fin y al cabo, fue por mí que sevio obligado a abandonar el vestidor.Fui yo quien, hablando con mis padres ytraicionando su confianza, lo empujó a

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salir de allí. Jamás lo habría hecho deno haber sido por mí. Además, me digo,Finch habría querido que fuese yo quienlo encontrase.

Recuerdo el camino a Prairieton sinnecesidad de mirar el mapa. Llamo amis padres y les digo que volveré a casaun poco más tarde, que tengo algo quehacer, y le cuelgo el teléfono a mi padre,dejándolo con la palabra en la bocacuando empieza a preguntarme algo.Subo al coche. Conduzco a másvelocidad de la que es habitual en mí yestoy espeluznante y misteriosamenteserena, como cualquier persona quepudiera estar dirigiéndose a Prairieton.No pongo música. Estoy concentrada en

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llegar a mi destino.«Si este azul estuviera ahí siempre;

si este vacío se conservara siempre».No había nada que pudiera haberlo

hecho durar más tiempo.

Lo primero que veo es el PequeñoCabrón, aparcado junto a la carretera,las ruedas del lado derecho, delantera ytrasera, en la cuneta. Aparco detrás yapago el motor. Permanezco sentada.

Podría irme ahora mismo. Si mefuera, Theodore Finch seguiría en elmundo, viviéndolo y recorriéndolo,aunque fuera sin mí. Acerco la mano a lallave del contacto.

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«Irme».Salgo del coche. El sol quema en

exceso para estar en abril y en Indiana.El cielo está azul después de haberlucido absolutamente gris durante losúltimos meses, con la excepción deaquel primer día de calor. Dejo lachaqueta.

Paso de largo los carteles dePROHIBIDO EL PASO y la casa que hayjunto a la carretera y empiezo a subir uncamino. Trepo por el terraplén y cruzolas vías del tren. Desciendo la colina endirección al estanque circular de aguaazul flanqueado por árboles. No sécómo no me di cuenta la primera vez: elagua es tan azul como sus ojos.

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El lugar está desierto y tranquilo.Tan desierto y tan tranquilo que casi doymedia vuelta y regreso al coche.

Pero entonces la veo.Su ropa, en la orilla, perfectamente

doblada y apilada, una camisa encimadel pantalón vaquero encima de lacazadora de cuero encima de las botasnegras de cuero. Es algo así como losgrandes éxitos de su armario. Solo queaquí. En la orilla.

No me muevo durante mucho rato.Porque si me quedo así, Finch sigue enalguna parte.

Luego: me arrodillo junto al montónde ropa y poso la mano encima, como sicon ello pudiera saber dónde está y

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cuánto hace que vino. La ropa estácaliente por el sol. Encuentro el teléfonoen el interior de una bota, muerto. En laotra, sus gafas de intelectual y las llavesdel coche. En el interior de la cazadora,el mapa, tan bien doblado como la ropa.Sin pensarlo, lo guardo en el bolso.

—Marco —susurro.Luego: me levanto.—Marco —digo más fuerte.Me descalzo, dejo el jersey, las

llaves y el teléfono al lado de la pilaordenada de la ropa de Finch. Meencaramo a lo alto de la roca y me lanzoal agua, y el impacto me corta larespiración porque está fría, no caliente.Nado en círculos hasta que soy capaz de

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volver a respirar. Entonces cojo aire yme impulso hacia abajo, donde el aguaestá extrañamente transparente.

Me sumerjo todo lo que puedo,buscando el fondo. El agua es másoscura cuanto más me adentro, y notardo mucho en verme obligada aemerger a la superficie para llenar lospulmones. Me sumerjo una y otra vez,intentando alcanzar la máximaprofundidad posible antes de quedarmesin aire. Nado desde un extremo delagujero al otro, de un lado a otro. Salgoy vuelvo a sumergirme. Cada vezconsigo permanecer más tiempo, pero notanto como Finch, que es capaz decontener la respiración durante minutos.

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Que era capaz.Porque llega un momento en que lo

sé: se ha ido. No está en alguna parte.Está en ninguna parte.

Pero incluso después de saberlo, mesumerjo y nado, me sumerjo y nado,arriba y abajo, y de un lado a otro hastaque al final, cuando ya no puedo más,nado hasta la orilla, agotada, lospulmones pesados, las manostemblorosas.

Mientras marco el teléfono deemergencias, pienso. No está en ningunaparte. No está muerto. Simplemente haencontrado ese otro mundo.

El sheriff de Vigo County llega conlos bomberos y una ambulancia.

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Permanezco sentada en la orilla envueltaen una manta que alguien debe dehaberme dado y pienso en Finch y en sirPatrick Moore, y en agujeros negros yagujeros azules, y en superficies de aguasin fondo, en estrellas que explotan, enhorizontes de sucesos y en un lugar tanoscuro que ni siquiera la luz puede salircuando logra entrar en él.

Aparecen unos desconocidos queempiezan a dar vueltas por aquí eimagino que deben de ser lospropietarios del terreno y de la casa.Tienen niños, y la mujer les tapa losojos y los ahuyenta, diciéndoles quevuelvan a entrar en casa y no salganpase lo que pase, hasta que ella les dé

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permiso. «Malditos niños», dice elmarido, y no se refiere a los suyos, sinoa los niños en general, a niños comoFinch y como yo.

Hay hombres sumergiéndosecontinuamente, tres o cuatro, todosiguales. Me gustaría decirles que no sepreocupen, que no encontrarán nada, queno está ahí. Que si alguien es capaz dellegar a otro mundo, ese es TheodoreFinch.

Incluso cuando sacan el cuerpo,hinchado, abotagado y azul, pienso: eseno es él. Ese es otro. Esa cosa hinchada,abotagada y azul con la piel muerta ymás que muerta no es una persona queconozca o reconozca. Y así se lo digo.

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Me preguntan si me siento con fuerzaspara identificarlo y digo:

—No es él. Eso es una cosahinchada, abotagada y azul, muerta ymás que muerta y no puedo identificarloporque no lo he visto nunca.

Vuelvo la cabeza.El sheriff se pone en cuclillas a mi

lado.—Tendremos que llamar a sus

padres.Me pide el número, pero le digo:—Lo haré yo. Fue su madre la que

me pidió que viniera. Quería que fueseyo quien lo encontrara. Llamaré yo.

«Pero ese no es él. ¿No lo ven? Lagente como Theodore Finch no muere.

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Está de excursión, simplemente».Llamo al número fijo que su familia

nunca utiliza. Su madre respondeenseguida, como si estuviera sentada allado del teléfono, esperando. No sé porqué, pero me da rabia y tengo ganas decoger el teléfono y arrojarlo al agua.

—¿Diga? —dice—. ¿Diga? —Suvoz tiene un tono estridente, esperanzadoy aterrado a la vez—. Dios mío, ¿diga?

—¿Señora Finch? Soy Violet. Lo heencontrado. Estaba donde pensaba queestaría. Lo siento mucho.

Mi voz suena como si estuviera bajoel agua o en el condado vecino. Estoypellizcándome la parte interior delbrazo, dejándome marcas rojas, porque

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de pronto soy incapaz de sentir nada.Su madre emite un sonido que yo no

había oído en mi vida, grave, gutural yhorroroso. Una vez más, deseo arrojar elteléfono al agua para que pare, perocontinúo diciendo «Lo siento». Y lorepito una y otra vez, como unagrabación, hasta que el sheriff mearranca el teléfono de la mano.

Mientras habla, me tumbo en elsuelo de espaldas, envuelta en la manta,y le digo al cielo:

—Que vaya al sol tu vista. Al vientotu soplo vital… Eres todos los coloresen uno, con su máxima intensidad.

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3 de mayo

Me planto delante del espejo yestudio mi cara. Voy vestida de negro.Falda negra, sandalias negras y lacamiseta negra de Finch, que ciño conun cinturón. Mi cara parece mi cara,aunque distinta. No es la cara de unaadolescente despreocupada que ha sidoaceptada en cuatro universidades, tieneunos buenos padres, buenos amigos y

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toda la vida por delante. Es la cara deuna chica triste y solitaria a la que le hapasado algo malo. Me pregunto si micara volverá a ser algún día la misma deantes, o si siempre veré eso cuando memire en un espejo: Finch, Eleanor,pérdida, congoja, culpabilidad, muerte.

Pero ¿serán los demás capaces deverlo? Me hago un autorretrato con elteléfono, posando con una sonrisa falsa,y cuando la miro, veo a Violet Markey.Podría publicarla en Facebook ahoramismo y nadie sabría que es deDespués, no de Antes.

Mis padres quieren acompañarme alfuneral pero les digo que no. Estándemasiado encima de mí,

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controlándome. Cada vez que mevuelvo, me encuentro con sus miradas depreocupación, con las miradas que secruzan entre ellos y con algo más: rabia.Ya no están enfadados conmigo porqueestán furiosos con la señora Finch, yseguramente también con Finch, aunqueno me lo han dicho. Mi padre, como eshabitual, es más franco que mi madre, ylo oigo hablar sin querer de «esa mujer»y de que le encantaría cantarle las«malditas cuarenta», hasta que mi madrelo hace callar y le dice: «Baja la voz,que podría oírte Violet».

Su familia ocupa la primera fila. Yestá lloviendo. Es la primera vez queveo a su padre, que es alto, ancho de

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hombros y guapo como una estrella decine. La mujer sosa que está a su ladodebe de ser la madrastra de Finch, quecobija con su brazo a un niño muymenudo y con unas gafas enormes. A sulado está Decca, y a continuación Kate,y después la señora Finch. Todo elmundo llora, incluso el padre.

Golden Acres es el cementerio másgrande de la ciudad. Estamos en lo altode una colina junto al féretro, misegundo funeral en un año, por muchoque Finch habría preferido que loincineraran. El sacerdote está citandounos versículos de la Biblia y la familiallora, todo el mundo llora, inclusoAmanda Monk y algunas de las

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animadoras. Están presentes Ryan yRoamer, y unos doscientos chicos másdel instituto. Distingo también entre lagente al director Wertz, el señor Black,la señora Kresney y el señor Embry, elpsicólogo. Yo me he quedado junto amis padres —que han insistido en venir—, Brenda y Charlie. También havenido la madre de Brenda, que reposala mano en el hombro de su hija.

Charlie está con las manos unidasdelante de él, mirando fijamente elféretro. Brenda mira a Roamer y al restodel lloroso rebaño, los ojos secos y lamirada rabiosa. Comprendo sussentimientos. Todos los que lo llamaban«friki» y que jamás le prestaron

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atención, excepto para burlarse de él odifundir rumores, están ahora aquícomportándose como plañiderasprofesionales, de las que puedescontratar en Taiwán o en Oriente Mediopara que canten, lloren y se revuelquenpor el suelo. Su familia, lo mismo.Cuando el sacerdote termina, todo elmundo se acerca a ellos paraestrecharles la mano y darles el pésame.La familia lo acepta como si se lomereciera. A mí nadie me dice nada.

De modo que permanezco inmóvil,vestida con la camiseta negra de Finch ypensando. El sacerdote ha dicho unmontón de cosas y en ningún momento hamencionado la palabra «suicidio». Su

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familia califica la muerte de «accidente»porque no han encontrado la nota derigor y, en consecuencia, el sacerdotehabla sobre la tragedia que supone quealguien muera tan joven, que una vida seacabe tan pronto, de las posibilidadesque nunca se harán realidad. Yo,mientras, sigo pensando en que no fue unaccidente y en lo interesante que resultael concepto «víctima de un suicidio». Lode «víctima» implica que el fallecido notenía otra alternativa. Y tal vez Finch nocreyera que tuviera una alternativa, o talvez no estuviera intentando matarse sinosimplemente buscando el fondo. Peroeso nunca lo sabré, ¿verdad?

Y entonces pienso: «No puedes

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hacerme esto. Tú eras el único que medaba sermones sobre la vida. Eras túquien decía que tenía que salir y ver loque tenía delante de mí y aprovecharloal máximo, y no desperdiciar el tiempo yencontrar la montaña, porque mimontaña estaba esperándome, y que todoeso iba sumando a la vida. Y luego tevas. No puedes hacerme esto. Sobretodo sabiendo lo que he pasado con lapérdida de Eleanor».

Intento recordar las últimas palabrasque le dije, pero no lo consigo. Solo quefueron de rabia, normales y en absolutoremarcables. ¿Qué le habría dicho dehaber sabido que nunca más volvería averlo?

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Cuando todo el mundo empieza adispersarse para irse, Ryan se acerca yme dice:

—¿Te llamo luego?Es una pregunta, de modo que

respondo con un gesto de asentimiento.Él lo replica y se marcha.

Charlie murmura:—Qué puñado de farsantes.No sé si se refiere a nuestros

compañeros de clase, a la familia deFinch o a la totalidad de los allíreunidos.

Entonces dice Brenda, con vozquebradiza:

—Finch está observando todo estodesde algún lugar, todos los «¿Y qué

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esperabais?». Confío en que no les hagani caso.

El señor Finch fue el que identificóel cadáver. Identificó a su hijo a partirdel historial dental y de la cicatriz en elvientre, la que él mismo le hizo. Segúnel informe, cuando Finch fue encontradollevaba ya varias horas muerto.

—¿De verdad piensas que está enalguna parte? —digo. Brenda me mira ypestañea—. ¿En algún lugar? A mí megusta pensar que, dondequiera que esté,tal vez esté mirándonos, porque estávivo y en otro mundo mejor que este. Eltipo de mundo que él habría diseñado dehaberlo podido hacer. Me encantaríavivir en un mundo diseñado por

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Theodore Finch.Y pienso: «Durante un tiempo, lo

hice».Pero antes de que Brenda pueda

responder, aparece la madre de Finch ami lado, sus ojos enrojecidosmirándome fijamente a la cara. Meestrecha en un abrazo y me retiene comosi nunca pensara soltarme.

—Oh, Violet —solloza—. Oh, miquerida niña—. ¿Estás bien?

Le doy unas palmaditas en laespalda, como se las daría a un niño, yentonces aparece el señor Finch, merodea con sus enormes brazos y meclava la barbilla en la cabeza. No puedorespirar, y entonces noto que alguien tira

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de mí y oigo que mi padre dice:—Creo que nos la llevamos a casa.Su voz suena brusca y fría. Me dejo

arrastrar hasta el coche.

En casa, picoteo la cena y oigo a mispadres hablar sobre los Finch con esetono de voz controlado y estable que handecidido con tanto cuidado emplear parano inquietarme.

Mi padre: «Ojalá hubiera podidohoy cantarles las cuarenta a esa gente».

Mi madre: «Esa mujer no teníaningún derecho a pedirle a Violet quehiciera eso. —Me mira de reojo y mepregunta, con un tono de voz

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exageradamente animado—: ¿Quieresmás verdura, cariño?».

Yo: «No, gracias».Antes de que puedan empezar a

hablar sobre Finch, sobre el egoísmo delsuicidio y sobre el hecho de que él se haquitado la vida mientras que a Eleanorse la quitaron, «sin que ella pudiera nitan siquiera opinar sobre el tema» —quécosa más inútil, odiosa y estúpida dehacer—, pido que me disculpen, aunqueapenas he tocado la comida. No tengoque ayudar a recoger ni lavar los platos,de modo que subo a mi habitación y mesiento en el vestidor. Tengo elcalendario en un rincón. Lo despliego,lo aliso y miro todos los días en blanco,

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demasiados para contarlos, que nomarqué porque fueron los días que pasécon Finch.

Pienso:«Te odio.»De haberlo sabido.»De haber sido yo suficiente.»Te fallé.»Ojalá pudiera haber hecho algo.»Debería haber hecho algo.»¿Fue culpa mía?»¿Por qué no fui suficiente?»Vuelve.»Te quiero.»Lo siento».

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Mayo: semanas una, dos y tres

En el instituto es como si todos losalumnos estuvieran de luto. Hay muchonegro en la ropa y se oyen lloriqueospor todas las aulas. Alguien haconstruido un santuario para Finch enuna de las vitrinas del vestíbuloprincipal, cerca de donde está eldespacho del director. Han colocado ensu interior una ampliación de su

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fotografía oficial del instituto y handejado la vitrina abierta para que todospodamos dejarle nuestro tributo.«Querido Finch —empiezan todos—. Sete quiere y se te echa de menos. Tequeremos. Te echamos de menos».

Desearía romper todas esas notas ydejar que se convirtieran en un montónde cenizas junto con el resto de palabrasmalas y falsas, pues es allí dondedeberían estar.

Los profesores nos recuerdan quesolo quedan cinco semanas paraterminar el curso y debería estarcontenta por ello, en vez de no sentirnada. Últimamente no siento nada. Hellorado algunas veces, pero básicamente

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me siento vacía, como si me hubieranextirpado por vía quirúrgica cualquiercosa que pudiera hacerme sentir, sufrir,reír y amar, dejándome hueca como unaconcha sin habitante.

Le digo a Ryan que solo podemosser amigos y ya le está bien, puesto queno quiere ni tocarme. Nadie quiere. Escomo si les diera miedo que yo pudieraser contagiosa. Forma parte delfenómeno de suicidio por asociación.

A la hora de las comidas me sientocon Brenda, Lara y las Brianas, hasta elmiércoles después del funeral de Finch,cuando también se acerca Amanda, dejala bandeja en la mesa y, sin mirar a lasdemás chicas, me dice:

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—Siento mucho lo de Finch.Por un momento pienso que Brenda

va a pegarle un bofetón, y en el fondome gustaría o, como mínimo, me gustaríaver qué pasaría si lo hiciese. Perocuando veo que Bren se limita apermanecer sentada sin hacer nada, ledigo a Amanda:

—Gracias.—No debería haberlo llamado friki.

Y quiero que sepas que he cortado conRoamer.

—Demasiado poco, demasiado tarde—murmura Brenda.

Se levanta de repente, golpeándosecon la mesa, y todo lo que hay encima setambalea. Coge su bandeja, me dice que

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ya nos veremos luego y se marcha.

El jueves me reúno con el señorEmbry porque el director Wertz y elconsejo escolar han pedido a todos losamigos y compañeros de clase deTheodore Finch que mantengan comomínimo una sesión con un psicólogo, pormucho que «Los padres», que es comollaman mi madre y mi padre al señor yla señora Finch, insistan en que fue unaccidente, lo que implica, supongo, quetenemos libertad para llorarlo de unmodo normal, sano y no estigmatizado.Sin necesidad de sentirnos avergonzadoso incómodos, puesto que no hubo

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suicidio de por medio.Pido verme con el señor Embry en

lugar de con la señora Kresney, ya queél era el psicólogo de Finch. Cuandoentro y me mira con el entrecejofruncido desde el otro lado de su mesa,me pregunto de pronto si va aculpabilizarme del mismo modo que meculpabilizo yo.

«Nunca debería haber sugerido irpor el puente de la calle A. ¿Y sihubiéramos elegido otro recorrido?Eleanor seguiría aquí».

El señor Embry tose para aclararsela garganta antes de hablar.

—Siento mucho lo de Finch. Era unchico bueno y traumatizado que debería

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haber tenido más ayuda.Y eso me llama la atención.—Me siento responsable.Me entran ganas de enviar su

ordenador y sus libros al suelo. «Ustedno puede sentirse responsable. Laresponsable soy yo. No intente robarmeeso».

—Pero no lo soy —continúa—.Hice lo que creí que debía hacer.¿Podría haber hecho más? Seguramente.Sí. Siempre podemos hacer más. Es unapregunta complicada de responder, y,después de todo, una pregunta que notiene sentido formularse. Tú debes deestar sintiendo más o menos estasmismas emociones y pensando también

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cosas similares.—Sé que podría haber hecho más.

Debería haber visto qué pasaba.—No siempre podemos ver lo que

los demás no quieren que veamos. Sobretodo cuando se esfuerzan al máximo porocultarlo. —El señor Embry coge unlibrito de la mesa y lee—: «Eres unsuperviviente, y tal y como estedesagradable término implica, tusupervivencia (tu supervivenciaemocional) dependerá de lo bien queaprendas a hacer frente a tu tragedia. Ellado negativo: sobrevivir a esto será lasegunda peor experiencia de tu vida. Ellado positivo: lo peor ya ha pasado».

Me pasa el librito. SOS. Manual

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para supervivientes al suicidio.—Quiero que lo leas, pero también

quiero que vengas a hablar conmigo, quehables con tus padres, que hables con tusamigos. Lo último que tenemos quehacer es guardárnoslo dentro. Tú teníasuna relación muy estrecha con él, lo quesignifica que vas a sentir toda la rabia,la pérdida, la negación y el dolor quesentirías ante cualquier muerte, pero estamuerte es distinta, razón por la cual tepido que no seas muy dura contigomisma.

—Su familia dice que fue unaccidente.

—Y a lo mejor lo fue. La gente losuperará como pueda. Lo único que me

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preocupa eres tú. No puedes sentirteresponsable de la desaparición de todoel mundo, ni de la de tu hermana ni de lade Finch. Por lo que respecta a lo que lesucedió a tu hermana, no pudo elegir. Ytal vez Finch tampoco pensara que podíaelegir, aunque finalmente lo hizo.

Frunce el entrecejo, fija la mirada enalgún punto por encima de mi hombro yme doy cuenta de que estárememorándolo todo —todas susconversaciones y encuentros con Finch—, igual que yo he estado haciéndolodesde que sucedió.

Lo que no puedo, y no pienso,explicarle es que veo a Finch por todaspartes: en los pasillos del instituto, en la

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calle, en el centro comercial. De prontoveo una cara que me lo recuerda, o losandares de alguien, o una risa. Es comovivir rodeada de mil Finch distintos. Mepregunto si será normal, pero no se lodigo.

Cuando llego a casa me tumbo en lacama y leo el libro entero, que, comosolo tiene treinta y seis páginas, terminoenseguida. Se me quedan grabadas estasdos frases: «Tu esperanza está enaceptar la vida tal y como se te plantea apartir de ahora, cambiada para siempre.Si eres capaz de conseguirlo,encontrarás la paz que andas buscando».

«Cambiada para siempre».He cambiado para siempre.

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Durante la cena, le enseño a mimadre el librito que me ha dado el señorEmbry. Lo lee mientras come, sin decirpalabra, mientras mi padre y yointentamos mantener una conversaciónsobre la universidad.

—¿Has decidido ya adónde quieresir, V?

—Seguramente a UCLA.Me gustaría decirle a mi padre que

eligiera por mí porque, al fin y al cabo,¿qué importancia tiene? Todas soniguales.

—Pues tendríamos quecomunicárselo pronto.

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—Imagino. Ya me encargaré dehacerlo.

Mi padre mira a mi madre en buscade ayuda, pero ella continúa leyendo yha olvidado por completo la cena.

—¿Te has planteado presentar unasolicitud a la NYU para la ronda deadmisión de primavera?

—No, pero tal vez tendría quehacerlo ahora mismo. ¿Me disculpáis?

Quiero alejarme de ese librito, deellos y de cualquier conversación quegire en torno al futuro.

Mi padre parece sentirse aliviado.—Por supuesto. Ve.Se alegra de que me vaya y yo me

alegro de irme. Es más fácil así, porque,

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de quedarme, todos tendríamos queenfrentarnos a nosotros mismos, aEleanor y a esa cosa que le ha pasado aFinch. En estos momentos me sientoagradecida de no ser madre y mepregunto si algún día llegaré a serlo.Debe de ser un sentimiento horrorosoquerer a alguien y no poder ayudarlo.

Aunque, de hecho, conozco esesentimiento a la perfección.

En una reunión de todo el institutoque se celebra el segundo juevesdespués del funeral de Finch, invitan aun experto en artes marciales deIndianápolis para que nos hable sobre

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seguridad y sobre cómo defendernos,como si el suicidio fuera algo quepudiera atacarnos en plena calle, y luegonos pasan un documental sobreadolescentes y drogas. Antes de apagarlas luces, el director Wertz anuncia quehay contenidos bastante explícitos, peroque considera importante que seamosconscientes de las realidades delconsumo de drogas.

En cuanto empieza el documental,Charlie se inclina sobre mí y me diceque nos lo pasan porque corren rumoresde que Finch estaba enganchado a algunasustancia y que por eso murió. Losúnicos que sabemos que eso es mentirasomos Charlie, Brenda y yo.

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Cuando uno de los actoresadolescentes muere por sobredosis, melargo. Vomito en una de las papelerasque hay junto a la puerta del auditorio.

—¿Te encuentras bien?Amanda está sentada en el suelo, la

espalda apoyada en la pared.—No te había visto.Me aparto de la papelera.—No podía aguantar ni un minuto

más.Me siento en el suelo, a medio metro

de ella.—¿Qué te pasa por la cabeza cuando

estás planteándotelo?—¿Planteándote…?—Suicidarte. Quiero saber qué se

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siente, qué piensas. Quiero saber porqué.

Amanda baja la vista y se mira lasmanos.

—Lo único que puedo decirte escómo me sentía yo. Fea. Asquerosa.Estúpida. Pequeña. Inútil. Ignorada. Escomo si no hubiera otra elección. Comosi fuera la alternativa más lógica porqueno hay otra cosa. Piensas: «Nadie meechará de menos. Ni siquiera sabrán queme he ido. El mundo continuará y darálo mismo que yo no esté aquí. Tal vezsea mejor no estar aquí».

—Pero tú no te sientes todo el ratoasí. Quiero decir que tú eres AmandaMonk. Eres popular, tus padres se portan

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bien contigo. Tus hermanos se portanbien contigo.

«Todo el mundo se porta biencontigo —pienso— porque temen quépasaría si no lo hiciesen».

Me mira.—En estos momentos nada de eso

importa. Es como si le estuvierapasando a otra persona, porque lo únicoque percibes en tu interior es oscuridad,y esa oscuridad acaba apoderándose deti. Ni siquiera piensas en qué podríapasarle a la gente que dejas atrás,porque solo piensas en ti mismo. —Acerca las rodillas al pecho y se rodealas piernas con los brazos—. ¿Sabes siFinch fue a ver alguna vez a un médico?

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—No lo sé. —Hay tantas cosas quetodavía no sé de él. Y que imagino queya nunca sabré—. No creo que suspadres quisieran reconocer la existenciade algún problema.

—Él estaba intentando solventarlopor ti.

Sé que lo dice para que me sientamejor, pero lo único que consigue es queme sienta peor.

Al día siguiente, en clase degeografía de Estados Unidos, el señorBlack se acerca a la pizarra, escribe «4de junio» y lo subraya.

—Ha llegado el momento…,

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chicos… Se acerca la fecha de entregade los trabajos…, así que céntrense,céntrense…, céntrense. Por favor,vengan a verme… si tienen alguna…pregunta, pues de lo contrario…esperaré que… los presenten atiempo…, si no antes.

Cuando suena la campana, dice:—Me gustaría… hablar con usted,

Violet.Permanezco sentada en mi lugar, al

lado de donde se sentaba Finch, yespero. Cuando se marcha el últimoalumno, el señor Black cierra la puerta yvuelve a sentarse en su silla.

—Quería hablar… con usted paraver… si necesita algún tipo de ayuda…

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y también para decirle… que puedeentregar lo que quiera que tenga… hastael momento… Evidentemente…,comprendo… que existencircunstancias… atenuantes.

«Circunstancias Atenuantes». Esasoy yo. Esa es Violet Markey. La pobreViolet, cambiada para siempre y concircunstancias atenuantes. Hay quetratarla con cuidado porque es frágil ypodría romperse si se esperara de ellaque hiciera lo mismo que los demás.

—Gracias, pero estoy bien.Puedo hacerlo. Puedo demostrarles

que no soy una muñeca de porcelana a laque hay que tratar con sumo cuidado.Solo me gustaría que Finch y yo

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hubiéramos tenido oportunidad derecopilar nuestras excursiones y tal vezhaberlas documentado un poco mejor.Estábamos tan ocupados, que tengo pocoque mostrar con la excepción de uncuaderno medio lleno, algunasfotografías y un mapa pintarrajeado.

Por la tarde, me torturo leyendonuestros mensajes de Facebook,rematándome hasta el principio. Yentonces, aunque sé que Finch no loleerá nunca, abro nuestro cuaderno yempiezo a escribir.

«Carta a alguien que se suicidó», por

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Violet Markey.¿Dónde estás? ¿Y por qué te fuiste?Supongo que nunca lo sabré. ¿Fue porquete hice enfadar? ¿Porque intenté ayudarte?¿Porque no te respondí cuando lanzastepiedrecitas contra mi ventana? ¿Y si tehubiera respondido? ¿Qué me habríasdicho? ¿Habría podido convencerte de quete quedaras o de que no hicieras lo quehiciste? ¿O habría sucedido igualmente?¿Sabes que ahora mi vida ha cambiado parasiempre? Antes pensaba que era así porquetú habías llegado a ella y me habíasenseñado Indiana y, con ello, me habíasobligado a salir de mi habitación y abrirmeal mundo. Incluso cuando no estábamos deexcursión, incluso desde el suelo de tu

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vestidor, siempre estabas enseñándome elmundo. Pero no sabía que el cambio parasiempre de mi vida iba a ser porque mequisiste y luego te marchaste, y de unmodo tan definitivo como este.De modo que supongo que al final lo delGran Manifiesto no existía, aunque mehiciste creer que sí. Supongo que solohabía un trabajo del instituto.Jamás te perdonaré por habermeabandonado. Ojalá tú sí pudierasperdonarme. Me salvaste la vida.

Y al final, me limito a escribir:

¿Y por qué yo fui incapaz de salvar la tuya?

Me recuesto en la silla y veo, en la

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pared de detrás de la mesa, el corcholleno de notas relacionadas con Germ.He incorporado una nueva categoría:«Pregunta al experto». Paso con lamirada de allí al papelito que describede qué va la revista. Y mis ojos sedetienen en la última frase: «Empiezasaquí».

En un instante, me levanto de la sillay empiezo a buscar por la habitación. Alprincipio no logro recordar qué hehecho con el mapa. Experimento esaoleada blanca que provoca el pánico yempiezo a temblar porque pienso: «¿Y silo he perdido?». Otro pedacito de Finchdesaparecido.

Al final lo encuentro en el bolso, al

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examinar su interior por tercera vez,como si hubiera aparecido de la nada.Lo extiendo y miro los lugares marcadosque nos quedaban por recorrer. Finchescribió unos números junto a cada unode ellos, como si hubiese decidido unorden para ellos.

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Excursiones pendientes 1 y 2

Milltown, con ochocientos quincehabitantes, se asienta en la frontera conKentucky. Tengo que pararme ypreguntar cómo se llega a los árboles delos zapatos. Una mujer llamada Myra meindica un lugar llamado Devils Hollow.La carretera asfaltada se acaba pronto yconduzco por un estrecho camino detierra, mirando hacia arriba, que es lo

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que Myra me ha dicho que tenía quehacer. Justo cuando empiezo a pensarque me he perdido, encuentro un crucede cuatro caminos rodeado de bosques.

Paro el coche y bajo. A lo lejos seoyen niños gritando y riendo. Hayárboles en las cuatro esquinas, las ramascargadas de zapatos. Centenares ycentenares de zapatos. En su mayoríaestán atados a las ramas con lazos quelos hacen parecer decoracionesnavideñas de tamaño gigante. Me hadicho Myra que no sabe muy bien cómoempezó todo, ni quién colgó allí elprimer par, pero que llega hasta aquígente de todas partes con el únicopropósito de decorar los árboles. Corre

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el rumor de que Larry Bird, el jugadorde baloncesto, dejó también un par.

La misión es muy sencilla: dejar allíun par de zapatos. He cogido delarmario un par de zapatillas ChuckTaylor de color verde y unas Kedsamarillas de Eleanor. Echo la cabezahacia atrás para ver y decidir dónde laspongo. Las colgaré juntas en el árbol enque empezó todo, el que está máscargado y que ha sido, además, víctimade un rayo en más de una ocasión (lo séporque el tronco parece muerto y estáennegrecido).

Cojo un rotulador que llevo en elbolsillo y escribo «UltravioletaMarcada» y la fecha de hoy en el lateral

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de una de las Chuck Taylor. Las cuelgoen una rama baja del primer árbol,puesto que me parece demasiado frágilpara trepar por él. Tengo que saltar unpoco para alcanzar la rama y los zapatosrebotan y se tambalean antes de quedarinstalados.

Ya está. No hay nada más que ver.Ha sido un viaje largo para ver unosárboles cargados de zapatos viejos, perome digo que no tengo que mirarlo bajoeste punto de vista. Tiene que habertambién alguna cosa mágica. Intentoencontrarla, levantando la cabeza yprotegiéndome los ojos del sol con lamano, y justo antes de subir de nuevo alcoche, las veo: en la rama más alta del

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primer árbol, colgando aisladas. Un parde zapatillas de deporte con cordonesfluorescentes, «TF» escrito en negro enel lateral de las dos. Un paquete azul deAmerican Spirit asoma en el interior deuna de ellas.

«Estuvo aquí».Miro a mi alrededor como si fuera a

verlo ahora mismo, pero aquí soloestamos yo y los niños que ríen y gritanen las proximidades. ¿Cuándo vino?¿Sería después de marcharse? ¿Seríaantes?

Hay algo que me inquieta. «La ramamás alta», pienso. Busco el teléfonopero me lo he dejado en el coche, demodo que recorro corriendo la escasa

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distancia que me separa de él, abro lapuerta y lo busco por el asiento. Mesiento, medio cuerpo dentro, mediofuera, y repaso los mensajes de Finch.No tardo mucho en encontrarlo, puestoque los más recientes son pocos. «Estoyen la rama más alta». Miro la fecha. Unasemana después de marcharse.

«Estuvo aquí».Leo los demás mensajes: «Nuestros

nombres están pintados», «Creo en lossignos», «El resplandor deUltravioleta», «Un lago. Una oración. Estan encantador ser encantador enPrivado».

Cojo el mapa, sigo con el dedo elrecorrido hasta el siguiente lugar. Está a

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horas de distancia, al noroeste deMuncie. Miro la hora, pongo el motor enmarcha y conduzco. Tengo la sensaciónde saber adónde voy, y espero que nosea demasiado tarde.

La «Pelota de pintura más grande delmundo» se encuentra en casa de MikeCarmichael. A diferencia de los árbolesde los zapatos, está considerada unaatracción turística. La pelota no solotiene su propia página web, sino queademás consta en el Libro Guinness delos récords.

Cuando llego a Alexandria son pocomás de las cuatro de la tarde. Mike

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Carmichael y su esposa estánesperándome porque los he llamadocuando estaba en camino. Aparco juntoal edificio que alberga la pelota, unaespecie de cobertizo que recuerda ungranero, y llamo a la puerta. El corazónme late con fuerza.

Viendo que nadie responde, pruebo aabrir, pero está cerrado, de modo queme acerco a la casa y noto que elcorazón se acelera más si cabe al pensaren la posibilidad de que haya venidoluego alguien. En la posibilidad de quehayan pintado encima de lo que Finchpudiera haber escrito. De ser así, habrádesaparecido y nunca lo sabré y serácomo si Finch nunca hubiera estado

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aquí.Llamo a la puerta con más fuerza de

la que pretendía y de entrada pienso queno están en casa, pero entonces apareceun hombre de cabello blanco y sonrisaexpectante, me estrecha la mano y medice que lo llame Mike.

—¿De dónde viene usted, señorita?—De Bartlett.No le digo que ahora vengo de

Milltown.—Una ciudad preciosa, Bartlett. A

veces vamos allí, a cenar al restauranteGaslight.

El latido del corazón me resuena enlos oídos y es tan potente que mepregunto si también él podrá oírlo. Lo

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sigo hasta el granero-cobertizo y meexplica:

—Inicié esta pelota de pintura hacetreinta y cinco años. Todo empezócuando trabajaba en una tienda depinturas mientras estudiaba en elinstituto, antes de que tú nacieras,seguramente antes incluso de que tuspadres nacieran. Estábamos jugando apasarnos la pelota con un amigo cuandoesta cayó en una lata de pintura. Y medije: «¿Qué pasaría si la pintara con milcapas de pintura?». Y eso fue lo quehice.

Abre la puerta y entramos en unaestancia grande y luminosa que huele apintura, y allí, en medio, hay colgada

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una pelota enorme, del tamaño de unplaneta pequeño. En las estanterías y enel suelo hay latas de pintura y en unapared hay fotografías de la pelota en susdistintas fases. Mike me explica queintenta pintarla un poco cada día, yentonces lo interrumpo y le digo:

—Disculpe, pero es que tengo unamigo que vino aquí hace poco tiempo yme gustaría saber si se acuerda de él ypreguntarle si es posible que escribieraalguna cosa en la pelota.

Le describo a Finch y Mike se rascala barbilla y asiente.

—Sí, sí. Lo recuerdo. Un joven muyagradable. No se quedó mucho rato.Utilizó esta pintura de aquí.

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Me acerca a una lata de pintura decolor morado y veo que en la tapa poneel nombre del color: «Violeta».

Miro la pelota y no es violeta. Esamarilla como el sol. Noto que se medesploma el corazón. Miro el sueloesperando casi encontrármelo allí.

—Pero ya ha pintado encima —digo.Llego tarde. Demasiado tarde para

Finch. Demasiado tarde una vez más.—Siempre que alguien quiere

escribir alguna cosa, le digo que pinteencima antes de marcharse. Así quedalisto para la siguiente persona quevenga. Una pizarra limpia. ¿Le gustaríaañadir una capa?

Casi le digo que no, pero no he

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traído ninguna cosa para dejar aquí, demodo que me pasa un rodillo. Cuandome pregunta qué color quiero, le digoque azul, un azul como el del cielo.Vierte la pintura en un recipiente y loobservo, paralizada, incapaz demoverme ni de respirar. Es como volvera perder a Finch.

Mike ha encontrado un color que esel color de los ojos de Finch, queseguramente ni conoce ni recuerda.Sumerjo el rodillo en el recipiente ycubro el amarillo con mi azul. Elmovimiento, mecánico y sencillo, resultabalsámico.

Cuando termino, Mike y yoretrocedemos unos pasos para

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contemplar mi obra.—¿No quiere escribir nada? —me

pregunta.—Ya está bien así. Además, tendría

que taparlo después.Y de este modo tampoco nadie

sabría que he estado aquí.Lo ayudo a guardar la pintura y a

limpiar un poco y entretanto me cuentadetalles sobre la pelota, como que estaes la segunda pelota de pintura que hacreado, no la original, y que pesa más demil ochocientos kilos. Y entonces mepasa un libro rojo y un bolígrafo.

—Antes de irse tendrá que firmar.Hojeo el libro hasta que encuentro el

primer espacio en blanco donde poder

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escribir mi nombre, la fecha y uncomentario. Recorro la hoja con lamirada y veo que en abril solo hanvisitado el lugar unas pocas personas.Voy una página más atrás, y aquí está…,aquí está: «Theodore Finch, 3 de abril.“Hoy es tu día. ¡Felicidades! Te marchasmuy lejos de aquí, a descubrirmaravillosos lugares”».

Acaricio las palabras con la puntade los dedos, las palabras que escribióhace tan solo unas semanas, cuandoestuvo aquí, cuando estaba vivo. Las leouna y otra vez y después, al lado, firmocon mi nombre y escribo: «Tu montañate espera. ¡Así que ponte en camino!».

Mientras conduzco de vuelta a

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Bartlett, canto lo que recuerdo de lacanción del Dr. Seuss. Cuando cruzoIndianápolis, pienso en tratar deencontrar el vivero donde recogió floresen pleno invierno, pero sigo mi caminorumbo al este. No podrán contarme nadasobre Finch, ni sobre por qué murió, nisobre lo que escribió en la pelota depintura. Lo único que me hace sentirmejor es saber que, fuera lo que fuese loque Finch escribió, siempre seguirá allí,bajo las capas de pintura.

Mi padre y mi madre están arriba, enla buhardilla, mi padre escuchandomúsica a través de los auriculares y mi

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madre viendo la tele. Apago el televisory digo:

—Necesito que hablemos deEleanor y que no olvidemos que existió.—Mi padre se quita los auriculares—.No quiero que sigamos fingiendo quetodo va bien si no es así, que estamosbien cuando no lo estamos. La echo demenos. Todavía no puedo creer que yosiga aquí y ella no. Siento mucho habersalido aquella noche. Necesito que losepáis. Siento mucho haberle dicho quesiguiera la ruta del puente para volver acasa. Si fue por ese camino fue soloporque yo se lo sugerí.

Viendo que intentan interrumpirme,subo la voz.

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—No podemos volver atrás. Nopodemos cambiar nada de lo que pasó.No puedo devolverla a la vida, ytampoco puedo devolver a Finch a lavida. No puedo cambiar el hecho de queme escapara para estar con él despuésde que os dijera que lo nuestro se habíaacabado. No quiero pasar de puntillasjunto a él, ni junto a ella, ni junto avosotros, porque lo único que consigoasí es que me resulte más difícilrecordar las cosas que quiero recordar.Hace que me resulte más difícilrecordarla. A veces intentoconcentrarme en su voz solo para volvera oírla, para volver a oír cómo me decía«Hola, qué tal» cuando estaba de buen

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humor y «Vi-o-let» cuando estabaenfadada. No sé por qué, pero estasfrases son las que me resultan másfáciles. Me concentro, y cuando lastengo me aferro a ellas, porque noquiero olvidar jamás cómo las decía.

Mi madre ha empezado a llorar, muymuy flojito. La cara de mi padre se havuelto gris-blanquecina.

—Os guste o no, estuvo aquí y se haido, pero no tiene por qué irse del todo.Eso depende de nosotros. Y os guste ono, yo amaba a Theodore Finch. Fuemuy bueno para mí, aunque vosotrospenséis lo contrario y odiéis a suspadres y seguramente lo odiéis tambiéna él, y por mucho que se marchara y a mí

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me hubiese gustado que no lo hubierahecho. Nunca podré hacerlo volver, y esprobable que se marchara por mi culpa.De manera que es bueno y es malo yduele, pero al mismo tiempo me gustapensar en él, porque si pienso en él,tampoco se habrá ido del todo. Queestén muertos no significa que no puedanexistir. Y lo mismo pasa con nosotros.

Mi padre permanece sentado comouna estatua de mármol, pero mi madre selevanta y se acerca tambaleante haciamí. Me atrae hacia ella y pienso: «Asíes como se sentía antes de que pasaratodo esto, fuerte y robusta, capaz deresistir incluso el paso de un tornado».Continúa llorando, pero ahora mi madre

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es sólida y real y, por si acaso, lapellizco y ella finge no darse cuenta.

—Nada de todo lo que ha pasado esculpa tuya —dice.

Y entonces rompo a llorar, y mipadre llora también, una lágrima estoicadetrás de otra, y a continuación escondela cabeza entre las manos y mi madre yyo nos abalanzamos sobre él como unasola persona y nos abrazamos los tres,acunándonos, turnándonos para decir:

—Todo va bien. Estamos bien.Todos estamos bien.

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Excursiones pendientes 3 y 4

El autocine de Pendleton Pike es unode los últimos de su estilo. Lo que quedade él se encuentra en un extenso solarabandonado en las afueras deIndianápolis. Ahora parece uncementerio, pero en los años sesenta erauno de los lugares más populares de lazona, puesto que no solo era un cine alaire libre, sino que además era un

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parque para niños, con una montaña rusaen miniatura y otras atracciones.

Ahora solo queda la pantalla.Aparco en la carretera, en la parte deatrás. El día está encapotado, el sol seoculta detrás de gruesos nubarronesgrises, y a pesar de que hace calor, meestremezco. Este lugar da miedo.Mientras me abro paso con dificultadentre suciedad y malas hierbas, intentoimaginarme a Finch aparcando elPequeño Cabrón justo donde yo heaparcado mi coche y acercándose a lapantalla como yo estoy haciéndoloahora, con los bloques de edificiosperfilándose como un esqueleto en elhorizonte.

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«Creo en los carteles», escribió.Y eso es lo que parece la pantalla:

una valla publicitaria gigante. La parteposterior está cubierta de graffiti y meencamino hacia allí tratando de no pisarbotellas de cerveza y colillas.

De pronto, tengo uno de esosmomentos que se tienen cuando hasperdido a alguien, en los que te sientescomo si te hubieran dado una patada enel estómago y te hubieses quedadocompletamente sin aire y piensas quenunca más recuperarás la respiración.Ansío sentarme en este suelo asquerosoy llorar y llorar hasta que ya no puedallorar más.

Pero lo que hago en cambio es

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rodear la pantalla, diciéndome que talvez no encuentre nada. Cuento los pasoshasta que llevo unos treinta. Me vuelvoy levanto la vista y leo en la gigantescacara blanca, escrito en letras rojas:«Estuve aquí. TF».

Mis rodillas flaquean y me dejo caersobre la tierra, las malas hierbas y labasura. ¿Qué estaría haciendo yomientras él estaba aquí? ¿Estaría enclase? ¿Estaría con Amanda o con Ryan?¿Estaría en casa? ¿Dónde estaba yomientras él se encaramaba al cartel parapintarlo, para dejarme una ofrenda yterminar nuestro trabajo de clase?

Me levanto, cojo el teléfono y hagouna fotografía al esqueleto de la pantalla

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y luego me acerco al cartel, poco apoco, hasta que las letras son enormes yse ciernen sobre mí. Me pregunto desdequé distancia pueden verse, si podríanleerse desde varios kilómetros dedistancia.

Veo en el suelo un bote de pinturaroja en aerosol perfectamente tapado. Locojo, esperando encontrar una nota ocualquier cosa que me dé a entender quela dejó aquí para mí, pero no es más queun bote de pintura en aerosol.

Debió de subir por el entramado delos postes de acero que sujetan elarmatoste. Pongo un pie en un peldaño,sujeto el bote de pintura bajo el brazo yme doy impulso. Dado el tamaño, tengo

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que subir primero por un lado y luegopor el otro para terminarlo. Escribo:«Yo también estuve aquí. VM».

Cuando acabo, lo miro de lejos. Susletras están mejor hechas que las mías,pero juntas quedan bien. «Aquí estamos—pienso—. Nuestro trabajo de clase.Lo empezamos juntos y lo acabamosjuntos». Y hago otra fotografía por siacaso algún día desmantelan la pantalla.

Munster está todo lo al norte y aloeste que puedes llegar sin abandonarIndiana. Lo llaman la «ciudaddormitorio» de Chicago, puesto que estásolo a cincuenta kilómetros de allí. La

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ciudad está rodeada de ríos, algo que aFinch seguro que le gustaría. Elmonasterio de Nuestra Señora del MonteCarmelo se asienta en un terrenoprivado extenso y sombreado. Pareceuna iglesia normal y corriente en mediode un encantador bosque.

Paseo por allí hasta que aparece unhombre calvo vestido con una túnica decolor marrón.

—¿Puedo ayudarla en alguna cosa,señorita?

Le explico que he venido para hacerun trabajo del instituto y que no sé muybien adónde tengo que ir. Asiente, comosi me hubiera entendido, y me aleja de laiglesia para ir hacia lo que denomina

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«las ermitas». Pasamos junto aesculturas hechas con madera y cobre,un tributo a un sacerdote que murió enAuschwitz y también en honor a santaTeresa de Lisieux, conocida como «Laflorecita de Jesús».

El fraile me explica que la iglesia,las esculturas y los terrenos en los queestamos fueron diseñados y construidospor antiguos capellanes del ejércitopolaco, que llegaron al estado una vezfinalizada la segunda guerra mundial ehicieron realidad su sueño de fundar unmonasterio en Indiana. Me gustaría queFinch estuviera aquí para poder decir:«¿Y quién sueña con construir unmonasterio en Indiana?».

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Las ermitas son en realidad una seriede grutas construidas con piedravolcánica y cristalitos, de modo que losmuros exteriores brillan bajo la luz. Lapiedra volcánica les otorga el aspectode una concha o de una cueva y hace queparezcan a la vez antiguas y una obra dearte popular. Cruzamos una puertaconstruida con arco de medio punto ydecorada con una corona y estrellas y elfraile me deja sola.

En el interior, me adentro en unaserie de pasadizos subterráneos,empedrados con la piedra volcánica ylos cristalitos del exterior e iluminadosmediante centenares de velas. Los murosestán decorados con esculturas de

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mármol, ventanas con vidrios de coloresy fragmentos de cuarzo y fluorita quecapturan la luz y la retienen. El efecto esbello y misterioso. Todo el lugar parecebrillar.

Emerjo al aire libre y bajo a otragruta, donde me encuentro de nuevo unaserie de túneles, con vidrios de coloresy cristales incrustados en los muros depiedra y esculturas de ángeles con lacabeza inclinada y las manos unidas enoración.

Paso por una estancia que estádispuesta como una iglesia, con hilerasde bancos de cara al altar, donde unJesucristo de mármol yace en su lechode muerte sobre una base de relucientes

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cristales. Paso por delante de otroJesucristo de mármol, esta vez atado auna columna. Y luego entro en unaestancia que resplandece desde el suelohasta el techo.

El arcángel Gabriel y Jesúsresucitan a los muertos. Es difícildescribirlo: tienen las manos levantadasy en el techo hay docenas de crucesamarillas que lo recorren como si fueranestrellas o aviones. Las paredes sonnegras, iluminadas por detrás, y estánllenas de placas conmemorativaspagadas por las familias de los muertosque piden a los ángeles que devuelvansus seres queridos a la vida y les denuna eternidad feliz.

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Lo veo, en la palma de la mano deJesucristo: una piedra. Es la única cosaque parece fuera de lugar, así que lacojo y la cambio por la ofrenda que hetraído conmigo: un anillo de brillantitosen forma de mariposa que habíapertenecido a Eleanor. Me quedo unpoco más y luego salgo, parpadeandocuando la luz de día me deslumbra.Tengo delante dos escaleras y un cartel:SE RUEGA RESPETO. ¡NO SUBANCAMINANDO LAS ESCALERASSAGRADAS! PUEDEN HACERLO DERODILLAS. GRACIAS.

Cuento veintiocho escalones. No haynadie. Supongo que podría subirlosandando tranquilamente, pero pienso que

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Finch estuvo aquí antes que yo y sé queno habría hecho trampas. De modo queme arrodillo y subo.

Cuando llego arriba, aparece elfraile y me ayuda a incorporarme.

—¿Le han gustado las ermitas?—Son preciosas. Sobre todo la de

las paredes negras iluminadas pordetrás.

Asiente.—El apocalipsis ultravioleta. La

gente viene desde muy lejos para verlo.«El apocalipsis ultravioleta». Le

doy las gracias y de camino al cocherecuerdo la piedra, que aún tengo en lamano. La abro y allí está, la primeracosa que me regaló y que luego yo le

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regalé a él. Y que ahora me ha devuelto:«Tu turno».

Por la noche, Brenda, Charlie y yosubimos a la torre Purina. Invito tambiéna Ryan y a Amanda. Nos sentamos loscinco en círculo y cogemos las velas quehe traído. Brenda las enciende, una auna, y todos vamos diciendo alguna cosasobre Finch.

Cuando le corresponde el turno aBren, cierra los ojos y dice:

—«¡Salta! ¡Salta y lame el cielo!¡Yo salto contigo! Ardo contigo». —Vuelve a abrir los ojos y sonríe—.Herman Melville.

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Entonces toca alguna cosa de suteléfono y la noche se llena de música.La banda sonora de los grandes éxitosde Finch: Split Enz, The Clash, JohnnyCash, etcétera.

Brenda se levanta de un brinco y sepone a bailar. Agita los brazos y lanzapatadas. Salta más alto, luego arriba yabajo, arriba y abajo, levantando los dospies a la vez, como si fuera una niña enplena rabieta. No lo sabe, pero se ondeacomo las banderolas, como hicimos undía Finch y yo en la sección de librosinfantiles de Bookmarks.

Bren corea las canciones a gritos yno podemos parar de reír. Me veoobligada a tumbarme en el suelo y

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sujetarme el vientre porque lascarcajadas me han pillado por sorpresa.Es la primera vez que recuerdo reír asíen mucho, muchísimo tiempo.

Charlie tira de mí y empieza a saltar,Amanda también salta, y Ryan hainiciado un curiosísimo movimiento quees una mezcla de salto a la pata coja ymeneo repetitivo de culo. Me sumo aellos y salto, ondeo y ardo por el tejado.

Cuando llego a casa, no tengo muchosueño y decido extender el mapa sobrela cama y estudiarlo bien. Me queda unlugar adonde ir de excursión. Quieropostergarla al máximo porque sé que

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cuando vaya allí el trabajo se habráacabado, lo que significará que ya no mequedará nada más de Finch pendiente deencontrar. Aunque todavía no heencontrado nada, salvo las pruebas deque él vio todos esos lugares sin mí.

El lugar es Farmersburg, a soloveinticinco kilómetros de Prairieton y elBlue Hole. Intento recordar quépensábamos ver allí. El mensaje de textocorrespondiente, si es que está tambiénrelacionado como todos los demás, es elúltimo que recibí: «Un lago. Unaoración. Es tan encantador serencantador en Privado».

Decido buscar información sobreFarmersburg, pero no encuentro ningún

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lugar de especial interés. Apenas llega amil habitantes y lo más relevante pareceser que es un lugar conocido poralbergar una cantidad enorme de torresde comunicaciones de televisión y radio.

«Este lugar no lo elegimos juntos».Cuando me doy cuenta, se me eriza

el vello de la nuca.Es un lugar que incorporó Finch sin

decírmelo.

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La última excursión

Salgo de casa a primera hora de lamañana siguiente. Cuanto más me acercoa Prairieton, más apesadumbrada mesiento. Para llegar a Farmersburg tengoque pasar obligatoriamente por el BlueHole. Estoy a punto de dar media vueltay volver a casa porque es demasiado yes el último lugar donde desearía estar.

En cuanto llego a Farmersburg, no

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tengo ni idea de qué más hacer. Doyvueltas en coche por un lugar que no esgrande en absoluto e intento encontrar loque Finch quería que viese.

Busco cualquier cosa encantadora.Busco cualquier cosa que pueda tenerque ver con una oración, que deduzcoque debe de ser una iglesia. Gracias ainternet me he enterado de que un pueblotan minúsculo como este tiene cientotreinta y tres «lugares de culto», pero meresultaría extraño que Finch hubieraelegido uno de ellos para la últimaexcursión.

«¿Por qué tendría que parecerteextraño? Apenas lo conocías».

Farmersburg es uno de esos pueblos

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pequeños y tranquilos de Indiana concasas pequeñas y tranquilas y un centropequeño y tranquilo. Hay las granjas desiempre, los caminos rurales de siemprey las calles numeradas de siempre. Nollego a ninguna parte, de modo que hagolo que habitualmente hago: aparco en lacalle principal (siempre la hay) y buscoa alguien que pueda ayudarme. Al serdomingo, están cerradas todas lastiendas y restaurantes. Camino arriba yabajo, pero parece una ciudad fantasma.Todo el mundo debe de estar en laiglesia.

Regreso al coche y recorro todas lasiglesias, pero no veo ninguna que resulteespecialmente encantadora y tampoco

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veo ningún lago. Al final, me paro enuna gasolinera y el chico que la atiende,que no debe de ser mucho mayor que yo,me explica que hacia el norte hayalgunos lagos, junto a la US-150.

—¿Hay alguna iglesia por allí?—Un par, al menos. Pero aquí

también tenemos.Me ofrece una sonrisa diluida.—Gracias.Sigo sus instrucciones hasta

encontrar la US-150, que me aleja de laciudad. Pongo la radio, pero solo haymúsica country e interferencias, y no séqué es peor. Escucho las interferenciasun rato antes de apagarla. Veo un DollarGeneral junto a la carretera y paro,

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pensando que tal vez puedan informarmesobre dónde están los lagos.

Detrás del mostrador hay una mujer.Compro un paquete de chicles y agua yle explico que estoy buscando un lago yuna iglesia, un lugar encantador. Haceuna mueca con la boca mientras aporreala caja registradora, que es un modeloanticuado, de los años cincuenta.

—La iglesia baptista de Emmanuelestá justo al lado de la autopista. Hay unlago no muy lejos. No muy grande, perosé que lo hay porque mis niños solíansubir hasta allí para nadar.

—¿Es privado?—¿El lago o la iglesia?—Cualquiera de las dos cosas. El

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lugar que ando buscando es privado.—El lago está junto a la carretera de

Privado, si te refieres a eso.Empieza a escocerme la piel. En el

mensaje de Finch, «Privado» estáescrito en mayúscula.

—Sí, a eso me refería. ¿Cómo llegohasta allí?

—Sigue la US-150 dirección norte.Dejarás la iglesia baptista a la derecha ydespués ya verás el lago, y entoncesentras en la carretera de Privado. Tedesvías y ya está.

—¿A la izquierda o a la derecha?—Solo puedes girar hacia un lado, a

la derecha. La carretera es muy corta.AIT Training & Technology está allí.

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Verás el cartel.Le doy las gracias y corro hacia el

coche. «Enseguida llegaré y entoncestodo se habrá acabado. Las excursiones,Finch, nosotros, todo». Permanezco unmomento sentada, obligándome arespirar para poder concentrarme encada instante que pasa. Podría esperar yreservarlo para más adelante… sea loque sea.

Pero no pienso hacerlo porque estoyaquí ahora, el coche se ha puesto enmarcha y estoy yendo en esa dirección, yencuentro la iglesia baptista deEmmanuel antes de lo esperado, luego ellago, y aquí está la carretera. Me desvíoy noto las palmas de las manos

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empapadas de sudor sujetando elvolante, y tengo la carne de gallina y medoy cuenta de que todo el rato estoyconteniendo la respiración.

Paso de largo el cartel de AITTraining & Technology y veo el edificioal final de la carretera, que está aquímismo. Es un callejón sin salida y pasopor delante de AIT con la deprimentesensación de que no tiene nada deencantador y que este no puede ser ellugar. Pero si el lugar no es este,¿adónde tengo que ir?

El coche desanda la carretera dePrivado por donde he venido y esentonces cuando veo la bifurcación queantes he pasado por alto, una especie de

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horquilla. La sigo y ahí está el lago, yluego veo el cartel: CAPILLA TAYLOR.

Un poco más allá del cartel hay unacruz de madera de la altura de unhombre, y detrás de la cruz y del cartelveo una minúscula capilla blanca con unminúsculo campanario blanco. Más alláhay casas y a un lado el lago, desuperficie verdosa debido a las algas.

Apago el motor y permanezco unosminutos en el coche. Pierdo la nocióndel tiempo. ¿Vendría aquí el día quemurió? ¿Vendría el día antes? ¿Cuándoestuvo aquí? ¿Cómo encontró este lugar?

Salgo del coche y me dirijo a lacapilla, y oigo el retumbar del corazóny, a lo lejos, los pájaros en los árboles.

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El calor del verano ya se percibe en elambiente.

Giro el pomo y la puerta se abre, sinmás, y el interior de la capilla huele afrescor y a limpio, como si la hubieranventilado recientemente. Hay unos pocosbancos, puesto que es un espacio máspequeño que mi habitación, un altar demadera con un cuadro de Jesucristo, dosjarrones con flores, dos macetas conplantas y una Biblia abierta.

Las ventanas, largas y estrechas,dejan entrar la luz del sol. Tomo asientoen uno de los bancos, miro a mialrededor y pienso: «Y ahora ¿qué?».

Me levanto y me acerco al altar y,apoyada contra uno de los jarrones,

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encuentro una lámina plastificada escritaa máquina con la historia de la iglesia.

«La capilla Taylor fue creada comosantuario para que los viajerosexhaustos pudieran detenerse ydescansar en su camino. Fue construidaen memoria de los que perdieron la vidaen accidente de coche y como lugar decuración. Recordamos a los que ya noestán aquí, a los que se nos fuerondemasiado pronto y a los que siemprellevaremos en el corazón. La capillaestá abierta al público día y noche,también los días festivos. Siempreestamos aquí».

Ahora ya sé por qué Finch eligióeste lugar: lo hizo por Eleanor y por mí.

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Y también por él, porque era un viajeroexhausto que necesitaba descansar. Veoun papel que asoma entre las páginas dela Biblia, un sobre de color blanco.Abro por aquella página y veo unaspalabras subrayadas: «Entoncesbrillarás entre ellos como estrellas en elcielo».

Cojo el sobre y veo mi nombre:«Ultravioleta Marcada».

Pienso en llevármelo al coche paraleer su contenido, pero me siento en unode los bancos y agradezco la maderasólida y robusta que me acoge.

¿Estoy preparada para escuchar loque pensaba de mí? ¿Para escucharcómo le fallé? ¿Estoy preparada para

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saber todo el daño que le hice y cómopodría, cómo debería haberlo salvadode haber prestado más atención, haberinterpretado los signos y no haberabierto mi bocaza, de haberlo escuchadoy haber sido suficiente para él y, tal vez,si lo hubiera amado más?

Abro el sobre y me tiemblan lasmanos. Extraigo unas hojas de papelgrueso de pentagrama, una repleta denotas musicales, las otras dos depalabras que parecen la letra de lacanción.

Empiezo a leer.

Me haces feliz,Cuando estoy contigo me siento a salvo

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con tu sonrisa,Me haces sentir atractivo,Y cuando me toco la nariz simplementeme parece un poquito chata,Me haces sentir especial y solo Dios sabecuánto he deseado ser un chico así.Me haces amarte,Y eso es tal vez lo más grande que micorazón ha sido capaz de hacer…

Estoy llorando, con fuerza, hipando,como si hubiera contenido la respiracióndurante muchísimo tiempo y por finpudiera respirar.

Me haces encantador, y es tanencantador ser encantador para lapersona que amo…

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Leo las palabras una y otra vez.

Me haces feliz…Me haces especial…Me haces encantador…

Las leo y las releo hasta que me lassé de memoria, y entonces doblo lashojas y las guardo en el sobre.Permanezco sentada hasta que laslágrimas cesan y la luz empieza acambiar, a menguar, y un resplandorcálido y rosado inunda la capilla.

Cuando llego a casa ya es de noche.En la habitación, saco de nuevo lashojas del sobre y toco las notas con laflauta. La melodía me llena la cabeza y

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se estanca allí, como si formara parte demí, de tal modo que pasan los días ysigo cantándola.

No me preocupa que Finch y yo nograbáramos nada de nuestrasexcursiones. No me preocupa que no nosdedicáramos a recoger recuerdos de loslugares o no tuviéramos tiempo decomponerlo todo de tal manera quetuviera sentido para cualquiera que nofuera nosotros.

Y me doy cuenta de una cosa: no eslo que coges, sino lo que te llevas.

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20 de junio

Hace un día ardiente de verano. Elcielo luce con un azul radiante. Aparcoel coche, asciendo el terraplén y mequedó un buen rato junto a la orillacubierta de hierba del Blue Hole. Casiespero verlo allí.

Me descalzo y me lanzo al agua, mesumerjo. Lo busco con las gafas, aunquesé que no lo encontraré. Nado con los

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ojos abiertos. Emerjo a la superficiebajo el gigantesco cielo, inspiro hondo yme sumerjo de nuevo, a mayorprofundidad esta vez. Me gusta pensarque está de excursión en otro mundo,viendo cosas que nadie puede llegar aimaginarse.

En 1950, el poeta Cesare Paveseestaba en la cúspide de su carreraliteraria, era aclamado por sus colegas ysu país y estaba considerado el autoritaliano más destacado del momento. Enagosto de aquel año se tomó una dosismortal de somníferos y, aunque llevabaun diario, nadie supo explicarse por quélo hizo. La escritora Natalia Ginzburg lorecordaba después de su muerte con

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estas palabras: «Nos parecía que sutristeza era la de un muchacho, lamelancolía voluptuosa y despistada deun muchacho que todavía no tiene lospies sobre la tierra y que se mueve en elmundo árido y solitario de los sueños».

Era un epitafio que podría estarperfectamente escrito para Finch, aunqueél ya se encargó de escribirlo:

«Theodore Finch: estuve vivo. Ardícon incandescencia. Y luego morí,aunque en realidad, no. Porque alguiencomo yo no puede morir y no muerecomo los demás. Permanezco ahí, comolas leyendas del Blue Hole. Siempreestaré aquí, en las ofrendas y en laspersonas que dejé atrás».

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Nado por la superficie bajo el cieloinmenso y despejado, bajo el sol, bajotodo ese azul que me recuerda aTheodore Finch, del mismo modo quetodo me recuerda a él, y pienso en miepitafio, pendiente aún de escribir, y entodos los lugares que recorreré. Ya notengo raíces, pero floto, toda de oro.Siento que mil posibilidades nacen enmí.

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Cada cuarenta segundos, una personamuere en el mundo como consecuenciade un suicidio. Cada cuarenta segundos,alguien sigue aquí y debe intentarsuperar esa pérdida.

Mucho antes de que yo naciera, mibisabuelo murió como consecuencia deun disparo provocado por él mismo. Suhijo mayor, mi abuelo, tenía solo treceaños. Nadie sabe si fue intencionado oun accidente, puesto que, viviendo comovivían en una pequeña ciudad del sur, ni

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mi abuelo, ni su madre, ni sus hermanasvolvieron a hablar nunca más del tema.Pero la muerte ha seguido impactando anuestra familia durante generaciones.

Hace unos años, un chico al queconocí y amé se quitó la vida. Fui una delas personas que lo encontró. No es unaexperiencia de la que me guste hablar, nisiquiera con mis más allegados. Hasta lafecha, muchos de mis amigos yfamiliares siguen sin saber nada, siacaso saben algo, sobre el tema. Durantemucho tiempo me resultóextremadamente doloroso pensar enello, y mucho más si cabe hablar sobreello, pero sé que es importanteexpresarlo.

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En Violet y Finch, Finch se muestrapreocupado por las etiquetas. Pordesgracia, el suicidio y lasenfermedades mentales están envueltosbajo un gran manto de estigma social.Cuando mi bisabuelo murió, corrieronmuchos rumores. Y aunque jamáshablaron de lo que sucedió aquel día, suviuda y sus tres hijos se sintieronjuzgados y, de algún modo, se vieroncondenados al ostracismo. Perdí alamigo que se suicidó un año antes deperder a mi padre como consecuencia deun cáncer. Ambos estuvieron enfermosde manera simultánea y murieron concatorce meses de diferencia, pero lareacción a su enfermedad y su

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fallecimiento no podría haber sido másdistinta. La gente rara vez lleva flores aun suicida.

No supe que yo también tenía unaetiqueta hasta que escribí este libro:«Superviviente después de un suicidio»o «Superviviente al suicidio». Porsuerte, existen muchos recursos que mehan ayudado a comprender el sentido deun suceso tan trágico como este y cómopuede llegar a afectarme, del mismomodo que existen numerosos recursospara ayudar a cualquier persona,adolescente o adulta, que se enfrenta atrastornos emocionales, depresión,ansiedad, desequilibrios mentales opensamientos suicidas.

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Es muy habitual que lasenfermedades mentales y emocionalesno se diagnostiquen adecuadamente,puesto que o bien la persona que padecesus síntomas se siente avergonzada y noquiere hablar de ello, o bien sus seresqueridos no ven o no quieren reconocerlos indicios.

Si piensas que algo va mal,exprésalo.

No estás solo.No es culpa tuya.Tienes la ayuda al alcance de tu

mano.

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JENNIFER NIVEN (Carolina del Norte,Estados Unidos, 1968) es una escritoraamericana autora de varias novelas ylibros de no ficción para adultos.

Desde el año 2000 se dedica a laliteratura a tiempo completo y su obra hasido seleccionada como lo mejor del

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año por revistas como EntertainmentWeekly o Book Sense.

Probablemente su novela más conociday de mayor éxito sea Violet y Finch (Allthe Bright Places) publicada en 2015,la cual tuvo una gran acogida por elpúblico juvenil, permaneció más de 30semanas como bestseller del New YorkTimes y sus derechos han sido vendidosa múltiples territorios.

A raíz de la novela, Niven creó Germ,una revista online para jóvenes quecelebra los comienzos, el futuro y losmomentos increíbles, a veces dolorosos,que viven los mismos. Esta estáinspirada en la que Violet había ideado

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junto con su hermana.

Además de sus novelas, la autoratambién trabajó como guionista en VelvaJean Learns to Drive, una película paratelevisión que acabó ganando un PremioEmmy y cuyo guión noveló ella mismacon posterioridad.

Como dato personal cuando Niven noescribe acude a clases de danza delvientre, yoga y guitarra eléctrica.

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Notas

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[1] Término de origen desconocido quese aplica a los nativos o residentes en elestado de Indiana. (N. de la t.) <<