viola_desarrollo bienestar e identidad cultural_2010

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Desarrollo, bienestar e identidad cultural: del desarrollismo etnocida al Sumaq Kawsay en los Andes. ANDREU VIOLA RECASENS (Universidad de Barcelona) INTRODUCCIÓN: REDEFINIENDO EL BIENESTAR Actualmente parece estarse gestando un creciente consenso en torno a la constatación de que la llamada era del desarrollo inaugurada solemnemente por el Presidente estadounidense Harry Truman en 1949 está llegando a su fin. Factores como la lucha agónica contra el calentamiento global del planeta, el inexorable agotamiento de las reservas de combustibles fósiles (o cuando menos, del petróleo barato) o el imparable crecimiento del hambre estructural (que ya ha desbordado la barrera simbólica de los mil millones de víctimas) han contribuido a alimentar el debate sobre la manifiesta inviabilidad del paradigma de crecimiento económico surgido de la 2ª Guerra Mundial. La alucinación colectiva que permitió creer durante décadas que el american way of life (con sus brutales patrones de consumo y contaminación per capita 1 ) podría llegar a universalizarse algún día parece haberse disipado, obligándonos a asumir una realidad insoslayable: el modelo de desarrollo de los países más ricos no es generalizable en el espacio (dada su naturaleza “depredadora”, es decir, basada sistemáticamente en un intercambio –físico, comercial o financiero- con el resto del planeta de carácter asimétrico), y ni siquiera es prorrogable en el tiempo (NAREDO 2006). Una de las primeras consecuencias de este replanteamiento del patrón capitalista de crecimiento económico de los últimos 60 años ha sido el creciente cuestionamiento de la validez en tanto que indicador macroeconómico del Producto Interior Bruto (PIB), cuya fiabilidad como supuesto instrumento de medición del bienestar económico de las sociedades ya venía siendo impugnada desde mucho tiempo atrás por parte de numerosos científicos sociales, por contraste con su uso aparentemente incuestionable en los ámbitos político y económico. Sin embargo, la creación por el presidente francés Nicolas Sarkozy en 2008 de una Comisión Internacional para la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social, presidida por el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, ha contribuido a acelerar la deslegitimación del PIB y a estimular la búsqueda de parámetros alternativos para medir la calidad de vida. La trascendencia histórica de este debate no debería ser minimizada, puesto que, desde su implantación gradual a partir de 1942, el PIB se había convertido en una herramienta básica, pero también en un símbolo y en un reclamo, de la emergente Weltanschauung desarrollista, promoviendo una visión tan reduccionista como engañosa del funcionamiento de la economía capitalista, basada en una exaltación irreflexiva del crecimiento económico ilimitado. 1 Según datos de la Agencia Internacional de la Energía, en el año 2006 la emisión de CO2 per capita de la población estadounidense alcanzó las 19 toneladas, frente a 9’7 de Alemania, 8 de España, 1’9 de Brasil o 1’3 de la India (La Vanguardia, Barcelona, 16 de octubre de 2009). Las comparaciones en consumo energético per capita no resultan menos odiosas, puesto que según el World Resources Institute, en 2003 un ciudadano estadounidense o canadiense consumía al año el equivalente a unos 8.000 kilos de petróleo, frente a 160 de uno de Bangla Desh o 430 de uno de Perú.

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Desarrollo, bienestar e identidad cultural: del desarrollismo etnocida al Sumaq Kawsay en los Andes. ANDREU VIOLA RECASENS (Universidad de Barcelona) INTRODUCCIÓN: REDEFINIENDO EL BIENESTAR Actualmente parece estarse gestando un creciente consenso en torno a la constatación de que la llamada era del desarrollo inaugurada solemnemente por el Presidente estadounidense Harry Truman en 1949 está llegando a su fin. Factores como la lucha agónica contra el calentamiento global del planeta, el inexorable agotamiento de las reservas de combustibles fósiles (o cuando menos, del petróleo barato) o el imparable crecimiento del hambre estructural (que ya ha desbordado la barrera simbólica de los mil millones de víctimas) han contribuido a alimentar el debate sobre la manifiesta inviabilidad del paradigma de crecimiento económico surgido de la 2ª Guerra Mundial. La alucinación colectiva que permitió creer durante décadas que el american way of life (con sus brutales patrones de consumo y contaminación per capita1) podría llegar a universalizarse algún día parece haberse disipado, obligándonos a asumir una realidad insoslayable: el modelo de desarrollo de los países más ricos no es generalizable en el espacio (dada su naturaleza “depredadora”, es decir, basada sistemáticamente en un intercambio –físico, comercial o financiero- con el resto del planeta de carácter asimétrico), y ni siquiera es prorrogable en el tiempo (NAREDO 2006). Una de las primeras consecuencias de este replanteamiento del patrón capitalista de crecimiento económico de los últimos 60 años ha sido el creciente cuestionamiento de la validez en tanto que indicador macroeconómico del Producto Interior Bruto (PIB), cuya fiabilidad como supuesto instrumento de medición del bienestar económico de las sociedades ya venía siendo impugnada desde mucho tiempo atrás por parte de numerosos científicos sociales, por contraste con su uso aparentemente incuestionable en los ámbitos político y económico. Sin embargo, la creación por el presidente francés Nicolas Sarkozy en 2008 de una Comisión Internacional para la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social, presidida por el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, ha contribuido a acelerar la deslegitimación del PIB y a estimular la búsqueda de parámetros alternativos para medir la calidad de vida. La trascendencia histórica de este debate no debería ser minimizada, puesto que, desde su implantación gradual a partir de 1942, el PIB se había convertido en una herramienta básica, pero también en un símbolo y en un reclamo, de la emergente Weltanschauung desarrollista, promoviendo una visión tan reduccionista como engañosa del funcionamiento de la economía capitalista, basada en una exaltación irreflexiva del crecimiento económico ilimitado. 1 Según datos de la Agencia Internacional de la Energía, en el año 2006 la emisión de CO2 per capita de la población estadounidense alcanzó las 19 toneladas, frente a 9’7 de Alemania, 8 de España, 1’9 de Brasil o 1’3 de la India (La Vanguardia, Barcelona, 16 de octubre de 2009). Las comparaciones en consumo energético per capita no resultan menos odiosas, puesto que según el World Resources Institute, en 2003 un ciudadano estadounidense o canadiense consumía al año el equivalente a unos 8.000 kilos de petróleo, frente a 160 de uno de Bangla Desh o 430 de uno de Perú.

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Entre las consecuencias más saludables de todo este debate, podríamos destacar el significativo cambio de actitud hacia determinados valores y estilos de vida no occidentales, que después de haber sido despreciados durante décadas por el desarrollismo eurocéntrico en tanto que “tradicionales”, “atrasados” o supuestos “obstáculos al progreso”, actualmente están siendo reevaluados e incluso reivindicados como ejemplo del imprescindible “cambio cultural” hacia un modelo de sociedad más austera y sostenible. Un caso paradigmático sería el de la creciente notoriedad (académica, pero también mediática) de la llamada Gross National Happiness o “Felicidad Interior Bruta”: en 1972, el Rey de Bután Jigne Singye Wangchuk, hastiado de escuchar comentarios despectivos sobre el bajo PIB per capita de su país, decidió esgrimir un paradigma alternativo, al cual denominó Felicidad Interior Bruta, instituyéndolo como fuente inspiradora de las políticas de desarrollo en dicho reino hasta nuestros días. Si bien en aquellas fechas tal declaración pudo haber parecido risible a muchos tecnócratas occidentales, hoy en día ya nadie (ni siquiera la ortodoxia neoclásica) parece burlarse de este modelo, basado en criterios como una gestión extremadamente cuidadosa de los recursos naturales del país, la protección del patrimonio cultural local (material e inmaterial), o la imposición de severas restricciones al turismo internacional. Aunque los indicadores macroeconómicos de Bután siguen siendo hoy muy modestos, todos los estudios y sondeos apuntan a un grado de satisfacción vital de su población superior al de países con un nivel de ingresos mucho más alto2. De hecho, este descubrimiento en Occidente del experimento de Bután ha coincidido en el tiempo con una extraordinaria proliferación de estudios sobre la temática de la felicidad, la calidad de vida o el bienestar, definido éste en un sentido cada vez más cualitativo (es decir, subjetivo, relacional y holístico) y menos pecuniario. Por una parte, cabría destacar la aparición de diversas revistas dedicadas de forma más o menos monográfica a dicha temática (Applied Research in Quality of Life, Social Indicators Research, Journal of Happiness Studies); pero resulta particularmente interesante constatar que este boom de publicaciones no está circunscrito exclusivamente al ámbito de psicólogos y científicos sociales, sino que también está implicando a un número masivo y creciente de economistas3. La concesión en 2002 del premio Nobel de Economía (pese a no ser economista de formación) a Daniel Kahneman4, un especialista en esta línea de investigación, confirmaría la importancia que está adquiriendo lo que algunos autores definen ya como una nueva subdisciplina emergente, la llamada Eudaimonia, cuyo objeto sería el estudio de la buena vida y de aquellos factores que la posibilitan. Si bien no es el propósito de este artículo presentar un balance detallado de esta literatura (véanse, entre otros, FREY & STUTZER 2002; EASTERLIN 2003;

2 Por citar un ejemplo, según el Ranking de Bienestar Subjetivo, la población de Bután era en 2007 la octava más feliz del mundo, de entre una muestra de 178 países censados, por contraste con la posición mucho más baja que ocupa dicho reino budista en el ranking por nivel de ingresos: según los datos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, su PIB per capita sería en la actualidad de unos 1400 USD, situado durante los últimos años entre el puesto 110 y el 120 del ranking mundial, es decir, en un nivel muy similar al de países como Mongolia, Honduras, Bolivia o Sudán. 3 Así, el buscador Econlit (especializado en literatura económica) censa nada menos que 450 artículos publicados entre 2000 y 2008 conteniendo en su título las palabras happiness, well being, o life satisfaction (PÉREZ ASENJO 2008:25). 4 Kahneman es profesor de Psicología en la Universidad de Princeton, y sus investigaciones en el campo de la Psicología Económica le han llevado a promover una “psicología hedonista” (hedonic psychology) dedicada al estudio de los factores que hacen más agradable la vida.

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GRAHAM 2005; PÉREZ ASENJO 2008), sí que considero necesario retener alguna de las principales conclusiones que nos ha aportado. Históricamente, la teoría económica había enfocado el fenómeno de la felicidad, el bienestar o la satisfacción vital dejando de lado sus aspectos más inmateriales (personales y subjetivos) y privilegiando una variable concreta, la renta; de esta manera, según el argumento de la “preferencia revelada”, se asumió que, con independencia de otras circunstancias, todo aumento del ingreso debía traducirse automáticamente en un aumento del bienestar personal. Sin embargo, la evidencia disponible parece rechazar categóricamente una relación lineal (“more is better”) entre ingresos y satisfacción vital, señalando más bien la existencia de la llamada paradoja de Easterlin, según la cual, tal correlación se daría únicamente en el nivel más bajo de ingresos, mientras que, por encima del mínimo vital, los incrementos de renta no parecen tener ningún impacto significativo sobre la felicidad de las personas. Esta constatación ha llevado a muchos economistas a desmarcarse del paradigma del Homo Economicus individualista y calculador, que actúa en un mundo virtual en el cual las preferencias ya le vienen dadas (no se sabe muy bien por qué o por quién), y a prestar una mayor atención a las Ciencias Sociales, y más concretamente, al estudio de los mecanismos socio-culturales a través de los cuales se construyen las necesidades y las percepciones de los actores sociales de carne y hueso. En este contexto de agotamiento de los viejos axiomas y consignas desarrollistas y de búsqueda de alternativas, no debería sorprendernos la creciente atención que están recibiendo las invocaciones a la filosofía del “buen vivir” surgidas en la región andina durante la última década. A continuación voy a tratar de describir y contextualizar los principales rasgos de este concepto, así como a plantear algunas observaciones críticas en referencia a los discursos que se están construyendo en torno a él, centrándome en aspectos como sus fuentes de inspiración intelectual, sus excesos retóricos, sus silencios y sobre todo, su posible relevancia para el mundo rural andino contemporáneo. EL BUEN VIVIR: DEFINICIÓN Y RECONOCIMIENTO CONSTITUCIONAL El concepto del “buen vivir” es la traducción castellana propuesta para categorías indígenas como Suma Qamaña (en aymara) y sus equivalentes quechuas Allin Kawsay o Sumaq Kawsay (Sumak en quichua ecuatoriano), a las cuales algunos autores añaden otra variante peruana, la de Mishki Kawsay, literalmente “vida dulce”, aunque su sentido no tenga nada que ver, obviamente, con la Dolce vita felliniana. El significado de dichas expresiones sería el de una vida digna, aunque austera, que concibe el bienestar de forma holística, identificándolo con la armonía con el entorno social (la comunidad), con el entorno ecológico (la naturaleza), y con el entorno sobrenatural (los Apus o Achachilas y demás espíritus de un mundo encantado en el sentido weberiano). En primer lugar, es necesario subrayar que nos encontramos ante una concepción del bienestar que no se basa en absoluto en indicadores como la renta anual per capita ni en la acumulación de bienes materiales; de hecho, es preciso recordar que este criterio de valoración social ha sido históricamente poco relevante para las culturas Quechua y Aymara, que ni siquiera cuentan en sus lenguajes con conceptos verdaderamente equivalentes al de “pobre”, entendiendo por tal, la insuficiente, escasa o nula posesión de bienes materiales: la forzada traducción de pobre como waqcha (quechua)/waxcha (aymara) fue una imposición colonial que introdujo una importante distorsión

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semántica, puesto que el verdadero significado de tales conceptos es el de “huerfano”, y por extensión, de persona pobre en apoyo social5. También deberíamos subrayar que, por contraste con nuestra concepción hedonista de la “buena vida” (identificada con el dolce far niente), el concepto andino del buen vivir está estrechamente relacionado con la concepción de la persona en las culturas Quechua y Aymara, y en éstas, la idea de trabajo ocupa un papel muy importante. La centralidad del trabajo en la auto-percepción y la identidad (individual y colectiva) del campesinado andino se refleja nítidamente en las categorías étnicas, especialmente en la oposición entre los conceptos de runa o jaqui (originario) y q’ara, concepto genérico con el que se designa a los no-indígenas, y que si bien podríamos traducir literalmente como “pelado” o “desnudo”, tiene un sentido moralmente peyorativo, equivalente a “explotador”, es decir, a alguien que ha conseguido lo que tiene gracias al trabajo de otros. Para el campesino andino, ser señalado como “ocioso” o “flojo” representa una grave descalificación, puesto que la capacidad de trabajo (que a su vez está asociada con el esfuerzo físico) es un elemento determinante de valoración de la persona6. Por otra parte, otra connotación distintiva del concepto andino del bienestar es el comunitarismo. Tal como señala Xavier Albó en su detallado análisis etno-lingüístico del concepto de suma qamaña, dicha categoría aymara denota etimológicamente una implicación colectiva, que podríamos traducir como “el saber convivir y apoyarnos los unos a los otros” (ALBÓ 2009:28): es decir, un modelo de desarrollo que fomente el bienestar de unos a expensas del malestar de otros, sería incompatible con el suma qamaña. De hecho, esta categoría está muy relacionada con el concepto de thakhi, literalmente “camino”, que en su sentido figurado se refiere al itinerario personal por el cual deben transitar todos los miembros de la comunidad, y que implica un creciente compromiso e incluso sacrificio personal, como el gran esfuerzo económico implicado en el desempeño de los sucesivos cargos comunales rotatorios (ALBÓ 2009:30-34). Indudablemente, la incorporación de los conceptos de sumaq kawsay y suma qamaña a las nuevas constituciones de Ecuador y Bolivia ha contribuido decisivamente a popularizarlos y a convertirlos en objeto de análisis y debate a nivel internacional. Examinemos, por lo tanto, la forma en la que han quedado plasmados dichos conceptos en ambos textos constitucionales y las posibles consecuencias económicas y sociales

5 Idéntica situación se presenta con el concepto de “rico”, maltraducido como qhapaq, que en realidad significa “poderoso”, y no se refiere a la posesión de propiedades materiales sino a la riqueza de vínculos sociales. Cuando descubrí este problema de traducción, lo interpreté inicialmente como una particularidad histórico-cultural del mundo andino, relacionada con el hecho de que en el Tawantinsuyu no existieran instituciones como la moneda o el comercio. Pero con el tiempo he podido constatar que este es un fenómeno menos excepcional de lo que podría parecer a primera vista, puesto que, según Serge Latouche, por ejemplo, también se da en numerosas lenguas del África subsahariana. Lo que esta situación refleja es el choque entre la concepción tradicional (“holística”, según la terminología de Louis Dumont) de la propiedad, predeterminada por el parentesco y la estratificación social de manera que las relaciones entre las personas son más importantes que las relaciones entre las personas y las cosas, y la concepción individualista (capitalista), centrada en la riqueza pecuniaria y que privilegia las relaciones entre las personas y las cosas como criterio predominante de jerarquía social (DUMONT 1982). 6 Durante mi trabajo de campo en Cochabamba, pude escuchar a algunos campesinos quechuas bromear sobre la actividad laboral del personal de las ONG, a la cual se referían utilizando el verbo “trabajay” (añadiendo al verbo “trabajar” el sufijo verbalizador quechua) con un claro sentido irónico y despectivo, en oposición al verbo quechua llank’ay, como sinónimo del trabajo genuino, puesto que para ellos, desplazarse por las comunidades en un todoterreno y conversar con la gente tenía mucho más de diversión que de trabajo.

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que podrían desprenderse de dicha inclusión. En el caso de la Constitución ecuatoriana de 2008, la principal alusión aparece en el Capítulo 2º, Sección 2ª, Artículo 14: “Se reconoce el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado, que garantice la sostenibilidad y el buen vivir, sumak kawsay.” Sin embargo, tal como ha señalado Arturo Escobar, esta declaración contrasta nítidamente con los objetivos y la retórica del Plan Nacional de Desarrollo 2007-2010 elaborado por el gobierno de Rafael Correa, imbuido de una visión economicista y tecnocrática del desarrollo, reflejada en el uso omnipresente de categorías como “crecimiento económico”, “crecimiento integral”, “productividad”, “eficiencia” y “competitividad” (ESCOBAR 2009). De hecho, si centramos nuestro análisis en el ámbito de la política agraria, podemos constatar un notable contraste entre las invocaciones a la sostenibilidad contenidas en el texto constitucional, y el contenido concreto de las medidas sectoriales impulsadas por la administración Correa, en paralelo a la elaboración y aprobación de la Carta Magna: así, por ejemplo, de un paquete total de 415 millones de dólares en concepto de subsidios agrícolas, casi el 70% (287 millones) estaba destinado a subsidiar la compra de insumos químicos (GUDYNAS 2008:517). En el caso de la Constitución boliviana de 2009, a priori las expectativas generadas en torno a la inclusión de consignas indígenas han sido sensiblemente mayores, sobre todo, porque el gobierno de Evo Morales mantiene un vínculo mucho más orgánico que el de Rafael Correa con los movimientos campesinos e indígenas de base, situación que quedaría evidenciada a partir de la estrepitosa ruptura del gobierno ecuatoriano con el movimiento Pachakutik y la CONAIE. Sin embargo, la plasmación concreta del principio del buen vivir en el texto boliviano tampoco está exenta de ambigüedades e imprecisiones, como veremos a continuación. La referencia más explícita a dicho principio la encontramos en el Artículo 8º, epígrafe 1º: “El estado asume y promueve como principios ético-morales de la sociedad plural: ama qhilla, ama llulla, ama suwa (no seas flojo, no seas mentiroso ni seas ladrón), suma qamaña (vivir bien), ñandereko (vida armoniosa), teko kavi (vida buena), ivi marael (tierra sin mal) y qhapaj ñan (camino o vida noble).” En referencia a este epígrafe, es interesante constatar su remarcable imprecisión conceptual, puesto que relaciona, de forma muy confusa, toda una serie de conceptos y principios indígenas (de origen andino y guaraní) de significado muy heterogéneo. Así, si bien podemos considerar aceptable desde un punto de vista etno-lingüístico la equivalencia entre el suma qamaña aymara y el ñande reko guaraní7, la inclusión del ivi marael en este contexto parece absurda, dadas las connotaciones de dicho concepto. La creencia en una “tierra sin males” ha ocupado un papel central en la mitología de los pueblos de la familia etno-lingüística Tupí-Guaraní desde el periodo precolombino. Según dicha creencia, existiría un lugar paradisíaco donde los cultivos crecerían

7 Según Xavier Albó, el ñande reko, que podríamos traducir como “nuestro modo de ser” o “nuestro modo de proceder”, implicaría también un sentido fuertemente comunitarista, asociado a la reciprocidad y al acto de compartir los alimentos disponibles, aunque con un matiz importante, puesto que entre los pueblos de habla Guaraní no existiría ninguna institución equiparable al complejo sistema de cargos de los ayllus andinos, siendo la participación en dicho sistema un elemento importante en la suma qamaña aymara (ALBÓ 2009:35).

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espontáneamente y donde los humanos podrían vivir eternamente, dedicándose exclusivamente a celebraciones lúdicas y rituales. Dicho lugar sería el destino de las almas de los individuos excepcionales después de morir, sin embargo, tal paraíso también sería accesible para los vivos que consiguieran encontrar el camino correcto que conduce hasta él, siempre y cuando cumplan toda una serie de prescripciones rituales y estén dispuestos a soportar las penalidades del periplo. Algunos chamanes con poderes excepcionales (caraiba) tendrían la capacidad para encontrar dicho camino y conducir a su pueblo hasta el ivi marael, y de hecho, esta creencia ha inspirado numerosos movimientos migratorios de pueblos de habla Guaraní (documentados históricamente desde el siglo XVI hasta nuestros días) entre la costa Atlántica brasileña y la cordillera oriental andina (SHAPIRO 1987). En este contexto, resulta sumamente difícil entender a qué se refería la Asamblea Constituyente boliviana cuando decidió mencionar, en el artículo referido, la asunción y promoción por parte del Estado de dicho concepto indígena: ¿Al derecho a tal creencia? ¿Al derecho de los guaranís a desplazarse por el territorio en busca del ivi marael? ¿O tal vez al derecho de los guaranís a la vida eterna?8 Tampoco contribuye precisamente a aportar claridad conceptual la inclusión en el referido artículo del Ama suwa, ama llulla, ama qhilla precolombino, puesto que dicha expresión, cuya única fuente histórica es el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales, nunca ha tenido un significado histórico-cultural preciso (más allá de su estricta literalidad), por lo que su popularización durante el siglo XX ha tenido un acusado carácter arbitrario y proyectivo9, de manera que cada cual lo ha interpretado y utilizado según sus convicciones o sus intereses: ya sea como supuesta norma jurídica del Tawantinsuyu o como código ético de las culturas andinas, como proverbio, o incluso como un simple saludo, la absoluta incertidumbre sobre su sentido original contrasta con el uso masivo que se le está dando en la actualidad, especialmente –aunque no exclusivamente- por parte de organizaciones y movimientos indígenas. De esta manera, el Ama suwa… se ha convertido en un slogan político omnipresente en pancartas y panfletos de los partidos indígenas de la región andina durante las últimas décadas, habitualmente asociado a la idea de resistencia indígena, y ésta parece ser la razón de su mención en el texto constitucional boliviano. Sin embargo, como he señalado en otro lugar (VIOLA 2001), es evidente que no hay en estos tres principios ningún mensaje intrínsecamente subversivo ni contestatario, como lo demuestra su

8 Es interesante recordar que este concepto Guaraní (como tantos otros) se ha visto influenciado por la retórica de los misioneros católicos. Como es sabido, los Jesuitas de las reducciones del siglo XVII reinventaron la lengua Guaraní, creando nuevas palabras, redefiniendo otras preexistentes, y forzando equivalencias semánticas con categorías cristianas, con el propósito de facilitar la evangelización. Si bien los misioneros coloniales evitaron la instrumentalización del ivi marael a causa de su carácter terrenal (que podía entrar en abierto conflicto con la escatología cristiana), a partir de la década de los 70, la teología de la liberación sí que ha incorporado y reinventado esta creencia nativa, siendo un claro referente la “Misa de la Tierra sin Mal” creada por el Obispo Pere (Pedro) Casaldáliga en 1979. El mismo carácter terrenal de este paraíso indígena que había alarmado a los misioneros coloniales, resulta atractivo en la actualidad para los teólogos de la liberación, que lo han convertido en una utopía de los pueblos oprimidos (SHAPIRO 1987:135). En el contexto que nos ocupa, podríamos preguntarnos si la inclusión de este concepto en el texto constitucional boliviano no estaría reflejando una consigna más próxima a determinados teólogos progresistas que a las demandas de los pueblos de habla guaraní del Oriente boliviano. 9 De hecho, según declaraba el etnohistoriador Waldemar Espinoza Soriano en una entrevista concedida algunos años atrás (El Comercio, Lima, 18 de mayo de 2005), la representatividad histórico-cultural que se le suele atribuir en la actualidad sería básicamente un “invento” de los intelectuales indigenistas peruanos de los años 20.

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apropiación, con una intencionalidad antitética, por parte de colectivos o instituciones como el ejército (dicha consigna está escrita en las paredes de las academias militares peruanas) o como los gamonales bolivianos de antes de la Reforma Agraria de 1953, que lo utilizaban para sermonear a sus colonos de hacienda. Por esta razón, los movimientos indígenas se han visto obligados a añadirle coletillas como Ama llunk’u (“no seas servil”) o nitaq sapa (“ni tampoco individualista”) para tratar de darle un sentido más político. Por último, el qhapaj ñan constituiría el caso más flagrante de “tradición inventada” de todos los que hemos comentado en este acápite, puesto que su inspiración no parece ser otra que cierta literatura new age de los últimos años, que habría utilizado esta discutible etiqueta para designar una supuesta tradición místico-esotérica andina, descrita por sus divulgadores, explícitamente, como un “Tao andino”10. El texto constitucional boliviano incorpora otras alusiones a la idea de suma qamaña que pueden ayudar a delimitar algo mejor este vaporoso concepto. Así, el epígrafe segundo del artículo 8, aporta contenido sustantivo al principio del buen vivir proclamado en el anterior epígrafe: “II. El Estado se sustenta en los valores de unidad, igualdad, inclusión, dignidad, libertad, solidaridad, reciprocidad, respeto, complementariedad, armonía, transparencia, equilibrio, igualdad de oportunidades, equidad social y de género en la participación, bienestar común, responsabilidad, justicia social, distribución y redistribución de los productos y bienes sociales, para vivir bien.” (Art. 8-II) Si bien algunos de los principios enumerados no presentan ninguna originalidad –dada su inevitable inclusión en cualquier constitución democrática-, otros, en cambio, resultan tan sugerentes como ambiguos en este contexto; así, por ejemplo, se podrían plantear dudas sobre el sentido y el alcance real de la reciprocidad como principio inspirador del Estado: ¿Se está refiriendo a la promoción de la reciprocidad entre la ciudadanía o a que el Estado boliviano pretende incorporar y reflejar el principio de la reciprocidad en su funcionamiento cotidiano? Por otra parte, tampoco queda claro si la alusión a la “redistribución de productos” se está refiriendo realmente a una redistribución de la renta –a través de la fiscalidad y las políticas sociales, como en el Estado del bienestar europeo- o si por el contrario no es más que un guiño nostálgico al sistema estatal de redistribución característico del Tawantinsuyu, que analizara de forma magistral John Murra. Lo más parecido a una exposición de objetivos concretos inspirados en el principio del buen vivir que nos ofrece el texto constitucional boliviano lo encontraríamos en el artículo 313: “Para eliminar la pobreza y la exclusión social y económica, para el logro del vivir bien en sus múltiples dimensiones, la organización económica boliviana establece los siguientes propósitos:

10 En su sentido literal, qhapaq ñan (“camino señorial” o incluso “camino real”) es la denominación del camino principal de origen precolombino que atraviesa toda la región centroandina, y por extensión, del conjunto de la red viaria incaica. Pero es evidente que la Constitución boliviana no le atribuye este significado, sino más bien el sentido metafórico de “itinerario iniciático y espiritual”, relacionado con la relectura en clave new age y esotérica de la espiritualidad andina.

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1. Generación del producto social en el marco del respeto de los derechos individuales, así como de los derechos de los pueblos y las naciones.

2. La producción, distribución y redistribución justa de la riqueza y de los excedentes económicos.

3. La reducción de las desigualdades de acceso a los recursos productivos. 4. La reducción de las desigualdades regionales. 5. El desarrollo productivo industrializador de los recursos naturales. 6. La participación activa de las economías pública y comunitaria en el aparato

productivo.” Sin embargo, al igual que con la Constitución ecuatoriana, es evidente el contraste entre algunas de las implicaciones ecológicas y comunitaristas inherentes al principio del buen vivir y el modelo de política macroeconómica promovido por el gobierno de Morales, bautizado por su Vicepresidente García Linera con la controvertida etiqueta de “capitalismo andino-amazónico”. Si bien es indiscutible el valor de las políticas sociales emprendidas por la administración Morales (como el bono Juancito Pinto, el bono Juana Azurduy o la renta Dignidad, entre otras), en líneas generales, su política económica ha sido mucho más pragmática (y menos rupturista) de lo que podría desprenderse de una lectura descontextualizada de determinados pasajes constitucionales, o de la propia retórica discursiva de su partido. De hecho, su política económica –calificada por un analista como un “desarrollismo con disciplina fiscal” (STEFANONI 2007:73)- no ha representado ningún Pachakuti (en el sentido de cataclismo, de darle la vuelta al orden preexistente), sino más bien una decidida estrategia de recuperación por parte del Estado del enorme protagonismo económico que tuvo tras la Revolución de 1952 y que perdió rápidamente a partir de 1985, a consecuencia de las políticas privatizadoras y entreguistas adoptadas por la derecha neoliberal. Sin embargo, no hay en esta redefinición del modelo económico ningún indicio significativo de ruptura epistemológica con el paradigma desarrollista dominante desde la segunda Guerra Mundial; todavía más, ni siquiera parece evidente que la agricultura campesina e indígena haya sido nunca una de sus prioridades en materia económica, como ponía de manifiesto el Vicepresidente García Linera al exponer su jerarquía de objetivos: “El Estado es lo único que puede unir a la sociedad, es el que asume la síntesis de la voluntad general y el que planifica el marco estratégico y el primer vagón de la locomotora económica. El segundo es la inversión privada boliviana; el tercero es la inversión extranjera; el cuarto es la microempresa; el quinto, la economía campesina y el sexto, la economía indígena. Éste es el orden estratégico en el que tiene que estructurarse la economía del país” (citado por STEFANONI 2007:72). Como conclusión provisional, si bien en principio podemos saludar la inclusión en ambos textos constitucionales del buen vivir, en tanto que símbolo de una concepción del desarrollo más sostenible y más respetuosa con el acervo cultural e identitario de las poblaciones indígenas, también deberíamos constatar serias dudas respecto a la viabilidad práctica de algunos de los planteamientos plasmados en ambas leyes fundamentales, dada su imprecisión conceptual y su ambigüedad. Ciertamente, sería injusto olvidar que la función jurídico-política de cualquier Constitución consiste en delimitar unas reglas básicas de juego, más que en definir y dotar de contenidos concretos a la actuación política de los gobiernos, y que en mayor o menor medida, todos los textos constitucionales suelen invocar, de forma ritualizada, principios

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retóricos carentes de aplicación práctica11. Pero, por otra parte, tampoco deberíamos perder de vista los peligros inherentes a aquello que algún jurista ha denominado la “constitucionalización simbólica”, es decir, una hipertrofia de los aspectos político-simbólicos de un texto constitucional en detrimento de su “fuerza normativo-jurídica” (NEVES 2004:147). Por todo ello, tampoco podemos suscribir determinadas valoraciones entusiastas que parecen atribuir a las novedades contenidas en ambos textos constitucionales una capacidad poco menos que demiúrgica para transformar por si mismas la realidad social, y que en el fondo constituiría un claro ejemplo de juridicismo, es decir, de aquella actitud consistente, según Pierre Bourdieu, en “…hacer de la regla el principio de las prácticas y, más precisamente, en deducir éstas de las reglas encargadas de regirlas…” (BOURDIEU 2001:153). Tanto el gobierno de Rafael Correa como el de Evo Morales constituirían ejemplos perfectamente representativos del modelo de desarrollo designado por Eduardo Gudynas como el “neo-extractivismo progresista”, adoptado por la práctica totalidad de gobiernos izquierdistas sudamericanos de la última década, y que si bien ha aportado algunos cambios notables en relación al modelo seguido por las administraciones neoliberales de los años 80 y 90 (básicamente, un mayor protagonismo económico del Estado y una mayor presión fiscal sobre las exportaciones), a la vez ha mantenido (o incluso potenciado) el tradicional modelo productivo de carácter extractivista, basado en la exportación masiva de recursos naturales –especialmente, de minerales e hidrocarburos-, escasamente diversificado, muy dependiente de las fluctuaciones de los mercados internacionales, y generador de externalidades (negativas) sociales y medioambientales (GUDYNAS 2010). Desde esta perspectiva, el análisis de la realpolitik desarrollista de ambas administraciones debería llevarnos, cuando menos, a relativizar el carácter supuestamente “alternativo” y “post-capitalista” que algunos comentaristas han atribuido a ambas constituciones (a partir de una lectura –presumiblemente descontextualizada- de algunos de sus artículos), y a preguntarnos hasta qué punto son compatibles los valores del buen vivir con dicho modelo macroeconómico. Por esta razón, no podemos compartir el entusiasmo de aquellos autores que han celebrado la incorporación del sumak kawsay a la nueva Constitución ecuatoriana como un “hito trascendental” para “re-fundar” el Estado y la sociedad, que supuestamente abriría una nueva concepción del mundo en abierta ruptura con los esquemas eurocéntricos, coloniales y capitalistas que habrían marcado la historia de dicha república durante los 200 años precedentes (WALSH 2009:228). Otros analistas, por su parte, han subrayado la trascendencia histórica del “giro biocéntrico” subyacente a la Constitución ecuatoriana (GUDYNAS 2009). Concretamente, el artículo más llamativo –y posiblemente más polémico- de dicha ley fundamental, establece que la Pachamama o Naturaleza “…tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos” (Artículo 72). Desde esta perspectiva, el reconocimiento de la Pachamama como sujeto de derecho implicaría la institucionalización de una visión biocéntrica de las relaciones con la Naturaleza, trascendiendo el discurso (antropocéntrico, materialista y utilitarista) de la Modernidad

11 De hecho, todos los textos constitucionales suelen incluir en su redactado artículos sin ninguna aplicabilidad real, a modo de declaración de principios. Así, por ejemplo, no estaría de más recordar que la vigente Constitución española garantiza derechos como el de una “vivienda digna y adecuada” (Art. 47), y también el de la “suficiencia económica” de los pensionistas (Art. 50), pero es evidente que ambas garantías tienen un valor exclusivamente retórico.

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y del mito del Desarrollo. Sin embargo, sin entrar a valorar la compatibilidad de dicho precepto con la política económica impulsada por la administración Correa -aspecto sobre el cual el propio Gudynas también parece albergar serias dudas (GUDYNAS 2009:44)-, sí que considero necesario cuestionar seriamente la aparente conexión entre tal retórica biocéntrica y los planteamientos del sumak kawsay. Para empezar, quiero hacer notar que el paradigma biocéntrico no sólo tiene un origen intelectual totalmente ajeno a los pueblos indígenas, sino que, tal como se lo ha venido aplicando durante las últimas décadas en numerosos proyectos conservacionistas implementados a lo largo y ancho del Tercer Mundo, podría llegar a ser utilizado contra los intereses de dichos pueblos. El biocentrismo (es decir, la tradición filosófica que atribuye un valor intrínseco e inmanente a la Naturaleza, independiente de los intereses y necesidades de los seres humanos) es un planteamiento estrechamente asociado a la Deep Ecology o “ecología profunda”, movimiento de orientación conservacionista surgido en el mundo occidental durante los años 70, siendo el filósofo noruego Arne Maess –el indiscutible inspirador de dicha corriente- quien acuñara dicha denominación en 1972. Desde su origen, la Deep Ecology ha mantenido un discurso no únicamente revestido de consignas anti-desarrollistas, sino también visceralmente anti-materialistas y anti-modernas (siendo éstos dos de los rasgos que más la diferencian del ecologismo mayoritario en Europa), centrado en la sacralización y adoración de una Naturaleza prístina y saturado de connotaciones místicas y/o afines a la espiritualidad New Age (TAYLOR 2001): de hecho, el propio Naess ha definido su ideario como una “ecosofía” inspirada en una supuesta Philosophia perennis de carácter ancestral. Sin embargo, es necesario recordar que esta corriente, que cuenta hoy con millones de simpatizantes y militantes en Estados Unidos, defiende posturas y argumentos mucho menos amables que aquellos mencionados por Gudynas en su texto, como por ejemplo, su misantropía militante, que le lleva a percibir a la humanidad únicamente como una “enfermedad” o “plaga” para la Tierra, a la cual tratan de proteger en espera de que algún día, la inevitable desaparición de la especie humana permita una óptima regeneración de la ecología planetaria12. Si a estos antecedentes les añadimos el hecho de que la Deep Ecology estadounidense se opone en la práctica de forma poco menos que incondicional a cualquier actividad de deforestación o de extracción del subsuelo, y que se dedica a promover la creación de grandes parques naturales (deshabitados, por supuesto), podemos preguntarnos si tal concepción de la conservación de los recursos naturales es económica y socialmente viable (especialmente en un país como Ecuador), y si la inclusión de los derechos de la Pachamama en la Constitución ecuatoriana ha sido, en el mejor de los casos, un adorno retórico sin ningún efecto práctico, o en el peor, un error jurídico-político que podría llegar a generar una notable conflictividad en el futuro13. Por otra parte, las alusiones a

12 El integrismo biocéntrico que practican algunas de las principales organizaciones norteamericanas afines a la Deep Ecology (siendo Earth First! la más importante y controvertida de todas ellas) también se caracteriza por un feroz anti-humanismo. Dicha organización, que llegó a celebrar públicamente en 1987, en el editorial de su boletín interno, la aparición del SIDA –por considerar que la posible muerte de cientos de millones de seres humanos reduciría notablemente la presión antrópica sobre la Naturaleza-, también es conocida por su oposición intransigente a la llegada de inmigrantes a los Estados Unidos (LEE 1997). 13 La rotunda declaración de los derechos de la Pachamama contenida en el Artículo 72 puede entrar en colisión frontal con el 75º, que reconoce el derecho de “personas, comunidades, pueblos y nacionalidades” a “beneficiarse del ambiente y de las riquezas naturales que les permitan el buen vivir”; si el argumento para armonizar ambos artículos consiste en justificar un uso ecológicamente sostenible o

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la Pachamama en dicho apartado no deberían llevarnos a engaño, puesto que sus fuentes intelectuales parecen mucho más próximas a la ecología profunda norteamericana que a ninguna demanda o discurso indígena14: desde su surgimiento, la Deep Ecology ha tratado de instrumentalizar (como apoyo y complemento a su aversión a la Modernidad), de manera superficial y descontextualizada, elementos provenientes de diversas religiones orientales, de cultos paganos de la antigüedad y de formas amerindias (animistas) de espiritualidad, creando con ellas una simbología y una retórica sincréticas, características de ese “pastiche espiritual” que es el movimiento New Age: de esta manera, la Deep Ecology venera a una Diosa híbrida (identificada genéricamente con Gaia, es decir, con la propia Tierra) concebida como una amalgama de aspectos o denominaciones de divinidades como Isis, Artemisa, la Tara del budismo tibetano o la Pachamama andina (TAYLOR 2001:189), sin que de tal uso deba inferirse necesariamente un genuino interés o respeto por dichas tradiciones culturales. Desde este punto de vista, el referido “giro biocéntrico” de la Constitución ecuatoriana no solamente no se ajustaría a las demandas y aspiraciones de los pueblos indígenas, sino que potencialmente podría ser esgrimido en su contra; si bien los pueblos indígenas pueden haber reclamado tradicionalmente una relación más respetuosa y equitativa con la Pachamama, difícilmente podrían suscribir un planteamiento que absolutiza los derechos de la Tierra15, hasta el punto de llegar a enfrentarlos, potencialmente, con el propio derecho a la subsistencia de sus habitantes: si bien este argumento pueda parecer a priori un tanto exagerado, no está de más recordar que durante las últimas décadas algunas organizaciones conservacionistas del Norte -como el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF)- lo han llevado a la práctica hasta sus últimas consecuencias, expulsando a diversas poblaciones campesinas o tribales de sus territorios para convertirlos en parques naturales gestionados con una lógica estrictamente biocéntrica, situación denunciada por Ramachandra Guha en un contundente artículo en el cual criticaba las implicaciones eurocéntricas y anti-sociales de la ecología profunda, y que dio lugar a un debate con el mismísimo Arne Maess (GUHA 1997).

económicamente imprescindible, el problema residirá en quién define tal uso, y en base a qué criterios, sobre todo, si partimos de la base de que, para un “ambientalista radical” (etiqueta con la que suelen autodefinirse los militantes de la Deep Ecology), el “respeto integral” de la Pachamama sería virtualmente incompatible con casi cualquier forma de explotación de recursos naturales. 14 Según denuncias formuladas por algunos medios de comunicación ecuatorianos, el apartado sobre los derechos de la Naturaleza habría sido redactado por un grupo de asesores (conservacionistas estadounidenses) del Presidente de la Asamblea Constituyente. Eduardo Gudynas, sin desmentir categóricamente la influencia foránea, sí que la relativiza al señalar algunos precedentes teóricos y políticos del biocentrismo en Ecuador, pero también menciona que otros asesores que intervinieron en el proceso (los constitucionalistas europeos) se opusieron a la inclusión de dicho apartado, por considerarlo “una excentricidad” (GUDYNAS 2009:41). 15 Gudynas reconoce, acertadamente, que no todas las prácticas de los pueblos originarios serían necesariamente compatibles con un estricto biocentrismo, pero tiende a minimizar el problema al señalar que las tradiciones andinas expresadas en el sumak kawsay y la “ética ambiental” promovida por la ecología profunda tienen “muchas resonancias” en común (GUDYNAS 2009:40), idea con la que discrepo. De hecho, la relación entre pueblos indígenas y organizaciones conservacionistas, en la que algunos discursos ingenuos pretendían ver años atrás una supuesta alianza “natural” de intereses, ha demostrado a ser muy inestable y conflictiva, puesto que la aspiración indígena por excelencia suele ser el control del territorio, incluyendo la capacidad de decisión sobre el uso de sus recursos naturales, mientras que el objetivo de muchas organizaciones ambientalistas (sobre todo, si éstas son de origen internacional) suele consistir en imponer lo que la Confederación Indígena de la Cuenca Amazónica (COICA) ha denunciado como un “conservacionismo de museo”, incompatible con las actividades básicas de subsistencia de la población local.

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MISTIFICACION DEL BUEN VIVIR Existen numerosos indicios para atribuir un papel poco menos que determinante (tanto por lo que se refiere a las alusiones a la suma qamaña y al sumak kawsay en las constituciones ecuatoriana y boliviana, como a la amplia difusión de dichos conceptos durante los últimos años) a toda una serie de actores ajenos al campesinado andino, como sería el caso de determinadas ONG, intelectuales (en algún caso, indígenas -aunque de extracción urbana- pero mayoritariamente no indígenas), o incluso de asesores y consultores internacionales que participaron en los respectivos procesos constituyentes. Evidentemente, esta participación es perfectamente legítima y no debería inspirar ninguna susceptibilidad, sobre todo por estar asociada a personas o instituciones caracterizadas por un incuestionable compromiso con el respeto a la diversidad cultural y las demandas de los pueblos indígenas. Sin embargo, este rol no siempre está exento de riesgos (intelectuales y políticos), puesto que a menudo, la falta de contacto directo con la realidad cotidiana de aquellos a quienes uno pretende representar, puede llevar a la adopción de planteamientos idealizados, irreales y esencialistas sobre sus necesidades, sus aspiraciones, y en definitiva, sobre su modus vivendi16. A propósito del proceso constituyente boliviano, uno de sus cronistas más críticos, el politólogo Jorge Lazarte, desde su experiencia como Vicepresidente de la Asamblea Constituyente, ha cuestionado el papel que en su opinión desempeñó la “romería” de consultores y asesores internacionales que intervinieron en la elaboración del texto, contribuyendo a escorarlo hacia un etnicismo más pronunciado que en la versión inicial manejada por el MAS durante la elección de la Asamblea (LAZARTE 2009:100). Como veremos a continuación, este sesgo también es detectable en algunas de las formulaciones teóricas más influyentes que se han publicado hasta el momento sobre el buen vivir. Una somera revisión de la literatura disponible en la actualidad sobre el sumaq kawsay nos lleva a una primera consideración: pese a la creciente popularidad del concepto en sus diversas variantes, y pese a que su uso ya está desbordando su ámbito natural (la región andina) para extenderse por todo el continente y, cada vez más, por Europa (entre movimientos y organizaciones de carácter ecologista, altermundialista, o relacionados con la solidaridad internacional o las luchas indígenas), la bibliografía dedicada al análisis monográfico -o cuando menos detallado- de dicho concepto (de su definición, de sus contenidos, y de su contextualización etnográfica) es sorprendentemente escasa, limitándose a apenas unos pocos libros y artículos. Por otra parte, que todo este material haya sido publicado durante la última década, y que sea extremadamente difícil encontrar referencias a dicho concepto en la copiosa literatura etnográfica sobre comunidades andinas de Perú, Bolivia o Ecuador acumulada hasta el día de hoy, debería llevarnos a reflexionar sobre su ontología; más concretamente, si este concepto siempre

16 Ésta fue –como ha sido analizado por una extensa bibliografía- la contradicción estructural del movimiento indigenista surgido en el Perú de los años 20 e integrado por intelectuales criollos urbanos. El compromiso político de dichos intelectuales con el campesinado indígena se tradujo en una encomiable movilización contra el gamonalismo (es decir, contra el sistema de la hacienda y la institución del yanaconazgo, pongueaje o huasipungo), pero al mismo tiempo, la absoluta exterioridad respecto al colectivo al cual pretendían redimir se tradujo en toda una serie de actitudes y prejuicios de carácter etnocéntrico y paternalista. Esta situación presenta notables analogías (salvando las diferencias del contexto) en la actualidad con determinados discursos y prácticas muy presentes en algunos sectores de la cooperación internacional, que suelen manejar concepciones apriorísticas y simplistas de los pueblos indígenas y de su problemática (véase la contribución de Víctor Bretón en este volumen).

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ha “estado allí”, es decir, si su origen es tan ancestral como suele darse por supuesto, y si ha ocupado históricamente el papel central que se le atribuye en la regulación de la vida comunitaria en las culturas Quechua y Aymara, ¿Por qué cientos de estudios etnográficos sobre esta temática realizados desde la década de los años 60 hasta el año 2000 lo habrían pasado por alto? Para explicar esta anomalía, una primera hipótesis, de carácter intuitivo, aunque plausible, sería la posibilidad de que expresiones como suma qamaña o sumaq kawsay efectivamente hayan estado allí, es decir, hayan formado parte de los usos coloquiales del Aymara y del Quechua, pero tal vez con un sentido mucho menos ambicioso, y con una presencia mucho menos central en el lenguaje y en el imaginario social de la que se le atribuye actualmente; es decir, según esta hipótesis, podríamos encontrarnos en cierta medida ante un posible caso de “tradición inventada”17, en la medida en que algunos autores, al utilizar y divulgar estas expresiones como ejemplo o como símbolo de la cosmovisión y los valores de las culturas Quechua y Aymara, pero también como alternativa o antítesis de la visión desarrollista (individualista, economicista, etnocida y ambientalmente agresiva) promovida durante décadas por gobiernos e instituciones de desarrollo habrían contribuido a sobredimensionar y reificar su significado18. Los dos trabajos más extensos publicados hasta el momento sobre el buen vivir en la región andina serían la obra recopilada y editada por el Proyecto Andino de Tecnologías Campesinas –PRATEC- peruano (PRATEC 2001), y la recopilación de textos editada en Bolivia por el filósofo Javier Medina (MEDINA 2001). En el caso de la obra del PRATEC, ésta adolece de una notable falta de análisis, puesto que se limita básicamente a presentar una recopilación de testimonios campesinos -recogidos en comunidades aymaras de Puno, quechuas de diversos departamentos serranos, y también de la ceja de selva (San Martín)-, acompañados de una breve introducción genérica por parte de Grimaldo Rengifo. Si bien la obra tiene un innegable valor didáctico, la falta de contextualización y de información empírica sobre las condiciones de vida de los informantes campesinos limitan seriamente su aportación al debate. Tanto en la obra del PRATEC como en la de Medina, y de hecho, en la práctica totalidad de la bibliografía sobre el buen vivir, parece detectarse cierta econofobia, o cuando menos, cierta aversión a introducir informaciones cuantitativas sobre ingresos, producción o consumo familiar, y algún texto incluso justifica teóricamente esta exclusión, presentándola como una opción deliberada para escapar de la perspectiva etnocéntrica y economicista a la cual -al parecer- nos conduciría inevitablemente el uso de este tipo de datos (CALESTANI 2009a); pero considero que este argumento se basa en un malentendido, el de creer que el problema de indicadores como el PIB no es su carácter reduccionista (que identifica

17 En la introducción de su famosa obra, Eric Hobsbawm define las tradiciones inventadas como “…una serie de prácticas, normalmente gobernadas por unas reglas aceptadas explícita o tácitamente, y un ritual de carácter simbólico, que pretenden inculcar ciertos valores y normas de conducta por repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado. De hecho, cuando es posible, tratan de establecer continuidad con un pasado histórico adecuado (…). No obstante, en cuanto a la referencia a un pasado histórico, la peculiaridad de las tradiciones “inventadas” consiste en que la continuidad con el pasado es en gran medida ficticia. Se trata de respuestas a situaciones nuevas que adoptan la forma de referencia a situaciones antiguas, o que establecen un pasado propio a través de una repetición casi obligatoria…” (HOBSBAWM 1988:13-14). 18 Melania Calestani, en base a su investigación etnográfica en El Alto, parece suscribir esta interpretación, al atribuir el discurso del suma qamaña al trabajo durante los últimos años de una serie de intelectuales Aymaras, orientados a encontrar un concepto “colectivo” que permitiera verbalizar el modus vivendi de las comunidades andinas (CALESTANI 2009b:145).

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automáticamente calidad de vida con ingreso per cápita) o su extrapolación universal (es decir, descontextualizada), sino su carácter cuantitativo19. En lo que se refiere a la obra coordinada por Javier Medina, podríamos considerarla como la publicación más ambiciosa que se haya editado hasta el momento sobre la temática, sobre todo, si tenemos en cuenta la relación de participantes, que incluye, además de varias contribuciones del propio Medina, aportaciones de personal del PRATEC (nuevamente Grimaldo Rengifo) y de AGRUCO –es decir, de dos de las ONG más importantes que trabajan en el campo de la agroecología en la región andina-, y también de diversos intelectuales aymaras, entre los cuales destacaríamos a Simón Yampara, señalado frecuentemente en Bolivia como uno de los principales inspiradores del debate actual sobre la noción de suma qamaña desde su trabajo en el Centro Andino para el Desarrollo Agropecuario (CADA). Sin entrar a una valoración detallada de todas y cada una de las contribuciones, sí quería destacar algunos aspectos problemáticos que en mi opinión presenta la obra, y que me parecen harto evidentes en los diversos textos firmados por el propio coordinador, Javier Medina. Para empezar, resulta cuando menos sorprendente que una obra de esta naturaleza, que aparentemente pretende divulgar y reivindicar la concepción del bienestar de las culturas andinas, pueda permitirse una casi absoluta ausencia de referencias a la muy abundante literatura de estudios etnohistóricos y etnográficos sobre comunidades andinas en Bolivia20, agravada, además, por la nula presencia de datos empíricos sobre la economía política de la agricultura andina (estrategias campesinas de producción, ingresos familiares, políticas agrarias). ¿Cuáles son, pues, los instrumentos conceptuales utilizados por Medina para fundamentar y contextualizar su interpretación de la concepción andina de la vida buena? Pues aparte de numerosos conceptos biológicos y filosóficos, sorprende la abundancia de fuentes de aquella “nebulosa místico-esotérica” (por utilizar la afortunada expresión popularizada por Françoise Champion) a la cual se suele denominar como espiritualidad New Age, incluyendo todo un variado repertorio de referencias habituales, como la psicología profunda de Carl Gustav Jung, el “Tao de la física” de Fritjof Capra, la obra de místicos medievales como el Meister Eckart o Hildegard von Bingen, aportaciones del neo-chamanismo y de la Deep Ecology, la inevitable Hipótesis Gaia, así como numerosas alusiones a la Kabbalah judía. Si llegados a este punto podemos comenzar a sospechar que Medina no está interesado en presentar los valores y las prácticas de indígenas empíricos (esto es, de carne y hueso), sino de un Indio abstracto y metafísico –como el “indio hiper-real” de Alcira Ramos (RAMOS 1994)-, la sospecha toma cuerpo al constatar que, incomprensiblemente, uno de los textos seleccionados por el compilador es el tan famoso como desacreditado documento atribuido al Jefe Seattle, es decir, su supuesta Carta al Jefe blanco en Washington (MEDINA 2001:41-45). Durante las últimas décadas ha circulado de forma tan profusa como irreflexiva por todo el mundo occidental un documento atribuido al Jefe indio Seattle, de la tribu de los Suquamish

19 El Índice de Desarrollo Humano (IDH) del PNUD nos ha demostrado que la multiplicación de indicadores cuantitativos también puede ser un recurso muy eficaz para contextualizar, relativizar y desenmascarar las falacias del PIB. 20 Esta omisión resulta aún más inexplicable si tenemos en cuenta que el propio Medina durante los años 80 y 90 había realizado una extraordinaria labor, desde la añorada editorial HISBOL de La Paz, editando docenas de excelentes monografías antropológicas y etnohistóricas sobre el mundo andino (Tristan Platt, Olivia Harris, o Therèse Bouysse-Cassagne, entre muchos otros autores).

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(ubicada en la costa noroccidental de los Estados Unidos) y datado en 1854, en el cual su supuesto autor se dirige al Presidente de los Estados Unidos para formular toda una serie de reproches ecológicos a los colonizadores blancos, siendo uno de sus pasajes más citados el siguiente: “He visto millares de bisontes pudriéndose en la pradera, abandonados por el hombre blanco que los abatía a tiros, disparados desde un tren en movimiento…”(MEDINA 2001:43). Pues bien, el Jefe Seattle, aunque existió realmente nunca pronunció (ni aún menos escribió) esas palabras, y de hecho, ni siquiera hubiera podido pronunciarlas, puesto que constituyen un flagrante anacronismo histórico, ya que en aquellas fechas (1854) la llegada del ferrocarril a la Costa Oeste apenas era un proyecto21, y tampoco habían comenzado aún las grandes matanzas de bisontes. En realidad, el texto que ha despertado tanto entusiasmo entre los ecologistas de medio mundo es, básicamente apócrifo –véanse, al respecto, ABRUZZI (2000), KAISER (1987) y WILSON (1992), entre otros-. El punto de partida de esta impostura intelectual es un documento histórico: la transcripción y traducción al inglés que Henry Smith publicó en 1887, de la respuesta –oral y en lengua Lushotseed- que Seattle había dado al representante de la oficina de asuntos indígenas enviado por Washington para negociar el inmediato ingreso de la tribu de los Suquamish en una reserva. La respuesta de Seattle consistía en una amarga comparación entre la cultura de los blancos y la de su pueblo, sin mención alguna a la ecología, hasta que en 1969, William Arrowsmith (un profesor de literatura en la Universidad de Texas) publicó una nueva versión, notablemente retocada, y la presentó en público ante una audiencia ecologista coincidiendo con la primera celebración del Día de la Tierra (1970). Entre los asistentes se encontraba Ted Perry, guionista que preparaba un documental de temática medioambiental, y que decidió reescribir el mensaje de forma totalmente arbitraria, añadiéndole numerosos párrafos inventados sin mencionar que eran de su exclusiva autoría. El éxito de esta versión inventada ha sido clamoroso, indiscutiblemente mayor del que pudiera haber cosechado cualquier reproducción rigurosa del documento original, precisamente porque la versión de Arrowsmith/Perry ofrecía a la audiencia occidental aquello que ésta esperaba encontrar, esto es, aquel estereotipo al que Kent Redford bautizó como el “Buen salvaje ecológico” (REDFORD 1990): una visión eurocéntrica y ahistórica de los pueblos amerindios que los representa como plenamente integrados dentro de la Naturaleza –en oposición al dominio de la Cultura en la cual las sociedades occidentales se autorepresentan- en tanto que adoradores y guardianes de los últimos paraísos naturales del planeta22.

21 Los trabajos de construcción de la linea férrea entre el río Missouri y la costa del Pacífico se iniciaron a partir de la Pacific Railway Act decretada por el gobierno de Abraham Lincoln en 1862. 22 La extensa literatura antropológica sobre el “buen salvaje ecológico” no pretende negar la abundante información etnográfica sobre prácticas ecológicamente equilibradas por parte de innumerables sociedades tribales y campesinas, sino que se ha centrado en refutar el absurdo estereotipo según el cual cualquier sociedad indígena, por el mero hecho de serlo, ya estaría naturalmente predispuesta a vivir en perfecta armonía con la naturaleza, puesto que dichas sociedades –como cualquier otra- están expuestas a desajustes económicos, demográficos o políticos que las lleven a sobreexplotar sus respectivos ecosistemas, fenómeno que ha sido documentado en el continente americano por lo menos desde la extinción masiva de grandes mamíferos del Holoceno. Para un balance general de este debate, véase HAMES (2007).

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El carácter artificioso de la (supuesta) carta del Jefe Seattle es, en cualquier caso, consistente con la visión andinista23 de las culturas Quechua y Aymara que transmite el texto de Medina; para empezar, en todo momento se nos presenta el mundo andino como una entidad monolítica, homogénea, y atemporal, sin matices ni contrastes internos24. Contextos ecológicos diversos, estrategias (y actividades) de subsistencia variadas y trayectorias históricas diferenciadas parecen irrelevantes desde esta perspectiva, para la cual, las condiciones de vida en un ayllu del altiplano, en una ex-hacienda de los valles de Cochabamba, o en un asentamiento de colonizadores en la selva serían, al parecer, perfectamente intercambiables, por no mencionar una omisión clamorosa en buena parte de la literatura sobre el buen vivir como es la masiva presencia indígena en las ciudades25. Considero que este último punto reviste una particular importancia histórica, por lo que merece un comentario más detallado. Es evidente que durante los últimos 50 años, tanto en Perú como en Bolivia como Ecuador, un intenso y constante flujo migratorio ha llevado a millones de migrantes de extracción campesina y/o indígena a instalarse en las principales áreas metropolitanas. Sin embargo, pese a la colosal magnitud de dicho fenómeno, todavía hoy parece muy arraigada en amplios sectores de la opinión pública de la región andina (e internacional) la tendencia automática a asociar lo que en el pasado reciente se denominó “la cuestión indígena” con un contexto geográfico exclusivamente agrario y rural, pese a que tal representación, en base a la información estadística disponible hoy en día, ya comienza a constituir un flagrante anacronismo: así, por ejemplo, según los datos del Censo Nacional de Población y Vivienda de Bolivia (2001), un total de 2.833.522 bolivianos mayores de 15 años se autoidentificaron etno-culturalmente como Quechuas o Aymaras, pero de ellos, nada menos que 1.507.148 vivían en un medio social urbano, entendiendo por tal, según los criterios del propio Censo, toda población de más de 2.000 habitantes; de estos datos se desprende una conclusión muy trascendente, como es que una mayoría relativa de la población que se auto-adscribe actualmente en Bolivia como integrante de dichas etnias andinas (el 53%, para ser exactos) ya estaría viviendo en ciudades. Este dato suscita serios interrogantes sobre la relevancia y la viabilidad actuales del buen vivir, en la medida en que las condiciones de vida y de trabajo de los migrantes andinos en las ciudades parecen difícilmente compatibles con las connotaciones armónicas y comunitaristas del concepto andino de bienestar26. 23 El “andinismo” o “discurso andinista” es una denominación introducida por antropólogos como Orin Starn o William Stein (e inspirada en el Orientalismo de Edward Said) para criticar aquellas visiones esencialistas y reificadas de las culturas andinas, que minimizan su diversidad interna y, sobre todo, las sitúan fuera de la historia, como un mundo atemporal e inmutable (VIOLA 2002). 24 De hecho, Medina generaliza reiteradamente sobre una supuesta “civilización amerindia” (que al parecer englobaría a todos los pueblos indígenas del continente) contraponiéndola a “Occidente”, una práctica cuando menos curiosa viniendo de un autor que acusa de “reduccionismo” intelectual al pensamiento newtoniano-cartesiano-occidental. 25 Paradójicamente, las únicas publicaciones sobre el buen vivir con una base etnográfica de las que tengo conocimiento son los trabajos de Melania Calestani sobre la ciudad de El Alto (CALESTANI 2009a; CALESTANI 2009b). Sin embargo, en mi opinión esta investigadora tiende a minimizar la problemática más específicamente urbana (y laboral) de la vida de los pobladores de dicha ciudad, mientras que sobredimensiona el continuum cultural (y espiritual) entre El Alto y las comunidades aymaras del altiplano. 26 Gran parte de estos migrantes trabajan en sectores como la construcción y la economía informal, generalmente en condiciones de notable precariedad e inestabilidad laboral. Pero no deberíamos olvidar otras actividades que ilustran una versión todavía más cruda de la vida indígena en las ciudades, como sería el caso del servicio doméstico femenino (frecuentemente asociado a condiciones laborales abusivas o incluso a acoso sexual sobre las jóvenes imillas), o de los q’epiris (cargadores) de los mercados, sometidos a un brutal esfuerzo físico por apenas unas monedas, y que suelen vivir y dormir en la calle. La

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Otra omisión desconcertante en el texto de Medina (y de hecho, en prácticamente toda la literatura existente sobre el buen vivir) es la de la significativa presencia de evangélicos entre la población originaria de la región andina. Si bien las cifras esgrimidas habitualmente suelen situar el porcentaje de evangélicos en torno al 15% de la población total de Bolivia, Perú o Ecuador, parece evidente –aunque no dispongamos de informaciones oficiales al respecto- que su implantación real entre la población indígena supera ampliamente dicha proporción, especialmente en el altiplano aymara, entre los colonizadores del trópico, y sobre todo, entre los migrantes urbanos. Teniendo en cuenta el desmesurado énfasis en la cosmovisión y la ritualidad animistas por parte de los principales divulgadores del buen vivir (en detrimento de otros aspectos, como las estrategias económicas o el problema de la tierra), resulta bastante difícil imaginar que un originario de fe evangélica pudiera sentirse mínimamente cómodo entre tanta retórica y parafernalia idólatra, aún cuando su estilo de vida pudiera ser materialmente afín al propuesto por el sumaq kawsay: ello implicaría que, en los términos en los que está siendo promovido el buen vivir al día de hoy, por lo menos una quinta parte de la población Quechua y Aymara quedaría, en la práctica, excluida. La visión monolítica del mundo andino formulada por Medina tampoco deja espacio alguno para introducir matices en torno a su visión ideal y uniforme del buen vivir: ni siquiera se plantea la posibilidad de que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, puedan tener diferentes necesidades y por lo tanto, diferentes percepciones del buen vivir. De hecho, ni siquiera parece concebible la existencia de conflictos de intereses ni tensiones dentro de la Arcadia andina, posibilidad que Medina parece descartar con el sorprendente argumento según el cual las sociedades amerindias serían, “por su diseño cosmológico”, sociedades “homeostáticas”, es decir, serían sistemas diseñados para neutralizar toda inestabilidad y restaurar inmediatamente el equilibrio y la armonía (MEDINA 2001:191-196) 27. Finalmente, quiero comentar la afirmación de Medina según la cual “las sociedades amerindias son básicamente sociedades anti-desarrollo”, que habrían “resistido” al desarrollismo de forma sistemática durante 500 años (MEDINA 2001:176). En mi opinión, sería mucho más plausible señalar que es el desarrollo el que históricamente ha demostrado una orientación anti-indígena, es decir, un modus operandi poco menos que incompatible con los intereses y las necesidades de los pueblos indígenas, mientras que la aseveración de Medina parece impregnada de wishful thinking y muy poco representativa de la actitud real del campesinado andino ante el aparato del desarrollo, mucho más ambivalente y sobre todo, pragmática. Si bien los intelectuales indígenas han expresado su recelo o su abierto rechazo a los efectos etnocidas del desarrollismo desde mucho tiempo atrás (el famoso Manifiesto de Tiwanaku redactado por diversos intelectuales aymaras en 1973, ya criticaba las políticas de desarrollo por su imitación servil de los patrones económicos del Primer Mundo), en cambio, para el campesino lo verdaderamente importante de una tecnología o proyecto es que funcione, más que su notable presencia de mujeres, ancianos y niños originarios del Norte de Potosí que (mal)viven de la mendicidad en las calles de las principales ciudades bolivianas desde finales de la década de los 80, constituye un dramático aviso frente a cualquier tentativa de idealización de dichas migraciones. 27 Un ejemplo dramático –entre muchos otros- de la falta de realismo de este argumento lo encontramos en el hecho de que por las mismas fechas en las que Medina debía estar preparando su obra (2000), dos ayllus del Norte de Potosí, los Laymes y los Qaqachacas, se enfrentaban por un viejo conflicto de linderos en una serie de escaramuzas sangrientas que dejaron un saldo de una cincuentena de muertos y varias comunidades arrasadas por las llamas.

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origen histórico-cultural o sus presupuestos epistemológicos y discursivos (BRIGGS 2005:110-111). Si bien es cierto que determinadas prácticas desarrollistas (como la discutible obsesión por crear organizaciones paralelas, ya sean cooperativas o grupos de trabajo) o los decepcionantes resultados prácticos de muchos proyectos han generado malestar entre el campesinado, más que un rechazo apriorístico e indiscriminado a toda forma de desarrollo lo que habitualmente encontramos sobre el terreno es una respuesta mucho más compleja y ambivalente, no exenta en ocasiones de actitudes clientelares o picarescas. DEL DESARROLLISMO ETNOCIDA AL ETNODESARROLLO Desde su origen, el discurso desarrollista se ha presentado como un corpus eminentemente técnico de conocimientos y prácticas universalmente válidos, como si las experiencias, expectativas, procedimientos, valores, prioridades y prejuicios de los tecnócratas que diseñaban e implementaban sus proyectos no reflejaran un sesgo cultural particularista. Gracias a aportaciones tan valiosas como la de Arturo Escobar, podemos contar hoy con un potente marco teórico para analizar los límites y las trampas retóricas de dicho discurso: “El desarrollo era, y sigue siendo en gran parte, un enfoque de arriba abajo, etnocéntrico y tecnocrático que trataba a la gente y a las culturas como conceptos abstractos, como cifras estadísticas que se podían mover de un lado a otro en las gráficas del “progreso”. El desarrollo nunca fue concebido como proceso cultural (la cultura era una variable residual, que desaparecería con el avance de la modernización) sino más bien como un sistema de intervenciones técnicas aplicables más o menos universalmente con el objeto de llevar algunos bienes “indispensables” a una población “objetivo”…” (ESCOBAR 1996:94). Un ejemplo remarcable de este modus operandi, con poderosas connotaciones simbólicas e históricas (dada su evidente conexión con el núcleo embrionario del proyecto que, con el tiempo, llegaría a ser conocido como la Revolución Verde, es decir, con el paradigma dominante de desarrollo rural desde la segunda Guerra Mundial hasta nuestros días28), nos lo proporciona el desembarco de la Fundación Rockefeller en Perú durante la década de los 40. Las premisas del proyecto con el cual la Fundación pretendía modernizar la agricultura del Tercer Mundo eran inequívocas: la pobreza y el hambre eran la consecuencia del atraso local (especialmente, del uso de tecnologías primitivas y rudimentarias), pero podían y debían ser solventadas mediante la transferencia de tecnología estadounidense, cuya aplicabilidad a escala universal se consideraba incuestionable, puesto que aquello que había funcionado en Iowa, necesariamente debía funcionar también en Ayacucho, en Chiapas o en el Punjab.

28 Para ser más precisos, desde los años 90 nos encontraríamos ante la segunda Revolución Verde, expresión utilizada entre otros por el mismísimo Norman E. Borlaug (1914-2009) -el indiscutible padre intelectual e ideólogo de la primera-, para referirse a la actual expansión de los cultivos genéticamente modificados o transgénicos. Pero, más allá de los avances técnicos de la biotecnología durante las últimas décadas (que han posibilitado modalidades de intervención sobre la agricultura y el medio ambiente incluso más agresivas que las que diseñara el propio Borlaug,), resulta evidente la continuidad entre ambas, tanto a nivel de su episteme, como a nivel de las estrategias corporativas que las sustentan: incluso la misma retórica neo-malthusiana que Borlaug utilizara durante décadas para justificar como ineludible la adopción de sus semillas milagrosas sigue siendo utilizada hoy como recurso propagandístico por los fabricantes de semillas transgénicas.

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Partiendo de estas premisas, no es ninguna sorpresa que la Fundación se mostrara poco proclive a investigar ni aún menos a incorporar en su trabajo aportaciones potenciales de las poblaciones campesinas locales: todo aquello proveniente de sociedades campesinas e indígenas (es decir, tradicionales, atrasadas, analfabetas) no podía ser identificado sino como una forma de ignorancia a erradicar y sustituir por una concepción científica y moderna (léase tecnocrática, productivista y empresarial) de la agricultura. En el caso peruano, no deja de resultar irónico que la Fundación, cuyo interés se centraba en el potencial desarrollo de variedades híbridas de patata, excluyera desde el principio cualquier forma de conocimiento indígena –pese a una nada despreciable experiencia histórica de al menos 7.000 años cultivando tubérculos- e incluso declinara la colaboración de experimentados agrónomos mestizos de la sierra (por percibirles como demasiado contaminados por el substrato indígena regional), optando por priorizar el trabajo en Lima con profesionales criollos, quienes, en base a los evidentes prejuicios etnocéntricos y/o racistas de la institución, fueron identificados como los únicos interlocutores válidos, esto es, como “excepciones” dentro de un contexto general de ignorancia (SHEPHERD 2005). Este modelo, profundamente eurocéntrico y tecnocrático, no sólo ignoraba la extraordinaria diversidad ecológica de los Andes Centrales, sino también la milenaria historia de la agricultura en dicha región, que fue uno de los principales focos universales de la domesticación de plantas, habiendo aportado a la humanidad una asombrosa variedad de cultígenos, así como infraestructuras agrícolas de origen precolombino que todavía hoy sorprenden por su complejidad y eficiencia, como los sistemas de irrigación de la costa peruana, las terrazas de cultivo Incas, o los camellones del lago Titicaca, a los cuales volveremos a referirnos posteriormente. Precisamente como reacción frente a este tipo de actitudes etnocéntricas y tecnocráticas, a partir de finales de la década de los 70 surgió una propuesta alternativa, que propugnaba una actitud mucho más respetuosa con la idiosincrasia socio-cultural de las poblaciones locales, a la cual se denominó “etnodesarrollo”, siendo, en mi opinión, la definición del antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla (1935-1991)29 la más interesante de cuantas se han formulado. Si bien el etnodesarrollo parece tener bastante mala prensa en la actualidad, por ser identificado por algunos autores como el enésimo (y fútil) intento de maquillaje o de travestismo del viejo desarrollismo –como por ejemplo, Gustavo Lins Ribeiro, quien afirma que dicho concepto no es más que un “oximoron”, dado el carácter intrínsecamente universalista, eurocéntrico y globalizador del discurso del desarrollo (RIBEIRO 2005:9)-, considero que la mayoría de dichas críticas o bien están basadas en el uso arbitrario o incluso contradictorio de dicha categoría por parte de numerosas agencias e instituciones de desarrollo en la actualidad, o bien reflejan una postura de carácter nominalista. Por una parte, es innegable que durante los últimos años han proliferado en el Tercer Mundo en general, y en América Latina en particular, proyectos bautizados formalmente con la etiqueta de “etnodesarrollo” pero que en la práctica constituirían ejemplos casi perfectos de su antítesis (es decir, de lo que Bonfil Batalla denominó “cultura enajenada”), si

29 Bonfil Batalla definió el etnodesarrollo como “…el ejercicio de la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando para ello las enseñanzas de su experiencia histórica y los recursos reales y potenciales de su cultura, de acuerdo con un proyecto que se defina según sus propios valores y aspiraciones…” (BONFIL BATALLA 1982:133).

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analizamos su origen, su dinámica interna, y sus efectos sobre la población local30; pero en este caso lo que deberíamos criticar, más que el concepto en sí mismo, es el uso irreflexivo o hipócrita que determinadas instituciones puedan estar haciendo de él. En el segundo supuesto, lo que parecen rechazar determinadas críticas no es tanto la definición propuesta, sino su relación nominal con la idea de “desarrollo”, aunque en realidad no hay nada en la definición de Bonfil Batalla que la entronque, ni siquiera tangencialmente, con la retórica desarrollista, puesto que su contenido nos habla, más que de economía o desarrollo en el sentido convencional, de autodeterminación; es preciso recordar que en el momento en que dicho autor introdujo su propuesta (1981) el concepto de “desarrollo económico” todavía no había sido impugnado como inherentemente problemático, pero si dejamos de lado su discutida denominación, la propuesta de Bonfil Batalla ha resistido muy bien el paso del tiempo y de hecho, es perfectamente compatible con las actuales críticas post-desarrollistas, puesto que más que sugerir un hipotético e inofensivo “desarrollo alternativo”, lo que implica en la práctica es una alternativa al desarrollo, en abierta ruptura con sus enunciados y sus prácticas. El principal acierto de este autor consiste, en mi opinión, en haber situado el problema del poder -o del “control cultural”, según la terminología del propio Bonfil- en el centro de su reflexión, puesto que el criterio definitivo para valorar un proyecto, por más “étnico” que éste se autodefina, debería ser el grado de capacidad social de decisión de la comunidad (véase tambien PALENZUELA, en este volumen). Ya desde los años 70, uno de los principales caballos de batalla de la crítica al desarrollismo en tanto que caballo de Troya de un colonialismo cultural tan alienante como etnocida, ha consistido en reivindicar la incorporación del “conocimiento local” o “conocimiento indígena” a la teoría y la praxis de los proyectos de desarrollo. Las iniciativas en este sentido han proliferado durante los últimos treinta años, y si bien en la actualidad este enfoque parece plenamente integrado en el modus operandi del desarrollo (incluso el Banco Mundial ha financiado numerosas investigaciones y publicaciones sobre esta temática) todavía hoy persisten diversos debates sobre su operatividad teórica y práctica –véase un balance general en BRIGGS (2005)-. Entre los problemas más habituales podríamos mencionar que el conocimiento local no suele ser compartido uniformemente entre todos los miembros de una comunidad, o el carácter esencialmente contextual de dicho conocimiento, cuya validez es inseparable de unas condiciones muy localizadas, lo cual dificulta o imposibilita su extrapolación a otros proyectos; por otra parte, también se ha planteado el problema del poder (cuya centralidad en el etnodesarrollo destacábamos anteriormente), puesto que las poblaciones locales deben tener también el derecho a decidir cómo se utiliza su conocimiento y quién puede utilizarlo (AGRAWAL 1995:432). Por último, no deberíamos olvidar que la articulación del conocimiento indígena y el tecno-científico puede presentar problemas de inteligibilidad mutua, puesto que dichos conocimientos no sólo parten de epistemologías inconmensurables, sino que también reflejan ontologías independientes: así, por ejemplo, el granizo puede ser descrito por un ingeniero agrónomo como un fenómeno meteorológico impredecible, provocado por la

30 Así, por ejemplo, estos últimos años he tenido conocimiento de algunos proyectos de supuesto etnodesarrollo de poblaciones afroamericanas, diseñados e implementados de forma totalmente vertical, en los que la comunidad local era utilizada como reclamo exótico para atraer, con sus danzas y/o su artesanía, turismo urbano, pero tanto el control del propio proyecto como la mayor parte de los beneficios económicos generados por éste eran inaccesibles para sus beneficiarios.

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convección de masas de aire en formaciones de cumulonimbos a entre 5.000 y 7.000 metros de altitud, mientras que desde la “ontología andina” nos encontraríamos ante un castigo enviado por la Pachamama y/o los Apus como respuesta al incumplimiento por parte de los seres humanos de sus obligaciones rituales o a la comisión de una grave transgresión al orden natural del universo (RIST & DAHDOUH-GUEBAS 2006:478-479). Un ejemplo interesante de esta tendencia nos lo ofrece el surgimiento en la región andina a partir de los años 80 de numerosas instituciones de orientación agroecológica (siendo algunos referentes destacados el PRATEC peruano o AGRUCO en Bolivia) que se han dedicado a la promoción de formas locales de tecnología y conocimiento agrícola en tanto que paradigma alternativo de desarrollo rural frente al modelo (tecnocrático e importado) de la llamada Revolución Verde. Mientras que algunas de estas instituciones han adoptado una línea más pragmática, centrada en la demostración de la sofisticación y validez de muchas formas de conocimiento agroecológico tradicional -siendo uno de los ejemplos más difundidos el de los sistemas andinos de clasificación y gestión de suelos (RIST & SAN MARTIN 1991; SANDOR & FURBEE 1996; VAN DER PLOEG 2000)-, otras, como el PRATEC, han optado por un programa mucho más ambicioso, planteado como una reivindicación global de la cultura andina frente a toda forma de colonialismo intelectual, sintetizada en la consigna de “desaprender la modernidad para (re)aprender lo andino” (RENGIFO 1991; APFFEL MARGLIN 1995). Dicha institución ha asumido plenamente y hasta sus últimas consecuencias la cosmovisión y la ontología Quechua y Aymara, enfatizando las implicaciones más comunitaristas y espirituales de la agricultura y promoviendo una “comunidad de cariño” entre seres humanos, naturaleza y espíritus o fuerzas sobrenaturales (como los Apus o Achachilas), pero también adoptando un lenguaje institucional despojado de tecnicismos y revestido de resonancias mitopoyéticas, reminiscente del utilizado en el lenguaje campesino o la mitología andina31. Un ejemplo sumamente interesante para ilustrar tanto el potencial como los límites de la recuperación de tecnología indígena en proyectos de desarrollo rural nos lo ofrece el ambicioso programa de rehabilitación de camellones o raised fields de origen precolombino implementado en la cuenca del lago Titicaca a partir de los años 80. Las excavaciones arqueológicas sobre la civilización de Tiwanaku permitieron documentar la existencia de unas 120.000 hectáreas de antiguos camellones (conocidos localmente como waru waru (en quechua) o suka kollus (en aymara) a lo largo del perímetro lacustre. Dichas excavaciones, después de años de análisis, reconstrucción y experimentación, permitieron redescubrir una tecnología olvidada desde hacía siglos, extraordinariamente eficiente, sostenible y adaptada a la ecología local, puesto que gracias a la captura y retención de energía solar reduce significativamente la exposición

31 La retórica “cosmocéntrica” del PRATEC puede producir cierta perplejidad incluso en lectores familiarizados y/o simpatizantes de las prácticas agroecológicas. Así, uno puede compartir plenamente la crítica al uso de pesticidas químicos en la agricultura y ser partidario de recuperar y fomentar prácticas basadas en el control natural de plagas, y sin embargo sentir cierto engorro ante una propuesta consistente en tratar a las plagas de insectos como “compadres”, y mantener con ellas una relación basada en el “respeto”, el “diálogo” y la “reciprocidad” (CHAMBI PACORICONA 2000); no menos enigmático me parece el siguiente razonamiento de Grimaldo Rengifo y Eduardo Grillo: “Es así que el sapo, por su modo de ser, sabe asuntos del clima andino que el hombre, por su propio modo de ser, no alcanza a saber. Pero si el hombre conversa con los sapos puede enriquecerse con la sabiduría de ellos y, viceversa, los sapos que conversan con los hombres se enriquecen en su propio saber.” (RENGIFO & GRILLO 2001:86).

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de los cultivos a las heladas nocturnas, además de corregir la acidez de los suelos locales, producir y reciclar abono orgánico y generar unos notables rendimientos por hectárea, entre otras fascinantes características agroecológicas (ERICKSON 1996; ERICKSON 2006; LHOMME & VACHER 2003). A partir de los exitosos resultados experimentales obtenidos durante los primeros años 80, Clark L. Erickson y sus colaboradores diseñaron un proyecto de desarrollo orientado a rehabilitar y difundir la agricultura de camellones entre la población campesina circumlacustre, iniciativa a la que posteriormente se sumarían otras ONG y agencias estatales de Perú y Bolivia, de manera que para 1990 ya habían sido recuperadas en torno a un millar de hectáreas de waru waru. Sin embargo, a comienzos de la década de los 90, y mientras la prensa nacional anunciaba a bombo y platillo que los camellones eran la solución a la pobreza rural (todavía recuerdo algunos titulares de periódicos paceños de la época), se produjo un creciente número de deserciones entre los campesinos que participaban en el proyecto. La razón de dichas deserciones no cabía atribuirla a problemas de productividad o de sostenibilidad agroecológica de los camellones, contrastada por diversos estudios, sino a la dinámica interna del proyecto: concretamente, para superar el principal y a priori, único inconveniente del proyecto (la enorme aportación de trabajo necesaria para la rehabilitación física de los camellones), se había decidido incentivar la participación campesina con el pago de salarios y/o la donación de alimentos, semillas y herramientas, por parte del PL-480 de USAID –el famoso programa “Alimentos por trabajo”-, el PNUD y UNICEF. De esta manera, muchos agricultores asumieron que estaban trabajando para las agencias, de modo que una vez rehabilitados los camellones (en parcelas de su propiedad) reclamaron salarios adicionales para sembrarlas y mantenerlas, y ante la respuesta negativa de las instituciones abandonaron el proyecto. Erickson menciona otros posibles factores que influyeron en la crisis del proyecto -que no podemos enumerar de forma exhaustiva-, de entre los cuales quiero destacar uno, por sus implicaciones desmitificadoras para el desarrollo rural en los Andes: la mayoría de los camellones abandonados después de su rehabilitación habían sido trabajados comunalmente o por grandes grupos de campesinos (como resultado de la priorización del desarrollo comunitario por parte de los responsables del proyecto), y la defección campesina se debió a las tensiones internas y los problemas organizativos de dichos colectivos, por contraste con el excelente funcionamiento de los camellones reconstruidos por unidades familiares, muchas de las cuales ni siquiera habían recibido ningún incentivo económico (ERICKSON 2006:327-328). UNAS NOTAS (DISONANTES) SOBRE ECONOMIA CAMPESINA La paradójica reacción de los campesinos del Titicaca que acabamos de comentar no es un caso excepcional, y el uso de incentivos económicos para la participación campesina en proyectos de desarrollo rural en la región andina, aún cuando puede desvirtuar la dinámica interna de dichos proyectos, parece una práctica cada vez más habitual (véase PALENZUELA, en este volúmen, a propósito de las pseudo mingas remuneradas del proyecto PRODECO en Ecuador). Sin embargo, creo que este tipo de actitudes por parte de la población local deben ser contextualizadas en el marco de la crisis estructural de la agricultura campesina. En este sentido, John D. Cameron ha investigado la

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participación campesina en el proceso de elaboración de presupuestos municipales en diversas alcaldías rurales de Perú, Bolivia y Ecuador durante la última década, detectando un fenómeno remarcable: la sistemática preferencia entre el campesinado andino por el “cemento”, es decir, por aquellas inversiones que implican la construcción de pequeñas infraestructuras, en detrimento de aquellas otras que las autoridades municipales o los técnicos de las ONG de apoyo consideraban mucho más prioritarias (por estar directamente relacionadas con la producción o con servicios básicos): así, por ejemplo, en una comunidad de Cotacachi (Ecuador) en la cual más de la mitad de la población carecía en aquel momento (2006) de acceso a agua potable, los portavoces de la comunidad prefirieron dedicar la partida presupuestaria disponible a la construcción de una cancha de cemento para jugar a voleibol, y a la reparación de la plaza comunitaria, elaborada con el mismo material (CAMERON 2009:694). Este mismo esquema de prioridades queda documentado en muchos otros municipios rurales andinos, en los cuales la población local ha solicitado la construcción de pistas deportivas, locales comunitarios o incluso de escuelas o postas sanitarias vacías (es decir, sabiendo que no recibirían la asignación de personal docente o médico ni de material a causa de la insuficiencia del presupuesto y que, por lo tanto, estarían condenadas a convertirse en instalaciones inútiles). Ante esta conducta aparentemente inexplicable, que algunos tecnócratas podrían atribuir instintivamente a la ignorancia de la población rural, el autor propone una batería de argumentos explicativos, que incluyen variables como el deseo por parte de los dirigentes campesinos de dejar un legado visible –y tangible- de su gestión, o la percepción rural del cemento como un material moderno y urbano (por contraste con el adobe y la madera), y por lo tanto, prestigioso. Sin embargo, y sin descartar totalmente la incidencia de factores como los anteriormente mencionados, podemos coincidir plenamente con el autor cuando señala como hipótesis principal la creciente dependencia del campesinado andino respecto a la obtención de ingresos no agropecuarios, que habría llevado a las poblaciones locales a contemplar las inversiones reclamadas no tanto como una oportunidad para mejorar los servicios comunales, sino más bien como un medio meramente instrumental para el acceso temporal a salarios a través del trabajo en dichas obras (CAMERON 2009:697). Durante las últimas décadas la agricultura campesina en la región andina ha experimentado un intenso y continuado proceso de pauperización, provocado por factores como la implementación de políticas agrarias desfavorables para los intereses del campesinado, el deterioro de los términos de intercambio comercial entre el campo y la ciudad, la caída de rendimientos agrícolas o el minifundismo provocado por la fragmentación de las explotaciones familiares32. Esta situación ha generado un creciente debate sobre la llamada “nueva ruralidad” (es decir, sobre la necesidad imperativa de diversificar la economía rural hacia otras fuentes de ingresos), pero también sobre la viabilidad de la agricultura minifundista. En su estudio sobre la diversificación de los ingresos rurales en Bolivia (JIMENEZ ZAMORA 2007), Elizabeth Jiménez Zamora

32 El fenómeno del minifundismo está adquiriendo proporciones alarmantes en numerosas regiones andinas. En Bolivia, por ejemplo, el 43’3% de las explotaciones agrarias tienen una extensión igual o inferior a 2 hectáreas, y casi 60.000 explotaciones (18’5% del total) no superan la media hectárea (WEISBROT & SANDOVAL 2008:2); en los valles de Cochabamba, este problema es estructural desde hace varias décadas, hasta el punto de que se ha generalizado la expresión “surcofundio” para referirse a parcelas tan pequeñas que no pueden medirse por hectáreas, sino por surcos. En Ecuador, el 29’5% de las explotaciones dispondrían en promedio de 0’38 hectáreas de tierra, con ejemplos extremos de “pulverización de la propiedad” como el de la parroquia de Llicto (Chimborazo), con un 47’2% de las familias campesinas que disponen de lotes de menos de 3.000 metros (MARTÍNEZ 2004:27).

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constata un alto y creciente nivel de dependencia de la población campesina respecto al llamado ingreso rural no agrícola, entendiendo por tal el ingreso generado por los habitantes rurales a través del autoempleo o el trabajo asalariado en los sectores secundario y terciario de la economía. Según los datos de la encuesta sobre Medición de las Condiciones de Vida en América Latina y el Caribe aportados por el Instituto Nacional de Estadística, para el año 2002 únicamente el 52% del ingreso familiar campesino en Bolivia provenía de la producción agrícola y pecuaria o de la elaboración de subproductos derivados de dicha actividad, siendo, además, aquellas familias que tenían como fuente principal la actividad agropecuaria las que tenían menores ingresos dentro del conjunto de la población rural. En este sentido, una de las conclusiones más interesantes –y también más preocupantes- que aporta dicho estudio, es la de que el incremento del empleo y el ingreso rural no agrícola no está necesariamente asociado con una transformación productiva estable de dicho sector (como podría interpretarse desde una perspectiva económica ortodoxa)33, y por lo tanto, una mayor diversificación de los ingresos rurales no necesariamente refleja mejoras en el nivel de bienestar económico de las familias, sino únicamente una acelerada pérdida de autosuficiencia provocada por la pérdida de rentabilidad de las explotaciones familiares (JIMENEZ ZAMORA 2007:65). En este contexto de crisis estructural de la agricultura andina, numerosas voces han destacado durante la última década las oportunidades potenciales que ofrecerían actividades atípicas como el turismo. De hecho, en la actualidad el turismo rural –sobre todo, mediante la nueva etiqueta del “etnoturismo”- parece estar generando enormes (y a menudo sobredimensionadas) expectativas como posible alternativa para la generación de ingresos, tanto entre algunas instituciones de desarrollo rural como en las propias comunidades campesinas: así, por mencionar un dato sumamente elocuente, en Bolivia nada menos que 314 municipalidades indígenas descentralizadas (sobre una muestra total de 327) identificaban el turismo en 2004 como su opción prioritaria de desarrollo (ZORN & FARTHING 2007:673). Sin embargo, estas expectativas parecen poco realistas, puesto que la mayoría de las comunidades rurales están alejadas de los principales circuitos turísticos regionales, son poco accesibles, carecen de las mínimas comodidades que puede exigir la demanda internacional (electricidad y agua corriente), y no disponen en su entorno inmediato de un patrimonio arqueológico o paisajístico capaz de actuar como reclamo. Incluso el caso de la isla de Taquile en el lago Titicaca (señalado habitualmente como el referente exitoso a imitar), presenta claroscuros y efectos perversos que relativizarían su viabilidad como base de una estrategia de desarrollo rural y de reducción de la pobreza campesina. Durante los años 70, coincidiendo con el primer boom turístico en el Perú, la población campesina de Taquile se embarcó en un proyecto consistente en atraer turistas a la isla, transportándolos en pequeñas embarcaciones (gestionadas de forma cooperativa por los propios comuneros), ofrecerles alojamiento en sus propias viviendas (fomentando una estrecha convivencia con los gringos), y la venta de artesanía local (los prestigiosos tejidos tradicionales de la isla). Sin embargo, el éxito inicial de esta iniciativa atrajo a partir de los años 80 a una creciente y feroz competencia por parte de

33 Frente a cualquier tentación de idealizar la pluriactividad en el contexto rural andino, es necesario subrayar, siguiendo a dicha autora, que las fuentes alternativas de ingresos no parecen proveer de una mayor estabilidad o seguridad económica a las familias campesinas. Los ingresos salariales, por ejemplo, suelen provenir de migraciones temporales asociadas a ocupaciones muy precarias e inestables, como albañiles, peones, cargadores y zafreros (JIMENEZ ZAMORA 2007, 76).

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las empresas turísticas de Puno, que con el tiempo llegarían a canalizar la inmensa mayoría de los traslados a la isla, al beneficiarse de su mayor capacidad logística para la captación de turistas (en las ciudades, aeropuertos, o incluso a través de Internet) y de sus embarcaciones (mucho mayores y más rápidas que las de los campesinos); como consecuencia, los turistas en promedio pasan cada vez menos tiempo en la isla (la mayoría, unas pocas horas), con lo cual los ingresos generados por visitante (alojamiento, consumiciones, compras de artesanía) han disminuido espectacularmente, y además, están cada vez peor repartidos. Al mismo tiempo, tanto la gestión cooperativa de las embarcaciones como la propia organización comunal (asambleas, cargos, etc.) parecen haberse debilitado frente a un creciente individualismo (ZORN & FARTHING 2007:684)34. Por otra parte, frente a determinados análisis que plantean como soluciones a esta crisis estructural de la agricultura campesina la proletarización del campesinado o las migraciones, deberíamos tener en cuenta las implicaciones sociales de dichas estrategias. Luciano Martínez, por ejemplo, en su análisis del impacto social en los Andes ecuatorianos de los procesos migratorios y de la proletarización asociada al boom de la floricultura, ha documentado toda una serie de alarmantes efectos perversos: desarticulación familiar y comunitaria, creciente individualismo, acelerado retroceso de las relaciones de reciprocidad y crisis de liderazgo comunal (MARTÍNEZ 2004). Tal como ha señalado Anthony Bebbington a partir de su investigación sobre la relación entre la cooperación internacional holandesa y diversas ONG de desarrollo rural en Perú y Bolivia (BEBBINGTON 2005), la representación de los pobres rurales que suelen manejar habitualmente dichas instituciones (y que orienta el diseño de sus proyectos) sigue siendo la de una población eminentemente –o incluso exclusivamente- agrícola, en abierto y creciente contraste con la realidad de una mayoría de familias campesinas, como habíamos visto anteriormente. Siguiendo a dicho autor, un factor que podría explicar este fenómeno sería la notable reducción de las actividades de investigación sobre temáticas agrarias y campesinas por parte de las ONG que trabajan en el medio rural andino durante las últimas décadas, como consecuencia del cambio de prioridades de sus contrapartes europeas, las cuales habrían privilegiado otro tipo de inversiones por considerar dudosa la utilidad o la rentabilidad inmediata de tales investigaciones. Esta situación habría motivado que los referentes (teóricos y empíricos) sobre el campesinado andino que continúan manejando las instituciones de desarrollo provengan básicamente de la literatura publicada durante las décadas de los 70 y 80, por lo que tales referentes habrían quedado desactualizados y no reflejarían buena parte de las profundas transformaciones socio-económicas de los últimos 30 años; por otra parte, el mismo giro “pragmático” y cortoplacista que ha llevado a la cooperación europea a desdeñar el financiamiento de trabajos de investigación, también ha inspirado un creciente énfasis en exigir resultados inmediatos y tangibles en la lucha contra la pobreza, lo cual a su vez habría fomentado cierta focalización de las inversiones productivas en el segmento de la población campesina constituido por las familias más

34 Si a estos resultados le añadimos el hecho de que las condiciones de Taquile como potencial polo de atracción turística (por su situación en el Titicaca -verdadero epicentro turístico de los Andes Centrales-, por su proximidad a importantes ruinas precolombinas, y también por su prestigiosa tradición artesanal, reconocida por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad) no son necesariamente extrapolables a la mayoría de comunidades andinas, entonces podremos evaluar de forma mucho más realista la viabilidad de tales expectativas.

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viables económicamente, es decir, menos pobres, mientras que la oferta para el resto del campesinado se limitaría a programas de carácter social y educativo (BEBBINGTON 2005:945). Por todo ello, el trabajo de dichas instituciones, basado en la irreal premisa de una plena dedicación campesina a la agricultura, continúa enfatizando la lucha contra la pobreza a través de vías estrictamente agrícolas, promoviendo formas más comerciales de agricultura, con lo que en la práctica, la maquinaria de la cooperación al desarrollo estaría trabajando cada vez más en función de los intereses del campesinado menos pobre, y alejándose por lo tanto de los sectores que sufren las formas más crónicas y extremas de pobreza, y que supuestamente deberían constituir la población objetivo prioritaria de tales políticas de desarrollo (BEBBINGTON 2005:946; véase también MARTÍNEZ 2004:27-28 para el caso ecuatoriano). CONCLUSIONES En base a la información expuesta en las páginas precedentes, el sumaq kawsay puede ser entendido como un repertorio de ideales y prácticas interiorizadas históricamente y valoradas simbólicamente por las culturas Quechua y Aymara. Desde esta perspectiva, dicha categoría andina podría ser interpretada como un ejemplo etnográfico del concepto de habitus de Pierre Bourdieu, entendiendo por tal, “…sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin, sin suponer la búsqueda consciente de fines y el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos, objetivamente “reguladas” y “regulares” sin ser el producto de la obediencia a reglas, y, a la vez que todo esto, colectivamente orquestadas sin ser el producto de la acción organizadora de un director de orquesta…” (BOURDIEU 1991:86; el subrayado es mío). Sin embargo, como hemos visto anteriormente, la reciente “reinvención” de dicho habitus por parte de determinados intelectuales, y su reconversión en tanto que ideología identitaria y paradigma alternativo al desarrollismo occidental no está exenta de paradojas. Ciertamente, la coyuntura actual nos lleva a constatar que el desarrollismo surgido de la segunda Guerra Mundial es un callejón sin salida, que ha conducido a la humanidad a las puertas de un colapso ecológico global a la vez que se ha mostrado totalmente incapaz de eliminar aquellas lacras (hambre estructural, desigualdades económicas abismales) que supuestamente habían de ser erradicadas a través del crecimiento económico sostenido e ilimitado. En este contexto, la figura del Besserwessie (literalmente, el “Occidental sabelotodo”)35 parece un anacronismo trasnochado, puesto que el mundo occidental difícilmente puede aspirar hoy a conservar el monopolio sobre la verdad, en la medida en que las recetas y soluciones que ha exportado durante décadas parecen haber sido por lo menos tan dañinas como los “males” que pretendía

35 El concepto de Besserwessie es un irónico juego de palabras, resultado de la contracción entre Besserwisser (literalmente, “sabelotodo”, con una clara connotación peyorativa, como sinónimo de pedante), y wessie, “proveniente del Oeste”, es decir, occidental. Dicho término fue acuñado durante los años 90 por parte de los ciudadanos de la extinta República Democrática de Alemania, para caracterizar la actitud prepotente de la legión de políticos, técnicos y burócratas germano-occidentales que a partir del proceso de unificación desembarcaron en los departamentos orientales para modernizar sus estructuras sociales, políticas y económicas. Me he permitido la licencia de extrapolarlo al eurocentrismo de las actitudes del mundo occidental hacia el Tercer Mundo, aprovechando los paralelismos entre ambas situaciones.

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remediar. Occidente ya no puede seguir siendo visto como el “sujeto pensante que reflexiona sobre los problemas del objeto necesitado” (YAPA 1998:99), es decir, del llamado Tercer Mundo. La incierta transición hacia la era del post-desarrollo a la cual parece abocada la humanidad en el presente deberá caracterizarse, necesariamente, por un diálogo plural –en lugar del monólogo inaugurado a bombo y platillo por el presidente Truman en 1949- en el que los pueblos del Sur sin duda deben poder aportar sus propias experiencias y propuestas: el creciente interés internacional que están suscitando hoy alternativas locales como el sumaq kawsay andino o la Felicidad Interior Bruta de Bután, o el renovado interés por el pensamiento de Gandhi –uno de los escasísimos líderes del siglo XX, si no el único, que se mostró impermeable a los cantos de sirena del desarrollo36- ilustrarían este fenómeno. El mundo rural andino (y el Tercer Mundo en general) ya no puede seguir siendo percibido desde el imaginario occidental como un “vacío” a rellenar y completar desde el exterior, por parte de legiones de técnicos y cooperantes occidentales actuando como “mercaderes” del Progreso que aportan en sus alforjas técnicas agrícolas modernas, formas de organización, ideologías políticas o racionalidad tecno-científica para solventar las “carencias” de la población local, según la perspicaz metáfora de François Greslou inspirada en su experiencia profesional como ingeniero agrónomo en los Andes peruanos (GRESLOU 1994:239). Sobre el papel, la propuesta del sumaq kawsay podría ser vista como una interesante iniciativa local, coherente y complementaria con las corrientes europeas partidarias del decrecimiento, en tanto que orientada –al igual que aquellas- a combatir y remediar los estragos causados por la civilización del despilfarro, de la destrucción medioambiental, y de la desigualdad instaurada por la ideología desarrollista. Sin embargo, seria un grave error cualquier tentación de deducir, a partir de este paralelismo, la posibilidad de una fórmula unitaria para salir del cul-de-sac del desarrollo, aplicable indistintamente en el Norte y en el Sur, dadas las evidentes diferencias de contexto en uno y otro caso. Según Serge Latouche, la prioridad para las sociedades del Tercer Mundo debería consistir, no tanto en decrecer37 como en reanudar el hilo de su propia historia (cercenado por el colonialismo y el neo-imperialismo económico y cultural), para recuperar su identidad; por otra parte, en el terreno de la política económica, sería muy necesario un profundo replanteamiento de la producción agrícola, privilegiando criterios de estricta soberanía alimentaria, redimensionando la producción de cultivos “especulativos” de exportación, promoviendo formas más sostenibles de agricultura y realizando reformas agrarias (LATOUCHE 2004:101-102). Otra de las aplicaciones más urgentes de la reivindicación del buen vivir debería implementarse en el ámbito de la escuela rural, que durante décadas ha difundido una visión alienada y denigrante del mundo rural

36 No deja de producir vértigo intelectual constatar la plena vigencia de muchas de las demoledoras críticas al capitalismo occidental que el joven Gandhi formulaba tan pronto como en 1909 (es decir, ¡hace un siglo!), acompañadas de su contrapropuesta, para la India rural, de comunidades swaraj, que hoy pueden ser vistas como una clarividente alternativa al desarrollo rural. De hecho, Gandhi ya formuló en aquellas fechas –esto es, ochenta y tantos años antes que Serge Latouche- la primera propuesta de decrecimiento, cuando escribía que “…la civilización, en el verdadero sentido del término, no consiste en la multiplicación de necesidades, sino en su deliberada y voluntaria reducción…”. 37 Evidentemente, la afirmación de Latouche se refiere a la población campesina y periurbana, puesto que el estilo de vida de las clases acomodadas del Tercer Mundo es tan o más susceptible de ser revisado a la baja que el de la propia población europea; de hecho, el frenético crecimiento del consumo de las clases medias urbanas de la India y China durante las últimas décadas se ha convertido en un importante factor acelerador de la crisis ecológica global.

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andino, identificándolo como un estilo de vida miserable, indigno y primitivo, fomentando de esta manera el éxodo masivo hacia las ciudades. Sin embargo, la notable ambigüedad e inconcreción con la que dicho buen vivir ha sido definido hasta el momento –tanto por parte de sus ideólogos como de los textos constitucionales ecuatoriano y boliviano- acarrea ciertos riesgos, siendo uno de los más evidentes la posibilidad de que éste acabe convirtiéndose en un “concepto-ameba” –según expresión de Ivan Ilich, citada por Latouche (LATOUCHE 2004:30)-, es decir, en una categoría de uso tan omnipresente e indefinido que llegue a quedar vacía de significado, actuando como una muletilla inofensiva a la cual cada interlocutor pueda atribuir la connotación que le convenga, tal como parece haber sucedido durante las últimas décadas, pongamos por caso, con el concepto de “desarrollo sostenible”. Un ejemplo de este riesgo potencial de banalización nos lo ofrece el acelerado proceso de internacionalización que parece estar experimentando el referido concepto en la actualidad. Si como veíamos anteriormente la propia Constitución boliviana ya parece extrapolar (de forma un tanto forzada) la filosofía del buen vivir a los pueblos de habla Guaraní del Oriente boliviano, durante los últimos años su uso parece haberse extendido por gran parte de América Latina, siendo enarbolado en la actualidad por diversos pueblos indígenas de la Amazonía ecuatoriana como los Shuar –que lo han traducido a su idioma como penker pujustin- , por las comunidades afroecuatorianas (WALSH 2009), por los Mapuches de Chile –küme belem, en mapudungun (OLIVI, en este volumen)-, o incluso, más recientemente, entre algunas organizaciones Mayas de Guatemala, pero este proceso mimético no está exento de contradicciones, puesto que el valor del sumak kawsay reside precisamente en su carácter local, es decir, en su profundo arraigo en un contexto socio-cultural concreto, y éste, obviamente, no puede ser exportado automáticamente junto con el concepto38. Otro riesgo asociado a la notable vaguedad conceptual con la que está siendo difundido e institucionalizado el discurso sobre el buen vivir consistiría en su uso potencial como pretexto para una posible idealización, de carácter esencialista y ahistórico, del mundo rural andino, minimizando sus tensiones internas y las serias amenazas que se ciernen sobre él en la actualidad. La ausencia, por el momento, de criterios operativos para definir qué prácticas concretas podrían ser identificadas y promovidas como genuinos ejemplos de sumaq kawsay, puede dar lugar a una tendencia a la percepción automática y acrítica de cualquier manifestación asociada con la “tradición andina” como un modelo normativo de conducta, con independencia de su incidencia real en el bienestar (individual o colectivo) de las poblaciones Quechua y Aymara39. Por otra parte, la

38 Así, por ejemplo, el uso actual del sumaq kawsay como una “tradición importada” puede resultar incoherente con la historia y la cultura de otros pueblos indígenas no andinos, que no necesariamente comparten con Quechuas y Aymaras su tradición comunitarista (gestión comunal de recursos, formas de trabajo colectivo como la minka, sistema de cargos, etc.). Un caso chocante sería el de los Shuar de la Amazonía ecuatoriana, caracterizados históricamente por su patrón de asentamiento disperso, por su condición de sociedad políticamente acéfala, y por una absoluta autonomía individual –es decir, doméstica- en el plano de las estrategias de subsistencia. 39 Un ejemplo que únicamente quiero plantear, como una invitación a la reflexión (puesto que la respuesta definitiva debería competer a la propia población originaria), es el del sistema de cargos vigente en numerosas comunidades andinas. Como veíamos anteriormente, el cumplimiento de las obligaciones inherentes a dicho sistema suele ser señalado como uno de los elementos más estrechamente asociados con el concepto aymara de suma qamaña. Sin embargo, aún cuando la decisión de asumir un cargo tenga importantes implicaciones para el buen funcionamiento de las comunidades originarias (como la percepción de los cargos como un sacrificio personal y familiar que demuestra públicamente el compromiso con la comunidad, por no mencionar la importancia de las relaciones de reciprocidad

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literatura disponible sobre el tema, centrada en ideales culturales abstractos y en percepciones subjetivas, no nos ha aportado hasta el momento ninguna explicación práctica sobre cómo es posible el buen vivir para una familia campesina (de entre los centenares de miles que malviven en idéntica situación en la región andina) que dispone de menos de una hectárea de tierra. En este sentido, como hemos visto anteriormente, tampoco deberíamos minimizar la influencia que determinadas modas intelectuales foráneas (como la Deep Ecology o la espiritualidad New Age), pese a su origen ajeno a la realidad social de los países andinos y a la idiosincrasia cultural de sus pueblos indígenas, pueden llegar a ejercer en el futuro sobre la representación colectiva del campesinado andino o incluso sobre las políticas de desarrollo rural en la región, teniendo en cuenta la notable receptividad de buena parte del aparato de la cooperación internacional a este tipo de imágenes estereotipadas de las poblaciones amerindias40. Hace ya algunos años, la antropóloga brasileña Alcida Rita Ramos analizaba en un sugerente artículo el proceso a través del cual, a partir de los años 80, diversas ONG ecologistas o neo-indigenistas del Brasil habían llegado a construir y difundir la imagen de un “Indio hiper-real”, modélico, burocratizado y adaptado a las necesidades retóricas –y sobre todo, profesionales- de dichas organizaciones, puesto que la pura, aséptica y estilizada alteridad de dicho Indio de cartón-piedra (equivalente a una versión post-moderna del Buen Salvaje rousseauniano) encajaba mucho mejor con las expectativas y las prioridades de las contrapartes y agencias gubernamentales del Norte de las cuales obtenían su financiamiento: de esta manera, dichas ONG, ante el dilema de optar por las demandas de los indios de carne y hueso o de satisfacer las fantasías exotistas de la cooperación internacional, habrían privilegiado su propia seguridad institucional, seleccionando un producto acomodado a los prejuicios y estereotipos de sus patrocinadores (RAMOS 1992). Por otra parte, tal como señalaba Luciano Martínez a propósito del caso ecuatoriano, el creciente énfasis de las políticas e instituciones de desarrollo rural en un enfoque micro, si bien puede haber fomentado iniciativas interesantes de descentralización política, también ha ido acompañada de un notable abandono de los problemas estructurales de la sociedad rural, fomentando una idealización localista del mundo campesino mayormente desvinculada de la dinámica económica regional, nacional e internacional (Martínez 2004:25). No deja de resultar irónico que esta discusión sobre los riesgos de la difusión de una imagen idealizada y ahistórica de los pueblos originarios de la región andina tenga lugar en el mismo momento en que el futuro económico de las comunidades andinas y de la agricultura campesina en general está siendo severamente amenazado por determinados discursos y políticas de carácter tecnocrático, que cuestionan públicamente su viabilidad como productores agrícolas: así, por ejemplo, un reciente e inquietante informe del Banco Mundial (World Development Report 2008: Agriculture for Development) desahuciaba públicamente a los campesinos pobres del Tercer Mundo, dictaminando que su “ineficiencia” productiva les habría condenado a abandonar la agricultura en un futuro inmediato, y no sólo no sugería ninguna medida

implícitas en el proceso de preparación previo a su desempeño), sí que podemos considerar cuando menos paradójico que un estilo de vida promocionado como ejemplo de frugalidad, sostenibilidad y bienestar, pueda implicar un gasto desmesurado –incluso superior al ingreso anual de la unidad doméstica que asume el cargo, según numerosos estudios etnográficos- para sufragar la fiesta asociada al cargo. 40 Tal vez no sea superfluo recordar que buena parte de las actividades y publicaciones dedicadas a promover el buen vivir en Bolivia han sido financiadas o publicadas por agencias de la cooperación internacional, como por ejemplo, la GTZ, es decir, por la cooperación oficial alemana.

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para mitigar tal fenómeno, sino que los redactores del documento incluso se atrevían a recomendar a los gobiernos del Sur que se dedicaran a promover y acelerar activamente dicha transición41. En este contexto de acelerada desintegración socio-económica del campesinado andino, no deja de resultar chocante la tendencia de algunas instituciones de desarrollo y/o cooperación internacional a la exaltación de una espiritualidad indígena atemporal, fenómeno reminiscente de la “nostalgia imperialista”, consistente, según Renato Rosaldo, en lamentar la pérdida de aquella alteridad aparentemente “pura” que uno mismo ha ayudado a destruir (ROSALDO 1993). Si esta tendencia se mantiene durante las próximas décadas (es decir, si los gobiernos de la región no deciden introducir una significativa reorientación de sus políticas agrarias acompañada de medidas estructurales), tal vez no sea descabellado imaginar que la famosa representación del Inti Raymi que se celebra cada mes de junio en las ruinas de Saqsaywaman (Cuzco) pueda ser vista como una premonición metafórica del mundo rural andino en un futuro no muy lejano: es decir, que éste llegue a convertirse en un inmenso y despoblado escenario, en el cual figurantes disfrazados de indios escenifican los rituales cósmico-telúricos de la antigua cultura andina ante una audiencia de turistas internacionales ávida de conocer la auténtica espiritualidad indígena. BIBLIOGRAFÍA Abruzzi, William S., 2000, “The Myth of Chief Seattle”, Human Ecology Review 7(1):72-75. Agrawal, Arun, 1995, “Dismantling the Divide Between Indigenous and Scientific Knowledge”, Development and Change 26(3):413-439. Albó, Xavier, 2009, “Suma Qamaña=el buen convivir”, Revista Obets 4:25-40. Apffel Marglin, Frédérique, 1995, “Development or Decolonization in the Andes?”, Futures 27(8):869-882. Bebbington, Anthony, 2005, “Donor-NGO Relations and Representations of Livelihood in Nongovernmental Aid Chains”, World Development 33(6):937-950. Bonfil Batalla, Guillermo, 1982, “El etnodesarrollo: sus premisas jurídicas, políticas y de organización”, en Francisco Rojas Aravena, compilador, América Latina: etnodesarrollo y etnocidio. San José (Costa Rica), FLACSO, pp. 131-145. Bourdieu, Pierre, 1991, El sentido práctico. Madrid, Taurus.

41 Para una discusión más detallada de dicho informe y de sus implicaciones para la agricultura campesina del Tercer Mundo, me remito al dossier monográfico publicado por la revista Journal of Peasant Studies 36(3), 2009.

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