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Viaje a la luna Savinien de Cyrano de Bergerac Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Viaje a la luna

Savinien deCyrano de Bergerac

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a susclientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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VIAJE A LA LUNA

A Monseñor Tannegui, Regnault desBois-Clairs

Caballero, secretario de los Reales Conse-jos y gran preboste de Borgoña y Bresse

Señor:

Cumplo ahora la última voluntad de unmuerto que vos obligasteis en su vida con un seña-lado desprendimiento. Como era conocido por unainfinidad de gente de espíritu por el fuego potenteque ardía en el suyo, fue absolutamente imposibleel que muchas gentes ignorasen la desgracia queuna peligrosa herida, seguida de fiebre violenta, leprodujo algunos meses antes de su muerte. Muchoshan ignorado qué buen demonio velaba por él; peroha creído él que el nombre no debía ser tan públicocomo fue provechoso el lance. Vos fuisteis su ami-go, vos le socorristeis con frecuencia y aun le habr-íais testimoniado muchas veces cuán bien sabréisvos cuánta necesidad tenía él de vuestro socorro;pero, ¿qué se ha de hacer, si otros hombres nohicieron como vos? ¿Y qué menos que os mostra-seis así ante nuestro amigo, vos que también parec-

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íais magnánimo con cien más que no eran de sutemple? Era, pues, necesario imprimirlo, y quevuestra generosidad, distinguiéndole por encima detodos aquellos a quienes tiene obligados, hiciesever, no solamente, como dice Aristóteles, que nohabía degenerado, sino que se había superado a símisma en obsequio de tan gran personaje; así que,cuando durante su enfermedad vos tuvisteis la bon-dad de darle tantas pruebas de vuestra protección yamistad, deteniendo con vuestros cuidados y conlas generosas asistencias que le prestasteis el cur-so de su mal, ya en términos tan violentos, le pres-tasteis una tan poderosa protección que le dio a élesperanzas de lograr la que poco antes de su muer-te me encargó pediros para esta obra; por esta granconfianza y por estos últimos sentimientos juzgar-éis, señor, los que por vos sentía, pues en estetrance de la muerte es cuando la lengua habla comoel corazón:

Nam verae voces tum demum pectore abimo iliciumtur

Yo me he hecho intérprete del suyo, y tande buen grado como solía participar igualmente ensus desgracias y en el bien que se le hacía. Poresta razón y por mi natural sentimiento yo soy en

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verdad, señor, vuestro muy humilde y devoto servi-dor.

Le Bret.

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Prólogo

Lector, te doy la obra de un muerto que meha encargado este cuidado, para demostrarte queno es un muerto cualquiera,

Puesto que no está envuelto en los tristes harapos

Que desolada sombra al sepulcro arrebata;

que no se divierte haciendo vanos ruegos,tirando los muebles de una habitación o arrastrandocadenas por los graneros; que no apaga las velasde los sótanos, que no golpea a nadie, que no haceel coco ni causa pesadillas, ni, en fin, ninguna deesas extravagancias que, según dicen, hacen losmuertos para espanto de necios; y que, al contrariode todo eso, está de mejor humor que nunca. Creoque esta manera de comportarse, tan extraordinariay agradable en un muerto, no dejará espacio aldisgusto de los más críticos y solicitará su favorpara esta obra, porque más bien habría doble co-bardía en insultar a manes tan llenos de virtud ycortesía y tan cuidados de la diversión y halago delos vivos. Pero sea de esto lo que sea, y aunque elcrítico le reverencie o le muerda, creo que se ocu-pará más de su buen humor, que ha sido lo únicode este mundo que se ha llevado al otro. Porque

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así, estando impasible ante todo lo demás, aunquele golpee mucho la común maledicencia, no ha detenerlo en nada. No es que quiera (hablando ya sinburla) imponer a todos la obligación de juzgar comomis ojos lo hacen: sé yo muy bien que nadie lee agusto cuando no se lee sin trabas de juicio. Por estome parece bien que cada cual juzgue como le di-eran a entender la flaqueza o la sabiduría de suingenio; pero a los más generosos de éstos les pidoque se dejen influir por mi pensamiento generoso.Piensen ellos que no ha tenido más fin que el dedivertirles, y que por esto ha descuidado algunaspartes, para las cuales, por eso mismo, debe tener-se una atención muy despierta, pues así se le dis-culpará más fácilmente su circunspección, lo que élpor su parte desearía y yo por la mía y la de losimpresores.

Quid ergo?

Ut scriptor si peccat, idem librarius usque

Quamvis est monitus, venia caret.

Yo te confieso, a pesar de todo, que si yohubiese tenido tiempo y no hubiese previsto muygrandes dificultades, hubiera examinado la cosa demuy buen grado, de modo que te pareciera más

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completa; pero he temido poner confusión o dife-rencias si pretendía cambiar el orden o suplir ladeficiencia de algunas lagunas, mezclando mi estilocon el suyo, porque mi melancolía no me permiteimitar su buen humor ni seguir los hermosos arreba-tos de su imaginación, siendo como es mi alma tanestéril a causa de su frialdad. Es ésta una desgraciaque ha ocurrido a casi todas las obras póstumas,cuando los que han querido ponerlas al día hantropezado con lagunas semejantes, con el temor (sihubiesen querido suplirlas) de no acoplar bien suspensamientos con el del autor. Así ha ocurrido conlas obras de Petronio; pues a pesar de eso no de-jamos de admirar sus hermosos fragmentos, comoadmiramos todos los restos de la Roma antigua.

Es posible, sin embargo, que sin tomar enconsideración todos estos reparos, el crítico, quenunca deja de herir soslayando el reproche quepodría hacérsele si atacase a un muerto, cambiarásolamente los objetos de sus recriminaciones ypretenderá censurarme los elogios de este libro, conel pretexto de que yo he tomado a mi cargo el cui-dado de su impresión; pero de esa apreciación suyayo apelo desde ahora ante los sabios que siempreme excusarán la responsabilidad de los hechosajenos, y me relevarán de la obligación de dar expli-

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caciones de un puro capricho de la imaginación demi amigo, puesto que él mismo no se hubiese cui-dado de darlas más cumplidas de lo que ordinaria-mente las exigen las fábulas y las novelas.

Tan sólo diré, como argumento en su favor,que su quimera no está tan absolutamente despro-vista de razón, ya que entre muchos hombres ante-pasados y modernos ha habido algunos que pensa-ron que la Luna era una tierra habitable y otros querealmente estaba habitada. Otros, menos osados ensu juicio, que así parecía estar. Entre los primeros ylos segundos, Heráclito ha sostenido que era unatierra envuelta en brumas; Xenofonte, que era habi-table; Anaxágoras, que tenía colinas, valles, selvas,casas, ríos y mares, y Luciano, que había vistohombres con los cuales había conversado y quehabían hecho la guerra a los habitantes del Sol; ycuenta esto con menos verosimilitud y con menosgracia que monseñor Bergerac. En éstas segura-mente los modernos aventajan a los antiguos, pues-to que los gansos que condujeron a la Luna al es-pañol, cuyo libro apareció hace algunos años, lasbotellas llenas de rocío, los cohetes voladores y elchirrión de acero de monseñor Bergerac sonmáquinas inventadas con más graciosa imaginaciónque el buque de que se servía Luciano para subir.

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Finalmente, entre los últimos, el padre Mersenne,en el que todo el mundo que le conoció adivinóigualmente la ciencia profunda y la gran piedad quetuvo, ha dudado si la Luna sería o no una tierra acausa de las aguas que en ella veía, y pensó quelas que rodean a la tierra en que vivimos podríanhacer conjeturar las mismas cosas a los que estánde nosotros a una distancia de sesenta radios te-rrestres, como nosotros lo estamos de la Luna. Loque puede tomarse como una especie de afirma-ción, porque la duda en un hombre tan sabio sefunda siempre sobre una buena razón, o, por lomenos, sobre numerosas apariencias que equival-gan a esa buena razón. Gilbert se decide más con-cretamente en esta misma cuestión, pues pretendeque la Luna sea una tierra más pequeña que lanuestra, y se esfuerza en demostrarlo por las con-veniencias que existen entre aquélla y ésta. EnriqueLeroy y Francisco Patricio son de esta opinión, yexplican muy prolijamente sobre qué apariencias sefundan, sosteniendo, en fin, que nuestra Tierra y laLuna, a su vez, se sirven de Lunas recíprocamente.

Ya sé que los peripatéticos son de opinióncontraria y que han sostenido que la Luna no podíaser una Tierra porque en ella no habitaban anima-les; que éstos no hubiesen podido existir de otro

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modo que por generación y corrupción, y que laLuna es incorruptible, que siempre se ha mantenidoen una situación estable y constante y que no se haobservado en ella ningún cambio desde el génesisdel mundo hasta el presente. Pero Hevelius lesreplica que nuestra Tierra, por más corruptible que anosotros nos parezca, no ha durado menos que laLuna, en la que pueden haberse realizado corrup-ciones en que nosotros no hemos reparado nunca,porque han acaecido en las más pequeñas de suspartes tan sólo, y han alterado su superficie; comolas que se producen en la superficie de nuestraTierra, y que serían para nosotros imperceptibles siestuviésemos de ella tan alejados como lo estamosde la Luna. Añade otros varios razonamientos queconfirma por un telescopio de su invención con elcual él dice (y la experiencia es sencilla y familiar)que ha descubierto en la Luna que las partes másbrillantes y más espesas, grandes y pequeñas,guardan una justa proporción con nuestros mares,nuestros ríos, nuestros lagos, nuestras llanuras ymontañas y nuestros bosques.

En fin, nuestro divino Gassendi, tan sabio,tan modesto y tan competente en todas estas co-sas, queriendo divertirse, como creo que lo hicieronlos otros, ha escrito sobre esta cuestión lo mismo

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que Hevelius, y añade que él cree que hay en laLuna montañas cuatro veces más altas que el Olim-po, según la medida de Anaxágoras; es decir, másde cuarenta estadios, que equivalen aproximada-mente a cinco millas de Italia.

Todo esto, lector, podrá demostrarte cuánacreedor de alabanzas es Cyrano de Bergerac,pues, aun habiendo tantos grandes hombres queopinan como él, ha tratado graciosamente una qui-mera que aquéllos habían considerado demasiadoseriamente; también tiene Cyrano el mérito de creerque hay que reír y dudar de todo lo que ciertas gen-tes aseguran con frecuencia tan grave como ridícu-lamente. De suerte que yo le he oído decir muchasveces que él tenía tantos farsantes como con Sidiastopaba (Sidias, nombre de un pedante que Teófilo,en sus fragmentos cómicos, hace reñir a puñetazoscon un joven a quien el pedante asegura que odorin pomo non erat forma, sed accidens), porque creíaque se podía dar ese nombre a los que disputancon la misma testarudez cosas tan inútiles.

El habernos educado juntos con un religiosodel pueblo que tenía pequeños alumnos pensionis-tas nos había juntado en amistad desde nuestraadolescencia, y yo recuerdo la aversión que ya en-

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tonces tenía por aquel padre, que le parecía lasombra de un Sidias; porque dentro de la manerade pensar que Cyrano tenía le consideraba incapazde enseñarle nada. De modo que hacía tan pococaso de sus lecciones y sus correcciones que supadre, que era un buen viejo gentilhombre bastanteindiferente ante la educación de sus hijos y dema-siado crédulo de sus quejas, le sacó de aquellaclase bastante bruscamente, y sin pensar si su hijoestaría mejor en otro sitio le envió a París, donde ledejó hasta los diecinueve años bajo su buena fe.Esta edad, en que tan fácilmente se corrompe nues-tra natural manera de ser, y la gran libertad quetenía de hacer lo que le diese la gana, le arrastraronpor una peligrosa pendiente en la cual me atreveríaa decir que yo le detuve; porque habiendo termina-do mis estudios, y queriendo mi padre que yo sirvie-se en la Guardia, le obligué a que entrase conmigoen la compañía de monseñor de Carbon de Castel-Jaloux. Los duelos, que en aquel tiempo parecían elcamino más recto y rápido para darse a conocer, enpocos días le hicieron a él tan famoso que los gas-cones, que por sí solos casi formaban la totalidadde la compañía, le consideraron como el mismodemonio de la bravura y le contaban tantos comba-tes como días tenía de servicio. Todo esto, sin em-

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bargo, no le apartaba de sus estudios, y un día yo levi en un cuerpo de guardia trabajar en una elegíacon la misma atención que hubiese podido tener enel gabinete de estudios más alejado del ruido. Algúntiempo después asistió al circo de Mouzon, donderecibió un sablazo en el cuerpo, y más tarde, unaestocada en la garganta, en el sitio de Arras en1640. Pero las incomodidades que sufrió en estosdos sitios, las que le causaron sus dos grandesheridas, los frecuentes combates que le daban re-putación de valiente y de diestro, y que varias vecesle hicieron ser segundo (pues jamás recibió unaqueja de su jefe), la poca esperanza que tenía deser considerado si no era por su jefe, ante cuyaautoridad su genio rebelde le incapacitaba parasometerse, y por fin el gran amor que tenía por elestudio, le hicieron renunciar a la guerra que exigetodo un hombre y que le hace tan enemigo de lasletras como éstas son amantes de la paz. Yo tepodía contar algunos de sus combates, que no eranduelos, como aquel en el cual de cien hombres ar-mados para insultar en pleno día a un amigo suyoen el foso de la puerta de Nesle, dos con la muertey siete más con grandes heridas pagaron la pena desu mal propósito. Pero aunque esto podría parecerfabuloso, a pesar de que sucedió a la vista de varias

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personas famosas que lo proclamaron bastante altopara impedir que nadie lo dude, creo no tener quedecir más, puesto que tan complacido estoy de lahora en que abandonó a Marte para abandonarse aMinerva; quiero decir que durante ese tiempo re-nunció tan absolutamente a todo empleo, que elestudio fue el único al que se consagró hasta sumuerte.

Por lo demás, él no limitaba su odio a ladisciplina, a la que exigen los Grandes en cuyacompañía nos habíamos alistado; antes bien, laextendía más ampliamente, alcanzando hasta lascosas que le parecían contradecir los pensamientosy las opiniones, para las cuales él quería gozar detanta libertad como para los más indiferentes actostenía; y trataba de ridículas a ciertas gentes que,valiéndose de la autoridad de un pasaje bien deAristóteles o de cualquiera otro, pretenden con lamisma audacia que los discípulos de Pitágoras consu magister dixit juzgar los más graves problemasaunque las experiencias sensibles y familiares lesdesmientan todos los días. Y no es que le faltase laveneración que debe tenerse por tantos y tan nota-bles filósofos antiguos y modernos; pero la grandediversidad de sus escuelas y la sorprendente con-

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tradicción de sus opiniones le convencieron de queno debía poner fe en ninguno de sus partidos.

Nullius addictus jurare im verba Magistri

Demócrito y Pyrrhon le parecían, apartandoa Sócrates, los más razonables filósofos de la anti-güedad; y esto porque el primero había puesto laverdad en tan obscuro lugar que era imposible ver-la, y Pyrrhon había sido tan generoso, que ningúnsabio de su siglo le había rendido vasallaje a suscreencias, y tan modesto, que nunca había queridodecidir nada concretamente. Añadía respecto deesos sabios que muchos de nuestros modernos nole parecían sino ecos de los otros sabios, y quemuchas gentes que pasan por muy doctas parecer-ían muy ignorantes si les hubiesen precedido otrossabios. De suerte que, cuando yo le preguntaba porqué si así pensaba leía las obras ajenas, me decíaque era para conocer los robos de los otros, y que siél hubiese sido juez de esa clase de crímenes loshubiese castigado con penas más rigurosas que lasque se aplican a los grandes bandoleros de loscaminos, porque siendo la gloria algo mucho másprecioso que un traje, que un caballo y que el mis-mo oro, los que la consiguen por libros que compo-nen con cosas que roban de otros eran como esos

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bandoleros de caminos que viven a expensas de losque desvalijan, y que si cada uno hubiese procura-do decir lo que no habían dicho los demás las biblio-tecas hubiesen sido menos numerosas, menos in-cómodas, más útiles, y la vida del hombre, aunquees muy corta, hubiese bastado para leer y sabertodas las cosas buenas, y no que para encontraruna pasable es necesario leer cien mil que o novalen nada o se han leído ya en otro sitio una multi-tud de veces, y además nos hacen gastar el tiempoinútil y desagradablemente.

Sin embargo, nunca censuraba totalmenteuna obra cuando en ella encontraba algo nuevo,porque pensaba que esto era tan útil para la re-pública de las letras como es útil para las tierrasviejas el descubrimiento de otras nuevas; y lapléyade de los críticos le parecía insoportable, atri-buyendo su apasionamiento para la acusación detodo a la envidia y al despecho que sentían viéndo-se incapaces de ninguna empresa (que siempre eslaudable, aunque su virtud no responda enteramen-te a su empeño). Non ego paucis, decía él:

Non ego paucis

offender maculis quas aut incuria fudit

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aut humana parum cavit natura.

«En efecto, si en un cuadro toleramos tan-tas sombras, ¿por qué no sufrir en un libro que hayaalgunos pasajes menos intensos que otros, puestoque, por la regla de los contrarios, el negro sirvemuchas veces para hacer que el blanco brillemás?»

Sin embargo, como no tenía más que sen-timientos extraordinarios, ninguna de sus obras estáincluida entre las vulgares. Su Agrippine empieza,se desarrolla y termina como todavía nadie intentarahacerlo. La dicción es totalmente poética, el asuntoestá bien escogido, los papeles son hermosos, lossentimientos romanos con todo el brío digno de tangran nombre, el desenlace claro y tan bien practica-da la regla de veinticuatro horas, que esta piezapuede pasar por un modelo de poema dramático.

Pero lo que en él era más admirable es quede la seriedad pasaba a las burlas con igual éxito.Su comedia titulada El pedante burlado es unaprueba muy decisiva y muy agradable; del mismomodo, muchas otras obras suyas, testimonio muyfiel de la universalidad de su alto espíritu. Yo habíadeterminado unir a Viaje a la luna la Historia de lacentella y La República del Sol, en la que con el

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mismo estilo con que probó que la Luna era habita-ble demostraba el sentimiento de las piedras, elinstinto de las plantas y el razonamiento de los bru-tos, y aun estaba por encima de todo esto; pero unladrón que registró su cofre durante su enfermedadme ha privado de esta satisfacción y a ti de acrecertu solaz.

En fin, lector, Cyrano pasó siempre por unhombre de alto y raro espíritu. Y a este don la Natu-raleza le añadió tan gran tesoro de buen sentido,que él sometió sus instintos tanto como quiso. Demanera que no bebió vino más que alguna rara vez,porque, según él decía, el exceso en la bebida em-brutece, y había que tener con su consumo tantasprecauciones como con el del arsénico (que era conlo que él comparaba el vino), porque todo ha detemerse de tan gran veneno, sea cualquiera la for-ma que se le prepare; aunque no hubiera que temersino lo que el vulgo llama quid pro quo, que siemprelo hace peligroso. No era menos moderado en elcomer, pues siempre que podía rechazaba las sal-sas, creyendo que la vida mejor era la más sencillay la menos alterada, lo cual probaba con el ejemplode los hombres modernos, que viven tan corta vida,al revés que los de los siglos primeros, que según

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parece la disfrutaron tan larga por la mesura y sim-plicidad de su comida.

Quipe aliter tune orbe novo coeloque recenti

Vivebant homines.

Estas dos buenas cualidades las acompa-ñaba de un apartamiento tan grande del bello sexo,que puede decirse que nunca salió del respeto queel nuestro le debe. Y con todo esto tenía tal repug-nancia a todo lo que le parecía interesado, que nun-ca pudo saber ni averiguar qué era una privadaposesión, porque todas sus cosas eran menos su-yas que de los conocidos suyos que las necesita-sen. Con todo esto el cielo, que no es ingrato, quisoque de un gran número de amigos que tuvo en vidamuchos le quisieran hasta su muerte y algunostambién más allá de este mundo.

Sospecho, lector, que tu curiosidad, en biende su gloria y la satisfacción de mi deseo, quiereque yo consigne el nombre de esos amigos a laposteridad; y de muy buen grado acepto, porquetodos los que he de citar son de extraordinario méri-to, pues él supo escogerlos muy bien. Muchas ra-zones, y principalmente la cronológica, exigen queempiece por monseñor de Prada, en el cual se igua-

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laban el mucho saber y la bondad del corazón, y aquien su admirable Historia de Francia hizo que tanjustamente se le llamase el «Corneille-Tácito» delos franceses. Supo estimar de tal modo las admira-bles cualidades del señor de Bergerac, que despuésde mí fue el más antiguo de sus amigos y uno delos que se lo ha testimoniado con más largueza enmultitud de circunstancias. El ilustre Cavois, quemurió en la batalla de Lens; el valiente Brisailles,portaestandartes de la Guardia de Su Alteza Real,fueron además de justos estimadores de sus heroi-cos actos, testigos gloriosos y fieles camaradas dealgunos. Me atrevo a decir que mi hermano y elseñor de Zeddé, que se estimaban como valientes,y que le asistieron y fueron a su vez asistidos enalgunos lances ocurridos en esa época a gentes desu oficio, comparaban su valentía a la de los másheroicos. Y si este testimonio puede parecer parcialpor lo que respecta a mi hermano, todavía podríacitar a un bravo de los de mayor gallardía: me refie-ro al señor de Duret de Monchenin, que le ha cono-cido y estimado muchísimo y no dejaría de confir-mar lo que yo sostengo. Y podía añadir el nombredel señor de Bourgogne, maestre de campo delregimiento de Infantería de Su Alteza el príncipe deConti, puesto que él presenció el combate sobre-

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humano de que os hablé y lo refirió juzgándolo conel adjetivo de intrépido, con el que ya siempre lellamó. Lo cual no permite que quede la menor som-bra de duda, por lo menos en aquellos que conocie-ron a monseñor de Bourgogne, que era demasiadosutil para no distinguir lo que es acreedor de esti-mación y lo que no lo es, y cuyo saber era univer-salmente tan grande, que no le permitía equivocar-se en cosas de esa naturaleza. El señor de Cha-vagne, que con tan agradable impetuosidad se ade-lanta siempre a los ruegos de aquellos a quienesquiere obligar; ese ilustre consejero señor Longuevi-lle-Goutier, que tiene todas las cualidades de unhombre acabado; el señor de Saint Gilles, en quientodo es efecto del mismo deseo de ser buen amigo,y que no es testigo pequeño de su valor y de sualma; el señor de Lignières, cuyas producciones sonefecto de un fuego perfectamente hermoso; el señorChâteaufort, en quien la memoria y el juicio son tande admirar como la aplicación tan dichosa que hacede toda su sabiduría; el señor de Billettes, que nodesconocía nada, a los veinte años, de lo que otrostienen por mucha gloria conocer a los cincuenta;monseñor de la Morlière, cuyas costumbres son tanpulcras y tan encantadora su amistad; el señor con-de de Brienne, cuyo hermoso espíritu tan bien res-

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ponde a su alto origen, tuvieron por él toda la estimanecesaria para que exista una buena amistad, de lacual se desvivieron todos ellos por darle muestrasmuy señaladas. Nada diré particularmente del señorabate de Villeloin porque no he tenido el honor detratarle; pero puedo asegurar que el señor Bergeracse hacía lenguas de él y que había recibido muchaspruebas de su gran bondad.

Debiera añadir que para complacer a susamigos, que le aconsejaban buscar un padrino paraque le apoyase en la corte, o en otra parte, venció elgran amor que tenía a su libertad, y que hasta el díaen que recibió en la cabeza el golpe de que os hehablado estuvo bajo los auspicios del señor duquede Arpajon, al cual dedicó todas sus obras; perocomo durante su enfermedad le oí quejarse deabandono, no me he creído capacitado para juzgarsi fue por la desdicha que tienen siempre todos loshumildes y que también es común a los grandes,que no recuerdan los servicios que se les prestasino cuando los reciben, o si, por el contrario, no eramás que un secreto del Cielo, que, queriendo sepa-rarlo tan pronto de este mundo, quiso también inspi-rarle el escaso disgusto de abandonar lo que nosparece más hermoso y que frecuentemente no lo estanto como imaginamos nosotros. Sería injusto con

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el señor Rohault si no añadiese su nombre a unalista tan gloriosa, puesto que este ilustre matemáticoque ha hecho tan bellos estudios de física, y que noes menos estimable por su bondad y su modestiaque por su saber, que le coloca por encima de to-dos, tuvo tan íntima amistad con Bergerac y se inte-resaba tanto por todo lo suyo, que fue el primero endescubrir la verdadera causa de su enfermedad yen buscar cuidadosamente, con todos sus demásamigos, el medio de librarle de ella. Pero el señorde Boisclairs, que pone todo su heroísmo hasta enlos mínimos actos, creyó encontrar en el señor Ber-gerac una magnífica ocasión para satisfacer sugenerosidad, para dejar a otros la gloria, que sedecidió a protegerle, y le protegió en efecto, en unaocasión tanto más útil a su amigo cuanto que elaburrimiento por su largo cautiverio le amenazabacon una pronta muerte, cuyo camino ya estaba co-menzado por una fiebre violenta, triste preludio desu fin. Pero este amigo sin par interrumpió ese ca-mino, deteniéndole en él durante un intervalo decatorce meses, durante los cuales le acogió en sucasa; y hubiese tenido junto a la gloria que merecentan grandes cuidados como le prodigó la de conser-varle la vida, si sus días no hubiesen estado conta-dos y limitados a los treinta y cinco años de su

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edad, que tuvo fin en el campo en casa del señorCyrano, un primo suyo del cual había recibido gran-des testimonios de amistad y cuyas conversaciones,tan sabias en la historia de los tiempos actuales ylos viejos, le complacían sin límite. Por un deseomuy natural de cambiar de aire, que precede a lamuerte y que es un síntoma casi cierto en la mayorparte de los enfermos, se hizo llevar a casa de esteprimo suyo, y allí, a los cinco días, entregó su alma.Creo que es reconocer al señor mariscal de Gas-sion parte del honor que a su memoria se debe,decir que amaba a las gentes de espíritu y de co-razón, que de las dos cosas era él rico, y que por elrelato que los señores de Cavoy y de Guigy le hicie-ron del señor Bergerac quiso tenerle a su lado. Perola libertad, de la que todavía era idólatra (pues fuemucho más tarde cuando se acogió a la proteccióndel señor de Arpajon), nunca le consintió tener aeste hombre sino como a un gran maestro; de suer-te que prefirió no ser por él conocido y estar libreque ser querido, pero obligado; y este mismo carác-ter, tan poco preocupado por la fortuna y por lasgentes de su tiempo, le hizo desdeñar varias amis-tades que la reverenda madre Margarita, que muyparticularmente le estimaba, quería procurarle; pa-recía presentir que lo que en esta vida constituye

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nuestra felicidad no nos asegura nada la dicha de laotra. Este fue el único pensamiento que le ocupóhacia el término de sus días con la preocupaciónque enalteció todavía más madama de Neuvillete,esta mujer tan piadosa, tan caritativa, tan para losdemás, siendo a la vez toda de Dios, y de la cualtenía él la honra de ser pariente por parte de la fa-milia de los Berangers. De este modo el libertinaje,que a la mayor parte de los jóvenes seduce, le pa-recía a él un monstruo, para el que tuvo, como pue-do aseguraros, desde entonces, toda la aversiónque deben tener por él los que quieran vivir cristia-namente. Yo, algún tiempo antes de su muerte,presentí ese gran cambio, porque un día, como lereprochara la melancolía que entonces demostrabaen sitios donde antes acostumbraba a decir cosasregocijantes y divertidas, me contestó que era por-que había empezado a conocer el mundo y se ibadesengañando; que estaba ya en un estado deánimo que le hacía prever que dentro de poco el díaúltimo de su vida señalaría el final de sus desgra-cias, y que realmente su más grande disgusto erano haberla empleado con más provecho:

Jam juvenem vides;

me decía,

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instet cum serior aetas

Moerentem stultos praeteriisse dies.

«Y, en verdad, añadía, creo que Tibulo pro-fetizaba mi estado cuando hablaba así, pues nadiesintió tanto como yo haber pasado tan inútilmentedías tan gustosos.»

Tú, lector, debes perdonarme esta digre-sión, y si me extendí tanto sobre el mérito de unamigo, su muerte me disculpa de la que hubiesetenido por ser un vano adulador, aunque estas co-sas no creo que dejen de gustar jamás. Y ahora,para proseguir la cita de las autoridades en las quese ha fundado, te diré que el demonio, del cual sehizo acompañar tan provechosamente en la Luna,no es nada inaudito, puesto que Talés y Heráclitohan dicho que el mundo estaba lleno de esos seres.Además, lo abona así lo que se ha publicado deSócrates, de Dion, de Bruto y de tantos más; lapluralidad de mundos, de la que también nos habla,está confirmada por la opinión de Demócrito, que laha sostenido; así como lo que dice del infinito y delos minúsculos cuerpos o átomos, de los que hanhablado, después que este filósofo, Epicuro y Lu-crecio.

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El movimiento que atribuye a la Tierra no estampoco nuevo, puesto que Pitágoras, Philolarco yAristarco sostuvieron antes que giraba en torno delSol, que situaban en el centro del mundo. Lisipo yvarios más han dicho aproximadamente lo mismo;pero Copérnico, en el siglo pasado, ha sido quienmás altamente lo ha proclamado, puesto que hacambiado el sistema de Ptolomeo, antes seguidopor todos los astrónomos, que ahora, en su mayorparte, aprueban el de Copérnico, más simple y másfácil, puesto que sitúa el Sol en el centro del mundoy la Tierra entre los planetas, en el sitio en que Pto-lomeo daba el Sol; es decir, que hace girar en tornodel Sol a la esfera de Mercurio, después a la deVenus, después la de la Tierra, al borde de la cualsitúa un epiciclo, sobre el cual hace girar a la Lunaen torno de la Tierra y acabar esa revolución enveintisiete días, a más de la que le hace dar en tor-no al Sol durante un año.

Por otra parte, lector, he de confesarte queese cambio me es indiferente, porque yo no sé nadade esas ciencias, que son demasiado abstractaspara mí; y te aseguro que todo lo que yo sé no esmás que algo de lo que recuerdo de alguna lecturade obras sobre este tema. Por esto declaro que conlo que he dicho de Copérnico no he querido ofender

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a Ptolomeo. Me basta que Coeli enarrant gloriamDei, y que su admirable estructura me prueba queno son obra del hombre. Por más que Ptolomeodiga lo contrario, son lo mismo que siempre fueron;y sea el que fuere el cambio que Copérnico aporta-se han permanecido en el mismo sitio y con la mis-ma función que les dio el Ser Supremo, que puedecambiarlo todo sin Él cambiar.

Al principio de este discurso he dicho lo queme había decidido a desarrollarlo; a continuaciónpodrá saberse cómo y por qué he citado a todosesos sabios. Yo te ruego, lector, que te acuerdes,para justificar la poca o ninguna diferencia que yotengo para las invenciones ajenas, en lo que pue-den alterar la verdad de mi creencia.

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Historia cómica o viaje a la luna

Estaba la Luna en el lleno y el Cielo despe-jado, y ya habían sonado las nueve de la nochecuando, regresando de Clamart, cerca de París(cuyo actual mayorazgo, el señor Cuigy, nos habíaobsequiado a mis amigos y a mí), los múltiples pen-samientos que esa bola de azafrán nos sugirió fuedivirtiéndonos durante nuestro caminar; porque conlos ojos anegados en ese gran astro, ya lo conside-raba alguien como una buhardilla del cielo; ya otrosaseguraban que era la plancha con que Diana sacabrillo a la pechera de Apolo, y otros creían que bienpodría ser el Sol, que habiéndose despojado de susrayos por la tarde miraba por un agujero lo que pa-saba en el mundo cuando él no estaba alumbrándo-lo. «Y a mí, les dije yo, que me complace unir misentusiasmos con los vuestros, me parece, sin queme seduzcan vuestras agudas hipótesis, con lasque pretendéis distraer al tiempo para que pasamás de prisa, me parece, os digo, que la Luna es unmundo como este nuestro, y que a su vez la Tierrasirve de Luna a esa que veis vosotros».

Algunos de mis compañeros soltaron unagran carcajada cuando yo hube dicho tales razones.«Puede ser, les repliqué yo, que en la Luna haya

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también algunos que en este momento se esténburlando de cualquiera que afirme que este globonuestro es un mundo.» Pero por más que les quiseconvencer de que esa opinión mía era la de muchosgrandes hombres, no conseguí que dejasen de reír,como lo estaban haciendo de muy buena gana.

No obstante, este pensamiento, cuya auda-cia agitaba mi espíritu afirmada por la contradicciónde los otros, se fue afincando tanto en mi ánimo,que ya durante el resto del camino me quedé emba-razado con mil definiciones de la Luna que no podíaalumbrar; de suerte que, a fuerza de apoyar estacreencia burlesca con argumentos casi serios, yafaltaba poco para que yo me desdijese, cuando elmilagro o la casualidad, la Providencia, la fortuna, oquizá lo que comúnmente se llama visión, ficción oquimera, o locura si se quiere, me suministró laocasión que me inclinó a esta idea. Cuando llegué ami casa, subí a mi estudio y encontré sobre la mesaun libro abierto que yo no había dejado allí. Era elde Cardán, y aunque no tuviese el propósito de leer,dejé caer los ojos, como si fuese por fuerza, sobreuna historia de este filósofo que dice que estudian-do una tarde a la luz de una candela vio entrar,filtrándose por las puertas cerradas, a dos grandesancianos, los cuales, después de mucha preguntas

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que él les hizo, contestaron que eran habitantes dela Luna, y desaparecieron en diciendo esto. Mequedé tan sorprendido al ver un libro que habíallegado hasta mi mesa él solo, sin que nadie lo deja-ra allí, y al ver que además se había abierto enaquella ocasión y precisamente por aquella página,que tomé todos estos incidentes encadenados co-mo una inspiración que me obligaba a dar a conocera los hombres que la Luna es un mundo. «¡Cómo -me decía yo a mí mismo -, después de estarhablando todo el día de una cosa, un libro que aca-so es el único en el mundo donde estas materias setratan tan detalladamente vuela de mi biblioteca ami mesa, para abrirse precisamente por las páginasde tan inaudita aventura, y arrastra a mis ojos, comocon una fuerza secreta, hasta él, y luego suministraa mi fantasía las reflexiones y a mi voluntad lospropósitos que yo he formado! Sin duda -continuédiciéndome a mi mismo - los dos viejos que se apa-recieron al gran Cardán no eran otros que los quehan cogido mi libro y lo han dejado en mi mesaabierto por esas páginas para ahorrarse conmigo laarenga que a Cardán le hicieron. ¿Pero - pensabayo - no sabré resolver esta duda si no subo hastaallá? ¿Y por qué no? - me replico luego -. Prometeoen otro tiempo fue al Cielo y robó el fuego. ¿Acaso

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yo soy menos osado que él? ¿Y tengo motivos parano confiar en un éxito tan favorable como el suyo?»

A estas humoradas que acaso llaméis ex-ceso de delirio febril, sucedió la esperanza de reali-zar un viaje tan encantador. Y alentado por esaesperanza me encerré en una casa de campo bas-tante solitaria, donde después de halagar mis sue-ños con algunos medios proporcionados a mi inten-to, he aquí cómo conseguí subir al Cielo.

En torno a mi cuerpo me había atado bas-tantes frascos llenos de rocío, sobre los cuales elSol proyectaba tan ardientemente sus rayos que sucalor, que los atraía como hace con las más gran-des nubes, me levantó a tan grande altura, que porfin llegué a encontrarme por encima de la primeraregión. Pero como esa atracción me elevaba dema-siado rápidamente, y como en vez de aproximarmea la Luna, como era mi deseo, todavía me parecíaestar más lejos de ella que al principio, fui rompien-do algunos de mis frascos hasta que observé quemi peso sobrepujaba la atracción del calor e ibadescendiendo sobre la tierra. No fue falsa mi opi-nión, puesto que en aquélla me encontré poco tiem-po después. Teniendo en cuenta la hora que habíasalido, ya debía estar mediada la noche. Sin em-

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bargo, vi que el Sol estaba en lo más alto del hori-zonte, y que era mediodía. A vosotros dejo el pen-sar cuál no sería mi asombro: y fue tan fácil esteasombro mío, que no sabiendo yo a qué atribuireste milagro, tuve la insolencia de imaginar que,como premio a mi atrevimiento, Dios, por una vezmás, había detenido el curso del Sol a fin de alum-brar una empresa tan generosa. Todavía acreció miatrevimiento el no conocer el país donde me encon-traba, puesto que, según yo creía, habiendo ascen-dido derechamente debiera haber descendido alsitio mismo de mi partida. Y tal como estaba equi-pado encaminé mis pasos hacia una especie dechoza en la que apercibí humo; y ya estaba de ellaa un trecho de pistola cuando me vi rodeado poruna cantidad numerosa de hombres completamentedesnudos. Mucho parecieron espantarse de mi pre-sencia, pues, a lo que yo creo, era yo el primerhombre que ellos viesen vestido de botellas. Y paraalterar todavía más todos los pensamientos queellos pudiesen tener acerca de este hábito mío,todavía estaba el ver que al andar apenas sí tocabayo en el suelo; tampoco imaginaban ellos que a lamenor inclinación que yo diese a mi cuerpo el ardorde los rayos del Sol me levantaría con mi rocío yque, aunque ya mis frascos no eran muchos, pro-

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bablemente ante su vista me hubiesen levantadopor el aire. Quise yo abordarles; pero como si sutemor les hubiese cambiado en pájaros, vi cómo enun instante se perdían por la próxima selva. Aunpude coger a uno cuyas piernas sin duda le habíantraicionado el corazón. A éste le pregunté (con bas-tante esfuerzo porque estaba yo lleno de ahogo)cuánto había desde allí hasta París, cómo y desdecuándo iba la gente en Francia desnuda de aquelmodo y por qué huían ellos de mí con tanto espan-to. Este hombre, con el cuál yo hablaba, era unanciano aceitunado que muy temeroso se hincó enseguida de hinojos ante mí y juntando las manoshacia lo alto por detrás de su cabeza quedó con laboca abierta y cerró los ojos. Largo tiempo estuvomurmurando entre dientes sin que yo pudiese en-tender nada de lo que decía; así que di en pensarque su lenguaje era tan sólo el ceceo quijarroso deun mudo.

Al poco tiempo de esto vi llegar una com-pañía de soldados a cajas batientes y observé quedos de ellos se separaban de sus filas y se dirigíanhacia mí; y así, que estuvieron lo bastante cercapara oír mis razones, con las mejores que yo pudeles pregunté dónde estaba. A las cuales ellos merespondieron: «Estáis en Francia; ¿pero quién ha

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sido el diablo que en ese estado os ha puesto ycómo es que nosotros no os conocemos? ¿Es quehan llegado ya las naves? ¿Vais a dar aviso de elloal señor gobernador? ¿Y por qué razón habéis re-partido vuestro aguardiente en tantas y tantas bote-llas?»

A todo esto yo les repliqué que no era eldiablo quien en tal estado me había puesto; que sino me conocían no era cosa de extrañar, pues nopodían ellos conocer a todos los hombres; que nosabía yo que el Sena condujese naves a París; queno tenía ningún aviso que dar al señor mariscal delHospital, y que no llevaba nada de aguardiente enmis botellas. «¡Bah, bah! -me dijeron ellos, cogién-dome por un brazo-. ¿Os hacéis el valiente? Pues sinosotros no os conocemos, ya os reconocerá elseñor gobernador». Me llevaron hacia sus filas y enella me di cuenta de que realmente estaba en Fran-cia, pero en la Nueva; de manera que al poco tiem-po de todo esto fui presentado al virrey, que mepreguntó cuál era mi país, cómo me llamaba y quiénera; y así que yo le hube dado respuesta contándolela agradable aventura de mi viaje, sea que lo creyó,sea que fingió creerlo, tuvo la bondad de dar el en-cargo de que me aparejasen una habitación en suvivienda. Fue una gran dicha para mí encontrar un

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hombre con tan altas opiniones y que no se extra-ñase cuando yo le dije que era necesario que laTierra hubiese girado durante mi ascensión, puestoque, habiendo comenzado a elevarme a dos leguasde París, había caído, siguiendo una línea casi per-pendicular, en las tierras de Canadá.

Por la noche, cuando ya iba yo a acostar-me, entró él en mi habitación y me dijo: «Nuncahubiese entrado yo a interrumpir vuestro descansosi no hubiese pensado que una persona que hapodido encontrar el secreto de andar tan largo ca-mino en media jornada no posea también el de nocansarse. Pero no sabéis -añadió- la divertida dis-puta que por vuestra causa acabo de mantener connuestros Padres. Creen ellos firmemente que conseguridad sois vos un mago. Y la mayor gracia quevos podríais obtener de ellos es que solamente ostuviesen por impostor. Porque, en verdad, ese mo-vimiento que vos atribuís a la Tierra es una paradojabastante delicada; en cuanto a mí, con franqueza osdigo que lo que me impide que totalmente comulguecon vuestra opinión es el que aunque ayer salieseisde vuestro país, podéis haber llegado hoy a estatierra sin que nuestro mundo haya girado; porque siel Sol os levantó merced a vuestras botellas, no osdebió conducir hasta aquí, ya que, según Ptolomeo

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y los filósofos modernos, anda ese astro a la parque, según vos decís, anda la Tierra. Y, por otraparte, ¿qué grande probabilidad habéis visto vospara figuraros que el Sol permanezca inmóvil, sien-do así que todos le vemos andar? Y ¿qué aparien-cia os afirma el que la Tierra gira tan rápidamente,sintiéndola nosotros bajo nuestros pies tan firmecomo la sentimos?» «Señor-le repliqué yo-, estasson las razones que aproximadamente nos obligana prejuzgarlo de tal manera. En primer lugar, es desentido común el creer que el Sol se ha afirmado enel centro del Universo, puesto que todos los cuerposque en la Naturaleza viven necesitan de ese fuegoradical, que habita en el corazón de este reino parapoder satisfacer prontamente la necesidad de cadauna de sus partes, y porque la causa de las genera-ciones es de razón que esté situada en el medio detodos los cuerpos para obrar sobre ellos con igual-dad y más facilidad; del mismo modo la Naturalezaha colocado sabiamente las partes genitales delhombre, las pepitas en el centro de las manzanas ytodos los huesos en el corazón de la fruta a quepertenecen. Y, del mismo modo, la cebolla conservaal abrigo de cien telas que la envuelven el preciadogermen del cual diez millones más han de ir sacan-do su vida; porque este fruto por sí sólo es ya un

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pequeño universo cuya semilla, más abrigada quelas otras partes, es el Sol que a su alrededor espar-ce toda su tibieza conservadora de su globo; y esegermen, en esta metáfora, es el sol diminuto de esemínimo mundo que lo calienta nutriendo la vidavegetal de su pequeña masa. Y admitido esto, digoyo que la Tierra, teniendo necesidad de la luz, delcalor y de la influencia de este gran fuego, va giran-do en torno de él para recibir por igual en todas suspartes esa virtud que la conserva. Porque sería tanridículo creer que este grande cuerpo luminoso gi-raba en torno de cualquier otro punto, como pensar,cuando vemos una alondra asada, que para asícondimentarla ha sido necesario hacer girar la lum-bre en torno de ella. Por otra parte, si fuese el Solquien tuviera que hacer ese giro parecería que ladroga necesitaba del enfermo, que el fuerte habíade plegarse al débil, el magnate servir al humilde yque en lugar de que un barco fuese siguiendo lascostas de una provincia fuera la provincia la quegirara en torno del barco. Porque si os cuesta traba-jo comprender cómo una masa tan pesada puedemoverse, decidme, si os place, si los astros y loscielos que vos imagináis tan sólidos ¿son acasomenos pesados? Y aún nos es más fácil a nosotros,que estamos convencidos de la redondez de la

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Tierra, deducir de su figura la facilidad de su movi-miento. Pero ¿por qué suponer al cielo redondotambién, puesto que no podríais asegurarlo y pues-to que entre todos los cuerpos tan sólo los que po-seen figura esférica pueden moverse? No es que osreproche vuestras coordenadas, ni vuestros epici-clos, que no podríais vos explicarme claramente y alos cuales yo excluyo de mi sistema. Hablemos,pues, solamente de las causas naturales de estemovimiento. ¿Por ventura estáis vos obligado arecurrir a las fuerzas que mueven y gobiernan vues-tros mundos? Pero yo sin interrumpir el reposo delSer Soberano, que sin duda ha creado la Naturale-za haciéndola perfecta y de cuya sabiduría es deesperar que la haya dejado bien acabada, de talsuerte que habiéndola creado para una cosa, paraotra cualquiera no la haya hecho defectuosa; peroyo, decía, afirmo que los rayos del Sol con su in-fluencia y actuando sobre su superficie hacen girara la Tierra al moverla, como nosotros hacemos giraruna esfera golpeándola con la mano, o tambiéncomo los humos que evaporándose constantementede su seno, por el lado que el Sol la mira, repercuti-dos por el frío de la región media, redundan encima,y necesariamente, como no la puede empujar másque sesgadamente, la hace así piruetear. La expli-

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cación de los otros dos movimientos todavía esmenos embrollada. Imaginaros un poco si os pla-ce...» En diciendo estas palabras el virrey me inte-rrumpió: «Prefiero disculparos de esa molestia; pre-cisamente yo he leído sobre esta materia algunoslibros de Gassendi. Mas ahora veréis lo que mecontestó un día uno de nuestros Padres, que de-fendía vuestra opinión: «En efecto -decía él-, yo meimagino que la « Tierra gira, no por las razones quealega Copérnico, sino porque estando el fuego delinfierno encerrado en el centro de la Tierra, los con-denados, al querer huir del ardor de su llama, empu-jan contra su bóveda para librarse de él, y de estemodo hacen girar a la Tierra como un perro hacegirar a una cuba cuando corre encerrado dentro deella».

Juntos alabamos algún tiempo este pensa-miento como una simple ingeniosidad de este buenPadre, y finalmente el virrey me dijo que él se extra-ñaba muchísimo de que siendo el sistema de Pto-lomeo tan poco probable fuese por todos tan bienacogido. «Señor -le contesté yo-, la mayor parte delos hombres que para juzgar suelen guiarse tan sólode sus sentidos se han dejado persuadir por losojos, y así como el que va en un buque navegandoa lo largo de la costa cree que no es el buque el que

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anda, sino ésta, así los hombres al girar con la Tie-rra en torno del Cielo, han creído que era éste elque giraba en torno de ellos. Añadid a esto el orgu-llo insoportable de los hombres que están persuadi-dos de que la Naturaleza ha sido hecha tan sólopara ellos, como si fuese posible que el Sol, un grancuerpo cuatrocientas treinta y cuatro veces másgrande que la Tierra, no se hubiese encendido paraotra cosa sino para madurar sus nísperos y sazonarsus coles. Según yo creo, nada dispuesto a tolerarsus insolencias, los planetas son mundos situadosen torno del Sol, y las estrellas fijas, a su vez, sonotros soles que tienen planetas en torno de ellos, esdecir, mundos que nosotros no vemos porque su luzreflejada no podría llegar hasta nosotros. Porque¿cómo si no, de buena fe, podríamos imaginar queesos globos tan espaciosos fuesen tan sólo camposdesiertos y que en cambio el nuestro, sólo porquenosotros vivimos en él, haya sido creado para unadocena de gentecillas soberbias? ¡Pues qué! ¿Por-que el Sol acompasa nuestros días y nuestros años,sólo por eso ya vamos a pensar que ha sido creadopara que su luz impida que vayamos dándonos decabezadas contra las paredes? No, no; si este Diosvisible alumbra al hombre no es sino por accidente,como la antorcha del rey, también por accidente,

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alumbra al esbirro que pasa por la calle». «Pero-mereplicó él -si, como vos afirmáis, las estrellas fijasson otros tantos soles, podría de ello deducirse queel mundo era infinito, puesto que es verosímil quelos pueblos de ese mundo que están alrededor deuna estrella fija que vos suponéis un sol, descubrenademás otras estrellas fijas que nosotros no podr-íamos descubrir desde aquí, y así se seguiría hastael infinito». «No lo dudéis -respondí yo-; así comoDios ha podido hacer inmortal el alma, ha podidohacer infinito el mundo, suponiendo que sea verdadque la eternidad es tan sólo una permanencia sininterrupción y el infinito una extensión sin límites.Por otra parte, Dios, a su vez, sería finito si se su-pusiese que el mundo no era infinito, puesto que nopodría ser o no habría nada, y puesto que Él nopodría acrecer el tamaño del mundo sin añadir algotambién a su propia extensión, empezando por es-tar allí en donde antes no estaba. Es, pues, precisocreer que así como nosotros desde aquí vemos aSaturno y a Júpiter, así también, si estuviésemos enalguno de estos dos mundos, descubriríamos mu-chos otros más que ahora no vemos, pues el Uni-verso hasta el infinito está de este modo constitui-do».

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«Pobre de mí - me replicó él -; por más quedecís, no puedo comprender del todo ese infinito deque habláis». «¡Ah!-le dije yo-, decidme si acasocomprendéis mejor la nada que hay más allá de él.Tampoco. Porque cuando penséis en esa nada osla imaginaréis, por lo menos, como viento o comoaire, y eso ya es alguna cosa; pero el infinito, si nopodéis comprenderlo en su universalidad, al menoslo concebís por partes, puesto que no es difícil ima-ginar más allá de la porción de tierra o de aire quenosotros vemos, fuego, otro aire y otra tierra. Por lodemás, el infinito no es otra cosa que un tejido sinlímites de todo esto. Ahora bien; si me preguntáisde qué modo han sido hechos todos estos mundos,siendo así que la Santa Escritura habla tan sólo deuno, que creó Dios, yo os contestaré que no puedodiscutir sobre este punto, porque si me obligáis adaros razones de lo que sólo mi imaginación lastiene, con esa demanda me dejáis sin palabras si noson las que necesito para confesaros que mi razo-namiento en esta clase de problemas siempre darápreferencia a mi fe». Él me dijo que realmente supregunta era censurable y que volviese yo a desen-volver mi idea. «De suerte-añadí yo entonces-, quetodos estos otros mundos que no se ven o que tansólo se distinguen confusamente no son más que la

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espuma de los soles que se purgan. Porque, ¿cómopodrían existir esos grandes fuegos si no estuviesenligados a alguna materia que los nutriese? Por tan-to, así como el fuego expulsa de su seno la cenizaque ahoga su llama, del mismo modo que el oro ensu crisol se desprende, para purificarse, de la mar-casita que debilita su quilate, y como nuestro co-razón se desprende por medio del vómito de loshumores indigestos que lo emponzoñan, así estossoles se limpian todos los días purgándose de losrestos de las materias que estorban su fuego. Perocuando ya hayan consumido esta materia que lesmantiene, no dudéis que se extenderán dilatándosepor todas partes para buscar otro pasto y que seunan a todos los mundos que hayan creado otrasveces y principalmente a los que encuentren máscercanos; entonces estos grandes fuegos, rebullen-do todos los cuerpos, los irán rechazando confusa-mente de todas partes como antes, y habiéndosepurificado poco a poco empezarán a servir de solesa otros pequeños mundos que engendrarán, em-pujándolos más allá de sus esferas. Esto es, sinduda, lo que ha hecho que los pitagóricos predijeranla atracción universal. No es esto una fantasía ridí-cula. La nueva Francia, en cuyas tierras ahora es-tamos, es un ejemplo convincente. Este vasto conti-

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nente de América es una mitad de la Tierra que, apesar de nuestros predecesores que mil veces hab-ían atravesado el Océano, aún no había sido des-cubierta, y antes, hasta puede afirmarse que noexistía, como muchas islas, penínsulas y montañasque se han erguido sobre nuestro planeta cuandolas herrumbres del Sol por él eliminadas han sidolanzadas bastante lejos y condensadas en masasbastante pesadas para ser atraídas hacia el centrode nuestro mundo, acaso en pequeñas partículas, otal vez, de pronto, en grandes masas. No es estomuy absurdo, y quizá San Agustín lo hubieseaplaudido si el descubrimiento de este país sehubiese realizado en su tiempo, ya que este grandepersonaje, cuyo genio con tan luminoso fuego esta-ba encendido, asegura que en su tiempo la tierraera achatada como un horno y que nadaba sobrelas aguas como una media naranja. Pero si algunavez tengo yo el honor de veros en Francia os harénotar, por medio de un excelente anteojo, que cier-tas obscuridades que desde aquí parecen sombrasson mundos que se están formando».

Mis ojos, que al acabar estas palabras ya seme iban cerrando, obligaron a salir al virrey. El díasiguiente y otros sucesivos los pasamos en seme-jantes razones. Pero como algún tiempo después

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las vicisitudes de los asuntos de la provincia sus-pendieron nuestra filosofía, otra vez volví con elmayor empeño a mi deseo de subir a la Luna.

Tan pronto como ésta amanecía yo me ibapor los bosques soñando en la realización y el éxitode mi empresa, y por fin en vísperas de San Juan,mientras todos estaban en el fuerte reunidos enconsejo para determinar si se prestarían socorros alos salvajes del país en sus luchas contra los iro-queses, yo me fui solo por las espaldas de nuestracasa hasta la cima de una montaña no muy grande,donde veréis lo que me sucedió. Había construidoyo una máquina y creía que sería capaz para ele-varme todo lo que yo quisiera porque, no faltándolenada de lo que yo pensaba que era necesario, mesenté dentro de ella y me precipité en el aire desdela cima de una roca; pero por no haber calculadobien las medidas me caí rudamente en el valle. Yaunque había quedado muy maltrecho, me volví ami cuarto y sin encogérseme el ánimo, con algo demédula de buey me unté el cuerpo desde la cabezahasta los pies, pues todo él lo tenía quebrantado. Yasí que me tomé una botella de esencia cordial parafortificarme el corazón, volví en busca de mi máqui-na; pero ya no la hallé, pues ciertos soldados quehabían sido enviados al bosque a cortar leña para

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encender las hogueras de San Juan, como toparancon ella casualmente, la habían llevado al fuerte, endonde tras algunas explicaciones de lo que pudieraser, y habiendo descubierto el mecanismo del re-sorte, algunos dijeron que había que atarles muchoscohetes voladores, porque habiéndoles levantadomuy alto, con su rapidez y agitando el resorte susgrandes alas, nadie dejaría de tomar esta máquinapor un dragón de fuego. Yo estuve buscándola mu-cho tiempo, y la encontré por fin en medio de laplaza de Kevec, cuando ya iban a prenderle fuego.Y tan grande fue mi dolor al ver en considerablepeligro la obra de mis manos, que fui corriendo acoger el brazo del soldado que encendía el fuego.Le arranqué la mecha y frenéticamente me metí enmi máquina para romper el artificio de que la habíanrodeado. Pero ya llegué tarde, porque apenas hubemetido los dos pies fui elevado hacia las nubes. Elhorror que me invadió no me consternó tanto nialteró mis facultades hasta el punto de que no pu-eda acordarme de todo lo que en aquel momentome sucedió. Porque en el mismo instante en que lallama devoró parte de los cohetes que estaban dis-puestos en grupos de seis por medio de una atadu-ra que reunía cada media docena, otros seis seencendieron y luego otros seis, de tal modo que el

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salitre, al encenderse, al mismo tiempo que acrecíael peligro lo alejaba. Sin embargo, cuando ya estu-vieron consumidos todos los cohetes, el artificiofaltó, y cuando ya soñaba yo dejarme la cabezapegada a cualquier montaña, sentí sin movermecasi que mi elevación continuaba y que libertándosede mí la máquina volvía a caer sobre la tierra. Estaaventura tan extraordinaria me abullonó el corazóncon una alegría tan poco común que, transportadopor verme fuera de un peligro seguro, tuve el atre-vimiento de filosofar sobre esto, y buscando con larazón y con los ojos cuál pudiera ser la causa, ad-vertí que mi carne estaba hinchada y todavía gra-sienta con la grasa de la médula que yo me habíauntado en las contusiones de mi porrazo; entoncesme di cuenta de que cómo iba descendiendo ycómo la Luna durante este cuadrante había tenidocostumbre de sorber la medula de los animales, sebebía la que yo me había untado, con tanta fuerzacomo era menor la distancia que de mí le separaba,y que no debilitaba en su vigor la interposición denube alguna.

Cuando ya hube atravesado, según elcálculo que yo me hice después, mucho más de lastres cuartas partes del camino que separa la Lunade la Tierra, me vi de pronto dar con los pies en

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alto, y esto sin que me cayese de ninguna manera,y no me hubiese dado cuenta de ello, seguramente,si no hubiera notado gravitar sobre mi cabeza lacarga pesada de mi cuerpo. Yo me daba muy buenacuenta de que no caía hacia la Tierra, porque aun-que me encontrase entre dos lunas y aunque no-tase perfectamente que a medida que me acercabaa una de ellas me alejaba de la otra, estaba con-vencido de que la más grande era nuestro planeta,porque como al cabo de uno o dos días de viaje lasrefracciones alejadas del Sol venían a confundir ladiversidad de los cuerpos y de los climas, se meaparecía ya solamente como una gran placa de oro.Esto me hizo pensar que iba dirigiéndome hacia laLuna, y me confirmé en esta opinión cuando re-cordé que había empezado a caer a las tres cuartaspartes de mi camino, porque, me decía yo para misadentros, como esta masa es menor que la nuestra,es lógico también que su esfera de actividad sea demenor extensión y que, por consiguiente, haya sen-tido más tarde la fuerza de su centro.

En fin, después de haber gastado muchotiempo en caer (a lo que yo imagino, porque la vi-olencia del precipicio no me permitió observarlobien) de lo más remoto de que me acuerdo es queme encontré con un árbol enredado entre tres o

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cuatro ramas bastante gruesas que yo había roto alcaer y con la cara mojada por los sucos de unamanzana que se me había reventado encima.

Por fortuna, este paraje era como bien pron-to lo sabréis...

Así podréis imaginar que sin la circunstan-cia de este azar ya hubiese perecido mil veces.Frecuentemente he reflexionado sobre la vulgarcreencia de que al caer de un sitio muy alto antesde llegar a la tierra se ha perecido ahogado; y delhecho de mi aventura he deducido que miente estavulgar creencia, o bien que el jugo enérgico deaquella fruta, que lo fue destilando en mi boca, lla-mara otra vez a mi alma a lo interno de mi cadávertodavía tibio y dispuesto para las funciones de lavida. En efecto; tan pronto como estuve en tierra seme fue el dolor del cuerpo antes que de mi memoriasaliese; y el hambre que durante mi viaje habíadado mucho que hacer a mi deseo, sólo me dejó enlugar suyo un recuerdo vago de haberlo perdido.

Tan pronto como me levanté y vi el másgrande de los cuatro ríos que forman un lago alreunirse, el espíritu o el alma invisible de los simplesque se exhalan sobre esta comarca vino a dar con-tento a mi olfato, y me apercibí de que los guijarros

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no eran duros ni toscos, sino que parecían tener lasolicitud de ablandarse cuando por encima de ellosse caminaba. Vi después una estrella de cinco pun-tas de las cuales nacían unos árboles que por sualtura enorme parecían levantar hasta el Cielo lameseta de una alta montaña. Y pasando mis ojospor ellos desde la raíz hasta el vértice de su copa yprecipitándolos luego desde lo más alto hasta laraíz, dudaba si la tierra era la que lo soportaba, o sieran ellos los que llevaban la tierra colgada de susraíces; su frente soberbiamente erguida parecíatambién plegarse como obligada por fuerza sobre lapesadez de los globos celestes, cuya carga parecíaque gimiendo soportaban; sus brazos tendidos ha-cia el Cielo acreditaban abrazándolo pedir a losastros la benignidad íntimamente pura de sus in-fluencias y recibirlos cuando todavía no perdieronsu inocencia en el lecho de los elementos. Por do-quiera las flores aquí, sin los cuidados de otro jardi-nero que la libre Naturaleza, con tan dulce alientorespiran, que aun siendo salvajes despiertan y ha-lagan el sentido; aquí el arrebol de una rosa sobreel escaramuzo y el azul clarísimo de una violetasobre el césped no dejan libertad a la que tienen lossentidos para escoger, y de tal modo rivalizan enbelleza, que no se sabe cuál de ellas es la más

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hermosa; aquí la Primavera ordena todas las esta-ciones; aquí no crece planta venenosa sin que lu-ego perezca en castigo a la traición que hizo al pra-do; aquí los riachuelos suavemente murmurandocuentan a los guijarros el viaje de su cristal; aquí milpequeñas gargantas de pluma hacen sonoro elbosque con el ruido de sus melodiosos cantos; y latrinadora asamblea de estos músicos divinos y tannumerosa, que en este bosque cada hoja parececonvertirse en el pico y la figura de un ruiseñor; yhasta el mismo eco, tanto contento recibe con suscanciones, que al oír cómo las repite pudiera pen-sarse que quería aprendérselas de memoria. Al ladode estos bosques se ven dos praderas cuyo gayverdor continuo ofrece a los ojos una esmeraldainfinita. La confusa mezcla de colores con que laPrimavera adorna a cien flores diminutas, fundetodos los matices entre sí con tan agradable confu-sión, que no se sabe si estas flores, cuando undulce céfiro las mueve, corren para huirse unas alas otras o lo hacen esquivando las caricias delviento que las agita. Muchas veces se creería queesta pradera es un Océano, porque, como el mar,no ofrece a la vista límite; de manera que mis ojos,asombrados de haberla recorrido hasta tan lejos sindescubrir su límite, condujeron hacia él mi entendi-

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miento; y con éste, pensando si aquel límite sería laextremidad del mundo, quería persuadirse de quetan encantadores sitios acaso habían obligado alCielo a unirse con la Tierra. En medio de un tapiztan vasto y tan risueño corre a borbotones la platade una rústica fuente, que corona sus bordes conun césped esmaltado de francesillas y de otras cienhumildes flores que parecen apretarse para ver cuálde ellas se mirará primero en el cristal de la fuente;ésta todavía está en su cuna, pues no ha hechomás que nacer, y su rostro joven todavía no lo cruzani un solo pliegue. Las grandes ondas que esparcey que vuelven mil veces a su seno muestran concuánto disgusto sale esta agua de la tierra en quenace; y como si estuviese vergonzosa de sentirseacariciada tan cerca de su madre, rechazó murmu-rando a mi mano que la quería tocar. Los animalesque hasta su borde venían para satisfacer la sed,más razonables que los de nuestro mundo, mostra-ban quedarse suspensos al contemplar la luz depleno día en el horizonte, mientras veía el Sol en losantípodas, y no osaban inclinarse hacia su bordetemerosos de anegarse dentro del cielo falso de lafuente.

He de confesaros que al ver tan bellas co-sas me sentí estremecido por esos gratos dolores

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que, según se dice, siente el embrión al infundírseleel alma. Mi piel vieja se me cayó y me brotó otranueva, con otro pelo más espeso y más suelto.Sentí que mi juventud se encendía con una nuevallama y la cara se me tornaba bermeja y un tibiocalor se mezclaba dulcemente a mi nativa frialdad,de modo que volvía hacia mi juventud quitándomelo menos catorce años.

Habría andado una media legua a través deun bosque de jazmines y de mirtos, cuando vi tendi-do en la sombra algo que se movía, y reparando enello observé que era un adolescente cuya majestu-osa belleza casi me impulsó a la adoración. Paraimpedírmela se levantó él: «¡No es a mí-me dijo-,sino a Dios a quien tú debes tus humildades!» «Re-parad -le dije yo- que soy un hombre asombrado portantos milagros y que no sabe ya a quién tributarsus adoraciones, porque vengo de un mundo queseguramente vos creéis que es una Luna, y cuandocreo hallarme en otro que también es llamado Lunapor mi país, me encuentro de pronto como en elParaíso y a los pies de un Dios que no quiere seradorado». «Quitando lo del nombre de Dios -mereplicó él-, de quien yo no soy sino una criatura,verdad es la que decís; esta tierra es la Luna, lamisma Luna que vosotros veis desde vuestro plane-

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ta; y este sitio por el que ahora andáis... Ahora bien;en aquel tiempo la imaginación del hombre era tanfuerte -porque aun por nada había sido corrompida:ni por los libertinajes, ni por la crudeza de los con-dimentos, ni por la alteración de las enfermedades-,que estando excitado por el violento deseo de abor-dar este asilo, y como el cuerpo se tornase ligeropor el fuego de este entusiasmo, fue hasta aquíelevado del mismo modo que algunos filósofos queestaban con su imaginación muy atraída por algúnpensamiento han sido transportados a etéreas re-giones por entusiasmos que vosotros llamáis éxta-sis... Que la poca firmeza de su sexo hacía másdébil y menos tibia, no hubiese tenido, sin duda, elingenio bastante vigoroso para vencer con la mod-eración de su voluntad el peso de la materia, sinoporque tenía muy poca... La simpatía, cuya mitadestaba todavía ligada a su todo, la llevó hacia él amedida que ascendía, del mismo modo que elámbar sigue a la paja y como el imán vuelve al pun-to de atracción del cual se le separó, y atrajo estaparte de él mismo como el mar atrae a los ríos quesalen de él. Y cuando llegaron a vuestra tierra seinstalaron entre la Mesopotamia y la Arabia; algunospueblos le han conocido con el nombre de... y otroscon el de Prometeo, que los poetas supieron que

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había robado el fuego del Cielo porque a sus des-cendientes los engendró provistos de un alma tanperfecta como la que él poseía.

»De este modo, para habitar nuestro mun-do, ese hombre dejó desierto este planeta; pero noquiso el Todopoderoso que una estancia tan dicho-sa quedase sin habitar: pocos siglos después permi-tió... Aburrido de la compañía de los hombres, cuyainocencia se corrompía, sintió deseos de abando-narles. Este personaje no juzgó segura retiradacontra la ambición de sus parientes, que ya se dis-ponían al reparto de vuestro mundo, sino la tierradichosa de que ya tanto le había hablado su abueloy de la cual nadie todavía conocía el camino... Perole valió su imaginación; porque habiendo observa-do... llenó dos grandes vasijas, que luego cerróherméticamente, y se las ató por debajo de las alas.En seguida el humo que tendía a elevarse y que nopodía expansionarse a través del metal empujó lasvasijas hacia lo alto, de modo que con ellas eleva-ron a tan grande hombre. El cual, cuando ya huboascendido hasta la Luna y mirado con sus ojos estehermoso jardín, sintió un desbordamiento de alegríacasi sobrenatural que le demostró que éste era ellugar en que su abuelo había vivido antaño. Sedesató prestamente las vasijas que se había ceñido,

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como si fuesen alas, alrededor de sus espaldas, y lohizo tan dichosamente que cuando aún no estaba auna altura de cuatro toesas por encima de la Lunase vio libre de sus elevadores. La altura, sin embar-go, era bastante grande para dañarle en su caída, yasí hubiese sucedido si sus ropas de gran vuelo noviniesen a hincharse con el viento, sosteniéndolesuavemente hasta que descansó los pies sobre elsuelo. En cuanto a las dos vasijas, ascendieronhasta un cierto espacio, en el que desde entoncespermanecen. Estas vasijas son lo que vosotrosllamáis hoy Las Balanzas.

»Preciso será que os cuente de qué manerallegué yo hasta aquí. Creo que no habréis olvidadomi nombre, porque anteriormente os lo he dicho.Vos debéis sabor, pues, que vivía yo en las gratasorillas de uno de los más famosos ríos de nuestroplaneta y que mi vida se deslizaba entre los librostan dichosamente que aunque ya haya pasado nopuedo ponerle ningún reproche. Sin embargo, cuan-to más se encendían las luces de mi espíritu máscrecía el deseo de conocer las que no tenía. Nuncalos sabios me recordaron al ilustre Mada sin que lamemoria de su filosofía perfecta me hiciese suspi-rar; y cuando ya desesperaba de poderla adquirir undía, después de estar soñando largo rato, tomé un

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imán que aproximadamente medía dos pies cua-drados y lo metí en un horno; después, cuando yaestuvo bien purgado, precipitado y disuelto, recogísu masa calcinada y la reduje al grosor que tieneaproximadamente una mediana bala.

»Luego de estas preparaciones hice con-struir una máquina de hierro muy ligera, en la cualme instalé..., y cuando ya estuve bien firme y bienapoyado en su asiento tiré mi bola de imán conviolencia y hacia lo alto. Entonces la máquina dehierro que intencionadamente había hecho yo másmaciza en el centro que en las extremidades, se fueelevando con un perfecto equilibrio porque por estesitio ascendía siempre más de prisa. Así, a medidaque yo llegaba hasta el punto donde el imán mehabía traído, volvía a lanzar mi bola por encima demí». «¿Pero cómo -le interrumpí yo entonces-podíais vos lanzar vuestra bola tan derechamentesin que se torciese a uno u otro lado?» «Nada ha demaravillaros esto -me dijo él-, porque el imán, queuna vez lanzado estaba en el aire, atraía hacia sí elhierro derechamente, y, por tanto, no podía yo des-viarme en mi ascensión. Os diré, además, que aun-que retenía la bola en mi mano no dejaba por ellode ascender, porque mi chirrión iba siempre en se-guimiento del imán, que yo sostenía sobre mí; pero

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el ímpetu del hierro para unirse a mi bola era tanviolento, que me hacía doblar todo mi cuerpo y qui-tarme el deseo de volver a intentar esta experiencia.Era en verdad algo espantoso de ver, porque elacero de mi caja volante, que yo había pulimentadocon mucha pulcritud, reflejaba en todas las direc-ciones la luz del Sol con tanta fuerza y tan granbrillantez que yo mismo me creía por todas partesrodeado de fuego. Finalmente, después de haberlanzado muchas veces mi bola, y volar hacia ellatras este lanzamiento, llegué, como a vos os hapasado, a un término desde el cual caí en estemundo. Y porque en este instante yo retenía la bolaentre mis manos apretándola mucho, la máquina,cuyo asiento me apresaba en virtud de su atracción,no me dejó libertad. El único temor que me quedabaera el de romperme el cuello; pero para evitarlo, yotiraba mi bola de cuando en cuando para que laviolencia de la máquina, disminuida por su atrac-ción, fuese amortiguándose y haciendo que micaída resultase menos dura, como en efecto pudelograrlo; porque cuando me vi a doscientas o tres-cientas toesas de la tierra, fui lanzando mi bola a unlado y otro de mi chirrión, ora aquí, ora allá, hastaque me hallé a prudente distancia; entonces la tirépor encima de mí, y como mi máquina la siguiese,

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yo la abandoné, dejándome caer por uno de suslados con la mayor suavidad que pude y vine a darsobre la arena, con lo cual el porrazo no fue tanviolento como lo hubiese sido si cayera desdeaquella altura.

»No quiero deciros el asombro que invadióa mi alma al ver estas maravillas que aquí existen,porque, aproximadamente, fue parecido al que aca-bo de ver que a vos os ha tenido suspenso...»

Apenas había yo gustado de ello cuandouna nube espesa cayó sobre mi alma y ya no distin-guí a nadie a mi alrededor y mis ojos no vieron entodo el hemisferio ni una huella siquiera del caminoque había andado. Y a pesar de esto no dejaba yode acordarme de todo lo que me había sucedido.Cuando más tarde he reflexionado sobre este mila-gro he sospechado que la corteza del fruto que yomordí no me había quitado totalmente el sentido,porque mis dientes al atravesarla se sintieron hu-medecidos con el jugo que ella recubría y cuyaenergía había disminuido el maleficio de la corteza.Me quedé muy sorprendido de verme tan solo en unpaís que yo no conocía. En vano sobre él esparcíalos ojos paseándolos por toda la Naturaleza; no lesofrecía consuelo la contemplación de ninguna cria-

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tura. Finalmente me determiné a seguir andando,hasta que la Fortuna me deparase la compañía dealgunos animales o la de la muerte. Vino aquélla enmi ayuda, pues al cabo de un cuarto de legua en-contré dos enormes animales de los cuales uno sedetuvo ante mí y el otro se fue ligeramente a sualbergue, o, por lo menos, así lo pensé yo, porqueal poco tiempo le vi volver acompañado de setecien-tos u ochocientos más de su misma especie que enseguida me rodearon. Cuando pude observarlos decerca advertí que en cuerpo y rostro eran a nosotrossemejantes. Me hizo esto pensar en las sirenas, losfaunos y los sátiros de que antaño me hablaba ensus cuentos mi nodriza. Aullaban frecuentementecon tanta furia, seguramente por la admiración quede verme sentían, que casi llegué a pensar si yosería un monstruo. En esto, una de esas bestias-hombres, tomándome por el cuello como lo hacenlos lobos que roban ovejas, me dejó sobre sus es-paldas y me condujo a su ciudad, en la cual todavíaquedé más suspenso que antes, al ver que eranhombres y que, sin embargo, todos ellos andabanen cuatro pies.

Cuando este pueblo me vio tan pequeño(pues ellos, la mayor parte, tenían doce codos deestatura) y con el cuerpo sostenido tan sólo por dos

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pies, no pudieron creer que fuese un hombre, por-que pensaban que habiendo dado la Naturaleza alos hombres dos piernas y dos brazos, como a losanimales, debían aquéllos usarlos como éstos. Y,en efecto, pensando yo después en esta creenciacomprendí que tal disposición del cuerpo no eramuy extravagante, pues, según yo recordaba, losniños, cuando todavía no tienen otra instrucción quela que les da la Naturaleza, andan en cuatro patas ysólo lo hacen en dos por la indicación de sus nodri-zas, que los levantan sobre pequeños carricoches yles atan andaderas para que no caigan sobre elsuelo como el único asiento en que la corporeidadde nuestra masa tiende a posarse.

Y decían ellos, según después me hice yotraducir, que infaliblemente yo era la hembra delanimalito de la reina. Así, pasando por tal, o porcualquier otra cosa, fui conducido a la casa de lavilla, en donde advertí por el rumor y los gestos delpueblo y de los magistrados que celebraban Conse-jo acerca de lo que yo podría ser. Cuando hubieronterminado su conferencia, cierto batelero que custo-diaba las bestias raras suplicó a los regidores queme confiaran a su guarda, en tanto que la reina merequería para que fuese a vivir con mi macho. Noopusieron ninguna dificultad, y este bufón me llevó a

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su casa, en donde me enseñó a hacer el gracioso, asaltar dando corvetas y a fingir muecas.

Y por las tardes hacía pagar ante su puertaun cierto precio a las gentes que querían verme.Esto hasta que el Cielo, herido por mis dolores ydisgustado de ver profanar el templo de su dueño,quiso un día, estando yo atado al extremo de unacuerda, con la cual el charlatán me hacía saltar paradivertir a las gentes, oyese yo la voz de un hombreque en lengua griega me preguntaba quién era.Mucho me extrañe al oír hablar en este país comoen el mundo mío. Estuvo algún tiempo pre-guntándome, yo le contesté contándole totalmentemi empresa y el éxito de mi viaje. Él me consolódiciéndome esto que todavía recuerdo: «Pues bien,hijo mío, por fin halláis el castigo de las debilidadesde nuestro planeta. Aquí, como allí, hay espíritusvulgares que no pueden sufrir que se piensen cosasno acostumbradas; pero sabed que se os da untrato recíproco porque si algún habitante de estatierra hubiese descendido hacia la vuestra y hubieratenido el atrevimiento de llamarse hombre, vuestrossabios le hubiesen ahogado como a un monstruo».Seguidamente me prometió que informarla a lacorte de mi desastre y añadió que tan pronto comohabían llegado a él las noticias que acerca de mí

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corrían había venido para verme y me había reco-nocido como un hombre del mundo del que, segúnyo decía, era habitante. Porque en otro tiempohabía él viajado y había permanecido en Grecia,donde era conocido por el nombre del Demonio deSócrates. Me dijo también que al morir este filósofoél había cuidado e instruido a Epaminondas, enTebas; que después, habiendo ido a tierra de roma-nos, la justicia le había ligado al partido del jovenCatón; que al morir éste había pasado al de Bruto, yque, como estos personajes no habían dejado eneste mundo sino el fantasma de sus virtudes, éldeterminó retirarse con sus compañeros a los tem-plos y a las soledades. «Finalmente -añadió-, elpueblo de vuestra tierra se volvió tan estúpido y tangrosero, que mis compañeros y yo perdimos todo elplacer que antes hablamos sentido instruyéndolo.Seguramente habréis oído hablar de nosotros, puesla gente nos llamaba Oráculos, Ninfas, Genios, Fes,Dioses de fuego, Vampiros, Duendes, Náyades,Incubos, Sombras, Manes, Espectros y Fantasmas;y nosotros abandonamos vuestro mundo bajo elreinado de Augusto, un poco después de que yo meapareciese a Drusus, hijo de Livia, que hacía laguerra a Alemania, y le prohibiese adentrarse enesa guerra. No hace mucho tiempo que he ido allá

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por segunda vez. Hace cien años tuve el encargode hacer un viaje. Anduve mucho por Europa yhablé con personas que acaso habréis conocido. Undía, entre otros, me aparecí a Cardán cuando esta-ba estudiando. Le ilustré acerca de muchas cosas, yen recompensa creo que me prometió que haríaconstar de quién había sacado los milagros que ibaa ocuparse en escribir. Vi a Cornelio Agripa, alábate Tritheim, al doctor Fausto, a La Brosse, aCésar y a una cierta colección de gentes jóvenesque el vulgo ha conocido con el nombre de Caballe-ros de la Roja Cruz, a los cuales yo enseñé muchassutilezas y secretos naturales que sin duda leshabrán hecho pasar por grandes magos.

»Conocí también a Campanella; fui yo quienle aconsejé, cuando estuvo bajo la Inquisición deRoma, para que acomodara el gesto de su cara ylas posturas de su cuerpo a los que ordinariamentetenían aquellos cuyo interior necesitaba él conocer;y eso se lo aconsejaba para que de este modo lle-gase él a tener los pensamientos que esta mismasituación había provocado en sus adversarios; por-que mejor adiestraría él su arma cuando conocierala de sus contrarios. También comenzó a mi ruegoun libro que nosotros titulamos de Sensu rerum. EnFrancia frecuenté la amistad de La Mothe, Le Vayer

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y de Gassendi; este último es tan filósofo escribien-do como el primero lo es viviendo. He conocido amuchos más que vuestro siglo considera divinos,pero no he encontrado en ellos más que muchoorgullo y mucha palabrería. Últimamente, yendodesde vuestro país hacia Inglaterra para estudiar lascostumbres de sus habitantes, encontré a un hom-bre que era la vergüenza de su pueblo, porque cier-tamente era una vergüenza para los grandes devuestro Estado el no adorarle reconociéndole lavirtud de cuyo trono es él monarca. Para abreviar supanegírico os diré tan sólo que en él todo es espírituy todo corazón y que tiene todas esas cualidadesque, con sólo poseer una, era suficiente en otrotiempo para ser proclamado un héroe: era Tristán elEremita. Sinceramente os confieso que cuando vitan alta virtud me lastimó que no fuese reconocida;por esto quise hacerle aceptar tres frascos: uno,lleno de aceite de talco; otro, de pólvora de proyec-til, y el último, de oro potable; pero él los rechazócon un desdén tan generoso como el que Diógenesdemostró al recibir las cortesías de Alejandro. Enfin, nada puedo añadir al elogio de este grandehombre sino es el deciros que es el único poeta, elúnico filósofo y el único hombre libre que tenéis enla tierra. Éstas son las personas de fama que yo he

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tratado; las demás, por lo menos las que yo he con-ocido, están tan por debajo del hombre, que creoque algunas bestias están por encima de ellos.

»Por lo demás, yo no pertenezco ni a laTierra ni a la Luna: he nacido en el Sol; pero comonuestro mundo algunas veces está demasiado pob-lado porque la vida de sus habitantes es muy largay casi nunca hay en él guerras ni enfermedades, devez en cuando nuestros magistrados envían a algu-nas colonias nuestras hacia los mundos de alrede-dor. A mí se me encargó que fuera al vuestro comojefe de las gentes que conmigo venían. Después hepasado a este mundo por las razones que os hedeclarado, y el motivo de que permanezca en éltodavía es que sus habitantes son muy amantes dela verdad; que no hay pedantes; que los filósofos nose dejan convencer más que por la razón, y que nila opinión de un sabio ni de la mayoría prevalecensobre la opinión de un labrador cuando éste razonacon tanto tino como ellos. Así, que en este país sólotienen por insensatos a los sofistas y a los ora-dores».

Yo le pregunté cuánto tiempo vivían esosseres; él me contestó que tres o cuatro mil años, yprosiguió su plática de esta manera:

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«Aunque los habitantes del Sol no son másnumerosos que los de este mundo, frecuentementesemeja estar rebosante porque el pueblo posee untemperamento muy ardiente, es revoltoso y ambici-oso y digiere mucho. Esto no debe pareceros cosade maravillar; porque aunque nuestro planeta esmuy grande y el vuestro muy pequeño, y aunquenosotros solemos morir a los cuatro mil años y vo-sotros al medio siglo, sabed que así como no haytantas piedras como tierra, ni tantas plantas comopiedras, ni tantos animales como plantas, ni tantoshombres como animales, de la misma manera debehaber menos demonios que hombres, porque así loordenan las dificultades que existen para la genera-ción de un compuesto perfecto».

Yo le pregunté si ellos eran cuerpos igualesa nosotros; él me respondió que sí, que eran cuer-pos, pero no como nosotros, ni como ninguna de lascosas que nosotros considerábamos cuerpos. Por-que vulgarmente nosotros no llamamos de ese mo-do sino aquello que podemos tocar; me dijo tambiénque, por lo demás, todo cuanto existía en la Natura-leza era cosa material, y que aunque ellos mismoslo fuesen, cuando querían hacerse ver de nosotrosestaban obligados a tomar la apariencia de los cu-erpos que nuestros sentidos son capaces de con-

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ocer; que esto era lo que a muchas gentes habíahecho pensar que las historias que de ellos se con-taban eran tan sólo efectos de sueños de extravia-dos, porque ellos no se aparecían sino de noche; yañadió que, como se veían obligados a hacerseellos mismos el cuerpo del cual con toda prisahabían de servirse, no tenían con frecuencia tiempopara formarlo convenientemente y lo escogían ate-niéndose solamente a un sentido que bien podía serel oído, como las voces de los oráculos; bien lavista, como los fuegos fatuos y los espectros, o eltacto, como los íncubos; y que no siendo esta masamás que aire, el cual adaptaba al espesarse esta uotra forma, la luz, por efecto de su calor, los de-struía como se ve que destruye una niebla di-latándola.

Tan extrañas cosas me contaba, que a míme despertaron la curiosidad y el deseo de pregun-tarle por su nacimiento para saber si en el país delSol el individuo salía a la luz del día por vías degeneración y moría por algún desorden de su tem-peramento o ruptura de sus órganos. «Hay muypoca relación -me dijo él- entre vuestros sentidos yla explicación de estos misterios. Vosotros pensáisque lo que no podéis comprender pertenece al do-minio de lo espiritual, o no pertenece a ninguno;

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pero éste es un falso pensar y prueba que en elUniverso hay por lo menos un millón de cosas que,para ser de vosotros conocidas, necesitarían pre-sentar ante vosotros un millón de órganos distintos.Yo, por ejemplo, sé y conozco por mis sentidos lasimpatía que existe entre el imán y el polvo, y sé aqué es debido el reflujo del mar, y sé también enqué se convierte el animal después de su muerte;vosotros los hombres, en cambio, no sabríais dar aestas altas razones otra que la de vuestra fe, por-que os falta la comprensión de estos milagros, delmismo modo que un ciego no podría imaginar quées la belleza de un paisaje, el color de un cuadro olos matices del arco iris; bien pudiera ser que losimaginase como algo palpable, como comida, comosonido o como olor. Del mismo modo si quisiera yoexplicaros todo lo que yo percibo con los sentidosque a vos os faltan, os lo representaríais con losvuestros como algo que puede ser oído, visto, toca-do, olido o saboreado y no sería, sin embargo, nadade eso».

En esto estaba de su discurso cuando mibatelero se apercibió de que las gentes empezabana aburrirse de mi jerigonza, que no entendían y queles parecía un runrún inarticulado. Se puso a tirar demi cuerda a más mejor, hasta que, hartos de reír los

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espectadores, asegurando que tenía tanto espíritucomo las bestias de su país, fuéronse cada uno asus casas. Con las visitas que este oficioso demo-nio me hacía endulzaba yo las durezas del mal tratode mi amo. Porque juzgad qué mal me hubieseentendido con las gentes que venían a verme noconociendo yo su lengua ni ellos la mía y consi-derándome además por un animal de los más ilu-stres entre la raza de los brutos. Y el desconocer laslenguas obedecía a que, como vosotros sabréis, eneste país sólo se usaban dos idiomas: uno, que lohablaba la grandeza, y el otro, que era patrimoniodel pueblo. El primero, el de la grandeza, es tansólo un conjunto de matices de tonos no articulados,poco más o menos parecidos a nuestra música,cantada sin letras; y a fe mía que es esto una in-vención muy armónica, muy útil y muy agradable,porque cuando les viene el cansancio del habla ocuando desprecian malgastar su garganta en esteuso, cogen un laúd u otro instrumento y de él sesirven como de la voz para comunicarse su pensar;así, que muchas veces estarán hasta quince oveinte tratando en compañía de un asunto teológico,o de las dificultades de un proceso, y lo harán con elmás armonioso concierto que puedan halagaroídos.

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La segunda habla, que por el pueblo esusada, consiste en un estremecimiento de todos losmiembros; pero no dicen acaso lo que uno se im-agina porque tal vez ciertas partes del cuerpo ven-gan de suyo a expresar la totalidad de un discurso.Por ejemplo: el agitar una mano, o una oreja, o unlabio, o un brazo, o un ojo, o una mejilla, consti-tuirán por sí solos una oración o un periodo contodas sus partes. Otros movimientos sirven paraexpresar una palabra, como el mostrar una arrugade la frente u otros diversos estremecimientos delos músculos, o el girar las manos, o el patalear, o elcontorsionar los brazos. Así es que, cuando hablan,teniendo como tienen la costumbre de andar des-nudos, sus miembros, acostumbrados a esta gesti-culación para expresar sus ideas, de tal modo seremueven que ya no parecen hombres que hablan,sino cuerpos llenos de temblor.

Casi todos los días venía mi demonio a visi-tarme y las maravillas de su charla me hacían pasarsin enojos las violencias de su cautiverio. En fin,una mañana vi entrar en mi albergue a un hombreeque no conocía y que habiéndome lamido durantemucho tiempo, suavemente me cogió de un mordis-co por la remolacha y estirándome de una de laspiernas, con lo que se ayudaba a sostenerme teme-

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roso de que me hiriese, me cargó sobre sus espal-das, en las que me encontré tan muellemente y tana mi gusto que, a pesar de la aflicción que me pro-ducía el verme tratado como una bestia, no tuveningún deseo de salvarme. Además, estos hombresque andan a cuatro patas lo hacen con una veloci-dad muchísimo mayor que la nuestra, puesto quehasta los que son más pesados pueden alcanzar unciervo en su carrera.

Mucho, a pesar de todo, me apenaba el es-tar sin noticias de mi cortés demonio; mas he aquíque en la noche de mi primera jornada, cuandollegué al sitio de descanso y estaba paseándomepor el patio de la hospedería esperando que estu-viese presta la comida, un hombre muy joven y bas-tante hermoso vino hasta mí y riéndose en las bar-bas me tiró al cuello sus dos pies de delante. Cuan-do ya le hube observado algún tiempo me dijo él enfrancés: «¿Cómo, ya no conoces a tu amigo?» Dejoa vuestra consideración pensar cuál sería el estadode mi ánimo, porque quedé tan suspenso quedesde entonces pensé que todo el globo de la Luna,todo lo que me había sucedido y todo lo que yo veíano era sino arte de encantamiento; y este hombrebestia, que era el mismo que me había servido demontura, siguió hablándome con estas razones:

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«Me habíais prometido que nunca perderíais lamemoria de los buenos servicios que os tengo he-chos, y sin embargo ¡parece que nunca me hayáisconocido! Pero viendo que no volvía yo de miasombro, añadió: «Bueno; soy el Demonio deSócrates». Estas palabras aumentaron mi asombro,y para sacarme de él, el Demonio me dijo: «Yo soyel Demonio de Sócrates que os ha divertido durantevuestra prisión y que, para seguir dispensándoos sufavor, se ha revestido del cuerpo con el cual os llevóayer». «Pero ¿cómo puede ser esto así -le inter-rumpí yo-, si ayer teníais una estatura tan consider-able y hoy sois tan pequeño? ¿Si ayer teníais unavoz débil y cortada, y hoy la tenéis clara y vigorosa?¿Si ayer, en fin, erais un viejo muy encanecido, yhoy sois un hombre joven? ¡Cómo! ¿Así como en mipaís la gente desde que nace camina hacia la mu-erte, los animales de este mundo van de la muertehacia el nacer, y rejuvenecen cuando más viejosson?» «Tan pronto como hablé con el príncipe -medijo él-, después de recibir la orden de conduciros ala corte, fui a buscaros allí donde estabais, y luegode haberos traído hasta aquí he sentido el cuerpocuya forma había tomado yo, tan lleno de cansan-cio, que todos los órganos me negaban sus fun-ciones ordinarias. Entonces me fui camino del hos-

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pital, donde encontré el cuerpo de un hombre jovenque acababa de morir en virtud de un accidentebastante raro, y a pesar de ello bastante conocidoen este país...; yo me acerqué a él fingiendo creerque todavía tenía movimiento y diciendo a los queestaban presentes que no había muerto y que loque ellos consideraban como su muerte era tan sóloun letargo. Y dicho esto, y procurando no ser adver-tido, acerqué mi boca a la suya y por ella me intro-duje como un soplo. Entonces mi viejo cadáver cayóy, como si yo en realidad hubiese sido aquel jovenme levanté dejando allí a los que presenciaron estogritando: « ¡Milagro! ¡Milagro!». En esto vinieron allamarnos a comer, y yo seguí a mi guía hasta unasala magníficamente amueblada, pero en la que novi nada dispuesto para la comida. Tan gran carenciade vianda cuando ya estaba yo pereciendo de ham-bre me hizo preguntar a mi guía dónde habíanpuesto el cubierto. No tuve tiempo a escuchar loque me contestó, porque tres o cuatro mozos, hijosdel huésped, se acercaron a mí en aquel instante ycon mucha ciudadanía me despojaron hasta de lacamisa. Me dejó tan suspenso esta ceremonia, queno tuve ni siquiera alientos para preguntar a misayudas de cámara por la causa de este despojo. Nisé siquiera cómo mi guía, al preguntarme con qué

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vianda quería empezar, pudo hacerme pronunciarestas dos palabras: «Un potaje». Apenas las habíaproferido cuando me llegó el olor del más suculentoguisado que halagó narices de rico. Quise levan-tarme de mi sitio para averiguar el origen de tanhalagüeño aroma; pero mi guía me lo impidió:«¿Adónde queréis ir? -me preguntó-. Ya iremosluego de paseo, pero ahora es razón que comamos.Acabad vuestro potaje y luego haremos que nossirvan otra cosa». «¿Pero en dónde diablos está talpotaje? -le contesté yo montando en cólera casi-.¿Os habéis apostado con alguien burlaros de mítodo el día?» «Es que yo creía -me contestó él- queen la ciudad en que antes estabais ya habríais vistoa vuestro batelero o a cualquier otro comer susviandas; por eso no os había advertido cómo senutren aquí las gentes. Pues sabed desde ahoraque no se nutren más que del olor. El arte de lacocina es encerrar en grandes vasijas, dispuestaspara el caso, el aliento que de las viandas surte alguisarlas; y cuando se han concentrado muchasclases y diferentes gustos, según el apetito de loscomensales, se abren las vasijas en que ese olorestá contenido, y después se abren otras, y asíhasta que la gente está ya sacia. Al menos que nohayáis vivido ya de esta manera, nunca podréis

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creer que la nariz, sin dientes y sin garganta, puedaservir para nutrir al hombre haciendo las veces deboca; pero yo quiero demostrároslo por vuestrapropia experiencia».

No bien hubo él acabado de decirme esto,sentí entrar sucesivamente en la sala tan agra-dables vapores y tan sabrosamente nutritivos, que,en menos de un cuarto de hora sentí mi hambre deltodo saciada. Y cuando nos levantamos mi acom-pañante me dijo: «No debe esto sorprenderos mu-cho, porque no es razón que habiendo vos vividotanto no hayáis observado que en vuestro mundolos cocineros, los pasteleros y los reposteros, quecomen menos que las personas que se dedican acualquier otro oficio, están sin embargo más gru-esos. ¿Y de dónde les vendría, si no fuese de estebuen vapor que constantemente les rodea y penetrasus cuerpos y les nutre, de dónde les vendría ospregunto, ese bienestar? Por esto mismo las perso-nas de este mundo gozan de una salud más vigoro-sa y más constante, porque su nutrición no deja casiexcrementos, que son el origen de casi todas lasenfermedades. Acaso a vos os haya sorprendido elque antes de la comida os hayan desnudado, puesesta costumbre no se usa en vuestro país; pero enéste está muy en boga, y se hace así para que el

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cuerpo se halle más dispuesto a la aspiración delhumo». «Señor -le repliqué yo-, en eso hay granapariencia de verdad, y yo mismo, por mi experien-cia, he podido comprobarlo; pero os confieso quecomo no puedo desembrutecerme tan aprisa mesería muy grato aún poder tener entre mis dientesalgún pedazo palpable». Prometió acceder a estedeseo, pero no hasta el día siguiente, porque elcomer tan luego de nuestro yantar, según me dijo,pudiera producirme una indigestión. Aún estuvimoshablando un rato y después subimos a nuestra habi-tación para acostarnos. Un hombre, en lo alto de laescalera, se presentó a nosotros y después de mi-rarnos atentamente me condujo a mí a una alcobacuyo piso estaba cubierto con flores de azahar has-ta una altura de tres pies, y a mi demonio le llevó aotra alcoba llena de claveles y jazmines. Viendo queyo me asombraba con toda esta magnificencia, medijo que así eran las camas del país. Finalmente,nos acostamos cada uno en nuestra celda, y cuan-do ya estuve tendido sobre mis flores vi, al resplan-dor de una treintena de gruesos gusanos luminosos,cerrados en un vaso de cristal (pues éstas son laslámparas que en este país se usan), a los tres ocuatro muchachos que me habían desnudado du-rante la cena: uno de ellos púsose a acariciarme los

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pies, el otro los muslos, el otro el costado y el otrolos brazos, y todos cuatro con tanto mimo y tan grandelicadeza, que al punto me sentí por completodormido. Al día siguiente, con la luz del Sol, vi entrara mi demonio. «Quiero cumpliros mi palabra -medijo-; hoy desayunaréis más sólidamente que ce-nasteis ayer». Al oír estas palabras yo me levanté yél, cogiéndome de la mano, me condujo a un jardínque había detrás de nuestra posada, en el cual unode los hijos del hostelero nos estaba esperando conun arma en la mano, casi en todo parecida a nues-tros fusiles. Le preguntó a mi guía si yo quería unadocena de alondras, porque los orangutanes (quepor tal él me tenía) se nutrían con la carne de éstospájaros. Apenas hube yo contestado que sí, cuandoel cazador descargó un tiro de fuego y veinte otreinta alondras cayeron a nuestros pies, asadas ytodo. «¡Aquí vendría como anillo al dedo -pensé yoen seguida- lo que se dice en un refrán de nuestromundo acerca de un país en que las alondras cai-gan asadas y todo!»

«No tenéis que hacer sino comer -me dijomi demonio-, pues estos cazadores tienen la habili-dad de mezclar con su pólvora y su plomo una cier-ta composición que mata, despluma, asa y condi-menta gustosamente la caza». Recogí yo algunas

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que fiando en su palabra comí, y en verdad os digoque nunca en mi vida he probado nada tan delici-oso. Después de este desayuno nos dispusimos amarcharnos, y con mil muecas que ellos estilancuando quieren demostrar su afecto, nuestrohuésped recibió un papel de mi demonio. Yo le dijesi este papel era el pago de nuestro hospedaje. Élme dijo que no, que no debíamos nada y que elpapel que le había dado no tenía sino versos. «¡Cómo! ¿Versos? -le repliqué yo-. ¿Los hostelerosson aquí amantes de la rima?» «Es -me dijo él- lamoneda corriente del país, y el gasto que nosotroshemos hecho asciende a treinta dineros, que es loque con estos versos acabo yo de darle. No creohaberme quedado corto, porque aunque hubiése-mos permanecido aquí durante ocho días nohabríamos gastado mas que un soneto, y yo tengocuatro, más dos epigramas, dos odas y una églo-ga». «Ojalá quisiese Dios -le contesté yo- que ennuestro país se pagase con la misma moneda. Por-que conozco yo muchos honrados poetas que seestán muriendo de hambre y que echarían muybuenas carnes si se pagase a los fondistas con esamoneda». Yo le pregunté si los mismos versos,copiándolos, servían para pagarlo todo; él me con-testó que no y me dijo: «Cuando el autor ha com-

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puesto sus versos los lleva a la Casa de Moneda,donde los poetas jurados celebran su Consejo; yallí, los versificadores oficiales someten a su juiciolas composiciones, y si son juzgadas como buenasse las tasan, no según su precio -es decir, que unsoneto no vale siempre lo mismo que otro soneto-,sino por el mérito que en sí tiene; así es que cuandoalguien muere de hambre prueba es de su maja-dería, porque las gentes de espíritu siempre puedenhacer fortuna». Yo admiré muy suspenso la juiciosavaloración que en este país se hacía, y mi demonioprosiguió sus razones de esta manera: «Pues aunhay gentes que ganan su vida de una manera muydistinta. Cuando se sale de su casa piden a propor-ción de los gastos un recibo para el otro mundo, ycuando se les da escriben en un gran registro quellaman el Gran Diario Mayor de Cuentas poco más omenos estas palabras: «Ítem, el valor de tantosversos librados en tal día a Fulanito de Tal, que meserán reembolsados según recibo adjunto con cargoa los fondos en que esos versos estén tasados»; ycuando se sienten en peligro de morir hacen romperestos registros a pedazos, los cuales se tragan por-que creen que si no lo digiriesen bien no les apro-vecharía para nada».

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Esta charla no impidió que siguiésemos an-dando mi guía y yo, él a cuatro pies debajo de mí yyo a horcajadas encima de él. No iré detallando lasaventuras que por el camino nos sucedieron; sóloos diré que finalmente llegamos a la ciudad en queel rey tiene su corte. Y luego que hube llegado mecondujeron a palacio, donde los grandes me recibie-ron con más moderada admiración que mostró elpueblo cuando pasé por la calle. Pero en cambio losgrandes no se diferenciaron del pueblo ni en consi-derarme con toda certeza como la hembra del ani-malillo de la reina. Así me lo manifestaba mi guía,que al propio tiempo confesaba no entender esteenigma, porque no sabía quién era el pequeño ani-mal de la reina. Pronto lo supimos los dos. Porqueel rey, después de haberme mirado algún tiempo,mandó que trajesen el animal, y al cabo de mediahora vi entrar en medio de un regimiento de monosque iban vestidos con gorguera y alto capirote unhombre pequeño, de parecida constitución a la mía,pues, como yo, andaba en dos pies. Tan prontocomo me vio me abordó diciéndome: Criado, vues-tra merced; yo contesté a su reverencia aproxima-damente en los mismos términos. Pero, ¡ay!, tanpronto como nos vieron hablar juntos vinieron aconfirmarse en sus prejuicios, y todavía se afirmaba

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más el éxito de esta conjetura porque todos losasistentes, al opinar sobre nosotros, aseguraronfervorosamente que nuestra charla era el gruñidocon que demostrábamos la alegría de estar juntos;alegría que por instinto natural nos hacía siemprerunrunear. Este hombrecito me contó luego que eraeuropeo, natural de la Vieja Castilla, y queagarrándose a unos pájaros había encontrado elmedio de hacerse conducir hasta la Luna, donde ala sazón estábamos, y que, como cayera en manosde la reina, ésta le había tomado como un mico,porque, por capricho, en este país visten a los mi-cos a la usanza de los españoles. Que además,como al llegar él iba ya vestido así, no dudó la reinade que perteneciese a la raza de estos animales.«La verdad es -le dije yo- que después de ensayarsi les estarían bien a los micos todos los trajes quese estilaban no pudisteis encontrar otro más ridícu-lo, y por eso le vestirían así. Porque si los reyesquieren tener micos, es tan sólo para reírse de el-los». A esto me contestó él que con mis razonesdemostraba no conocer la dignidad de su nación, yque esa dignidad era tan alta, que si el Universoproducía hombres, tan sólo era para convertirlos ensus esclavos y que la Naturaleza no creaba nadaque no fuese para dar a ella materias de satisfac-

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ción. Seguidamente me rogó que le contase cómoyo había podido atreverme a subir a la Luna sobrela máquina de que le había hablado. Yo le contestéque no tuve otro medio, puesto que él se habíallevado los pájaros en que yo había pensado ir. Élse sonrió de esta broma, y al cabo de un cuarto dehora que entre los dos pasamos estas razones, elrey mandó a los guardianes de los monos que senos llevasen, dándoles el mandato expreso de quenos acostásemos juntos el español y yo para multip-licar nuestra especie en su reino. Punto por puntose cumplió la voluntad del príncipe. Lo cual me dio amí mucho contento, porque me producía placerencontrarme con alguien a quien hablar durante lasoledad de mi recluimiento. Un día mi macho (pues-to que se me tenía por su hembra) me contó que elmotivo que verdaderamente le había obligado arecorrer toda la Tierra y finalmente a abandonarla,trasladándose a la Luna, no era otro sino que nohabía podido encontrar ni un solo país donde seconsintiese la libertad de imaginación. «Sabed vos -me dijo- que si uno no lleva un bonete, aunque ha-ble diciendo maravillas, si los doctores del paño nolas juzgan así, uno es considerado idiota, o majade-ro, o cualquier otra cosa peor. En mi país me hanquerido condenar por la Inquisición porque en las

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mismas barbas de los pedantes me atreví a sosten-er que el vacío existía y que no había en el mundouna materia que fuese más pesada que otras. Yo lepregunté qué probabilidades tenía para manteneruna opinión tan poco tolerada. «Para llegar al térmi-no de mi juicio -me contestó él- es necesario su-poner que tan sólo existe un elemento, porque aun-que nosotros veamos el agua, la tierra y el agua y elfuego separados entre sí, nunca se les encuentraen estado de tanta pureza que podamos creerlosseparados. Cuando, por ejemplo, vosotros veis elfuego, lo que veis no es fuego, es agua muy dilata-da; y el aire también es agua muy dilatada; y elagua a su vez es tierra que se funde; y la tierra, porsu parte, es agua muy comprimida; de tal modoque, si seriamente estudiamos la materia, vendre-mos en conocer que es tan sólo una, que, comoexcelente cómico, hace el papel de varios perso-najes vistiéndose mil trajes distintos; si no fuese así,habría que admitir tantos elementos como cuerpos;y si me preguntáis por qué el fuego calienta y elagua enfría siendo los dos una misma materia, oscontestaré que esta materia obra por simpatía,según la disposición en que se encuentra en eltiempo de su acción. El fuego, que no es otra cosasino tierra, esparcida con más expansión aún que la

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necesaria para constituir el aire, procura cambiar entierra, por simpatía, lo que encuentra. Así, el calordel carbón, que es el más sutil y el más apropiadopara penetrar en los cuerpos, al principio resbalaentre los polos del nuestro porque es una nuevamateria que nos llena y nos hace exhalarnos ensudor; ese sudor, extendido por el fuego, se con-vierte en humo y se torna aire; este aire, todavíamás fundido por el calor de las antiperístasis o delos astros vecinos y la tierra, abandonada por elfuego y partita, caen en el suelo; el agua, por otraparte, que no se diferencia del fuego sino en estarmás comprimida, no nos quema nunca, porque co-mo más apretada, por simpatía, tiende a condensarlos cuerpos que encuentra, de tal modo, que el fríoque nosotros sentimos es tan sólo el efecto de nu-estra carne, que se repliega sobre sí misma, impul-sada por la vecindad de la tierra o del agua que leobligan a parecerse. Ésta es la causa de que loshidrópicos, llenos de agua, conviertan en ésta todoel alimento que toman, y esto también hace que losbiliosos cambien en bilis toda la sangre que formasu hígado. Suponiendo, pues, que no haya más queun elemento, es evidente que todos los cuerpos,cada uno según su constitución, se inclinen igual-mente hacia el centro de la tierra.

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»Pero me preguntaréis vos seguramente:¿por qué razón el hierro, los metales y la maderallegan más pronto a ese centro que una esponja,sino porque ésta está llena de aire, que natural-mente tiende hacia lo alto? No es esa la exactarazón, y he aquí lo que yo os replicaría: aunque unaroca caiga con más rapidez que una pluma, ambastienen la misma inclinación por realizar ese viaje;pero una bala de cañon, si encontrase la tierra li-bremente agujereada, se dirigiría hacia su centrocon más rapidez que una gran vejiga de viento, y larazón de esto está en que la masa de metal suponemucha tierra reconcentrada en una pequeña partey, en cambio, el viento supone muy poca tierra re-partida en mucho espacio; porque todas las partícu-las de las materias que contiene ese hierro, unidasunas a las otras, aumentan con la cohesión su fuer-za, ya que apretándose únense muchas para com-batir contra poco, pues una partícula de aire queigualase en grosor a la bala no la igualaría en cali-dad.

»Sin probar esto con tal serie de razones,¿cómo, según vuestro entender, una pica, un puñal,una espada pueden herirnos? Pues no hallaréis otracausa si no es la de que el acero es de una materiacuyas partículas están más próximas y más apreta-

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das unas a las otras, y, en cambio, vuestra carne,como lo demuestran sus poros y blandura, contienepoca materia repartida en muy gran lugar; y poresto, como la punta de hierro que lo hiere represen-ta una gran cantidad de materia contra muy pocacarne, la obliga a ésta a ceder ante su fuerza, lomismo que un escuadrón bien formado y compactofácilmente vence a un batallón menos apretado ymás extendido. Por esto mismo una lupa de aceroabrasado es más ardiente que un tronco de maderaencendido, y se explica pensando que hay másfuego en la lupa, aun siendo de pequeño tamaño,porque le tiene adherido en todas las partes delmetal, que en el tronco, que, por ser muy esponjo-so, contiene siempre un vacío; y como el vacío noes más que una ausencia del ser, no resulta sus-ceptible de adaptar la forma del fuego. Segura-mente me objetaréis que yo os hablo del vacío co-mo si lo hubiese probado, y que precisamente laafirmación de que el vacío no es más que la ausen-cia del ser es lo que hemos de discutir. Pues bien;esto es lo que yo voy a probaros, y aunque el hacer-lo sea de una dificultad parecida a la de cortar elnudo gordiano, yo tengo el brazo bastante fuerte yseré el Alejandro de este nudo.

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»Que me replique, pues, esa bestia vulgar -yo se lo suplico-, que me replique si sólo cree serhombre porque le han dicho que lo es. Suponiendoque no haya más que una materia, como ya piensohaberlo demostrado suficientemente, ¿por qué cau-sa se dilata y contrae a su gusto? ¿Por qué un pe-dazo de tierra a fuerza de condensarse, se vuelvepiedra? ¿Es que las partes de esta piedra se hancolocado unas dentro de otras de tal modo que allídonde se fija un grano de arena en el mismo sitiohay otro grano de arena? Esto no puede ser así,aun admitiendo sus principios, porque los cuerposno se penetran; pero es indispensable que estamateria se haya reunido y, si queréis, se haya com-primido de suerte que venga a llenar algún lugarque antes estaba vacío.

»También me objetáis que es incomprensi-ble que existiese la nada en el mundo y que noso-tros estuviésemos en parte compuestos de esanada; pues ¿por qué no? ¿No está el mundo enterorodeado por la nada? Puesto que esto me lo habréisde conceder, otorgadme también que con la mismafacilidad el mundo puede tener la nada a su alrede-dor que en su seno.

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»Ya sé yo muy bien que vais a preguntarmecómo es que el agua comprimida por la helada enun vaso lo hace reventar, y a decirme que esto sóloes explicable pensando que quiera impedir la pro-ducción del vacío. Pero yo os explicaré que esosucede por la sola razón de que el aire de encima,que tiende, lo mismo que la tierra y el agua, hacia elcentro, encuentra en el recto camino de ese paísuna hospedería vacante y quiere en ella estable-cerse; y si encuentra los poros de esa vasija, esdecir, los caminos que conducen a esa habitaciónde vacío demasiado estrechos o demasiado largoso demasiado torcidos, complace su impacienciarompiendo el vaso para llegar más pronto a su hos-pedaje.

»Pero sin que vaya a divertirme ahora con-testando a todas vuestras objeciones, fácilmente meatrevo a decir que si no hubiese vacío no habríatampoco movimiento, o, de lo contrario, es necesa-rio admitir la penetración de los cuerpos. Sería muyridículo pensar que cuando una mosca empuja conel ala parte del aire, esta parte hace retroceder anteella a otra, esta otra a otra y que de tal manera elmovimiento del artejo posterior del insecto llegase aproducir una abolladura detrás del mundo.

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»Cuando ya no pueden ellos encontrar otrosargumentos apelan al de la rarificación. ¿Pero cómopuede pensarse de buena fe que un cuerpo se rari-fica, que una partícula de la masa se aleja de laotra, sin dejar un vacío? ¿No sería necesario queestos dos cuerpos que acaban de separarse hubie-sen estado en el mismo tiempo, en el mismo sitiodonde éste estaba y que con ello se hubiesen pene-trado, entre sí, los tres? Ya sé yo muy bien que mereplicaréis diciéndome que entonces cómo se expli-ca que valiéndose de un tubo de absorción, de unajeringa o de una bomba se eleve el agua contra sunatural inclinación de caer; pero a esto podré repli-caros que si se logra violentarla no es tan sólo elmiedo al vacío lo que la obliga a contravenir su ca-mino, sino también que, estando unida al aire poruna traba imperceptible, se eleva ella cuando seeleva el aire que la tiene abrazada.

»No es esto muy espinoso y difícil de com-prender cuando se conoce la relación perfecta y eldelicado encadenamiento de los elementos, porquesi vos consideráis con atención ese barro que resul-ta del maridaje de la tierra y del agua, os encon-traréis con que tal producto ya no es ni tierra niagua, sino un cuerpo que viene a interceder en elcontrato de estos dos enemigos; del mismo modo,

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el agua y el aire se envían recíprocamente unabruma que penetra los humores de aquélla y deéste para así mediar en su paz; y el aire se reconci-lia a su vez con el fuego por medio de una exhala-ción intercesora que los une».

Creo que todavía pretendía él seguir suplática; pero entonces nos trajeron nuestro yantar y,como ya teníamos hambre, cerré mis oídos a susdiscursos para abrir el estómago a las viandas quenos sirvieron.

Me aconteció que otra vez, estando los dosfilosofando, pues ni al uno ni al otro nos gustabahablar de cosas bajas, me dijo él: «Estoy muy dis-gustado de ver un espíritu del temple del vuestro,infectado por los errores del vulgo. Es preciso quesepáis que a pesar del pedantismo de Aristóteles,cuya palabra suena todavía en todas las clases devuestra Francia, todo está en todo; es decir, que enel agua, por ejemplo, existe el fuego, y en éste,agua, y en el aire, tierra, y en ésta, aire. Y aunqueesta opinión les haga abrir a los escolásticos unosojos tan grandes como saleros, aún resulta másfácil de probar que de demostrar. Pues yo les pre-guntaría, ante todo, si el agua engendra pescado, ycuando me lo negaran: cavar un hoyo, llenarlo con

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el jarabe del aguamanil, y aunque todavía quisieranpasar a través de una criba para escapar a las suje-ciones de los ciegos, yo me comprometo a que si alcabo de cierto tiempo no encuentran ellos el pesca-do, beberme todo el agua que del hoyo habrán tira-do; pero si lo encuentran, como yo tengo por muycierto, es una prueba convincente de que en élhabía sal y fuego. Por tanto, encontrar en seguidaagua en el fuego no es empresa muy difícil, porqueaunque escojan el fuego más separado de la mate-ria, como es el de los cometas, siempre encontraránmucho, puesto que si este humor untuoso de queestán hechos, reducido a azufre por el calor de laantiperístasis que los alumbra, no encontrase unobstáculo a su violencia en la húmeda frialdad quelo atempera y la combate, se consumiría brusca-mente como un relámpago. En cuanto a que hayaire en la tierra, no creo que vayan a negarlo, y si loniegan es que no han oído hablar nunca de los es-pantosos estremecimientos que han agitado tanfrecuentemente las montañas de Sicilia. Además deesto vemos que la tierra es absolutamente porosa yhasta lo son los granos de arena que la componen.Sin embargo, nadie ha dicho todavía que estoshoyos estuviesen llenos de vacío; y a pesar de esono parecerá mal que el aire habite en ellos. Me

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queda por demostrar que en el aire hay tierra; perocasi no creo digno empeñarme en este trabajo,pues de ello os habréis convencido muchas vecesal sentir caer sobre vuestra cabeza esas legionesde átomos tan numerosas que acaban por excedera las posibilidades de aritmética, ahogándola.

»Pasemos ahora de los cuerpos simples alos compuestos; éstos han de proporcionarnos ar-gumentos mucho más frecuentes para demostrarque todas las cosas están en todas las cosas y noque se cambian unas en otras como lo indican vu-estros peripatéticos; y quiero sostener en sus bar-bas que los principios se mezclan, se separan yvuelven a mezclarse directamente, de tal suerte,que aquello que había sido hecho agua por el Cria-dor del mundo ya lo será siempre; yo nunca sosten-go, como hacen ellos, una máxima si no la pruebo.

»Y para probarlo, coged si os place un leñoo cualquier materia combustible y prendedle fuego;ellos dirán, cuando ya estará ardiendo, que lo queantes era madera se ha convertido en fuego; peroyo les replicaré que no; que no hay más fuego en elleño cuando está lleno de llamas que antes deacercarle la cerilla; sino que el fuego que estaba enel leño escondido y constreñido por el frío y la hu-

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medad a no extenderse ni obrar, al ser libertado porun elemento extraño concentra sus fuerzas contra laflema que le ahogaba y se ampara del campo quesu enemigo ocupaba, acabando por mostrarse, yalibre de obstáculos, como triunfador de su carcelero.¿Y no veis cómo el agua huye por las dos extremi-dades, caliente y humeante todavía por el combateque ha sostenido? Esta llama que vos veis cómo selevanta hacia lo alto es el fuego más sutil, el máslibre de la materia y el que más presto está, porconsiguiente, para volver a su elemento. Asciendeunido, formando una pirámide, a cierta altura hastapenetrar la espesa humedad del aire que le oponeresistencia; pero como al propio tiempo que as-ciende va libertándose poco a poco de la violentacompañía de sus huéspedes, cuando ya no encuen-tra nada que le repele en su paso, lo apresura li-bremente con descuido que a veces le ocasionaotra prisión, pues andando con esa prisa alguna vezse topa con una nube, y si ésta está unida a otras yforma con ellas una asamblea tan numerosa quelogra hacer frente al vapor, se juntan y lo castigan;la muerte de los inocentes es con frecuencia elefecto de esta cólera animada de las cosas muer-tas. Si el fuego, al encontrarse embarazado entreestas crudezas importunas de la región media, no

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es bastante fuerte para defenderse, se abandona amerced del enemigo, que con su pesadez le obliganuevamente a caer hacia la tierra. De este modo eldesdichado prisionero acaso se encuentre dentro deuna gota de agua al pie de una encina, donde elfuego animal tal vez ofrecerá a este pobre perdidoel albergue de su seno; ved, pues, cómo vuelve almismo estado del que salió algunos días antes.

»Y ahora veamos la suerte corrida por losdemás elementos que componían nuestro leño. Elaire se retira a su rincón, mezclado todavía convapores, porque el fuego encolerizada y brusca-mente lo persiguió en confusión. Y en este estadosirve de germen a los vientos, suministra la respira-ción a los animales, llena el vacío que la Naturalezaproduce y acaso envuelto en una gota de rocío serásorbido y digerido por las hojas alteradas del árbolen cuyo leño prendimos nuestro fuego. El agua quela llama había sacado de nuestro tronco, elevadapor el calor hasta la cuna de los meteoros, caerátransformada en lluvia, ya sobre nuestra encina, yasobre otro árbol cualquiera; y la tierra, convertida enceniza y curada luego de su esterilidad, acasomerced al nutritivo calor de un estercolero en que sela habrá echado, o a la sal vegetal de algunas plan-tas vecinas, o al agua fecunda de los ríos, volverá a

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encontrarse al lado de esta encina, la cual, por elcalor de su germen, irá atrayéndola hasta lograr queforme parte de su totalidad.

»De este modo, ved cómo esos cuatro ele-mentos, siguiendo una suerte común, se reintegranal mismo estado del que salieran días antes. Estonos permite decir que en un hombre hay todo lonecesario para constituir un árbol y en un árbol todolo necesario para constituir un hombre, y prosi-guiendo de esta manera se encontrará que todaslas cosas están en todas las cosas. Pero nos hacefalta un Prometeo que saque de la Naturaleza, ynos la haga ver, eso que yo he dado en llamar ma-teria primera».

He aquí las cosas con que distraíamos nu-estro ocio. Realmente, este buen español tenía ungentil espíritu. Nuestras charlas, comúnmente, en-tretenían nuestras noches, porque durante las seishoras que van desde la mañana a la tarde la mu-chedumbre que venía a nuestra jaula para contem-plarnos nos hubiese estorbado, pues algunos nostiraban piedras y otros nueces y otros hierba. No sehablaba más que de las bestias del rey. Todos losdías nos daban de comer a nuestras horas, y hastael rey y la reina, preocupándose personalmente y

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con frecuencia de mi estado, venían a tocarme labarriga para ver si estaba embarazado, porque seconsumían en el deseo extraordinario de reproducirla raza de estos pequeños animales. No sé si porprestar más atención que mi macho a las señas y alos tonos de los reyes aprendí más pronto que él aentender su lenguaje y hasta llegué a tartamudearloun poco, lo cual hizo que se nos considerase deotra manera. Con lo cual se esparció luego por todoel reino la noticia de que se habían encontrado doshombres salvajes más pequeños que los demás, acausa de los malos alimentos que en la soledad seles habían suministrado, y que por una deficienciade la semilla de sus padres no tenían las piernas dedelante bastante fuertes para poderse apoyar sobreellas.

Esta creencia iba tomando suficiente fuerzapara ser confirmada, y así hubiese ocurrido si losdoctores del país no se opusieran a ella diciendoque era una vergüenza espantosa creer que no sólolas bestias, sino también los monstruos fueran de suespecie. «Parecería mucho más natural -añadíanlos menos apasionados- que los animales domésti-cos participasen de los privilegios de la humanidady, por consiguiente, de la inmortalidad, que el queestas ventajas las tenga una bestia monstruosa que

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dice haber nacido en no sé qué país de la Luna; yluego, ¡ver cuánta diferencia hay entre nosotros y él!Nosotros andamos en cuatro pies porque Dios noquiso que una criatura suya tan perfecta se asen-tase en el suelo con apoyo menos firme, y tuvomiedo de que andando de otro modo le ocurrieraalguna desgracia; por eso tuvo buen cuidado deasentarle sobre cuatro pilares para que no pudieracaerse. En cambio, no queriendo poner su mano enla constitución de esos dos despreciables brutos,los abandonó al capricho de la Naturaleza, la cual,no temiendo la pérdida de tan poca cosa, los apoyóen dos patas solamente.

»Hasta los pájaros -decían ellos- han sidomejor tratados. Porque al menos les ha sido dado elplumaje, con el que pueden substituir la debilidad desus pies y lanzarse hacia el aire cuando nosotroslos echemos de casa. En cambio, la Naturaleza,quitándoles los dos pies a estos monstruos ha im-pedido que puedan escaparse de nuestra justicia.

»Por otra parte, reparad un poco en la acti-tud de su cabeza, vuelta hacia el Cielo. Les hapuesto así la cabeza la escasez de medios con queDios les dotó, pues esta postura suplicante acreditaque ellos imploran al Cielo quejándose de que su

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creador les haya tenido en descuido y pidiéndolepermiso para vivir de nuestras sobras. Pero noso-tros tenemos la cabeza inclinada hacia abajo paracontemplar los bienes de que somos señores, segu-ros de que en el Cielo no hay nada que pueda pro-vocar la envidia de nuestra dichosa condición».

Todos los días oía yo en mi posada estas oparecidas razones, y tanto influyeron los doctoressobre todo el pueblo con su opinión, que faltó pocopara que yo fuese considerado como un papagayosin plumas; creían ellos, y hasta estaban persuadi-dos, de que como no tenía más que dos pies no eraotra cosa que un pájaro. Lo cual hizo que se memetiese en una jaula por mandado especial delConsejo Supremo.

En la jaula, aunque el pajarero de la reinano faltaba día que no viniese a silbarme en la len-gua como aquí se acostumbra hacer con los estor-ninos, me sentía de veras dichoso, porque nuncame faltaba la comida. Además aprovechándome delas burlas con que mis mirones me hinchaban losoídos, fui aprendiendo a hablar con ellos, y cuandoya estuve bastante entrenado en su idioma paraexpresar la mayor parte de mis concepciones em-pecé a referir las más sorprendentes. Ya las gentes

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no hablaban más que de la gentileza de mis pala-bras y de la estima que mi espíritu les inspiraba.Esto hizo que el Consejo se viese obligado a man-dar que se publicase un edicto por el cual se pro-hibía creer que yo tuviese razón, con una ordenmuy terminante para todo el mundo, cualquiera quefuese su condición, obligando a pensar que, aunqueyo mostrase mucho ingenio, sólo era el instinto elque me lo hacia tener.

No obstante la publicación de este edicto, elconcepto que de mí se tenía dividió a la ciudad endos partidos. El que opinaba en mi favor fue engro-sando de día en día, hasta que a despecho del ana-tema con el cual se había intentado atemorizar alpueblo, los que me defendían pidieron que se cele-brase una asamblea de todos los Estados pararesolver en ella esta controversia.

Mucho tiempo gastaron para ponerse deacuerdo en la selección de los miembros quehabrían de opinar en la asamblea. Pero los árbitrospacificaron esta animosidad igualando el número delos contendientes, y ordenaron que se me llevase ala asamblea, como en efecto lo hicieron; pero metrataron con una severidad apenas imaginable. Losexaminadores me preguntaron, entre otras cosas,

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varias de filosofía: yo les expuse con toda buena felo que en otro tiempo mi maestro me había enseña-do; pero ellos no se cuidaron de refutármelo conrazón alguna convincente. Como yo viese esto yque no podía contestar, alegué como último argu-mento los principios de Aristóteles, que tampoco mesirvieron de mucho, porque con dos palabras ellosme descubrieron su falsedad: «Este Aristóteles -medijeron- cuya ciencia tan apologéticamente realzáis,acomodaba sin duda los principios a su filosofía, envez de acomodar la filosofía a los principios. Y aúntenía mucha más fe en sus opiniones que en laspruebas de los demás, o de sectas de que vos noshabéis hablado. Por esto al muy gran señor no leparecería mal que le besásemos las manos». Fi-nalmente, como los examinadores viesen que yo nocejaba de gritar afirmando mi tesis y diciendo queellos no eran más sabios que Aristóteles, y comome hubiesen prohibido discutir contra los que nega-ban sus principios, resolvieron en conclusión, porunánime voto, que yo no era un hombre, sino unaespecie de avestruz que andaba en dos pies, quellevaba la cabeza erguida y que quitado el plumajeno había ninguna diferencia entre el ave y yo. Vistolo cual, ordenaron al pajarero mayor que me llevaseotra vez a la jaula. En ésta pasaba yo el tiempo

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bastante distraído, pues como ya conocía con cor-rección la lengua de estas gentes, toda la corte sedivertía conmigo haciéndome charlar. Las hijas dela reina, entre otras muchachas, siempre me metíanen la jaula algún mendrugo de pan, y una, la másgentil de todas, como concibiese alguna amistad pormí, se ponía llena de alegría cuando secretamenteyo le hablaba de las costumbres y los regocijos delas gentes de nuestro mundo, y principalmente delas campanas y de otros instrumentos de música; ytanto se complacía de esto, que con lágrimas en losojos me aseguraba que si alguna vez yo pensabavolver a nuestro mundo ella me seguiría de muybuen grado.

Un día, muy temprano, como yo me desper-tase sobresaltado, miré y vi que estaba ella tambori-leando con sus dedos en los barrotes de mi jaula.«Regocijaos -me dijo ella-, porque ayer en el RealConsejo se determinó declarar la guerra al rey , y yoespero que, favorecidos por el revuelo de los prepa-rativos, y mientras nuestro monarca y sus gentes semarchan, tendré ocasión para aprovechar la desalvaros». «¿Cómo la guerra? -le interrumpí yo-.¿También los príncipes de este mundo se riñen ycombaten como los del nuestro? Andad, os lo ru-ego, habladme de su manera de combatir». «Cuan-

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do los árbitros elegidos por la opinión de los dospartidos -me dijo ella- han designado el tiempo quejuzgan necesario para el armamento y la marcha ycalculado el número de los habitantes, el día y elsitio de la batalla, y todo con tan escrupulosa medi-da que no haya en un ejército ni un solo hombremás que en el otro, y cuando han dispuesto que lossoldados lisiados por una parte estén alistados to-dos en una compañía, y cuando se produzca elencuentro, los mariscales de campo tengan cuidadode enfrontarlos con otros lisiados, y que por otraparte los gigantes estén frente a los colosos, losesgrimidores frente a los hábiles en el juego de laespada, los valientes frente a los briosos, losdébiles frente a los endebles, los delicados frente alos enfermos y los robustos frente a los fuertes, yordenado que si alguien combatiese con otro ene-migo que el que se le había designado, no pudiendojustificar que había sido por descuido, fuese conde-nado como cobarde, se libraba la batalla. La cualdada, se contaban los heridos, los muertos y losprisioneros. En cuanto a los desertores, no habíaque contarlos porque ninguno huía. Y si al final detodo esto las pérdidas por una y otra parte sufridasresultaban iguales, echábase a cara o cruz el deci-dir quién sería proclamado victorioso.

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»Pero con haber ganado una de estas ba-tallas, y aunque un reino deshaga al enemigo enbuena lid, con esto nada se decide todavía, porqueaún han de intervenir otros ejércitos más numerososde sabios y hombres de talento, de cuyas disputasdepende por completo el triunfo o servidumbre delos Estados.

»Un sabio se opone a otro sabio, un hombrede espíritu a otro hombre de espíritu, uno de juicio aotro de juicio. El triunfo que consigue un Estado coneste género de lucha vale como tres victorias defuerza armada. Después de la proclamación de lavictoria se disuelve la asamblea y el pueblo vence-dor escoge su rey, reconociendo al de los enemigoso proclamando al suyo».

Yo no pude evitar el reírme de esta escru-pulosa manera de batallar; y como ejemplo de unapolítica mucho más vigorosa alegué las costumbresde nuestra Europa, en donde el monarca procurabano omitir ninguna de las ventajas que para vencertenía. A lo cual ella me contestó con estas razones:

«Decidme, ¿vuestros príncipes no confir-man a sus ejércitos con el derecho que les asiste?»«Así es -le contesté-; y se les muestra la justicia desu causa». «¿Por qué, entonces, no escogen árbi-

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tros imparciales para llegar a un acuerdo? ¿Y sillegase el caso de que uno y otro ejército tuviesenigual derecho, por qué no se mantienen como esta-ban, o en una batalla rápidísima se discuten la pro-vincia o la ciudad que es objeto de sus rivali-dades?» «¿Pero cómo en vuestro país -le repliquéyo- observáis todos esos detalles en vuestros pro-cedimientos de combate? ¿Es que no basta que losejércitos tengan igual contingente de hombres?»«Vos no tenéis piedad alguna -me contestó ella-.¿Creeríais de buena fe haber vencido a vuestroenemigo cuerpo a cuerpo en el campo de batalla yser ésta buena lid si vos fueseis vestido con unacota de malla y él no? ¿Si él tuviese tan sólo unpuñal y vos un estoque, si él estuviese manco y vosen posesión de vuestros dos brazos?» «Sin embar-go -le repliqué yo-, y a pesar de toda la igualdadque vos recomendáis a vuestros gladiadores, éstosnunca reñirán en condiciones análogas y proporcio-nadas, porque el uno será alto y el otro acaso seabajo; éste tal vez diestro y aquél nunca habrá mane-jado la espada, y si el uno es robusto puede serdébil el otro. Y aun suponiendo que todas estasdesproporciones no existiesen, y que tan hábil fueseel uno como el otro y tuviesen la misma fuerza, auncon todo esto, digo, no serían iguales, porque uno

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de ellos acaso tenga más arrojo que el otro. Y sien-do así, el que por ese arrojo es impulsado no consi-derará el peligro y será bilioso y más sanguíneo, ytendrá el corazón bien apretado con todas las cuali-dades que constituyen el valor, y éste será comouna espada más en sus manos, una espada que elenemigo no tiene y que a él le da fuerza para arro-jarse sobre éste despreocupadamente y quitarle lavida al pobre hombre que prevé el peligro, cuyocalor le ahoga el respirar, y le dilata el corazón has-ta el punto de que ya no puede comprimir en él lasfuerzas necesarias para disipar ese mal que sellama cobardía. Y cuando vos alabáis a este hombrepor haber matado con tanto valor a su enemigo,elogiando su arrojo, lo que realmente hacéis esalabarle un pecado contra naturaleza, puesto quetodo su valor lo emplea en la destrucción. Y apropósito de esto os diré ahora que, hace de elloalgunos años, se celebró una reunión en el Consejode Guerra para establecer un reglamento más cir-cunspecto y más concienzudo para regir los com-bates, y el filósofo que emitió su dictamen pronuncióestas razones:

«Ya os imagináis, señores, haber igualadosabiamente las condiciones de los enemigos porquelos habéis elegido exactamente fornidos, diestros y

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llenos de energía. Pero os diré que todo esto no esbastante; esto no es suficiente porque, en últimotérmino, será necesario que el vencedor tenga másdestreza, más fuerza y más fortuna que el vencido.Ahora bien; si fue por destreza, seguramente heriríaa su adversario en el sitio que éste menos lo espe-raba, o con una rapidez que no era sospechable, osimulando que iba a atacarle por un sitio y luegoatacándole por otro distinto. Y esto no es más quesacar ventaja, engañar o traicionar, y el engaño y latraición no deben atraer la estima de un verdaderogentilhombre. ¿Estimaréis que realmente fue venci-do el enemigo cuando únicamente fue violentadopor la fuerza excesiva de su vencedor? Indudable-mente que no, por la misma razón que os obligaríaa declarar que un hombre no había perdido la victo-ria, si rendido por habérsele caído encima una mon-taña no había tenido posibilidad de ganarla. Delmismo modo no es vencido aquel que en un mo-mento determinado se ve en la imposibilidad deresistir a las violencias de su adversario. Por tanto sila victoria de ese enemigo fue debida a la casuali-dad, a la fortuna y no a él corresponde el lauro. Élno ha contribuido en nada, y el vencido no es máscensurable que el jugador de dados que sobre di-ecisiete puntos ve hacer dieciocho».

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»Con esto se le confesó a nuestro filósofoque tenía razón; pero que era imposible, según lasapariencias humanas, poner orden en esto; que casiera mejor sufrir un pequeño inconveniente que in-currir en otros cien de mayor importancia».

Esta mañana no me dijo ella más porquetemió que la encontrasen sola conmigo. Y no por-que en este país el impudor constituya un crimen; alcontrario, fuera de los delincuentes conocidos, to-dos los demás hombres tienen poder sobre todaslas mujeres, del mismo modo que una mujer podríaapelar a la justicia contra un hombre que la hubieserechazado. Pero no quería visitarme públicamente,porque las gentes del Consejo habían dicho en suúltima asamblea que eran las mujeres principal-mente las que afirmaban que yo era hombre, a finde disculpar con este pretexto el mal deseo que lasconsumía de unirse con las bestias y de cometerconmigo, sin vergüenza ninguna, pecados contra lanaturaleza. Esto hizo que yo tardase mucho en vol-verla a ver y que tampoco viese a ninguna otra desu sexo.

Sin embargo, alguien seguramente debióresucitar las discusiones sobre la definición de miser. Cuando ya no me cabía otra esperanza que la

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de morir en mi jaula, me volvieron otra vez a reque-rir para darme audiencia. Fui en ella preguntado, apresencia de muchísimos consejeros, acerca dealgunos puntos de física, y mis respuestas, a lo quepresumo, dejaron satisfecho a uno de ellos, porqueel presidente me expuso con detalles sus opinionesacerca de la estructura del mundo; me parecieronéstas ingeniosas, y si no hubiese llegado a tratar desu origen, que él consideraba eterno, hubiese yoencontrado su filosofía mucho más razonable que lanuestra. Pero tan pronto como le oí mantener unafantasía tan extraña a cuanto nuestra fe nos en-seña, yo rompí con él y me eché a reír de lo quedecía, lo cual me obligó a confesarle que puestoque tan grandes disparates repetía, me inclinaba acreer que su mundo no era más que una luna.«¿Mas no veis -me dijeron ellos- tierra, ríos y mar?¿Cómo entonces decís eso?» «No importa -les rep-liqué yo-. Aristóteles asegura que es la Luna, y sivos hubieseis dicho otra cosa en las clases dondeyo estudié os habrían silbado». Esto les hizo reír agrandes carcajadas. No hay que decir que causa-das por su ignorancia; pero con todo y con eso mevolvieron a llevar a mi jaula.

Mas otros sabios con mejor ingenio que losprimeros, sabedores de que yo me había atrevido a

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decir que la Luna de donde venía era un mundo,creyeron que esto les proporcionaría un pretextobastante justo para condenarme al agua, que es eltormento con que exterminan a los impíos. Para locual recurrieron en masa al rey y le expusieron susquejas; el rey prometió hacerles justicia, y ordenóque yo fuese puesto en berlina.

Heme aquí, pues, por tercera vez fuera demi jaula; entonces el más viejo de los doctores tomóla palabra y empezó la acusación contra mí. Yo yano me acuerdo de su discurso porque me producíagran temor escuchar los temblores de su voz desor-denada y porque además, para declamar, usaba unaparato cuyo ruido estridente me ensordecía: erauna especie de trompeta que expresamente habíaél escogido para que su sonido enardeciese elespíritu de todos, levantándoles el deseo de mimuerte, a fin de que la emoción de este ruido impi-diese que su razón obrara discretamente, comosucede en nuestros ejércitos, en los cuales la alga-rabía de las trompetas y de los tambores impide quelos soldados reflexionen sobre la importancia de suvida. Cuando él hubo acabado su discurso yo melevanté para defender mi causa; pero en aquel mo-mento vino a libertarme una aventura que segura-mente ha de suspenderos el ánimo. Cuando ya yo

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tenía abierta la boca, un hombre que con dificultadpudo atravesar toda la muchedumbre vino a arrodil-larse ante el rey y después ante su presencia se fuearrastrando de espaldas, andando así largo trecho.No me extrañó mucho esta conducta, porque yasabía yo que era la seguida por ellos cuandoquerían hablar en público. Yo contuve entonces midiscurso, y he aquí lo que pude oír del suyo:

«Justos: ¡Escuchadme! No podríais conde-nar a ese hombre, o mono, o papagayo, por haberdicho que la Luna es un mundo desde el cual élvenía: porque si es hombre, aunque realmente noviniese de la Luna, como todo hombre es libre, ¿nolo es él también para imaginarse lo que le dé lagana? Pues qué, ¿podéis vos, acaso, obligarle aque vea las cosas como vosotros? Y aunque loforcéis a decir que la Luna no es un mundo, lo mis-mo da; porque él lo dirá, pero no lo creerá; porquepara creer cualquier cosa es necesario que ante laimaginación se presenten ciertas posibilidades quecon mayor fuerza nos inclinen al sí que al no; ymientras vos no le indiquéis esas posibilidades y selas suministréis, o mientras ellas por sí mismas nose le ofrezcan ante su espíritu, aunque él os digaque lo cree, no lo hará así.

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»Ahora os probaré que tampoco es con-denable si vos le consideráis un animal.

»Porque si es un animal sin razón, ¿latendríais vosotros en acusarle de pecar contra ella?Él ha dicho que la Luna es un mundo. Ahora bien:las bestias obran tan sólo por instinto de naturaleza;luego esto son palabras de la Naturaleza y nosuyas, y pensad que la Naturaleza misma que hahecho el Mundo y la Luna no sabe lo que son y quevosotros, que sólo tenéis conciencia de lo que de-lante de vuestros ojos hay, lo sabéis con mayorcerteza, es un ridículo disparate. Pero aun admi-tiendo que la pasión os hiciese renunciar a vuestrosprincipios y aunque admitieseis que la Naturalezano guiaba a sus bestias, no debéis sino afrentaros,por lo menos, de las muchas inquietudes que oscausan los caprichos de una bestia. En verdad,señores, si os encontraseis a un hombre de edadmadura que se preocupase de mantener el ordende un hormiguero y diese un papirotazo a una hor-miga porque ésta hiciese caer a la compañera oaprisionase a una que hubiese robado a su vecinaun grano de trigo, o llevara a los tribunales a otraque había abandonado sus huevos; si vieseis a unhombre así, digo, ¿no creeríais insensato que em-please su tiempo en menesteres tan por debajo de

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los que al hombre corresponden, pretendiendo suje-tar a razón a los animales que no tienen uso deella? ¿Cómo, pues, venerable asamblea, defen-deréis el interés que en los caprichos de este animalos habéis tomado? Justos: he dicho».

En cuanto terminó su discurso una músicaextraña que parecía de aplauso resonó en toda lasala, y luego que todas las opiniones se debatierondurante un largo cuarto de hora, el rey dijo:

«Que de ahora en adelante sería conside-rado como hombre y en consecuencia puesto enlibertad, y que la pena de ser ahogado sería permu-tada por una petición de perdón vergonzoso (puesen este país no existía el honroso) en la cual yo medesdeciría públicamente de haber sostenido que laLuna era un mundo por el escándalo que la nove-dad de esta opinión podía causar en el espíritu delos hombres débiles».

Una vez pronunciada esta sentencia se mellevó fuera del palacio y se me vistió, como en señalde ignominia, con extraña fastuosidad; se me subióa la tribuna de un magnífico chirrión y una vez con-ducido sobre él a la plaza de la Villa por cuatropríncipes que habían atado al yugo, he aquí lo queme obligaron a decir:

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«Pueblo: Os declaro que esta Luna no esuna Luna, sino un mundo, y que aquel mundo no estal mundo, sino una Luna; esto es lo que el Consejocree que debéis creer».

Cuando hube repetido estas mismas pala-bras en las cinco grandes plazas de la ciudad, yo via mi abogado que ya me tendía la mano para ayu-darme a bajar. Me asombré mucho al verle y quedémuy suspenso al reconocerle: era mi Demonio. Es-tuvimos una hora abrazándonos. Me dijo: «Venid ami casa, porque si fueseis a la corte ahora no osmirarían con buenos ojos. Por lo demás, es necesa-rio que os diga que todavía estaríais en la jaulaentre los monos, como vuestro amigo el español, sino hubiese yo proclamado entre las gentes la distin-ción de vuestro ingenio y reclamado contra vuestrosenemigos y en favor vuestro la protección de losgrandes». Dando yo fin a mis gracias entramos ensu casa. Él me estuvo hablando, hasta que llegó lahora de la cena, de los resortes que había necesita-do manejar para obligar a mis enemigos a deponeruna persecución tan injusta, seducidos por los másfantásticos escrúpulos con que habían embaucadoal pueblo. Cuando nos advirtieron que la comidaestaba ya servida, él me dijo que, para depararmebuena compañía, aquella noche había invitado a

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dos profesores de la Academia de esta ciudad paraque comiesen con nosotros. «Yo les inclinaré adisertar sobre la filosofía que enseñan en este mun-do y procuraré que atraído por este mismo temavenga, para que tengáis ocasión de verle, el hijo demi huésped. Es un joven tan lleno de ingenio, queyo no he conocido a nadie que como el suyo le tu-viese; sería un segundo Sócrates si él pudiese or-denar su talento y no ahogarle en el vicio las graciascon que Dios continuamente le regala; si no tuvieseafición por el libertinaje, como la tiene, y además nohiciese de él una quimérica ostentación por el deseode conquistar la reputación de hombre de espíritu.Yo me hospedo aquí para aprovechar todas lasocasiones en que puedo instruirle». Y con esto secalló para dejarme a mí la libertad de discurrir; des-pués hizo una seña para que me despojasen de lasvergonzosas galas con que todavía estaba yo bril-lantemente adornado.

Los dos profesores a quienes estábamosesperando entraron casi luego y juntos fuimos asentarnos en la mesa que ya estaba preparada,donde vimos al joven de quien mi guía me habíahablado, que ya estaba comiendo. Ellos le hicieronuna gran reverencia y le trataron con tan profundorespeto, que bien parecía reverencia del esclavo a

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su señor; yo le pregunté a mi Demonio la causa deesta consideración, y él me explicó que era debida ala edad del joven, porque en este mundo los viejostenían todos sus respetos y todas sus deferenciaspara los jóvenes. Tanto es así, que los padres ob-edecían a sus hijos tan pronto como en la opinióndel Senado de filósofos alcanzaban la edad derazón. «¿Os extraña una costumbre tan contraria ala de vuestro país? Convendréis, sin embargo, queno extraña ni repugna a la razón, porque, en con-ciencia, decidme: ¿Cuando un hombre joven y ar-diente tiene la potencia de imaginar, juzgar y ejecu-tar, no es más capaz de gobernar una familia queun débil sexagenario, ya embrutecido, al cual lanieve de sesenta inviernos le ha helado la imagina-ción y ya no obra sino impulsado por eso que voso-tros llamáis la feliz experiencia de los hechos, sobrelos cuales no puede haber experiencia porque noson sino simples efectos de la casualidad en contrade todas las reglas de la economía de la prudenciahumana? En cuanto a juicio no creáis que tienemás, aunque las gentes vulgares de vuestro mundocrean que es un dote de la vejez. Mas para desen-gañarse es necesario saber que lo que se llamaprudencia en un viejo tan sólo es aprensión miedo-sa; miedo, miedo rabioso de hacer cualquier cosa,

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miedo que le obsesiona. De modo que cuando noha corrido un peligro en el que un joven ha pereci-do, no es que él tuviese la noción de la catástrofeque iba a ocurrir, sino que le faltaba el fuego sufi-ciente para iluminar esos nobles arranques que dana los jóvenes su osadía. Porque en los jóvenes laaudacia es como una prenda más que les lleva ha-cia el éxito de su destino, pues este ardor que facili-ta la prontitud y realización de una empresa es elque a ellos les impulsa a acometerla. Esto en cuan-to a pensarla; en cuanto a ejecutarla creo que ofen-dería a vuestra inteligencia si con pruebas preten-diera convenceros. Vos sabéis que la juventud, sólola juventud está dispuesta para la acción, y si no oshubieseis convencido de esto os ruego que medigáis: ¿cuando respetáis a un hombre valiente, nolo hacéis así porque puede vengaros de vuestrosenemigos o de vuestros agresores? Y cuando unbatallón de setenta eneros ha helado su sangre ymatado de frío todos los nobles entusiasmos quearden en las personas jóvenes, decidme, ¿no escierto que ya sólo le respetáis por hábito, pues nin-guna otra consideración os impulsa a hacerlo?¿Cuando ayudáis al más fuerte, no es para obligarsu agradecimiento, por contribuir a una victoria queno le hubieseis podido disputar? ¿Pues por qué

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someteros a él cuando ya la pereza ha aniquiladosus músculos y debilitado sus arterias y apagado sufogosidad y sorbido la médula de sus huesos?Cuando adoráis a una mujer, ¿no es a causa de subelleza? ¿Por qué, pues, continuáis vuestras genuf-lexiones cuando la vejez la convierte en un fantas-ma que ya no representa sino una imagen horrendade la muerte? Finalmente, cuando estimáis a unhombre espiritual es a causa de la vivacidad de suingenio, que le hace penetrar en un confuso asunto,esclareciéndole; que en una asamblea del más altoprestigio asombraría con su buen decir, que con unsolo pensamiento abarcaría toda la ciencia; puesbien, ¿por qué continuáis honrándole, cuando susórganos gastados tornan imbécil su mente, pesadae importuna su compañía y cuando ya más bien separece a la imagen de un Dios del Hogar que a unhombre de razón? Con todo esto, hijo mío, vendréisa considerar que es preferible que los jóvenes esténencargados del gobierno de sus familias a que loestén los viejos. Así debéis sostenerlo, tanto máscuanto que según vuestras máximas Hércules,Epaminondas, Aquiles y César, que han muerto casitodos antes de los cuarenta años, no habrían mere-cido honor ninguno si, según vosotros pensáis, hu-biesen sido demasiado jóvenes; aunque precisa-

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mente su juventud fuese la única causa de sus he-roicas empresas, que no hubiesen podido realizarsiendo viejos, porque les hubiese faltado el ardor yla destreza, merced a las cuales tuvieron tangrandes éxitos. Vos me replicaréis que todas lasleyes de vuestro mundo hacen cumplir con cuidadoese respeto que se debe a los ancianos. Y es cierto;pero tened en cuenta que todos los que han intro-ducido leyes han sido ancianos que temían que losjóvenes les desposeyeran con justicia de la autori-dad que ellos les habían arrebatado... Vos no con-serváis de vuestro arquitecto mortal nada más queel cuerpo; vuestra alma viene del Cielo, y sólo porcasualidad no ha sido vuestro padre hijo vuestro,como vos lo soy suyo. ¿Podríais asegurar, por otraparte, el que no os haya él impedido heredar unacorona? Quizá vuestro espíritu saliese del Cielo conel destino de dar vida al rey de los romanos en elvientre de la emperatriz; de camino, por una casua-lidad, encontraría vuestro embrión, y acaso paraacortar el trecho se instaló en él. ¿Pero quién sabesi hoy no hubieseis podido ser obra de algún va-liente capitán que os hubiese asociado a su gloriacomo a sus bienes? De este modo, puede que vosno le seáis más deudor a vuestro padre de la vidaque os ha dado de lo que lo seríais del pirata que os

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condenara a galeras, de la comida que en ellas osdiese. Y aun suponiendo que os hubiera engendra-do rey, era lo mismo: porque un obsequio pierde sumérito cuando se hace sin escogerlo el que lo re-cibe. Se mató a César y se mató a Casio; sin em-bargo, Casio agradecerá su muerte al esclavo aquien se la pidió, y César no lo estará a unos asesi-nos que le obligaron a recibirla. ¿Vuestro padreconsultó vuestra voluntad al abrazar a vuestra ma-dre? ¿Os pregunto si os gustaba ver este siglo opreferíais esperaros hasta otro, y si os contentabaiscon ser hijo de un majadero o si ambicionabais serlode un hombre ilustre? ¡Pobre de vos! ¡Erais el únicoa quien interesaba ese asunto y el único también alque no se le pedía la opinión! Acaso, entonces, sihubieseis sido encerrado en otra parte que en lamatriz de las ideas de la Naturaleza y el nacer o nonacer hubiese sido sometido a vuestra opción hu-bieseis dicho a la Parca: «Mi querida damisela, to-ma el hilo de otro; ya hace mucho tiempo que yoestoy en la nada y prefiero seguir cien años así queempezar a ser hoy y tener que arrepentirme maña-na». Y, sin embargo, tuvisteis que pasar por ahí pormás que chillasteis para volver a la larga y negracasa de la que querían arrancaros. ¡Parecían quererdemostraros que vos pedíais el ser!

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«He aquí, ¡oh hijo mío!, las razones aprox-imadas que son causa del respeto que los padrestienen por sus hijos. Ya sé yo que acaso me heinclinado demasiado en favor de los jóvenes, ha-ciendo más de lo que la justicia pide, y que en supro he hablado más de lo que me dictaba mi con-ciencia. Pero para corregir el orgullo con que ciertospadres proclaman la debilidad de sus hijos, yo mehe visto obligado a proceder como el labrador que,para enderezar un árbol torcido, lo inclina hacia ellado opuesto a fin de que al abandonarle encuentreen el equilibrio de las dos contorsiones su rectapostura. Así, hice que los padres restituyesen a sushijos lo que les debían, y para ello les quité muchode lo que les pertenecía con el propósito de queotra vez se contenten con lo estrictamente suyo.También sé que por hacer esta apología he caídoen el odio de los ancianos; pero éstos debían recor-dar que antes que padres fueron hijos, y que esimposible que yo no haya hablado en su ventaja,puesto que ellos no nacieron milagrosamente en elcogollo de una col. Pero, en fin, sea de ello lo quefuese, cuando mis enemigos declarasen la guerra amis amigos yo llevaría las de ganar, puesto que heservido a todos los hombres y sólo he perjudicado ala mitad».

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Dichas estas palabras mi Demonio se callóy el hijo de nuestro huésped soltó la voz a seme-jantes razones: «Permitidme, puesto que me heinformado por vuestro cuidado del origen de la his-toria de las costumbres y de la filosofía del mundo aque pertenece este hombre, que añada yo algunaspalabras a las que vos acabáis de decir, probandoque los hijos no están obligados al respeto de suspadres por el hecho de su generación, ya que suspadres por naturaleza estaban constreñidos a en-gendrarlos.

»La más estrecha filosofía de su mundoconfiesa que es más ventajoso morir (pues que paramorir es necesario haber nacido) que no ser. Ahorabien: puesto que no dando el ser a esa nada yo lesitúo en un estado peor que el de la muerte, soymás culpable de no engendrarlo que de matarlo. Tú,sin embargo, creerías, ¡oh hombrecito mío!, cometerun parricidio indigno de perdón si estrangulases a tuhijo, y en verdad sería enorme; pero es mucho másexecrable no dar el ser a lo que puede recibirlo,porque este niño a quien tú para siempre robas laluz tuvo al menos el placer de gozarla algún mo-mento y aun así no se vería privado de ella más quedurante algunos siglos; pero, en cambio, ¿qué seríade esas cuarenta pequeñas nadas con las que tú

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podrías hacer cuarenta nuevos soldados para turey, si maliciosamente les impidieses abrirse a la luzy las dejases corromper en tus riñones, expuestasal azar de una apoplejía que te ahogase?...».

A lo que yo creo, esta contestación no satis-fizo al pequeño huésped, pues movió negativa-mente la cabeza tres o cuatro veces; pero nuestrocomún preceptor se calló, porque la comida ya es-taba presta a evaporarse.

Nos tendimos, pues, sobre unas colchone-tas muy blandas cubiertas por grandes tapices y uncriado joven cogió al más viejo de nuestros filósofosy lo condujo a una sala separada, donde fue nuestroDemonio a llamarle para que tan pronto como aca-base de comer viniese con nosotros.

Esta rareza de comer aparte provocó mi cu-riosidad hasta el punto de inquirir el porqué: «Esque no le gusta -me dijo el Demonio- el olor decarne ni tampoco el de las hierbas, y sólo los toleracuando han muerto naturalmente, porque si no lescree capaces de sentir el dolor». «No me deja esotan suspenso -repliqué yo- ni me extraña que seabstenga de la carne y de todo cuanto tiene unavida sensitiva, porque en nuestro mundo los pi-tagóricos y algunos santos anacoretas han seguido

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ese mismo régimen; pero no atreverse, por ejemplo,a cortar una col de miedo a herirla me parece com-pletamente ridículo». «Pues yo -replicó mi Demonio-creo muy justa su opinión.

»Y si no, decidme: la col, de la que voshabláis, ¿no es un ser viviente de la Naturaleza?¿No es esta igualmente vuestra madre y la de lacol? Y aun parece que con más generosidad aten-dió la Naturaleza la vida del vegetal que la del serracional, porque ha sometido el nacimiento delhombre a los caprichos de su padre, que puede,según le plazca, engendrarlo o no; rigor que no haquerido sin embargo ejercer sobre la col; porque envez de dejar a la discreción del padre el engendrar asus hijos, como si supiese que la raza de la col pe-rece con más facilidad que la de los hombres, fuer-za a las coles cuando no lo hacen de grado a darseel ser unas a las otras y no les deja la libertad queda a los hombres que no se engendran sino por sucapricho y que durante su vida no pueden reprodu-cirse más de una veintena de veces; en cambio, alas coles les es dable llegar a producir más de cua-trocientas mil cada una. Decir, pues, que la Natura-leza ama más a los hombres que a la col es enva-necernos y consolarnos vanamente, porque nosiendo la Naturaleza capaz de pasiones, ni puede

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odiar ni amar a nadie; y si supusiésemos que fuesecapaz de tener pasiones, seguramente tendría másternuras por la col que las que vosotros le profesáisy no sabría ofenderla; antes bien, si pudiese, ofen-dería al hombre cuando éste quiere destruir la col.Añadid a todo esto que el hombre no puede nacersin crimen, siendo así que desciende del primercriminal; en cambio, todo el mundo sabe muy bienque la primera col en nada ofendió al Señor. ¿Y apesar de esto decimos que nosotros estamos he-chos a imagen y semejanza del Ser Supremo y lacol no? Pues aun siendo esto verdad nosotros,mancillando nuestra alma, que es lo único en quenos parecemos al Ser Supremo, hemos borrado esasemblanza, puesto que nada hay tan contrario aDios como el pecado. Y si nuestra alma ya no esimagen de la suya no le parecemos tampoco ni porlos pies, ni por las manos, ni por la boca, ni por lafrente, ni por las orejas más de los que esta col sele parece por sus hojas, por sus flores, por su tallo,por su troncho y por su cogollo. ¿No creéis voso-tros, en verdad, que si esta pobre planta pudiesehablar nos diría cuando la cortamos: «¡Hombre,hermano mío!, ¿qué hice yo para merecer la muerteque me das? Yo creía que en las huertas, puesnunca vivo en tierras salvajes, podría estar segura;

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he desdeñado todas las sociedades menos la tuya,y, apenas me siembras en tu jardín, cuando paratestimoniarte mi complacencia voy madurando, abromis brazos y te ofrezco mis retoños granados, ycomo recompensa a toda esta bondad, ¿vas ahoraa cortarme la cabeza?» He aquí lo que diría esta colsi ella pudiese hablar. ¿Y porque no puede quejarsevamos nosotros a causarle todo el mal del que ellano puede defenderse? ¿Cuando encuentro a unmiserable atado, puedo matarle sin cometer un cri-men porque en ese estado ya no puede defen-derse? Pienso que debe ser todo lo contrario, y quesu debilidad agravaría mi saña, porque por muypobre y privada de todos nuestros favores que estéesta criatura no merece la muerte que podemosdarle. ¡Pues qué!, el único bien que la col posee detodos los que la Naturaleza prodiga es el vegetar, yése ¿vamos a quitárselo? Ni el crimen de asesinar aun hombre es tan grave: porque un día podré resu-citar adquiriendo otra vida y la col que nosotroscortamos quitándole la suya no resucitará ni puedeya esperar otra vida. Matando una col la aniquiláistotalmente y matando un hombre no hacéis sinocambiarle de morada. Y aún os digo más: puestoque Dios ama igualmente a todas sus criaturas ycon equidad ha repartido sus bienes entre nosotros

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y entre las plantas, es justo que como a nosotros lasqueramos y las consideremos. Verdad es que noso-tros nacimos primero, pero en la familia de Dios nohay derecho de primogenitura; de modo que si lascoles no participan con nosotros del privilegio de lainmortalidad nos aventajarán sin duda por la pose-sión de otro que, con su grandeza, las recompensede la brevedad de su vida; quizá sea una inteligen-cia universal, un conocimiento perfecto de todas lascosas y de todas sus causas. Este es también elmotivo por el cual ese sabio motor de la vida no lesha suministrado órganos semejantes a los nuestrosy les ha dado tan sólo un simple rozamiento débil ya menudo equivocado; pero, en cambio, las dotó deotros más ingeniosamente creados, que sirven parael gobierno de sus especulativas charlas. Acaso vosme preguntaréis qué nos han comunicado las colesde esos grandes pensamientos suyos. Pero de-cidme si no nos han enseñado algo ciertos seres alos que nosotros consideramos inferiores, con loscuales no tenemos ninguna relación ni proporción, ycuya existencia conocemos tan dificultosamentecomo las maneras con que una col es capaz deexpresarse con sus semejantes y no con nosotros,porque nuestros sentidos son demasiado débilespara penetrarlas en su fondo.

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»Moisés, el más grande filósofo del mundo,que buscaba el origen del conocimiento de la Natu-raleza en el origen de la Naturaleza misma, advertíaesta verdad cuando hablaba del árbol de la ciencia,y quería seguramente enseñarnos por medio deeste enigma que las plantas poseen con tanto privi-legio como nosotros la filosofía perfecta. ¡Recordad,pues, vosotros, hombres, de todos los animales elmás soberbio, que aunque una col al ser cortadapor vosotros no dice ni una palabra, no deja por ellode pensar! Pero el pobre vegetal no tiene órganosadecuados para chillar como vosotros lo hacéis; nolos tiene tampoco para quejarse ni para llorar; perosí los tiene para plañirse del daño con que le cas-tigáis y para hacer caer sobre vosotros la venganzadel Cielo. Y si vos me preguntáis insistentementecómo puedo yo saber que las coles tienen esosbellos pensamientos, yo os preguntaré cómo vossabéis que no los tienen y cómo podéis saber quealgunas de ellas, imitándoos, no diga por la tarde alencerrarse: «Soy, señor coliflor, muy humilde servi-dor de vuestra merced. -Col Repollo».

En esto estaba de su discurso cuando elmozo que se había llevado a nuestro filósofo levolvió a acompañar hasta nosotros. «¡Cómo! ¿Yahabéis comido?», le preguntó mi Demonio. Él con-

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testó que sí; que había terminado los postres y queel fisiólogo le había permitido probar también nues-tra cena. El joven huésped esperó que yo le pregun-tase la explicación de estas palabras misteriosas.«Veo que esta manera de vivir os asombra -me dijo-. Sabed, pues, que en vuestro mundo no se cuidande la salud, que gobernáis con más negligencia quenosotros y que nuestro régimen no es despreciable.

.»Aquí hay en todas las casas un fisiólogoque cuida del público, y que es aproximadamente loque en vuestra tierra llamaríais un médico; peronuestros fisiólogos tan sólo cuidan de los sanos, ypara someterlos a algún tratamiento sólo tienen encuenta nuestra proporción, la hechura y simetría denuestros miembros, el dibujo de nuestro rostro, elcolor de la carne, la delicadeza del cutis, la agilidadde todo el cuerpo, y el matiz, la fuerza y la durezadel pelo. Hae e un momento, ¿no os habéis fijadoen un hombre de corta estatura que os ha mirado?Pues era el fisiólogo de esta casa. Podéis tenercerteza de que, después de reconocer vuestracomplexión, habrá dispuesto la fuerza de la exhala-ción de vuestra comida. Fijaos y veréis cuán sepa-rado está el almohadón en que os hizo sentar de losdemás almohadones nuestros. Seguramente os hajuzgado de temperamento muy distinto al nuestro, y

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ha temido que el olor que se evapora por estasespitas en nuestra nariz llegase hasta vos, o bienque el vuestro viniese hasta nosotros. Ya veréiscómo esta noche elegirá con la misma discreciónlas flores de vuestro lecho».

Durante todo este discurso yo hice señas ami huésped para que procurase obligar a los filóso-fos a discutir acerca de algún capítulo de las cien-cias que profesaban: era él demasiado amigo míopara negarse a dar inmediatamente nacimiento a laocasión; por esto no os diré ni los discursos ni lasplegarias que constituyeron la embajada de esteruego, porque hasta el suave matiz de lo que pudie-ra ser ridículo a lo que era serio fue demasiado im-perceptible para poderlo imitar. Tanto solicitó, lector,que hablaron todos los doctores, y el último en ha-cerlo, después de decir muchas cosas, he aquícómo continuó su plática:

«Quédame ahora por probaros que en unmundo infinito hay muchos infinitos. Imaginaos alUniverso como un animal; que las estrellas, que sonmundos, están en este gran animal, como otrosanimales que recíprocamente sirven de mundos aotros pueblos tales como nosotros, nuestros cabal-los, etcétera, y que nosotros, por nuestra parte,

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somos también mundos en relación con ciertosanimales sin punto de comparación más pequeñosque nosotros, como, por ejemplo, gusanos, piojos yarañas; que éstos a su vez son la tierra de otrosmás imperceptibles, y que así, del mismo modo quenosotros parecemos individualmente un gran mun-do, puede suceder que a este pueblo pequeño nu-estra carne, nuestra sangre, nuestros espíritus leparezcan tan sólo un tejido de pequeños animalesque viven en nosotros prestándonos sus movimien-tos y dejándose ciegamente conducir por nuestravoluntad, que es para ellos como un cochero, nosconducen a su vez a nosotros, y reunidos producenesa actividad a la que hemos llamado la vida. Por-que decidme: ¿hay alguna dificultad para creer queun piojo adapte la forma de vuestro cuerpo consi-derándolo como un mundo y que cuando uno deellos vaya desde una de vuestras orejas hasta laotra sus compañeros piensen que ha viajado desdeun extremo a otro de la tierra, o que ha ido desde unpolo hasta el opuesto? Sin duda que no; estos pe-queños seres considerarán vuestro pelo como laselva de su país, los poros llenos de secreción co-mo fuentes, las úlceras como lagos o estanques, laspostemas como mares, las fluxiones como diluvios,y cuando os peinéis de atrás hacia adelante y de

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adelante hacia atrás, considerará este movimientode vuestro pelo como el flujo y reflujo del Océano.La comezón ¿no prueba lo que estoy diciendo? Lachinche que la produce, ¿no es uno de esos pe-queños animales que ha abandonado la sociedadcivil para establecerse como un tirano en su país? Ysi me preguntáis por qué estos insectos sonmayores que los otros, yo os replicaré pre-guntándoos a mi vez por qué los elefantes son másgrandes que los hombres y los irlandeses mayoresque los españoles. En cuanto a esa ampolla y a esacostra que vosotros ignoráis cómo se hayan produ-cido, preciso es que nazcan por la corrupción desus enemigos, a los que estos pequeños gigantesdan muerte, o porque la peste producida por la ne-cesidad de los alimentos que los sediciosos hanarrebatado haya dejado podrir en el campo pedazosde cadáver. También este tirano después de haberrechazado de su alrededor a los compañeros quehabían fijado su cuerpo sobre el nuestro haya dadopaso a la secreción, que al salir fuera de la esferade la circulación de nuestra sangre se ha corrompi-do. Acaso se me pregunte por qué una chinche davida a tantas otras; no es éste un problema muydifícil de concebir, porque de la misma manera queuna insubordinación da ocasión a otra, así también

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estos pequeños pueblos de animales, movidos porel mal ejemplo de sus compañeros sediciosos, aspi-ran al mando cada uno de por sí y van encendiendola guerra en torno, y con la guerra, la muerte y elhambre. Ahora bien, me diréis, ciertas personasestán mucho menos martirizadas por las plagas dela comezón que otras. Sin embargo -os replicaríayo-, todas están igualmente llenas de estos pe-queños animales, puesto que, según vos decís, sonellos los que nos dan la vida. Y así es la verdad;también habremos de observar que los flemáticosestán menos pechados por el picor que los biliosos;porque esa raza de insectos, como simpatiza máscon el clima que suele habitar, es menos activa enun cuerpo frío que en otro tibio por la temperaturade su región, donde ellos se agitan, rebullen y nosaben estarse ni un momento quietos en un mismositio. Por esto el bilioso es más delicado que elflemático, pues estando su cuerpo agitado por esosinsectos en muchas más de sus partes y siendo sualma objeto de su acción, es capaz de sentir portodas las partes en las que esa bestezuela se mu-eve; no así el flemático, que como no es suficiente-mente caluroso para hacer obrar en muchos sitios aesta pequeña familia, sólo tiene sensibilidad enpocos sitios. Y para probaros todavía más esta

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chinchería universal, no tenéis sino considerar quecuando estáis heridos acude la sangre rápidamentehacia vuestra lesión. Vuestros doctores afirman queen este caso la sangre es guiada por la Naturaleza,que previsoramente quiere socorrer las partes debi-litadas; lo cual haría sostener que además del almay del espíritu existía en nosotros una tercia substan-cia intelectual con órganos y funciones aparte. Poresto creo mucho más exacto decir que estos pe-queños animales, cuando se sienten atacados,mandan pedir socorro a sus vecinos, y que cuandoese socorro les llega de todas partes y el país resul-ta insuficiente para acoger a tanta gente, o muerende hambre o nos ahogan con su opresión. Estamortalidad sucede cuando la postema ha madura-do; porque como testimonio de que estos animalesya han muerto no hay sino considerar que la carnedañada pierde su sensibilidad; por esto, si frecuen-temente la sangría ordenada para desviar la fluxiónes conveniente, sucede así porque habiéndoseperdido mucha fluxión por la abertura que esosanimales intentaban ataponar desisten de ayudar asus aliados, ya que entonces apenas si tienen po-tencia suficiente para defenderse a sí mismos».

Con estas razones terminó, cuando el se-gundo filósofo reparó en que nuestros ojos, fijos

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sobre los suyos, le invitaban a que él tomase en-tonces la palabra.

Y dijo: «Hombres: Como os veo curiosospor enseñar a este pequeño animal, nuestro seme-jante, estoy a la sazón escribiendo un tratado queme satisfacería mucho poder acabar, porque ha dedar muchas luces para la comprensión de nuestrafísica, y que trata de explicar el origen eterno delmundo. Pero como tengo mucha prisa en trabajarcon mis sopletes (pues sin remisión mañana partela ciudad), me perdonaréis durante algún tiempo,haciéndoos yo la promesa de que tan pronto comollegue la ciudad allí donde debe ir yo os satisfaré».

Pasadas estas palabras, el hijo del huéspedllamó a su padre para saber qué hora era, y ha-biéndole contestado que eran las ocho dadas, lepreguntó lleno de cólera por qué no les había avisa-do a las siete como él le mandó; que ya él sabíabien que las casas salían al día siguiente y que lasmurallas de la ciudad ya se habían puesto en cami-no. «Hijo mío -replicó el buen hombre-, se ha publi-cado antes de que os sentaseis a la mesa una pro-hibición terminante de salir antes de pasado maña-na». «No importa -replicó el joven-; vos debéis ob-edecerme ciegamente sin penetrar en el sentido de

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mis órdenes y acordándoos tan sólo de lo que yo osmando. Andad, id en seguida en busca de vuestraefigie». Cuando la hubo traído, el hijo la cogió por elbrazo y estuvo golpeándola más de un cuarto dehora. «¡Vaya, vaya!, tunante -le decía-, en castigo avuestra desobediencia quiero que hoy sirváis de risaa todo el mundo, y para ello os mando que andéisen dos pies durante todo el tiempo que nos queda».El pobre hombre se fue muy desolado y su hijo nospidió perdón por su arrebato.

Aunque me mordiese los labios me costabaa mí mucho trabajo el no reírme de tan divertidocastigo, y para no hacerlo desvié mi pensamientode tan grotesca pedagogía, que seguramente hu-biese provocado mi carcajada y le supliqué que meexplicase lo que él entendía por ese viaje de la ci-udad de que tanto me habían hablado, y me dijese,en fin, si las murallas y las casas andaban real-mente. Él me contestó: «Mi querido extranjero: entrenuestras ciudades las hay viajeras y las hay seden-tarias; las viajeras, como, por ejemplo, la que noso-tros ahora habitamos, están hechas como voy adeciros. El arquitecto hace todos los palacios, comoya lo habréis visto, de ligerísima madera, y lo asien-ta sobre cuatro ruedas; en el espesor de uno de losmuros coloca diez potentes fuelles, cuyos tubos

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pasan horizontalmente a través del último piso,desde el uno al otro muro, de suerte que cuando sequiere arrastrar a una de nuestras ciudades haciacualquier parte, y es costumbre hacerlo en todas lasestaciones para cambiar de aires, cada uno des-pliega sobre una de las fachadas de su moradagran cantidad de velas, que coloca delante de losfuelles, y después, articulando un resorte para queéstos funcionen, en menos de ocho días, con elcontinuo soplo que vomitan estos monstruos delviento, si se quiere las casas pueden ser conduci-das a más de cien leguas a la redonda. En cuanto alas moradas que nosotros llamamos sedentarias,son casi en todo parecidas a vuestras torres, si noes que están hechas de madera y atravesadas porsu centro por una muy grande y fuerte viga que vadesde el sótano hasta el techo, permitiendo queéste pueda bajarse y levantarse según el gusto desus moradores. Además, la tierra, bajo el piso deestas moradas está cavada en un hoyo tan hondocomo la altura del edificio, y éste de tal modo con-struido, que tan pronto como las heladas empiezana grisar el Cielo, puedan bajar las casas hasta elhoyo, donde permanecen al abrigo de las intempe-ries del aire. Pero luego que el dulce aliento de laPrimavera suaviza la temperatura se levantan otra

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vez a la plena luz del día por medio de su gordaviga de que antes os he hablado».

Yo le rogué que ya que tan amable habíasido conmigo, y puesto que la ciudad iba a partir aldía siguiente, me dijese esta noche algo del origeneterno del mundo, del que me había hablado hacíapoco. «Yo, en cambio, os prometo -le dije- que co-mo recompensa, en cuanto vuelva a mi Luna, de lacual mi gobernador (y le indiqué a mi Demonio) osacreditará que vengo, extenderé vuestra gloria con-tando las maravillas que vos me digáis. Ya veo queos reís de esta promesa porque no creéis que laLuna, de la cual yo vengo, sea un mundo y que yosea un habitante suyo; pero yo puedo asegurarosque los pueblos de aquel mundo que no creen queéste sea sino una Luna, se burlarán de mí cuandoyo les diga que vuestra Luna es un mundo y que enél hay hombres y ciudades». Él me contestó conuna sonrisa y habló de esta manera:

«Puesto que nos vemos obligados, cuandoqueremos demostrar el origen de este gran todo, aadmitir como hipótesis tres o cuatro absurdos, derazón será adoptar el camino en que menos haya-mos de topar con ellos. Con todo, os advertiré queel primer obstáculo que nos detiene es la eternidad

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del mundo; el espíritu de los hombres, como no hasido suficiente fuerte para concebirla y no ha podidotampoco imaginar que este gran universo tan her-moso, tan bien ordenado, haya podido crearse a símismo, ha admitido el recurso de la creación; perodel mismo modo que el que queriendo librarse de lalluvia para no mojarse lo hiciese tirándose al río,ellos para salvarse se libran de los brazos de unosenanos y se confían a la misericordia de los de ungigante; y con todo no llegan a salvarse, porqueesta eternidad que ellos quitan al mundo por nopoderla comprender se la dan a Dios, como si Éltuviese necesidad de esa merced y como si fuesemás fácil imaginarle así que de otro modo. Porquedecidme, ¿se ha podido nunca concebir que de lanada pueda salir alguna cosa? ¡Ah!, entre la nada yun átomo tan sólo, existen proporciones tan infinitasque el más agudo ingenio no puede penetrarlas; yserá necesario para escapar de este laberinto inex-plicable que admitáis una materia eterna coexis-tente con Dios. Ya sé que me replicaréis que aun-que vos de buen grado me concedáis esa materiaeterna no os explicáis cómo el caos pueda orde-narse a sí mismo. ¡Ah!, pues ahora mismo voy aexplicároslo.

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»Preciso es, pequeño animal mío, que lu-ego que netamente hayamos separado cadacorpúsculo visible en una infinidad de corpúsculosinvisibles, imaginemos que el Universo infinito noestá compuesto sino de estos átomos infinitos, muysólidos, muy incorruptibles, muy sencillos; unoscúbicos, otros paralelográmicos, otros angulares,otros redondos, otros puntiagudos, otros pirami-dales, otros exagónicos, otros ovales y todos ellosobrando distintamente y con movimiento acomoda-do a su figura. Y para demostrarlo colocad una bolade marfil perfectamente redonda sobre un planomuy suave; al menor empuje que la imprimáis es-tará un cuarto de hora sin pararse. Pues bien; osdigo, además, que si esta bola fuese tan perfecta-mente redonda como lo son algunos de los átomosde que os he hablado y si la superficie en que laposáis estuviese perfectamente pulida, la bola no sedetendría jamás. Pues si un artificio es capaz deimprimir a un cuerpo movimiento perpetuo, ¿por quéno hemos de conceder que pueda hacerlo tambiénla Naturaleza? Y lo mismo ocurre con otras figuras;como la cuadrada que pide el perpetuo reposo yotras un movimiento lateral y otras un medio movi-miento, que podríamos llamar de trepidación; y laredonda, cuyo destino es el rodar uniéndose con la

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pirámide, crea eso que nosotros llamamos fuego;porque no solamente el fuego se agita sin descan-so, sino que atraviesa y penetra fácilmente las co-sas. El fuego tiene además diferentes efectos segúnla abertura y calidad de los ángulos donde la figuraredonda se junta; como, por ejemplo, el fuego de lapimienta es distinto que el fuego del azúcar y éstedistinto del de la canela, y el de la canela al de clavode especia, y éste distinto del de la chamusquina.Por otra parte, el fuego, que es el constructor de laspartes y del todo del Universo, ha recogido y desar-rollado en una encina todos los elementos necesa-rios para componer esa encina. Vos me pregun-taréis cómo la casualidad puede haber reunido enun lugar todas las cosas necesarias para producir laencina. A esto os contestaré que nada hay de ma-ravilloso en que la materia así dispuesta haya for-mado una encina, sino que la verdadera maravillahubiese sido que la materia de tal modo reunida nohubiese producido la encina, pues con unos pocosmás o menos elementos distintos que se le hubie-sen añadido, en vez de una encina hubiese sido unolmo, o un chopo, o un sauce; y con más elementosde otra materia ya hubiese sido una planta sensiti-va, o una ostra de conchas, o un gusano, o unamosca, o una rana, o un gorrión, o un mono, o un

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hombre. Cuando al tirar los dados sobre una mesaresulta un saque de diez o de tres, de cuatro y cin-co, o bien de diez, seis y uno, exclamaréis: «¡Ohqué milagro! Cada dado resulta precisamente conun número, habiendo podido resultar con tantosotros. ¡Oh qué gran milagro! Ahora van tres puntosseguidos. ¡Oh qué gran milagro! Precisamente aho-ra, dos fichas y la cara inferior de la otra ficha».Pues yo estoy seguro de que siendo hombre deespíritu nunca vendréis en proferir esas exclama-ciones, pues como los dados pueden formar unadeterminada cantidad de combinaciones de núme-ros, es muy lógico que al saque aparezca cualquie-ra de ellas al azar. Y si esto no os asombra, ¿cómovais a asombraros de que esta materia al quemarseconfusamente a merced del azar engendre un hom-bre u otro ser, puesto que en ella había tantas co-sas necesarias para la vida del hombre como parala de otros seres? ¿Acaso ignoráis que más de unmillón de veces ha sucedido que encaminándoseesta materia por natural destino a formar un hombrese ha detenido en la mitad de su camino para for-mar ya una piedra, ya un pedazo de plomo, ya uncoral, ya una flor, ya un cometa, y todo ello porquefaltaban o sobraban ciertos elementos para llegar aconstituir precisamente un hombre? Pues bien; del

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mismo modo que no hay que extrañarse que a loscien golpes de dados resulte un saque en pleno,tampoco hay que extrañarse de que una infinidadde materias, que cambian y se agitan constante-mente, vengan a encontrarse para formar unoscuantos animales, o vegetales o minerales, quenosotros vemos. Es más: no sólo no hay que mara-villarse, sino que es preciso considerar imposibleque de toda esta agitación de la materia no venga anacer determinada cosa y que ella no cause la ad-miración de algún aturdido que ignore cuán poco hafaltado para que no se formaran los cuerpos dichos.Cuando el gran río llamado hace girar la muela deun molino o conduce los resortes de un reloj, y elriachuelo no hace sino deslizarse por su cauce,rebasándolo alguna vez, no diréis que el río tienemás espíritu. Porque vos sabéis que si hace todo loque decís es porque ha encontrado las cosas dis-puestas favorablemente para realizar tan grandesobras maestras; porque si no hubiese habido unmolino en su cauce no hubiese podido pulverizar eltrigo, y si no hubiese encontrado el reloj no hubieseseñalado las horas; en cambio, si el pequeño ria-chuelo hubiese tenido semejantes encuentros, hu-biese acometido iguales milagros. Pues lo mismoocurre con este fuego que por su propia virtud se

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mueve, porque cuando encuentra los órganos apropósito para la agitación que es necesaria en elrazonar, razona, y cuando sólo encuentra los nece-sarios para sentir, siente, y cuando sólo son propiospara vegetar, vegeta; y si no lo creéis así, sacadlelos ojos al hombre cuyo fuego espiritual le hace ver,y observaréis cómo pierde ese sentido del mismomodo que nuestro gran reloj dejará de señalar lashoras si se le rompe el mecanismo de su movimien-to.

»Finalmente, estos primeros e indivisiblesátomos en torno a los cuales giran sin dificultad lasdificultades más enojosas de la física, hasta la fun-ción de los sentidos, que nadie todavía ha podidoconcebir, yo la explico muy fácilmente por la inter-vención de los corpúsculos. Empecemos por la vis-ta; por ser la más incomprensible merece que noso-tros la consideremos con prioridad.

»Según yo creo, sucede que las túnicas delojo, cuyas aberturas se asemejan a las del cristal,transmiten este polvo de fuego, llamado rayo visual.Y es detenido por alguna materia opaca que lo re-chaza devolviéndolo al seno del ojo; entonces, alencontrar en el camino la imagen del objeto que lorechaza, y como esta imagen no es sino un número

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infinito de cuerpos pequeños que continuamenteestán en movimiento y se separan conservandoidéntica la superficie del objeto por nosotros mirado,digo que esta imagen es por el fuego rechazada, yempujada vuelve hasta nuestro ojo. Ya sé que nodejaréis de replicarme que esa superficie es uncuerpo opaco muy prieto y que, sin embargo, en vezde rechazar los corpúsculos de que yo hablo losdeja penetrar a través de su masa. Pero os replicaréyo a mi vez que esos poros están tallados formandola misma figura que tienen los átomos de fuego quela atraviesan, y así como una criba de trigo no sirvepara cribar arena y una criba de arena no sirve paracribar trigo, así una caja de madera de abeto, aun-que sea muy fina y permita que a través de ellapenetren los sonidos, no consiente que la traspasela vista, y una pieza de cristal, aunque sea transpa-rente y se deje penetrar por la vista, no puede sertraspasada por el tacto». En esto no pude yo conte-nerme y le interrumpí: «Un gran poeta y filósofo denuestro mundo ha hablado después de Epicuro yéste después de Demócrito de estos pequeñoscuerpos casi con las mismas razones que vos loestáis haciendo; por esto no me sorprende nadavuestro discurso, y os pido que lo continuéis y medigáis cómo fundándoos en esos mismos principios

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podríais explicaros el ver vuestro cuerpo reproduci-do en un espejo». No es nada difícil -me contestóél-. Imaginaos que los fuegos de vuestro ojo, des-pués de atravesar el espejo y encontrar detrás de élun cuerpo no diáfano, desandan el camino que re-corrieron; y al encontrarse esos pequeños cuerposandando en superficies iguales sobre el espejo losvuelven a llamar nuestros ojos, y nuestra imagina-ción, más ardiente que las otras facultades del al-ma, atrae hacia ella el más sutil, con el cual en suseno forma un retrato en miniatura.

»En cuanto al sentido del oído no es másdifícil de comprender, y para ser más breve vamos afijarnos tan sólo en la armonía de un laúd tocadopor las manos de un maestro de teatro. Segura-mente vos me preguntaréis cómo puede sucederque yo perciba de tan lejos una cosa que no veo.¿Es que sale de nuestras cejas una esponja que seempapa con esa música para volver a nuestrosoídos con ella? ¿O es que este músico engendra enmi cabeza otro musiquín con un laúd pequeño yobligado a cantarme como un eco las mismas can-ciones? Nada de esto; más sencillamente, estemilagro procede de que la cuerda tensa acaba porgolpear los pequeños cuerpos de que el aire estácompuesto y los impulsa hasta nuestro cerebro, que

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se siente suavemente penetrado por esas peñasnada corporales, y cuando la cuerda está tirante susonido es alto porque empuja los átomos más vigo-rosamente; y el órgano de este modo penetradosuministra a la fantasía los necesarios elementospara formarse su cuadro. Si esos elementos sonpocos, sucede que, como nuestra memoria no hatenido tiempo a terminar su imagen, nos vemosobligados a repetirle el mismo son, de modo quecon los elementos que le suministran, por ejemplo,los compases de una zarabanda ella tiene bastantepara terminar el cuadro de esa zarabanda. Peroesta operación no ha de maravillarnos tanto comoaquellas por medio de las cuales, con la ayuda deun mismo órgano, nos sentimos inclinados ya a laemoción y al sentimiento de la alegría, ya al de lacólera... Y esto sucede cuando en este movimientoesos pequeños cuerpos se encuentran con otrosque en nosotros se agitaban de la misma manera, oa los cuales su misma finura les hace susceptiblesde tener ese mismo movimiento, pues entonces lospequeños cuerpos que acaban de llegar excitan alos huéspedes a moverse del mismo modo que elloslo hacen; y así, de esta manera, cuando una can-ción violenta encuentra el fuego de nuestra sangrehace que éste se anime del mismo ímpetu y le im-

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pulsa a exteriorizarse: esto es lo que nosotros lla-marnos ardor de valentía. Si el sonido es más dulcey tiene tan sólo la facultad de levantar una llamamucho más pequeña y débil haciéndola estremecerpor los nervios, los miembros y los poros de nuestrocuerpo, entonces produce ese cosquilleo que sellama alegría. Lo mismo ocurre con el hervor detodas las demás pasiones, según que estos cuerpospequeños sean lanzados más o menos violenta-mente sobre nosotros, según el movimiento quereciban por el encuentro de otras emociones ysegún los cuerpos ya existentes en nosotros quetengan que agitarse. Lo mismo ocurre con el oído.

»La demostración del tacto ya con todo estono resulta difícil si se concibe que en toda materiapalpable se produce una emisión perpetua de pe-queños cuerpos, y que a medida que nosotros latocamos va creciendo esa emisión, porque nosotrosexprimimos esos corpúsculos de la misma materiacomo exprimimos el agua de una esponja al apre-tarla. Los duros dan al órgano del tacto la sensaciónde su solidez; los blandos, la de su suavidad; losásperos, etc. Y si no fuese así no dejaríamos perci-bir con tanta finura y discernimiento por medio deltacto cuando tenemos las manos cansadas por eltrabajo, o recubiertas de cal que, por no ser porosa

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ni animada, sólo con mucha dificultad transmite losalientos de la materia. Alguien querrá averiguar endónde reside el órgano del tacto. Yo por mi partecreo que está esa residencia repartida por toda lasuperficie de nuestra masa, puesto que nuestrocuerpo siente en todas sus partes. Ahora bien; creoque cuanto más cerca de la cabeza está el miembrocon que tocamos más sutil es la distinción de estesentido. Lo cual puede probarse recordando quecuando tenemos los ojos cerrados tocamos con lasmanos las cosas para percibirlas con más facilidad,porque si las tocásemos con el pie nos sería másdifícil reconocerlas. Y esto sucede porque comonuestra piel en toda su extensión está cribada porpequeños poros, nuestros nervios, cuya materia noes más compacta, pierden durante su camino mu-chos de esos átomos, que se quedan detenidos enlas pequeñas porosidades de su contextura y nollegan hasta el cerebro, que es el término de suviaje. Ahora me queda el hablaros del olfato y delgusto.

»Decidme; ¿cuando yo gusto un fruto no esporque él atraviesa el calor de mi boca? Confe-sadme que teniendo una pera entre sus elementosalgunas sales que al disolverse se separan en pe-queños cuerpos de otra figura que los que compo-

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nen el sabor de una manzana es necesario quehieran nuestro paladar de modo muy diferente, delmismo modo que el sobresalto que me producesentir mi piel atravesada por el hierro de una pica noes idéntico al que me hace sufrir la bala de unapistola, ni el de la bala de esta pistola igual al dolorque me produce ser atravesado por una flecha depunta cuadrada de acero.

»Del olfato no tengo nada que decir, puestoque los mismos filósofos confiesan que es causa dela continua emisión de pequeños cuerpos.

»Y ya, basándome en este principio, voy aexplicaros la creación, la armonía y la influencia delos globos celestes y la innumerable variedad de losmeteoros».

Se disponía él a continuar; pero el huéspedviejo entró cuando él pasaba estas razones y le hizopensar a nuestro filósofo en retirarse a descansar.Venía con vasos llenos de gusanos luminosos paradar luz a nuestra sala; pero como estos insectos defuego pierden su brillo cuando no están reciente-mente recogidos, y éstos ya tenían diez días, casino alumbraban nada. Entonces mi Demonio, noqueriendo que la asamblea se sintiese molesta,subió a su alcoba y volvió luego con dos bolas de

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fuego tan brillantes, que todos nos asombramos deque sosteniéndolas no se quemase los dedos. «Es-tas antorchas incombustibles -nos dijo él- nos alum-brarán mejor que vuestros vasos de gusanos; sonrayos puros de Sol, a los que yo he quitado la fuer-za de su calor, porque de otro modo las cualidadescorrosivas de su fuego hubiesen herido vuestravista, deslumbrándola. Yo he recogido estos rayos,he fijado su luz y la he encerrado en estas bolastransparentes que ahora veis. Esto no debe ex-trañaros nada, porque a mí, que he nacido en elSol, no me es más difícil el condensar sus rayosque no son sino el polvo de este mundo, que os loes a vosotros el recoger las partículas o átomospulverizados de la tierra de este mundo». En esto,nuestro huésped envió a un criado para que acom-pañase a los filósofos, y como ya era de noche lle-vaba el criado una docena de globos luminososcolgados de sus cuatro pies. Nosotros (mi preceptory yo) nos acostamos por mandato del fisiólogo. Estavez me llevó a una habitación con violetas y lises yme hizo acariciar como de ordinario. Al día si-guiente, a eso de las nueve, vi entrar a mi Demonioque, según me dijo, venía de palacio... Había sidollamado por una hija de la reina, que se había inte-resado por mí y le había hecho protestas de que

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persistía siempre en el propósito de comprometermi palabra; es decir, que de muy buena gana, si yoquería llevarla, vendría conmigo hasta mi mundo.«Lo que más me ha complacido -continuó el Demo-nio- es que, según he observado, el principal motivode su viaje era el hacerse cristiana. Así es que le heprometido ayudarla en su propósito con todas misfuerzas, inventando al efecto una máquina capazpara tres o cuatro personas y en la cual podréis irosjuntos desde hoy. Yo voy a dedicarme seriamente ala realización de esta empresa, para la cual, y paraque os distraigáis mientras yo no esté con vos, osdejo este libro. Lo traje hace tiempo de mi país nat-al; se titula Los Estados e Imperios de la Luna ycontiene un apéndice que trata de la historia deldiamante; también os dejo éste que yo creo muchomejor; es el titulado Gran obra de los filósofos, queha compuesto uno de los más ingeniosos espíritusdel Sol. En esta obra se demuestra que todas lascosas son verdad y se declara el modo de unir físi-camente los extremos verdaderos de cada contra-rio, como, por ejemplo, que el blanco es negro y queel negro es blanco; que una cosa puede ser y no seral mismo tiempo; que puede haber una montaña sinvalle; que la nada es algo, y que todas las cosasque existen, existen y no existen al mismo tiempo. Y

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lo que más maravilla es que todas estas inauditasparadojas las demuestra sin ningún razonamientocapcioso o sofístico.

»Cuando os canséis de leer podéis pasea-ros o entreteneros con el hijo de nuestro huésped;su espíritu está lleno de encantos. El único defectoque tiene es el de carecer de piedad. Si llegara poresto a escandalizaros o a alterar vuestra fe porcualquier razonamiento, no dejéis de venir en se-guida a decírmelo, y yo os resolveré todas las difi-cultades. Otro os aconsejaría en este caso que ab-andonaseis su compañía; pero como el hijo de nu-estro huésped es muy vanidoso, tengo la seguridadque consideraría este apartamiento como una fugay se figuraría que nuestra creencia estaba despro-vista de razón si vos os negaseis a escuchar lasuya». En diciendo estas palabras me abandonó, yapenas hubo él salido púseme yo a considerar mislibros y sus estuches, es decir, sus cubiertas, queme parecieron admirables por sus riquezas; una deellas estaba hecha con un solo diamante, cuyo bril-lo, por ser mucho mayor, en nada podía compararsecon el de los nuestros; la otra parecía una monstru-osa perla fundida en dos. Mi Demonio había tradu-cido estos libros a la lengua de este mundo; peroyo, como no vi en ellos nada impreso, solo podré

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explicaros cómo estaban hechos estos dosvolúmenes. Al abrir el estuche encontré no sé quécontinente de metal muy parecido a nuestros relojesy llenos de no sé qué pequeños resortes y demáquinas imperceptibles. Era, en efecto, un libro;pero era un libro milagroso que no tenía ni hojas niletras; era, en resumen, un libro, para leer el cualeran inútiles los ojos; en cambio, se necesitaban lasorejas. Así, pues, cuando alguien quería leerlo notenía más que agitar esta máquina con gran canti-dad de movimiento en todos sus pequeños nerviosy luego hacer girar la saeta sobre el capítulo quequería escuchar, y en haciendo esto, como si salie-sen de la boca de un hombre, o de la caja de uninstrumento de música, salían de este estuche delibro todos los sonidos distintos y claros que sirvencomo expresión de lenguaje entre los grandes pen-sadores de la Luna...

Cuatro de ellos llevaban sobre sus espaldasuna especie de ataúd envuelto con un paño negro.Yo le pregunté a uno que estaba mirándolo quéquería decir aquella comitiva en todo tan parecida alas pompas fúnebres de mi país; él me contestó queeste criminal... y llamado por el pueblo por un papi-rotazo sobre la rodilla derecha, que había sido con-victo y confeso, de envidia y de ingratitud había

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muerto el día antes, y que el Parlamento le habíacondenado hacía ya veinte años a morir en su camay luego a ser enterrado. Yo me eché a reír, y comoél me preguntase por qué lo hacía, le contesté: «Esque me asombra que lo que en nuestro país escomo una bendición: una vida larga, una muertesosegada, una sepultura honrada, constituya en elvuestro un castigo ejemplar». «¡Ah! -me contestó él-. ¿En vuestro país consideráis la sepultura comoalgo estimable? Sinceramente decidme si no creéisque es algo muy espantoso el que un cadáver andea merced de los gusanos y esté abandonado a lossapos que le devoran las mejillas, es decir, que todala peste venga a posarse sobre el cuerpo del hom-bre. ¡Dios mío! Sólo de pensar que después demuerto tendré la cara envuelta por un sudario ysobre la boca cinco pies de tierra ya no puedo respi-rar! Este miserable que ahora llevan a enterrar,como vosotros veis, además de la pena de ser en-terrado en una fosa ha sido condenado a que leacompañen en comitiva ciento cincuenta de susamigos, obligándoles, como castigo al cariño quepusieron en un envidioso y un ingrato, a estar ensus funerales con el rostro muy triste; y si los juecesno hubiesen tenido piedad de él pensando que suscrímenes más los había cometido por falta de espíri-

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tu que por sobra de maldad, les habrían obligado allorar. Fuera de los criminales, se quema aquí atodos los muertos; y ésta es costumbre muy de-cente y muy razonable, porque como nosotroscreemos que el fuego separa lo puro de lo impuro,pensamos que el calor une por simpatía el naturalcalor que ardía en el alma, dándole fuerza paraelevarse perennemente hasta que llegue a un astroy tope con algún pueblo habitado por gentes másinmateriales y más inteligentes. Porque su tempe-ramento debe hallar y participar de la pureza delglobo que ellos habitan.

»Con todo, ésta no es la más hermosa ma-nera de inhumar que nosotros usamos. Cuandoalguno de nuestros filósofos llega a esta edad enque se siente ablandado nuestro espíritu, y el hielode los años detiene los movimientos de nuestraalma, reúne a todos sus amigos en un suntuosobanquete, y luego que ha expuesto los motivos quele determinan a separarse del mundo y la poca es-peranza que ya tiene de aumentar sus hermosasacciones con alguna otra que merezca ser suya, sele da permiso para que lo abandone, es decir, se lepermite morir, o se le hace un ruego severo de quesiga viviendo. Y si por mayoría de votos o al parecerde todos se le confía a su voluntad el deseo de la

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muerte, el filósofo avisa a sus amigos el día y lahora en que ha de dejar la vida; y entonces sus másallegados se purgan y se abstienen de comer du-rante veinticuatro horas; después cuando llegan a lamorada del sabio, luego de haber ofrecido sacrifi-cios al Sol, entran en su alcoba, en donde les espe-ra el noble filósofo acostado en una cama de gala.Todos llegan hasta él y le abrazan, y cuando se leacerca quién él más ama, luego de haberle besadocon ternura, le apoya sobre su vientre, y uniéndoselas bocas con un beso, el sabio con la diestra sehunde en el corazón un puñal. El amante amigo nosepara los labios de los muy queridos hasta que nole siente expirar. Y cuando llega este momento ex-trae el hierro de su seno y cerrando la herida con suboca le sorbe la sangre, que sigue bebiendo hastaque le releva otro amigo, y luego otro y luego otro, yasí todos los del cortejo. Y cuando han pasado cua-tro o cinco horas de esto se les entrega a cada unode los amigos una doncella de dieciséis o diecisieteaños, y durante tres o cuatro días que con ellas sededican a gustar los placeres del amor no se ali-mentan de otra cosa que de la carne del muerto,que hacen comer a las doncellas cruda y todo, paraver si como resultado de cien abrazos de los que

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pueda nacer alguien se logra la seguridad de queen el nacido reviva el amigo».

Yo interrumpí estas razones y advertí al queme las decía que tal proceder se asemejaba enmucho a ciertos usos de algún pueblo de nuestromundo, y luego continué mi paseo, que fue tan lar-go, que al regreso ya hacía dos horas que metenían preparada la comida. Me preguntaron el mo-tivo que me había hecho llegar tan tarde. «No hetenido yo la culpa -le contesté al cocinero que medaba quejas-; he preguntado muchas veces en lacalle qué hora era y todo el mundo como respuestaabría la boca, apretaba los dientes y volvía de ladola cabeza». «¿Y no sabíais vos -me replicaron todoslos presentes-, no sabíais vos que con esto ya osestaban diciendo la hora?» «Sinceramente -le repli-qué yo-, aunque ellos hubiesen estado un año conla nariz al Sol hubiese quedado yo sin saberlo».«Pues es una costumbre -me replicaron- que lespermite no gastar el reloj; porque con sus dientesforman un cuadrante tan exacto, que cuando quie-ren decirle a alguien la hora abren los labios y conla sombra de la nariz, que entonces se producesobre los dientes, marcan como en un reloj de sol lahora que necesita saber el curioso preguntador. Yahora, para que sepáis por qué en este país todo el

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mundo tiene la nariz grande, os diré que, tan prontocomo la nodriza se acuesta, la madre coge al hijo ylo lleva ante el profesor del Seminario, y al cabo deun año justo, reunidos todos los peritos, si encuen-tran que su nariz es más corta que cierta medidapor el síndico acordada, se le proclama chato y sele pone en manos de determinadas gentes encar-gadas de castrarlos. Seguramente vos me pregun-taréis qué razón hay para cometer esta barbarie ycómo es posible que entre nosotros, que conside-ramos la virginidad como un crimen, establezcamosforzadas continencias. Pero sabed desde ahora quesi lo hacemos nosotros así es porque durante unaexperiencia de treinta siglos hemos podido compro-bar que una nariz grande es muestra de que elhombre es espiritual, cortés, afable, noble y liberal,y que, en cambio, una nariz pequeña revela cuali-dades contrarias. Por esto todos los chatos sonconvertidos en eunucos, porque la República pre-fiere no tener hijos a tenerlos y que se parezcan aesos padres». Seguía él hablando cuando vi yoentrar a un hombre con todo el cuerpo desnudo.Inmediatamente yo me senté y me calé el sombreropara honrarle, porque en este país éstas son lasmás evidentes muestras de respeto con que puedeacreditarse el que se tiene a la gente. «Nuestro

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reino -dijo- desea que antes de regresar a vuestromundo tengáis a bien advertirlo a nuestros magi-strados, porque un matemático acaba de decir ennuestro Consejo que si vos, al llegar a vuestro mun-do, quisieseis construir cierta máquina que él osmostrará, con ella podría él unir vuestro globo alnuestro». A lo cual yo prometí acceder. «Pero cómo-le dije yo a mi huésped cuando el dicho mensajerose hubo marchado-, ¿podríais vos hacer el favor dedecirme por qué este enviado llevaba ceñido a lacintura unos órganos vergonzosos modelados enbronce?» Ya había visto yo esto muchas vecescuando estaba encerrado en mi jaula; pero nuncame había atrevido a preguntar nada porque siempreestaba rodeado por las hijas de la reina, a quienestemía ofender si en su presencia hubiese llevado laconversación a tan bajos términos. Y a la preguntaque hice ahora me contestó el huésped: «Es queaquí las hembras, lo mismo que los machos, no sontan ingratos que enrojezcan al contemplar aquellocon que fueron hechos; y las vírgenes no tienenvergüenza de amar en nosotros, en memoria de sumadre Naturaleza, la única cosa que en nosotros laproduce. Sabed, pues, que el amuleto con que estehombre se ciñe la cintura, y del cual pende comomedalla la figura de un miembro viril, es el símbolo

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de caballero y la insignia que distingue al noble delvillano». Esta paradoja me pareció tan extrava-gante, que no pude evitar de echarme a reír.

«Esta costumbre me parece muy extraordi-naria -dije entonces-, porque en nuestro país lo quedistingue a la nobleza es llevar una espada». Peromi huésped, sin conmoverse, me dijo: «¡Ay hombre-cito mío! ¿Cómo puede ser eso? ¿Los grandes devuestro país pueden ser tan estragados que hagangala del arma que caracteriza al verdugo, que nofue forjada sino para destruir y que, es, en fin, eljurado enemigo de todo lo que vive, y esconden encambio un miembro sin el cual nosotros estaríamosal nivel de lo que no existe, de un miembro que esel Prometeo de cada animal y el reparador infatiga-ble de las debilidades de la naturaleza? ¡Desdicha-da tierra en la cual los signos de la generación sonignominiosos y los de la destrucción son hono-rables! ¡Y vosotros llamáis partes vergonzosas aesos miembros y no pensáis que nada hay tan glo-rioso como el dar la vida, y nada en cambio tanrealmente vergonzoso como el quitarla!» Mientraspasábamos todas estas razones no dejábamos decomer, y luego que nos levantamos nos fuimos aljardín para tomar el aire, y aquí, considerando cómose engendraban y producían todas las cosas, me

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dijo: «No debéis vos ignorar, viendo que la tierra sehace un árbol y el árbol un cerdo y un cerdo unhombre, y puesto que esto os demuestra la tenden-cia de la Naturaleza hacia lo más perfecto, que todoaspira a llegar a ser hombre, siendo éste la esenciamás acabada de las más hermosas mezclas y elmás bien dispuesto, puesto que sólo a él le es dadoreunir la vida racional y animal. Esto es tan evidenteque nadie lo negaría a no ser un pedante, puestodos vemos que un ciruelo, merced al calor de sugermen, va sorbiendo como por una boca y lo di-giere luego el césped que le rodea; que un cerdodevora este fruto y lo convierte en substancia de sumisma carne, y que un hombre se come el cerdo,da nuevo calor a su carne muerta, la une a sí y hacerevivir a ese animal bajo una más noble especie. Demodo que ese hombre que ahora veis acaso hayasido hace sesenta años un haz de hierba de mijardín; y esto es tanto más probable cuanto que laopinión de la metempsicosis pitagórica, por tangrandes hombres afirmada, seguramente no hallegado hasta nosotros sino para invitarnos a com-probar su verdad, cómo en efecto hemos podidodescubrir que todo lo que vive y vegeta y llega fi-nalmente en toda su materia al periodo de su per-fección, después retrocede y se hunde en la inani-

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dad para evolucionar de nuevo y desempeñar elmismo papel». Yo bajé muy satisfecho al jardín, yempezaba a decirle a mi compañero lo que mimaestro me había enseñado, cuando en esto llegóel fisiólogo para llevarnos a la refección y al dormito-rio.

Al día siguiente, en cuanto me desperté, fuia buscar a mi antagonista para hacerle levantar.«Es tan gran milagro -le dije yo- encontrar a unespíritu como el vuestro, tan genial, sumergido en elsueño, como ver el fuego sin acción». Él se molestópor esta torpe cortesía. «¿Es que no os arrepen-tiréis nunca -me dijo él con una cólera apasionada ya la vez cariñosa-, es que no os arrepentiréis nuncade usar esas palabras fantásticas? Sabed, pues,que tales vocablos ultrajan el nombre de filósofo, yque así como el sabio no ve nada en el mundo queno conciba, o que no crea poder concebir, deberechazar todas esas expresiones de prodigios ymilagros de la Naturaleza que han inventado losestúpidos para disculpar las debilidades de su inte-ligencia».

Yo me creí entonces obligado, en concien-cia, a tomar la palabra para desengañarle. «Aunque-le dije- estéis muy obstinado en lo que decís, yo he

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visto que muchas cosas han sucedido sobrenatu-ralmente». «Así lo decís -me replicó él-; pero es queignoráis que la fuerza de la imaginación es capaz decurar todas las enfermedades que vos atribuís a losobrenatural, merced a un cierto bálsamo naturalque contiene todas las cualidades contrarias a lasdel mal que nos ataca; lo cual sucede cuando nues-tra imaginación, advertida por el dolor, busca elremedio específico que conviene a su veneno. Poresta razón un médico muy hábil de vuestro mundoaconsejará al enfermo que busque más bien a unmédico ignorante si le reputa muy sabio, que unomuy sabio si le reputase ignorante; y esto lo haceporque piensa que nuestra imaginación, ejer-citándose en favor del bien de nuestra salud, con talde que esté ayudada de algunos remedios, es ca-paz de curarnos; pero que los más poderososserían muy débiles si la imaginación no los aplicase.¿Os extraña a vos que los primeros habitantes denuestro mundo viviesen tantos siglos sin tenerningún conocimiento de medicina? No, segura-mente. ¿Y cuál pensáis que sería la causa, sino sunaturaleza llena aún de fuerza y este bálsamo uni-versal que aún no había sido suprimido por las dro-gas de vuestros médicos que ahora os consumen?Así entonces, para llegar a la convalecencia no era

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necesario sino desearlo con todo el alma e imagi-narse curado. De tal modo, la fantasía vigorosa deestos primitivos, sumergiéndose en ese bálsamo deaceite extraía de él su elixir; así que, aplicando suactivo a su pasivo, se encontraban en un abrir ycerrar de ojos tan sanos como antes de enfermar;cosa que hoy en día no deja de hacerse, a pesar dela degeneración de la naturaleza, aunque en verdadse haga muy raramente, por lo que el pueblo lojuzga como un milagro. Yo no creo absolutamenteen nada de eso, y me fundo para ello en que esmás fácil que se equivoquen tantos doctores que noque suceda una cosa tan difícil. Porque yo les pre-guntaría: El enfermo de fiebres que acaba de cu-rarse ha deseado ahincadamente durante su enfer-medad, como es muy natural, el curarse y hasta hahecho votos para lograrlo; ahora bien: era necesarioque muriese, que siguiese enfermo o que se curase;si hubiese muerto se hubiera dicho que el Cielo conla muerte había querido poner término a sus penas,y hasta que con morirse se había curado de todossus males como en su plegaria pedía; si hubiesepermanecido enfermo, se hubiese dicho que nohabía tenido bastante fe; pero como ha curado, todoel mundo dice que es un milagro, y yo pregunto sino es mucho más probable que su fantasía, excita-

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da por los violentos deseos de salud, ha obradosobre todo su cuerpo. Porque supongamos que sehaya salvado. ¿Por qué ir proclamando que es mi-lagro, puesto que también vemos a muchas perso-nas que se habían encomendado a la fe perecermiserablemente con todos sus votos?» «Pero almenos -le repliqué yo-, si eso que decís de talbálsamo es verdad, no hay en ello sino una pruebamuy evidente de la racionalidad de nuestra alma,puesto que, sin que ésta se valga de otros instru-mentos de nuestra razón y sin apoyarse en el con-curso de nuestra voluntad, por sí misma obra comosi estando fuera de nosotros aplicase el activo alpasivo. Y, por otra parte, si separada de nosotrossigue siendo razonable, esto prueba que de todopunto es necesario que sea espiritual, y si admitísconmigo que es espiritual, habréis de concluir quees inmortal, puesto que la muerte tan sólo ocurre enel animal por el cambio de sus formas, cambio delque sólo la materia es susceptible». Entonces mijoven interlocutor, sentándose en la cama y ha-ciéndome sentar a mí, dijo estas o muy parecidasrazones: «En cuanto a que muera el alma de lasbestias, que es corporal, no me asombra nada,puesto que no hay en ella, a lo que se ve y es muyprobable, una armonía de las cuatro cualidades,

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una fuerza de sangre y una proporción de órganosbien concertados; pero lo que sí me asombra, ymucho, es que nuestra alma inteligente, incorpóreae inmortal, se vea obligada a salir de nuestro cuerpopor la misma causa que hace morir a la de un buey.¿Acaso ha pactado con nuestro cuerpo que cuandoreciba éste un sablazo en el corazón, un balazo enel cerebro o un machetazo en el cuerpo, abandoneinmediatamente su casa? Y si el alma fuese espiri-tual y por sí misma tan razonable y hasta capaz deinteligencia, y esto lo mismo cuando está en nuestrocuerpo como cuando de él se separa, ¿por quéentonces los ciegos de nacimiento, con todas lasgrandes ventajas de esta alma intelectual, no pu-eden imaginarse lo que es el ver? ¿Es porque aúnno se vieron privados por la muerte de todos losotros sentidos? ¡Pero cómo! ¿Suponer esto no es lomismo que pensar que yo no puedo servirme de mimano derecha porque tengo viva mi mano izquier-da? Y, finalmente, para establecer una comparaciónjusta y que destruya todo lo que habéis dicho, mecontentaré con poneros el ejemplo de un pintor:éste no puede trabajar si no es con pincel; y os diréque al alma le ocurre exactamente lo mismo cuandono puede usar de los sentidos. Sí; pero -añadió él-...sin embargo, pretenden que esta alma, que tan sólo

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puede obrar imperfectamente a causa de la vida,pueda obrar con perfección cuando por nuestramuerte hayamos perdido todos nuestros sentidos. Ysi me vienen diciendo que el alma no necesita deesos instrumentos para cumplir sus funciones, yoles replicaré que entonces es necesario coger unlátigo y azotar a los ciegos «que hacen como si noviesen gota». Él quería continuar aduciendo tanimpertinentes razones; pero yo le cerré la bocarogándole que se callase, lo que en efecto hizo pormiedo a disputar, porque ya él veía que yo comen-zaba a exaltarme. Él se fue luego y me dejó admi-rado de las gentes de este mundo, donde todostienen, hasta el pueblo sencillo, tan espontáneoespíritu; al contrario de las gentes del nuestro, quetienen tan poco y aun éste les cuesta tan caro.

Finalmente, el amor por mi país, que poco apoco me iba quitando el gusto y la intención dehaber vivido en éste, no me dejaban tiempo parasoñar en otra cosa que en el deseo de marcharme;pero tantas dificultades se me presentaron para ello,que me puse muy triste. Mi Demonio se dio cuentade esto, y como me preguntase por qué no parecíaya el mismo de siempre, yo francamente le dije lacausa de mi melancolía; entonces él me hizo tanhalagüeñas promesas para el bien de mi retorno,

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que en sus manos dejé por entero mi confianza. Diaviso al Consejo, que me envió a llamar y me hizoprestar juramento de que en nuestro mundo contar-ía las cosas que había visto en el de la Luna. Se-guidamente se me dieron mis pasaportes, y mi De-monio, que me había provisto de las cosas necesa-rias para tan grande viaje, me preguntó en qué lugarde la Tierra quería yo arribar. Yo le dije que la ma-yor parte de los jóvenes acaudalados de París seproponían en seguida hacer un viaje a Roma, pen-sando que nada después de esto había que ver nique nada tan hermoso pudiese hacerse. Y le añadíque en vista de esto mucho le encarecía el queaprobase que yo siguiera el ejemplo de esos jóve-nes. «Pero -proseguí- decidme en qué máquinaharemos el viaje y cuál sea el encargo que quierehacerme el matemático que nos habló el otro día deunir este globo con el mío». «Del matemático no osfiéis -me dijo él-, que es hombre de mucho prometery de muy poco cumplir. En cuanto a la máquina queha de llevaros no es otra que la que os sirvió decarruaje para venir hasta la corte». «¿Pero cómo esposible? ¿El aire será suficientemente sólido parasostener vuestros pasos como la tierra los soporta?No creo que esto sea posible». «Es una cosa muyrara que vos creáis y no creáis al mismo tiempo.

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¡Vamos! ¿Por qué los brujos de vuestro mundo, quevan por el aire y conducen ejércitos, granizadas,nevadas, lluvias y otros meteoros semejantes deuna a otra región, han de tener más poder que no-sotros? Sed, sed más crédulo en mí, os lo ruego.«Es verdad. He recibido de vos tantos favores comolos recibieron Sócrates y tantos otros por quienesvos habéis tenido amistad, que debo confiarme avos y lo hago abandonándome de todo corazón avuestra voluntad». Apenas acabé yo de decir estaspalabras cuando se levantó como un torbellino su-jetándome entre sus brazos: de este modo me hizopasar sin incomodidad todo ese grande espacio quenuestros astrónomos sitúan entre nuestro mundo yel de la Luna, travesía en que no tardamos más dedía y medio; lo cual me hizo conocer la mentira quedicen quienes afirman que una muela de molinotardaría trescientos sesenta y tantos años en caerdesde el Cielo, puesto que nosotros invertimos tanpoco tiempo en caer desde el globo de la Luna has-ta éste. Finalmente, al comenzar nuestra segundajornada me di cuenta de que me acercaba a nuestromundo. Ya iba yo distinguiendo Europa de África yéstas de Asia, cuando sentí el vaho del azufre queveía salir de una muy alta montaña: esto me es-pantó tanto que me desvanecí. Yo no puedo conta-

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ros lo que luego me pasó; pero cuando recobré elsentido me encontré envuelto entre nieblas sobre lapendiente de una colina, entre varios pastores quehablaban el italiano. Yo no sabía qué había sido demi Demonio y pregunté a los pastores si acaso lehabían visto. Me contestaron haciendo la señal dela cruz y me miraron aterrados como si fuese yo elmismísimo demonio. Pero como yo les dijese queera cristiano y les rogase por caridad que me con-dujesen a algún sitio donde pudiese descansar, meacompañaron hasta un pueblecito que distaba deallí una milla, en el cual, y apenas hube llegado,todos los perros, desde los más pequeños lanuditoshasta los mastines, se tiraron sobre mí, y me hubie-sen devorado si no tuviese yo la fortuna de encon-trar una casa donde me recogí. Pero esto no impidióque los perros prosiguiesen en su alboroto, de suer-te que el dueño de la casa ya me miraba con malosojos; y creo que, dado el escrúpulo con que la gentedel pueblo considera estos accidentes como malosaugurios, este hombre me hubiese abandonadocomo presa de aquellos animales si yo no hubieseadvertido que la razón que los perros tenían paraencarnizarse de tal modo contra mí era la de venirde donde venía, pues como ellos tenían la costum-bre de ladrar a la Luna, notaban que yo venía de allí

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y que olía todavía a Luna, como los que luego quesalen del mar todavía conservan algún tiempo elolor de la sal y el aire marinos. Para librarme deeste mal aire me puse en una terraza y me sometí ala acción del Sol durante tres o cuatro horas; pasa-das las cuales bajé, y los perros, como ya no sintie-sen en mí el olor que los había hecho mis enemi-gos, no me ladraron más y se volvieron cada uno asu casa. Al día siguiente salí para Roma, y aquí vilos restos de los triunfos de muchos grandes hom-bres y de muchos grandes siglos; admiré las bellasruinas y las hermosas restauraciones que en ellashan hecho los modernos. Y, finalmente, después dehaber permanecido durante quince días en la com-pañía de M. de Cyrano, mi primo, que me prestódinero para mi regreso, me fui a Civitavecchia yembarqué en una galera que me condujo hastaMarsella.

Durante este viaje tuve siempre el espírituabsorto por las maravillas del que acababa dehacer. Yo comencé a escribir las Memorias deaquellos tiempos, y cuando he acabado la tarea lashe ordenado con todo el cuidado que me ha con-sentido poner en este trabajo la enfermedad que enla cama me detiene. Pero pensando que ya daráella fin a mis estudios y a mis trabajos para cumplir

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la palabra que di al Consejo del mundo de la Luna,he rogado al señor Lebret, mi más querido e inolvi-dable amigo, que las dé al público, con la Historiade la República del Sol y la de La Centella y algu-nas otras obras de este jaez si logra que se las de-vuelvan quienes nos las han robado, cosa a que yoles conjuro y les pido que hagan de todo corazón.

Fin de la «Historia cómica o viaje a la Lu-na».