uno de esos sábados tontos

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UNO DE ESOS SÁBADOS TONTOS Luis Alberto Marín Hace mucho tiempo, uno de esos sábados tontos en que por algu- na razón desconocida o estúpida me sentía de corazón limpio, y cuando todavía creía que la enorme familia a la que pertenecía éramos un montón de batos felices, solidarios e incondicionales, mi primo R. y yo, que habíamos venido de lejos, fuimos a visitar a unos tíos conversos al culto de los Testigos de Jehová, y con quie- nes aparentemente teníamos cierta cordialidad desde antes que fueran evangelistas. Y aunque les dio mucho gusto vernos apenas llegamos, cómo han estado, dichosos los ojos, cuánto tiempo que no venían y todo lo demás, ellos alegaron, sin disculparse, pues ignoraban la noticia de nuestra llegada, compromisos más fuertes que las visitas lejanas: como era sábado por la tarde y como evan- gelistas que eran (protestantes que ya no protestan, me decía yo), tenían “culto en el templo”, dijeron, (eufemismo para decirnos que ellos no sólo glorificaban de verdad al Señor, sino que seguían al pie de la letra, como debe de ser, toda la preceptiva del Nuevo Tes- tamento). Y como nosotros tampoco teníamos idea de su compro- miso religioso, pues nos quedamos callados, esperando práctica- mente que nos echaran o cualquier cosa que había que esperar. Minutos antes de subirse en uno de los tres vehículos que tenían, la camioneta más grande, la más ostentosa, la todo terreno, la pri- ma Malú preguntó, no sé si ingenuamente o aleccionada en voz ba- ja y como al descuido por los tíos: “Papi: ¿y mis primos también van a ir con nosotros al templo?” “No, hija –contestó el tío Bobó con un gesto de complacencia- ellos no pueden ir porque no son hijos del Señor”. Una vez todos arriba y sacando las manos para decirnos adiós, con el vehículo ya en marcha, nos dejaron planta- dos ahí, sin escrúpulo alguno en la acera misma de su casa, como un par de pelmazos. A lo lejos, sin duda alguna, ellos parecían ser la familia feliz que representaban: iban cantando esa canción de culto que tanto les gustaba: Alabaré, alabaré… Alaaa… baré, la mis- ma canción que había aprendido a cantar el perico viejo y sarnoso que tenían en el patio de atrás de su casa.

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UNO DE ESOS SÁBADOS TONTOS Luis Alberto Marín

Hace mucho tiempo, uno de esos sábados tontos en que por algu-na razón desconocida o estúpida me sentía de corazón limpio, y cuando todavía creía que la enorme familia a la que pertenecía éramos un montón de batos felices, solidarios e incondicionales, mi primo R. y yo, que habíamos venido de lejos, fuimos a visitar a unos tíos conversos al culto de los Testigos de Jehová, y con quie-nes aparentemente teníamos cierta cordialidad desde antes que fueran evangelistas. Y aunque les dio mucho gusto vernos apenas llegamos, cómo han estado, dichosos los ojos, cuánto tiempo que no venían y todo lo demás, ellos alegaron, sin disculparse, pues ignoraban la noticia de nuestra llegada, compromisos más fuertes que las visitas lejanas: como era sábado por la tarde y como evan-gelistas que eran (protestantes que ya no protestan, me decía yo), tenían “culto en el templo”, dijeron, (eufemismo para decirnos que ellos no sólo glorificaban de verdad al Señor, sino que seguían al pie de la letra, como debe de ser, toda la preceptiva del Nuevo Tes-tamento). Y como nosotros tampoco teníamos idea de su compro-miso religioso, pues nos quedamos callados, esperando práctica-mente que nos echaran o cualquier cosa que había que esperar. Minutos antes de subirse en uno de los tres vehículos que tenían, la camioneta más grande, la más ostentosa, la todo terreno, la pri-ma Malú preguntó, no sé si ingenuamente o aleccionada en voz ba-ja y como al descuido por los tíos: “Papi: ¿y mis primos también van a ir con nosotros al templo?” “No, hija –contestó el tío Bobó con un gesto de complacencia- ellos no pueden ir porque no son hijos del Señor”. Una vez todos arriba y sacando las manos para decirnos adiós, con el vehículo ya en marcha, nos dejaron planta-dos ahí, sin escrúpulo alguno en la acera misma de su casa, como un par de pelmazos. A lo lejos, sin duda alguna, ellos parecían ser la familia feliz que representaban: iban cantando esa canción de culto que tanto les gustaba: Alabaré, alabaré… Alaaa… baré, la mis-ma canción que había aprendido a cantar el perico viejo y sarnoso que tenían en el patio de atrás de su casa.