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    Universidad Nacional de Córdoba

    RectorDr. Hugo Oscar Juri

    Decana de la Facultad de Ciencias SocialesMgter. María Inés Peralta

    Dr. Alberto LeónDirectora del Centro de Estudios Avanzados

    Dra. Adriana Boria

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    ESTUDIOSDICIEMBRE 2019 - NÚMERO ESPECIAL - ISSN 1852-1568

    Universidad

    Nacional

    de Córdoba

    UNC

    EN MEMORIA DEL TOTO SCHMUCLER

    CEA

    facultad de ciencias

    sociales

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    Este número de la revista Estudios contó para su realización con un subsidio de la SECyT-UNC.

    Scientific Electronic Library Online

    Estudios. Revista del Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de CórdobaFundador: Héctor Schmucler (UNC)Director: César Tcach (UNC-CONICET)Secretaria de Redacción: Marta Philp (FFyH-CEA-UNC)

    Consejo Editorial:Eduardo Bologna (CEA-UNC) - María Susana Bonetto (CEA-UNC) - Adriana Boria (FFyH-CEA- UNC) - Alejandra Ciriza (INCIHUSA-CONICET) - María Teresa Dalmasso (CEA-UNC) - Pío García (CEA-FFyH-UNC) - Mabel Grillo (UNRC) - Carlos Juárez Centeno(CEA-UNC) - Cecilia Lesgart (UNR-CONICET) - Silvia Servetto (CEA-UNC)

    Comité Científico Académico:Marc Angenot (Université Mc Gill)Cristian Buchrucker (Universidad Nacional de Cuyo-CONICET)Alejandro Cattaruzza (Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de Rosario-CONICET)Fernando Colla (CRLA-Archivos, Université de Poitiers)Germán García (Centro Descartes)Susana Garcia Salord (Universidad Autonoma de Mexico)Abdon Mateos (Universidad Nacional de Educacion a Distancia, España)Manuel Pérez Ledesma (Universidad Autónoma de Madrid)Marta Segarra Montaner (Universidad de Barcelona)Catalina Smulovitz (Universidad Torcuato Di Tella-CONICET)

    Editora general y correción de textos: Rebeca Camaño SempriniCanje: Diego Solís [email protected]

    Estudios es una publicación semestral del Centro de Estudios Avanzados de la UniversidadNacional de Córdoba, Av. Vélez Sarsfield 153, C.P. 5000, Córdoba, Argentina.Tel. (54-351) 4332086-4332088: telefax (54-351) 4332086 int. 114Correo electrónico: [email protected] digital: www.revistaestudios.unc.edu.ar - http:/revistas.unc.edu.ar - ISSN 1852-1568Estudios forma parte del Núcleo Básico de Revistas Científicas Argentinas de CAICYT-CONICET.Estudios integra el Catálogo del Sistema LATINDEX. Categoría 1 (nivel superior deexcelencia). A partir de junio de 2014 forma parte del sistema Dialnet.

    Impresión y encuadernación: Ferreyra Editor, [email protected]ón de tapa: Diario La Capital, 21-4-19, Rosario.Los artículos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente laopinión de la revista. Los originales no solicitados no obligan a su publicación ni devolución.Dirección Nacional del Derecho de Autor, exp. N° 392.137. Queda hecho el depósito quemarca la ley 11.723

    ISNN: 1852-1568

    Los artículos originales publicados en larevista Estudios son sometidos a evalua-ción de especialistas de la disciplina corres-pondiente.

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    Ín d i c e

    Editorial

    ¡Por la vida! ........................................................................................... 9César Tcach

    Artículos

    La presunción teológica....................................................................... 13Horacio González

    ¿Cómo se habla de un amigo? ............................................................. 19Beatriz Sarlo

    En memoria del incansable y noble intelectual ................................... 31Carlos Altamirano

    Héctor «Toto» Schmucler. El Maestro, las carreras deComunicación y los ideales ................................................................. 43Alicia Entel

    Toto Schmucler .................................................................................... 59Alejandro Incháurregui

    Héctor Schmucler ................................................................................ 71Oscar Del Barco

    Mar del Plata: de la villa balnearia al balneario de masas.Una metáfora de la sociedad argentina .................................................................................. 79Juan Carlos Torre

    La búsqueda de la armonía ................................................................. 91Vanina Papalini

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    Cinco viñetas para celebrar a HS ...................................................... 101Marcelo Casarin

    Hola, Toto ¿Dónde estás? ................................................................. 105Mabel Bellucci

    Una semblanza escrita por una nieta ................................................ 109Abril Schmucler Iñiguez

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    Editorial

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    ¡Por la vida!

    Este número especial y extraordinario de la revista Estudios, elabo-rado en homenaje a Héctor Naúm Schmucler es coeditado conCLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales), quien a tra-vés de Nicolás Arata puso a disposición del Centro de Estudios Avanza-dos de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional deCórdoba, todo el entusiasmo, la energía y los recursos que esta iniciativaamerita. Fue posible, también, gracias al apoyo incondicional de las au-toridades de ambas instituciones, conscientes de la proyección latinoa-mericana de su figura y sus reflexiones.

    Para los interesados en el clima de ideas y el universo político inte-lectual de la segunda mitad del siglo XX en Argentina, este es un núme-ro excepcional. A través de la vida de un intelectual comprometido nosolo con el cambio social sino también con el devenir humano –a la sa-zón, fundador de esta revista en 1993– irrumpen amalgamadas e hibri-das vetas que alimentan varios enfoques: la historia de los intelectuales,los estudios de Memoria, las miradas desde cultura política, la sociologíapolítica y la historia intelectual, entre otros. Contrariando por única vezla regla que es tradicional en Estudios, la mayor parte de los artículos notienen el formato académico de rigor, sino que incursionan a través dedistintos géneros –el epistolar, la poesía, las memorias parcialmente au-tobiográficas, los ensayos introspectivos– en filones de pensamiento,ansiedades, traumas e ilusiones que marcaron al menos a tres generacio-nes de intelectuales argentinos.

    A modo de precarias pinceladas: Horacio González recrea la re-flexión que conduce del desencanto con la idea de revolución al humanis-mo crítico; Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano recuperan hitos clavescomo el plenario de estudiantes e intelectuales que tuvo lugar en la Fa-cultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Cór-doba en 1970, la discusión interna en la revista Los Libros –relacionadacon el caso Padilla– o el primer número de Controversia publicado en1979 en México, en la que el Toto («adaptación argentina» del idish «Ta-tele», papito, como recuerda Alejandro Inchaurregui) ubica el centro desu reflexión en la actualidad de los derechos humanos. Alicia Entel, evo-ca el curso de verano que dio junto con Armand Mattelart en la Facultad

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    de Filosofía y Letrasde la UBA en 1973y remite al dramático diálogocon sus hijos Pablo y Sergio a fin de salvar sus vidas en 1976. VaninaPapalini, su compañera durante 22 años, nos recuerda que «la políticafue para él un ejercicio vital constante que lo llevó del comunismo alsocialismo –con algún momento de deslumbramiento por el guevaris-mo– y al compromiso con Montoneros, organización de la que se apartóantes del ’76". Su cercanía a la revista La Ciudad Futura, del Club deCultura Socialista que animaban entre otros José «Pancho» Aricó y JuanCarlos Portantiero, formó también parte de su implacable compromisocon el ejercicio de pensar y repensarse autocríticamente de cara a unfuturo mejor. No en vano, Marcelo Casarin recuerda en una de sus viñe-tas, que supo ponerse en el lugar del otro, «en hacer que el disenso nofuera un quiebre sino la oportunidad para algún descubrimiento. Peroescuchar no era su único don: podía ver el otro lado de las cosas». En lasantípodas del académico empeñado en «transmitir la verdad» o «bajarlínea», Toto fue el paradigma del intelectual que dialoga, se auto-inte-rroga y comprende en un universo poblado de encuentros reales y enocasiones imaginarios con los grandes pensadores y escritores del sigloXX (desde escritores como Julio Cortázar, Ricardo Pigliao Ariel Dorf-man hasta Gramsci Adorno, Benjamin o Hanna Arendt ). En esa hoja deruta marcada por la libertad creadora y el pensamiento crítico llevadohasta sus últimas consecuencias, siguió fundando y organizando revistashasta el final de sus días. Fue, tal vez, el hilo conductor de su praxisintelectual, desde Pasado y Presente en 1963 hasta la revista Los Libros en1969 siguiendo por Controversia (1979) hasta Estudios en 1993 y su par-ticipación en 1995 del comité de redacción de la revista Confines quedirigía Nicolás Casullo.

    Juan Carlos Torre, uno de los últimos intelectuales y amigos quevisitó a Toto en Córdoba, optó por el silencio ante la inefabilidad de lamuerte y prefirió aportar a este número, un texto académico rigurosoque dedica en su homenaje.

    Finalmente, la contribución poética de Oscar del Barco, su compa-ñero de andanzas de toda la vida, y de su nieta, Abril Schmucler, comple-tan desde la intimidad el retrato siempre inconcluso de su transitar entrenosotros.

    César TcachDirector de Estudios

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    Artículos

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    La presunción teológica

    Horacio González

    Habría una presencia teologal en el pensamiento último de Héc-tor Schmucler, en el sentido de apuntar tácitamente a lo religioso. Eseminúsculo momento en que se quiere hacer énfasis en una revisión de losucedido en un pasado que se revela como un texto que se debe rechazar,porque sostenía imperfectamente una creencia. Sabemos que una vida,en su voraz itinerario, siempre quiere sostenerse en una creencia, y aveces llega el momento en que las que se tenía invitan a la revisión. Peroes una invitación que no sucede de cualquier manera, pues la puerta a laterrible indagación la abren eventos que no debieron suceder de ese modo,y sin embargo están allí, como un acontecimiento imprevisto que sacudeel árbol de las convicciones previas.

    El sesgo superior del conocimiento humano es la fidelidad a unaconstancia en el pensar que sea capaz de sostener la lengua en su proba-ble –nunca lo sabremos–, autenticidad. Cada panorama que nos damoscomo un arte de conveniencia en nuestro pensar, sabemos que está ame-nazado por grandes desafíos y torbellinos. No pensamos por convenien-cia, pero no sabemos cuál es el punto de ajuste entre lo que convenimosen declarar nuestra disposición pensante y las ráfagas inesperadas quedesmantelas esa conveniencia. El convenir no es un útil sino lo que so-mos y por lo que se nos conoce, por lo tanto es lo que conocemos en lamedida en que estamos capacitados para decirlo y que se nos juzgue porello. El Toto es uno de los tantos, de los miles y miles, que averiguó en símismo un aviso crucial de que debía desprenderse de un tejido ya esta-blecido de cosas, referidas enteramente al curso de una historia. Esaaveriguación interna, dispuesta para tornar en una caducidad lo que enun momento anterior se creía entero, puede ser una visión que contengaun punto de religiosidad, solo un punto, no una religión con sus instru-mentos y rituales.

    ¿Era Toto Schmucler un religioso, un converso? No, era una con-ciencia que se preparaba para elaborar, al margen de lo que el saberdialéctico le hubiera proporcionado con mayor facilidad, un reversiona-

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    miento del pasado revolucionario del que se sentía partícipe. No huboquien no lo hiciera, pero el Toto no consultó todo aquello que los panelescambiantes de un tiempo histórico nos van permitiendo hacer o decir,conforme se vayan presentando las «fuerzas» o las «razones objetivas».Pero eso, los cambios de los que dispone el ser dialéctico, no son los queinvocó el Toto, sino que llamó para sí al pigmento espiritual, ese auxilioque la mística o el pensamiento espiritual que permite cancelar un mo-mento del pasado con una iluminación repentina. Que en ello haya unaestructura de culpa, por así decirlo, es lo que justifica apartar de repente–sin importar el tiempo que eso insuma– un conjunto de conviccionessobre la revolución que no se ajustaban a su propia promesa. Poner eseverdadero motor oculto de la autoreflexión, la culpa, en el papel de pri-mer actor en vez de reservarla para planos recónditos muy separados dela argumentación pública, significa un acto filosófico y autobiográfico deenorme dimensión. Quizás toda religión se resuma en el lugar que ledisponemos a la culpa como compañera de los credos, que cambia total-mente si la hacemos visible, rondando sobre ella voluntariamente, o ladejamos sumergida para que interfiera en la continuidad de nuestro yoargumental.

    Si en la revolución se proponía una cierta sacralidad no declaradapor la cual los fines últimos que ella implicaba justificaba determinadosusos de la violencia, ahora era la dimensión sagrada que se escapaba deella, para refugiarse en su crítica. Lo sagrado entendido como elementono explicitado de las éticas revolucionarias –entiéndase, una sacralidadlaica–, ahora se desplazaba, pero no de manera oculta, a la crítica de larevolución. En el mejor de los casos para declararla una melancolía yestudiarla como un paso mítico que daba dolor contemplar como unteatro de marionetas que se movían igual que si el soplo de la historiaque les correspondía, los estuviera todavía acompañando.Escribía el Toto,hacia mediados de los años 90, que «la revolución ha sido y tal vez sigasiendo la encarnación cotidiana de una construcción metafísica. Existe antesde ser historia. Su razón enraíza en certezas indemostrables: verdades inma-nentes alojadas en categorías igualmente metafísicas tales como «pueblo» o«clase». La «voluntad general» rousseauniana es tan caprichosa como las «le-yes de la historia» consagradas por el marxismo. En ellas se santificaron losderechos esgrimidos por los revolucionarios que se proclamaron representantesde los oprimidos. Las revoluciones, que no pueden prescindir de ser arbitra-rias, nunca fueron iniciadas por los humillados mismos. Les basta con ocuparel lugar de lo sagrado; la revolución pretende ser el relato secularizado de los

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    tiempos. Se afirma como absoluto: alfa y omega, origen y llegada. La Revolu-ción Francesa, la Revolución por antonomasia, se nutre en la «voluntad gene-ral» e inventó el Terror en nombre de su trascendencia fundadora».

    Pensemos no más que estos párrafos llegan más lejos que las espe-culaciones de Humanismo y Terror, que Merleau Ponty escribiera en losaños 50, a la sazón traducidas por León Rozitchner al castellano. Peroaquí el terror es un paradigma de la ambigüedad de la política y no cues-ta trabajo percibir que está tratado así por convenir de ese modo, a lapropia economía de la prosa del eminente filósofo francés. El terroris-mo revolucionario se mueve en la ambigüedad, en efecto, del personajeque quiere cambiar el mundo a través de la violencia, de la cual es hijo yante la cual también sucumbe. En los juicios de 1937 en Moscú, un Buja-rín -o el personaje de Koestler-, podían preferir inculparse de un delitoque no hicieron con tal de no declarar lo que íntimamente considerabanatrocidad, que de ser dichas, podrían justificarlos éticamente, pero alcosto de perjudicar a la revolución. Toto hace derivar el terror del tras-cendentalismo absolutista de la posición revolucionaria.

    La conducta metafísica, juzgaría Héctor Schmucler, pone el mate-rial revolucionario como una fuerza fija que antecede a la historia, por locual el crítico se supone que es más historicista que los propios revolu-cionarios que se amparan en arquetipos creados por una lengua artifi-cial. No obstante, en la crítica a la metafísica revolucionaria, el historicis-mo radical también sucumbe al unísono. Si Schmucler juzga la Metafísi-ca como un grado inferior a la historia, también la Historia es una so-breactuación de la historia, que es un alambique que filtra a la comunica-ción y deja de ella lo que queda después de la crítica al dominio queejercen los que postulan la transparencia comunicativa, oficiantes de unatecnocracia cultural que codifica la memoria, disecándola. Por eso tam-bién el Toto se ocupó de la memoria de la revolución. El Toto anteponeentonces la metafísica revolucionaria a la historia en su facticidad. Debehacerlo sin transfigurarse en un historicista. Pero también manteniendouna sacralidad que en verdad, luego de develado el misterio revoluciona-rio, debe otorgársele al pensador que desea reconciliarse con un huma-nismo despojado de mitos heroicos, y criticarlo hondamente por la equi-paración dehecho que hacen los militantes revolucionarios –sean de 1789o de 1917– entre la revolución y lo sacro convertido en «socialismo he-roico». Apresuradas formas sinónimas dejaban lugar para el empleo delterror.

    Horacio González / La presunción teológica

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    No podemos sino sorprendernos por el hecho de que la revolu-ción, para quedar en vigencia como ley social, debe declararse sagrada,mientras que el que descubre ese dudoso juego con la legitimación de laley del revolucionario, debe conservar luego lo sagrado, pero sin revolu-ción. Lo ungido por esta nueva sacralidad es la cotidianeidad misma, unahistoria sin sentido autoproclamado ni con fines trazados en cartas pre-figuradas por profetas que se creen infundidos por un mandato realistaque proponen los humillados, pero en verdad es servido a éstos en lasbandejas del manjar revolucionario que los propios revolucionarios defi-nieron, «desde fuera de la clase trabajadora», como pronunció Lenin en1903.

    Es así que, si seguimos leyendo a Héctor Schmucler, encontramospárrafos como estos, donde la función sustituta del revolucionario hacela veces de una ecclesia basada en un a priori creada por ella misma peroque disimula que ha extraído de las napas profundas del propio conglo-merado social.»La revolución inventa al pueblo pero cree emanar de él. Locontempla como actor, parece doblegarse a su voluntad, a sus deseos y sólocontempla un fantasma. El único actor, en realidad, es el revolucionario: elque descifra los signos, el que se sabe elegido, el que se siente agente de desig-nios que lo atraviesan. El revolucionario se considera inocente porque la mo-ral ya viene inscripta en la historia. De allí su seguridad; también su desespe-ración. La Revolución ha suplantado a la Iglesia y, por los mismos temores,proclama idéntica sospecha hacia lo místico. Afirma rituales en vez de culti-var el misterio. Con las alegorías de la exterioridad sustenta el poder, imponela intermediación de sus códigos. La inmediatez del misterio no exige media-ciones. El revolucionario actúa como profeta pero no acepta que lo es y por esono cree en Dios».

    El revolucionario se basaría entonces en una creencia ya demos-trada, que incluye en su propio cuerpo decir que es del pueblo de dondeha emanado. Schmucler ve aquí un acto místico que también se le debeexpropiar a lao revolucionarios que tan malamente lo tratan. Es másmístico el que, habiendo pasado por esas franjas de la historia pasada,ahora las ve apócrifas de mística real, por lo que intenta preservar unresto espiritual en la vida del crítica de la gran leyenda revolucionaria,transformando la condición mística por la que se atravesó como vástagode la revolución, en una mística de la memoria –que la fragiliza, comodebe ser, porque es el último bastión de la tolerancia para juzgar lo quefuimos–, y en una crítica al comunicacionalismo, que se yergue ahoracomo lo que hereda a los tiempos revolucionarios para presentarlos como

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    trastos viejos, ya agotados en el gabinete del profesional de la melanco-lía, puesta en la lupa del investigador de las ideas.

    De la crítica literaria en Los Libros y en Pasado y presente a la críticaa las revoluciones, Héctor Toto Schmucler fu descubriendo, para fundarun humanismo crítico (es decir: una memoria de la fragilidad de lo hu-mano sin otra cualidad que su débil memoria), que las revoluciones en-cerraban un principio inconsecuente de violencia originaria, pero tentóextraer de ellas el aura iniciática, elintento de pensar la espiritualizaciónde la materia. Y todo ello como práctica personal, como militancia en elcuidado del su sí mismo en el resuello de la culpabilidad. Todo carácterque forja una persona que intenta la tarea de abandonar una peladuraanterior, nunca es perfecta, es una pasión que mira detrás de sus gafas demolde grueso entre la serenidad triste y la silenciosa alegría.

    Horacio González / La presunción teológica

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    ¿Cómo se habla de un amigo?

    Beatriz Sarlo

    No puedo llamarlo Héctor Schmucler. Como no puedo llamar Joséa Pancho Aricó. Para mí, Toto Schmucler es Toto a secas y solo en casode que un interlocutor lejano o extranjero me mire interrogativamente,doy su nombre completo. No recuerdo a nadie que lo llamara Héctor.

    Las formas del nombre que se usen en cada caso marcanlejanía oproximidad. Toto es un sobrenombre vulgar, hoy pasado de moda. Suenabarrial, con los ecos de comunidad pequeña y poco prestigiosa. Es fácilpara gritar, si se quiere usar el vocativo: ¡Toto!, ¡che Toto!, lo cual da uncastellano completamente genuino, a diferencia de un grito como¡Yónatan, che Yónatan! (que es de los nombres que hoy reemplazan a

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    los arcaicos Héctor y José). Toto, la repetición de una silaba idéntica notiene un bello timbre, sino que retumba, con la entonación baja con queacostumbramos a pronunciar la «o». Casi parece ironíaque,a un intelectualbilingüe, que estudió en Córdoba y en la École Pratique des HautesÉtudes, se lo llame Toto.Tal fue su recorrido académico: de la primerauniversidad fundada en Argentina a París, sede europea de todos lasmitologías y los prestigios.

    El sobrenombre nos pone cómodos de inmediato. Excluye ladistancia, y fue tan común en el pasado, que quien lo lleve forma parte deuna tropa de viejos amigos, primos o vecinos: el Toto. Un sobrenombrefácil, sin el riesgo de que alguien pronuncie malHéctor, haciendo caer la«c» y convirtiendo el nombre del héroe homérico en su versión popular.Nadie, en cambio, puede equivocarse cuando diga «Toto». Y decir «elToto» (con el artículo que se juzga signo de lenguaje vulgar) suenaperfectamente apropiado a la familiaridad del sobrenombre. En realidad,siempre decíamos «el Toto», afirmando una intimidad que solo se practicacon amigos. El sobrenombre acorta camino.

    «Toto Schmucler» tiene además otras ventajas: mezcla el apelativoen castellano con un apellido judío. Es el compuesto ideal, sonoro ygráfico, de la integración pacífica de los judíos en Argentina, aunquebien sabemos que hubo capítulos que transcurrieron muy lejos de esemelting pot tranquilo, embellecido en la autoimagen retrospectiva de laselites liberales.Pero, pese a una historia que tuvo muchas sacudidas, laintegración representa bien a Toto en lo que hizo: fundar revistas congente diferente y en países distintos como Chile y Argentina, sin temerlea los conflictos, confiado en su capacidad para resolverlos; armarcátedrasnovedosas de semántica y comunicación en varias universidades y reclutarlos equipos que enseñaran esas nuevas disciplinas.Organizar seminariosy posgrados. Repartir sus saberes con mano suelta, sin reservarse nuncael secreto de una bibliografía que otros desconocieran, con el fin mezquinode mantener un lugar adquirido. Por eso, Schmucler como Toto, o Totocomo Héctor Schmucler, fue una figura decisiva en las investigacionesde nuevo tipo y nuevos objetos. Estuvo entre los primeros que definieronel campo de «comunicación y cultura», nombre de la revista que dirigiócon Armand Mattelart.

    El Toto lograba esto porque, desde su nombre, despertaba laserenidad y la confianza que, en verdad, no eran un destino de lanomenclatura sino rasgos de un temperamento. Usaré la palabra que lecuadra: bonhomía. ¿Cómo competir y pelearse en un espacio que él

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    dirigiera? ¿Cómo pasar por alto su carácter pacífico hasta laconciliación?¿Cómo ser pedante ante alguien que se distinguía por sutrato llano? Habría sonado inverosímil que un estudiante o un miembrode la universidad de Córdoba o de Buenos Aires se dirigiera a él comodon Héctor o como doctor Schmucler. No digo que tal cosa no hayasucedido. Digo simplemente que esos vocativos no combinaban bien consu estilo, que invitaba al tuteo, sin practicar el populismo de quien olvida(porque prefiere no pensar en ello) que los interlocutores son distintospor muchas razones: la edad, el privilegio económico, las posicionesinstitucionales, los libros leídos. Pero, mucho antes de sus grandes textossobre derechos humanos, estaba convencido de la igualdad sobre lasdiferencias.

    Por eso, solo puedo recordarlo como Toto. O, a lo sumo, comoToto Schmucler para los que no pertenezcan a la variada, contradictoriay colorida tribu de sus amigos. Si en alguien se cumplía el apotegmanomen est omen era en Toto: proximidad de grupo y herencia que estípicamente argentina, es decir, migratoria. Y, me permito dar un detalleque vale para él y también para Pancho Aricó, su amigo desde la lejanajuventud cordobesa, su amigo en Buenos Aires, su amigo en elexilio:Toto hablaba «en cordobés», con un acento menos marcado que el deAricó, pero que no había perdido o, si se quiere, había elegido conservaren París, en Buenos Aires y en México, para regresar con ese acento a laArgentina, después del exilio. El acento es lo último que se pierde de unalengua; y se sabe que los cordobeses suelen ser persistentes, sobre todoen el caso de intelectuales, seguros de ellos mismos frente a cualquierintento de disminuir sus pergaminos regionales.

    Conocer al amigo. Los Libros

    En la foto de su cumpleaños ochenta, Toto me toma del hombro ylos dos sonreímos. Su pelo canoso sigue pareciendo rubión, y cae con losrulos abiertos que siempre usó. La luz del mediodía cordobés es tanintensa como la camaradería que unió a todo el mundo en esa celebración.Es julio de 2011. Varias decenas de amigos hemos comido asado yseguimos hablando, entusiasmados, toda la tarde. Al anochecer, fuimoscon Toto a tomar mate a su casa. Rafael Filippelli, Cristian Ferrer, yo yalgunos otros que viajaron desde Buenos Aires. Cada uno comenzó suamistad con Toto en momentos diferentes: Cristian, el más joven, cuando

    Beatriz Sarlo / ¿Cómo se habla de un amigo?

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    regresó del exilio. Filippelli cuando los dos vivían en ciudad de México.Yo,a fin de 1969 o comienzo de 1970.

    Aquella tarde, abrí la puerta de la oficina deLos Libros, sobre lacalle Tucumán, entre Uruguay y Paraná, convencida de que debía escribiruna nota contra la revista Nueva Crítica, que acababa de aparecerfinanciada por el ILARI, organismo internacional ligado al aparatocultural norteamericano, que, en París, también había sostenido la revistaMundo Nuevo, dirigida por Emir Rodríguez Monegal (el archienemigode Ángel Rama). Detrás de esa revista estaba el entonces famosoCongreso por la Libertad de la Cultura, que los antimperialistasaborrecíamos como brazo directo de la CIA. Y también se sospechabade la Fundación Ford. El cebo en dólares de la penetración imperialistapara subordinar a intelectuales latinoamericanos.1

    Toto no pareció entusiasmado con mi propuesta de que la revistaLos Libros publicara esa denuncia, que repetía en pequeña escala, ínfimapara decirlo en su justa medida, el escandalete de Mundo Nuevo.Compararlo con la revista argentina que yo agitaba ante los ojos de Totoera magnificarla. Pero no figuraba entre las costumbres de Los Librosfrenar a una posible colaboradora. Toto, que practicaba una políticatransgeneracional, estaba convencido de que en su revista debíamos estartodos.Y en efecto, estuvimos muchos y tan diferentes como GermánGarcía y Juan Carlos Torre; Nicolás Rosa, Eliseo Verón, Oscar del Barcoy José Sazbón; Raúl Sciarreta y Oscar Terán, Juan Carlos Portantiero yMasotta, Jorge Rivera y Horacio Ciafardini, Noé Jitrik y Juan CarlosTedesco. La lista es muy larga, pero la revista tiene su edición facsimilar.2

    Con esa notita bastante insignificante, me convertí en colaboradorade Los Libros y,más tarde, en miembro del Consejo de Edición quefinalmente iba a expulsar a Schmucler de la revista que élhabía fundadoy sostenido intelectualmente durante cinco años. Lo expulsamos, en 1973,por razones políticas y ni siquiera le dimos la oportunidad de que publicarauna carta de despedida a los lectores. Una vileza, que en esos añosrevolucionarios se consideróuna victoria de los partidos marxistasprochinos en los que militábamos.3

    1 La frase parecería hoy una antigüedad a la mayoría de los graduados que necesiten dineropara financiar un proyecto.2 Los Libros. Buenos Aires, Argentina: Biblioteca Nacional, 2011.3 Los ejecutores de la expulsión fuimos Carlos Altamirano, Ricardo Piglia y yo. Me excusopor complicar a vivos y muertos, pero ya lo he escrito otras veces, de modo que sería unaingenuidad ocultarlo o una indebida protección de mala fe.

    ESTUDIOS - N° Especial (Diciembre 2019) 19-30

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    Seguimos con Los Libros hasta que lapolicíacerró la revista en 1976.Por suerte ninguno de nosotros estaba en la oficina de la calle Tucumán,de donde habíamos expulsado a Schmucler, de modo que nos salvamos.La historia es ridícula y vergonzosa. Los Libroshabía sido una idea deToto: hacer en Argentina algo como la Quinzaine Littéraire. Y élhabíaconvencido a Guillermo Schavelzon, editor y librero, para que financiarael proyecto. Toto había construido con diversas familias ideológicas ypolíticas el Consejo de Edición. Y allí convivimos la psicoanalista MiriamChorne, GermánGarcía, Ricardo Piglia, Carlos Altamirano, y, mesesdespués, yo. Casi no lo conocía a Toto y creo que mi incorporación a ladirección de la revista tuvo que ver con la creciente simpatía con que elgrupo de Pasado y Presente comenzaba a mirar el peronismo, del que,ironías de la biografía y la historia, yome estaba separando después devivir un año en Trelew. Esos cruces eran frecuentes: peronistasdesencantadas, por una parte, y marxistas críticos por la otra que seencontraban, se saludaban y seguían camino en direcciones exactamenteopuestas. A veces sin avisarse unos a otros. Toto se acercaba al peronismorevolucionario y yo al marxismo chino.

    Contra los catecismos

    Lo narrado da un clima de época, cuyos protagonistas sabíamossiempre menos de lo que creíamos saber. Yo sabía menos estructuralismoy crítica francesa que Toto (que había sido estudiantede Roland Barthes).Y, por supuesto, me separaban varias leguas del marxismo que conocíaPancho Aricó, gran amigo de Toto, desde los años de Pasado y Presente.Tanto uno como el otro eran generosos con los más jóvenes e ignorantes.Tenían paciencia para soportar pedidos insistentes, talante democráticopara escuchar críticas, y la creencia optimista de que, para todos, el tiempocorría a favor y lo mejor estaba por llegar. Creo que tenían demasiadaconfianza en mis errores, que a veces se convertían en desplantes, comocuando rechacé traducir un libro de Bourdieu y Passeron que Aricó queríapublicar en Siglo XXI, con el argumento de que las cosas andabandemasiado rápido como para sentarme a traducir doscientas páginas. Yesa burrada se la contesté al gran traductor de Gramsci, que evitó darmeuna lección de modestia.

    Escribiendo para Los Libros, Toto me sugería alguna moderaciónen mi amor por la teoría francesa. En una nota, sin ningún propósito

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    teórico sino para lucirme, me refería algo que creí ver en El incendio y lasvísperas de Beatriz Guido usando el concepto (novedoso entonces) de«ideologema», que seguramente no habría podido definir con precisión.La sensatez editorial hizo que Toto me sugiriera prescindir de esa palabrarecién llegada. Con sincera convicción, sostuve mi derecho a utilizar elléxico que acababa de aprender. Mi inclinación un poco obnubilada porla teoría francesa (la intertextualidad se imponía como concepto magno),me separaba también de las preocupaciones de Toto en ese momento.Había estudiado en Francia, como se sabe, y luego, tempranamente, virósuinterés hacia las formas populares y mediáticas de la cultura. Prologó ellibro de Ariel Dorfman y Armand Mattelart sobre el Pato Donald, quelos afrancesados, recibidos en cursos por correspondencia leídos en TelQuel, no considerábamos gran cosa.

    En su interés por las formas mediatizadas de la cultura y por ladimensión popular de lo mediático, Toto se adelantaba a alguien comoyo, que seguía dando una batalla más tradicional, pero con léxicoà lapage. Mucho después, nos encontramos en este campo de análisis deobjetos culturales populares.Como se sabe, Toto dirigió investigaciones,abrió vocaciones, difundió métodos y teorías, y les proporcionó losespacios institucionales para desarrollarse.

    Seguía un impulsodemocrático que provenía de su temperamentoy no solo de su formación y sus lecturas. Era antidogmático y pluralista(en una época donde ambas cualidades escaseaban) y evitaba lasdiscusiones teóricas enconadas porque le parecía que las ensombrecía uncatecismo doctrinario. Se interesaba por nuevos objetos de investigación,pero no creía que tal interés jubilara automáticamente a otros textos oimágenes.

    De todas formas, por encima de los temperamentos másnegociadores, el ambiente estaba electrizado y la política de izquierdacontribuía a los enfrentamientos que empezaban con la teoría, seguíancon las tácticas y terminaban en las peleas y las expulsiones. Losconflictoseranmás importantes que la amistad de quienes quedabanatrapados en dos trincheras diferentes (como se decía, adoptando la modade los símiles militares). Era una época queToto va a cuestionar de maneraejemplar, durante sus exilio.

    Por eso, lo sacamos a Toto de la revista que élhabía fundado y, sinel menor remordimiento, sin la menor conciencia de la inmoralidad delacto, nos quedamos con ella. La única moral que conocíamos era la lógicapolítica. Años después, cuando lo volví a encontrar a Toto en México le

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    pregunté avergonzada si podía disculpar y olvidar esa maniobra artera.Se rió. Yo insistí: «¿Toto, serás capaz de perdonarme?» Volvió a reír y diopor concluido para siempre el episodio.

    Toto era excepcional en términos morales. Sobre este punto quisieradetenerme. Todos pensábamos que la política estaba en el puesto demando y que una victoria política (quedarse con una revista ajena, porejemplo) era la razón última de las maniobras tácticas que conducían aléxito de lo planeado. No habíamos leído a Schmitt o sea que no puederesponsabilizárselo, pero para nosotros la política funcionaba como lateología de una concepción más rústica que explicábamos a los militantesde base. En ese clima de ideas, las objeciones morales eran debilidadesideológicas pequeño burguesas, porque toda dimensión debíasubordinarse a la última ratio, que era siempre política. Esta forma mentis,con todas las diferencias tácticas, era tambiénla de la guerrilla. La políticaen el puesto de mando. Toto, como se verá más adelante, en el exiliocriticó esa forma mentis, a fin de encarar su revisión de los añosinmediatamente anteriores.

    Después de 1976

    Gran parte de la tarea intelectual que lo ocupó Toto después delgolpe de1976 fue la reflexión sobre el dogmatismo y la violencia política.Su tópico era la memoria de aquel periodo, pero no solo como teoría delas posibilidades de recordar y de producir un discurso sobre el pasado,sino como un largo y duro autoexamen que no consistía simplemente enuna exhortación colectiva a revisar esos añosinmediatos, sino implicarseél mismo en la ética de esa revisión dolorosa.4

    En la revista Controversia, publicada por los exiliados argentinosen México, se escribió el denso primer capítulo de esa revisión que Totorealizó con sus amigos. Tengo el original del primer número: tapa blanca,con un plano rectangular marrón dentrodel cual, en blanco, un QuijotedeRoberto Páez se alza electrizado y solo. El artículo de Toto que abre eseprimer número lleva como título «Actualidad de los derechos humanos».

    4 Una ordenada presentación de las intervenciones de Schmucler sobre este tema puedeencontrarse en: Vázquez Villanueva, G. Solo decir la verdad: memoria, responsabilidad y elesplendor del otro: los discursos sobre no matar de Oscar del Barco y Héctor Schmucler. BuenosAires, Argentina: Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de BuenosAires, 2017.

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    El título no sorprende. Es valiente no porque la dictadura pudieracastigar al exiliado, sino porque sus propios compañeros de exilio leeríanese texto inaugural como un pensamiento nuevo y desafiante sobre laviolencia de los años anteriores. La nota comienza afirmando lacentralidad de los derechos humanos en cualquier proyecto que aspire alnombre de democrático. Continúa criticando las violaciones en los paísesllamados socialistas y condena, expresamente, que «el ejército soviéticoavale al ejército represor de la Argentina, aunque lo haga en nombre delPartido Comunista, la clase obrera y la lucha contra el nazismo». Nopasa por alto que oficiales de ese Ejército Rojo fueron condecorados porVidela. No olvida los campos psiquiátricos de reclusión en la URSS. Ese«socialismo», escribe, «gira alrededor de falacias» y «niega los derechoshumanos reivindicados en las sociedades capitalistas».

    Hoy, salvo entre nostálgicos, olvidadizos o pro cubanos, habríaacuerdo. Pero en aquellos años, el debate sobre la naturaleza del llamado«socialismo real» continuaba, incluso después de las invasiones rusas aChecoeslovaquia y Polonia. Ya estaba en marcha la crítica a ese«socialismo» soviético, que había comenzado cuando Schmucler y susamigos todavía publicaban y se pronunciaban en suelo argentino. Todoformaba parte de una argumentación sobre la centralidad de los derechoshumanos, que todavía tenía que definirse por completo. Y esto es lo queencaró Toto en su nota del primer número de Controversia.

    Es un artículo inaugural y de gran audacia si se recuerda que fuepublicado en 1979. Su argumento máscorajudotodavía agita las aguastres o cuatro décadas después: «No es necesario inflar las cifras paraseñalar el horror. Seguramente no es verdad que existan 30.000desaparecidos en la Argentina, pero seis o siete mil es una cifra pavorosa».Dicho en 1979 esto sonaba como una traición aritmética, y así siguiósonando muchos añosmás tarde, cuando no solo la existencia sino elnúmero de desaparecidos se convirtió en un símbolo de lo «demasiado,más de lo humanamente tolerable». Y se creyó que era necesario imponeruna cifra sagrada.

    Pero, ya en 1979, Schmucler estaba convencido de que el carácterinaceptable de las desapariciones no dependía de agregar o sustraeralgunos miles a la cuenta. Su defensa de la integridad de los cuerpos ydel derecho de quienes los buscaban a honrar a sus muertos no dependíadel número sino de actos que, sean cuales sean las cifras, habían cruzadoun límite no meramente cuantitativo. Los represores quisieron anular lahumanidad fisca y moral de sus víctimas. Perseguían no solo su muerte,

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    sino la supresión de cualquier rastro humano, cualquier sentimiento ycualquier huella en la subjetividad.

    El argumento es impecable. Después de exponerlo, Schmucler dioun paso aún más audaz:

    «Lamentablemente, la guerrilla ha pasado a confundir su imagencon la del propio gobierno en la medida en que ha cultivado la muertecon la misma mentalidad que el fascismo privilegia la fuerza. Ennombre de la lucha contra la opresión, ha edificado estructuras delterror y de culto a la violencia ciega. Ha reemplazado la voluntad delas masas por la verdad de un grupo iluminado. Nada de esto lacoloca en posición favorable para reivindicar los derechos humanos»

    El argumentoevalúa a la guerrilla y a la dictadura según los mismosprincipios éticos. Todavía hoy, esta equiparación es anatema para muchasorganizaciones políticas y de derechos humanos.

    Tengo el ejemplar original de ese primer número de Controversia.Llegó a la casilla de correo que usaba la revista Punto de Vista, dentro deun rollo envuelto en otras revistas menos sospechosas, enviado porManuel Gestal, un libero argentino que también se habíaradicado enMéxico. Gestal fue quien me detuvo, tres años antes, en la esquina deUruguay y Tucumán para avisarme que fuerzas de seguridad habíanallanado la oficina de Los Libros. Recuerdo que alisé el ejemplar deControversia sobre el banco de madera del subterráneo A y comencé aleerlo durante el viaje. Era noviembre de 1979. Me emocioné alcomprobar que algunos, en Argentina, no estábamos solos.

    La coincidencia con las ideas expuestas por Toto fue inmediata.Nosotros, acá, también pensábamos que esa condena a la violencia ciegade las organizaciones armadas era indispensable.5 Y que la realizara elpadre de un desaparecido le daba mayor densidad subjetiva: era otraforma del dolor. La posición de Toto nos iba a caracterizar en nuestradenuncia a la dictadura: los represores eran demoníacos, pero nosotrosnos habíamos equivocado. Nuestra equivocación no justificaba el asesinatode militantes. Pero era indispensable reconocerla, para salir de un pozode duelo imprescindible, pero donde no debíamos hundirnos si queríamosrealizar, sin obstáculos, una crítica de las izquierdas.

    5 Quizá convenga aclarar que este «nosotros» es un plural que designa a los que hicieron,desde 1978, la revista Punto de Vista, a quienes, demás está decir, no intento representar enabsolutamente nada de lo dicho en este texto.

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    Toto, en ese mismo artículo, había puesto entre comillas la palabra«revolucionarios» aplicada a los grupos armados:

    «En la Argentina –además de los caídos en acciones, muertos deguerra reconocidos como legítimos por uno y otro bando– hubopolicías sin especial identificación muertos a mansalva, hubo militaresasesinados solo por ser militares, dirigentes obreros y políticosexterminados por grupos armados ‘revolucionarios’ que reivindicabansu derecho a privar de la vida a otros seres en función de la ‘justeza’de la lucha que desarrollaban»

    Las comillas que connotaban a «revolucionarios» eran fuertes,porque indicaban que esa palabra, por la que tantos habían muerto ymatado, había servido como refugio ideológico y justificación de todoslos errores. Y el texto continuaba:

    «En la Argentina, la bandera de la muerte se agita a cada paso. Perolos muertos no pueden guiar la acción política de los pueblos. Lacontabilidad luctuosa, a pesar del desgarramiento, debe dejar lugaral reconocimiento, por sobre los cadáveres, de las razones que losprodujeron»

    La cita anticipa los debates de la transición democrática. Desde elexilio, Toto se adelantaba a ellos. Y quienes estábamos en Argentinareconocíamos un interlocutor, que Toto también reconocía entoncescuando en el número 4 de Controversia discutió con quienes pensabanque en la Argentina no había quedado nadie que mereciera este nombre.Siempre lejos de una visión elitista, siempre lejos del aristocratismo decreerse miembro de un pequeño grupo de únicos e iluminados, Totoenviaba desde su exilio una señal de reconocimiento.

    En primer lugar, planteó la discusión cuantitativa:

    «Sería difícil enumerar 500.000 exiliados, como algunos dicen,cuando en México, generosamente, sumamos 3.000 y en los otrospaíses –salvo España donde sumarían algunas decenas de miles– lascifras son inferiores a la mexicana. Los números, en este caso, tienenvalor cualitativo. La Argentina quedó allá, no está afuera. Ahoravendrán, otra vez, los que sostienen que hablar en esos términossignifica ‘hacerle el juego’ a la dictadura militar argentina. Todo locontrario. El ‘terrorismo de estado’ al que hay que poner fin no sufrecon los análisis fantasiosos. Combatido en la Argentina de adentro,

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    las actividades del exterior que no tienen en cuenta las condicionesconcretas en que se realiza la acción posible en el territorio nacional,perturban en vez de ayudarla»

    En segundo lugar, este reconocimiento explícito, que polemizabacon las posiciones autocentradas de algunos exiliados, fue para los queestábamos en «la Argentina de adentro» el puente que Schmucler le tendióa un diálogo que dio comienzopor lo menos tres años antes del finde ladictadura.

    La lección

    Naturalmente, Toto era un igualitarista: pensaba que, si en México,algunos de los exiliados estaban revisando el pasado, habría sido un actode soberbia afirmar que, en la Argentina, quienes habían sobrevivido sehabían convertido en cadáveres intelectuales, que (como dijo alguien)arriesgaban su vida al permanecer en el país y la arriesgaban en vano. Elretorno de los exiliados a una Argentina donde ya sabían que tenían susinterlocutores le dio la razón a Toto y no a la soberbia. Y junto con él, ledio la razón a sus amigos que habían hecho posible la revista Controversiaque publicó lo que más arriba quedó citado.6

    Toto fue de los primeros que se preguntó sobre los errorescometidos y sobre nuestra responsabilidad en esos errores. Además desu inteligencia, en el diálogo que mantuvo con sus compañeros de exilioy con nosotros, una vez más demostró la densidad ética de supensamiento.7

    Sobre esa dimensión ética no cabían dudas. Era evidente en esetrato llano que Toto tenía con todos y que suscitaba la confianza. Su anti-elitismo fortalecía esa dimensión ética, convirtiéndola no en un códigopara iguales sino en una práctica que no presuponía excluidos. Daba y

    6 Controversiase publicó entre 1979 y 1981. En el primer número aparece como directorJorge Tula, rodeado por un Consejo de Redacción: José Aricó, Sergio Bufano, RubénCaletti, Nicolás Casullo, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Portantiero, Héctor Schmucler,Oscar Terán. Más tarde se incorporó Carlos Ábalo. Hay edición facsimilar: Controversia,Buenos Aires, Argentina: Ejercitar la memoria editores, 2009.7 «De este modo, sus escritos constituyen un arco extendido desde 1979 a 2005, portadorde un notable y enriquecido decir veraz, ejercido a través de un doloroso y exhaustivotrabajo de memoria», en Vázquez Villanueva, G. , cit. p. 167.

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    tomaba sin suspicacias ni psicológicas ni morales. Toto no era ingenuo,pero no usaba las estrategias protectoras del desconfiado. Lo vi enojarsepor alguna pequeña tramoya que se armara, pero el enojo duraba poco.Creo que olvidaba la tramoya y al tramoyista.

    Ese es el hombre de las fotos que estoy mirando. Fueron tomadasen la fiesta con que se celebraron sus ochenta años, organizada por sunieta en la parrilla de un hotelcordobés, cercano a la casa de Toto en RíoCeballos. Nadie faltó a esa fiesta, que comenzó a mediodía y duró hastael atardecer. Todavía lo veo, de lejos, en medio del salón, a Oscar delBarco. Cuando lo vi, pensé que no estaban Pancho Aricó y Nicolás Casullo,grandes amigos de Toto. Ninguna fiesta puede ser completa. La muerteya los había mordido con su saña incongruente. Pero, como dije antes,estaban los «nuevos», como Cristian Ferrer. La hospitalidad afectiva teníaun lugar para todo el mundo. Muchos, más encerrados en nuestrassimpatías y antipatías, a veces pensábamos que exageraba. Nos costabaaprender la lección del Toto.

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    Querido César:

    Te escribo en respuesta a tu solicitud de un artículo sobre HéctorH. Schmucler para el número que Estudios prepara en homenaje a quienfuera su creador. Acepto la invitación y te agradezco la oportunidad deescribir en memoria del incansable y noble intelectual que fue Schmu-cler.

    La forma que me ha resultado más apta es esta, una carta. Mepermite hacer el movimiento de mirar hacia atrás sólo con ayuda de loque me ha quedado para evocar libremente las ocasiones, los entornos ylas modalidades del trato que tuve con Toto Schmucler, de las experien-cias que compartimos y de la relación que nació de esos encuentros denuestras vidas. No olvido, por supuesto, lo que observaba Philip Roth apropósito de estos regresos al pasado: con el tiempo uno incorpora, sinbuscarlo ni saberlo, imaginación a las retrospectivas– los recuerdos de losucedido no son ya recuerdos de los hechos, sino de nuestra imaginaciónde los hechos–.

    Lo conocí personalmente a Schmucler en Buenos Aires, en la ofi-cina que tenía la revista Los libros en la calle Tucumán, al lado de la libre-ría Galerna. Debe de haber sido en 1969 o 1970. Sabía, por supuesto,quién era Héctor H. Schmucler, un nombre inseparable (no solo paramí, claro) del grupo que había editado en Córdoba, entre 1963 y 1966,Pasado y Presente, seguramente la más destacada publicación de la nuevaizquierda argentina. Hago aquí un paréntesis para darle un contexto aesta última afirmación.

    Desde fines de los años cincuenta y durante gran parte de la déca-da siguiente se vivió, en el ecosistema cultural de la izquierda, un tiempode florecimiento de la nueva izquierda, expresión que designaba una ne-bulosa de pequeños agrupamientos políticos, algunas figuras y, sobretodo, revistas entre literarias y políticas. Como en otras partes del mun-do (Francia, Italia, Inglaterra, EE.UU.), nuestra nueva izquierda era una

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    En memoria del incansabley noble intelectual

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    especie de gauche de la gauche y estaba compuesta sobre todo por jóve-nes. Sus posiciones ideológicas, en efecto, eran más radicales que las dela izquierda histórica, la llamada vieja izquierda. Los dos partidos repre-sentativos del espíritu de la vieja izquierda, el Socialista y el Comunista,se consideraban, si bien con variantes, herederos de la tradición liberalargentina, es decir, eran progresistas; los voceros de la nueva izquierdacuestionaban el compromiso con esa tradición y afirmaban la necesidadde una ruptura con ella si se querían cambiar las cosas en el país. Porotro lado, al mismo tiempo que proclamaban la autoridad intelectual delmarxismo, los jóvenes, en particular los del ambiente universitario, exi-gían que ese marxismo fuera un pensamiento menos tosco que el quetransmitían las publicaciones de la izquierda establecida. Se reclamabaun marxismo capaz de medirse con el pensamiento filosófico contempo-ráneo. Lo que quería decir todavía a comienzos de los sesenta, cuando larevolución estructuralista aún no se había desatado, principal aunque noexclusivamente, la fenomenología, según la lección que procedía de LesTemps Modernes, Jean-Paul Sartre, Maurice Merleau-Ponty. Un marxis-mo, dicho en resumen, liberado dela horma soviética, dispuesto a incor-porar la verdad que contuvieran otras posiciones teóricas y abierto a lasadquisiciones de las disciplinas que en aquella época recibían el nombrede nuevas ciencias humanas.

    A este universo intelectualmente inquieto iba a incorporarse Pasa-do y Presente en el otoño de 1963. Tengo todavía en la memoria la taparoja del número 1. Un profesor cordobés, Carlos Giordano, que se ocu-paba de literatura argentina en la Universidad de Córdoba, pero enseña-ba griego en la Facultad de Humanidades de Resistencia donde yo estu-diaba letras, me llevó un ejemplar. Fue también Giordano quien me ha-bló del núcleo cordobés de Pasado y Presente, un círculo que él tambiénintegraba y cuyos nombres salientes eran los de José Aricó, Oscar delBarco, Héctor H. Schmucler…Tras la aparición de aquel primer númeroy de un tiempo de deliberación en la cumbre partidaria, los tres seríanexpulsados del Partido Comunista, cuyas autoridades vieron en la publi-cación una manifestación de herejía. Hay muchos testimonios y muybuenos estudios sobre Pasado y Presente (pienso, por ejemplo, en La coladel diablo, de José Aricó, en Los gramscianos argentinos. Política y culturaen la experiencia de Pasado y Presente, de Raúl Burgos, en el capítulosobre Gramsci y la nueva izquierda del gran libro de Adriana Petra, In-telectuales y cultura comunista). No veo necesario, por lo tanto, detener-me en las líneas de aquel debate y la trayectoria posterior de la revista.

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    Solo quiero subrayar que pocos de quienes tuvieran veleidades intelec-tuales dentro de la izquierda universitaria se resistían a leer las páginasde esa publicación llegada de Córdoba y se asociaba con el nombre deAntonio Gramsci y lo que se denominaba el «marxismo italiano». Erami caso, que por entonces militaba en las filas estudiantiles de la Juven-tud Comunista.

    La revista Los libros comenzó a salir en 1969. Desde muchos mesesantes de su aparición ya circulaba en los medios literarios de BuenosAires el rumor de que Toto Schmucler, que había regresado de Franciahacía poco tiempo, estaba en conversaciones con editores y críticos lite-rarios para editar en Buenos Aires una revista según el modelo de laQuinzaine Littéraire. Fundada unos años antes por el crítico MauriceNadeau, la Quinzaine era un periódico consagrado a la crítica y la reseñade libros. Su réplica en Buenos Aires sería mensual –»un mes de publica-ciones en la Argentina y el mundo», se leerá junto al nombre Los libros–y asumirá entre nosotros la imagen de la nueva crítica, a la que se iden-tificaba con el estructuralismo. Esta identificación no era arbitraria. Elestructuralismo, como había escrito Roland Barthes, no constituía unadoctrina, un movimiento ni una escuela; él detectaba un «léxico» y prefe-ría hablar de «actividad estructuralista», expresión con la que denomina-ba una perspectiva de análisis que se proyectaba en el territorio de lasdisciplinas del mundo social y se inspiraba en el modelo de la lingüísticasaussuriana y el apotegma de su creador, Ferdinand de Saussure: la len-gua es forma, no sustancia. Ahora bien, en ningún otro dominio el es-tructuralismo ejerció su ascendiente como en la crítica literaria y eso sereflejaba en las páginas de Los libros. Es verdad que, por otro lado, notodos los que escribieron en la revista desde el primer número, apareci-do en 1969, se hubieran reconocido como estructuralistas ni siquiera enel léxico.

    El espacio de la oficina que tenía Los libros en la calle Tucumán noera holgado; sin embargo, en poco tiempo se generó en ese lugar redu-cido un ambiente de tertulia entre cultural y política. Ocurría por lastardes. Personas de diferentes tribus (escritores, psicoanalistas, sociólo-gos, críticas y críticos, gente de izquierda con aficiones intelectuales)pasaban por allí, si había lugar se sentaban un rato, ojeaban los librosque habían llegado para reseñas, a veces proponían alguna colaboración,charlaban o discutían un rato con los otros. No siempre se trataba de losmismos concurrentes, aunque algunos eran más frecuentes. Me quedanalgunos nombres de los que pasaban por aquella oficina: David e Ismael

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    Viñas, Beatriz Sarlo, Germán García, Nicolás Rosa, Ricardo Piglia, queera uno de los hombres de consulta de Schmucler. Dos jóvenes cordobe-ses, que fueron sucesivamente secretarios de redacción de la revista, San-tiago Funes y Marcelo Díaz, integraban la ronda. Ya no recuerdo cómo,pero supongo que debo haber sido alentado por Piglia, a quien por en-tonces veía con cierta frecuencia, un día pasé a asistir también a ese co-rrillo de Los libros. Ahí lo conocí a Toto (nadie lo llamaba Héctor). Amedida que me familiarizaba con el funcionamiento de aquel pequeñoámbito de sociabilidad, advertía lo que ese funcionamiento debía al in-ventor y director de la revista, a su estilo afable, su mente curiosa ,a sugusto por la conversación. Nunca le pregunté qué había hecho en Fran-cia, pero lo escuché contar una vez que Roland Barthes había sido sudirector de estudios durante su estancia en París.

    En 1970 algunas agrupaciones estudiantiles de la Facultad de Filo-sofía de la Universidad de Córdoba organizaron una reunión nacional deintelectuales y estudiantes. Después de los sucesos del 29 de mayo de1969, Córdoba era como una Meca para la izquierda argentina, sobretodo para aquella que se proclamaba revolucionaria. Para ésta el Cordo-bazo había constituido en un acontecimiento crucial: no solo abrió unacrisis irreversible en el régimen autoritario de la Revolución Argentinaque presidía el general Onganía, sino que marcó el nacimiento de unnuevo movimiento obrero o, si se prefiere, marcó la aparición de nuevosactores en el movimiento obrero argentino. La lucha de clases y la luchacontra la dictadura se habían entrelazado. Córdoba se volvió objeto deun discurso exaltante.

    El encuentro que se preparaba en la universidad nacional de aque-lla ciudad, que ya contaba con los laureles de la Reforma de 1918, seinscribía, a los ojos de todos, tanto de los organizadores como de losinvitados, en el marco de ese nuevo curso abierto por el 29 de mayo delaño anterior. Para allá fueron Schmucler, Piglia, David Viñas. Debe dehaber sido hacia la segunda mitad de septiembre. Aunque no tenía paraentonces otra credencial que la de militante de una de las organizacionesultraizquierdistas que por entonces pululaban, también yo fui de la par-tida. Tengo viva todavía una impresión de esos dos o tres días de asam-blea: un clima entusiasta y muchos rostros jóvenes. No hubo, en reali-dad, una asamblea sino varias asambleas simultáneas, pero en diferentesaulas. La separación de los espacios obedecía a los tópicos que se abor-daría en cada uno de los cónclaves. Uno de ellos estuvo consagrado alpapel de la literatura en el combate que se avecinaba: todos queríamos la

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    revolución, pero ¿qué pasaba con el arte literario? Con los amigos de Loslibros fuimos a esa palestra.

    Solo puedo presentar un testimonio sumario y deshilachado de laencrespada discusión de esos días –dos o tres días, no estoy seguro–.Aunque el izquierdismo político constituía el elemento común a todoslos que nos reunimos en aquella asamblea, esta iba a terminar con losparticipantes en completo desacuerdo. David Viñas fue uno de los con-tendientes y no tardó en mostrarse beligerante y dispuesto a dominar eldebate. Como es sabido, Viñas no era simplemente un novelista y ensa-yista renombrado: era un caudillo intelectual, un caudillo de retórica ve-hemente, visiones penetrantes y razonamiento esquemático, simplifica-dor. Su doctrina seguía siendo la de Contorno: la tarea de escribir noconstituía un hecho gratuito sino una acción moral; la literatura y el es-critor comprometidos debían hacer visibles las impudicias del mundo,las humillaciones, las imposturas. Viñas no admitía réplica ni objeción asu idea del compromiso literario. Menos aún admitía rivales en la esce-na, fuera cual fuera esta. Ahora bien, en aquella asamblea había tambiénotro líder, otro mentor carismático, Oscar del Barco, que no estaba dis-puesto a dejarse copar la parada en un ámbito donde, además, contabacon muchos seguidores. Para del Barco, la literatura no pertenecía almismo dominio que la moral, la justicia, al del lenguaje propio del aná-lisis y con el que se denunciaba la opresión. Había que dar reconocimien-to a que su reino era otro y que el discurso verdaderamente literario nose prestaba a las paráfrasis, a ser traducido a otro lenguaje. Había quesaber escuchar ese lenguaje. En una de sus intervenciones desafió a lospresentes (sin decirlo, Viñas era el destinatario) a que explicaran de dón-de provenía la belleza del primer verso de La tierra baldía, de T.S. Eliot:«Abril es el mes más cruel». Durante un rato se dio vueltas en torno deese verso, mientras Viñas se volvía cada vez más irritado y agresivo.

    En algún momento, Piglia se sumó al contrapunto. Cuestionó lastesis de del Barco, pero se cuidó también de no ser confundido con lasposiciones de Viñas. (Según leo en el segundo volumen de su Diario,Piglia veía que los argumentos de del Barco pagaban tributo a GeorgeBataille, venerado en aquel momento por la vanguardia francesa, deFoucault a Tel Quel. Tal vez, pienso ahora, había en esos argumentosmás tributo a Heidegger que a Bataille). El punto de vista que expusoPiglia era también vanguardista, pero su vanguardia era otra. El escritor,sostuvo, debía producir textos que tuvieran la potencia que había tenidola palabra Tupamaros en el Uruguay, donde las autoridades prohibieron

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    el término que daba nombre a la organización guerrillera. O sea: la lite-ratura debía producir textos que obligaran al poder a sacarlos de circula-ción. Hablaron muchos más de los que acabo de nombrar y sé que no leshago justicia, pero, como se sabe, la memoria no es pareja, se ensancha ose adelgaza por razones que desconocemos y esta evocación refleja esamarcha variada.

    En los intervalos y en las horas de la comida, Schmucler trataba deapaciguar. No lo sé, pero dudo de que tuviera una posición equidistanterespecto de las que se manifestaban en la discusión. Creo, más bien, quebuscaba evitar que la diversidad de perspectivas desintegrara el terrenoque tenían en común quienes eran sus amigos –los de Córdoba y los deBuenos Aires–, que se hiciera imposible alguna convergencia. Pero to-dos estaban amoscados y cada uno se quedó finalmente en lo suyo.

    En 1971, supongo que debe de haber sido en los primeros mesesde ese año, formamos una especie de seminario, entre cuyos integrantesme encontraba junto con Toto, Piglia, Oscar Landi, Nicolás Rosa y algu-nos más que no recuerdo. El objetivo era discutir textos, eventualmentealguno producido por los participantes. Nos reunimos varias veces, nosé cuántas, en una amplia oficina de la sede argentina de Siglo XXI, cuyodesembarco en Buenos Aires era muy reciente. Schmucler trabajaba enla editorial. De las discusiones que tuvo el grupo recuerdo una, creo quefue la primera, y que tuvo como base un escrito de Ricardo sobre depen-dencia y literatura argentina. Nos gustó y elogiamos el artículo que teníacomo fundamento una tesis que todos suscribíamos por entonces: ladependencia, de la económica a la cultural, constituía la clave para des-cribir y explicar las diferentes dimensiones de la vida nacional. El depen-dentismo, que por entonces era una de las ideas fuertes del pensamientode la izquierda radical, sacó de circulación el esquema desarrollo/subde-sarrollo, hasta entonces muy vigente en el pensamiento social latino-americano.

    Ese año, mientras la politización que dejaban ver sus tapas y suspáginas era cada vez más marcada, Los libros entró en crisis económica yparecía hallarse al borde del cierre. Lo que recuerdo, aunque borrosa-mente es que el gerente de la editorial Galerna, que desde el comienzohabía sido algo así el sponsor de la revista, le había dicho a Toto que laeditorial ya no podía continuar con ese patrocinio y que si la publicaciónquería seguir, debía hacerlo por sus propios medios. Schmucler convocóentonces a los amigos de Los libros para plantearles la situación y escu-char sugerencias.

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    No sé si hubo más de una reunión; en la memoria solo me quedala imagen de una a la que asistí. Se llevó a cabo en aquella pequeñaoficina de la calle Tucumán: algunos sentados, otros parados, todos nosapretábamos en ese estrecho departamento. Pese a la incomodidad, elambiente era animoso: todos considerábamos que la revista debía conti-nuar y le hicimos saber a Toto que lo acompañaríamos, que Los libros sehabía ganado un lugar en el campo cultural al que no se debía renunciary que la politización del último tiempo debía proseguir y aun acentuarse.Puse también mi grano de arena para reforzar este sesgo. Dije que ellema que acompañaba el nombre de Los libros («un mes de publicacionesen la Argentina y el mundo») era insustancial, que se lo debía reempla-zar por uno que tradujera el nuevo empeño de la revista y propuse susti-tuir aquel lema por la consigna «Para una crítica política de la cultura».Esta sería la divisa de la revista a partir del número siguiente. Ese mis-mo año Schmucler introdujo un cambio en la dirección de la revista:mantuvo su condición de director, pero nos propuso integrar el consejode redacción de Los libros a Piglia y a mí.

    No sé si antes o después de esta variación tuvo lugar una fuertediscusión en la revista sobre lo que se llamaba el «caso Padilla». ¿Nohabía que decir algo? El arresto del poeta y periodista cubano HebertoPadilla y después su «autocrítica», publicada en las páginas de la revistaCasa de las Américas, habían provocado la reacción de la intelligentsiaeuropea de izquierda que desde 1959 actuaba como compañera de rutade la experiencia cubana. Ahora, el encarcelamiento de un escritor dis-conforme desató la alarma: ¿qué significaba, finalmente, la célebre fór-mula de Fidel Castro: «Dentro de la revolución todo, fuera de la revolu-ción nada»? En una carta en que declaraban su solidaridad con los princi-pios de la Revolución Cubana, los intelectuales de mayor notoriedad enla rivegauche del Viejo Mundo le solicitaban al comandante Fidel la re-consideración del caso. Apareció en Le Monde en abril de 1971 y losnombres que figuraban al pie de la apelación iban de Jean-Paul Sartre aItalo Calvino, de Hans Magnus Enzensberger a Juan Goytisolo, Rossa-na Rosanda, Simone de Beauvoir y muchos otros representantes de lacultura progresista europea. La suscribían también algunos escritoreslatinoamericanos, como Carlos Fuentes, Octavio Paz, Julio Cortázar yMario Vargas Llosa. Una segunda carta siguió a la publicación en Cubade la autocrítica de Padilla, en cuya espontaneidad nadie creía. Pero estafue ya una declaración de ruptura, un divorcio que sería irreversible.

    Carlos Altamirano / En memoria del incansable y noble intelectual

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    La discusión sobre si Los libros debía tomar posición pública y, enese caso, qué debía decirse, no se llevó a cabo en la oficina de Tucumánsino en una de Siglo XXI. Aunque vagamente, me quedan en la memoriados de los que participaron en el debate –Santiago Funes y José Aricó,que entonces era el gerente de la editorial–, además, por supuesto, dequienes integrábamos el consejo de redacción de la revista. El núcleo deldiferendo radicaba en si había que hacer una declaración pública, puesninguno defendía el Estado censor ni creía en la autenticidad de la auto-crítica del escritor cubano: todos éramos postestalinianos. Piglia y yo,enrolados por entonces en las filas de la izquierda maoísta, opinábamosque debíamos manifestar públicamente una posición crítica sobre losprocedimientos de las autoridades cubanas. No queríamos, sin embar-go, que nuestra opinión fuera confundida con una posición liberal o plu-ralista: si Padilla había obrado contra la revolución, lo que correspondíano era sancionarlo con medidas burocráticas sino con la crítica de lasmasas (la representación mitologizada de la Revolución Cultural obrabaen nuestra imaginación). Toto y el resto sostenían que nuestra posiciónignoraba la difícil situación de Cuba, permanentemente asediada por elimperialismo, que nuestro punto de vista era políticamente abstracto,etc.

    Durante largas horas expusimos y nos repetimos unos a otros losmismos argumentos, sin que nadie cediera. Éramos inflexibles en aqueltiempo y juzgábamos la inflexibilidad como una virtud, una señal derigor ideológico. Pero no nos mostrábamos intransigentes solo respectode lo que podríamos llamar los valores políticos últimos, sino tambiénde los penúltimos y aun de los antepenúltimos… Salimos, pues, de aque-llas reuniones tal como habíamos entrado. Se consideró, de todos mo-dos, que debíamos hacer público al menos el debate y me encargaronque hiciera la síntesis de la discusión a partir de una grabación de laporfía. Del esfuerzo por no dejar afuera ninguna opinión salió un textopesado de leer, poco claro, que, según creo, se publicó en Los libros.

    Tiempo después, calculo que habrá sido entre fines de 1971 y co-mienzos de 1972, Toto nos propuso la incorporación de tres miembrosnuevos a la dirección de la revista: Miriam Chorne, Germán García yBeatriz Sarlo. Todos nos conocíamos, integrábamos el elenco de losamigos de la revista, así que la ampliación del consejo nos cayó bien. Meimagino que Toto había advertido que en el grupo previo de tres él sehallaba en minoría ante dos maoístas inclinados a entenderse. En el nue-vo colectivo esa situación se diluía. La dinámica de los hechos políticos

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    en el país, sin embargo, presionaba sobre los integrantes de una revistaque cada vez más tomaba la palabra en los asuntos de la vida pública.Con la excepción de Germán García, que juzgaba como delirantes losrazonamientos políticos a los que nos entregábamos en las reuniones dela redacción, y Miriam Chorne, el resto se animaba con las disputas so-bre las alternativas del presente nacional. Trazábamos panoramas de lacoyuntura, imaginábamos el futuro y tomábamos partido. (No sé si yapor entonces Toto había iniciado su relación con Montoneros, de la quehabla en una entrevista publicada recientemente en la revista Zigurat.)Un artículo mío sobre la actualidad política provocaría una discusión queiba a terminar con el alejamiento de quien había sido su fundador.

    Hago aquí menciones telegráficas a algunos datos de aquella ac-tualidad. Desde marzo de 1971 el país se hallaba bajo el mando del ge-neral Lanusse, el último jefe del régimen iniciado casi cinco años antes –el «Estado burocrático autoritario», según la categoría que forjaría Gui-llermo O’Donnell–. El nuevo titular del ejecutivo había dejado de lado ladenominación con que el experimento militar-civil se había puesto enejecución en junio de 1966 –Revolución Argentina– y hablaba en nom-bre del gobierno de las fuerzas armadas. El poder militar subsistía, perosus divisiones se habían hecho públicamente visibles y su crédito se ha-llaba menoscabado. El Cordobazo había erosionado la autoridad del ge-neral Onganía, el primer presidente de la Revolución Argentina, que fueapartado del cargo por sus congéneres; un nuevo sacudimiento en Cór-doba en 1971 provocó el alejamiento del reemplazante, el general Le-vingston. Me acuerdo que a mediados de ese año, Los libros dedicó partede uno de sus números al proceso que tenía como escenario la ciudadmediterránea. «Córdoba, la movilización permanente» era el título queFrancisco Delich le dio a su artículo; «Una oposición social», rotuló alsuyo Juan Carlos Torre. Para entonces ya no se trataba solo de Córdoba,de los sindicatos de fábrica o de los nuevos dirigentes obreros, de Rosa-rio o de la agitación estudiantil de Corrientes y otras ciudades: la Argen-tina aparecía cada vez más activada contra el régimen en todos sus rinco-nes. Por otro lado, desde fines de 1970 funcionaba un agrupamientopartidario –»La hora del pueblo»–, donde convergieron peronistas y ra-dicales junto con otras fuerzas políticas en demanda de un pronto retor-no a la soberanía de la voluntad popular y a las instituciones de la demo-cracia política sin proscripciones. A ese escenario se incorporó, a comien-zos de la década, la acción de los partidos armados de la izquierda.

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    Como respuesta a esta situación en que crecía la hostilidad contrael gobierno controlado por las fuerzas armadas, el general Lanusse ha-bía anunciado el retorno a las elecciones, al funcionamiento de los parti-dos políticos (cuya actividad fue rehabilitada) y al régimen constitucio-nal. En los comicios que se prometían no habría proscripciones, es decir,no se excluiría al peronismo del juego político legal. Pero, para que estefinal del experimento autoritario de 1966 no terminara en un fracaso,para que no significara un salto al vacío, era necesario darle un sustentosólido. Se requería lo que las autoridades llamaron un «gran acuerdonacional», el GAN, como se lo va a nombrar en el lenguaje corriente, uncompromiso al que debían concurrir no solo los partidos, sino tambiénlas organizaciones corporativas y otras entidades de la sociedad civil.Todos –en primer término, peronistas y antiperonistas– debían hacer sucontribución y conceder algo. La propuesta del régimen militar de unanormalización institucional más o menos próxima parecía ir al encuen-tro de lo que solicitaban las fuerzas políticas agrupadas en «La hora delpueblo». Ahora bien, ¿qué haría ante este llamamiento quien era su grandestinatario, el general Perón, que se hallaba en el exilio y era la cabezadel mayor movimiento popular de la Argentina? ¿Cooperaría con el acuer-do? ¿Lo boicotearía? ¿Negociaría? En torno de estas cuestiones se abrióun juego de astucias que tenía dos grandes apostadores, uno en BuenosAires, el otro en Madrid.

    En Los libros todos éramos opositores al GAN, como lo era el con-junto de la izquierda radical en sus diferentes grupos y versiones. Noveíamos en esa propuesta más que una operación política destinada asacar del callejón a un régimen acorralado, al que minaban sus conflictosinternos y que buscaba un apoyo que no fuera solo el de las armas. Eltema de la democracia política nos dejaba fríos: ¿no sabíamos que esafraseología, aun en el mejor de los casos, solo estaba destinada a legiti-mar un cambio de forma en la dominación política? En fin, juzgamosque debíamos pronunciarnos, que la revista tenía que fijar una posturacrítica de carácter público. ¿Pensábamos que eso tendría efecto sobre lamarcha de las cosas? Hasta donde recuerdo, no era esa la clase de pre-guntas que nos hacíamos. La verdad es que no participábamos del juegopolítico ni influíamos en él, aunque lo creyéramos. El crédito que sehabía ganado Los libros remitía a otro espacio, el de la cultura intelectual,más específicamente, al lado izquierdo de esa cultura, que por entoncesya comenzaba a ser más ancho que el lado opuesto.

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    ¿Quién escribiría el artículo que haría expresa la oposición de larevista al GAN y a la intención política que le atribuíamos? Fui el desti-natario de ese encargo. Escribí con las lentes del grupo en el que milita-ba, el PCR, una pequeña organización maoísta cuyo rigorismo era in-versamente proporcional a su relevancia en la escena política. El textoque resultó dio lugar a una intensa y prolongada discusión dentro de laredacción, una discordia que nos tendría como principales protagonistasa Toto y a mí, aunque todos tomaran la palabra más de una vez a lo largode reuniones que duraban horas. El nudo de la divergencia estaba en eljuicio sobre Perón y su papel en el proceso político nacional que estabaen curso. ¿Quién era Perón según mis lentes sino un político burgués quetenía gran ascendiente sobre las masas y hablaba en nombre de ellas,pero que buscaba controlarlas y desviarlas del camino de la revoluciónsocial? La oposición de líder exiliado era una estratagema para negociarsu papel en la salida electoral que preparaban la cúpula militar y suscolaboradores civiles. Toto se oponía a ese enfoque y opinaba que larevista no debía publicar el artículo.

    No he vuelto a leer el artículo que escribí sobre el GAN. Solo séque en poco tiempo la realidad iba a tomar un curso que mostraría lainutilidad del pretendido análisis que contenía ese texto, un reflejo delizquierdismo infantil que me animaba. Saber, por otro lado, que las ré-plicas de la historia fueron más crueles para todos los grupos que habla-ban y actuaban en nombre de una izquierda que se quería menos librescay abstracta, más atenta al hecho nacional, no puede ofrecer consuelo másque a los estúpidos. Ahora, al pensar nuevamente en aquella discusión,me pregunto si no hubiera podido adoptar otra actitud que la de defen-der el artículo que había escrito. Sí, claro, puedo imaginarme hoy otrasactitudes, pero me doy cuenta de que para eso debo imaginar tambiénotro tiempo (no aquel que creíamos era el tiempo de la revolución), otravisión de la política, otra idea del compromiso cívico, otro yo.

    El artículo finalmente fue publicado. En la memoria me queda elrecuerdo de que Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo, que consideraban que eltexto no podía ser excluido, redactaron una especie de editorial en que-daban cuenta del debate, explicaban las razones para la publicación deltexto, aunque expresaban reservas sobre mis opiniones. Unas semanasdespués de la aparición de ese número de Los libros, Toto renunció a larevista. Miriam Chorne y Germán García lo harían no mucho después.Cada uno siguió su camino y a Toto lo dejé de ver por unos años. Sin élla revista perdió diversidad, se volvió monológica.

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    Nos volvimos a encontrar en 1981, en la ciudad de México, dondeestaba exiliado. Creo que fue en su casa y ya no recuerdo de qué habla-mos, pero sí de que era el Toto de siempre –acogedor, de conversaciónlibre y animada–. Para entonces ya había iniciado la valerosa y moral-mente exigente reflexión sobre la cuestión de los derechos humanos queiba a distinguirlo en el debate argentino. Al llevarla adelante, como seña-ló Sergio Bufano en oportunidad de la muerte de Schmucler, se sobrepo-nía a la pérdida de un hijo que había desaparecido bajo la última dictadu-ra militar. Escribió Bufano en Perfil: «Fue el primero, el más lúcido. Enoctubre de 1979 publicó en la revista Controversia, editada en el exiliomexicano, un texto en el que interrogaba ‘¿Los derechos humanos sonválidos para unos y no para otros? ¿Existen formas discriminatorias demedir que otorgan valor a una vida y no a otra?’ […] En las reunionessemanales de Controversia, sus meditaciones nos dejaban sin aliento».Parafraseando un poco a Toto diría que, gracias a la reflexión que abrióen el exilio y que ya no cesaría, estamos hoy menos ciegos, menos mu-dos, menos insensibles.

    Nos volvimos a ver en Buenos Aires en diferentes sitios y ocasio-nes. Cuando ya de regreso en Córdoba se hallaba al frente de la revistaEstudios, me invitó a participar de una mesa en que se evocaría el Cordo-bazo. Recuerdo cuánto me emocionó estar sentado a la misma mesa conquienes habían sido actores y dirigentes de aquella jornada de 1969. Hacepocos años, César, organizaste en la Universidad de Córdoba un colo-quio sobre culturas políticas en la Argentina al que me invitaste para quehablara de la cultura comunista. Entre los asistentes estuvo Toto, conquien proseguimos, como recordarás, la conversación sobre el tema du-rante la cena. Fue la última vez que lo vi.

    Te mando un cordial saludo.

    Carlos Altamirano

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    Héctor «Toto» SchmuclerEl Maestro, las carreras de Comunicación

    y los ideales

    Alicia Entel

    No me caracteriza ser vueltera. Pero la escritura de este texto cos-tó. Involucraba muchos recuerdos, sentimientos, proyectos políticos,porque para algunos de nosotros recordar a Toto – como lo hemos lla-mado siempre – es también recordar una época de ideales, utopías detransformación social, muertes. Renaceres con pesadas mochilas de his-torias dolidas a cuestas. Pero renaceres potentes a pesar de todo. De esovoy a hablar en estas líneas, y también de debates, contradicciones, olvi-dos para seguir viviendo.

    Como en una nube

    Era principios de los años 70. La vida en la Facultad de Filosofía yLetras de la UBA no era apacible. Como estudiantes habíamos logradoactivar, en la carrera de Letras, algunas cátedras paralelas, por ejemplode Literatura Argentina con Noé Jitrik (un barbudo profesor atípicopara la época) y Literatura Inglesa con Jaime Rest (el feo más inteligen-te que conocí). Pero la vida universitaria no terminaba allí, la militanciapolítica ocupaba parte importante y una muchachada inquieta de prove-niencia de izquierda descubríamos que todo lo que nos habían dicho nues-tros padres– incluso progres– del peronismo eran rotundas mentiras.Activar en el peronismo era acercarse a los barrios populares, trabajarjunto con los más vulnerables, colaborar para que la vida no les resultaratan tremenda. Y también era cotidiano debatir en la Universidad acercade lo que imaginábamos como proceso transformador en y para Améri-ca Latina. Para ese tiempo se trataba de un peronismo nuevo que resca-taba la resistencia, las cátedras nacionales y el socialismo como meta.Para ese tiempo también– aun sin entenderlo a los 19 ó 20 años– era

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    bastante común al menos en la Universidad discutir textos de Marx, dia-logar con otros de Cooke

    O repetir Martha Harneker casi de memoria. A lo que en mi casode Letras, pasar de padres que sólo habían hecho la primaria a leer elEdipo en griego, era un esfuerzo descomunal pero inolvidable. Lo ciertoes que, en medio de esta oleada intelectual, el país y nosotros como mi-litantes comenzamos a vivir el sueño de creer que la revolución estaba ala vuelta de la esquina. Con la consigna «Cámpora al gobierno, Perón alpoder», cantidades de jóvenes hicimos de la militancia un modo de vida.Y en ese 1973, asumía en la carrera de Letras como director el poetaPaco Urondo. Algunes –como se diría hoy– lo ayudamos a cambiar ellargo, «europeizante» y enciclopédico Plan de estudios. Ahí aprendí ahacer planes de estudio, tarea que no dejé de hacer, aunque con síncopase interrupciones nefastas como la de la última dictadura, durante el restode la vida. Activar políticamente en el territorio, tratar de que mejore laUniversidad con nuevas figuras y pensamiento crítico y hacer docenciabásica se conjugaban sin contradicciones. Ah, y también, en lo posiblehacer periodismo. Un día, en medio de tanto fárrago y compartiendoactividad política, conocí a una pareja: ella semióloga y él de Letras peromuy estudioso de los medios. Y las tecnologías. Sabía que habían venidode Paris donde habían atravesado la experiencia del Mayo Francés, queél había estudiado en Córdoba y que en esos tiempos estaba pergeñandocon un amigo de Chile una revista sobre Comunicación y Cultura. EraHéctor Schmucler alias el Toto.

    Cuando se cuentan los tiempos de la primavera camporista pareceque hubiera sido por lo menos una década y no los pocos meses queduró. Se trataba de unos tiempos de enorme intensidad, trabajo, mili-tancia, cierto fervor y miedos. Porque una sombra acechaba de modopermanente cada uno de nuestros pasos. En ese breve lapso la amistadcon Toto tuvo un doble rango. Admiraba su capacidad como profesor ylo respetaba por su actitud amplia en la tarea y responsabilidades demilitante junto a muchos de nosotros más jóvenes con dudas, contradic-ciones. Un acontecimiento bastante especial y muy recordado fue el cur-so de verano que dio junto con Armand Mattelart en la Facultad de Filo-sofía y Letras situada, entre otros edificios, en el viejo hospital de Clíni-cas, hoy Plaza Houssay agredida por un Mac Donalds, verdadero asconeocolonial. Para escuchar el curso había que subir cuatro pisos por esca-lera y se llegaba a un aula muy grande estilo anfiteatro. Allí el profesorSchmucler con cierto tono gramsciano, y con la presencia de su amigo

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    Armand, daba su curso sobre cómo las grandes corporaciones y los cam-bios tecnológicos aplicados a los medios estaban produciendo verdade-ros estragos a cualquier posible comunicación democrática en AméricaLatina. Mattelart ya había escrito acerca de estas cuestiones en Chiledesde 1970, especialmente en las revistas del CEREN (famoso Centrode estudios de la Realidad Nacional de la Universidad Católica de Chileque editaba los Cuadernos de la Realidad Nacional). Y además en juliode 1973 salía en Santiago de Chile el N°1 de la revista Comunicación yCultura cuyos editores eran Hugo Assmann, Armand Mattelart y Héc-tor Schmucler y cuyo objetivo central consistía en (analizar) «la comuni-cación masiva en el proceso político latinoamericano». Pero más allá delos conocimiento que tenían los integrantes del famoso seminario deIntroducción a los Medios de Comunicación Masiva, no sólo el tema seposicionaba como una novedad en la carrera de Letras sino que la acti-tud, impostura y palabras de sus integrantes traían fenómenos y expe-riencias que no habían entrado antes en la Academia o que lo habíanhecho subsidiariamente con el nombre de Fenómenos Literarios Masi-vos pero nada se decía de la vida material de los mismos.

    También pertenecía a esa cátedra Introducción de los Medios deComunicación Masiva. Heriberto Muraro quien en 1971 había escrito elfascículo El poder de los medios de comunicación de masas para el Cen-tro Editor de América Latina, y por los comienzos de 1974 editaría sulibro Neocapitalismo y comunicación de masas en EUDEBA. Decimos estoporque una peculiaridad de Toto era saber rodearse de muy buenos inte-lectuales y ejercer un liderazgo –que hoy llamaríamos positivo– en susequipos de trabajo. Recordemos, además, que la «nueva» carrera de Le-tras había invitado también a dictar clase, entre otros, al profesor AníbalFord quien ideó la materia «Proyectos político-culturales».

    A partir de los seminarios iniciales el tema de la Comunicación deMasas llegó a tener tanto interés que se pensó en crear un Área de Co-municación Social en el mentado nuevo plan de la carrera de Letras. Suconcreción fue rápida, pero también fue rápido el desmoronamiento detodo el proyecto. A poco tiempo de asumir la dirección había renunciadoPaco Urondo para dedicarse por completo a la labor política que entra-ñaba clandestinidad. El 1 de julio de 1974 la muerte del General Perónmarcó un antes y un después para muchos aspectos de la vida socialargentina. Lo cierto fue que en agosto de 1974 por disposición del Mi-nistro de Educación y Justicia, Oscar Ivanissevich, asumió el rectorado-intervención de la UBA Alberto Eduardo Ottalagano. Al poco tiempo,

    Alicia Entel / Héctor «Toto» Schmucler. El Maestro, las carreras de Comunicación...

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    gran parte de los profesores de la UBA que habían tenido mirada pro-gresista o participació