una vida sin honor

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Una vida sin honor Imaginia A madre se la llevó la pena. Con ella se fue una vida forjada en la agonía y la tristeza y se quedó una desagradable sensación de soledad. Más allá de los dos años en los que padre estuvo con nosotros, y de los que no tengo recuerdo alguno ya que apenas era un bebé, la noción de existencia que siempre tuve se limitaba a las vivencias entre madre y yo. Si acaso Mario pudo jugar un papel quizá próximo a lo familiar, pero nunca ninguna de las dos lo imaginamos en la figura de marido o padre. Mario simplemente fue un personaje ajeno a nuestro mundo, pero al mismo tiempo el único lazo que nos unía a la realidad de una sociedad ante la que siempre estuvimos de espaldas. Madre vivió marcada por la desgracia. ‘El tiempo me ha hecho tantas heridas, que si me dieran la oportunidad de volver a nacer la rechazaría sin dudarlo’ acostumbraba a repetirme cada vez que la vida le ponía una zancadilla. Y le puso muchas, pero siempre se negó a admitirlas en su rostro o actitud. Su cara siempre se esforzó por transmitir alegría, pese a que la colección acumulada de éstas con el paso de los años no le diera ni para rellenar la palma de una mano. Ni siquiera en el día de su muerte se permitió aparentar debilidad. La última vez que la besé, justo antes de que el padre Herminio la encerrara en un humilde ataúd para siempre, intuí en ella una leve sonrisa, como si estuviera feliz por dejar atrás una época de calamidades y disgustos. Mario, la única persona que nos acompañó en el último adiós, me dijo que había tenido esa misma sensación poco después de echarme el brazo por encima de mis hombros para iniciar la vuelta a casa. De regreso a la rutina sin madre, Mario largó una frase que me hizo recuperar el ánimo por unos segundos.

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Relato presentado al concurso organizado por La Republicana en diciembre de 2011. El texto aparece tal y como lo presenté, sin correcciones, para recordarme que no se pueden hacer las cosas tarde y con prisas...

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Page 1: Una vida sin honor

Una vida sin honorImaginia

A madre se la llevó la pena. Con ella se fue una vida forjada en la agonía y la tristeza y se quedó una desagradable sensación de soledad. Más allá de los dos años en los que padre estuvo con nosotros, y de los que no tengo recuerdo alguno ya que apenas era un bebé, la noción de existencia que siempre tuve se limitaba a las vivencias entre madre y yo. Si acaso Mario pudo jugar un papel quizá próximo a lo familiar, pero nunca ninguna de las dos lo imaginamos en la figura de marido o padre. Mario simplemente fue un personaje ajeno a nuestro mundo, pero al mismo tiempo el único lazo que nos unía a la realidad de una sociedad ante la que siempre estuvimos de espaldas.

Madre vivió marcada por la desgracia. ‘El tiempo me ha hecho tantas heridas, que si me dieran la oportunidad de volver a nacer la rechazaría sin dudarlo’ acostumbraba a repetirme cada vez que la vida le ponía una zancadilla. Y le puso muchas, pero siempre se negó a admitirlas en su rostro o actitud. Su cara siempre se esforzó por transmitir alegría, pese a que la colección acumulada de éstas con el paso de los años no le diera ni para rellenar la palma de una mano. Ni siquiera en el día de su muerte se permitió aparentar debilidad. La última vez que la besé, justo antes de que el padre Herminio la encerrara en un humilde ataúd para siempre, intuí en ella una leve sonrisa, como si estuviera feliz por dejar atrás una época de calamidades y disgustos. Mario, la única persona que nos acompañó en el último adiós, me dijo que había tenido esa misma sensación poco después de echarme el brazo por encima de mis hombros para iniciar la vuelta a casa.

De regreso a la rutina sin madre, Mario largó una frase que me hizo recuperar el ánimo por unos segundos. “Sólo tuvo una cosa de la que sentirse tremendamente orgullosa, tú. Y tengo la certeza de que siempre tuvo muy presente aquella satisfacción durante el resto de sus días”. Luego los dos dejamos que esa frase nos acompañara hasta casa sin distraernos en otros asuntos o divagaciones.

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Josefa Ribas Riera, madre, jugó al escondite con la muerte desde temprana edad. Su venida al mundo supuso la despedida de la abuela. Fue el abuelo quien se encargó de sacarla adelante y a ello dedicó seis años de su vida, antes de que la guerra los separara para siempre. Los milicianos que invadieron el pueblo se lo llevaron preso. Apenas tuvo tiempo de esconder a Josefa en casa de unos vecinos afines a la ideología de los milicianos invasores. Tengo la certeza de que en aquel momento el abuelo moriría por dentro de asco y vergüenza, pero era la única forma de asegurarle un futuro incierto a su hija.

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Madre nunca me habló en exceso de aquel instante. No lo recordaba en profundidad y tampoco tenía ganas de hurgar en aquella profunda herida que nunca curó. Como único recuerdo, el abuelo le dejó una carta en la que proponía una hoja de ruta para el futuro en el caso de que no regresara. Y nunca lo hizo. Madre fue criada por aquellos enemigos íntimos. No llegaron a despreciarla por completo ya que tenían un mínimo sentido de la caridad, pero jamás llegaron a tratarla como una hija ni le concedieron ninguna oportunidad. Con 16 años decidió dejar atrás aquella vida de indiferencia y marchó en busca de una vida mejor. O al menos una vida.

Fue entonces cuando ejecutó el plan que el abuelo le había descrito en su carta de despedida. Una carta que leyó miles de veces durante su infancia y que siempre mantuvo al margen de ojos ajenos. Antes del fatal día, el abuelo le había colocado el dinero que pudo reunir y algunas pertenencias de cierto valor en un hoyo a diez pasos de distancia en dirección norte del chopo que tenían en el jardín de la que un día fue su casa. La guerra y sus gentes no respetaron la propiedad privada y pronto la casa fue ocupada por otras personas pocos días después de que se llevaran al abuelo. Madre gastó muchas noches de su infancia planeando cómo entrar a recuperar sus pertenencias y gastó muchas tardes en estudiar cualquier tipo de cambio que observaba en el jardín de la que un día fue su casa.

Llegado el momento, preparó un pequeño equipaje con sus escasas pertenencias y salió cuando ya mandaba la luna. Tras comprobar que en su antigua casa no existía peligro alguno a la vista, saltó la valla del jardín como tantas otras veces lo había hecho en su juventud y buscó en la tierra hasta encontrar la herencia que el abuelo le había reservado. Cumplida aquella última tarea, abandonó el pueblo que la había visto crecer y se dirigió a una localidad vecina por un camino de tierra que, pese a la oscuridad, conocía de sobra. El alma se le encogió a cada paso. No estaba segura del importante paso que estaba dando en su vida y, además, tenía miedo de toparse con algún saqueador en la hora y media de caminata nocturna. Alcanzado su destino, se dirigió a la estación de tren y compró un billete para el primer viaje con destino hacia el sur con más de 500 kilómetros de distancia. Quería poner mucha tierra de por medio.

No le costó hacerse una nueva vida en aquel nuevo punto de partido. Madre alquiló una humilde habitación a una entrañable viuda y logró emplearse en las diferentes labores del campo. Nunca dio explicaciones a nadie sobre su pasado. En realidad no tuvo excesivo trato con demasiadas personas, su única confidente fue aquella viuda amable que llegó a convertirse en lo más parecido a una madre, pero ni siquiera a ella madre le contó sus penas del pasado. Volver a empezar de nuevo y olvidar lo pasado así lo exigía.

Con los humildes ahorros que el abuelo le dejó y el dinero que fue ganando en amplias jornadas de trabajo cuidando animales, arando tierras y recogiendo diversas frutas y hortalizas, la posición económica de madre se fue elevando. Nunca tuvo grandes sumas, pero su austera vida de soltera le permitía ir haciendo montón en busca de cumplir un sueño. Escalar un peldaño más en esa búsqueda de una vida mejor.

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A los 22, madre emigró a la capital de provincia. Quería explorar lo que era sentir en una gran ciudad y buscar en ella nuevos horizontes y posibilidades. Allí se instaló en una humilde pensión. “El mayor error que cometí en mi vida” se lamentó varias veces en presencia mía. Encontró diversos trabajos como cocinera o ayudante de varias modistas. Y también encontró a Abel, un joven apuesto que acabó arruinando su vida.

Madre, inexperta en el amor hasta entonces, no tardó en entregarse por completo a un hombre de escasos estudios. Ocho meses después de su primer encuentro, ya vivían juntos en un humilde piso en las afueras cuyos gastos afrontaba madre a la espera de que Abel encontrara un oficio. Pese a la desventaja, madre tomó aquel primer periodo como uno de los mejores momentos de su existencia. Abel parecía un joven atento y servicial. La colmaba con flores, la adornaba con piropos que nunca antes había escuchado y sabía cómo hacerla feliz pese a sus ausencias en momentos que madre consideraba importantes.

Todo cambió el día que madre le comunicó que ocho meses después yo iba a entrar en escena. Abel se volvió violento, insultaba y maltrataba a madre a cada instante y era capaz de pasar dos o tres semanas fuera de casa pese al sufrimiento y los dolores físicos que mi llegada le supusieron a madre. A su regreso, muchas veces parecía que la situación iba a cambiar, pero llegado un punto todo retornaba a las situaciones violentas y las poesías de desamor que él le dedicaba. Intentó convencerle de que mi nacimiento no cambiaría nada, que los tres podrían salir adelante pero a los apuros económicos que el hogar empezaba a sufrir por la falta de aportaciones de Abel y que yo supondría una bendición. Pero él nunca lo entendió. Cuando madre estaba de seis meses, un día encontró una nota en la mesilla de su habitación al regresar del trabajo. Abel se había marchado, dejándola sola frente a la gran aventura de su vida.

Aquel fue el golpe definitivo para madre. Y pudo serlo para mí. Madre gastaba las horas llorando, no lograba dormir ahogada por la pena. La merma física fue en aumento por las exigencias de su trabajo. Mucha gente comentaba que no parecía que madre estuviera embarazada por su extrema delgadez. La tez alcanzó un punto sin retorno en la palidez y el pelo se le tornó débil y canoso. Su retroceso físico alcanzó un punto en el que se desmayó en plena calle una mañana cuando se dirigía a su puesto de trabajo.

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Mi último mes de embarazo lo pasó madre en la cama de un hospital. Tal era su agotamiento que apenas era capaz de tenerse en pie, así que tras el desmayo ya no la dejaron salir del hospital hasta que diera a luz y recuperara las fuerzas, el ánimo y el espíritu. “Tu hija corre serio peligro”, le advirtieron en cada ocasión en la que hacía ademán de plantearse un regreso prematuro a casa.

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En cierta medida, Mario tiene buena parte de culpa de que yo lograra alcanzar este mundo. Fue él quien más se preocupó por mi madre, quien más la cuidó y pasó con ellas las horas que dejaron vacías las ausencias de un abuelo para entonces ya fusilado y el peso de una larga saga de hijos únicos en la familia de madre. Lo hizo pese a los desprecios de madre, que tras el reciente episodio sufrido con Abel no quería saber nada del género masculino al completo. Años después, madre recordaba algo avergonzada el terrible trato que le dispensó a aquel enfermero que acababa de colocarse en el hospital tras finalizar sus estudios. Allí Mario demostró perseverancia y mucha bondad, ya que seguramente cualquiera en su lugar hubiera abandonado a madre a su suerte.

Pese a las dificultades, alcancé el mundo un 5 de junio en perfecto estado. Madre y yo aún tuvimos que pasar un par de semanas más en el hospital mientras ella se reponía al completo y recuperaba todas sus fuerzas. Fue un paso acertado, ya que después se le vinieron encima numerosos problemas. Madre perdió su trabajo y tuvo que hacer frente de golpe a los retrasos que habían generado su estancia en el hospital en lo referente al alquiler de su casa. A todo ello se unió los numerosos gastos que yo le generaba y la importante merma que había provocado en su economía la decisión de irse a vivir con Abel. Cinco meses después, madre seguía sin trabajo, debía un mes y medio al casero y había perdido por completo la moral. Mario había pretendido ser un apoyo durante aquel tiempo. Visitaba a sus mujercitas, como él las llamaba, a menudo, les daba comida y ayudaba a madre con algunas tareas del hogar, pero no era un hombre de posibles así que no podía ayudar en exceso ante los problemas económicos.

La penuria obligó a madre a tomar la decisión de regresar a la habitación en la que pasó sus años de juventud con la viuda, con la que nunca llegó a perder el contacto. Ella ya le había alertado sobre los peligros de dar el paso de irse a vivir con Abel, pero madre no quiso hacerle caso. “Si algún día algo sale mal, ten presente que en mi casa siempre habrá una habitación para ti” le dijo días antes de embarcarse en su frustrada aventura con Abel. Así, en su peor momento decidió recoger ese guante y regresar al abrigo de aquella entrañable mujer. Sin embargo Mario le hizo cambiar de idea. Siempre servicial, le propuso a madre que ambas fuéramos a vivir a su casa, propuesta que madre acabó aceptando no sin cierto recelo. En el fondo, no quería perder la vida en la ciudad, una de las pocas cosas que la hacían feliz.

Madre, sin embargo, puso sus condiciones. El revés sufrido con Abel y el hecho de que Mario siempre le hubiera mostrado unas ciertas intenciones amorosas, le llevaron a exigir que ambas dos pagaríamos por vivir en casa de Mario. Fue como una forma de situar entre Mario y ella, ganar una pequeña independencia y libertad en un escenario que madre tenía bien claro tras haberse jurado a sí misma que nunca más volvería a compartir vida y sueños con un hombre. A Mario no le gustó la idea, pero acabó aceptando ya que comprendió que era la única posibilidad de no perdernos para siempre. Madre vendió las pocas pertenencias que tenía para afrontar los primeros pagos de aquel extraño alquiler antes de volver a encontrar otro trabajo. Vendió incluso aquel retrato suyo que se hizo semanas después de haber iniciado su convivencia con Abel. En él se la veía flamante y orgullosa, convencida de iniciar una nueva vida de

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felicidad dejando atrás duros momentos y una exigente vida en el campo. Un coleccionista de antigüedades pagó una buena cantidad por él. Con el dinero que obtuvo, y el que fue ganando tiempo después en sucesivos trabajos, madre y yo compartimos morada con Mario hasta que madre dejó este mundo con la pena de no haber podido regalarse una casa en solitario para nosotras dos.

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Tras la muerte de madre, abandoné la casa de Mario. Entendí que mi tiempo allí había llegado a su fin ya sin madre. Entre ambos me habían podido proporcionar unos estudios y había logrado colocarme como secretaria, lo que por entonces me otorgaba una cierta independencia. Mario intentó retenerme, como tiempo atrás lo hizo con mi madre, pero entendió que la situación ahora sí exigía un cambio. Fue doloroso para los dos.

Meses después, Mario vino un día a buscarme a mi nueva casa. Se le notaba acelerado e ilusionado al mismo tiempo. Me dijo que al siguiente fin de semana ambos iríamos de viaje a un destino que no pensaba revelarme y no me dejó opción de eludir el plan. El sábado a primera hora vino a buscarme y ambos cogimos un tren con destino a Zaragoza. En todo el trayecto no me quiso decir la razón de aquel inesperado viaje. Una vez allí caminamos hasta un bar de nombre La Republicana y me preguntó si estaba preparada para ver algo sorprendente. Yo no entendía nada. Mario me hizo cerrar los ojos y me llevó hasta una zona del local en la que había unas escaleras que llevaban hacia un lugar que yo desconocía.

Alcanzados ese punto, me dijo que abriera los ojos. Tras un momento de aturdimiento, comprendí que el extraño motivo de aquel viaje estaba justo encima de esas escaleras. La emoción me embargó por completo y me entregué a las lágrimas al menos diez minutos. Pasado ese rato, un camarero que parecía haber observado toda la escena se me acercó preocupado.

-¿Qué le pasa señorita?

-Esa del cuadro… Es mi madre. Posa con el orgullo que le faltó en vida. Y lo que es mejor, al fin alguien la tiene situada con los honores que nunca recibió.