una pedagogía de la compasión - gustavo j. magdalena

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Página | 1 Una pedagogía de la compasión/Gustavo J. Magdalena

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Una Pedagogía de La Compasión - Gustavo j. Magdalena.

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Una pedagogía de la compasión/Gustavo

J. Magdalena

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“En 1968, Philip K. Dick publicó una novela de ciencia-ficción

con un título inquietante (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), en la que Ridley Scott inspiraría en 1982 su

película Blade Runner. El relato gira en torno a un grupo de

androides, virtualmente idénticos al ser humano, a los que llamó

‘replicantes’, superiores en fuerza e iguales en inteligencia a los

ingenieros genéticos que los habían creado, pero utilizados

como esclavos en la peligrosa colonización de otros planetas.

Tras un motín en Marte, los ‘replicantes’ buscan refugio en la

Tierra, donde son declarados ilegales y perseguidos por

patrullas policiales especiales, las unidades blade runner” (C.

Feixá, “Generación replicante”, diario El País, 18 de septiembre

de 2009).

A partir de esta historia, Feixá se pregunta si los adolescentes

del siglo XXI no son “replicantes” y sufren —en mayor o menor

medida— del “síndrome blade runner”. En una época de fusión,

donde cuesta percibir la diferencia entre lo real y lo virtual,

donde el trabajo y el tiempo libre tienen desdibujados sus

límites, nuestros adolescentes lucen como híbridos:

— programados para las nuevas tecnologías, pero sin memoria;

— con el mundo a su alcance, pero sin ser dueños de sus

destinos;

— con gran versatilidad intelectual (saben más que los adultos

en varios campos) pero con una inmadurez que rehúye toda

responsabilidad.

El adolescente aumenta su tendencia a la autoprotección, al

refugio personal y grupal en el mundo que construye para sí, a

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la búsqueda de lugares o espacios placenteros (la play, el

alcohol, el boliche…). Feixá señala que en la adolescencia

actual el impasse se vuelve permanencia, “un sueño del que

cuesta despertar”.

Frente a este panorama, los adultos oscilamos entre la

condescendencia (que les permite, o al menos les tolera, todo o

casi todo) y la condena, muchas veces generalizada y sin

matices: “Cada vez son más los adultos, incluso algunos de los

que se dedican al estudio de la juventud, que no salen de su

desconcierto frente a unos jóvenes que se les antojan cada vez

más complejos, cada vez más herméticos”, escribió Juan María

González-Anleo en la revista española Vida Nueva. El autor

explica que hay cuatro razones, no siempre concurrentes, por

las cuales aumenta el desconcierto adulto frente a los jóvenes

de hoy: la imagen esquizofrénica que recibimos de los medios de

comunicación, la percepción del joven como permanente

amenaza, la concepción del joven como víctima y la protección

que los jóvenes hacen de sus mundos.

Ni la condescendencia ni la indiferencia ni la condena son

educativas, por lo que vale la pena volver a preguntarnos —y

nunca dejar de hacerlo— cómo podemos ayudar a los jóvenes

para que se conviertan en personas autónomas, libres y

ciudadanos responsables.

En mi libro El espíritu del educador señalaba que “una

educación integral supone favorecer el crecimiento de

habilidades sociales y de aquellos aspectos personales que

hacen a la socialización. El fin de la buena educación no se agota

en la preparación de hombres y mujeres competitivos para el

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mercado, sino que es auténticamente integral cuando impulsa a

cada individuo al servicio, al cuidado del prójimo y del bien

común. La apertura hacia quienes nos rodean, la preocupación

por el destino de la comunidad, el deseo de aportar el talento

propio para el progreso y la equidad de una nación y del mundo,

forman parte de las metas irrenunciables que toda educación

que se precie procura favorecer en sus alumnos”. La educación

de la sensibilidad y el ejercicio de la compasión son pasos

imprescindibles para la construcción de una vida plena, aun

cuando muchos perciban que los jóvenes “no tienen ganas de

hacer proyectos de vida” (1), dato que debe tenerse muy

presente a la hora de elaborar acciones educativas.

INSUFICIENTE EDUCACIÓN EN VALORES

El paradigma academicista no alcanza para la formación de las

nuevas generaciones. Desde la década del ‘80 se han

desarrollado diversos programas que pueden agruparse en la

llamada “educación en valores”, un concepto lo suficientemente

amplio y atractivo como para cobijar las expectativas de una

formación más allá de las asignaturas. Sin embargo, parece que

tales esfuerzos no alcanzan para brindar una auténtica

educación integral. La educación en valores, seguramente

influenciada por la teoría de Kohlberg sobre el desarrollo

moral, ha confiado excesivamente en las capacidades cognitivas

de los individuos para la toma de decisiones morales. Al

trasladarse a la vida cotidiana de las instituciones educativas,

estos esfuerzos terminaron convirtiéndose en un contenido más,

que se estudia, se repite y se deja arrinconado en algún lugar

del intelecto.

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Este resultado es perfectamente lógico si comprendemos que

“los valores son un conjunto de conceptos o abstracciones sobre

lo que consideramos correcto. Si para los adultos es a veces

difícil comprender la manera cómo esos conceptos se traducen a

las acciones cotidianas, para los niños y jóvenes debe serlo aún

más. Para que la educación en valores sea efectiva, es necesario

llevar esas abstracciones a las interacciones sociales que

ocurren en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana en

comunidad” (2). Un individuo puede conocer mucho de valores

y no actuar virtuosamente. Los ejercicios intelectuales, en sí

mismos meritorios, no alcanzan para educar los

comportamientos.

ÉTICA DEL CUIDADO, FORMACIÓN DE VIRTUDES

En el informe Delors (1996), la UNESCO señalaba que uno de

los aspectos fundamentales para la educación del nuevo siglo es

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aprender a vivir juntos, lo cual nos exige comprender mejor al

otro, comprender mejor el mundo y, a partir de ahí, crear un

espíritu nuevo que impulse la realización de proyectos comunes

o la solución inteligente y pacífica de los inevitables conflictos.

Aprender a vivir juntos supone algo más que desarrollo de

conocimientos.

Esta sensación de insatisfacción hizo cobrar fuerza a la “ética

del cuidado”, que afirma que los sentimientos son la base del

comportamiento moral. Sus principales autores enfatizan que

para enfrentar los conflictos morales que surgen en la

interacción con los demás y alcanzar una vida digna, es

necesario desarrollar sensibilidad para comprender las

necesidades humanas particulares en un contexto específico, y

responder actuando de manera que se busque el bienestar de

los otros y de sí mismo. Es decir que para hacer justicia se

requiere atender de manera sensible a las expresiones de los

otros, y a partir de esa habilidad de comprender al otro,

responder de manera pertinente y justa.

La ética del cuidado se sustenta en el principio de que los seres

humanos actuamos bien por la emotividad y por nuestros

sentimientos, más que por el saber. Y en el fondo no hace otra

cosa que remitirnos al clásico concepto de virtud, sin el cual los

valores solamente reflejan un acto intelectual sin encarnación.

Es bueno que recordemos y traigamos a nuestra práctica

pedagógica el concepto de virtud como hábito operativo que

ordena rectamente y que mejora a la persona. Para los

cristianos esto se logra desarrollando la virtud más importante,

el amor, por el cual el otro no solamente es un semejante sino un

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hermano, el rostro de Dios en mi vida. No sólo comprendo, sino

que siento con el otro y por el otro.

LA PEDAGOGÍA DE LA COMPASIÓN

Tenemos que educar la sensibilidad de los alumnos dentro de lo

que llamo pedagogía de la compasión, un elemento central y

decisivo. Compadecerse significa “compartir la desgracia ajena,

sentirla, dolerse de ella”. En el libro antes citado afirmé que “la

compasión supone compartir, asumir el dolor y acompañar a

quien sufre. Es por lo tanto una toma de posición de toda la

persona. No es un ejercicio intelectual ni una disquisición

filosófica o política, aunque no las descarta ni las anula”.

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Uno de los referentes de la ética del cuidado, Nel Noddings, ha

señalado que existen cuatro componentes pedagógicos para

favorecer las relaciones de ese tipo en la escuela:

— Modelar: El primero que debe dar ejemplo en las habilidades

de cuidado es el propio docente: el manejo de las emociones, la

comunicación y el reconocimiento de la responsabilidad de las

propias acciones. Esto exige del docente auto-observación y

reflexión continua sobre sus prácticas de relación. El educador

se compadece de un alumno con dificultades intelectuales y le

brinda apoyo especial y nuevas oportunidades, por ejemplo.

— Dialogar: para constatar la pertinencia de las propias

acciones. Conocer y comprender al otro, aprender de sus

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intereses, expectativas, dificultades. Y, por supuesto, aprender

a escuchar, tópico prácticamente inexplorado en la propuesta

escolar tradicional.

— Practicar: poner en acción sus habilidades de cuidado. La

primera de ellas es la resolución de conflictos: enseñar que el

conflicto es inevitable, pero que se puede manejar. Aprendizaje

en conciliación, toma de decisiones, cómo entender al contrario,

cómo amarlo, para juntos construir un mundo mejor.

— Confirmar: afirmar y estimular lo mejor de cada uno. Actitud

de confianza del docente.

La pedagogía de la compasión no es una simple técnica para el

manejo de grupos o para solucionar problemas, sino que puede

transformar la manera en que se relacionan los alumnos. El otro,

el semejante, no es un accidente en nuestra vida, sino parte

necesaria de ella. A partir del reconocimiento del otro, la

pedagogía de la compasión debe favorecer el desarrollo de las

cualidades para compartir, entre ellas la sensibilidad, para

captar riquezas, debilidades, matices, estados de ánimo,

posibilidades, situaciones de vida. También debemos cultivar en

nuestros alumnos la atención, para “saber leer” lo que le pasa al

prójimo. Por último, desarrollar el compromiso personal con el

otro, lograr que cada alumno se pregunte “qué puedo hacer por

el que sufre”.

El tercer paso es descubrir que el sufrimiento de los demás no

me es indiferente, que cada uno tiene algo que hacer y decir

frente al sufrimiento del prójimo. Entra a jugar el concepto de

necesitado, de pobre. El pobre no es una idea romántica, sino un

ser humano que sufre y sobre el cual se tiene que volcar la

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compasión de sus semejantes, acompañarlo, procurar colaborar

frente a su dolor. El pobre es aquel que sufre, aquel que debe

motivar la compasión de sus pares. Puede ser un compañero

aislado o burlado, un hermano incomprendido, un padre

abatido, un mendigo abandonado, un desempleado, un

marginado por un sistema insensible. La pedagogía de la

compasión desemboca en el servicio hacia el pobre, que es

entrega generosa y que se expresa a través de experiencias

concretas y progresivas.

De esta forma, la educación cumple con su función de

humanización. Ya en el Génesis se plantean las dos preguntas

antropológicas más importantes: ¿quién es el hombre? y ¿quién

es mi prójimo? Estas preguntas, que encierran las dos grandes

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preocupaciones de toda persona, se vuelven a pronunciar cada

día en cada escuela. Y se responden cada día y en cada escuela.

La primera pregunta fue respondida por el propio Dios en su

acto creador: “hizo al hombre y a la mujer a su imagen y

semejanza”. La segunda pregunta, en cambio, la hizo el propio

Dios: “Caín, ¿dónde está tu hermano?”. Sabemos la respuesta de

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Caín, repetida hasta el hartazgo a lo largo de la Historia y

actualizada por la indiferencia, el individualismo y el desinterés

por el prójimo. La pedagogía de la compasión procura que la

respuesta al interrogante divino que podamos dar docentes y

alumnos sea “aquí, conmigo”. Por ello el papa Francisco insiste,

desde la homilía de la misa del inicio de su ministerio, en que

todos “seamos custodios de la creación, del designio de Dios

inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio

ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte

acompañen el camino de éste mundo nuestro”.

CONSTRUIR COMUNIDAD

Procuremos que en nuestros espacios se favorezca el

conocimiento mutuo, que sea posible que cada uno se exprese

con libertad y reconocimiento, se suscite trabajo en

colaboración y se generen ámbitos donde prevalezca el respeto

y la ayuda. Porque de esa forma los alumnos perciben

reconocimiento y se genera en ellos un fuerte sentido de

pertenencia (y compromiso) a una comunidad.

Enseñar a ser compasivos es uno de los mayores desafíos para los

educadores de hoy. Nuestra cultura es de agitación y vibración

emocional, pero también de aislamiento, superficialidad e

insensibilidad. Me atrevo a decir que si los educadores no

formamos hombres y mujeres llenos de compasión será imposible

esperar una sociedad más justa, solidaria y fraterna.

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NOTAS: (1) Cf. M. Maffesoli, “El futuro ya no moviliza energías”

(En: Clarín, Revista Ñ, 26 de septiembre de 2009).

(2) B.Daza (2009), “Ambiente del aula: ética del cuidado y disciplina

positiva” (En: Educación en valores y ciudadanía desde una perspectiva cotidiana, Bogotá: Instituto para el Desarrollo y la Innovación Educativa, p.

31.

[Artículo publicado en revista Criterio de Argentina,www.revistacriterio.com.ar]

http://www.miradaglobal.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2514%3Auna-pedagogia-

de-la-compasion&catid=30%3Asociedad&Itemid=34&lang=es

[30/05/2014]