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319 UN QUIJOTE QUE LLORA: MELANCOLÍA Y LÁGRIMAS EN EL CUADRO DE URBANO LUGRÍS FRANCISCA GARCÍA JÁÑEZ I.E.S, A Coruña Decía Lope de Vega que no existen en el mundo palabras tan eficaces ni orado- res tan elocuentes como las lágrimas. Quizá el pintor gallego Urbano Lugrís Gon- zález (Coruña, 1908-Vigo, 1973) recordara estas palabras del insigne dramaturgo al dedicar en 1963 un óleo titulado Don Quixote al personaje cervantino, una visión muy personal y simbólica sobre la novela de Cervantes. El cuadro fue un encargo del librero Fernando Arenas con motivo de la inauguración de la librería “Cervan- tes” de Coruña en ese mismo año. El óleo original pude verlo en una exposición que tuvo lugar posteriormente al estudio del cuadro y la novela cervantina que había presentado en el V Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas celebrado en Lisboa 1 . En esa exposición comprobé al detalle que los ojos del hidal- go vertían, de forma muy disimulada, dos lágrimas, y ello me llevó a continuar el estudio 2 . La novela cervantina era uno de los textos preferidos de U. Lugrís. Su vasta cul- tura adquirida gracias a la familia y a sus relaciones con los intelectuales de la épo- ca, hizo que en su obra pictórica la literatura tuviera un lugar destacado 3 . Le gusta- ba recitar fragmentos de obras literarias, en concreto de la novela cervantina sabía 1 “Urbano Lugrís y Don Quijote: espacio y tiempo soñados”, en Peregrinamente peregrinos, Actas del V Congreso Internacional de Cervantistas, Lisboa, Fundaçâo Calouste Gulbenkian (1-5 septiembre 2003), Alicia Villar Lecumberri (Ed.), Asociación de Cervantistas, 2004, vol. II, pp. 1331-1346. 2 La exposición El Quijote: de la letra a la imagen, tuvo lugar en la Biblioteca González Garcés en Coruña del 30 de mayo al 22 de junio de 2005. En ella se pretendía manifestar la sorprendente dimen- sión icónica de los personajes cervantinos a través de la obra plástica de pintores gallegos como Laxeiro, Colmeiro, Urbano Lugrís o Correa Corredoira. 3 Cfr. mi ponencia ya citada, “Urbano Lugrís y Don Quijote [...]”, pp. 1333-1336.

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UN QUIJOTE QUE LLORA: MELANCOLÍA Y LÁGRIMAS EN EL

CUADRO DE URBANO LUGRÍS

FRANCISCA GARCÍA JÁÑEZ I.E.S, A Coruña

Decía Lope de Vega que no existen en el mundo palabras tan eficaces ni orado-res tan elocuentes como las lágrimas. Quizá el pintor gallego Urbano Lugrís Gon-zález (Coruña, 1908-Vigo, 1973) recordara estas palabras del insigne dramaturgo al dedicar en 1963 un óleo titulado Don Quixote al personaje cervantino, una visión muy personal y simbólica sobre la novela de Cervantes. El cuadro fue un encargo del librero Fernando Arenas con motivo de la inauguración de la librería “Cervan-tes” de Coruña en ese mismo año. El óleo original pude verlo en una exposición que tuvo lugar posteriormente al estudio del cuadro y la novela cervantina que había presentado en el V Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas celebrado en Lisboa1. En esa exposición comprobé al detalle que los ojos del hidal-go vertían, de forma muy disimulada, dos lágrimas, y ello me llevó a continuar el estudio2.

La novela cervantina era uno de los textos preferidos de U. Lugrís. Su vasta cul-tura adquirida gracias a la familia y a sus relaciones con los intelectuales de la épo-ca, hizo que en su obra pictórica la literatura tuviera un lugar destacado3. Le gusta-ba recitar fragmentos de obras literarias, en concreto de la novela cervantina sabía

1 “Urbano Lugrís y Don Quijote: espacio y tiempo soñados”, en Peregrinamente peregrinos, Actas

del V Congreso Internacional de Cervantistas, Lisboa, Fundaçâo Calouste Gulbenkian (1-5 septiembre 2003), Alicia Villar Lecumberri (Ed.), Asociación de Cervantistas, 2004, vol. II, pp. 1331-1346.

2 La exposición El Quijote: de la letra a la imagen, tuvo lugar en la Biblioteca González Garcés en Coruña del 30 de mayo al 22 de junio de 2005. En ella se pretendía manifestar la sorprendente dimen-sión icónica de los personajes cervantinos a través de la obra plástica de pintores gallegos como Laxeiro, Colmeiro, Urbano Lugrís o Correa Corredoira.

3 Cfr. mi ponencia ya citada, “Urbano Lugrís y Don Quijote [...]”, pp. 1333-1336.

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párrafos de memoria. Sin embargo, es la única vez que utiliza el referente del Qui-jote en toda su producción artística. Lugrís es más un pintor de paisaje –un paisaje onírico– que un pintor de figuras humanas. Las únicas que aparecen en su obra están vinculadas a seres marinos o seres míticos fabulados. La pasión por el detalle llena en otras ocasiones su obra de elementos relacionados con el mar y la tierra donde, a veces, el espacio vacío parece faltar. El hecho de dedicar un cuadro exclu-sivamente al tema cervantino manifiesta que el autor alcalaíno le entusiasmaba.

Lo primero que vemos en el cuadro es a Don Quijote de pie, con la cabeza in-clinada, en actitud de meditación, como si el sueño lo invadiera. A su lado, en otro plano, Sancho duerme tranquilo junto a su bota de vino. Un árbol, sobre el que se apoya Don Quijote, sirve para marcar en una primera apreciación la diferencia de mundos entre los dos personajes. El paisaje refleja el mundo imaginario del pintor –marino y terrestre a la vez–, un paisaje desangelado pero lleno de símbolos, algu-nos de ellos transmitidos a través del color. Metálico no brillante en el uso de los marrones, ocres y grises azulados (el argenta que cubre el pelo, y la barba de Don Quijote) por una parte, y azul marino metalizado –el de la armadura– por otra. Una estética colorista que se aparta en este caso de la gama más intensa característica de la obra de Lugrís [imagen 1].

Así como los ilustradores de la novela de Cervantes en el s. XIX necesitaban mostrar la “exactitud” de lo representado con lo escrito, a lo largo del siglo XX triunfa la visión personal del pintor. Lugrís, como otros pintores de su siglo –Picasso, Dalí, Chagall o Laxeiro– representa un Quijote simbólico en el que redu-ce a sus personajes a los aspectos más esenciales.

El pintor coruñés no es el único ilustrador gallego de El Quijote. Entre otros podemos citar a artistas del siglo XIX como Juan Bernardo Pérez de Castinande o Manuel Martínez Fole; y ya en el siglo XX, ilustradores que colaboraron en el co-nocido folleto de 1905 sobre el tercer Centenario de la publicación de la I Parte del Quixote en Galicia. Entre otros podemos citar a Isidoro Brocos, Francisco Llorens, Román Navarro, Urbano González Varela, Gómez Naya, González de Castro, M. Abella o Seijo Rubio4. En esta lista es obligatorio nombrar también a pintores con-sagrados como Abelenda, C. Beiro, Antón Lamazares, Laxeiro, Sucasas o Virgilio5.

4 Una de las iniciativas más interesantes para celebrar el centenario del Quixote en Galicia es la edi-

ción hecha por el diario El Progreso de la novela, acompañada de hermosas ilustraciones de artistas lugueses como Antonio Murado (Lugo, 1964), Roberto González (Monforte de Lemos, 1948), Mónica Alonso (A Fonsagrada, 1970), o Quique Bordell (Lugo, 1963) entre otros.

5 La traducción gallega de la novela de Cervantes realizada en 1990 va acompañada de una serie de ilustraciones de estos grandes pintores gallegos.

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TUS OBRAS LOS RINCONES DE LA TIERRA DESCUBREN (VI CINDAC) 321

Don Quixote, por Urbano Lugrís González (1963)

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LÁGRIMAS EN LA NOVELA, SÍMBOLOS EN EL LIENZO A lo largo de la novela las referencias a las lágrimas son innumerables, un total

de 98. Fingidas unas veces, de muy alegrísimo contento otras, y las más, desventu-radas, curativas o discretas, hermosas, compasivas y lastimeras, de amor y arrepen-timiento.

Ya desde el comienzo de la novela, en el prólogo, Cervantes alude a las lágri-mas cuando se justifica ante el lector de esta manera:

[...] Pero yo, que aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero

irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres [...] (I, prólogo, 10)6.

En varias ocasiones el autor hace llorar al hidalgo en un contexto irónico. En la

1ª parte del libro, en el capítulo 25 cuando Sancho abandona a Don Quijote para ir al Toboso los dos sollozan: “[Sancho] pidió la bendición a su señor, y, no sin mu-chas lágrimas de entrambos, se despidió dél [...]” (I, 25, 289). Y también en el capítulo 26, cuando Don Quijote, penitente y transformado en poeta en Sierra Mo-rena, escribe en la corteza de los árboles versos “llenos de lágrimas” por la ausencia de su amada Dulcinea:

[...] y, así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por

las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomoda-dos a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer después que a él allí le hallaron no fueron más que estos que aquí se siguen:

[...]

Es aquí el lugar adonde el amador más leal de su señora se esconde, y ha venido a tanto mal sin saber cómo o por dónde. Tráele amor al estricote, que es de muy mala ralea; y, así, hasta henchir un pipote, aquí lloró don Quijote ausencias de Dulcinea del Toboso.

6 Las citas de la novela cervantina están tomadas de la edición de Francisco Rico: Miguel de Cer-

vantes, Don Quijote de la Mancha, Madrid, Editorial Crítica, 1999, vol. 50.

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Buscando las aventuras por entre las duras peñas, maldiciendo entrañas duras, que entre riscos y entre breñas halla el triste desventuras, hirióle amor con su azote, no con su blanda correa, y en tocándole el cogote aquí lloró don Quijote ausencias de Dulcinea del Toboso (I, 26, 292-293).

En la 2ª parte de la novela hay dos episodios que hacen referencia a las lágri-

mas. En el cap. 44, de nuevo irónicamente, Don Quijote despide a Sancho camino de la ínsula dándole su bendición entre lágrimas: “Al despedirse de los duques, les besó las manos, y tomó la bendición de su señor, que se la dio con lágrimas, y San-cho la recibió con pucheritos” (II, 44, 982).

Pero es la escena del capítulo 68 la que nos remite de forma reveladora al cua-dro de Lugrís. En ella aparece Sancho haciendo un conceptuoso discurso sobre el sueño en el que ensalza el poder igualatorio del mismo y lo asemeja a la muerte. Cuando los protagonistas son arrollados por una piara de cerdos y Sancho, cansado, se duerme, Don Quijote canta versos y suspira por la ausencia de Dulcinea y el dolor de la derrota:

–Duerme tú, Sancho –respondió don Quijote–, que naciste para dormir; que

yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día daré rienda a mis pen-samientos y los desfogaré en un madrigalete, que sin que tú lo sepas, anoche com-puse en la memoria [...].

Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, [Sancho] se acurrucó y durmió a sueño suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don Qui-jote, arrimado a un tronco de una haya o de un alcornoque (que Cide Hamete Be-nengeli no distingue el árbol que era), al son de sus mesmos suspiros cantó de esta suerte:

–Amor, cuando yo pienso en el mal que me das terrible y fuerte, voy corriendo a la muerte, pensando así acabar mi mal inmenso; mas en llegando al paso que es puerto en este mal de mi tormento,tanta alegría siento, que la vida se esfuerza y no le paso. Así el vivir me mata,

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que la muerte me torna a dar la vida. ¡Oh condición no oída la que conmigo muerte y vida trata!

Cada verso destos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien como

aquel cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con la ausencia de Dul-cinea (II, 68, 1181-1182).

Si nos trasladamos ahora al lienzo podemos apreciar cómo algunas de las imá-

genes simbólicas, en paralelo vertical, que conforman la ensoñación dolorida del personaje, parecen remitirnos también a las lágrimas: castillo en ruinas –representación del paso del tiempo–, lanza del hidalgo –una “especie de plega-ria”–, árbol central –eje que invade todo el cuadro–, y árbol florido enfrente de Sancho –vara florida, símbolo de vida–. Lugrís nos sorprende por el equilibrio casi milimétrico entre horizontalidad y verticalidad.

Pero detengámonos en el árbol sin flores sobre el que se apoya el hidalgo. Es tan relevante o más que la figura de don Quijote pues no sólo marca la simetría totalizadora del lienzo (eje de conjunción entre el mundo subterráneo, el terrenal y el celeste) sino que simboliza sus heridas en forma de lágrima7. Lugrís, al igual que Cervantes en el cap. 68, parece evocar en la imagen el tópico latino arbore sub quadam (bajo un cierto árbol) corroborado por Francisco Rico en la novela y que remite al inicio del libro Bucólicas de Virgilio8:

Títiro, tú, recostado a la sombra de un haya extendida,

Pruebas la musa del bosque soplando en tu caña delgada. Tierras paternas dejamos y dulces campiñas; patria dejamos nosotros. Tú, Títiro ocioso a la sombra, eres maestro del bosque en cantar a la hermosa Amarilis9.

7 Cfr. mi ponencia, ya citada, Urbano Lugrís y Don Quijote [...], p. 1340, en la que el pintor Antón

Patiño Pérez dice: “Con el árbol central, especie de axis mundi que separa el cuadro en dos planos, Lugrís destaca la vertical de la ensoñación ascensorial de espiritualidad, que a pesar del cansancio, melancolía y tristeza que le impregna, el hidalgo no pierde apoyado en él y amarrado fuertemente a la lanza [...]. El axis mundi –explica A. Patiño– incluso divide el cuadro en dos partes: una más luminosa, donde destaca parte de la figura del hidalgo; y otra, más sombría, amenazante y como de tormenta, que correspondería al castillo y a un pequeño espacio donde reposa Sancho a ras de tierra. Siguiendo en ese protagonismo del árbol, una mitad del mismo la ocupa el tronco y la otra, el laberinto de las ramas. Vendría a significar la hegemonía de espacio que permite esa conexión tierra-cielo. Así la lanza, cuyo final se materializa en una vela, más que un instrumento agresivo acaba siendo una especie de plegaria. [...] Don Quijote es pues el eje en paralelo, un eje precario pero eje de verticalidad”.

8 Cfr. Francisco Rico, ed. citada, p. 1182, nota al pie, donde dice: “la estampa de D.Q. evoca joco-samente el tópico llamado arbore sub quadam (árbol bajo el cual) y la polémica que suscitó el sentido de fagus (haya) en su más célebre ejemplo, el principio de las Bucólicas de Virgilio”.

9 Virgilio, Bucólicas, Madrid, Cátedra Letras Universales, 2000, p. 75.

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Realmente la escena pictórica nos transporta al género bucólico: el pastor, en este caso el caballero, solloza apoyado en un árbol la ausencia de la amada después de haber entonado un poema. Todo ello tiene lugar en una Arcadia tremendamente onírica e inhóspita, nada amena. El profundo abismo que parece surgir a la izquier-da del hidalgo junto con una visión de una Mancha muy personal sobrecoge al espectador. Don Quijote se apoya sobre el tronco hendido de un “haya extendida”, que le cobija como una gigantesca seta que destila también gotas de humor, símbo-lo de “pesadumbres, adversidades, dolores” que siente por no haber logrado imitar a los caballeros andantes ni conseguir definitivamente a su dama. La naturaleza también llora. Este árbol llora porque está en su último suspiro. Su tronco, marcado por una gran lágrima, y sus ramas, vacías de flores y enredadas, lo convierten en un árbol muerto, hendido. Ahora bien, toda poda de árbol tiene como finalidad que éste fructifique con más vigor. ¿Es quizá éste el árbol de la revelación sobre el que D. Quijote se apoya y descubre su verdad? El hidalgo desea renacer de su locura a pesar de su destino infructuoso en el amor y en las armas. Es en el fondo un triun-fador. Sin embargo, como dice Fernando Savater, “todo triunfador suena un poco a hueco y en cambio la derrota tiene un grato aroma de sinceridad. Ese fracaso inalte-rable, refulgente, es quizá la más actual y permanente lección que don Quijote puede ofrecer”10.

El escudero ya ha perdido su máxima ilusión, el gobierno de la isla, por eso el árbol sobre el que duerme aparece cortado, indicio de la pérdida de esa ilusión. A partir de ese periplo fracasado y de la irrealidad de Dulcinea, Lugrís nos dice que cabría la posibilidad de continuar la novela bucólica en lugar de la de caballerías. Igual que ocurre en el capítulo 67 de la novela en el que D. Quijote, ya de vuelta a casa, y llegando al mismo sitio en que fueron atropellados por los toros, siente que en su obligado retiro debe convertirse en pastor al igual que Sancho y sus amigos:

–Este es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que

en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo que estar recogido. Yo compraré unas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son ne-cesarias, y llamándome yo el pastor Quijótiz y tú el pastor Pancino nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, be-biendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos [...] (II, 67, 1174).

Y relacionado con este pasaje, el del último capítulo de la novela en el que San-

cho propone a su amo convertirse en pastores:

10 Fernando Savater, Instrucciones para olvidar el “Quijote” y otros ensayos generales, Madrid,

Taurus, 1985, p. 23.

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Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver (II, 74, 1219).

Es curioso además que el caballero de Lugrís únicamente aparece armado con

su espada y su lanza. El hecho de que el yelmo no aparezca podría aludir en el cuadro a que la locura del caballero ha desaparecido. Ya su cabeza no tiene bacía, es decir, “no está vacía”11; de este modo queda libre para seguir soñando en otra aventura, ¿ahora pastoril?

¿POR QUIÉN LLORA DON QUIJOTE? Las lágrimas son la materialización de un sentimiento –dolor, tristeza, melanco-

lía–, o de un recuerdo. Pero también, como afirma Escalígero, “no son emociones sino acciones”12. Estas manifestaciones acuosas no parecen mostrar en la imagen de Lugrís arrepentimiento sino más bien representar la acción por encima de la pala-bra. Las lágrimas tienen en el cuadro mayor significado que la palabra porque la verdad reside en el cuerpo idealizado, que no es aún el de Alonso Quijano.

A quien vemos pues en la imagen es a un original Quijote en estado de langui-dez, dentro del estereotipo de hombre melancólico del Renacimiento: de perfil, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Aunque nos llama la atención su postura de pie y con la mano en el corazón, en contraposición con la iconografía clásica de estos temperamentos, siempre sentados y con la mano en la mejilla como en los conocidos grabados de Alberto Durero (1514) y Cesare Ripa (1603)13.

Es interesante recordar cómo Hipócrates especificaba los síntomas o señales de la melancolía en el cuerpo:

[Los melancólicos están] flacos, mustios, con los ojos hundidos, parecen an-

cianos, con arrugas, ásperos, muy afectados por la flatulencia y por retortijones o dolor en el vientre; eructan a menudo, tienen el vientre seco y duro, la mirada aba-tida, la barba lánguida, zumbido en los oídos, vértigo, mareos, con poco o nada de sueño e interrumpido, sueños terribles y temibles.

11 Véase el capítulo de Augustin Redondo, “Parodia, lenguaje y verdad en El Quijote: el episodio

del yelmo de Mambrino”, en Otra manera de leer el Quijote, Madrid, Castalia, 1997, p. 478. 12 Crf. Robert Burton, Anatomía de la melancolía, Madrid, Alianza Editorial, 2006, p. 230. 13 Cesare Ripa en su Iconología (Madrid, Akal, 1987, vol. II, p. 65) describe al melancólico como

una: “Mujer vieja, muy triste y dolorida, vestida con un paño basto y sin ningún ornamento. Se pintará sentada en un peñasco y con los hombros apoyados en las rodillas, sujetando el mentón con ambas manos y poniéndose a su lado un arbolillo enteramente desnudo, despojado de hojas y plantado entre piedras”.

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[...] Si están afectados el corazón, el cerebro, el hígado, el bazo –como ocurre normalmente–, se producen muchos inconvenientes, como [...] las vigilias frecuen-tes [...], la risa intempestiva, el llanto, los suspiros, los sollozos, el rubor, el sonro-jo, el temblor, el sudor, el desfallecimiento, etc. Todos sus sentidos se ven afecta-dos, piensan que ven, oyen, huelen y tocan lo que no está [...]14.

El Quijote de Lugrís tiene los ojos hundidos, los párpados cerrados y la mirada

abatida. En él destacan las arrugas, líneas que recrean al igual que otras líneas ser-penteantes en el cuadro –como dice Antón Patiño– la ensoñación fantástica15. Sin embargo, aquí no se aprecian síntomas de total desfallecimiento.

Se mantiene en vigilia y sueña cuando no le interrumpe el llanto. Es un hombre de caballerías sin celada y sin adarga pero con peto, espaldar y quijotes además de lanza y espada. Sólo esta última colocada en posición diagonal, en paralelo con el muslo izquierdo, rompe el esquema casi perfecto de verticalidad y horizontalidad. Es el eje de unión entre la lanza y el árbol. ¿Quizá Lugrís quiere dar al espectador, a pesar de sus escondidas lágrimas, una imagen vencedora del hidalgo al mostrarle así, de pie y aferrado a su lanza?

De igual manera que Cervantes recurre constantemente a las percepciones sen-soriales al caracterizar al protagonista para afirmar la realidad de la experiencia, la autenticidad de lo vivido16, Lugrís en su visión pictórica recurre a las lágrimas para reafirmar que Don Quijote es de carne y hueso. El pintor dialoga en voz baja con el espectador a través de ese callado llanto contenido que sustituye a las palabras de Cervantes. Como si de una escena teatral se tratara el pintor esconde esas lágrimas para que el espectador las descubra y así entienda el mundo por de dentro del per-sonaje cervantino. La transposición del personaje al teatro aporta aún más signifi-

14 Cfr. Robert Burton, Anatomía de la melancolía, ob. cit., pp. 208 y 210. Sobre el estudio de la me-

lancolía véanse entre otros los trabajos de: W Jackson, Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos hipocráticos hasta la edad moderna, Madrid, Taurus, 1989; R. Klibansky, E. Panofsky y Fitz Saxl, Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza Forma, 1991; Augustin Redondo, “La melancolía y el Quijote de 1605”, en Otra manera de leer el Quijote, Madrid, Castalia, 1997; Javier García Gibert, Cervantes y la melancolía. Ensayos sobre el tono y la actitud cervantinos, Valencia, Ed. Alfonsel Magnànim, 1997, Roger Bartra, Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro, Barcelona, Anagrama, 2002.

15 Cfr. mi ponencia ya citada, Urbano Lugrís y Don Quijote [...], p. 1340: “Pero hay varios elemen-tos que se contraponen con la línea recta del cuadro: el bigote hacia arriba (orgullo y firmeza del hidal-go) y las medias lunas que forman la barba del protagonista, la empuñadura de la espada y la protección de la hombrera (símbolos de la nocturnidad de la caída en la noche, en el sueño). Por eso Lugrís utiliza en muchas de sus obras la línea serpenteante del dibujo para recrear la ensoñación fantástica”.

16 Sobre el tema de las percepciones sensoriales en El Quijote cito el excelente estudio de Bénédicte Torres Cuerpo y gesto en el Quijote de Cervantes, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 2002, sobre todo la segunda parte, “Escenificación del cuerpo amoroso” y la tercera, “Escenificación del cuerpo doliente”.

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cado simbólico a la imagen. El gesto pues está en el material dramático escondido, las lágrimas.

En el cuadro aparece acompañado de Sancho. ¿Llora por los dos, por Sancho y por él? Hemos de pensar que sí, porque al final de sus andanzas, el hidalgo se con-sidera culpable de su error y del error en que hizo caer a Sancho. Locura inducida como dice Castilla del Pino17. Don Quijote llora porque todas sus “ensoñaciones” no las ha sabido llevar a la realidad, es decir, no ha sabido llevar la fantasía a la imaginación. Cervantes, según él, distingue la fantasía de la imaginación porque “la locura es, en su sentir, la sustitución de la imaginación por la fantasía”18. ¿Es quizá esta visión la que ha llevado al caballero lugrisiano a que sus lágrimas afloren? ¿Volver a la cordura entristece a Don Quijote de una manera definitiva y esas lá-grimas no pueden ya contenerse? Cualquier persona que se acepta a sí mismo como es, cae en un estado de melancolía porque sabe que probablemente no es el camino adecuado de su vida, pero es el que ha elegido y por ello no puede dejar de aspirar a él. Desde el principio el protagonista de la novela nos dice que se acepta a sí mismo y se siente orgulloso de ser quien es: “yo sé quién soy y qué puedo ser” (I, 5, 73). Un orgullo consciente a lo largo de toda la novela y motivado por hechos que para el protagonista tienen como fin el gozo. En el cuadro este orgullo parece manifes-tarlo el pintor en la mano de D. Quijote aferrada a la lanza.

El hidalgo muere de la melancolía inherente a la realidad impuesta de su identi-dad. Así nos lo refiere Cervantes en el último capítulo: “Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acabaran” (II, 74, 1216). Lugrís pinta aquí el carácter melancólico que, al igual que en la novela, ha podido con el colérico.

El espacio pictórico parece estar cargado también de referencias a la melanco-lía. A través de la imagen de una Castilla muy personal, onírica, adusta y fría, Lu-grís alude, a un tiempo mítico y detenido en el que el protagonista es el silencio, una quietud que parece invadir el cuadro. Gustavo Martín Garzo nos describe en su visión de la novela cervantina por boca de Dulcinea una Castilla muy parecida a la del quijote lugrisiano:

17 Carlos Castilla del Pino, Cordura y locura en Cervantes, Barcelona, Ediciones Península, 2005,

p. 71. 18 Castilla del Pino establece la siguiente diferencia entre fantasía e imaginación: “La errónea equi-

paridad de la fantasía con la ensoñación desaparece si identificamos la fantasía con la ensoñación o con el soñar, que, en efecto, se construyen, como no puede ser de otra forma, con imágenes, y la imaginación como la operación que llevamos a cabo con imágenes con miras a nuestra eventual o fáctica actuación en la realidad exterior. Las fantasías no pueden ser llevadas a la realidad porque no pueden ser constitu-tivas del contexto empírico; son meras sustituciones del mismo bajo la forma del ensueño diurno, la ensoñación, para usar un término de Cervantes, o, si estamos dormidos, bajo la forma de sueños. La imaginación por el contrario, sí, porque es anticipación de actuaciones posibles sobre la realidad, pro-yectos realizables, susceptibles de ser realizados”, ob. cit., pp. 75 y 78.

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No hay tierra mejor para las aventuras que estos parajes desnudos y temblorosos como el mismo mar. Forman una meseta despojada de cualquier adorno, una re-gión invisible, como lo son estas regiones en que tienen lugar los sucesos más de-cisivos de nuestro corazón19.

Las referencias al mar se aprecian en el cuadro en dos charcos de agua esparci-

dos en el centro y en un extremo, así como en el corte abismal en la zona izquierda donde está situado Don Quijote. Es éste para Lugrís su seco mar castellano, la vi-sión de una Castilla ensoñada y única20.

El estatismo del lienzo se funde de forma contradictoria con el fondo tormento-so de la imagen. El cielo nos traslada también al estado melancólico y se conecta con la caída-ascenso abismal en la que entra Don Quijote. El llanto y la melancolía invitan al recogimiento del personaje. Siempre se llora en silencio y D. Quijote llora cuando Sancho está dormido. Un silencio que remite a la soledad, al “retiro” del personaje y al vacío existencial del ser humano.

¿Están las lágrimas motivadas también por la ausencia de su amada Dulcinea? Nada más empezar la novela Cervantes nos dice:

[...] se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse pues el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma” (I, 1, 43).

Recordemos, como dicen Augustin Redondo, García Gilbert o Aurora Egido,

que la relación de la locura amorosa con la melancolía es fundamental para enten-der El Quijote. La misma creación literaria es melancólica, está ya anticipada, lo mismo que la creación artística como afirma Aurora Egido cuando cita los graba-dos de Ripa y Durero21.

Desde que Don Quijote transforma con los ojos de la imaginación –con ojos de alinde– a la moza labradora de un pueblo cercano al suyo en la princesa Dulcinea del Toboso empieza su periplo melancólico. Se convierte así en un enfermo de amor, un sufridor del mal de ausencia que a veces presume ante los demás de lo que no es, un gran amante; y ante situaciones en las que ve amenazado su amor, siguiendo a su modelo Amadís, se muestra con su dama siempre leal y casto22.

19 Gustavo Martín Garzo, Dulcinea y el caballero dormido, Zaragoza, Edelvives, 2005, pp. 85, 86. 20 Lugrís pintó en la misma fecha otro cuadro mucho más radical sobre Castilla, Cerre caput Caste-

llae, en el que no hace ninguna referencia al elemento marino, sino a la muerte de su mujer, de origen manchego, y a la rigidez moral de la familia de ella.

21 Aurora Egido, “Don Quijote, enfermo de amores”, en Los rostros de Don Quijote. IV Centenario de la publicación de su Primera Parte, A. Egido (coord.) Zaragoza, Ibercaja, 2004, p. 78.

22 Sobre el tema de la castidad en la novela de Cervantes, véase el reciente estudio de Bienvenido Morros Mestres, Otra lectura del Quijote. Don Quijote y el elogio de la castidad, Madrid, Cátedra, 2005.

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Tanto sus aventuras como la famosa penitencia en Sierra Morena están justificadas por los males de ausencia. El amor marcará a este melancólico neoplatónico la ruta en la primera parte de la novela y con más fuerza en la segunda. No dejará de llevar a Dulcinea en sus pensamientos a pesar de haber abandonado la actividad caballe-resca. La melancolía del buen amante que se va acentuando a lo largo de la novela, “tal melancolía erótica, es la que ha de conducir al héroe (más que la derrota final) a la muerte”23.

El amor que Don Quijote siente por su amada en la novela se manifiesta en una especie de deseo doble, material e ideal, real e imaginativo, como dice el filósofo Carlos Gurméndez, amigo del pintor. El deseo real de D. Quijote “se transforma en Yo ideal”. Sabe y presume de ser un auténtico seductor, pero “seducido por su propia imagen”. Y al crear una imagen de sí mismo, utiliza “el discurso del Deseo, del otro que le posee y domina como su objeto, le dirige y orienta”. El héroe caba-lleresco se lanza sin miedo, como seductor que reflexiona en voz alta, a la búsque-da y conquista del ser creado, soñado y meditado. Y al comprobar finalmente que su Dulcinea no ha sido más que un deseo obsesivo, la echa de menos a través de las lágrimas24.

Dulcinea constituye pues para Don Quijote una auténtica pasión, el amor ideali-zado e inalcanzable. Y es por eso que se vuelve melancólico y se encierra en su propia subjetividad aceptando su papel. Y aunque en alguna ocasión lo persigan las dudas o la angustia por no permanecer a su lado, está por entero entregado a su dama pero también egoístamente a sí mismo. Su devoción por ella traspasa fronte-ras literarias y reales. Es, como dice Aurora Egido, “una consecuencia más de su enajenación literaria”25. Un diario vasallaje concebido como un ideal subjetivo, igual que todas sus hazañas. Hasta el último momento el caballero cree en su amor subjetivo. Incluso cuando es derrotado definitivamente por el Caballero de la Blan-ca Luna, su mente está primero en ella antes que nombrar el deshonor por su ven-cimiento. Su única verdad es su amada:

–Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdi-

chado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esa verdad. Aprieta caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra (II, 64, 1160).

23 Augustin Redondo, “La melancolía y el Quijote de 1605”, en Otra manera de leer el Quijote, ob.

cit., p. 132. 24 Véase el capítulo titulado “El deseo” de Carlos Gurméndez, en Tratado de las pasiones, Madrid,

Ediciones F.C.E. de España, 1985, pp. 206-230. 25 Aurora Egido, “Don Quijote, enfermo de amores”, ob. cit., p. 81.

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Pero “por más subjetivo que sea el amor, el Otro que se ama es una realidad ob-jetiva, una presencia permanente y única que existe, bien como sombra que no se percibe claramente o con toda lucidez”26.

El pintor muestra en la imagen a un hidalgo apoyado en un árbol sin hojas y sin fruto. Sin ánima, inmerso en sus pensamientos, con la mano en el pecho y la cabeza inclinada, medita y actúa emocionalmente por medio del llanto. Si Lugrís pintó al hidalgo con lágrimas bien pueden referirse éstas por igual a las dos derrotas huma-nas, la de la existencia y la del amor.

CONCLUSIÓN

Lugrís abre caminos para que sigamos imaginando. Desea mostrarnos con esta

visión una doble conciencia del personaje cervantino: por una parte, su fracaso como caballero (una forma exterior de aceptar el fracaso, de valorar todas sus an-danzas, de corroborar que la vida es un sueño) y, por otra, el llanto por la ausencia de Dulcinea (su amor idealizado constante en todas sus aventuras). Aparece así como un hombre de carne y hueso que sigue soñando a pesar de sus fracasos y en ese sueño también llora.

Su Quijote lee el mundo desde el mismo referente que el caballero cervantino, su camino ha llegado al abismo, a un cul de sac, a un lugar frío que le induce a manifestarse con lágrimas. El abismo ahora lo separa de la fantasía. Es su enfren-tamiento con la realidad. Ya no hay encantadores; su viaje como enamorado y como caballero ha terminado, sólo hay lágrimas, huecos y arrugas pero también sueños en esta imagen del pintor. Lugrís llega a la misma conclusión que Cervan-tes, en los sueños también se llora. Sus lágrimas son tan reales como todo su viaje iniciático. Octavio Paz expresa con precisión esta idea en unos versos con los que finalizo este Quijote que llora:

EL OTRO

Se inventó una cara. Detrás de ella Vivió, murió y resucitó. Muchas veces. Su cara Hoy tiene las arrugas de esa cara. Sus arrugas no tienen cara27.

26 Carlos Gurméndez, “El amor pasional”, ob. cit., p. 235. 27 En su libro Ladera Este [1969], Madrid, Galaxia Gutenberg, 1998, p. 34.