un burka por amor reyes monforte

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Una noche María Galera se puso encontacto con el programa queconducía Reyes Monforte en PuntoRadio. Su voz llegaba clara desdeAfganistán pidiendo ayuda yrelatando su increíble historia: habíaconocido en Londres a un afgano delque se había enamoradoperdidamente, hasta el punto decasarse, convertirse al Islam yseguirle hasta su país de origen,donde había tenido que acatar lasestrictas leyes del régimen talibán.Con el comienzo de la guerra amboshabían quedado atrapados en aquel

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remoto país, sin dinero nidocumentación, y en unas pésimascondiciones de vida que noimpidieron a María dar a luz a doshijos. Su tercer embarazo y lapreocupación por la seguridad de sufamilia la empujaron a buscar ayudapara salir del país, algo queconsiguió gracias a un empresariomallorquín que se conmovióescuchando sus palabras, llenas desufrimiento y desesperación, através del programa.

Hoy, ya desde Mallorca y a travésde la periodista por la que consiguióser escuchada, nos narra su historia

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de amor incondicional, pasión ylucha por sobrevivir en un país y unacultura extrañas.

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Reyes Monforte

Un burka poramor

ePub r1.0Sarah 30.01.14

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Título original: Un burka por amorReyes Monforte, 2007

Editor digital: SarahePub base r1.0

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«El tiempo es muy lento para losque esperan, muy rápido para losque tienen miedo, muy largo para

los que se lamentan, muy cortopara los que festejan, pero para

los que aman el tiempo es unaeternidad».

WILLIAM SHAKESPEARE

Hay otras vidas, pero seráncontigo.

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PRIMERA PARTE— UNA NUEVA

VIDA —

—¿De Afganistán? Y eso, exactamente,¿dónde está? ¿En otro planeta?

Cuando María supo que el hombredel que se estaba enamorandoperdidamente, como una auténticacolegiala, había nacido en un paísllamado Afganistán, no pudo parar dereír y de hacer bromas sobre lalocalización de aquel reino del que nadahabía oído hablar hasta ese momento.

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Era una risa nerviosa, floja, que ellamisma hubiese definido de estúpida deno ser porque la sabía fruto de la fuerteatracción que sentía hacia Nasrad a laspocas horas de conocerle.

—¿Sabes qué, Nasrad? No sé nadade tu país. No sé en que parte del mundoestá, ni de que vive, ni que coméis,cantáis o bailáis en vuestras fiestas.Pero no me importa. No me importanada. De hecho, me gusta. Porque tú megustas mucho. Y no necesito saber más.

María no mentía. Era una mujerjoven, de dieciocho años, deseosa deconocer el mundo y de abrirse a el,inquieta por vivir la vida, ansiosa por

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conocer gente, pero completamentealejada de la realidad que albergaba esemundo que tanto codiciaba conocer. Nodedicaba un minuto a ver los noticiariosde televisión, ni a leer los periódicos, nitampoco escuchaba las noticias de laradio donde podía haber encontradocomo el nombre de Afganistán aparecíasiempre seguido de una estela de muerte,de guerra y de horror.

Había llegado a Londres hacíaapenas un año desde su Mallorca natal,huyendo de la presión familiar, de lascontinuas desavenencias con un padre alque adoraba pero al que no comprendíacuando se afanaba en convencerla de

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que siguiera con sus estudios y seolvidara de salir con los amigos. Losconsejos de su padre, viudo desde queMaría cumplió los dos años, eraninterpretados a su entender comoregañas injustas y desproporcionadas.

Atrás quedaba una épocaadolescente de excesos, de malascompañías y de extrañoscomportamientos. En Mallorca quedabasu familia, ante la que se mostrabaimpaciente por demostrar algún día queella era capaz de vivir por sus propiosmedios, que no necesitaba ayuda denadie y que su recién estrenada mayoríade edad le daba el derecho que siempre

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había anhelado para poder decidirdonde, como y con quien ir por la vida.

María no había tenido tiempo deescuchar las estremecedoras historias delas mujeres en Afganistán, como moríana diario apedreadas por no habersetapado el rostro lo suficiente, comoencontraban la muerte en cualquieresquina de la ciudad por haber salido decasa sin la compañía de un varón.Desconocía María como mujeres dedieciséis años recibían palizas mortalespor parte de hombres que ni siquieraconocían porque se atrevían a sentarseen la parte posterior de un autobúspúblico, reservado solo y únicamente

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para los hombres. No era conscienteMaría de como mujeres como ellapodían encontrar la muerte en la calle alcometer la osadía de llevar un libroentre las manos, o por hacer uncomentario en mitad de unaconversación mantenida entre hombres.Tampoco conocía como las niñas deseis y siete años eran dadas enmatrimonio por sus propias familias ahombres cuarenta y cincuenta añosmayores que ellas a cambio de unairrisoria cantidad económica.

Nada sabía de lapidaciones,violaciones, ejecuciones públicas,aniquilaciones, torturas, mutilaciones

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sexuales, castigos físicos, vejaciones…La ignorancia y el desconocimiento deMaría abonaban la desgracia y el dolorde lo que en Afganistán sucedía y siguesucediendo.

Nada conocía María sobreAfganistán y quizá por eso seguíasonriendo, sin desviar su mirada de losojos negros de Nasrad, mientras cogíacon las dos manos la taza del primercafé que había compartido con aquelhombre del que no quería separarse, apesar de que hacía un par de días que sehabían conocido.

Había sucedido en las oficinas de laempresa de trabajo temporal en la que

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ambos estaban contratados. Maríatrabajaba en esos momentos en unafábrica empaquetando relojes para suposterior venta en los aviones, aunqueantes había estado empleada en unafábrica de carne de cerdo y en otra decompra y venta de bombones. Atráshabían quedado sus primeros meses deestancia en Londres, durante los que sepuso a trabajar en casas particulares,limpiando y cuidando niños a la vez queaprendía ingles, una formación queintensificaba por las tardes acudiendo auna escuela de idiomas.

María había ido aquella mañana alas oficinas de su empresa porque algo

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en su contrato no coincidía con lascondiciones establecidas. Durante laespera y de manera casual, María yNasrad coincidieron y entablaron prontoconversación. María ya le había visto enalguna ocasión, pero nada sabía deaquel hombre, excepto que era de origenmusulmán y que trabajaba comosoldador de puertas de los coches deLand Rover.

Cuando ambos terminaron derealizar sus respectivos tramites,quedaron para tomar un café al díasiguiente. María pasó las horas previasa aquella primera e inocente cita en unpatente estado de nervios, dando

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muestras de impaciencia, mirandoconstantemente su reloj y encendiendocigarrillos sin parar. Tardo al menostres horas en decidir que ropa llevar aaquel encuentro. Finalmente optó porunos vaqueros ajustados y una camisetaque había adquirido en una tienda nadamás llegar a Londres y que le encantaba,porque sabía que le favorecía.

Los dos llegaron puntuales. Parecíantener prisa por verse y encontrarse.Comenzaron a ponerse al día de susrespectivas vidas. María supo queNasrad era de procedencia afgana, quehabía huido de su país hacía más dequince años por problemas con los

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rusos, que en aquella época ocupabanAfganistán. Le confeso a María que nomantenía casi contacto con su familia,pero que eso no le impedía ayudarleseconómicamente todos los meses, lo queposteriormente, según pudo saber María,correspondía a encargarse prácticamentede su manutención. María, por su parte,le explicó que era la menor de sietehermanos, tres hermanas y cuatrohermanos, y que fue criada en uninternado porque quedó huérfana demadre a muy temprana edad y su padre,hundido en una depresión por la muertede su esposa, se vio incapaz de hacersecargo de ella.

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Le confeso que era buena estudiante,que siempre había soñado conconvertirse en profesora o en enfermera,que le fascinaban los niños y que leencantaba reírse, como ahora lo estabahaciendo.

Y así estuvo María durante muchotiempo, riéndose hasta que la vida, eldestino, pero sobre todo el amor, lacolocó en un país donde las mujeres noexisten, un país donde las mujeres vivencon la espada de Damocles en forma demuerte sobre sus cabezas, un país dondelas niñas son entregadas en matrimonio ahombres mayores cuando apenas hancumplido los siete años. Un país donde

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e l burka es la única protección de lamujer si quiere salir de casa y regresarcon vida. Y eso teniendo suerte.

Y María, que no sabía nada, sonreía.Hasta que llegaron las noches de llantoininterrumpido.

Al mes exacto de aquel primer café,María y Nasrad ya compartían piso.

—Es una pérdida de tiempo y dedinero que vivamos separados. Los dosqueremos estar juntos y cada unovivimos en una casa. Es absurdo. AMaría, el argumento de Nasrad lepareció acertado y no hubo reparos nivacilaciones a la hora de dar el paso.

Pasaban prácticamente todo el

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tiempo juntos. María no había hechomuchas amistades en Londres y por esose dejo arrastrar por Nasrad, queinmediatamente la introdujo en elcírculo de las suyas. Al principio, Maríase notaba extraña, sentía que aquel noera su mundo. Veía como la manera devestir y de comportarse de las novias ylas esposas de los amigos de Nasrad notenía nada que ver con sus gustos por lascamisetas cortas, el maquillaje, losvaqueros apretados, el alcohol, loscigarrillos y las fiestas hasta altas horasde la madrugada. Ellas preferían losvestidos largos y amplios y el velocubriendo parte de su cabeza, dejando

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solo las facciones de la cara aldescubierto. Preferían ir a rezar con susmaridos o quedarse en casa leyendo elCoran.

Durante los dos años que estuvieronde novios, a María le asaltaron algunasdudas respecto a aquella relación.«Quizá me estoy implicando demasiadoen todo esto. Quizá debería verlo concierta perspectiva. Este no es mi mundo.¿Por qué no se acerca el al mío? Es másdivertido, sano, lo pasaríamos mejor».Había días en los que María se sentíacompletamente perdida. Tenía lasensación de estar presa voluntariamenteen un laberinto del que no veía una

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forma satisfactoria de salir. Pero la solaimagen de Nasrad junto a ella hacíadesaparecer cualquier vestigio de estaractuando de una manera errática.

Aunque no era muy prolífica enamistades, María optó por dejar defrecuentarlas y decidió no presentarle aNasrad a ninguno de sus amigos porquetenía miedo de que si estos veían ladiferencia de edad que había entre ellos,casi quince años, y su condición demusulmán, podrían mostrarse contrariosa aquella relación. Pero también sentíaun miedo atroz de que Nasrad seavergonzara de ella por su forma de sery por su pasado. Así que prefirió

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delimitar su mundo al de su compañero.Poco a poco, María notaba como lo

que hace unos meses eran continuassalidas a discotecas, bares de copas ydivertidas fiestas nocturnas, ahora sereducían a cenas con los amigos deNasrad, paseos o sesiones de cine.María estaba saliendo de una mala rachay en Nasrad encontró un apoyoincondicional que le ayudo a deshacersede sus peligrosas y problemáticasadicciones. Demasiada noche,demasiado alcohol y demasiadas ganasde divertirse. Se convirtió en su mejoramigo, en su confidente, en su amante yen una especie de padre al que siempre

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podía acudir porque sabía que laayudaría con cualquier adversidad quese le presentara. María estabaconvencida de que Nasrad había hechotodo por ella, incluso había mentido a sufamilia, diciendo que María era unamujer pura y sin pasado, condiciónindispensable para que un afgano o unhombre musulmán —tal y como eraNasrad— se case con una mujer. Lapérdida de virginidad anterior almatrimonio constituía en la sociedad deNasrad una deshonra, un motivosuficiente para anular ese matrimonio ydespreciar a la mujer. Conocedor de esamentalidad, Nasrad comunico a su

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familia, sin añadir muchas explicacionesadicionales, que conocía a María desdeque era pequeña a través de su hermano,al que le unía una gran amistad. Aquelhombre había mentido por María, no leimportaba su pasado. Y por si todo esofuera poco, era el único que habíalogrado sacar a María de un mundoconfuso donde los grandes vicioscampaban a sus anchas. María se sentíasola y no le costo refugiarse al amparode Nasrad. Fue en aquellos momentoscuando María supo, con una seguridadque nunca antes había tenido, que queríaacabar sus días con aquel hombre.

Una tarde, estando en casa, Nasrad

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llegó con un regalo entre las manos queinmediatamente insto a María a abrir.Era una edición del Coran. Días antes,durante una cena con unos amigos, todosde origen musulmán, María habíamostrado su interés por conocer algomás sobre la religión que profesabaNasrad, el islam. Aquella edición delCoran fue el primero de una larga listade libros relacionados con aquellareligión que Nasrad le regalaría para sulectura. María nunca había sentido unprofundo arraigo por la creenciacristiana en la que desde pequeña supadre y sus abuelos la habían educado.Sentía una total indiferencia por

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cualquier tipo de credo. Pero seobsesiono con la idea de que si elhombre al que amaba profesaba elislam, ella, como serial de gratitud portodo lo que estaba haciendo y comomuestra evidente de su amor hacia el,debería convertirse. Y así lo hizo. Seconvirtió al islam por amor.

Dejo de fumar, de beber alcohol, devestir de la manera en la que lo hacía,de consumir carne de cerdo. Comenzó arezar junto a su marido, a acudir a lamezquita. En definitiva, abandonó sucondición de mujer occidental paraajustarse a los cánones establecidospara la mujer musulmana. Y eso incluía

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también el uso del velo, la hiyab.Cuando se cumplían dos años de su

llegada a Londres, María y Nasradunieron sus vidas para siempre. Secasaron por el juzgado en la capitalbritánica. Ella llevaba un vestido largo yamplio de color beis. No se parecía ennada al vestido con el que siempre sehabía imaginado que acudiría al altar,pero le daba completamente igual.Estaba al lado del hombre al que amabacomo no había logrado amar a nadie.

Acudieron los dos solos, con laúnica compañía de un par de amigosmusulmanes. María no comunico a nadiede su familia que se casaba. Se debatía

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en una guerra de sentimientosencontrados: por un lado, estabadeseando compartir con ellos su nuevoestado civil, hacerles partícipes de lafelicidad que sentía por haberencontrado al hombre con el que queríapasar el resto de su vida y llenarla deniños. Pero, por otro, María tenía miedoy la atormentaba la idea de que sufamilia se opusiera y rechazara aquellaunión. Era consciente de que significaríaun duro revés para esta, en especial parasu padre, saber que la pequeña de lacasa no solo se había ido a Londres sindecir nada a nadie, sino que se habíacasado con un hombre de origen

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musulmán al que ni conocían y del queni siquiera sabían de su existencia. Poreso decidió mantener al margen a sufamilia. Ya habría tiempo para contarlestodo en otra ocasión. No quería quenadie le estropease ese momento. Ymenos su familia, a la que había dejadoatrás y a la que se había prometido novolver hasta que no pudierademostrarles que había conseguidoconvertirse en alguien sin su ayuda.

La vida transcurría tranquila, singrandes sobresaltos. María se sentíafeliz con su nueva condición de mujercasada y con su recién estrenada vida.Estaba prácticamente integrada en el

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mundo musulmán que residía enLondres. Se reunían a menudo paracompartir ideas y pláticas, alrededor deuna mesa de comida mahometana,aunque poco a poco fue notando que lasmujeres se desinteresaban de laconversación cuando la religión y lapolítica monopolizaban la charla. AMaría le gustaba escuchar lo que allí sedecía. Siempre había sido muy curiosa ysentía la necesidad de saber más cosassobre la sociedad de la que procedía sumarido. Siempre que se hablaba de lasituación de Afganistán todos coincidíanen señalar las dificultades económicas,sociales, políticas y religiosas que

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atravesaba el país, enfermo de un cáncerpara el que nadie parecía o deseabaencontrar remedio. En aquellas charlasnunca se habló de la situación de lamujer en aquel país, ni de lasnecesidades que se estaban viviendo, nide la dureza del régimen talibáninstalado en el poder desde 1996,curiosamente el año en el que Maríadecidió darle un rumbo a su vida einstalarse en Londres.

Los asistentes a aquellas reunioneseran hombres y mujeres musulmanes quehabían abandonado su país hacía muchosaños, la mayoría de ellos cuando losrusos empezaban a apoderarse de aquel

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país. Si María hubiese conocido en esasreuniones la verdadera realidad del paísde su marido, quizá hubiese afrontado sudestino de otra manera y su vida hubiesetornado otro rumbo.

Nasrad había intentado convencer aMaría de que dejara de trabajar y seconcentrara en las labores del hogar. Nose trataba de una actitud machista, sinoamparada por el convencimiento de quecon el dinero que ganaba Nasrad erasuficiente para mantener a la familia.Además, se mostraba convencido de quesu mujer se sentiría más cómoda encasa. María accedió durante unos meses.Pero luego volvió al trabajo. El dinero

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no era necesario para comer pero sipara otros gastos complementarios.Cada mes, Nasrad tenía que mandar asus padres y hermanos una cantidad dedinero para que lograran salir adelante.También ayudaba a un sobrino deNasrad que acababa de llegar a Londresy que no había logrado todavía asentarsey encontrar un trabajo. Al final, todoeran gastos en aquella casa de dos, yMaría decidió volver al trabajo,primero porque le apetecía —se aburríaen casa porque, sencillamente, siemprehabía sido una mujer activa—, ysegundo porque una ayuda económicaextra no les vendría mal. Además,

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pensaba que mantenerse ocupada ladistraería de una idea que había llegadoa obsesionarla en los últimos meses: lamaternidad.

María estaba deseando quedarseembarazada. Le encantaban los niños.Cuando veía a un grupo de pequeñosjugando en el parque, se sentaba en unbanco y no se cansaba de observarles.Ella sabía que tenía buena mano con losniños, que les entendía, que sabía comotratarles y atenderles, y los críostambién percibían eso. María era felizcuando uno de esos pequeños se leacercaba para hablar con ella o parajugar.

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Por eso una noche decidióplanteárselo a su marido mientraspreparaba la cena.

—Quiero tener hijos, Nasrad.Quiero tener muchos hijos contigo.Quiero una casa llena de niños.

A Nasrad la idea le pareciómaravillosa y ambos se comprometierona hacer todo lo que estuviera en susmanos para dar forma real a ese deseocompartido de ampliar la familia. Ydecidieron no esperar mucho paracomenzar a construir un hogar másnutrido numéricamente. Aquella nocheambos sellaron gráficamente supromesa.

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De estas y de muchas otras cosas decarácter intimo y privado se pasabaMaría horas y horas hablando enanimada conversación con la únicabuena amiga que tenía en Londres. Sellamaba Julia, era de origen indio, algoque evidenciaba la belleza que poseía, yen poco tiempo se convirtió en la fiel ycomprensiva depositaria de muchossecretos, dudas y temores de María.Vivía en el mismo edificio de viviendasque ella, y eran muchas las tardes en queuna iba a la casa de la otra para tomarun café o un te, una bebida a la queMaría le costaba acostumbrarse. Las dosgustaban de poner en común muchas de

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las cosas que les preocupaban y que lessucedían. Era la única persona con laque María lograba olvidarse de sutimidez y dar rienda suelta a sucapacidad oratoria, algo que le costabamucho conseguir con el resto de lagente. Nunca le había gustado hablar, lecostaba dar explicaciones sobre su vida,no se sentía cómoda y sucomportamiento y actitud ante la vida loevidenciaba.

Julia le contaba muchas cosas sobresu país, detalles e infinidad de historiasque a María la dejaban con la bocaabierta porque le permitía dar rienda asu, muy a menudo, desbordada

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imaginación. Julia también era laencargada de darle su opinión sobre losasuntos que la preocupaban sobre sumatrimonio, su conversión al islam, sucambio de vida casi radical y sudesmesurado amor por aquel hombre alque conoció en la empresa de trabajotemporal en la que ambos estaban. Juliasiempre encontraba unas palabras deayuda, de consuelo y de ánimo paraagradar a María.

—Mientras tú seas feliz, ¡qué más dalo que digan los demás! Tú vive tu vida,que nadie va a poder hacerlo por ti.Nadie excepto tú pagará por tusequivocaciones o por tus aciertos. Jamás

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se te olvide esto, María.A los ojos de María, Julia era una

especie de mujer sabia, culta einteligente que tenía respuesta ysolución, o al menos explicación, paratodo lo que lograba perturbarla. Yfueron muchas las veces que Julia leadvirtió de que supiera manejarcorrectamente el amor que sentía haciaNasrad, que aprendiera a canalizarlopara obtener los mejores resultados dela relación y de la vida. A Julia no lecaviar la menor duda de que María, porsu marido, haría lo que fuera. E iríadonde fuera. Y no se equivoco.

Julia fue la tercera persona en

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conocer la buena nueva. La primera fueMaría cuando el ginecólogo le confirmoque las dos faltas que ya contabilizabaen su ciclo menstrual correspondían a lagestación de su primer hijo. Maríaestaba embarazada y cuando se loescuchó decir al doctor, se convirtió enla mujer más feliz del mundo. Lo ciertoes que no habían tardado muchos mesesen conseguir la ampliación familiar.María estaba feliz y no queríadisimularlo. Había visto en muchaspelículas como las mujeres preparabanritos especiales para comunicar suestado de preñez a sus maridos, y Maríapensó emularlas de alguna manera. Pero

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la impaciencia y las ganas de decirle aNasrad que su primer hijo estaba encamino pudieron más que sus procesoscreativos. No tardo ni tres segundos encompartir su dicha con Nasrad cuandoeste entró por la puerta de casa.

Todos fueron parabienes,felicitaciones y enhorabuenas. Maríairradiaba felicidad. No sabía que máspodía pedirle a la vida, puesto queestaba esperando un hijo del hombre queamaba. Seria injusto pedir más. Seriaindigno quejarse por algo. Así quedecidió no hacerlo.

María se había propuesto vivirintensamente su embarazo. Querría que

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todo saliera bien. Se propuso disfrutarde cada momento de la preñez e ir pasoa paso planeando como sería elalumbramiento de su primer hijo.Deseaba que todo saliera bien y secomprometió a no dejar lugar a laimprovisación, al menos en las cosasimportantes, en las que afectaran albebe.

Tras las molestias lógicas de losprimeros meses, María logró estabilizarsu cuerpo. Disfrutaba viéndolo cambiardía a día y no paraba de recrear comosería la carita de su bebe, como seencontraría ahí dentro y el sexo quetendría, ya que todavía las pruebas

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medicas no la habían sacado de dudas.Un día Nasrad llegó a casa con un

ofrecimiento que hacerle a su mujer.—María, he pensado que

deberíamos ir a Afganistán para que mifamilia te conozca. Ya se que no hemantenido mucho contacto con ellos, queprácticamente solo ha existido elvinculo económico. Pero hoy herecibido la llamada de mi padre y le heencontrado preocupado. No debe deestar bien y me ha pedido que vayamos averles. Solo será unos días. Enseguidavolveremos a casa para poder tener alniño. Además, estás de algo más decinco meses, no creo que haya ningún

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problema por emprender este viaje queno durara más de quince días. ¿Qué teparece? ¿Te animas? así por fin sabrásdonde está Afganistán y como es mitierra. Todavía recuerdo la gracia que tehizo en nuestra primera cita que yoprocediera de ese país.

María hizo considerados esfuerzospara autoconvencerse de que seríadivertido, pero lo cierto es que aquelviaje no la colmaba de felicidad ni lehacía mucha gracia. No le apetecía enabsoluto, y más estando embarazada. Yacomenzaba a sentirse pesada, a sentirmolestias en los riñones y a sofocarsemás de lo normal por el aumento de

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peso que en los últimos días habíaexperimentado. Pero en el fondo sabíaque Nasrad tenía razón y que quedabanmás de cuatro meses para salir decuentas. Uno de los defectos de María esque nunca supo decirle no a su marido, yaquella vez tampoco lo hizo.

La planificación del viaje fuerápida. En unos días todo estabapreparado. Los pasaportes listos, losvisados concedidos, el permiso laboralpara quince días tramitado por laempresa y los billetes comprados.Viajarían hasta Pakistán y de allícruzarían la frontera con Afganistán paramás tarde alcanzar el pueblo natal de

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Nasrad, donde residía su familia.Las horas antes a iniciar el viaje,

María estaba nerviosa. Sentía que todoera demasiado precipitado, no entendíapor qué su marido no le había propuestocon más antelación su intención derealizar ese viaje, pero no queríaplantear ningún tipo de duda ni depregunta que pudiera contrariar aNasrad y distraerle de su deseo deemprender ese viaje a su tierra natal. Latarde antes de su partida, María quedócon Julia para verse y confiarle su lugarde destino y de estancia para lospróximos quince días.

—¿A Afganistán? María, no se si

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por tu estado, y teniendo en cuenta lascondiciones en las que se encuentra esepaís, te conviene viajar hastaAfganistán. Allí las cosas no están bien.Y menos para las mujeres. Están enplena guerra, María. Lo veo a diario enla televisión. ¿Acaso no ves latelevisión, no escuchas los telediarios?Nunca has estado en este mundo,criatura.

Pero a María le daba igual lo que enaquel momento le estaba contando suamiga y confidente Julia. Sabía que teníaque ir, querría acompañar a Nasrad, nopodía imaginarse pasar un solo día de suexistencia sin la presencia de su marido

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y prefería correr ese riesgo del quehablaba Julia y al que María decidió nodar mayor importancia.

—Volveremos pronto. En diez oquince días estaremos de nuevo aquí. Enese tiempo no da tiempo a que pasa nadamalo, ¿no crees, Julia? Veras comoantes de lo que te imaginas, estamosaquí de nuevo hablando y yo relatándotetodo lo bueno que me ha pasado enaquel país. Si puedo y me acuerdo, tetraeré algún recuerdo. Pero no teprometo nada.

María comenzó a contar los días quele faltaban para regresar desde queNasrad cerró la puerta de casa y ella se

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subió al taxi que les llevaría alaeropuerto. Todavía no habíaabandonado su calle, cuando ya echabade menos su hogar. María cogió confuerza la mano de Nasrad sin dejar demirar por la ventanilla del coche. Algole obligaba a aferrarse a el. No sabía loque era, pero necesitaba apretar esamano y sentir que el estaba allí.Comenzaba el viaje.

María no tenía especial miedo aviajar en avión. Lo consideraba un merodesplazamiento, un viaje como otrocualquiera. Había viajado muchas vecesjunto a Nasrad y nunca sintió ni temor, nicosquilleo en el estómago, ni le

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abordaron pensamientos de desastresaéreos como a muchas personas quehabía conocido. Sencillamente cerrabalos ojos y se imaginaba como sería elpaís con el que se iba a encontrar encuestión de horas, y con que lesorprenderían sus gentes. Así lo hizocuando su marido le regaló un viajesorpresa a Canadá. María no conocía niel continente americano ni aquel país delque tanto había oído hablar y por el quesiempre se sintió atraída, como sisupiera que aquella tierra encerraraalgún tipo de misterio que solo ellapodría descubrir el día que sedesplazara hasta allí. Simplemente le

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entusiasmo. A su regreso juro quevolvería a aquellos dominios y que no leimportaría vivir en Canadá durante unatemporada. María lo escribió en su listade cosas por conseguir a medio plazo ensu vida.

A María le gustaba viajar, conocernuevos paisajes, entablar amistad conpersonas de diferente lengua, cultura ycostumbres. «Me pasaría la vidaviajando. Con una mochila, unaszapatillas cómodas y mi marido al lado.No necesito más». Pensó que algún díapodría protagonizar su sueño. No pedíamás. Viajar. Recorrer el mundo. Dejarseatrapar por lo nuevo, lo desconocido y

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si todo ello iba envuelto con el celofándel misterio y la aventura, la ofertaresultaba aún más atractiva y apetecible.Pero aquella vez era distinto. Desde queel avión que les llevaba hasta Pakistán,para luego desplazarse hasta Afganistán,donde les estarían esperando los padresy el resto de familiares de Nasrad,despego de Londres, María notaba queen su interior algo le decía que aquelviaje sería distinto. Una sensaciónextraña se había alojado en su estómago,la cual María no dudo en relacionar consu avanzado estado de gestación. Eranseis meses y algunas semanas lo quellevaba contabilizado María de

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embarazo, pero la voluminosidad de suvientre parecía evidenciar que el bebéque amparaba en sus entrañaspresentaba más edad.

En el largo trayecto aéreo que lesllevo hasta Pakistán, con un par deescalas tan largas como pesadas, nopudo cerrar los ojos ni una sola vez. Ymucho menos conciliar el sueño, algopara lo que su marido no encontró mayordificultad. Prefirió mirar por laventanilla del avión, entablarconversación con su marido, si es que elsueño no le había vencido, oabandonarse en la aburrida y absurdalectura de alguna de las revistas que

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encontró estratégicamente colocadas enla parte trasera del asiento que leprecedía. María siempre abría esasrevistas y se iba directamente a lasección de venta a bordo. Disfrutabahaciéndolo, primero porque algunos deesos artículos la transportaban a unavida pasada, cuando se pasaba horasempaquetando los relojes que luegoaparecían en las hojas de aquellasrevistas y que siempre había tenidocuriosidad por saber quien y comoserían las personas que adquirirían eseproducto. Y segundo porque ibaeligiendo, entre la amplia oferta deobjetos, lo que ella se quedaría de todo

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lo que se mostraba en cada pagina.«Esta colonia. Estas gafas. Estoschocolates. Este anillo. Esta cremanutritiva. Este pañuelo». «Estepañuelo». A María le llamo la atenciónun pañuelo rojo y negro que aparecía enaquellas paginas de colores. Se pasó lamano por el pañuelo que llevabacubriéndole el pelo y el cuello. Habíaelegido para aquel viaje uno de colorazul celeste. Sencillo, nada llamativo,tradicional y discreto. Su marido lehabía recomendado que se llevara unoscuantos porque en el lugar del mundo alque se dirigían, la cultura del velo noera algo optativo ni voluntario, como

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podría serlo en Londres. Allí lasmujeres lo llevaban por cultura, porrespeto, por tradición, pero muchastambién lo hacían por miedo y porobligación, aunque María lodesconociera en aquel su primer viaje ala tierra que vio nacer a su marido.

Cuando llegaron a Pakistán, todavíales quedaba por delante un largotrayecto por recorrer. En el aeropuertoles esperaba el hermano de Nasrad pararecogerles y llevarles hasta la fronterade Afganistán. María pudo ver elasombroso parecido entre su marido ysu hermano mayor, aunque lo atribuyotambién a que ambos tenían la piel de un

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tono cetrino y una larga barba que cubríaparte de su rostro. «Aunque no separecieran en sus rasgos físicos, Daríala impresión de que son idénticos». AMaría le hizo gracia que allí todo elmundo se pareciera debido a laindumentaria y a las característicasfísicas que presentaban.

Desde que descendió del avión,María experimento como una ola decalor húmedo que progresivamente fuedesembocando en una sensación deahogo que le abofeteaba el rostro. Maríaquiso justificar lo que sentía por laprolongada duración del trayecto y porsu estado de buena esperanza. Fue como

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si nada más poner un pie en tierra, unbochorno incontrolado e inesperado sehubiese apoderado de ella y no lahubiese querido abandonar ni por unmomento.

—¿Te encuentras bien, María?El interés y la preocupación de

Nasrad respondió a la súbita lividez quehabía adquirido el rostro de su mujer.

—Claro. Solo un poco de calor.Nada más. ¿No tienes tú calor?

Nasrad no le contesto. Seguramenteni siquiera la escuchó, pues María habíaformulado la última preguntacoincidiendo con el encuentro entreNasrad y su hermano. María puedo ver,

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en un privilegiado segundo plano, comosu marido y su cuñado se abrazaban y sebesaban. Estuvieron hablando durante unrato. María se sintió algo incomodadurante unos segundos, aunque entendíaque era mucho el tiempo que Nasrad nohabía visto a su familia, y justificaba latardanza a la hora de realizar laspresentaciones.

Cuando por fin su presencia fueadvertida de nuevo, escuchó que sumarido, cogiéndola del brazo, le decíaalgo a su hermano y este a su vez sonríoa María y le dirigió unas palabras en unidioma extraño, que tan solo los doshombres conocían. No hubo besos, ni

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abrazos ni apretones de manos. Tan solosonrisas y amables gestos para queentraran en un coche. María no supo sila gente allí era tímida, despegada, pocofogosa a la hora de conocerse, osencillamente no era partidaria de unexceso de acaloramiento a la hora demostrar una bienvenida. Pero no pudoentender por qué le falto tiempo parabesar a su marido y sin embargo ella sequedó con el ademán de iniciar un beso.«Debe de ser normal aquí. Estoy en otropaís y aquí impera otra cultura. Peroalguien me la podía haber explicado»,pensó María, sin tampoco darle mayorimportancia.

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María estaba demasiado entretenidaviendo el devenir de aquella gente porel aeropuerto. Le llamo la atencióncomo todas las mujeres cubrían la mayorparte de su cuerpo y se alegro de haberido vestida acorde a los cánones decomportamiento de aquel país.

María acaricio su vientre duranteunos segundos. Este gesto maternalsiempre le sentaba bien. Le infundíafuerza y seguridad, le recargaba la dosisde ánimo y coraje que necesitaba y ledibujaba al instante una sonrisa en surostro.

Fueron muchas horas de viaje encoche las que invirtieron María, Nasrad

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y su cuñado hasta llegar a la frontera conAfganistán. Su marido le habíaexplicado con anterioridad que enaquella ocasión no viajarían hasta supueblo natal, en Afganistán, porque lasituación en aquel lugar se estabacomplicando y no quería correr riesgosinnecesarios. Su único interés, al menosen ese viaje, era que María conociera asus padres y a parte de su familia, pasarunos días, quizá un mes con ellos, yluego regresar a Londres para que sumujer pudiera dar a luz a su primer hijo.

Por este motivo, habían decididoque los padres de Nasrad y algunos desus hermanos y hermanas se desplazaran

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hasta un pueblecito sitiado casi en eltermino limítrofe de los dos países,Afganistán y Pakistán, donde vivíanotros familiares de Nasrad.

El cruce de la frontera fue algofarragoso. A María le llamo la atenciónla nutrida fila de personas que habíaesperando a poder franquear aquellimite territorial. Cuando por fin lohicieron, María pudo notar como lagestión recién fraguada se saldo con elposterior enfado de Nasrad, que noparaba de hablarle a su hermano, comosi algo le hubiese contrariado. Mástarde, María pudo saber que el cruce dela frontera le había costado a Nasrad

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tanto como el viaje que habían realizadode Londres a Pakistán. Algo en lo que noestaba ni mucho menos de acuerdo sumarido.

Por fin llegaron al pueblo que seconvertiría en su alojamiento temporal.No era muy grande ni pudo verse en suscalles mucha animación, aunque Maríapensó que quizá la hora no invitaba auna mayor presencia callejera de susvecinos.

A María le dio la impresión de queaquella casa que iba apareciendotímidamente en su campo de visión secorrespondía a una casa de campo. Notardo mucho en comprobar que la casa,

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más que de campo, era un hogarmodesto, humilde y sin grandes lujos.Más bien, ninguno.

Fue allí donde María conoció porprimera vez a los padres de Nasrad.Primero le fue presentado el padre, quea María le pareció un hombreencantador, bonachón aunque algocallado y tímido. Y luego Nasrad lepresentó a su madre. María sabía quedebía llevarse bien con esa mujer.Conocía perfectamente la leyenda negraque corría en todo el mundo sobre lassuegras y, aunque sabía que no iba averla mucho, quería tener en ella unaaliada y no un enemigo. Sabía que

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aquella mujer había dado la vida alhombre que amaba y que si no hubiesesido por ella, María no hubieseencontrado la felicidad.

El primer contacto fue cordial peroalgo extraño. A María se le antojabaincomoda la situación y estabaconvencida de que su desconocimientototal y absoluto del idioma nativo no lepermitía una mayor complicidad con lafamilia de su marido. La contrario perono tuvo más remedio que aceptarlo.

Durante las dos primeras semanasque se cumplieron de su estancia enaquel lugar, María invertía parte de sutiempo en intentar agradar a su suegra y

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en lograr un acercamiento cómplice.Nasrad le había hablado de ella, decomo había sacado adelanteprácticamente en solitario a toda sufamilia, del esfuerzo y trabajo que sehabía visto obligada a realizar parasacar adelante a todos sus hijos y decomo había logrado vencer lasdificultades y los reveses cuando lasguerras y la necesidad casi perpetuahabían acompañado a su familia. Maríala admiraba y se esforzaba por qué se lenotara. Pero no pudo estar segura de quelo consiguiera.

El resto del tiempo lo pasaba con sumarido. Difícilmente se separaba de el.

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Prácticamente no salieron de aquellacasa, lo que profundizo en María elsentimiento de aburrimiento que laacompañaba desde que se levantabahasta que volvía a acostarse.

Por si no tuviera bastante conaquella sensación, María venía sintiendomolestias en su embarazo.

Se sentía pesada y cada vez se lehacía más complicado imprimir ciertamovilidad a sus actos. Pero lo que másla preocupaba a María es que, desdehacía una semana, notaba como si algoejerciera una continua presión sobre suvientre. El ardor de estómago que veníaacompañándola desde hacía un par de

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meses parecía haberse acentuado y leprovocaba un continuo malestar físico.María no veía el día en el que por finpudiera regresar a Londres y poderterminar allí el ciclo de su primerembarazo.

Una noche, María ya no pudo ocultarsu evidente malestar. Los dolores erandemasiado fuertes. Nasrad hizoparticipe a su hermano, medico deprofesión, que tenía conocimientossuficientes para entender la situación enla que se encontraba su mujer. Nasradestaba preocupado y era algo que odiabaMaría. Pero cuando le comunicaron eldiagnóstico de su estado, ya no pudo

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pensar más en la preocupación quepudiera o no sentir su marido, queinmediatamente pasó a un segundoplano.

Sencillamente, no podía creer lo quesu marido le estaba traduciendo,intentando ser lo más optimista posible.Pero no lo logró.

—María. Mi hermano dice que estásen un estado demasiado avanzado paraemprender un viaje en avión y quepodría ser perjudicial para el niño. Creeque no te falta tanto tiempo para dar aluz como creíamos y que el niño va avenir antes. Y nos aconseja que nosquedemos hasta que llegue ese momento.

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Luego, cuando te recuperes, podremosirnos.

María sintió que aquella noticiaacababa de robarle el oxigeno quenecesitaban sus pulmones y que habíaparado en seco su corazón. Aquello noencajaba en sus planes. Aquello lesupuso el mayor disgusto de su vida.

—¿Aquí? Pero eso no es posible.Yo no puedo tener a nuestro hijo aquí,Nasrad. No puedo. ¡Si ni siquiera me havisto un medico! ¡Ni siquiera serealmente donde estoy! María no sabíacomo podía estar viviendo aquello, perotenía claro que no podía ser cierto.

No puedo. No puedo y tampoco

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quiero. Quiero irme a casa, Nasrad, yquiero hacerlo ahora mismo. Quierotener a mi hijo en Londres. Tal y comohabía planeado. Tal y como habíamosproyectado.

María se pasó toda aquella nochellorando y dándole vueltas a la increíblesituación en la que se encontraba. Noentendía por qué no podía regresar loantes posible a Londres y rechazabacreer el diagnostico realizado por sucuñado.

Pero no le quedó más remedio queaceptarlo y fiarse de el. Sobre todocuando en los días posteriores a conoceresta noticia, fue notando que la presión

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que notaba en su vientre los díasanteriores se había desplazado hastaalojarse en su vagina. Y pensó que quizáal hermano de Nasrad le asistía la razón,y que su primer hijo vendría antes de loprevisto. Le resultaba doloroso ytraumático que fuera en esas tierrasdesconocidas y extrañas para ella. Perola realidad pesaba demasiado y no tuvomás remedio. Sencillamente lo acepto.

María no pudo evitar seguir dándolevueltas a la cabeza sobre como sería elparto y en que lugar Daría a luz a suprimer hijo. Le provocaba auténticoterror que el momento llegara y leangustiaba que tuviera que ser en esas

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tierras. Le hubiese gustado haber tenidoen aquellos momentos la compañía y elconsejo de su gran amiga Julia, para quela reconfortara con sus sabias palabras,y le explicara en que iba a consistir todoy como iba a reaccionar cuando llegaseel esperado momento. Pero Juliaquedaba lejos, tan lejos como susansiados planes de dar a luz en Londres.Así que María decidió comentárselo asu marido.

Nasrad, a su vez, se lo comentó a sucuñada, la mujer de su hermano medico,que tenía algún conocimiento facultativoadquirido a través de la observación delejercicio de su marido. Además, era la

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encargada de tratar a las mujeres de lafamilia que enfermaban, ya que elhombre no podía hacerlo, al no poderasistir a una mujer, tal y como la leytalibán había impuesto.

Un día, María decidió plantear laidea de ir al hospital para que le vieraun ginecólogo y le dijera como iba suprimer embarazo. Estaba a punto deparir y todavía no le había visto ningúnespecialista. Cuando su marido lopropuso ante los miembros de sufamilia, todos se le quedaron mirandocomo si de sus labios hubiese salido lamayor barbaridad del mundo. Semiraron como si no pudieran dar crédito

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a lo que sus oídos habían escuchado.Hasta que alguien decidió explicarle enque consistía la supuesta barbaridad.Cuando lo supo, Nasrad se lo explicó asu mujer. Le costo encontrar laspalabras, pero optó por escoger lacrudeza en su argumentación antes quelas falsas esperanzas que podríanrepresentar una dificultad para su mujer.

—María, lo que te voy a decircomplica aún más nuestros planes defuturo. Pero tienes que ser fuerte y saberque yo estaré contigo durante todo estetiempo. Nasrad trago saliva y comenzó aexplicarle a su mujer lo que su familia lehabía comunicado hacía apenas unos

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minutos. Va a ser imposible que te veaun medico. Y también que des a luz enun hospital. Quítatelo de la cabeza,María. Olvídate. Cuanto antes lo hagas,mejor. Estás en Afganistán y esto notiene nada que ver con el mundo del quevenimos. Aquí está prohibido que unamujer pise un hospital y sea atendida porlas manos de un hombre, que son losúnicos que pueden ejercer comomédicos. A las mujeres se loprohibieron cuando los talibanes seinstalaron en el poder, incluso echaron alas doctoras que ya venían ejerciendodesde hace tiempo y negaron a lasmujeres el derecho de estudiar una

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carrera, también la de Medicina. Con locual ni un medico especialista puedeverte ni vas a poder dar a luz en unhospital. María, en este país las mujeresdan a luz en sus casas, sin la asistenciafacultativa que se dispensa en otrospaíses.

Nasrad paró de hablar durante unosinstantes, pero al ver la expresión detristeza en el rostro de María, sintió quedebía seguir hablándole. Cogió lasmanos de su mujer en un gesto decomplicidad y se las apretó comoqueriendo infundirle toda la fuerza y elapoyo que sus palabras le estabanrobando sin piedad alguna. Y prosiguió.

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—Es imposible, María. Olvídalo.Mi madre te ayudara a tenerlo como haayudado a todas las mujeres de mifamilia. Y quiero que sepas que yotambién estaré contigo. No te preocupes.Todo saldrá bien.

Aquella explicación de Nasradsobre como estaba la situación en elpaís había roto por completo el sueño deMaría de dar a luz en un hospital, comosiempre había imaginado que sucedería,como estaba establecido en su cabeza,como creía que ella tenía derecho comotoda mujer. Pero al parecer, en ese país,no.

Llegó el día en el que María sintió

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romperse por dentro. Sentía como unaespecie de río salvaje corría entre suspiernas y que el dolor le obligaba adoblarse, impidiéndole mantenerseerguida.

Enseguida las mujeres le ayudaron,llevándola hasta una habitación de lacasa que días antes había sidoacondicionada con unos colchones yunas mantas cuando supieron que MaríaDaría a luz en aquel lugar.

Ella lloraba, gritaba, maldecía, nopodía aguantar el dolor y lo que lepareció peor, sabía que nada le daríanen aquella circunstancia que pudieracalmarle. María intentó mantener la

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calma, pero le resultó imposible.Intentaba obedecer, seguir las pautas quele iban dictando sus cuñadas en cuanto ala respiración; algo que le resultó muycomplicado porque María seguía sinentender el idioma en el que hablaban yen ese momento Nasrad no estaba paratraducirle nada. Su presencia en el partoestaba prohibida por las propiasmujeres.

María intentaba poner en práctica loque había visto mil veces en laspelículas. Procuraba recordar en quemomento tenía que coger aire y en cualexpulsarlo, aunque el ritmo de esteejercicio lo podía seguir fácilmente

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María mirando los gestos de las mujeresque allí la acompañaban.

Cuando su suegra le dijo que iba arajarle un poco para que el niño salieracon mayor facilidad, María se reclinó,cerró los ojos y se encomendó a sudestino. Solo quería que aquelloterminara pronto. Sintió que la cuchilladesgarraba su carne, pero al contrariode lo que pensaba, apenas notó dolor.Los dolores del parto estaban siendo tanfuertes que seguramente actuaron comoimprovisada anestesia. Cuando la suegratermino de rajarle, todo fue más rápido.Justo cuando María creyó que iba adesfallecer y que ese era el momento en

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el que se despediría del mundo, escuchóa su suegra: «Es un niño, María. Hastenido un hijo. Pequeño, pero vienesano, al menos no le falta nada». Habíaestado cinco horas de parto, pero aMaría le parecieron tres meses, y esoque el alumbramiento, aunque con másdolores de los que María habíaimaginado, no presentó ningunacomplicación seria. Su suegra le colocóa su hijo sobre su regazo para que vieralo que había traído al mundo. Alguien lohabía lavado previamente y envuelto enuna tela limpia. María, con las pocasfuerzas que le restaban después de cincohoras alumbrando, separó los pliegues

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de la tela que cubría el cuerpecito de suhijo para asegurarse de que todo estababien, tal y como su suegra le habíaaugurado. Se enterneció cuando vio laspiernecitas, los bracitos, y el abultadoombligo. Se extrañó de lo pequeño queera, pero pensó que no podía esperarmás de un niño tan prematuro. Calculoque pesaría aproximadamente dos kilos.Deseo que su pequeño hubiese nacido enEuropa para que lo pesaran, lo midieran,comprobaran que su estado era elidóneo, se aseguraran de que todo ibabien y que ningún problema podríapresentarse que amenazara la vida de supequeño. Anhelo que una enfermera

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viniera a recogerlo para colocarlo enuna cuna limpia y preparada con todolujo de detalles al lado de la cama de sumadre, y le dispensara al pequeño todotipo de mimos y cuidados, los querequiere y merece un recién nacido, y leconfeccionara el cuadro de vacunas alque todo niño tiene derecho. Pero allíno. Allí no había médicos, nitratamientos, ni vacunas. Allí no habíanada, excepto una mujer recién parida yun hijo recién nacido. En ese momentole sobrevino un temor que hasta entoncesno había aparecido. Tuvo la certidumbrede que el niño moriría, que erademasiado pequeño e indefenso para

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poder sobrevivir en aquel paraje y enaquellas circunstancias. Quería llorar,pero ya no le quedaba más agua en suinterior para expulsar. Le beso, leabrazo contra su cara y pensó en lailusión que le haría a Nasrad saber quehabía tenido un hijo varón. El sexo de suhijo fue algo que ningún ginecólogo enLondres les pudo asegurar conseguridad, por lo que cuando su suegrale comunico a María que había tenido unniño, se alegro por su marido. Elprefería un hijo varón. Según le habíacomentado su marido durante el viajeque les llevo a Afganistán, en lacivilización de la que el procedía tener

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una niña era más problemático. Nadiequerría a las niñas. No Servían paranada. En cambio los niños crecerían,ayudarían a mantener económicamente elhogar y serían ellos los que se ocuparíande los padres una vez estos se hicieranmayores y no pudieran valerse por simismos. A María le pareció horribleaquella mentalidad y dio gracias por notener que vivir en un país donderepudiaban a un recién nacido por elsimple hecho de ser niña. Después deunos segundos, las mujeres le quitaron alpequeño de sus brazos porque tenían quecurarla. No hubo puntos para unir lacarne destrozada después del parto. Su

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suegra le untó en la herida abierta unaespecie de pasta hecha a base de hierbasnaturales, agua y barro con el fin de quecicatrizara lo antes posible. Debíamantenerse con las piernas cerradas,completamente quieta y alguien debíacambiarle aquella curiosa cataplasmapor una nueva cada dos o tres horas.María estaba tremendamente cansada ydolorida, y solo tenía ganas deabandonarse al sueño. Pero el ajetreo asu alrededor era tal que difícilmente lopudo conseguir.

Finalmente cerró los ojos, y aunquenotaba un molesto escozor en la heridadel parto, intentó dormir, no sin antes

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pensar en lo distinto que hubiese sidoaquel alumbramiento en Londres, enMallorca o en cualquier lugar que nofuera aquel donde se encontraba. «Hastaen la Edad Me día vivirían mejor yDaría a luz a sus hijos en otrascondiciones». La despertó Nasrad conun beso en la frente. Su marido leacariciaba el pelo, que María notabahúmedo, sin duda por el sudoracumulado durante el esfuerzo del partoy por la fiebre que aún tenía.

—¿Has visto a tu hijo? —preguntoMaría, que ya lucía en su mirada,probablemente sin ella saberlo niproponérselo, un halo de maternidad.

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—Si. Es precioso. Gracias, María.Muchas gracias. Me has hecho elhombre más feliz del mundo. Y todo telo debo a ti.

Por primera vez María vio a sumarido llorar, y aquel descubrimientoindiscreto la lleno de alegría y le dibujouna sonrisa que estuvo presidiendo sucara durante buena parte de la tarde.Nasrad no ceso de besar y acariciar a sumujer, de hacerle confidencias al oídoque versaban sobre un futuro mejor y,desde luego, lejos de aquel lugar. Maríasujetaba con fuerza la mano de sumarido. Querría asegurarse de que no sefuera de su lado. No podía dejar de

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pensar que todo hubiese sido mássencillo y llevadero si su maridohubiese estado a su lado en el momentodel parto, para ayudarla, para apoyarla.Tan solo el sonido de su voz hubiesetranquilizado bastante a María, comosolía sucederle.

Pero estaba contenta y esperanzadaYa habían hecho lo más difícil. Dar aluz a su hijo. Ahora restaba tan solorecuperarse del parto y planear la vueltaa casa. Y en esa ocasión, serían tres.María sonrío al pensar que ya eran unaverdadera familia.

Aquel pensamiento lleno defelicidad le hizo transportarse con el

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pensamiento, y durante unos minutos,hasta su Mallorca natal. Pensó en lofeliz que se sentiría su padre al saberque había tenido un nieto.

En los días posteriores, el cuerpo deMaría no estaba para muchas fiestas,pero su marido le anuncio la proximidadde un festejo al que no era convenienteque faltase: la celebración que sufamilia había preparado con motivo dela llegada de su primer hijo. Nasrad leexplicó grosso modo a su mujer en queconsistía la curiosa ceremonia. Cuandosu marido termino con la exposición,María no dejó de sonreír, perodifícilmente pudo evitar abrir los ojos y

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pensar «¡qué horror!, ¿y a mi pobre hijole van a hacer eso?». Supo que no podíaoponerse a que la familia ofreciese elrecibimiento tradicional al nuevomiembro de la familia.

Asistió a todo aquel ritual con ciertasensación de angustia y de miedo a loimprevisible, a pesar de la informaciónfacilitada por su marido. O precisamentepor eso.

Tal y como le había confiado sumarido, nada más nacer el pequeño, losfamiliares de Nasrad habían cogido alniño y habían colocado debajo de sulengüecita una suerte de pasta de dátil,de textura similar a la mermelada, que

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habían elaborado horas antes, algo queMaría no había podido ver porque sehallaba exhausta después del esfuerzoque le supuso el parto. Después de sietedías, el ritual continuo y fue cuando unfamiliar le susurro al oído derecho delniño una plegaria en la lengua natal delos allí presentes. María no pudoentender nada, pero su marido lecomentó que todo eran parabienes ydeseos de un futuro mejor. María no lotuvo muy claro, pero prefirió nopreguntar más. Era una plegariatradicional y punto. Después de quetodos los miembros de la familia sereunieran a rezar, con la consabida

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separación entre hombres y mujeres,estas últimas ocupando siempre un lugarpor detrás de los hombres, leadjudicaron al pequeño el nombreelegido por Nasrad, Abdullah, y que aMaría le había parecido bien. A partirde ese momento comenzó la fiesta.

Apareció en escena un hombre alque María no había visto conanterioridad. Credo entender que no eranadie perteneciente a la familia, sino unamigo que se encargaría de llevar acabo la ofrenda con motivo delnacimiento de Abdullah, que no era otraque degollar un cordero ante los allípresentes.

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La visión de la sangre manando araudales por la profunda herida delanimal le desagrado tanto a María quepor un momento Temió perder elequilibrio y la conciencia. Pero aquellavisión le pareció un juego de niñoscuando se percato de que aquel hombrese disponía a untar con la sangre delanimal degollado los pies, las manos ytambién la cabeza de su hijo. Y lo hizoante una María que se veía superada porlos acontecimientos y a la que unaextraña fuerza la mantuvo paralizadadurante todo el ritual. María no veía elmomento de retirarle a su pequeño todaaquella sangre seca que había formado

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una desagradable costra al contacto conla arena, porque, siguiendo lasindicaciones de no supo exactamentequien, tuvo que hacer que lasextremidades de su hijo manchadas desangre tocaran la tierra de aquel lugar.

Sin embargo, espero a limpiarlepara no ofender las creencias y ladedicación con la que los presentesestaban llevando a cabo el ritual debienvenida a su hijo.

Cuando todos estaban inmersos yentretenidos en la preparación de lacomida, abundante como nunca, algo quetambién llamo la atención de María —quien jamás había visto semejante

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cantidad de comida desde que llegó aaquel lugar—, se alejó con su hijo enbrazos para retirarle en lo posible losresiduos de la sangre del animal que aúnquedaban esparcidos por sus manos ysus pies. Como no tenía agua suficiente,María decidió limpiarle utilizando supropia saliva. Así transcurrió la primeraJornada festiva con motivo delnacimiento de su hijo. Esa misma nocheMaría le pregunto a su marido cuandotenía pensado que abandonaran aquelpaís. Quería que su hijo fuera visto porun medico y ella también lo necesita.Tenía miedo a una posible infección,dadas las condiciones del parto, y

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quería asegurarse de que el niño nopresentara ninguna anomalía. Su maridole prometió que en unos días estaríanviajando hacia Londres. El tiemposuficiente para que María se recuperasetotalmente y pudiera iniciar el viaje enunas condiciones físicas adecuadas.

Y así lo hicieron. Los díasposteriores fueron duros para María.Nadie la visito ni a ella ni a su hijo paracomprobar que todo iba bien y que surecuperación estaba siendo correcta. Altercer día, María ya se preparaba y secolocaba ella misma la pasta elaboradaa base de hierbas, agua y barro queayudaba a cicatrizar la herida. Sus

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cuñadas insistían en que la manera en laque trajo al mundo a su primer hijo fuesin duda la mejor. Para convencerla, nodudaron en contarle historias de mujeresque habían fallecido después de ponerseen manos de los matasanos y de loshechiceros del lugar, que eran lo másparecido a un medico que existía enaquellos parajes, aunque aquellos notenían ni estudios ni preparación, ybasaban su medicina en las tradicionesrurales que se habían mantenido degeneración en generación. Incluso una desus cuñadas se animó a mostrarle laenorme y deforme cicatriz que lucía a lolargo y ancho de su vientre debido a una

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cesárea que le había realizado uno deestos brujos que aseguro ser medico.Estuvieron a punto de morir ella y suhijo, y de recuerdo aquel impostor lehabía dejado aquella cicatriz que laacompañaría el resto de sus días pararecordarle que un día cometió laimprudencia de ponerse en manosindoctas. Al observar María aquelladesproporcionada cicatriz, se consolópensando que al menos ella no habíasufrido complicación durante el parto yque su herida, aunque luciera aquelespantoso estado, la tenía en un lugaroculto. María no volvió a mencionar laposibilidad de una consulta facultativa.

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Desterró para siempre esa opción hastasu vuelta a Londres.

Su suegra la ayudo bastante enaquellas primeras semanas posterioresal parto. Como María no tenía muchaleche en sus pechos, ya que el niñohabía nacido demasiado prematura y suorganismo no tuvo el tiempo requeridopara producir la leche suficiente paraalimentarle, la madre de Nasrad laayudaba hirviendo leche de cabra queaguaba con un poco de agua y queintroducía más tarde en la membrana deuna ubre arrancada a un animal para quepudiera hacer las veces de tetina. Estocubría la escasez de leche materna.

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María tenía un sentimiento parecidoa la admiración hacia su suegra. Veía lomal que lo había pasado ella y queseguía pasándolo con el nacimiento desu primer hijo, y pensó en lo que debióde sufrir ella para dar a luz y criar adoce hijos —nueve niños y tres niñas—,y hacerlo, además, en plenatrashumancia de un pueblo a otro,huyendo de la guerra, de lasocupaciones y de los problemas quetodo ello acarreaba.

Mientras alimentaba a su hijo, Maríapensaba muy a menudo en su familia.Hacia mucho tiempo que no habíahablado con ellos. No había compartido

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con ningún miembro de su familia sunuevo estado civil ni mucho menos elnacimiento de su primer hijo. Nisiquiera sabían que vivía en Londres, nimucho menos había tenido ocasión deexplicarles su paradero ni su situación.Quería ahorrarles disgustos ypreocupaciones y si compartía con ellossu presente, sin duda les alarmaría.

Se pasaba horas pensando en lo felizque se sentiría su padre al saberseconvertido en abuelo. Ese era uno de losalicientes con los que contaba María. Ya él se aferraba con fuerzas y congrandes dosis de ilusión y esperanza. Seprometió a si misma que en cuanto

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saliera de aquel lugar, una de susprimeras decisiones sería ir a visitar asu familia a Mallorca. Ya era hora denormalizar su situación familiar. Ahora,con su hijo en brazos, lo entendía mejorque nunca. Ahora sabía lo quesignificaba cuidar y atender a unafamilia. Y creyó que había pasadodemasiado tiempo sin verles nidedicarles el tiempo necesario.

Por fin llegó el deseado día en elque María se sintió totalmenterecuperada y pudo dar el visto bueno asu inmediato regreso a casa. Habíanpasado dos meses largos desde quellegaron a Pakistán y era hora de volver.

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Nasrad se encargo de realizar todos lostramites relacionados con el viaje devuelta.

La despedida fue rápida y amable.María llevaba a su hijo en brazos y nopodía ni quería desprenderse de lasonrisa que presidía su cara.

Viajaron en el mismo coche con elque el hermano de Nasrad les recogió asu llegada al país. María apenas miró elpaisaje que podía apreciarse a través dela ventana del automóvil. Parecía tenersolo ojos para su hijo.

Cuando llegaron al aeropuerto,María y Nasrad se despidieron delhermano, ya que nadie más de la familia

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les había acompañado. Tampoco enaquella ocasión hubo beso ni abrazo aMaría por parte de su cuñado, pero nisiquiera lo extrañó. Esta vez sus brazosestaban llenos. Y no cabía nadie más.

Cuando llegaron a Londres, una finapero intensa lluvia les dio la bienveniday María no pudo dejar de entenderlocomo un buen presagio. Y sonrío.

Los días posteriores los invirtió enpresentar a su pequeño a sus conocidos.La primera en conocer al primer hijo deMaría fue su amiga Julia, que no podíadar crédito cuando conoció en quecondiciones había traído a aquelpequeño al mundo. Y eso que María no

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quiso imprimir mucho dramatismo a surelato y decidió ahorrarse variosdetalles que hubiesen escandalizado aúnmás a una atónita Julia.

—Te dije que serías capaz decualquier locura por ese amor quesientes, y veo que no me equivoque nada—Julia creyó que era el momento deinsistir en su recomendación amistosa.María, no he conocido a nadie como tu.Jamás creí que una persona podía llevarsu enamoramiento tan lejos como lollevas tu. Ten cuidado con ese amor yhasta donde puede llevarte.

María estaba feliz. Lucia comomadre orgullosa y eso le encantaba.

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Daba todos los días interminablespaseos con el carrito del bebe. Serecorría los parques, las calles, lasplazas. Sentía la necesidad de mostrar asu hijo todo lo que aquella ciudad lepresentaba ante sus ojos y también ellase sabía en la necesidad de comprobarcada día que despertaba queefectivamente se encontraba en Londresy que la aventura vivida en Afganistánhabría quedado atrás. Como unrecuerdo. Como un episodio franqueadoy superado.

María no olvido la promesa que sehizo a si misma estando todavía enAfganistán. Sabía que no quería ni podía

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tardar mucho más en organizar el viajeque la llevaría a visitar a su familia enMallorca. No podía dejar de pensar enellos, sobre todo cuando tenía a supequeño entre sus brazos. «¿Cómoestará mi padre? ¿Me habrá perdonadopor marcharme sin explicarle nada?Seguro que cuando me vea meobsequiara con una de sus charlas sobrela responsabilidad que tanto le gustan yque en igual medida me sacan a mi demis casillas. Pero se le pasará en cuantoconozca a su nieto. ¡Se va a volverloco!, con lo que le gustan a él los niños.Y mi hermana Rosie, y mi hermanoPedro. Ellos seguro que si me

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comprenderán. Ya deben de estaracostumbrados. Son tan buenos. Laverdad es que tengo muchas ganas deverles». María cogió una agenda marrónque guardaba en uno de los cajones deun pequeño aparador que había en suhabitación.

Sabía que allí encontraría el numerode su hermana Rosie. Lo sabía desdeque llegó a Londres. Lo sabía desdehacía casi siete años en los que habíadecidido guardar silencio y distanciacon su familia. Hubo, sin embargo,muchos momentos en los que estuvotentada de abrir ese cuadernillo repletode historias pasadas y marcar aquel

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numero de teléfono que representaba elencuentro familiar. Pero nunca encontróla fuerza suficiente ni la necesidad pararealizar finalmente esa llamada. Sinembargo, aquella vez era distinto.Quería hacerla. Necesitaba marcar esenumero.

Se apresuro a buscar el teléfonoentre las hojas de aquella libreta.Mientras lo hacía, no entendió la razónde su búsqueda porque María recordabaperfectamente el numero de su hermanaRosie. Pero siguió haciéndolo porquecreyó sentirse más segura, disfrutabadilatando en el tiempo el encontrar aquelnumero y le gustaba verse buscando esa

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información que llevaba grabada en sumemoria desde hacía muchos años.Rosie siempre era la persona que,pasara lo que pasara, María siempreencontraría dispuesta a ayudarla. Nuncafallaría.

María sonrío cuando encontróescrito el numero de teléfono.Comprobó el numero y vio que sumemoria no le había fallado. Por sumente pasaron mil vivencias junto a suhermana que siempre habían comenzadomarcando aquel numero. Y lo volvió amarcar.

—¿Rosie? Soy María. Soy tuhermana.

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Durante unos segundos, solo pudoescucharse un largo e interminablesilencio que hizo temer a María que obien se había confundido al marcar oque ese numero ya no correspondía a suhermana, después de tantos años. Perono se había equivocado.

—¿María? ¿De verdad eres tu? Nome lo puedo creer. María, ¿cuántotiempo ha pasado? ¿Por qué no hasllamado antes? ¿Estás bien? ¿Dónde…?

—Rosie, no me hagas más preguntas,que no vamos a tener de que hablarcuando nos veamos. He pensado, si noos parece mal, viajar hasta Mallorcapara haceros una visita. Rosie, tengo

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muchas cosas que contarte. Me hecasado y tengo un hijo.

Rosie no sabía si darle laenhorabuena o echarle en cara que no lehubiese dicho nada hasta entonces. Ydecidió seguir escuchándola.

—Y quiero que le conozcáis. ¿Quéte parece? ¿Puedo hacerlo?

A Rosie le extrañó que su hermanale preguntara por la posibilidad de haceralgo cuando siempre había hecho lo quehabía creído oportuno sin pedir permisoni dar explicaciones.

—Pues claro, María. ¡Cómo no meva a parecer bien! Pero ¿dónde estás?¿Desde donde me llamas? ¿Dónde has

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estado durante todo este tiempo?—Estoy en Londres. Vivo aquí. Pero

te he dicho que no me hagas ahora máspreguntas. Mira. Me voy a acercar a laagencia de viajes a comprar el billete ycuando sepa que día y a que hora llego,te vuelvo a llamar para decírtelo. Porcierto, ¿cómo está papá?

—Está bien. Con sus achaques, elhombre. Pero seguro que se va a alegrarmucho de verte. Igual que todos, María.

—Yo también me alegrare de verosa todos. Te llamo en unos días y tecuento, Rosie. Estoy deseando verte,hermana.

María comenzó a organizar su viaje.

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Decidió que lo más conveniente sería irsola, con la única compartía de su hijo yasí se lo comunico a su marido. Nasradlo entendió perfectamente y accedió aldeseo, más bien decisión, de su mujer.

María continuaba sintiendo ciertotemor a un posible rechazo familiar, enespecial por parte de su padre, por laraza y la religión de su marido.Comprendía que la sorpresa seríaexcesiva y no querría disgustos, nidiscusiones, ni momentos tensos en elreencuentro con su familia. Por esotambién determino no ir con velo averla. No podía ni realmente queríaimaginarse la reacción de los suyos

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cuando la vieran llegar con aquellaindumentaria. Era una historiademasiado larga y complicada de contarpara que su familia llegara a unaconclusión, seguramente equivocada,ante la simple visión de una Maríaenvuelta completamente en un trajeamplio y con la cabeza totalmentecubierta. Necesitaba más tiempo y sobretodo ganas para explicarle a su familiael porque de aquella transformación tanradical. Y la idea tampoco le apetecíamucho. «Iré poco a poco. No quieroprisas. Será mejor». Decidiódesempolvar sus vaqueros y suscamisetas, aquellas que tanto le gustaban

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cuando llegó a Londres y por las que serecorría media ciudad en busca de lasmás bonitas. Pero de poco le sirvió. Sedio cuenta de que la mayoría de aquellaropa había quedado pasada de moda yque después del parto María habíacambiado sus medidas y aquellaindumentaria le quedaba algo estrecha.Decidió salir a comprarse algo de ropanueva, aprovechando también paraadquirir algún regalo para su familia.

A los pocos meses de su llegada deAfganistán, María volvía a subirse a unavión. Esta vez, con su hijo en brazos ycon destino al aeropuerto de Mallorca.Se despidió de Nasrad, quien la había

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acompañado hasta el aeropuerto y queno dejaba de observarla por la forma enque iba vestida. Pero no era una miradade desaprobación. Sencillamente,llevaba años sin ver a su mujer vestidade aquella manera y le costabareconocerla. Pero le hacía gracia.

—A ver si no vas a volver y meabandonas aquí en Londres —bromeóNasrad.

—Y si fuera así, ¿irías a buscarmecomo en las películas, para llevarmeotra vez contigo? —le siguió la bromaMaría.

—No sé. Vestida así… no sé.Ambos se besaron y María le

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prometió que estarían en contacto.Estaría con su familia aproximadamenteun mes 0 quizá algo más, aprovechandoel buen tiempo que el verano sin dudallevaría hasta la isla.

A María el viaje se le hizo cortoteniendo en cuenta que los últimosrealizados se perdieron en innumerablesescalas que lograban agotarla. Esta vezno. Fue un vuelo rápido y sencillo, loque agradeció más por el niño que porella.

El reencuentro con su familiadespués de tantos años fue cordial ylleno de emociones. Hasta el aeropuertose habían acercado su hermana Rosie y

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su hermano Pedro. En casa la esperabasu padre. Rosie le explicó que llevabaunos días que no se encontraba bien yque había preferido quedarse en casapara esperarles.

Cuando por fin llegaron a la casafamiliar, María se fundió en un fuerte ylargamente extrañado abrazo con supadre. Había imaginado aquel momentomuchas veces y de muchas maneras.Pero sin duda aquel instante supero concreces lo que su imaginación habíacreado para tan conmovedora ocasión.La emoción se multiplico cuando elpadre de María cogió en sus brazos a sunieto. No pudo dejar de besarle, de

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hablarle, de colmarle de mimos, deobservar todos y cada uno de susmovimientos infantiles, de reírse con susgracias. Le miraba como si fuera unregalo de Dios, como si aquella hubiesesido la mayor y mejor sorpresa que ensu vida hubiera recibido. El padre deMaría estaba feliz de tener en su casa asu hija y de que esta no hubiese llegadosola. El nieto parecía haberle devueltola salud que según su hermana Rosiehabía ido perdiendo en los últimosmeses. No dudaba en tirarse por el suelopara jugar con el pequeño. Se ofrecíavoluntario para bañarle, para darle decomer, para vestirle, para sacarle a dar

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un paseo por la calle. Sencillamente, leencantaba presumir de nieto.

Lo que ya no le gusto tanto, aunquetampoco insistió en que se hicierademasiado patente, es que su hija, laniña de sus ojos, se hubiese casado conun hombre musulmán. No encajo bien lanoticia, pero no quiso que se le notaraen exceso. No entendía como su hija nose había encontrado a alguien de sumisma religión, sus mismas costumbresy con idéntica concepción de la vida. Yeso que María no estuvo prolífica endetalles sobre su nueva vida, aunque selo había prometido a su hermana. Másbien al contrario. No les contó nada

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sobre su conversión al islam, sobre eluso del velo y mucho menos les detallosu viaje a Afganistán y su experienciacomo parturienta primeriza en aquellastierras. Estaba convencida de queaquello ya no le haría tanta gracia comocuando decía a sus conocidos, medio enbroma pero también como manera dequitarle hierro al asunto e ir aceptándolomejor, «mi hija se ha casado con unmoro. Y se acabo. Se ha casado con unmoro y punto».

Las semanas pasaron pronto, yMaría decidió no alargar más suestancia en Mallorca porque echaba demenos a Nasrad. Conversaba con el por

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teléfono, pero cada vez que lo hacía, sequedaba triste, casi no hablaba y noaparentaba tener muchas ganas de estarcon el resto de la gente. Su marido laanimaba a quedarse más con su padre ysus hermanos si así lo deseaba, pero ellalo echaba demasiado en falta.

María decidió cerrar su vuelo deregreso y despedirse de su familia.Hubo promesas de llamarse a menudo,de no cortar la comunicación entre ellos,de que no transcurriera tanto tiempohasta que se volvieran a ver y de hacerlopronto.

Beso uno a uno a todos los hermanosque habían ido a despedirla al

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aeropuerto y tuvo que ir recogiendotodos los regalos que le habíancomprado sus familiares para que sellevara a Londres, en especial artículosde alimentación.

—Al final voy a ir como los catetos,con tres mil ensaimadas, una encima deotra. ¡Me va a mirar todo el avión comosuelo yo hacer cuando les veo entrar consemejante torre de cajas!

Lo más doloroso fue la separacióndel padre de María y de su reciénconocido nieto. A María le dolió y notermino de entender por qué su padrebesaba al niño como si no fuera avolverle a ver en la vida. Pudo apreciar

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en el rostro de su padre una tristeza deanciano que no había visto nunca conanterioridad. La mirada de su padre lepareció la más triste del mundo y sesintió sobrecogida. Beso a su progenitory le prometió que volverían a verse muypronto y que se fuera preparando paraviajar hasta Londres porque allí leesperaba su nieto para llevarle de lamano a dar una vuelta.

Aquella fue la última vez que aquelhombre vio a su nieto. Y ninguno losabía.

Pasaron meses y a María se le habíaolvidado toda la batería de promesasque le había realizado a su familia. O al

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menos no sentía tener tiempo nidemasiadas ganas para poder llevarlas acabo. Desde que llegó de Mallorca aLondres, María había estaba muyocupada con el niño y con su vuelta altrabajo, lo que le robaba tiempo y lerestaba las energías necesarias parallegar a casa por la noche y no optar porabandonarse y acomodarse en el sillónjunto a su marido y olvidarse de realizaresa llamada. «Mañana les llamare.Total, tampoco hay ninguna novedad quecontarles». Ni siquiera tenía tiempomaterial para reunirse con Julia comohacían antes de que su primer hijonaciera. Sus tardes de te con pastas y

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largas conversaciones se habíanconvertido en breves lapsos de tiempo,apresurados y sin sentido que a la largadecidieron espaciar aún más hastaconvertirlos casi en inexistentes. Apenasse veían a no ser que se encontraran enlas escaleras o en alguna calle deLondres, y era entonces cuando decidíancompartir un te rápido y hacerse unascuantas confidencias que no alcanzabanla categoría que tuvieron en tiempospasados. Pero el cariño permanecía y laamistad sobrevivía al ritmo que habíanadquirido sus vidas. Quizá por eso Juliano supo nada de la llamada que recibióNasrad y que haría cambiar la vida de

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su amiga y confidente.Nada le pudo contar María porque

todo fue demasiado precipitado.Una mañana, Nasrad recibió la

llamada de un familiar. No era habitualque nadie le llamara desde Afganistán.Demasiado caro para la economía deaquellos parientes de su marido, quecomo ella pudo comprobar tiempo atrás,era precaria, nadaba en la necesidad yen una pobreza que a María le seguíapareciendo surrealista. Pero laexpresión de la cara de Nasrad mientrasescuchaba lo que la voz misteriosa alotro lado del teléfono le decía hizosuponer a María que algo sucedía. Y

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parecía grave. María tenía en brazos alpequeño Abdullah pero no podía dejarde observar a su marido. Estabadeseando que le hiciera alguna serial,que tapara el auricular del teléfono porel que hablaba para pronunciar algunapalabra que le diera alguna pista de loque sucedía. Pero nada de estoconsiguió María.

Se estaba poniendo nerviosa pormomentos y lo notaba. Decidió dejar alniño en el suelo para que se entretuvieraun poco con sus juguetes y evitartransmitirle la intranquilidad que ibacreciendo por segundos. María se sentóen una silla, justo enfrente de su marido.

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Necesitaba saber algo. Quería enterarsede la razón de aquella expresión depreocupación que se había apoderado desu marido desde hacía unos minutos.Pero Nasrad no pareció darse cuentahasta que no colgó el teléfono.

María se le quedó mirando. Comotampoco la inquisición visual queintentaba infundir con su mirada le dioresultados, decidió optar por preguntarledirectamente a su marido, antes de quela dominara un ataque de nervios.

—¿Qué pasa, Nasrad? ¿Qué sucede,mi amor? Estás descompuesto desde quehas recibido esa llamada.

—María, mi padre se está muriendo.

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Tengo que ir a Afganistán. Tengo queestar con el. Y tengo que ir ya.

María creyó que el mundo se le caíaencima y que no iba a ser capaz desujetarlo para evitar el desastre. Nopudo reaccionar durante unos segundos.No podía pensar con claridad porquecada vez que sus oídos registraban lapalabra Afganistán, un rosario dedesagradables imágenes y malosrecuerdos se apoderaban de su mente yle dificultaban poder pensar conclaridad. «A Afganistán otra vez, no.Por favor, otra vez no». La sola idea deimaginarse de nuevo en esas tierras lehizo estremecerse durante un instante

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hasta que la nebulosa en la que parecíaestar encerrada se rompió al escuchar elsonido de la voz de Nasrad.

—Debo salir cuanto antes, María.No se la vida que le puede quedar a mipadre. No han sabido decirme. Solo queestá mal y que no son optimistas. Todoel tiempo que pierda puede ser crucialpara poder ver a mi padre con vida.

María no quería escuchar aquellasexplicaciones. De hecho, no queríaseguir escuchando más porque no estabaen condiciones de asimilar todo aquello.

—Esta misma tarde iré a comprar elbillete. Viajare hasta allí y volverépronto. En una semana, quizá quince

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días, estaré de vuelta.María tenía claro que no podía ni

quería dejar ir solo a su marido hastaAfganistán. No había conocido durantemucho tiempo aquel país, pero sabía queen cualquier momento podría sucederalgo que le detuviera en aquellas tierrasy le imposibilitara volver a reunirse conella. Y a eso no estaba dispuesta. Bajoningún concepto. No quería separarse niun minuto de su marido. No podríasoportarlo. Prefería volver a Afganistánantes que hubiera una mínimaposibilidad de que su marido novolviera. Por eso le formulo suproposición.

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—Yo me voy contigo, Nasrad. Noestoy dispuesta a quedarme aquí solacon el niño preguntándome si estarásbien o si te habrá pasado algo. Eso memataría en vida. Y no estoy dispuesta. Elniño y yo nos vamos contigo.

—No creo que sea buena idea,María. Ya sabes como está allí lasituación. Y ahora está aún peor quecuando fuimos la última vez. Creo quedeberías quedarte aquí esperándome. Teinsisto en que tardare solo unos días. Nomás. Lo que tarde en ver a mi padre ysaber que le ocurre.

Nasrad intentó convencerla, pero lacabezonería de María era algo que ya

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conocía y le resultó difícil que entraraen razón.

—Ni hablar, Nasrad. Yo me voycontigo. Y no hay más que hablar.Iremos a comprar los billetes y estatarde haré el equipaje. Estamos juntos entodo. Y esto no va a ser una excepción.Yo de ti no me separó ni loca ¿loentiendes? Ni loca.

Esa misma tarde compraron losbilletes. Nasrad decidió ir al bancoantes de que cerraran sus puertas pararetirar algo del dinero que teníanahorrado. No sabía lo que podíaencontrarse en su país natal, desconocíacuales serían las dificultades y pensó

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que se sentiría más cómodo y segurosabiéndose poseedor de un cierto capitalque le garantizara un bienestar que, deotra manera, no tendría opción aconseguir.

A la mañana siguiente, emprendíande nuevo viaje a Afganistán. En estaocasión no comunicaron sus planes deviaje a nadie. Tan solo llamaron altrabajo para decir que necesitaban unpar de semanas libres y así se loconcedieron.

María no podía terminar de creerseque de nuevo se encontrara rumbo aAfganistán. Pero iba con su marido, yeso le compensaba. Mientras facturaban

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su equipaje, María recordó las palabrasde Julia: «Ten cuidado con ese amor,María. Tienes que aprender acontrolarlo. Eres una persona que poramor harías lo que fuera. Que iríasdonde fuera necesario. Y eso puede serpeligroso».

María sonrió y se sintió orgullosadel amor que sentía por Nasrad. Sabíaque aquel amor provocaba envidias,admiración y sorpresas por igual.

Lo que desconocía era que ese amorestaba a punto de conducirla a la mayoraventura de su vida.

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SEGUNDA PARTE— ENCERRADA EN

AFGANISTÁN —

Después de dos días de viaje en elcoche de su cuñado haciendo miles dekilómetros por carreteras de arena y depiedra, el cansancio hacía mella en elrostro y en el cuerpo de María. Perointentaba no quejarse, no queríacomplicar aún más las cosas, no queríaque su marido creyera que tan solo erauna carga para el. Al fin y al cabo, habíasido ella misma la que había insistido

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hasta la saciedad en acompañar a sumarido. No soportaba la idea de estarseparada de el ni por un instante. Solode pensarlo se ponía enferma. María seesforzaba por aparentar normalidad,como si las situaciones que estabaviviendo fueran parte de su rutina diaria.Pasaba horas y horas convenciéndose asi misma de que solo serían unos días,unas semanas a lo sumo, y que pronto semarcharían de allí y regresarían aLondres. «Ya me queda poco. Prontoestaremos en Londres y olvidaremostodo esto. Tengo derecho a vivir de esamanera. Ya me queda poco». Al menos,eso creía.

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Cuando faltaban un par dekilómetros escasos para llegar a lafrontera de Pakistán con Afganistán, elcuñado de María paró el coche y lo dejoaparcado en un lugar donde no molestarani levantara sospechas. Les habíarecomendado que no cruzaran la fronteracon el equipaje encima, si no queríanque los militares de la frontera lesquitaran la mitad de las cosas quellevaban. Era una práctica habitual quelos afganos conocían perfectamente. Elpillaje estaba a la orden del día, y losfuncionarios lo practicaban con lamisma facilidad con que respiraban ysin el menor reparo, ya que estaban

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convencidos de que sus actos delictivosno recibirían ninguna represalia porparte de ningún organismo oficial 0 decontrol. El despotismo en estado puro.Cada funcionario ganaba una cantidadde dinero mensual correspondiente a 20euros. El sueldo era reducido y por esono tenían el menor problema deconciencia a la hora de quedarse conalgunos artículos que los viajerosllevaban en sus maletas. Y si era dinerolo que en ellas llevaban, mejor quemejor. Todo ello con la garantía de quenadie iba a protestar, que nadie iba aofrecer resistencia y, por supuesto,nadie iba a denunciar esa tiranía. El

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verbo denunciar no estaba dentro delvocabulario de la realidad afgana.

Nasrad y María no lo dudaron ydecidieron seguir los consejos delhermano. El era el que mejor conocíaaquellas tierras. ¿De quien si no iban afiarse? Llevaban ropa, jerséis,camisetas, calcetines, pantalones yalgunos productos, no muchos, para lahigiene personal. Y portaban también ensu equipaje 7.000 dólares que habíanlogrado ahorrar con la intención depoder vivir sin muchas dificultadesdurante el tiempo que planeabanquedarse en casa de los padres deNasrad. 7.000 dólares era una fortuna en

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Afganistán, más aún en Kabul, y nopodían saber lo que significaba en elpueblo de sus suegros, situado a unos400 kilómetros de la frontera. «Seguroque no han visto tanto dinero junto en suvida. No lo han visto todo el pueblojunto, no solo sus padres», pensó María.

Era además el único dinero quetenían María y su marido. No dejaronnada en Londres. Ni un dólar quedaba enlos bancos. Pensaron que les haría másfalta en Afganistán, y que era preferiblevolver con el dinero que les restara queno pasar calamidades por su falta.Sabían, gracias a la corta pero suficienteprimera experiencia por aquella tierras,

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que las cosas no estaban bien y queríanevitar problemas de escasez, más con unniño a su cargo. Estaban convencidos deque si los funcionarios de la fronteraveían toda esa cantidad de dinero, sequedarían con buena parte de ella, yademás les obligarían a pagar unporcentaje muy alto en concepto deintroducción de divisas para dejarlespasar los 7.000 dólares. Así quedecidieron que lo más conveniente seríahacer lo que les recomendaba sufamiliar. De hecho, era algo habitual eincluso Nasrad y sus hermanos lo habíanhecho en más de una ocasión cuandocruzaban la frontera para comprar

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comida, ya que en Pakistán era muchomás barata.

—¿Y que hacemos? ¿Cómo pasamoslas maletas, el dinero y ladocumentación? —pregunto María conmás preocupación que curiosidad.

—Como todos —dijo Nasradseñalando con la mirada al nutridogrupo de personas que rodeaban a unosniños de no más de doce años que, conla destreza que da la necesidad y eldescaro que otorga el hambre, cargabanen sus carretas el equipaje de losviajeros.

—Nosotros entramos directamentecruzando la frontera y ellos bordean

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toda la montaña con el equipaje paraevitar que pase por el limite fronterizoestablecido. Se les da una propinagenerosa, cuanto más generosa mejor, yse les espera al otro lado. Y así todoscontentos: ellos se ganan un dinero queles vendrá muy bien a su familia, ynosotros evitamos que nos desplumen enla frontera. No tiene mayor misterio,María. Estate tranquila, que no va apasar nada.

María dejó de mirar la extrañaescena que tenía ante sus ojos:centenares de personas adultas poniendosus bienes y confiando sus pertenenciasa niños que no levantaban dos palmos

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del suelo, que miraban a sus confiadosinterlocutores con la misma dureza ensus ojos que tenían los mercaderes desesenta años. Dejo de observarla porquesu campo de visión estaba ocupadodesde hacía unos segundos por laenorme montaña que se suponía teníanque subir y bajar aquellos chavales conlos equipajes de los viajeros.

—Nasrad, son niños. ¿Vamos adejarles a ellos nuestro equipaje, contodo lo que llevamos en el? ¿Van apoder?

A María le pareció una locura, perodesde luego, no sería ella la que dijeranada más al respecto. Se tragaría sus

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dudas, se ahorraría las preguntas y seaguantaría la inquietud y el miedo que leprovocaba toda aquella situación.Estaba en un país donde la mujer callabay obedecía. Y las había que habíanmuerto por obviar esa ley máxima. Ypor mucho menos.

María se quedó observando duranteunos minutos como funcionaba elnegocio de la montaña. Los hombresregateaban con los niños el precio dellevar su equipaje a través de lamontaña. Pudo ver como los niñoshabían desarrollado una maestría inusualpara su edad en el manejo de la oferta yla demanda. Tenían una facilidad

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pasmosa que solo asombraba a María,porque el resto ya estaba acostumbradoa aquel teje y maneje y observaba todoaquello como si tal cosa. Los hombresnegociaban con los niños y las mujeresobservaban la escena unos metrosdetrás. Como siempre. Como debía ser.Como estaba estipulado.

Cuando Nasrad y su hermano seacercaron a la nube de niñostransportistas, María se quedó relegadaen un tercer o cuarto plano, pero sinperder detalle de todo lo que pasabaante sus ojos. Y todo era demasiado.María veía como su marido y su cuñadocharlaban con los niños de forma airada,

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especialmente con uno, pequeño, el másbajito, moreno pero que parecía ser elque más entendía de aquel curiosonegocio. Gesticulaban como siestuvieran contrariados, como si algo nofuera bien, como si aquel mocoso queinspiraba todo menos ternura estuviera apunto de hacer saltar la negociación porlos aires. «Demasiado acalorados»,pensó María. Llegó un momento dondela tensión fue máxima y el niño queestaba intentando cerrar el trato conNasrad y con su hermano, en un gestobrusco pero tan natural que pareció estarensayado hasta la perfección, les dio laespalda y se puso a atender a otros

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futuros clientes que ya estabanesperando su turno.

Nasrad y su hermano volvieroncontrariados. María vio como seacercaban hablando entre ellos, yhaciendo aspavientos con las manos deno entender nada. Parecían enfadados.Lo estaban. Algo no estaba saliendocomo ellos querían.

—¿Qué ha pasado, Nasrad? —pregunto María.

—Nada bueno. Que como somosturistas quieren cobrarnos más, muchomás. En cuanto han visto tu pasaporte deespañola, te han visto sin velo ni burkani nada que te cubra la cabeza y se han

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dado cuenta de que venimos de Londres,quieren exprimirnos todo lo que puedan,estos mocosos desgraciados. Nos pidenmucho más que si fuéramos dos simpleafganos. ¡Qué país!… siempre igual.

Esta última frase de su marido hizoque María olvidara por unos instantes elproblema que se les avecinaba por culpade su condición de extranjeros, yabandonara sus pensamientos en las dospalabras que acababa de pronunciar sumarido: «Siempre igual». A María laembargo de pronto una tristeza queentraba en competencia directa con laimpotencia y la incertidumbre que sehabía apoderado de su estado de ánimo.

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«¿Cómo va a cambiar el país si los queestán haciendo los tratos en la fronterason niños de siete, ocho, como muchodiez años? Cuando crezcan todo seráincluso peor. Ya irán con la leccionariobien aprendida», pensó María.

Cuando María volvió en si trasponer en orden sus pensamientos, sepercato de que Nasrad y su cuñado lamiraban, como si llevaran un tiempoesperando alguna respuesta suya, algúntipo de reacción por su parte.

—María, ¿nos has escuchado?¿Dónde tienes la cabeza? —le requirióNasrad. ¿Qué te parece la idea? Creoque al menos así evitaremos que nos

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timen esos niñatos y que nadie nos robeen la frontera. ¿Qué dices, mujer?

—Vale. Pero explicádmelo otra vez.Es que estoy un poco desconcertada.

María se había quedado corta en ladescripción de su estado de ánimo, porno hablar de su estado físico. Estabadesconcertada, si. Cualquiera lo estaríaen su lugar. Pero también estabaperdida, agobiada, al borde de un ataquede ansiedad, muerta de miedo,secuestrada por el pánico, cansada,apesadumbrada, desconcertada,sumergida en un oasis de apatía del queveía difícil salir y del que nadie parecíadispuesto a sacarla. Se sentía fuera de la

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realidad, quería pensar que aquello nole estaba pasando a ella. No acertaba aentender por qué, quien fueraresponsable de ello todavía no le habíalibrado de aquel caos y le habíadevuelto a su tranquila y en esosmomentos, idílica realidad londinense.A la realidad de una muchachaveinteañera occidental y con ganas devivir y, sobre todo, de disfrutar la vida.

—Es mejor que te hagas pasar poruna mujer afgana. Con ese aspecto físiconadie tendrá la menor duda de que eresforánea y no nos va a dar más queproblemas, María. Te tienes que ponerel velo y también ropa más amplia.

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Cúbrete todo lo que puedas, sobre todola cabeza. Así, ni los niños ni losmilitares de la frontera notaran nada yevitaras que te digan algo. Creerán queeres una más y punto.

—Está bien. Si así podemos salir deaquí —miró a Nasrad esperandoencontrar en su mirada lo que siempreencontraba: comprensión y apoyo. Peroen esos instantes, la mirada era deabsoluta preocupación, de impaciencia,y María opto, en esta ocasión, por dejarde buscar nada en los ojos de Nasrad.Ahora mismo me lo pongo. No tardonada. Quédate con el niño. Así levantaremenos sospechas.

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María se retiro unos metros dedonde estaba y se dirigió a un lugarapartado que aparentaba ser un laberintode paredes sin salida, medio derruidas,como si estuvieran intencionadamentediseñadas para el rodaje de unapelícula. Llevaba consigo la nuevaindumentaria en una bolsa que apretabacontra su pecho con tal fuerza que hastaa ella misma la sorprendió. Temía algopero no sabía el que. Sentía el peligropero no sabía donde. «Será el estrés»,pensó.

María se cambió rápidamente,apenas invirtió unos segundos enponerse un vestido amplio de color

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marrón oscuro, en calzarse unaszapatillas más cómodas, y en colocarsee l hiyab sobre su cabeza. Era fino, decolor amarillo. A ella misma lasorprendió la destreza que había llegadoa adquirir a la hora de ponérselo.

En ese momento su mente se vioocupada por un recuerdo en forma deimagen: el del primer día que se puso elvelo islámico porque así se lo pidió sumarido y porque así lo sentía ella,después de haberse convertido al islam,como en ella era habitual, por amor. Fueuna noche que invitaron a unos amigos acomer a casa. Eran dos parejas, dosamigos del trabajo de Nasrad y sus

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respectivas novias. En aquellas cenaslas conversaciones siempre versaban delo mismo: de la situación de sus países,de sus familias, de sus creenciasreligiosas, del Coran, de suscostumbres. Y fue entonces cuando unade las mujeres le pregunto a María si nohabía pensado ponerse en velo. Maríacontesto sonriente e ilusionada, como sifuera una niña de seis años a la que leestuvieran preguntando si tenía ya sudisfraz listo para la función del colegio,que todavía no, pero que estabadeseando hacerlo.

—Voy a necesitar que alguien meenseñe y me de unas cuantas clases

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prácticas si no quiero salir a la calle decualquier manera con el velo —explicóMaría.

—Yo misma te enseño. Es más fácilde lo que crees. Si quieres, ahora mismovamos a tu habitación y te lo muestro.¿Quieres? —le propuso la novia de unode los amigos de Nasrad.

María no se esperaba una clase deiniciación en el uso del hiyab tan rápida,pero no pudo negarse a la invitación yasintió con la cabeza.

—Claro. Por qué no. Si es tan fácilcomo dices, no nos llevara muchotiempo.

Las dos se adentraron en el cuarto

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donde dormían Nasrad y María. Allídelante de un espejo y después de unaspertinentes y acertadas indicaciones dela chica, se obro el milagro: María,convertida en una mujer afgana. Yefectivamente no había sido tancomplicado. María se sentía feliz yademás se veía guapa. Quizá porquesabía que a Nasrad le iba a gustar que lamujer que amaba llevara el velo, comotodas las mujeres honradas y decentes ensu país, algo que, sin duda, le haría muyfeliz. Y de eso se trataba.

—Ahora tienes que acostumbrarte aponértelo sin necesidad de estar enfrentede un espejo, que te sea tan sencillo

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como ponerte el abrigo o una bufanda.Más vale maña que fuerza, María.

«Más vale maña que fuerza».Aquella frase de la novia de un amigode Nasrad, que le enseñó a ponerse elvelo islámico, resonó durante unosinstantes en su subconsciente.

María no pudo por menos quesonreír tímidamente, como felicitándoseen su fuero interno, sintiéndoseorgullosa de haber llegado a necesitarsolo unos segundos para que el veloquedara como debía, como lo haríacualquier mujer musulmana. «Si hay queser una mujer afgana más, lo seré, y nohabrá ningún problema». Cuando se

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disponía a irse, y mientras guardaba suropa en la bolsa, María se dio cuenta deque en el suelo había un trozo de cristalroto. Era pequeño, puntiagudo, y ajuzgar por su estado y por lo sucio queestaba, debería llevar allí tiradobastante tiempo. Dudo unos instantes.Inclino un poco su cabeza hacia laizquierda, hasta que la pared detrás dela que se encontraba le permitió verdonde estaban Nasrad y su cuñado, y loque hacían. Les vio esperando, hablandode sus cosas, metiendo la mano en elbolsillo del pantalón y sacando papelesque se intercambiaban y mirando suequipaje una y otra vez como si hubiera

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algo que no entendieran. Como les vioentretenidos y no observo ningúnmovimiento que alertara de un estado denerviosismo, María volvió a situarsedetrás de la pared y miró de nuevo aquelvidrio cristalino que parecía como sialguien lo hubiese colocado allí enforma de tentación de pecar. No sabepor qué se sintió como Eva frente a lamanzana que le ofreció la serpiente en elParaíso. «Qué tontería. No creo que estopueda considerarse precisamente unparaíso», pensó.

Dudo durante unos instantes, peroMaría se atrevió. Se deshizo de todoslos fantasmas que merodeaban por su

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mente diciéndole cada uno una cosadistinta y decidió coger aquel trozo deespejo y situárselo enfrente de su cara.Cuando esperaba que su imagen le fueradevuelta, tuvo que pasar su mano por lasuperficie del espejo porque no se veíanada de la suciedad que habíaacumulado. Y ahí estaba ella: unaespañola convertida en una mujer afganapor amor a un hombre. Se quedómirándose unos instantes. No vio siestaba guapa o fea, triste o alegre, sitenía buena o mala cara, si había signosde cansancio en su cara o si habíandesaparecido las ojeras que se habíanadueñado de su orondo rostro desde

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hacía dos días. No se percato de si losojos le habían dejado de llorar o seguíandando ese aspecto vidrioso que se habíaapoderado de ellos desde que bajo delavión en Pakistán. No vio nada de eso.Solo vio a una mujer afgana. De eso setrataba. Y quedó satisfecha.

María se apresuro a meter toda suropa en la bolsa, e hizo lo propio conaquel pedazo de espejo. No sabíaexactamente por qué se apropiaba de el,desde luego no era el recuerdo ideal niel souvenir más apropiado parallevarse, pero lo único que sabía es quese lo quería llevar consigo.

Cuando estaba llegando al lugar

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donde le esperaba su marido, notó quelos ánimos se habían tranquilizado unpoco. Nasrad ya no tenía esa crispaciónen sus ojos, lo que sin duda tranquilizo aMaría. Ella pensó que el cambio en elestado de ánimo quizá se debía a verlacon el velo islámico, porque así lopodrían ver también los demás. Y lavisión de «los demás» era muyimportante en el país en el que estaban apunto de entrar.

—Así está mucho mejor —leconfeso Nasrad a su mujer—. Incluso site cubres algo más el rostro, si solo tedejas los ojos al descubierto, te sentirásmejor. Mira como va el resto —señaló

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Nasrad a un grupo nutrido de mujeresataviadas todas ellas con el convenienteburka.

Aquella visión horrorizó a María.«Dios mío, como pueden andar con esacosa puesta. Qué horror». Así que Maríadecidió extender el dominio del velosobre la casi totalidad de su rostro.Realmente no le importó. Solo queríacruzar esa frontera, llegar al pueblo deNasrad, pasar lo mejor posible suestancia allí y volverse rápidamente a sucasa en Londres.

—Cruzaremos los tres juntos lafrontera. Así levantaremos menossospechas. La documentación y el dinero

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irán en el equipaje. No quiero tener quedarles ni un dólar a esos militares. Nosha costado demasiado ganarlos —dijoNasrad, tan convencido de que todoaquello parecía realmente fácil y quenada de lo que estaban a punto deacometer entrañaba dificultad ni riesgoalguno. Ahora ya estamos listos.

—Yo sigo pensando que sería mejorque yo fuera con el equipaje… por siacaso —comenta el cuñado.

—No habrá ningún problema. Alchaval le hemos dado una buena propinay sabe que cuando nos devuelva elequipaje al otro lado, le espera otrobuen pellizco. Y sabemos quien es. Nos

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hemos quedado con su cara. No hayriesgos. Además, nos vendrá bien quenos acompañes. Hace mucho que noentró en este país. Cuando vinimos laotra vez nos quedamos en la frontera, apocos kilómetros de donde estamosahora. Y quizá no conozca tan bien a losafganos como yo creo. Me sentiré másseguro si estás a nuestro lado, hermano.

Por fin llegó el deseado momento. Elmomento en el que se disponían a cruzarla frontera. María estaba nerviosa. Todoaquel revuelo la intimidaba. Nunca lehabían gustado las aglomeraciones depersonas y mucho menos la intimidaciónque suponía toda fuerza de seguridad.

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Agradeció llevar un vestido amplioporque así nadie podría darse cuenta deque le temblaban las piernas desde hacíaun buen rato. María rezaba porque no leentrara la tiritona propia delnerviosismo que le solía entrar y que lehacía chocar sus dientes sin atisboalguno de poder controlarlo, lo quedejaba escuchar al que estaba al lado uncurioso tintineo de dientes que a susamigas les hacía gracia.

Mientras avanzaba en la cola paracruzar la frontera, María y Nasrad nohablaron mucho. Quizá porque pensabanque el silencio haría pasar másrápidamente el tiempo. Cuando tan solo

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quedaban dos o tres personas para queles llegara a ellos su turno, Nasrad miróa María y le dijo.

—No te preocupes, María. Todo vaa salir bien. Tú calladita, déjame hablara mí. Ni te miraran. Y si te cubres aúnmás el rostro, dejando visibles solo losojos, mejor que mejor, María. Mástranquilos. Y mejor nos saldrán lascosas.

María asintió y obedeció. El nuncasabría lo que María agradeció suspalabras en ese momento. Hubiesepreferido poder abrazarle, besarle,sujetarse fuertemente a él y no separarsede su cuerpo ni un centímetro. Pero en

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aquel instante, esas palabras fueron elmejor bálsamo para los sentidos deMaría. «No te preocupes, María. Todova a salir bien». No hubiera habidoValeriana suficiente en todo el mundoque hubiese podido calmar con el mismoacierto con que lo hicieron las palabrasde Nasrad. En ese momento Maríarespiro fuerte y profundamente, y supoque no se había equivocado. Que ni elcorazón ni la cabeza la habíantraicionado, que no era cierto el veloque la sombra de la duda había dejadocaer sobre ella desde que salieron deLondres con destino a Afganistán. Queaquel era el hombre de su vida, que la

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persona que la miraba con aquellos ojosnegros que traspasaban todo lo que se lepusiera por delante y que en más de unaocasión le había dejado sin respiraciónera el amor de su vida, y que eso seríasiempre mucho más fuerte que cualquiercontratiempo o que cualquier problemaque pudiera presentarse. María notócomo la embargaba en ese momento unaextraña sensación de tranquilidad, deseguridad en si misma.

No tardaron mucho en llegar al lugarexacto donde estaban los militares.Nasrad y su cuñado tomaron lainiciativa y eran los encargados decontestar a las preguntas rutinarias pero

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incisivas que formulaban los soldados.Daba la impresión de que aquellaspersonas serias y desagradables en eltrato eran conscientes de lo que su solapresencia solía motivar en la personaque tenían enfrente y disfrutabanimponiendo ese miedo que podían notaren los ojos sus interlocutores.

María asistía a aquella escena comosi estuviera fuera de ella, como sipermaneciera metida en una burbuja quele permitía ver todo lo que pasaba a sualrededor pero no tener contacto directocon ello. Sentía como si hubiese salidode su cuerpo y estuviera observandotodo aquello desde otra realidad alejada

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y segura. Intentaba seguir laconversación que mantenían su marido ysu cuñado con los militares de lafrontera, pero su desconocimiento delidioma se lo imposibilitaba. Sin olvidarque no era nada conveniente que elpersonal de la frontera advirtiera queMaría no era una mujer afgana, porqueentonces los problemas aumentarían yninguno de los tres estaba en disposiciónpara manejar la situación si estoocurriese. Por eso María se limitó abajar la cabeza, a mirar al suelo y asujetar a su hijo de la mano con fuerza.Después de unos minutos, que a Maríase le hicieron interminables,

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sempiternos y pesados como nunca en suvida, los tres alcanzaron el deseado«otro lado». Por fin estaban enAfganistán y todo había salido según loplaneado. Ahora solo caviar esperar alniño transportista que les traería suspertenencias y después, encaminarserápido a la casa de los padres de Nasradpara ver como seguía su padre de suenfermedad.

—¿Tardara mucho? —preguntoMaría con cierto temor de que larespuesta fuera afirmativa.

—Un poco. Tampoco puede ser muyrápido. Mira como es la montaña, María—le señalo Nasrad. Costaría subirla y

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bajarla sin bultos, imagínate con ellos.Pero pronto estará aquí. Quizá una hora.Dos a lo sumo.

Se sentaron junto a unas piedras quealguien habría puesto junto a uno de loslados del camino. El cuñado de Maríafue a por unas botellas de agua, parahacer más soportable la espera. Haciaun calor sofocante, un bochornoasfixiante, nada que ver con el clima alque estaba acostumbrada María. Elpolvo que levantaban las miles depersonas que cruzaban la fronteradurante todo el día se pegaba a la piel yse metía hasta los pulmones, con lo quela tos era continua y seca. Tan seca que

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la garganta se convertía en un enormedesierto que impedía algo tan cotidianocomo tragar saliva sin que ellosupusiera un dolor denso y cerrado quesubía desde la garganta hasta los oídos.María pensó que tampoco sediferenciaba tanto Afganistán dePakistán: la tierra era la misma, la arenay el polvo se metían en los ojos y en laboca con la misma facilidad, y elpaisaje, si a eso se le podía llamarapaisaje, era el mismo.

María permaneció callada durantegran parte del tiempo. Nasrad y suhermano todavía se cruzaban algunapalabra, aunque a juzgar por el nulo

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entusiasmo de las respuestas, no setrataba de nada trascendente. Maríasentía como el cansancio la invadíapoco a poco. Notaba como los hombrosse negaban a mantenerse rectos y sevenían abajo, y la espalda renegaba desu postura erguida. El cuerpo le pesaba,los pies se le habían hinchado pormomentos. La presión que sentía en losriñones y en su costado derecho debidoa la postura que adoptaba cuando Coriaen brazos a su pequeño y el cansanciogeneralizado le impedían siquiera tenerhambre o sed, a pesar de que llevababastante tiempo sin ingerir alimentoalguno. María batallaba para que no se

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le cerraran los ojos y no siempre loconseguía. Seguramente a ello ayudobastante la continua y monótona visiónde un grupo de personas haciendo lomismo de manera mecánica, como sitampoco pensaran mucho en lo quehacían: cruzaban la frontera, recogíanlos bártulos, pagaban a los niñostransportistas y se encaminaban conpaso ligero en dirección contraria a lafrontera que acababan de cruzar,desvaneciéndose, al cabo de unosminutos, la imagen borrosa queinconscientemente proyectaban, tras unanube de polvo. María pensó queparecían más un rebaño de ovejas que

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un hatajo de personas. Y por unmomento pensó en como serían vistosellos.

Unas palabras pronunciadas por sucuñado sacaron a María de su letargo,en el que sin saber por qué llegó aencontrarse hasta cómoda.

—Esto ya no es normal —dijo elcuñado de María con la seriedadlabrada en su rostro y pasándose sumano ruda y grande, herencia de sutrabajo en el campo, desde la frente alcuello, bordeando toda su cara, comoqueriendo borrar el semblante depreocupación que la inundaba. Estátardando demasiado. No es normal.

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Algo pasa.María se dio cuenta entonces de que

había anochecido. Su estado desemiinconsciencia anterior provocadopor el pertinaz cansancio había duradodemasiado y no le había permitido darsecuenta de que el tiempo corría avelocidad de la luz, la misma luz quehabía desaparecido casi en su totalidad.

Entonces fue cuando tomóconciencia de la realidad. Habíanpasado ya cinco horas desde quecruzaron la frontera. Todos los quehabían cruzado junto a ellos esa líneadivisoria se habían ido y probablementea esas horas estarían en su lugar de

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destino. Todos menos ellos. Una mezclade intranquilidad e impotencia comenzóa apoderarse de María, que se levantodando un respingo de la piedrarectangular donde se había acomodadohace cinco horas sin apenas darsecuenta.

—¿Dónde está el chico? —preguntaba alterada María mirandoindistintamente a Nasrad y a su cuñado— ¿Dónde están nuestras cosas?

María sintió como las entrañas leardían y el estómago escalaba por suinterior hasta alcanzar la garganta con eljustificado propósito de salir al exteriory engullir a alguien.

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—Nasrad, tenemos en esas maletas7.000 dólares y nuestra documentación,nuestros pasaportes. 7.000 dólares ydocumentación, Nasrad, quenecesitamos, que necesitamos si noqueremos morirnos de asco en este país,y que ese mocoso no puede robarnos,¡porque le mato! ¡No puede! ¡No puede!—María sentía que los ojos se le salíande las órbitas y por la expresión quelucía Nasrad en los suyos, estaban apunto de conseguirlo.

—Nasrad, contéstame y dame algunaexplicación antes de que me caigaredonda aquí mismo con tu hijo, quellevo en brazos desde que salimos de

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Londres.—Tranquilízate, María, le habrá

pasado algo, algún contratiempo en lamontaña. Seguro que está a punto debajar. Pero, sobre todo, tranquilízate —le espeto Nasrad.

Ni el mismo se creía lo que le estabaintentando vender a su mujer. Porsupuesto que no era normal. Porsupuesto que algo iba mal. Muy mal. Ypor supuesto que si aquel mocoso que nolevantaba tres palmos del suelo se habíadedicado a husmear entre el equipaje yhubiese encontrado toda aquellacantidad de dinero y, sobre todo, ladocumentación, lo ultimo que iba a

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hacer era bajar a entregarlo a suslegítimos dueños. La necesidad de loshabitantes de aquel país, la pobreza queles comía desde pequeños y ladesesperación por conseguir una vidamejor sin tener medios ni recursos parapoder alcanzarla no dejaba lugar alocuras de ese tipo. No había sitio parala honradez. Había que estar muy loco.

Con esa cantidad de dinero, con7.000 dólares, aquel niño que vestíaharapos, a quien la suciedad le comía elpequeño cuerpo, quien lucía cicatricespor toda su piel como si fueran medallasde guerra y quien mostraba los callos desus manos como garantía de trabajador

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curtido en mil encargos, podíaconsiderarse un nuevo millonario enAfganistán. Y eso no sería todo. Ladocumentación encontrada le podíasuponer, y de hecho le suponía, supasaje a otro mundo mejor, a un mundosoñado desde pequeño… desde máspequeño. Un pasaporte en Afganistán notenía precio. Era sencillamente un sueñoimposible. Un pasaje al paraíso. Laposibilidad de salir de la miseria, deltrabajo forzado, del hambre, de lanecesidad, del futuro incierto, y conocernuevos mundos.

En el peor de los casos, aquelladocumentación significaba dinero,

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mucho dinero. La posibilidad devendérselo a alguien que lo necesitaracon urgencia, con premura, con angustia,con auténtica desesperación, cuanto másmejor, porque mayor sería el valor y,por supuesto, el precio de esedocumento. Era el momento deseado portodos y aquel niño lo tenía a su alcance.El lo tenía en su mano, el era el artífice,el podía cambiar su vida y la de sufamilia, que le estaría esperando en casapara ver como le había ido el día. El erael protagonista de ese momento. Y el noiba a bajar de la montaña paradevolvérselo a sus dueños. No sabríanapreciar nunca lo que significaría la

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renuncia del tesoro encontrado. Nunca lagratitud sería suficiente para compensarel tirar por la borda la oportunidad de suvida. Aquel mocoso, aquel niño de doceaños, aquel crío que sería parte delsustento de la familia, aquel chaval teníaante si la posibilidad de empezar unavida. Y también de acabar con la vidade otras tres personas: María, Nasrad ysu hijo. Aquel chico de doce años no losabía. Pero tampoco le importaba.

Cuando la realidad se hizo pesadacomo una losa y cayo sobre ellos,cuando ya no había lugar para laesperanza, ni para las falsas conjeturas,Nasrad se arrodillo para quedar a la

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altura de su mujer, sentada en una piedray con el niño en sus rodillas, y le habló.

—María, amor. Hay que ser fuerte.Nos han robado, se han quedado connuestro dinero, y con nuestraspertenencias. Y lo que es peor, connuestra documentación. No nos handejado nada más que lo puesto. Noscomplican las cosas, María, peroestamos juntos. Hemos superado muchascosas, cariño, y esto también losuperaremos. Veras como todo searreglara. Se fuerte. Hazlo por mi y pornuestro hijo. Te quiero —le susurroNasrad casi al oído.

María deseaba más que esperaba un

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beso como broche final de todo aqueldiscurso de su marido, pero no llego.Estaban en tierras afganas. Demasiadagente mirando, incluso su cuñado noentendía, en su foro interno, por quéNasrad le tenía que dar tantasexplicaciones a su mujer. Les hanrobado, hay que seguir y punto. Sin máscontemplaciones.

A estas alturas, e ignorando lo quese le venía encima, María ya habíaaprendido a aceptar el destino tal ycomo le venía dado. Con sus injusticias,con sus contratiempos y con sussinrazones. María hizo lo imposiblepara recomponerse y para aguantar el

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llanto. Estaba acostumbrada a acallarlohasta la noche, cuando decidía soltarlotodo, aprovechando el sueno profundode su marido y la complicidad que sueleofrecer la oscuridad y el silencio.Lloraba y lloraba hasta quedarse vacía,completamente seca, hasta que lacongestión nasal ocasionada por tantaslágrimas y la opresión que sentía en lassienes y en el centro de la frente, comosi la estuvieran apretando con unapiedra, le hacía incorporarse duranteunos segundos para poder respirar, yluego caer rendida y abandonarse en losbrazos de Morfeo, ya que no queríadespertar a su marido para abandonarse

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en los suyos, como hacía todas lasnoches desde que se conocieron.

María no tenía capacidad parapensar en más allá que en el robo delque acababan de ser victimas. Sindinero y sin documentación iba a sermucho más difícil realizar una pronta,fácil y segura salida del país. Quizátendría que quedarse algo más enAfganistán. Acaricio la cabeza de suhijo, una y otra vez, y miró a sualrededor fijando la vista en la especiede desierto rocoso que tenía ante si.Cogió a su hijo en brazos y emprendiócamino junto a su marido y a su cuñado.Le quedaban por delante muchos

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kilómetros que realizar en el coche delhermano de Nasrad. Tenía ante si unanoche larga y un rosario de experienciasque no era capaz de imaginar. Por uninstante, se percato de su andar pesado,de su indumentaria, y de su situación conrespecto a Nasrad y a su cuñado, unmetro o dos por detrás de ellos, y sevolvió a sentir mujer afgana. «Ahora sique lo soy. Nadie puede dudarlo». Deeso se trataba.

No sabría decir María cuantas horashabría permanecido recostada sobre elasiento, en la parte trasera de aquelcoche incomodo, viejo, destartalado ycon un olor fuerte y desagradable

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impregnado en todo el interior, quedejaba adivinar una mezcla de gasolina,plástico quemado y arcilla mojada, olorque después de tantas horas llegó aalojarse en la garganta de María,convirtiéndola en un territorio áspero yseco. María intentó tragar un par deveces, pero desistió al comprobar queaquella operación fisiológica, tan nimiaen cualquier otra circunstancia, leresultaba toda una proeza que no eracapaz de alcanzar con éxito. Y cuando lolograba, un sabor desagradable queprocedía de la traquea se le instalaba enla cavidad bucal y sentía como elestómago se le revolvía, dando la

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impresión de que cobraba vida propia yse negaba a responder a las órdenes desu cerebro, al cual le obligabanconstantemente a quedarse quieto y noalterarse demasiado. Sin duda, lasnumerosas curvas que marcaban eltrayecto desde la frontera de Pakistáncon Afganistán hasta la capital, Kabul,no ayudaron a que su estómago sequedara en el mismo lugar dondesiempre había estado.

Así que, ante semejante panorama,María optó por intentar permanecer enla misma posición, sin moverse, sintragar, sin abrir los ojos. Sin pensar.

Desde luego fueron muchas horas en

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esa misma posición, pero el cansancio,los nervios y el sofocón del robo deldinero y la documentación por parte deun mocoso que no levantaba un palmodel suelo habían sumido a María en unsueño superficial, intranquilo y tan frágilque cualquier bache en el camino, queeran muchos, o cualquier palabrapronunciada por su marido o por sucuñado, la obligaba automáticamente alevantar sus pesados parpados, y aobservar por la ventanilla, cubierta dearena, barro y lo que parecía una suertede restos orgánicos de algún pájaro, elpaisaje natural del que sería su paísdurante un tiempo: arena, grandes rocas,

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polvo denso y piedras. Eso era todo.Eso era, para María, la nada.

Por fin llegaron a Kabul. Estabaamaneciendo, pero María no estaba paradejarse llevar por detalles que, en otromomento y en otras circunstancias, quizále habrían llevado a mirar a Nasrad concomplicidad y a esbozar una tímidasonrisa.

María continuaba sin moverse,permanecía inerte en la parte trasera delcoche. Solo el vaivén del vehículo, quehubiese jurado, a juzgar por los bruscoszarandeos del vehículo, que no contabacon los correspondientesamortiguadores, desplazaban su cuerpo

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y en especial su cabeza de un lado aotro, de izquierda a derecha. Maríapensó por un momento que la inercia desu cuerpo debía de estar proyectandouna imagen similar a la de aquellosperros de juguete que ponen algunosconductores en la bandeja trasera delcoche y que mueven la cabeza a un ladoy a otro dependiendo del movimiento dela maquina.

En un momento, el coche paró.María tuvo la misma sensación quecuando era pequeña y su padre lasllevaba de excursión a ella y a sushermanas. Cuando María se habíaabandonado a la duermevela, su padre

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decidía parar para tomar algo en algúnbar de carretera, y entonces ella preferíahacerse la dormida, antes de salir atomarse un vaso de leche caliente en unlocal lleno de personas que estaban depaso. Tuvo la misma ocurrencia queentonces, pero el sonido de una voznueva hizo que cambiara de opinión ylogró trastocar sus planes de hacerse ladormida. Abrió los ojos y pudoobservar como Nasrad y su cuñadohablaban con alguien que llevaba unaespecie de tienda de campaña de telaque lograba cubrir todo su cuerpo y leotorgaba un aspecto fantasmal. Era de uncolor azul, tenía una especie de rejilla a

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la altura de los ojos y María observabacomo la persona que estuviera debajo deaquellos metros de tela intentaba mirarentre las ventanas del coche paraadivinar quien era el ocupante de laparte trasera.

En ese momento, María se incorporóy pensó que lo más oportuno sería salirde aquel vehículo. Se sentía observada yla situación, lejos de agradarla, laincomodaba. Le costo incorporarse.Demasiado tiempo en una misma posturay además incomoda, pero lo consiguió yfinalmente abrió la puerta del coche. Enun primer momento lo agradeció, ya queal salir y posar un pie en la tierra, María

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pudo notar como una fina ráfaga de airechocaba cálidamente sobre su rostrodesnudo y por unos segundos loagradeció. La sensación le duro poco.Enseguida pudo escuchar una voz queprocedía del interior de aquel trapo deinmensas dimensiones. «Será mejor quete vuelvas a meter en el coche. No vastapada y corres peligro. Y nos lo hacescorrer a nosotros». María pudo constatarque aquella voz procedía de las cuerdasvocales de una mujer, pero lógicamenteno entendió ni una sola palabra de loque le había dicho. María busco ayudaen la mirada de Nasrad, que no tardomucho en traducírselo.

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—María, ella es mi hermana. Diceque es mejor que vuelvas al coche. Novas tapada y corres peligro. Y nos lohaces correr a nosotros. Será mejor quele hagas caso.

María no entendía nada. No es queesperase un recibimiento apoteósico niglorioso, se hubiese conformado con unabrazo y un par de besos y el recurrentesaludo de «bienvenida a Kabul, ¿qué talel viaje?». Pero en vez de esto, encontróuna invitación nada cálida y provista decierto acaloramiento a volver dentro delcoche en el que había pasado las últimassiete horas.

Sin saber muy bien por qué, María

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obedeció inmediatamente y volvió aintroducirse en el automóvil. De nuevoese olor seco y profundo, que volvió aalojarse en su garganta… y esta vez leprovoco una tos seca. Al instanteentraron Nasrad y su cuñado en la partedelantera del coche y la mujer cubiertapor el enorme paño se alejaba unosmetros hasta entrar en un local.

María no pudo ni quiso darle tiempoa su marido para que le explicara yenseguida le pregunto.

—¿Pero qué sucede, Nasrad? ¿Quépasa? No entiendo nada. ¿Esa es tuhermana? ¿Y por qué me dice que memeta en el coche nada más salir? ¿Y

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ahora por qué se ha ido? ¿Me puedesexplicar que demonios sucede? —Maríano sabía si aquella situación surrealistala divertía, la molestaba o ladesconcertaba, pero no alcanzaba a unirlas piezas de aquel puzzle que ledesbarataba por momentos.

—María, esa mujer es mi hermana.Y lo que sucede es que estamos enKabul. Y aquí las mujeres van tapadascon el burka porque si no, su vida correpeligro y la de sus acompañantestambién —Nasrad le hablaba como siMaría tuviera tres años y se hubieseolvidado de algo muy importante que lehabía dicho con anterioridad un adulto,

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cuando en realidad ella no sabía nientendía nada de lo que estaba pasando.

—María, esto es otro mundo. Notiene nada que ver con lo que podemosconocer fuera. Es mejor que aquí hagaslo que te dicen. Es por tú bien y por tuseguridad. Las cosas están complicadaspara todos en este país, pero en especialpara las mujeres. Pero no quiero que tepreocupes, solo que pongas atención,que estés atenta a lo que te dicen. Nadamás. Mi hermana te ayudara.

Al pronunciar estas últimaspalabras, Nasrad miró a través de laventanilla del coche, y al ver que suhermana, que seguía cubierta por aquel

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trozo de tela gigantesca, salía del localdonde había entrado minutos antes, hizoun ademán con la cabeza en forma deserial para que María mirase.

—¿Ves? Te ha comprado un burka.—¿Que me ha comprado un burka?

¿Y yo me tengo que poner eso, Nasrad?—Va a ser mejor, María. Por tu

bien. Si no quieres o te cuesta ponértelo,no lo hagas. Pero se darán cuenta de queeres extranjera, y podríamos tenerproblemas. En especial tu.

En ese momento su cuñado dijo unaspalabras en su lengua natal que Nasradtradujo después de mirarle con ciertapreocupación.

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—Dice mi hermano que aquí la vidade un extranjero puede ser moneda decambio para muchas cosas. Te puedensecuestrar y si no logran el dinero o elmaterial que quieren, te pueden matar —Nasrad miró fijamente al suelo delcoche durante unos instantes einmediatamente levanto la vista hastadar con los ojos de María y mirándolaatentamente le dijo: María, ponte elburka.

A María le dio la impresión de queNasrad no le había traducido todo lo quesu cuñado le había dicho, pero decidióno preguntar más y confiar en lacapacidad de síntesis de su marido.

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Cuando la hermana de Nasrad entróen el coche, se sentó al lado de María.Después de mirar a un lado y a otro, selevanto tímidamente la tela que le cubríaenteramente el cuerpo. Fue la primeravez que María pudo verle la cara a lahermana de Nasrad. Le sorprendió queno se pareciera a su marido. Pudo verque era de piel tostada, que tenía unosojos negros enormes, que llevaba elpelo largo y recogido en una especie decola que descansaba a la altura de lanuca y que su expresión denotaba ciertasimpatía, quizá porque la acompaño conuna sonrisa que dirigió a María.Pronuncio unas palabras en aquella

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lengua que María no lograba entender.Le acerco un paquete a María y volvió ataparse apresuradamente con aqueltrapo.

Aunque María no podía dejar demirar a aquella persona que se habíasentado al lado, tuvo que mirar a sumarido, que ya había comenzado atraducirle lo que su hermano le habíadicho.

—Dice que es un placer conocerte.Y te que te ha comprado un burka paraque te lo pongas. Quizá no te quede bien,pero mi hermana dice que no sabía muybien tus medidas. Pero que no tepreocupes, que ya habrá tiempo de

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hacerte otro a tu medida.A María no le sonó demasiado bien

esta última apreciación de Nasrad. «¿Yahabrá tiempo? ¿Qué tiempo? ¿Es que nosvamos a quedar mucho más tiempo eneste lugar?» Pero en esos momentosprefirió dejarse llevar por la situación,que lejos de parecerle peligrosa, comoantes le había advertido su marido, casirozaba lo divertido. Abrió con ciertaemoción aquel paquete que le habíaentregado la hermana de Nasrad. En elhabía un burka, de una tela parecida alque llevaba la hermana y del mismocolor azul. Más tarde le explicaría quehabía distintos colores de burka: el

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verde para las mujeres militares, elblanco, para las enfermeras y tambiénpara las niñas, el negro, para lasmujeres viudas y el azul, que era el máshabitual y el que más se veía en lascalles.

María desplegó aquel pedazo de telaen la medida que pudo, ya que lasdimensiones del vehículo no dejabanlugar para casi nada. A continuación,observo atentamente a los que laacompañaban con una mirada llena depreguntas. La hermana de Nasrad leindico por gestos que se lo pusiera.María sonrío, asintió con la cabeza yrespondió a su requerimiento.

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Cuando se lo puso, pudo notar eltacto áspero y rudo de aquella tela consu piel. María se quedó quieta, con losojos abiertos durante unos segundos ycasi conteniendo la respiración. Y soltóuna carcajada.

—Nasrad. ¡No veo nada! ¿Qué esesto? Pero ¿por donde miráis aquídentro? —decía en voz alta María, queno hacía más que dar vueltas a aquellatela y lo único que lograba era empeorarlas cosas.

Ni la hermana de Nasrad ni sucuñado lograban entender por qué Maríase reía después de haberse puesto elburka y la expresión de sus caras

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evidenciaba este desconcierto. Nasradllegó a sentirse un poco incomodo anteesa situación, que María no alcanzaba aentender, y menos debajo de esa tela quele impedía ver nada ni percatarse de lasmiradas que unos y otros seintercambiaban dentro del coche.

—Pero ¿dónde están loscuadraditos? ¡Es que no los encuentro!—seguía preguntando María en un tonoamable y casi divertido, mientras nodejaba de moverse ni de darle vueltas aaquella tela, buscando un orificio por elque poder salir o al menos asomaralguna extremidad.

—Espera, mujer, es que no te lo has

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puesto bien —Nasrad no sabía tampocopor donde empezar a ayudar a su mujer.Sus dedos se perdían entre tanta tela ylos de María tampoco ayudaban mucho.Finalmente entre tanto forcejeo, Maríaquedó de nuevo con la cabezadespeinada como si estuviera reciénlevantada de la cama y con parte de sucuerpo al descubierto. Entonces pudodarse cuenta de la seriedad queimperaba en los rostros de los que laacompañaban en aquel coche, incluidoel de su marido.

—¿Queeee? Es la primera vez queme pongo una cosa de estas. No querrásque muestre un dominio sorprendente.

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Alguien me tendrá que decir como sepone.

Nasrad miró a su hermana, queintentaba poner orden en aquel amasijode pliegues en el que se habíaconvertido el burka de María, queminutos antes lucía bien doblado yplanchado. La hermana miró a María yforzando una sonrisa que a María lepareció menos sincera que con la que leobsequio con anterioridad, le indicopacientemente la parte del burka quecorrespondía a la cabeza. Le señalomediante gestos lo que María habíallamado instantes antes «cuadraditos»,que era lo que les permitía ver algo, y

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finalmente se lo colocó sobre su cuerpo,con la misma facilidad con la que seimpone una corona. «Más vale maña,desde luego. Ella llevara añosponiéndoselo. Así cualquiera», pensópara sus adentros María.

Aquella vez María logró ponerlo ensu sitio y la situación ya no le hacíagracia ni le parecía tan divertida. Ahoraque el burka estaba bien colocado, no legustaba imaginarse su imagen desde elexterior. Y mucho menos el torbellinode sensaciones que le recorrió suinterior. Se sentía presa, enjaulada. Eracomo si alguien la hubiera atado 0amordazado dentro de un saco de

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patatas, a juzgar por lo hosco queresultaba al tacto aquella tela que ahorala cubría por entero y que no tardaría enconvertirse en su segunda piel. No podíarespirar normalmente y notaba como pormomentos le faltaba el aire. Notaba unapresión en la cabeza, como si alguien lehubiese puesto un cubo pesado sobreella y se lo hubiese encajado aconciencia. La tela le picaba, la notabaáspera y ruda en contacto con su piel.Las piernas y los brazos parecíanhaberse quedado paralizados, norespondían a los deseos de María desalir corriendo de allí. Por unosinstantes, pensó en arrancarse el burka y

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respirar profundamente. Pero algo se loimpedía. Además, aquella teladesprendía un olor nuevo y raro paraMaría, y eso entorpecía el normalejercicio de la respiración.

El silencio reino durante unossegundos, quizá minutos en aquel coche.Hasta que unas palabras en aquel idiomaimposible para María la despertaron desu atolondramiento y la hicieron ser másconsciente de lo que sucedía y de lasituación en la que se encontraba.

Al tiempo escuchó la voz de sumarido.

—María, ¿estás bien? —Sin esperarrespuesta, Nasrad continuó: Dice mi

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hermana que no te agobies, que alprincipio impresiona pero que teacostumbraras. Dice que es un pococomplicado, pero que esa sensaciónpasa pronto y que llega un momento queni lo notas.

Era la primera vez que María veía através de un burka y no le gusto ver alhombre que amaba a través de aquellosminúsculos, absurdos y ridículoscuadraditos. En aquel momento a Maríala embargo una ansiedad que no supocomo canalizar, y mediante un bruscomovimiento, levanto la parte del burkaque tapaba su rostro y se quedó mirandofijamente a Nasrad.

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No pudo verse, pero sabía que susojos eran fiel reflejo de la agonía que enesos momentos la invadía por dentro yque como un rio salvaje y desbordado,no podía controlar ni amainar. Hubiesedado lo que fuera por poder luchar ysalir de aquellas dimensiones impuestas,aunque fuera golpeándose por los lados.Pero en esos momentos Nasrad cogió lacara de María con sus dos manos y laacaricio desde las mejillas hasta lassienes. Lo hizo de forma repetida, sindecir nada. Solo mirándose ellos dos.María ya no reía. Solo podía mirarhipnotizada a su marido, que manteníauna seriedad y una dureza en sus ojos

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que le confirió, no supo por qué, ciertaseguridad. No se dio cuenta de quehabía empezado a llorar hasta que nosintió las lágrimas escapándose de entrelos dedos de Nasrad, que intentababorrarlas con sus caricias.

—Te prometo que pronto saldremosde aquí. Te lo prometo, María. Y nosreiremos como siempre lo hemos hecho.Y todo esto nos parecerá inclusodivertido. Te lo prometo, María. Ynecesito que confíes en mi.

Nasrad sintió que aquella situaciónno podía prolongarse ni un segundo más,y volvió a cubrir a su mujer con elburka, mientras el volvía a sentarse

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correctamente en el lugar del copiloto.Después de escuchar como su marido ycuñado intercambiaban unas palabrasque por supuesto ella no entendió, Maríase reclinó despacio, casi en cámaralenta, sobre el asiento que antes habíahecho las veces de incomoda camadurante el largo trayecto que la trajo dela frontera hasta Kabul.

4 A pesar de su estado desemiinconsciencia, María pudo notarcomo el coche volvía a ponerse enmarcha y como su cuerpo habíaadquirido tal rigidez que ni siquiera elirregular camino de piedras por el quese deslizaba el coche lograba provocar

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alguna oscilación en su cuerpo.María sintió que la situación

empeoraba por momentos. La sensaciónde morir ahogada se hacía cada vez másperceptible y cobraba más visos derealidad, y María sintió como de unmomento a otro su cuerpo iba aresponder a toda aquella situaciónmediante el vomito o el desmayo. Maríarezaba porque fuera este ultimo. Nohubo suerte.

María intentaba buscar de maneraapremiante en la puerta del coche elartilugio que le permitiera bajar laventanilla. Pero el mareo que se ibaapoderando de ella y la torpeza que el

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burka imprimía a sus acciones se loimpedía. María quería bajar laventanilla. Primero para lograr devolvertodo lo que su estómago no quería yaguardar. Y segundo para tomar algo deaire. Hubiese dado media vida porquitarse el burka en aquel momento,pero por lo que le habían explicado,podría dar, sin ella quererlo ni poderevitarlo, la vida entera.

No supo que la mano que la ayudo aencontrar la manivela en la puerta delcoche para poder bajar la ventanilla erala de la hermana de Nasrad, pero loagradeció. No tardo ni un segundo ensacar la cabeza y respirar de manera

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exagerada. Coria aire como si le fuera lavida en ello y se negaba a soltarlo, comosi quisiera acumularlo y almacenarlodentro del burka, siendo consciente deque le iba a hacer falta más tarde.

Tampoco la operación de respirarresultó muy agradable, ya que, aunque elcoche iba a poca velocidad, la carreteraera de tierra y piedras, que en contactocon las ruedas provocaba que selevantara una densa humareda de polvoque iba a parar a los pulmones deMaría.

Mientras se empeñaba en coger airey en expirar profundamente, María notóalgo extraño. No estaba segura de lo que

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había pasado, de lo que su cuerpo habíaprovocado a espaldas de su dominio ysu capacidad motriz, pero creyó que enaquella exagerada contorsión pulmonarse había tragado su propio vomito. Nosintió asco, ni temor, ni miedo. Niquiera preocupación. Casi lo agradeció.Además estaba concentrada en no dejarni una molécula de oxigeno en elexterior y hacerse con una buena reservaen su interior.

En aquel momento escuchó hablar ala hermana de Nasrad y luego a este, porlo que supuso que le traducía suspalabras.

—María, ¿te encuentras bien,

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quieres que paremos el coche unmomento?

María abrió los ojos, que veníamanteniendo cerrados, y notó un ligeroescozor. Se dio cuenta entonces de queestaba llorando y de que ni siquiera sehabía dado cuenta. Entonces si lainvadió una congoja que a duras penaspudo controlar, aunque lo hubieseagradecido, sobre todo por no tener quedar explicaciones, aunque fuera a supropio marido.

—¿María? —insistió Nasrad, dimealgo. ¿Estás bien, quieres que paremos?

No supo de donde saco las fuerzas,quizá del aire que había estado

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inspirando, pero María logrórecomponerse y contestar a su marido,que ya comenzaba a intranquilizarse.

—Estoy bien, Nasrad, mi amor. Esque debe de ser la alergia, que comoestá todo tan seco, hace que me quedesin aire y este moqueando —Maríasabía que no era buena mintiendo, y enaquel momento se arrepintió por ello. Oquizá me he resfriado. Eso será lo másseguro, Nasrad. Me he resfriado, ayermientras esperábamos a que nosdevolvieran las maletas. Pero no tepreocupes, que voy bien. Tiene razón tuhermana, esto es acostumbrarse, ytampoco es tan difícil.

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María sintió que hablar con Nasrad,como siempre le había sucedido, latranquilizaba y lograba que se sintierabien. Por eso intentó prolongar la charlacon el. Y lo hizo. Pero pronto escuchócomo el resto de los ocupantes delcoche también se metían en laconversación, y como Nasrad tenía quetraducir lo que decían unos y otros, hastaque nada de aquello tenía sentido.

Además María notaba como Nasradhablaba mucho más en su lengua natalcontestando a su hermana y a su cuñadoque con ella, y le dio la impresión deque, en realidad, estaban discutiendo.María tuvo la sensación de que su

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marido estaba acalorado, porque el tonode voz así lo daba a entender.

—¿Qué pasa, Nasrad? ¿Qué ocurre?¿Estás enfadado? ¿Te han dicho algo?—después de mucho pensarlo, María seatrevió a formularle la pregunta a sumarido: ¿Acaso han dicho algo de mi?¿Es que no les gusto? ¿Se están riendode mi? ¿Están metiéndose conmigo?

María se intranquilizo al ver que sumarido no le respondía rápidamente,porque seguía exaltado. Pero al finalllegó su voz, y en el idioma que ambosentendían.

—No, María. No es nada de eso —María notaba que la voz de Nasrad

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sonaba como si estuviera cansado, 0triste, o quizá ambas cosas. Más bien alcontrario. Creen que como hablamos enun idioma que ellos no conocen, te estásquejando, y les estás criticando. Y mepreguntan que qué te pasa, y que por quéhas venido. Pero ya les he dicho que note estás quejando, que estás resfriada yque lo que estás es cansada del viaje.

—Pues les puedes decir que hevenido porque quiero estar con mimarido. Porque no quiero separarme deel ni un segundo y porque sencillamenteme da la gana.

María no entendía tantaincomprensión hacia su persona nada

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más llegar. No era justo. Ella venía deotra civilización, de otro país, de otromundo, y solo llevaba unas horas enaquella tierra, que no podía haberlerecibido peor: robada, engañada, timaday ahora tapada por una tela porque, de locontrario, podrían secuestrarla ymatarla. «No se por qué les cuesta tantoentender que me va a llevar un tiempoasimilar todo esto», pensaba María.

Por fin aquella extraña comitivallegó a la casa de la hermana de Nasrad.María abrió la puerta para apearse delcoche y notó como su cuñada la cogíadel brazo izquierdo ejerciendo unapresión que hizo que los cuadraditos del

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burka se orientaran en la direccióndonde estaba ella. Pronuncio unaspalabras en su lengua y Nasrad advirtióa su mujer.

—Dice que tengas cuidado al salirdel coche, no vayas a pisarte el burka yte caigas al suelo.

María agradeció el consejo. «Sólofaltaba que me cayera para continuar conel espectáculo», pensó María. Así lohizo, pero a pesar de la advertenciarecibida, María tuvo que ir casi atientas, bordeando el coche sin dejar detocarlo y sin apartar ni un segundo sumano de la chapa hasta que logrósituarse justo enfrente de la puerta de la

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casa donde entraba el resto de lacomitiva. Por supuesto que se tropezócon el burka, que se lo piso en cuatro ocinco ocasiones, pero al menos no cayoal suelo, que era lo que intentaba evitara toda costa.

Una vez traspasó el umbral, reino laoscuridad más absoluta. A María le diola impresión de haber entrado en elcuarto oscuro con el que siempre laamenazaban de pequeña si no se portababien. Se quedó quieta. Intento alargar lamano para encontrar un cuerpo, a serposible el de su marido. Pero se diocuenta de que el burka se lo impedía yque por mucho que alargara el brazo, no

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conseguiría nada más que caer al suelo.Por fin Nasrad apareció.

—María, estoy aquí. Justo a tuderecha. Te puedes retirar el burka. Yaestamos en casa de mi hermana. Aquídentro no hay peligro y en casa puedes irsin el.

María lo agradeció inmensamente yno tardo ni un segundo en quitarse deencima aquella tela rugosa. Se sentíaagotada y perdida, extrañamenteperdida. Todo aquello le recordaba mása la escena de un secuestro que tantohabía visto en las películas que a unarealidad que ella misma estabaprotagonizando. Subió con Nasrad las

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empinadas escaleras que llevaban aldescansillo primero de aquel portal enel que se habían introducido. Una vezdentro pudo ver la pobreza que reinabaen esa casa. No había apenas muebles.Ni siquiera unas cortinas colgaban delas ventanas, que a María le dio laimpresión de que estaban pintadas denegro, cuando no tapadas con unaespecie de cartón. En el suelo había treso cuatro colchones de algodón, y sobreellos unas cuantas mantas, raídas y quedaban buena cuenta del paso del tiempo.No tardo mucho en comprobar Maríaque esos mismos colchones hacían lasveces de cama por la noche y que en

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ellos dormían mínimo tres personas.A pesar de la pobreza que pudo

palpar María, en aquella casa todos sevolcaron desde el primer momento paraque no le faltara de nada, aunque todo lefaltara, a ella y a los propios inquilinos.La hermana de Nasrad, ya sin el burkaque solía envolver su persona, noparaba de hablarle y de dirigirle todotipo de gestos y de senas para que sesentara en una de esas colchonetas, paraque bebiera el te que le acababa depreparar, para que comiera una extrañatorta de pan que sabía a harina conalguna especia que María no pudodistinguir.

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María se notaba algo aturdida.Sentía como incluso los oídos se lehabían taponado, y los ojos se lecerraban a la menor ocasión que ladejaran tranquila, lo cual no sucedíatodo lo que ella hubiese deseado. Estabadeseando poder acostarse, caer dormiday sonar con otro lugar distinto a aquel enel que estaba. Solo quería cerrar losojos y dormir. Huir de aquellahabitación. Pensó que no era muchopedir.

Cuando despertó al día siguiente,María no pudo recordar el momentojusto en el que el cansancio la pudo lanoche anterior y sus ojos se cerraron sin

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tiempo para poder avisar y muchomenos pedir permiso. Permaneció untiempo acostada, después de mirar queel cuerpo que descansaba a su ladoizquierdo era el de su marido y el queaparecía junto a su lado derecho era elde su hijo. Intento recorrer einspeccionar con los ojos el lugar en elque estaba, pero la luz que entraba aduras penas por las ventanas se lo pusorealmente difícil. «¿Por qué habránpintado las ventanas de negro? Entraríamás luz de la otra manera. Quizás noquieren que les vea algún vecino curiosoo quizá tengan roto el cristal y lo hayantapado con esos cartones», vaticinaba

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María para sus adentros.Cuando giro ligeramente el cuello

para ver con lo que la parte derecha dela habitación la sorprendía, pudo atisbarque sobre otra colchoneta descansabanlo que contabilizo como tres cuerpos deotras tantas personas. Pudo distinguir lasilueta de la hermana de Nasrad, y otrasdos mujeres a las que no conocía ydesde luego no recordaba de la nocheanterior. Cuando con sus ojos abrió elcampo de visión, María sintió que elcorazón le daba un vuelco al ver comola hermana de Nasrad tenía los ojos bienabiertos y la observaba fijamente comosi su retina se hubiese congelado. María

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creyó morirse del susto. Eran unos ojosenormes y parecía que la vigilaban.Enseguida pudo ver como aquel rostro,que parecía fantasmagórico en aquellamedia oscuridad, le regaló una sonrisa.María se la devolvió, más por inerciaque por cortesía. Vio como, desde laotra colchoneta, la hermana de Nasrad lehacía un gesto para que se levantara yMaría lo hizo.

La llevo a un cuarto en el que lanoche anterior no había estado, y quepor lo que allí pudo ver, hacía las vecesde despensa. María vio como su nuevacuñada le hacía un gesto comopreguntándole si tenía hambre, y María

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afirmo con la cabeza. Allí mismocomenzó a sacar paquetitos marronesque posteriormente fue abriendo en lapequeña cocina del piso. En menos deuna hora, la hermana de Nasrad habíapreparado pan reciente y te para eldesayuno.

El resto no tardo en levantarse,aunque desde luego no fue por el ruidoque ellas hacían. No hablaron, y Maríapudo darse cuenta de que la hermana deNasrad intentaba impregnar de unsilencio casi religioso todas susacciones, como si tuviera miedo dedespertar o de molestar a alguien.

Cuando todos se reunieron a

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desayunar, lo hicieron en la mismahabitación donde antes habían dormido,que era la misma donde la nocheanterior habían estado tomando un te.Recogieron las mantas, colocaron lascolchonetas de otra manera y allí mismose sentaron a tomar el desayuno.

María miraba aquel pan y aquel teque la hermana de Nasrad habíapreparado para la primera comida deldía, y no hacía más que preguntarse,aunque no se atrevió a formular esascuestiones en voz alta, donde estarían elcafé, la magdalenas, las galletas oalguna tostada. Nunca llegaron. Y Maríajamás las pidió.

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Ellos seguían hablando en su lenguanativa y Nasrad traducía lo que podía oquería a María. Así pudo saber que allíestarían un par de días más y que luegopondrían rumbo al pueblo de los padresde Nasrad, donde les esperaban desdehacía algún tiempo.

María quiso pensar y deseo contodas sus fuerzas que aquel lugar fueraun poco más acogedor que aquel dondese encontraban, aunque ella no podíatener ninguna queja de la hospitalidad delos familiares de Nasrad. «A quien da loque tiene, no se le puede pedir más».¡Cuántas veces escuchó a su padrepronunciar esta frase! Y ahora entendía

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el sentido mejor que nunca.Nasrad le informo de que aquella

mañana saldría a la calle, y María sealegro. Quería acudir a alguna comisariapara intentar interponer una denunciapor robo de documentos y de dinero.Quería dejar cuanto antes solucionado eltema de los pasaportes. Pero no le duromucho aquel improvisado jubilo. Losplanes que hablaban de salir al exteriorquedaron anulados por una serie dedisturbios que sucedieron en la ciudad.Por lo que pudo entender María a juzgarpor los gestos y lo poco que Nasrad letraducía, por falta de tiempo o por noacrecentar la preocupación que ya

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reinaba en el ánimo de su mujer, setrataba de unos soldados que habíanatentado contra alguien en la calle y quela población estaba aterrada y preferíaquedarse en casa. Más tarde María seentero de que una mujer había sidoasesinada de la manera más cruel quehasta entonces había escuchado: ladesgraciada mujer había sido enterradahasta la cintura, iba enteramente tapadapor un burka y fue apedreada cruel einhumanamente hasta la muerte. Fue laprimera vez que María escuchó hablarde los talibanes. Y supo que aquelnombre no era nada bueno para la mujer.

Como había hecho tantas veces

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cuando la realidad lograba superarla,María optó por permanecer en silencio,completamente callada. Sus labiosestaban literal y físicamente pegados, nose separaban ni para respirar. Semantenía abstraída en sus pensamientos,mirando a un punto fijo. El mundo sedetenía para María y nadie podíaimaginarse lo que en esos momentospasaba por la cabeza de aquella mujer.

Se cumplieron los planes anunciadosun par de días antes, y María y Nasradse encaminaron a la aldea donde suspadres vivían. María pudo notar ciertonerviosismo en el comportamiento de sumarido, que no dudo en atribuir a la

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excitación de volver a encontrarse consus padres después de tantos años.

Casi no hablaron durante lasprimeras horas del trayecto, exceptocuando Nasrad se giraba sobre si mismopara interesarse por el estado de sumujer. María iba igual de tapada quecuando llegó a la ciudad hacía tresnoches. Le alegro escuchar a Nasraddecir que quizá en el pueblo, al ser máspequeño y diferente a la capital, notendría por qué ponérselo, y que podríaquitárselo cuando llegara a su aldea.María se sintió aliviada.

Tardaron tres días en llegar alpueblo de los padres de su marido,

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porque las carreteras eran peligrosas ydifíciles y porque a partir de las diez dela noche, no se permitía el transito decoches. Tampoco era conveniente parala seguridad y la integridad de laspersonas. Quien desoyera esta ley estabaexpuesto a sufrir cualquier percance, yno precisamente bueno. Así que tuvieronque parar y hacer noche en lo queNasrad llamo «hotel». A María aquelnombre le parecía una ironía. No pudosaber exactamente a que se refería sumarido cuando hablaba de hotel porqueaquello donde ella estaba no podía tenersemejante calificación.

Paso dos noches en dos

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edificaciones diferentes, pero en ambassolo encontró una habitación de unosdiez metros cuadrados con doscolchones de algodón en el suelo. Y asípasaron las dos noches María, su maridoy su hijo en uno de los colchones y lahermana de Nasrad y su marido.

Por fin llegaron al pueblo natal deNasrad. Allí había nacido el hombre alque amaba, por el que cubría su cuerpoy su identidad bajo un burka nada másllegar a Kabul y por el que aguantabatodo lo que el destino tuvieraconveniente echarle encima. Si bienMaría desconocía cuanto iba a ser.

María se retiro el burka para no

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perderse ni un detalle de la casa de lospadres de Nasrad y lo colocó en elasiento trasero, a pocos centímetros dedonde ella iba sentada, tal y como sumarido le había comentado al salir deKabul. Pudo ver entonces como la casade sus suegros estaba situada en undescampado en medio de la nada, unaextensión de tierra más 0 menos ampliay custodiada por una gran cantidad dearboles. No pudo entender María comoen un lugar tan seco y tan árido comoaquel, con tanta tierra y tanta piedra pormetro cuadrado, podría haber tantaarboleda. Pero ahí estaba. Cuanto másiba adentrándose en aquel terreno, pudo

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vislumbrar con más claridad la casa delos padres de Nasrad. Era pequeña yconstruida en su totalidad a base depiedras. Tenía un tejado de color marrónque parecía construido a base de unmaterial de color negro que María nopudo ni supo distinguir, y con una seriede palos de madera cruzados, a modo deestructura. La casa tenía varias ventanas,pero ninguna de ellas presentabacristales. Fue por aquellas mismasventanas por las que María pudo verasomarse a algunas personas que luegodesaparecían rápidamente en cuantoeran conscientes de haber sidodescubiertas.

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Cuando el coche finalmente paró,todos bajaron, incluida María. Era sinduda la persona que más miradas atraíay ella era consciente. No le molesto.Pero aumento su nerviosismo.

Cuando por fin pudo acceder alinterior, María pudo ver que ladistribución de la casa no ofrecíamuchas posibilidades de intimidad. Lacasa tenía dos habitaciones. Y nada más.Esa era toda la repartición del inmueble.Los mismos colchones que ya habíavisto en otras localizaciones, idénticasmantas, otras telas de diferente generodistribuidas irregularmente por el sueloy la misma carencia de todo a lo que su

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vista ya se iba acostumbrando, muy apesar suyo. María no pudo entoncesimaginar en que empleaba aquella genteel dinero que le enviaba Nasrad desdeLondres y confió en que después dehaber inspeccionado y curioseado porotros rincones de la casa, encontraríauna respuesta satisfactoria. Pero no tuvooportunidad de hacerlo, porque algo lesrequería desde el exterior.

Allí se había congregado al menosuna veintena de personas que Maríasinceramente no sabía de donde habíansalido. Nasrad empujaba a María parapresentarles a todos y cada uno de ellos,y María no hacía más que sonreír y

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asentir con la cabeza, y como veníasiendo habitual desde que llegó aAfganistán, sin entender nada de lo quele decían ni de lo que sucedía a sualrededor. Cuando todavía su marido nohabía acabado con el rosario denombres, parentescos y presentacionesen un idioma que no era el suyo, todoscomenzaron a gritar y a aplaudir. Maríadirigió su mirada hacia el corrillo quehabían formado los que hasta hace unossegundos solo tenían ojos para ella.Pudo ver como, en el centro de aquelgentío, una persona tenía agarrado confuerza a un cordero, justo por el lomo.No tardo mucho en comprobar María

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que aquel cordero iba a ser sacrificadocon motivo de su llegada a la aldea. Losupo cuando el hombre que le teníaaprehendido elevo bruscamente con lamano la mandíbula del animal y allímismo le degolló. María no pudo,aunque quiso, cerrar los ojos para nover la cantidad de sangre que manabapor la profunda herida que el cuchillohabía provocado en la garganta de aquelanimal. Nunca había visto tanta sangre, ymenos todavía saliendo a esa velocidad,de un ser vivo. Ni siquiera podíacompararse con el ritual de bienvenidaque aquella misma familia escenificocoincidiendo con el nacimiento de su

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primer hijo. Aquel animal que ahoraobservaba atónita María era tres vecesmayor y por su herida brotaba sangre amansalva. Pero lo más sorprendente, loque a punto estuvo de dejarla sinrespiración, estaba aún por venir.

Cuando todavía no se habíarecuperado de la gran impresión que lesupuso la visión de la sangre saliendo araudales del cuello del cordero, uno delos familiares de Nasrad recogió con susmanos parte de la sangre de aquelanimal y se dirigió hacia María. Tentadaestuvo de retroceder unos metros haciaatrás, al ver la seguridad con la que elhombre iba aproximándose hacia ella.

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Pero no pudo, entre otras cosas, porqueNasrad la tenía sujeta por el brazo yporque aunque no entendía por qué,María asistía a todo aquel espectáculocomo si fuera una espectadora ajena atodo lo que allí sucedía, cuando enrealidad era la estrella invitada.

Cuando el hombre que traía lasangre del animal recién sacrificadoestuvo lo suficientemente cerca deMaría, le cogió sus manos y ante laincredulidad y la sorprendenteinmovilidad de María, las cubrió con lasangre del cordero. María notó como lasangre de aquel animal empapaba susmanos. Las notaba pegajosas y podía

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percibir perfectamente el calor que aúnconservaba la sangre. A María le dio lasensación de que aquella sustanciaviscosa que se iba resbalandolentamente entre sus dedos le pesabademasiado y le producía una sensaciónde total repugnancia, difícilmentecontrolable. Cuando aún se encontrabaperdida, intentando dar un sentido alcúmulo de sensaciones que le recorría elcuerpo en un segundo, pudo ver comoaquel hombre iniciaba el mismo ritual,pero ahora con los pies. María nuncasupo en que modo lograron descalzarlapara que la sangre de aquel cordero, quehasta su llegada estaba lleno de vida,

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apareciera untada en sus pies y en susmanos. Mientras aquel hombre ejecutabaeste increíble ritual, iba diciendo unaspalabras que María entendió como unaespecie de plegaria, en el mismo idiomadel que María no lograba entender niuna sola palabra desde que habíallegado al país de su marido. Acontinuación, y sin darle opción aentender lo que estaba pasando, laobligaron a tocar el suelo con las manosy con los pies, porque al parecer, aquelrito así lo estipulaba. María incluso notócierto alivio cuando sus manos tocaronla tierra y pudo adivinar que parte de lasangre que había en sus manos y en sus

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pies era arrastrada y limpiada poraquella tierra. No podía entender comoaquella situación la sobrecogía de talmanera y le impedía reaccionar conmayor naturalidad y sosiego habiendoestado presente en el ritual debienvenida a su hijo Abdullah. Eraextraño, pero le pareció estar viviendotodo aquello por primera vez.

Todos parecían estar celebrandoalgo grande, se mostraban felices,alegres, hablaban alto, prácticamente agritos y emitían sonidos que María no seatrevió a comparar con canciones.

Cuando la sorpresa y el estado deshock desaparecieron, en parte, del

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cuerpo de María, supo que todo aquelloque había vivido en primera persona erafruto de una tradición.

Cuando alguien nuevo llegaba a lafamilia, en especial una mujer, o cuandoalgún miembro regresaba a casa, y estoseran el caso de María y de Nasrad, elresto de la familia les recibía con esteritual de muerte, sangre y grito.

La celebración duro prácticamentetodo el día, y María no tuvo ni un solomomento para estar a solas con Nasrad.No pudo recordar ni un solo momento enel que toda esa gente alrededor nopararan de hacerle preguntas o inclusode mantener conversaciones entre ellos

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sobre su persona sin que nadie letradujera lo que estaban diciendo. Elmáximo nivel de intimidad que llegó atener con su marido fueron las miradasque se dirigieron durante la jornada, yen las que María podía ver a un Nasradfeliz y sonriente, como hacía días que nole veía, y que con sus ademanes invitabaa María a que disfrutara de la situacióny se uniera a la fiesta. Lo malo es que nole explicó como.

María sabía que estaba siendo bienrecibida. Pero no pudo desprenderse deesa sensación que la estremeció desde elprimer momento que sus ojos secruzaron con los de la madre de Nasrad.

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Tuvo que bucear mucho María en susrecuerdos para cerciorarse de que nadamalo había pasado entre ellas. Alcontrario, María recordaba comoaquella mujer la había ayudado a traer asu primer hijo al mundo y aunque no fueagradable, nada recordaba sobre algunadesavenencia o algún resto de rencor enel pasado. Pero lo tuvo claro. No eraningún espejismo. María supo queaquella mujer no sería nunca su amiga,su confidente, su aliada ni sucompañera, ni mucho menos su apoyo enaquel lugar.

Pudo observar, y no solo en elsemblante de la madre de Nasrad, que

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los allí presentes, sobre todo lasmujeres, la miraban y la observabancomo si María no fuera de las suyas,como si su presencia allí, aunquecelebrada con aquel ritual de bienvenidaque marcaba la tradición, hubiesesignificado realmente una decepciónpara ellos. En su cara todo eransonrisas, movimientos de cabezaafirmativos, palmadas, aplausos,saludos, alegría y comadreo. Perocuando volvían la cara, aquellacomplicidad se convertía en peligro. Lafamilia de Nasrad sabía que su hijo sehabía casado con una española, pero noimaginaron que aquella mujer luciera

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aquel aspecto. Y es que María se habíaquitado el burka antes de bajar delcoche y no se dio cuenta o no le diomayor importancia a como iba vestida:un pantalón vaquero y una camiseta detirantes, que en el lugar al que acababade llegar poco o nada correspondía conla vestimenta de las mujeres, que lucíanvestidos amplios y pañuelos en suscabezas, incluso algunas de ellasaparecían con burka. Sus padres, sushermanos, hermanas y demás familiasabían que María procedía de España,pero nunca imaginaron que una mujerespañola luda de aquella manera,sencillamente la imaginaban más similar

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a ellas y su hijo no les había explicadoque se había casado con una mujer deorigen español.

Aquel primer día, fue una sorpresapara todos. Y no precisamente positivao negativa en igual medida.

Cuando la celebración termino,todos se despidieron y cada uno sedirigió hacia un lugar. En aqueldescampado había como dos casasdiferentes: la principal, donde residíanlos padres de su marido y donde sequedarían Nasrad, María y el pequeñoAbdullah, junto a otros dos hermanossolteros y otro tercero recién casado,todos en la misma habitación. Y otra

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casa aún más pequeña dondesorprendentemente vivían otro hermanocasado con once hijos y otro que teníatrece hijos. A este numero había queañadir las distintas mujeres que teníanlos hermanos de Nasrad, así comoprimas, sobrinas y cuñadas.

Cuando su marido le indico que lescorrespondía la casa principal, Maríarespiro aliviada porque durante el día yal ver a tantas personas, llegó a pensarque dormiría en una tienda de campanaque alguien habilitaría para ella y sumarido en aquel descampado. Pero laalegría de despreciar la idea de latienda de campana se le disipo

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enseguida, al descubrir que en la casa nohabía ni agua ni electricidad.

María no podía dar crédito.—¿Y como consiguen el agua,

Nasrad? —pregunto en voz baja María,intentando que nadie pudiera averiguar ointuir de lo que hablaban, pero sin poderresistir tanta curiosidad sobre laprocedencia del liquido elemento.

—Van a los pozos que están situadoscasi al principio del recinto. ¿No los hasvisto al entrar? Hay dos. Uno a cadalado. Las mujeres van todos los días,tres o cuatro veces, llenan las garrafas ylas traen —Nasrad se lo había explicadocon tal naturalidad a María, que ésta se

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sorprendió al escuchar que su marido,que estaba hecho igual que ella a lasmismas comodidades que ofrecía elmundo moderno, parecía no darleninguna importancia a lo que ella creíaque correspondía más a la Edad Me díaque al siglo en el que vivían.

—¿No tienen grifos, ni saben lo queson? —insistió tímidamente María,quien se negaba a dar crédito a lainformación que sus oídos le ofrecían.

—Y tampoco tienen luz ¿no conocenla electricidad? —planteó aún mássorprendida cuando vio como loshermanos de Nasrad colocaban unalámpara de gasolina en cada habitación

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de la casa—. Es increíble. Es como enlas películas.

—María, ¿qué esperabas? —respondió Nasrad, ligeramentecontrariado. No sabía muy bien si por laactitud de su mujer o por el sentimientode culpa por no haberla disuadido parano ir. Ya te dije que Afganistán es unpaís pobre, donde la mayoría vive pordebajo de unas condiciones razonablesde bienestar.

—¿Bienestar? ¿Has dicho bienestar?Nasrad, tu familia no sabe lo que es elbienestar. Ya se que me dijiste que eraun país pobre, pero yo imaginé que seríacomo me contaban mis abuelas cuando

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vivieron la guerra civil y la posguerra.Desde luego no imaginé esto —Maríarecorrió con la mirada lo que la rodeabay volvió a plantearle una pregunta aNasrad, sin ni siquiera mirarle. ¿Y túhas nacido aquí, en este lugar? ¿Y comohas podido…?

—Ya te dije que no vinieras, María.Este no es lugar para ti. Y menos con elniño. ¿Es que no lo entiendes? Tu estásacostumbrada a otras cosas. Y yotambién, pero yo se que existe esto queves y que tanto te sorprende. Y se lo quees vivir de esta manera, y te puedoasegurar que se puede vivir en estascondiciones. Yo lo hice —Nasrad

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mantuvo silencio durante unos segundos.No tenías que haber venido. Ni tú ni elniño. Ha sido un error y la culpa es mía.

María sintió como si aquellaspalabras que acababa de pronunciarNasrad se hubiesen convertido encuchillos que se le habían clavado en elpecho provocándole un dolor inmenso.Y se sintió cruel, egoísta, caprichosa ymalcriada por los comentarios queacababa de hacerle a su marido,ignorando que aquel era su hogar y sufamilia.

—Perdoname, Nasrad. No hequerido decir eso. Estoy feliz de estarcontigo, no me importa si es aquí o en el

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mejor palacio del mundo. Yo lo quequiero es estar contigo y todo lo demásme da igual. Créeme, por favor. Prefieroestar contigo a cualquier otra cosa,además —añadió María con el fin derebajar tensión en aquella situación, estotampoco está tan mal. Se parece a loscampamentos que hacía de pequeña. Ytampoco lo pase tan mal. Y tienes razón,Nasrad. Aquí se puede vivir. Sobre todosi estoy contigo.

Ni ella misma se creía lo que saliade su boca. Su tono había sonadodemasiado infantil para ser creíble. Ensu vida había estado en un lugar dondeestas dos necesidades que ella

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consideraba como básicas no estuvierancubiertas. Pero decidió que de ahora enadelante, y para no hacer sufrir ni unsegundo a su marido, se ahorraría loscomentarios sobre el estado de la casa,para no empeorar aún más las cosas.Necesitaba hacerse nuevamente la dura,dar la sensación de que nada pasaba, ysi pasaba, a ella no le afectaba.

La primera noche la pasaron aoscuras, con el tímido resplandor quedevolvía la luna, la cualafortunadamente para María estaba casillena y se colaba por las ventanas de lacasa. Aquella noche tuvieron suerte: suspadres le habían permitido quedarse

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ellos solos con el crío en una habitaciónde la casa. La otra estaba ocupada, solopor aquella primera noche, por cincopersonas distribuidas como pudieron endos colchones. Las noches posterioresMaría y Nasrad dormirían con lacompañía de su madre, inseparable desu hijo, para desgracia de María.

Al día siguiente, las cosas nomejoraron. María se había levantado,como en ella era habitual, con unasganas enormes de orinar. Intentaba nobeber mucho liquido antes de acostarsepara evitar ese deseo de ir al serviciotan fuerte y tan descontrolado, pero aúnsi, cada vez que se despertaba, no podía

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aguantar más que unos segundos paracorrer al cuarto de baño y allídesahogarse en lo posible.

Pero aquella primera mañana encasa de sus suegros, no lo tuvo tan fácil.Se levanto con prisas y estuvo un buenrato buscando el cuarto de baño porcada rincón de la casa. Bien es ciertoque esta operación de rastreo en buscadel cuarto de aseo no le llevo muchotiempo, ya que la casa no gozaba de unasgrandes dimensiones. En su precipitaday agobiada exploración visual tampocoencontró la cocina, en la que llegó apensar durante unos instantes comosegunda opción para encontrar cierto

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sosiego fisiológico, viendo que el cuartode baño se le resistía.

Al ver que aquello era imposible ymenos sin ayuda, corrió de nuevo haciadonde aún dormía su marido y lepregunto.

—Nasrad, cariño, no encuentro elcuarto de baño y no aguanto más.¿Dónde está, dónde lo tenéis escondido?

María pudo atisbar un amago desonrisa en el rostro de su marido ante supregunta, pero la urgencia que seapoderaba de su vejiga no le dio opcióna distraerse en la comprobación de estedetalle.

—Fuera. Está fuera, María —dijo

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Nasrad señalando hacia la ventana.María se quedó ciertamente

anonadada mirando en la dirección queapuntaba el dedo de su marido. Nopodía creérselo. Miró a su marido,interrogándole con la mirada parabuscar una confirmación que leasegurase que aquel lugar alejado de sucampo visual más inmediato queseñalaba era el lugar indicado.

—¿Fuera, donde? —Maríacomenzaba a temer aquella respuesta.

—Pues fuera. María, hay un enormeagujero en la tierra, justo al lado de esosarboles que tanto te llamaron la atenciónayer cuando llegamos. Detrás de ese

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pequeño cobertizo medio derruido, ¿loves? Pues ahí esta. Cuando termines dehacer lo que tengas que hacer, hay unapala apoyada en uno de los arboles.Cogela. Es para echar arena sobre elagujero que acabas de utilizar.

María creyó que su marido le estabatomando el pelo. Y sinceramente,aquella mañana no tenía humor parahacer frente a ese tipo de bromas.Aunque procedieran de el.

—¿Estás bromeando, Nasrad?—No, María. Si quieres te

acompaño y te lo muestro. No estoybromeando.

María sencillamente se incorporó

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dignamente, se dio media vuelta y sinmirar a su marido, de maneraintencionada, salió por la puertaprincipal de la casa. «Bueno, vale. Nopasa nada. Son solo quince días. Y mipadre solía decir que quince días sepasan hasta en la cárcel. Así que, María,no pasa nada. Nada. Nada». Cuantasmás veces repetía en su interior lapalabra nada, más fuerza sentía para darun nuevo paso y llegar hasta aquelagujero que, al parecer en aquella casa,hacía las veces de cuarto de baño. Nopudo evitar pensar en como sería allí laceremonia de la ducha, o del baño, ysintió un escalofrío. Decidió desterrar

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rápidamente ese pensamiento yconcentrarse en lo que tenía ahora entremanos. Más bien, entre piernas.

Nasrad pudo ver por la ventanacomo su mujer se dirigía presta al lugarpor el mismo indicado con anterioridad.Cuando llegó al punto indicado, Maríainspecciono durante unos segundos ellugar, seguramente para asegurarse deque nadie estuviera cerca observando loque se disponía a hacer. Vio queefectivamente allí estaba el agujero yallí también descansaba la pala de laque le habló su marido, apoyada en unárbol. María se agacho, hizo lo que teníaque hacer, tardo unos instantes en

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levantarse y cuando lo hizo, acabo conel ritual de la pala y la tierra. Pruebasuperada.

A la vuelta de su mujer a la casa, laconversación no dio para mucho. Sinembargo, Nasrad lo intentó.

—¿Mejor?—Mucho mejor. Gracias.La familia entera se junto para

degustar el desayuno, que consistía ente, pan y azúcar. Durante este encuentromatinal y familiar María se sintiófrancamente incomoda, ya que no solono faltaron miradas curiosas dirigidas asu persona, algunas de ellasinquisidoras, sino que los padres,

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hermanos, hermanas, cuñadas e inclusosobrinos de Nasrad no pararon de hablarentre ellos, aunque María tenía lacerteza de que el tema de conversaciónversaba sobre ella. En un par deocasiones requirió la mirada de Nasraden busca de la consabida traducción delo que allí se estaba hablando. Perollegó un momento que desistió, ya quecada vez hablaban más deprisa y comosi se mostrasen enfadados, incluido elpropio Nasrad. A María le dio laimpresión de que estaban discutiendo ynadie ni nada de lo que pudieran decirlecon posterioridad lograría quitarle de lacabeza que el motivo de la acalorada

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riña era ella. Se sentía enojada y sesabía apartada. Tenía la seguridad deque no les había caído bien y susmiradas impertinentes y descaradas asílo certificaban.

Apenas comió aquella mañana.Tampoco tenía hambre. Lo que quería, yasí se lo hizo saber a Nasrad, eraacercarse lo antes posible a Kabul paraintentar de nuevo denunciar el robo delque habían sido victimas y tramitar supasaporte para poder salir cuanto antesde aquel lugar. Nasrad le aseguro queasí sería, pero que antes tenía quecambiar su físico y sobre todo su formade vestir.

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—Si vas vestida así, tendremosproblemas. Unos intentaran pedirtedinero porque creen que al serextranjera nadaras en la abundancia, yotros podrían fusilarte, y no solo con lamirada. Mis hermanas y mis cuñadas teayudaran a vestirte adecuadamente yluego iremos a tramitar lo que quieras.

María acepto el trato. Entendía quela ropa que había traído no era laadecuada. Ni vaqueros, ni camisetas, nishorts, ni faltas cortas, ni nada. Además,después del robo que sufrieron en lafranja limítrofe de Pakistán conAfganistán, tampoco le había quedadomucho para poder vestirse.

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María logró hacerse con lacomplicidad y la amistad de la prima desu marido, hija de su tía por parte demadre y mujer de su hermano. Alprincipio a María le costo entender quelos parentescos no eran ningúnimpedimento para obrar como secreyera oportuno, sobre todo a la horade que dos personas unieran sus vidas, ymás tarde descubriría que tampoco laedad lo era. Aquella joven con la quelogró entenderse desde un primermomento se llamaba Motau, y su maridole explicó que su nombre significabaluna en español. Se volvieroninseparables, pasaban todo el día juntas.

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Se convirtieron en cómplices, amigas,confidentes llegando a la categoría dehermanas. Tenían prácticamente lamisma edad y María notó enseguida queMotau era diferente al resto de lasmujeres que allí vivían, que tenía otrasexpectativas, otra mirada, otro carácter,otras inquietudes. Incluso otra sonrisa.María hubiese jurado que aquel rostrocorrespondía más al perfil de una mujeroccidental que a una mujer afgana.

Gracias a la inestimablecolaboración y la infinita paciencia deMotau, María fue aprendiendo susprimeras palabras en aquel idioma quetantas trabas supuso al principio para

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poder entenderse y que logró construirun muro casi insalvable entre ella y elresto de la familia de su marido. Eseprimer aprendizaje hizo sentirse un pocomejor a María. Siempre había sido muyinteligente a la hora de estudiar y habíamostrado infinitas actitudes para elaprendizaje rápido.

Fue Motau quien, con la ayuda deotra cuñada de Nasrad, le hizo a Maríaun vestido largo apropiado para suestancia allí. Mientras permanecían enel recinto de sus suegros, no eranecesario que llevaran el burka, perotenían que ir con vestidos largos y con lacabeza y el pelo tapados con un trozo de

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tela, pudiendo dejar al descubierto, siasí lo querían, la cara. Pero muchas delas mujeres que vivían allí, en especiallas esposas del resto de hermanos deNasrad, preferían ir cubiertascompletamente con el burka. Maríaquiso que le diera el aire en la cara,como la mayoría de las mujeres jóvenes.Además, desde que había llegado a casade sus suegros, no había salido de loslimites del recinto, por lo que no sehabía visto en la necesidad de ponerseel burka.

María seguía insistiendo en lanecesidad de ir de nuevo a la capital,Kabul, e intentar dar con el paradero de

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la embajada española. Necesitabadenunciar el robo que había sufrido enla frontera y sentía que cuanto mástiempo pasara, más complicaciones lepondrían.

Los días iban pasando. Y también elplazo previsto inicialmente de quincedías para permanecer en el país. Maríatenía fe en el trabajo de la embajada,aunque en su breve estancia en Kabul nohabía conseguido averiguar ni donde seencontraba ni los pasos que tenía quedar para recuperar su identidad, algoque echaba tanto de menos en aquellosmomentos. Necesitaba explicarles a losfuncionarios de la delegación de su país

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que era una ciudadana española a la quehabían robado todo el dinero y ladocumentación y que necesitaba salirjunto a su marido y su hijo deAfganistán.

Por eso, y por otras muchas razonesmás que ni siquiera había compartidocon su marido pero que anidaban en suinterior, una mañana temprano, antes deque la frenética rutina se apoderara deaquella casa y de sus habitantes, Maríalogró levantarse antes que nadie, algoque constituyo todo un prodigiotratándose de María. Quería que aqueldía fuese el señalado para que por fin sedispusiera a salir de los limites de

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aquella casa, que por momentos ibaconvirtiéndose en una cárcel para ella.Antes de volver a plantear de nuevo lanecesidad de viajar hasta Kabul paraponer al día su situación administrativa,debía conseguir vencer la primera traba.Volver a cubrirse con el burka. De otramanera, no podía enfrentarse a larealidad de la calle.

María se fue directa a por el. Estabaen el mismo lugar en el que lo habíadejado el día que llegó a la casa de sussuegros. Solo Motau la acompañaba. Nosabía como, pero existía como unaespecie de conducto interno que lasunía, y que cuando una se levantaba

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tiraba de la otra, por algún tipo deciencia infusa. Cuando tuvo de nuevoaquel burka azul entre sus manos, Maríano pudo evitar recordar lo mal que lopasó en el trayecto desde Kabul a casade la hermana de Nasrad. Pero intentódesterrar de su memoria esa evocacióninoportuna, para evitar arrepentimientosde última hora que truncaran su buenpropósito de primera hora de la mañana.Miró a Motau. Cuando se quiso darcuenta de la situación, en la habitacióntodas las miradas se centraban en ella.Allí estaban Nasrad, sus suegros, granparte de sus cuñados y algunos hijos yesposas de estos. Parecía como si todos

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quisieran ver si aquella mujer extranjeraque había venido del brazo de Nasradsería capaz de convertirse en una mujerafgana. María volvió a posar sus ojos enaquel trozo de tela. La desenvolvió consoltura y con decisión, tanta que inclusoa ella le sorprendió la iniciativa quemostraba. Y sin esperar más nidetenerse en más contemplaciones,María se colocó el burka tal y como lahermana de Nasrad le había indicado enel coche, cuando nada más llegar aKabul, le compro ese mismo burka.

Pasaron dos, tres, cinco, diezsegundos. Y María no pudo. «Measfixio. No puedo. No puedo respirar,

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no puedo ver, no puedo hablar. Me voya caer al suelo y va a ser peor. Nopuedo. No puedo». Tiro violentamented e l burka, logrando quitárselo deencima y arrojarlo al suelo con unamago de desesperación que llegó adoler a Nasrad, quien observaba laescena con preocupación y con unsentimiento de culpa que le veníaconsumiendo desde hacía unos días,cada vez que miraba a su esposa y sepercataba de lo mal que lo estabapasando.

María lo había intentado aescondidas tres veces en la últimasemana, pero su ímpetu inicial siempre

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terminaba igual: en desesperacióncontenida, en un principio de ataque deasma y en un llanto ahogado queintentaba acallar sentada en el suelo, enel rincón más frio de la casa, con lacabeza apoyada en las rodillas y losbrazos abrazando con fuerza su regazo.

Se sentía ridícula con el burka. Nopodía remediarlo. Y esta vez no habíasido diferente. Tampoco entonces lologro. Pero necesitaba salir a la calle,necesitaba ir más allá del recinto de sussuegros. Motau le decía que tenía queser con burka o no sería. Su marido leexplicaba que aquella prenda injusta yvergonzosa sin embargo la guardaría de

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las miradas de los demás y le evitaríaposibles atentados sobre su persona. Sussuegros le pedían que lo hiciera porellos, por respeto, por el que dirán. Perotambién por miedo. María queríarespetar la petición en forma de suplicade sus suegros sencillamente porqueeran los padres del hombre al queamaba, de su marido.

—Déjalo, María. Mañana lointentamos de nuevo, y veras comomañana si. Mañana será —la intentótranquilizar Motau, al ver que aquello seestaba convirtiendo en un suplicio. Yencima publico, por la cantidad de ojosque no querían perderse el espectáculo.

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—No. Será hoy. Será ahora mismo.No puedo comportarme como unaestúpida occidental. Ahora no. Soyextranjera y quiero llevar burka por mipropia seguridad. Y cuanto antes loentienda, antes saldremos de aquí.

María recogió del suelo el burkaque acababa de arrojar en plena crisisde ansiedad. Cogió aire. Inspiré tanprofundamente como solía hacer cuandose encontraba en una situacióncomplicada o cuando el estrés le jugabauna mala pasada. Solía servirle estaoperación para calmar los nervios. Ypensó que en aquellos momentostambién le funcionaria. «¿Cómo me ha

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podido cambiar tanto la vida? Si vieranmi vida por un agujero, no dirían quesoy española». María miró a Nasrad,que seguía contemplando atónito todaaquella situación. No recuerda si en esemomento le sonrío, pero quiso hacerlo.Durante un instante su pensamiento sefue hasta Londres, al mercado de CoventGarden donde compartieron su primercafé y protagonizaron su primera cita.

María atrajo todo el aire que pudo asus pulmones, cerró los ojos y se colocóel burka. No pudo afirmar con seguridadsi pasaron dos minutos o dos horas. Perosupo que de momento resistía y que, almenos de momento, había ganado aquel

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pulso al maldito burka.—Ya esta. Ya nos podemos ir.Aquella mañana, Nasrad decidió

llevar a su mujer a desayunar a unpueblo cercano. Simplemente leapetecía y sentía que era una especie deayuda o recompensa para su mujerdespués de tantos esfuerzos realizadospor lo que el entendía unaresponsabilidad suya. Les acompañabaMotau, su marido, dos hermanos más deNasrad y algunos niños, entre ellosAbdullah.

Aquel día el desayuno fue algoespecial y distaba mucho del escaso yaburrido te con pan que solían desayunar

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en casa de sus suegros. Y sobre todo,habían salido de aquellas cuatro paredesy de una rutina que estaba ahogandoprincipalmente a su mujer. Pero Maríapudo ver como aquella sociedad laseguía sorprendiendo. Al llegar alrecinto donde iniciarían su primeracomida del día, vio que una divisiónespacial la separaba de su marido.María junto al resto de las mujeres queiban en la comitiva se sentaron en unextremo del local, mientras que loshombres se situaron en otro, mucho másamplio, luminoso y mejor aclimatado.Tuvieron que comer separados, porqueasí estaba establecido.

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María no lograba acostumbrarse aestas, para ella, ridículas normas decomportamiento. Le daba la impresiónde estar viviendo en la época de susbisabuelas y la situación le cargaba pormomentos. Pero no tenía más remedioque aceptarla si no quería contrariar a sumarido. Todo menos eso.

María se dio cuenta de que en aquelapartado destinado a las mujeres, estasse retiraban el burka para poder ingerirlos alimentos con más tranquilidad ynormalidad. Pero ella sintió demasiadomiedo, un miedo que se le alojaba en laboca de su estómago en forma de nudo yque le tiraba fuertemente cada vez que

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intentaba levantarse la parte frontal deaquella tela. Por eso decidió disfrutar deaquel desayuno, metiéndose cadaporción de comida a ingerir por debajodel burka. Se sintió humillada. Pero noprotesto.

Cuando termino el desayuno y salióa la calle para dar un paseo por aquelpueblo, María simplemente no veía. Losdiminutos cuadraditos del burka a modode rejilla, situados estratégicamente a laaltura de sus ojos, apenas le dejabanentender lo poco que percibía a travésde ellos. Se sentía torpe con el burkapuesto. Tropezó en más de una ocasión,lo que a veces le hacía separarse del

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resto de la comitiva, en especial deMotau, a la que tenía de referencia y dela que intentaba no alejarse pasara loque pasara.

Pero los pies de María no lograbanmantener el equilibrio. Cada dos o trespasos se pisaba el burka, y no teníadonde agarrarse. Su aturdido andar lehacía arrastrar los pies por miedo a caery lo único que conseguía era levantaruna considerable polvareda que leobligaba a pararse para toser.

Se tranquilizo al darse cuenta de quenadie la miraba. Deambulaba por lacalle como un fantasma, torpe, perocomo un fantasma. Sin rostro, sin había,

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sin ojos, sin nada.Se podía haber caído, la podían

haber atropellado, la podían habersecuestrado, incluso matado, que nadiele hubiese dirigido una mirada. Erasencillamente un bulto sospechoso. Nisiquiera eso, porque no levantaba lamínima sospecha ni el mínimo interés.Esa indiferencia que provocaba en losdemás, que años antes podía haberlemolestado e incluso indignado, leparecía muy gratificante aquella mañana.Le devolvía una extraña seguridad en simisma.

Pero de repente supo que algo no ibabien. Se paró. Miró a su alrededor, a un

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lado y a otro, para lo que necesitabamover todo su cuerpo, como unmovimiento autómata que le confería unaspecto de androide, a consecuencia delburka. Las casas, los edificios, loscarros, los coches, los hombres que ibany venían, los niños que corrían… nadale resultaba familiar. María creyó que lapersona detrás de la que se habíasituado nada más salir de aquellacafetería era Motau. Pero cuando quisodarse cuenta, comprendió que no eraella. Estuvo tentada entonces delevantarse el burka, pero de nuevo aqueldolor en el estómago que le avisaba deun posible peligro. María intentó mirar

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con más atención a través de la rejillad e l burka pero fue inútil. No lograbaencontrar la figura de Motau que leservia de referencia, casi de brújula ensu deambular callejero. Se habíaperdido. La primera vez que habíasalido de casa de sus suegros con burkay se había perdido. Estaba sola. Unamujer, extranjera, sin papeles y sin sumarido en mitad de un pueblo a cientosde kilómetros de Kabul. Perdida. Maríase sentía morir por momentos y no sabíasi gritar, si llorar, si pedir socorro, siechar a correr o sencillamente siquedarse quieta, sin mover un solomusculo. Al menos así pasaría

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desapercibida y nadie podíamalinterpretar ningún movimiento suyo.En aquel momento de incertidumbre, aMaría la embargo un sentimiento deterror y de miedo profundo, que no sabíacontrolar.

De repente sintió como alguien lecogía del brazo y tiraba de ella. Despuésde unos segundos en los que parecióhaber estado en paradacardiorrespiratoria, escuchó la voz de sumarido.

—¿Pero María, donde vas? ¿Te haspensado que esto es Londres? —lepregunto Nasrad, que no lograbaentender que había llevado a su esposa a

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encaminarse en solitario y abandonar alresto de la comitiva familiar.

—Si es que me he perdido, Nasrad.No veo nada. Y me creía que aquellamujer era Motau y me he puesto aseguirla, y cuando me he querido darcuenta no era ella y… ¡Como todasllevamos casi los mismos burkas, puesno me he dado cuenta! —María respiromás tranquila al notar el contacto físicocon su marido. Menos mal que estás tu.¿Y como te has dado cuenta de que erayo?

—Por los zapatos, María. Bueno,por tus zapatos y porque parecías unpato andando —bromeó por un momento

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Nasrad—. María, fijate siempre en loszapatos si no quieres volver a perderte.Deben ser tu referencia, al menos hastaque te acostumbres. —Nasrad cambió eltono de su voz, hasta hacerlo más cálido,porque sospechó que María lonecesitaba—. Me has dado un susto demuerte.

—Pues imagínate el que me hellevado yo.

Fue un duro golpe para María elhaberse perdido y casi más el sentirseperdida, sola y abandonada durante unosinstantes. Estaba acostumbrada aaparentar ser más fuerte de lo que enrealidad era. Le gustaba hacerse la dura

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delante de todo el mundo, y creíanecesario mostrarlo también en aquellasituación que estaba viviendo comoconsecuencia de su amor por su marido.No podía fallarle. No podría soportar laidea de que su marido pensara que ellasolo significaba una carga para el. Máscuando fue ella quien insistió enacompañarle en este viaje. Por esodecidió seguir aguantando. Seguirsoportando aquella prueba que cada díase le hacía más pesada y cuesta arriba.Pero todo valía la pena por Nasrad.

María veía que los días pasaban yque no aparecía ninguna novedad sobreuna pronta salida de aquel lugar. Le

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había ganado la primera partida alburka, pero todavía no había conseguidoacercarse a Kabul. Las grandes nevadasque sorprendieron a todos aquel añohicieron intransitables las carreteras,que significaban el único nexo de unióncon la capital. Las cosas se presentabancomplicadas para María, que optó porconcienciarse de que tendría que pasaren aquel país una temporada más largade lo que en un principio había pensado.Con eso tenía que conformarse y cuantoantes lo entendiera, mejor. De momento,no había otro camino.

Motau seguía siendo el principalapoyo de María cuando Nasrad no

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estaba, que era bastante a menudo, yaque acompañaba a su hermano en eltrabajo para intentar obtener algo dedinero que poder aportar a la casafamiliar. Desde que llegaron, vivían dela caridad de su familia y eso no lehacía mucha gracia ni a Nasrad ni aMaría, que se sentía cohibida y sinderecho a solicitar nada, aunque fueraalgo de primera necesidad. En las largasausencias de su marido, que podíandurar todo el día, si no más, Maríaintentaba no separarse ni un momento deMotau.

Fue ella la encargada de convertirseen la maestra perfecta que le iba

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mostrando a María las cosas que habíaque hacer en la casa mientras estuvieranviviendo bajo ese techo.

Le enseño a cocinar el arroz quesolían comer allí, que nada tenía que vercon el que María estaba acostumbrada apreparar, pero que era el único queconocían en aquel lugar y con el que sealimentaba toda la familia un par deveces al día. La instruyo en lacomplicada técnica, a los ojos de María,del encendido de las enormes estufas deleña para poder cocinar y calentar lacasa antes de que anocheciera y latemperatura bajase radicalmente. Leindico el lugar donde estaban los pozos

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de los cuales debía extraer el agua parapoder beber y lavarse, aunque estoultimo no era algo que preocupasedemasiado a la comunidad a la queacababa de llegar.

Le explicó como cada día deberíanhacer cuatro o cinco viajes, con garrafasde cinco, diez y hasta veinte litros deagua de capacidad que deberían rellenary regresar con ellas a la casa, lo quesuponían un recorrido de una media horacaminando. También le mostró Motaucomo y donde se lavaba allí la ropa,señalándole unos barreños enormes alos que iba a parar la mayoría de lasprendas de vestir de los que allí

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convivían. Le advirtió como debía lavarpara que no se le cansaran las manosdespués de que por ellas pasarantoneladas de ropa, y que no se vieseobligada a parar y dejar de hacerloporque las notara pesadas odirectamente dormidas, debido alesfuerzo y al peso. Ni había excedentede jabón ni nadie lo echaba de menos. Yfue precisamente esta cuestión de lahigiene personal lo que provoco lasprimeras desavenencias entre María y lamadre de Nasrad.

María estaba acostumbrada aducharse todos los días, algo muyextraño y nada entendido en aquel lugar.

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María utilizaba parte del agua que iba arecoger en las garrafas y queposteriormente cargaba en un carro, paraducharse. Separaba una cierta cantidadde agua, la calentaba en las estufas y asíprocedía cada día a su higiene personal.Pero la madre de Nasrad no lo entendíay un día María sorprendió a su suegrarecriminándole a su hijo la actitudegoísta de su mujer. La situación era tanabsurda que incluso el padre de Nasrad,el marido de aquella mujer quecomenzaba a dar claras muestras de queno era nada partidaria de María, salió ensu defensa, preguntándole a su mujerdonde estaba el problema si la chica

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quería ducharse todos los días, ya queella misma se ocupaba de ir a por elagua y de calentarla, por lo que no seapropiaba de ninguna cantidad quecorrespondiera a otro. María queríamucho al padre de Nasrad porquesiempre la trato con un cariño especial.Aquel hombre entendía y estabaencantado de explicarle a los demás queMaría era una refugiada por amor, queestaba allí por no separarse de su hijo yque había renunciado a todo lo que era ylo que tenía por estar con el. Lastimaque el padre no estuviera en casa lamayor parte del día. Las cosas habríansido diferentes para María.

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La suegra de María siguióprotestando. Gritaba, gesticulabaexageradamente con las manos y contodo su cuerpo, y parecía que se leescapaba la vida en cada movimiento.

María no podía dar crédito a laactitud de aquella mujer. Ella habíaintentado hacer todo lo posible paracaerle simpática, para ganarse suconfianza y sus favores. Pero todo habíasido inútil. Y sinceramente no entendíapor qué. Como tampoco entendía porqué su marido no le decía nada a sumadre, por qué no intentaba sacarla desu error y de su absurda obcecación poraquel comportamiento normal de María.

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En definitiva, por qué no salia endefensa de su mujer, aunque nadahubiese hecho para que tuviera quedefenderla. Pero María quería entenderla postura de su marido como fruto delcansancio que venía acumulando durantetodo el día. Salia por la mañana de casacon su hermano y se iban a buscartrabajo, el que saliese, para volver porla noche, cansado y muchas vecesdeprimido y malhumorado, porqueregresaba con las manos vacías, sindinero y sin haber podido conseguircomida para alimentar a su familia. Sesentía inútil y le atormentaba el hecho deno ser capaz de llevar dinero a su casa,

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que es lo que le habían ensenado desdepequeño que un hombre debe hacer.María entendía que lo ultimo quenecesitaba su marido eran problemas, ysi su madre se los daba, ella no pensabahacerlo. Así que, de nuevo, Maríacallaba y aguantaba. De nuevo por amor.De nuevo por Nasrad.

Tampoco optó por transmitirle a sumarido las necesidades que estabapasando ni las humillaciones de las queestaba siendo objeto por parte deaquella mujer, todas consecuencia de lasinrazón de la actitud de su suegra.

María se cubría con el mismovestido desde que llegó a la casa de sus

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suegros. Todavía recordaba el día queMotau y el resto de mujeres leobsequiaron con aquel vestido largo quele envolvía todo el cuerpo. La primeraimpresión que tuvo María al verlo fuepensar que aquello le iba a estar enormey que le coartaría bastante su libertad demovimientos. Y así fue. Aquel día Maríadijo, con cierta tristeza y con notoriacontrariedad, adiós a los vaqueros, a lascamisetas y a las faldas cortas.

Desde entonces María no se habíapuesto otro vestido y se sentíafrancamente incomoda y sucia. Deseabacon todas sus fuerzas que alguien lediera otro vestido para poder cambiarse,

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y mientras poder lavar el primero. Peroquien debía hacer que este deseo deMaría se hiciera realidad, que no eraotra que su suegra, no estaba dispuesta aconcedérselo.

Los hombres solían traer algunastelas para las mujeres, que comprabancuando sobraba algo de dinero despuésde haber adquirido los alimentosnecesarios. Sabían que esos trapos ytelares serían necesarios bien para lacasa, bien para el consumo privado delas mujeres. Pero toda aquellamercancía que llegaba al terreno eraentregada de forma inmediata a la madrede Nasrad, que a su vez guardaba todo

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en un enorme baúl que cerraba conllave, en un gesto significativo de que nopensaba compartir todo aquello connadie. De vez en cuando una extrañacaridad se apoderaba de los actos deesta mujer y obsequiaba con algún trozode tela a las mujeres de la familia. Atodas, excepto a María. María lo pasabafrancamente mal los días que tenía quelavar su único vestido, porque no teníaotro que ponerse. Muchas veces se veíaforzada a envolverse en otra tela que leproporcionaba más dificultades a lahora de desenvolverse o a pedir algúnvestido a alguna cuñada, pero estoresultaba muy difícil por distintos

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motivos. Primero, porque las tallas delas mujeres eran distintas y segundo,porque la suegra se enfurecía cuandoveía que unas se ayudaban a las otras.Eso la sacaba de sus casillas, Erasuperior a sus fuerzas. Y sus enfados lossolían pagar las mujeres.

Alguna vez María tuvo que ponerseel vestido recién lavado y todavíamojado, y podía ver como su suegradisfrutaba con todo aquello. No era laprimera vez que había tenido que haceralgo similar. Cuando María seencontraba con la menstruación, lopasaba realmente mal. Tenía queapañárselas con un trozo de tela, que

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tenía que lavar cada dos o tres horas. Laimposibilidad de ponerla al sol o decolgarla para que se airease con el restode la colada era evidente, ya que era elúnico trozo de tela que tenía. Así queMaría se tenía que volver a colocaraquel trapo húmedo, lo que aumentaba laincomodidad que sentía en esos días.Además, le daba mucha vergüenza quela vieran lavar esa pieza e intentabaocultarlo como fuera. Los primeros díasde la menstruación, cuando másabundante le resultaba, María vivía suparticular infierno, que además no podíacompartir con nadie.

En alguna ocasión, sus cuñadas, que

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eran conscientes de lo que pasaba entreMaría y su suegra, en un acto degenerosidad le traían telas para que secosiera ella misma la ropa. Pero losproblemas volvían a aparecer, ya queMaría desconocía cualquier relaciónentre la aguja y el hilo, y menos si teníaque hacerlo a mano. Su suegra tenía unamaquina de coser, pero se negaba adejársela, por lo que María se veíaobligada a acercarse a escondidas acasa de sus cuñadas para que estas se locosieran. Muchas veces María se teníaque volver a casa con el trozo de tela taly como lo había lie vado, ya que suscuñadas se habían negado a ayudarla por

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miedo a que su suegra se enterara ytomara represalias contra ellas por elmero hecho de haber echado una mano aMaría.

A lo que si había accedido susuegra, e incluso insistido, era en laimperiosa necesidad de confeccionarleun nuevo burka a su nueva nuera. AMaría le pareció cruel que no pudieratener acceso a ropa más práctica, comoun vestido, y que sin embargo su suegrainsistiera en la elaboración de un nuevoburka. «Uno a tu medida. Que solo seatuyo. Que solo te pertenezca a ti y tú ael». Odio a su suegra en ese momento.La excusa que esgrimió la suegra

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aquella mañana para la confección de unnuevo burka era que el que tenía tardabamucho en secarse. Era cierto, Maríahabía lavado en un par de ocasiones elburka y tardaba más de un día entero ensecarse, aunque se tendiera al sol o sepusiera al lado de la chimenea. Pero noera menos cierto que necesitaba máscualquier vestido que un nuevo burka.

Así que María tuvo que aguantarse einvertir más de media mañana en que letomaran las medidas exactas.Comenzaron por su cabeza, y Maríapudo descubrir que aquello era el iniciode todo. El burka comenzaba siendofabricado como si se tratara de un gorro.

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Un gorro bien apretado y pesado, quellegaba a oprimir la cabeza de la mujer,para luego abrirse diametralmente en lamedida que fuera necesario hasta llegara cubrir los pies. El nuevo burka deMaría era también de color azul, yMaría pudo observar que en suelaboración se habían utilizado más decinco trozos de tela distintos, con lo quedaba la sensación de que su nuevo burkaera un mosaico de otros burkas queotras mujeres ya no utilizaban.

Mientras le iban tomando lasmedidas, María pudo verse en el espejo.«Joder, parece que estoy disfrazada.Menos mal que esto se me acaba en un

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tiempo y me vuelvo a Europa porque sino, me moría. No sé cómo pueden llevaresto para toda la vida». María volvió amirarse en el espejo. No se reconocía,pero sin duda era ella la que mostraba laimagen. «Será algo para contar a misnietos. Y seguramente cuando se lorelate, nos reiremos todos». El burkaque estaba destinado a cubrir su personalo tuvo en apenas una semana. El nuevovestido que le permitiera una mayorhigiene y comodidad tardo meses enllegar.

Lo mismo sucedía con cualquier tipode articulo que trajeran los hombres ensus salidas. Todo iba a parar al enorme

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baúl que tenía la suegra y nadie podíatocar nada a no ser que ella lo decidieraasí, en un gesto despótico y egoísta quela definía a la perfección.

María observaba como aquellamujer metía con una repugnante avaricialos trozos de jabón que le traían, lohacía deprisa como si quisiera que nadieviera lo que habían traído para que nopudieran pedirle nada. Y luego colocabauna pastilla de jabón para uso colectivode todos lo que convivían en aquelterreno. A María le parecía tristeaquella escena. Igual de triste que lepareció no poder pedirle nunca unoscalcetines. Todo había que hacerlo a

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escondidas de ella. María llorabaamargamente. No podía entender comohabía llegado a una situación donde untampón, un jabón, unos calcetines o dosmetros de tela podían convertirse enartículos de lujo. Y sin embargo, ella seestaba convirtiendo en la escribana deaquella realidad.

Le costo mucho tiempo y esfuerzodibujar una sonrisa en su rostro. Maríasolo recordaba pasarse horas y horasllorando, pero le resultaba imposibleevocar un momento alegre, de risascompartidas, de confidencias, de suenos,de conversaciones relajadas.

Sin embargo, también las hubo.

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Menos, pero existieron. Sobre todo losmomentos que compartió con lasmujeres de aquella familia, con suscuñadas, con las hermanas de Nasrad,con sus primas, con sus sobrinas y enespecial con Motau. Nunca con susuegra. Jamas.

María se entendía a la perfeccióncon las más jóvenes, con las quecompartía fecha en el calendario. Conellas, uno de sus temas favoritos era laropa interior. Fue lo que desde unprimer momento más les llamo laatención: la ropa interior que Maríatraía en su equipaje. Cuando Maríadecidía hablarles de los distintos

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modelos y formas que secomercializaban en los países europeos,sabía que tenía a su auditorio rendido yque nada de lo que pasara a su alrededorpodría distraerlo. María era entonces lamás popular, la que más sabía, a la quetodas admiraban, a la que todas queríanparecerse. En aquel lugar, como mucho,las privilegiadas podían utilizar ropainterior de segunda mano, por lo queescuchar y observar algunos modelosque María había podido salvar del roboera un auténtico lujo para la vista de lasmujeres.

Fue con aquellas mujeres con lasque había conseguido sonreír María.

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Especialmente cuando se reunían parahablar mal de su suegra. Era uno de losmejores momentos. Todas ellas teníanuna historia que contar del maltrato queles había dado aquella mujer en algúnmomento de su vida. María pensó queaquella puesta en común resultaba unabuena terapia para aquellas mujeres quecontaban episodios de auténticacrueldad protagonizados por la mujerque en esos momentos era objeto de susmofas y de aquellos minutos dedistensión.

Había días en los que de aquellasreuniones salían planes que luego poníanen práctica y que servían de nuevo para

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crear un ambiente especial y divertidoentre las mujeres. Muchos fueron losdías en los que aquellas mujeres seatrevieron a coger las ropas de su suegray vestirse con ellas, para después nodejar de imitarla, proyectando siemprede ella una imagen mala, grotesca yperversa.

En una ocasión, cuando María yotras cuatro mujeres, entre ellas Motau,se encontraban pintando una de lascasas, una de ellas utilizo su pincel paradibujar en una de las paredes un perfilpoco afortunado de la suegra, lo quesirvió para que todas las allí presentescolaboraran, aportando un nuevo matiz

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artístico a aquella pintura queridiculizara aún más la imagen deaquella temible mujer. Cuando quisierondarse cuenta, el suegro de María lassorprendió con aquel juego y les echóuna buena regañina, no tanto por estarburlándose de su mujer, algo quesinceramente podía entender, sino porestar malgastando pintura, algo que nopodían permitirse. Cuando el suegro sefue, las mujeres no pudieron evitar unasonora carcajada, lo que no les privo deborrar rápidamente aquella imagen de susuegra esparciendo más pintura sobreella.

María se pregunto muchas veces que

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pensaría su suegra si supiera como sereían de ella las mujeres a las que tantohabía hecho sufrir. Y a su cabeza levenía la imagen de su suegra enfadadacomo nunca antes la había visto alsorprender a Motau y a Maríamojándose la una a la otra mientraslavaban la ropa de sus familiares.Aquella imagen lograba aportarle dosisextra de ímpetu para seguir adelante antelos cientos de injustificados desplantes ydesaires de su suegra.

Los largos meses de invierno fueronduros, y no solo por el frio que Maríasoportaba a duras penas. Comparadocon el resto de su particular calvario

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motivado por su suegra, eso era lo quemenos le importaba. La relación con susuegra empeoraba por días, lasausencias de Nasrad, que salia de casa aprimera hora de la mañanaacompañando a su hermano en el camióny no volvía hasta bien entrada la noche,eran cada vez más largas, y las tareasencomendadas a las mujeres, y porsupuesto a María, dentro de aquelterreno no eran del agrado ni de laastucia de esta.

Su suegra le echaba en cara que notrabajaba lo suficiente, que no seesforzaba como el resto. No eran pocaslas veces que la acusaba delante de

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todos de perder el tiempo y de ser unaholgazana, dejando que el trabajo durolo hicieran las demás mujeres. Y Maríase enojaba, se enrabietaba, sabía que susuegra mentía, que lo que contaba ellano era reflejo de la realidad, pero nopodía hacer nada. Lo que sucedía es queMaría nunca había acometido esaslabores con anterioridad y la maña quemostraba no podía ser la misma que laque tenían las otras mujeres quellevaban toda su vida haciéndolo.

Todo eran quejas en boca de susuegra. María no sabía como encenderel fuego. Los primeros días que intentóhacerlo echaba demasiada gasolina, lo

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que provocaba una gran humareda yhacía que el olor se impregnara en todala casa y en la ropa que estaba colgadapara que se secara al aire.

Tampoco estaba conforme la suegracon la manera que María tenía de lavarla ropa. Aseguraba que no frotaba losuficiente e insistía en que no sabíaaclararla, con lo que cada dos por tresle ordenaba volver a lavar la mismaropa, que según pudo comprobar María,ella misma ensuciaba a propósito paradar a entender que estaba sucia.

Tampoco la hora de levantarse eraaprobada por la madre de Nasrad.María estaba acostumbrada a dormir

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más horas que las que dormitaban ellos,y solía levantarse más tarde, lo queprovocaba la ira de la madre y lascontinuas reprimendas.

Motau, así como el resto de lascuñadas e incluso los hermanos deNasrad, le aconsejaban que no le hicieracaso, que la ignorara, que la suegrahabía hecho lo mismo con todas. PeroMaría notaba que con ella su suegra seesmeraba para mostrarse especialmentedesagradable y candidata a ser la másodiada.

Aquella mujer, de aproximadamente65 kilos, que María llegó a admirar porsu coraje de sacar adelante hijos, entre

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ellos al que hoy era su marido y granamor, sencillamente no la quería, yparecía como si su único fin en estemundo fuera hacerle la vida imposible,o al menos, más difícil a María. Nohabía posibilidad de acercamiento entrelas dos mujeres. María sabía que sehabía convertido en su principalenemigo, porque su matrimonio conNasrad había trastocado los planes quesu suegra había elaborado hace años yque apuntaban a que su hijo se casaríacon las mujeres que el quisiera y que sumadre necesitara, para más tardeemplearlas, aprovecharse de ellas yponerlas a su servicio. Pero con María

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no lo tenía tan fácil. Con ese matrimoniono había pensado aquella mujer.

Lo peor era cuando las broncas, lasacusaciones y las regañinas las hacía lasuegra delante de Nasrad. Le acusaba aél de haberse casado con una mujerinútil, que no sabía hacer nada bien y leanimaba encarecidamente, casi lesuplicaba, a que contrajera matrimoniocon una sobrina suya, con la que Nasradya se había prometido hace años, apesar de que en su día, su familia tuvoque pagar una dote económica pararomper esta promesa, ya que Nasradhuyo del país en plena ocupación rusa yprometió no volver jamas. Su madre le

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aconsejaba este nuevo matrimonio yaque, aunque estuviera casado con María,allí en Afganistán estaba permitido tenerhasta un máximo de siete mujeres. Y leinducia a que diera el paso por si algunavez María decidía irse del país y el sefuera con ella, la suegra pudieraquedarse con una de sus mujeres parautilizarla como criada y sirvienta suya.Cuando María escuchó aquellaproposición tuvo que controlarse muchopara no soltar por la boca todo lo quellevaba demasiado tiempo callándose.

Uno de los peores momentos losvivió María cuando su marido seausentó por motivos de trabajo durante

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ocho días. La nieve había cubierto en sutotalidad las carreteras que unían laaldea de los padres de Nasrad con elpueblo donde había ido a trabajar, conlo que tuvo que permanecer una semanafuera de casa. Todo este tiempo lo pasóMaría prácticamente sin comer. Maríafue testigo de como su suegra le dabacomo alimento todo aquello que seencontraba en mal estado y todo lo queel resto de la familia no había queridoingerir. Aquello era lo que según susuegra le correspondía, y si tenía algoque objetar, le invitaba a que lo hicieracuando llegara su marido. Esteargumento solía utilizarlo mucho porque

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sabía perfectamente que María nodisgustaría a Nasrad contándole todaslas faenas y el maltrato que ledispensaba su madre.

Pero mucho peor que la amenaza demorir por inanición fue el trato que lasuegra dispensó a su nieto, a Abdullah.Ni un gesto de cariño, ni una atención, niun mimo, ni una caricia. Nada,absolutamente nada que hicierasospechar cierto amor de abuela haciaesa criatura se pudo ver en esa casa, loque le dolía a María más que cualquierafrenta que le pudieran hacer a ella. Yeso no se lo iba a perdonar jamas. Maríano paraba de llorar cuando nadie la veía

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y abrazaba a su hijo contra su pecho,contándole lo mucho que su abuelomaterno, que se encontraba lejos peroque algún día conocería, le querría encuanto le viera, y jugaría con el, y lellevaría a dar largos paseos, y lecompraría juguetes y golosinas, y leleería cuentos y compartiría con el todolo que un abuelo debía compartir con unnieto. María pasaba horas llorando,noches enteras en vela sin la ayuda, elapoyo ni la compañía de su marido.

El niño pasaba frio y hambre y nolograba dormir bien por las noches, apesar de que María hacía todo loposible para que sintiera todo el amor y

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el calor del mundo en su cuerpecito.Cuando Nasrad regresaba a casa, su

madre parecía sufrir una metamorfosisque la convertía en lo que no era, unaabuela cariñosa, pendiente de su nieto,que no paraba de besar ni de coger enbrazos y que le colmaba de atenciones yde arrumacos. A María se le revolvíatodo por dentro cuando contemplaba elejercicio de cinismo que desplegaba susuegra solo para engañar a Nasrad. Lepareció bochornoso, hipócrita, malignoy tentada estuvo de arrancar de aquellosbrazos hipócritas a su hijo, que noparaba de llorar, sin duda extrañandoesos brazos con los que nunca antes se

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había visto acunado.María y su marido tuvieron sus

primeras discusiones por estosdesencuentros con la suegra. María lejuraba que ella hacía todo lo posible,pero que para su madre todo estaba mal.Y Nasrad le pedía que se esforzara unpoco más, lo que enojaba y enrabietabasobremanera a María. No podía creerque su marido creyera a su madre y no aella, dándole la razón sin tenerla por elmero hecho de ser su madre. Así queoptó por no contarle nada y tragarse ellalos disgustos, los lamentos y lasinjusticias que su suegra quisieradispensarle, ya que sintió que nada se

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podía hacer.Tuvieron que pasar muchas semanas

y muchos meses hasta que Nasradcomprendiera lo que realmente estabasucediendo entre su esposa y su madre.Fueron los propios hermanos y lascuñadas de Nasrad los que le hicieronver que su madre mentía y que le estabacomplicado la existencia a María.

—Tu mujer está pasando por lo queno te puedes llegar a imaginar nunca ano ser que te lo contemos. Y te lo voy acontar, Nasrad —le dijo su cuñada muyseria, mientras su marido, el hermano deNasrad, escuchaba y ratificaba con unmovimiento afirmativo de su cabeza

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cada palabra de su mujer—. Tu madrese levanta cada mañana con una solaidea en su cabeza: como hacerle la vidamás complicada a María. Esa mujer teama como no he visto amar a ningunamujer: la he visto llorar, aguantardolores, sufrir humillaciones, dar laespalda a las burlas de tu madre,trabajar como una mula, pasar hambre,consumirse en soledad, y todo sindecirte a ti una sola palabra para que note preocuparas, para que nada teafectara, para que nada te dañara. Paraque tú pudieras seguir con tu vida,mientras ella se ahogaba en la suya. Ytodo porque tu madre no ha logrado

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verla como lo que es, una mujerenamorada de su hijo, por el que estaríadispuesta a hacer cualquier cosa. Y túno has tenido ojos para ver nada,Nasrad. Todo pasaba ante ti y nisiquiera te has dado cuenta —su cuñadasabía que estaba siendo dura conNasrad, al que quería mucho, pero eraconsciente de la necesidad depronunciar esas palabras si quería veralgún tipo de reacción en su cuñado.Tomó aire, miró a su marido, cogió lasmanos de Nasrad y le volvió a susurrar—: Llévatela de aquí, Nasrad. Sácala deeste lugar antes de que sea demasiadotarde o la mala conciencia te irá

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devorando hasta no dejar nada de ti nide su amor por ti. Salid de aquí cuantoantes.

Cuando su cuñada termino con susincero y certero parlamento, Nasradparecía haber envejecido dos lustrosdurante la conversación. No podía creerlo que su mujer había estado padeciendoen silencio y le resultaba duro descubrirque el no se hubiera dado cuenta denada. Se preguntaba, martirizándose, queclase de marido era y en que clase dehombre se había convertido en suregreso a aquellas tierras que le vieronnacer. Nasrad se levanto como si unafuerza sobrenatural se hubiese

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apoderado de su cuerpo, agradeció lainformación, más bien confidencia, de sucuñada y de su hermano, y se dirigió a lacasa donde le esperaba María. Comosiempre, con una sonrisa y con su hijoentre los brazos. Si Nasrad habíaenvejecido dos lustros en diez minutos,su mujer no se quedaba atrás. Y Nasradlo decidió en ese momento.

—Nos vamos a ir a Kabul por unatemporada, María. Ya va siendo hora,¿no te parece? —Nasrad se sintió felizal ver como el rostro de su mujer seiluminaba al escuchar la buena nueva.Hace un año que vinimos, y sería buenoaprovechar la llegada del buen tiempo

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para encaminarnos hacia allí e intentarhacer todo lo que no hemos tenidotiempo de iniciar hasta ahora.

María no podía dar crédito a lo queescuchaba. Desde el primer día quellegó a ese lugar sonaba con estemomento, en el que su marido lecomunicara que se iban a Kabul. Maríaestá convencida de que su suertecambiaría en cuanto pusiera un pie en lacapital y pudiera tener la ocasión deacudir a la embajada española y desdeallí iniciar los tramites.

María se abrazo a Nasrad y este ledevolvió el amor con el que veníaimpregnado aquel abrazo de María

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besándola, a ella y a su pequeño. No sedijeron nada. No hizo falta. Cada unosabía que el otro estaba feliz y que eraasí como tenían que ser las cosas.

Aquella noche apenas se percato delos desplantes y las malas formas de susuegra. Aquella noche los desdenes notenían licencia para abortar uno de losmomentos más pletóricos que habíavivido María en los últimos meses.Aquella noche era evidente que María yNasrad tenían prisa de terminar de cenarpara retirarse a dar un paseo o para irsea dormir. Tenían que hablar de muchascosas. Tenían que hacer planes y noquerían que nadie se enterara antes de

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tiempo. Ese instante era enteramentesuyo y a nadie más le correspondía.

—¿Dónde iremos, Nasrad?, ¿cómoviviremos? No tenemos dinero ni apenaspertenencias. ¿Cómo nos las vamos aapañar? Ya no somos solo dos. Tenemosa Abdullah —preguntaba María con máscuriosidad que preocupación. Estaba tanfeliz que la palabra complicación noentraba en sus planes.

—No te preocupes, María. Lo tengotodo pensado. En Kabul tengo familia:siete tíos paternos y cinco maternos.Ninguno de ellos son ricos, más bien alcontrario, pero todos nos echaran unamano. Ellos nos ayudaran y tendremos

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tiempo para buscar la embajada ycontarles nuestro problema. Probaremossuerte durante unos días en Kabul. Yluego ya veremos. Veras como todo searregla, María. Lo siento. Se que lascosas se van a arreglar y que notendremos que volver nunca más aquí.

Nasrad señalo a través de sus ojosel terreno que le había visto nacer y quehabía visto nacer también a su hijo.Sabía que aquel había sido su principio,pero comprendió que no era vida ni parael ni para su mujer, ni mucho menos erala vida que había pensado para su hijo.

María recorrió con la mirada aquellugar que se había convertido en su casa

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en los últimos meses, que no era suhogar. Cerró los ojos y deseo que nuncamás esa imagen se quedara en su retina.Que aquella fuera una de las últimasveces que sucediera. Aquella noche rezopor ello.

La noticia del viaje a Kabul no sentódemasiado bien a la madre de Nasrad.

—Y ¿qué tenéis vosotros que haceren Kabul? Allí las cosas están muchomás difíciles que en el pueblo, y aquínecesitamos vuestra mano de obra. Nocreo que sea una decisión acertada,Nasrad. No lo creo. Deberíaisreplantearos este viaje, absurdo einnecesario.

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María creyó que nunca conseguiríaextraer del todo el desagradable sonidode la voz de la madre de Nasrad de sucabeza. La distinguiría entre un millón ycreyó que realmente odiaba aquella voz,sus expresiones, sus giros, sus tonos ydespreciaría siempre todo lo que deaquella boca pudiera salir. Pero habíaaprendido a disimular sus impresiones,a calmar sus reacciones y a aparentarque nada había escuchado.

—Tenemos que ir, madre, paraintentar arreglar unas cosas. Solo seránunos días y así aprovechamos ypodemos traer algo de la capital —explicaba Nasrad sin mostrar mucho

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interés a las palabras de su madre.Además, María tiene más posibilidad deiniciar los tramites que necesita con laembajada española en Kabul y de queestos tengan éxito que si nos quedamosaquí. Será solo por unos días, despuésregresaremos, madre. No se preocupe,que pronto estaremos de vuelta.

—Espero que lo que dices seaverdad. Sobre todo me preocupa quevuelvas tú y mi nieto —María no tuvonecesidad de mirar la expresión de susuegra, para saber que en ese momento,al pronunciar esas palabras y olvidarsede mencionar el nombre de María, lasuegra la estaría mirando con odio y con

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el mismo recelo que siempre seapoderaba de sus ojos cuando laconversación versaba de María. Peroesta vez no le importó. Más bien alcontrario: disfruto con la escena. Yasabes como son las mujeres como latuya, Nasrad. Cuando conocen esto, noson capaces de soportarlo y lo dejantodo. Así que ten cuidado con esostramites. Y recuerda siempre quienmanda en este matrimonio. No olvidesnunca que tú eres el hombre y ella, lamujer. Y con eso, está todo dicho.

Nasrad miró a María y lacomplicidad se apodero de ellos.

—Claro, madre. Descuide. Lo tengo

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siempre presente.María y Nasrad se despidieron del

resto de los familiares prometiendotambién volver pronto. Pero en su fuerointerno, María deseaba no volver aaquel lugar. Rezaba porque su próximaestancia en Kabul fuera fructífera, lesirviera para arreglar sus papeles y conun poco de suerte, no tuviera que volverjamas a aquel lugar. Pero eso nadie losabía. Ni siquiera María. Solo hacíaconjeturas. Nasrad ya se lo habíaadvertido la noche anterior.

—María, nos vamos a Kabul paraque tengas oportunidad de pedir ayuda ala embajada. Pero si la ayuda no es

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inmediata y no tenemos manera desobrevivir en Kabul, quizá tengamos quevolver a la casa de mis padres. Ten bienpresente esto. No quiero que te hagasfalsas ilusiones.

A María le quedó claro. Pero noquería que nadie le quitara su derecho asonar despierta.

—Y recuerda, María —le dijoMotau mientras la abrazaba con fuerza,cuando vuelvas de Kabul, traeme algode ropa interior, de esa tan bonita que osponéis las occidentales y con la quelográis volver locos a los hombres. Yasabes cual es mi talla. Traeme todo loque puedas. ¿Me lo prometes, María?

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María nunca pudo entender laobsesión que mostraban aquellasmujeres por la ropa interior. Alprincipio, no pudo disimular que aquelladesmesurada curiosidad hacia la ropaintima le hacía mucha gracia y fue unode los desencadenantes de sus primerasrisas. Pero luego se vio obligada atomarse en serio la continua solicitud deinformación sobre los diferentesmodelos, formas, colores, texturas delos sujetadores, las bragas, los tangas,los culottes. María se convirtió, sin ellaquererlo ni imaginarlo, en una auténticamaestra en lencería fina. Y también delos zapatos de tacón. Era curioso,

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cuando a ella nunca le habían llamado laatención ni una cosa ni la otra en eltiempo que había estado en Occidente,fue llegar a Oriente y convertirlo en untema estrella.

—Te lo juro, Motau. Te lo juro.Se volvieron a abrazar como las dos

hermanas que realmente eran. En aquelabrazo ambas visionaron los muchosmomentos, buenos y malos, que habíanvivido esas dos mujeres y que pormucho tiempo que vivieran, jamas sucerebro permitiría echarlo en el olvido.

—Te quiero, Motau.—Yo también te quiero, María.Apenas un mes duro su aventura en

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la capital. María no tuvo suerte en superegrinaje callejero en busca de laembajada soñada. Todo eran datoscontradictorios. Nadie le decía nadaconcreto. Nadie le mostraba una briznade esperanza a la que pudiera aferrarsepara continuar en su esfuerzo de volvera casa. Fueron veinte días perdidos,desperdiciados. Nada consiguieron,excepto gastar el poco dinero que habíanconseguido ahorrar y perjudicar laeconomía familiar de algunos parientesde Nasrad que habían tenido laamabilidad de acogerles en su casa.

Durante aquellos días, María solotenía ganas de llorar por la mala suerte

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que les acompañaba. Además de noencontrar la dichosa embajada española,ya que todo el mundo al que preguntabale aseguraba que no existía, lo cualhundía más en la desesperación a María,llevaba unos días que no se encontrababien. Sentía vértigos y mareosdemasiado continuados. Pero todo estemalestar lo atribuyo al cansancio y a ladesgana que se apodero de ella. No sesentía bien. Pero tampoco tenía motivospara hacerlo.

A los veinte días fue la propia Maríala que le planteo a Nasrad la posibilidadde volver a casa de sus padres. No lehacía ninguna gracia, pero aquella

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situación de desamparo absoluto en laque se encontraban en Kabul no podíaalargarse mucho más tiempo.

—Nos tenemos que ir, Nasrad, oterminaremos volviéndonos locos. Yaprobaremos más adelante. Quizá no erael momento. Mira, ya nos hemos alejadodurante un tiempo de tu madre, que es loque yo necesitaba. Ahora volvamos.Quizá ahora las cosas sean diferentes.

Nasrad comprendió que su mujerestaba cargada de razón y acepto supropuesta.

En dos días volvieron a la casa desus suegros. Y María no podía quitarsede la cabeza la imagen de su suegra.

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¿Cómo la recibiría? ¿Se le habríapasado el odio que hacia ella sentía?¿Agradecería de alguna manera quevolvieran? María prefirió no albergarmucha esperanza de cambio en elcarácter de su suegra.

Los temores de María se cumplieroncomo si de un perfecto guion se tratara.Llevaba días que se notaba extraña,sentía su cuerpo más delicado de lo quesolía ser habitual, y más desde que llegóa esas tierras. El periodo se le habíaretrasado más de lo habitual, aunque elciclo menstrual tampoco María loconsideraba como indicativo de nada, yaque la precaria alimentación, el agua y

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el nivel de vida en el que se encontrabamotivaba desajustes y desarreglosmensuales a los que María habíalogrado ya acostumbrarse. Pero lasganas de comer aparecían multiplicadaspor diez.

María tenía hambre a todas horas,incluso cuando acababa de ingerir uncuenco de arroz o de garbanzos, sentíaque su estómago le pedía más atencionesculinarias. María se sorprendió en másde una ocasión acudiendo a escondidasa la despensa para poder llevarse a laboca cualquier cosa que sus dientespudieran masticar, sus glándulassalivares degustar y su estómago calmar

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esa sensación de hambre continua.Cuando se encontraba en pleno saqueoen la cocina, no podía deshacerse delnudo en el estómago que alertaba delpeligro que supondría que su suegraapareciera y la pillara comiendo aescondidas. María prefería noimaginarse esa escena que alguna nochele motivo alguna que otra pesadilla quele hacía despertarse a medianoche entresudores y alertando a Nasrad, quedormía plácidamente a su lado, hastaque el cuerpo convulsionado de Maríale arrancaba de su tranquilidad onírica.

Pero el retraso había alcanzado yalas siete semanas y aquello no era

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normal. María estaba embarazada de susegundo hijo. Se vio presa de un doblesentimiento, tan profundo comocontradictorio: quería volver a sermadre, quería tener más hijos conNasrad. Pero no allí. No podía soportarla idea de que su segundo hijo nacieratambién en Afganistán y prefería noimaginarse teniendo que pasar otra vezpor la idéntica precariedad sanitaria a laque vivió durante el alumbramiento desu primer hijo. María estaba contenta,pero algo le impedía dejarse poseer yembargar por esa alegría. Había algoque le negaba poder disfrutar de aquellanueva buena como ella hubiese deseado.

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María sabía que no era el mejormomento para quedarse embarazada yque la noticia de la concepción de susegundo hijo iba a traer más de unproblema a la familia. Pero, sobre todo,lo que temía María era la ira con la quesu suegra acogería la noticia, ya quesupondría que la mano de obra querepresentaba María se viera disminuidacuando, según la madre de Nasrad, tantafalta hacía.

Por eso decidió durante los primerosmeses mantener la buena nueva ensecreto. No quiso decir nada a nadie.Prefería gozar de ese tiempo de ventajasobre el resto para pensar, planear y

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elucubrar posibles planes futuros antesde comunicar que estaba de nuevoembarazada. Ni siquiera se lo dijo aNasrad, al padre de sus hijos, al hombrede su vida, para evitar que en unmomento de debilidad o de descuido sumarido se lo dijera a su madre yentonces los problemas no hicieran másque acrecentarse.

María tomó la decisión de disimularsu segundo embarazo y para ello nopodía mostrar ninguna serial del mismo.A pesar de que sentía un impulsocompulsivo de devorar la comida que susuegra ponía sobre la mesa, Maríaprocuraba comer menos que nunca. Eso

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la obligaba a volver minutos más tarde ala cocina, donde comía lo único queentonces encontraba: media cebollacruda. En otra situación, María nuncahubiese dado un mordisco a aquellahortaliza. No le gustaba; es más, ledesagradaba, y más estando cruda. Perolas ganas de engullir aquel alimento eransuperiores a ella y no dudo en darle unmordisco con la misma voracidad con laque le hubiese hincado el diente a unamanzana. María masticaba con talapremio aquel primer bocado de cebollacruda que casi no sintió el sabor fuerte ycaracterístico de aquella especie depuerro. María notaba que sus ojos

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reaccionaban al contacto con la cebollay comenzaron a picarle y a hacer agua,con lo que tuvo que restregarse los ojoscon las manos, lo que acrecentó lareacción lagrimal. María comenzó aabrir y cerrar los ojos de maneraautomática. No podía perder la visiónque tenía desde la cocina por si acaso susuegra aparecía y la sorprendíacomiendo a escondidas.

Estas escapadas se repitierondurante los primeros meses delembarazo. Sobre todo a media noche,cuando todo parecía envolverse en unatranquilidad que María apreciaba ysentía como una coraza de seguridad

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frente a los demás.Durante su primer embarazo María

no había sentido antojo alguno. Quizápor el shock bajo el que se encontraba opuede que porque sencillamente nuncados embarazos son iguales.

Con su segundo hijo, María sentía unirrefrenable deseo de comer queso.Soñaba con poder masticar un poco dequeso. La sola imagen de este alimentolácteo activaba las glándulas de su bocade tal manera que se convertían en unamaquina de hacer saliva, logrando unasuperproducción que María nunca habíaexperimentado. Pero el antojo de quesoera uno de los más difíciles de saciar en

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aquel lugar. Sencillamente no había, porlo que María tuvo que ingeniárselascomo pudo para conseguirlo. Duranteaquel periodo María se ofrecía comovoluntaria para ordeñar las vacas y lascabras, algo que hasta ahora no le habíaretribuido muchos buenos ratos. Sinembargo, era la única oportunidad paraque luego pudiera poner a hervir laleche en el fuego, hasta que el hervormotivara la aparición de una fina capade nata que se iba formando en lasuperficie. Era entonces cuando Maríaaprovechaba para retirarla y metérselaen la boca todo lo deprisa que losnervios y el miedo le permitían,

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asegurándose de que no hubiera ningunamirada indiscreta que le descubriera.Esta operación la realizó María unascuantas veces, y cuando su boca yaestaba saboreando lo que para ella eraen aquellos momentos un manjar frutodel antojo, no podía evitar pensar encomo su padre hacía exactamente lomismo, pero siguiendo otro ritual biendistinto: su padre retiraba la nata quelograba hacerse una vez hervida laleche, la depositaba delicadamentesobre una estrecha y larga rebanada depan y lo espolvoreaba con abundanteazúcar. A María nunca le pareció unplato exquisito cuando veía a su padre

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disfrutar como un niño ante aquellaexquisitez. Y sin embargo, ahora, suopinión al respecto había cambiado. Yse sintió más cerca de su progenitor.

María necesitaba tener algoconstantemente en la boca. Su cuerporequería estar permanentementemasticando algo. No fueron pocas lasveces que incluso recogió algunavinagreta de la tierra, la limpio como ycuanto pudo con la mano, y se la metióen la boca. Cualquier cosa valía.

Pero llegó un día en el que suembarazo era demasiado evidente.Además, en este, María había engordadomucho más que en el primero, con lo que

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la confesión tuvo que hacerla antes de loque ella pensaba. Fue una noche cuandose tomó la determinación de sincerarse.

—Nasrad, estoy embarazada. —Sumarido se la quedó mirando entreconfundido y extrañado por lo queacababa de decirle su mujer. María, alver que de la boca de Nasrad no salia niuna sola palabra, continuó hablandopara que el silencio no acrecentara aúnmás la tensión del momento—. Creo queestoy de cuatro, quizá cinco meses —calló durante unos segundos. ¿No dicesnada?

María temió que su marido fuera areaccionar mal. Ella misma sabía que no

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era el mejor momento para quedarseembarazada, que la situación no era lamás propicia para cargar con otro niño yque esto complicaría aún más susplanes. Pero su segundo hijo venía encamino y ya nada se podía hacer másque recibirlo en el mundo lo mejorposible.

—¿No te alegras, Nasrad? Tuquerías tener más hijos, ¿no?

—Por supuesto que si, María, claroque me alegro. Lo único es que no me loesperaba así, tan pronto —Nasradmiraba a su alrededor mientras hablabacon su mujer, como intentando encontraralguna explicación que en aquel

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momento se le estaba escapando. ¿Porqué no me lo has dicho antes? ¿Por esodormías tan mal, tenías pesadillas y tecansabas más haciendo las cosas? ¿Ycómo estando embarazada comías tanpoco, María? ¡No lo entiendo!, si tetenía prácticamente que obligar a ingeriralgún alimento en la mesa.

—No quería que nadie se enfadaraconmigo. Temía que si les decía queestaba en estado, se molestaran conmigopor la llegada de una nueva boca quealimentar. Además, tu madre… —Maríaprefirió callar. No podría soportar elcansancio y el desgaste que una nuevadiscusión acerca de la actitud y la forma

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de ser de la madre de Nasrad podríasuponerle.

—Pero, María, eso siempre es unabuena noticia. Ya se que quizá este nosea ni el mejor momento ni el mejormarco para que nuestro segundo hijovenga al mundo. Pero lo importante esque ya está aquí.

Nasrad abrazo a su mujer y la beso.Nunca pudo imaginar lo que aquel gestosupuso para María, que había pasadomeses guardando un secreto que laincomodaba, que le pesaba demasiadosobre su conciencia y que ahora parecíacomo si estuviera descargando toda latensión acumulada en aquel abrazo.

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Cuando Nasrad comunico la noticiadel segundo embarazo de María al restode la familia, todo fueron felicitacionesy alegrías. María no pudo evitar atenderal gesto de su suegra cuando escuchó deboca de Nasrad que estaba embarazada.Su rostro expresaba frialdad, sequía detodo sentimiento dulce, gratificante,carente de todo afecto y sensibilidadhacia la nueva situación. No lesorprendió la reacción de su suegra.Tampoco se esperaba otra. Pero lehubiese gustado equivocarse, aunquefuera por una vez.

No fueron fáciles para María losmeses restantes de su gestación. Su

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suegra, lejos de aminorarle el esfuerzo yla dedicación del trabajo, se lo aumento.Aseguraba que así el niño vendría másfuerte y más sano, y que allí las mujeresno dejaban de cumplir con su obligaciónpor el simple hecho de estarembarazadas. Pero María se sentía máscansada cada día. Sus piernas sedoblaban, la espalda se negaba aobedecerle y el corazón se le acelerabacon demasiada frecuencia. Por si fuerapoco, la sensación de hambre laacompañaba las veinticuatro horas deldía y la saciedad estaba lejos de poderconseguirse. Intuía que su segundoembarazo iba a ser más complicado que

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el primero y no se equivoco.El día que se puso de parto, María

creía saber con lo que se iba aencontrar. Al menos intentabaconsolarse con esta idea, creyendo quela experiencia de su primer parto,también en aquellas tierras, podríamotivarle cierto sosiego al saber lo quese le avecinaba.

También entonces fue su suegra laque la ayudó a traer al mundo a suprimer hijo. Pero entonces la relaciónentre ambas no era ni mucho menosmala. Se acababan de conocer. Maríahabía llegado junto a Nasradprocedentes de Londres, llegaba

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embarazada y el parto se le adelantocasi dos meses. Así que fue su suegra laque actuó como improvisadacomadrona, algo a lo que la madre deNasrad estaba acostumbrada porquehabía ayudado a traer al mundo a lamayoría de los niños de la familia.

Pero los acontecimientos que tuvoque vivir en su segundo parto,sencillamente, la superaron.

Fue una mañana. María no pudosoportar más el dolor que sentía en elbajo vientre. Llevaba dos días que eldolor se iba haciendo insoportable, peroprefirió no decir nada para no escucharlas reprimendas de su suegra, que la

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acusaba de egoísta y caprichosa a lamínima ocasión. Pero aquella mañana elpadecimiento era ya demasiado fuerte ydesgarrador. Cuando se disponía acargar otra garrafa llena de agua en elcarro, notó que se rompía por dentro.Una punzada fuerte y seca la paralizo.Se cogió con las dos manos su vientre,derramando sin querer el agua que yahabía extraído del pozo con muchoesfuerzo. Miró hacia la tierra y viocomo el agua vertida que se suponía ibaa ser para el consumo de la familia semezclaba con otro liquido similar que lecorría entre las piernas y que le salia desu interior. María se asusto.

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Era su segundo parto, pero aquellono se estaba pareciendo nada alprimero, y era lo único que tenía dereferencia María. Era lo único en lo quepodía fijarse. María no sabía si aquelloque le estaba sucediendo era o nonormal. Además, el dolor que sentía leimpedía pensar. Tan solo acertó allamar a gritos a Motau, que ya habíaconseguido recorrer parte del trayectoque separaba el pozo de la casa yllevaba un bidón de agua en cada mano.

Cuando Motau escuchó su nombre enforma de aterrador e inhumano grito queprocedía de las cuerdas vocales deMaría, se giro alertada. Vio a María

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inclinada hacia delante, a punto dedejarse caer sobre el suelo yaferrándose a su abultado vientre. Nodudo en correr hacia ella, tirando a suvez los bidones de agua que llevabaasidos de ambas manos.

Cuando llegó hasta María, la ayudoa caminar como pudo. Era una operacióncomplicada, porque María asegurabaque no podía dar un paso, que notabauna presión que tiraba de ella haciaabajo y que no se sentía capaz de dar unsolo paso más. Y no era broma. Niabsurda delicadeza occidental como lesolían echar en cara algunos en aquellacasa.

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Al final, Motau logró imprimir algode movimiento en el cuerpo de María ylentamente se dirigieron hasta la casaprincipal. Cuando estaban a punto dellegar, Motau lanzó un grito de ayudapara que su suegra supiera que lanecesitaban. La suegra se asomo alquicio de la puerta y sin apenasapremiarse en sus actos, ordeno al restode las mujeres que calentaran agua ypreparan numerosos paños, mientras ledecía a Motau que se llevara a María alapartado donde dormían los animales.Al escuchar esto, María se sobrecogió,algo que Motau notó y al entender lospensamientos que se le podían estar

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cruzando a María en aquel momento, leexplicó.

—Allí han dado a luz todas, María,no te asustes. Se está más caliente y estámás cerca de los arboles y del pozo delagua. Tranquila. Todo va bien. Turespira y aguanta.

Creyó que cuando pudiera recostarseen el suelo, sentiría un cierto alivio,pero no fue así. A pesar de que suscuñadas le habían acondicionado en loposible una especie de camastro de pajay ramas cubierto con telas, María nosintió bálsamo alguno cuando su cuerpotoco el suelo. Los dolores del parto lapodían, jamas imagino que aquello

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pudiera torturarla tanto. María se sentíaaterrada y echaba de menos a Nasrad.Hubiese dado media vida por qué elestuviera a su lado alentándola ysusurrándole las palabras necesarias conesa voz que siempre lograba relajarla.Pero no pudo ser. Nasrad estaba deviaje y no volvería hasta la noche.María empujaba, lloraba, gritaba,maldecía en su idioma para no ofender anadie. Escuchaba las palabras de ánimocon las que sus cuñadas y Motau leintentaban aleccionar; hasta sus oídosllegaban las instrucciones de su suegraen palabras como espera, empuja, para,respira, empuja, no tanto, aguanta,

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todavía no. María notaba que lecolocaban telas húmedas sobre la frente,en el cuello y en el pecho, pero no sentíaalivio: algo no funcionaba.

De nuevo, la mensajera de las malasnoticias fue su suegra, después de unashoras hurgando entre las piernas deMaría, se secó el sudor de su cara y lodijo sin más.

—Tu hijo viene mal, María. No sécómo va a salir todo esto.

—¿Cómo que viene mal? ¿Eso quequiere decir? —María miraba a susuegra y al resto de mujeres que laacompañaban, esperado escuchar algunaexplicación que la tranquilizara. Pero en

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vista de que no llegaba, volvió apreguntar utilizando un tono de voz máselevado. ¿Qué quiere decir que vienemal? ¿Le pasa algo a mi hijo? ¿Quésucede? ¡Que alguien me lo diga! Maríasentía que estaba a punto de perder losnervios.

—Tranquilizate, María, o será peorpara tu hijo —le dijo secamente susuegra. Viene al revés. Eso es todo. Voya tener que darle la vuelta si no quieresque se ahogue y que a ti te destroce.

Al escuchar esas palabras, María sepuso a llorar. No entendía muy bien loque su suegra le estaba diciendo. Perosabía que había problemas.

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—María, será mejor que te serenes ycolabores, porque si no, esto puedehacerse eterno y el resultado no será elque llevamos tanto tiempo esperando.

María seguía sin entender. Su cabezasolo estaba ocupada por malos augurios.No sabía que hacer. Se sentía indefensa,inútil, humillada. Se sabía allí tiradadesde hacía muchas horas, con laspiernas abiertas y sin saber exactamentecomo reaccionar para lograr que lascosas mejorarán.

De repente vio como su suegra selevantaba y se alejaba un par de metrosde donde ella estaba. A los pocossegundos la vio regresar con una piedra

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de grandes dimensiones que colocó aMaría encima de su abultado y sudorosovientre.

María creyó que su suegra iba amatarla. No logró encontrar otraexplicación a aquella escena que nisiquiera su cerebro era capaz deargumentar de una manera lógica.

—María, te voy a hacer daño. Peroes la única manera de hacer presión paraque tu hijo se de la vuelta en tu vientre ylogre salir. Así que aguanta —laseguridad que mostraba su suegra casilogró tranquilizar a María. Pero nodemasiado. Aguanta y grita todo lo quequieras. Eso te ayudara.

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La visión que ofrecía su suegrasentada sobre su vientre y haciendopresión sobre el mismo no era la queMaría se había imaginado. Lo vivíacomo algo dantesco, fuera de larealidad, totalmente ajeno a ella.Sencillamente no podía creer queaquello le estuviera pasando a ella.Unos gritos le sacaron de suensimismamiento.

—Empuja, María. ¡Empuja ahora!¡Empuja más, mujer, que si no, no sale!¿Es que no sabes empujar más? —losgritos de su suegra le retumbaban en lacabeza como si alguien se estuvieradedicando a darle golpes en la cabeza

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con un martillo.—Empuja ahora, empuja. Empuja

más. Así.Pero por mucho que María

empujaba, aquello no mejoraba.La suegra se volvió a levantar. Esta

vez se alejó un poco más y regreso conuna cuchilla en la mano. María laobservo con los mismos ojos de pánicocon los que siguió los pasos de susuegra y matrona cuando volvió minutosantes con una enorme piedra entre susmanos.

—Voy a tener que rajar, María. Tuhijo no quiere salir de ahí. Habrá queayudarle un poco más. Respira hondo y

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vete soltando el aire lentamente. Verascomo ni siquiera te das cuenta.

María tuvo la sensación de que susuegra disfrutaba con todo aquello, peroaquella impresión era lo ultimo que lepreocupaba en esos momentos. Lo únicoque quería y por lo que rezaba era porqué su segundo hijo saliera de suvientre, viera la luz y apareciera sano ysalvo, sin ninguna complicación, sinningún defecto. Incluso llegó a proponerque si había que decidir entre su vida yla del pequeño, que se optara por la desu segundo hijo.

—Eso ya lo sabemos, María. Turespira tranquila.

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Ni siquiera le dolieron las palabrasde su suegra. No podía esperar otracosa.

Por fin, y después de perder variasveces la conciencia, situación quecomplicaba aún más las cosas, elsegundo hijo de María vino al mundo.Era niña y pesaba más de cinco kilos.María estaba destrozada, física ypsicológicamente. No podía más, sehabía sentido morir demasiadas vecesen las últimas horas. No quiso preguntarcuanto tiempo estuvo alumbrando a suhija, pero pudo ver que ya habíaanochecido y que cuando comenzó asufrir las primeras contracciones

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acababa prácticamente de empezar eldía.

Aquel parto le había resultadomucho más difícil que el primero, yapenas tuvo fuerzas de mimar y sostenera su hija sobre su regazo, como hizo consu primer hijo.

Las mujeres se hicieron cargo de lapequeña. La limpiaron los restos desangre que todavía almacenaba sucuerpo en la superficie y la envolvieronen una tela nueva. María sintió comoalguien le curaba su herida de parto conla misma pasta de hierbas que habíautilizado en su primer parto. Fue loultimo que pudo percibir a través de sus

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sentidos. El sueño, el cansancio y latristeza porque Nasrad no hubieseestado durante el parto de su segundohijo sumieron a María en un sueñoprofundo. Y en ese estado permaneciódurante horas.

Le costo mucho recuperarse de susegundo parto. María no dejaba desangrar por la herida, que, sin saber porqué, no lograba cicatrizar como lapasada vez. La primera noche apenaspudo dormir a pesar del cansancio,porque notaba como de su interior nodejaban de manar líquidos y alguna otrasustancia que no pudo determinar. Sesentía dolorida y herida. Algo no iba

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bien. Aquello no tenía nada que ver conla recuperación casi inmediata de suprimer parto. Y María estabapreocupada.

Además, su suegra no estabadispuesta a ayudarla. Más bien alcontrario. Al día siguiente de su segundoparto, la obligo a levantarse de su lechopara trabajar.

—Hay muchas cosas que hacer enesta casa. Además, los hombres no estány necesito todas las manos posibles —dijo la suegra. Yo he dado a luz a docehijos, y al día siguiente ya estabatrabajando. No podía permitirme el lujode parar. No era tan delicada como

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otras.María no pudo creer que su suegra

hablara en serio. No hacía niveinticuatro horas que acababa de dar aluz, su estado era más que precario, lasangre seguía saliéndole de la heridajunto a otros restos orgánicos, y aquellamujer quería que se pusiera a barrer, afregar, a traer agua y a preparar lacomida. Nunca pensó que tanta maldadpodría darse en una persona. Pero notuvo más remedio que comprobarlo.María creyó que se volvía loca.

Se levanto y comenzó a hacer lastareas. El resto de las mujeres, quetampoco podían entender la decisión de

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la suegra, intentaron echar una mano aMaría para que no cargara demasiadopeso, para que no tuviera que moversemucho, para que al menos pudiera hacerel trabajo sentada.

María no comprendía por qué ella,al día siguiente de tener un parto tancomplicado y delicado, tuvo quelevantarse para trabajar, mientras que sucuñada hacía un par de meses que habíatenido otra niña, y la suegra le habíapermitido guardar reposo durante másde un mes. «Está claro. Esta mujer meodia. Me tiene manía. Y yo no le hechonada, excepto enamorarme de su hijo,amarle con todas mis fuerzas y vivir por

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el». María sentía tanta impotencia por eltrato que estaba dispensándole su suegraque, unido al dolor que le devoraba pordentro y a la preocupación de que laherida no terminaba de cerrar y por lotanto de sangrar, deseo estar muerta. Oella o su suegra. Pero que alguienacabara con esa inhumana e irracionalsituación.

Esa persona no sería su marido, queaquella misma mañana tuvo que salircon el camión de su hermano paratrabajar en un pueblo cercano. No tuvoocasión de decide nada, aunque si lahubiese tenido, María tampoco lehubiese molestado a Nasrad con aquella

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queja porque no quería que sepreocupara.

Pasaron tres días, y a María leextrañó que su marido no hubieseregresado al pueblo. Tenía miedo de quele hubiera pasado algo y laincomunicación de la aldea en la queestaba evitara que ella se enterara.Tuvieron que pasar dos semanas, queMaría pasó entre la desesperación y ladeshidratación de tanto que lloro, paraque un lugareño se acercara hasta lacasa de sus suegros y les comunicaraque Nasrad y su hermano se habíanquedado encerrados en un pueblo acausa de la intensa nevada que estaba

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cayendo.A María le tranquilizo la noticia,

pero el sosiego le duro poco. Le echabade menos. Nunca había estado separadade su marido tanto tiempo y aquello lemartirizaba. Y por si fuera poco, suestado físico seguía siendo lamentable.Las heridas del parto continuabansangrando y la ansiada cicatrización nollegaba nunca. Además, su suegra habíadado un paso más en su camino a ladeshumanización total.

Había decidido que María noestuviera con su hija recién nacida. Susuegra resolvió sin preguntar niencomendarse a nadie que Nuria, que

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era como se llamaba la niña, se quedaraa vivir con ella. Aseguro que era paraque María pudiera trabajar mejor,dedicarse más a las labores que teníaencomendadas como mujer, que segúnella, tenía muy desatendidas, y que solola viera para darle de comer.

Ni siquiera podía dormir con su hija,por lo que no pudo saber nunca lo queera tener una hija recién nacida.

María pasaba las noches llorando.Sin marido, sin hija y con una suegra queno vivía más que para complicarle lavida.

María se pasaba el día trabajando.Nada más levantarse y después de un

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cada vez más escaso desayuno, recogíala casa, doblaba las mantas, barría elsuelo, encendía el fuego, iba al pozo apor agua, llenaba las garrafas de diez yveinte kilos, las depositaba en un carroque empujaba lentamente y que lellevaba mínimo hora y media. Calentabael agua. Preparaba la comida, amasabael pan, hacía el te. Después lavaba laropa. Paraba unos minutos para lacomida a las doce del mediodía ycuando terminaba vuelta a empezar. Denuevo a por agua para limpiar loscacharros. Más tarde se dirigía a losestablos para limpiarlos y dar de comera los animales. Ordeñaba las vacas,

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vigilaba la producción de las gallinas.Pasaba la tarde entre ovejas, cabras yconejos. Y cuando su cuerpo pedía undescanso, otra vez tenía que volver apor el agua para preparar la cena, el te.Cuando llegaban las diez de la noche,María estaba agotada, cansada, enfadaday contrariada. Ni siquiera el día le habíapermitido un minuto para su aseopersonal o para un merecido descanso.La única gratificación que tenía duranteel día eran los contados momentos quesu suegra le llevaba a la niña para que lediera de comer. Pero era muy pocotiempo. Solo unos minutos y después susuegra volvía a arrebatársela de sus

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brazos, hundiendo a María en unadepresión de la que no sabía como salir.

La herida del parto seguía sincerrarse. Hasta los nueve meses denacer su hija, María seguía sangrando,tanto que creía que tenía la menstruacióna cada momento. Entre el esfuerzo quehacía cada día para poder sacar adelantetanto trabajo, lo poco que comía, ladificultad que tenía para conciliar elsueño y la cantidad de sangre que estabaperdiendo, María se encontraba débil. Aello se unía la desesperación y el dolorpor no poder estar con su hija. A Maríale torturaba la idea de que a su hija leocurriera lo que le había pasado a ella

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de pequeña. Cuando su madre murió,María contaba con dos años de edad, ysu padre decidió dejarla con sus abuelospaternos. Hasta que un día, el padre deMaría vio como su hija llamaba papá asu abuelo, algo que le dolió tanto y ledio tanta rabia que decidió llevárseladel lado de sus abuelos.

María no podía soportar la idea deque su pequeña Nuria llamara mama aaquella mujer que el destino le habíaimpuesto como suegra. Y la meraposibilidad de que esto pudiera ocurrirlograba encolerizarla.

El dolor la estaba matando y el nuloreposo no ayudaba a su recuperación

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física, ya que a la anímica solo podríacontribuir Nasrad, que seguía sin darseñales de vida.

Un día María le comentó sulamentable estado físico a su cuñada, lamujer del hermano de Nasrad que eramedico y que había logrado aprenderciertas nociones medicas que lepermitían atender a las mujeres de lafamilia, ante la imposibilidad legal deque un medico varón las viera.

Le contó que desde que había dado aluz, no había dejado de sangrar y que yano podía más. Cuando su cuñadaexamino a María, no podía creerse loque veían sus ojos. La herida aún seguía

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abierta y todo parecía indicar que algunainfección se había apoderado delaparato reproductor de María por lafalta de cuidados médicos, por la faltade higiene y por muchos otros factoresque la cuñada se ahorro de detallar anteel gesto de preocupación de María.

—María, primero te curare. Peroluego voy a tener que coserte la herida oterminaras desangrándote o muriendopor cualquier otra infección.

María no terminaba de entender elrictus de preocupación que asomaba enla cara de su cuñada y le requirió unaexplicación.

—Es que no tengo anestesia. Te voy

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a tener que coser en carne viva y te va adoler mucho, María. Pero es la únicaopción. Créeme. No tiene buen aspecto.Hay que cerrar esta abertura como sea.

María respiro hondo y se tumbo enla cama donde le había indicado sucuñada. Sintió cada una de las puntadasque iba dando su cuñada en su parte másintima. Notaba perfectamente como laaguja le perforaba la carne, dolorida ysensible como nunca, y como el hiloconseguía unir las partes que desdehacía meses no se encontraban y queprovocaban la sangría que María veníasufriendo desde que dio a luz a su hija.María lo pasó fatal. Sus ojos no podían

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evitar deshacerse en llanto, pero ni unsolo grito salió de su garganta. Solofaltaba que su suegra se enterase de loque estaba sucediendo, y echara en caraa ella y a su cuñada haber dejado detrabajar. Cuando su cuñada termino decoserla, María se incorporo. Pero noduro mucho en este estado deverticalidad. La cabeza se le iba, lahabitación entera le daba vuelta y sintiócomo un sudor frio le inundaba todo elcuerpo. No tuvo más remedio querecostarse de nuevo y abandonarse a esasituación extraña. Cuando volvió a abrirlos ojos, supo que había perdido laconsciencia. La improvisada y nada

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acondicionada operación a la que leacababa de someter su cuñada le habíaabandonado en un sueño motivado porun estado febril que tampoco entoncesquiso abandonar su cuerpo.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —lepregunto preocupada María a su cuñada.¿He estado mucho tiempo aquí?

—Unas horas, María. Perdiste elconocimiento, supongo que por el dolor.Pero no te preocupes, he logradodistraer a la suegra y de momento no temolestara. Se cree que estás a por agua,pero ya ha ido Motau y el resto demujeres para encargarse de tu trabajo yque no se note nada. Tu tranquila. Ya ha

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pasado todo. Ahora, a recuperarte.Veras como a partir de ahora ya nosangras como antes.

María bebió un poco de te calienteantes de levantarse y salir de lahabitación de su cuñada. Suerte queellos vivían en la otra casa del terreno, yque su suegra no se había percatado denada. Poco a poco se fue andando haciael exterior. Agradeció la bofetada deaire fresco con la que le obsequio elexterior cuando asomo su cuerpo.Entonces pensó en Nasrad.

—¿Pero donde estas, Nasrad?¿Cuándo vas a volver? Me voy a volverloca. No puedo más. Necesito que

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vengas.Durante un buen rato, María se

quedó en el quicio de la puerta,pensativa, con la mirada perdida. Nisiquiera vio que su suegra la miraba conexpresión desafiante e inquisidora desdela ventana de la otra casa. Cuandovolvió a la realidad, María desprecio lamirada de su suegra, lo que sin dudadebió de encolerizar a la mujer que másodiaba en este mundo. Pero le dio igual.

María se fue andando lentamentehasta la casa de su suegra. Ya habíatenido bastante con lo que había vividohasta ahora y sintió la necesidad dedejar, por fin, las cosas claras a aquella

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mujer. Entró en la casa y se dirigiódirectamente a su suegra.

—¿Dónde está mi hija?—Está bien. No te preocupes por

ella. Está mejor atendida conmigo. Tutienes demasiadas cosas que hacer. Loúnico de lo que debes preocuparte es dedarle de comer —contesto secamente susuegra.

María cogió a la niña. Cada día lasentía más extraña y veía como crecía auna velocidad que le dolía. Observabacomo aquel cuerpecito se habíadesarrollado sin la atenta mirada y sinlos mimos de su madre, y María decidióque aquello no podía prolongarse por

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más tiempo. Cuando termino de darle elpecho, María se volvió a su suegra, conuna mirada y un gesto que llegó a hacerque aquella mujer siempreimperturbable, sin embargo,retrocediera unos pasos.

—Mañana mi hija se vendráconmigo. Como debe ser. Será mejorque no te opongas.

Cuando María se encaminaba haciala puerta de la casa, notó que su suegrohabía observado toda la escena. Sequedó durante unos instantes mirándole,sosteniéndole la mirada, y pudo apreciarperfectamente que aquel hombre, quesiempre se había portado bien con ella y

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que incluso le obsequiaba con algúncaramelo cuando su mujer no le veía,asentía con la cabeza, como si diera porbueno lo que María acababa de decirle asu suegra. María se sintió reconfortada.Aquella actitud de su suegro la inflo devalor y salió al exterior con másdecisión. No sabía María como iba ahacerlo, pero estaba dispuesta a dar lavida por acabar con aquella absurda ydesnaturalizada situación que la habíamantenido alejada de su hija en susprimeros meses de vida.

Al día siguiente, María se levantocon una única idea en la cabeza.Recuperar a su hija, traérsela consigo y

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no separarse de ella ni un solo momento.Cuando estaba terminando de arreglar elcolchón sobre el que dormía y de doblarla manta con la que intentaba guarecersedel frio sin conseguirlo ninguna noche,pudo ver la imagen con la que llevabasoñando desde hacía más de seis meses.Ese fue el tiempo que su marido habíatardado en regresar a casa.

María se quedó paralizadaobservando a su marido, como si evitaseacercarse a él por miedo a que se tratarade un sueño, de una ilusión o de unespejismo.

—Cualquiera diría que no te alegrasde verme, María —tuvo que ser Nasrad

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el que, después de pronunciar estaspalabras, se acercara a abrazar a María.Aquel abrazo le informo a su marido deque su mujer estaba más delgada y queuna desconocida fragilidad se habíaasentado en el cuerpo de María, hastadonde el recordaba fuerte y robusto.

Se percato Nasrad de que su mujermostraba un aspecto muy desmejorado.Estaba pálida, ojerosa, como si eltiempo hubiese pasado a más velocidadpara su mujer que para el. No pudoencontrar el mismo brillo en los ojosque solía hallar con felicidad en lamirada de María. Ni su sonrisa parecíala misma, ni ella aparentaba ser la

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misma mujer que había dejado hace seismeses largos cuando salió a trabajar y lavio por última vez.

Cuando Nasrad termino de examinara su mujer, miró a su alrededor. Su gestose torció.

—¿Y la niña, María? ¿Dónde estánuestra hija?

—Sería bueno que se lo preguntarasa tu madre, a ver que ha hecho con elladesde el momento que saliste de estacasa. Que te cuente ella, Nasrad.

María no soporto la tensión yrompió a llorar. Su marido no sabía quepensar ni mucho menos que hacer. Noera el recibimiento que el esperaba.

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Había demasiadas cosas que no entendíay no estaba dispuesto a esperar más parasolventar sus muchas preguntas. Y fueMaría quien le fue informando de todo,aunque ahorrándose muchos detallesdesagradables.

Cuando Nasrad se puso al día delinfierno en el que había vivido su mujer,corrió a encontrarse con su madre. Laexpresión de alegría que mostraba estamujer al ver que su hijo había vuelto sefue tomando en una seriedad preocupadapor lo nervioso que encontró a su hijo.

—¿Por qué te has llevado a nuestrahija, por qué la has separado de sumadre? ¿Te has vuelto loca, madre, 0

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que te pasa?María no quiso perderse la escena

por nada del mundo, por lo que seconvirtió en la sombra de Nasraddurante la discusión entre hijo y madre.Aquella mujer juro y perjuro que sehabía quedado con la pequeña haciendoun gran esfuerzo que incluso le habíaminado su salud. Aseguro ante elasombro y la perplejidad de María quesu mujer había estado enferma gran partedel tiempo, y que además de no haberpodido cuidar convenientemente a suhija, no había podido trabajar en la casa.Continuo diciendo, casi implorando, queMaría, lejos de agradecerle todo lo que

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había hecho por ella y por su hija, sehabía comportado mal con ella y sehabía mostrado caprichosa ydesagradecida.

María no pudo más y salió delsegundo plano en el que su estancia enaquel país la había situado durantedemasiado tiempo. Cuando Nasrad viola expresión de su mujer y como seacercaba a su madre, temió que lamatara en aquel arrebato de cólera queparecía haberse apoderado de sucuerpo.

—¡Mientes! ¡Siempre has mentido!Mientes porque no sabes hacer otracosa. Me has complicado la vida desde

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que llegue a este maldito lugar. No tevalía que intentara trabajar más que elresto, que quisiera con locura al fruto detus entrañas, y que por ello evitara darteproblemas. Todo tu afán ha sido vermesufrir. Cuanto más, mejor. No te haimportado que cuando no podía nisiquiera levantarme después del partode mi hija, te suplicara que no mehicieras trabajar cuando ni siquierahabían pasado veinticuatro horas. Tedaba igual, es más, disfrutabas viendocómo me desangraba, cómo perdía laconsciencia. Me tenía que tirar al suelopara poder seguir haciendo las laboresde esta casa. No me has dado de comer,

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me has robado a mi hija, y no porque túquisieras estar con ella, sino solo porhacerme más daño. Eres lo peor quepuede existir en este mundo. Y arderásen el infierno.

Nasrad no podía dar crédito alrosario de descalificaciones y reprochesque salían de la boca de su mujer. Nuncala había visto así. Jamas. Creyó por unmomento que María estaba poseída porel diablo. Cuando consiguió reaccionar,vio como la distancia que separaba aMaría de su madre era de apenas unoscentímetros. Nasrad se acerco a sumujer por la espalda, la asió por loshombros y la separó cuidadosamente de

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su madre. La mujer intentó defendersede todo lo que le había dicho Maríahacía apenas unos segundos, pero su hijono se lo permitió.

—Creo que será mejor que calles,madre. Ya has causado suficiente daño.No quiero volverte a oír ni una palabramás y menos en contra de mi mujer. ¿Mehas entendido, madre? ¿Me hasentendido, mujer?

María pensó que solo por haberpodido observar en esos momentos elrostro de su suegra, había merecido todoel calvario que aquella mujer le habíaobligado a pasar. Sentía María que laguerra había terminado y que ella había

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salido victoriosa y que se llevaba eltrofeo a casa. Y el premio no era otroque recuperar a su pequeña y encompañía de su marido.

Cuando por fin logró estar a solascon su marido, se abrazo a el. Pasaronhoras, al menos eso creyó ella, enaquella postura.

Nasrad separó a su mujer de supecho, la miró y le musito.

—Nos vamos a Kabul, María. Nosvamos de aquí. No puedo permitir quesigas sufriendo como has sufrido por miculpa. Esto se acabo. Nos vamos con losniños a iniciar una nueva vida.

María había escuchado eso mismo

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en los labios de Nasrad muchas veces.Pero no quiso que nada le estropeara esemomento ni que ningún pensamiento friole privase de hacerse ilusiones. Así quesonrió y pensó: «Quizá esta vez si.Quizá esta vez lo logremos».

No pasó un solo día sin que losplanes de salida del pueblo natal deNasrad no monopolizaran lasconversaciones de María y su marido.Hablaban de la excusa que seinventarían para poder salir de allí sinprovocar un maremagno de problemasen la familia, en especial en los suegros.Comentaban como se buscarían la vidaen la capital, repasaban los nombres de

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los familiares que podrían echarles unamano, hacían recuento de las puertas alas que llamarían porque con todaprobabilidad se les abriría. De lo quemenos hablaban, por temor a serescuchados y después de la malaexperiencia de hacía unos meses en subreve escapada a Kabul, era de lostramites que tendrían que llevar a caboen la embajada. No habían conseguidonada en aquel precipitado viaje: solotomar conciencia de la dificultad de susituación y de lo complicado que iba aser tramitar de nuevo sus documentos deidentidad. Y sin embargo, era elpensamiento que más ocupada tenía a

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María. Desde que llegó a Afganistán yfue victima del robo de ladocumentación, sabía que la embajadaespañola era su única esperanza real.Tenía fe en su gente y en lo que ellosserían capaces de emprender parasacarles de allí. Pero difícilmente podíaanimarse después de lo poco halagüeñaque resultó aquella estancia en lacapital.

Pero María se negaba a tirar latoalla. No a esas alturas. Eran muchaslas noches que cerraba los ojos yconciliaba el sueño dándole vueltas acuales serían los pasos que tendría quedar para poder volver cuanto antes a su

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país.Desde que decidieron que se

marcharían a Kabul, María coleccionabanoches en vela. Le costaba conciliar elsueño y cuando lo hacía, no lograbadescansar. De nuevo los nervios. Denuevo los planes. De nuevo lasilusiones.

Volvía a estar cerca de alcanzar susueño. No podía ni quería permitirse ellujo de tirarlo por la borda. Se juro queno lo haría.

De cualquier manera, María nohubiese podido dormir aquella noche.Tampoco era ninguna novedad. Llevabavarios días escuchando el silbido de

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disparos lejanos, provenientes de unasituación bélica que en los últimos díasse había recrudecido, al menos eso lehabían explicado. Se quedaba dormida aaltas horas de la madrugada contando laestela sonora de las bombas, entraba enel sueño al compás de los bombardeosque llegaban hasta sus oídos en forma desonidos rotundos y secos. Le parecíamacabro y cruel, pero María preferíaimaginarse las desgracias ajenas queacababan de provocar esas bombasantes de seguir pensando en su situacióny, en especial, en la de sus hijos. Haciarecreaciones mentales de como aquellabomba que acababa de franquear su

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tímpano había destruido edificios dondevivían familias enteras. Maríaimaginaba al padre que salia corriendoentre los escombros con el hijo demeses en brazos, pidiendo ayuda sin quenadie se la pudiera ofrecer porque todosestaban en una situación similar, oincluso peor. Se atrevía a conjeturarsobre como la madre de aquella familiase había quedado atrás y aparecía derodillas, postrada ante el cadáver de suhija de catorce años, llorando,desgarrándose en alaridos, besando yabrazando aquel cuerpo ensangrentado,destrozado por la metralla, y gritandoalgo totalmente indescifrable pero que,

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sin embargo, se entendía a la perfección.Dolor, muerte, sangre, desesperación,sufrimiento, familias rotas, hijosmuertos, padres mutilados, madres quese volvían locas, vidas truncadas… Ytodo a escasos kilómetros de dondeMaría dormía con su marido, sus hijos,sus suegros, sus cuñadas, sus cuñados ysus sobrinas.

Pero aquella noche, sintió que elsonido de la guerra y de la destrucciónno sonaba tan lejano como otras veces.Al escuchar el ultimo estruendo, Maríase incorporo, dejando medio cuerpo aldescubierto. Miró entre la oscuridad quereinaba en toda la habitación, como

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intentando buscar alguna explicación,como intentando ver algo que le aclararapor qué aquello había sonado tan cerca.María miró a Nasrad, que seguíadurmiendo, y ella no pudo reprimir unaleve sonrisa que denotaba el instintomaternal que tenía. Echo una mirada asus suegros, que se encontraban a apenasunos metros de distancia. Tampocoparecían haberse percatado de nada.María se levanto para ver a los niños.La niña, Nuria, dormía sin enterarse denada. Abdullah no. Permanecía con losojos abiertos como platos, esos ojosnegros como el carbón que habíaheredado del padre y que cuando los

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abría de par en par como entonces,parecían aún más grandes. María seasusto al verle con los ojos tan abiertosporque creía que estaba durmiendo.

—¿Por qué no duermes, Abdullah?—le pregunto María.

—No se —contesto el niño sin nisiquiera pestañear.

—Anda, cierra los ojos e intentadormir, que es tarde —le intentóconvencer María mientras le tapaba conla manta y le daba un beso.

—Y tu, ¿por qué no duermes, mama?María se quedó mirando a su hijo.

En ese momento hubiese deseado queaquel niño de apenas cuatro años tuviese

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veinte o treinta para poder decirle queno podía dormir porque tenía miedo,porque había escuchado lo que parecíael sonido de una bomba demasiadocerca y porque el pánico no le dejabacerrar los ojos y descansar.

—No se, Abdullah. Tampoco yo losé. Pero ahora mismo lo vamos aintentar los dos —mintió María. Anda,mi amor, duérmete.

Le arropo como pudo con la manta yle acaricio la cabeza, se levanto delsuelo y se dirigió hacia la habitacióndonde seguía durmiendo su marido.Hubiese querido ir a ver si alguna de suscuñadas había escuchado algo, pero en

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el ultimo momento desistió. «Seguro quesolo lo he escuchado yo, porque estoyde los nervios y porque no paro deimaginar esas cosas tan horrendas. Voya volverme loca como no deje decomportarme de esta manera. Y lo peores que voy a acabar por asustar a todossin motivo», pensó María mientras sedisponía a acostarse al lado de sumarido, que seguía sumergido en unsueño profundo e intenso.

Pero cuando María no había posadosu cabeza en la almohada, un golpeadusto y ensordecedor inundo las cuatroparedes de la casa. Ahora si, todos lohabían oído y se habían incorporado.

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Después de aquel contundenteestruendo, el silencio reino en la moradadurante unos segundos que parecieronhoras. Todos se miraban, asustados yparalizados, boquiabiertos, aguantandola respiración y sin cruzar una solapalabra, tan solo miradas llenas deincertidumbre y preocupación.

Daba la sensación de que nadie seatrevía a romper la barrera del sonido.Hasta que los llantos de Nuria lohicieron. Se había abierto la veda. Encuestión de décimas de segundos, lacasa parecía una auténtica casa delocos: todos se abrazaban, hablaban,chillaban, corrían de un lado a otro

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como si el miedo les empujara a ello. Semovían como si estuvieran poseídos porel mismísimo diablo. Los niños nodejaban de llorar y de temblar, mientrasque ponían su manitas sobre los oídoscomo si no quisieran escuchar más aquelruido, como si por algo que a los adultosse les escapaba, supieran que esosruidos eran el conducto que utilizaban elpeligro y la muerte para desplazarse deun lugar a otro. Las mujeres instaban alos hombres a asomarse a las puertas o alas ventanas para ver que sucedía ahífuera, que es lo que pasaba. Y así lohicieron.

Tardaron unos minutos en volver a

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la casa, un tiempo que las mujeresaprovecharon para consolarse unas aotras y para hacer lo mismo con losniños. María permanecía callada, suboca parecía sellada, cosida, seca depalabras y vacía de opiniones, como lesgustaba a la mayoría de los hombres deese país. Mientras abrazaba contra supecho a sus dos hijos, María miraba sinapenas parpadear a su sobrina, quehabía adoptado una actitud parecida a lasuya: silencio sepulcral. Un silencio quese podía cortar y que resultabaensordecedor. María quería a su sobrinacomo a una hija, mejor aun, como unahermana pequeña. Tenía diecinueve

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años y se parecía mucho a ella. Susilusiones, sus sueños, sus inquietudes ysus ideas, porque las tenía y muchas, notenían limites y sus planes de futuro noconocían palabras como miedo,prohibición, sometimiento y sobre todo,Afganistán. Quería salir de aquelentorno, quería conocer, aprender,estudiar, viajar, hablar, opinar, moversecon libertad, trabajar, ganar dinero,poder comprar en las tiendas, ir al cine,quedar a cenar con amigas, formar unafamilia de verdad… En definitiva, vivir.Disfrutaba como una niña cuando Maríale contaba todo lo que Occidente y lademocracia permitían a los europeos. Y

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quería formar parte de aquel mundo delque tanto había oído hablar a Maríadurante toda su estancia en aquella casa.María intentaba infundirle valor a travésde la mirada, y quiso entender que así lopercibió.

Cuando Nasrad, sus hermanos y loscuñados volvieron a la casa, lo hicieronpara decir a todos que prepararan lomás rápido que pudieran aquello quenecesitaran porque se iban de allí enesos mismos momentos.

—¿Qué pasa, Nasrad, que sucedeahí fuera, que has visto? —pregunto casien tono de suplica María a su marido.

—María, prepara las cosas. Nos

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vamos a un refugio subterráneo dondeestaremos más seguros. Estaremos asalvo.

—¿A salvo de que, Nasrad? —volvía a suplicar María sin soltar a sushijos.

—Están cerca. Los aviones estánaquí mismo y los bombardeos van a sercontinuos. Creo que quieren arrasar elpueblo con nosotros dentro. La guerraestá aquí, María, y tenemos que irnos —Nasrad no tenía más tiempo paraexplicaciones, ni siquiera paradedicárselo a María. Ahora vamos, yo teayudo a recoger algo de ropa y decomida. Corre, no hay tiempo para

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mucho, María.María creyó morirse de miedo. Por

un instante creyó que sus piernas no ibana responderle, y que se iba a quedar allíplantada, ante los ojos de Nasrad. Perosin entender como ni por qué, salió deaquel bloqueo físico y mental y se pusoa envolver en un trozo de tela granderopa de abrigo para los niños, jerséis,zapatos, mantas y algo de agua. No habíatiempo ni espacio para más.

—¡María! ¡Vamos! No hay tiempo.Es peligroso —dijo Nasrad, llevandocasi en volandas a su hijo varón. Vamos,mujer. Coge a Nuria y salgamos de aquí.Ya están todos fuera.

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María recorrió con una miradarápida la casa donde había pasado susúltimos meses de vida. Nunca pensó queiba a extrañar esas cuatro paredes quehabían sido testigos de tantas cosas,buenas, malas y peores. Allí dejabasangre, sudor y lágrimas. Muchaslágrimas. Y también risas. Y sueños ypesadillas. Y conversaciones con sussobrinas, y desencuentros con su suegra.En esa casa destartalada dejabapensamientos de un futuro mejor,pensamientos de odio y de cariño. Allíquedaban momentos de intimidad con sumarido y momentos difíciles con algunosmiembros de la familia. Allí había

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nacido su hija y allí quedaba su hastaahora presente, y ya inmediato pasado.¿Qué podría ser peor que todo aquello?¿Qué le depararía el futuro? ¿Cabriaalgo peor? ¿Más sufrimiento y másnecesidad? ¿Dónde más?

Le resultó curioso. Hacia tan solounos días, su marido y ella estabanplaneando como salir de aquella casa, yhuir hasta Kabul, para comenzar allí unanueva vida. Pero no contaban con esteepisodio que sorprendió a todos.Querían salir de aquel lugar, pero no deaquella forma, y mucho menos paraacudir a un refugio.

Cuando María ya tenía anudado el

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bulto con la ropa y estaba a punto desalir corriendo, su mirada se posó enaquel trozo de cristal a modo de espejoque había encontrado en la frontera dePakistán con Afganistán, cuando sumarido le dijo que se cubriera el rostrocon el velo islámico para que parecierauna verdadera mujer afgana. Brillabatanto como aquella vez que decidiórecogerlo del suelo y meterlo en la bolsacon su ropa, sin saber por qué, sinmotivo aparente, solo obedeciendo a uninstinto irracional que le empujaba ahacerlo. Y aquella noche, volvió aobedecer a su instinto y recogió elfragmento de espejo que descansaba en

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una repisa del dormitorio, haciéndole unapretado hueco en el improvisadoequipaje.

—¿Sales o te saco yo, María? ¿Perose puede saber que haces? —le gritó sumarido como nunca lo había hecho.

María corrió hacia su marido. Nisiquiera se había dado cuenta del tonoque Nasrad había empleado paradirigirse a ella hacía unos segundos. Sumente estaba en otro sitio, y lo peor esque no sabía donde. Cuando salió de lacasa, vio como la oscuridad que lapresidia contrastaba con los haces de luzque parecían bajar del cielo, hasta elpunto de hacerle daño en los ojos. El

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horizonte estaba iluminado, pero no erandestellos fruto de la luz eléctrica, sinodel resplandor de los bombardeos.

María corría atropelladamentedetrás de su marido, que a su vez lohacía detrás del resto de la familia. Nisiquiera le pesaba el abultado equipajeque llevaba en su brazo izquierdo nisentía el peso de su hija Nuria, a la queabrazaba con fuerza con su brazoderecho. No sentía, ni padecía, nipensaba, ni era capaz de saber quepasaba. No había lugar para elraciocinio. María solo se dejaba llevar.Solo se dejaba hacer. Solo corría detrásde su marido.

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Cuando, con posterioridad, Maríarecordó estos momentos de huida haciael refugio, se veía a si misma comoaquellas imágenes de los judíoscorriendo mientras eran instigados,perseguidos y asesinados por los nazis.No dudo en comparar su imagensaliendo de la casa aquella noche con lade esa niña vietnamita que corría poruna carretera, completamente desnuda,con marcas en su cuerpo, cuando unavión de Vietnam del Sur bombardeocon napalm la población de Trang Bangel 8 de junio de 1972. No parecía esaniña ser consciente ni de su estado, ni desu situación ni de su lugar en el mundo.

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Y aquello también lo sintió María.Seguro que la misma mirada perdida

y sacada de la realidad que mostrabanlos judíos y la niña vietnamita enaquellos momentos era la misma miradaque lucía María en sus ojos.

Por fin llegaron al refugio.María no sabía cuanto había estado

corriendo desde la casa de sus suegroshasta llegar al escondite subterráneo.Solo distinguía que el corazón le iba amil por hora, que sus brazos ya nopodían soportar durante mucho mástiempo el peso que suponía su hija y losbártulos que había recogido de la casa, yque su respiración era tan rápida que

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creyó que caería fulminada allí mismo.Pero no lo hizo.

Su marido la empujo para queentrara deprisa en aquel agujero, y conella, sus hijos. María se quedó mirandoaquel orificio en la tierra. Era unaabertura oscura, negra, que no permitíauna visión más certera ni nítida quegarantizara cierta seguridad al final deaquel inmenso boquete en el suelo. Perono era el momento ni para hacerpreguntas ni para esperar respuestas. Yprácticamente María se arrojo, se dejocaer, ayudada por el inesperadoempujón de su marido, sin saber quepasaría en las próximas décimas de

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segundo. Tardo bastante en tocar suelofirme. Su bajada la hizo prácticamenterodando, golpeándose con las paredeshasta que llegó al final. Mientras sucuerpo parecía una pelota golpeándosecon todos los obstáculos que la bajadapresentaba, su mente le obsequio, algoque agradeció, con el recuerdo de Aliciabajando de la misma manera por elinterior del tronco de aquel árbol al quese asomo y cayo, mientras perseguía alconejo que tanta prisa tenía porque sureloj le mostraba que no llegaba a lahora acordada.

El golpe final que le advirtió queacababa de llegar al otro extremo del

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agujero saco a María de la escena deese cuento que había sido uno de susfavoritos cuando era niña. Ni era Aliciani desde luego estaba en el País de lasMaravillas.

Allí pudo ver que estaba el resto dela familia y algunas personas más quehabía visto en alguna ocasión pero queno sabía con seguridad quienes eran.Aunque, en ese momento, tampoco leinteresaba.

Se levanto María a la vez que elruido procedente de aquel agujero que lehizo retirarse con cierta rapidez,apartándose para dejar el camino libre,ya que temía que alguien más bajaba al

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refugio. Era Nasrad, su marido, que sinduda había bajado con más facilidad ymás apremio. Y con el, ya estaban todos.En total serían unas veinte o veinticincopersonas. Hombres, mujeres y niñosconviviendo en un espacio no muyamplio bajo tierra. Y lo harían durantevarias semanas, aunque ninguno losabía.

Esa primera noche fue una de lasmejores que recuerda María en elrefugio, porque el resto de los días y desus consecuentes noches fueron tanterribles como inolvidables. Aquellanoche estaban todos rendidos, agotadospor el miedo que se apoderaba de ellos,

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pequeños y mayores, agotados por elesfuerzo físico de las carreras y por eldesgaste psíquico que suponía el pánicoy la ignorancia del qué pasará ahora. Apesar de los bombardeos y del ruido queellos provocaban, muchos lograrondormir durante un par de horas. Otrospreferían estar sentados sin quitar lavista del suelo, y muchos optaron porrezar.

María busco abrigo físico y moral enlos brazos de Nasrad, que no dudo endárselo. Durante unos minutos, sepermitió el lujo de cerrar los ojos, sindejar de abrazar y amarrar con toda lafuerza de la que era capaz a sus dos

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hijos. En aquellos momentos pensó quesi una bomba les mataba en aquelpreciso instante, no le importaría mucho.Estarían juntos, y morirían de igualmanera. No cabía esperar nada mejor enesas circunstancias. Incluso imagino laescena, como solía hacer cuandoescuchaba los bombardeos a varioskilómetros de distancia desde la casa desus suegros, tumbada al lado de Nasrady escuchando su respiración profunda.

María se sentía rota, derrotada,cansada, desplomada y se conformabacon quedarse así, acurrucada junto a sumarido, sosteniendo a sus hijos en suregazo y abandonandose al cansancio y a

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la seguridad que en esos momentos ledaba esa inesperada estampa familiar.

Nadie comió aquella primera noche.Nadie habló lo suficiente para manteneruna conversación. Incluso nadie tuvofuerzas para llorar o lamentarse. Eldesasosiego y la turbación reinaban conpleno absolutismo en aquel sótano.

Pasadas unas horas, amaneció.María despertó despacio, poco a poco,tomándose el tiempo que necesitabamientras aclaraba sus dudas sobre suactual ubicación. Pronto se dio cuenta dedonde estaba, recordó la noche anteriory la manera en que entraron a aquelrefugio, que alguien construyo tiempos

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atrás por si la interminable guerra quevivía aquel país llegaba al pueblo, comohabía sucedido hacía unas horas. Maríase dio cuenta de que prácticamenteestaba en la misma situación en la que sequedó dormida la noche anterior, consus hijos bien cerca de ella. Pero prontodescubrió que algo faltaba con respectoa hacía unas horas. Su marido no estabaa su lado y en su lugar se encontraba elgran bulto de ropa que había recogidode su casa la noche anterior. A María laembargo el desasosiego de creer que asu marido le había sucedido algo. Tantofue así que abrió la boca para gritar elnombre de su marido, pero ningún

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sonido salió de ella. Lo intentaba perono podía. Quizá había perdido lacostumbre de gritar, pensó por unmomento María.

—¡Nasrad, Nasrad! —pudoescaparse por fin un grito de su garganta,mientras observaba el interior de aquelrefugio. ¡Nasrad!

—Estoy aquí, María, estoy aquí.Tranquila. He salido a por un poco deagua para que podáis beber tú y losniños. Pero ya estoy aquí —latranquilizo su marido.

María se tranquilizo como se caimánlos niños cuando les duelo algo y sumadre les acuna para que se les quite el

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dolor. Las palabras de su maridosurtieron el mismo efecto calmante,como de costumbre.

—Que susto, Nasrad. No te vuelvasa ir sin decirme nada. De hecho, no tevuelvas a ir, porque me puedo morir yoaquí sola.

—María, tendré que salir con elresto de los hombres a buscar agua yalimentos. Algo vamos a tener quecomer, ¿no te das cuenta?

—¿Pero cuanto vamos a estar aquí,Nasrad? —pregunto María temiéndoseque la respuesta no le iba a gustarmucho.

—No lo sé, María. Probablemente

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no mucho —le contesto su marido sinhacer coincidir su mirada con la de sumujer.

María no pudo dejar de recordar quela apreciación de su marido y laexpresión de su rostro era exactamentela misma que cuando casi dos años antesesperaban la bajada del niñotransportista con su equipaje, en el queiba el dinero y la documentación, y elpequeño comerciante no bajo nunca. Ypor supuesto, el equipaje tampoco.Ahora su marido, en aquel refugio, lucíala misma expresión y presumía de lamisma convicción en sus palabras:ninguna.

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No era el mejor momento paradejarse invadir por el pesimismo, peroMaría no veía muchas formas deconsuelo a su alrededor. Pudo entoncesobservar como era aquel lugar pordentro. La poca luz que reinaba allí nole permitió detenerse en muchosdetalles, pero pudo distinguir que aquellugar no tendría más de 70 metroscuadrados por dos de altura. Tampocopudo María calcularlo demasiado bienporque había demasiada gente allímetida.

Pero pudo ver que alguien habíadelimitado un lugar para cada núcleofamiliar y en el centra se había colocado

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un lugar común donde poder preparar lacomida y lavar la ropa.

Observo que las mujeres seorganizaban como podían en un espaciotan reducido. Parecían hormigas,pensaba María. Iban delimitando supequeño terreno, realmente estrecho yoprimido, agrupando las mantas y laropa de su familia a un lado y algún queotro utensilio de cocina para la comida yel jabón para lavar la ropa, en el otrolado.

Por tanto, como se afanaban paraque todo tuviese un sitio y un lugar,María llegó a la conclusión de que suestancia en aquel lugar no iba a ser cosa

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de dos días. Más bien al contrario. Seprometió a ella misma no preguntarnunca más cuanto tiempo tendrían quequedarse allí metidos. Prefería laonírica duda a la cruda certeza.

Su ejercicio de observación eindagación por el interior del refugio fueinterrumpido por su marido, que seacerco a ella con un poco de te calientey de pan para ella y sus hijos.

—El pan está un poco duro, pero lomojáis en el te y listo. Tampoco esmucho, porque los alimentos sonescasos. Vamos a tener que salir a verque encontramos. No hay más remedio—dijo Nasrad.

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Las palabras de Nasrad a María semostraron en toda su crudeza a medidaque iban pasando los días. María sequedaba con sus hijos durante todo eldía en aquel refugio mientras su marido,como el resto de hombres, volvían alagujero por la noche, cuando unosacababan sus turnos de vigilancia y elresto se encargaba de traer todo lo quehabía podido encontrar para comer en susalida al exterior: algo de harina, arroz,judías, y sobre todo agua para podercocinar. Cocinar y poco más, porque pormucho que María intentó destinar algode esa agua para uso personal y paraactividades destinadas a la higiene

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personal, no obtuvo muchos apoyos. Loimportante era sobrevivir y no bañarseni lavar la ropa, al menos todas lassemanas.

María se sentía incomoda ante esedesprecio por el aseo personal. Yadebía haberse acostumbrado, pero se leantojaba harto difícil. No quería que sushijos se parecieran al resto de los niñosde aquel lugar, siempre sucios, oliendomal y con restos de todo tipo deelementos orgánicos en sus manos, ensus pies y sobre sus caras. María seafanaba por intentar peinarles, aunquefuera con las manos, bañarles aunquefuera por partes, que su ropa no

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desprendiera el hedor profundo y casifétido que desprendía la vestimenta delos demás. Pero cada día lo tenía máscomplicado. Solo tenía una pastilla dejabón y a estas alturas, tenía que hacerverdaderos milagros para que lograradar de si y atender tantas necesidades.Cuando la pastilla era tan fina que casihacía imposible sumergirla en el aguaporque desaparecería en cuestión desegundos, María intentó rallarla, paraaprovecharla más. Lo hizo y consiguióobtener un racimo de virutas de jabón.Con una de ellas, decidió darse uncapricho. Ya estaba bien denecesidades, también se lo merecía. Esa

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se la dedico a ella.Busco como quien busca un tesoro el

trozo de vidrio a modo de espejo queencontró mientras se cambiaba de ropaen el descampado cercano a la fronteracon Pakistán y que no olvido meter en elequipaje cuando salió corriendo de lacasa de sus suegros. Lo limpio bien conla ropa que llevaba encima, y como noquedó demasiada limpia la superficie,porque su vestido tampoco era unprodigio de limpieza, decidió frotarlo unpoco con el bajo del burka. «Es curioso,e l burka va a servir para algo más, almenos en este agujero», se sonrió Maríaal descubrirse con este pensamiento.

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Cuando la superficie limpia yapermitía ver su imagen en el espejo,María, estando lo suficientementearrinconada para evitar mirada intrusasy seguramente inquisidoras, se lo acercoal rostro.

Al principio, se asusto de ver laimagen de su cara que le devolvía elespejo, pero no bajo el espejo comopensó hacer en los primeros instantes.Llevaba muchos meses sin observarseen ningún espejo, y no presentaba unaimagen muy favorecida. Aunqueintentaba lavarse todos los días la cara,al menos la cara, no siempre loconseguía. Pero no era suciedad lo que

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veía en su rostro. Era sufrimiento, faltade alimentación, cansancio, desgana,debilidad. Era como si aquel refugio lehubiese puesto veinte años encima. Seveía extraña, desconocida, pero sinembargo, lograba reconocerse bajo esasojeras, ese tono de piel amarilloverdoso que lograba lucir por la falta deaire y de sol, esos labios secos y sincolor que dejaban leer la malnutriciónque arrastraba durante años y esasensación entre sequedad y tirantez quesentía en toda la cara. Era ella sin duda,era la mujer que amaba a su marido yque por eso podía soportar y soportaríatodo lo que se le viniera encima.

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María movió un poco el espejohacia arriba y hacia abajo, lodesplazaba con su mano a la izquierda ya la derecha hasta que logróacostumbrarse a esa imagen. Se pasó lamano derecha por la cara, para dar fe deque todo lo que allí veía era suyo. Sindejar de sostener el espejo con su manoizquierda, María se introdujo los dedosen la boca y los chupo hasta que en ellosquedó la suficiente saliva para intentarlimpiar su cara y devolverle algo delesplendor que había tenido siempre,desde pequeña, cuando todo el mundo ledecía «¡qué cara de salud tienes,María!».

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Cogió una minúscula parte de laviruta de jabón que acababa de extraerde lo que quedaba de pastilla e intentódeshacerla entre sus dedos. Con ellos sefroto la frente, bajo hasta los ojos, sepeino con el dedo anular las cejas, semarco las aletas de la nariz, bordeo labarbilla para terminar en su cuello. Asíuna y otra vez, hasta que la virutadesapareció del todo.

Luego se atuso el cabello,escondiéndolo del todo bajo el pañuelo.Volvió a recorrer con el espejo loscuatro puntos cardinales y si no quedótotalmente satisfecha, si sabía que habíalogrado mejorar su imagen, o al menos

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así lo sentía.Volvió a dejar el espejo en su sitio,

que no era otro que un lugar escondidodonde nadie pudiera encontrarlo. Lohabía guardado entre una de lasdobleces del burka. Allí nadie loencontraría y como dentro de aquelagujero ninguna mujer se lo ponía,excepto alguna de mayor edad, estaba,sin duda, a buen recaudo.

Las mujeres pasaban las horas deldía rezando, bordando, cocinando yhaciendo pan. Y por supuesto,ocupándose de los hijos. María no tardomucho en entender que tenía queconvertirse en una de ellas, que tenía

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que hacer las mismas cosas que hacíanaquellas mujeres si quería sobrevivir enaquel lugar y no volverse loca. Y sobretodo, necesitaba que sus acciones fueranlas mismas porque necesitaba que latrataran como a una más. Necesitaba queaquellas mujeres le dieran cariño,atenciones, a ella y a sus hijos. Porquetodos estaban hambrientos también dededicación y de cuidados. Al estar sumarido todo el día fuera buscando lamanera de traer alimentos, María estabasola con sus hijos, y allí dentro solotenía a sus cuñadas y a sus sobrinascomo aliadas. El resto erandesconocidas. Y luego, también, estaba

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su suegra. Pero era como si no estuviera.Sabía que con ella no podía contar.

Allí María aprendió a bordar y acoser como nunca antes lo había hecho.No era algo que le hubiese gustado oatraído nunca, pero en aquel momento nole quedaba más remedio si quería crearnuevos vínculos. Recordaba como depequeña sus tías de Barcelona y deCiudad Real bordaban las toallas y lassabanas, y le explicaban como a ellas enel colegio las monjas les habíanenseñado a realizar esas labores delhogar, y como hacía muchos años erantrabajos obligados para todas lasjovencitas de bien que quisieran

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contraer matrimonio. De boca de sustías, este argumento siempre le habíaparecido a María una antigüedad, pero através de sus ojos, casi treinta años mástarde, a María le parecía todo menosarcaico.

María preparaba pan, bordaba,cosía, lavaba la ropa como podía —quenormalmente era mal—, rezaba, sobretodo con su marido, jugaba con losniños, hablaba con sus cuñadas y por lanoche, cuando su marido regresaba y nole tocaba tarea de vigilancia, hablabacon el sobre como estaban las cosas porahí arriba. Era entonces cuando María,al hilo de las cosas que le iba contando

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Nasrad, sentía pena no ya por susituación, sino por el país. No podíaentender como un país rico podíaencontrarse en aquellas condiciones porel hacer descontrolado e impune de losseñores de la guerra. Siempre recordabauna frase que solía decir la gente afgana:que el ombligo de Afganistán estabaestropeado y que siempre iba a estar enuna situación mala y precaria. Que notenía remedio. Que ya era demasiadotarde para encontrar una solución porqueel tumor se había convertido enmetástasis y el enfermo no tenía mássolución que la muerte.

Una noche Nasrad llegó ofuscado. El

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día no había sido productivo y llegabaenfadado con el mundo y consigomismo. María le intentó calmar, cuidar yatenderle lo mejor posible dentro de susposibilidades. Notaba de que maneraaquel lugar les afectaba y habíatrastocado su convivencia. No su amor,pero si sus muestras de cariño. Cenaronlo poco que había, un tazón de aguahirviendo con lo que parecía un guiso abase de tierra y hierbas, y tres o cuatrojudías flotando en la superficie. Todoacompañado con un poco de pan. En esoconsistía el menú. Cuando había suerte yencontraban judías.

Cuando María termino de fregar los

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recipientes donde comían, una actividadque consistía en meter cada cuenco en unbarril lleno de agua sucia y acumuladadurante días, sacudirlo y secarlo, bien alaire o con algún trapo, se tumbo al ladode su marido. Esta noche no habíamuchas ganas de conversación y Maríano quiso insistir. No estaba el hornopara bollos, nunca mejor dicho.

Cuando ya estaba a punto devencerle el sueño, la voz grave de sumarido, esta vez en forma de susurro, lasaco del estado de semiinconsciencia enel que se encontraba.

—Tenemos que irnos de este lugar—dijo Nasrad.

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María abrió los ojos y mantuvo larespiración durante unos instantes. Noquiso decir ni preguntar nada. Solo sequedó mirando fijamente un mismopunto del techo de aquel refugio. Intuíaque su marido continuaría hablando.Sospechaba, más bien deseaba, que asílo hiciera. Por unos segundos y dado elsilencio que mantenía su marido, pensóque no había dicho nada y que se lohabía imaginado o soñado. Pero no fueasí. Nasrad continuó hablándole demanera suave pero convencida.

—No podemos quedarnos mástiempo. Esto puede durar años, si nosiglos. Tengo que sacaros de aquí a ti y

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a nuestros hijos. Yo soy el culpable deque estés aquí y ya no puedo permitirlodurante más tiempo.

Fue entonces cuando María cambióde posición y situó sus ojos a la alturade los de su marido, en serial deatención, como queriéndole decir«continúa hablando, que te escucho».

—Y ¿qué has pensado, Nasrad?¿Cómo vamos a salir de aquí sin que nosmaten?

—Caminando. De noche. Sin ningúnequipaje, Sin ningún bártulo.Caminaremos bien hacia Pakistán ohacia Irán, y llegaremos andando a lafrontera, adonde pasaremos y nos

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convertiremos en refugiados.—¿Y los niños?—Sería demasiado peligroso para

ellos. He pensado en dejarles con mifamilia. Ellos se ocuparan.

—No, Nasrad. Yo no dejo a mishijos en este lugar y con esta gente. Yperdona. Pero no me voy sin mis hijos,como tampoco me iría sin ti. Ya lo hiceuna vez, y mira de lo que me sirvió. Denada. Y no quiero que vuelva a suceder.O nos vamos todos o no nos vamosninguno.

—Solo hay un problema —apuntóNasrad.

—¿Cuál?

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—Si te conviertes en refugiada, yano tendrás derecho ni opción a tunacionalidad española. Quiero decir queserá mucho más difícil demostrarlo.Pero es que no veo otra solución. Todoesto nos va a matar. Vivimos comocomadrejas. Peor.

María vio que el castillo de naipesque su marido había construido para ellase desmoronaba cuando escuchó lapalabra refugiada. Esta era una piezaque no encajaba bien en sus planes.María había pasado por todos losestados de ánimo: desde la ilusión desalir pronto de Afganistán y volver a suvida tranquila y apacible en Londres,

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hasta la aceptación de la realidad quesuponía verse como una más en aquelpaís y tener la convicción de que nuncamás saldría de Afganistán y que se haríavieja en aquella tierra. Pero convertirseen refugiada significaba que ni siquieratendría la más mínima posibilidad deintentarlo, de probar suerte. Y eso erademasiado. Eso era apagar la únicabrizna de esperanza con la que sepermitía sonar para recomponersecuando la depresión llamaba a la puerta.

No hizo falta que María le explicaraa su marido que aquello no era lo másadecuado, al menos de momento. Lemostró sus dudas, sus miedos y sus

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preocupaciones, y Nasrad las entendió.Al menos así se lo hizo saber.

No volvieron a hablar más del tema.Era como si existiera un pacto desilencio entre ellos que les advertía deque ese asunto no figuraba entre lostemas de conversación porque noconvenía. Les dolía demasiado a losdos. A el, porque seguía culpándose deque María estuviese en aquellasituación, en aquel refugio sucio,maloliente, poco saludable,tercermundista, y situado en mitad de laguerra, un conflicto bélico que a ella nile iba ni le venía. Y a María le rompíade dolor porque no soportaba ver así a

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su marido en ese estado. No quería queel cargara con el peso de la culpaporque la decisión de acompañarle en suviaje a Afganistán fue suya y nada másque suya. Sufría cuando veía a su maridosufrir. Porque Nasrad no estabadigiriendo bien todo aquello. Su maridono era como los demás, su preparaciónera otra y sus miras futuras se mostrabanmás amplias que las del resto de los allípresentes. No estaba de acuerdo con eltrato que en su país se daba a la mujer,ni a los hombres. No soportaba la ideade que sus hijos se criaran y crecierancomo el resto de los niños afganos, a losque se les negaba la posibilidad de un

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futuro mejor o, sencillamente, se lesimpedía llegar con vida a la edad adulta.No compartía la política de los señoresde la guerra, las interpretacionesradicales que del islam hacían muchospor puro interés económico, político osocial, o por liana maldad, y menos aúnpodía tolerarlo cuando se trataba de sufamilia, de María. Y de sus hijos.

No se volvió a comentar nada sobrela posibilidad de escaparse, de huirhacia la frontera con Pakistán o con Irán.No se habló, pero los dos pasaronnoches enteras en vela pensando sobreaquello. Los dos lo sabían porque sesentían despiertos, pero ninguno lo

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compartió con el otro. No hacía falta.Ya estaba todo hablado.

Los días iban pasando, aunque eltiempo parecía haberse detenido dentrode ese refugio. Había días en los que nose escuchaba un solo avión, y eloptimismo y el buen humor reinabanentre todos los allí presentes. Pero noera bueno fiarse. Muchas veces, esesilencio de la guerra solo representabauna trampa. En esos días de calmatramposa y embustera, alguna de lasmujeres se confiaba y decidía salir delrefugio con su hijo, para que le diera unpoco el aire o para que pudiera hacersus necesidades fuera de allí. Se

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acercaba con cautela al orificio desalida del refugio y con mucho sigilotanteaba que tal estaba el exterior.Cuando todo se mostraba aparentementetranquilo, la mujer se confiaba y seasomaba al exterior con su hijo. Pero laprudencia demostrada por la mujer noservia de nada porque enseguida se oíael eléctrico silbido de disparos, o lasexplosiones aún más fuertes, que hacíanretroceder a la mujer y a su hijos, quevolvían más asustados, llorando y alborde de la histeria.

Así pasaba el tiempo para María,escondida en aquel refugio con sufamilia y con lo que no era familia. Los

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días se le hacían interminables en aquelagujero. El tiempo no era real, las horasle pesaban y los minutos se hacíaneternos. María no lograba dominar elpaso del tiempo en aquel lugar, noentendía lo que le pasaba, pero sentíaque se ahogaba. Cuando el trabajo se lopermitía, María se quedaba absortaobservando la entrada y salida delrefugio. Miraba aquel agujero como siestuviera hipnotizada, poseída.Cualquiera que la viera pensaría que sehabía vuelto loca.

El olor era insoportable: una mezclade suciedad, humanidad, restos decomida y de necesidades fisiológicas

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que no se podían hacer en el exteriorporque el peligro de un ataque inminentelo impedía. No siempre podía salir delrefugio para poder ir al baño porque nosiempre era seguro y cuando se podía,había que hacerlo con mucho cuidado, aescondidas y con tal cuidado ysecretismo que muchas veces, enespecial los niños, no podían soportartanta tensión y se lo hacían encima.

Aquello, sin duda, dificultaba laconvivencia. Por la noche era difícilconciliar el sueno y por el día lo era aúnmás concentrarse en cualquier actividad.

La intimidad era imposible allídentro, y las desavenencias entre unos y

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otros lo hacían aún más complicado.Entonces era mejor no meterse endiscusiones ajenas, dejarlo correr, pormucha tensión que se acumulara en unlugar tan reducido.

Lo peor era cuando los niños nopodían más y se pasaban horas llorando.No había forma de calmarles y, al final,se les dejaba hasta que cayeran agotadospor el llanto. También les sucedía a lasmujeres. Y por supuesto, a María.

En los últimos días la abordaba unpensamiento que no lograba quitarse dela cabeza: que sus días terminarían enese lugar. Que moriría en ese refugio yno precisamente de vieja. Y que nunca

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más volvería a su tierra, ni vería a sufamilia, ni a su padre, ni a sus hermanas,ni pisaría Londres, ni volvería aCanadá. Que a los veintidós años suvida se acababa.

Esos pensamientos se acrecentaban ycobraban mayor dosis de credibilidadcuando escuchaba sobrevolar avionessobre el refugio y advertía con claridadel tronar de las bombas. En esemomento, María se abrazaba a sus hijosy rezaba. Rezaba por dentro y lloraba.Lloraba por fuera. No podía dejar derezar para que a su marido no leocurriera nada, para que no muriera aconsecuencia de aquella guerra, para

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que ninguna bomba le sesgara la vida, oque ningún disparo acabara con suexistencia. María suplicaba a su Diosque si así fuera y su marido muriera, sela llevara a ella por delante. Quemurieran juntos. Que les mataran a losdos. De esa manera no tendríaproblemas. Sus hijos quedarían amerced de la familia, que los acogería ysobrevivirían.

Pero si a su marido le pasara algomientras estaba allí fuera, todo sevendría abajo. Ella no hubiese sabidovivir. Ni hubiese sabido ni hubiesequerido. Porque entonces si que nohabría más salida para ella ni para sus

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hijos. Nadie allí dentro iba apreocuparse por ella, siendo viuda,extranjera y con dos hijos. Larepudiarían, la abandonarían, laignorarían y nadie se ocuparía de ellas.Por supuesto que sus cuñados seinteresarían por ella, pero solo alprincipio. Así era aquel país. Y así erala vida que tenía. Esa era su ley. Y ellano iba a cambiarla. Antes la matarían.

Así pasaron casi una semana: enaquel claustrofóbico agujero, con faltade alimentos y de agua, esperando lamuerte más que la vida.

Una mañana, cuando María seencontraba amasando la harina con el

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agua para preparar el pan para lacomida, la sorprendió la tempranallegada de Nasrad. No sabía que horaera, pero hacía bien poco que se habíaido a buscar comida y agua con el restode los hombres. Venía acalorado y tannervioso que su estado casi no lepermitía pronunciar palabra. Cuandollegó donde estaba María, tuvo quetomarse su tiempo para recuperar surespiración normal.

—¿Qué pasa, Nasrad? ¿Por quévienes así y por qué vienes tan pronto?¿Qué ha pasado?

—Que nos vamos, María —pudodecir a duras penas Nasrad. Que recojas

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lo que sea, da igual, pero nos vamos.—¿Dónde nos vamos? —pregunto

María, que no sabía si alegrarse ante laposibilidad de irse, o temerse lo peor alconocer cual sería el destino al queirían.

—Nos vamos, María. Pero nosvamos de verdad. Estaremos un par dedías en casa de mis padres, ¡y luego nosiremos a Kabul! A Kabul, María. ¡AKabul! Y esta vez te juro que serádiferente. Esta vez si que conseguiremosalgo —Nasrad estaba decidido yprosiguió con su estrategia: Pero nopodéis decirle nada a nadie. Nosinventaremos que la niña está mala,

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porque lleva varios días tosiendo, y quela llevamos al medico a Kabul. Yentonces será nuestra oportunidad.Puede que nuestra suerte cambie. Tupuedes volver a intentarlo con laembajada, puede que ahora si te den unasolución para poder salir de aquí. Y ami y a los niños. Puede que esta veztengamos otra estrella, María.

—Pero, Nasrad, si no podemos salirde este agujero, ¿cómo nos vamos a ir aKabul?

—Nos han dicho arriba que losbombardeos han cesado y que lasituación se ha normalizado. Quepodemos abandonar el refugio.

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—Pero, Nasrad, ¿y que hacemos enKabul? ¿Cómo vamos a sobrevivir,donde vamos a vivir? ¿Acaso norecuerdas nuestro ultimo viaje a lacapital? —preguntaba María mientrasvolvía a preparar el extraño y amorfomacuto que solía preparar cuando teníanque salir corriendo.

—Lo recuerdo perfectamente,María. No tuvimos suerte, eso es todo.Hay que intentarlo de nuevo. Quizáfueron las prisas o el estado en el quenos encontrábamos. Ahora tiene que serdistinto, María. Ahora tenemos queconseguirlo. Mira, allí tengo a mihermana y además tengo amigos que nos

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podrán echar una mano. Lo importantees que nos vamos, María. Que esto se hacalmado y que nos vamos sin perder mástiempo. ¿Pero no te alegras? —la miróextrañado su marido.

—Pero, Nasrad, ¿cómo no me voy aalegrar, si estoy como loca? Pero es queya no sé qué pensar. No quieroilusionarme —dijo María paraenseguida cambiar de tono y dejar verun gesto de alegría en todo su rostro, queahora aparecía presidido por una gransonrisa. Pero claro que me alegro,Nasrad. Mucho, mucho. Y claro quevamos a tener suerte. Ya está bien.Ahora si, Nasrad.

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María se abrazo a su marido. En esemomento le dio igual que estuviera gentemirando o que se escandalizaran; yaestaba bien de matar tantos impulsos, decontener tantas emociones, deestrangular las muestras de amor y decariño. Ya lo había hecho durantedemasiado tiempo, y se merecía, almenos ese día, un poco de libertademocional.

No duro mucho la explosión deafecto, la verdad, porque no era el lugarni era el momento, como venía siendohabitual desde que puso un pie enAfganistán. María recogió deprisa laspocas cosas que había llevado al refugio

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cuando los bombardeos les hicieronsalir corriendo de la casa. No tardomucho, no sabía si era por las ganas desalir de allí o porque tampoco habíamucho que rescatar de aquella estancia.Ropa para los niños, mantas y su burka,porque ahora si le haría falta. Cuando locogió para meterlo en el macuto, Maríaescuchó caer algo. Era aquel vidrio amodo de espejo que había escondido enaquella prenda, dado el poco uso qued e l burka hizo en todo este tiempoescondida bajo tierra. No sabía por qué,pero aquello siempre la acompañaba ensus desplazamientos. No entendía larazón, si era a modo de amuleto o en

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previsión de que se convirtiera en algoútil, pero no podía dejarlo abandonado,tirado en aquel refugio, como le habíapasado ya en otras ocasiones. Así que,esta vez, también lo metió entre suspertenencias.

—Y sobre todo, recuerda: no ledigas a nadie nuestras intenciones. Quenadie sepa que nos vamos a Kabul.Sería peligroso —le volvió a repetir sumarido.

María asintió con la cabeza. Se vio asi misma como una niña obediente y lehizo gracia. Siempre había sido unacontestataria, siempre llevaba hasta elfinal su máxima «de que se trata, que me

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opongo», siempre tenía un no en la bocaante cualquier consejo que recibiera, enespecial si procedía de alguien de sufamilia, como su padre o alguna de sushermanas. No le gustaba acatar órdenes,ni siquiera recomendaciones. Y ahora,tenía que verse para poder creérselo.«Este tipo de cosas siempre le pasa a lagente como yo». Pero María estabacontenta. No pensaba ensuciar nideprimir su estado de ánimo con estetipo de pensamientos. Ya habría tiempopara hacerlo. Ahora la invadía unaráfaga de alegría, de serenidad, y nuncapensó que por volver a casa de sussuegros tendría semejante sensación.

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Tenía la impresión de que la sonrisa nopodía borrársela del rostro, y tuvocuidado, no fuese a haber alguien que nole gustara ni entendiera el brote defelicidad repentino en su cara.

Al llegar a la casa de los suegros,vieron que todo estaba aún peor decomo lo dejaron. La suciedad campaba asus anchas y el abandono del domicilioera evidente. Nadie había entrado adestruir nada, porque ni había nada paradestruir ni era el lugar ideal paraasentarse. Lo único que podría haberpasado es que la casa hubiese caídoderrumbada a consecuencia del efectode una bomba, pero hubo suerte. Las

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cuatro paredes estaban en pie y lo únicoque tuvieron que hacer las mujeres fuelimpiar el suelo, los trastos que aúnquedaban esparcidos por aquel lugar eintentar hacer desaparecer el polvo y laarena que parecía que se comían la casa.

Por la noche, María estaba agotada.No podía más. No tenía fuerzas ni paracomer ni para conversar con suscuñadas, ni siquiera para responder alos desaires de su suegra. «Increíble —pensaba María, a esta mujer no leapacigua ni una guerra, ni unbombardeo, ni el encierro en un agujerobajo la tierra». Por un momento sintiópena por ella. «¿No habrá sido feliz

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nunca?» Pero nada de esto le afectabaesa noche a María. Sabía que iba adormir bien, ya que el agarrotamientoque sentía en los músculos,especialmente en la espalda y en laspiernas, iban a actuar como unsomnífero. Y así lo hicieron. Además,María tenía cosas más importantes enlas que pensar: Kabul. Su nueva vida. Ysobre todo: su oportunidad de reanudarlos tramites para conseguir su pasaporte.Quizá esta vez podría ser posible.

Aquella noche, por primera vezdesde hacía mucho tiempo, soñó con supadre.

A los pocos días de haber salido del

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refugio, María se despertó escuchandovoces. Procedían de otra habitación ypudo reconocer que esas vocespertenecían a su marido y a su suegra.No discutían, no se peleaban, noutilizaban un tono elevado. No parecíaque estuvieran enfadados. Pero Maríatuvo la impresión de que se trataba dealgo importante. Se incorporó y caminodespacio y con cuidado para no sersorprendida. Dio unos pasos hacia lapared que comunicaba con la otrahabitación donde se encontraban sumarido y su suegra, y se quedó parada,mirando aquella sucia y horrorosa tela amodo de cortina que había en la puerta y

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que servia de separador, y aplicándoseen la escucha lo más que lascircunstancias le permitían.

—Será solo un par de días, comomucho, madre —le explicabatranquilamente Nasrad. Estoypreocupado por la niña. Hace muchoque tose, y hace un ruido muy extraño.Algunas veces tiene fiebre, no come y esnecesario que la vea un medico. Y yaaprovecho y que vea también al niño.Así nos quedaremos todos tranquilos.Además, después de todo el tiempo quepasamos en el refugio, es más queconveniente.

—¿Y tiene que ir tu mujer también?

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La verdad es que aquí hacen falta manospara trabajar y me vendrían muy bien lassuyas. ¿No puedes ir tú solo con losniños a Kabul y que ella se quede aquí?Así volverás más pronto.

—No, madre. María tiene que venir.Por los niños y por mi. Pero volveremospronto. Ya le digo que será cuestión dedos días, tres a lo sumo.

—No me gusta demasiado, Nasrad.No me gusta que, con lo que acabamosde pasar, te vayas con tu mujer y tushijos a Kabul. ¿Y si te pasa algo? ¿Quéserá de nosotros? —dijo su madre,utilizando un tono de reproche, lejos decualquier atisbo de preocupación por la

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suerte que su hijo podría correr.—No nos va a pasar nada, madre. Y

no hay más que hablar. La niña está malay necesita un medico. Nos vamosmañana. Mejor que lo aceptes y nocompliques las cosas —dijo.

A María le seguía haciendo graciapero a la vez no dejaba de irritarle laactitud de complacencia que su maridomostraba ante su madre. Era como situviera nueve años y tuviera queengañarla para poder salir a jugar alparque, convenciéndola de que ya habíahecho los deberes y de que estabanperfectos. Sabía que su marido quería asu madre, y por eso ella lo había

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intentado de todas las formas y manerasposibles. Pero su suegra se lo habíapuesto, más que difícil, imposible. Ellapodía entender que la madre de Nasradle quisiera para ella sola, y quecualquier mujer le parecierainsuficiente. Pero es que en el caso de susuegra, esto no podía ser más verdad:María le parecía poca mujer porquequería que su hijo tuviera muchas más,un auténtico harén. Y lo quería porqueasí las esposas de su marido seconvertirían en sus criadas, y laayudarían en casa y les podría hacertrabajar, humillar, servirse de ellascomo a ella le gustaba hacer con todas

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las que pasaban por sus manos.María no podrá olvidarse nunca de

aquella mujer que desde pequeña estabadestinada a casarse con Nasrad y que apesar de que este le explicó que nopodía ser, que ya había contraídomatrimonio con otra mujer, unaespañola, y que, por lo tanto, ella erauna mujer totalmente libre para hacer suvida y casarse con otro hombre afgano,nadie lo entendió así. Esa mujer seguíaesperando que su marido se dignara atomarla como esposa y todo lo que esoconlleva. Y aunque ella se hubiesehecho a la idea y hubiese queridoencontrar a otro hombre, el poblado no

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se lo permitía, no lo aceptaría.La verdad es que a María le daba

pena aquella mujer. Era una pobrevictima de la sociedad machista en laque vivía y cargaría con ese estigmatoda su vida. De nada le sirvió el dineroque la familia de Nasrad tuviera quepagar en concepto de daños y perjuiciosa la joven por no haberse convertidofinalmente en la esposa de Nasrad. Eldinero no pudo comprar la mentalidadde todos los vecinos que la señalaban,que murmuraban a su paso y que inclusose atrevían a despreciarla por no habersabido mantener la promesa dematrimonio del que iba a ser su marido.

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Y ni que decir tiene que la madre deNasrad nunca perdono a María que porsu culpa, por alguien tan endeble, pocotrabajadora, rara y extraña a sus ojos,ella no pudiera tener otra sirvienta a laque llamar nuera.

María volvió sobre sus pasos. Noquería que su marido creyera que estabaespiando lo que hablaba con su madre,aunque así fuera. Cuando su maridoentró en la habitación, María estabadoblando las mantas sobre las quedormían todas las noches. Y no pudoevitar la pregunta que echó por tierratodo el disimulo que estabadesplegando, de manera torpe.

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—¿Cómo se lo ha tomado? —pregunto María.

—Como habrás escuchado… —Nasrad alargó la última sílaba sin poderevitar una sonrisa—, como habrásescuchado, no le ha quedado otroremedio. Creo que no sospecha nada.Solo le molesta que nos vayamos, y esoque no sabe que es para quedarnos. Ytienes que tener cuidado, María, no se tepuede escapar ni con mis hermanas nicon mis sobrinas. Y tampoco se lo digasa los niños, porque a ellos si que sinninguna maldad se les puede escapar —Nasrad dejó de hablar, y miró a María—: ¿Y tú cómo estas?

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—Nerviosa. Atolondrada.Impaciente… pero feliz, Nasrad. Estoycontenta de estar contigo y no mearrepiento de nada de lo que he hecho.Es más, lo volvería a hacer a pesar detodo lo que hemos vivido.

Nasrad la miró con el mismo amor yla misma dulzura que cuando se tomaronaquel primer café en una terraza delCovent Garden, flanqueados por el calorartificial de las estufas enormes queaquel año eran el ultimo grito enambientación en la capital británica, yaquella primera dosis de cafeína que lescondujo al primer beso. Acaricio a sumujer la cara, una y otra vez, y volvió a

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besarla. María correspondió y cerró losojos. Nunca pensó que por un hombredaría tanto y renunciaría a tanto. Y sinembargo, ahí estaba ella. Protagonistade una historia que cuando contara a susnietos no se la creerían. Claro que antesse la debía contar a su familia, y eso ibaa ser más difícil. No tenía todavía muyorganizado como lo haría, pero intuíaque lo tendría que hacer pronto.

La jornada previa a la huida a Kabul—así había decidido llamarlo Maríadentro de su cabeza— transcurrió comocualquier otro día, excepto porqueMaría habló menos de lo normal. Seguroque por miedo a que algo se le escapara

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e hiciera añicos el plan que tanto lamotivaba. En el patio, mientras lasmujeres lavaban la ropa en un barreño,su sobrina Motau le llegó a preguntar sile ocurría algo, porque la notabadistante, demasiado silenciosa para loque solía ser ella.

—No me pasa nada, no tepreocupes. Estoy bien. Solo un pocopreocupada por la niña. No se le quita latos, le suenan los bronquios y la veo conesos ojitos que, la verdad, no sé qué leocurre —mintió María a su sobrinapreferida, pensando que en unos días,cuando viera que no regresaba,entendería lo que le ocurría. Estoy

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deseando que la vea el medico y noscuente, Motau. Eso es todo.

—Claro, mujer, si es normal. Perono te preocupes. Veras que no es nada, ycuando menos te los esperes, estarácorriendo de nuevo por aquí.

Eso era justo lo que María noquería. Y su media sonrisa, acompañadade su característico soplido nasal, loevidenciaba. Era lo ultimo que queríaver María: a su hija corriendo en la casade sus suegros y ella viéndolo, mientraslavaba más ropa junto a sus cuñadas ybajo la atenta mirada inquisidora de susuegra.

—Seguro que si —respondió María.

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Seguro que si.Madrugaron, como siempre, para

poder llegar con tiempo a Kabul. Elviaje era largo y el hermano de Nasradse había ofrecido a llevarles. Elestómago de María ni siquiera pudoabrirse para dar cabida al te mañaneroacompañado por algo de pan reciénhecho, aunque intentó disimular la apatíamojándose los labios. El pan decidiódárselo a sus hijos, que a esas horastampoco estaban demasiado deseosos decomer nada. Así que Nasrad decidióaumentar su dosis de desayuno para nolevantar sospechas.

Después de despedirse de todos, y

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de tomar nota de algunos encargos desus familiares, sobre todo de comida,pero también de trozos de tela quepidieron encarecidamente sus hermanaspara poder confeccionarse algún vestidonuevo, su marido termino de meter lascosas en el coche. No había mucho quemeter, pero justificaron llevar más ropade la cuenta, por si el frio les sorprendíaen Kabul.

Cuanto menos faltaba paramarcharse, más nerviosa se mostrabaMaría. No podía evitar que su mentejugueteara maquiavelicamente conposibles complicaciones que impidieransu salida: «Y si ahora no arranca el

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coche, y si ahora mi suegra finge queestá enferma, y si la niña deja de toser ysi nos bombardean de nuevo, y si se meescapa algo a última hora, y si…».Menos mal que el burka impedía ver elrostro desencajado de María. Nunca sealegro tanto de ponérselo como en aquelmomento. A alguno le extrañó que se lopusiera tan rápido, sin ni siquiera habersalido del recinto, pero imaginarían queMaría por fin se había acostumbrado yamoldado a la vida de la mujer afgana.

Cuando María oyó el motor enmarcha del coche de su cuñado, le sonóa música celestial. Nunca se habíafijado en lo mal que sonaba, en el

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desagradable olor a gasolina quemada yen los continuos movimientos bruscosque presentaba el coche para lospasajeros, como si se fuera a calar encualquier momento o a perder todas suspiezas. Pero no le importó. En aquelmomento no lo hubiera cambiado porningún otro vehículo de gran cilindrada.Era su particular carroza. Era lacalabaza convertida en carruaje de lujo.Era su vehículo hacia una nuevaoportunidad.

María se esforzó en mirar conatención todo lo que iba dejando a suespalda, deseaba que todo aquelloquedara archivado y guardado en el

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disco duro de su cabeza y que tuvieraque recurrir a él si quería alguna vezrecordar aquella etapa. Era como unamanera de asegurarse de que no volveríamás a pisar esa tierra, ni volvería avivir en esa casa, ni tendría que ir más apor agua, ni encender más el fuego. Porun momento María cerró los ojos,porque ya no quería más información, yatenía bastante, no quería saturar esedisco duro. Nasrad la observo por elespejo retrovisor del coche y creyó queestaba dormida. Se alegro. «Mejor quedescanse ahora, por lo que podamosencontrarnos en Kabul».

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TERCERA PARTE— ESTANCIA EN

KABUL —

Tardaron más de seis horas en llegar ala capital afgana. María observaba todoaquello con los mismos ojos con los queun niño intenta atrapar cualquier detallecuando le llevan a un parque deatracciones. María no podía dejar decomparar de donde venía con lo que ibaviendo a través de la ventana del coche.La primera sonrisa que se colgó en sucara la sorprendió a ella misma, y

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apareció ante la visión de tiendas.Tiendas reales, no puestos ambulantescomo a los que estaba acostumbrada enla aldea de su marido. Tiendas deverdad, con sus escaparates, susmaniquíes, con la colocación estratégicade los productos como reclamo para losposibles clientes, con carteles queanunciaban provechosas ofertas. Antesus ojos pasaron como si se tratara deuna película a cámara lenta, ya que elcoche de su cuñado no podía correrdemasiado y menos por las calles deKabul: tiendas de ropa, de alimentación,de electrodomésticos, de zapatos,locutorios, bancos, restaurantes, cines,

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incluso vio hasta una peluquería. «Unapeluquería. Pues que gasto más absurdo,ya me contaras», pensó María mientraslevantaba las cejas en un gestoinconsciente entre la sorpresa y laincredulidad ante el hallazgo. María seveía entrando en todas ellas, y seimaginaba mirándolo, tocándolo,cogiéndolo, probándoselo e inclusocomprando algo.

Bastaron unos minutos para queMaría se diera cuenta de que eraabismal la diferencia entre el pueblodonde había vivido hasta ahora y Kabul,y no pudo evitar los planes mentales deuna nueva y mejor vida. Llevaba años

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deseando ir a Kabul y por fin entraba enla ciudad. Sabía que había realizado unabreve y descorazonadora escapada hacíaunos meses, pero María decidió borrarde su memoria aquel recuerdo, que sinduda le entorpecería seguir adelante.

Después de atravesar el centro deKabul —el cual, como María supo mástarde, estaba destinado, en su granmayoría, a los turistas y a las personascon dinero—, todavía les esperabanunas dos horas de camino.

La casa a la que se dirigían estaba alas afueras. Era la casa del tío deNasrad, donde se quedarían durante tresdías, el tiempo necesario para centrarse,

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habituarse a la nueva ciudad y con unpoco de suerte, encontrar algún pisodonde poder alquilar una habitación einiciar la nueva vida.

El recibimiento en casa del tío deNasrad fue de lo más amable ygeneroso. Los familiares de Nasradestaban encantados de recibirles y semostraron acogedores y cariñosos entodo momento, sobre todo con los niños.La primera noche les agasajaron contodo un manjar, lo que agradecieronmuchísimo, acostumbrados comoestaban a la escasez y a la necesidad enel pueblo de sus suegros. Pudieroncomer un guiso de patatas con arroz y

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legumbres, que a todos les supo a gloria,todo ello acompañado con frutos secosde la tierra, que a María le fascinaban,pan, tortas dulces, dátiles y fruta. Y algoque a María le devolvió la confianza porun futuro mejor: la luz. Durante toda lacena pudieron disfrutar de la luzeléctrica que María hacía años que noveía. Le explicaron que por la noche enKabul podían disfrutar de dos, tres yhasta cuatro horas de luz eléctrica,suficiente para cenar, poder charlar yhacer cosas hasta la hora de meterse enla cama.

María escuchaba todo aquellofascinada y no podía evitar soñar

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despierta. «Dos y tres horas diarias deluz eléctrica. Dios mio, me voyacercando al mundo civilizado. Me hacostado casi dos años, pero estoy aquí».Después de cenar y una vez acostadoslos niños, sus nuevos familiares lesprepararon un te, del que pudierondisfrutar tranquila y plácidamente comono recordaban haberlo hecho en muchotiempo. María se encontraba feliz.

Al día siguiente, después de unanoche de placido descanso, María selevanto con ganas de comenzar aedificar su nueva vida. Sabía que nopodía salir a la calle sin su marido o sinla compañía de algún hombre, así que le

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habló a Nasrad de la conveniencia desalir a buscar alguna casa. Su marido lecomunico que ya había estado pensandoen ello, y su tío le recomendó que fueranprimero los hombres de la casa a verdos o tres casas que estabandisponibles. Y así se hizo.

María se quedó toda la mañana en lacasa, entretenida con los niños. Lehubiese gustado asomarse a la ventana,pero la mujer del tío de Nasrad lerecomendó que no lo hiciera, porque noera seguro. María pudo entoncesapreciar con más detalle como lasventanas estaban pintadas de negro y lascortinas que las cubrían eran gruesas y

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tupidas. Cuando María quiso alimentarsu curiosidad, su ya tía le explicó queera la herencia de los talibanes: nada demujeres asomadas a las ventanas. Esaindiscreción se podía pagar con la vida.A María le extrañó, pero tampocomucho. Sabía que Kabul no era elparaíso para la mujer, y este detalle erauno más. Pero decidió tenerlo bastantepresente para evitar males mayores.

La nueva tía de María observo comouna nube de gravedad se habíaapoderado de la expresión de su nuevasobrina, así que decidió que aquellamañana fuera prolífica en conocimientospara María.

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—Ven, María. Vamos a prepararnosun te y hablamos tranquilamente. Creoque hay muchas cosas que deberíassaber para poder vivir en esta ciudad —le dijo con un marcado tono maternal.No te preocupes demasiado, mujer: soloconviene que lo tengas en cuenta paraque no tengas problemas. Esto no esEspaña, ni Londres, ni siquiera elpueblo natal de Nasrad desde dondevienes y puede significar un cambiobrusco para ti y para tu familia.

Mientras se tomaban el te y loacompañaba con unos caramelos, unosdulces típicos de Kabul, María seconvirtió en la única espectadora de lo

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que parecía una narración dramatizada.Su tía le fue contando que en Afganistán,después de veintitrés años de guerra ycinco años bajo el régimen talibán, losderechos fundamentales de la mujer eransimplemente una Utopía. No existían nise querían, porque tampoco convenían niinteresaban. Y tampoco se esperaban.

Cuando llegaron al poder lostalibanes, en 1996, a las mujeres se lesnegó cualquier tipo de libertad paramoverse libremente: se las obligo apermanecer escondidas en sus casas,recluidas en el hogar al servicio delhombre. Solo podían salir de casa bajola tutela, el permiso y la compañía de un

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varón de su familia. Se les negó elderecho a trabajar, a estudiar, areunirse. Se les obligo a mantenersilencio ante los hombres y se lesadvirtió de la necesidad de no emitirningún tipo de sonido que pudieramolestar a los varones: incluso lesllegaron a exigir que controlaran elsonido de su respiración y lesconminaron a calzar zapatos que nohicieran ruido al caminar para que bajoningún concepto se molestara a loshombres 0 se sintieran obligados amirarlas por entenderlo como una meray burda provocación.

No podían pisar los edificios

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oficiales ni para trabajar ni para realizarconsultas. No podían acudir a lasuniversidades, se cerraron variasescuelas de niñas, lo que explicaba quesolo un cinco por ciento de las mujeresen Afganistán estuviera alfabetizado.Para los talibanes la escuela era lapuerta al infierno y así la llamaban. Alas maestras se las expulso de loscentros, como se hizo con las doctoras,las abogadas, las escritoras, laspolíticas y las ingenieras. Lesprohibieron conducir automóviles y seles denegó el derecho a la prestaciónsanitaria, lo que hizo que muchasmujeres murieran por falta de atención

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facultativa, muertes que se podríanhaber evitado con el medicamentoindicado para tales males. Se contabancomo parte de la leyenda del régimentalibán los casos de mujeres que habíansufrido un accidente de trafico y habíanmuerto desangradas o a consecuencia delas heridas porque el hospital donde lastrasladaron se negó a atenderlas por elsimple y despreciable hecho de que eranmujeres y porque los doctores, al serhombres, no podían tocar su cuerpoimpuro. Como se negaban igualmente afacilitar insulina a las mujeresdiabéticas, o cualquier otro tipo demedicamento que pudiera salvarles la

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vida. Sencillamente, no merecía la penael gasto de medicamento para una mujer.Simplemente no compensaba.

Esta desatención medica hizo queAfganistán se convirtiera en el país conla segunda tasa de mortalidad maternamás alta del mundo, lo que suponía quemás de 15.000 mujeres murieran cadaaño a causa de las complicaciones delembarazo.

La tía de Nasrad seguía hablando y aMaría se le comenzaba a atragantar el te.Fue cuando escuchó que el 90 por cientode las mujeres del país daban a luz a sushijos en casa, con la ayuda de otrasmujeres. Difícilmente podían acudir a un

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hospital, primero por imposibilidad ysegundo por falta de dinero. El indice demortandad en las mujeres afganas era elmás alto del mundo. Y en este punto dela conversación —más bien delmonologo de la tía de Nasrad— Maríarecordó como habían sido sus partos yque sin saberlo, había tenido más suertede lo que nunca hubiese llegado aimaginar. En aquel momento sintiólástima por todas aquellas mujeres. Y sesintió afortunada.

La tía de Nasrad seguía explicándoleque si alguna mujer se aventuraba asaltarse estas prohibiciones, así como siera sorprendida escuchando música,

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leyendo un libro, mirando o haciéndoseuna fotografía, o ante un televisor, seríatorturada, vejada, humillada y hastaasesinada. No había compasión niperdón para la mujer.

Los datos se le iban acumulando aMaría en la garganta en forma de nudo,un nudo enorme que le hubiese impedidotragar, en el caso de querer hacerlo.Pero el aluvión de injusticias y tropelíasque estaba escuchando aquella mañanano había dado opción a María a que susaliva suavizara su garganta, a pesar dela falta que le hacía. Sus cinco sentidosestaban concentrados en el oído, através del cual escuchaba lo que jamas

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llegó a imaginar.Consiguió fisiológicamente tragar

cuando el dolor provocado por lasequedad en la faringe era losuficientemente insoportable para que nole quedara más remedio que hacerlo.María bebió tímidamente un poco del teque le quedaba en la taza, y tuvo laimpresión de que lo que bajaba por sugarganta eran piedras por la dificultadque encontró al tragar. Pero le supuso unextraño e indefinible alivio.

Sin embargo, lo peor fue cuando latía de Nasrad dejo la frialdad de losdatos a un lado y comenzó a contarlecasos de mujeres que ella conocía.

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Historias reales, de mujeres de carne yhueso que eran las que se escondíandetrás de los fríos, contundentes einsensibles porcentajes y les dabansentido y credibilidad. Y aquello, sinduda, fue lo peor.

La tía de Nasrad tenía una amiga,maestra de profesión. No solo ladespojaron de sus libros y de sumaterial didáctico, sino que se la dejóen la calle, sin trabajo, sin profesión ysin medio para ganarse la vida. En lamisma calle se la golpeo duramente, sela amenazo con ajusticiarlapúblicamente si se atrevía, por unmomento y aunque fuera en la intimidad

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de su casa, a enseñar algunas nocioneseducativas a los niños, ni siquiera a suspropios hijos. Y sobre ellos tambiénconcentraron las amenazas. Si su amigaincumplía el deseo de los talibanes, losniños serían torturados físicamente yposteriormente asesinados por rebeldíade la madre, y todo esto ante la atentamirada de su progenitora, a la que mástarde se le daría muerte como a susretoños.

También le contó la historia deaquella mujer que vivía justo al lado desu puerta, pared con pared. Era joven,guapa y con ganas de vivir a pesar de sudelicada salud. Tenía veintiséis años,

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casi la misma edad de María, y se quedóembarazada del hombre al que amaba.Siempre había sido una mujer débil yenfermiza, pero parece que el estado depreñez la lleno de fuerza y deconsistencia. Su marido no encontrabatrabajo, no lograba traer dinerosuficiente a casa, a pesar de que sepasaba todo el día fuera del hogar.Empujada por esta difícil situación, lamujer decidió un día salir ella sola a lacalle, aún sabiendo a lo que se exponía:ser sorprendida por un talibán, que en elmejor de los casos, la azotaría hasta quese hartara de hacerlo y la dejaría malherida en cualquiera esquina o calle de

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la ciudad, porque en el peor de loscasos, la raptaría, la violaría, lasometería a todo tipo de castigos físicospara finalmente terminar con su vida dela manera más cruel que pudieraimaginarse. Nadie iba a culparle ni aresponsabilizarle de nada. Más bien, alcontrario.

La mujer tuvo suerte. El hombre quela sorprendió sola en la calle, sin lacompañía de un varón, se contento condarle una paliza de muerte que la dejótirada en un callejón durante dos días,inconsciente, con el cuerpo amoratado ysangrando por todos los orificios de sucuerpo, especialmente entre las piernas.

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Cuando su marido la encontró, no seatrevió a llevarla a un hospital, pormiedo a explicar que su mujer habíacometido el atrevimiento de salir sola ala calle. Por eso se la llevó a casa y allí,su hermana le comunico a ambos que elbebé que esperaban había muerto aconsecuencia de la brutal paliza. Era unfeto de cinco meses y medio. Aquellamujer fue encontrada muerta en su casa alos quince días. Había optado por elsuicidio, como miles, cientos de milesde mujeres en Afganistán que no veíanotra salida, otra manera de escapar atanta injusticia, penuria y sufrimiento.

Ahora era a la tía de María a la que

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le costaba continuar. Demasiadosrecuerdos. Demasiadas emociones ysensaciones imposibles de calmar, dereducir y mucho menos de traducir. Perocomo había hecho María anteriormente,la tía de Nasrad bebió te y prosiguió conel atroz relate Ahora le tocaba el turno ala historia de aquella mujer para cuyanarración la tía no pudo apartar lamirada de los posos de te que flotabanen el fondo de la taza, mientras jugabamecánica e instintivamente con ellos conla ayuda de la cucharilla.

A aquella mujer nadie en el bloquela conocía, pero todos la recuerdancomo si fuera la más popular de todos.

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Fue la historia de un descuido, undescuido tonto, inocente, que duro unossegundos, cinco, seis a lo sumo, peroque se convirtió en un descuido mortal.La mujer se encontraba en uno de lospuestos de la plaza pública. Habíasalido de su casa en compañía de susdos hijos pequeños. Ninguno de los dostendría más de diez años. Pero no queríasalir sin la compañía de un varón, sabíaa lo que se enfrentaba y no queríaprovocar ninguna situación que dieramotivo al enfado de ningún talibán.

Mientras se encontraba realizando lacompra del día, una ráfaga de vientodestapo parcialmente una de sus manos,

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dejándola al descubierto, mínimamente.Ni siquiera le dio tiempo a percatarsede la indiscreción del viento y a repararel daño. Antes de que la tela del burka,empujada de nuevo por el aire, cubrierahasta el ultimo centímetro de su piel, dostalibanes se personaron ante ella. Fuegolpeada brutalmente hasta la muerteante la atenta mirada de sus dos hijos, aquienes la sorpresa y la incredulidad delo que le estaban haciendo a su madreles trunco todo amago de reacción, y delresto de las personas allí congregadas,que se limitaban a observar. Nadie dijonada. Nadie intentó ayudar a la mujerporque sería tratado de la misma manera

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y correría la misma suerte, aunque fuerahombre.

Cuando los talibanes se fueron, losniños rompieron el bloqueo que lessobrecogió durante la brutal paliza a sumadre y se quedaron llorando al lado deaquel cuerpo inerte, sin rastro demovimiento. A los pocos minutos sepersonaron tres hombres de la familia dela mujer, que se llevaron a los niños yrecogieron el cadáver de la mujer al queuna ráfaga de viento la condeno a una delas muertes más crueles.

O aquella otra mujer de diecisieteaños. Fue acusada de comportamientoimpúdico por un vecino, que decidió

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mantener el anonimato, deseo que le fueconcedido a pesar de ser el autor de laacusación. Era soltera, vivía con laúnica compañía de su madre, viuda,como las más de 30.000 viudas quemalviven en Kabul. No había máshombre ni familiar en la casa que uncunado, que de vez en cuando pasaba avisitar a las mujeres para llevarles algode comida, ya que el salir a la calle lesestaba prohibido sin la compañía de unhombre.

Aquella joven no había hecho nada,ni siquiera había pasado una noche fuerade su hogar, lo que era consideradocomo una prueba fehaciente de que se

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dedicaba a la prostitución, o de que erasospechosa de haber cometido adulterioo cualquier otro tipo de delito de origensexual. Ni siquiera esas ridículas einfundadas pruebas se daban en su caso.No importó nada. Se creyó al hombre,seguramente obsesionado con ella omovido por algún sentimiento de rencoro pasión no correspondida.

Cuando la joven regresaba a su casadespués de salir para comprar algo decomida junto a su cuñado, fue detenidapor varios hombres sin que mediaraexplicación. Su cuñado intentó evitarlo,y recibió un golpe seco en el vientre yotro en la cabeza que le dejó sumido en

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un profundo estado de inconsciencia delque nunca se recuperó.

Primero la azotaron públicamente.Después fue conducida entre golpes quele iban propinando sus raptores conbarras de hierro, acompañados deculatazos de metralletas, patadas,empujones y puñetazos a una casa dondefue violada reiteradamente por varioshombres durante varios días. Más tarde,cuando su cuerpo no albergaba mástorturas, fue mutilada sexualmente ycuando pensaba que nada más podíasucederle, fue envuelta de nuevo en elburka, llevada a un descampado y allíapedreada hasta la muerte. Tenía

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diecisiete años. Y de su boca no pudosalir ni una palabra en su defensa. Nada.Quizá en sus últimos momentos de vidarecordó el sermón oficial que tantasveces escuchó en los templos dondealgunos días le permitían rezar, en lasmezquitas a las que acudía con su tío, yque hablaba de como «la mujer es la florque debe permanecer en la casa, enagua, para que el hombre al volver huelasu perfume». Quizá entendió entoncesque hubiese sido preferible morir deinanición en su casa, en vez degolpeada, violada y apedreada en lacalle. Ya era tarde para saberlo.

El relato de esta última historia hizo

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brotar de la memoria de la tía de Maríala que, según la tradición popular, fue laprimera ejecución pública de una mujeren Kabul desde que los talibanes seasentaran en el poder en 1996. Era el 23de noviembre de 1999, el mismo año enel que María contrajo matrimonio conNasrad. No pudo evitar pensar en eso.

La mujer se llamaba Zareena. Teníasiete hijos y sobre su persona recaía laculpa de haber asesinado a su marido.Según la justicia talibán, Zareena habíaaprovechado que su marido dormía paragolpearle hasta la muerte con unmartillo. La razón la esgrimió unsoldado talibán, del que nunca se supo

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el nombre ni el apellido, ni ningún tipode dato sobre su identidad que pudierapermitir a la acusada conocer el nombrede su acusador. Era culpable porque asílo había estimado y decidido un talibánanónimo. Y no hacía falta mayor prueba.

Zareena fue introducida en unvehículo y conducida hasta un estadiodeportivo. Estaba custodiada por dosmujeres policías que la sujetaban bienpara evitar que se cayera al suelo,victima de la presión del momento, opara abortar cualquier intento de huida oautolesión, aunque el estado lamentableen el que se encontraba la mujer, tantofísico como psíquico, no hacía imaginar

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que nada de esto pudiera pasar. Laspolicías llevaron a Zareena al centro delestadio donde otrora el pueblo secongregaba para contemplar eventosdeportivos.

El espectáculo de aquel día erabastante distinto y evocaba más al circoromano que a cualquier encuentrodeportivo.

Una vez en el ecuador del campo,las policías obligaron a Zareena asentarse en el suelo, utilizando para elloun movimiento brusco, dejando patentequien mandaba allí, quien representabala superioridad y el mando, y quiendebía obedecer.

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Seguramente Zareena pudo sentir,aunque no pudiera verlo como las milesde personas allí congregadas para noperderse detalle de la ejecución pública,el modo en que un soldado que seacercaba por detrás aproximaba su rifleKalashnikov a su cabeza. En esosmomentos, fruto de un acto reflejo, comoel de un animal que huele la muertesegundos antes de convertirse en presadel cazador, Zareena hizo el amago delevantarse, pero el ademan fue frustradopor el rifle del soldado, que no dudo engolpearla en la cabeza, pero no losuficientemente fuerte para matarla. Sumuerte no se podía deber a un

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traumatismo motivado por el culatazo deun rifle. Y no lo fue.

El soldado, quizá por inexperienciao quizá movido por el único fin deregocijarse en su macabro oficio, tardounos segundos hasta asestar sobre lacabeza de Zareena dos disparos queacabaron con su vida. Pero no alinstante. Los espectadores de aquellaejecución pública, que decidieron noperder el tiempo en pestañear, algo quepodría representar el perder algúndetalle de la ejecución, pudieron vercomo la mujer todavía tardo unosminutos en morir, ya que veían comoaquel bulto, ya agónico, que se

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presentaba envuelto en un burka con dosgrandes manchas rojas que iban ganandoterreno al color celeste de la tela, erapresa de espasmos y movimientosincontrolados. Cuando todo ello ceso, elnumeroso publico allí presente se fueretirando de las gradas del estadio ysaliendo hacia el exterior. Lo hicierongritando «Dios es bueno» y comentandola jugada recién observada. Habíamujeres, hombres y niños, muchos deellos eran obligados a asistir a laejecución para que, desde pequeños,entendieran los pilares del régimentalibán. «Esta es la justicia de lostalibanes», decían unos. «Es la versión

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más pura del islam, la que sigue unainterpretación más literal del Coran»,apuntaban otros. «Esta mujer era unaasesina y merecía morir así», decíanmuchas mujeres, que minutos antesintentaban buscar un sitio que lespermitiera ver con claridad y noperderse detalle de lo que allí iba aacontecer. Y muchos, la mayoría, salíanen silencio. Como habían entrado. Perocon una nueva imagen que guardar en sucabeza y que difícilmente borrarían.

El espectáculo había terminado. Almenos por aquella mañana, porque elespectáculo continuaba en otros lugaresde Afganistán. Y lo haría durante

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muchos años.Llegó un momento en el que María

no podía más. Se le acumulaban laspreguntas, las reacciones, las ganas dellorar, la impotencia. Todo un cúmulode sentimientos que no sabía comoadministrar correctamente, quesencillamente la superaba.

María había decidido desde hacía unbuen rato que no quería escuchar más,pero no sabía como pedirlo, ya que noentendía que tuviera derecho a hacerlo.Estaba conmocionada por lo que estabaescuchando aquella mañana. La tíatampoco parecía estar pasando el mejormomento del día, pero sabía que debía

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informar a María para que fuera concuidado, con prudencia y para que sediera cuenta de que cualquier cautela erapoca.

María pensó durante unos instantes,en que logró evadir su mente y suatención de aquellos relatos, que quizála idea de haberse ido a vivir a Kabulpara encontrar una vida mejor no habíasido tan buena idea ni mucho menosacertada. Pensó que en el pueblo natalde su marido al menos solo tendría quesoportar a su suegra y que el únicomiedo al que tendría que hacer frentesería el de sus reaccionesdesproporcionadas de furia, de rabia y

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de mal genio, aparte de sus mentiras a lahora de calificar su comportamiento. Nohabía visto en aquel pueblo todo lo quela tía de Nasrad le estaba contando queles sucedía a las mujeres afganas. Sibien era cierto que María apenas habíasalido de los limites de la casa de sussuegros. Pero esta valoración no se tuvoen pie durante mucho tiempo en lacabeza de María.

Sin que ninguna de las dos se dieracuenta, la mañana había transcurrido yprácticamente era la hora de comer. Elruido de la cerradura de la casa lesdevolvió a la realidad. Nasrad y su tíoentraban charlando animadamente. Ellas

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se miraron. Respiraron profundamente yse sonrieron de una manera cómplicepero lejos de cualquier apasionamiento,más por compromiso que porcomplicidad.

—Será mejor que vaya a preparar lacomida. Vendrán con hambre —explicóla tía mientras se levantaba y recogía lasdos tazas de te. Mirando a María lemusito—: No olvides nada de lo que tehe contado, María. Quizá algún día tesalve la vida —le dijo con una sonrisaque sin embargo no ocultaba la mismasobriedad que había registrado su rostrodurante toda la mañana.

Nasrad llegó con una buena noticia:

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había encontrado una casa de alquiler.Mejor dicho, una habitación de una casa.Allí era lo habitual. En una casa decuatro o cinco habitaciones vivían otrastantas familias, cada una en unhabitáculo. Estaba aproximadamente ados horas y media del centra de Kabul ysería perfecta para los cuatro.

—¿Qué pasa, María? ¿No te haceilusión? Creí que era lo que querías —ledijo Nasrad al no ver ningún gesto dealegría en la cara de María.

Pero su falta de alegría y deexcitación nada tenía que ver con labuena nueva que le traía su marido.Todavía reinaba en su cabeza y se

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apoderaba de su cuerpo y de su estadode ánimo la confusión por todo lo quehabía escuchado aquella mañana. Nosabía de que manera gestionar las ganasde comenzar una nueva vida junto a sumarido y a sus hijos con aquellashistorias dramáticas y crueles que lehabía contado la tía de Nasrad.

—Claro, Nasrad. Es fantástico.Estoy muy feliz.

—Pues quién lo diría —replicóNasrad mientras intentaba buscar en elrostro de su mujer algún gesto, algunaexpresión que le diera algo más deinformación ¿Te pasa algo, María?¿Estás bien?

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—Claro que estoy bien. Tan solo unpoco cansada por tantas emociones yante tanta novedad —intentó justificarMaría. Cuando me vas a llevar a ver lacasa.

—En dos días nos vamos a vivirallí. Solo necesitamos un par decolchones, unas mantas, una mesa yalguna silla. No será fácil conseguirloporque no tenemos dinero. Perointentare que alguien nos ayude. Nopuede ser tan difícil. Esta tarde iremos aver a unos familiares y amigos paraintentar reunir algo de lo que necesitáis.Algo nos darán. Los afganos son gentegenerosa. Sobre todo los pobres —

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comentó el tío de Nasrad.A los dos días ya estaba María

procurando aprovechar cada centímetrocuadrado de la habitación que seconvertiría en su hogar. No tendría másde veinte metros, pero a ella le parecióun palacio. Aquella habitación no teníalas humedades a las que ni el cuerpo deMaría ni el de sus hijos habían llegadonunca a acostumbrarse en la casa de sussuegros. En aquella habitación no hacíatanto frio, incluso María notó ciertocalor, seguramente debido al calorhumano del resto de familias quehabitaban la casa.

A pesar de todo lo que le había

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contado la tía de Nasrad los díasanteriores, María se mostraba optimistay esperanzada ante lo que le depararía elfuturo. Quizá porque en las últimasveinticuatro horas había podidocomprobar por ella misma lagenerosidad de la gente afgana de la quele habló el tío de su marido. Algunosfamiliares de Nasrad les dieron un parde colchones donde poder dormir.Amigos y conocidos le facilitaronmantas, cacerolas, una olla, cuatro vasosy algunos cubiertos. Incluso huboalguien que les dejo algo de dinero.

La historia se volvía a repetir. Eraun comenzar de nuevo, y tanto María

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como Nasrad sabían que no era empresafácil. Pero la ayuda que recibieron delexterior les animó a soportar loscambios y les facilito mucho las cosas.

Los nuevos vecinos enseguida lesacogieron de buen grado e incluso, apesar de que todos ellos vivían en lapobreza, como la gran mayoría, no lesimportaba compartir con ellos lacomida, sobre todo los primeros días,cuando ni María ni Nasrad habíanpodido encontrar trabajo.

Aquello siempre le sorprendió aMaría. «¿Cómo es posible quecompartan con nosotros, que nos den panpara nuestros hijos e incluso un vaso de

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leche para los cuatro, si difícilmentetienen para ellos?». Y se pregunto si ellahubiese sido capaz de reaccionar deigual manera. Quiso pensar que si. Lapalabra egoísmo hacía mucho que habíadejado de figurar en su vocabulario. Porno haber, no había lugar ni para ese tipode vocablos.

A la semana de su estancia en Kabul,María no podía negar que allí la vidaera un poco mejor que en casa de sussuegros. No tenía que recorrerkilómetros y kilómetros para encontraragua, ni tenía que calentarla al sol si laquería caliente. Ni tenía que encender elfuego como hasta ahora venía

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haciéndolo. En su nueva casa de Kabul,pudo saber lo maravilloso que era tenerluz eléctrica, aunque fuera una únicabombilla la que colgaba del techo de suhabitación y le permitía mirar a sus hijosa los ojos, lejos de condenar sus veladasa las sombras en las que quedabanconvertidos sus familiares en la casa desus suegros cuando el sol desaparecía yla noche reinaba hasta en el ultimorincón de aquella casa.

Junto a la falta de humedad en lossuelos y en las paredes, la luz eléctrica yel agua corriente, la leche era otro delos lujos que podían permitirse, de vezen cuando, en Kabul. Cuando se lo

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podían permitir, María podía ofrecer asus hijos un vaso de leche, que aunquetuvieran que compartir, les sabía agloria. María llegó a pensar que viendoa sus hijos beber ese liquido blanco, sealimentaba más ella que ellos. Y no lefaltaba razón. María podía alimentarsedías y días con tan solo observar a sushijos llevarse algo a la boca.

Los días pasaban y la generosidaddel principio fue reduciéndose, comoinvitaba a comprender la pura lógica.Todos habían sido muy amablesayudando a dar los primeros pasos a losnuevos inquilinos, pero ahora deberíancaminar por su cuenta. Y así lo hicieron.

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Nasrad encontró trabajo lavandocoches: limpiaba los cristales, lasruedas, los interiores. Se atrevía inclusocon el motor de los coches, un arrojofruto de los conocimientos y laexperiencia que Nasrad había adquiridodurante años en Londres en la fabrica deLand Rover. Pero el trabajo noabundaba, más bien al contrario. Solopodía trabajar por horas, porque eranmuchas las manos y eran pocos loscoches. Y esta situación desagradaba almarido hasta tal punto que le poníaenfermo. Se desesperaba. Sabía que consu preparación y sus conocimientos teníaderecho a un trabajo mejor y a un sueldo

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que le permitiera algo más que subsistira duras penas. Esa resignación, unida ala impotencia de no poder hacer muchopara mejorar las cosas, motivaban queNasrad llegara a casa atormentado,cansado, cabizbajo, sin ganas de comer,y lo que le resultaba más duro a María,sin ganas de hablar. Intentaba por todoslos medios sacarle un par de palabras osostener su interés por una conversaciónmás allá del minuto y medio, pero lesuponía grandes esfuerzos.

Ni siquiera la presencia de los niñoslograba animarla y abstraerla de aquelestado de soledad interna que ledevoraba. Por la noche, la cosa no

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mejoraba. María notaba laintranquilidad de su marido cuandoestaban acostados. Los primero díaspensó que quizá su marido extrañase elcolchón, acostumbrado a dormir sobremantas en el suelo. Pero la venda de losojos no se le tardo mucho en caer aMaría. Sabía que algo no iba bien. Porla actitud de su marido y porque en suhogar las necesidades iban tomando unlugar de excepción en los últimos días.El dinero no entraba y sin el, tampoco lohacía la comida. Los niños no llegaron anotarlo, pero María y su marido si. Ellano entendía nada, porque su marido saliaa trabajar a primera hora de la mañana y

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no volvía hasta bien entrada la tardenoche. Y sin embargo, los resultados deesa ausencia no daban sus frutos. AMaría no le cuadraba aquella realidad ydecidió plantearle sus dudas a sumarido. Y fue entonces cuando sumarido se vació. Se vació del peso de laculpa que le venía reconcomiendo desdehacía semanas, si no meses. Tampoco elpodía más y exploto.

—María, las cosas cada vez estánpeor. No hay trabajo. No lo encuentropor ningún sitio. Estoy harto de salircada mañana de casa cargado con unsaco de ilusiones y ver como me lo vanvaciando a lo largo del día, sin el más

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mínimo miramiento. Y soy un hombrepreparado, he trabajado durante toda mivida y me encuentro que en mi propiopaís esto no vale nada. Al contrario. Metoman por extranjero, me desprecian, yno me dan una mísera oportunidad dedemostrar lo que valgo.

El tono del parlamento de Nasradiba subiendo, calentándose pormomentos y ganando en dramatismo,algo que no contribuyo a que María sesintiera mejor. Ni mucho menos sumarido, que había decidido abandonarsea la confesión desgarrada.

—Me siento impotente. Inútil. Yculpable, María. Me siento muy

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culpable por lo que te he hecho y teestoy haciendo, y la culpa me estámatando. Yo así no puedo vivir. Tequiero, María. Te quiero más que a mivida, aunque no me educaron para eso.Te quiero, y quiero lo mejor para ti.Desde que te conozco he procuradodártelo, he intentado cuidar de ti,protegerte, que no te faltara de nada a milado… y ahora me siento incapaz —Nasrad continuaba hablando en elmismo estado de excitación que hacíaprever lo peor—. Tengo que sacarte deaquí, María. Tengo que lograr que tú ylos niños os vayáis de este país. Osmerecéis algo mejor. Tu te mereces algo

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mejor y no lo que yo puedo darte —Nasrad se agarraba la cabeza con ambasmanos seguramente porque pensaba quele iba a explotar—. ¿Qué clase dehombre soy, María? ¿Qué clase decabeza de familia represento si no soycapaz de manteneros a ti y a los niños?—se culpabilizaba Nasrad sin dejaropción a María de contestar ni meterbaza—. No tuve que permitir quevinieras conmigo a Afganistán a ver a mifamilia. Desde entonces todo ha ido apeor. ¡Mira la vida que te estoy dando!¡Mira a los niños como se están criando!No es justo, María. No es justo que yo tehaga esto. Todo es culpa mía. Todo es

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culpa mía. Todo es culpa mía.María llevaba un buen rato de pie y

escuchando a su marido desde un rincónde la habitación. Por momentos, pensóque su marido estaba enloqueciendo yque ella no estaba siendo capaz depronunciar una sola palabra que leadministrara un poco de ánimo e hicieradesaparecer tanta desolación.

Por fin, María consiguió recuperarla compostura que el monologoatormentado de su marido habíaeclipsado. No pudo saber como, peroreunió las fuerzas suficientes paraencararse a su marido y reprocharle suactitud y su victimismo.

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—Pero, Nasrad ¿qué estás diciendo?No te reconozco —María entendió quesu replica había comenzado, sin asípretenderlo, de una manera dura, ydecidió rebajar su tono—: Los dosestamos pasando por un momento malo,muy malo. Pero no puedo permitir que teabandones y te flageles de esta manera.No te lo voy a permitir. Yo te quiero,Nasrad. No. Yo te amo. Yo soy la quehe decidido seguirte hasta el fin delmundo. Tu no me has obligado a nada,no me has empujado a nada. Y si ese findel mundo está entre estas cuatroparedes, en Kabul, pues hasta aquí será.Yo soy la que te rogué una y mil veces

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que me dejaras acompañarte. Soy yo laque no puede vivir sin ti, Nasrad, la queno se puede imaginar pasar un solo díasin verte, sin saber que volverás a casa.Yo soy la que me culpo por no saber nipoder darte todo lo que tú me has dadoen todo este tiempo —María creyó quela emoción que sentía no iba a permitirleseguir con todo lo que quería decirle asu marido. Y difícilmente consiguióencontrar las palabras—. Viéndote así,Nasrad, comprendo que yo soy la únicaresponsable de tu estado de ánimo, de tudesesperación. Y no sé qué hacer nicomo reaccionar para calmarte, paraaliviarte. Yo soy la que no sé

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comportarme como una buena esposa.Soy yo la que, viéndote así, me sientoimpotente e inútil.

María notó como las lágrimas y losgimoteos no le daban la oportunidad deseguir. Sentía que tenía muchas máscosas que confiarle a su marido, que lastenía dentro peleándose por salir alexterior, pero era incapaz de darlesforma.

Ninguno de los dos pudo más.Nasrad y María se fundieron en unabrazo que difícilmente fueron capaceso quisieron controlar. María deseo contodas sus fuerzas alargar en el tiempoese abrazo hasta que se hicieran viejos.

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Pero sin saber como, decidió romperlo.Una repentina rigidez se apodero de sucuerpo, hasta ponerlo casi recto. Tomóla cabeza de su marido con las dosmanos, con determinación, y mirándole alos ojos le dijo.

—No voy a permitir que nada ninadie nos separe. Y tú tampoco deberíashacerlo. Nasrad, las cosas nos iránmejor mañana. Y si no es mañana, loserá dentro de tres días. Y necesito queno te olvides de esto. Jamas. Pase lo quepase.

Hacia mucho que María no lehablaba con esa seguridad y con esaevidencia a su marido. No porque no

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supiera o no se atreviera, sino porquelas circunstancias no se lo habíanpermitido.

—Mira, tu hermana me ha dicho queme vaya con ella a lavar ropa. Ya sabesque su marido está enfermo, y que ahorano puede trabajar ni llevar dinero acasa. Ahora el se encarga de las tresniñas y del niño mientras que tu hermanava todos los días al lavadero. Me haofrecido que me vaya con ella y le hedicho que si. Que tú estarías de acuerdo,que no me pondrías problemas. Másbien al contrario, que estaríamosagradecidos de que nos diera esaoportunidad —María vio la expresión

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de disconformidad de su marido yprosiguió rápido, sin permitirle articularpalabra—: Nasrad, siempre hemostrabajado los dos, incluso cuando nohacía falta, en Londres. Ya sé que aquíla mujer no puede trabajar, pero lavar laropa no lo consideran trabajo, ypodemos sacar un dinero por ello. Conlo que tú puedas ganar y con lo quepueda ganar yo, nuestra situaciónmejorará —María paró un momento,pero solo para coger aire y continuar—.He pensado que los días en los que notengamos trabajo, yo puedo dedicarme ahacer pan y a preparar algún tipo decomida que luego tú puedas vender en la

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calle. Y eso nos ayudara a saliradelante, Nasrad. ¿Qué te parece?

Las cosas parecieron tranquilizarsedurante los meses siguientes. Los planesde María estaban resultando, y si bien escierto que el trabajo que encontrabaNasrad era escaso y estaba malremunerado, ella no dejaba de lavarropa junto a su cuñada y de hacer pan encasa que luego su marido vendía fuera.Siempre había tenido buena mano parala cocina y así lo demostraba, aunque locierto es que ponía más interés quevocación. No era el negocio de susvidas, porque la mayoría de las veces,el margen de beneficios dejaba mucho

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que desear, y entre lo que se gastabapara preparar la comida y hacer el panen casa y lo que luego su marido lograbaobtener vendiéndolo en la calle, habíadías en que salia lo comido por loservido.

No era fácil hacer números enKabul. Aunque María los teníaclarísimos. Eran pobres. Y pasabannecesidades perentorias. Hubo largastemporadas en las que ella y su maridose iban a la cama sin cenar, aunque parasus hijos siempre lograban algo quepudieran llevarse a la boca. Las cuentasestaban claras: a María le había contadola tía de Nasrad que en Kabul una

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familia podía vivir sin problemas conunas 6.300 rupias, que venían arepresentar unos 100 euros. Con esacantidad se podía vivir durante todo elmes sin grandes carencias pero singrandes excesos: entre el alquiler, lacomida, el arroz, las judías, el aceite, elagua… Su marido podía conseguir 50rupias cuando vendía cinco panes de losque María preparaba durante la mañanaen la casa. Y cambiando aceite en lacalle, otro tanto. María había calculado,teniendo en cuenta lo que le decían unosy otros sobre los sueldos en Kabul, quelos cuatro miembros de su familiaestaban viviendo al día con las rupias

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correspondientes a 80 céntimos deeuros, algo menos que un euro.

María sabía que el sueldo más altoen Kabul era de unos 300 dólares. Conese dinero se podía considerar que unapersona era rica. Pero esa cantidad dedinero difícilmente lo podía conseguirgente como ella o como su marido, nipodía estar al alcance de sus vecinos, nide su tía, ni de sus cunados. Este tipo desueldos estaban destinados casiexclusivamente a los soldados, a los quese paseaban con sus potentes cochestodoterreno, con armas en la mano ypresumiendo de autoridad en el gesto yen los andares. Esos eran los que podían

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embolsarse cada mes 300 dólares en elbolsillo, más el resto de dinero quepudieran conseguir de otra manera.

Pero María no podía evitarabandonarse a elucubraciones propiasdel cuento de la lechera durante unosminutos, que a veces llegaba incluso ahoras… Imaginaba lo que podría hacercon todo ese dinero, con 300 dólares, loque podría comprar, los alimentos quepodría ofrecer a su familia, imaginabalas mesas llenas de filetes de carne —algo que ahora brillaba por su ausencia—, platos llenos de frutas, de verduras,de arroz, de especias, de cereales, dedulces, de queso, de panes de muy

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distintos sabores, de litros y litros deleche, de bebidas de todas las clases…Por fin podría explicar a sus hijos lo queera aquel refresco de burbujas que tantole gustaba a ella y que tanto tiempohacía que no bebía que se habíaolvidado casi de su sabor. Se imaginabaMaría la casa en la que podría vivir consu familia, lejos de las estrecheces a lasque estaban acostumbrados, y la ilusiónle permitía situar una cama como Diosmanda, una enorme cama de matrimonioy otra para sus hijos, y una ducha con suagua caliente con lo que tanto ella comosu marido sonaban casi a diario. Y laquimera permitía la presencia de toallas

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limpias, de sabanas suaves, dealfombras, de mesas, de sillas, demanteles bordados, de servilletas ajuego… Muchas noches María sequedaba dormida echando esas cuentas ydecorando sus sueños. Y en eso sequedaba todo: en sueños.

A la mañana siguiente, solo quedabaalgún vago y remoto recuerdo de lasfantasías de la noche anterior. Y tocabael turno de incorporarse y volver aempezar.

María necesitaba intentar de nuevoel tema de sus pasaportes. Estabaconvencida de que alguien tenía quehacerle caso. Era española y en Kabul

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debía de existir alguna embajada oalguna oficina de España que pudieraofrecerle una solución, aunque nadieparecía dispuesto a decirle su ubicaciónexacta o al menos ofrecer alguna pista.

No lo tenía fácil, porque para buscarla embajada española necesitaba salir ala calle, y ese sencillo ejercicio encualquier lugar del mundo, en Kabul seconvertía en una cuestión de vida omuerte. Necesitaba que un parientevarón la acompañara, y Nasrad nosiempre podía, ya que estar una mañanabuscando las instalaciones de unedificio oficial en la ciudad significabaque esa mañana no se trabajaría y que no

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se ganaría dinero para dar de comer a lafamilia ese día. También se lo podíapedir a su tío o a su cuñado, pero esotambién implicaba cierto desbarajusteen la economía del hogar. Por eso Maríatardo más tiempo que el que ella hubiesedeseado en lanzarse a la aventura debuscar la embajada de España quepudiera sacarla de allí.

Lo cierto es que todo se le habíacomplicado tanto que eran muchas lasveces que María pensaba que Kabul eraun buen sitio en el que vivir, que cuandomejorara la situación para las mujeres,seguro que sería una ciudad agradable, yque si era realmente tan complicado

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regresar a España, quizá es que ese erasu destino y no otro. No el que llevabaaños imaginando. Quizá así estabaescrito y era allí donde debía quedarse.

Influenciada cada vez más por estepensamiento, María intentó que sus hijosse adaptaran lo más pronto posible a lastradiciones de la nueva ciudad. Por ello,hacía todo lo posible para que no seperdieran una fiesta tradicional, ni unfestejo, ni se sintieran extraños ante lascostumbres de aquel lugar. María poníaespecial interés en vestirles con ropalimpia los viernes, como le habíanexplicado que hacían casi todo losmusulmanes, y procuraba que se

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divirtieran pintándoles las manos y queno lo encontraran algo extraño ni lorechazaran. Por su propia seguridad yporque María no sabía si algún díapodría realmente salir de allí.

De hecho, María no se encontrabamal entre las mujeres afganas. Cada díaque pasaba, sentía que estaba másintegrada en aquel mundo. Le hacíagracia y se sentía cómoda sentándosecomo una más entre aquellas mujeresenvueltas en velos, pañuelos y ropasamplias, con caras redondas y pasostorpes. Aquellas mujeres que unos díaseran sus vecinas de piso y otros eran lasmujeres de la familia de su marido en

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Kabul, hermanas, cuñadas, primas, tías ysobrinas. No había oportunidad deconocer a mucha más gente. Maríaparticipaba de sus conversaciones yhasta logró reírse como hacía mucho queno le ocurría, cuando las mujerescriticaban, en petit comité, porque deotra manera podría costarles la vida, aotras mujeres o a algún familiar varón.No le era del todo ajeno este cotilleo.Además, María lo entendíaperfectamente, ya que las mujeres notenían otra cosa que hacer con su vida,excepto estar en el hogar esperando aque los hombres regresaran a casa. Loúnico que les quedaba que pudiera

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considerarse una diversión eran esosmomentos de encuentro, improvisados ysiempre cautelosos para evitarproblemas.

Ella también lo encontraba como unaválvula de escape, ya que le daba unaoportunidad para poner verdes a susuegra y algunas de sus cuñadas. Eso ladivertía, le permitía desprenderse detanta tensión acumulada, y no hacía mala nadie. María llegó a encontrarse agusto con aquellas mujeres. En más deuna ocasión, pensó que si tuviera dinerosuficiente, no le importaría quedarse avivir allí de por vida. Pero siempre quele asaltaba este pensamiento, una nube

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que le traía recuerdos de España y deLondres le nublaba la mirada y lasonrisa. «¿Cómo estará mi familia, cómoestará mi padre, mi hermana Rosie, mihermano Pedro, mis tías? ¿Qué habránpensado de mí las compañeras detrabajo en Londres? ¿Cómo estará Julia?¿Habrán hecho algo para buscarme?»Los recuerdos seguían haciendo mellaen el espíritu de María y no tardabanmucho en hacerlo en su estado de ánimo,algo que no podía ocultar siempre,aunque se había convertido en una granactriz a la hora de esconder y fingir lossentimientos.

Una mañana María decidió coger a

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su hijo, a Abdullah, y salir a la calle. Suhijo era varón y pensó que eso lasalvaría de cualquier problema quepudiera encontrarse en la calle. Era muypequeño, pero era varón. María salió ala calle, no sin antes pensar en que nadale había dicho a Nasrad de sus planes desalir a la calle con el niño. Bien escierto que la idea la había sorprendidoaquella misma mañana y que Nasrad yahabía salido de casa, por lo que eraimposible localizarle y contárselo.María lo comentó entre las mujeres conlas que compartía el piso, buscando queaquella confesión le imprimiría másseguridad a lo que estaba a punto de

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hacer. «Ten cuidado, María. Ya sabescomo están las calles. Y el niñotampoco es garantía de nada. Ve conmucho cuidado». María hizo gesto deagradecer el consejo y de asumirlo, perosalió rápidamente de casa con su hijo dela mano. Mientras bajaba las escaleras,no podía evitar que se le agolparan en lacabeza las historias que le había contadola tía de Nasrad el segundo día de suestancia en Kabul sobre las mujeres quehabían sido raptadas, torturadas,insultadas y asesinadas en la calle porun descuido involuntario o por laausencia de un pariente masculino.María notaba que estaba bajando a tal

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velocidad que el niño tenía problemaspara seguir el ritmo de su madre, perono dijo nada. Se limitó a aminorar lamarcha.

Cuando llegó al umbral de la puerta,se detuvo en seco. Notaba que debajodel burka el sudor le inundaba su cara yle bajaba por el cuello. Se dio cuenta deque su respiración era agitada y de quelos pulmones estaban a punto deatravesarle el pecho. Abrió la puerta ydecidió poner un pie en la calle. Latensión que se apoderaba del cuerpo deMaría era tanta que no se dio cuenta deque le apretaba demasiado fuerte lamano a su pequeño.

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—Mama, me haces daño. No meaprietes tanto que no me voy a escapar—se quejó el niño sin saber losverdaderos motivos de por qué su madrese aferraba a la manita de su hijo conaquel ímpetu que no era más quedesesperación contenida.

Solo había avanzado unos metros,cuando María decidió dar la vuelta yencaminarse de nuevo a su domicilio. Elmiedo le impedía pensar, moverse concierta lógica y sobre todo, disponer detodos sus sentidos para poderconcentrarse en encontrar la embajadaespañola que buscaba.

—¿Qué pasa, mama, por qué

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volvemos?Cuando entró nuevamente en el

portal, María pudo recobrar en parte latranquilidad que en ella era habitual. Seaparto el burka de la cara, retirándoselohacia atrás, e intentó mantener ciertososiego para que el compás de surespiración fuera el habitual. Mientraslo hacía, miró al pequeño Abdullah y lesonrió todo lo que le permitió la rigidezde su rostro y su estado de ansiedad.

—Todo está bien, cariño. Mama nose encuentra bien, eso es todo, y por esovolvemos a casa. Pero todo está bien.Mama no quiere que te preocupes.

El niño seguía mirando a su madre.

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Lo más probable es que no entendieranada, pero tenía claro que ella no iba asoltarle nunca la mano.

Cuando llegaron a la casa, despuésde subir las escaleras, Abdullah entrócorriendo y se dirigió a jugar con elresto de los niños. La madre de uno deellos se extrañó de que hubiesen vueltotan pronto.

—Es que mama no se encuentrabien. Sudaba mucho y me agarraba lamano. Me voy a jugar.

Abdullah lo dijo todo en el mismotono, por lo que no es de extrañar que alos pocos minutos ya se le hubieseolvidado al niño el sofocón de su madre.

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—¿Qué ha pasado, María? ¿Te handicho o te han hecho algo? Creí queibais a estar parte de la mañana fuera…—le comentó una de las vecinas de pisocon las que más confianza tenía.

—Nada, una tontería —respondióMaría tratando de quitarle dramatismo ala escena. Que me he puesto un poconerviosa. Supongo que estaba asustadapor las historias que me cuentan y me hecomportado como una niña. Pero estoybien, de verdad. Hoy prefiero quedarmeen casa, ya saldré mañana. Le pediré aNasrad que me acompañe. No tepreocupes. Gracias, de verdad.

María entró en la habitación, se

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despojo completamente del burka y sesentó en un colchón. No tardo mucho enecharse. Cerró los ojos y respirodespacio y profundamente, tal y como lehabían enseñado a hacerlo pararelajarse. Para tener ocupada la menteen otra cosa, María intentó recordarquien le había instruido en aquelmétodo, y lo consiguió. De repentevisualizo el grupo de amigos con el quesolía salir en Mallorca. Fueron ellos losque, en plena noche de excesos,compartieron con María la manera paraque las pulsaciones del corazónrecuperaran el ritmo adecuado. Nofallaba. Inspirar profundamente,

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llenando los pulmones de todo el aireque uno sea capaz, y luego irexpulsándolo pausadamente, como si laprisa no existiera. Más tarde, tambiéndescubrió María que sus compañeras detrabajo en Londres utilizaban la mismatécnica, sobre todo cuando tenían que ira dar cuentas al encargado.

Por fin consiguió que todas susconstantes estuvieran dentro de unorden. Se incorporó y se quedó sentadaunos instantes en el colchón. No sabíacuanto tiempo había permanecido en eseestado, pero calculo que no muchoporque el niño no le había venido adecir nada y la niña seguía durmiendo

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plácidamente.Deseaba que llegara Nasrad. No

para contarle lo que le había pasado,sino para pedirle que mañana sin falta laacompañara a buscar la embajada.

No tardo mucho en llegar su marido.El niño, cada vez que su padre entrabapor la puerta, corría hacia el paraabrazarle y para seguirle allá dondefuera. Abdullah se pasaba lasveinticuatro horas con su padre, leadmiraba, quería ser como el y era lafigura masculina a imitar. Y ese día nofue ninguna excepción. Dejo los juegosen los que llevaba enfrascado toda lamañana y fue a convertirse en la sombra

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de su padre. Y en algo más.—¿Qué tal, María? —pregunto a su

mujer, mientras se quitaba la ropa ydepositaba en un tarro de hojalata unacantidad de dinero que María no pudover.

Antes de poder abrir la boca Maríapara contestar a su marido, Abdullah seadelanto a su madre, y con totalnaturalidad e inocencia, le habló a supadre, sin ni siquiera mirarle.

—Mama no se encuentra bien. Nosfuimos a la calle y tuvimos que volverenseguida. Y me agarraba así de fuertela mano, mira —le dijo el niño a supadre cogiéndole la mano e intentando

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hacer presión sobre ella.Un silencio se hizo entre los dos,

mientras Nasrad buscaba la mirada deMaría. La indolencia con la que el niñole había dicho a su padre lo que habíapasado esta mañana no restaba, más bienal contrario, la gravedad con la queNasrad entendió el asunto.

—¿Qué ha pasado, María? —pregunto con semblante serio y depreocupación contenida.

—Nada, Nasrad. Nada. Iba a salircon el niño para intentar adelantar algúntramite en la embajada española y no séqué me ha pasado, que me he puestonerviosa y he preferido volver a casa

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con el niño.—¿Pero por qué no me lo has dicho

a mi? ¿Cómo se te ocurre salir sola a lacalle para buscar una embajada yencima de otro país? ¿No ves quetendrías que preguntar a la gente? ¡Tepodía haber pasado algo, María! ¡Tu noconoces nada de esta ciudad! ¿Cómo sete ha podido ocurrir?

—Por eso, Nasrad. Por eso hevuelto enseguida. No he estado ni unminuto en la calle. Pero, Nasrad,necesito encontrar la embajada, y lonecesito ya. No puedo esperar más. Metienes que acompañar mañana. Mañanasin falta.

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—María, claro que te voy aacompañar. Y la vamos a encontrar.Pero no vuelvas a hacer esto sin decirmenada. Es por tu seguridad y por la delniño. Si tienes que salir me lo dices,hasta que estés más segura de que sabesdonde vas y lo que haces. Esto no es unjuego, María. No lo debe ser nunca,¿entiendes?

María asintió con la cabeza. Sabíaque su marido tenía razón en todo lo quele decía, aunque ella hubiese preferidoque no se hubiera enterado de losucedido. Tampoco era tan grave. A unataque de pánico, si le hubiese dado enotro lugar y en otro momento, no le

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hubiese dado mayor importancia.Pero, por otro lado, se alegro de que

todo hubiese transcurrido así, porque deese modo, Nasrad la acompañaría sinninguna duda a buscar la embajada. Erala persona más adecuada paracustodiarla porque habían preferido nodecirle a nadie que estaban buscando laembajada para conseguir los pasaportesy poder salir del país. Aquello noestaría bien visto, y además, siemprehabía personas que, para llevarse algúntipo de recompensa o beneplácito porparte de alguna autoridad, eran capacesde delatar o pasar información sobre lasintenciones de otros. Por eso, mejor no

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arriesgarse.Esa tarde María acompaño a su

marido a casa de su hermana. Allíhabían quedado para tomarse un te ypara ver que tal seguía su cuñado de suenfermedad. A María le gustaba muchola hermana de Nasrad. Siempre eraamable, tremendamente generosa y dabala impresión de adoptar siempre unapose maternal que María agradecía. Fueallí donde hablaron por primera vez dela necesidad de que recuperasen losdocumentos que le robaron en la fronterade Afganistán con Pakistán.

Al día siguiente, María fue laprimera en ponerse en pie. De nuevo las

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ganas por hacer algo la invadían y laaceleraban.

Cuando termino de arreglar la casa yde poner todo en su sitiocorrespondiente, dejo a los niñosjugando con otros vecinos. Por unmomento pensó en llevárselos, perodecidió que estarían más tranquilos si sequedaban en casa. Esta vez María salióa la calle junto a su marido. Caminaba asu lado, muy despacito, imaginandocomo podrían llegar a la embajada y loque diría cuando entrase allí. Se lo sabíacasi de memoria de tantas veces como lohabía ensayado: «Hola, mi nombre esMaría. Soy española, aunque vivo en

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Londres, y me han robado ladocumentación. Necesito que me ayudena regresar a mi país». Nasrad habíaintentado enterarse con anterioridad dedonde estaba la zona de los edificiosoficiales y ya iba con alguna idea clarapara que el ajetreo de la ciudad y surutina no les anulara y les permitierallegar a su destino. A las tres o cuatrohoras lo consiguieron. A medias. Unosfuncionarios de otra embajada lecomentaron que no había embajadaespañola propiamente dicha. La estabanorganizando. Lo que si había era unedificio a modo de oficinas oficialesdonde poder atender los casos que les

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iban surgiendo. Y hasta allí seencaminaron.

A María no le dio buena impresióncuando entró en aquella habitación.Daba la impresión de que se estabanmudando y todo estaba por medio. Pasoun buen rato hasta que alguien respondióa su llamada de atención. Entonces fueNasrad quien tomó la palabra.

—Vera, mi mujer es española.Hemos sido victimas de un robo y noshan robado los documentos y elpasaporte. Y quería iniciar los tramitespara que le hicieran uno nuevo.

Uno de los encargados de esaoficina miró con no mucha confianza a

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María, que aparecía tapada en sutotalidad por su burka. En ese momento,se dio cuenta María de que llevaba esaprenda y rápidamente se la retiro, ya queel hombre no podía verle la cara y lomismo podía haber pensado que era unterrorista barbudo. Cuando lo hizo, seacerco al mostrador y dirigiéndose aaquel señor, le dijo.

—Mi nombre es María. Soyespañola, de Mallorca. Y me han robadomi documentación, El es mi marido ytenemos dos niños que han nacido aquíporque llevo mucho tiempo sin podersalir del país por culpa de la falta dedocumentación. Y espero que ustedes

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me puedan ayudar para que me haganunos nuevos.

—Claro —habló por fin elempleado, pero vamos a necesitar unacopia de la denuncia que usted hizocuando le robaron la documentación.

—Es que no la tengo, porque entodas las comisarias a las que he ido nome lo han querido hacer. Dicen que nosaben si lo que digo es verdad, que lestengo que dar alguna prueba de que soyespañola. Pero yo no les puedo darninguna prueba porque me las robarontodas en la frontera con Pakistán.

—¿Quién se lo robó? —pregunto elempleado.

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—Un niño —respondió María, sinsaber realmente si tenía que haber dichoeso.

—¿Un niño? —el empleadocomenzaba a no entender nada. ¿Le robóla documentación un niño?

María miró a Nasrad porque nosabía si aquello podía contarse. Al fin yal cabo, entraron por la frontera sindeclarar sus bienes porque temían quelos funcionarios les robaran. Y supasaporte también iba entre sus bienesporque María entró como lo hacen todaslas mujeres: ocultas bajo un velo o unburka y detrás de su marido. Nonecesitan más.

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Nasrad la miró y asintió con lacabeza, en un gesto claro de que se locontara, porque al fin y al cabo, era elúnico lugar donde se suponía que podíanayudarla.

—Entré como una mujer afgana.Llevaba burka y no me pidieron ladocumentación. La mía y la de mimarido iban en la maleta que le dimos auno de los niños transportistas para quefuera él el que no las pasara aAfganistán por otro camino, y así notener que declarar nada ni ser victimasde ningún robo en la frontera —Maríacalló durante unos segundos. Pero nossalió mal. Nos robaron de todas formas

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y más de lo que podíamos imaginarnos.¿Me pueden ayudar?

—Vera: necesitamos saber que esusted realmente quien dice. No seimagina la de personas que nos vienendiciendo lo mismo y luego nocorresponde con la verdad.

—Pero yo soy española. Nací enMallorca. Ustedes lo pueden averiguar.Llamen a mi familia. Hablen con ellos.Verán como les dicen que soy española.—María comenzaba a desesperarse pormomentos. Nunca pensó que fuera tandifícil tener que demostrar que eresquien eres y que tu país es el que es—.Además, hablo perfectamente español,

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si quieren me pueden hacer una prueba.Conozco su geografía, su historia, lascostumbres, la gente de allí… No sé, nosé qué más decirles ni comodemostrárselo, ¿cómo puedo demostraralgo tan evidente?… —María sentía queestaba perdiendo el control de lasituación, porque simplemente no podíacreerse que le estuviera pasando a ella.Como siempre hacía cuando necesitabaalgo de comprensión, miró a su marido.Allí estaba Nasrad, mirándola, a sulado, y con esa mirada que, pasara loque pasara, siempre le transfería ciertatranquilidad. María volvió a hablar conel empleado:

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—Pregunten a la gente que nosconocían en Londres. Ellos les podrándecir si mentimos o no.

—Mire —decidió cortarlaamablemente el empleado—:tranquilícese, que nadie le está diciendoque usted mienta. Yo la creo. Pero yasabe como es la burocracia y más en unpaís como este. Te piden papeles y hastaque usted no los presenta todos, no sequedan satisfechos. No podemostramitar un pasaporte hasta que no sepresente una denuncia de pérdida orobo. Intente usted conseguir cualquiertipo de papel, de prueba o algún tipo dedeclaración de otra persona que pueda

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testificar y dar fe de que usted esespañola y nos la trae. Y entoncespodremos empezar ayudarla —elempleado paró un momento para tragarsaliva y luego prosiguió. Me dice ustedque han vivido en Londres y que haygente que les conoce. Prueben también abuscar ayuda en la embajada del ReinoUnido, quizá este mejor comunicada,incluso en la de Pakistán. Y cuandotengan algo, vuelvan y aquíprocuraremos ayudarles.

Las explicaciones del empleado, pormuy amables que intentaban ser en laforma y en el tono, no consolaron nada aMaría. No era la respuesta que ella

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ansiaba. Tantos años esperando a quellegara ese momento, y resultó que todoera más complicado de lo que pensaba.Lo que pensaba que iba a ser elprincipio del fin no fue más que unaescala más en el complicado camino deMaría en su regreso a España.

Cuando abandonaron las oficinas,María sintió como le sobrevino una granbofetada de calor, polvo y ruidoprocedente de la calle. La despertó de laapatía en la que se encontraba por losmalos resultados de su primera visita alas oficinas españolas.

—Probaremos suerte en otrasembajadas. Quizá en la de Reino Unido

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nos vaya mejor —le decía Nasrad en unintento de ofrecer consuelo a su mujer.No te preocupes, María. Ya hemos dadoel primer paso.

—Pues si ellos no me quieren, si nome creen y si no les importa lo que lepueda pasarle a una española en Kabul,a mi tampoco me importan ellos —reconoció enfadada María. Ya no quierovolver a España, ni saber nada de ellos.

María se vio sorprendida por unrepentino sentimiento de odio hacia todolo que tuviera que ver con España. Sesentía abandonada, defraudada, comouna niña a la que le dicen que sus padresla han abandonado y que no quieren

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saber nada de ella.—Pues yo tampoco quiero saber más

de ellos. Se acabo.Nasrad supo que aquella actitud de

su mujer solo respondía a un enfadotransitorio, a una reacción lógica propiade una rabieta y por eso decidió nodarle más importancia ni insistir en eltema.

Antes de regresar a casa, Nasrad lepropuso a María intentar por última vezdenunciar su situación en una comisaria.Lo habían intentado muchas veces,exactamente diez. Pero la respuestahabía sido siempre la misma:necesitaban pruebas. María necesitaba

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probar quien era y de donde venía. Ypara eso requería las dichosas pruebas.Además, las comisarias de aquel país notenían nada que ver con las del mundooccidental. Solo entrar en susdependencias suponía estar bajosospecha de algo, y más si, como María,quien entraba era una mujer.

Cuando entraron en la comisaria,María lo tenía claro. Allí no fue ellaquien abrió la boca ni quien se dirigió ala persona que estaba detrás de unmostrador. Era más seguro yconveniente que lo hiciera Nasrad, si esque querían tener una posibilidad, porpequeña que fuera, de que le hiciesen

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caso.Pero la escena se repitió. Cada vez

que el policía abría la boca era parapedir algo que ellos no tenían: papeles,comprobantes, pruebas, documentación.María esperaba a su marido sentada, enun habitáculo cercano. No podíaescuchar con claridad lo que su maridole estaba contando al policía, pero porlos gestos de ambos, no le cabía lamenor duda. Ni siquiera el policía semolesto en mirar a María, que habíavuelto a ocultar su persona y supersonalidad bajo un burka. Nopensaban ponérselo fácil. Y María losabía.

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A los pocos minutos, Nasrad se diomedia vuelta y fue al encuentro deMaría.

—Nada —le dijo Nasrad a María,certificando sus temores. No hay nadaque hacer con la policía. Lo que nospiden es lo que nosotros les pedimos aellos. Que demostremos quien eres. Nosirve de nada explicárselo una y otravez. O están sordos o no quierenescuchar. Y para el caso, no se lo que espeor.

Ahora era Nasrad el que se mostrabavisiblemente irritado. No hacía falta sermuy observador para entender que a élno le gustaba nada la policía, sobre todo

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cuando no se molestaban en ayudar, nisiquiera en intentarlo.

De regreso a casa, los dosmantuvieron silencio, pero sabían muybien que ambos estaban pensando en lomismo. En esos momentos, María sesentía aún más cerca de Nasrad yhubiese dado lo que no tenía por poderabrazarle y rodearle con sus brazos enplena calle. Pero había aprendido aesperar.

Cuando María regreso a casadecidió no darse por vencida. Ellasiempre había luchado y no iba a tirar latoalla tan fácilmente. Además, estabanAbdullah y Nuria, los hijos a los que no

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podía fallar ni negar la oportunidad deun futuro mejor. «Pienso salir de aquí,cueste lo que cueste —se decía una yotra vez María. Y si la embajada no meayuda, buscare otra salida. Pero nopienso morirme aquí. Y mi maridotampoco lo hará. Nadie va a destruirnossin ofrecer un mínimo de lucha».Llevaba varios días con una idearondándole la cabeza, pero no terminabade verla. Mejor dicho, no quería verla.Hacia un par de días que había soñadocon su padre y con sus hermanas. Y estole había hecho plantearse la posibilidadde recurrir a ellos. «Ellos son los querealmente me conocen y pueden dar

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buena cuenta de quien soy». María sabíaque no se había portado bien con sufamilia. Durante siete largos años, solose había dignado a llamar a su hermanauna vez para comunicarle que se iba aMallorca a pasar unos días con ellos.Después de aquella corta estancia, nadamás. Ni una llamada de teléfono, ni unacarta, ni una postal, ni un mail. Nada. Elmás absoluto de los silencios. Unsilencio que había durado demasiadotiempo y que cada día que pasaba, seconvertía en una losa aún más pesadaque impedía a María tomar ladeterminación de tragarse el orgullo,coger el teléfono y marcar el numero de

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su hermana Rosie…Era el único numero del que se

acordaba porque sabía que esos dígitossiempre le ofrecían la solución a suproblema. No era la hermana con la quemás confianza tenía María. Ese lugar loocupaba claramente su hermana Paquita,con la que el intercambio deconfidencias y las confesiones amedianoche fueron en su díainterminables y continuas. Podían estarcharlando horas y horas, sobre cualquiertema, por intimo, privado o delicado quefuera. Pero Paquita, diecisiete añosmayor que María, era poseedora deltitulo de abroncadora mayor de la

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familia y María, en su actual situación,no necesitaba una regañina, ni undiscurso sobre su irresponsabilidadmanifiesta, ni una reprimenda por sudesobediencia continua, ni un rapapolvopor su conducta típica de adolescentemalcriada e inconsciente, ni muchomenos era el momento para un sermónsobre la conveniencia de labrarse unfuturo. María necesitaba ayuda urgente.Sin preguntas. Sin peros. Sincondiciones. Sin «ya te lo advertí», ni«mira que te lo dije». Tenía un problemay necesitaba una solución. Y lo que notenía era tiempo para escuchar rencores.

Llevaba demasiado tiempo

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encerrada en Afganistán, renunciando asu identidad, sintiéndose abandonada,humillada, viendo que su vida seapagaba, que su fortaleza se ibaviniendo abajo como un castillo denaipes, y siendo consciente de que supaciencia se acababa al mismo ritmoque se agotaban las reservas deesperanza de poder salir del país sinnecesidad de una mano amiga. Esta veziba a necesitar ayuda. En esta ocasión nopodría hacerlo sola. Se acabaron lasgallardías.

«Voy a tener que llamarla. Noaguanto más. La llamare, se lo explicaretodo, la escuchare y aguantare la batería

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de preguntas y reprimendas que tengaque hacerme. Pero necesito llamar aRosie. No puedo esperar más. Ya noaguanto más». María tenía acostumbradaa su familia a sus largos ydesconcertantes silencios. Cuando condiecisiete años decidió irse de suMallorca natal y abandonar el áticodonde vivía con su hermano mayor,Pedro, tampoco desvelo a nadie de sufamilia sus intenciones de poner tierrade por medio y lanzarse a la aventuralondinense. Y mucho menos a su padre,con el que las discusiones eran el pannuestro de cada día.

Fue ahorrando cada mes parte del

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sueldo que recibía por trabajar comocamarera y cuando reunió lo suficiente,unos mil euros, se acerco a una agenciade viaje de Palma de Mallorca acomprar un billete con destino aLondres. Un solo billete: el de ida.

—Si cierras el de billete de vuelta,te saldrá más económico. Te ahorrasbastante dinero, algo que agradeceráscuando decidas volver —le explicó elchico de la agencia.

María sonreía mientras negaba conla cabeza como respuesta a laapreciación de aquel amable muchacho.Ya habría tiempo para comprar el devuelta. Había una vida entera

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esperándola. Así que el billete deregreso también podía esperar.

Cuanto menos supieran de su vida,de sus planes y de sus intenciones, másindependiente se sentiría María y máslibertad tendría para vivir su vida.«Sola estoy mejor. Sola no tengo quedar explicaciones a nadie. Ni mi padre,ni mis hermanos tendrán oportunidad dedecirme lo que debo o no debo hacer sino saben donde estoy. Les quiero, peroahora me toca a mi. A mi manera».María tardo otros seis años encomunicar a su familia que estaba enLondres, que se había casado con unmusulmán y que fruto de esa unión tenían

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un niño de nombre Abdullah.Y cuando un día decidió llamar por

teléfono a su hermana Rosie, se lo soltóexactamente así. Sin dar mayoresexplicaciones ni atender a las razonesque le venían desde el otro lado del hilotelefónico. Ese día le apeteció llamar asu casa, porque estaba pensando en ir apasar unos días a Mallorca para que sufamilia, y en especial su padre,conociera a su hijo.

Ahora la situación era otra. Maríanecesitaba la ayuda de su familia. O almenos, tenerles al corriente de susituación, porque desde que salió deLondres no se había podido comunicar

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con ellos. Seguramente no sabrían nidonde estaba ni que había sido de suvida.

«Voy a tener que llamarla. Noaguanto más. Necesito llamar a Rosie.No puedo esperar más. Mañana lallamo». María le pidió a Nasrad que laacompañara al locutorio más cercanoporque quería llamar a su hermana.Necesitaba tenerle cerca para vender elvértigo que le producía el enfrentarsecon su hermana después de haberlenegado la más mínima informaciónsobre su paradero durante tantos años.Aquella mañana hacía frio en Kabul.«Vaya. Ya podía haberme acompañado

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algo más el tiempo. Quizá sea una señal.Quizá debería dejarlo para mañana».María sacudió levemente su cabeza,como queriendo espantar aquelpensamiento fruto de una reaccióncobarde. María termino de recoger eldesayuno, y como siempre hacía,mientras ponía orden en la mesa dondesu familia acababa de comer, quitando yponiendo las tazas, los vasos y losplatos, iba recogiendo los restos del panreciente que habían desayunado juntocon el te, y se los iba metiendo en laboca, masticándolos rabiosamente.Nasrad siempre le decía que parecía unpajarillo, picoteando entre las migas que

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quedaban esparcidas por el mantel. Esamañana a María le hizo gracia elcomentario de su marido: «Un pajarillo.Yo ni siquiera he dicho ni pio en sieteaños. Al menos los pájaros…». A Maríale seguía aterrando el momento de verseante el teléfono llamando a su hermana.Pensó que iba a ser superior a susfuerzas.

Cuando ya no supo de que modopodía entretenerse más en la casa,cuando ya había limpiado tres veces lamesa, colocado otras tantas veces lassillas, y doblado y desdoblado el mantelhasta diez veces, María vistió a losniños y luego se vistió ella. La rutina era

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siempre la misma: un vestido largo yamplio, unas zapatillas planas que nohicieran ruido al caminar, y el burkacubriéndolo todo.

Al salir de casa, María tomó aire.Quiso cerrar los ojos para concentrarsedurante unos segundos e imaginarsecomo sería la conversación quemantendría minutos más tarde con suhermana. Pero comprendió que con lopoco que veía con el burka puesto, siencima cerraba los ojos, sería muy fácilque tropezara y cayera al suelo. Y yahabía vivido esta situación ridícula ygrotesca demasiadas veces. No estabadispuesta a protagonizar un nuevo

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numerito en las calles de Kabul.Hizo el trayecto que separaba su

casa de la calle donde estaba situado ellocutorio en autobús, lo que suponía casidos horas y media de viaje. Nada mássubir al autobús, María se separó de sumarido y se dirigió directamente a unode los extremos del vehículo, quepermanecía separado del resto por unaespecie de esterilla de paja a modo decortina. Aquel era el lugar destinadopara las mujeres, mientras que susmaridos o sus acompañantes masculinosviajaban en la parte delantera delautobús, más amplia, cómoda y mejoracondicionada. Siempre separados. No

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se permitía a las mujeres que viajarancon el resto de los ciudadanos. María yaestaba acostumbrada, por lo que ya no leasaltaron los pensamientos que laturbaron los primeros días de suestancia en el país. Ya no se enfurecíaen su interior al entender todo aquellocomo un auténtico y asquerosoapartheid, como el que sufrieron losnegros en los Estados Unidos. Un día,viéndose sentada en una de las esquinastraseras de un autobús, se acordó deaquella mujer negra, Rosa Louise Parks,que se negó a ceder el asiento delautobús publico en el que viajaba a unapersona de raza blanca. Sencillamente

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no quiso moverse a la parte de atrás, taly como dictaba la ley de la época en elsur de los Estados Unidos. El gesto deaquella mujer impulso el movimientopor los derechos civiles en los EstadosUnidos. Rosa Parks fue encarcelada yacusada de haber perturbado el ordenpublico. Era el año 1955, y María noentendía como en pleno siglo XXI ellapudiera estar viviendo una situacióncomo aquella. Si a María o a cualquiermujer afgana se le hubiese ocurridoocupar un lugar destinado a los hombres,podría ser golpeada hasta la muerte.Mejor no arriesgarse. Cuando leasaltaban este tipo de dudas, cuando una

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misma pregunta le golpeabaconstantemente la cabeza: «¿Por quétengo que aguantar todo esto, por qué,por qué?», María siempre se respondíacon el mismo argumento: «Por amor. PorNasrad. Por el estoy dispuesta a todopor duro e injusto que sea».

María permaneció todo el viaje ensilencio. Le hubiese gustado que lascalles de Kabul fueran, por unossegundos, las calles de Londres o dePalma de Mallorca, para poder viajarsentada junto a su marido y cogerle de lamano y apretarle con toda la fuerza de laque fuera capaz, para que le transmitierael ánimo que necesitaba en esos

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momentos. Pero no pudo hacerlo. Laarena que pisaban sus zapatillas y elpolvo que levantaban sus andares ladevolvieron a la cruda realidad deKabul. No era tiempo para ponerse asoñar. Ese lujo hacía mucho que Maríano se lo permitía.

Cuando llegó al locutorio, algo quele llevó casi tres horas, María entró enuna de las cabinas. Su marido pidió unaficha al encargado y se la dio a María.

—Te espero fuera. Había tranquilacon tu hermana.

María no recordaba haber marcadoun numero de teléfono a tanta velocidadcomo marco el de su hermana Rosie:

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«Cuanto antes acabe con esto, muchomejor».

Pudo escuchar una señal. Dos. Tres.«No esta», pensó. Cuatro. Cinco.«Habrá salido. Normal, tendrá quetrabajar». Seis. Siete. «Quizá ya no vivaallí». Ocho…

—¿Dígame? —Al fin una voz al otrolado del auricular, precedido de unextraño ruido—. ¡Dígame!

Silencio. María no fue capaz dearticular palabra. Ni siquiera respiraba.Pasaron dos, tres, quizá cuatro segundosy María colgó. El corazón se le salia delpecho. La voz de su hermana le habíasacado del mundo, de su realidad. Sintió

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como si alguien la empujarabruscamente contra la puerta de lacabina, y allí había quedado comopegada. El miedo la tenía paralizada.Después de unos minutos, reacciono.«Es que parezco tonta, de verdad. Puesestoy yo para colgar los teléfonos». Denuevo volvió a marcar el numero deteléfono, esta vez un poco más despacio:971… En esta ocasión, su hermanaRosie no tardo tanto en descolgar.

—¿Dígame…? Oiga…, ¿pero quiénes? —de nuevo María cortobruscamente la comunicación. Erasuperior a sus fuerzas. Una mezcla devergüenza, de miedo y de no saber que

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decir y por donde empezar la invadía.Salio del locutorio porque le faltaba

el aire y la cabeza le iba a estallar de unmomento a otro y no sabía si lo haríaantes de que se le saliera el corazón delpecho o después. Pero de que le iba aestallar no tenía la menor duda.

Fuera estaba Nasrad con sus hijos.Se extrañó de que María hubieseterminado tan pronto.

—¿Ya esta? ‹¿Has hablado con tuhermana?

—No. No he podido. Tenía puesto elcontestador.

—¿Le has dejado mensaje?—No. Prefiero probar otro día.

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Llevo mucho tiempo sin hablar con ellay no quiero dejarle un mensaje. Sepodría asustar. Quiero hablardirectamente con ella. Vámonos.Mañana volvemos.

No le gustaba mentirle a Nasrad ypor eso no lo hacía muy a menudo. Yademás siempre la descubría. Quizá poreso no le miró a los ojos durante labreve conversación. Lo ultimo quenecesitaba ahora era que su marido seenterara de que le faltaba valor parahablar con su hermana. Que el orgullo lehabía echado un pulso a la coherencia, yel primero había ganado.

Tuvo que esperar casi una semana

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para volver de nuevo al locutorio, contodo lo que ello suponía, sobre todo ellargo recorrido en autobús. Y repitió lamisma operación que el primer día,cuando los nervios le pudieron.Mientras esperaba escuchar la serial delestablecimiento de llamada, miró a sumarido, que la esperaba fuera dellocutorio, en la calle. Junto a él estabansus hijos, Nuria y Abdullah, y en esavisión encontró las fuerzas para hacerlo.«A la tercera va la vencida, o no salesde aquí ni de broma. Y tus hijos notendrán una posibilidad de futuro por tuinmadurez y por no saber afrontar lascosas. Así que, María, comportate,

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guapa. Como cuelgues de nuevo elteléfono, te arranco la cabeza». Decidiómostrarse dura consigo misma aunquefuera a través de sus pensamientos parairse acostumbrando a lo que le esperabaen cuanto su hermana Rosie abriera laboca.

La familiar y dulce voz de suhermana Rosie la saco de suspensamientos.

—¡Dígame!—Rosie… Soy María. Tu hermana

María.—¿María?… Pero, María, ¿dónde

estás?, ¿qué te ha pasado?, ¿estás bien?,¿por qué no has llamado? María, hace

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mucho tiempo que no se de ti, ¿quéhaces?… ¿María?

—Rosie, no tengo mucho dineropara hablar contigo. Estoy en Afganistándesde hace un año y medio, nos robaronla documentación a Nasrad y a mi en lafrontera, no podemos salir del país.Estoy muy mal. He tenido una niña, y noquiero esto para ellos… Creo que novoy a aguantar mucho más. Me tienesque ayudar, Rosie, me tienes que sacarde aquí. Por favor, por favor… —¡Pero,María, por Dios! ¿Qué haces enAfganistán?, ¿te han hecho daño?, ¿estásbien, cariño?… María, María,Maríaaaaaaaa.

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En el tercer «María», lacomunicación se corto. María se quedóllorando, sola, de nuevo. Como tantasotras veces.

No había llorado tanto en toda suvida como desde que puso un pie enaquel país. Incluso algún día se preguntode donde le podría salir tanta lagrima ypensó que llegaría a deshidratarse. Sepregunto si su hermana le habríaentendido toda la retahíla que le habíasoltado después de siete años desilencio injusto, interrumpido por unabreve estancia en Mallorca. Desdeentonces había pasado más de año ymedio, y el silencio se había vuelto a

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apoderar de aquella relación familiar.No estaba segura de que su hermanahubiese podido entenderle algo porquemientras le hablaba, notaba que laslágrimas le iban ahogando las palabras.«Espero que me haya entendido algo.Por favor, que me haya entendido».Rosie no podía dar crédito a lo queacababa de escuchar. Se quedó mirandoal teléfono mientras se tapaba con lamano derecha la boca, como si consemejante gesto pudiera evitar quebrotase todo el mosaico de sentimientosencontrados que batallaban en el interiory a punto estaban de salir disparados alexterior. Cuando notó que el aire le

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hacía falta, retiro la mano de su boca ypudo por fin expulsar todo el aire quedurante segundos se detuvo de manerainconsciente en sus pulmones. «María,María…» Se fue apartando lentamentedel teléfono, caminaba hacia atrás, sinpoder dejar de mirarlo, como si fuerauna visión terrorífica, hasta que suspiernas tropezaron con el sillón. Cayosentada y así se quedó un buen rato, nopodría calcular cuanto. Se levantonerviosa, mirando alrededor, girandosobre si misma. Se volvió a sentar.Rosie estaba desorientaba, miraba a unlado y a otro de la habitación en buscade algo, pero no sabía el que. «Tengo

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que hacer algo. ¿Pero que puedo hacer?María, María, ¿dónde estás, cariño?¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?»Rosie esperaba que al día siguiente suhermana volviera a llamar. Necesitasaber donde estaba exactamente María.Le había pedido ayuda pero no le habíafacilitado la información suficiente.Espero durante todo el día, desde lamañana a la noche. Sin separarse delteléfono. Unas veces mirándolofijamente, otras veces descolgándolopara asegurarse de que había linea y deque ninguna avería abortaría lacomunicación con su hermana. Y otrasmuchas más pasando por su lado, salón

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arriba, salón abajo, mientras le decía envoz alta: «¡Pero quieres sonar ya…!».Pero María no llamó ese día, ni al díasiguiente, ni al otro. En un mes y medio,el teléfono no lanzó el grito sonorodeseado y necesitado por Rosie, que nopodía evitar desesperarse cada minutoque pasaba sin noticias de María. Pensóque no se podía quedar de brazoscruzados y que alguien tendría queayudar a su hermana. No podía quitarsede la cabeza la llamada de María, seimagino en la situación en la que debíade encontrarse para no tener dinero conel que poder llamarla, y casi seconvenció de que su hermana estaba en

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Afganistán contra su voluntad. Rosiedecidió que lo mejor sería acudir a lapolicía. Ya lo había hecho casi dos añosatrás, cuando su hermana regreso aLondres después de pasar unos días enMallorca con su hijo para que su familiatuviera la oportunidad de conocer alpequeño. Y de nuevo, María no volvió adar señales de vida. Lo único que sabíaRosie es que su hermana se había idonuevamente a Londres y que una vezmás, optó por la callada y el másabsoluto de los mutismos por respuesta.Cuando después de otro largo silencio,algo a lo que la hermana de María nollegaba a acostumbrarse, Rosie intentó

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localizar a su hermana en su residenciade Londres, le fue del todo imposible.Nadie contestaba a sus llamadas. Llegóincluso a intentar ponerse en contactocon la empresa donde trabajaba María,hablar con algún amigo o compañero,pero todo fue inútil. También llamó asus tías de Barcelona, con las que Maríasiempre guardaba buena relación, perotampoco ellas sabían nada. Así quedecidió denunciar la desaparición de suhermana.

Rosie no se limitó a iniciar estostramites legales solo en España. Fuemás lejos y decidió hacerlo en el ReinoUnido, ya que Londres había sido el

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ultimo lugar de residencia de su hermanay quizá allí podría encontrarse algunapista, dar con alguien que conociera suparadero, con algo que impregnara desentido la llamada que había recibido desu hermana y que explicara de maneracontundente que hacía su hermana Maríaen Afganistán y por qué le pedía ayudadesesperadamente. La policía leprometió que investigaría el caso, y quetal y como ella había solicitado, laspolicías de otros países tendría noticiasde la denuncia por la desaparición deMaría.

Un día, después de varias semanas eincluso meses de averiguaciones

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policiales, la Interpol se presentó en laúltima residencia donde había estadoMaría antes de marcharse a Afganistán.No encontraron a nadie que pudieraayudarles porque nadie sabía dondehabía ido María. Solo sabían que un díaella y su marido habían desaparecido ala francesa, sin despedirse de nadie, sinmediar explicación. De nuevo María nodaba cuentas de sus viajes, de sus idas yvenidas.

Ni siquiera su mejor amiga yconfidente en Londres, su vecina Julia,sabía nada. «Yo solo se que siempreestaba con su marido y que un díadesapareció con el y con su hijo. Claro

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que yo era su mejor amiga, pero Maríano entiende la amistad como unconfesionario. No le gustaba darexplicaciones. Tenía auténtico pánico aque alguien controlara su vida o supieramás que ella. Y yo no iba a inmiscuirmeen una parcela tan privada e intima si nome daba acceso a ella. Solo se que undía despareció. Y esta vez no me dijonada sobre su viaje». Toda lainformación que le iba llegando a Rosiele hizo pensar que María había sidollevada a Afganistán contra su voluntad.Y ella no se podía quedar de brazoscruzados, esperando a que el teléfonosonara, mientras imaginaba que su

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hermana podría estar viviendo unauténtico infierno.

Rosie hizo saber a la policía sussospechas, o mejor dicho, sus temores:que su hermana había sido raptada porsu propio marido, que la había llevadohasta Afganistán contra su voluntad yque se encontraba en peligro. Perosiempre le asaltó el temor de estarequivocada: su hermana estabaenamorada locamente de su marido y elde ella. Por lo poco que sabía y que lehabía confiado su hermana en su últimavisita a Mallorca, ellos dos eran unanueva y renovada versión de Romeo yJulieta. Pero Rosie no sabía nada. No

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entendía nada. Solo que su hermanaestaba en peligro, la necesitaba y nosabía como ayudarla. Y al marido no leconocía.

Por eso, después de recibir lallamada de auxilio de su hermana, Rosiedecidió acudir de nuevo a la policía,pero no le dieron muchas esperanzas.Tampoco podían hacerlo. Conocían laexistencia de la primera denuncia por ladesaparición de su hermana y no podíapresentar otra porque la primera todavíano se había solucionado.

Los días pasaban y el malditoteléfono no sonaba. Su estado deabsoluto nerviosismo y ansiedad llevo a

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Rosie a llamar a Telefónica por si sehabía registrado alguna avería en lalinea. Hasta que un día, María volvió allamar. Esta vez más relajada, con mástiempo para poder hablar:

—Rosie, soy yo.Rosie nunca pensó que tres simples

palabras iban a devolverle latranquilidad que le fue sustraída en laanterior llamada. Por fin sus suplicashabían sido escuchadas.

—Pero, María ¿Cómo no hasllamado antes? Llevo semanasdesesperada… ¿Cómo se te ocurre?¿Qué quieres, matarme?

—Rosie, perdoname, pero si

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supieras lo complicado que es para miacercarme a un locutorio para poderllamarte, te parecía que incluso hetardado poco.

—María, ¿dónde estás exactamenteen Afganistán? ¿Cómo te puedo sacar deahí? ¿Qué necesitas? ¿Estás en contra detu voluntad? ¿Está Nasrad contigo? ¿Esel quien no te deja salir de ahí? ¿Dóndevives, dónde comes? ¿Cómo estáAbdullah?

—Rosie, no me hagas tantaspreguntas a la vez que no sé por dondecomenzar. Estoy con Nasrad y con losniños…

—¿Los niños? —le interrumpió

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incrédula Rosie—. ¿Pero has tenido máshijos que Abdullah y no nos has dichonada?

—Rosie, te lo dije en la primerallamada, pero creo que lo hice tanrápido que ni siquiera pudisteescucharme. Si, Rosie. Tengo una niñapreciosa. Se llama Nuria y tiene unañito. Y no sabes lo que me recuerda ati. Es preciosa, muy pequeñita, peropreciosa.

Rosie no sabía como poderalmacenar de manera rápida toda lanueva información que le iba facilitandosu hermana, sin poder permitirse el lujode hacer un silencio para asimilarlo,

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entenderlo y poder seguir escuchando.—Vamos a ver, María —Rosie

adoptó un tono de voz que intentabatransmitir sosiego y firmeza, aunque pordentro se sentía arder y desvanecersecomo los ninots de las Fallas. No pudoevitar pensar en este símil, quizá porquemientras hablaba con su hermano, sucampo de visión lo ocupaba el ninotindultado que se trajeron de las Fallascuando ella y su marido, valenciano denacimiento, estuvieron un año enValencia. Y desde entonces aquel ninotcolor pastel y de un metro y medio dealtura presidia el recibidor de la casa.Vamos a ver, María. Por favor, vamos a

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ver si nos entendemos. ¿Qué haces enAfganistán, y por qué no estás enLondres?

—Rosie, es una larga historia… —Pues será mejor que me la cuentes ahoramismo, porque llevo demasiado tiemposin escuchar absolutamente nada de ellay creo que ya está bien.

María percibió perfectamente que lainflexión de la voz de su hermana nopermitiría otra verónica argumental.Parecía estar viéndola, con esa miradaentre «lo entiendo todo» y «sal de mivista» que Rosie solía tener cuando nosabía si lo que le estaban contando eraverdad, mentira o todo lo contrario.

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María comprendió que era justo que suhermana escuchara por fin unaexplicación lógica de lo que había sidosu vida desde que no se veían. E intentódesahogarse, por primera vez, en muchotiempo.

—Rosie: tuvimos que venirnos aAfganistán hace más de un año y medioporque el padre de Nasrad estaba muyenfermo y le llamaron para que viniera averle. En la frontera nos robaron todo, eldinero, la documentación, todo. Nosdejaron algo de ropa con la que pudimosir tirando. Pensaba denunciar lo que noshabía pasado, pero no pudimos, porquefuimos nosotros los que nos lo buscamos

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por no querer pasar por la frontera paraevitar que nos robaran. Luego entramosen Kabul, aunque esto no lo recuerdocon mucha nitidez, ya que me colocarone l burka y tarde tiempo enacostumbrarme a el. Quería habermepuesto en contacto contigo pero fueimposible. En el pueblo de los padresde Nasrad no saben lo que es unteléfono, como para pedir que meprestaran uno. Y además, todo secomplicó, Rosie. Al mes y medio, ydespués de muchos problemas, nacióNuria y después, la guerra y nuestroestado no me permitió ponerme encontacto contigo. Vivimos durante

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muchos días bajo tierra, en una especiede zulo para que los bombardeos no nosafectaran de lleno.

María pudo sentir como, mientrasella hablaba casi sin tiempo pararespirar, las lágrimas que no le surcabansu redondeado rostro eranautomáticamente desviadas por elconducto de su garganta. Podía sentirperfectamente el sabor salado de lossollozos en su faringe. Pero no eramomento para hacer interrupciones. Ymenos por unas cuantas lágrimas frutode un exceso de sentimentalismo, que aMaría le llegó a parecer incluso cursi.«¡Pues no he derramado litros de ese

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aguachirri desde que pise Afganistán!»Esta vez no le ganarían la partida. Ahoraera su turno. Y prosiguió.

—Ahora vivimos en Kabul, en lahabitación de una casa, Rosie, los cuatroestamos viviendo entre las cuatroparedes de una habitación. Con doscolchones, cuatro mantas, una mesa ypoco más. No hay trabajo, ni dinero, lacomida es escasa, aunque la familia deNasrad nos intenta ayudar. Aunque, almenos, aquí tenemos luz durante un parde horas cada noche, a no ser que poralgún motivo, el servicio se suspenda.

A Rosie le hubiese encantado poderinterrumpir a su hermana en su locuaz y

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desconocida verborrea telefónica, sobretodo para interrogarla sobre lo queacababa de decir en cuanto a la luzeléctrica. «¿En que clase de antro vives,que no tienes luz eléctrica?» Perocomprendió que tampoco era elmomento. Y optó por seguir escuchandoel relato apresurado de su hermana,sujetando firmemente la mancuerna delteléfono.

—Pero estoy mal, Rosie, estoy mal.A veces intento pensar de formapositiva, intento autoconvencerme deque soy lo suficientemente fuerte parasuperar este mal sueño, que soy muycapaz de sobreponerme y de aceptar

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vivir en este país. Pero otras veces,sobre todo por la noche, Rosie, se meviene el mundo encima. Me ahogo, llorocomo nunca he llorado, y no puedohablar con nadie, Rosie. No puedodesahogarme con nadie. Me lo tengo quetragar y digerir yo solita. Los niños sonmuy pequeños y nunca me perdonaríadarle más disgustos y provocarle másinseguridad aún a Nasrad. Lo estápasando fatal. Cree que la situación enla que nos encontramos es culpa suya. Yno sabes lo que sufre, Rosie. No sabeshasta que punto sufro por el. No soportoverle así y hay días que ya no sé cómoayudarle. Hasta rezo para que Ala me

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mande a mi todo el sufrimiento y elpesar que le reconcome a el. Prefieropasarlo yo.

A Rosie le llamó la atención que suhermana rezara a Ala. Y también en esemomento, si su hermana estuviera cerca,sin la premura del tiempo y lejos delmiedo a que la comunicación se cortaray no lograra recuperarse en otras tantassemanas, hubiese deseado preguntarlepor qué Ala. Pero en esos momentos eseDios o cualquier otro era lo que menosle importaba a Rosie. Su hermana era lomás importante, y no estaba para perderel tiempo ni las energías hablando de unculto o de otro.

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—No soporto ver a mi maridopasarlo como lo está pasando, Rosie.Creo que me voy a volver loca. Nadieme ayuda. La embajada española no meda soluciones ni respuestas, solo largosargumentos y palabras vacías. Excusas,Rosie, solo excusas. Me dicen que comono tengo pasaporte, no me creen cuandoles digo que soy española. Y como nopude denunciar el robo de midocumentación, dicen que sin denunciano me dan un pasaporte nuevo. Y sepasan los días diciéndome quedemuestre quien soy y lo que soy. Secreen que les miento. Y yo no hago másque hablarles español y decirles que te

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llamen, pero no me creen. O no quierencreerme. Y no sabes la impotencia queeso supone.

Durante unos instantes, Rosie creyóque aquella voz no era su hermana. Nopodía ser. O estaba bajo los efectos dealguna droga, quizá con unas fiebres decaballo, o aquella locomotora de vozque no paraba de hablar no podía ser suhermana. La reina del silencio. Elmutismo hecho mujer. El monumento a lafalta de explicaciones hablando por loscodos. No lo entendía.

—Y por eso te he llamado, Rosie.Porque ya no podía más. ¿Sabes que?Incluso creo que ya solo escuchar tu voz

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es suficiente consuelo para mi. Si medijeran que puedo hablar contigo todoslos días, aunque fuera durante cincominutos, ya me compensaría de tantosufrimiento y tanto desconcierto. Ya nose si quiero que me ayudes a salir deaquí. Solo quiero escuchar tu voz, ysaber que estáis ahí todos, y que si osnecesito algún día, os tendré y que sabredonde llamar porque no tendré quedemostrar ni quien soy ni lo que soy.

Durante unos segundos, el silenciose adueñó de la comunicación. Ni unasola palabra se atrevió a surcar el hilotelefónico entre las dos hermanas. Ni enuna dirección ni en otra. Incluso dio la

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sensación de que el tiempo se habíadetenido y el espacio de miles y milesde absurdos kilómetros que las separabase había acortado, reducido, casidesaparecido. Pero rápidamente ambascomprendieron que no estaban endisposición de permitirse ese tipo delujos. Por un momento, temieron que lacomunicación se había interrumpido,había quedado definitivamente rota, yhabía vuelto a aislarlas a cada cual en sumundo.

—Rosie, ¿estás ahí? —preguntoMaría con cierto miedo a no encontrarrespuesta.

—Claro que estoy aquí, cariño. He

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estado siempre aquí, hermana.Rosie no supo nunca de donde saco

la entereza que le permitió no quedarsecallada, ahogada en el llanto y laimpotencia, y decirle a su hermanacualquier cosa que la tranquilizara y lesupusiera un alivio, al menosmomentáneo.

—María, escuchame, cielo. Lovamos a arreglar. Te vamos a sacar deahí. Ahora mismo no se decirte como,pero se que vamos a hacerlo. Te loprometo. Y no vamos a tardar mucho.Créeme. Lo haremos de inmediato. Tesacare de ahí cueste lo que cueste. ¿Meoyes, María? ¿Me oyes?

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María ya ni siquiera se molestaba endisimular su llanto ni tampoco lacongoja que desde hacía unos minutos seapoderaba de su cuerpo y su espíritu. Lamisma que ahora le impedía continuarhablando.

—¿Me oyes, María…? ¿Estás ahí?¡María, dime algo! ¡María!

—Si, Rosie. Te oigo, te oigo. Y tequiero mucho. Y necesito que meperdones por todo esto que te estoyhaciendo. No quería complicarte tu vida,solo quería daros la menor guerraposible, y mirame. Soy un desastre. Tequiero muchísimo, Rosie. A ti y a todos.¿Se lo dirás a ellos, a mis hermanos, a

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mis hermanas, a las tías, a mi padre…?¿Cómo está papá, Rosie? ¿Sigue en elhospital?

Rosie era consciente de que nodebería transcurrir mucho tiempo desdeque María había formulado esta preguntahasta que ella fuera capaz de darle unarespuesta. Pero dudo que lo hubieselogrado cuando por fin sus cuerdasvocales fueron capaces de movilizarse ydejar escuchar dos palabras.

—No te preocupes, Rosie. No loharé nunca más —prometió María, nodemasiado convencida ni mucho menossegura de lo que decía, dado el altoconocimiento que de su propia persona

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tenía. Y en cuanto al teléfono móvil,será mejor que no, Rosie. Seria inútil.Lo robarían a la menor oportunidad, selo quedarían si no en la aduana, si en laempresa de paquetería. Ni lo intentes.Lo perderíamos. Mejor enviame eldinero y aquí me compro uno.

María pudo ver como Nasrad entróen el locutorio, buscando con la miradae incluso con toda su cabeza la cabinatelefónica donde estaba su mujer. Maríapensó, dada la intranquilidad y losgestos de curiosidad de su marido, quedebería haber pasado mucho tiempodesde que entró en aquel lugar parallamar a su hermana Rosie. Y decidió

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que debía poner fin a la larga espera deNasrad.

—Rosie, ahora te tengo que dejar.Te llamare mañana y te daré toda lainformación que necesitas. Gracias portodo, Rosie. No sabes lo que me hasupuesto hablar contigo. No te haces unaidea.

—María, por favor. Llamamemañana. No dejes pasar más tiempo. Novuelvas a desaparecer como unfantasma. Estoy aquí y te voy a ayudar asalir de donde te encuentras. Peronecesito que tú estés ahí.

Rosie sabía que la conversación seacababa y necesitaba preguntarselo a su

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hermana María de manera directa, sinrodeos, sin diplomacias, sin girossemánticos. A las claras.

—María. Necesito que merespondas a una pregunta. Y necesitoque seas sincera y clara. Nasrad, ¿seestá portando bien contigo? ¿No estáscon el en contra de tu voluntad? Cariño,es muy importante que no me mientas enesto. Muy importante. Hasta el extremoque no puedes ni llegar a imaginarte.

—Pero ¿qué dices, Rosie? ¿A quéviene eso? Pues claro que estoy bien.Por supuesto que me trata como debetratarme. Gracias a él estoy viva. ¿Peroque me estás preguntando, Rosie? ¿De

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que estás hablando, hermana? Estoy conel porque quiero. Es mi apoyo. Créeme,Rosie. Y no me vuelvas a hacer esapregunta. Por favor. No me la vuelvas ahacer. No me gusta nada.

—Descuida. No lo haré. Pero teníaque asegurarme. Se escuchan tantascosas, María… Lo importante es quemañana me llames. No dejes de hacerlo.Piensa que cuanto antes me llames, anteste podre sacar de ahí.

—Descuida, Rosie. Tengo quecolgar. Un beso muy fuerte. Te quieromucho, hermana.

—Un beso más fuerte. Cuidatemucho, María. Te quiero.

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Cuando colgaron sus respectivosteléfonos, las dos hermanas nuncatuvieron la sensación de estar una tancerca de la otra. Sin que fuera algopremeditado, las dos cerraron sus ojos einclinaron hacia atrás su cabeza, comoqueriendo detener el tiempo, comoanhelando guardar la voz y el recuerdode ese momento para siempre en suscabezas.

Las dos hermanas necesitaron unbuen rato para poder abandonar laburbuja imaginaria alejada de larealidad en la que la conversacióntelefónica las había encerrado. Nisupieron ni quisieron disimularlo.

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Hubiesen dado media vida por haberpodido abrazarse después de terminaraquella charla.

Rosie se dejo caer en el sofá.Agradeció al cielo el estar sola en casaen ese momento. No hubiese soportadotener que compartir aquello con nadie.

María salió medio aturdida dellocutorio. El burka volvía a tapar denuevo y por entero su rostro, ya que parahablar por teléfono, y gracias a laintimidad de la cabina en la que seintrodujo para hablar con Rosie, prefirióretirárselo para que la pronunciación delas palabras y la claridad de su discursollegaran en perfecto estado a los oídos

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de Rosie.—¿Todo bien, María? Has estado

hablando un buen rato. No estamos paraestos gastos.

María no lo entendió como unreproche. De hecho, nada de lo que saliade la boca de Nasrad podría sonarlecomo tal.

—Nos va a ayudar, Nasrad. Rosieme ha pedido que le mandemos ladirección de un banco donde puedamandarnos algo de dinero. Me haprometido que nos ayudara en lo quepueda.

María no escuchó ninguna palabra amodo de respuesta de su marido. No

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supo interpretarlo, pero estaba segura deque se alegraba tanto como ella.También el se merecía una dosis deesperanza en mitad de toda aquellacolosal ruina de propósitos y planes defuturo. Quizá había llegado la hora deque la buena suerte les rozara a ellos,aunque fuera durante unas horas.

Y en estos pensamientos anduvoabstraída durante todo el viaje deautobús de regreso a casa. Y de lamisma manera que le había ocurridominutos antes a su hermana Rosie,agradeció que en esas dos horas y mediade autobús, nadie estuviera a su lado, yno tener que compartir aquella parcela

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intima y cargada de buenos propósitosque acababa de compartir con suhermana. Nasrad viajaba en la partedelantera del autobús, junto a todos loshombres. María en la parte de atrás, unapartado bien delimitado por la mismamugrosa y roída cortina. Tal y comoestaba mandado en Afganistán. Quediferente sería viajar en autobús encualquier ciudad de España.

Al día siguiente, María no pudoacercarse hasta el locutorio para poderllamar a su hermana, como hubiesequerido y tenía previsto. Y tampocopudo hacerlo los cinco días siguientes.Ni los quince. La situación en los

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alrededores de Kabul se habíacomplicado y le recomendaron no salirde casa a no ser que fuera estrictamentenecesario. Era mejor evitar el peligro.Cada vez que sucedía esto y se imponíaesta especie de estado de sitio, ya nosolo para las mujeres, sino para loshombres, corrían mil y una historias queiban de casa en casa hasta alojarse enboca de todos. Aunque todas las bocasse mantenían cerradas y bien selladas.

En aquellos días, se contaba lahistoria de un muchacho que había sidoasesinado a manos de la policía talibán.Era un chico joven, no tendría más dequince o dieciséis anos. En Afganistán,

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la edad no es el dato más fidedigno de laidentidad de una persona, ya que no eramuy normal que los recién nacidosfueran inscritos en ningún registro, paraevitarles problemas y complicaciones enun futuro, sobre todo a la hora de serllamados para el ejercito y para lucharen las continuas guerras que asolaban elpaís.

Aquel muchacho murió aconsecuencia de cinco disparos que sele incrustaron en la espalda, y quesalieron del arma de un soldado al queseguramente no le habría gustado la caradel chico o que sencillamente habríainterpretado de otra manera su mirada.

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Cualquier motivo valía para acabar conuna vida. La familia decidió enterrarlode inmediato, para cumplir con losrequisitos y la garantía de salvación desu joven alma según los dictados de lareligión que abrazaban. Pero no lesresultó tan sencillo ni mucho menos tanapremiante como ellos habían previsto.Mientras se dirigían hasta el lugar dondele darían el ultimo adiós, un grupo desoldados echaron el alto a la camionetadonde los familiares llevaban los restosmortales del joven.

Les obligaron a destapar el cuerpo ya retirar sin ningún tipo de respeto nicondolencia la sabana que envolvía el

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cadáver del joven, que ya mostraba unalividez que difícilmente albergaba algúntipo de duda sobre su estado mortal. Sinembargo, a los soldados no les debió deparecer que la cosa estuviera tan clara ycomenzaron a hacer preguntas,conscientes de que ninguna respuestaque pudiera salir de las bocas de losfamiliares podría servirles para evitarllevar a cabo sus salvajes y barbarasintenciones. No tardaron mucho enllegar hasta la pregunta que se suponíacrucial y definitiva para la atrocidad queestaba a punto de suceder. Lespreguntaron a los parientes por qué eljoven estaba afeitado y no lucía barba,

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tal y como mandaba el régimen talibán.Los parientes del muerto, ya que lasmujeres estaban sumidas en unaprofunda mudez, de hecho no existían,estaban muertas en vida, explicaron alos soldados, con más miedo queconvicción, que aquel joven muertodesde hacía horas era aún unadolescente, que no le había dadotiempo a convertirse en un hombre y quepor eso no le había crecido la barba.

Pero las explicaciones noconvencieron en absoluto a lossoldados, que reaccionaron como solosu lógica inhumana y bestial lespermitía: sin el menor asomo de pudor,

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con una falta absoluta de cordura y contoda la maldad de la que puede hacergala un ser humano, aquellos soldadoscogieron el cadáver del joven y loarrojaron a la carretera. Allí lopatearon, lo pisotearon, lo golpearoncon su armas, incluso alguno disparósobre aquel cuerpo inmóvil, hastadestrozarlo por dentro, porque por fueraya era evidente y desgarradora sudescomposición. Los soldados actuabansin poder llegar a comprender que aquelpobre y joven desgraciado ya no sentíani padecía porque hacía unas horas queotra sinrazón absurda le habíaarrebatado el ultimo suspiro de vida.

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Pero la sed de violencia privaba de todavisión y entendimiento a los soldados, yhasta que no cansaron sus cuerpos detanta brutalidad innecesaria eincoherente y después de arrastrarloentre maltratos a lo largo de unos 500metros atrás de donde se encontraba lacamioneta que lo trasladaba hasta hacíaunos minutos, no cejaron.

Fue entonces cuando, no sin antesamenazar a sus familiares, queobservaron la escena sin poder mostrarel mínimo dolor ni el menor ademan porevitar lo inevitable, ante lo que leestaban haciendo al cadáver de sufamiliar y obligarles a retirar el cuerpo

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de la carretera de inmediato, lossoldados volvieron a subir altodoterreno del que bajaron minutosantes y regresaron por donde habíanvenido. No sin antes pasar las ruedas deaquel pesado vehículo por encima delcuerpo que habían dejado destrozado enmitad de la carretera, y que ahorarespondía al atropello como lo haría unmuñeco de trapo. La escena estremecióa los que la observaron. No cabía mayorcrueldad en un ser humano.

Cuando los soldados ya estaban losuficientemente lejos para no decidirvolver y continuar con su particularfiesta, cinco familiares varones del

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joven se acercaron a recoger lo que deaquel cuerpo quedaba. Lo envolvieronen sabanas. La sangre y demás restosorgánicos que brotaban del cuerpo erantan abundantes que uno de ellos tuvo quevolver a la camioneta para buscar unaesterilla gruesa que permitiera envolverde nuevo el cadáver sin laespectacularidad de la sangre. No sinantes detenerse durante unos segundospara devolver sobre la cuneta la rabia,la impotencia y el odio en forma deabundante vómito. María tardó quincedías hasta que pudo trasladarse a Kabulpara llamar a su hermana Rosie. Paraentonces, el ambiente ya se había

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tranquilizado. Pero seguía oliéndose esasensación de que, en cualquier momento,algo podría suceder de nuevo quealterara el estado permanente de miedoy de terror que se había instalado enAfganistán desde hacía años.

María entró en el locutorio. Laacompañaba, como siempre, Nasrad, delque no podía ni quería separarse. Era élquien debía hacer los trámitesnecesarios con el encargado dellocutorio para que María pudiera llamara su hermana. María se colocaba detrásde Nasrad y allí esperaba pacientementehasta que su marido llegaba a unacuerdo con el empleado y éste asentía

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con la cabeza, una operación que podíallevar entre cinco y treinta minutos.Entonces, María, sin perder un segundo,por miedo a que cambiara de opinión elencargado pero también por las ganasque desde hacía dos semanas no ledejaban dormir por hablar con suhermana, entraba en una de las cabinas,descolgaba el teléfono con granceleridad y marcaba el número.

—Rosie, soy María.—María, creí que me ibas a volver a

hacer lo mismo de siempre. Como nollamabas… ¿Qué te ha pasado?

—Rosie, han destrozado a un niñoque ya estaba muerto porque no llevaba

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la barba reglamentaria que requieren lostalibanes. No he podido llamarte antesporque no he podido salir de casa.

Lo cierto es que Rosie no sabía siprefería que su hermana le explicara losmotivos de su tardanza o si era mejorque no le contara nada, porque se veíaincapaz de entender lo que le decía suhermana con la mayor naturalidad delmundo. Y mucho menos capaz se sentíade rogarle que se lo explicara y queentrara en detalles.

—No te preocupes, María. ¿Sabesya dónde puedo mandarte el dinero?

—Sí. Ya lo tengo. Cualquier cosaque me envíes, Rosie, nos va a ayudar

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más de lo que piensas. No sabes cuántote lo agradezco, hermana. No te puedeshacer una idea de la necesidad quepasamos aquí. Es increíble.

—No quiero que me agradezcasnada. Lo que quiero es que te comprescuanto antes un móvil. Esto es muyimportante, María. Quiero y necesitoque te compres un teléfono móvil con elque estemos comunicadas siempre quelo queramos. No quiero volverme locapara intentar localizarte de nuevo. Tevoy a enviar 150 euros, María. Y luegote iré enviando más dinero, siempre queme sea posible.

La voz de Rosie comenzaba a

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desvanecerse, se alejaba poco a poco dela capacidad auditiva de María como sise tratara de una cometa que se vaalejando aunque el hilo que la sujetasiga en manos del niño que la vuela. Almenos eso le pareció a María. Cuandoescuchó que su hermana le iba a enviar150 euros, María ya no escuchó nadamás. 150 euros era mucho dinero enKabul. María comenzó a pensar en lacomida que podría darle a sus hijos,incluso puede que pudiera comprarlesalgo de carne, un alimento que rara vezhabían probado ni devorado susdientecitos. E incluso podría compraralgún pañal para la pequeña, porque los

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paños y los trapos que le ponía le hacíanunas rozaduras entre sus pequeñosmuslos que ya le estaban dejando señalen su delicada piel. 150 euros. 150euros. Qué bien le vendría poder contarcon una cantidad como ésta todos losmeses. Y con menos, también. «150euros, Dios mío, 150 euros. Las cosasque puedo comprar con ese dinero…»Sólo los gritos de su hermana Rosie, através del auricular del teléfono,sacudieron los sentidos de María, que sehabían quedado anestesiados al escucharlos 150 euros.

—María, María, ¿me escuchas?¿Estás ahí? —increpaba Rosie des

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esperada, temiendo que algo le hubieseocurrido a su hermana mientras hablabano que alguien hubiera cortado lacomunicación.

—Sí, sí, Rosie, no grites, que teescucho. ¿De verdad me vas a mandar150 euros?

—Ya sé que no es mucho, María,pero es que no tengo más. Las cosasestán complicadas, pero te prometo queintentaré mandarte más en otra ocasión.No gano mucho en mi trabajo, pero si esnecesario lo pediré a quien haga falta.Incluso he pensado en pedir un créditoal banco, aunque con mis informes nocreo que me ofrezcan muchas

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facilidades.María no podía creerse las excusas

que, por una interpretación equivocada,le enviaba su hermana. No era capaz deacertar si lo que quería hacer en esemomento era reír o llorar.

—¿Poco? ¿Dices que es poco? —aestas alturas, María ya había decididoque lo que tenía que hacer sin duda erallorar. De hecho, era lo que estabahaciendo. Pero eran lágrimas de alegría,de felicidad, de las que hacía años noexpulsaba su cuerpo. ¿Crees que 150euros en Kabul es poco, Rosie? Nosabes lo que vas a hacer, hermana. Notienes la menor idea de lo que ese

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dinero significa para mis hijos, Rosie. Yes mejor que no lo sepas. Gracias,Rosie. Te quiero. Te quiero.

María se sintió ridícula,despreciablemente absurda y nadaagradecida porque de su boca sólopudiera salir la palabra gracias yentendía que ese vocablo de sieteinsignificantes y nimias letras se lequedaba pequeño para todo elagradecimiento y el torbellino desentimientos que se le agolpaban en suinterior.

—María, no me des las gracias. Loque tienes que hacer es reaccionar yhacer lo que te estoy diciendo. En unos

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días te llegará el dinero. Y cuando lohaga, quiero que me lo digas.

¿De acuerdo?—No te preocupes, Rosie, lo haré.

Lo haré.María notaba que hablaba por

hablar, que se dejaba llevar mediohipnotizada por la emoción de aquelmomento, que su boca se abría parapronunciar palabras que ni controlaba niocupaban en ese momento su mente.Porque su mente estaba ocupada única yexclusivamente por esa cantidad dedinero que le daría para soñar muchosdías.

—No te preocupes, que te llamaré

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en cuanto sepa que me ha llegado eldinero, Rosie. No temas.

De nuevo, Rosie no pudo evitar quele asaltara una pregunta antes determinar aquella conversación con suhermana. Era una mujer fuerte y curiosa,y no le dolían prendas a la hora depreguntar, si eso servía para aclararlelas ideas, que ya de por sí eran firmes yclaras. Y, como siempre, se armó devalor y no dudó en formularla.

—María… Ese niño muerto del queme hablas… —Rosie se calló en seco.Sintió que era mejor seguir en laignorancia y no hacer que su hermanaabandonara ese estado de gracia en el

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que se encontraba. Bueno, da igual. Nome hagas caso.

—Mejor, Rosie. Ya habrá tiempopara contártelo. Te lo prometo. Yatendremos tiempo —María vio cómoNasrad le hacía gestos para que cortaraya. En el locutorio no les gustaba que lasconversaciones se alargaran en eltiempo. Sospechaban de cualquiera quetuviera la necesidad de hablar tanto porteléfono, y más con el exterior. Temíanque la información pudiera darlesproblemas. Tengo que colgar. Un beso,Rosie. Ya te llamaré.

—Adiós, hermana. Adiós.—¡Ah!, espera, Rosie. ¿Cómo está

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papá? ¿Sigue ingresado o está ya encasa? Hace muchos meses que no sé deél y tú no me dices nada —logró colarMaría en la comunicación, que a puntoestuvo de cortarse. ¿Cómo está papá,Rosie?

Fueron milésimas de segundos, peroa Rosie ese impasse que tardó enresponder le resultó devastador. Sentíaque el estómago le salía por lascavidades de los ojos. Pensó incluso encolgar sin más, de repente, y así almenos quedaría la duda de si lacomunicación se había cortado.

Pero optó por mentir. No iba ni consu forma de ser ni de entender la vida,

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pero una verdad en ese momento sólohubiese contribuido a empeorar lascosas. No era el momento para explicarlo que le había pasado a su padre.

—Bien, María, bien. Tú concéntrateen tu situación, y no pienses en nadamás, que somos los demás los que tetenemos que ayudar a ti. A Rosie lecostaba mentir y María lo sabía. Laconocía desde hacía muchos años yhabían vivido demasiadas historias parano detectar cuándo algo no iba bien. Yahora, algo no iba bien.

—Pero Rosie… La voz de suhermana interrumpiendo bruscamente nola permitió continuar.

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—María, llámame en cuanto tengasel dinero en el banco. Y ya hablaremos,hermana. Te quiero mucho. Y aquí todoste quieren y están contigo. Y siempre loestarán. También papá. El que más,María. Un beso, mi amor.

—Un beso, Rosie.Un velo de tristeza e incertidumbre

cubrió en ese momento el ánimo deMaría. Sentía que sobre sus hombroshabía caído un muro de mil toneladasque a punto estuvo de hacerla venirseabajo y besar el suelo. Era algo extraño,que la conmovía, que le aprisionaba elpecho hasta hacerle complicada larespiración sintonizada con su pulso. No

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tenía la certeza de por qué era presa deesa sensación tan desconocida para ellahasta este momento. Ni siquiera eracomparable con lo que sentía cuandoesperaba a que su marido volviera sanoy salvo al refugio donde tuvieron queesconderse por la dureza de la guerra.Entonces era miedo. Ahora era desazón.¿Por qué tenía la sensación de que Rosieno le había querido explicar más sobrela situación de su padre? ¿Le estabaocultando algo? Pero ¿por qué? ¿Lehabría pasado algo a su padre queestaban intentando ocultar?

María no se lo pensó mucho más ydecidió llamar al hospital donde sabía

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que estaba ingresado su padre. Era elmismo hospital de Palma donde su padrela había llevado más de una vez cuandoera pequeña y decidía abrirse lasrodillas todas las semanas o romperseun brazo o una pierna tan a menudocomo sus juegos en el patio del colegiole permitían.

Marcó el teléfono del hospital.Enseguida le respondió una voz demujer monótona, que parecía máselectrónica que humana, que se limitó adarle los buenos días y a preguntarle quédeseaba.

—Buenos días. ¿Me puede pasar conla habitación del señor Galera? Está

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ingresado en la planta de oncologíadesde hace cinco meses.

—¿Señor Galera? —preguntó la vozde mujer monótona. Se tomó su tiempoantes de contestar. Pues no lo encuentropor aquí. ¿Está registrado con esenombre?

—Sí. Señor Galera —confirmónerviosa María.

—Pues mire, le paso con la plantade oncología, porque no me figura en ellistado. Lo mismo le han dado de alta ole han cambiado de habitación. Le paso.

Fueron cinco las llamadas queescuchó María antes de que alguienrespondiera al teléfono.

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—Planta de oncología. —Esta vozera más seca y con más autoridad. Maríapensó que quizá sería una doctora oalguien con más mando en el hospital.

—Quisiera hablar con la habitaciónde un enfermo. Galera.

—Pues espere un momento.No tardó mucho en marcar una

extensión y pasar la llamada. El «espereun momento» tranquilizó a María losuficiente para no pensar en lo peor.Hasta que una nueva voz, también demujer, respondió a la llamada.

—¿Quién es?—Soy María. Quisiera hablar con un

paciente de nombre Galera. Estaba

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ingresado en esa habitación.—Pues aquí no está. Hace tiempo

que no está. En esta habitación sóloestoy yo.

—¿No está? ¿Pero no está porque seha marchado o no está porque?…

María no se atrevió a seguir conaquel enunciado porque realmente sesentía asustada y no quería que suspalabras dijeran lo que no estabadispuesta a escuchar.

—¿Cuánto tiempo hace que no estáen esa habitación?

—Mire, yo no le puedo decir. Serámejor que hable con algún responsabledel hospital, que le explicará mucho

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mejor lo que usted quiere saber… —Vale, vale. Pero al menos dígame,¿cuánto tiempo lleva usted ocupando esahabitación?

La voz de María sonaba a súplica ysu interlocutor se dio cuenta.

—Yo llevo tres meses y medio. Peroyo no le puedo decir más. Hable con elpersonal del centro.

María colgó el teléfono. Notó quesus manos temblaban y que su corazóniba a mil por hora. Sin perder muchomás tiempo marcó el teléfono de suhermana Paquita. No entraba en susplanes hacerlo. No quería hablar conella hasta que no estuviera de nuevo en

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España, pero era la única persona que lepodría decir algo sobre el estado de supadre, ya que su hermana Rosie no lohabía hecho.

—¿Dígame? —la voz de su hermanaPaquita le sonó tan familiar que le dolió.

—Paquita, soy María. ¿Dónde estápapá? ¿Qué le ha pasado?

—Tu padre ha muerto, María. Murióhace cuatro meses.

La frialdad con la que su hermanaPaquita se lo anunció sacudióbrutalmente a María. Nunca una frase lehabía hecho tanto daño. Jamás unaspalabras le habían desgarrado pordentro como lo hicieron aquéllas. «Tu

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padre ha muerto. Tu padre ha muerto. Tupadre ha muerto». Aquella fraseretumbaba con tal rotundidad en sucabeza que le hacía daño, daño real,daño físico. Golpeaba con tal fuerza lacavidad de su entendimiento que podíaoír el impacto contra las paredes quecubrían su cerebro.

Sencillamente sintió morirse.Hubiese jurado que no quedaba ni unasola gota de sangre en sus venas. Sevació en milésimas de segundos. Un fríocortante se apoderó de su cuerpo y lodejó privado de todo movimiento.

María tiró el teléfono al suelo, sinacertar ni querer escuchar lo que su

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hermana Paquita le decía a través de él.El temblor repentino que estaba

dominando su cuerpo no le impidió quede sus lagrimales salieran chorros delágrimas en tal abundancia y con talfuerza que a María le dio la impresiónde que eran auténticas cataratas. Unascataratas salvajes, imposibles dedominar.

Su padre se había muerto y nadie lehabía dicho nada. Nadie se habíamolestado en localizarla e informarle deque su padre, al que tanto amaba y delque tan cercana se sentía a pesar de loskilómetros de distancia que losseparaban y de sus distintas formas de

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ver la vida, se había ido para siempre.Hasta en eso se parecían, los dosdesaparecían sin decir nada a nadie. Sinprevio aviso. Sin mediar una solaexplicación de sus actos.

Ya no le vería nunca más. Ya nocontemplaría más sus manos fuertes yrobustas que desde siempre le habíanllamado la atención a María, su cuerpobien desarrollado, aunque el cáncer lohabía mermado en gran parte, su cara dehombre bueno. Sus ojos ya no secruzarían con los suyos como medio decomunicación entre ellos. Ya no cabríauna tarde de conversación relajada paracontarle todo lo que en toda una vida no

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le había contado. Ya no había marchaatrás. Ya todo se acabó. Y a ella no lehabía dado tiempo de decirle a su padreque le quería, que le amaba, queestuviera en el lugar que estuviera,aunque fuera en el último rincón delmundo, siempre tendría un pensamientopara él. Demasiadas cosas se quedaronsin decir. Tantas que María no sabíacómo acallarlas ahora en su interior.

Cuando Nasrad entró en la cabina,alertado por la tardanza poco habitualde su mujer, la encontró sentada en elsuelo y literalmente ahogada enlágrimas. El burka no le tapaba elrostro, como nunca lo hacía mientras

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hablaba por teléfono. Pero el shockmotivado por la noticia de la muerte desu padre impidió a María pensar en elsalvoconducto de toda mujer enAfganistán: ocultar su rostro y su cuerpoa los demás. En esos momentos era algosecundario. Ni siquiera cuando sumarido la aconsejó que se cubriera,María reaccionó. Le hubiese dado lomismo lo que pasara en ese momento, sile pegaban, si la azotaban, si laapedreaban o si la mataban. No hubiesesentido el mínimo esbozo de dolor. Enesos momentos no tenía capacidad parasentir nada más que el escozor vital deno volver a ver a su padre. Su padre

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había muerto y el mundo parecía noenterarse del dolor monumental que ellosuponía.

Nasrad no perdió el tiempo enpreguntar a su mujer qué le ocurría.Después de comprender que era inútilintentar secarle las lágrimas porqueaquello era un no parar continuo eindiscriminado, tapó a su mujer y lasacó de la cabina y del establecimiento.María se dejó llevar, y no fue capaz dedilucidar si su marido la llevaba arastras, en brazos o si directamentelevitaba. No se atrevía a asegurar si aúnestaba en este mundo.

En aquel momento no era el burka lo

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que le impedía ver lo que sucedía en lacalle. Era sencillamente la imagen de supadre muerto lo que querían y podíanver sus ojos en ese momento. Aquelpadre al que tanto sufrimiento habíadispensado con su comportamiento, consu actitud y con sus decisiones. Aquelpadre con el que tanto había discutidopor las horas en las que volvía a casa, opor la decisión de dejar los estudios.Aquel padre que no comprendía a suhija ni lo que hacía con su vida, peroque la quería sobre todas las cosas.Aquel padre que no pudo superar lamuerte de su mujer pero menos aún laausencia permanente de su hija. Aquel

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padre al que María le negó tantainformación básica y elemental que tantososiego le hubiese dado.

Aquel padre ahora estaba muerto yMaría deseó estarlo también. Ya nopensaba en huir de Afganistán. Ahorasólo pensaba en morirse y reunirse consu padre.

Cuando quiso darse cuenta, María yaestaba en casa, sentada en el colchóndonde Nasrad y ella dormían cadanoche. No hubiese podido explicarcómo había llegado hasta allí, cómo sehabía desprovisto de su burka, de sucalzado, porque le hubiese resultadoimposible no faltar a la verdad. No es

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que una nube negra y espesa ocupara sumente, es que el cielo entero se habíainstalado en su cabeza. María se sentíaaturdida, abandonada, enajenada, triste,sola como nunca antes había estado. Yhuérfana. Sin madre y ahora sin padre.Huérfana. Nunca pensó que esta palabrale supondría a ella tanta angustia ydesconsuelo, tan atroz y punzantesufrimiento: huérfana.

No sabría decir cuánto tiempo pasóhasta que logró ver nítidamente laimagen de su marido a su lado. No pudocalcular cuántas horas había estadoNasrad a su lado, mirándola sin entenderqué le pasaba y sin obtener ninguna

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respuesta. Parecía como si Maríahubiese perdido, además de a su padre,los cinco sentidos de un golpe: nirespondía al oído, ni al habla, ni seinmutaba ante la visión ni el olfato nimucho menos al tacto. No sentía nipadecía. Sencillamente no estaba. Hastaque la voz de Nasrad volvió aconvertirse en la vacuna para cualquiermal que acechara a María. La voz deNasrad volvió a obrar el milagro.

—Te he traído un té. Bébetelo. Tesentará bien.

La voz de Nasrad entró en los oídosde María cálida, suave, envolvente,convertida en la mejor caricia que

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podría conocer un cuerpo.María se dio cuenta de algo que ya

sabía y que agradeció confirmar: Nasradera un hombre que sabía estar al lado deuna mujer sin preguntas, sin prisas, sinlamentaciones, sin apremio, dando eltiempo necesario a las cosas. Esperandoque todo llegara cuando tuviera quehacerlo. Ni antes ni después. Tan sólo asu debido tiempo.

María sintió que debía a su maridouna sonrisa y una explicación. Y en esteorden saldó la cuenta.

—Nasrad, mi padre ha muerto.María pudo notar que la frase no

sonó tan fría y cortante en su voz como

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en la de su hermana Paquita. Noentendió por qué, pero lo agradeció.

Estaban los dos solos en lahabitación y sin ellos quererlo niplanearlo, un tercer huésped se sumó ala reducida comitiva: el silenciocómplice que unió a los dos, comotantas otras veces les había acompañadoy hermanado. Los dos se abrazaron, sebesaron y compartieron un momentocálido, presidido por un sentimiento depaz y de sosiego que se había negado aaparecer en las últimas horas. Porquehabían sido muchas horas las que Maríahabía estado aislada de la realidad, ensu mundo, en compañía del recuerdo de

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su padre, con el dolor y la oscuridadcomo única bandera.

—Mi padre ha muerto, Nasrad. Y nole he podido decir todo lo que le quería.

Cuanto más lo repetía María, conmás fuerza la abrazaba su marido. De suboca no salió ni una sola palabra deconsuelo, sencillamente porque no lahabía, por mucho que se hubieseintentado buscar. Su sola presencia erael mejor y único consuelo para María.Pero no fue suficiente.

María cayó en una depresión queduró semanas. Los días se le hacíaneternos, las horas le pesaban y losminutos le enterraban en vida. Nadie la

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ayudaba. Nadie podía. No tenía fuerzaspara nada. Ni la presencia de sus hijoslograba calmar el desasosiego en el quevivía permanentemente desde queconoció la noticia de la muerte de supadre. No comía, ni bebía, ni siquierarequería incorporarse para hacer lasnecesidad fisiológicas elementales. Sólodormía. Dormía durante todo el día. Ypensaba. Le daba una y mil vueltas a suúltima estancia en Mallorca, cuando supadre conoció a su nieto, Abdullah. Erafeliz con el pequeño y casi no se separóde él en las pocas semanas quepermanecieron en la isla.

El padre de María había elegido la

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opción de dar la impresión de que nosabía lo que pasaba. Desde luego, no legustaba que su hija se hubiese ido deMallorca a Londres sin avisar, sinexplicar absolutamente nada. Nuncahabía comprendido la actitud tanradicalmente independiente que habíapresidido todos los actos y lasdecisiones de su hija. Pero optó por noprofundizar más en la herida. Ya habíanvivido demasiados momentos tensosentre padre e hija y de poco habíanservido, excepto para agrandar más ladistancia física, nunca afectiva, entre losdos.

Ahora María tenía una nueva vida,

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tenía un hijo, y un marido de origenafgano. «Mi hija se ha casado con unmoro. Y ya está». Era lo que solía decirel padre de María. Los que leescuchaban no sabían decir conexactitud si era una simple exposiciónde los hechos o un comentario un tantodespectivo. Pero nadie quisopreguntárselo para salir de dudas.

«Mi hija se ha casado con un moro».María sonreía cuando escuchaba a supadre pronunciar esta frase. Algo quehacía bastante a menudo. Sabía que elmatrimonio con un hombre musulmán ysu conversión al islam no era lo que supadre había pensado y deseado para

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ella. Pero María tenía claro que la vidaconsistía en eso: en vivirla segúnviniera y no siguiendo planes ycumpliendo plazos trazados yestipulados desde el desconocimientoabsoluto y desde la frialdad del tiempo.

Ambos sabían que el uno no estabade acuerdo con lo que hacía el otro,pero el amor paternofilial erademasiado fuerte y robusto para quealgo externo lo franqueara.

María disfrutaba viendo cómo supadre jugaba con su nieto. Era unaestampa hermosa que no se cansaba deobservar. Se le dibujaba una sonrisa deorgullo, de felicidad en la cara que nada

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ni nadie podía borrar. No había vistonunca a su padre tirándose por lossuelos para jugar con sus hijos cuandoeran pequeños, y sin embargo, ahí estabaen el suelo, sobre la alfombra, en elsillón, en la cama jugando con su nietocomo si en ello le fuera la vida.

María tardó en saber que era esoprecisamente lo que sucedía: a su padrese le iba la vida. Y esta vez, de verdad.No era nada metafórico como cuandofalleció su esposa, la madre de María, ycreyó morir en vida. No era nadafigurado, como cuando supo que su hijaMaría había huido de su lado y pasaronsiete largos años hasta que volvió a

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saber de ella. Ahora se le iba la vida deverdad. Tenía cáncer y los médicos noeran muy optimistas. Al contrario, elrealismo se hizo tan fuerte y presenteentre la familia que los partes médicoseran como cuchillos que atravesaban atodos el corazón y les dejabanmalheridos. María intentaba poner enorden sus recuerdos para que el últimotiempo vivido con su padre noapareciera en su pensamiento en formade piezas de un puzle difícil de cuadrar.Pasó días reconstruyendo lasconversaciones con su progenitor,recordando sus miradas cómplices,recreando los largos silencios que

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existían entre ellos, pero que, más queherir, curaban las heridas pasadas,reviviendo de tal manera las palabras desu padre que le daba la impresión deestar escuchándole de nuevo,aconsejándola sobre esto o sobreaquello.

Y recordó con más dolor que ilusiónlas últimas palabras que pronunció supadre en su presencia, antes de queMaría volviera a coger un avión que ladevolvería a Londres, donde le esperabasu marido. «Sé que no voy a volver aver más a mi nieto. Ni a ti. Simplementelo sé». Se moría y él lo sabía.

María se arrepintió de no haber

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pasado más tiempo con él, de no haberleescuchado con más atención, de nohaber hablado más de las cosas que lesunían y menos de las que lograbansepararles, de no haberle explicado loque le quería, lo que agradecía todo loque había hecho por ella, de no haberletransmitido la alegría que sintió al verletan feliz junto a su nieto. Se odió por nohaberle llamado el mismo día en el quese casó con Nasrad, por haberle privadode tantos meses repletos de alegríasdesde que nació su nieto. Se torturópensando en lo que podría habersupuesto para su recuperación tenerlescerca, a ella y a su hijo, y juró que nunca

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se lo perdonaría, que tendría que vivircon ello toda su vida. Por haber pecadode egoísta y mirar sólo su propiobienestar y cerrar los ojos ante lasnecesidades de quien le dio la vida. Sele habían quedado tantas cosas pordecirle que esa ausencia le provocabaun dolor insoportable, sentía como lamala conciencia le arrebataba el aireque no lograba entrar con normalidad ensus pulmones. María sufrió durantesemanas. Pero no se quejó ni un solodía. Aceptaba el castigo que a suentender se merecía: ella habíaabandonado a su padre y ahora su padrese había ido, abandonándola también a

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ella.María no quería salir a la calle, ni

hablar con las vecinas, ni visitar a lafamilia de Nasrad. Ni siquiera laposibilidad de encontrar ayuda en laembajada española conseguía abstraeríade su estado de depresión.

Todo lo que se hacía en aras deayudarla y sacarla de ese estado erainútil. María había decidido encerrarseen sí misma y no parecía dispuesta aabandonar esa clausura.

Sólo alguien tan poderoso en la vidade María podía conseguirlo. Y fue quienlo hizo.

Una mañana regresó Nasrad a casa

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antes de lo previsto. Llegaba con unospapeles en la mano. Entró en lahabitación, se sentó al lado de María ycomenzó a hablarle.

—Tu hermana te ha mandado eldinero. Esto puede ser tu puerta hacia tupaís, hacia tu mundo, hacia un futuromejor. Ahora depende de ti si quieresseguir en este estado de abandono o si,por el contrario, reaccionas, te levantasy actúas como lo que eres: una mujerlista, inteligente, responsable, fuerte ysegura de ti misma. La mujer de la queme enamoré un día y de la que sigoenamorado y lo estaré hasta el día en elque me muera. Haga lo que haga. Ahora,

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María, tú decides. Como siempre lo hashecho. Ahora tú decides. O abandonar yperder, o luchar y ganar. Decidas lo quedecidas, yo estaré contigo. A tu lado.Siempre.

María sintió cómo, después deescuchar las palabras de su marido, algoque le nacía desde dentro la obligaba alevantarse de aquella cama en la que sucuerpo llevaba demasiado tiempopostrado, abatido y abandonado a lasuerte que le iba marcando el destino.

Llevaba días, semanas sinincorporarse, sin estar en una posiciónde cierta verticalidad y una sensación devértigo se apoderó de ella. Pero sólo fue

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un instante. Enseguida la medicina quesuponían las palabras de Nasrad hizo suefecto. Su marido tenía razón. Su padrehabía muerto y ella ya no podría hacernada. Ahora su hermana le enviaba unaviso en forma de transferencia para quese levantara y siguiera con su vida. Ysintió que se lo debía a todos. Tambiéna su padre.

María invirtió los primeros minutosde su vuelta a la vida en asearse, comeralgo, en reunirse con sus hijos, a los queabrazó como si hiciera años que no veía,y en pedir disculpas a Nasrad.

—Lo siento. Sé que me hecomportado mal y que tú has sufrido

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viéndome en este estado. Te prometoque se acabó. Que comienzo de nuevo aluchar y que lograremos salir de aquítodos juntos —María hizo un descansoen sus palabras para coger aire yproseguir. Se sentía fuerte yextrañamente esperanzada. No sabía porqué, pero le gustaba. Quiero ir estamisma tarde a la ciudad para poderllamar cuanto antes a mi hermana. ¿Meacompañarás al locutorio?

María sabía que era una preguntaretórica y que su marido la acompañaríasin poner ningún tipo de problema. Másbien al contrario: Nasrad se mostrabaencantado de volver a ver a su mujer

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con ganas y con ese desparpajo del quesiempre había hecho gala y que nisiquiera el régimen talibán habíalogrado aniquilar, aunque sí esconderloy resguardarlo del exterior.

María deseaba hablar con Rosie,contarle lo que le había pasado.Necesitaba recuperar sus ganas de vivir,de hablar, de hacer todo lo posible paraque la vuelta a su país fuera inmediata.Y necesitaba hacerlo ya.

Cuando entró en el locutorio, aMaría le temblaron las piernas. Sobretodo cuando el encargado le ordenó queentrara en la misma cabina donde,semanas atrás, su hermana Paquita le

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había soltado la frase más fría ydolorosa que recordaba haberescuchado en su vida: «María, tu padreha muerto».

Se armó de valor, como en muchasotras ocasiones, y entró en la cabina.Marcó el teléfono de Rosie, sin separarla vista de los números, y esperórespuesta.

Cuando la obtuvo, cuando escuchóen primer plano la voz de su hermanaRosie, que sustituía a las señales dellamadas telefónicas, María no pudocontener las lágrimas. Y se derrumbó.

—Rosie, papá ha muerto. Papá hamuerto, Rosie.

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María casi no podía hablar porquelas lágrimas se le iban alojando sinpermiso en la garganta y leimposibilitaban el habla, y Rosie nopodía dar crédito a lo que escuchaba.

—Ya lo sé, María, cariño, ya sé quepapá ha muerto. Pero a ti ¿quién te lo hadicho? ¿Cómo te has enterado?

—Llamé al hospital y había unaseñora en su habitación —relatabaMaría mientras intentaba controlar elhipo que le había motivado la repentinallantina—. Luego llamé a Paquita y melo dijo. Qué burra es, Rosie, me lo dijosin más, como si me estuviera diciendola cosa más banal del mundo. «Tu padre

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ha muerto», y ahí no pude más… y meviene abajo. He estado fatal, Rosie.

—¿Has hablado con Paquita? —Rosie se extrañó, pero no quiso indagarmás en cómo su hermana María se habíaenterado de la muerte de su padre ydecidió no hacer más preguntas—.Perdóname, María, te lo tenía que habercontado yo. Pero creí que eraconveniente que no lo supieras. Es loque te faltaba en tu situación… Y mira,al final te has enterado. Y no por mí,precisamente.

—Rosie ¿cuándo se murió?—En enero. Le sobrevino una crisis

y no pudo superarla como en otras

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ocasiones. Todo fue muy rápido. Almenos eso nos dijeron los médicos. Sedio cuenta de todo, pero no aseguraronque no sufrió.

—Rosie, ¿y te preguntó por mí enalgún momento? —preguntó María concierto temor a que la respuesta de suhermana no fuera precisamenteafirmativa.

—Claro, María. Por supuesto queme preguntó por ti. A todas horas. Nopasó un solo día que no preguntara por tiy por tu hijo.

No dejaba de decir que nunca máspodría ver a su nieto ni a su hija y eso leentristecía, aunque intentaba que no se lo

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notáramos. Ya sabes cómo era papá,María… Rosie creyó intuir en elsilencio que presidía la comunicaciónque su hermana necesitaba saber algomás, requería seguir escuchandopalabras que describieran los últimosmomentos que vivió su padre.

—Él sabía todo lo que te estabapasando, María. Aunque tú no le dijerasnada y de mi boca tampoco saliese ni unsolo detalle de lo que estás viviendo, éllo sabía. No me preguntes cómo, pero losabía. Percibía que no estabas bien, queestabas sufriendo, y le martirizaba elhecho de no poder hacer nada por ti.Fíjate, hasta me dijo el pobre que si

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supiera que podría llegar, se iría élmismo andando desde Palma hasta ellugar donde tú te encontraras, si sabíaque así te iba a encontrar e iba a tener laposibilidad de darte un abrazo.

María sintió que su corazón brincódentro de su pecho cuando escuchó esaspalabras de Rosie. Eso mismo es lo queella había pensado muchas noches,mientras los planes de huida y deregreso a España le ocupaban sus largasnoches de insomnio. Una y mil vecespensó en el tiempo que podría tardar sisaliera de casa una noche y se pusiera aandar hasta llegar España. Podría sonarridículo, imposible, incluso parecer una

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locura, pero hubo noches en las que tuvoque mirar a Nasrad y a sus hijos paradecidir no hacerlo.

La voz de su hermana la devolviópoco a poco a la realidad.

—Además, sus últimas palabrasfueron para ti, María. El últimopensamiento no fue para ninguno de losque estábamos allí, junto a su cama, sinopara ti.

María se quedó callada, esperando aque su hermana Rosie le dijera cuáleshabían sido esas últimas palabras.

—¿Qué te dijo Rosie? ¿Qué te dijopapá sobre mí?

—Me dijo que te protegiera —ahora

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era Rosie la que sentía que su voz seresquebrajaba por momentos—. Quecuidara de ti, María. Que estuvierasiempre cerca de ti, que no te permitierani un solo silencio más ni una solaaventura más que pudiera alejarte de tufamilia, de nosotros. Tu padre me pidióque estuviera pendiente de ti para que nohicieras más locuras. Y yo se loprometí, María. Y pienso cumplirlo —Rosie tomó aire y prosiguió—. Y measeguró que desde arriba lo estaríaviendo todo y que así sabría si lehabíamos hecho o no caso.

—¿Eso te dijo? —pudo decir Maríaentre sollozos.

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—Eso me dijo, María. Y ya te digoque me comprometí a ello. Así que es loque pienso hacer. Y espero que tú meayudes.

Las dos hermanas comprendieronque era el momento de dejar laslágrimas y el escozor de garganta a unlado y ponerse a trabajar.

—Nasrad me ha dicho que me hallegado el dinero. Que ya está en elbanco —la voz de María parecíadiferente cuando decidió cambiar detema, como si hubiera sufrido unatransformación adulta en los últimos tressegundos.

—María, no quiero que Nasrad coja

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el dinero. Ese dinero es para ti y quieroque tú lo utilices como creas oportuno.No quiero que nos encontremos ante unadesagradable sorpresa. Quiero que tú tehagas cargo del dinero. ¿Está claro?

Cuando acabó de decir aquello,Rosie sintió que quizá el tono utilizadono era el más correcto para esemomento. Había estado dura y diligentecomo solía ser. Y temió que su hermanano lo hubiese entendido de la maneracorrecta.

—Rosie, es lo que pensaba hacer.Nasrad no ha cogido nada que no lecorrespondiera, pero te recuerdo que esmi marido y es él el que me está

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ayudando a salir adelante. Así que novuelvas a decirme que dudas de élporque no lo voy a permitir.

—María, no es eso. Perdóname sime he explicado mal. Lo que te quierodecir es que a mí quien me importa erestú. No digo que Nasrad no sea bueno,pero yo a quien conozco y a quienquiero es a ti. Y por eso lucho —Rosieprefirió cambiar de tema, no fuera serque el tono de la conversación secomplicara por una tontería. ¿Hascomprado ya el móvil? Recuerda,María, que es lo primero que quiero quehagas.

—Es lo que voy a hacer cuando

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termine de hablar contigo. Nasrad meacompañará al banco, sacaremos eldinero e inmediatamente nos compramosel móvil.

—¿Cómo van tus trámites en laembajada de España?

—Mal, Rosie. Muy mal. Nadiequiere hacer nada o quizá es querealmente no puedan hacerlo. Cada vezque entró en una embajada o les envíouna carta, me siento tonta e impotente.Es como si a priori supiera que de nadava a servirme, que nada ni nadie va aayudarme a salir de aquí. Y es que,Rosie, no entiendo para lo que está laembajada si no puede ayudar a una

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española en una situación como la mía.Supongo que para eso están en un paíscomo éste. No lo entiendo,sinceramente. Me supera.

—Sigue intentándolo, María. Nocejes ni abandones. Sería lo peor quepuedes hacer. Te prometo que estoyhaciendo todo lo posible para sacarte deahí.

Rosie dudó si decírselo a suhermana, pero al final decidió compartirla idea que le venía rondando desdehacía unos días.

—He pensado acudir a la prensapara contar tu historia. Ellos siemprepueden presionar más y este tipo de

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historias siempre llaman la atención. Ytambién he logrado que me reciban enalgunos centros oficiales. Ya te contarécómo me van las cosas. Por eso es muyimportante que te compres el móvil,María. Necesito estar en contactocontigo en cualquier momento y noesperar a que me llames.

—No te preocupes. Esta mismanoche te llamo y te doy el número.Muchas gracias por todo, Rosie.

—Te he dicho que no me des lasgracias, María. Eres mi hermana yademás se lo prometí a papá.

No podía soportar Rosie que suhermana le estuviera dando las gracias a

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cada momento. Se sentía mal, como sicada vez que pronunciaba María lapalabra gracias, le recordara a ella queno estaba haciendo lo suficiente parasacar a su hermana de allí.

—Entonces espero tu llamada estanoche. No te retrases. Un beso, María.

—Adiós, Rosie.Los días posteriores a esta

conversación entre las hermanastranscurrieron sin grandes novedades.Los primeros días se sobrellevaronmejor, ya que el dinero que habíamandado Rosie le sirvió a María paradisfrazar, aunque fuera de maneratemporal, las grandes necesidades que

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pasaba su familia, la penuria en la quevivían. Se compró el móvil en el quetanto había insistió su hermana, peropronto comprendió que había puestodemasiada esperanza en que ese aparatose iba a convertir en el transmisor debuenas noticias y que lo haría de manerainmediata. Por eso, cuando esto noocurrió, reinó la desesperanza. Y lo hizoa un lado y a otro.

María se propuso recorrer todas lasembajadas internacionales que ellapensaba que le ofrecían más confianza.Estuvo en la embajada del Reino Unido,en la de Francia, incluso probó en la delos Estados Unidos. Pero el final

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siempre era el mismo. Con buenaspalabras, le recomendaban que lo másoportuno era que pidiera amparo en suembajada, la española.

Pero esto que le proponían nopresentaba más que problemas. Tambiénadivinó las direcciones de algunosorganismos nacionales y sobre todointernacionales, y les remitió cartas enlas que relataba su situación y el rosariode vicisitudes por el que había pasadoen los últimos años. Algunos de estosorganismos, como el de Ayuda a laMujer, se implicaron en su caso ylograron facilitarle algo de dinero,comida, ropa e incluso trabajo temporal.

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Por su parte, en Mallorca las cosastampoco pintaban mucho mejor. Rosiehabló con varios medios decomunicación locales y narró para ellosla aventura de su hermana María. No sesentía bien haciéndolo, no le agradabatener que responder a las preguntas y,sobre todo, dar explicaciones sobre lavida de su hermana y el porqué de suactual situación. Pero comprendía queera una de las maneras más rápida yefectivas de que el mundo se enterara deque su hermana estaba abandonada ysola en un país extranjero y que nadie leestaba echando una mano.

Rosie no tuvo suerte en su

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peregrinaje por los despachosimportantes a cuyas puertas llamó y enlos que entró arropada por buenaspalabras y gestos amables. Pero a lahora de la verdad, ninguna de aquellaspersonas le prestó la ayuda necesaria.Tanto es así que al final ninguno de losque hacían gala de buenos gestos y debonitas palabras se ponían al teléfonocuando Rosie insistía en que su hermanahabía pasado demasiado tiempo enAfganistán y que alguien la debía sacarde allí. En el fondo, esta hipocresía nosorprendió demasiado a Rosie. Siempresupuso que la respuesta que obtendría enaquellos lugares sería el llamado

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silencio institucional.La desesperación llegó a tal extremo

que Rosie llegó a pensar que lo mejorsería sacar a su hermana de Afganistánpor otros medios menos oficiales y, porsupuesto, nada legales. En aquelmomento le importaba poco que lasalida de María de aquel infierno no serealizara a través de los trámitesreglamentarios, entre otras cosas,porque éstos no permitían un rápidoregreso a casa. Lo único que leimportaba a Rosie es que su hermanasaliera de allí, y luego ya habría tiempode discutir sobre la conveniencia de losmétodos utilizados.

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A través de un amigo, supo que en lacárcel de Zaragoza había un preso deprocedencia musulmana, que habíarenunciado a su creencia religiosa y a sunacionalidad afgana. Rosie pasó nochesenteras pensando en organizar un viaje aAfganistán, ayudada por este recluso,que tenía contactos de conocidossicarios de su país que ayudarían, acambio de una nada módica cantidad, asalir a María. Para ello se necesita valory dinero. Rosie tenía lo primero, carecíade lo segundo. Fueron varios los días enlos que Rosie se mostraba convencidade emprender esa peculiar hazaña queocupaba entonces sus ilusiones. Pero

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por si las expectativas de éxito no eransuficientemente desalentadoras de porsí, un abogado amigo le dijo que esascosas sólo salían bien en las películas yque la realidad era bien distinta. Rosieno se quedó muy convencida con laexplicación, pero no tuvo más remedioque acatar el consejo del letrado.

Optó por encontrar a su hermana ysacarla de Afganistán por la vía legal.Quizá esta vez tendría más suerte.Volvió a llamar a decenas de puertas deimportantes despachos oficiales,grandes y pequeños, locales ynacionales. Todos coincidieron en lomismo: «Lo sentimos, no podemos

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ayudarla. El tema es demasiadocomplicado y la situaciónextremadamente delicada. Hay unaguerra en aquel país y las posibilidadesde sacar con éxito a su hermana y a sushijos son nulas».

Rosie salía de esos despachos conmás fuerza con la que entraba, porqueestaba convencida de que sin la ayudade esos señores que vestían trajes caros,se sentaban en sillones de piel, pisabanalfombras persas y ofrecíanamablemente bebidas a susinterlocutores, ella sería capaz de sacara su hermana de Afganistán. Y laimpotencia que sentía ante la falta de

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apoyo de estas personas, que tendrían ensu mano la vuelta de su hermana con unsolo chasquido de dedos, le dotaba demás fuerza y más vigor para conseguirlopor sus propios medios.

Pero la puerta a la esperanza se leabrió a Rosie en una dirección hastaentonces desconocida.

Hacía una semana escasa que su tíade Barcelona, una de las tías que másquería y con la que más tiempo habíapasado María en su niñez, le habíallamado para comunicarle que ella teníaunos amigos que trabajaban decocineros en la embajada española enKabul. Y que ellos tenían cierta amistad

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con un guardia civil de nombre José, queademás de ser un estupendo profesional,era una muy buena persona.

A su tía se le había ocurrido quequizá este guardia civil podría prestarlealguna ayuda a su sobrina y orientarla enlos pasos a dar para poder arreglar yformalizar su situación.

Rosie no sabía si gritar de alegría ode rabia y desesperación por no habercontado antes la historia de su hermana.

—Estos amigos míos me han pedidotu móvil, Rosie, y por supuesto se lo hedado. Dicen que han hablado con elguardia civil José y que les haasegurado que hará todo lo posible para

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ayudar a María. Pero que antes quiereconocer su historia y los motivos por losque María lleva tanto tiempo sin salir deAfganistán. Y por eso quiere hablarcontigo. Así que en breve te llamará, sies que no te ha llamado ya.

—No, tía. A mí nadie me ha llamadotodavía. Pero no sabes la alegría que medas si esto es cierto.

—Pues claro, hija, que es cierto.Estos amigos míos son personas serias yen cuanto se han enterado de la historiade María, no han dudado en ofrecermesu ayuda.

—Ya, tía. Si no lo dudo. Pero es queya he visto tantas cosas, tantas buenas

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palabras y tantas zancadillas, que una yano sabe qué creer ni a qué hacer casó.

La llamada de la tía le había pilladoa Rosie en uno de esos momentos malos.La moral la tenía por los suelos, losánimos seguían esa misma ruta y eloptimismo, más que una bandera, erauna especie de losa que le caía encimacada vez que intentaba ilusionarse conalguna llamada, alguna entrevista con unpolítico o con algún encuentro con unperiodista.

Llevaba mucho tiempo alimentandofalsas esperanzas y utópicasexpectativas de ayudar a su hermana asalir de Afganistán, y siempre que ella

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creía estar cerca de conseguirlo, veníaalguien que lo echaba abajo, con lamisma facilidad y crueldad con la que sedestroza un castillo de arena hecho porun niño en la playa. Así se sentía ella,como ese niño que después de muchoesfuerzo veía que alguien se encargabade destrozar lo que tanto le habíacostado levantar y le dejaba allí, solo yabandonado, mirando los restos de suobra ahora hecha añicos.

Sin embargo, esta vez parecíadistinto. Al menos no tardó en recibiresa llamada.

—¿Rosa? Mire, soy José, le llamode Kabul. Supongo que sabe quién soy.

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—Claro, José. Encantada y graciaspor llamar —Rosie no pudo evitarlo, yel ansia que le impedía dormir y comerdurante los últimos días quizá pudotraicionarla y la llevó a pecar deimpetuosa: ¿Va a poder hacer algo pormi hermana?

Rosie creyó adivinar a través delhilo telefónico una media sonrisa deJosé, que entendía perfectamente lavehemencia con la que le habíaformulado su interlocutora la pregunta.

—Espero que sí, Rosa. Créame quevoy a hacer todo lo que esté en mi mano.Pero para eso tiene que explicarme unpoco qué ha pasado y que me facilite la

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manera de ponerme en contacto con ella—quizá notó el guardia civil que suspalabras no habían convencido del todoa Rosie y por ello decidió añadir ciertacredibilidad a su discurso, la suficientepara dotarlo de una mínima tranquilidadque hiciera que Rosie abandonara latensión que la mantenía rígida desdehacía demasiado tiempo. Mire, Rosa, notengo ningún interés en mentirle. Me heenterado del caso de su hermana yquiero ayudarla.

—Gracias, José. No sabe lo que leagradezco su llamada y su sinceridad. Yperdone si me ha notado un poco fría alprincipio, pero es que usted

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comprenderá la vida que llevamos… —Tranquila. Y si le parece, comenzamos atutearnos. Será más fácil y amable paraambos, ¿no le… no te parece?

Rosie no tardó en poner al día alguardia civil de la situación en la que seencontraba su hermana. Al menos hastadonde ella conocía. Le contó a Josétodos los pasos legales que había dadopara intentar que alguien le solucionarael tema de los papeles, pero nadie sabíacómo hacerlo. A Rosie le pareciócurioso observar que en la mayoría delos casos, la contradicción se instalabaen las ambiguas respuestas de losinterlocutores, que buscaban más salir

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airosos de aquel compromiso queencontrar la forma de sacar a María desu infierno. En España le decían que lospapeles los tenían que conseguir enAfganistán y en esas tierras, a María leaseguraban que los trámites debíanrealizarse en su país de origen. Ygracias a la ineficacia de unos y a ladesgana de otros, María continuaba enKabul.

José le aseguró a Rosie que en lospróximos días llamaría a María. Pero lerecomendó encarecidamente que no lecomentara nada a su hermana sobre surango policial. Era preferible decir queJosé era un voluntario de la embajada a

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que era un guardia civil allí destinado,ya que podría buscarse más de unproblema con sus superiores si éstosllegasen a enterarse de que ayudaba apersonas fuera de su encomienda laboraly por su cuenta y riesgo. Consecuenciasnada agradables.

Podía habérsela notificado muchoantes, pero Rosie prefirió asegurarse delas posibilidades reales que existíanantes de crear falsas esperanzas a suhermana, y que fuera peor el remedioque la enfermedad.

El móvil de María sonó justo cuandose disponía a asear a los niños. Mientrasadvertía a sus hijos que se siguieran

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lavando ellos solos hasta que ellavolviera y mientras encaminaba suspasos al lugar donde se encontraba elmóvil que no dejaba de desprender esamusiquilla que María asociaba con suhermana, María pensó en ella. Era laúnica persona que tenía ese número ydesde luego la única que la llamaba.Quizá tendría novedades o quizá sóloera una llamada de apoyo y de cariño.

Cuando recogió el móvil del suelo yvio en la pantalla un número que leresultaba extraño, María frunció el ceño.«¿Quién podrá ser? Si nadie tiene estenúmero. Qué raro». Durante unosinstantes pensó en la conveniencia de

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responder o dejarlo sonar hasta quesaltara el contestador y que quien fuesedejara un mensaje. Pero pronto desechóesta idea por absurda. «Quizá seaalguien que pueda ayudarme. No voyahora a andarme con remilgos a estasalturas de la película». María se acercóel móvil a su oído y respondió entre laincredulidad y la desconfianza… —¿Quién es?

—¿María Galera? —esperó unarespuesta afirmativa al otro lado delteléfono y prosiguió el parlamento quereconoció había estado ensayando paraevitar inquietar a María ante una vozdesconocida de hombre. María, me

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llamo José, soy un voluntario de laembajada de España. Me ha dado sunúmero de teléfono su hermana Rosa.

—¿Rosa le ha dado mi número deteléfono? Pues no me ha dicho na… —María tardó en acordarse de la llamadade su hermana en la que le hablaba de unchico que trabajaba en la embajadaespañola y que podría echarle una mano.¡Ah sí, José! Perdona, es que me haspillado con la cabeza en otro sitio.Claro que mi hermana me habló de ti.Pero, sinceramente, no creí que mefueras a llamar tan pronto. Es queprefiero no hacerme muchas ilusiones,¿sabes?

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—Lo comprendo. No te preocupes.María he pensado que quizá podríaacercarme a tu casa para conocer algomás tu historia y ver en qué te puedoayudar. Si necesitas algún alimento, oalgo de ropa, algún permiso especial…No sé. ¿Vas a estar en casa esta tarde?

—Sí, claro, no pensaba salir. Si teparece bien, nos podemos tomar un téaquí en casa. Además esta tarde estarámi marido, Nasrad, y así le puedesconocer. Si quieres te dejo mi direccióny te acercas cuando quieras.

—Estupendo. Allí estaré, María.Hasta esta tarde.

—Adiós, José. Y gracias.

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La entrada de José en la vida deMaría fue prácticamente milagrosa. Encuestión de semanas, María iba siendotestigo de cómo las infinitas trabas quele habían puesto a ella para obtenercualquier tipo de papel o documentacióncuando acudía a las embajadas en buscade ayuda no existían o simplementedesaparecían cuando era José quieniniciaba cualquier trámite burocrático.

Aquel guardia civil, oculto bajo eldisfraz de secretario voluntario de laembajada de España, se convirtió en unverdadero ángel de la guarda paraMaría, que nunca conoció la verdadsobre la profesión de José.

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Sentía como si aquel hombreconociera más cosas de ella que las queella misma le había contado y confesadoen sus numerosas conversaciones.Porque José también se había convertidoen un confesor, en alguien en quienMaría podía depositar sus anhelos, susdeseos, sus dudas y sus temores sin queel miedo a una posible traición incubaraen su interior. José conocíaperfectamente lo que ocupaba los sueñosde María: salir de aquel país, junto a sushijos y a su marido. Los cuatro juntosregresando a España. Ése era el únicodeseo de María, que, sin embargo, veíade difícil consecución por la falta de

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papeles, por la ausencia de dinero y porlas fuertes tradiciones afganas que nopermitían a la mujer tomar sus propiasdecisiones. María temía que sus hijos, alhaber nacido en Afganistán, no tendríanla misma facilidad de poder salir deaquel país que si hubiesen nacido enEspaña o en cualquier país europeo. Esoles facilitaría su salida, es más, podríagarantizársela si algún día se lograseconseguir el dinero. Pero ni una cosa nila otra eran posibles a través de los ojosde María, y prefería no perderse enelucubraciones que, a la larga, lesupondrían más sufrimiento que alegrías.

José se había convertido en la

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persona de confianza de María enKabul. Y a María le daba la impresiónde que siempre iba dos o tres pasos pordelante de ella. Antes de que pudieraconfirmar cualquier dato sobre supersona, José ya lo sabía y lo habíautilizado. Y así era realmente. No erauna impresión de María, aunque elladesconocía la naturaleza de estasabiduría innata de su ángel de laguarda. José había alcanzado esaposición privilegiada en la vida deMaría gracias a la información que ibaobteniendo de Rosie, pero María no lodescubriría hasta más tarde. De locontrario, hubiese podido arruinar los

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planes de salida que tanto José comoRosie estaban ideando a espaldas deMaría por su propia seguridad.

Un día, José recibió una llamada enla que pudo escuchar que la voz deMaría evidenciaba un estado dehisterismo tal que incluso a José le costóreaccionar. Las palabras se le agolpabanen la boca y lejos de cualquierpronunciación audible y coherente, laspalabras de María eran un batiburrillode sonidos, gritos y llantos que a José lecostaba seguir y entender.

María estaba todavía en estado deshock por lo que acababa de presenciarhacía tan sólo unos minutos en una de las

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calles de Kabul. Se sentía incapaz deasimilar la imagen que permanecíaanclada en su retina y de la quedifícilmente se desprendería por muchosaños que viviera y por mucho horror queconociera durante los años que lerestaran de existencia.

Su nerviosismo, jadeante y continuo,hizo temer lo peor a José, que escuchabaatónito al otro lado del auricular, sinposibilidad de calmar a María. No sabíacómo intentar dar forma al cúmulo desollozos, lamentaciones y quejidos quele dispensaba María. «¡Niño, muerto, encalle! ¡Fueron ellos, Dios mío, Diosmío!» José sostenía con fuerza el

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auricular mientras sentía que su rostroadquiría una extraña rigidez que leobligaba a mantener los ojos másabiertos de lo habitual. Intentabaencontrar algún sentido en las palabrasque María iba escupiendo sin lógicaalguna aparente. Pero no lo tenía nadafácil.

—María, necesito que tetranquilices. De lo contrario no voy apoder ayudarte. ¿Entiendes lo que teestoy pidiendo? —José dio gracias aDios por ser un hombre educado ytemplado al que difícilmente se le podíaver perder los nervios. Esa virtud lehacía no evidenciar un estado de ánimo

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alterado que podría complicar aún máslas cosas. Ahora cuéntame qué hapasado. Sea lo que sea, ya sucedió,María. Ahora toca calmarse y dejarmeescuchar lo que te ha pasado.

María sintió que después deescuchar y asimilar las palabras de José,su respiración se sosegaba, el temblorgeneralizado que se había apoderado desu cuerpo iba apaciguándose, y el hipoque la dominaba desde hacía casi 45minutos se tornaba casi imperceptible.No sabía muy bien si sería capaz derevivir todo lo que había sucedido antesus ojos y los de su familia, pero lointentaría.

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Y María comenzó a recordar.—Habíamos salido a comprar algo

de aceite y de pan. Hacía buen día, asíque decidimos llevarnos a los niñosporque llevaban muchos días sin salir decasa y quería que les diera el aire, elsol.

María recordaba que había muchagente en la calle, porque ese día era undía de compras en Kabul. Recorrieroncon los niños los diferentes puestosdonde solían vender de todo y de todoslos colores, algo que siempre conseguíasorprender a Abdullah y a Nuria.

—Pasamos por un puesto de dulcesy los niños nos pidieron que les

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compráramos uno. No solemos hacerloporque es un gasto que no nos podemospermitir, pero Nasrad consideró quetampoco pasaba nada si un día lesdábamos a los niños un capricho. Erandulces de almendra y miel. A Abdullahle encantan y sólo por verle sonreír y lacara de ángel que se le queda cuando selos entrego, merecería la penacomprarle uno todos los días.

María había hecho una pausa.Notaba cómo el momento que no queríarecordar iba llegando, y que tendría quetrasladarlo a palabras, y le daba pánico.Pero, aún así, prosiguió.

—Mientras mi marido pagaba

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aquellos dulces, desvié la mirada haciala plaza y pude ver que entre mucha otragente, había un niño, de la edad deAbdullah, jugando con una pistola dementira, un juguete que incluso puedeque se lo hubiese hecho su padre o suhermano mayor. Estaba jugando solo, ély su pistola en la mano. Y de repentellegó un soldado. Pude ver claramentecómo se encaminaba hacia el niño,decidido, con paso firme, y sin abrir laboca ni mediar palabra, echó mano deuna de sus armas, la dirigió a la cabecitadel niño… ¡y disparó!

María iba recordando cómo la genteque se encontraba cerca del niño en

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aquel momento abrió el círculo, ymovida por el horror y el miedo, corrióhacia otro lado, en dirección contrariade donde se encontraba el cadáver delniño. Algunos se quedaron viendo alniño, quien yacía muerto en medio de ungran charco de sangre que le brotaba desu pequeña cabeza. El militar que lehabía disparado volvió a meter su armaen uno de los huecos habilitados paraello en su cintura, y se fue.

Cuando otro de los militares seacercó a preguntarle qué había pasado,el despiadado ejecutor le respondió, conla misma frialdad con la que habíaapuntado segundos antes a la cabeza del

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niño, que aquel crío le estaba apuntandocon una pistola que tenía en la mano, yque el militar ejecutor no podía saber siaquel arma era de verdad o de mentira,por lo que había decidido disparar. Larespuesta pareció del agrado delcompañero, y ambos decidieronmarcharse de aquel lugar.

El cuerpo sin vida del pequeñosiguió durante bastante tiempo tirado enel suelo, yacía inmóvil, en la mismapostura en la que cayó, con la pistola dejuguete, que manejaba antes de recibir eldisparo mortal, a escasos centímetros desus pies. Nadie se atrevió a tocarlo,nadie se acercó aunque sólo fuera por

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saber si seguía vivo o muerto, por temora enfadar a los militares y recibircualquier tipo de represalias por suparte, como le había sucedido a aquelniño.

Pasados unos minutos, cuando loscuriosos habían decidido abandonar sulugar privilegiado como testigosoculares, un hombre de mediana edad,con el rostro desencajado y totalmentelívido, se acercó al niño, a su hijo decuatro años, lo cogió en sus brazos, dijounas palabras inaudibles, al menos paralos allí presentes, y dirigió la mirada alos militares que habían permitidosemejante ejecución, que observaban

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inmutables la imagen, sin ningún interésy con bastante desprecio. Por unmomento, se temió la peor. Pero aquelhombre se levantó con su hijo en brazos,se dio media vuelta y se perdió entre lagente. Sólo Dios sabe lo que se le pasóa ese hombre por la cabeza mientrasllevaba a su hijo muerto en los brazos.

María miró a su hijo Abdullah.Todavía no le había dado tiempo alpequeño a disfrutar de ese manjarinesperado que supuso para él la compradel dulce de almendras y miel. Y nopudo evitar pensar qué hubiese pasadosi en vez de un dulce, a su hijo se lehubiese antojado un juguete en forma de

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pistola y como aquel niño que ahoraregresaba muerto en brazos de su padre,se hubiese ido a jugar a la plaza. Y aMaría le sobrecogió un malestar enforma de ansiedad que le iba superandopor momentos.

Por suerte, sus hijos no habían vistola escena. Nasrad se había encargado dedistraerles. Eran conscientes de que algohabía pasado, porque se vivíacrispación y tensión, pero sus ojos nolograron ver nada.

—¿Qué pasa, mamá, qué pasa, papá?—Nada, hijo, nada. Agarra bien tu

dulce, no se te vaya a caer al suelo, yvámonos. María —dijo Nasrad

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dirigiéndose a su mujer, vámonos ahoramismo de aquí.

A María todavía le dolía todoaquello y más cuando se lo tuvo querelatar a José. No había logradoasimilarlo ni dejarlo abandonado enalgún lugar de su mente como hubiesesido su deseo. Pero volvió a la realidad.Tenía a José al otro lado del teléfono ytenía claro lo que quería decirle.

—José, nos tienes que ayudar a salirde aquí. José, te lo pido por favor. No losoporto más. Ese niño podría haber sidomi hijo, y lo puede ser mañana. Y yo noquiero que eso ocurra. José, por favor,si puedes realmente hacer algo por mí,

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hazlo ahora y sácame de aquí.—María, tranquilízate, y no me

digas estas cosas por teléfono. Quédateen casa hasta que yo te vuelva a llamar.No salgas, con nadie, ni con tu marido.¿Me oyes? Con nadie. Espera millamada. Te juro que te llamo lo antesposible. ¿Me has entendido?

María hacía mucho que noescuchaba jurar a nadie. Y lesorprendió. Le sorprendió gratamente,no supo por qué. Y decidió aceptar lascondiciones que le decía su ángel de laguarda.

—Está bien, José. No saldré decasa. Esperaré a que me llames. Pero no

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desaparezcas sin más. Antes prefieroque me lo digas y seas sin cero conmigo.Después de todo lo que hemos pasado,no podría soportar una nueva decepción.Y menos proveniente de tu persona.

La voz de María se había tornadoseria y digna, incluso había adoptado uncariz de frialdad que contrastaba con loslamentos aterradores que proferían suscuerdas vocales minutos antes.

—No voy a desaparecer. Confía enmí, María.

José pronunció estas palabrasponiendo un especial énfasis en cadauna de ellas, como queriendo más queconsiguiendo tranquilizar a María.

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—Siempre lo he hecho —afirmófríamente María.

Transcurrió más de una semana yJosé no había llamado a María. Se temiólo peor, pero curiosamente, y lejos de loque se imaginó en los primeros díascuando su otrora ángel de la guarda norealizó la ansiada llamada de teléfono,no sentía ni odio ni rabia, ni siquiera seencontraba débil ni decepcionada ante elsilencio de José. Sencillamente aceptabaéste tal y como le venía. «Si no llama esporque no tendrá nada que decirme. Yquizá sea mejor así». María habíaaprendido con una facilidad asombrosaa aceptar los embistes del destino tal y

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como le venían dados. Y este que estabaaguantando prometía ser uno de tantos.

Sin embargo, no había rencor nianimadversión contra José. Ni un solorastro de resentimiento. La nadaabsoluta. María había dejadosencillamente de confiar en las personasy había decidido aceptar su destino y sunueva vida. Sería en Kabul, como mujerafgana, sus hijos se criarían como tales,y su marido trabajaría para sacarles atodos adelante. Cualquier futuro mejorpasaría por Kabul. No cabía pensar enotro horizonte mejor y más lejano. Seacabaron los sueños. La cruda realidadpesaba demasiado. Y María había

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decidido aguantar ese peso y llevar lacarga con resignación y dignidad. Almenos, eso le quedaría.

La ola de pesimismo que asolaba elcorazón de María se rompiódelicadamente con el timbre de suteléfono móvil. Por un momento, Maríapensó que podría ser José, que al fin y alcabo, daba señales de vida y aparecíade nuevo para volver a proyectar algode esperanza en su vida. Pero seequivocó. Era su hermana Rosie la queparpadeaba en la pantalla de su móvilesperando que su hermana apretara elbotón oportuno para iniciar laconversación.

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—¿María?—Sí, Rosie, ¿qué hay?—¿Te ha llamado José? ¿Le has

visto?A María le extrañó la premura de su

hermana interesándose por José, sindedicar siquiera un minuto a preguntarlepor sus niños, por ella, en definitiva, deinteresarse por su estado de ánimo,como solía hacer siempre que llamaba.Pero aquella vez, el único interés quemostraba Rosie era si había recibido esallamada de José.

—Pues no. No me ha llamado José.Hace bastantes días que no sé nada deél. Y me temo que no volveremos a

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verle, Rosie. Es mejor que nosacostumbremos.

—¿Pero qué tonterías dices, María?No te habrá llamado porque estáocupándose de algo muy importante queno te puedo decir. María, no digastonterías y espera a que te llame José. Ycuando lo haga, haz lo que él te diga.¿Estás escuchándome? ¿Lo estásentendiendo?

María no acertaba a comprender porqué tanto secretismo. ¿Qué era aquellotan importante que estaba haciendo Joséy que su hermana no podía compartircon ella? ¿Por qué no la había llamadoen todo este tiempo cuando le rogó que

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lo hiciera lo antes posible? ¿Y por quésu hermana le decía que no dijeratonterías?

María llegó a pensar durante unmomento que estaba bajo los efectos dealgún producto alucinógeno que leimpedía pensar con claridad. O eso, oque alguien le estaba organizando suvida a sus espaldas sin que ella tuvieraconocimiento ni derecho a decidir nada.

—María, ¿que si me estásescuchando? ¿Me entiendes, hermana?

—No, Rosie. No te entiendo nada.¿Qué voy a entender si no me explicáisqué es lo que pasa? Es algo complicado,¿sabes?

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—Mira, María. José te va a llamaren cualquier momento. En cuanto pueda.En cuanto termine de hacer… Mira,María, ya lo entenderás. Tú esperatranquila. Confía en mí.

Era la segunda vez en pocas semanasque alguien le pedía que confiara en él.El primero fue José, y después depronunciar esa frase, desapareció de lavida de María sin dejar huella ni mediarexplicación. Ahora era su hermana quienlanzaba la súplica: «Confía en mí».María pensó que su hermana no le podíafallar. Y quizá José tampoco.

—Está bien. Espero, Rosie. Detodas formas, no hago más que esperar

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desde hace muchos años. Qué más da unpoco más, ¿no te parece?

María se comprometió a la esperasin mostrar ningún tipo de entusiasmo, loque sorprendió bastante a Rosie.

—Hija, qué rara estás. No sé qué tepasa. Lo dicho. Estate tranquila, María.Ya te volveré a llamar yo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Rosie. Un beso.Adiós.

La llamada de José se produjo. Fueel día menos pensado, cuando ya Maríani se acordaba o, al menos, hacía todo loposible para no recordar los «confía enmí» de su hermana y del propio José.Aquella mañana, María oyó el timbre de

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su teléfono móvil y al otro lado la vozde José. Por unos segundos dudó de quese tratara de él. Hacía tanto que noescuchaba su voz que le costó ajustaría yhacerla coincidir con lo que su memoriatenía almacenado. Pero sin duda, eraJosé. Por fin la había llamado. Teníanoticias que estaba deseandocomunicarle pero no podía ser porteléfono. Quedaron en encontrarse loantes posible, pero cuando María lepropuso acercarse a su casa, Josédesechó la idea rápidamente, antes deque María pudiera insistir en que quizásería lo más seguro para ambos. PeroJosé insistió en verse en otro lugar, y al

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final, convenció a María. Lo que terminóde desconcentrarla, porque era algo queno esperaba, fue la petición de José deque no dijera nada a su marido. Maríano entendió la razón de eserequerimiento. Le resultaba difícil,además de desagradable, ocultarle nadaa Nasrad. Pero sin saber muy bien porqué, lo hizo. Acudió al encuentro deJosé, llevándose a su hijo pequeño,porque ya sabía María que salir a lacalle sin compañía masculina era pocomenos que un suicidio.

El tiempo que empleó María enrecorrer el trayecto hasta el lugar dondehabía quedado con José lo empleó para

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pensar en lo que le diría cuando letuviera en frente. Mil preguntas, queescondían otros tantos reproches, se lefueron agolpando en su cabeza hasta quedesistió de seguir amparándolas porquelas sienes se resentían y a punto estabande estallar.

Cuando María llegó al lugardesignado para el encuentro, no tuvoningún problema en reconocer a José. Seacercó a él y cuando llegó a su altura, separó. Veía a José, que intentabacerciorase de que debajo de ese burkaestaba efectivamente María, porque niuna palabra había salido a través deaquella tela azul. María se olvidaba de

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que la gente del exterior no la veía através del burka y tardó un tiempo endarse cuenta de que su identidad estabaoculta y que era normal que José dudara.José no era Nasrad, que conocía a Maríapor sus zapatos y por sus andares.

—Hola, José.—Hola, María —José bajó la

mirada hasta detenerla en Abdullah, quellevaba un rato mirándole fijamente sindecir nada. ¿Éste es tu hijo? Pues mealegro de conocerte, caballero.

Abdullah dejó actuar a su timidez yse escondió detrás de su madre, sinperder de vista a aquel hombre que ledecía algo que no entendía muy bien.

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—¿No habla español? —le preguntóJosé a María.

—Todavía no le ha dado tiempo. Ysobre todo, tampoco ha tenido laoportunidad, como sabrás, José.

María supo, sin entender lanaturaleza de esta decisión, que laretahíla de reproches que traíaalmacenada en su cabeza y que le habíaido calentando e irritando desde quesalió de casa no iba a escucharlos Joséjamás. Al menos, no en aquel momento.

Se sentaron en la mesa donde Joséhabía estado esperando a Maríatomándose un té. María aceptó lainvitación y decidió consumir lo mismo.

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No se retiró el burka ni siquiera de lacara, como habían hecho todas lasmujeres que estaban sentadas a sualrededor, distribuidas por las distintasmesas que ofrecía aquel lugar, queaparentaba ser una cafetería. Noentendió por qué los hombres y lasmujeres no estaban separadosconsumiendo sus bebidas, y José leexplicó que aquel lugar era paraextranjeros, estaba en terrenodiplomático y que no se preocupara pornada, que allí estaban a salvo. Sinembargo, María prefirió no retirarse elburka.

—Te preguntarás por qué no te he

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llamado antes.—Mi hermana Rosie me dijo que

estabas ocupado en algo muy importante.Pero no me quiso decir en qué.

—Es culpa mía. Yo mismo se lopedí, casi se lo exigí a tu hermana, quese ha portado de la manera másinteligente. ¿Quieres más té?

María no aguantaba más. Queríasaber lo que estaba pasando y lo queríasaber ya. Era tanta la presión y losnervios que estaba soportando que laansiedad se manifestó en forma de calorinsoportable bajo el burka. Cuando sesintió al borde de la asfixia, María selevantó el burka con delicadeza, miró a

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José e inclinándose levemente sobre lamesa le preguntó.

—José, ¿para qué querías verme?¿Qué tienes que contarme? ¿Y por quéno querías que viniera con mi marido?Lo hubiese preferido, la verdad. Estonos puede acarrear algún problema. Túlo deberías saber mejor que yo.

—María, no te enfades, pero no mefío de tu marido —cuando José vio lacara que se le quedó a María al escucharaquella confesión, comprendió que teníaque ser algo más explícito en suacusación. Entiéndeme, María. Yo teconozco a ti. Conozco tu historia, sé lasganas que debes de tener de salir de este

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lugar, y de llevarte a tus hijos contigo.Sé que tienes una familia que te estáesperando en España y que nunca sabráslo que está haciendo tu hermana Rosiepara sacarte de aquí. Todo eso lo sé.Pero no sé nada porque nada me hanpodido contar de tu marido.

José decidió adoptar un tono de vozmás intimista y sin dejar de mirar aMaría, utilizó un habla más pausada,enfatizando algunas de las palabras queiba pronunciando, las que él preveía quepodrían llegar a enfadar a suinterlocutora.

—María, yo desconozco el tipo derelación que mantienes con tu marido.

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No sé si te tiene amenazada, no sé sivives bajo presión, no sé si como en lamayoría de los matrimonios aquí enAfganistán, el marido emplea toda laviolencia que le viene en gana sobre susmujeres. No sé si tus decisiones estáncoaccionadas por él, no sé si ejercealgún tipo de mal sobre ti. No sé nada,María. La única manera que tengo desaberlo es que tú me lo cuentes, porqueno sería el primer caso de estascaracterísticas que me encontraría. Nosé si estás entendiendo lo que te estoyintentando decir. Espero que sepas quees mi obligación hacerte estas preguntasy alcanzar ese conocimiento si lo que

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intento es sacarte de este país.María no podía encontrar sentido a

las palabras de José. Sabía que todoaquello que le estaba contando no salíade su imaginación, pero María se negabaa que alguien pudiera sospechar queNasrad no estaba comportándoseadecuadamente con ella y con sus hijos yno podía permitir que nadie lo pusieraen duda.

—José: creo que ya te lo hecomentado alguna vez, pero como veoque no te ha quedado claro, lo haré denuevo. Mi marido me apoya. Me ayuda.Me reconforta. Es mi amigo, micompañero, mi confidente. Es la persona

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por la que daría la vida y por quien heestado a punto de darla. Está conmigo, ysi no llega a ser por él, haría mucho queyo no estaría en este mundo —Maríaparó para seguir, intentando dotar demás emoción a sus palabras. José, estoylocamente enamorada de mi marido. Yél de mí. Y no sé cómo demonios te voya poder explicar o demostrar lo que teestoy diciendo. Soy incapaz de hacerlo.Si tú me explicas cómo se puede dar fede esto, dímelo y lo haré. No puedodemostrar a estas alturas lo que es elmotor y la razón de mi vida. Y no sécómo te puedo convencer de que esto esasí. José, no sé cómo puedo hacerlo. A

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no ser que me ayudes.—María, no sólo te voy a ayudar,

sino que llevo haciéndolo muchotiempo. Y te he traído alguna prueba deello, porque yo sí puedo demostrártelo.Yo sí puedo dar fe de que te estoyayudando.

En ese momento, José tanteóposibles presencias no deseadas osospechosas a su alrededor, mientras seintroducía la mano en uno de susbolsillos. María siguió toda laoperación con la mirada, sin perderdetalle. El corazón le iba a mil por horay su curiosidad a punto estuvo de jugarleuna mala pasada, cuando el exceso de

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atención hizo que de sus manos se lecayera la taza que sostenía. Después delatronador ruido que hizo la taza alchocar contra la mesa, vio como la manoderecha de José portaba unos papeles.María se quedó mirándolos y buscó enla mirada de José la explicación deaquello que acababa de poner sobre lamesa.

—Es tu pasaporte, María. Ya lotienes. Aquí está el papel con el quetanto has soñado desde que llegaste aAfganistán. El primer peldaño de laescalera que te conducirá a tu libertad.¡Vamos, María! Cógelo.

José se quedó un buen rato mirando

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a María, y le satisfizo sobremanera laexpresión que en esos momentos reinabaen su rostro. Se había convertido en otrapersona en milésimas de segundo. Ydecidió alargar e intensificar aquelmomento con otra noticia.

—Pero hay algo más, María. Heconseguido algo más, aunque no se lovas a poder decir a nadie, de momento.Y mucho menos explicar de dóndeproceden.

José se volvió a meter la mano en elbolsillo y extrajo de nuevo unospapeles. Eran la razón de su tardanza, elmotivo por el que esa llamada que tantoanheló María en semanas anteriores no

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se produjera.—Tus hijos son españoles. Aquí

tienes la prueba.María comenzó a escuchar con

claridad los latidos de su corazón. O almenos eso fue la impresión que tuvo enesos momentos. Acarició aquellosdocumentos que José acababa deentregarle y que representaban el mejorregalo que sus hijos podían tener: lanacionalidad española. Un regalo queles duraría de por vida y que inclusopodría salvársela en más de unaocasión. La nacionalidad española.Gracias a aquellos papeles y a laprovidencial mediación de José, sus

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hijos eran españoles, lo que habíadeseado María desde que supo queestaba embarazada del primero y por loque lloró noches enteras después decada parto.

Los dos pequeños habían nacido enun pueblo perdido de Afganistán y nadiese había molestado en escribir losnombres de aquellos dos niños enningún papel oficial. Era una prácticahabitual en aquel país, sobre todo paraahorrarle complicaciones futuras a loshijos, temiendo que el ejército lesrequiriese cuando aún fuesen unos niñospara unirse a sus filas camino de unamuerte segura y dejando a sus familias

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sin recursos, y sin posibilidad deadquirirlos, en el caso del varón. En elcaso de las niñas, ni siquiera semolestaban en ocultarlo. Las niñascrecerían, se convertirían en mujeres yse las condenaría a un encierro en vidabajo un burka. ¿A quién le interesaríacómo se llamaba y cuándo nació aquelbulto sospechoso que deambulaba bajoun burka?

—José, ¿cómo lo has conseguido?¿Cómo has logrado… cómo? Yo… —María no podía evitar balbucear. Lasituación había logrado superarla.

—Eso no importa ahora, María. Loprimordial es lo que te voy a contar

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ahora. Presta atención porque es muyimportante que entiendas lo que vas atener que hacer inmediatamente.

José aspiró una última calada a sucigarrillo antes de apagarlo de aquellamanera tan ritual como solía hacerlo,algo que siempre había llamado laatención de María, y había alimentadosu curiosidad sobre el porqué de aquellamanera de oprimir la colilla sobre elcenicero.

—María, tienes que cogerte a losniños y a tu marido e irte de tu casa.Viviréis en un hotel —José se sacó otropapel del bolsillo, esta vez en blanco, yun bolígrafo con el que escribió sobre la

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hoja un nombre. Éste es el nombre dehotel donde a partir de ya debéistrasladar vuestro domicilio. O para sermás exactos, el tuyo y el de tus hijos.Aunque supongo que después de lo queme has dicho, querrás ir con tu marido.

María asintió con la cabeza, aunqueno pronunció una palabra.

—Una vez instalados allí, espreferible que salgáis al exterior lomenos posible, aunque esto no quieredecir que el hotel vaya a ser una cárcel.Pero cuanto menos tientes a la suerte ymenos provoques el peligro, mejor. Yote avisaré cuando todo esté listo.

—¿Qué es todo, José? ¿Por qué no

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dejáis de hablarme como si todo estofuese una operación de alto secreto?

—Tu vuelta a casa, María, con tufamilia, con los tuyos. A Mallorca.Deberás esperar en el hotel a que yo tellame y tenerlo todo preparado parapoder salir del país sin mucho tiempo deantelación. Tienes que estar lista paraviajar en cualquier momento, María. Túy los niños —ahora el que parecía estarnervioso era José. Ah, y no es unaoperación de alto secreto, pero sírequiere de ti la máxima discreción. Ycomo puede que no seas capaz detenerla, prefiero que sigas en laignorancia. El no saber te puede salvar

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la vida. Y la de tus hijos.—¿Y mi marido, José? En estos

papeles no están los de Nasrad. ¿Nopodrá venirse con nosotros?

—Yo no puedo hacer nada por tumarido. Él es afgano, y para salir delpaís, y más en estos momentos, en losque el terrorismo internacional es lagran amenaza, necesita que sea supropio país el que le dé permiso oficial.Tu marido tiene la documentación perono el visado. Y sin visado, no puedesalir. Además, ningún país europeo sepuede arriesgar en estos momentos aconceder la entrada en su país a alguiende origen musulmán. No hará falta que te

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recuerde el 11 de septiembre en NuevaYork.

—¿Y qué tiene que ver mi marido eneso?

—Nada. Pero explícaselo tú a lasembajadas y al departamento deinmigración de los gobiernosoccidentales. María, creo que ahora tumenor problema es que tu marido puedasalir. Debes intentarlo tú y los niños. Élse reunirá contigo cuando pueda. Lodifícil es lo tuyo. Él sólo tiene queesperar a que le concedan un visado.

María miró a su hijo, que llevaba unbuen rato mirando a su madre y a aquelseñor, y comprendió que José tenía

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razón. Era preferible y necesario queprimero salieran ellos del país y sumarido se reuniera con ellos más tarde.Ésa era la única solución que en esosmomentos había. Pero le inquietó otraduda.

—Pero, José, ¿cómo voy a salir deeste país? No tengo dinero, no puedocomprar los billetes de avión, eso mesupondría años y años de trabajo y niaún así lo conseguiría. ¿Quién se va ahacer cargo de ello?

A María se le amontonaban laspreguntas.

—Por eso no te preocupes, María.Son detalles. Pero por si te quedas más

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tranquila, te diré que es la mismapersona que pagará el hotel el tiempoque estéis en él, hasta que puedas viajara tu país. La misma persona que me haestado mandando dinero a mí y no a ti,por miedo a que alguien pudieraarrebatártelo sin tú quererlo o saberlo, yque volvieras a desaparecer sin dejar nirastro, como siempre. Esa persona es tuhermana Rosie. ¿Quién va a ser, María?

—Rosie… Rosie… ¿Pero ellapuede hacerse cargo de todo el dineroque puede costar esto? Eso esimposible, José, aquí debe de haber unerror. Mi hermana no tiene dinero parapagar todo esto.

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—Tu hermana ha pedido un créditopara poder sacarte de Afganistán y le hacostado mucho esfuerzo. Lleva gastados6.000 euros, o para que me entiendas,María, un millón de pesetas, que ya séque no estás tú muy acostumbrada a lamoneda europea —José se impacientabapor momentos y decidió acabar con tantaexplicación. Lo importante, lo querealmente tienes que entender, es queesta misma tarde os trasladáis al hotel.Llevad sólo lo imprescindible y nocontéis a nadie vuestras intenciones.Nadie debe conocerlas porquecualquiera, quien menos te lo esperas,puede traicionarte y romper todos tus

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planes. Y sobre todo, y muy importante:soy yo el que llamaré. Tú a mí no. Nodebes decirle a nadie que has visto estospasaportes ni mucho menos que he sidoyo quien te los ha conseguido. ¿Puedesentender lo que te estoy pidiendo,María?

—No te preocupes, José. No piensometer la pata. Ni mucho menos fallarte.Ahora soy yo la que te pide que confíesen mí.

Cuando se despidieron, María tuvoque hacer muchos esfuerzos para quenadie notara ni sospechara el motivo desu estado de excitación repentina.Agradeció que la distancia entre aquel

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lugar donde había quedado con José y sucasa fuera generosa, lo que le dio untiempo extra para pensar y meditar lamejor forma de contárselo todo aNasrad.

Cuando por fin llegó a casa, sumarido percibió enseguida que algosucedía. Ante los demás podíadisimular, ante los ojos de Nasrad, lotenía más complicado.

María intentó relatarle a su maridotodo lo que le había sucedido en su citacon José. Omitió algún detalle, enespecial, todo lo referente a ladesconfianza que hacia él sentía José.Pensó que no era necesario ni sería

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positivo para sus planes de futuro.Después de narrarle la historiacompleta, Nasrad comprendió queaquello era lo mejor para todos, y notardaron ni un segundo en preparar elpoco equipaje que, como le habíarecomendado José a ella, deberíanllevarse al hotel. En apenas dos horas,María, Nasrad y los dos niños entrabanpor la puerta del hotel designado. Allíestaba ya todo listo.

Algo más de un mes estuvieronalojados en la modesta y pocoacogedora habitación de hotel. Nopodían negar que se sentían extraños,como si se estuvieran escondiendo de

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algo. Había días donde la espera sehacía eterna. José no llamó durante todoese mes largo de estancia. Tan sólorealizó una llamada a María el mismodía del ingreso para asegurarse de quetodo estaba bien. A María le hubiesegustado llamarle, pero le había dejadobien claro que eso sería negativo paratodos. Las pocas veces que María y sumarido salieron del hotel, María tenía lasensación de estar siendo observada.Quizá era fruto de una paranoia suya,pero podía notar que alguien le seguíalos pasos, como si alguien no perdieradetalle de lo que hacía y de susmovimientos. La situación la

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incomodaba, y cuando se lo dijo a sumarido, éste no dudó en recomendarleque se relajara y que lo más seguro esque todo aquello fuera una reacciónlógica de la ansiedad que tenía esos díasesperando una llamada que la sacara deaquel país. María le hizo caso y procurórelajarse. Pero durante todo el mes queestuvo en el hotel, no pudo quitarse de lacabeza la idea de estar siendo vigiladamuy de cerca.

Sí le extrañó que cada vez quesaliera del hotel, o cuando se asomaba alas ventanas para ver el transcurrirdiario y rutinario de las calles de Kabul,su mirada encontrase siempre algún

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rostro conocido y que, casualmente,correspondía a los amigos de José. Perono pensó ni por un momento que Josépudiera estar vigilándoles, más bien loentendió como una simple casualidad ypensó que Kabul no sería tan grande.«Bueno, la verdad es que realmente nosé si Kabul es o no muy grande. Casi nola conozco». Un día notó cierta agitaciónen el hotel. Escuchaba muchomovimiento en los pasillos de personasque iban y venían, incluso muchas deellas corrían arriba y abajo, y seintranquilizó. Tentada estuvo de abrir lapuerta de su habitación para ver lo querealmente sucedía, pero el miedo y la

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precaución le aconsejaron que no lohiciera. De repente, el teléfono móvil deMaría sonó y le faltó tiempo para ir acogerlo. Era José, y María respondiópensando que su hora de partida estabacerca.

—María, ¿eres tú?—Claro, José, claro que soy yo.

¿Quién va a ser si no? ¿A quién estásllamando si no?

—¿María, estás bien, te encuentrasbien? ¿Está tu marido contigo?

—Sí está conmigo. Bueno, ahora hasalido. Pero está conmigo siempre. ¿Porqué, José? ¿Qué pasa? ¡Dime!

—¿Seguro que estás bien? María,

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nos han notificado que una chica queresponde a tus características ha sidosecuestrada y está siendo retenida en esehotel por un hombre. Nos hancomunicado que la chica es italiana,pero puede que el acento les hayaconfundido. No creo que un afganodistinga muy bien el español delitaliano. Mira, lo siento, pero me quedómás tranquilo si pasan algunoscompañeros míos a verte.

—José, no es necesario. Te digo queestoy bien. Aquí, con los niños. Y novuelvas con lo de mi marido. Yo estoyaquí esperando que tú me llames, yNasrad no me tiene retenida contra mi

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voluntad. A ver si te lo metes en lacabeza. Por cierto, ¿sabes algo decuándo saldré?

—No, María. No lo sé. Pero serápronto. Muy pronto. Estate preparada, yalo sabes.

—Lo estoy. Gracias, José. Adiós.No había terminado de colgar el

teléfono cuando alguien llamó a supuerta. María se extrañó. No esperaba anadie. Nasrad estaba fuera y tenía llave,por lo que no podía imaginar quiénpodría ser el que llamaba a la puerta.Unas voces fuertes que lograronasustarla la sacaron de dudas.

—Señora, abra la puerta. Somos de

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la gerencia del hotel. Abra, o entraremosnosotros con la llave maestra. Abra, porfavor. No le va a pasar nada. Es sólopara comprobar algo. No tema.

María miraba aterrada a la puerta, yalternaba esta visión con una atropelladamirada a los niños. No sabía qué hacer.José le había dicho que no dijera a nadieque se encontraba hospedada allí. Por loque no entendía quién podía saber queella y sus hijos se encontraban alojadosen aquella habitación. Mientras pensabaen todo aquello, vio que la puerta seabría. A la misma velocidad se abrieronsus ojos mientras que corría a coger asus hijos.

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—No tema, señora. No le vamos ahacer daño. ¿Está usted sola con losniños o le acompaña alguien más?

María no contestaba porque elhablar, así como el resto de sentidos, sehabía quedado paralizado. No entendíaqué hacían aquellos hombres entrandoen su habitación ni por qué lepreguntaban a todas horas si estaba o nosola.

Uno de aquellos señores se adelantóal resto y se acercó a María.

—Soy amigo de José. Me llamoMiguel —el hombre le extendió la manoa María, pero no obtuvo respuesta.María seguía sin reaccionar. No pasa

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nada, María. Sólo estamos comprobandoque tú no eres la italiana que estáretenida en este hotel por un hombre.Eso es todo. Creo que has recibido lallamada de José diciéndote que sequedaba más tranquilo si nospersonábamos aquí sólo paraasegurarnos de que estás bien. Y loestás. Mira, ahora nos vamos comohemos venido, y tú te quedas tranquilacon tus hijos. Perdona que hayamosentrado así, pero no nos quedaba másremedio. Necesitábamos comprobar queestabas bien. ¿De acuerdo?

Esta vez Miguel tuvo más suerte yobtuvo una tímida afirmación con la

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cabeza que pudo hacer María, no singran esfuerzo.

Cuando los hombres salieron de suhabitación, pudo relajarse. Miró a sushijos, que seguían jugando en el suelo, yagradeció que fueran lo suficientementepequeños para no haber entendido nada.Cuando su marido volvió, María decidióno contarle nada. No quería preocuparleni inquietarle. Además, cuanto mástiempo pasaban en ese hotel, más raro leencontraba. María sabía que su maridoestaba contento, pero no podía evitarcierto halo de tristeza al saber que sumujer y sus dos hijos pronto partiríanhacia España y él se quedaría en su país,

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sin poder acompañarles. Y eso, para unhombre como él, no era fácil. Ni estaríabien visto por la comunidad.

Llegó el día. José le había llamado48 horas antes para comunicarle queaquella calurosa jornada de julio del2003 volvería por fin a casa. María seencontraba alterada, pero lo de Nasradera peor. No había podido conciliar elsueño en las noches precedentes alviaje. Cada dos por tres se levantabapara meter algo nuevo en el equipaje delos niños.

—Una manzana por si tienenhambre. Un yogur por si no seencuentran bien del estómago. Un poco

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de agua por si les entra sed. Un jerseymás por si tienen frío… Maríaobservaba a su marido, quien iba de unlado a otro sin lógica alguna. Le dejabahacer. Pensaba que si le privaba deaquel nerviosismo, lo pasaría muchopeor. Lo más que le decía era que no sepreocupara, que en el avión le darían detodo. Pero de nada sirvió. Su maridosiguió levantándose para introducirnuevos productos y objetos en elequipaje. Y María observaba y callaba.

Le dijeron que su vuelo saldría a lascinco de la tarde y que tendría que estaralgo más de dos horas antes en elaeropuerto. Si por María hubiese sido,

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hubiera estado dos semanas antes. Perose propuso no mostrarse nerviosa, nidemasiado triste ni demasiado alegre.Por supuesto que su estado de ánimo eraencomiable, pero había algo que fallabapara que la alegría fuera plena: Nasrad.

Aquel día, el hermano y la cuñadade Nasrad, con quien más trato habíatenido María en Kabul, organizaron ensu honor una comida en la que no faltó niun solo alimento típico del lugar,excepto los que eran tan caros, que porrazones obvias faltaban siempre en lamesa. Se hicieron bromas, seintercambiaron recuerdos, se hicieronpromesas y obsequiaron a María con

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algún regalo hecho por ellos mismos.Cuando María vio el collar que habíaelaborado su cuñada para ella, no pudoevitar echarse a llorar. Y ni siquiera fuecapaz de decir algo más que «gracias».Con eso fue suficiente. María notaba queNasrad no podía disimular cierta tristezaen su ánimo. Intentaba mostrar siempreuna sonrisa cuando su mujer le miraba,pero María le conocía perfectamente ysabía que la sinceridad no estabapresente aquella tarde. Ni siquieracuando José se acercó a la casa paraentregar a los niños unas zapatillas yalgo de ropa que había adquirido paraellos, María pudo estar del todo

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cómoda.Deseaba volver a su país. Pero

necesitaba hacerlo junto a su marido.Aquella separación iba a ser demasiadodolorosa.

Fueron José y su compañero Miguellos encargados de acercar a María y asus familiares al aeropuerto. Cuandollegó la hora del embarque, María y losniños comenzaron a temerse lo peor ylas lágrimas no tardaron en aflorar enlos rostros de todos. El niño comenzó allorar, gritando que no se quería separarde su padre. Se agarró fuertemente a unade sus piernas y les resultó complicadoretirarle. Cuando vio que la separación

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de su progenitor era irremediable,comenzó a insultarle, reprochándole quele abandonara, y que no fuera con ellos.La niña también comenzó a llorar, perodebido más a la tensión del momento y alos gritos de su hermano que a otrossentimientos que aún no habían afloradotan intensamente como en Abdullah. Ellaiba en los brazos de su madre, de losque no se separaba con facilidad.

Terminaron todos llorando. Grandesy pequeños. María abrazó a todos,comenzando con su cuñado y la esposade éste, luego José y Miguel, yterminando con Nasrad. En esemomento, temió que iba a reaccionar

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igual que lo había hecho su hijo minutosantes. Pero superó la prueba, en partegracias a la ayuda que le supuso laspalabras de su marido.

—Vete contenta, María. Pronto nosreuniremos. Yo seré feliz sabiendo quetú y los niños estáis bien alimentados,bien vestidos, bien atendidos ydisfrutando de una vida plena. Seacabaron los malos ratos, María.

Su mujer quiso interrumpirle, peroentre la llantina, el moqueo y el hipo,Nasrad se lo impidió.

—Te echaré mucho de menos. Peroprefiero tenerte allí bien segura. Eso medará fuerza. Te quiero, María. Cuida de

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nuestros hijos. Y llámame. En cuantollegues.

María, traicionada por la emociónde aquella escena, balbuceó entresollozos.

—Nasrad, no quiero irme, quieroquedarme contigo.

José supuso que María no hablabaen serio, que aquellas palabras nacíandel profundo enamoramiento de Maríahacia su esposo y que se debían a laemoción del momento, pero decidió notentar a la suerte. No quiso esperarsorpresas de última hora y apremió aMaría instándole a despedirserápidamente porque el avión se

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marchaba.María cogió en brazos a la niña y

agarró de la mano a Abdullah. Seencaminó hacia el control del aeropuertoy prefirió no mirar ni una sola vez haciaatrás. No quería ver la escena de susfamiliares despidiéndola. Y sobre todono quería ver cómo se alejaba deNasrad, porque no hubiese tenido lafuerza suficiente para seguir el camino ysubirse al avión. Así que decidió que niuna mirada, ni un último adiós. Nada.Así sería mejor. Para todos.

Sólo tuvo que volver para atrapar alniño que había conseguido soltarse de lamano de su madre, para salir corriendo

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a reunirse con su padre. Ni siquieraquiso entonces levantar la vista Maríapara observar a su marido. Sabía que noiba a poder resistirlo y no desvió suvista del suelo hasta que José le volvióa acercar al niño.

—Tranquila, María. Ya estás encamino. Saca fuerzas de donde sea.Verás como dentro de poco estás conmás ánimo.

José le regaló una amplia sonrisa.María lo agradeció y le devolvió otra.

María no lo sabía en aquel momento,pero ésa iba a ser la última vez quevería a José. Más tarde su hermanaRosie le contaría quién era realmente

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aquel hombre que le había posibilitado,por su cuenta y riesgo, el pasaje paraacceder al paraíso. Se sorprendiócuando supo que era un guardia civil yno un voluntario de la embajadaespañola. Se emocionó cuando lecontaron el riesgo que había corridoJosé al hacerle a ella, y en especial asus hijos, los pasaportes y dotarles de lanacionalidad española, siendo comoeran afganos. Intentó varias veceslocalizarle en el móvil, ponerse encontacto con él, pero la comunicaciónfue imposible. Cada vez que marcaba sunúmero de teléfono respondía otrapersona, el que había quedado en su

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lugar. Fue así como supo que José habíaregresado a España, después de cuatroaños de servicio en la embajada. Era elplazo máximo de estancia en esedestino. Y seguramente la salida deMaría fue su último servicio.

Nunca pudo María agradecerle lobastante a esa persona, que hizo todopor ella sin apenas conocerla. «Al fin yal cabo, y a pesar de todo lo que me hapasado en la vida, he tenido suerte dedar siempre con buenas personas que mehan echado una mano. Sin duda he tenidosuerte». Una suerte que estaba a puntode cambiar. Pero mientras esto sucedía,María prefirió recostar su cabeza sobre

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el respaldo de su asiento en el avión ycerrar los ojos. Intentó recordar portodo lo que había pasado en aquellatierra y así cayó en un duermevela que lepermitió relajar la tensión acumulada.

Estaba volviendo a casa.No fue fácil el camino de regreso a

casa. María tuvo que hacer demasiadasescalas, algo que ni controlaba nicalmaba su ansiedad de ver a los suyos.No le gustaban los aeropuertos, sobretodo cuando eran lugar de paso y no eldestino definitivo. Lo peor eran losniños, que estaban derrotados, algo queMaría en cierto modo agradeció, porquelo último que hubiese querido en esas

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circunstancias era que los niños dieranproblemas.

Cuando por fin llegaron a Mallorca,después de horas de viaje y de espera,María intentó buscar a alguien conocidoentre las puertas que se abrían y secerraban según salían los pasajeros delos vuelos que iban llegando en esemomento. Y por fin les pudo ver.Reconoció enseguida a su hermanaRosie, a su hermano Pedro y no pudover más porque las lágrimas se loimpidieron. Les estaban esperando en elaeropuerto con globos y carteles debienvenida que no sirvieron de nadaante la avalancha de abrazos, besos y

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apretones. María corrió a los brazos desu hermana Rosie y no se separó de ellani un momento. Su hermano Pedro seabrazó a los niños y tampoco pudoevitar las lágrimas. Cuando lograronserenarse todos y terminar de abrazarse,Pedro les llevó a casa de Rosie, que esdonde se quedarían temporalmenteMaría y sus hijos.

A pesar de que era de noche y deque poco o nada podía verse a través dela ventana del coche de Pedro por laoscuridad en la que aparecía envuelta lanoche, María no separó la nariz delcristal. Estaba en casa. Por fin aquellanoche dormiría en una cama con sábanas

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limpias y almohadas nutridas. Sus hijoscomerían algo nuevo y delicioso que suspequeños paladares aún no conocían,pero a lo que no tardaron en aficionarse,como lo hizo su madre a su edad cuandoprobó por primera vez la ensaimada.María sonrió al pensar que mañana notendría por qué preocuparse por unallamada, por encontrar el edificio de laembajada o por ir a por agua, encenderel fuego y limpiar a los animales. Estabaen casa. De nuevo. Después de tantotiempo soñando con ese momento. Ypensó en Nasrad. Fue su últimopensamiento antes de caer rendida en sucama, una cama enorme en la que sólo

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por aquella noche, sus hijos durmieroncon ella.

A la mañana siguiente, después demás de doce horas durmiendo, Maríadespertó. Abrió los ojos e inspeccionólo que veía a su alrededor. Sintió loscuerpos de sus hijos a su lado. Le costóun tiempo entender y posteriormentecreerse dónde estaba. Pero enseguidarecordó el día anterior, día y noche deaeropuertos, de despedidas, de llantos,de abrazos, de «te quieras», de cruelbatalla de emociones. Pero allí estaba.

Le sorprendió gratamente percibir unolor que hacía años que no olía: elpenetrante aroma a café recién hecho. Se

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aseguró de que sus hijos estuvieran bienarropados, antes de levantarse y salirpor la puerta de la habitación. Enseguidaoyó ruidos y voces. Procedían de unahabitación luminosa, al final del pasillo,y María pensó que era sin duda lacocina, porque de allí procedía elapetecible y muy añorado olor a caférecién hecho.

—María, ¿qué tal, cariño? ¿Hasdormido bien?

A María le encantó recibir esosbuenos días, y todavía más encontrarsela mesa llena de galletas, bizcochos,magdalenas, dulces variados y todaclase de quesos, jamones y embutidos.

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Con la sola visión se le hacía la bocaagua.

—Muy bien, Rosie. He dormido deun tirón. ¿Sabes cuánto tiempo hacía queno dormía así?

María fue prácticamente empujadapor su hermana para que ocupara unasiento en la mesa.

—Debes de estar hambrienta. Ayercasi no comiste nada… ¡Estabas tancansada!

María mordisqueó algunos deaquellos manjares que hacía años que nodegustaba, y sobre todo abarcó con lasdos manos la taza de café que leacababa de servir su hermana y que no

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se cansaba de oler.—¡Ay!, Rosie, hermana. No sabes lo

que me alegro de estar aquí contigo. Nosabes lo que he pasado, lo que hesufrido por mis hijos y por vosotros, queos tenía tan lejos y con los que tan malme he portado.

Rosie adivinó que su hermana notardaría mucho en abandonarse al llanto,por lo que decidió evitarlo y cambiarrápidamente de conversación.

—María, ya habrá tiempo de que mecuentes todo. Ahora desayuna tranquila ypiensa en lo que quieres hacer tu primerdía en España. ¿Dónde quieres ir?¿Quieres comer algo especial? ¿Quieres

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comprarte algo? ¿Qué te gustaría hacer,María?

María no dudó en su respuesta niperdió un segundo en darla a conocer.La rapidez con la que contestósorprendió a su hermana.

—Quiero ir a la embajada o a algúnorganismo oficial de inmigración.Quiero saber cómo puedo sacar a mimarido de aquel infierno —Maríasorbió el café y mojó en él el trozo demagdalena que tenía en su mano. ¿Meayudarás, Rosie?

Su hermana se levantó y le dio unbeso en la frente. La entrada de losniños en la cocina libró a Rosie de tener

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que responder en aquel preciso instantea su hermana. Se había imaginado que suprimer deseo en España sería otro. Peroestaba claro que su her mana Maríanecesitaba a aquel hombre a su lado. Yni siquiera podía disfrutar de su primerdía como mujer occidental.

De los dos meses que María estuvoen Mallorca, no hubo ni un solo día enque no se acercara a Inmigración parasolicitar información, para presentaralgún papel, para requerirasesoramiento, para exponer portrigésima octava vez su caso y el de sumarido a algún funcionario que quisieraescuchar su historia. Pero ninguno pudo

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ayudarle. Todo fueron problemas ydificultades. Nadie le ofreció unasolución. Todos coincidían en que lallave para que su marido saliera deaquel lugar la tenía que encontrar en supaís.

Cada vez que María llamaba a sumarido, le contaba cómo estaba, lo quehabían hecho los niños, sus avances, queeran nulos, para lograr la repatriación ylo mucho que le echaba de menos.Nasrad la animaba, le aseguraba que éltambién la echaba mucho de menos, peroque tenía que ser fuerte y seguir allí.Pero María notaba que cada día aquellose le hacía más difícil. Todo eran

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problemas, y aunque se encontraba bienen casa de su hermana, no podíasoportar la ausencia de su marido. Lehacía demasiado daño. Se pasaba todoel día encerrada en casa, sin hablar, sinprestar casi atención a sus hijos y comosi se le estuviera escapando la vida.Todos intentaban ser amables con ella,no sólo su familia, sino los vecinos y laspersonas del barrio que conocían suhistoria. Pero nada de eso lograbadistraerla de la tristeza que le producíael estar lejos de Nasrad.

Por eso un día, y sin decir nada anadie, María decidió que tenía quevolver a Afganistán, al lado de su

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marido. Sin pensarlo dos veces, por siacaso algún atisbo de razón la distraíade sus verdaderas intenciones, decidióir a la misma agencia de viajes dondemuchos años atrás, en plenaadolescencia, había comprado un billetede ida a Londres. Entró en la agencia.No conoció a nadie. Ni rastro de aquelchico tan simpático que le dio unconsejo comercial que María no aceptóporque no entraba en sus planes. «Tesaldría más barato si comprases tambiénla vuelta». Recordaba la frase delempleado como si se la hubiera dichoayer.

—Buenos días. Quiero tres billetes

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para Kabul. Para mí y para mis hijos.—¿A Afganistán?La empleada prefirió cerciorarse,

porque el día anterior acababa de ver unreportaje en la televisión sobre lasituación de las mujeres en aquel país yla completa falta de derechos humanosque las acompañaba.

—Sí, a Afganistán. ¿No trabajan esedestino?

—Si, sí. Por supuesto. No hayningún problema. Tan sólo que…perdóneme. ¿Cuántos me ha dicho quenecesitaba?

La empleada decidió no serimpertinente ni hacer preguntas ni

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advertencias que no le correspondían, ydecidió ponerse manos a la obra.

—Muy bien. Pues son tres billetes.Mis hijos son muy pequeños. No creoque paguen igual. Si me puede informarde todo ello, se lo agradecería. Mecorre bastante prisa.

La empleada la invitó a tomarasiento y comenzó a mirar en la pantalladel ordenador, a escribir sobre elteclado y a hacer llamadas de teléfono.Después de informarse bien, para lo quetuvo que emplear más de veinte minutos,la empleada le comunicó a María que nohabía vuelos directos.

—Lo único que puedo conseguirle

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es un vuelo Palma Madrid, MadridLondres Heathrow, Londres Irán. De ahítendría que coger otro vuelo a Pakistán ydesde Pakistán, entonces sí, a Kabul.

A María le pareció largo ycomplicado, pero recordó que hacía casidos meses había hecho similar trayecto.

—Está bien. Pues si no le importa,me lo cierra. Me gustaría irme lo antesposible, así que si puede tenerlo encuenta.

La empleada le comunicó que podríasalir en dos días y María no lo dudó.Compró los billetes. Se acogió a unaoferta especial que no le permitíacambio alguno en los itinerarios ni en

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las fechas de vuelo. No quería Maríaecharse atrás, ni que nada de lo que ledijera su familia pudiera convencerla.

Sabía que su hermana la mataría.Había hecho lo imposible para sacarlade allí y no había aguantado en Mallorcamás de dos meses. Pero sentía que era loque tenía que hacer. Y volvió a dejarsellevar por impulsos y no por unadecisión razonada. Era la María desiempre, la que nunca se sentaba ameditar ni a razonar una decisión. Ymenos cuando el amor estaba de pormedio.

—¿Estás loca? ¿Será una broma? —efectivamente, Rosie no podía creerse lo

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que acababa de hacer su hermana. ¿Otravez, María? ¿No has tenido bastante conlo que llevas sufrido? ¿Tú eres tonta oqué te pasa? ¿Sabes lo que estachiquillada puede suponer para tushijos? ¿Eres realmente consciente de loque les estás haciendo a tus hijos? Mira,María, no sé qué hacer contigo. No séqué decirte, no sé si matarte o dejarte iry olvidarme de ti. No tienes remedio.Siempre has sido igual. ¿Sabes lo queme ha costado sacarte de allí, hermana?¿Tienes una idea?

María comprendía perfectamente elestado de crispación que se habíaapoderado de su hermana Rosie en

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cuanto le comunicó que en dos díasregresaba a Afganistán. Sabía que todolo que le dijera en esos momentos Rosieiba a estar cargado de razón, así quepoco pudo decirle para refutarle.

—Rosie, cariño, lo siento. Lo sientomucho. Perdóname. Pero créeme si tedigo que no puedo vivir sin mi marido.Que me estoy ahogando sin estar a sulado, que no quiero vivir si no es conél… No sé, Rosie, lo siento. Pero tengoque hacerlo. Tú no lo entiendes.

Rosie se había calmado como sihubiese ingerido una caja entera detranquilizantes. María tuvo que esperaralgunos segundos que se le hicieron

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eternos para poder escuchar lo que iba adecirle.

—Lo sabía, María. En el fondo,estaba convencida de que lo harías.¿Sabes? Yo jamás lo hubiese imaginado,pero me lo dijo José. Fue él quien,viéndome lo que estaba haciendo parasacarte de allí y después de todo lo quehizo él, me dijo: «Rosie, no te engañes,tu hermana volverá a Afganistán. Estádemasiado enamorada de su marido.Volverá a Afganistán tarde o temprano».Por lo visto, ha sido más temprano quetarde.

Las dos hermanas se quedaron ensilencio hasta que Rosie se abrazó a

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María. Y así estuvieron un tiempo.Por la noche, cuando ya todos lo

sabían, tuvo que escuchar idénticosreproches y recomendaciones de suhermano Pedro.

—Está bien, María. Si tú quieresirte, adelante. Pero no te lleves a losniños. Ellos no se merecen eso. No lopodrán resistir. Déjalos aquí. Nosotroscuidaremos de ellos. No les obligues apasar otra vez por aquel infierno. No esjusto. Y no creas que tienes derecho.

—Pedro, si no voy con ellos, lafamilia de mi marido me mata. Y luegole matan a él. Sé que es difícilentenderlo, pero yo sé lo que hago.

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—María, tú nunca has sabido lo quehacías. Y sigues sin saberlo.

La respuesta de Pedro fue muy dura,pero María tuvo que aceptarla. Suhermano tenía razón, pero ella tenía otrarazón de mayor peso: el amor hacia sumarido. Y volvía a sentirse incapaz deexplicar y de demostrar las cosas. Sobretodo cuando le tocaba explicar su amorpor Nasrad. ¿Por qué nadie la entendía?¿Por qué no había encontrado a nadieque le diera la razón, que lacomprendiera? ¿Es que la gente no seenamora?

La situación no mejoró cuando tuvoque llamar a su marido para comunicarle

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su decisión. Cuando Nasrad supo que sumujer había comprado los billetes paravolver a su lado, no pudo evitar sentirun gran alivio en su interior. Sinembargo, intentó convencer a su mujerpor todas las maneras posibles de queno volviera, de que perdiera el dinerode esos billetes. Pero aquí le falló sucapacidad de convicción ante María quenunca le había abandonado.

María estaba decidida y dispuesta ahacer lo que se ajustaba a su criterio, yno pensaba cambiar de opinión,escuchase lo que escuchase.

El día del retorno a Afganistán llegó.María intentó evitarlo por todos los

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medios, pero se volvieron a repetir lasmismas escenas que vivieron ella y sushijos dos meses atrás en el aeropuertode Kabul. Ahora era Pedro el quelloraba y era de él de quien no se queríaseparar el pequeño Abdullah. Era supierna la que no soltaba y era hacia élhacia quien corrió después de volversea soltar de la mano de su madre, comohabía hecho meses antes con su padre.

Todos lloraron. Todos sentían eldolor de la separación. Y nadie hizopreguntas, ni deseos, nirecomendaciones. Tan sólo seabrazaron. Eso fue todo.

Cuando María se abrazó por último

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a Rosie, le dijo al oído:—Rosie, por favor, perdóname o me

moriré de la pena y de la culpa.Rosie le apretó con más fuerza sobre

su pecho y le dijo.—María, acude a mí cuando lo

necesites. Llámame si las cosas no vanbien. Hazlo. Si no, será entonces cuandono te perdone.

Las escalas, los cambios de aviones,las carreras de Abdullah por lospasillos del aeropuerto que tocara encada momento, se iban sucediendo.Mientras esperaba su último vuelo quela llevaría hasta los brazos de Nasrad,recordó a su familia en Mallorca. «¿Me

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habré equivocado viniendo? ¿Mearrepentiré de volver a Afganistán?»María llegó a pensar que nunca seríafeliz en ningún lugar del mundo. Senotaba desarraigada de todas partes y sesintió culpable de la vida que les estabadando a sus hijos. «¿Por qué no logróser feliz en algún sitio? ¿Por qué estédonde esté y vaya donde vaya siempretengo que pasar las noches llorando?¿Por qué es tan complicado si lo únicoque me hace falta es estar con Nasrad ycon mis hijos? ¿Dónde está elproblema? ¿Seré yo? ¿Será todo culpamía?» Cuando el avión tomó tierra,María miró por la ventanilla. Pudo ver

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que allí todo seguía igual. El mismopaisaje árido de tierra y piedras, y devez en cuando un conjunto de árbolesque rompía la monotonía de aquellatierra. María recogió rápidamente elpoco equipaje que llevaba, aunque lamayoría eran regalos para los familiaresde Nasrad que se habían portado biencon ella. Sonrió María cuando recordóque en su maleta llevaba variosconjuntos de ropa interior para Motau ypara el resto de las hermanas y cuñadasde Nasrad. «Se van a volver locas». Selo había prometido. Si volvía a aquellugar, les traería ropa interior y pinturas,maquillajes, laca de uñas. Incluso se

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había atrevido María a meter algúnzapato de tacón. También traía algunatela y algo de ropa de abrigo para losdías difíciles de invierno.

No tardó mucho María en divisar laimagen de su marido esperándoles en lapuerta de salida del vuelo. María, queya había decidido ponerse el burkamomentos antes para evitar problemas,corrió hacia su marido. Le abrazó y lomismo hizo la pequeña. El que no estabadispuesto a olvidar que su padre lehabía dejado irse de su lado eraAbdullah. Estaba enfadado y quería quese le notara. Nasrad comprendió laactitud de su hijo y decidió respetar la

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decisión del pequeño, convencido deque pronto se le pasaría.

Después de preguntar cómo habíaido el viaje y tras echarle nuevamente encara el haber vuelto y más con los niños,Nasrad le informó a su mujer de quecomerían en casa de su hermano y sucuñado.

—Están deseando verte, María. A tiy a los niños. No creían que ibas avolver. Todos dieron por hecho que tequedarías en España con los niños.¿Sabes? Creen que estás loca.

—Claro que lo estoy. Loca de amorpor ti, Nasrad. No sabes lo que te heextrañado. No tienes ni idea. No podía

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quedarme allí sabiendo que tú estabasaquí solo y pasándolo mal. Prefieroestar a tu lado. ¿O es que acaso no tegusta que yo esté contigo?

—Sabes de sobra que sí. Lo que noquiero es que lo pases mal, ni tú ni losniños. No os merecéis esto… Además,yo… Nasrad guardó silencio. Unsilencio que preocupó a María, que noentendía por qué su marido nocontinuaba hablando.

—Tú, ¿qué, Nasrad? ¿Qué pasa?—He vuelto a vivir a casa de mis

padres. Todo el tiempo que tú hasestado fuera, he tenido que irme a vivircon ellos. No sabes lo mal que lo he

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pasado. Todo el mundo me criticaba,hablaban de mí a mis espaldas, se reíande mí y me humillaban porque mi mujerse había ido con mis hijos. Se metíanconmigo porque no había sido capaz deretenerte. Todos juraban que novolverías. Que una vez allí, te olvidaríasde mí y preferirías llevar una vidamejor, con más comodidades. Y dabaigual lo que yo les dijera. Todos lotenían claro. He sido un apestado todoeste tiempo, María, no sabes lo que mealegro de verte.

—¿Y encima me decías que novolviera?

—Por supuesto. Lo primero es tú y

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los niños. Yo ya me acostumbraría a losinsultos y a las humillaciones. El saberque estabais bien me ayudaba a seguiradelante. Pero ahora que estás aquí, todoserá distinto. He pensado que iremos acasa de mis padres, recogeré mis cosasy nos vendremos de nuevo a Kabul.

Nasrad notó que a su mujer no lehacía mucha gracia volver a ver a sumadre, por eso le insistió. «Pero no tepreocupes, estaremos sólo un par dedías. Lo necesito, María. Para recuperarmi orgullo. Lo entiendes, ¿verdad?» —Claro, Nasrad. Me parece bien. Ademáshe traído algunos regalos para lasmujeres de la aldea. Estoy deseando

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verles la cara cuando los abran.A la mañana siguiente, ya estaban en

carretera, dirección al pueblo de suspadres. Cuando llegaron, todos seextrañaron de ver a María. Estabanasombrados de que hubiera regresado yademás con sus dos hijos, a los quenotaban distintos, debido a la buenaalimentación que habían tenido enEspaña.

De entre todos, fue Motau la queprimero salió corriendo de la prole paraabrazarla.

—¡María! ¡María, has vuelto! ¡Hasvuelto!

Tras ella corrieron el resto de las

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mujeres. Todas se alegraban de ver denuevo a la española, con la que habíancompartido tantos ratos y que tanto habíallamado la atención. De repente, ycuando María se encontraba con lasmujeres explicándoles los regalos queles había traído, oyó una voz. Erainconfundible. Sería capaz dereconocerla entre un millón.

—Y ¿por qué has vuelto?Era su suegra. La mujer que más

daño le había hecho en su vida. La mujerque había gastado todas sus energíaspara que la estancia de María en aquellugar fuera lo más desagradable posible.

Pero María la vio distinta. No era la

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misma mujer que la atemorizaba, cuyasola presencia le hacía enfermar, cuyavoz le anudaba el estómago. O quizá eraella misma, que se encontraba más fuerteque nunca, la que veía a aquella mujerde otra manera. Tan sólo veía a unapobre mujer, una mujer que ya no laintimidaba.

—Porque le quiero. Porque quiero aNasrad. Y porque nada, y en especialnadie, va a poder evitarlo. ¿Lo entiende,señora? Espero que sea así, deseo quelo entienda, porque no pienso perder unsegundo de mi vida en explicárselo.

Le hubiese dicho mucho más, peroMaría no quería que su marido se

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sintiera incómodo. Sólo estarían dosdías. Ya no merecía la pena saldardeudas con el pasado.

La suegra ni siquiera contestó. Diomedia vuelta y se marchó.

—Hay mucho trabajo.Nadie fue tras ella. Ni siquiera

Nasrad.Todos se quedaron preguntándole

cosas a María, interesándose por lo quehabía hecho y había visto.

Se hizo una comida especial pararecibir a los recién llegados. Alejadasde los hombres, las mujeres seintercambiaron los regalos. Motau nopodía creer que por fin tuviera la ropa

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interior con la que tanto soñó. Incluso lamuñeca Barbie que le había traídoMaría le pareció un milagro. No podíadejar de mirarla, de darle vueltas, deinspeccionar todo lo que aquella muñecatraía.

Así pasaron cinco días hasta quedecidieron volver a la capital. Maríavivió esos días en casa de sus suegroscomo si fuera una invitada. No realizóningún trabajo excepto el que ella quisopara echar una mano al resto de lasmujeres. Nunca para intentar agradar asu suegra. Sabía que ésta era unaempresa imposible. Aprovechó parasalir más con Nasrad a visitar amigos y

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vecinos. Cuando regresaba al terreno desus suegros, los recuerdos, en especiallos malos, se le amontonaban: el pozo,el fuego, las garrafas llenas de agua, elcarro con el que las trasladaba, elsegundo parto, los barreños para lavarla ropa… Cinco días y volvieron aKabul. Ése era el trato con Nasrad y asíse cumplió. De nuevo las despedidas,los abrazos, las promesas. Motau volvióa llorar como lo hizo la última vez quese despidió de María.

—No vuelvas nunca más, María —yeso sí la estremeció—. Prométeme —insistió Motau— que lo intentarás. Queharás todo lo posible para que yo pueda

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vivir como una mujer occidental.María se estremeció de nuevo.—Haré todo lo posible, Motau.

Cuenta con ello.Nasrad le comunicó que vivirían en

la misma casa en la que lo hacían antesde su viaje a Mallorca. A María lepareció bien. Allí tenía buenas amigas yestaba deseando verlas, y volverse asentar con ellas a tomarse un té y acriticar a medio vecindario. Ése era suúnico entretenimiento y a María no ledisgustaba, más bien al contrario. Sesentía bien.

Pero María no quería abandonarseen aquel país, no quería hacerse

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cómoda. Temía acostumbrarse. Por esodecidió que mantendría comunicacióncon su hermana, que intentaría que aNasrad no le faltara trabajo y que ellaseguiría con sus trámites en lasembajadas para conseguir los papelesde su marido. Entonces, y sólo entonces,regresaría a España. O lo hacía con sumarido y con sus hijos, o no habríaregreso.

María intentó ponerse en contactocon José nuevamente, pero todos susintentos fueron inútiles. Por fin pudo darcon la sede de la embajada española,que hasta ese momento no había logradolocalizar, ya que José y sus compañeros

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nunca le dijeron dónde estaba niquedaron jamás con ella en aquelrecinto, por miedo, como pudo entendermás tarde María, a que descubriera queJosé era un guardia civil que se estabajugando el tipo para ayudar a María ysus hijos.

Buscó también trabajo, pero lasituación para ella y para su maridoestaba realmente complicada. No habíatrabajo y si lo había estaba muy malpagado, por lo que las dificultadeseconómicas llegaron de nuevo al hogar.Conseguir comida era cada día máscomplicado y se volvieron a repetir losepisodios de desesperación

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protagonizados por Nasrad. De nuevo sufamilia en Kabul tuvo que ayudarlesdejándoles pan, arroz y aceite.

María le propuso a Nasrad lanecesidad de que los niños fueran a laescuela, pero pronto se enteró de queallí las autoridades no encontrabannecesario que los niños, y mucho menoslas niñas, fueran al colegio hasta que nocumplieran seis o siete años. Así que losniños pasaban gran parte del día encasa, jugando con los otros niños de lasfamilias que compartían aquel hogar.

Fue en la propia embajada dondeMaría encontró trabajo. A María le diola impresión de que el edificio era

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nuevo, o al menos que estaba en obras,por lo que tuvo la idea de ofrecerse paralimpiar la suciedad que se ibaamontonando en aquel lugar. Fue elpropio personal de la embajada el quele dio el visto bueno. Le advirtió que notenían mucho dinero, pero que algo lepodrían dar además de facilitarle lacomida. María consiguió que le pagarándiez dólares por seis horas de trabajo aldía y además podía realizar en aquellasinstalaciones el almuerzo. María casi nilo probaba para poder llevárselo a sushijos y que fueran ellos los quecomieran. Pero sólo pudo estar dos otres semanas porque las obras

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finalizaron y a María le dijeron que yano la necesitaban y que no iban a poderdarle más trabajo. Se ofreció comotraductora. Ella sabía español a laperfección, dominaba el inglés y elidioma nativo, pero los responsables dela embajada le explicaron que lospuestos de trabajo ya estaban dados yque no podían contratarla porque habíafuncionarios de carrera que habíanoptado ya al puesto. Le explicaron queellos no podían hacerle un contrato, yque todo el mundo necesitaba uno siquería trabajar en aquel lugar. ParaMaría fue un mazazo, porque se habíahecho ilusiones. Pero no por eso

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desesperó y siguió intentándolo.María utilizó sus contactos en la

embajada para intentar conseguir algunaayuda económica para sus hijos, ytambién pidió en numerosas ocasiones larepatriación de su marido. Consiguióalguna ayuda económica, muy modesta,pero que le ayudó a seguir adelante.Pero en cuanto a la repatriación de sumarido, le dijeron que ellos no podíanhacer nada. Que todo requería unostrámites y un tiempo que de momento noestaban en sus manos. Pero nunca ledieron un no rotundo por respuesta.Hubo además un funcionario que leabrió más los ojos para que no se

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engañara: «Dinero, María. Para todoesto que necesitas es necesario muchodinero. Y eso es lo primero que vas atener que conseguir. Te deseo suerte. Esmuy complicado».

Lo que sí le pidieron a María fueronfotos de su marido y cualquier tipo dedocumentación que pudiera demostrarquién era. María no entendía muy bienpor qué, pero en ningún momentosospechó nada extraño. Sí que notabaque le preguntaban muchas cosas sobresu vida en común, sobre cómo seconocieron, cómo era su vida enLondres, por qué decidieron volver, aqué se dedicaba ahora su marido en esos

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momentos, si trabajaba o no, dóndevivían, qué clase de amigos frecuentaba,qué relación tenía con su familia.

Y volvieron a insistir en algo queponía especialmente de los nervios aMaría y que le recordó mucho a susconversaciones con José: le preguntaronsi ella se encontraba presionada, sihabía habido algún capítulo de malostratos, si ella era conocedora de algúnpasado delictivo de su marido, si habíaestado detenido, o si alguien le habíadenunciado y ella tuviera conocimientode ello. María lo negó todo, porque nadasabía de lo que preguntaban. Aseguróque su marido era una buena persona, un

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buen hombre, que estaba intentandosacar adelante a su familia a pesar delas muchas complicaciones, y que elúnico problema que tenía es que eltrabajo no llegaba, ni en la cantidad nien la calidad que él deseaba.

Se interesaron en la embajada,porque no lo terminaban de entender, depor qué María había regresado deEspaña después de haber estadointentando salir durante tantos años ypor qué admitía vivir en las condicionesde pobreza y necesidad, si en su país deorigen, en España, podría llevar otravida. María volvió a explicar queprefería esperar a que su marido

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consiguiera los papeles, que lasautoridades le concedieran el visadoque les permitiera viajar todos juntos aEspaña y que no entendía por qué todoera tan complicado y laborioso.

Incluso llegaron a entrevistarles acada uno por separado. María se enterómás tarde de que les habían grabado lasconversaciones sin que ellos tuvieranconocimiento previo y mediara ningúntipo de autorización por parte de losinteresados. María prefería dar todo porbueno, si eso le iba a ayudar para salircon su familia de aquel país. Los cuatrojuntos. O así, o de ninguna manera.

Cada vez más, María frecuentaba a

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sus amigas. Todas eran mucho mayoresque ella, casi todas vivían en su mismobloque, si no en la misma casa, sí endistintas habitaciones. Era unaoportunidad para desconectar de todo,para, si no olvidarse de los problemas,sí al menos desconectar de ellos. Ytambién dedicaba algún rato libre parair junto a su marido y a los niños a casade sus cuñados y de los tíos de Nasrad.Siempre era agradable hablar con ellos.María se encontraba muy cómodahablando con la tía de Nasrad y lecontaba cualquier problema que tuviera.Al fin y al cabo, fue ella quien se habíaencargado de abrirle los ojos y de

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explicarle cómo era la situación de lasmujeres en aquel país la primera vez quelo pisó. María aprovechó para confiarlea su cuñada algo que la preocupabadesde hacía meses: Nasrad estaba cadadía más callado, parecía cansado, triste,sin ganas de nada, y María no sabía quéle pasaba, porque cada vez que intentabainterrogarle sobre el asunto, negaba lamayor e inmediatamente cambiaba detema de conversación.

—Ten paciencia, María. A Nasradse le pasará. No es buena época paraencontrar trabajo y eso tu marido losabe. Sigue preocupado como siemprelo ha estado por vuestro bienestar. Y

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seguro que le estará dando vueltas a lacabeza sobre algo. Estate a su lado ycuídale. Es todo lo que puedes hacer.

Cuando había pasado ya casi un añode su estancia en Kabul, María recibióuna llamada de Rosie. Se hablaban amenudo, para ver cómo iban las cosas,para interesarse por la familia y por lasituación administrativa de Nasrad.Tampoco Rosie, como el personal de laembajada, podía entender por qué suhermana había vuelto al país dondetantos malos recuerdos le aguardaban.No logró entender nunca por qué suhermana sólo aguantó dos meses escasosen Mallorca después de estar años

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batallando para salir de Afganistán.Pero Rosie se juró que nunca más lepreguntaría a María las razones. Sabíaque tanta pregunta le hacía daño. Yademás, los argumentos de su hermanasiempre eran los mismos y a Rosie leresultaba imposible de asimilarlos yanalizarlos: el amor. El amor por sumarido. No quiso complicar más lascosas, pero Rosie no paró de trabajarpara que su hermana, sus sobrinos ytambién el cuñado que no conocían másque en fotos pudieran pisar tierraespañola. No se engañaba Rosie. Todolo hacía por su hermana, aunque en elfondo estaba deseando encontrarse cara

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a cara con el hombre por el que suhermana había perdido libertades,derechos, grandes dosis de felicidad yuna vida mejor. Se moría de ganas porpreguntarle mil cosas a ese hombre que,sin quererlo, había arrastrado a suhermana a la pesadilla en la que vivía.Pensó en escribirlas todas en un papel,pero más tarde se dio cuenta de quesería una pérdida de tiempo y de papel.Las preguntas que Rosie quería planteara su cuñado las tenía grabadas a fuegoen su cabeza. En ningún lugar másseguro que en ése.

Así como María no dejó de moversetodo lo que pudo de administración en

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administración para conseguir algunasuerte de papel que pudiera facilitar lasalida de su marido del país, Rosie hizolo propio. Durante meses batalló con mily una ventanillas, puertas, mesas y salasde reuniones con el único fin deencontrar una salida rápida, segura ylegal del marido de María. Ambashermanas consiguieron el mismoresultado con las autoridadescompetentes. El silencio, el vuelva ustedmañana, el no podemos hacer nada, el losiento, que siempre sonaba cínico ehipócrita. Pero ninguna de las dosabandonó sus intenciones. En eso lashermanas compartían los mismos genes.

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Desde pequeñas.Por eso María se alegraba siempre

de escuchar a Rosie y sabía que ellanunca le fallaría ni la abandonaría a susuerte, aunque tuviera motivos parahacerlo. Siempre era un alivio escucharla voz de Rosie, y aquella vez no fue unaexcepción.

—María, cariño. ¿Cómo estás? ¿Hasavanzado algo con los papeles?

—No, Rosie. Qué desesperación.Me lleva meses encontrar una oficina,una calle, una dirección y cuando lohago, nadie me puede ayudar. Da lomismo la embajada a la que pida ayuda,todos me dicen que no son ellos los que

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tienen la solución en su mano. Yo creo,Rosie, que no me quieren ayudar. Nopuedo creer que sea tan complicado.¿Por qué es tan difícil que una personasalga de su propio país para dirigirse aotro? ¿Por qué? Nasrad no es unasesino, ni un terrorista, ni alguien quevaya a hacer daño. ¿Por qué tantosproblemas, y tantas preguntas a cambiode nada? Hermana, no lo entiendo. Ytodo esto me deja sin energía.

—María, sé fuerte. Todo estocambiará algún día. Igual que tú tuvistela oportunidad de salir y entrar, Nasradla tendrá.

—Sí, Rosie, pero ¿y el dinero?

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Todos me dicen que si consigo lospapeles, luego tendré que pagar una grancantidad de dinero. ¿De dónde lo voy asacar? Como no atraque un banco… —De momento puedes ir al banco. Pero nopara atracarlo, sino para recoger algo dedinero que te acabo de enviar. María, noes mucho. Todavía estoy pagando elcrédito que pedí para traerte a Mallorca.Pero es todo lo que puedo enviarte.

Rosie sabía que ése no era el motivode su llamada a María, pero no queríalevantar sospechas ni crear falsasexpectativas a su hermana. En cuantoterminó de hablar del dinero y delbanco, no tardó en mencionar el otro

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asunto.—Ah, María, se me olvidaba. Creo

que en los próximos días irá a verte unamujer que es amiga de unos amigos y tellevará algo de ropa para ti y para losniños. Atiéndela lo mejor que puedas.Atiéndela y Escúchala. Te hará bien.

A María le sonó extraño lo que ledecía su hermana, de escuchar a aquellamujer, pero llamó más su atención lo dela ropa para los niños.

—Muy bien, Rosie. Descuida. Así loharé.

—¿Los niños están bien?—Sí, están más con su padre…

Como ahora no encuentra trabajo, está

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más tiempo en casa.Rosie notó que las palabras de su

hermana y el tono en el que laspronunció escondían algo más.

—María, tienen para comer,¿verdad?

—Claro —mintió María—. No tepreocupes, Rosie —no quería María quepor su culpa su hermana se preocuparamás. Además, había sido decisión suyavolver, había implicado a todo elmundo, Rosie, su hermano Pedro, José, ytodo para nada, para volver a los dosmeses. María sentía que no teníaderecho a protestar.

—¿Seguro que estás bien, María? —

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insistió Rosie.—Sí, estoy bien. Pero tengo algo que

decirte.Era la frase que más temía Rosie.

Cada vez que María la pronunciaba, suhermana sabía que iba a anunciarle algoimportante y que seguramente no le iba agustar mucho.

—Estoy embarazada, Rosie. Creoque estoy de tres o quizá de cuatromeses. No lo sé con seguridad. Peroembarazada estoy. De eso no hay duda.

Un silencio se hizo en lacomunicación. María esperaba que suhermana reaccionara de alguna forma. Ysuplicó por qué lo hiciera rápido porque

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su estado no le permitía estar expuesta amuchas emociones fuertes.

—Embarazada… María… y… —Pero estoy bien. Sólo notó las típicasmolestias. Vomito más de lo normal, esosí, pero llevo una vida normal. No tepreocupes, que estoy bien. Sóloembarazada.

—Sólo embarazada… María, mealegro mucho. No sé si es el mejormomento, pero me alegro mucho.

Rosie comprendió que ahora másque nunca necesitaba que su hermanasaliera de allí. No podía tener otro hijoen Afganistán.

Desde que decidió dedicarse en

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cuerpo y alma, e invertir todas las horasdel día que fueran necesarias, paralograr que su hermana saliera deAfganistán, Rosie tuvo que dejar sutrabajo. No podía justificar tantasausencias, ni podía comprometerse acumplir un horario tan severo. Por esodecidió dejar su empleo y aceptar otroque le permitiera moverse con másfacilidad. Y lo encontró al lado de casa.En el bar «M y M», una cafeteríahumilde, con menú diario de ocho euros,sin grandes pretensiones pero conclientela fija y fiel, de las que hablan yescuchan cuando tocaba hacerlo. AllíRosie trabajaba unas cuatro horas

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diarias, haciendo las labores decocinera. Era un horario perfecto,porque tenía que entrar a la hora de lascomidas y salir a una hora que lepermitía finalizar algún trámite que no lehubiese dado tiempo a finiquitar por lamañana.

Una mañana, cuando Rosie ya seencontraba a punto de comenzar a servirlas mesas, recibió la visita de unaamiga.

En el barrio ya se conocía la historiade María porque su hermana se habíaencargado de moverse todo lo posiblepara denunciar la situación en la que seencontraba su hermana. Por eso, que

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aquella mañana se acercara a lacafetería esta amiga no fue tanto unacasualidad ni una visita de compromiso.Había llegado hasta sus oídos la historiade María y creía que podía echar unamano.

Rosie comenzó a escuchar. De laboca de su amiga iban saliendoexplicaciones que en un primer momentono lograba entender ni precisar elsentido que tenían, ni en qué medidapodían afectar a su hermana, pero quepoco a poco fueron adquiriendo forma.Una forma que a Rosie le comenzó agustar.

—Verás, Rosie, con todo esto te

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quiero decir que podemos intentarlo. Yotengo un amigo que trabaja junto a unamujer, María Ángeles, en una ONGalemana. Y esta ONG está trabajando enAfganistán y no son pocas las veces queMaría Ángeles viaja hasta allí. Así quehe pensado que quizá pueda echar unamano a tu hermana María. Esta mujer yaha ayudado a otras mujeres y esfrancamente buena. Mira, por intentarlono perdemos nada.

A Rosie se le iluminó la caramientras su amiga le iba hablando. O almenos sintió que le ardía.

—Y ¿cómo lo hacemos? ¿Cómopuedo ponerme en contacto con ella? —

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preguntó con gran agitación Rosie.—No te preocupes. Yo te dejo su

teléfono y lo que tienes que hacer esllamarla de mi parte. Ella ya conoce lahistoria porque yo se la he contado. Yserá María Ángeles quien te diga quétienes que hacer.

Rosie no podía disimular la ilusiónque le habían hecho las palabras deaquella amiga. Durante toda la mañanase mostró nerviosa, no sabía qué hacercon las manos, cogía y ponía platos yvasos sobre la barra sin ningún orden niconcierto, pasaba el trapo sobre ella unay otra vez. No sabía cómo disimular losnervios y tampoco estaba segura de que

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quisiera hacerlo. Comenzaba a ver algode luz al final del túnel.

No tardó en recibir la llamada deMaría Ángeles. Cuando vio que en lapantalla de su móvil aparecía un númeroprivado, algo le advirtió que podría serla llamada que esperaba. Y no seequivocó.

—¿Rosa Galera? —preguntó unavoz limpia, amable y, según quisoimaginar Rosie, muy femenina.

—¿María Ángeles? —se apresuró apreguntar Rosie, sin apenas dejarleopción a la voz misteriosa para que sepresentase.

—Sí, soy yo. Tenía ganas de hablar

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contigo, Rosa. ¿Cómo estás? Y sobretodo, ¿cómo está María?

—Desesperada, María Ángeles. Nosabes lo que estamos pasando… denuevo.

—Me lo imagino, Rosie. Créemeque me hago una idea. Mira, quierodejarte claro dos cosas. Una, muyimportante, tenéis que entender las dosque la embajada española en Kabul, oen su defecto el consulado, tenía laobligación de hacerse cargo de lasituación de tu hermana y que bajoningún concepto puede cruzarse debrazos sin hacer nada por una mujerespañola. Es su obligación y es vuestro

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derecho. Así que nunca cedáis ante esto.Y la segunda… A Rosie le extrañó larapidez con la que hablaba MaríaÁngeles. Le daba la impresión de que norespiraba, y entendió que aquella mujerdebería tener las ideas muy claras.Estaba convencida de que trabajaría conmucha efectividad, a juzgar por laseguridad con la que hablaba.

—Y la segunda: la semana próximaviajo a Afganistán y quiero encontrarmecon tu hermana. Yo no voy a podersacarla de allí, pero sí la puedo ayudar.Necesito que la llames y que le digasque una amiga va a acercarle un poco deropa para ella y para los niños. Dile que

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le llevo ropa pero no le digas que soy deninguna ONG. Alguien podría enterarsey pensar que estamos preparando algopeligroso o que vaya a atentar contra susintereses. No te puedes imaginar el nivelde susceptibilidad que hay en ese país.¿Tú te puedes poner en contacto conella?

—Sí, claro. Tiene un móvil que secompró con el dinero que le mandé.

—Perfecto. Voy a necesitar que medes ese número. E insisto, Rosie, toda laprudencia del mundo. Cualquier fallo,cualquier desliz con esta gente puede sermuy peligroso. No quiero asustarte. Tansólo quiero advertirte.

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—Lo entiendo, María Ángeles. No tepreocupes. Se hará como tú dices. Ygracias, muchas gracias. No sabes elfavor que nos estás haciendo.

—Es mi trabajo. Y todavía no hehecho nada. Pero se hará. No temas.Ahora te tengo que dejar. Me pondré encontacto contigo cuando emprenda elviaje a Afganistán. Un abrazo, Rosie, ymucho ánimo, mujer. Mucho ánimo.

A Rosie le dio la impresión de queDios existía. Por fin alguien semolestaba en preocuparse por suhermana. Estaba deseando llamarla ycontárselo, aunque no olvidó laspalabras de María Ángeles. Le contaría

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sólo lo imprescindible sin correr riesgosinnecesarios. Ya habría tiempo para lasbuenas noticias. Ahora cualquierprecaución sería pequeña.

María recibió la noticia de lapróxima llegada de María Ángeles conalegría y expectación. «¿Quién será estamujer?» Su hermana Rosie no había sidomuy prolífica en detalles, más bien alcontrario. Le dijo que era una amiga yque trabajaba en una empresa quemantenía negocios con Afganistán. Perono le contó mucho más. Cuanto menossupiera María, menos podría compartirella con sus amistades y conocidos.

El encuentro entre estas dos mujeres

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fue especial. A María le supuso unabocanada de aire fresco poder hablarcon aquella mujer. Simplemente leparecía imposible, creía estar viviendoun sueño. Pero esta vez, era real.Primero porque aquella mujer rubia queacababa de llegar como si fuera un ángelhablaba su mismo idioma aunque concierto acento alemán. Y segundo porqueera alguien diferente, que nada tenía quever con aquel lugar y con aquellacivilización y que, además, le traíacosas para los niños y palabras cargadasde buenos augurios y de esperanzasrenovadas.

María y María Ángeles

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compartieron un té, y también deseos,recomendaciones y consejos. MaríaÁngeles insistía en la necesidad de queMaría siguiera yendo a la embajada o alconsulado español en Afganistán,porque eran ellos los que podían ytenían que hacer algo en su caso. Teníanesa obligación y no podían lavarse lasmanos. Ellos eran los que podíanincluso conseguir el dinero para lospasajes de María y de los niños.

—Ya sé, María, porque me lo hacontado tu hermana, que no quieres irtede este país sin la compañía de tumarido. Mira, María, yo no te conozco ati más que por lo que me ha contado

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sobre tu caso. No conozco en absoluto atu marido, que sin duda debe de ser elser más maravilloso del mundo porquetú te has enamorado locamente de él yporque por él estás cometiendoauténticas locuras, que estás en tuderecho de cometer. Pero así no leayudas. En absoluto. Y sobre todo, noayudas a tus hijos. Ya sé que ahora quizáno me entiendas, pero estás pecando deun egoísmo que dentro de unos meses, oquizá dentro de unos años, te haga undaño irreparable. Entonces, todo seráinútil. Entonces será tarde para todos.También para Nasrad.

María Ángeles sabía que tenía un

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poder de convicción poco común, y sussuperiores también lo sabían. Por eso lesolían mandar encargos difíciles deconseguir, porque ella tenía másposibilidades que ningún otro. Por esoMaría Ángeles echó mano de sus armasde seducción profesional y prosiguiócon su argumento, mirando fijamente aMaría, mientras le cogía las manos conlas suyas.

—María, consigue que alguien de laembajada se interese por tu historia y lade tus hijos, y que se hagan cargo delcoste de los tres viajes. No te pido queolvides a tu marido, nunca se meocurriría, no estoy loca. Al contrario,

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con esta decisión, ayudarás más a tumarido de lo que te imaginas. A Nasradle será más fácil salir de este país si lohace solo, sin la carga que puederepresentar una mujer y sus dos hijos. Yque tú estés aquí con él no va, ni muchomenos, a agilizar los trámites para queobtenga el visado, más bien al contrario.María, los dos sois supervivientes de unnaufragio. Si te quedas con él agarradaal mástil del barco en vez de ir a pedirayuda, os terminaréis ahogando los dos.Mientras el que espera tiene laesperanza depositada sobre el que se haido a buscar ayuda, todo irá bien. Si noes así, el mástil cederá porque no podrá

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aguantar el peso de los dos. Y supongoque tú no quieres que eso pase, ¿verdad,María?

María se quedó pensando en lo queMaría Ángeles le había dicho. Quizá eraigual que lo que le habían dicho otraspersonas, pero aquello le sonó diferente,no supo muy bien por qué.

Cuando se despidieron, MaríaÁngeles le prometió que seguiría sucaso. Le aseguró que ella estaría cerca yque mantendría contacto, si no diario, sífrecuente. María prefirió despedirse dela mujer en su casa, para así poderabrazarla y besarla y expresarle suagradecimiento por todo.

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Mientras María Ángeles bajaba lasescaleras internas de la casa, María laobservaba sin perder detalle de uno solode sus movimientos, en parte paraasegurarse de que aquella mujer erareal, que existía y que no había sido unailusión. Mientras la seguía con lamirada, adivinó por sus andares y suforma de actuar que era una mujer demundo, segura de sí misma y con unamaleta repleta de retos que siemprelograba alcanzar con éxito. María rezóporque el suyo, su caso, fuera uno deestos retos alcanzados.

Aquella noche María, por primeravez en mucho tiempo, concilio el sueño

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haciendo planes de cómo conseguir eldinero y no de cómo agilizar los trámitespara la expedición del visado de sumarido. Quizá María Ángeles teníarazón. No era familia suya, no era unainteresada directa, nada sentimental lehacía aconsejar de una manera o de laotra.

Las semanas y meses posterioresMaría puso en práctica la operaciónideada por María Ángeles. Se plantabacada día en las oficinas de la embajadaespañola para que alguien la escuchara.Todos allí sabían su historia. Pero nadiele pudo hablar de dinero.

María llamaba a su hermana para

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solicitar una serie de papeles que le ibapidiendo la embajada, en la mayor partede los casos, para tenerla entretenida yque tardara más tiempo en volver. Rosietomaba buena nota de lo que le pedía suhermana, y ella a su vez insistía en quese hiciera fotos para mandárselas. Fotosde ella y de sus hijos. María no entendíanada.

—¿Tú sabes lo que me pueden hacera mí si me pillan haciéndome fotos,Rosie? Como mínimo me dan una palizade muerte.

—María, sólo las necesito para mí.Háztelas en casa. Quiero ver cómo estástú y cómo están creciendo los niños.

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—Rosie, es que eso que me pides esmuy complicado. ¿De dónde saco yo unacámara de fotos?

—Mira, María, lo mejor será queuna amiga de María Ángeles se acerquepara que te haga unas fotos. ¿Te parece?

María no logró entender la aficiónrepentina que le había entrado a suhermana Rosie por la fotografía. Pensóque tanto papel oficial la teníatrastocada, pero por supuesto aceptó. Nopensaba contradecirla en nada.

Pasaron unos días hasta que recibióla llamada de, tal como le había dichosu hermana, la amiga de María Ángeles.Le extrañó escuchar que su interlocutora

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al otro lado del teléfono tenía unmarcado acento afgano, algo que pudocomprobar cuando quedó con ella. Noquiso aquella mujer quedar en su casa yse lo explicó diciéndole que las fotostenían que ser al aire libre. El lugar dereunión era una especie de solarescondido cerca de un centro comercialde Kabul. Ninguna quería llamar laatención y creyeron que en ese lugar tanapartado, estarían a salvo de miradasindiscretas. Se equivocaron. Cuando lamujer afgana logró sacarle unas cuantasfotografías a María, con el burkaretirado de la cabeza, comenzaron aescucharse voces en contra de aquellas

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dos mujeres, que estaban violando lasmás elementales leyes del lugar. Eransobre todo mujeres las que pasabancerca de donde ellas se encontraban, yno tenían reparo en insultarlas e inclusoamenazarlas. Las miraban y les gritaban:«Mira, ésa es la gente que quiere ircontra nosotros, contra nuestra cultura.Los que no nos respetan. Lo pagaráncaro».

María no se encontraba cómoda enaquel lugar y pensaba que ya se habíanhecho demasiadas fotos para que suhermana pudiera saber cómo estaban.Aquél no era el lugar seguro quepensaron y decidieron que era mejor

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salir de allí cuanto antes. Hasta esemomento, habían tenido la suerte de queningún hombre paseara cerca de aquelparaje. De lo contrario, no sabían quépodía haber sido de ellas.

María se despidió de la fotógrafa.Era una mujer guapa, joven y muyamable.

—Ojalá tengas suerte, María. Tú ylas de mi raza. Ojalá algún día puedavolver a hacerte las fotos sin miedo a lapresión de los demás. Espero que salgasde aquí muy pronto. Y espero que lasmujeres podamos decidir y gobernar eneste país dentro de poco tiempo.

A María le extrañó que aquella

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mujer estuviera tan al corriente de susituación. Pensó mostrarse un pocorecelosa, pero luego prefirió hacer casoa su instinto. Seguramente MaríaÁngeles se lo había contado a lafotógrafa y a otras personas para poderayudarla.

Y lo estaba haciendo. Las fotos queMaría se había hecho en la calle no eranpara su hermana, sino para publicarlasen un diario local de Mallorca, donde sehicieron eco de la situación en la queestaba María desde hace años. Rosie noquiso contarle la verdadera finalidad deestas fotos porque no quería ilusionarlay porque temía que si se lo contaba, ella

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a su vez se lo podría contar a alguienmás y podrían aparecer lascomplicaciones o las traiciones.

María comenzó a recibir llamadasde personas que no conocía y que seinteresaban por su tema. Eranperiodistas que querían saber másdetalles sobre su historia. Se publicaronalgunos reportajes en el diario localÚltima hora y también se hizo eco de lahistoria de María el diario El Mundo.

Una noche recibió la llamada de unprograma de radio. Se llamaba «CincoLunas» y se emitía a partir de la 1.30 dela madrugada en la cadena Punto Radio.Durante treinta minutos detalló cómo era

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su situación, cómo venía viviendodurante los últimos años, las carencias ylas necesidades que pasaban los niños,su experiencia con el burka, la durezade aquel país hacia las mujeres. Antesde terminar la entrevista, lapresentadora le preguntó qué podíanhacer desde España, cómo podríanayudarla. María no tuvo dudas. Recordólo que le había recomendado MaríaÁngeles y pidió sin titubear.

—Necesito que alguien pague mibillete y el de mis dos hijos para volvera España. Yo no tengo dinero y laembajada no me da facilidades ni ayudade ningún tipo. Por favor, si alguien me

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escucha y puede ayudarme, se loagradecería mucho. Nos salvaría lavida. Sólo pido dinero para que nossaquen de este lugar. Nada más.

Sólo hicieron falta veinticuatrohoras para que alguien respondiera alllamamiento realizado por María.Veinticuatro horas más tarde, ya habíaalguien dispuesto a pagar los tres mileuros que costaban los billetes de aviónde María y sus hijos. Era un empresariomallorquín, Bartolomé Esbert, quienhabía seguido la historia de María en laprensa y que sabía que había pedidoayuda a través de los micrófonos de laradio.

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Cuando la noticia se confirmó yRosie supo que alguien estaba dispuestoa pagar esa cantidad y que no era ningúnengaño, llamó rápidamente a María.

—María, vete preparando, que tesacamos de ahí. Vas a salir del país.Volverás a casa, María. Volverás a casacon tus hijos. Hay alguien que se hahecho cargo del gasto de los billetespara ti y para los niños.

María pensó que alguien habíaescuchado su entrevista en la radio y quehabía accedido a su petición de ayuda.No quiso creérselo, no podía ser tanfácil. Pedir el dinero y que alguien se loconcediera. «Imposible». También

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pensó que quizá algún periodista habíapagado esa cantidad en conceptocontraprestación por contarle suhistoria. Intentó preguntarle a Rosiequién era aquella persona, por qué leayudaba, y sobre todo, cuándo podríanirse, cuándo saldrían de Afganistán.Rosie no supo explicarle.

—Mira, María, sé que el viaje estápagado. No sé decirte si será en unavión militar, o cómo será. Todavía nome han dicho nada. Sólo sé que alguiencompra los pasajes y tú te vuelves. Yespero que no hagas locuras, María, porfavor, que te conozco.

Esa misma noche sus dudas se

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disiparon. Volvió a recibir la llamadadel programa de radio «Cinco Lunas».Le contaron que la persona que se habíahecho cargo de pagar los billetes deavión que facilitarían su salida de aquelpaís y la de sus hijos estaría esa nocheen el programa y la invitaban a saludarley agradecerle su gesto. Al principio, elempresario mostró su recelo a participaren el programa, prefería que su gesto sequedara en el anonimato, no quería quenadie lo confundiera con un falso afánde hacer publicidad, ni de él ni de suempresa. Así que pidió a la responsabledel programa que omitiera el nombre dela empresa. Así se hizo.

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El programa comenzó a la 1.30 de lamadruga. Era el jueves 7 de diciembrede 2006 y la mayoría de los españolesse encontraban de puente. La voz de lalocutora daba inicio al programa.

—A veces se producen milagros. Yesta noche vamos a vivir uno. Quizá seaun milagro de Navidad o quizá todo sedeba a que existe gente buena, gentedispuesta a ayudar.

Por primera vez, María pudo hablarcon la persona que iba a facilitarle,gracias a la donación de tres mil euros,su salida de Afganistán. María no pudoencontrar las palabras suficientes paraagradecerle su caridad y el empresario,

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que se mostraba nervioso y algoincómodo por las muchas veces queMaría le había dado las gracias, leaseguró que estaba a su disposición paralo que necesitara, en ese y en cualquierotro asunto. Rosie también se unió a laconversación a tres bandas en las ondas,y ése fue el momento en el que a Maríale falló la voz, no pudo soportar tantatensión, y rompió a llorar mientras lesagradecía a aquel hombre y a suhermana todo lo que estaban haciendopor ella y sus dos hijos.

La maquinaria para traer de nuevo aMaría y a sus hijos a casa se puso enmarcha. Rosie estuvo en todo momento

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en contacto con el empresario, que leingresó el dinero en su cuenta. Sinperder un minuto, Rosie le mandó eldinero a María para que fuera ella laque comprara allí los billetes. Ya sólofaltaba que llegaran los papelesnecesarios para dar el visto bueno a lasalida de María y de sus dos hijos.Esperaba como agua de mayo la llamadade la embajada que le daría laconfirmación. Odiaba que llegase el finde semana porque todo se paralizaba, yMaría sabía entonces que tendría queesperar hasta la semana siguiente parasaber algo.

Por fin la llamada se produjo. Tenía

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el permiso y debía comprar los billetescuanto antes. Pero le comunicaron quesería imposible comprar un billeteKabul-Mallorca, por lo que tuvieron quebuscar alternativas. Y encontraron laúnica que les podía devolver a casa. Alfinal viajarían de Kabul a Dubai, deDubai a Viena, de Viena a Barcelona yde Barcelona cogería un último aviónque la llevaría a Palma de Mallorca.Compró el billete esa misma tarde parael día siguiente. No quería esperar más.No podía.

Nasrad la ayudó a hacer las maletasy se repitió el mismo ritual de nerviosincontrolados. Su marido volvía a estar

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demasiado preocupado por meter en elequipaje de los niños galletas, zumos,yogures, agua. María le notaba triste,aunque intentara disimularlo. Sabía quela nueva marcha de su mujer lecomplicaría las relaciones con sufamilia, que ya estaban demasiadodeterioradas.

—Verás como, antes de lo que tepiensas, te reunirás con nosotros,Nasrad. Voy a hacer todo lo posible. Ypuedo hacer más fuerza desde allí.

Nasrad fue a buscar algo de dineropara poder pagar el taxi que les llevaríaal aeropuerto. Apenas hacía diez díasque a su mujer le habían dado el dinero

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y ya regresaban a casa.Nasrad le hizo prometer a María que

en cuanto llegara, le llamaría, y que nocometería más locuras. Le pidió quefuera su hermana Rosie la que se pusieraal teléfono, para estar seguro de queefectivamente María había llegado aMallorca y que no se había dado lavuelta para volver con él.

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CUARTA PARTE— VUELTA A CASA

Eran las tres de la madrugada cuandoMaría y sus dos pequeños llegaron aMallorca. Su hermana Rosie y suhermano Pedro habían ido a buscarla aBarcelona, porque no podían esperarmás, y menos en casa. Las escalashabían sido muchas y la espera, eterna.

María venía cansada del viaje. Nosólo se tuvo que hacer cargo de sus doshijos, sino que se encontraba

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embarazada. Además, en los últimosdías había manchado, pero prefirió nodarle mayor importancia. Ya le habíaocurrido alguna vez, y nada malo habíapasado.

Aquella noche durmió tranquila,aunque se despertó en un par deocasiones preguntándose dónde estaba ybuscando el cuerpo de su marido a sulado. Cuando se percató de que noestaba junto a ella, como todas lasnoches, recordó que había regresado aMallorca. Que estaba de nuevo en casa.

Ya entrada la mañana, oyó que lacasa de su hermana Rosie se llenaba defamiliares, de amigos y conocidos que

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querían interesarse por María. Queríanverla, darle un abrazo y ofrecerle suparticular bienvenida.

María lo agradeció, pero teníademasiadas cosas que hacer. Queríallevar a los niños al médico y tambiénquería que un ginecólogo le viera a ella,puesto que seguía manchando, teniendopérdidas de sangre pequeñas, pero quecomenzaban a inquietarla. Además,desde que se subió al primer avión enKabul, notaba algunas molestias y queríaaprovechar su estancia en el mundocivilizado para que el embarazo y elnacimiento de su tercer hijo se realizaraen las condiciones óptimas en las que no

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se pudieron realizar los otros dospartos.

También quiso escolarizar a sushijos y les matriculó en un colegiocercano a la casa de su hermana. TantoAbdullah como Nuria se adaptaron biena las costumbres y al idioma de su nuevopaís. Lo aprendieron rápidamente. Eranlistos y María se mostraba muyorgullosa de ellos. Abdullah se pasabael día apretando con su mano la llave dela luz, la encendía y la apagaba sinpoder dejar de mirar a la bombilla, quede pronto aparecía iluminada y depronto no. Era un juego para él, algo queno podía entender. No era un mecanismo

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que hubiese estado a su alcance en sucorta experiencia vital.

Lo mismo le sucedió con el aguacorriente. Abría y cerraba los grifos dela casa para ver el agua correr sin quese cortara en ningún momento, como erahabitual en Kabul. Abdullah tenía lacostumbre de sentarse en el suelo paratodo, y eso fue una costumbre que lecostó quitarse.

Pero quizá lo más grave fue algo queel niño hacía sin ser consciente de loque representaban sus actos. Abdullahsiempre iba con una espada en la mano.Se la llevaba a la calle, al colegio, nisiquiera la soltaba cuando estaba en

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casa. El niño había visto muchas vecescomo su padre, sus tíos y su abuelo lecortaban el cuello a algún animal pararealizar determinados ritos y él ibarepitiendo ese mismo gesto, pero nosólo con los animales, sino con laspersonas, lo que propició algún susto enel colegio. Incluso su tía Rosie se asustócuando le vio con un cuchillo en la manomientras le decía que le iba a cortar elcuello y a sacar los ojos, como habíavisto que su padre hacía con las ovejas.Abdullah se limitaba a jugar, pero susjuegos infantiles no fueron bienentendidos. No fue fácil quitarle estacostumbre. Y como ésas, muchas otras.

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Pero tanto su madre como tu tía Rosieconsiguieron que desaparecieran graciasa la televisión y a la compra compulsivade chucherías en un local que había justoenfrente de su casa. Siempre con lacondición de que abandonara deinmediato la idea de ir cortando cuellos,sin ser consciente de la violencia queeso suponía a quien lo veía.

Tampoco fue fácil convencerle deque hiciera pis de pie y no sentado comolo solían hacer los hombres en la tierrade donde venía. «Pues mi padre y miabuelo lo hacen sentados, así que yotambién. Y ya está». María también seacercó a la oficina de empleo porque

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quería ponerse a trabajar de inmediato.En su estado sabía que iba a ser máscomplicado encontrar un empleo, peroestaba dispuesta a trabajara de cualquiercosa. De cajera, de operadora, dedependienta, de camarera. Cualquiercosa sería buena con tal de ponerse atrabajar y a empezar a ganar dinero.Tenía claro que lo iba a necesitar, parasu marido y sus hijos y también porquequería devolverle a Rosie todo lo queella se había gastado en su caso.

Tal era el ajetreo en el que se vioenvuelta que no se acordó de llamar aNasrad. Cuando tenía un momento derespiro y se daba cuenta de que desde

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que llegó a la isla no había llamado a sumarido, le remordía la conciencia.«¿Cómo es posible que se me hayaolvidado llamar a Nasrad?» Maríamiraba entonces el reloj y comprendíaque era demasiado tarde para llamarle.Y así se repitió el olvido durante variosdías. Además faltaban muy pocos díaspara Navidad y todo era un ir y venir decompras, de preparar comidas, de hacerregalos. Estaba previsto que laNochebuena la pasarán en casa de suhermano Pedro y el último día del año yel recibimiento del nuevo, en casa deRosie, y en el bar donde ésta trabajaba.

Cuando después de diez días María

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llamó a su marido, le encontró hecho unmanojo de nervios.

—Creí que te había pasado algo. Nosabía nada de ti. Te dije que mellamaras nada más llegar. ¿Por qué no lohas hecho? ¿Cómo están los niños?¿Está todo bien?

Todo eran preguntas en la boca deNasrad. María le puso al día de todo.Pero prefirió no extenderse en detallesporque sabía que su marido no lo estabapasando bien y no quería que supieraque allí tenían de todo para pasar laNavidad. María sabía que su marido enKabul estaba solo, y aunque no se lodecía, tendría problemas, penas y

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tristezas. Más tarde le contó que suspadres, en especial su madre, le habíanechado de casa. Cuando se enteraron deque les habían mentido para poder irse aKabul y que su mujer volvería a España,la madre estalló en cólera y dijo que noquería volver a verle. Tiró toda la ropay las pertenencias que todavía tenía ensu casa de su hijo y de María. Noquisieron saber nada de él y Nasrad lopasó francamente mal.

Hacía mucho que María no pasabaunas Navidades tan alegres como lasque estaba viviendo en esos momentos.Echaba de menos a su marido, perosabía que sólo era cuestión de tiempo el

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que pudiera volver. Los trámites paraobtener el visado estaban ya en marcha,y el mismo empresario mallorquín quehabía sufragado sus billetes se habíacomprometido a pagar el de Nasradcuando tuviera el permiso para poderviajar de Kabul a España.

Pasaron las primeras Navidadesjuntos después de muchos años sinhacerlo. María se encontraba feliz. Sushijos estaban respondiendo bien a sunueva vida, el médico le habíaasegurado que los niños, a pesar de ladesnutrición que presentaban, seencontraban bien de salud. Lo que másle preocupaba a María eran las

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molestias que seguía notando en suembarazo. No recordaba haberlassufrido tan intensas y de manera tanprolongada en los anteriores embarazos.Lo que más le intranquilizaba es que nodejaba de sangrar, aunque lo hacíaintermitentemente.

Pasados los días, María se animó adesplazarse hasta la capital, Palma.Tenía que recoger unos papeles, perosobre todo quería ver tiendas. Leapetecía tomar un café, pasearse por suscalles, ver a la gente caminando por laplaza, entrando y saliendo de lacatedral, paseando cerca del puerto,abandonándose en sus playas. Lo había

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echado mucho de menos y quería que suspupilas volvieran a grabar todas esasimágenes de añorada rutina. Caminódurante bastantes horas, recorrió losrincones conocidos y desconocidos desu ciudad, se paró a contemplarescaparates, miró atenta lo que lastiendas ofrecían a sus clientes en elinterior. A María le llamaba la atenciónlas atracciones que algunos hacían enmitad de la calle. Cuando quiso darsecuenta, estaba anocheciendo. Fueentonces cuando María se dio cuenta deque se había perdido. Sabía que teníaque ir a una dirección concreta pararecoger unos impresos, pero no sabía

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dónde estaba. De repente, sintió unterror similar al que la embargó en sudía cuando se puso el burka por primeravez para salir a la calle. Le faltaba elaire, notaba que se ahogaba y no dejabade dar vueltas sobre sí misma,intentando buscar el nombre de una calleque no aparecía. Era tal ladesesperación que sintió María que nopudo evitarlo y rompió a llorar. Decidiósentarse en un banco de piedra paratranquilizarse, pero esto le resultaba unamisión imposible. No se atrevió María apreguntar a ninguno de los viandantesque pasaban en esos momentos a su ladopor la calle en cuestión. No quería

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contactar con nadie. Sentía miedo yvergüenza. Decidió coger el móvil yllamar a su hermana Rosie para queviniera a buscarla. No hubo manera deque María hiciera caso de lasindicaciones que le daba su hermana através del teléfono. Rosie tuvo quecogerse un autobús que la dejó en elcentro de Palma y allí encontrarse consu hermana. Se encontró a María hechaun saco de nervios y la tranquilizódiciendo que no pasaba nada, que seiban a casa.

Aquella noche la pasó intranquila.No pudo conciliar bien el sueño. Laspesadillas no la abandonaron en ningún

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momento y se despertó ojerosa, con malestómago y con algo de fiebre. Se sintiómojada. Notaba entre sus piernas comosi algo se hubiese derramado y notabasus piernas barnizadas con algopringoso. Cuando se puso en pie vio quehabía manchado las sábanas de sangre.Llamó a su hermana Rosie y ambasdecidieron que lo mejor sería ir almédico para que la examinara.

Cuando llegaron a la consulta, lospeores temores de María, que no habíacompartido con nadie para no preocupara su familia más de lo necesario,herencia de su paso por Afganistán, secumplieron. María tenía una gran

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infección que no había sido tratada atiempo y tampoco con el tratamientoadecuado. La infección había afectado alniño que esperaba. Existían pocasposibilidades de que el embarazofinalizase con éxito. María corría unpeligro inminente de abortar. El médicole recetó la ingesta de un medicamentopara intentar frenar la infección y lepidió que regresara a verle en unasemana. No hizo falta esperar tanto.María perdió el bebé esa misma noche.Estaba embarazada de casi cinco meses.

Fue un gran golpe para María y paratodos. Lo peor lo vivió María cuando selo comunicó a Nasrad, al que hacía

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especial ilusión la llegada de su tercerhijo. Todas las voces apuntaban a queMaría sufriría una fuerte depresión,porque había sido un revés demasiadoduro. El médico le recomendó ir alpsicólogo y seguir un tratamientoantidepresivo de al menos tres meses.Pero María desafió a todos y serecuperó rápidamente. «Tengo queluchar por mis otros hijos. Estoy en mipaís, aquí no tengo problemas, vivocomo la occidental que he deseado serdurante cuatro años en Afganistán y mimarido está a punto de llegar. No puedovenirme abajo. Ahora no». María notardó ni veinte días en ponerse a

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trabajar. Su hermana Rosie pensó que levendría bien para desconectar de todo loque llevaba encima ponerse a trabajar, yle ofreció ocupar su empleo en lacafetería «M y M». Allí se encargaba dehacer las comidas del mediodía y deservirlas. Le gustaba su trabajo. Sesentía útil, aunque sólo trabajara cincohoras diarias. El empleo le dejaba eltiempo necesario para estar con sushijos y para seguir realizando lasgestiones para ayudar a su marido allegar a España. En el tiempo quellevaba en España, María había vuelto afumar y a beber. Se maquillaba, searreglaba su pelo, se vestía como a ella

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le había gustado siempre, con suspantalones vaqueros y con sus jerséisajustados. Había abandonado sus rezos,ni siquiera llevó a sus hijos a lamezquita. De todas formas, ella se habíaconvertido al islam por amor. Nuncaestuvo interesada en ninguna creencia enparticular, ni cuando abrazó elcristianismo por herencia familiar nicuando se convirtió al islamsencillamente por amor.

En su dieta volvió a entrar el cerdo,aunque sus hijos no lo probaban porrespeto al padre. De vez en cuando seobservaba en el espejo y le gustaba loque veía. «Cómo he cambiado. Espero

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que Nasrad cuando vuelva se adapte atodo esto. Porque creo que yo ya no voya renunciar a nada. Otra vez, no». LaMaría de siempre había vuelto y se juróa sí misma que no volvería a irse jamás.Había días en los que su hermana Rosie,sus hijos, los compañeros de trabajo oalgún amigo la sorprendían medio ida,mirando a un punto fijo y perdido en elhorizonte, casi sin pestañear y como siestuviera protagonizando un viaje astral.Eran esos momentos los que Maríaaprovechaba para recordar lo vivido,para visualizar mentalmente losmomentos duros y aquellos otros quefueron divertidos de aquélla, su

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aventura: veía a Motau y a sus cuñadaslavando la ropa, yendo a por el agua,riéndose cuando hablaban de ropainterior o cuando criticaban a su suegra.Se veía a sí misma andando torpementecon el burka hasta caer al suelo, dando aluz a su primer hijo, lavando las pocastelas que su suegra le proporcionabapara poder volvérselas a poner. Se veíallorando noche tras noche, planeando susalida de aquel Afganistán que tantomartirio le supuso, viviendo en aquelsótano del que no se podía salir a causade los bombardeos. Volvían a suspupilas las imágenes de ese niño decuatro años que se encontraba jugando

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con una pistola de juguete y al que unsoldado afgano le disparó siete tirosporque no sabía si aquella arma era o node verdad. Era tanto lo que tenía querecordar que tuvo la impresión de quetoda una vida no le bastaría.

Luego María volvía a susquehaceres. Nunca podría olvidar lo quela vida le había puesto en el camino.Nunca podría perdonar a las personasque no la ayudaron cuando pudieronhacerlo. Nunca echaría en el olvido laimagen de aquel guardia civil que seconvirtió en su ángel de la guarda.Nunca borraría la última imagen de supadre con vida. Nunca se desharía del

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burka azul que le confeccionaron paraella y que descansaba en un altillo delarmario de su nueva casa. Y nunca searrepentiría de haber hecho lo que hizopor su marido. Lo que hizo por amor.Nunca.

A los tres meses de su llegada aEspaña, María recibió la llamada de sumarido. Volvería en unos días.

En marzo de 2007 María se dirigíajunto a su hermana al aeropuerto. Habíanllamado un taxi porque aquel día suhermano Pedro no pudo pedir permisoen el trabajo para poder acercarlas. AMaría aquel trayecto le pareció eterno.Incluso le dijo al taxista que acelerara,

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porque le daba la impresión de queaquel coche no avanzaba. Pero sí lohacía. Cuando llegaron a la terminaltodavía no había desembarcado Nasrad.Cuando María le vio, corrió hacia él.Aquel abrazo contenía toda una vida. Laque quería pasar junto a su marido, sinsepararse de él ni un instante. Fuesedonde fuese. Como siempre había sido.Por amor.

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REYES MONFORTE es periodista yescritora. Su trayectoria profesional haestado marcada por su trabajo en laradio, donde ha dirigido y presentadodiversos programas en diferentesemisoras durante quince años, entre lasque cabe destacar Onda Cero y PuntoRadio. También ha colaborado en varios

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programas de televisión en Telemadrid,Antena 3 TV, La 2, o El Mundo TVejerciendo de colaboradora y, enalgunos de ellos, de guionista.

Actualmente es columnista en el diarioLa Razón. Su primer libro, U n burkapor amor, editado por Temas de Hoy, seconvirtió en uno de los best sellers de2007, alcanzando las 42 ediciones, y sellevó a la televisión en una miniserieque siguieron más de cuatro millones deespectadores. Tanto esta como susposteriores publicaciones, Amor cruel,La infiel y La rosa escondida, han sidotraducidas a varios idiomas y han

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confirmado a Reyes Monforte como unade las autoras más importantes delmomento.