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Alianzas y coaliciones en la Hispania prerromana. Alberto Pérez Rubio Director: Eduardo Sánchez-Moreno Máster en Historia y Ciencias de la Antigüedad UAM/UCM 2010-2011

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Alianzas y coaliciones en la Hispania prerromana. Alberto Pérez Rubio Director: Eduardo Sánchez-Moreno Máster en Historia y Ciencias de la Antigüedad UAM/UCM 2010-2011

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Índice 1.- Introducción ........................................................................................................................ 3 2.- Análisis de los testimonios................................................................................................... 4

2.1.- Testimonios directos: las fuentes clásicas ..................................................................... 4 2.1.1.- Desde la llegada de Amílcar Barca al 218 a. C. ..................................................... 4 2.1.2.- La Segunda Guerra Púnica ..................................................................................... 7 2.1.3.- La rebelión del 197-195 a. C. ............................................................................... 10 2.1.4.- Las Guerras Celtibéricas ..................................................................................... 13 2.1.5.- Las Guerras Lusitanas ......................................................................................... 18 2.1.6.- Las Guerras Civiles .............................................................................................. 21 2.1.7.- Las Guerras Cántabras ......................................................................................... 22

2.2.- Testimonios indirectos: epigrafía. ............................................................................... 23 2.3.- Herramientas complementarias ................................................................................... 24

3.- Los mecanismos de articulación de las alianzas y coaliciones. ......................................... 25 3.1.- Fides y clientela ......................................................................................................... 25 3.2.- Hospitium ................................................................................................................... 28 3.3.- Matrimonio y rehenes ................................................................................................ 29 3.4.- Elementos religiosos .................................................................................................. 30

4.- Factores en el surgimiento de coaliciones y alianzas indígenas. Epimachiai y symmachiai. ................................................................................................................................................. 31 5.- Los ejércitos coaligados: cifras y organización. ................................................................ 36 6.- Conclusiones ...................................................................................................................... 38 7.- Bibliografía ........................................................................................................................ 39

8.- Anexos. .............................................................................................................................. 57 8.1.- Tabla cronológica: alianzas y coaliciones en la Hispania prerromana, 237 a. C.-22 a. C. ......................................................................................................................................... 57 8.2.- Mapas .......................................................................................................................... 60

9.- Indice de mapas .................................................................................................................. 71

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Alianzas y coaliciones en la Hispania prerromana. Alberto Pérez Rubio Máster en Historia y Ciencias de la Antigüedad – UAM/UCM “Es de creer que las emigraciones de los griegos a los pueblos bárbaros tuvieron por causa su división en pequeños estados y su orgullo local, que no les permitía unirse en un lazo común, todo lo cual les privaba de fuerza para repeler las agresiones venidas de fuera. Este mismo orgullo alcanzaba entre los iberos grados mucho más altos, a los que se unía su carácter versátil y complejo. Llevaban una vida de continuas alarmas y asaltos, arriesgándose en golpes de mano, pero no en grandes empresas, y ello por carecer de impulso para aumentar sus fuerzas uniéndose en una confederación potente […] Luego vinieron a combatir a los iberos los romanos, venciendo una a una a todas las tribus, y aunque tardaron en ello mucho tiempo, acabaron, al cabo de doscientos o más años, por poner al país enteramente bajo sus pies.” Estrabón, Geografía, III, 4.5 1.- Introducción La lectura de las fuentes clásicas, como el elocuente párrafo del geógrafo de Amasia con el que abrimos este trabajo, parece ofrecernos el panorama de unos populi hispanos casi en perenne conflicto intestino, en una imagen alumbrada y proyectada a lo largo de la historia de la Península Ibérica por la historiografía tradicional y el pensamiento filosófico noventayochista, abonando el tópico del “individualismo español” que tanta fortuna ha hecho1. La concepción misma de la guerra en la Protohistoria peninsular ha venido condicionada por esa visión, en lo que sería una guerra de bandas y guerrillas2, que solo en las últimas décadas ha sido cuestionada para valorarla en su justa medida dentro de los esquemas militares coetáneos en el Mediterráneo (Quesada, 2005, 2011). Superadas ajadas visiones esencialistas, se ha señalado cómo una mirada atenta a las fuentes nos presenta a los pueblos hispanos actuando a menudo de manera coordinada frente a la presencia púnica o romana (Sánchez Moreno, 2002a, p. 158). Lejos de nuestra intención exagerar una inexistente unidad entre los diferentes populi hispanos frente a la presencia de las potencias mediterráneas3 –como bien ha dicho Quesada (2001, p. 121), por ejemplo “para los edetanos los olcades podrían ser tan “exteriores” como los cartagineses o romanos, si no más”– ni caer tampoco en la fácil reducción binaria de la interacción entre unos y otras a resistencia o aceptación pacífica de las nuevas realidades, interacción que se ha demostrado mucho más plural y llena de matices (Sánchez Moreno, 2011).

Nuestro objetivo será el análisis de las alianzas que establecen las comunidades indígenas entre sí, para las que tenemos noticia a partir de la entrada de la Península en la 1 Para Ganivet, el ideal jurídico del español se resumiría en que “todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana” (Cruz, 1998, p. 251); para Salvador de Madariaga “cuanto más separatista es el catalán o el vasco, más español demuestra ser”, como escribe en su España: Ensayo de Historia Contemporánea; o ese homo hispanicus de Sánchez Albornoz “orgulloso, irracional, místico, violento e individualista” (Herr, 2004, p. 56). 2 “Se ha dicho que el guerrillero es la resurrección del alma celtibérica” (Martínez Ruíz, 1995, p. 73) 3 Tal y como se postuló, con total intención ideológica, desde las instancias educativas franquistas (Álvarez-Sanchís & Ruiz Zapatero, 1998)

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pugna entre Cartago y Roma por el dominio del Mediterráneo occidental, y que llevaremos hasta la “pacificación” augustea de cántabros y astures. Abarcaremos pues un arco cronológico amplio y unas realidades culturales muy diferentes, factores a tener en cuenta antes de extrapolar conclusiones.

El estudio del tema que nos ocupa no ha recibido, prácticamente, atención de manera monográfica, habiendo de espigarse las reflexiones sobre el mismo entre trabajos dedicados a otros aspectos de la Hispania antigua. Sin embargo, cabe mencionar determinados precedentes sobre los que, enanos a hombros de gigantes, nos hemos aupado, comenzando con los seminales trabajos de Francisco Rodríguez Adrados (1950) y José Maria Blázquez (1967), separados casi por dos décadas; el primero analizaba las rivalidades de las comunidades del noreste peninsular en el marco de la Segunda Guerra Púnica y la conquista romana, mientras que el artículo de Blázquez, publicado en la Revue Internationale du Droit d´Antiquité, ampliaba el ámbito espacial y cronológico de su estudio. Casi contemporáneo a este trabajo, Carmen Alonso Fernández publicó en 1969 un artículo dedicado a las relaciones de los arévacos con las comunidades vecinas. Julio Mangas, por su parte, avanzó en 1970 la primera aproximación al papel de la diplomacia en la expansión púnica y romana en Hispania. Ya en 1988, Blázquez retomó el estudio de las alianzas entre los pueblos ibéricos del noreste, alrededor de la actuación ilergete durante la Segunda Guerra Púnica, tema que también Pierre Moret analizó en 1997. Poco después, Fernando Quesada (2001) avanzó un completo cuadro interpretativo de la guerra en las comunidades ibéricas entre el desembarco de Amilcar y las campañas de Catón; dentro de la pluralidad de aspectos que trataba destacaba el enfoque sobre las alianzas y su articulación entre las comunidades ibéricas. También Francisco Gracia Alonso, en su obra La guerra en la Protohistoria (2003), reflexionó sobre el tema. Y, en los últimos años, no podemos sino destacar los trabajos de Enrique García Riaza sobre la interacción diplomática entre Roma y las comunidades indígenas; los de Toni Ñaco sobre el impacto de la guerra y la fiscalidad romana en las poblaciones peninsulares; y los de Eduardo Sánchez-Moreno, destacando su reciente visión sobre la pluralidad de respuestas de las comunidades indígenas ante la presencia romana (2011). Repaso desde luego sintético y sin ninguna pretensión de completitud, pero que esperamos sirva como modesto agradecimiento para estos autores cuya obra ha iluminado nuestra reflexión. 2.- Análisis de los testimonios

Para abordar el estudio de las alianzas y coaliciones en la Hispania prerromana4 contamos con testimonios directos respecto a las mismas, testimonios indirectos que pueden servirnos como indicios del fenómeno y herramientas complementarias que nos pueden permitir comprender mejor el mismo. Nuestro análisis se apoyará, sobre todo, en el primer grupo, donde entrarían las noticias recogidas en las fuentes clásicas, fundamentalmente Polibio, Diodoro, Livio y Apiano. 2.1.- Testimonios directos: las fuentes clásicas

2.1.1.- Desde la llegada de Amílcar Barca al 218 a. C.

4 Un término que quizás debiéramos matizar ya que el grueso de testimonios sobre el fenómeno corresponde ya a un horizonte de interacción entre Roma y las comunidades peninsulares.

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Sean cuales fuesen las motivaciones últimas que llevaron a los Bárquidas a intentar someter a dominio púnico el mediodía peninsular (Blázquez Martínez, 1991; Gónzalez Wagner, 1999; Hoyos, 2011), las escuetas noticias que nos han llegado acerca de las campañas de Amílcar nos presentan a pueblos peninsulares coaligados. Así, sabemos por Diodoro (XXV, 10) que los tartesios hicieron frente al general cartaginés auxiliados por “celtas” comandados por los hermanos Istolacio e Indortes, que bien pudieron ser mercenarios (Blázquez Martínez & García-Gelabert Pérez, 1988, p. 261), bien aliados de aquellos, sin que nos quede especificado en el texto. Respecto a la procedencia de dichos “celtas”, sabemos de la frecuente contratación de mercenarios celtíberos por parte de los turdetanos (Livio, XXXIV, 17, 19) y, además, Amílcar incorporó a su ejército a los supervivientes, por lo que se ha postulado que estaríamos o bien ante una tropa de mercenarios celtíberos o bien ante célticos habitantes de la Beturia (Blázquez Martínez, 1962, p. 416-417). Las cifras de efectivos que Diodoro proporciona –50.000 para el segundo ejército reclutado por Indortes– son probablemente exageradas, pero es un factor que no conviene perder de vista a la hora de examinar otros testimonios acerca de coaliciones indígenas por lo que pude indicarnos sobre su composición. Siguiendo a Diodoro, el caudillo púnico encontraría su fin sitiando la ciudad de Helike –sobre cuyo emplazamiento hay dudas (Barceló, 1995, p. 20; Gozalbes Cravioto, 2002)–, en cuya ayuda acudió Orisón, rey de los orisios –oretanos–, probablemente junto a tropas de otros pueblos u oppida, ya que luego Asdrúbal tomó las doce ciudades de los responsables de la derrota de su suegro (Diodoro XXV, 12). Otra versión de la muerte de Amílcar, transmitida por Nepote (Amílcar, IV), lo hace fenecer combatiendo contra los vettones, noticia que no cabe desechar a la ligera: sabemos para momentos posteriores de correrías vettonas y lusitanas por la Turdetania, y se puede pensar ya en determinadas relaciones entre oretanos y vettones articuladas a través de la Beturia (Sánchez Moreno, 2000, p. 120-121). Por último Apiano (Iber., 5), también a propósito de la muerte de Amílcar, nos habla de “[…] los reyes (basileis) iberos y todos los otros hombres poderosos (dynastoi), que fueron coaligándose gradualmente”. Lo que ya nos están indicando estos textos es la existencia de relaciones entre diversas comunidades indígenas, probablemente intensificadas por la amenaza púnica pero sin duda preexistentes, dado que la articulación de coaliciones militares o incluso el reclutamiento mercenario no son fenómenos que puedan producirse espontáneamente, sin contactos previos entre las partes, que no tienen porque haber sido de índole estrictamente militar –comercio, transterminancia, matrimonios, etc.–. La consolidación del dominio cartaginés con el sucesor de Amílcar, su yerno Asdrúbal, intensificó el juego diplomático de las comunidades indígenas, tanto con la potencia púnica, tal y como recogen las fuentes (Polibio, II, 36; Diodoro, XXV, 11; Livio, XXI, 2; Apiano, Iber., 6) como, sin duda, también entre dichas comunidades. Dentro de la política de Asdrúbal para atraerse a las élites indígenas está su matrimonio con la hija de un rey ibero (Diodoro, XXV, 12), algo que repetirá su cuñado y sucesor Aníbal al maridar con una princesa de Cástulo (Livio, XXIV, 41), la Imilce de Silio Itálico (III, 97). El refrendo de acuerdos políticos mediante matrimonio no es algo ajeno a los Bárquidas –no en balde Amílcar había casado a su hija con Asdrúbal (Livio, XXI, 3)– y es harto probable que también se tratara de una práctica común entre las comunidades peninsulares (Sánchez Moreno, 1997), con algún otro ejemplo como veremos más adelante. Asesinado Asdrúbal por un esclavo celta (Polibio, II.36), en lo que se ha interpretado a veces como un ejemplo de devotio (Prieto Arciniega, 1978, p. 132), le sucede Aníbal, que ampliará el campo de acción bárquida (Barceló, 1995, p. 30) con campañas contra los olcades en el 221 a. C. (Polibio III, 13; Livio XXI, 5) y la que en 220 a. C. le llevará hasta el valle del Duero, en territorio vacceo (Sánchez Moreno, 2000, 2008). Cuando el ejército púnico regrese hacía sus bases tras asaltar los oppida de Helmantica y Arbucala, se verá atacado por una coalición de carpetanos, algunos vacceos huidos de Helmantica y olcades –¿celtíberos?

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(Sánchez Moreno, 2008, p. 389)– tal y como recogen Polibio (III, 14) y Livio (XXI, 5). La coalición indígena, que habría reunido 100.000 efectivos según Livio, atacará a las tropas púnicas cuando éstas vadeen el Tajo (Hine, 1979). Es importante resaltar el enclave geográfico donde se desarrollaría la batalla, un vado, nudo de comunicaciones entre las dos Mesetas, en el cual comunidades indígenas coaligadas hacen frente a la agresión externa (Sánchez Moreno, 2001c). Se puede inferir, pues, la existencia de contactos diplomáticos anteriores entre las diferentes comunidades (Sánchez Moreno, 2008, p. 389), que en momentos de crisis cuajan en alianzas capaces de reunir un número ingente de tropas, como nos indica la cifra, probablemente exagerada pero elocuente respecto a su magnitud, transmitida por el Patavino. Estos pueblos son conscientes de lo que acontece fuera de sus fronteras –gracias al comercio, servicio mercenario, incursiones, etc.–, y, en su actuación conjunta, podemos adivinar relaciones previas en que se debatiría la postura a adoptar frente a estas nuevas realidades de su periferia.

La Península había entrado en la partida entre Roma y Cartago, como podemos apreciar por los contactos diplomáticos entre Sagunto y la ciudad del Lacio (Polibio III, 15; Livio XXI, 4; Apiano, Iber., 7). El interés –o mejor, preocupación– romana y de sus aliados masaliotas (Kramer, 1948) por las actividades púnicas en la Península se detecta ya en la embajada senatorial que según Dión Casio (XII, frag. 48) Roma envió a Amílcar para conocer cuáles eran sus intenciones en Hispania. Interés que sin duda fraguó en pactos con comunidades como Sagunto. No es éste el lugar para detenernos en toda la problemática que rodea el llamado tratado del Ebro firmado entre Roma y Asdrúbal en el 226 a. C. y las responsabilidades en el inicio de la Segunda Guerra Púnica (Eckstein, 1984; Díaz Tejera 1996; Sánchez González, 2000), con posturas que van desde el cuestionamiento de la relación Roma-Sagunto (Sancho Royo, 1976) a la asunción de una cláusula referente a la misma en dicho tratado (Tsirkin, 1991) o la sugestión, desde Carcopino (1953) de que el Iber de las fuentes correspondería a un río más meridional que nuestro Ebro, quizás el Júcar o el Segura (Barceló, 1995, p. 27). Lo que nos interesa es comprobar cómo las comunidades indígenas van a verse inmersas en la pugna entre las dos potencias, de una manera ya total a partir del 218 a. C. cuando, con el desembarco de Cneo Escipión, Hispania se convierta en un teatro de operaciones fundamental. Comunidades que, a su vez, juegan una partida menor, basculando en sus alianzas con púnicos o romanos para asegurar su supremacía local. Aparecen así “como contendientes, como aliados o en una posición ambivalente en la mayoría de las ocasiones debido a sus propias contradicciones sociales internas” (Ñaco del Hoyo, 1999, p. 326). Contradicciones que aparecen ya en Sagunto, donde sabemos que dos facciones pugnan por el control de la ciudad, buscando la a la postre vencedora el apoyo romano mientras la otra mantendría una postura pro-púnica (Polibio, III, 15), y que vemos repetidas en múltiples ocasiones jalonando el relato de la expansión romana. La acción diplomática de Roma se intensifica tras el ataque a Sagunto, en una búsqueda de alianzas con los pueblos peninsulares que se vio dificultada por la falta de auxilio a dicha ciudad, algo que habría dañado el prestigio de Roma, como nos narra Livio (XXI, 19)5; sin embargo, no debieron ser contactos infructuosos porque sabemos que los bargusios –o bergistanos–, son “amigos de los romanos” cuando Aníbal emprende su marcha hacia Italia (Polibio III, 35), y hubo además de someter a “los ilergetes y los bargusios y los ausetanos y la Lacetania6” (Livio XXI, 23). Son populi éstos que vemos participando activamente durante la Segunda Guerra Púnica, con pactos y alianzas entre ellos y con ambas potencias. Sabemos, además, que 300 –200 según

5 Algo que décadas después sigue impreso en la memoria de las comunidades indígenas, como recuerdan los legados del rey ilergete Bilistage a Catón en 195 a. C. (Livio, XXXIV, 11). 6 Polibo (III, 35) en lugar de ausetanos y lacetanos nombra a los airenosioi y andosinoi, etnónimos que son un hápax (Moret, 2004, p. 69) y sobre cuya localización exacta en las faldas pirenaicas hay dudas (Rico, C., 1995, pp. 113-115).

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Livio (XXI, 22)– jinetes ilergetes se contaban entre las tropas dejadas por el estratega púnico a su hermano Asdrúbal (Polibio, III, 12), podemos pensar que casi en calidad de rehenes (Moret, 1997, p. 148) dado el elevado estatus social de los equites entre las comunidades peninsulares (Almagro-Gorbea, 2005). La entrega de rehenes será otro mecanismo para asegurar los pactos (García Riaza, 1997), como veremos más adelante, y sin duda debió venir motivada por la escasa confianza en lo acordado entre Aníbal y los ilergetes, como demuestra el que hubiera de enfrentarse a ellos tras cruzar el Ebro y lo tornadizo de estas comunidades en sus alianzas a lo largo del conflicto.

La narración de los últimos días de Sagunto por Livio nos permite vislumbrar otro mecanismo de relación intracomunitaria en la embajada de Alorco, “soldado de Aníbal pero amigo reconocido y huésped de los saguntinos”7, que es conducido ante el pretor –sin duda el magistrado supremo– y senado de la infortunada ciudad (Livio, XXI, 12). Estamos ante un ejemplo de relaciones de hospitalidad, esa institución parangonable al hospitium, normalmente asociada a las áreas indoeuropeas de la Península (Sánchez Moreno, 2001a, p. 392) pero que aquí vemos en contexto ibérico. Más adelante incidiremos en su importancia como elemento en la articulación de pactos y alianzas entre las comunidades indígenas.

2.1.2.- La Segunda Guerra Púnica

La pugna entre los Escipiones y los púnicos en el noreste peninsular nos ofrece un cuadro de las alianzas y relaciones entre las comunidades indígenas allí asentadas, que aun basculando entre uno y otro bando intentan mantener su autonomía o convertirse en el poder dominante en la zona. Si las dos potencias pugnan por el Mediterráneo occidental, ilergetes, lacetanos o ausetanos disputan una partida menor, sin reparo alguno en apoyarse en los recién llegados contra el vecino (Rodríguez Adrados, 1950; Blázquez Martínez, 1967, pp. 219-239).

La actuación de los ilergetes será el caso más claro. Éstos son incitados por Asdrúbal a combatir contra Cneo Escipión a comienzos del 217 a. C., pese a haberle proporcionado rehenes. Derrotados por éste y sitiada su capital Atanagrum8, se someten (Livio, XXI, 61). Polibio (III, 76) nos indica además que su líder Andobales –Indíbil9– fue capturado. Acto seguido los romanos atacarán a los ausetanos10, también aliados de Cartago, y sitiarán su capital. En ayuda de éstos acuden los lacetanos11, un cuerpo numeroso a tenor de las 12.000 bajas que menciona Livio. Vemos pues que, al menos entre ausetanos y lacetanos –y apostamos a que también podríamos añadir a los ilergetes a tenor de acontecimientos posteriores– existe un vínculo de ayuda mutua, al menos un pacto de epimachia siguiendo la distinción de Tucídides (I, 44) entre alianzas defensivas y ofensivas. Amusicus, príncipe de los ausetanos, huirá junto a Asdrúbal y éstos comprarán la paz entregando veinte talentos de plata. Esta huida nos da pistas sobre otro mecanismo que veremos repetido, como es la personalización de las responsabilidades en los líderes (Quesada Sanz, 2011, p. 115-116) y, quizás también, sobre algo que ya vimos en Sagunto, la existencia de facciones encontradas entre las aristocracias ciudadanas y de los populi. Otra vez durante el verano del 217 a. C., Mandonio e Indíbil vuelven a atacar a los aliados de Roma al frente de los ilergetes, siendo de nuevo derrotados. Livio (XXII, 21)

7 “miles Hannibalis, ceterum publice Saguntinis amicus atque hospes”. 8 Acerca de los problemas que plantea esta mención, única conocida, véase Pérez Almoguera, 1999. 9 Para una revisión completa de las figuras de los líderes ilergetes Indíbil y Mandonio, véase Garcés, 1996. 10 Se trataría de los ausetanos de la margen derecha del Ebro, tal y como especifica Livio –in Ausetanos prope Hiberum–, aliados también con los ilergetes en 205 a. C. Acerca de estos ausetanos u ositanos véase Burillo Mozota, 2001-2002. 11 Existe debate acerca de la existencia de los lacetanos o si estamos ante una confusión de los autores entre laietanos y iacetanos (Sanmartí & Padro, 1992, p. 192; López i Melcion, 1986; Broch i Garcia, 2004).

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especifica que Indíbil ya no era régulo de los ilergetes, quizás desplazado por otra facción o sustituido por su hermano Mandonio tras su anterior derrota y captura, pero que habría conseguido recuperar el poder (Moret, 1997, 151).

Al año siguiente, en 216 a. C., se produce una rebelión entre los tartesios, en la retaguardia de Asdrúbal, instigada por los prefectos navales de éste, recriminados por su derrota en la batalla naval del Ebro (Livio, XXIII, 26). Además de los tartesios, dirigidos por un tal Chalbus –nobilem Tartesiorum ducem– se rebelaron algunas ciudades, pero, ¿de qué ciudades se trata? Pensamos que Livio está hablando de ciudades costeras, poléis fenopúnicas como Malaca, Sexs o Baria, origen que estimamos más probable para esos prefectos navales que el interior turdetano, dada su tradición marinera (López Castro, 2000, p. 56). Sabemos que Malaca y Sexs participan en 197 a. C. en una rebelión turdetana contra Roma (Livio, XXXIII, 21), y estas poléis habrían tenido autonomía suficiente para establecer pactos y alianzas con otras comunidades, sin que haya que pensar en una unidad de acción entre ellas al margen de su koiné cultural (Ferrer Albeada & Pliego Vázquez, 2010: p. 542). Podemos pensar que el progresivo esfuerzo de guerra (López Castro, 2000, pp. 53-56) habría ido minando las lealtades a Cartago: sabemos que justo antes del estallido de la rebelión, Asdrúbal, dado el descalabro naval del Ebro –donde la flota púnica había perdido veinticinco de sus cuarenta naves (Livio, XXII, 20)–, habría ordenado “que se equipe y prepare la flota para defender las islas y la costa” (Livio, XXIII, 26). Ese esfuerzo habría recaído, sin duda, sobre las poléis costeras de origen fenicio12, y el hecho de que la siguiente flota púnica al mando de Himilcón deba enviarse directamente desde Cartago (Livio, XXIII, 28) nos reafirma en la insumisión de algunas de ellas. Acciones romanas como la razia que asoló los alrededores de Cartagena y la desconocida Loguntica –¿Guardamar de Segura? (Ferrer Albeada & Pliego Vázquez, 2010, p. 553)–, donde la flota romana capturó y quemó grandes cantidades de esparto (Livio, XXII, 20), afectarían a los intereses de unas comunidades que ya no ven ventaja alguna en seguir alineados con una potencia, Cartago, incapaz de defenderlas. Las tropas de los sublevados, dirigidas por Chalbus, serán derrotadas por Asdrúbal a causa de su indisciplina –“[...] sin mando, sin atender a una señal, sin formación, sin orden, corrían a la lucha”–, lo que puede indicarnos una escasa cohesión o una ausencia de unidad de mando efectiva, aunque también puede deber mucho a la caracterización liviana del bárbaro. En cualquier caso no hay que perder de vista estos lazos entre la costa fenopúnica y el interior turdetano y de la Beturia, que más adelante observamos más vivamente, prolongados hasta las guerras lusitanas.

En 211 a. C. volvemos a encontrar a Indíbil aliado a los púnicos, acompañado por 7.500 suesetanos con los que se une a las tropas cartaginesas en algún lugar del sur peninsular, sin que Publio Escipión pueda impedirlo (Livio, XXV, 34). No se indica explícitamente que el contingente incluyera también tropas ilergetes, y el que Indíbil, un ilergete, se encuentre al frente de los guerreros suesetanos –comunidad que habitaría el territorio entre los ríos Gállego y Aragón, al oeste del territorio ilergete (Moret, 1997, 151)– ha de verse, probablemente, dentro del marco de las relaciones de clientela. Según Livio (XXVII, 17) Indíbil y Mandonio serían “los hombres más importantes sin duda de toda Hispania” –haud dubie omnis Hispaniae principibus–, y ese prestigio justificaría que pensemos en clientelas extensas entre populi vecinos, como pueden ser los suesetanos, que habrían cedido el mando al ilergete en virtud de sus capacidades militares. Aunque los textos no lo aclaran, podemos pensar también en que Indíbil habría, quizás, sido desplazado del caudillaje ilergete tras su segunda derrota en 217 a. C. por una facción pro-romana, lo que le llevaría a buscar refugio entre los suesetanos. 12 Esfuerzo que se recrudecería a medida que el conflicto continuara consumiendo recursos, hasta llegar en sus postrimerías al saqueo de Gadir por Magón: “él mismo les sacó todo lo que pudo a los gaditanos expoliando su erario e incluso sus templos y obligando a todos los particulares a entregar el oro y la plata” (Livio, XXVIII, 36)

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La siguiente noticia referente a alianzas entre comunidades indígenas nos lleva ya al 207-206 a. C. Los ilergetes eran aliados de Roma –o mejor de Escipión– desde el 208 a. C., cuando el general romano entregó a Indíbil y Mandonio a sus mujeres e hijas, antes rehenes de los púnicos en Cartago Nova (Livio, XXVII, 17). Pero en el invierno del 207-206 a. C., ante el rumor de la muerte de dicho general (Livio, XXVIII, 24; Apiano, Iber. 34; Zonaras IX, 10), los líderes ilergetes y sus aliados lacetanos rompen con Roma –como en 217 a. C.– y con la ayuda de las iuventus de los celtíberos –¿en calidad de aliados o cómo mercenarios?– atacan los territorios de dos populi vecinos que mantenían la alianza con la Vrbs: los sedetanos, en un ataque en pinza entre los celtíberos y los ilergetes (Moret, 1997, p. 153), y los suesetanos –que en 211 a. C. habíamos visto en cambio comandados por Indíbil–. Probablemente las exigencias romanas a las poblaciones indígenas (Polibio, XI, 25) dediticiae-stipendiariae, mecanismos de aprovisionamiento para las legiones (Ñaco del Hoyo, 1999, pp. 332-333; in extenso, 2003), tuvieron que ver en el estallido de la rebelión. La noticia de la recuperación de Escipión acabó con la “revuelta” (Livio, XXVIII, 25), y los ilergetes regresaron a su territorio, pero para volver al poco a territorio sedetano tras sofocar el general romano el motín de sus tropas en Sucro. Quizás estamos ante una retirada estratégica, con la coalición ilergete-lacetano-celtibérica esperando acontecimientos, ya que el motín legionario podía afectar favorablemente a sus oportunidades de victoria, con un ejército enemigo descabezado e indisciplinado, o quizás vino motivada por necesidades de aprovisionamiento13. Sea como fuere, las tropas coaligadas –Livio habla tanto de los ilergetes como de sus “auxiliares”– regresaron al campamento estable –stativa – que habían levantado en su anterior incursión en territorio sedetano, lo que nos indica un determinado grado de organización, ya que suponemos el campamento guarnecido durante su anterior retirada. El ejército constaba de 20.000 infantes y 2.500 jinetes (Livio, XXVIII, 31), cifras considerables y que lo acercan a las dimensiones de un ejército consular romano (Quesada Sanz, 2001, p. 143). El desarrollo de los combates nos habla de una batalla campal, un choque en formación cerrada y de la capacidad para mantener una reserva –la infantería ligera según Polibio, XI, 33– propios de un ejército con una buena cohesión y coordinación, que pese a ser derrotado a manos de los experimentados Escipión y Lelio consigue inflingir elevadas pérdidas al enemigo: 1.200 muertos y 3.000 heridos (Livio, XXVIII, 33). Los régulos indígenas –seguramente Indíbil, Mandonio y un innominado régulo lacetano– pudieron escapar, para pactar una deditio con Escipión que les obligó a entregar una cuantiosa indemnización (Ñaco del Hoyo, 2006a, p. 86). Pese a esta derrota, al año siguiente Indíbil vuelve a levantarse en armas al conocer la marcha de Escipión de Hispania (Livio, XXIX, 1). Como en el anterior levantamiento, la relación personal entre el régulo ilergete y el imperator romano es la que parece definir la alianza, una visión diplomática, en cierta medida arcaizante, que personalizaría las relaciones en la fides entre individuos y que parece no proyectarlas sobre las comunidades respectivas (Moret, 1997, p. 160; Quesada Sanz, 2001, p. 115). A los ilergetes se unen los ausetanos y otros pueblos limítrofes que Livio no nombra –ignobiles populi–, y que reúnen “en cosa de unos pocos días” –rapidez de movilización que hay que tener en cuenta– un ejército de 30.000 infantes y 4.000 jinetes14 que se concentraron en territorio sedetano (¿aliados esta vez 13 Los ejércitos ibéricos vivirían sobre el terreno, sin trenes de aprovisionamiento (Gracia Alonso, 2003, pp.144-146) lo que podía comprometer la duración de sus campañas. Lo mismo sucede en el mundo galo (Deyber, 2009, pp. 388-390), donde vemos, por ejemplo, como en 57 a. C. la coalición belga se deshace en menos de una semana por, entre otros factores, la falta de provisiones (BG, II, 10). El aprovisionamiento de las legiones en cambio sería más complejo y completo, y combinaría el abastecimiento sobre el terreno –ese bellum se ipsum alet catoniano, Livio, XXXIV, 9 (Ñaco del Hoyo, 2006b, pp. 154-156; 2006c)– con el avituallamiento externo (Carreras Monfort, 2006, pp. 170-172). 14 Número elevado que hace dudar de las pérdidas que Livio da para la batalla del 206 a. C., 18.000 entre muertos y prisioneros (XXVII, 33-34).

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o, como el año anterior, objetos de ataque?). En la formación de batalla que presenten ante los romanos los ilergetes ocuparán el flanco derecho –lugar de honor por excelencia en la Antigüedad, que confirmaría su papel preponderante en la coalición–, los ausetanos el centro y los pueblos cuyo nombre Livio no se digna a transmitir el flanco izquierdo, con huecos para que la caballería cargara o desmontará para combatir a pie, lo que se demostró un fatal error táctico (Quesada Sanz, 1998, p. 177): la aplastante derrota supuso 13.000 indígenas muertos, entre ellos Indíbil y la mayoría de los jefes, y 1.800 prisioneros. Mandonio convocará una reunión –concilium– de los supervivientes, que envía una embajada a los generales romanos Léntulo y Acidino; sus condiciones para la no invasión del territorio ilergete y ausetano serán la entrega de Mandonio y del resto de jefes supervivientes –otra muestra más de esa dimensión individual de las responsabilidades– y la entrega aquel año de “tributo doble y trigo para seis meses, y capotes y togas para el ejército, tomándose rehenes de cerca de treinta pueblos” (Livio, XXIX, 3), condiciones que la asamblea acepta. ¿Sería ese concilium el órgano deliberativo y ejecutivo de las coaliciones que hemos visto se van formando entre los distintos populi? Aunque no hay muchos más indicios al respecto, así lo creemos, y los dirigentes de estos pueblos –ilergetes, ausetanos y esos pueblos innominados en 205 a. C., ilergetes, ausetanos, lacetanos en 217 a. C.– habrían reunido asambleas en las que decidir sobre los asuntos de guerra y paz, a imagen de las que conocemos para los pueblos galos15.

2.1.3.- La rebelión del 197-195 a. C.

En el 200 a. C. sabemos que Gayo Cornelio Cetego, que había sucedido a Léntulo, “desbarató en teritorio sedetano un gran ejército enemigo. [...] resultaron muertos en aquella batalla 15.000 hispanos y se capturaron 78 enseñas militares” (Livio, XXXI, 49). La magnitud de bajas nos permite pensar otra vez en una coalición de pueblos, sin que por desgracia sepamos de quiénes se trataría. En el 197 a. C. va a estallar una gran rebelión en la recién creada provincia de la Ulterior, que al año siguiente se extenderá a la Citerior (Roldán & Wulff, 2001). Marco Helvio, pretor de la Ulterior, informó por carta al senado de que había estallado una revuelta encabezada por los régulos Culchas –señor de 17 oppida– y Luxinio –señor de Carmo y Bardo–, a los que se habían unido las poléis costeras de Malaca y Sexs y toda la Beturia (Livio, XXXIII, 21). Vemos pues una coalición amplia, que aúna monarcas turdetanos con ciudades de raigambre fenicia que se gobernarían como poléis púnicas y con las poblaciones de la Beturia, esos célticos con personalidad propia (Berrocal Rangel, 1994). Tres áreas culturales y políticas diferenciadas (Moret, 2002-2003, 32) que, de alguna manera, articulan su proceder político para contestar la presencia romana. Al año siguiente la rebelión se había extendido también a la Citerior, y el pretor de dicha provincia, Cayo Sempronio Tuditano, fue gravemente derrotado y herido de muerte (Livio, XXXIII, 25).

Detrás de la rebelión, que aprovecha una coyuntura favorable con Roma envuelta en otros teatros de operaciones (Apiano, Iber., 32), habría estado el recorte del poder y autonomía de las élites rectoras que el control romano supone –sabemos que en 206 a. C., cuando se pasó a los romanos, Culchas dominaba 28 ciudades (Livio, XXVIII, 13), y ahora sólo son 17–, en un momento en que dicho control y los cambios que acarrea en todos los órdenes –político, socioeconómico, cultural– se hacen cada vez más dolorosamente patentes (García Moreno, 1989). De 199 a. C. sería la queja gaditana a Roma que reprochaba las exacciones del praefectus enviado contraviniendo el foedus pactado con Lucio Marcio Septimio (Livio, XXXII, 1), y otras poléis púnicas como Malaka o Sexs, que no disfrutarían 15 Por ejemplo sabemos que los belgas se reúnen en communi Belgarum concilio, decidiendo los contingentes a aportar por cada civitas en el esfuerzo de guerra contra César (BG, II, 4). Otros pasajes alusivos a las reuniones de los principes de cada civitas gala son BG I, 30; VI, 30; VII, 63.

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de esa condición de foederatae, a buen seguro sufrirían de manera semejante (López Castro, 1995, pp. 149-153). Las comunidades indígenas han de hacer frente a una presión fiscal que exprime sus recursos (Muñiz Coello, 1975, pp. 242-244; Pitillas Salañer, 1996, p. 135; Ñaco del Hoyo, 1999, p. 341; Ferrer Maestro, 1999), y así conocemos, por ejemplo, los enormes botines que depositan en el erario romano los gobernadores inmediatamente anteriores a la rebelión (Livio, XXXII, 27): Gneo Cornelio Blasión, de la Citerior, presentó en su ovatio 1.515 libras de oro, 20.000 de plata y 34.500 denarios acuñados, y Lucio Stertinio, de la Ulterior, 50.000 libras de plata –sin contar lo que, previsiblemente, cada uno se embolsara a título particular (Pitillas Salañer, 1996, 134), ya que sabemos que Stertinio levantó dos arcos honoríficos en el Forum Boarium y uno ante el Circo Máximo, adornados con estatuas doradas–.

La gravedad de la situación empujó al senado a enviar en 195 a. C. a los dos pretores de rigor –Apio Claudio Nerón a la Ulterior y Publio Manlio a la Citerior– y a uno de los dos cónsules del año, Marco Porcio Catón. El cónsul contaría con ingentes recursos: dos legiones, 15.000 aliados latinos y 800 jinetes, mientras que cada uno de los pretores reclutó 2.000 infantes y 200 jinetes a añadir a las respectivas legiones de sus antecesores (Livio, XXXIII, 43). La situación en la Ulterior parece haber sido hasta cierto punto controlada, con la victoria de Quinto Minucio sobre los generales hispanos –imperatoribus Hispanis– Budar y Besadines cerca de Turda, con 12.000 muertos en el bando indígena (Livio, XXXIII, 43), aunque el ataque de 20.000 celtíberos a Marco Helvio en las cercanías de Iliturgi cuando marchaba de la provincia nos sigue indicando una situación de inestabilidad (Livio, XXXIV, 10)16.

En la Citerior la rebelión alcanzaba los mismos muros de Emporion, cerca de donde Catón estableció su campamento. Los pueblos que participaron en la misma debieron ser prácticamente todos los que habitaban al norte del Ebro, como nos dice Zonaras (IX, 17) o a tenor de lo que declararon los tres legados enviados por Bilistage, rey de los ilergetes: “[...] ¿adónde acudirían si los romanos los rechazaban? No tenían ningún aliado, ninguna otra esperanza en ningún lugar de la tierra [...]”. Los legados, unos de ellos el propio hijo de Bilistage, solicitaron al cónsul ayuda frente a los rebeldes, que atacaban los castella ilergetes, e incluso amenazaron con cambiar de bando de no recibirla (Livio, XXXIV, 11).

Así, podemos pensar que estarían implicados en la rebelión los indigetes de la costa norte catalana, ya que en su territorio, junto a Emporion, se congregó el ejército indígena, cuyos efectivos debían ser considerables dadas las pérdidas que sufrió, 40.000 muertos según Livio (XXXIV, 15) –aunque en Apiano (Iber., 40) esos 40.000 hombres son el total del ejército, cifra que nos parece más plausible–. La narración del combate (Livio, XXXIV, 13-15) nos muestra un ejército indígena que cuenta con enseñas, capaz de levantar un castrum protegido por una empalizada y que combate de una manera coordinada, aunque el Patavino los haga salir atropelladamente de su campamento por un ardid de Catón. No casa ese atropello y desorden con el establecimiento de una línea de batalla capaz de hacer retroceder en tropel a la caballería del ala derecha romana –lo que obligó al cónsul a restablecer personalmente el orden– y con un modo de combate propio de la batalla campal romana, o, mejor, mediterránea: tras el intercambio de armas arrojadizas –soliferrea y faláricas– se desenvainan las espadas para el cuerpo a cuerpo. Sólo el hábil uso de las reservas por parte del cónsul decantó la lid hacía el bando romano.

No sabemos si otras poblaciones costeras como layetanos o cosetanos habrían militado junto a los indigetes, aunque es probable, pero sí los bergistanos, que volvieron a

16 Helvio regresó felizmente a Roma, donde recibió una ovatio y entregó al erario “14.732 libras de plata sin acuñar, 17.023 de plata acuñada en bigati y 119.439 de plata oscense”, lo que sugiere que el saqueo continuaba. Igualmente Minucio, que dos meses después celebró el triunfo, aportó “34.800 libras de plata, 73.000 monedas acuñadas con la biga y 278.000 de plata oscense” (Livio, XXXIV, 10).

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rebelarse hasta tres veces más (Livio, XXXIV, 16, 17): primero, cuando corrió el rumor de que Catón marchaba a la Turdetania siete castella bergistanos se levantaron; luego, cuando, tras ser pacificados, las tropas romanas volvieron a Tarraco –la represión esta vez fue mucho más dura, al ser vendidos como esclavos–; y, por último, durante la campaña del cónsul en la Citerior, cuando el castrum de Bergium –probablemente la capital bergistana– se convierta en “[...] un refugio de bandidos y desde él hacían incursiones contra los campos pacificados de su provincia”. En el relato de Livio se detecta una división de la sociedad de dicho oppidum, con el príncipe bergistano –probablemente agrupando a la aristocracia local– que se refugia en su acrópolis –arx– y permite que Catón tome la ciudad, opuesto a esos “bandidos” que son el resto de habitantes. Las sociedades indígenas no son monolíticas, tampoco en su respuesta a la presencia romana, y hay que tener presente esta dicotomía entre las élites –tampoco monolíticas, puede haber grupos de intereses distintos dentro de las mismas17– y el resto del pueblo, que pensamos es como pueden leerse las tensiones entre seniores y iuventus en la Celtiberia (Salustio, Hist., II, 92; Apiano, Iber., 94) o la quema del consejo por el pueblo de Belgeda (Apiano, Iber., 100). Sedetanos, ausetanos y suesetanos también habrían participado en la coalición indígena y habrían asimismo demostrado cierta insumisión cuando el cónsul marchó a la Citerior, ya que a su vuelta éste tomó algunos pueblos antes de que se le rindieran (Livio, XXXIV, 20). Los lacetanos, también en rebelión, fueron sometidos a continuación, ya que Catón tomó su oppidum con el concurso de auxiliares suesetanos18 (Livio, XXXIV, 20). No se puede pensar en la entente indígena como una coalición sólida; tras la derrota de Emporion parece producirse un “sálvese quién pueda”, con cada ciudad enviando de manera independiente legados para ofrecer su rendición al cónsul (Livio, XXXIV, 16). En este caso no tenemos noticia, como en la rendición ilergete del 205 a. C., de una asamblea de los pueblos aliados para decidir su deditio, aunque el llamamiento de Catón a los “senadores” de todas las civitates para conseguir la pacificación quizás apunte en ese sentido. Creemos que entre dichas civitates existirían mecanismos de comunicación que les permitirían tomar decisiones conjuntas. La estratagema que el cónsul emplea para conseguir que todas las ciudades rebeldes derribaran sus murallas simultáneamente –enviando a cada una cartas selladas, que debían ser entregadas todas el mismo día y que ordenaban la demolición de sus muros (Apiano, Iber., 41)–, además de una valiosa noticia sobre el empleo de la escritura en los procesos diplomáticos entre Roma y los indígenas (García Riaza, 2010b, pp. 161-163), nos indica que las comunidades ibéricas tenían mecanismos para comunicarse e intentar tomar decisiones coordinadamente. Mecanismos que en, cualquier caso, tampoco cabe exagerar, durante la estancia de Catón en la Citerior sabemos que bergistanos y lacetanos pillan las tierras de sus vecinos “pacificados”, aliados hasta la víspera pero sin duda auxiliares romanos ya: los intereses particulares pesaban más que la resistencia organizada a Roma. Además del testimonio de las fuentes, el registro arqueológico parece indicar que otras comunidades quizás hubieran participado en la resistencia contra Catón, o que, al menos, habrían sufrido las consecuencias de la reestructuración territorial que éste impulsa con la destrucción de murallas. Así, parece que la línea fronteriza edetana habría sido desmantelada entre el 190 y el 180 a. C., con la destrucción de enclaves como Castellet de Bernabé, Puntal de Llops o la propia Edeta (Mata Parreño, 2000, pp. 36-37). En la Ulterior Manlio y Claudio Nerón derrotaron a los turdetanos, pero los túrdulos reclutaron a 10.000 mercenarios celtíberos para continuar la resistencia (Livio, XXXIV, 17),

17 El episodio de la disputa de Corbis y Orsua por el dominio de Ibe, resulto con una ordalía ante Escipión (Livio, XVIII, 21) sería por ejemplo un reflejo de las disputas entre las familias aristocráticas por el control del poder en sus comunidades. 18 Distinguibles para los lacetanos por sus armas y enseñas –arma signaque–, lo que nos indica la existencia de estandartes reconocibles en los ejércitos indígenas (Pastor Eixarch, 2004; Quesada Sanz, 2007, 32-34).

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que se recrudeció hasta el punto de hacer necesaria la presencia de Catón (Livio, XXXIV, 19). El cónsul intentó que los celtíberos cambiasen de bando, infructuosamente aunque parece que estos hubieran estado dispuestos a ello por 40.000 libras de plata (Plutarco, Apoph., 24). No entraremos en detalle sobre la campaña, pero nos sirve para recalcar cómo existen lazos entre diferentes comunidades indígenas, en este caso de naturaleza mercenaria, para unos celtíberos a los que las campañas meridionales no les eran desconocidas, dada su frecuente presencia en la zona desde, al menos, la Segunda Guerra Púnica (Santos Yanguas, 1981, 1982, 1983; Quesada Sanz, 2009b) si no antes (vid. supra).

2.1.4.- Las Guerras Celtibéricas

Los autores clásicos van a recoger abundante noticia de coaliciones entre los pueblos que habitaron la Meseta, especialmente acerca de los celtíberos, o entre éstos y otras comunidades, en el marco de la resistencia a la penetración romana en el interior de la Península.

La primera mención vendría dada por Aurelio Víctor (De viribus illustribus, 52, 1), que menciona a vettones y oretanos luchando juntos contra Marco Fulvio Nobilior, pretor de la Ulterior en 193 a. C. (Sánchez Moreno, 2000, p. 120). En el mismo marco de resistencia en la Submeseta Sur Livio (XXXV, 7) nombra una coalición de celtíberos, vacceos y vettones derrotada por dicho general romano, que capturó además a su rey Hilerno, en las cercanías de Toletum en 193 a. C. Estamos en un momento en el que pretores y generales romanos comienzan a llevar a cabo campañas que tantean la posibilidad de penetración hacía la Submeseta Norte, ya sea como una etapa más de la expansión romana –Catón en el 195 a. C.– ya sea como respuesta a las agresiones de estos pueblos19 –como en 188-187 a. C., en que los pretores C. Atinio y L. Manlio, al mando de la Citerior y Ulterior respectivamente, envían cartas a Roma dando cuenta de las incursiones de celtíberos y lusitanos contra pueblos aliados (Livio, XXIX, 7), o en 183 a. C., cuando algunos celtíberos llegaron a fortificar varios enclaves en territorio ausetano (Livio, XXIX, 56)–, y las comunidades indígenas sin duda van a ser conscientes de la amenaza. Para hacerla frente, se articula así una alianza supra étnica, con tres pueblos que se coaligan contra Roma, probablemente con la intención de defender un vado en el Tajo que abriría las rutas hacía sus respectivos territorios (Sánchez Moreno, 2001).

La noticia que da Livio (XXXIX, 21) sobre los dos combates del pretor Lucio Manlio Acidino en 186 a. C. contra los celtíberos quizás haga referencia a una coalición de éstos, que tras un primer encuentro en tablas son capaces de reunir un nuevo ejército y presentar batalla; ejército considerable a tenor de sus pérdidas –12.000 muertos y 2.000 prisioneros– y que organizó un campamento, asaltado por los romanos.

Las operaciones de Fulvio Flaco y Tiberio Sempronio Graco entre 182 y 179 a. C. ponen en contacto directo a Roma con la Celtiberia. Flaco, pretor de la Citerior en 182 a. C., atacó la ciudad de Urbicua –de ubicación discutida, como otras mencionadas en estas campañas como Munda o Cértima (Burillo, 1998, 276)–, en cuya ayuda acudió un ejército

19 Para la primera postura véase por ejemplo Pina, para quien las Guerras Celtibéricas son resultado del expansionismo imperialista romano y su búsqueda de nuevos territorios a explotar (Pina Polo, 2006, pp. 71-80). Igualmente Cadiou y Moret piensan que no se puede hablar de peligro para las provincias romanas en la Hispania del s. II, exagerando sus gobernadores la amenaza de los pueblos limítrofes como justificación de sus campañas militares (Cadiou, Moret, 2009 pp. 12-13). En cambio para Salinas de Frías (1986, p. 21) “La conquista de Celtiberia fue el resultado de la colisión de los intereses romanos en mantener el dominio sobre las zonas conquistadas a los cartagineses después de la segunda guerra púnica y la expansión de la liga de las tribus celtibéricas en dirección a Carpetania y el valle del Ebro”. García de Castro (1999, pp. 511-520) apunta también en esa dirección, ante la aparente pobreza de la Celtiberia. Dicho esto, no hay que obviar el sesgo de las fuentes que presentan la conquista romana como fenómeno civilizador que pacifica a unas siempre turbulentas comunidades indígenas. Véase por ejemplo Vallejo Girvés, 1994, pp. 165-173

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celtibérico, infructuosamente (Livio, XL, 16). Al año siguiente, en lo que el Patavino califica como magnum bellum (XL, 50), los celtíberos reunieron 35.000 combatientes, el mayor número de tropas que hasta la fecha hubieran congregado. Fueron derrotados por el pretor Flaco en la Carpetania, en las cercanías de Aebura, pero del relato de Livio se desprende un ejército perfectamente ordenado, a la usanza mediterránea: castramentación –con una parte del ejército, 5.000 hombres, guardando el campamento durante el combate–, orden de batalla cerrado –acies instructa–, caballería e infantería y uso de estandartes (se capturaron 88 de éstos). ¿Estaríamos ante el ejército de una coalición celtibérica, que además tras la derrota renueva sus esfuerzos para auxiliar a la ciudad de Contrebia20, solo para ser nuevamente derrotada? Como ya hemos dicho y más adelante abundaremos, el análisis del número de combatientes puede darnos una pista sobre si nos encontramos o no ante dicha coalición. En 180 a. C., ante el retraso en la llegado de su sucesor al frente de la provincia, Flaco realiza una tercera campaña contra los celtíberos, pero se retirará precipitadamente y será emboscado en el saltus Manlianus por un numeroso ejército celtibérico –Livio habla de 17.000 muertos, 3.700 prisioneros, 77 enseñas y cerca de 600 caballos capturados–, que pese a ser batido es capaz de infligir 4.491 bajas al enemigo, un número de caídos ciertamente elevado.

El sucesor de Flaco al frente de la Hispania Citerior, Tiberio Sempronio Graco, continuó las operaciones contra los celtíberos y atacó la ciudad de Cértima, que mandó enviados a pedir ayuda al campamento de los celtíberos. Diez legados de éstos, lejos de las “sutilezas” de la diplomacia romana, inquirieron a Graco el porqué del ataque, y ante la demostración de fuerza del pretor desistieron de socorrer a Cértima, pese a las señales que desde la ciudad se les hicieron –fuegos encendidos en las torres– (Livio, XL, 47). Acto seguido Graco atacó el campamento de aquellos celtíberos junto a la ciudad de Alce, a los que derrota y causa 9.000 bajas, con 320 enemigos presos y 112 caballos y 37 enseñas capturados. También Alce caerá, y un régulo de aquellos pueblos, Thurros, se pasará a los romanos: “[...] os seguiré a vosotros en contra de mis antiguos aliados, dado que ellos han tenido reparos en empuñar las armas para defenderme” (Livio, XL 48-49). Graco además derrotó a 20.000 celtíberos que asediaban la ciudad de Caravis, aliada de Roma (Apiano, Iber., 43) y también en el Mons Chaunus, causándoles 22.000 bajas y tomándoles 72 enseñas (Livio, XL, 50). Su actuación finalizó con la pacificación de la Celtiberia, certificada a través de una serie de tratados que se mantuvieron vigentes durante las décadas siguientes (García Riaza, 2005; 2006, pp. 90-92), aunque por desgracia Apiano no nos detalla si dichos acuerdos se firmaron entre el pretor y los celtíberos como un todo, o si fueron acuerdos individuales con cada comunidad21. Probablemente se trató de un acuerdo con cláusulas comunes que cada comunidad refrendaría, tal y como parece deducirse de los sucesos que detonaron la Segunda Guerra Celtibérica en 154 a. C. Para Salinas de Frías, los acuerdos gracanos habrían afectado a arévacos, belos y titos22, y también a los lusones, dado que Graco habría combatido contra oppida que pueden adscribirse a los mismos, como Complega (Salinas de Frías, 1986, p. 13). Esta homogeneidad en el trato apuntaría a que los celtíberos han combatido contra Graco de manera coordinada, algo que la cifra de sus efectivos también sugiere, y de igual modo pactan la paz. Una actuación conjunta que, como veremos, no siempre se repite.

20 Probablemente se tratase de Contrebia Carbica, identificada en Fosos de Bayona (Burillo, 1998, 206-207). 21 “Llevó a cabo tratados perfectamente regulados con todos los pueblos de esta zona, sobre la base de que serían aliados de los romanos.” Apiano, Iber., 43. 22 Así parece en efecto deducirse del pasaje posterior en que los habitantes de Nertóbriga piden a Marcelo la paz y volver a los tratados de Graco, exigiendo este que esta tres etnias la ratifiquen.

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El casus belli para la Segunda Guerra Celtibérica fue la ampliación de la muralla de Segeda, oppidum de los belos, en el marco de un proceso de sinecismo23 que buscaba la integración en dicha población de otras comunidades próximas, entre las que estaría la limítrofe de los titos (Apiano, Iber., 44). El Senado enviará contra Segeda al cónsul Quinto Fulvio Nobilior al mando de un ejército de casi treinta mil hombres, y sus habitantes, enterados de su llegada y sin haber concluido las obras de amurallamiento, huyen con sus familias para refugiarse en Numancia. Allí se acogen en virtud de su alianza y consanguinidad con los numantinos –socios et consanguineos suos, (Floro, I.34.3)24–, reuniendo entre ambos pueblos 20.000 infantes y 5.000 jinetes que, al mando del segedano Caro, infligirán una sangrienta derrota a los romanos en la batalla de la Vulcanalia, el 23 de agosto de 153 a. C. (Apiano, Iber. 45). Muerto Caro, arévacos y belos escogen como jefes a Ambón y Leucón, lo que dio pie a que Schulten aventurara una doble magistratura militar, con un jefe de cada pueblo, apoyado en que según Floro el primer líder en la lucha habría sido un tal Megaravico (Floro, I.34.4), ausente en el relato de Apiano y que habría compartido mando con Caro (Salinas de Frías, 1986, p. 81). El sucesor de Nobilior, Marco Claudio Marcelo, atacó Ocilis, a la que perdonó el haberse pasado el año anterior a los celtíberos a cambio de rehenes y una multa de 30 talentos de plata. Burillo ha descartado la tradicional identificación de Ocilis con Medinaceli, identificándola mejor con la ceca bela que emitiría como okelakom (Burillo Mozota, 2007, pp. 199-200). Los habitantes de Nertóbriga25, probablemente también belos (Burillo Mozota, 2007, pp. 197-198), dada la generosidad de Marcelo buscaron pactar con él, a lo que sólo accedió a cambio de que todos los belos, titos y arévacos solicitaran el perdón (Apiano, Iber. 48). Vemos, pues, que cada ciudad intenta negociar de manera independiente con Roma, al margen de la coalición y al margen del resto de civitates de su etnia. Arévacos, titos y belos envían emisarios al cónsul, solicitando un castigo moderado y la vuelta a status quo gracano, aunque algunas comunidades se habrían opuesto a esto aduciendo que aquellos les habían hecho la guerra. ¿De qué comunidades hablamos? ¿Civitates de esas mismas etnias opuestas al conflicto con Roma? Esto parece indicar el diferente trato otorgado a los embajadores de cada pueblo que, a instancias de Marcelo, viajaron en 152 a. C. a Roma para exponer su causa ante el Senado, tal y como narran Polibio (XXXV, 2) y Apiano (Iber. 49).

Según Polibio, se permitió a los enviados belos y titos penetrar en la Urbs, mientras que los de los arévacos debieron esperar fuera del pomerium, como se hacía con las embajadas enemigas. Además, a la hora de presentarse ante el Senado, Polibio dice que lo hicieron de forma sucesiva “por ciudades” –katá pólin– (Beltrán Lloris, 2004, p. 102), por lo que podemos suponer que habrían viajado representantes de distintas civitates de cada etnia, dado además que la postura entre dichas comunidades no era unánime. Frente a esta representación por ciudades, pensamos que la coalición habría hablado con una sola voz, dada la noticia de la entrevista del portavoz de la embajada de la coalición con Marcelo tras regresar de Roma que da Apiano. Volviendo a Polibio, titos y belos solicitaron la presencia romana en Iberia como medio para evitar represalias de los arévacos, a los que hicieron culpables de la guerra. Pero, ¿todos los titos y belos mantenían esta postura? Es algo que se hace difícil de conciliar con la actuación de los segedenses, por lo que podemos aventurar disensiones dentro de las comunidades belas, entre las que quizás alguna no estarían de

23 Las excavaciones llevadas a cabo en el Poyo de Mara vendrían a confirmar la noticia de Apiano. Véase Burillo Mozota, 2007, pp. 193-215. 24 Una acertad reflexión acerca del papel de los lazos de parentesco en la estructuración de los ámbitos privado y público en Ortega Ortega, 2006. 25 Podemos pensar en que no todos estarían de acuerdo en buscar la paz: mientras unos emisarios nertobrigenses pactan la paz y se entregan 100 jinetes como auxiliares, otro grupo habría atacado la retaguardia romana (Apiano, Iber. 48), en lo que parece una clara muestra de disensión interna.

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acuerdo con la hegemonía de Segeda que su proceso de sinecismo parece sugerir. Si se analizan, como ha hecho García Riaza (García Riaza, 2002b, pp. 274-275), las civitates de belos y titos que se habían entregado en deditio a Marcelo –Ocilis y Nertóbriga– se puede conjeturar que una parte de estas etnias era partidaria de la intervención romana para evitar posibles represalias por parte de los arévacos de Numancia y Termancia y los segedenses, traicionados por esos pactos unilaterales. La coalición celtíbera se ha roto con esos pactos de deditio, ruptura que se agudiza ahora, haciendo esas comunidades el juego al intervencionismo imperialista romano (García Riaza, 2002b, p. 275), que mueve al Senado a rechazar la solicitud de paz y vuelta a los pactos de Graco. Ya hemos visto cómo las rivalidades entre las comunidades indígenas del noreste peninsular favorecen la conquista romana, al apoyarse una u otra en Roma o Cartago para conseguir la supremacía local. Podemos pensar que también entre los celtíberos las fricciones locales en el seno de la coalición se reflejan en las posturas divergentes que Polibio narra para la embajada enviada a Roma.

Salinas (Salinas de Frías, 1986, pp. 81-85) va a interpretar la postura de titos y belos como posible indicador de la preponderancia de los arévacos en la coalición celtíbera, algo que vendría refrendado por el posterior envío de guarniciones arévacas a distintas poblaciones cuya postura sería tibia o dudosa, como los 5.000 guerreros enviados a Nertóbriga (Apiano, Iber., 50) o la guarnición numantina en Malia (Apiano, Iber., 77). Apiano, por contra, relata la embajada sin mencionar disensiones entre los celtíberos, que, tras la reanudación de las hostilidades, firman conjuntamente –arévacos, belos, titos26– la paz con Marcelo en 152 a. C.

Pacificados, los celtíberos se mantienen al margen durante la campaña de Licinio Lúculo contra los vacceos, que se entiende, más allá de las motivaciones económicas del codicioso cónsul, al valorar la existencia de intensas relaciones comerciales y diplomáticas entre vacceos y celtíberos (Sánchez Moreno, 2010b, pp. 86-90). Tras tomar a traición Cauca, Lúculo atacó Intercatia tras recorrer una gran extensión de tierra desértica27. Allí “se habían reunido, en su huida, más de 20.000 soldados de infantería y 2.000 jinetes” (Apiano, Iber., 53) datos ambos que nos indican que estaríamos ante una coalición en la que participan refugiados de Cauca, los intercatienses y quizás tropas de alguna otra civitas vaccea. El acoso a las tropas romanas por los jinetes vacceos, que forrajeaban fuera de la ciudad cuando llegó Lúculo y que interceptarían sus líneas de aprovisionamiento (Apiano, Iber., 54) indujo a éste a aceptar una deditio en la que un joven Escipión Emiliano actúo como mediador en razón a su prestigio (García Riaza, 2002b, p. 86-88), mediación en la que vemos el componente personal que tinta la diplomacia indígena. El siguiente objetivo de Lúculo fue Pallantia, donde las mismas dificultades de aprovisionamiento causadas por el acoso de los equites palentinos le obligaron a retirarse (Apiano, Iber., 55).

En el 153 a. C., los lusitanos y vettones se habían coaligado en sus incursiones meridionales, y derrotarán al pretor Lucio Mummio, capturándole “muchas enseñas que los bárbaros pasearon en son de burla por toda la Celtiberia” (Apiano, Iber., 56), lo que habría incitado a los celtíberos a la guerra (Diodoro, XXXI, 42). Igualmente en el 143 a. C. las victorias de Viriato sobre sucesivos generales romanos habrían decidido a aquellos a retomar las armas (Diodoro XXXI, 42; Apiano, Iber., 76). Podemos colegir de estos testimonios que entre los celtíberos y los lusitanos existiría cierta visión común de su enfrentamiento con Roma, con el intercambio de enviados y un determinado nivel de comunicación, y, aunque

26 “Litennon […] afirmó que los belos, titos y arévacos se ponían voluntariamente en manos de Marcelo”. Apiano, Iber. 50. 27 Se trataría de los famosos “vacíos vacceos”, que la arqueología espacial parece haber confirmado y que podrían corresponder a “tierras de nadie” entre las distintas civitates vacceas y en sus fronteras. Al respecto véase Sacristán de Lama, 1989, y San Miguel Maté, 1989.

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nada nos permita hablar claramente de una unidad de acción, para ellos resultaría evidente que la simultaneidad de su esfuerzo bélico disminuiría el potencial que Roma podría desplegar en cada teatro de operaciones. Esto es algo que tampoco escapó al ojo de los romanos, y en la ratificación por parte del Senado del foedus firmado en 141 o 140 a. C. entre Viriato y el acorralado cónsul –probablemente ya procónsul– Fabio Máximo Serviliano, puede adivinarse el intento de aislar a unos celtíberos contra los que estaba fracasando estrepitosamente Quinto Pompeyo Aulo (Salinas de Frías, 2008, pp. 108). Sin embargo, tampoco se puede llevar muy lejos la cooperación entre celtíberos y lusitanos, y sabemos que los primeros sirven como auxiliares a Roma contra los segundos, como los 5.000 belos y titos exterminados por Viriato en 147 a. C. (Apiano, Iber., 63) o los que sirvieron con Marco Mario décadas después (Apiano, Iber., 100) –como por otra parte, auxiliares celtíberos participan en las campañas romanas contra otras civitates celtibéricas–. Igualmente puede suponerse que en el foedus con el caudillo lusitano (García Riaza, 2002, pp. 149-159) podría haber entrado la obligación de entregar auxiliares al ejército romano, que combate en esos momentos contra Numancia (Salinas de Frías, pp. 108-109).

La Tercera Guerra Celtibérica, o bellum numantinum (143-133 a. C) se caracteriza por una estrategia de asedio y desgaste en torno a la capital arévaca, ausente la red de alianzas que había permitido anteriormente a los celtíberos medirse de igual a igual con ejércitos consulares (Sánchez Moreno, 2010, p. 48). Se mencionan ataques a poblaciones de su entorno como Contrebia –seguramente la Belaisca (Burillo Mozota, 2007, pp. 306)– o Termancia, o incluso contra los lusones (Apiano, Iber., 77-79), pero no asistimos a la coalición celtíbera del anterior conflicto. A este respecto las cifras de los ejércitos numantinos, que ya no celtíberos, son elocuentes, y se pasa así de los 25.000 efectivos del 153 a. C. a los 8.000 guerreros que, una década después, (Apiano, Iber., 76-97) derrotan a Cecilio Metelo y Quinto Pompeyo (Apiano, Iber., 76), o los 4.000 que según Livio (Per., LV.9) obligan al vencido Hostilio Mancino a aceptar la paz en el 137 a. C. Igualmente elocuente es que la embajada que viaja a Roma para defender este foedus la integren sólo numantinos (Apiano, Iber., 80).

El relato de la guerra nos da alguna valiosa indicación sobre las relaciones diplomáticas de los arévacos entre sí, y con los pueblos vecinos. Destacan los episodios de las guarniciones numantinas de Malia y Lagni, si es que no son el mismo (García Riaza, 2002b, pp. 90-91) transmitido de manera diversa por Apiano (Iber., 77) y Diodoro (XXXIII, 17). Lo que a nosotros interesa es cómo en ambas poblaciones, sitiadas por Quinto Pompeyo, se documentan guarniciones numantinas, que en el caso de Malia es masacrada por sus habitantes para pasarse a los romanos. Para Lagni, Diodoro nos dice explícitamente que sus habitantes, sitiados, solicitaron la ayuda de los numantinos, que enviaron cuatrocientos hombres a socorrer a los de su misma etnia, sólo para ser traicionados a Pompeyo. Estamos, pues, ante mecanismos de socorro entre la capital arévaca y poblaciones de su hinterland –aunque no se ha determinado su localización–, que son invocados en virtud de la identidad étnica, pero que pueden quebrarse si la situación lo aconseja. Esto indica la prevalencia de la autonomía de las poblaciones frente a un ethnos común cuya significación política sería muy tenue, en el mejor de los casos. El mismo mecanismo de ayuda, en virtud de la consanguinidad, será invocado por Retógenes Caraunio y sus cinco compañeros ante las ciudades de los arévacos, implorando su ayuda –“con ramas de olivo de suplicantes”– para romper el cerco de Escipión en 133 a. C. Sólo en la iuuentus de Lutia encontrará eco su súplica, pagándolo 400 de sus miembros con la amputación de sus manos por orden del general romano, a quien sus seniores habían descubierto sus planes (Apiano, Iber., 94).

Respecto a las relaciones “exteriores” de Numancia, durante el asedio de Mancino el rumor de que cántabros y vacceos acuden en su socorro provoca el pánico entre los romanos (Apiano, Iber., 80). Ya hemos mencionado las relación entre arévacos y vacceos, en especial

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con los habitantes de Pallantia28, que quedan claras en la campaña de Emilio Lépido en 137 a. C. contra los vacceos –que “habían proporcionado trigo, dinero y tropas a los numantinos”, Apiano, Iber., 81–. Aunque según Apiano esta acusación era falsa, Lépido atacó Pallantia, solo para, como antes Lúculo, tener que retirarse por la falta de suministros, acosado por los vacceos. Calpurnio Pisón repetirá el ataque contra este oppidum en 135 a. C. (Apiano, Iber., 83), y también quien finalmente debeló a Numancia, Cornelio Escipión, que recorrerá el territorio vacceo hasta Cauca antes de regresar ante los muros de la ciudad arévaca (Apiano, Iber., 87-89). Estas relaciones parece que, sobre todo, habrían consistido en el envío de provisiones, con el campo vacceo actuando de “despensa de Numancia” (Sánchez Moreno, 2010b, p. 89) ya que, aunque Apiano menciona anteriores envíos de tropas, nadie acudirá en auxilio de la ciudad cuando Escipión la circunvale.

Las posteriores revueltas de celtíberos, como la que combatió entre el 95 y el 94 a. C. el cónsul Tito Didio, que toma Termancia y Colenda, apenas nos son conocidas. Sólo la cifra que da Apiano (Iber., 99-100) de 20.000 muertos entre los celtíberos vencidos por el sucesor de Didio, Valerio Flaco, pueden permitirnos pensar en una renovación de antiguas coaliciones. Conocemos por Dión Casio (XXXIX, 54) una postrer coalición de pueblos meseteños: en el 56 a. C. los vacceos se levantaron contra el gobernador Metelo Nepote, y van a dirigir una rebelión en la que habrían participado otros pueblos –quizás cántabros y vettones– y derrotar a Nepote cuando éste sitiaba la arévaca Clunia (Amela Valverde, 2002).

2.1.5.- Las Guerras Lusitanas

El mundo lusitano, junto al que encontraríamos a vettones y célticos, ofrece un panorama diferente al de los pueblos ibéricos, celtibéricos o vacceos a la hora de analizar la articulación de sus alianzas y coaliciones. Las fuentes no muestran aquí a los centros urbanos como la entidad política que articule la actuación de las comunidades lusitanas (Salinas de Frías, 2008, p. 89), lo que a veces se ha interpretado como síntoma de un menor grado de urbanización, pero que quizás más bien se debe a la, a menudo, lejanía del teatro de operaciones del corazón de la Lusitania (García Riaza, 2002b, p. 100). Las fuentes, además, proporcionan una caracterización de Lusitania y los lusitanos muy amplia (Pérez Vilatela, 2000; Guerra, 2010), que abarcaría prácticamente desde el Duero hasta el Guadiana, aunque los escenarios de sus correrías –pese a la vaguedad y contradicciones que a veces encontramos (Gómez Fraile, 2005)– los sitúen habitualmente en la Beturia, con incursiones en el valle del Guadalquivir y el Algarve (Rodríguez Martín, 2009, p. 234). El repaso a sus campañas y choques con Roma, con el momento culmen durante el caudillaje de Viriato, parecería indicar que, precisamente, esa intensa actividad bélica estaría en buena medida detrás de la etnogénesis lusitana (Sánchez Moreno, 2006, p.69).

En 194 a. C. Publio Cornelio Escipión Nasica derrota a una “banda” lusitana junto a Ilipa (Livio, XXXV, 1), lo que indica que quizás éstos, como los celtíberos (vid. supra), servían como mercenarios de los turdetanos rebeldes (Chic García, 1980, p. 3), aunque quizás se tratase sólo de una correría en pos de botín aprovechando la agitada coyuntura. En cualquier caso, el testimonio de Livio parece indicar que estamos más ante un ejército que ante una “banda” de latrones: cuantiosos efectivos –pierde 12.000 hombres–, enseñas –134 fueron capturadas por los romanos– y marcha en columna –probablemente con el bagaje rapiñado en el centro de la formación– que, pese a ser sorprendida, puede aguantar durante un tiempo el choque. En 190 a. C. Emilio Paulo es derrotado en Bastetania, cerca de la ciudad de Licón, por lusitanos, un número considerable a tenor de las pérdidas que infligieron a los romanos, 6.000 hombres (Livio, XXXVII, 46). Y en el 189 a. C. vemos que los lusitanos

28 Contra este oppidum es donde concentran los generales romanos sus ataques (Burillo Mozota, 2007, p. 307).

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siguen operando en el valle del Betis, ya fuera como mercenarios ya como aliados, probablemente en apoyo de la ciudad de Asta –como indicaría el famoso decreto de Emilio Paulo (CIL, 12, 614) por el que libera a los habitantes de Lascuta de su dependencia de Asta–. Derrotados por Emilio Paulo, 18.000 cayeron muertos, 2.300 prisioneros y se asaltó su campamento –esta castramentación que vemos repetida en varios episodios de las Guerras Lusitanas, y que, como ya hemos apuntado para los casos ibérico o celtibérico, indicaría un determinado grado de organización– (Livio, XXXVII, 57). En el 187 a. C., el sucesor de Paulo, Gayo Atinio, vence a 6.000 lusitanos, toma su campamento y asalta la ciudad de Asta (Livio, XXXIX, 21). Así, pese a que para Rodríguez Martín (2009, p. 226) sería a partir del 155 a. C. cuando las “bandas armadas de latrones” pasen a constituir “verdaderos ejércitos, que suponen procesos de confederación o symmachía”, pensamos que ya en estas noticias cabe atisbar esos procesos que ayudan a fraguar el ethnos lusitano. En 155-154 a. C. un caudillo lusitano de nombre Púnico vence a los pretores Manilio y Calpurnio Pisón y da muerte a 6.000 romanos, para unir a sus tropas a los vettones y atacar a los blastofenicios (Apiano, Iber., 56). Vemos, pues, a lusitanos y vettones unidos, mención ésta de los vettones que apenas vuelve a repetirse (Apiano, Iber., 58-70), lo que quizás pudiera interpretarse como que detrás de la vaga denominación de “lusitanos” podríamos entender que estaría incluido también dicho ethnos (Santos, 2009). El sucesor de Púnico, Césaro, venció en 153 a. C. al nuevo pretor, Mummio y, cómo ya dijimos, paseó los estandartes romanos por la Celtibería en son de burla (Apiano, Iber., 57). En relación a la consolidación del ethnos lusitano, sabemos que la siguiente incursión, al mando de un tal Cauceno, fue protagonizada por “los lusitanos del otro lado del río Tajo y aquellos que ya estaban en guerra con los romanos” (Apiano, Iber., 57). Esto indicaría una ampliación de esa confederación lusitana, lo bastante fuerte –Apiano da como poco la noticia de 15.000 muertos a manos de Mummio– como para cruzar las columnas de Hércules y poner sitio en África a Ocilis, donde el pretor los derrotó. Es muy sugerente la hipótesis de Chic García que sugiere que esta incursión lusitana podría verse dentro de la política cartaginesa que intenta hacer frente a las agresiones de Masinisa (Chic García, 1980, p. 5), y pensamos que, incluso, ha de contemplarse dentro del más amplio marco de relaciones entre la Lusitania y el sur peninsular, en el que las pervivencias fenopúnicas juegan un papel destacado. La coalición de Malaca y Sexs con los régulos Culchas y Luxino y con las comunidades de la Beturia –esos célticos que, si no queremos entender dentro del tan vago concepto de lusitanos, sí habrían tenido intensas relaciones con éstos–, es un primer indicio, reforzado por el elocuente nombre –¿un apodo de afinidad u origen?– del primer caudillo lusitano que conocemos –Púnico nada menos– y por las actuaciones lusitanas en zonas de raigambre fenopúnica, como esos blastofenicios de Apiano (Domínguez Monedero, 1995) o como la zona costera del sureste peninsular, donde la presencia púnica habría sido intensa (de Francisco Martín, 1989, pp. 59- 60). El cruce lusitano del estrecho, que se habría repetido en el 151 a. C., cuando Lúculo, pretor de la Citerior que invernaba en Turdetania, mató a 1.500 lusitanos cerca de Gades (Apiano, Iber., 59), sólo se entiende así con la connivencia de poblaciones costeras, algunas quizás aún reacias al exigente dominio romano –como habría demostrado la rebelión del 197 a. C.–. El gobernador que sucede en la Ulterior a Mummio, Marco Atilio, realizó en 152 a. C. una incursión de castigo contra la Lusitania, probablemente aún debilitado su potencial guerrero tras la deblace africana, y allí sabemos que firmó efímeros tratados con todos los pueblos vecinos, entre ellos los vettones, a los que otra vez vemos asociados a los lusitanos (Apiano, Iber., 58).

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La actuación de Viriato al frente de los lusitanos entre el 147 a. C. y su asesinato en 139 a. C.29 se desarrolla sobre todo en el sector occidental de Sierra Morena, la antigua Beturia, y el valle del Guadalquivir (Salinas de Frías, 2008, p. 98), un ámbito geográfico más restringido del que tradicionalmente se ha considerado –se pone en duda por ejemplo su actuación en la Carpetania (Gómez Fraile, 2005; contra esa opinión, Gozalbes Cravioto, 2007, p. 421)–. Una lectura atenta del confuso relato de Apiano y de las pinceladas que nos han llegado de Diodoro puede permitirnos vislumbrar una realidad política compleja, que superaría la mera dicotomía Roma versus lusitanos para implicar a otras comunidades fluctuantes entre ambos bandos. Durante la campaña de Fabio Máximo Serviliano en 141 a. C., vemos guarniciones lusitanas impuestas en ciudades antes en poder de Roma, como Ituca, y en otras como Escadia, Gemela u Obólcoa (Apiano, Iber., 66-68), quizás militando voluntariamente en el bando lusitano. Voluntariamente se habrían pasado también cinco ciudades de la Beturia, que Serviliano saqueó, y los conios, que unos años antes habían sido en cambio objeto de las depredaciones lusitanas de Cauceno (Apiano, Iber., 57) y en cuyo territorio había invernado Galba en 151-150 a. C. (Apiano, Iber., 60). Incluso quizás grupos de vacceos, supervivientes de la matanza de Lúculo en Cauca, habrían militado con Viriato (Apiano, Iber., 61).

La mención a otros “capitanes de bandoleros” como Curio y Apuleyo o Connoba, vencidos por Serviliano (Apiano, Iber., 68), puede corresponder a lugartenientes de Viriato o a otras bandas, aunque pensamos más coherente la primera opción. El que Curio y Apuleyo sean nombres romanos (Salinas de Frías, 2008, p. 112) quizás nos habla de individuos en fase de adopción de los mores romanos que, sin embargo, hacen defección, y conocemos el caso inverso de un ibero de Itálica con nombre romano que combate a Viriato, Gayo Marcio (Salinas de Frías, 2008, 101). En este amplio frente muchas lealtades oscilarían, a menudo, en función de los avatares bélicos (López Melero, 1988, pp. 252-253), con bandos opuestos dentro las comunidades, como evidencia la fábula de Esopo que Viriato narra admonitoriamente a los habitantes de la ciudad de Itucci (Bermejo Barrera, 1984): igual que un hombre con dos esposas acabaría calvo, “como por su parte los romanos mataban a los que les eran hostiles, y los lusitanos también daban muerte a sus enemigos, en breve se vería despoblada la ciudad” (Diodoro, XXXIII, 7). También la figura del suegro de Viriato, Astolpas, nos presenta a un aristócrata que, antes de pasarse a Viriato, habría estado alineado con los romanos, como el dux lusitano le reprocha durante sus nupcias (Diodoro, XXXIII, 7). Astolpas, nombre de raíz ibérica y no lusitana (Salinas de Frías, 2008, p. 114), habría sido un potentado indígena que se alía con Viriato, quizás para evitar las razias lusitanas contra sus posesiones, quizás por cálculo político (Koch, 2009), y el pacto se habría refrendado con el matrimonio de su hija con Viriato. Igualmente la noticia de Dión Casio (frg. 75, Boissevain) acerca de la ejecución exigida por los romanos de los líderes de los disidentes pasados a Viriato, entre los que estaría su kedestes –suegro, yerno o cuñado– o la procedencia de sus asesinos Audax, Ditalco y Minuros, de Urso (Diodoro, XXXIII, 31), indica esos lazos entre los lusitanos y las comunidades meridionales –o miembros de las mismas– opuestos a la dominación romana (Koch, 2009, 133-135) –. Estaríamos ante el germen de un regnum (López Melero, 1988, p. 259), con un dux lusitano capaz de hablar a Roma de tú a tú como explicita el foedus del 140 a. C., que nos muestra a un Viriato capaz de pensar en los términos estratégicos que supone una paz con Roma frente a la ventaja táctica de la aniquilación del ejército de Serviliano (García Riaza, 2002b, pp. 151-152). La consolidación de su poder apunta a una estructuración política que

29 Sobre las divergencias en la duración del caudillaje de Viriato entre Apianio, Diodoro y Livio véase Salinas de Frías, 2008, pp. 90-93

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supera el tribalismo lusitano30, con vettones y galaicos insertos en su red de alianzas –de ahí la campaña de castigo primero de Quinto Servilio Cepión y luego de Sexto Junio Bruto contra ellos (Apiano, Iber., 73)– y que integra a algunas comunidades urbanas meridionales (Salinas de Frías, 2008, p. 120), mediante pactos y alianzas cuya naturaleza, por desgracia, sólo podemos intuir.

2.1.6.- Las Guerras Civiles

Las Guerras Civiles romanas tendrán en la Península Ibérica uno de sus escenarios, primero con las Guerras Sertorianas (83-72 a. C.) y, luego, con el conflicto entre César y Pompeyo, con sus dos actos en el 49 a. C. y en el 45 a. C. (Almagro-Gorbea, 2009). Estamos en un momento en el que la ya duradera presencia romana, con los cambios que ha acarreado en las relaciones de poder, habría mediatizado, creemos que de manera bastante profunda, la actuación de las comunidades indígenas. Pero, de igual modo, pensamos que, de alguna manera, las viejas afiliaciones, esas antiguas alianzas –o enemistades– que a menudo vemos perdurar en el tiempo, tampoco se habrían desvanecido totalmente. El problema radica en intentar rastrearlas en unas fuentes que hacen figurar a las comunidades penínsulares como meras comparsas en el drama de la lucha por el poder en la República.

Así, en la embajada lusitana a Quinto Sertorio en el 80-81 a. C., cuando el líder popular está en el norte de África, vemos prolongadas esas conexiones lusitanas con las tierras allende el estrecho que ya hemos descrito. Su ofrecimiento de mando a Sertorio se entiende si miramos atrás, hacía la tradición de caudillos guerreros lusitanos, pero denota también un momento distinto: los indígenas no tienen reparos en servir bajo un líder romano. Por contra, la eficaz actuación de Sertorio contra Cecilio Metelo en 79-78 a. C. revela un cambio respecto al escenario geográfico de las Guerras Lusitanas, que ahora vemos desplazado más al norte (García Morá, 1991, pp. 73-135), sin que Sertorio encuentre, como antaño sus predecesores en el mando militar lusitano, apoyos entre las comunidades urbanas de la Bética y de la Beturia. Sertorio se trasladará a la Citerior en el 77 a. C., donde encontrará fuerte soporte en determinadas ciudades como Calagurris, Osca, Ilerda o Tarraco (Almagro-Gorbea, 2009, p. 237). El líder popular habría encontrado, además, apoyo en la Celtiberia, entre arévacos, pelendones y vacceos, que le habrían proporcionado tropas y provisiones –los vacceos precisamente caballería, que tan aguerrida se mostrara contra los generales romanos durante los conflictos de mediados del s. II a. C.–. Otras comunidades como los berones y los autrigones le habrían sido, en cambio, hostiles (Livio, fr. XCI). Está lejos de nuestra intención revisitar la complicada narrativa de las Guerras Sertorianas, pero sí queremos llamar la atención sobre los mecanismos que parecen haber articulado las alianzas indígenas con el general romano (Quesada Sanz, 2011b), y que operarían en esas dos esferas cada vez menos separables: por un lado la expansión de la romanitas y, por el otro, la pervivencia –¿o autoafirmación?– de lo indígena. En el primer caso destacaría la creación en Osca de una escuela “de enseñanzas griegas y romanas” para vástagos de las familias nobles (Plutarco, Sert., XIV), que, aparte de su función como rehenes (Garcia Morá, 1991, 174), creemos que indica unas miras más elevadas hacia la extensión de los mores romanos entre las élites indígenas. Respecto al famoso senado sertoriano, aunque sin duda sus miembros serían fundamentalmente ciudadanos romanos exiliados y quizás también hispanienses de origen itálico (García Morá, 1991, pp. 181-182), no se puede descartar la inclusión en el mismo de algunos hispanos (Pina Polo, 2011, p. 30). Y, en cualquier caso, habría servido como polo de atracción de las élites indígenas, que se verían cercanas al foco de poder

30 Una buena reflexión sobre los procesos de etnogénesis en el ocidente peninsular desde la perspectiva grecorromana, con especial atención al caso lusitano en Plácido Suarez, 2004.

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romano, funcionando como elemento de adaptación a esa romanitas (García Morá, 1991, p. 183). En cuanto al elemento indígena, el testimonio de Plutarco (Sert., XIV) sobre la ingente clientela de guerreros consagrados a Sertorio, que contaría además con una guardia de celtíberos (Apiano, Bell. Civ., I, 112), nos remite a la fides en su forma más estricta, que sería esa consagración que Ramos Loscertales (1924) denominara devotio ibérica. La entrega de armas y túnicas decoradas y otros regalos a los indígenas (Plutarco, Sert., XIV) entra dentro del intercambio de dones que sella esas relaciones (Quesada Sanz, 2011, p. 32). Por último, la famosa anécdota de la cierva blanca (Plutarco, Sert., XI), si bien no directamente relacionada con el establecimiento de pactos, casa bien con el caudillaje carismático de Sertorio, que propicia el que consiga aglutinar a tan amplios elementos indígenas.

No nos extenderemos en el conflicto entre César y los pompeyanos en la Península, en el que las clientelas de ambos bandos jugaron un papel destacado (Almagro-Gorbea, 2009, pp. 239-240)31. En 49 a. C. Afranio habría reclutado auxiliares celtíberos y cántabros, y su camarada Afranio lusitanos, mientras que en el 46 a. C. Cneo y Sexto Pompeyo cuentan entre sus once legiones con una, la Vernacula, formada por indígenas a los que se concede la ciudadania32; además tendrían entre sus filas a esclavos emancipados, celtíberos y lusitanos (Almagro-Gorbea, 2009, pp. 241-242).

2.1.7.- Las Guerras Cántabras

La primera mención a una posible interacción de los cántabros con otras poblaciones en la forja de alianzas podría venir por la mención en las Períocas de Livio (XLVIII, 19), cuando, al referirse a la campaña de Lúculo contra los vacceos en 151 a. C., dice que sometió a éstos y a los cántabros. Se ha especulado con que algunos de los contingentes de caballería que hostigaron a las tropas romanas pudieron haber sido cántabros (Peralta Labrador, 2000, p. 259), y sabemos también que en 137 a. C. la noticia de la llegada de un ejército de socorro vacceo-cántabro precipitó la huida de Mancino de Numancia (Apiano, Iber., 80). Peralta ha supuesto cierto grado de implicación cántabra en un conflicto que acontece en su periferia, y que, incluso, habría motivado que comunidades como las asentadas en Celada Marlantes o Monte Bernorio levantasen sus murallas, conscientes de la amenaza romana (Peralta Labrador, 2000, p. 259). Es probable también la participación de algunas comunidades cántabras –o de miembros de las mismas– en la Guerra Sertoriana, dada la proximidad geográfica de las campañas del 76 y el 74 a. C., que se desarrollan en la cuenca alta del Ebro. Juvenal (Sat., XV, 8-9) menciona a cántabros en la desesperada defensa de Calagurris ante Afranio, lugarteniente de Pompeyo, y, unos años después, Craso, legado de César, hubo de enfrentar a cántabros veteranos del conflicto sertoriano. Así, en el 56 a. C., coincidiendo con la sublevación vaccea en la Meseta –en la que pudieron participar grupos cántabros–, César (BG, III, 23) da la noticia de cómo los aquitanos enviaron embajadores a las regiones próximas de Hispania Citerior para pedir ayuda. De allí acudieron tropas y líderes –duces– con gran experiencia en la táctica romana por su participación previa en la Guerra Sertoriana, la mayor parte de ellos probablemente cántabros (BG, III, 26). Durante la guerra ente César y Pompeyo en Hispania Citerior en 49 a. C., Afranio habría reclutado auxiliares cántabros y celtíberos. En el 29 a. C. sabemos que cántabros, astures y vacceos son pacificados por Estatilio Tauro (Dión Casio, LI, 20), sin que sepamos si actuaron coordinadamente en su oposición a Roma, algo más que probable desde el punto de vista de la estrategia territorial defensiva. 31 Para las clientelas pompeyanas, véase Amela Valverde, 2002. También Novillo López, 2009. 32 Como años atrás ocurriera con la turma salluitana de jinetes del valle del Ebro que combate junto a Pompeyo Estrabón en la Guerra Social o de los Aliados (Roldán, 1986; Amela, 2000; Pina, 2003).

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Esta campaña habría supuesto la conquista del norte del territorio vacceo (Wattenberg, 1959, p. 44), paso previo a la ofensiva contra cántabros y astures. Ésta habría comenzando en el 26 a. C., avanzando en el 25 a. C. las legiones del legado Cayo Antistio hasta el interior de territorio cántabro, apoyado con el desembarco en la retaguardia cántabra de una flota enviada desde Aquitania. Simultáneamente, se habría producido un ataque astur contra los campamentos de tres legiones acampadas en el sur de su territorio y dirigidas por Publio Carisio; el efecto sorpresa buscado por los astures se perdió debido a la traición de los habitantes de Brigaecium, que denunciaron sus intenciones (Floro, II, 33), y fueron derrotados por Carisio. Sin que las fuentes aclaren si entre cántabros y astures se habría sellado algún pacto, la unidad de acción en la resistencia contra Roma parece indicarnos que algún acuerdo o connivencia debió existir. De hecho, tres años después, en el 22 a. C., los astures se levantan contra Carisio y Dión Casio (LIV, 5) comenta que, al conocerlo, los cántabros también se alzaron en armas. Cada pueblo habría combatido en su propio lar, y parece que entre los diferentes populi cántabros y astures se habrían producido las inevitables defecciones, con distintas posturas frente a la presencia romana, como podemos inferir por esa traición de los astures de Brigaecium o por la colaboración con Roma de los susarros de Paemeióbriga –frente a la hostilidad de los gigurros de Aiiobrigaecio–, a la postre recompensdados por Augusto según evidencia el edicto de El Bierzo (Pérez Vilatela, 2001b). 2.2.- Testimonios indirectos: epigrafía.

Respecto a los testimonios indirectos cabe tener en cuenta algunos, ciertamente escasos, indicadores epigráficos, y, para determinados ámbitos de la Hispania indoeuropea, la institución del hospitium y su plasmación en las téseras de hospitalidad (vid. infra).

Entre estos testimonios, y aunque realmente referido ya a la interacción con Roma estaría el famoso decreto de Emilio Paulo y la Turris Lascutana (CIL II, 5401) del 190 ó 189 a. C. (García Moreno, 1986; Díaz Ariño, 2008, pp. 191-194), valioso porque nos documenta la relación entre dos comunidades indígenas, Asta y Lascuta, esta última en situación de dependencia de la primera (Mangas Manjarrés, 1977, pp. 167-158). Conocidos son también los bronces escritos descubiertos en el yacimiento de Botorrita, la antigua Contrebia Belaisca, que habrían formado parte del archivo de la ciudad (Burillo Mozota, 1998, pp. 320-321). Para Botorrita I (Prósper, 2008), III (Beltrán Lloris, de Hoz, Untermann, 1996) y IV (Villar, Díaz, Medrano, Jordán, 2001), en lengua celtibérica y signario ibérico, hay dudas respecto a su traducción, aunque se ha comentado que Botorrita I reflejaría el uso agropecuario de un encinar sagrado, con participación de magistrados de Contrebia Belaisca y otras comunidades (de Bernardo Stempel, 2011). Botorrita II, la tabula contrebiensis (Fatás, 1980), recoge un texto en latín que refleja el fallo de un tribunal de cinco magistrados de la ciudad que dirime un pleito entre las comunidades vecinas de Salduie y Alaun. Fechado en 15 de mayo del 87 a. C., se aprecia claramente la relación jurídica entre comunidades distintas, los vascones de Alaun, los iberos de Salduie, y los belos de Contrebia, todo bajo la mirada sancionadora del procónsul de la Citerior Cayo Valerio Flaco (Beltrán Lloris, 2001, p. 256). Se trata de un pleito pacífico, en el marco del derecho civil y ya bajo la plena dominación romana, pero muy indicativo por su fecha temprana de que estas comunidades contaban con mecanismos jurídicos con los que articular sus relaciones, fuera en la paz, como en este caso, fuera en la guerra.

Tabulae como la de los Zoelas o como las de Montealegre de Campos (Balil Illana & Martín Valls, 1988), ya tardías, son interesantes porque muestran la renovación de antiguos pactos de hospitalidad. La tabula de los Zoelas, por la que dos gentilitates de dicho pueblo astur renuevan su antigua hospitalidad –hospitium antiquum– primero el 27 d. C. y luego el 152 a. C., es un precioso indicio de la perduración en el tiempo de las relaciones

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intracomunitarias, dentro en este caso del mismo grupo étnico (Castellano & Gimeno, 1999, p. 366). 2.3.- Herramientas complementarias Tenemos además a nuestra disposición, aunque dada la modesta entidad de este trabajo no haremos sino enunciarlas, otras herramientas complementarías que en un futuro pueden ayudar en el estudio de las coaliciones militares entre las comunidades indígenas. En primer lugar, las herramientas de la arqueología espacial y los sistemas de información geográfica (S.I.G.), combinadas con el análisis de fuentes, los mapas viarios, o la distribución numismática y de jerarquía de cecas, han servido para plantear en los últimos años un mapa político de distintas zonas de la Península, que, aún con lagunas y puntos debatidos, nos ayuda a comprender las dinámicas de estas poblaciones en los dos últimos siglos antes de nuestra era. Ese mapa, que sin duda irá perfilándose a medida que avance la investigación, con la distribución de las comunidades indígenas, con sus posibles fronteras, los recursos de sus territorios, o el control de las vías de comunicación, nos ayudará a entender –evitando desde luego el determinismo geográfico– tanto los mecanismos de solidaridad que fraguan en alianzas como las fricciones que rompen estas o inclinan a determinadas poblaciones a apoyar la intervención de Roma.

También se haría pertinente un análisis comparativo con el mismo fenómeno en otras sociedades contemporáneas de Europa y el Mediterráneo (Aigner, 1994), en determinados aspectos paralelas en sus procesos de desarrollo a las peninsulares. Tenemos testimonios sobre las alianzas y confederaciones galas (Zecchini, 1994; García Riaza, 2010a) –algunos de primera mano, como De Bello Gallico–; en el mundo itálico, con sus abundantes ligas, desde la latina a la samnita; o en fin, incluso en el mundo griego, con las symmachiai, epimachiai, sympoliteia y confederaciones étnicas (Larsen, 1968; Pascual, 2007).

Por último, otra línea que pensamos puede resultar fructífera sería la mirada hacía instituciones altomedievales o manifestaciones etnográficas en las que pueden haber quedado reflejadas los modos de relación de estas sociedades, partiendo de la idea de que estamos ante fenómenos de la longue durée braudeliana (Balbín, Torres & Moya, 2007; Moya, 2008). La etnoarqueología es un camino que autores como Balbín Chamorro, Fernández Nieto o Moya Maleno, entre otros, ya han comenzado a explorar, y para el tema que nos ocupa caben destacar los trabajos sobre la pervivencia del hospitium en la organización de la extremadura castellana altomedieval (Balbín Chamorro, 2005) y acerca de las festividades ecuestres como la caballada de Atienza y la festividad de Santerón (Fernández Nieto, 1999) o la federación de San Pedro Manrique (Fernández Nieto, 2005). En el primer trabajo, Fernández Nieto aventura la existencia de federaciones celtibéricas que aglutinarían a las comunidades del entorno y se reunirían anualmente en enclaves sacros donde se ha fosilizado dichas reuniones, y en el dedicado a San Pedro Manrique postula la existencia de otra federación celtibérica en la cuenca del río Linares, alrededor del oppidum de Munda –conocido por las fuentes– y siendo la festividad de las Móndidas y el ritual del paso del fuego reminiscencias de viejos ritos de dicha colectividad. En esa línea pensamos que, siempre con prevenciones, se podría avanzar en la formulación de hipótesis sobre las relaciones entre las diferentes comunidades prerromanas, quizás cotejando los mapas de distribución espacial que ya existen, con la ordenación jerárquica de yacimientos y su control del territorio, con las festividades y romerías que agrupan a pueblos de determinadas comarcas alrededor de ermitas que pueden haber fosilizado santuarios prerromanos. El trabajo de Moya Maleno (2007) sobre los tunos de Segóbriga y el eco en esta celebración de ritos iniciáticos de fratrías celtibéricas iría, por ejemplo, en este sentido.

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3.- Los mecanismos de articulación de las alianzas y coaliciones. Entre las desmadejadas noticias de las fuentes podemos intentar atisbar los mecanismos con los que las comunidades indígenas formalizarían sus alianzas y sellarían los pactos, sin que muchas veces sea posible hacer una distinción tajante entre usos indígenas e influencia de la diplomacia púnica y, sobre todo, romana en el relato que nos ha llegado. Incluso la dimensión personal que vemos tan presente en las relaciones internacionales entre los indígenas tampoco está ausente en el más avanzado escenario del Mediterráneo helenístico, donde, por ejemplo, los parentescos y la consanguinidad, reales o ficticios, tienen un papel importante (Jones, 1999). En cualquier caso, es necesario tener en cuenta la heterogeneidad cultural, política y social de la Península, que va a tener su reflejo en la distinta articulación de las coaliciones que, pensamos, se aprecia en los distintos ámbitos. 3.1.- Fides y clientela El concepto de fides como acuerdo pactado (Coll i Palomas & Garcés i Estallo, 1998, pp. 442-443) habría constituido un elemento central en las relaciones entre las élites indígenas y las púnicas y romanas, como queda claro en una serie de ejemplos de los cuáles quizás los más elocuentes sean las relaciones de Publio Cornelio Escipión con Indíbil y Mandonio, Edecón (Livio, XXVII, 27) o el princeps celtiberorum Alucio (Livio, XXVI, 50). Y, sin duda, vertebraría también los pactos entre indígenas, y no sólo al nivel de los grupos dirigentes. El desarrollo de la cultura ibérica estaría germinando en una sociedad clientelar, con por un lado pequeños poblados dominados por un clan aristocrático y por otro la agrupación de oppida que acaba fraguando en entidades políticas mayores, etnias como ilergetes o edetanos (Ruiz Rodríguez, 1998, pp. 297-298). Las relaciones de clientela enunciadas mediante la fides permitirían a los grupos dirigentes ampliar su poder y concertar pactos con las élites de otros oppida, en lo que habría sido el primer paso para esa superación del carácter mononuclear de la organización política ibérica hacía formas más complejas. La presencia de Indíbil al frente de 7.500 suesetanos en 211 a. C. podría insertarse en esa red de clientelas que supera el marco del oppidum y también, en este caso, del propio ethnos.

La fides, pues, es una relación personal, por la que en los casos de Indíbil, Edecón o Alucio estos caudillos se convertían en clientes del imperator romano mediante un lazo que va a ser sellado con la entrega de sus respectivas mujeres e hijos, hasta la fecha rehenes púnicos en Cartago Nova (vid. infra). De manera más general, será la entrega de dona la que refrende el vínculo: lo vemos en el reparto de botín de Escipión tras Baecula, cuando entregue 300 caballos a Indíbil (Livio, XXVII, 19), que probablemente éste repartiría a su vez entre sus clientes (Coll i Palomas & Garcés i Estallo, 1998, p. 443). Ya hemos apuntado como también Sertorio maneja este mismo recurso en sus relaciones con los indígenas.

La ruptura de este vínculo de fides sólo se produce cuando el patrón quiebra el compromiso mediante una actuación que deshonra al cliente, como la altanería de Asdrúbal al exigir rehenes y dinero a Indíbil, en un esquema de mentalidad de vergüenza cercana a la del arcaísmo griego (Quesada, 2003, p. 114-115). En la justificación de Indíbil a su cambio de bando está claro el vínculo moral que une a ambas partes, y Escipión le contestará que “no considerará tránsfugas a quienes no dieron validez a una alianza en la que no había nada sagrado, ni divino ni humano”. (Livio, XXVII, 17). La fides, así, como algo sacro, que tiene el doble refrendo humano y divino, al que apelan también los enviados del rey ilergete Bilistage ante Catón –“ponían a los hombres y a los dioses como testigos”– (Livio, 34, 11)33. 33 Pensamos que, pese a la problemática que rodea la transmisión de estos discursos, reconstruidos y que, quizás, deben más a la retórica de Livio que a la realidad de lo que aconteció y fue dicho (Torregaray Pagola, 2005, pp. 26-27), ese doble nivel actuaría en la fides.

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Ya vimos que es la presunta muerte de Escipión primero, y su marcha después, lo que rompe a ojos de Indíbil y Mandonio lo pactado, para ellos con un individuo, rex desde su concepción política, más que representante de un poder superior como sería el de la República (Quesada, 2003, p. 114-115). Esta misma clave personal parece que está presente en la pretensión de expiar culpas tras la rebelión ilergete-asuetana de 205 a. C. con la muerte de Indíbil y la entrega y suplicio de Mandonio y otros jefes de la coalición (Quesada, 2003, p. 115) o con la huida del príncipe ausetano Amusico en 217 a. C. Y, sin embargo, tanto en un caso como en otro, como siempre en el resto de derrotas de los pueblos indígenas enfrentados a Roma, las consecuencias van a ser colectivas. Pensamos que la articulación política de las comunidades ibéricas y turdetanas del Levante y Sur peninsular tiene que ver con esta concepción tan personalista de las relaciones internacionales; aunque sabemos que no todas ellas eran gobernadas por monarquías (Moret, 2002-2003, pp. 31-32) –tenemos el ejemplo del “pretor” y senado saguntinos–, las más de las veces las fuentes hacen referencia a basileos, dinastés, dux, rex, regulus o princeps (Coll i Palomas & Garcés i Estallo, 1998, p. 438) al frente de dichas comunidades. Sin entrar en si entre los iberos del nordeste y los turdetanos meridionales habría dos tipos de monarquía diferentes –apoyada la una sobre populi y la otra sobre oppida (Coll i Palomas & Garcés i Estallo, 1998, pp. 440-442)– pensamos que, es esa forma de gobierno, característica del grado de evolución de las sociedades ibéricas –entre las jefaturas y el estado– la que tinta de personalismo las relaciones diplomáticas.

En la Meseta vemos como también la fides y las relaciones de clientela juegan un papel destacado. El patronato/clientela se ha puesto a veces en relación con el hospitium, institución funcionalmente diferente (vid. infra) pero que a veces aparece recogida de manera conjunta en algunos epígrafes conservados, ya de horizonte romanizado. Con la clientela un individuo o comunidad se acogía a la protección de otra persona, a cambio de determinados servicios (Balbín Chamorro, 2005, pp. 357-358). La existencia de clientelas entre los celtíberos está atestiguada en las fuentes, como en el episodio del princeps celtiberorum Alucio, que se puso al servicio de Escipión con 1.400 jinetes de entre sus clientes (Livio, XXVI, 50). A su vez, Alucio se habría convertido en cliente de Escipión, como el régulo celtibérico Thurro lo sería de Tiberio Graco al respetar éste la vida de sus hijos (Salinas de Frías, 1983, pp. 28-29). Los cinco philoi que acompañan a Retógenes en su búsqueda de ayuda pueden interpretarse también como miembros de su clientela, e igualmente, y esta vez a nivel comunitario, la relación entre belos y titos se ha supuesto de clientela (Salinas de Frías, 1983, p. 29). Un fenómeno que probablemente se agudiza por una distribución inicua de la tierra que tensa las sociedades indígenas, algo de lo que tenemos noticia abundante en las fuentes. La integración en la clientela de un aristócrata se convierte así en un refugio para elementos desposeídos (Muñiz Coello, 1994, p. 98).

Aunque no encontramos en las comunidades celtibéricas y vacceas esa dimensión unipersonal del poder que parece caracterizar buena parte del área ibérica, con magistrados, senados y asambleas ejerciendo aquí la dirección política, seguimos hasta cierto punto detectando un carácter personal en las relaciones diplomáticas. Lo vemos en los pactos que los indígenas cierran con los generales romanos, como con Sempronio Graco, que a los celtiberos “les dio y tomó juramentos que serían invocados, en muchas ocasiones, en las guerras futuras” (App. Iber. XLIII), o con Marcelo, donde el jefe numantino Litennon “afirmó que los belos, titos y arévacos se ponían voluntariamente en manos de Marcelo” (App. Iber. L). Se establecerían relaciones de carácter personal entre las élites indígenas –representantes de sus comunidades y/o de las coaliciones– y los representantes militares de Roma, también basados en la fides, con pactos que podían ser o no ratificados por el

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Senado34. Conocido es como los intercatienses, a la hora de negociar con Lúculo, del que desconfían por haber traicionado su pacto con Cauca, exigen que el parlamento se realice con Escipión Emiliano, vencedor de un campeón local. En este mismo sentido sabemos por Plutarco (Tib. Graco, V) como los numantinos, cuando negocien con Mancino, solicitan que sea su cuestor, el joven Tiberio Graco, su interlocutor, en virtud de su prestigio como hijo del anterior Graco. A éste se pasó, para combatir junto a él, el mentado régulo Thurros, prestándole muchos y leales servicios (Livio, XL, 49). E igualmente reveladora es la anécdota transmitida por Valerio Máximo (De vir. ill., III.2.21) de un jefe celtíbero, Pyrreso, que tras ser derrotado en combate singular por el legado consular Quinto Ocio, le pide que se unan por la ley del hospicio –hospitii iure–, algo que sellan con un apretón de manos, a imagen de las tesserae que representan diestras entrelazadas (Ramírez Sánchez, 2005, pp. 281-282). En el caso del caudillaje lusitano, el poder de las jefaturas estaría cimentado en la habilidad militar y las cualidades personales, como se ve claramente en el caso de Viriato (Salinas de Frías, 2008, p. 113). Los caudillos lusitanos habrían jugado el papel de jefes redistributivos, rodeados de clientelas militares que son recompensadas a través del reparto del botín y mediante banquetes (Sánchez Moreno, 2001b, 2002b). El que sea el ejército quien elija sucesor, como a Tántalo tras el asesinato de Viriato, incide en esta dimensión (Apiano, Iber., 75). Carácter pues muy personal en la articulación política, con la figura del líder como pivote de la misma, en un papel que ayuda a entender como se amplia la base territorial y étnica lusitana, que englobaría en determinados momentos incluso a algunos vettones y galaicos, ya que como nos dice Apiano sobre Viriato: “[...] aquello que tomaba lo repartía entre los más valientes. Gracias a ello tuvo un ejército con gente de diversa procedencia sin conocer en los ocho años de esta guerra ninguna sedición [...]” (Apiano, Iber., 75). No hay que desechar la posibilidad de que estas clientelas pudieran organizarse como cofradías guerreras, a semejanza de los fianna irlandeses u otros ejemplos del ámbito indoeuropeo (García Fernández-Albalat, 1990, pp. 236-241), aunque la actuación de Viriato muestra una superación de esos esquemas. La interacción constante con las monarquías de los régulos meridionales habría asomado a los lusitanos a otras realidades que tendrían su influencia en la fragua de ese hipotético embrión estatal que dicho líder lusitano comenzara a construir. La consagración conocida como devotio35 sería la forma más extrema de la fides, por la que los devoti consagrarían su vida a la protección y salvación de su patrón (Ramos Loscertales, 1924; Prieto Arciniega, 1978; Dopico Caínzos, 1998; Greenland, 2006). La vemos recogida por Salustio (Hist., I, 112-125) y por Plutarco (Sert., XIV) a propósito de Sertorio; también por Estrabón, que en su Geografía (III, 4) habla de consagración –kataspendein– o por Valerio Máximo (II, 6) para los celtíberos. La misma relación habría ligado a Viriato con los guerreros que combaten tras su funeral junto a la tumba del caudillo lusitano (Apiano, Iber., 75). La devotio serviría, pues, para fraguar clientelas militares, de una manera aún más estrecha que la fides, con el elemento personal entre patrón y devotus todavía más patente e inquebrantable. Clientelas que, como hemos visto, podían ser muy amplias, y que sin duda integrarían a miembros de diferentes comunidades unidos por el mismo vínculo con un caudillo determinado.

34 Cómo sucedió con el compromiso entre Hostilio Mancino y Numancia en 137 a. C., sellado con el juramento de aquel. El Senado luego lo entregó, desnudo y maniatado, a los numantinos para romper dicho juramento. Véase García Riaza, 2002b, pp. 277-291 35 Mal llamada ibérica porque todos los ejemplos conocidos, salvo quizás el referido a Indíbil y Mandonio con respecto a Escipión, se refieren al área indoeuropea de la Península (Coll i Palomas & Garcés i Estallo, 1998, p. 443).

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3.2.- Hospitium La existencia de redes clientelares ha de ponerse en relación con el hospitium, institución que se daría tanto a nivel individual como comunitario. Aunque las relaciones de hospitalidad probablemente jugaran distintos papeles en otras comunidades de la Península, como hemos visto por la embajada de Alorco ante los saguntinos, será en la Hispania inodoeuropea donde mejor documentado está este fenómeno. Así, según Diodoro (V, 34), entre los celtíberos: “Todos quieren dar albergue a los forasteros que van a su país y se disputan entre ellos para darles hospitalidad; aquellos a quienes los forasteros siguen son considerados dignos de alabanza y agradables a los dioses”.

El hospitium celtibérico ha sido ampliamente estudiado (Balbín Chamorro, 2006; Beltrán Lloris, 2011) constituyendo una institución que permite comprender cómo se tejen lazos entre las diferentes comunidades, no ya celtíberas sino de toda la Hispania indoeuropea (Sánchez Moreno, 1996, pp. 248-249). Estamos ante pactos de hospitalidad entre individuos, entre individuos y comunidades, o entre comunidades (Salinas de Frías, 1983, p. 27), por los que se formaliza un compromiso de acogida y adopción (Sánchez Moreno, 1996, p. 248) o de concesión de ciudadanía local (Beltrán Lloris, 2001, p. 56), y cuya plasmación material se realizaría sobre documentos como las tesserae –de las que conocemos más de medio centenar (Ramírez Sánchez, 2005, p. 280)– o las tabulae de hospitalidad (Balbín Chamorro, 2006). Se ha debatido acerca de las razones últimas que están detrás de este mecanismo, arguyéndose la necesidad de facilitar los movimientos ganaderos, los problemas surgidos por la reestructuración del territorio tras la conquista romana, o las necesidades administrativas de las ciudades (Simón Cornago, 2008, p.135). Sea el que fuere –y somos de la opinión de que hay que pensar en una pluralidad de razones– y sin perjuicio de la influencia del hospitium romano (Beltrán Lloris, 2011, p. 280), el hospitium responde a instituciones jurídicas de origen consuetudinario, emanadas del derecho natural, con las que los pueblos meseteños regulan las relaciones entre sus diversas comunidades, sin que sea éste el único mecanismo para las mismas.

Las téseras de hospitalidad, que pueden ser epigráficas –tanto en celtíbero, escritas en signario ibérico o alfabeto latino, como, más tardías, en latín– o anepígrafas, y que revelan un fuerte simbolismo en su concepción formal –zoomorfas, geométricas, manos entrelazadas–, podrían dividirse, según De Hoz (1986, p. 66 ss.), en aquellas unilaterales referidas a un individuo o grupo familiar –gentilitas–, aquellas de carácter unilateral referidas a una ciudad, y aquellas de carácter bilateral relativas a un individuo y una ciudad, junto a un elevado número inclasificables o de clasificación dudosa (Ramírez Sánchez, 2005, p. 281; Beltrán Lloris, 2011, pp. 276-278). Destaca el exhaustivo análisis cartográfico llevado a cabo por Simón Cornago sobre las téseras con epígrafes celtibéricos, de las que se desprende la importancia de la civitas como elemento político, con 28 ciudades mencionadas en 25 de las téseras que conocemos ejerciendo siempre como parte contratante del pacto (Simón Cornago, 2008, p. 130). Además, en los casos en que conocemos su procedencia, las téseras siempre han aparecido en yacimientos urbanos, salvo dos al parecer halladas en un campamento sertoriano (Simón Cornago, 2008, p. 129). Igualmente destacada es la onomástica presente en las téseras, que presenta la estructura de NP (nombre propio) + NF (filiación gentilicia) +NPg (nombre propio en genitivo) + abreviatura para “hijo de” (ke/f) (Ramírez Sánchez, 2005, p. 282). Esta misma fórmula36, presente en otros documentos epigráficos como en la tabula Contrebiensis o en la estela de Ibiza, indica la importancia de los grupos familiares extensos, las gentilitates, indudable pese a que su tradicional preponderancia historiográfica en la

36 Se ha sugerido que la terminación en kum, normalmente interpretada como filiación gentilicia, podría referirse a veces a la civitas de origen del sujeto (Simón Cornago, 2008, 130)

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descripción de la configuración político-social de los celtíberos, primitiva en exceso, ha dado paso a otros enfoques en los que primaría más el componente cívico. El análisis realizado por Salinas sobre la densidad y dispersión de las gentilidades celtibéricas documentadas epigráficamente –en un rango cronológico muy amplio, desde el siglo II o I a. C. hasta el siglo II d. C.–, reveló un total de ciento y una de estas, con gentilidades que aparecen en distintas poblaciones. Y es que, a través del hospitium, individuos de un determinado origen podrían viajar y habitar –aunque fuera temporalmente– en otro lugar o adquirir reconocimiento en dicho lugar incluso sin desplazarse físicamente, adquiriendo la misma capacidad jurídica que sus moradores: el hospitium como cobertura legal para la interacción de individuos de distintas comunidades (Balbín Chamorro, 2006, p. 87).

El estudio de Simón Cornago, que casa lugares de hallazgo y ciudades mencionadas en las téseras celtibéricas, permite esbozar un mapa, por incompleto que sea dada la parcialidad de los hallazgos y la imposibilidad de dar una cronología exacta a las téseras, de relaciones entre distintas civitates meseteñas. Ninguna de estas relaciones coincide con las alianzas que conocemos por las fuentes para las Guerras Celtibéricas, probablemente tanto por lo escaso de las téseras conservadas como por el distinto lenguaje que emplean unas y otras –con civitates como actores en las téseras, mientras que en las fuentes encontramos junto a éstas a los populi– pero puede aventurarse que las relaciones de hospitalidad y patronato habrían jugado un papel crucial a la hora de articular dichas alianzas. El análisis filológico de los nombres de dos de los caudillos celtíberos que tenemos constatados puede ser revelador al respecto: el segedense Caro y el numantino Retogenes, apodado Caraunio. Ambos comparten la raíz kar, que sería la palabra –o abreviatura, no hay unanimidad al respecto– del celtíbero para “hospitalidad” o “amistad” (Jordán Cólera, 2003, p. 115). Si bien sus nombres o apodos simplemente pueden compartir dicha raíz, que vendría a significar “amable” (Gorrochategui, Arenas, González & de Bernardo Stempel, 2001, p. 317) o incluso tener otro origen –por ejemplo conocemos el galo caruos para “ciervo” (Curchin, 1999, p. 398)–, ¿podrían indicar que estamos ante personajes que han concluido pactos de hospitalidad con otras comunidades? ¿Pactos en virtud de los cuales pueden reclamar la ayuda de dichas comunidades en caso de agresión, como es el caso de los segedenses ante Numancia o la infructuosa petición de ayuda de Retógenes a las comunidades arévacas? En ambos casos va a invocarse la consanguinidad como principio garante del socorro, si bien en el caso de Segeda estaríamos ante una consanguinidad “ficticia” entre belos y arévacos, ¿sustentada quizás con pactos de hospitium entre sus élites, que les permiten conceptuarse como parientes, y que, además, permiten que un sedegense como Caro sea puesto al mando del ejército de la coalición37? (Ortega Ortega, 2006). Esta apelación a la consanguinidad juega un papel destacado en el entramado diplomático celtibérico, ya sea real, como las relaciones de los arévacos numantinos con los habitantes de Lutia o los de Malia/Lagini, ya sea ficticia, como en el caso de Segeda y Numancia. 3.3.- Matrimonio y rehenes Precisamente el matrimonio entre miembros de dos comunidades distintas ejemplifica esos vínculos de consanguinidad. Hemos visto como en dos casos se sellan alianzas entre comunidades ibéricas y generales púnicos –Asdrúbal y Aníbal– mediante matrimonios, y dentro del ámbito indígena contamos con la boda de Viriato con la hija de Astolpas, que habría ratificado el pacto entre el dux lusitano y este probable régulo turdetano. El compromiso entre una bella joven, rehén cartaginesesa en Cartago Nova liberada por Escipión y Alucio –princeps celtiberorum–, quizás denote también lazos entre la comunidad

37 Si es que realmente no había al frente dos jefes, vid. supra.

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de origen de la muchacha, seguramente levantina a tenor de la información de Livio (XXVI, 50) (Martínez-López, 1986; Sánchez Moreno, 1997, 292-293) y algún grupo celtibérico, a los que vemos actuar en el este y sur peninsular ya desde comienzos de la Segunda Guerra Púnica. Aunque el matrimonio supondría la relación entre las élites de comunidades diferentes, no hay que perder de vista que estamos ante un vínculo de carácter personal y familiar, lo que se inserta en ese personalismo en las relaciones internacionales indígenas que ya hemos apuntado. Las pugnas entre grupos aristocráticos o la conveniencia política pueden quebrar el lazo atado con el matrimonio, como nos demostraría el que Cástulo, de donde era originaria la esposa de Aníbal, se pase a Roma en 215 a. C. (Livio, XXIV, 41), para luego militar otra vez en el bando púnico tras la muerte de los Escipiones y, finalmente, en 206 a. C. rendirla un tal Cerdubelo a Publio Cornelio Escipión, entregando a los fugitivos cartagineses –en lo que puede interpretarse como la existencia de bandos opuestos dentro de la élite local– (Livio, XXVIII, 20). La importancia de la mujer como instrumento de presión en las relaciones diplomáticas (Sánchez Moreno, 1997, 292-293) se aprecia también en esa condición de rehén que hemos visto para la prometida de Alucio, que compartía cautiverio con la esposa e hijos de Edecón, caudillo de los edetanos, (Polibio, X, 34) y con la esposa de Mandonio y las hijas de Indíbil (Polibio, X, 18). La entrega de rehenes para certificar los pactos probablemente entraba dentro de los mecanismos diplomáticos indígenas y no sea sólo producto de la imposición púnica o romana, dada la recurrencia en su empleo y el paralelismo de este instrumento en el mundo galo (García Riaza, 1997, p. 82). Precisamente hemos señalado como es la liberación de los rehenes púnicos de Cartago Nova, como unos años antes la de los retenidos en Sagunto gracias a la argucia de un tal Abilix (Polibio, III, 98-99), la que hace pasarse del bando púnico al romano a muchas comunidades indígenas, o igualmente el caso del régulo celtibérico Thurrus cuando se ponga al lado de Tiberio Graco. 3.4.- Elementos religiosos Ya hemos dicho que la fides se refrenda doblemente, ante los hombres y ante los dioses, y ese mismo doble nivel de garantía habría funcionado en los pactos, que realmente proyectan el mismo concepto de fides en un ámbito si se quiere mayor –ya que no parece factible disociar lo personal de lo comunitario–. Los habitantes de Astapa, aliados de Cartago, encomendaron a cincuenta jóvenes que, si el combate se decantaba del lado romano, dieran muerte a sus familias, poniendo a los dioses de lo alto y de las profunidades como testigos y maldiciendo a quien no cumpliera dicho voto (Livio, XXVIII, 22). Los habitantes de Cauca, traicionados pérfidamente por Lúculo “perecieron cruelmente invocando las garantías dadas, a los dioses protectores de los juramentos y maldiciendo a los romanos por su falta de palabra” (Apiano, Iber., 52). También los lusitanos, traicionados arteramente por Galba, murieron “en medio del lamento general y las invocaciones a los nombres de los dioses y a las garantías dadas” (Apiano, Iber., 60). Se ha sugerido así la existencia en el ámbito indoeuropeo de una divinidad garante de los pactos, Tongo o Tokoitos, del radical *tong, para “jurar” (Sánchez Moreno & Gómez-Pantoja, 2008, p. 251; contra Prósper, 1997, p. 733). En el mundo ibérico tenemos santuarios que articulan las relaciones entre diferentes espacios geográficos, como los del Collado de los Jardines de Despeñaperros y el vecino del Castellar, en el punto de comunicación entre los valles altos de Guadiana y Guadalquivir y las poblaciones de las dos vertientes de Sierra Morena. Son enclaves sacros que sirven para legitimar el nacimiento de entidades políticas amplias –como también sería el caso del de la Serreta de Alcoy– y que pueden actuar tanto como punto de encuentro como frontera entre comunidades (Ruiz Rodríguez, 1998, p. 297). Sabemos que Viriato se retiró dos veces para burlar el acoso romano a un monte situado al norte del Tajo que Apiano (Iber., 64, 66)

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denomina “monte de Afrodita” –Aphrodísion oros–, y se ha supuesto para el mismo algún carácter sacro, quizás un santuario dedicado a una divinidad indígena que la intepretatio graeca asimilaría a Afrodita (Salinas de Frías, 2008, p. 100), quizás esa Nabia (Fernández Albalat, B. G., 1990, pp. 285-310) atestiguada epigráficamente, de carácter guerrero y relacionada con las corrientes de agua –como es el Tajo–. Enclave sagrado en cualquier caso, de significación ideológica y en el que recomponer sus fuerzas, probablemente con nuevos pactos y reclutas, tras algún descalabro. También se ha planteado que Postoloboso, en territorio veton, sería un santuario de frontera, un espacio de interacción territorial e ideológica (Sánchez Moreno, 2007, pp. 137-144).

Podemos conjeturar que los pactos entre las comunidades indígenas se habrían formalizado en este tipo de enclaves, también en el mundo meseteño, donde los santuarios son peor conocidos (Blanco & Barrio, 2011, pp. 35-36). Por ejemplo, el santuario rupestre de Peñalba de Villastar habría sido un santuario de frontera, entre el ámbito celtibérico y el ibérico levantino, con rituales religiosos que presentan características de ambos (Burillo, 1997, pp. 234-235), nada extraño si constatamos, ya sólo en el tema que nos ocupa, el intenso contacto que se produciría entre dichas esferas: Alucio, la iuventus celtiberorum militando junto a ilergetes y lacetanos en 207-206 a. C. o celtíberos operando en territorio ausetano en 183 a. C. Nada nos impide pensar en el empleo de santuarios como lugares donde refrendar sus pactos, lugares propicios para invocar la necesaria garantía divina. Tenemos paralelos en el mundo galo, donde la rebelión del 53 a. C. contra Roma se pactó en “lugares salvajes y apartados” (César, BG, VII, 1), como sería el bosque en territorio carnuto donde los druidas se reunían anualmente (César, BG, VI, 13) o el drynemetos, robledal sagrado donde se reuniría la asamblea gálata (Estrabón, XII, 5).

El episodío de Olónico u Olíndico, recogido por Livio (Per., XLIII) y Floro (I, XXXIII), y que para Pérez Vilatela (2000, 2001) responde a acontecimientos distintos, el primero a fechar en el 170 a. C. y el segundo en 143 a. C., es interesante por el carácter de levantamiento panceltibérico, de revuelta de todos los celtíberos, que parece se esconde detrás de la onomástica de este líder celtibérico al que el cielo habría entregado una lanza de plata (Floro, I, XXXIII). Summus vir en palabras de Floro, Olíndico sería un nombre parlante –del radical celta *oll-, “arriba”, “encima”– que denotaría ese intento de unión de los celtíberos (Pérez Vilaela, 2001, p. 137-138). ¿Strategos de una coalición celtibérica, con la lanza de plata como signum? Idea cuando menos sugerente. 4.- Factores en el surgimiento de coaliciones y alianzas indígenas. Epimachiai y symmachiai. ¿Qué origina el surgimiento de coaliciones militares entre las comunidades peninsulares? Somos de la opinión que un factor exógeno, esto es, la presión de los imperialismos púnico y, sobre todo, romano, sería la causa primera de la articulación de alianzas de carácter militar entre los pueblos indígenas –sin perder de vista cuál es el momento que dichas fuentes narran y qué aspectos subrayan–. Pero, también, de que estas reflejan contactos y relaciones anteriores que posibilitan esas alianzas que, de otro modo, no habrían surgido por generación espontánea ni habrían sido capaces, como lo fueron en determinadas ocasiones, de hacer frente al poderío militar romano. La dinámica interna de las sociedades peninsulares nos permitirá enunciar los factores endógenos que también explicarían los pactos y coaliciones entre ellas.

Respecto a intentar su clasificación, no hemos abordado en este trabajo el análisis filológico de los términos empleados en las fuentes; una labor sin duda a acometer en un futuro, aunque pensamos que, dada su vaguedad, es complicado basarse en ellas a la hora de intentar caracterizar estos pactos dentro de las categorías tucidideas de alianza puramente

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defensiva, epimachia, y alianza ofensiva y defensiva, symmachia (Bederman, 2001, pp. 161-165), pero si que su interpretación puede ayudarnos en un intento de esbozo, para conocer si, en efecto, algo similar a dichas categorías operaba en las coaliciones peninsulares. ¿Podemos además rastrear relaciones más complejas, que agruparan a populi y/o civitates a imagen de las anfictionías o ligas griegas?

Durante las campañas de Amílcar en ámbito bético y levantino vemos a turdetanos combatiendo junto a “celtas” –¿alianza, mercenariado?– y a doce oppida ibéricos, oretanos, actuando coordinados –quizás contando incluso con ayuda vettona– en socorro de otra población, Helike, en lo que podríamos interpretar como un pacto de ayuda mutua, sin que sepamos si luego, cuando Asdrúbal ejerció represalias sobre ellas, se mantuvo. La campaña de Aníbal en el Duero del 220 a. C. va a suponer el primer contacto bélico de los pueblos de la Meseta con las potencias mediterráneas en su territorio. Esto germina en una actuación conjunta de carpetanos, vacceos y olcades para hacerle frente. El mismo hecho de que estos pueblos sean capaces de reunir un ejército de elevados efectivos, capaz de hacer frente al cartaginés nos hace pensar en contactos previos, no en improvisación, pero todo parece indicar que es la agresión púnica la que fuerza la coalición, más que la existencia de una epimachía previa. La reactivación de la misma una generación después, en 193-192 a. C. para hacer frente a Fulvio Nobilior, dice mucho de la pervivencia y perduración de estos pactos.

El juego de alianzas que se desarrolla en el noreste peninsular entre el 217 a. C. y el 195 a. C. habría venido motivado por un lado por la presencia de los ejércitos púnico y romano; presencia que determina que las comunidades estrechen sus relaciones, obligadas a tomar partido y sin duda alarmadas ante la presencia de ingentes contingentes militares cuyas necesidades de aprovisionamiento forzosamente impactarían en ellas en forma de requisas de provisiones y equipo, exigencia de auxiliares, etc. Por otro lado, se detecta la existencia de rivalidades preexistentes, como entre lacetanos y suesetanos (Livo, XXXIV, 20), y la búsqueda de la supremacía regional por parte de los ilergetes, que aparecen o bien al frente de las rebeliones o, como en 195 a. C., al margen de la misma, quizás tratando de “ganar puntos” frente al poder romano que tan duramente los había reprimido una década antes. Las alianzas se muestran a menudo inconsistentes, con populi que cambian de bando, ora amigos ora enemigos –aunque la confederación entre ilergetes, lacetanos y ausetanos parece más estable– y sólo en 195 a. C., cuando la realidad palmaria de que Roma había llegado para quedarse y exprimirlos, el conjunto de pueblos de la zona se coaligan –salvo los ilergetes, como hemos dicho–. En este ámbito son los populi quienes parecen constituir la unidad de actuación política, gobernados por monarquías –Indíbil y Bilistage para los ilergetes, Amusicus para los ausetanos, un innominado príncipe bergistano, Edecón para los edetanos–, sin perjuicio de que dentro de ellos veamos a veces a oppida actuar de manera independiente, como cuando tratan de pactar uno a uno con Catón tras su derrota en Emporion o como esos siete castella bergistanos que se levantan contra el Censor y que parece habrían sido sólo una parte del ethnos bergistano. Entre ilergetes, ausetanos y lacetenos parece que habría existido un pacto de symmachía en el que los primeros habrían llevado la voz cantante, y su actuación conjunta deja clara esa doble vertiente defensiva y ofensiva: en 217 a. C. vemos a los lacetanos acudir en ayuda de los sitiados suesetanos; en 207-206 a. C. ilergetes y lacetanos –junto con la iuventus celtiberorum– atacan el territorio sedetano y suesetano; y en 205 a. C. los ilergetes, ausetanos y otros pueblos desconocidos vuelven a levantarse en pie de guerra.

El ejército coaligado –¿responsable el año anterior de la derrota y muerte de Cayo Sempronio Tuditano?– que Catón derrota en Emporión tendría también propósito ofensivo, aunque tras su descalabro vimos cómo la alianza indígena se deshace. Poco podemos decir sobre el propósito de la alianza entre Culchas, Luxino, Malaca, Sexs y la Beturia en 197 a. C., salvo que su propósito parece también ofensivo.

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En la Celtiberia, las diferentes etnias, o quizás mejor las diferentes civitates, celtíberas son conscientes del poderío militar romano, y en consecuencia forjan alianzas capaces de igualar la contienda (Ciprés Torres, 2002, pp. 143-144). La campaña de Fulvio Flaco parece ofrecernos un claro ejemplo de epimachía celtibérica –sin que podamos determinar qué comunidades habrían formado parte de ella–: cuando en 182 a. C. ataca Urbicua, un ejército celtibérico acude en su auxilio; al año siguiente los celtíberos, en previsión de la agresión romana, habrían reunido un ejército de 35.000 hombres, sin duda con elementos de diversas civitates, que acude a Carpetania para enfrentarse a Flaco junto a la ciudad de Aebura. Derrotados, Flaco atacará la ciudad de Contrebia, que pide ayuda a los celtíberos. Éstos, debido a las inclemencias del tiempo que hicieron impracticables los caminos38, llegaron cuando la ciudad ya se había rendido; se trataba de un ejército numeroso, ya que, sorprendidos por Flaco, murieron 12.000 guerreros y otros 5.000 fueron hechos prisioneros. Además, los fugitivos pudieron advertir a una segunda columna celtibérica de socorro, que se retiró. El comentario de Livio de que a continuación Flaco realizó una correría de saqueo por Celtiberia y tomó muchos castella (Livio, XL, 33) parece mera retórica dada la campaña que, al año siguiente, el mismo Flaco volvió a emprender –a la que se opuso otra vez un ejército celtibérico– y la de su sucesor Tiberio Graco. Frente a éste vamos a ver otra vez a la coalición celtibérica acudir en defensa de las ciudades atacadas, Cértima y Alce, en lo que sería una alianza defensiva, una epimachia entre Cértima, Alce y algunas comunidades celtibéricas, que cuenta incluso son señales de comunicación pactadas, pero que quedará en agua de borrajas ante el poderío militar romano. Cuando la prestación de ayuda no se concreta, como denuncia el régulo Thurros, el pacto se da por roto. ¿Epimachía o symmachía? La mayor parte de las actuaciones de los ejércitos de la coalición celtibérica parecen defensivas, salvo el ataque a la ciudad de Caravis, que se entiende dada la alianza de ésta con Roma; parece que el objetivo de la coalición habría sido la defensa contra la agresión romana, con reunión de contingentes que anticipan el comienzo de las campañas de los pretores y señales de alarma pactadas.

El texto de Apiano sobre la Segunda Guerra Celtibérica parece sugerir la existencia de una coalición de ciudades arévacas, belas y titas, que quizás sea la prolongación de las alianzas que en 182-179 a. C. vertebran la actuación militar celtibérica contra Roma. Numancia y Segeda habrían ocupado la posición hegemónica, pero la coalición también habría incluido otros oppida como Ocilis o Nertóbriga. Estaríamos ante una epimachía, con los numantinos auxiliando a los segedenses, pero que se resquebrajará por la presión militar y diplomática romana, con algunas civitates pactando individualmente sus deditiones. Pero, ¿cómo se habría establecido esta coalición? ¿Mediante un pacto global al que se adhiriese cada civitas? ¿Mediante pactos bilaterales entre todas? Quizás la primera opción sea la plausible, pero teniendo en cuenta que dentro de ese pacto “global” habrían existido sin duda pactos bilaterales, de acuerdo a la jerarquía de alianzas, como entre Numancia y Segeda. Respecto a su funcionamiento, la elección de Caro en 153 a. C., como, tras su muerte, la de Ambón y Leucón (Apiano, Iber., 45-46) parece que habría correspondido a la asamblea ciudadana, que también decidiría ir a la guerra (García-Gelabert Pérez, 1990, p.105). Son decisiones que corresponden a cada civitas, aunque en el momento excepcional de agosto del 153 a. C. numantinos y segedenses se encuentren juntos, pero es evidente que dichas asambleas no podía ser el órgano que dirigiera la coalición. En la embajada celtibérica a Roma, que incluye legados de cada ciudad, se intuye la existencia de un órgano deliberativo que habría agrupado a los representantes de cada civitas, que quizás hubiesen elegido a uno de ellos como su máximo representante, ya que Apiano individualiza a un portavoz de los celtíberos (Apiano, Iber., 50). Así, cuando Marcelo ataque Numancia tras dicha embajada,

38 Valiosa referencia a la existencia de vías de comunicación normalizadas en la Meseta.

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será un numantino, Litennon, quien solicite hablar con él y pacte la rendición en nombre de arévacos, belos, titos: ¿strategos del ejército coaligado?

Como hemos dicho, a partir del 143 a. C., durante la Tercera Guerra Celtibérica, la coalición celtibérica parece haberse disuelto, y sólo tenemos noticias de las guarniciones numantinas en Lagni/Malia y la infortunada intentona de la iuventus de Lutia¸ ayuda defensiva prestada dentro de comunidades del mismo ethnos. La relación entre Numancia y Pallantia no parece haber respondido a una epimachía, pese a la falsa acusación de Lépido en 137 a. C., ya que en ningún momento vemos a contingentes pallantinos prestar ayuda militar a la ciudad arévaca, y quizás haya que conceptuarla como algo similar a la philia en el mundo griego (Bederman, 2001, pp. 159-161). Esa relación de amistad explicaría, más allá de motivaciones económicas, el aprovisionamiento de cereal vacceo a Numancia, que acarreará como hemos visto duras represalias romanas.

En el caso lusitano, el que sea la figura del caudillo quien articule la relación entre las distintas ethnē que se ponen bajo su mando oscurece el tipo de pactos que éstas hubieran podido sellar; los relatos de Apiano o Diodoro parecen apuntar más a uniones clientelares de cara a campañas militares y de saqueo que a las coaliciones que hemos visto en el mundo celtibérico, aunque, como decimos, bien puede deberse al sesgo de las fuentes. De hecho la intensa relación que se aprecia entre los lusitanos y ciudades del ámbito turdetano-púnico parecería indicar un esquema de alianzas más complejo que ese caudillaje clientelar, sin que por desgracia podamos ahondar en cómo éste habría estado estructurado.

En los distintos ámbitos que hemos analizado, la capacidad de actuar coordinadamente distintas etnias y civitates –con acuerdos en común, recluta de ingentes ejércitos, planteamiento de campañas conjuntas, mando unificado, y, a veces, negociación también conjunta con Roma–, nos habla de un nivel de organización elevado, que forzosamente debió requerir contactos y acuerdos previos, por desgracia desconocidos y no aclarados por las fuentes. Aquí es donde podemos intuir que estas alianzas tendrían precedentes, pudiendo aventurarse los factores endógenos que las habrían favorecido.

En primer lugar, hemos de tener en cuenta los vínculos económicos entre estas poblaciones, con el control de rutas comerciales y pecuarias que esto supone. En la Meseta, el hincapié en la defensa de los vados sobre el Tajo apuntaría en este sentido (Sánchez Moreno, 1998, p. 389; 2001). Sánchez Moreno ha defendido la articulación de relaciones diplomáticas y/o comerciales entre las comunidades meseteñas frente al estereotipo de guerra endémica que nos pintan las fuentes. El intercambio de bienes de prestigio entre las élites, documentado por la arqueología, o el hospitium y el patronato serían mecanismos en este embrionario derecho internacional. Y sí, como hemos visto, el hospitium conferiría una serie de derechos, cabe pensar que entre ellos desde luego estaría el transito pacífico por la comunidad que lo otorgaba, por ejemplo en la conducción de rebaños sujetos a movimientos transhumantes, o, mejor, transterminantes (Sánchez Moreno, 1998, p. 71-78). El mapa de relaciones documentadas en las téseras celtíberas refrenda esos movimientos entre lugares diferentes y comunidades diversas, poco probable si nos encontramos con una situación de inseguridad perpetua que imposibilitara los desplazamientos. Como también apunta Sánchez Moreno, la campaña de Aníbal en el Duero del 220 a. C., con sus objetivos de proporcionar víveres y mercenarios al ejército cartaginés –probablemente de manera periódica a lo largo del conflicto con Roma que ya maduraba–, sólo puede entenderse si entre las comunidades indígenas existen ya unas “relaciones internacionales intermeseteñas más o menos positivas y reguladas que permitieran la llegada de la mercancía a la meta final” (Sánchez Moreno, 2000, p. 132). El aprovisionamiento de trigo por parte de Pallantia –que podemos relacionar con el famoso “colectivismo vacceo”, detrás del que se escondería un mecanismo de acumulación de excedentes para estos tiempos convulsos (Sánchez Moreno, 1998, pp. 85-86) – a los arévacos es otro indicio de estas relaciones comerciales que, quizás, aparecen vestidas

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con pactos de ayuda mutua e intercambio de dones. En resumen, la cierta homogeneidad cultural que se aprecia en las culturas meseteñas, desplazado el concepto de celtiberización hacía el plano cultural, es el mejor indicador de un grado de relación que debió ser más elevado de lo que se estimaba (Sánchez Moreno, 2002a, p. 202), y que planta las semillas para acciones políticas y militares conjuntas.

El mercenariado debió servir también como instrumento de relación. Más allá de verlo solo desde una explicación economicista en términos de excedentes de población y mala distribución de los recursos, el servicio mercenario debió aglutinar a aristócratas con sus clientelas, probablemente de distintas civitates o etnias, que se coaligan para formar los nutridos contingentes que sirven a púnicos, romanos o turdetanos. El ethos guerrero que compartirían muchas élites peninsulares, esos equites que parecen haber formado la clase dirigente de buena parte de la Hispania de los siglos III y II a. C. (Almagro-Gorbea, 2005, pp. 164-171), casaría bien con la actividad mercenaria, que proporcionando botín y soldada ayuda a mantener o acrecentar sus clientelas, lo que reforzaría su posición en las comunidades de origen. Esta actividad bien pudo venir dirigida desde éstas, pero en, ocasiones, también pudo deberse a la iniciativa individual, y cabe plantearse hasta qué punto las comunidades tienen control sobre algunos de sus miembros –hemos visto ya múltiples ejemplos de disensiones internas y partidos enfrentados, que incluso llegan al punto de situaciones donde una parte de la población combate mientras la otra quiere la paz, como en Bergium, Nertóbriga o Lutia–. Quizás podemos plantearnos a veces un escenario de guerras privadas, como el tan traído ejemplo de los Fabios y su aniquilación en la batalla del Crémera en la Roma arcaica (Livio II, 48-50), y es que la coexistencia de ejércitos de milicia ciudadana con otros clientelares sería probable (Quesada Sanz, 2001, p. 125). Así podría interpretarse el que Indíbil esté al frente de los suesetanos en auxilio púnico en 211 a. C., que haya celtíberos e iberos combatiendo junto a Magón cuando sus ciudades ya se habían pasado a Roma (Apiano, Iber., 31) o que 4.000 celtíberos combatan en la batalla de los Grandes Llanos contra Escipión cuando sus comunidades en la Península ya habrían pactado con él (Livio, XXX, 8). Y, también directamente relacionado con lo militar, podemos observar otro factor endógeno que apuntaría hacía la creación de alianzas y confederaciones militares. Se trata de la expansión de determinadas etnias, como los ilergetes en el noreste peninsular, o de civitates que se postulan como las preponderantes dentro de su etnia, como por ejemplo Segeda entre los belos, como deja bien a las claras el proceso de sinecismo que busca incluir también a los titos en su esfera. Igualmente Numancia entre los arévacos, con las guarniciones numantinas en Malia y Lagni. Estos procesos hegemónicos aumentarán la capacidad militar de estas etnias y civitates, que al ampliar su territorio, su chora, amplían el número de posibles reclutas para sus ejércitos. Podemos pensar en pactos entre las élites de estos oppida de referencia y aquellos residentes en núcleos rurales o de menores dimensiones39, procesos que estarían detrás de la fragua étnica y de la forja de alianzas. Son pactos que cuando las cosas vienen mal dadas no dudan en ser quebrantados, prevaleciendo el interés local sobre un interés supraétnico más tenuemente percibido (casos de Malia, Lagni o Lutia).

Cabe también incidir en la perduración de las alianzas indígenas y su lugar en la memoria de los pueblos. Sabemos que la ruptura de las mismas deja una marca indeleble, como recuerdan los enviados ilergetes a Catón sobre Sagunto o como en los lusitanos, que siguen recordando la traición de Galba (Apiano, Iber., 61) –¿apelación de Viriato a esa memoria histórica para favorecer su encumbramiento?–. Los celtíberos en 154 a. C. siguen

39 Donde, en el caso celtíbero, según Burillo habitarían parte de los jinetes que componen la caballería, sean o no parte de una élite ecuestre (Burillo Mozota, 2009, p. 140)

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invocando los tratados gracanos, y cabe pensar en que entre los indígenas amistades y enemistades, formalizadas las primeras con pactos –léase fides, clientela, hospitalidad–, no serían efímeras. La hostilidad entre lacetanos y suesetanos por ejemplo vendría de tiempo atrás, como en término inverso los lazos que segedenses y numantinos compartían, o la relación entre Pallantia y Numancia, que vemos prolongada durante dos décadas. También hemos mencionado como la repetida oposición a púnicos y romanos en un vado del Tajo, en 220 a. C. ante Aníbal y en 193-192 a. C. ante Fulvio Nobilior, parece reflejar la perduración o renovación de un pacto entre las comunidades de la zona durante una generación. Ya tardíos pero elocuentes son las renovaciones de pactos de hospitalidad que encontramos en las tabulae de Montealagre de Campos y de los Zoelas. Es éste otro elemento, la perduración, que nos indicaría la existencia de alianzas y acuerdos previos, dinamizados –a la fuerza ahorcan– por las amenazas púnica y romana. Estos pactos ocuparían un lugar en la memoria y en la cosmovisión de las comunidades indígenas, con la correspondiente influencia en su actuación política. 5.- Los ejércitos coaligados: cifras y organización. Las coaliciones indígenas van a ser capaces de poner en pie de guerra ejércitos de tamaños considerables. En el nordeste peninsular encontramos ejércitos de 20.000 infantes y 2.500 jinetes en 207-206 a. C. –con ilergetes, lacetanos y una etérea iuventus celtiberorum–, 30.000 infantes y 4.000 jinetes en 205 a. C. –ilergetes, ausetanos y otros pueblos desconocidos– y 40.000 efectivos –sin que conozcamos la proporción entre tropa a pie y montada– en 195 a. C.–. Son cifras elocuentes frente a los ejércitos que podría levantar un solo populus, como los 7.500 suesetanos con que Indíbil auxilia a los púnicos en 211 a. C. o los meros 3.000 hombres que Bilistage estima necesarios para defender a los ilergetes del acoso de sus vecinos en 195 a. C. (Livio, XXIV, 11). Se ha discutido acerca de la verosimilitud de estas cifras, con opiniones que las cuestionan desde los postulados del análisis arqueológico (Gracia Alonso, 1998, p. 108) y otras que los creen acertados tomándolos como orden de magnitud (Quesada Sanz, 2003, p. 142-145). Entre los celtíberos el número de efectivos que las fuentes dan para sus ejércitos indican que nos hallamos ante coaliciones y no ante el esfuerzo de una única entidad local: 35.000 guerreros frente a Flaco, 20.000 frente a Graco, y 25.000 reúnen Segeda y Numancia. En los últimos años se ha avanzado en los análisis demográficos para la Hispania antigua40, aventurándose las horquillas de población que podrían encontrarse en la Celtiberia del siglo II a. C. Para la coalición entre arévacos, belos y titos, Burillo ha estimado un territorio de unos 31.250 km² (Burillo Mozota, 2006, p. 60), cuya población variará, evidentemente, en función del número de habitantes por km² que consideremos correcta para la época. Quesada es de la opinión de que, tanto tomando entre 5 y 10 h/km² –como sugiere Almagro– como tomando la menor densidad de población propuesta por Burillo – 4,5 h/km² –, estaríamos en rangos que justificarían las cifras dadas por las fuentes, conjugando la densidad de población con otro factor: el porcentaje de la misma movilizado41. Y que, además, son plausibles desde el punto de vista de coherencia interna de las fuentes, que por norma general aventuran efectivos “de 1.000 a 2.000 hombres en situaciones normales, de 3.000 a 8.000 hombres para campañas dirigidas por ciudades importantes, y superiores a 20.000 hombres para el esfuerzo máximo de una confederación de

40 Véase al respecto Almagro Gorbea (2001), Álvarez-Sanchís, J. R., Ruiz Zapatero, G. (2001), Burillo Mozota (2005), Solana Sainz (1994), Quesada Sanz (2006). 41 Que podría ir entre un 8 y un 15% del total de la población para un esfuerzo de guerra “normal” y un 20-22 % para un esfuerzo “máximo” (Quesada Sanz, 2006, pp. 154-155), valores que casan con lo que sabemos para otras poblaciones protohístóricas, como los helvecios en migración que cuentan con 92.000 combatientes sobre un total de 368.000 personas, un 25% (César, BG, I, 29).

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varios pueblos” (Quesada Sanz, 2006, pp. 152-156). Podemos también realizar un cálculo grosero para las poblaciones que habrían ocupado la actual Cataluña: si aventuramos densidades de población de entre 5 y 10 h/km² –aunque pensamos que esta región estaría más densamente poblada que la Celtiberia– para una zona como la Indigecia de alrededor de 2.271 km² (Sanmartí, E., Belarte, 2001, p. 172) tendríamos una población de entre 11.355 y 22.710 personas. Aplicando unos porcentajes de reclutamiento mínimo del 10% y máximo del 22% de la población total nos encontraríamos con cifras de entre 1.135/2.271 y 2.498/4.996 efectivos. Se han calculado tamaños similares para la Cosetania y la Layetania –2.607 y 2.459 km² respectivamente–, lo que sumado nos daría un ejército del orden de 9.000-15.000 hombres –en caso de movilización total, como hipotéticamente habría ocurrido para la batalla de Emporion– solo para los populi costeros. Si, como pensamos, en la rebelión del 195 a, C. militaron además de estas los bergistanos, lacetanos, suesetanos, ausetanos y sedetanos se puede escalar fácilmente hasta esos 40.000 que hubo de enfrentar Catón.

Estos ejércitos coaligados, sean ibéricos, celtibéricos o lusitanos –sin que queramos homogeneizar sus prácticas militares, que tienen características a menudo distintas– son tácticamente capaces de plantear tanto batallas campales –adoptando distintas formaciones– como emboscadas, acciones de hostigamiento o persecuciones, y de conjugar caballería e infantería. Además, acampan en castra fortificados y cuentan con enseñas y estandartes, sin duda empleados para las tres funciones que les asigna la moderna teoría militar, las 3 C´s: command, control & communication. Ya vimos cómo los lacetanos fueron capaces de distinguir a los suesetanos por sus armas y enseñas, que podemos considerar marcadores étnicos, elementos con su propia semántica simbólica (García Bellido, 2010). Pero, ¿qué hay detrás de esos estandartes? ¿Enseñas de unidades tácticas, de etnias, de civitates, de clientelas privadas, del ejército coaligado...? ¿Podemos buscar una correspondencia cuantitativa entre el número de estandartes capturados y los caídos y prisioneros? ¿Qué símbolos se escogen para los mismos y por qué? Cuestiones sin duda pertinentes y sobre las que se hace necesaria una reflexión.

Sobra decir que la coordinación de grupos humanos tan numerosos y heterogéneos, su desplazamiento, avituallamiento y disposición para la batalla no son tareas sencillas, y habrían requerido de determinada unidad de mando y mecanismos de toma de decisiones. En los ejércitos celtibéricos parece que habría podido existir una magistratura colegial de dos hombres, como los ya mentados Caro/Megavarico y Ambón/Leucón al frente de la coalición belo-arévaca, aunque también vemos a uno solo, Litennon o a Hilerno. En el resto de la Península encontramos también frecuentes parejas de generales indígenas, como los “celtas” Istolacio e Indortes; esos Budar y Besadines¸ imperatoribus Hispanis, que quizás estuvieran al frente del ejército coaligado de turdetanos, malacitanos, sexitanos y célticos de la Beturia en 196 a. C.; Moenicapto y Vismaro en 214 a. C. – aunque Livio los hace galos y no peninsulares, cosa que su onomástica confirmaría (Beltrán Lloris, 2006, p. 190)–; o incluso Indíbil y Mandonio42. Es ocioso traer a colación otras dobles magistraturas coetáneas entre las cuales la más famosa sería el consulado, y por el momento no podemos más que sospechar que quizás hubiese sido esta la forma colegiada de dirección de algunas coaliciones indígenas.

¿Pudo, además de la dirección militar, o mejor, junto a ella, existir una asamblea de principes que reuniese a los dirigentes de los contingentes aliados? Ya hemos dicho que sospechamos que para los casos ilergete y celtíbero así habría sido. Cuando Catón intenta comprar a los celtíberos, que luchan junto a los turdetanos pero que acampan por separado,

42 Para Moret la posición subalterna de Mandonio quedaría clara en las fuentes (Moret, 1997, pp. 26-29), contra esa opinión Graells i Fabregat, 2008, pp. 129-130.

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aquellos se reúnen para deliberar, concilium al que se suman los alarmados turdetanos. ¿Una asamblea de todo el ejército o sólo un consejo de los principes? 6.- Conclusiones Conocemos el establecimiento de alianzas y coaliciones de índole militar entre las comunidades peninsulares a raíz de la presencia púnica y romana; aunque sin duda se trata de modos de relación ya presentes anteriormente o que, al menos, se construyen sobre entramados políticos, sociales e ideológicos preexistentes, es la presión que las potencias mediterráneas ejercen la que obliga a que estas alianzas se amplíen y estructuren en un intento de equiparar el potencial bélico a que deben hacer frente. Un análisis cuantitativo de los contingentes que las coaliciones indígenas reúnen apunta en ese sentido, contingentes que además luchan a la manera mediterránea: en formación, con enseñas, con castramentación, capaces de operar bajo un mando unificado y de adoptar diferentes opciones tácticas. Por desgracia sólo podemos intuir la manera en que estás coaliciones eran dirigidas, y que variaría en función de la estructuración política de sus miembros. En determinadas ocasiones parece que estamos ante un único strategos al frente del ejército coaligado, como vemos con Indíbil, Chalbus, Hilerno, Viriato o Litennon, aunque se aprecia también la existencia de un mando doble. Se rastrea además la posible existencia de concilia con los principes de los populi o civitates, que posiblemente fueran los encargados de escoger al mando del ejército –fuera único o doble– y de decidir sobre las cuestiones fundamentales –negociación, rendición, etc. –.

La articulación de las alianzas habría estado basada en los mecanismos de interrelación presentes entre las comunidades indígenas, de marcado carácter aristocrático, con la fides jugando un papel central. El elemento personal y el elemento comunitario se mezclan, sin excluirse, en un ámbito en el que asistimos al despuntar de las primeras formaciones que podríamos calificar de estatales en la Península. Esa tensión entre lo comunitario y lo privado se aprecia en que, además de la acción conjunta de las comunidades vemos en ocasiones reflejos de guerras privadas y de actuaciones de sus miembros que escapan al control de aquellas. Al fin y al cabo no son comportamientos ajenos a estados como la Roma republicana, donde los intereses privados de los magistrados e imperatores marcan en buena medida su agenda.

En el ámbito del nordeste y levante ibéricos observamos como son los monarcas quienes dirigen a los populi o ethnē, que parecen la estructura política dominante, aunque se aprecia cómo dentro de los mismos puede haber desavenencias o actuaciones independientes de algunas de sus civitates. La presencia de clientelas amplias y los lazos entre las aristocracias de cada civitas explicaría el proceso de construcción étnica y la presencia de monarquías que aglutinan a dichas poblaciones. La actuación de estos régulos indígenas parece central en la articulación de las alianzas, como también lo parece en el sur turdetano, donde los monarcas habrían dominado oppida más que populi. La diferencia entre uno y otro ámbito habría sido ese diferente papel del ethnos, que vemos en proceso de forja como comunidad política en el nordeste y levante mientras que en cambio aparece diluido como superestructura política en el sur peninsular. Modelo distinto sería el liderazgo lusitano, que supone la aglutinación de distintos grupos étnicos gracias a relaciones de clientela propiciadas por el reparto de botín, pero que apunta durante el mandato de Viriato a la creación de un estado con una base territorial y demográfica más amplia y heterogenea. En cuanto al ámbito meseteño, donde en el caso celtibérico es donde mejor se aprecia la existencia de lazos de alianza –¿ó incluso de confederación?– , la civitas supone el elemento básico de actuación política autónoma; aunque la adscripción étnica parece haber operado a la hora del establecimiento de coaliciones, los intereses locales son los que prevalecen y

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dictan la actuación de cada comunidad. Aquí, aunque el elemento personal de la fides sigue presente, la actuación política viene dictada por la existencia de asambleas y consejos, a veces con intereses encontrados; esta estructuración política ciudadana, aunque se coaligue en alianzas capaces de hacer frente y pactar más que dignamente con Roma en 179 y 153 a. C. – como igualmente “los lusitanos” en el sobresaliente foedus del 140 a. C. por el que Viriato es reconocido como amicus populi Romani (Sánchez Moreno, 2010)–, prevalece sobre otras solidaridades y es la que a la postre define el naufragio de las coaliciones celtibéricas ante la presión romana.

Esperamos que este somero repaso a las alianzas y coaliciones forjadas por los pueblos peninsulares en los tres últimos siglos a. C. sea un aporte más en la comprensión de los procesos y dinámicas en que aquellos se desarrollaron, al fin y al cabo no muy alejados de los del resto de civilizaciones mediterráneas coetáneas. 7.- Bibliografía Aigner Foresti, L. (ed.) (1994). Federazioni e federalismo nell’ Europa antica. Milano: Vita e pensiero. Almagro Gorbea, M. (2001). Aproximaciones a la demografía de la Celtiberia. En Berrocal, L., Garces, P. (Eds.) Entre Celtas e Iberos. Las poblaciones protohistóricas de las Galias e Hispania, (pp. 45-60). Madrid: Real Academia de la Historia/Casa de Velázquez. Almagro-Gorbea, M. (2005). Ideología ecuestre en la Hispania prerromana. Gladius: estudios sobre armas antiguas, armamento, arte militar y vida cultural en Oriente y Occidente, Nº. 25 (Ejemplar dedicado a: El caballo en el mundo prerromano), pp. 151-186. ISSN 0435-029X Almagro-Gorbea, M. (2009). Las Guerras Civiles. En Almagro-Gorbea, M. (coord.) Historia militar de España. Prehistoria y Antigüedad, pp. 235-246. Madrid: Laberinto. Alonso Fernández, C. (1969). Relaciones políticas de la tribu de los arévacos con otras tribus vecinas. Pyrenae, 5, pp.131-140. ISSN 0079-8215 Álvarez-Sanchís, J. R., Ruiz Zapatero, G. (1998). España y los españoles hace dos mil años según el bachillerato franquista. Iberia: Revista de la Antigüedad, Nº 1, pp. 37-52. ISSN 1575-0221 Álvarez-Sanchís, J. R., Ruiz Zapatero, G. (2001). Cementerios y asentamientos: bases para una demografía arqueológica de la Meseta en la Edad del Hierro. En Berrocal-Rangel, L., Gardes, Ph. (eds.), Entre celtas e íberos. Las poblaciones protohistóricas de las Galias e Hispania. (Bibliotheca Archaeologica Hispana, 8, (pp.61-76). Madrid: Real Academia de la Historia-Casa de Velázquez. Amela Valverde, L. (2000). La Turma Salluitana y su relación con la clientela pompeyana. Veleia, 17, pp.79-92. ISSN 0213 – 2095. Amela Valverde, L. (2002). La sublevación vaccea del 56 a. C. Gallaecia, nº 21, pp. 269-285. ISSN 0211-8653. Amela Valverde, L. (2002b). Las clientelas de Cneo Pompeyo Magno en Hispania. Barcelona: Universitat de Barcelona.

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8.- Anexos. 8.1.- Tabla cronológica: alianzas y coaliciones en la Hispania prerromana, 237 a. C.-22 a. C.

AÑO (a. C.)

ALIANZA/ COALICIÓN

LÍDERES OPONENTE EFECTIVOS CARÁCTER FUENTE MAPA

¿237-229 ?

Tartesios “Celtas”

Istolacio/ Indortes

Amílcar Barca

50.000 Sin definir/¿Mercenariado?

Diodoro, XXV, 10

Map. 1

229-228

Helike Orisios/Oretanos (12 oppida) ¿Vettones?

Orisón Amílcar Barca

Epimachia

Diodoro, XXV, 12 Nepote, Amílcar, IV

Map. 2

220

Vacceos de Helmantica Carpetanos Olcades

Aníbal Barca 100.000 ¿Epimachia?

Polibio, III, 14 Livio, XXI, 5

Map. 3

217 Ilergetes Ausetanos Lacetanos

Indíbil Amusicus

Cneo Escipión

Lacetanos > 12.000

¿Symmachia?

Livio, XXI, 61 Polibio III, 76

Map. 4

216 Tartesios ¿Poléis púnicas? Chalbus

Asdrúbal Barca Sin definir

Livio, XXIII, 26

Map. 5

211 Suesetanos ¿Ilergetes? Indíbil

Cneo y Publio Escipión

7.500 Sin definir Livio, XXV, 34

Map. 6

207-206

Ilergetes Lacetanos Celtíberos

Indíbil Mandonio

Sedetanos Suesetanos Publio Cornelio Escipión

20.000 infantes 2.500 jinetes

Symmachia Livio, XXVIII, 24-33

Map. 7

205

Ilergetes Ausetanos Pueblos desconocidos

Indíbil Mandonio ¿Concilium jefes?

Cornelio Léntulo Manlio Acidino

30.000 infantes 4.000 jinetes

Symmachia Livio, XXIX, 1-3

Map. 8

200 ¿Sedetanos y otros pueblos?

Cornelio Cetego

> 15.000 Sin definir Livio, XXXI, 49

197

Turdetanos: Culchas: 17 oppida Luxino: Carmo, Bardo Malaca, Sexi Beturia

Culchas Luxino

Marco Helvio ¿Symmachia? Livio, XXXIII, 21

Map. 9

196 ¿Turdetanos y celtíberos?

Budar/ Besadines

Quinto Minucio

>12.000 ¿Mercenariado? Livio, XXXIII, 43

Map. 9

58

AÑO (a. C.)

ALIANZA/ COALICIÓN

LÍDERES OPONENTE EFECTIVOS CARÁCTER FUENTE MAPA

195

Indiketes Bergistanos Sedetanos Ausetanos Suesetanos Lacetanos ¿Cestanos? ¿Layetanos?

Marco Porcio Catón Ilergetes

40.000 Symmachia Livio, XXIV, 11-20 Apiano, Iber., 40

Map. 10

195 Turdetanos Celtíberos

Apio Claudio Publio Manlio

>10.000 Mercenariado Livio, XXXIV, 17 Map. 9

193 Vettones Oretanos

Fulvio Nobilior Epimachia Aurelio Víctor, De viribus illustribus, 52

Map. 11

193 Celtíberos Vacceos Vettones

Hilerno Fulvio Nobilior Epimachia Livio, XXV, 7 Map. 12

190 Lusitanos Emilio Paulo Sin definir Livio, XXXVII, 46

189 Lusitanos Asta

Emilio Paulo >20.300 Sin definir Livio, XXXVII, 57 Map. 13

187 Lusitanos Asta

Gayo Atinio >6.000 Sin definir Livio, XXXIX, 41 Map. 13

186 Celtíberos Manlio Acidino >14.000 Sin definir Livio, XXXIX, 21

182 Celtíberos Fulvio Flaco Epimachia Livio, XL, 16 Map. 14

181 Celtíberos Fulvio Flaco 35000 >17.000

Epimachia Livio, XL, 30 Map. 14

180 Celtíberos Fulvio Flaco >20.700 Epimachia Livio, XL, 39-40 Map. 14

179 Celtíberos Sempronio Graco

20.000 Epimachia Apiano, Iber., 43 Map. 14

179 Celtíberos Sempronio Graco

>22.000 Epimachia Livio, XL, 50 Map. 14

155-154

Lusitanos Vettones

Púnico Manilio Calpurnio Pisón

Symmachia Apiano, Iber., 56 Map. 15

154-152

Arévacos Belos Titos

Caro/ ¿Megaravico? Ambón/ Leucón Litennon

Fulvio Nobilior 20.000 infantes 5.000 jinetes

Epimachia Apiano, Iber., 44-45

Map. 16

153 Lusitanos ¿Vettones?

Césaro Lucio Mummio Symmachia Apiano, Iber., 56 Map. 15

59

AÑO (a. C.)

ALIANZA/ COALICIÓN

LÍDERES OPONENTE EFECTIVOS CARÁCTER FUENTE MAPA

153

Lusitanos (del norte y del sur del Tajo)

Cauceno Lucio Mummio > 15.000 Symmachia Apiano, Iber., 57 Map. 15

152 Lusitanos Vettones

Marco Atilio Sin definir Apiano, Iber., 58 Map. 15

151

Intercatia Refugiados de Cauca ¿Otras civitates vacceas?

Licinio Lúculo 20.000 infantes 2.000 jinetes

Epimachia Apiano, Iber., 51-55

Map. 17

141-139

Lusitanos Oppida turdetanos Oppida de la Beturia Conios Vettones Galaicos

Viriato

Máximo Serviliano Quinto Servilio Cepión Sexto Junio Bruto

Symmachia Apiano, Iber., 66-68

Map. 18

141 Numancia Lagni/ ¿Malia?

Quinto Pompeyo

Epimachia Apiano, Iber., 77 Diodoro XXXIII, 17

Map. 19

151-133

Numancia Pallantia

Licinio Lúculo Emilio Lépido Calpurino Pisón Escipión Emiliano

¿Philia? Apiano, Iber., 55, 81, 83, 87-89

Map. 19

133 Numancia Lutia

Retogenes Caraunio Avaro

Escipión Emiliano

Epimachia Apiano, Iber., 94 Apiano, Iber., 81, 83, 88-89

Map. 19

95-94 Celtíberos Tito Didio Valerio Flaco

>20.000 Sin definir Apiano, Iber., 99-100

56

Vacceos Arévacos (Clunia) ¿Vettones? ¿Cántabros?

Metelo Nepote Epimachia Dión Casio XXXIX, 54

Map. 19

56 Cántabros Aquitanos

Publio Licinio Craso

50.000 Sin definir César, BG, III, 23-26

Map. 20

29 ¿Vacceos, astures, cántabros?

Estatilio Tauro Sin definir Dión Casio LI, 20 Map. 21

26-25 Cántabros Astures

Cayo Antistio Publio Carisio

Sin definir Floro, II, 33 Dión Casio, LIII, 25

Map. 21

22 Cántabros Astures

Cayo Furnio Publio Carisio

Sin definir Dión Casio LIV, 5

Map. 21

8.2.- Mapas Map. 1: ¿237-229 a. C.? Tartesios/turdetanos con “celtas”

Map. 2: 229-228 a. C. Oretanos ¿y vettones?

61

Map. 3: 220 a. C. Vacceos (Helmantica), carpetanos y olcades.

Map. 4: 217 a. C. Ilegertes, ausetanos y lacetanos.

62

Map. 5: 216 a. C. Tartesios/turdetanos y ¿poléis púnicas?

Map. 6: 211 a. C. Suesetanos ¿e ilergetes?

63

Map. 7: 207-206 a. C. Ilergetes, lacetanos y celtíberos.

Map. 8: 205 a. C. Ilergetes, ausetanos y pueblos desconocidos.

64

Map. 9: 197-195 a. C. Culchas, Luxino, Malaca, Sexi, Beturia. ¿Mercenarios celtibéricos?

Map. 10: 195 a. C. Indigetes, bergistanos, sedetanos, ausetanos, lacetanos, ¿cesetanos, layetanos?

65

Map. 11: 193 a. C. Vettones y oretanos.

Map. 12: 193 a. C. Celtíberos, vacceos y vettones.

66

Map. 13: 189-197 a. C. Asta Regia y lusitanos.

Map. 14: 182-179 a. C. Celtíberos.

67

Map. 15: 153-152 a. C. Lusitanos y vettones

Map. 16: 154-152 a. C. Arévacos, belos y titos.

68

Map. 17: 151 a. C. Intercatia y refugiados de Cauca.

Map. 18: 141-139 a. C. Lusitanos, oppida de la Turdetania y la Beturia, conios, vettones y galaicos.

69

Map. 19: 151-133 a. C. 151-133 a. C. Numancia y poblaciones arévacas (Malia/Lagnia, Lutia) y relación con Pallantia.

Map. 20: 56 a. C. Vacceos y arévacos (Clunia). Cántabros y aquitanos.

70

Map. 21: 29-22 a. C. Cántabros y astures.

71

9.- Indice de mapas

1. Map. 1: ¿237-229 a. C.? Tartesios/turdetanos con “celtas”........................................ 63 2. Map. 2: 229-228 a. C. Oretanos ¿y vettones? ............................................................ 63 3. Map. 3: 220 a. C. Vacceos (Helmantica), carpetanos y olcades................................. 64 4. Map. 4: 217 a. C. Ilegertes, ausetanos y lacetanos. ................................................... 64 5. Map. 5: 216 a. C. Tartesios/turdetanos y ¿poléis púnicas? ........................................ 65 6. Map. 6: 211 a. C. Suesetanos ¿e ilergetes? ................................................................ 65 7. Map. 7: 207-206 a. C. Ilergetes, lacetanos y celtíberos. ............................................ 66 8. Map. 8: 205 a. C. Ilergetes, ausetanos y pueblos desconocidos. ............................... 66 9. Map 9: 197-195 a. C. Culchas, Luxino, Malaca, Sexi, Beturia. ¿Mercenarios

celtibéricos? ................................................................................................................ 67 10. Map. 10: 195 a. C. Indigetes, bergistanos, sedetanos, ausetanos, lacetanos, ¿cesetanos,

layetanos? ................................................................................................................... 67 11. Map. 11: 193 a. C. Vettones y oretanos. .................................................................... 68 12. Map. 12: 193 a. C. Celtíberos, vacceos y vettones. ................................................... 68 13. Map. 13: 189-197 a. C. Asta Regia y lusitanos. ........................................................ 69 14. Map. 14: 182-179 a. C. Celtíberos. ............................................................................ 69 15. Map. 15: 153-152 a. C. Lusitanos y vettones ............................................................ 70 16. Map. 16: 154-152 a. C. Arévacos, belos y titos. ....................................................... 70 17. Map. 17: 151 a. C. Intercatia y refugiados de Cauca. ................................................ 71 18. Map. 18: 141-139 a. C. Lusitanos, oppida de la Turdetania y la Beturia, conios,

vettones y galaicos. .................................................................................................... 71 19. Map. 19: 151-133 a. C. 151-133 a. C. Numancia y poblaciones arévacas

(Malia/Lagnia, Lutia) y relación con Pallantia. ......................................................... 72 20. Map. 20: 56 a. C. Vacceos y arévacos (Clunia). Cántabros y aquitanos. .................. 72 21. Map. 21: 29-22 a. C. Cántabros y astures. ................................................................. 73