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3RA PARTE

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-Un' hombre en la va! dnde?preguntopalideciendo.Misard iba contarle que le haba visto attraer dos anguilas que quera ocultar ante todoen su casa. Pero tena necesidad de confiarse este muchacho? As, pues, se content con res-ponder:All abajo, como quinientos metrosHay que ver claro, para saber qu atenerse.En aquel momento oy Santiago un leveruido sobre su cabeza. Tan ansioso estaba que sesobrecogi.No es nadamanifest Misard;Flora quese mueve.Y el joven conoci, en efecto, el ruido de dospies desnudos pisando el suelo. Se conoce queFlora haba estado esperndole y vena escu-char por la rendija de la puerta.-Le acompaar d. Y est Ud. seguro deque est muerto? Caramba! eso me parece. Con la linternasaldremos de dudas.Y qu le parece Ud.? Un accidente, noes eso?Puede. Algn mozo que habr querido mo-rir aplastado, quizs algn viajero que se ha-br tirado del vagn.Sa tiago se estremeci.Yenga Ud. pronto!'Venga Ud. pronto!Jams le haba agitado semejante fiebre dever. Fuera ya, mientras que su compaero se-gua tranquilo por la va, balanceando la lin-terna, cuyo crculo de claridad se deslizaba leve-mente sobre los rails, corra l delante, irritadopor tanta lentitud. Su anhelo era como un deseofsico, como el fuego interior que acelera elandar de los amantes en las horas de cita. Tenamiedo de lo que le esperaba all abajo y vola-ba, no obstante, con toda la velocidad de susmusculosas piernas. Cuando lleg, sintise sa-cudido de pies cabeza por un estremecimientonervioso. Y su agona por no ver nada cla-ramente, se tradujo en juramentos contra elotro, que vena rezagado treinta pasos msatrs.Por vida de Dios! Acabe Ud. de llegar! Siviviese todava podramos socorrerlo.Misard lleg con su habitual calma, y cuandoJiubo paseado la linterna por encima del cuerpo,exclam:Ah! est muerto.El individuo, despedido sin duda de un va-gn, estaba boca abajo, con el rostro pegado alsuelo, unos cincuenta centmetros de los rails.No se vea de la cabeza ms que una espesacorona de cabellos blancos. Las piernas estabanseparadas y el brazo derecho yaca como des-prendido, mientras que el izquierdo permanecadoblado debajo del pecho. Estaba muy bienvestido, llevaba un amplio paletot de pao azul,y sus pies estaban calzados con unas elegantesbotinas. El cuerpo no presentaba seales defuerte contusin; pero mucha sangre haba sa-lido de la garganta y manchaba el cuello de lacamisa.Un caballero quien han despachadodyTtranquilamente Misard, pasados algunos se-gundos de silencioso examen.Luego, volvindose liacia Santiago, que sehallaba inmvil, estupefacto, prosigui:No hay que tocarlo, est prohibido Qu-dese d. aqu custodinlo, mientras yo voy aBarentn dar parte al jefe de estacin.Levant la linterna y mir un poste kilo-mtrico.Bueno! precisamente en el poste lod.Y dejando la linterna en el suelo, se alejdespacio.Santiago, solo ya, no se mova, mirando sincesar aqulla masa inerte, que la vaga clari-dad rasante con el suelo dejaba confusa. Y laagitacin que haba precipitado su marcha, elhorrible atractivo que lo detena all, le condu-can este punzante pensamiento que brotabade todo su ser: el otro, el hombre de la navaja sehaba atrevido! haba llegado hasta el fin de sudeseo! haba matado! Ali! no ser cobarde, sa-tisfacerse, clavar la navaja! A l, que lo devora-ba el deseo haca diez aos! Haba en su fiebreun desprecio de s propio, cierta admiracin porel otro, y sobre todo el deseo de ver aquello, lainextinguible sed de satisfacer los ojos con elpingajo humano, con el-mueco en que la na-vaja convierte una criatura.El otro haba realizado lo que l soaba. Si elmatase tendra aquello en tierra. Saltbasele elcorazn del pecho; su prurito de asesino se exas-peraba como una concupiscencia ante el espec-tculo de aquella trgica muerte. Y di un paso,y se acerc ms, como un nio nervioso que sefamiliariza con el miedo. S! l se atrevera, ltambin se atrevera!Pero un rugido detrs de su espalda le oblig echarse un lado. Llegaba un tren, que l 110haba odo hasta entonces, absorto en su con-templacin. Iba ser triturado, el clido alien-to, el soplo formidable de la mquina acababa deadvertrselo. Y el tren pas, envuelto en su hu-racn de ruido, de-humo y de luz. Iba llenode gente, la ola de viajeros continuaba haciael Havre para la fiesta del da siguiente. Un niose aplastaba la nariz contra los cristales, miran-do el negro campo; algunos perfiles de hombresse dibujaban, y una joven, bajando el cristal,arroj un papel manchado de aceite y azcar.El alegre tren se perda lo lejos, indiferente aquel- cadver que haba rozado con sus ruedasy cuyo cuerpo yaca en tierra vagamente alum-brado por la linterna, nica claridad que se des-tacaba en la inmensa paz de la noche.Entonces experiment Santiago el deseo dever la herida, mientras permaneca solo. Unasola inquietud le detena, la idea de que, si toca-ba la cabeza, lo notaran tal vez. Haba calculadoque Misard no podra estar de vuelta con el jefede estacin antes de tres cuartos de hora. Y de-jaba pasar los minutos, pensando en Misard, enese enteco, tan calmoso, que se atreva tambinmatando lo ms tranquilamente del mundo fuerza de drogas. Cun fcil era matar! Acer-cose otra vez; la idea de ver la herida lo aguijo-neaba de tal modo, que sus carnes ardan. Vercmo haba sido hecho aquello! ver el agujerorojo! Volviendo colocar con cuidado la cabeza,nadie lo notara. Pero le quedaba otro temor, queno se confesaba, en el fondo de su vacilacin,el miedo la sangre. Siempre senta unidos elespanto con el deseo. Pas un cuarto de horams y ya iba decidirse, cuando un leve ruido, su lado, le hizo estremecerse.Era Flora, que se hallaba de pie, mirando comol. Tena curiosidad por ver los accidentes: encuanto se anunciaba el atropello de alguna per-sona de cualquier animal, no haba cuidadoqueFlora dejase de ir. Ahora quera ver el muertode que su padre hablaba. Y despus de la primeraojeada, no vacil. Bajndose y tomando la linter-na con una mano, levant y dej caer en seguidacon la otra la cabeza del que yaca sus pies.Aparta, que eso est prohibido!murmurSantiago.Pero ella se encogi de hombros. Y la cabezase vea en la claridad amarillenta, una cabeza deanciano, con nariz grande y ojos azules y ras-gados. Bajo la barbilla manaba la herida, unaprofunda cuchillada que haba cortado la gar-ganta, una herida dentro de la cual debi revol-verse varias veces la cuchilla. El lado derechodel cuerpo estaba inundado de sangre. A la iz-quierda, en el ojal superior del paletot, la ro-seta de oficial de la Legin de Honor pareca uncogulo rojo extraviado.Flora lanz un leve grito de sorpresa.Toma! el viejo!Santiago, inclinado como ella, se acercaba ymezclaba sus cabellos con los del muerto paraver mejor; se senta ahogado ante aquel espec-tculo. Inconscientemente, repiti:El viejo, el viejoS, el viejo Grandmorin El presidente.Examinaron un momento aquella plida faz,con la boca torcida y los ojos espantados; luegosoltaron la cabeza que la rigidez cadavrica co-menzaba helar, y volvi caer sobre el suelo,tapando la herida.Acab de jugar con las muchachas!re-puso Flora ms bajo.Seguramente le ha suce-dido esto por causa de alguna Ah! pobreLuisita! Bien empleado le est al muy cochino!Rein un largo silencio. Flora, que habadejado la linterna, esperaba, dirigiendo San-tiago sus miradas, mientras que ste, separadode ella por el muerto, no se haba movido, comoanonadado por lo que acababa de ver. Deban sercerca de las once. Flora esper todava algunosminutos, asombrada del silencio que l guarda-ba, Despus de la escena habida por la tarde,encontrbase cohibida y no poda hablar prime-ro. Pero un ruido de voces se sinti: era su padreque vena con el jefe de estacin; y no queriendoque la viesen, se decidi preguntar Santiago:No vienes acostarte?Estremecise Santiago. Luego, haciendo unesfuerzo desesperado, dijo:No. no!Flora no contest una palabra, pero su acti-tud revel gran sentimiento. Como para que laperdonase su resistencia de poco antes, mostrsehumildsima y dijo al cabo:De modo que no te volver ver?No, no!Las voces se aproximaban, y sin tratar de es-trecharle la mano, supuesto que pareca poner propsito el cadver en medio, sin siquieradarle el familiar adis del compaerismo de lainfancia, alejse Flora y se perdi entre las ti-nieblas, ahogando un sollozo.Enseguida lleg el jefe de estacin con Mi-sard y dos mozos. Tambin prob la identidaddel cadver: era el presidente Grandmorin, quien conoca, por haberlo visto bajar en laestacin siempre que iba casa de su hermana-la seora Bonnehon, en Doinville. El cuerpo te-na que permanecer en el sitio donde estaba, ysolamente mand que lo cilbriesen con una capaque uno de los hombres traa. Un empleado habarecibido la orden de salir de Barentn en el trende las once, para ir poner el hecho en conoci-miento del Procurador general en Rouen. Perono se poda contar con l antes de las cinco lasseis de la maana, pues tendra que traer al juezde instruccin, al escribano y un mdico. Eljefe de estacin organiz un servicio de guardiajunto al muerto; durante toda la noche, median-te relevos, estara all constantemente un hom-bre vigilando con la linterna.Y Santiago, antes de decidirse ir echarsebajo algn cobertizo de la estacin de Barentn,de donde no deba salir para el Havre hasta lassiete y veinte, permaneci mucho tiempo inm-vil, absorto. Despus le turb la idea del juez,de instruccin que aguardaban, cual si hubiesesido cmplice del asesinato. Dira lo que habavisto al pasar el exprs? En un principio resol-vi hablar, puesto que, en suma, nada tena que*temer. Adems, su deber no era dudoso. Perodespus cambi de opinin, toda vez que no po-da dar conocer un slo hecho decisivo ni seatrevera fijar ningn detalle preciso sobre elasesino. Necia cosa fuera meterse donde no lellamaban para perder el tiempo y emocionarsesin provecho de nadie. No, no, no hablara. Yse fu, volvindose dos veces para ver el bultonegro que formaba el cuerpo sobre el suelo, enmedio de la redonda claridad de la linterna. Unfro intenso se dejaba sentir en aquel desierto.Haban pasado varios trenes y llegaba otro muylargo con direccin Pars. Todos se cruzabanen su inexorable poder mecnico, rozando la ca-beza medio cortada de aquel hombre quien otrohaba degollado.IHAl da siguiente, domingo, acababan de dal-las cinco de la maana en todos los relojes delNo. no!Flora no contest una palabra, pero su acti-tud revel gran sentimiento. Como para que laperdonase su resistencia de poco antes, mostrsehumildsima y dijo al cabo:De modo que no te volver ver?No, no!Las voces se aproximaban, y sin tratar de es-trecharle la mano, supuesto que pareca poner propsito el cadver en medio, sin siquieradarle el familiar adis del compaerismo de lainfancia, alejse Flora y se perdi entre las ti-nieblas, ahogando un sollozo.Enseguida lleg el jefe de estacin con Mi-sard y dos mozos. Tambin prob la identidaddel cadver: era el presidente Grandmorin, quien conoca, por haberlo visto bajar en laestacin siempre que iba casa de su hermana-la seora Bonnehon, en Doinville. El cuerpo te-na que permanecer en el sitio donde estaba, ysolamente mand que lo cubriesen con una capaque uno de los hombres traa. Un empleado habarecibido la orden de salir de Barentn en el trende las once, para ir poner el hecho en conoci-miento del Procurador general en Rouen. Perono se poda contar con l antes de las cinco lasseis de la maana, pues tendra que traer al juezde instruccin, al escribano y un mdico. Eljefe de estacin organiz un servicio de guardiajunto al muerto; durante toda la noche, median-te relevos, estara all constantemente un hom-bre vigilando con la linterna.Y Santiago, antes de decidirse ir echarsebajo algn cobertizo de la estacin de Barentn,de donde no deba salir para el Havre hasta lassiete y veinte, permaneci mucho tiempo inm-vil, absorto. Despus le turb la idea del juezde instruccin que aguardaban, cual si hubiesesido cmplice del asesinato. Dira lo que habavisto al pasar el exprs? En un principio resol-vi hablar, puesto que, en suma, nada tena que*temer. Adems, su deber no era dudoso. Perodespus cambi de opinin, toda vez que no po-da dar conocer un slo hecho decisivo ni seatrevera fijar ningn detalle preciso sobre elasesino. Necia cosa fuera meterse donde no lellamaban para perder el tiempo y emocionarsesin provecho de nadie. No, no, no hablara. Yse fu, volvindose dos veces para ver el bultonegro que formaba el cuerpo sobre el suelo, enmedio de la redonda claridad de la linterna. Unfro intenso se dejaba sentir en aquel desierto.Haban pasado varios trenes y llegaba otro muylargo con direccin Pars. Todos se cruzabanen su inexorable poder mecnico, rozando la ca-beza medio cortada de aquel hombre quien otrohaba degollado.IHAl da siguiente, domingo, acababan de dal-las cinco de la maana en todos los relojes delHavre, cuando Roubaud baj la estacin paraencargarse del servicio. Todava era de noche,y el viento que soplaba del lado del mar em-pujaba la niebla hacia los montecillos que seextienden desde Saint-Adresse al fuerte deTourneville; mientras que al Oeste, sobre lallanura, haba un claro, un pedazo de cielo, don-de fulguraban las ltimas estrellas. En la esta-cin, los mecheros de gas seguan luciendo,palidecidos por el fro hmedo de la tempranahora; y all estaba el prifner tren de Hontivi-lliers, que preparaban los mozos bajo las rdenesdel subjefe de noche. Las puertas de las salaspermanecan cerradas y los andenes se hallabandesiertos en aquel perezoso despertar de la esta-cin.Al salir de su casa, en el piso principal, enci-ma de las salas de espera, haba encontradoRoubaud la mujer del cajero, la seora Leblen,inmvil en medio del pasillo central al que da-ban las habitaciones de los empleados. Haca va-rias semanas que esta seora se levantaba de no-che para celar la seorita Guichon, la estan-quera, quien supona que andaba en algunaintriga con el jefe de estacin, seor Dabadie.Poi lo dems, nunca haba sorprendido la menorcosa, ni una sombra, ni un soplo. Y aquella ma-ana, tambin se volvi su casa sin llevar otracosa que el asombro producido por haber visto,en casa de los Roubaud, durante los segundosempleados por el marido en abrir y cerrar la puer-ta, la mujer, la hermosa Severina, de pie en elcomedor, vestida ya, peinada y calzada, cuandode ordinario se estaba en la cama hasta las nue-ve. La mujer de Lebleu despert ste, paracontarle tan extraordinario acontecimiento. Lavspera no se haba acostado el matrimonioantes de la llegada del exprs de Pars, las oncey cinco, ardiendo en deseos de saber el resultadode la historia del subprefecto. Pero no pudieronsorprender nada en la actitud de los Roubaud,que haban vuelto con la cara de todos los das;y en vano permanecieron hasta las doce con elodo alerta: ningn ruido sali del cuarto de susvecinos, los cuales debieron haberse dormidoinmediatamente. Seguramente su viaje no habatenido buen resultado, cuando Severina estabalevantada tan de maana. Y como el cajero pre-guntase qu cara tena ella, su mujer esforz-base por pintrsela muy seria y plida, con susgrandes ojos azules, tan claros bajo sus cabellosnegros y sin hacer un movimiento, presentandoel aspecto de una sonmbula. En fin, ya sabran qu atenerse en todo aquel da.Abajo, encontrse Roubaud con su compae-ro Moulin, que haba estado de servicio por lanoche y quien deba relevar. Moulin, mientrasse paseaba algunos minutos, le puso al corrientede las pequeeces ocurridas desde la vspera:unos vagabundos haban sido sorprendidos enel momento de introducirse en la sala de consig-na; tres mozos fueron reprendidos por desobe-diencia, y un gancho de unin se haba roto enel momento que estaban formando el tren deMontivilliers. Roubaud escuchaba en silencio,con tranquilo semblante; estaba solamente unpoco plido; sin duda un resto de fatiga, que susojos acusaban tambin. Su compaero dej dehablar, y l pareca interrogarle ain, como siesperase otros acontecimientos. Pero aquello eratodo, y Roubaud baj los ojos entonces, fijndo-los un instante en el suelo.Andando lo largo del andn, haban llegadolos dos hombres al final del muelle cubierto, un sitio donde, la derecha, haba una cocheraen la cual estaban estacionados los vagones quehaban llegado la vspera y servan para formarlos trenes del da siguiente. Roubaud levant lacabeza y sus miradas se fijaron en un coche deprimera, sealado con el nmero 293, al cualalumbraba precisamente en aquel momento, consu vacilante resplandor, un mechero de gas.Entonces exclam el otro:Ah! se me olvidabaEl plido semblante de Roubaud se colore,y nuestro hombre no pudo contener un involun-tario movimiento.Se me olvidabarepiti Moulin.Este co-che no tiene que salir de aqu, ten cuidado de-que no lo enganchen hoy en el exprs de las seisy cuarenta.Medi una breve pausa antes de que Roubaudpreguntase con natural acento:Toma! y por qu?Porque hay que reservar una berlina parael exprs de esta tarde, y como no tenemos SO-guridad de que venga alguna, es preciso guardarsta por si acaso.Roubaud, que no cesaba de mirar fijamente su compaero, respondi:Sin duda.