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TULIO MANUEL CESTERO L A S A NGRE

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COLECCIÓN CLÁSICOS DOMINICANOSSERIE I. NARRATIVA

Calle Caonabo esq. C/ Leonardo Da Vinci Urbanización Renacimiento Sector Mirador Sur Santo Domingo, República Dominicana.

T: (809) 482.3797

www.isfodosu.edu.do

Instituto Superior de Formación DocenteSalomé Ureña

Otros títulos de esta colección:

Cartas a Evelina Francisco E. Moscoso Puello

Crónicas de Altocerro Virgilio Díaz Grullón

Cuentos CimarronesSócrates Nolasco

El monteroPedro Francisco Bonó

Enriquillo Manuel de Jesús Galván

Guanuma Federico García Godoy

La fantasma de Higüey Francisco Javier Angulo Guridi

OverRamón Marrero Aristy

Trementina, clerén y bongó Julio González Herrera

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TULIO MANUEL CESTERO

LA SANGRE

«El proyecto de vida de Tulio Cestero quedó ya plasmado, en estado germinal, en su primer libro, Notas y escorzos, una colección de relatos escrita posteriormente a su visita a Venezuela, en 1897, cuando apenas llegaba a los veinte años… En ese libro queda formulado el anhelo de vida por la lite- ratura y la necesidad de que se lleve a cabo en el exterior, deseablemente en París, meca de los escritores vanguardistas europeos y latinoame- ricanos. Sin embargo, en ese primer librito se comienza a condensar la persistente perspectiva de Cestero de imbricar la pasión literaria con su espacio vital, la República Dominicana. Siguieron, hoy puede juzgarse que no por casualidad, tres libros de poesías y una obra de teatro, textos todos ajenos al contexto dominicano, en los cuales se concretaba el irresistible atractivo por los ensueños de la poesía de vanguardia.

»La sangre no es sino la culminación que siguió a dos obras previas, entrelazadas por una temática común, Sangre solar y Ciudad romántica. Hasta los títulos sugieren la conexión secuencial entre estas obras. Incluso, en Ciudad romántica hacen aparición personajes que seguirán teniendo presencia en La sangre ». Roberto Cassá.

Tulio Manuel Cestero nació en San Cristóbal en 1877 y murió en Santiago, Chile, el 27 de octubre de 1955. Su legado incluye crítica literaria, ensa-yos, poesía, teatro y novelas, siendo La sangre un clásico de la narrativa dominicana. Otras obras del autor: Del amor (1901), El jardín de los sueños (1904), Sangre de primavera (1908), Hombres y piedras (1915), Rubén Darío. El hombre y el poeta (1916), Colón (1933) y César Borgia (1935).

CLÁSICOS DOMINICANOSCOLECCIÓN DEL INSTITUTO SUPERIOR DE FORMACIÓN DOCENTE SALOMÉ UREÑA

SERIE I. NARRATIVA

LA SAN G R EUNA VIDA BAJO LA TIRANÍA

JUNTA DIRECTIVAAndrés Navarro Ministro de EducaciónDenia Burgos Viceministra de Asuntos Técnicos Pedagógicos, Ministerio de EducaciónCarmen Sánchez Directora General de Currículo, Ministerio de EducaciónAndrés de las Mercedes Director Ejecutivo del Instituto Nacional de Formación y Capacitación del Magisterio (INAFOCAM) Eduardo Hidalgo Presidente de la Asociación Dominicana de Profesores (ADP)Altagracia López, Ramón Flores, Manuel Cabrera, Miguel Lama, Magdalena Lizardo, Radhamés Mejía, Rafael Emilio Yunén, Ramón Morrison, José Rafael Lantigua y Juan Tomás Tavares, MiembrosJulio Sánchez Maríñez Rector

AUTORIDADES ACADÉMICASJulio Sánchez Maríñez RectorRosa Kranwinkel Aquino Vicerrectora AcadémicaMarcos Vega Gil Vicerrector Ejecutivo, Recinto Félix Evaristo MejíaMercedes Carrasco Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Juan Vicente MoscosoFranco Ventura Vicerrector Ejecutivo, Recinto Luis Napoleón Núñez MolinaJorge Sención Vicerrector Ejecutivo, Recinto Urania MontásAna Julia Suriel Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Emilio Prud’HommeLuis Manuel Mejía Director Académico, Recinto Eugenio María de HostosJorge Adalberto Martínez Director de la Escuela de DirectoresAnexis Figuereo Representante del ProfesoradoBraulio de los Santos Representante de los Directores AcadémicosFidencio Fabián Director de PlanificaciónRaquel Pérez Directora Administrativa FinancieraJeremías Pimentel Representante Estudiantil

LA SAN G R EPRÓLOGO DE ROBERTO CASSÁ

TULIO M. CESTERO

UNA VIDA BAJO LA TIRANÍA

LA SANGRE. Una vida bajo la tiranía | Tulio M. Cestero

COLECCIÓN CLÁSICOS DOMINICANOS, Serie I. Narrativa.

Dirección general Julio Sánchez Maríñez, RectorCoordinación Yulendys Jorge, Directora de Comunicaciones

Dirección editorial Margarita Marmolejos V. Diseño de interiores Ana Zadya GerardinoDiagramación y portada Julissa Ivor MedinaCorrección Thelma Arvelo, Janet Canals, Vilma Martínez y Apolinar Liz

ISBN 978-9945-8972-6-5

Para esta edición: © Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización. Impreso en los talleres gráficos de Editora Búho, Santo Domingo, República Dominicana, 2017.

P R E S E N T A C I Ó N

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E l Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña, ISFODOSU, tiene como misión fundamental

formar profesionales de la educación y, como visión es-tratégica, constituirse en la institución de referencia de la formación docente en República Dominicana, compromiso que impone la asunción de amplias responsabilidades y retos en su quehacer educativo.

En ese marco se inscribe la iniciativa de publicar colec-ciones editoriales que recojan obras de gran importancia literaria, histórica o académica, para ponerlas a disposición de los docentes en formación y en ejercicio y, en general, de toda la ciudadanía. Así, estas colecciones incluirán obras que forman parte del patrimonio intelectual y cultural dominicano, y es nuestro mayor interés facilitar y fomentar su conocimiento y disfrute.

Con esta primera colección, «Clásicos Dominicanos. Serie I. Narrativa», se inicia nuestra labor editorial sis- temática, a la que esperamos dar sostenibilidad con la publicación de otras colecciones que, como esta, contribu-yan a una mejor formación de nuestros futuros docentes, del magisterio nacional y de una población lectora cada vez más esforzada en el conocimiento de su cultura y su historia y en su desarrollo intelectual.

Los títulos de esta primera colección son tan relevantes como lo fueron sus autores y tan trascendentales como lo es su permanencia en el tiempo: El montero, de Pedro Francisco

JULIO SÁNCHEZ MARÍÑEZ | PRESENTACIÓN

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Bonó; Over, de Ramón Marrero Aristy; Cuentos Cimarrones, de Sócrates Nolasco; Cartas a Evelina, de Francisco E. Moscoso Puello; Crónicas de Altocerro, de Virgilio Díaz Grullón; La fantasma de Higüey, de Francisco Javier Angulo Guridi; Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván; La sangre, de Tulio Manuel Cestero; Trementina, clerén y bongó, de Julio González Herrera; y Guanuma, de Federico García Godoy.

Para seleccionar estas obras agradecemos la valiosa cooperación de Mu-Kien Sang Ben, presidente de la Academia Dominicana de la Historia; Bruno Rosario Candelier, presidente de la Academia Dominicana de la Lengua y Rafael Peralta Romero, miembro; Dennis Simó, director ejecutivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Remigio García y Raymundo González, de la Dirección General de Currículo del Ministerio de Educación; Pablo Mella, Ruth Nolasco y María José Rincón, asesores del Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña, y esta última miembro de la Academia Dominicana de la Lengua.

En honor a esos excelentes autores y sus obras elegidas, hemos querido contar como prologuistas con diez reputadas firmas de intelectuales y escritores dominicanos: José Alcántara Almánzar, Soledad Álvarez, Roberto Cassá, Ruth Nolasco, Raymundo González, Miguel Ángel Fornerín, José Rafael Lantigua, Mu-Kien Sang Ben, José Mármol y Jochy Herrera, quienes con entusiasmo y absoluta disposición aceptaron ser parte de este esfuerzo editorial del Instituto, por la conservación, difusión, enriquecimiento y desarrollo del patrimonio intelectual y cultural de la sociedad dominicana.

Julio Sánchez MaríñezRector

P R Ó L O G O

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La sangre. Una vida bajo la tiranía ha sido aclamada como prototipo de la novela en la República Dominicana, un

género poco frecuente en el país hasta el presente. Manuel Arturo Peña Batlle eleva el tono cuando afirma de manera categórica que se trata de la mejor novela escrita por un dominicano. Sobresale el disenso de Pedro Conde, quien, desde su perspectiva crítica, llega a la conclusión de que es una obra nociva. Peña Batlle se apoya, claro está, en la calidad literaria, pero su motivación arranca de una no disimulada empatía ideológica con los propósitos de Tulio Manuel Cestero.

La sangre tiene por propósito discernible, como se verá, una condena del intelectual liberal decimonónico, que alcanza casi la dimensión de la sátira. Peña Batlle, aunque de una generación posterior a la de los protagonistas de la novela, en tiempos de su juventud se había adscrito al liberalismo, al grado de que, todavía muy joven, se situó detrás de Américo Lugo en la lucha contra la intervención militar de Estados Unidos iniciada en 1916. Pero nunca fue un revolucionario, en el sentido descrito por Tulio Manuel Cestero, por lo cual no tenía por qué sentirse aludido. Al contrario: la misma novela podía encajar con la exaltación que hizo del régimen de Rafael Leonidas Trujillo, representativo, entre los dominicanos, de la antítesis de la doctrina liberal. Precisamente fue Peña Batlle quien le

ROBERTO CASSÁ | PRÓLOGO

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confirió mayor sustancia doctrinaria y apologética a la excelsitud de la autocracia como el sistema obligado para la realización nacional de los dominicanos.

La filosofía trujillista de la historia dominicana, expuesta por variados intelectuales, como Joaquín Balaguer, contraponía un pasado de frustración nacional con la proclamada salvación operada a partir de 1930 gracias al genio creador de Trujillo. Esta negación del pasado republicano alcanzaba tal dimensión que la misma obra de Cestero no fue objeto de estima explícita por el régimen, dado que el autor precisamente pertenecía a ese pasado denostado. Nada de lo ocurrido anteriormente interesaba si no se conectaba con la reivindicación de la megalomanía de Trujillo. Excepcional fue el aprecio a la figura de Pedro Santana, el conservador primer presidente dominicano, explicable por su virulento combate a Haití y por representar una recuperación simbólica del embellecido período colonial español.

Cestero, a pesar de haberse tornado un trujillista, como casi la mayoría de los intelectuales, no se integró a la casta de formu-ladores de los requerimientos ideológicos del régimen. Prefirió continuar viviendo lejos del país como diplomático, con lo que tomaba una prudente distancia. En la obra de Cestero, si bien se presentaban coincidencias con las elaboraciones culturales del trujillato, también se podían advertir problemas incómodos, como la descripción hostil del sistema autocrático de Ulises Heureaux, antecesor de Trujillo como tirano promotor del progreso.

La sangre novela no fue proscrita pero tampoco apreciada. La opinión entusiasta de Peña Batlle podía expresarse en la medida en que el régimen no descartaba el examen más o menos abierto de episodios del pasado histórico nacional, siempre y cuando no se presentase un conflicto con sus intereses inmediatos.

Lo interesante de la novela es que permite juzgar a Cestero como un precursor del giro de una porción de la intelectualidad hacia posturas conservadoras. En la época ya comenzaban mani-

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festaciones de ese género, como el libro de Rafael Abreu Licairac, dirigido a enaltecer a Pedro Santana y a minimizar a Juan Pablo Duarte. Es curioso que precisamente fuese a Mariano Cestero, padre del novelista, a quien, como defensor de una ortodoxia liberal irreductible, le correspondió refutar el libro de Licairac. En el caso de Tulio Cestero, el giro conservador se concretó en su comportamiento de toda la vida, invariablemente al servicio del poder establecido. En cierta manera, el núcleo de su libro gira alrededor de una interpelación del autor sobre sí mismo, en la que retrata dilemas existenciales y las soluciones que les dio.

Así pues, además de las propuestas conceptuales contenidas en La sangre, aclaradoras de por sí, la vida de Cestero respondió a un paradigma consistente, aunque no del todo explícito en su auto-representación novelada. Dotado de un elevado nivel cultural, en lo que coadyuvó su privilegiado entorno familiar, desde joven optó por radicarse en el exterior. Salvo períodos más o menos breves, fue un diplomático sempiterno. Estuvo dotado de condi-ciones óptimas para representar al país y relacionarse con figuras descollantes de las letras de América Latina. Incluso trató a Rubén Darío, el gigante de la poesía de lengua española, quien le escribió el prólogo a uno de sus libros, en el cual le extendía una sutil advertencia acerca del riesgo moral que corría Cestero.

En la novela queda afirmado, a través de Arturo Aybar, el segundo personaje en importancia de La sangre, que, desde su llegada a la adultez, Cestero escogió la literatura como destino. Y para hacerlo, llegó a la conclusión de que le resultaba imperativo marchar al exterior y desembarazarse de cualquier ilusión altruista. La elaboración literaria se contraponía con el compromiso político y moral. En palabras de Arturo Aybar, era preciso ajustarse a la realidad vigente del autoritarismo, escapar del país y disfrutar de una vida muelle en la diplomacia. Aybar era amigo del personaje principal de la novela, Antonio Portocarrero, luchador por la libertad, periodista conceptual e idealista, que resistió con temple

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cárcel y proscripción bajo la tiranía de Heureaux, pero que entró con posterioridad en una carrera por el poder que haría de su vida un desastre.

Como ya se señaló, Tulio Cestero era hijo de Mariano Cestero, un prócer que se opuso desde muy joven a Pedro Santana, luchó contra la Anexión a España, participó en las acciones en el suroeste contra el régimen de los Seis Años de Buenaventura Báez y el proyecto de anexión a Estados Unidos y tomó parte en la insurrección encabezada por Casimiro Nemesio de Moya y Benito Monción dirigida a impedir que se consolidara el orden dictatorial que estaba montando Ulises Heureaux. Era reconocido por su honradez impoluta. Llegó a entrar en un terrible conflicto con Gregorio Luperón, a quien acusó de desviarse del comportamiento adecuado de un patriota. Aunque, después de unos años de exilio, Mariano Cestero se acogió a una amnistía, nunca transigió con Heureaux y quedó reducido a una suerte de confinamiento interior.

Tras la muerte de Heureaux, Mariano Cestero se hizo partidario de Horacio Vásquez, el supracaudillo que disputaba la hegemonía a Juan Isidro Jimenes. Este último logró el apoyo mayoritario de campesinos y trabajadores, y sus partidarios se hicieron fuertes en determinados espacios regionales, como Santiago y Monte Cristi. Vásquez contó con el respaldo de los círculos medios y superiores de la mayor parte de las ciudades, sobre todo de Santo Domingo, sectores que perseguían la democracia y el desarrollo económico al estilo occidental. Detrás de las formaciones de ambos se dividieron casi todos los caudillos del país.

Hay demasiados elementos que vinculan a La sangre en igual o mayor medida a Mariano Cestero que a su hijo y autor, Tulio Cestero. Incluso, de manera expresa se relacionan nombres. El segundo nombre de Mariano era Antonio, el mismo del persona-je Portocarrero, y su segundo apellido era Aybar, el del prototipo opuesto, Arturo Aybar. No queda formulado cuál pudo ser la estra-tegia del novelista a la hora de vincular la trama con la vida de su

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padre y la suya propia, pero lo que puede sugerirse es que el padre subyacía en el meollo de lo representado.

Un argumento que gira, en buena medida, alrededor de la contraposición del idealista fracasado y el cínico realizado, podría evocar los típicos desajustes generacionales entre padre e hijo, aunque no resulta evidente que la descripción de Portocarrero, el liberal fracasado, corresponda con exactitud a su padre Mariano. Más bien, este puede ser visualizado como un punto de partida del paradigma cuestionado, lo que sin embargo no significa que hubiese un repudio de Tulio hacia la imagen de Mariano. Por des-gracia, hasta el presente, se carece de informaciones biográficas suficientes sobre ellos que avalen una hipótesis patente sobre sus relaciones. Pero, en cualquier caso, la personalidad de Tulio, si bien de seguro estuvo marcada por la integridad de su progenitor, tomó un camino distinto, sin que necesariamente tuviera que haber un cisma o ni siquiera un problema mayor entre ambos. Es posible incluso que Mariano hubiese aprobado, como integran-te de los círculos cultos superiores, la opción existencial de Tulio, no obstante tomar un sendero tan distinto al suyo.

En cualquier caso, lo cierto fue que las trayectorias de los dos eran divergentes. Mientras Mariano estaba recluido a un cuasi arresto domiciliario, privado de hecho de la potestad de escribir, Tulio iniciaba un acercamiento al tirano, admitido por él, con la finalidad de encontrar un puesto en la diplomacia. Esto no significó, empero, una aquiescencia al pie de la letra con el dispositivo gubernamental de Heureaux. En La sangre, por el contrario, se juzga el despotismo y sus efectos deletéreos. Pero, paralelamente, se puede percibir una resignación ante la evolución de los contornos del poder, que resulta de convicciones conceptuales y del naturalismo literario entonces en boga en América Latina, inclinado hacia una suerte de anécdota folklórica.

El razonamiento subyacente en la novela, lo que le interesaba expresar, es que no hay mucho que el individuo aislado esté en

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condiciones de accionar frente al poder. La fatalidad de sesgo trágico se proyecta sobre los sujetos individuales en forma irremediable, conclusión filosófica y literaria que lo segrega del prisma crítico de los liberales intransigentes que, a toda costa, se obcecaban en los principios políticos.

Desde entonces, con unos veinte años, Tulio Cestero estuvo alineado junto al sentido en que soplaba el viento. Aceptó a Heureaux, se hizo partidario de Horacio Vásquez, sirvió a Cáceres en la diplomacia, y luego a Vásquez y a Trujillo. El único paréntesis fue la época del Gobierno Militar, de 1916 en adelante, aunque solo hasta cierto punto. No se plegó a la ignominiosa dictadura extran-jera, pero se ubicó en una función de gobierno y de diplomacia del presidente de jure Francisco Henríquez y Carvajal. Cestero cuestionó la ocupación militar imperialista, pero viajando por América Latina o en estadías prolongadas en Washington.

El proyecto de vida de Tulio Cestero quedó ya plasmado, en estado germinal, en su primer libro, Notas y escorzos, una colección de relatos escrita posteriormente a su visita a Venezuela, en 1897, cuando apenas llegaba a los veinte años. Tuvo la oportunidad de conocer a figuras de la literatura, a algunos de los cuales, como Vargas Vila, dedica los textos breves compilados. En ese libro queda formulado el anhelo de vida por la literatura y la necesidad de que se lleve a cabo en el exterior, deseablemente en París, meca de los escritores vanguardistas europeos y latinoamericanos.

Sin embargo, en ese primer librito se comienza a condensar la persistente perspectiva de Cestero de imbricar la pasión literaria con su espacio vital, la República Dominicana. No obstante su afición a los relatos de viaje y a haber vivido el grueso del tiempo en distintos países de Europa y América, cuando se refería a realidades históricas concretas, su objeto espacial y temporal en la narrativa de ficción no traspasó su época en el país. Junto a la atención primordial que concedió a su entorno histórico-cultural, corrió paralela la inclinación per se por la literatura, que

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se expresaba en una lírica que tomaba en préstamo los motivos de las corrientes francesas de la segunda mitad del siglo XIX, como el parnasianismo derivado de Baudelaire, el naturalismo en la novela expuesto por Zola y el modernismo latinoamericano. Ya en Notas y escorzos Cestero esboza intereses de toda la vida, como el Renacimiento, y por una de sus figuras de mayor relieve, César Borgia, a quien dedicó un ensayo biográfico que le tomó décadas concluir, publicado en 1935. En esa biografía elaboraba una suerte de teoría del poder absoluto, a partir de la fascinación que le generaban los portentos literarios y artísticos de ese movimiento surgido en Italia.

Corrieron, así, parejos en la producción de Cestero la crítica literaria, la poesía lírica y el relato de ficción fundamentado en la historia. Estos géneros, a su vez, quedaban interconectados por el requerimiento de conferir rigor poético a la producción literaria y por el acotamiento histórico del contenido de la literatura, referida por fuerza a sus circunstancias existenciales.

Notas y escorzos es esencialmente una compilación de textos de crítica literaria. Bastó, al parecer, para que plasmara su apro-ximación a la teoría de la estética. Siguieron, hoy puede juzgarse que no por casualidad, tres libros de poesías y una obra de teatro, textos todos ajenos al contexto dominicano, en los cuales se concretaba el irresistible atractivo por los ensueños de la poesía de vanguardia.

Después vino lo que podría calificarse como un ciclo de relatos de ficción. La sangre no es sino la culminación que siguió a dos obras previas, entrelazadas por una temática común, Sangre solar y Ciudad romántica. Hasta los títulos sugieren la conexión secuencial entre estas obras. Incluso, en Ciudad romántica hacen aparición personajes que seguirán teniendo presencia en La sangre.

Tras concluir ese ciclo, Cestero no volvió a escribir ficción. El resto de su producción puede catalogarse como aproximación a la elaboración historiográfica. Esto antecedió al mismo marco

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temporal en que escribió sus tres obras de ficción. El esteticismo que le era característico se conjuga con un marcado sentido de historicidad que atraviesa las novelas y que dio aliento a otras obras.

En verdad, la consideración del proceso histórico dominicano atravesó toda su trayectoria. Los textos que de alguna manera se relacionan a una factura historiográfica son importantes. Se sustentó en la condición de testigo presencial de muchos de los episodios narrados en La sangre y en otros relatos de ficción. Concomitantemente, en Una campaña, escribió una narración testimonial acerca de las acciones bélicas que llevaron al derrocamiento del primer gobierno de Juan Isidro Jimenes, en abril de 1902. En Por el Cibao hace un pormenorizado relato de su recorrido por ciudades de esa región, en 1901.

Años después, compiló una serie de textos de carácter histórico con el epígrafe de Estados Unidos y las Antillas. En ellos discurre acerca de los antecedentes de la ocupación militar de 1916 y otros tópicos, como una caracterización del proceso histórico de Haití en las décadas previas. Debería causar sorpresa que, quien representó al país intervenido en muchos lugares de América Latina, formulara planteamientos ambiguos acerca del expansionismo estadounidense. Es factible leer tal posición, de apariencia «objetiva», como parte de su convicción acerca de las condiciones obligadas para la existencia y reproducción del poder. Como lo pone de relieve Manuel García Cartagena, en su magnífico estudio preliminar de las obras de Cestero publicadas en la Colección de Clásicos Dominicanos, su estética europeísta poco tenía que ver con el «realismo» ante Estados Unidos.

Ya en plena época de Trujillo, en 1939, como parte de su actividad de diplomático, Cestero ofreció una extensa diser-tación en la Academia de la Historia de Argentina acerca de Eugenio María de Hostos, que tituló «Hombre representativo de América», con motivo del centenario de su nacimiento. No había economías de elogios hacia el Maestro, a quien de seguro Cestero

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conoció durante dos de sus tres estadías en suelo dominicano. Hostos representaba, fuera de duda, el arquetipo ideológico del liberalismo democrático, por lo cual su ponderación exultante choca irremediablemente con la diatriba irónica contra los idealistas contenida en La sangre.

Hostos no combatió de manera frontal a Heureaux, pero fue el mentor de una generación de intelectuales críticos que encajaban con la faceta exhibida por Antonio Portocarrero. Aunque este estudió en el Instituto San Luis Gonzaga, dirigido por el presbítero Francisco Javier Billini, rival de Hostos, optó por la orientación laica de este último. En realidad, como se muestra acertadamente en el libro, muchos de los alumnos de Billini tomaron el camino del liberalismo propugnado por Hostos y fueron sus discípulos en el Instituto Profesional, primera versión de una casa de estudios superiores tras la clausura de la Universidad Santo Tomás de Aquino en 1822.

Sería posible considerar una esquizofrenia ideológica del autor de este libro. En un plano formal, historiográfico y teórico, defendía posturas ortodoxas de institucionalidad y civismo. En otro plano íntimo, literario pero también de contextura histórica, apreciaba la aproximación obligada al poder y la legalidad de este por encima de todas las cosas. En algunos escritos, como fue el caso sobre todo de César Borgia, alterna una mirada fascinada de los alcances protervos del poder, no ajenos a la sofisticación cultural, con los determinantes explicativos del mismo que lo hacen en cierta forma inevitable.

Esta interconexión entre el medio y el ejercicio irrestricto y desastroso del gobernante subyace en el centro de La sangre. Este libro y César Borgia, por tal razón, han de ser visualizados como obras cumbres de la carrera literaria de Cestero, uno en el plano vivencial dominicano, otro en el terreno del exquisito Renacimiento, uno autobiográfico, el otro biográfico, uno de ficción, el otro de pretensión ensayística e historiográfica.

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Aunque La sangre no es exactamente un libro autobiográfico, como en toda producción de este género realidad y ficción, vida propia y de otros quedan entremezcladas. En la novela está presente un análisis con una carga crítica de la dictadura de Ulises Heureaux, pero también del desempeño ulterior de la clase política.

Antonio Portocarrero queda presentado como encarnación de un idealista a toda costa, determinado a no claudicar ante el dictador, que frecuenta la cárcel, donde lo sorprende el magnicidio de Moca el 26 de julio de 1899. El personaje es presentado como uno de los pocos que habían mantenido una voluntad libertaria, tras la adhesión a la dictadura de la generalidad de sus compañeros de juventud. Hasta aquí el relato coincide con su padre, aunque este pertenecía a una generación previa. En adelante, Portocarrero desarrolla una ambición de poder que lo lleva a contradecir su tra-yectoria. Es un escritor y periodista que, desde el medio que dirige, se plantea bellas posiciones ideológicas, pero que en la realidad opera en su beneficio con el propósito de ocupar una posición pública preeminente. El luchador idealista, que había enfrentado un sinfín de calamidades, termina claudicando, derrotado, no por la represión, sino por la ambición de poder personal. Esta traición es presentada como mucho más condenable que la de aquellos que se sumaron a Heureaux. En suerte de corolario, la novela sugiere que esta incoherencia está reservada como destino inevitable a quienes se han obstinado en el cultivo de posturas intransigentes. El revolucionario, es un ambicioso que desnaturaliza la causa por la que dice y cree luchar. Portocarrero aparece en sucesivos episodios con un matiz grotesco.

El mensaje explícito es que la política es «maldita», generadora de las mayores desgracias. La vida equivocada de Portocarrero comenzó con el abandono del magisterio para aprestarse a la lucha por sus principios. Y su verdadera caída advino tras la muerte de Heureaux, cuando consideró que, por ósmosis, debía ocupar un ministerio desde el cual aplicar sus ideales. Pero la política no

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tiene nada que ver con ideas o proyectos, lo que explica que el presidente Juan Isidro Jimenes, entre 1900 y 1901, prescindiera de sus servicios por estar obligado a entregar los puestos elevados a políticos que fraguaban «combinaciones». Los políticos son visualizados por Cestero como un sector imposible de desalojar del mando, con la capacidad de mantenerse arriba todo el tiempo gracias a habilidades que obligan a tenérseles en cuenta.

Aunque hay algunas semejanzas con las posturas de su padre después de 1899, en realidad parece que Cestero alude a por lo menos otra persona. Es posible que tomara de modelo, entre otros, a figuras como Eugenio Deschamps o Miguel Ángel Garrido, a los cuales, no por casualidad, menciona como modelos de liberales enérgicos. Pero la identificación del personaje con uno o varios individuos reales no puede hacerse al pie de la letra. Deschamps, por ejemplo, director de un periódico, había estado exilado, se mantuvo en el partido de Juan Isidro Jimenes y llegó a vicepresidente. Portocarrero no había salido del país, se unió al partido de Horacio Vásquez en la insurrección contra el gobierno de Jimenes en 1902 y terminó viendo fracasadas todas sus aspiraciones de mando. El propósito de ridiculizar al revolucionario lo llevó a una síntesis de la entelequia que debía cuestionarse.

Más clara es la relación del personaje Arturo Aybar con el mismo autor. Aquí puede encontrarse un elemento de autocompasión, de crítica larvada sobre sí mismo por haberse separado en la práctica de los ideales. Las proclamas de Aybar se caracterizan por un cinismo admitido, distinto del inmerso en confusiones más o menos inconscientes de su amigo Portocarrero.

Las posturas de Aybar son claras e inconmovibles, responden a una realidad histórica y, por tanto, resultan congruentes a pesar del cinismo que entrañan. Aybar se ha rendido a plena conciencia, y ha asumido las consecuencias discutibles del triunfador. Portocarrero experimenta miserias, frustraciones y desengaños detrás de su afán de protagonismo en funciones públicas relevantes, no obstante

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las pretensiones de solvencia moral. Como dato interesante, que remite a vivencias personales, se hace constar un momento de vacilación de Aybar respecto a su elección de vida cuando, días después del magnicidio, es encarcelado por los herederos de Heureaux, sumidos en el desconcierto, quienes lo consideran sos-pechoso por sus antecedentes. Reflexiona en prisión acerca del ejemplo de unos pocos viejos que persisten en el «pensamiento redentor», satisfechos con lo que han hecho, demasiado honrados, considerados por el autor troncos sin sabia, aislados, temidos pero no queridos. En ese instante Aybar discurre: «El diablillo del orgullo le tienta. La empresa es hermosa. Expulsar de sí al sibarita que se place en la lectura de libros bien impresos, en la hembra entre enca-jes y perfumes, en la mesa rica, en el vino añejo, en la cama mullida, en la obra de arte; bajar de la torre de marfil a la arena, ser un hom-bre como los otros; amar, odiar, dar y recibir golpes; atisbar en las almas, decir la palabra que alienta, redime, consuela o fulmina; sacrificarse por una idea, vencer, triunfar. El laurel…, ¡pero qué va!».

Está en el centro del argumento que, fuera de las elecciones practicadas por los dos personajes, parece no haber otra posibilidad para un sujeto culto con vocación política. La frustración de los ideales se produjo en las propias personas de los actores. La suerte reservada a los intelectuales, conforme imputa Cestero a través de uno de los personajes, consistía en ser secretarios de los macheteros o caudillos.

Tales convicciones se derivan del curso de la historia nacional decimonónica. «La tiranía de Heureaux no ha sido adventicia, como Antonio y muchos piensan». Recusa la ilusión revolucionaria que, en su simplismo, cree que basta vitorear la libertad para alcanzarla. Heureaux es el producto de la historia dominicana de las décadas previas, reflexión que recoge en un extenso párrafo, cuyas claves radican en la eliminación de la oligarquía colonial y el protagonismo de los caudillos, factores que redundan en la indisciplina social.

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«Los veinte y dos años de dominación haitiana disgregaron las castas coloniales y fueron los restos de estas los que dieron molde a las dos facciones contendientes en la primera república. Caudillos y huestes concordaban; las pasiones eran sinceras, comunes; de ahí el fervor, la abnegación y la implacable saña de sus bregas. En Santana predomina el instinto, en Báez el intelecto; pero ambos llegan a su hora. Con la levadura de los restauradores triunfantes de España, adviene un factor nuevo. Los hombres tienen prisa de gozar; la disciplina social desaparece; las clases se mezclan; el peculado asoma. El baecismo sobreviviente impera con más vigor que antes frente a los azules, quienes por sentimentales no se concilian en una sola aspiración bajo un jefe único, y a la postre, contagian al adversario. Fragmentados ambos, rotos los ídolos, se inicia la era de los caudillejos ignorantes, sanguinarios; las regiones se imponen, las figuras efímeras se suceden en Palacio, y en tal ambiente de asonadas, fusilamientos y asesinatos… la anarquía engendra a Heureaux, cuya voluntad suma todas las ajenas dispersas, cercena cabezas, estudia los hombres y sus flaquezas y mete el país en el puño de su diestra manca».

Concluye la disquisición acerca de la historia dominicana al vincularla con la imposibilidad de una revolución que responda a los ideales salvadores. Como al final de cuentas bajo Heureaux no se ha creado una oligarquía ni ha emergido la conciencia nacional en la población, no existe un factor de estabilidad que impida las insurrecciones, los golpes de Estado y los gobiernos estériles.

No cabe duda de que existieron los Aybar y los Portocarrero. Incluso ha de admitirse la validez relativa del alegato de Cestero acerca de los determinantes de la derrota de los liberales, unos aplastados por el poder autocrático y otros por sus propias ambiciones. Lo que introduce el sesgo cuestionable de esta obra

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es la sugerencia, casi explícita, de que tales cursos vienen a ser inevitables en el medio dominicano. Cestero creía, por supuesto, en su consideración conservadora, pero se justificaba mediante la presentación peyorativa de quienes persistían en la contraria. Pero ni siquiera es esto lo moralmente cuestionable. Pudo tener razón en describir un prototipo existente, que abarcó a una porción de una clase media con aspiraciones de realización en el ejercicio del mando. Lo inaceptable radica en la pretensión de generalizar este deslizamiento como unánime e inevitable. El conocimiento de la historia nos muestra las traiciones, ciertamente, pero también las fidelidades.

Más allá de tales planos, La sangre, como obra literaria, muestra facetas de la realidad histórica no contempladas en el discurso historiográfico. No quiere decir esto que, en sí, sea una pieza de las virtudes literarias que se le han atribuido. Su lenguaje es elaborado, pero la factura de la narración es bastante simple. No se aproxima a una realización que plasme los postulados del naturalismo en que se inspira. Aun así, muchas páginas de este libro son insustituibles para conocer mejor el ambiente cotidiano de una época. Su mérito, en realidad, se refiere a la valoración de la obra como documento, expresión de subjetividades de personas y de autores, pieza de la evolución de las ideas y de las manifestaciones literarias. Sobre todo, como ya se ha planteado, no se desprende de ello la validez de generalización de las tribulaciones inconsistentes de Portocarrero, reducido a la condición de tópico estereotipado. Mucho menos aceptable es la conclusión explicitada por Aybar de que la única solución ante los contornos del medio dominicano consiste en emigrar, como fue la tónica de vida de Cestero. Al margen de esto, la forma ramplona, por momentos burda, de formular sus tesis le resta valor a la obra literaria.

No cabe duda de que Cestero conocía el escenario de la novela y que lo recoge en descripciones que el discurso histórico estándar no integra. Él mismo fue un discípulo del San Luis Gonzaga, se

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ubicó cerca de Heureaux, luchó al lado de Horacio Vásquez, como lo narra en uno de sus escritos, se marchó temprano del país, retornó por breve tiempo para servir al gobierno de Carlos Morales Languasco y se puso del lado del presidente Ramón Cáceres, quien intentó desarraigar el caudillismo con el apoyo de la élite urbana culta.

En este conocimiento radicaba el nervio de su inspiración como novelista. Se apagó como tal, precisamente cuando vio cumplido su sueño de distanciarse de su tierra. Ya no tenía nada más que decir sobre sí mismo y su entorno nacional. Le quedó la pasión estética por el Renacimiento y la figura de Borgia.

Esta novela se ha de comprender como parte de las tres narraciones de ficción. La primera versó sobre la caída de Jimenes, la segunda sobre el asesinato pasional del poeta venezolano Eduardo Scanlan y de la ejecución por orden del dictador de su victimario, el general Santiago Pérez. Ambas salieron juntas en 1911. Esta tercera narración, aparecida en 1914 en París, se adentra en el ambiente de la dictadura de Heureaux y se focaliza en los episodios políticos ulteriores. Las dos anteriores ya contienen nervios de los argumentos aquí tratados. Incluso logran mayor congruencia narrativa, al no perseguir trazar una panorámica tan amplia y diversa.

Se ha aducido que La sangre estuvo influida por el movimiento modernista surgido en América española, que explicaría el preciosismo del que hace galas en estilo y en vocabulario. Pero, a diferencia de los otros dos relatos, ese estilo no se mantiene consistente a lo largo de toda la obra.

Un amplio abanico temático le da cuerpo a esta novela. En primer término, la naturaleza del país, costumbres, creencias y vida cotidiana, tanto de Baní como de Santo Domingo, en las décadas finales del siglo. Aborda en tal sentido, con esmero descriptivo, el ambiente de Baní durante la niñez del protagonista. Luego se ubica en el San Luis Gonzaga, que describe como nadie.

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Desde ahí va tocando aspectos variados del diario discurrir, las costumbres y las mentalidades capitaleñas en las dos décadas finales del siglo XIX. Los detalles significativos son interminables, como la peña que tenían intelectuales de la talla de José Gabriel García y Mariano Cestero, críticos de Heureaux, pero que este visitaba de vez en cuando. El ambiente hogareño, las tradiciones de las familias, las actividades sociales de las mujeres son tantos otros temas que aborda a propósito del hogar de Portocarrero y de la familia de su esposa.

Entre las ocasiones memorables, registra con lujo de detalles las festivas. Es el caso del carnaval de 1888, recién concertado el empréstito de la Westendorp, en el que hubo despilfarros inauditos. También se recogen las tradiciones de la fiesta de San Andrés, una de las más memorables en la que participaban todas las clases sociales de la ciudad, aunque cada una bastante separada de las demás. La Semana Santa es asimismo descrita con lujo de detalles en sus sermones, procesiones y otras ceremonias. Los jóvenes burgueses, en contraste, armaban fiestas en extramuros en las que se daban a los excesos, junto a mujeres y hombres de los sectores populares allí residentes. Una de las descripciones más logradas en la novela es una fiesta en el club de primera, con la presencia del presidente Heureaux, en la que este se comporta como un perfecto caballero y en la que, en contraste, afloran las miserias morales y la prosternación ante el autócrata del reducido círculo de la «primera sociedad». Como ocasión especial, se registra la llegada de una compañía de teatro que se presentó en La Republicana a inicios del siglo XX, ocasión que dio curso a un grotesco idilio de Portocarrero con una actriz desaprensiva, y que aprovecha para abundar sobre las dotes negativas del personaje: hipocresía, machismo e irresponsabilidad.

Otro plano es la crónica política, en que se recrean situaciones memorables, como algunas de las escenificadas por el dictador Heureaux, o acontecimientos como la entrada a Santo Domingo

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de sus ejecutores, en septiembre de 1899, o la caída del primer gobierno de Juan Isidro Jimenes, en abril de 1902. Ahora bien, además de crónica, se persigue una caracterización sistemática, de corte literario, de la realidad social y del dominio político. Lo prueban las páginas que dedica a la figura del tirano y a sus métodos criminales de dominio, en los que se articulan el miedo, la astucia, la cruel falta de compasión, la corrupción, el servilismo, la explotación de la cohorte de queridas del tirano y tantos otros rasgos característicos.

Y es que Cestero perseguía de esa manera dar cuenta mul-tiforme de una época, a través de eventos sobre los cuales ofrece descripciones pormenorizadas, que a veces son únicas para el interesado en el conocimiento de ese período histórico. Por momentos, la novela tiene un sabor costumbrista, con un discernible toque nostálgico de épocas superadas.

Pero lo más destacado, lo que se puede apreciar que orientaba la tarea de Cestero fue su carácter de novela de tesis sobre las causas de los contornos históricos de su época. No se limita a describir o a analizar, pues concluye con propuestas encaminadas, en último caso, a la pertinencia de conformación de un orden oligárquico, en el que los mejores gobiernen y destrocen los factores de disolución que se habían tornado permanentes. Esto pauta las intenciones descriptivas, le confiere valor histórico e intelectual a la obra, al tiempo la empobrece desde el punto de vista literario, por lo menos hasta cierto punto. Las consideraciones morales, filosóficas y políticas son puestas en boca de los personajes de manera muy directa, sin mediaciones o tapujos, a veces hasta planos un tanto burdos. En tal sentido,traspasa la condición de novela típica para situarse en el plano de la enunciación directa de tesis propias de autor.

Donde Cestero expone sus consideraciones de manera más palpable es en cuanto a las causas del curso lamentable de la República Dominicana en el siglo XIX. Aquí se condensa el giro

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conservador del novelista. En esto habla él, no tiene que poner como intermediarios a los personajes, y muestra de la manera más sistemática su postura conservadora. El autor se inserta, en forma de ficción pero con mucha mayor claridad que los historiadores, en la corriente de intelectuales que, a partir de Antonio Del Monte y Tejada, llegaron a la conclusión de que las desgracias del colectivo dominicano arrancaron con la cesión de Santo Domingo a Francia en 1795 y la emigración subsiguiente de la «flor de las familias».

Exhibe Cestero una admiración por el pasado colonial, que sitúa en planos míticos, por ejemplo a través del abuelo de Luisa, la esposa de Portocarrero, un coronel compañero de Juan Sánchez Ramírez, un potentado cuya faz se exhibía con orgullo a manera de un blasón vigilante. Los ojos del retrato del coronel de milicias de la colonia interpelan críticamente a Portocarrero en la imaginación de Tulio Cestero. «¿Qué has hecho de grande en tu vida? ¿Por qué dilapidas tu energía en palabras? ¿Qué obra digna de las tradiciones de esta tierra, realizan los hombres de estos tiempos? ¿Sois libre, prósperos, venturosos? Nosotros izamos nuestras velas al viento desconocido… Conquistamos imperios, matamos indios, esclavizamos negros, fundamos ciu-dades, edificamos hermosas catedrales, defendimos nuestros bienes del asalto de los corsarios y enseñamos al bucanero de Occidente el hierro de las lanzas castellanas, y cuando el Rey nos cedió al francés, al frente de mesnadas campesinas vencimos a los soldados napoleónicos, y restituimos al Rey la Española».

También utiliza a algunos antepasados todavía vivientes de la familia, obsesionados por el recuerdo de los pretendidos buenos viejos tiempos previos a 1822. La familia de Luisa era de las escasas que exponían los restos de la única civilización posible, disuelta durante los cambios políticos y sociales de las primeras décadas del siglo XIX, con reminiscencias vivientes de esa vieja clase dominante colonial caída. La abuela, doña Altagracia, nonagenaria, aunque pasó todo tipo de tribulaciones y vive en condiciones

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modestas, responde a los patrones propios de la colonia, mujer encerrada en el hogar, depositaria del orgullo social y las maneras exquisitas, quien se jactaba de nunca haber saludado a Heureaux. Doña Altagracia retrata un residuo de un tiempo grandioso. «Los días modernos no le impresionan; para ella indiscutiblemente el tiempo pasado fue mejor, y la grandeza ancestral la libra de injurias y de vanidades efímeras. Su casa poseyó capilla, esclavos, rebaños, trapiches, y sus raíces espirituales se han afirmado hace ya trescientos años en la tierra quisqueyana».

Ni siquiera Peña Batlle ofreció una panorámica de la colonia tan halagüeña. Ciertamente, el papel de la novela aguanta cual-quier cosa con mayor comodidad. Antonio Sánchez Valverde, el pensador e historiador pionero del criollismo a finales del siglo XVIII, pintaba un panorama lamentable, por cuanto no cuajaba una economía exportadora de plantación esclavista. Al siglo siguiente, el novelista dominicano se inspiraba en la grandeza mítica de ese pasado para validar su concepción conservadora. El gran determinante de las desgracias lo remonta a la intromisión haitiana en los asuntos del país. La época de dominio del presidente Jean Pierre Boyer es presentada como el momento clave de disolución de esencias del mundo civilizado, el tiempo de germinación de males insuperables, a tal grado que no se había logrado una recuperación casi un siglo después.

El corolario, como ya se ha visto, no era otro que la búsqueda de un orden estable, pero de acuerdo al matiz conservador en Cestero, el mismo debía quedar despojado de aspiraciones etéreas e inútiles acerca de la libertad y la autonomía nacional. Esto implicaba la consolidación de un dominio despótico, aunque sin los vicios característicos de Ulises Heureaux, resultantes de la gravitación de Haití. Aunque no lo refiere, queda implícito que el gobierno de Cáceres, bajo el cual se redactó este libro, precisamente ofrecía una oportunidad de desterrar las revoluciones y el protagonismo de políticos ambiciosos revestidos de la condición de idealistas

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revolucionarios, como Portocarrero. El decurso ulterior de la historia, condicionado por la autocracia moderna impuesta por los ocupantes estadounidenses y consolidada por Trujillo, hace de Cestero en cierta manera un profeta, que los sectores superiores no supieron apreciar, fuese por conveniencias momentáneas o por enanismo cultural. Un Peña Batlle, al igual que Cestero mismo, no pasó de ser un solitario en este empeño de exaltación mítica del pasado. Por alguna razón, en la edición local de la colección Pensamiento Dominicano, corregida por el autor y publicada muy tardíamente en 1955, se insertó una dedicatoria en memoria a Peña Batlle.

Roberto CassáOctubre de 2017.

Bibliografía: Cestero, Mariano. Escritos. 2 tomos. Editor Andrés Blanco. Santo Domingo, Archivo

General de la Nación, 2009. Cestero, Tulio M. Por el Cibao. Santo Domingo, Imprenta La Cuna de América, J. R.

Roques, 1901. Cestero, Tulio M. Una campaña. Santo Domingo, Imprenta La Cuna de América, 1903. Cestero, Tulio Manuel. Obras escogidas. 2 tomos. Presentación de Manuel García

Cartagena. Santo Domingo, Ediciones de la Fundación Corripio, 2003. Conde, Pedro. «La sangre (una vida bajo la tiranía)». El Caribe, 12 y 18 de julio de 2012. De la Cruz, Josefina. La sociedad dominicana de finales de siglo a través de la novela. Santo

Domingo, Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1986. Martínez, Rufino. Diccionario biográfico-histórico dominicano. Santo Domingo, edición

de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1971.

P R E F A C I O

(Juicios compilados por Vetilio Alfau Durán)

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H ace ya más de tres décadas que un distinguido hombre de letras afirmó que con La sangre quedaba

«creado el molde de la verdadera novela dominicana», observando atinadamente que «este libro de Cestero y el Enriquillo de Galván se estiman los mejores exponentes de la literatura dominicana hasta el presente»; explicando que «si bien es cierto que en la restante producción nacional nos encontramos con extraordinarias páginas de Américo Lugo, con bellos y amenos libros de crítica de Federico García Godoy, con brillantes páginas de tribunicia gallardía de Miguel Ángel Garrido, con libros selectos de Pedro Henríquez Ureña, de Arístides García Gómez, también es cierto que toda esa cosecha mental adolece de un carácter fragmentario y diverso». Y concluía que «la novela La sangre de Tulio M. Cestero, escritor de sólida y de extensa reputa-ción, por su estructura y factura, es la novela que merece ser considerada como tal». A esa misma conclusión llegó hace apenas tres años Manuel Arturo Peña Batlle, cuando escribió: «Creemos firmemente que La sangre es la mejor novela dominicana».

No me es dable hacer para este lugar un estudio de tan celebrada obra; y por eso, como una guirnalda tejida para ornar la frente de su autor, ofrezco a continuación unos cuantos juicios emitidos por plumas autorizadas.

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«La novela alcanza menor desarrollo; los novelistas que so-bresalen son Reyles, Quiroga, Díaz Rodríguez, el venezolano Rufino Blanco Fombona, el dominicano Tulio Manuel Cestero, los argentinos Enrique Larreta, con su ficción histórica La Gloria de Don Ramiro, y Roberto José Payró, con sus narraciones y descripciones de la vida criolla». (Pedro Henríquez Ureña, Historia de la Cultura en la América Hispana).

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«Con la extensa novela La sangre (1914) corona Cestero su labor de novelista. En el subtítulo Una vida bajo la tiranía, el autor pone de relieve su propio método; la fusión de la historia con la descripción de la vida y las costumbres, para reconstruir el medio político-social. La época elegida por Cestero en La sangre, es la de Ulises Heureaux: describía, por tanto, un momento histórico que vivió y conoció. Acertó en su empeño y La sangre perdura como una de las novelas dominicanas mejor escritas y que mejor representa una etapa de la vida nacional». (Max Henríquez Ureña, Panorama Histórico de la Literatura Dominicana).

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«La mejor obra dominicana en prosa que conozco es La sangre, de Tulio M. Cestero. Creo que, como factura artística, no sola-mente es el mejor libro dominicano sino también uno de los mejores de la América Latina… En La sangre, a las brillanteces del estilo, al atrevimiento del dibujo y a la pompa del colorido, se agrega el estudio de la psicología del dominicano, especialmente el capitaleño. Se puede, pues, asegurar que el mejor estilista que

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ha producido Santo Domingo es Tulio M. Cestero, en La sangre». (José R. López, Letras, 1918).

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«La sangre es un estudio de honda meditación y de una realidad abrumadora. Como toda obra vivida y profundizada dentro de la vida, deja en el lector la novela de Cestero un sedimento de profunda tristeza. El análisis nos conduce a la verdad y la verdad es triste. Sobre los cuadros dolorosos de aquella existencia que nos presenta Cestero, pone el artista un velo de ideal transparencia… Hay páginas en La sangre que evocan con encantadora gracia el paisaje isleño y la ciudad en donde el descendiente de españoles se mezcla y confunde con el africano indolente. Cestero es un colorista delicado. En sus cuadros el dibujo es de precisión elegante y sobria. Su colorido no deslumbra tropicalmente; parece atenuado por un soplo de otoño. Ha compuesto el escritor dominicano una novela interesante como obra de arte y como documento humano». (Maximiliano Grillo, El Literario, Bogotá. 1918).

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«Tulio Manuel Cestero es el poeta del color i del estilo. Diríase que su obra literaria forma un arco iris i a la vez un concierto de rapsodias. El fondo, más o menos oscuro i en veces de abismo, desaparece bajo la fronda de colores i la lluvia de los espejos. Sus descripciones se fijan en la retina como realidades vivas i como cosas con alma. En todos sus libros hay páginas destinadas a la Antología». (Federico Henríquez y Carvajal, Letras, 1918).

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«La sangre, por su dramatismo como narración realista de un periodo atormentado de la historia nacional, y por su calidad artística como novela, contribuye enfáticamente a desmentir la tesis de Luis Alberto Sánchez, de que América es una novela sin novelistas». (Manuel de Jesús Goico).

«La sangre es un libro bello, sin duda. No debe encerrársele en determinada frontera. Criollo por el sabor, por la inspiración, por el ambiente, es un libro de toda nuestra América, que no puede resultar extraño al paraguayo o al hijo de cualquiera otra de las naciones convulsivas de nuestro continente. Eso no se podría decir si el libro no estuviera escrito en pulido y bien sonante castellano… Cestero –que si mete tanta piel oscura en su novela es siguiendo un propósito científico– es un retratista formidable. Por su pluma, ya no morirá Lilís; el que lo conoció podrá seguramente evocarlo al leer las páginas de La sangre. Adquiere tal vigor este personaje que así que aparece en la narración, que ya el libro no resulta sino marco de una figura de tanto relieve. Y esta pintura tan a lo vivo nos obsede hasta que llegamos a las páginas aquellas donde el autor se complace, tal como un anticuario, en mostrarnos un medallón de valor inapreciable, en describir una de esas matronas contra cuya señoría y cuya pureza no pudieron nada las revoluciones. Es esta, una página maestra, que no creo superada en lengua castellana. Ni las más acertadas miniaturas de Azorín valen lo que este capítulo que se destaca del libro por derecho de superioridad. Juzgado en conjunto, La sangre es un buen libro; juzgado en detalle, La sangre no tiene par en la literatura americana. Tulio M. Cestero, que a pesar de sus frecuentes viajes y de haber vivido tantos años fuera de su país es siempre un dominicano quisqueyanísimo, podrá superarse en otro libro, y yo creo que lo logrará en su próximo César Borgia. Pero otra novela como esta, tan íntimamente sentida, y tan sabrosamente escrita, ya no la escribirá nunca más. Nunca, porque en ella está toda la juventud ardorosa e inquietante del autor con sus recuerdos, con sus luchas, con sus aspiraciones,

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con sus primeros amores y también, con sus primeros choques con la realidad del medio nativo. Para mí, el más alto mérito de La sangre, consiste en que es un libro juvenil, escrito con toda el alma cuando ya la juventud de su creador va tramontando». (Ruy de Lugo-Viña, Social, La Habana, 1919).

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«Tulio M. Cestero ha sido la representación más cabal entre nosotros del movimiento artístico contemporáneo en sus más llamativos aspectos… Tulio M. Cestero continúa siendo modernista en lo que toca principalmente a la forma. Al principio, al iniciarse, extremó los procedimientos, con asombro y escándalo de muchas gentes temerosas de lo nuevo; pero su actitud revolucionaria ha ido modificándose con el tiempo, hasta llegar últimamente, en su libro Hombres y Piedras, a un procedimiento artístico equilibrado y sereno. Su peculiaridad como escritor es la nota pictórica, intensamente pictórica. En su último libro La sangre, hay derroche de luz, portentosa riqueza de colorido. En ocasiones carece de mirada introspectiva, de hondo análisis psicológico». (Federico García Godoy, La vida intelectual dominicana. Nuestra América. Buenos Aires, 1919).

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«Tulio M. Cestero (1877), dominicano, diplomático, poeta y novelista, comenzó a publicar hacia 1898 (Notas y escorzos), dentro del tipo de crónica que entonces alcanzaba considerable auge. Pero, no fue ese el camino que le condujo a la difusión, ni posiblemente el que le asegure un puesto respetable en la literatura del continente: su personalidad de novelista es lo que más destaca en el conjunto de sus actividades. Entre sus libros, después de su novela La sangre (París 1915), fuerte cuadro de

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costumbres criollas (p.352)…». «Entre otras dos novelas famosas, Ciudad romántica y La sangre, esta última de intenso valor regional, y, por tanto, humano» (p.371). (Luis Alberto Sánchez, Nueva historia de la literatura americana. Buenos Aires).

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«La mejor obra de Cestero es aquella, que deja sentir más hondo el arraigo americano; nos referimos a su novela La sangre, que es, sin lugar a dudas, una de las mejores obras de la época contemporánea y que mañana habrá de figurar entre Raza de Caín, Paz, Zurzulita, Canaán e Ídolos rotos. Quien ha escrito una novela como La sangre, tiene sobrados derechos para ser llamado maestro». (El Mercurio, Santiago de Chile, 1921).

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«Creemos firmemente que La sangre es la mejor novela dominicana». (Manuel Arturo Peña Batlle, «Semblanza de Américo Lugo». En Historia de Santo Domingo por Américo Lugo. Editorial Librería Dominicana, Ciudad Trujillo, R. D. 1952).

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«Los dos más destacados novelistas del país y entre los de rango en Hispanoamérica en general, son Manuel de Jesús Galván (1834-1911) y Tulio M. Cestero (1877-).

El estilo y la dicción de Cestero están modelados en el de los escritores de la Edad de Oro de España, especialmente Cervantes, y por esta razón su vocabulario y sintaxis causarán posiblemente alguna dificultad en los estudiantes. Él escribe telegráficamente, además omitiendo frecuentemente verbos y cláusulas cortas…».

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«Sin embargo sus escritos nos fascinan por su estilo y su contenido, quizás porque es bastante moderno a pesar de todo. Su franco realismo se anticipó ya dos décadas a un movimiento similar en la literatura anglosajona. A veces nos repele por su energía, fineza, en los detalles poco atractivos, pero no nos puede dejar de impresionar con su intensa seriedad y minuciosidad de autor. Su pintura de la vida de Santo Domingo no puede ser superada, ya sea describiendo la vida de los escolares en la aca-demia, o la de los presos en la torre, la alegre vida social en el período de Heureaux, las aventuras de los revolucionarios en los montes, o la devastación causada por el huracán tropical. Su pluma se mueve rápidamente, pero nos da una pintura inolvidable, porque describe escenas que él ha presenciado personalmente y las cuales le han impresionado poderosamente». Traducción. (Introducción de la edición escolar de La sangre, bajo el título Una vida bajo la tiranía, preparada por Albert Horwell Gerberich, Ph. D; y Charles Franklin Payne, M. S., D. C. Heath and Company, Boston).

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En la República Dominicana el modernismo hizo su aparición de manera tardía y, al igual que en Venezuela, se manifestó primero en prosa y por último en el verso.

No fueron muchos, sin embargo, los escritores que siguieron la corriente renovadora. El primero en el tiempo fue Tulio Manuel Cestero, (n. 1877), que en su primer libro, Notas y escorzos (1898), ensalzó la personalidad y la obra de un grupo de escritores y poetas que figuraban en el movimiento modernista (Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll, Ismael Enrique Arciniegas, Rufino Blanco Fombona, José Enrique Rodó, Pedro César Dominici y José María Vargas Vila). En el mismo libro incluyó apreciaciones críticas

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en elogio de la Afrodita, de Fierre Louys, y deseoso acaso de emu-lar la labor de Rubén Darío en Los raros, anunció un segundo libro, Sensaciones Estéticas, del cual solo llegó a anticipar la publicación de uno que otro estudio suelto, como el que consagró a Tristán Cosbiere. El libro, que nunca se publicó, estaba llamado a incluir, además, las semblanzas de Maurice Barres, José María de Heredia, Jean Moreas, Arthur Rinsbeau, Charles Morice, Henri de Reguier, Judith Gautier, Jean Lorrain, Francis Vielé-Griffin, Stuart-Merrill, Laurent Tailhade, Maurice Maeterlinck, Saint-Polle Roux le Magni-fique, Jules Bois, Sar Peladan Istar, Gabriel D’Annunzio, Oscar Wilde y Eugenio de Castro. La sola enunciación de esos nombres basta para señalar cuál era la orientación literaria de Cestero.

De todos esos autores, fue D’Annunzio el que más directamente influyó en la prosa preciosista de Cestero, para hacer primores modernistas de estilo. Sobresalió después en el cuento psico-lógico, a modo de boceto imaginativo que plantea un conflicto espiritual, como Alma dolorosa y sanguínea, páginas admirable-mente buriladas, acaso no superadas por otras suyas. Esta primera etapa de su labor está recogida en Sangre de Primavera (1908), donde incluyó íntegramente su anterior libro El jardín de los Sueños (1904). En el mismo estilo castigado y brillante escribió un libro de viajes, Hombres y piedras (1915). También publicó un pequeño volumen de ensayo dramático, Citerea, (1907). En el campo de la novela supo copiar con acierto el ambiente nacional. Ciudad romántica y Sangre solar, novelas breves reunidas en un volumen amparado por el título de la primera (1911), se inspiran en sucesos reales de la vida dominicana. En su extensa novela La sangre (1914), que lleva subtítulo Una vida bajo la tiranía, Cestero describió con fidelidad una época que había vivido: los dieciséis años del régimen despótico del presidente Ulises Heureaux. La sangre perdura como una de las novelas dominicanas que mejor reproducen una etapa de la vida nacional. Es, a no dudarlo, la más notable de las obras de Cestero. Con La sangre

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y con un breve ensayo sobre Rubén Darío (1916) se interrumpe la labor puramente literaria de Cestero. La ocupación militar del territorio dominicano por fuerzas de los Estados Unidos de América, de 1916 a 1924, movió la pluma de Cestero para defender la soberanía nacional y condenar la tendencia imperialista en diversos ensayos que vieron la luz en periódicos y revistas, que reunió más tarde en un volumen (Los Estados Unidos y las Antillas, 1931). Los nuevos trabajos que publicó después de terminada esa campaña y de restablecida la soberanía dominicana, no fueron precisamente sobre asuntos literarios: Colón (1933), César Borgia (1935), Hostos, hombre representativo de América (1940).

Tal ha sido la trayectoria del primer escritor que en Santo Domingo se sumó a la corriente modernista. (Max Henríquez Ureña, Breve historia del modernismo, pp.441-43).

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…Mi querido amigo:Mucho le agradezco el envío de su brillante ensayo sobre

Darío, elegante, curioso, de gran interés. El léxico como siem-pre notable. Le envié un folleto, ¿lo recibió? Suyo de siempre. (Fdo.) F. García Calderón. París, 31 de enero de 1917.

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Bogotá, Febrero 27 de 1917. Sr. D. Tulio M. Cestero La Habana.

Muy estimado amigo:Me refiero a su grata carta de 2 de enero, por la cual me

impongo de que Ud. dejaría esa metrópoli para establecerse en La Habana.

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En La Reforma Social he empezado a leer con gran interés su estudio acerca de César Borgia. Ha hecho Ud. un resumen de los impulsivos hombres del Renacimiento, que se lee con deleite. Permítame que le diga, ofendiendo su modestia, que es Ud. en mi opinión, uno de los mejores prosistas que tiene hoy nuestra América. Lo que Ud. escribe se empieza a leer y tiene uno que terminar la lectura. Este es para mí el mejor don de un escritor. (Fdo.) Max Grillo.

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Cerramos estas breves notas con el alma entristecida por la muerte inesperada de Cestero. En la capital de la hermana República de Chile, a millares de millas de su amada tierra quisqueyana, pasó a mejor vida el esclarecido prosista, el eminente diplomático, el leal servidor de su patria, el gallardo periodista que en sus días juveniles solía sellar las acciones de su pluma con el pomo de la espada.

Tulio Manuel Cestero vio la primera luz en San Cristóbal el 10 de julio de 1877. Fueron sus padres Doña Mercedes Leyva y Puello y don Mariano Antonio Cestero y Aybar, dominicano ilustre cuyo nombre figura con relieve inconfundible en los anales patrios.

Vetilio Alfau DuránNoviembre, 1955.*

* Introducción a la segunda edición, publicada en 1955 por la Librería Dominicana con el n.o 10 de la «Colección Pensamiento Dominicano».

LA SAN G R EUNA VIDA BAJO LA TIRANÍA

E L M O N T E R O

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I

Por el ventanillo del calabozo, un rayo de sol entra jocundo, adorna con ancho galón de oro los ladrillos y trepando por

las patas del catre, cosquillea al durmiente en el rostro. Antonio Portocarrero despierta restregándose los ojos con ambos puños, bosteza, la boca abierta de par en par, y mira en torno suyo con asombro. Siéntase en la barra del lecho examinando la celda de hito en hito y cual si al fin, libertándose de una pesadilla, com-prendiese, murmura: «todavía… otro día más».

Joven, de estatura prócer, la fisonomía enérgica y simpática, la color melada, cuya palidez actual aumenta la sombra de la barba crecida. Los cabellos negros, de rebeldes vedijas, la nariz roma y los labios carnosos de bordes morados, denuncian las gotas de sangre africana que, desleídas, corren por sus venas. Las pupilas grandes y brillantes, henchido el pecho.

El preso registra la estancia, tal si la viese por primera vez. En un ángulo, un aguamanil desportillado, de hierro esmaltado, sostenida la jofaina en una trípode. En mitad del testero, junto al muro, una mesita de pino sin barnizar; al lado de ella una silla, cerca una mecedora, y encima una alcarraza, una copa y varios libros: Los Girondinos, dos tomos de El consulado e imperio, Los misterios de París, Historia universal por Juan Vicente González y los Tres mosqueteros. El recuerdo de los amigos que le propor- ciona el placer de la lectura, le saca a la cara la luz de una sonrisa. En extremo opuesto, vecino a la puerta de roble con hileras de clavos cabezones remachados, un cuñete, ceñido por arcos de acero, receptáculo de sus deyecciones, que dos veces por día

TULIO M. CESTERO

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un penado carga en hombros y vierte en el mar. Sus emanaciones infectan. Estos objetos, una escoba y el catre con una almohada y dos sábanas, componen el ajuar. El enladrillado es frío. Las pie-dras de las gruesas paredes han sudado durante siglos. Musgo verdinegro vetea el enjalbegado. La humedad se cala hasta los huesos. Por el día el calor agobia, en las noches invernales el fresco molesta. El aire y la luz entran por el ventanillo de fuertes barrotes de hierro. En las paredes, enlucidas de raro en raro, los cautivos han escrito con carbón sus penas e indignaciones. Entre ellas hay una de su propia letra: «26 de julio de 1898, a las 9 de la noche». Cuando la hubo leído dos veces, arruga el sobrecejo, exclamando con dolor: «¡un año ya!» y se pone en pie, encaminándose al lavabo. Con vigor se enjuaga rostro, cuello, sobacos y muñecas; luego arrima la sólida silla de sabina y majagua, y encaramándose en ella, ase los barrotes, y a pulso alcanza el apoyo.

¡Qué fiesta para sus ojos! El cielo, azul, límpido, sin una nube. El sol derrama oro obrizo sobre Santo Domingo de Guzmán, con amor fecundante, inagotable. El mar cabrillea deshilando sus randas de espuma en la arena de la Playa del Retiro, y muge con ternura de loro en celo en las peñas del acantilado, sostén de la Torre del Homenaje, en donde él está recluso.

La vista complacida recorre la ondulosa línea de vegetación que arranca de los almendros de elegantes amplias copas y los guayabos silvestres de la margen del río, y sigue por los uveros, de hojas de abanico, hasta las ríspidas malezas de la Punta Torrecilla. Las lanchas pescadoras, rezagadas, entran en la ría, a rastras los chinchorros repletos. En la cala, entre los pies de los tripulantes, saltan agónicos jureles y carites de argentinas y róseas escamas. En el Placer de los Estudios, balancean airosos sus cascos blancos, al tope el gallardete tricolor, dos cañoneras de la armada nacional. Una vela cazada vira la punta y enfila hacia la boca, obstruida por la arena acarreada por las dos corrientes. Un bote, al compás de sus cuatro remos, sale. El ambiente, con serenidad jubilosa, afirma que el hombre, señor de esta naturaleza, no ha de sufrir. Sin embargo, Antonio es un contemplador impotente. ¿Y por qué? ¿Qué leyes humanas o divinas violó? Su amor a la libertad, al progreso, le ha sumido en prisión. La tiranía le oprime paralizando

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sus fuerzas vitales. Las manos entumidas se niegan a sostenerle y, con ira, se arroja al suelo, sentándose en el mecedor, y entre impaciente y perplejo, se pregunta qué hará para ocupar el día. ¿Leer? No. Los libros le hablarán de poder, de riqueza, de amores, de cuanto es triunfo, alegría o dolor en los hombres. Uno, dos, tres… insensiblemente, cuenta los clavos de la puerta. Se levanta, barre; pasea a trancos, empeñándose, pueril, en no pisar las rayas del pavimento, y el nimio detalle conduce su imaginación hacia los días venturosos de la infancia. De nuevo se sienta, gusta la necesidad de enfrentarse con su vida, remontando su curso hasta hoy, hora por hora; reconstruirla, analizarla… ¿Su vida? Sí, ¿qué ha sido su vida?

II

En el verdor de la sabana, con sus casitas pintadas de colores vivos, de metálicos tejados relucientes, y los bohíos de adobe cobijados de palma, finge la villa, a lo lejos, un rosal florido. Colinas suaves la protegen de una parte, mientras por la otra la pradera abre vía al mar cercano. El río cantor la circunda, y sus linfas retratan garridas doncellas, cuyos cuerpos acarician las aguas voluptuosas borbotando en los chorros y en la somnolencia de los regatos. En las florestas aledañas la tabaiba embalsama leguas y leguas los caminos asoleados. La cabra extrae de las hierbas aromosas leche exquisita, y la abeja, reina de aquel jardín, ahíta de ambrosía, multiplica los panales. Las muchachas de la Capital, encuentran en su regazo morbideces para los cuerpos enjutos y paz espiritual para las penas de amor. El aire sano y los baños fluviales excitan el apetito, y la hospitalidad de la gente crea el contento en torno de los limpios manteles. Galana tierra de bucólica, si engendra héroes, les impone la ecuanimidad de la naturaleza y les siembra en el alma un grano de poesía. Tal es el solar de Antonio Portocarrero.

En la soledad del enclaustramiento, ¡cómo le alegra la visión del riente valle nativo, y con qué placer buscaría reposo y olvido en sus montes fragantes! Cada casa, todos los árboles, las vueltas del río, las piedras de las veredas, presentes en su memoria, le evocan mil incidentes que podría hojear ahora cual páginas de álbum

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iluminado. Su primer recuerdo data de los cinco años: una vecina entra de improviso en la casa tirándole de la oreja y acúsale de haberle sorprendido con su hijita, escondido entre la ropa sucia. «Jugábamos a los matrimonios», balbuce jirimiqueando, y la madre, entre bromas y veras, asienta: «comadre, amarre su gallina que tengo mi gallo suelto»; pero a renglón seguido, con un rebenque, le aplica en las espaldas la primera prédica de moral y la más elocuente demostración de la existencia del pecado original. Diablo de chiquilla aquella, le aventajaba en dos años y fue su iniciador. ¿Qué será de ella? ¡Honesta casada, sí, y cargada de hijos! Los ojos le echan chiribitas.

Hasta los ocho años su vida transcurrió entre juegos con la chiquilla, perturbados por las insinuaciones tempraneras del genio de la especie, y baños en el río, en compañía de las vecinas. ¡Qué cosas veía!… y tanto, que alguna guapa moza, advirtiendo su embelesamiento, exclamaba: «¡miren qué ojos tiene este malvado!». Cada día le aportaba en sus horas un momento de dicha. A la sombra del mango frondoso que asombra el patio, después del almuerzo, su madre cocía en paila de cobre, de interior estañado, sobre cuatro piedras y a fuego de leña, el dulce de leche, industria famosa del lugar y de la cual era ella especialista. Toñico, como le apodaban, y su novia, en cuclillas, velaban la paila, siguiendo ansiosos los vaivenes de la paleta moviendo la jalea para que no se pegara del fondo. Las bocas se les hacían agua; pero al fin, extendida la pasta sobre la pulcra tabla para cortarla en panetelas, se les adjudicaban paila y paleta. Los pulgares rebañaban veloces hasta pulir estaño y madera. La saliva fluíales por las barbillas hasta los cuellos. Las disputas menudeaban y afirmando los moquetes el predominio del macho, desmentían el proverbio, pues, a pesar del amor, no bastaba que uno solo comiese. Otro de sus grandes placeres se lo ofrecía el juego de escondite, entre el pajón de la plaza en cuya linde habitaban.

En los atardeceres, de la hierba emergía deliciosa tibieza. El abrojo enjoyaba la verdura con sus estrellas de oro. Los cuerpos chafando tallos y hojas, les extraían sus aromas. Los insectos, viscosos algu-nos, les hurgaban las piernas, picábanles hormigas, y las espinas arañábanles; acontecía también, y esto era lo más terrible, que a lo

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mejor, entre los matojos, erguíase Pepe, el gallo de la casa: la cresta sangrienta, las barbas trémulas, erizadas las plumas, hiriéndoles casi con sus pupilas vidriosas. Molestado en su señorío, empinábase con gravedad cómica, presto a defenderse con sus afilados espolones. ¡Cuántas cosas decía aquella actitud de coraje y reproche!, y en tales instantes, cortos felizmente, pues el gallo convencido de sus pacíficas intenciones, dardeaba su cantío y aleteando con ruido tornaba a escarbar gusanos, Pepe, les infundía más miedo que las correas de su madre, a las cuales llamaban: «Juan Gómez, tanto pica como come». Y a través de los años le impresiona aún la gallardía de aquel reto. ¡Ah, si todos sus compatriotas alegaran así sus derechos, no estarían él y otros en esta cárcel inmunda y el país perdido! Cuando había visitas en las casas respectivas, provistos de la merienda –una galleta sobada y media panetela de dulce de leche–, les enviaban a buscar gambusinos bajo un guayacán rodeado de mullido tapiz de hojas muertas, o enlazadas las manos, serios y cuidadosos de sus trajes limpios, iban al patio de un bohío inhabitado a encelar en una espiga de pata de gallina un ñoño de jazmines don Diego de noche, para adornar la imagen de la virgen de Regla, santificada en los hogares. ¡Dichosa edad!

Cumplidos los ocho años, sufrió los primeros cambios desa-gradables en su vida. Terciada al busto la saqueta de tela con el libro primero de Mantilla, pizarra, cuaderno de escritura, tintero, pluma y clarión, tomó el camino de la escuela de varones. En su casa había aprendido a deletrear, y la escuela fue siempre castigo con el que su madre le amenazó. Ya no le llevaron más a bañarse con las mozas del vecindario, y terminaron los retozos en la grama con la chiquilla. Medrado el cuerpo, la musculatura se anunciaba vigorosa. Nadador como un pez, exploró el fondo de los charcos del río; jinete audaz, echarle la pierna a un burro y tirarle del pelillo obligándole a corcovear, era su placer. La escuela convirtióse pronto en sitio de recreo: la lectura, algarabía coreada, y en los ratos de silencio, una mosca que volaba con un rabo de papel hacía estallar las risas. El maestro manejaba recia palmeta de roble. Los chicos se untaban ajo en la palma de la mano, suponiéndole al zumo, según fama, la virtud de partir la madera. Y con qué hom-bría las extendían saboreando de antemano la venganza; pero

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la palmeta resultaba intacta y la mano encandecida. ¡Cuántas ilusiones como esa habíanse desvanecido en sus luchas con la fuerza! Además de las vacaciones reglamentarias de estío, las de Pascua de Navidad, Semana Santa, los domingos y las numerosas fiestas de guardar, los más de los días eran de asueto, ora por quebrantos de salud del maestro o de los hijos, ora por partos de la mujer y otras causas domésticas. Cuando las puertas del aula cerrábanse, abríanse las del campo. Aquella sí valía la pena. El río, con sus hondos remansos y su rápida corriente, ofrecía liza a los ardidos, quienes se zambullían hasta coger arena con la boca o se dejaban ir aguas abajo. Agazapados en las cucarachas del cascajal, atisbaban a las lavanderas, que, las faldas arremangadas, bateaban en las grandes piedras marginales, y a las bañistas, al salir, modeladas las formas por la camisa mojada, o cuando tendidas boca arriba, el agua borbollante les cubría el pecho de encajes y las descotaba o alzaba la fimbria, descubriendo ocultas delicias. Si la imprudencia de alguno les vendía, arrancándoles a la contemplación golosa de un blanco muslo venusto, perseguidos por gritos y maldiciones airadas, partían cual potricos por sobre los cayados calientes. Pero mejor eran las carreras en burro, en pelo, en la sabana, y más todavía, una pelea. Dividíanse en dos bandos, uno en cada ribera, baecistas los unos, azules los otros, afiliados de acuerdo con las simpatías partidaristas de las familias. Servíanles de proyectiles los duros cocorrones del guayabo, y se batían, reidores, regocijados, arremetiéndose en el agua misma, con las peripecias de la refriega, hasta que una de las dos guerrillas ponía en práctica el «pies para qué os tengo», o un guijarro lanzado por mano artera, hacía una baja, que conducían a la casa entre gritos de protesta, mientras el aporreado zollipaba presintiendo que encima del chichón recibiría una cueriza.

Antonio, de tarde en tarde, placíase paseándose solo por la sabana. Echado sobre la hierba rica en esencias, observaba el cielo azul, muy alto, hasta la hora en que los chivales entran en la población, la abuela a la cabeza, y en pos de ella, en ringla, el cabrío barbudo y apestoso, las hembras, con los cabritos pegados a los pezones, en tanto que berreando los chivos triscan con las madres. Así, iguales, sucediéronse los días medidos por el toque,

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a la del alba y a la oración, de las alegres campanas de la iglesia, hasta la madrugada de noviembre en que, a horcajadas sobre un caballo, emprendió el camino de la Capital. Contaba a la sazón catorce años. Desde meses antes, un tío, informado por su madre de su inteligencia y progresos en la escuela, de la que era el primer alumno, había escrito pidiendo se lo enviaran para que ingresara como interno en el Colegio de San Luis Gonzaga. La partida, prorrogada de semana en semana, al fin se fijó para después de las fiestas de la Virgen, aprovechándose así la compañía de los capitaleños que viniesen a ellas.

¡Nunca fueron las fiestas como aquel año! Desde las vísperas se animaron las calles solitarias por el tráfico de campesinos que vienen a mercar, y de las pandillas de muchachas, que afanosas y parleras, recorren las tiendas en miras de las novedades recién llegadas de la Capital. En la iglesia se hacen los preparativos, y en las casas el trajín doméstico se aumenta con la labor de pintarlas de nuevo. La cosecha de café fue buena, y todos tenían monis que gastar. La orquesta de baile llegada de Santo Domingo estaba formada por los mejores instrumentistas, y, entre ellos, el bombardino, natural del pueblo. A la alborada, a la salida de misa y de las salves, a los acordes de danzas y valses, sumábase el estrépito de los triquitraques, cuyos mazos apagaban los granujas con pies y manos, de los montantes y de las detonaciones de las cámaras. ¡Y qué misa, la del día de la Virgen! La iglesia de bote en bote. En la tarde, la imagen de Nuestra Señora de Regla recorrió en procesión las calles principales, barridas, desherbadas ex profeso y cubiertas de pétalos multicolores. Seis doncellas cargaban las andas florecidas. La Virgen, con su joyante túnica blanca bordada de oro, manto azul y corona de pedrería, entre cálices, turíbulos, diosa de aquella Arcadia, ponía en cada pecho el contento de vivir o la promesa de un milagro. Teorías paralelas de muchachas tocadas de albos velos, con cirios encendidos hechos de la cera más fina de las colmenas, procedían: una de ellas, la chiquilla, su ex novia, que, grave, casta, ni le miró. ¡Quién hace cuenta de cosas de niños! Los bailes, rumbosos como jamás, y hasta le pareció a él que ni las feas comieron pavo, y las notas de las danzas sugerían más elocuentes las declaraciones de amor a

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los ladinos capitaleños. ¿Y las corridas de anillos y macutos, y las cenas? No sé si todo fue magnífico, hecho adrede, para que él no lo olvidara. ¿Y el Peroleño?…

Érase el Peroleño, legítimo descendiente del ilustre señor don Pedro Leño, perniquebrado, pequeño y redondo, el lampiño rostro malicioso, en los labios finos y rojos, sonrisa despreciativa. La nariz remangada; negro el mostacho; la cabeza de escaso pelo lacio, plantada en un cuello arrecho, se iluminaba con la lumbre de los saltones ojos azules y picarescos hasta la desfachatez. El pecho abultado y los hombros anchos desafían los golpes del contrario. Colocado en su trono, de modo que se moviera al menor contacto, lucía espada, cruces y medallas; cimera empe- nachada y adarga embrazada en la diestra. En la izquierda sostenía una calabaza o vasija llena de agua de tuna. Los jinetes contrarios, a escape, le pegaban con la siniestra, y el muñeco a su vez, apli-cábales un lamparón bermejo. La victoria era de quien salía ileso del encuentro, y para él, la ofrenda de un lazo con ancha moña rizada que antes se ostentó en corpiño femenil, o palma que, las más de las veces correspondía al triunfante Peroleño. Toñico sentía cominillo, irresistibles ganas de correr; se le antojaba fácil el éxito: alcanzar el lazo de la ex-novia, ser admirado y aplaudido. Y tal empeño puso, que alguien complaciente le prestó caballo, por una carrera nada más, e hipándose sobre los estribos, pasó, alcanzando al muñeco con tan leve pasa-gonzalo, que apenas si unas gotas señalaron su primera derrota.

¿Y el testamento del Peroleño?… ¡De rechupete! El noveno día, caballero en un borrico, seguido de ruidosa cabalgata de damas y galanes, paseó el pueblo. En las esquinas fue leído el testamento, en verso, con sal y pimienta, satirizando a las autoridades y notables. Al maestro también le tocó su chinita; y cómo la rieron los alumnos, exclamando: «¡Ya nos las pagó todas juntas!».

Y después, la despedida de su madre, llorosa, repitiendo con-sejos y recomendaciones: «estudia, sé bueno, que eres la única esperanza para mi vejez».

A cada vado del río, el corazón le da un vuelco. De entre los cendales de la aurora, las lomas surgen azules o verdes, según la distancia, y su mirada zahorí distingue con arrobamiento el guano,

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la yaya y el maguey que las tupe, y en la vera del camino, hasta los cayucos, alpargatas y guazábara ve con afecto olvidando las veces que sus garras le sangraron. Desde sus nidos, ocultos entre las madejas áureas de los fideos, chinchilines y julián-chivíes salúdanle con sus píos onomatopéyicos, alborozados con su partida que les libra de un enemigo, mientras las campanillas, aljofaradas y las carmíneas flores del carga-agua y las cabritas, con la frescura de sus cerezas, le invitan a quedarse. Los viajeros satisfechos, caminan a pares, escapeando de trecho en trecho, comentaban los incidentes de las fiestas. Alguno se confesaba preso entre las redes de una linda pueblerina; otro insinuaba observación maleante acerca de este o aquel acto, que hacía prorrumpir a esotro: «por eso nos llaman búcaros a los capitaleños»… Y así, entre bromas y chichisbeos galantes, las lindas amazonas y sus caballeros corrieron las catorce leguas, excediéndose de ojos y boca estrepitosa la alegría.

¡Cómo ha volado el tiempo y mudado los hombres y las costumbres! Su riente pueblo de bucólica ya no será el mismo; pero con todo, con qué placer iría a limpiar su cuerpo de las inmundicias de la prisión, tirándose de cabeza en Los tres charcos o en las chorreras de la Piedra del Chivo, para que el agua corriente le lustrara el espíritu puliendo huellas dolorosas…

III

Cuando Antonio, conducido por el tío Tomás, traspuso el umbral de San Luis Gonzaga, al día siguiente de su llegada, sintió que algo se desgarraba en sus entrañas. El severo edificio, de dos pisos, adyacente a la iglesia de Regina Angelorum, abría sobre la calle numerosas ventanas altas y bajas y una sola puerta, flanqueada esta por dos cañones enterrados boca abajo. Convento de clarisas franciscanas hasta fines del siglo XVIII, cuartel en 1822 y en 1863.

A su vista, el muchacho se había detenido vacilante, sobrecogido, y su tío hubo de empujarle por el pasaje abovedado comunicante con el claustro. El negro portero, que guardaba la entrada como antaño la hermana tornera, tañó una campana. Detrás de ellos venían, en hombros de dos rapaces, el catre de tijera, con su forro

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de recia cotonía, un lebrillo y un baulito de cedro, herencia de los abuelos, en el cual el cuidado de la madre había ordenado dos mudas de rayadillo y dos de pearl river vuelto del revés, seis camisas y otros tantos pares de medias; jabón, peine, una latita de betún de la marca El Gallito, y un cepillo, un par de guillotinas de marroquín morado, aguja, hilo, botones, sus libros y útiles de escritorio, y en un rinconcito, envueltas en papeles de seda y estraza, panetelas de dulce de leche, y un escapulario de la Virgen de Regla relleno de alcanfor.

El claustro se ofreció a la mirada de Antonio hecha a registrar el campo con todos sus detalles en pocas ojeadas. Era un cuadrilátero en cuyo límite alzábase el primer cuerpo del edificio en todo su largo. A la derecha un cuartelillo ruinoso; a la izquierda, la iglesia y viejas paredes, y al fondo, el refectorio, la cocina y un lienzo más, también caduco. La mayor parte del espacio ocúpalo el jardín. Dos palmas airosas le forman portada y lo encuadra una verja de madera descaecida, apoyada en pilares de mampostería. Los arriates, formados por botellas vacías clavadas de pico, están plantados de cien hojas, mosquetas, purpurinas y un nido de amor que se atavía con espléndidas rosas. Erectas cañas de azucenas, suspenden blancos cálices odorantes; carmesíes lágrimas de Venus que acendran una gotita de miel; la humilde flor de todo el año, inodora; amarillas copadas reventonas como su pariente el clavel; celias, modestas rivales de la margarita, aunque las estrellas de su corola no hayan sido jamás interrogadas por amantes. Aguaceros, nardos, albahaca y reseda, que saturan la noche con sus aromas capitosos. La cambutera con sus corales escala graciosamente la verja. El jazmín del Malabar, reta a sus vecinos con el armiño de sus pétalos. Un cerezo que, cuando enfrutecido, riega granates mientras los pomposos girasoles siguen el curso del astro, la celeste rueca hila el linón róseo de la Vara de San José y el níveo o con purpúreas vetas, de los lirios. La sangre de Cristo resplandece por sus cinco pétalos, cual cinco llamas prendidas por la flecha del pistilo, y su prima, la cayena, es un coágulo sanguino. Cuatro naranjos de pomas de oro, amparan bancos de piedra y nutren orquídeas cuyas flores semejan mariposas. Con discreción de pobres, conviven con los orgullosos rosales, la cara de hombre, de

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hojas caprichosamente matizadas y el Corazón de Jesús, que rodea su vela blanca con guardabrisa violeta; la tónica yerbabuena, la malva, la salvia y la ruda, de zumos benéficos; el hinojo, propicio contra el aojo, y el llantén de hojas y espigas eficaces para colirios y tisanas; y entre la coraza verde de las hojas fulge la flor de cigarrón, ígnea mano crispada. La verdolaga, rastreando, extiende el terciopelo de sus hojas. El cuartelillo está cubierto por las hojas rígidas de la efímera y nocharniega flor de baile y las guirnaldas de la trinitaria. Entre el jardín y el edificio, un almendro crece a prisa, como si estuviera ganoso de favorecer la ventana del Rector, y en fila, defendidos por cercas de caña, sendos raquíticos ejemplares de manzano, avellano y peral, y una mata de rabo de ratón, el añoso tronco mutilo, alza un solo ramo nevado. Junto al aljibe, un redondo arbolillo de granos rojos escuda del sol una tinaja de hierro. A la puerta de la iglesia, malangas, de hojas verdes o manchadas de blanco, y dos naranjos gemelos, de frutos regañados por las propias mieles, y en último término, al fondo, un flamboyán, que cubre con sus ramas sin hojas el brocal del pozo y cuyas vainas negras restallan derramando las duras semillas.

En el marco de la ventana más occidental, apareció la cara pálida, ascética, sonriente, del padre Billini, y con su vocecilla aguda y el índice, a la par, les señaló la puerta de acceso a su departamento. Antonio subió detrás de su tío, por la escalera de ladrillos; y en la presencia del Padre, a quien se le había enseñado a venerar como a un santo, tal era la fama de su caridad, se mantuvo en pie con el sombrero en las manos, apretándole las alas. Mientras su tío expresaba la gratitud de la familia por la merced de recibirlo gratis o correspondía a las preguntas del Padre indagando por los del lugarejo, parientes y conocidos, él examinaba con suspicacia campesina al cura, canijo, nervioso, de ojos inquietos, nariz aguileña y finas manos de cera, que se agitaban dentro de la sotana de Meriño, tal una lámpara azotada por el viento.

La mano rectoral sonó por dos veces una campanilla, y mo-mentos después, acudió un vejete menguado de estatura, fuerte, sarmentoso, ceñudo, con luengas barbas canosas. Era don Marcelino, el prefecto. El Padre le entregó el nuevo interno, y Antonio, después de abrazar a su tío, siguió a aquel por salas

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y pasillos, escaleras abajo y arriba, hasta el dormitorio, vasto salón con ventanas a un ángulo del patio y al coro de la iglesia, al que se llegaba por un pasadizo húmedo y estrecho, y escalera, comunes ambos al campanario. Los catres, cerrados, se mantenían sobre sus patas por una cuerda enlazada en una de las cabezas, cubiertos por sábanas pringosas y teñidas de sangre de chinches. Don Marcelino le señaló su sitio, del que tomó posesión, colocando catre y baúl. Y tras un imperioso venga, echó a andar a su zaga hasta las aulas. En el curso primario ingresó el recién llegado, sin examen previo, sin encuesta alguna que clasificara sus conocimientos, sin que le percibiera el profesor que declamaba a gritos la lección.

Érase una sala, partida longitudinalmente por vigas blanqueadas, a manera de columnas. A los lados, pupitres colectivos con sus bancos de pino, y en los intercolumnios otros más pequeños. Hasta un ciento de alumnos los ocupaban y producían constante rumor de colmena irritada. Cuando Antonio, perplejo, despistado, se acogió al asiento más próximo a la entrada, sintiose oprimido por una sensación angustiosa, que había experimentado dos veces ya en su vida: una, la zambullidura inesperada y por primera vez en un charco hondo del río, y otra, el día en que vagando solo por la sabana, se extraviara. Poco a poco, a medida que sus ojos reconocían el ámbito, fue recuperando ánimo. Aquí y allá, descubrió caras de compueblanos que le habían precedido. Uno de estos, le llamó con la mano desde el extremo opuesto, y Antonio, escurriéndose, le alcanzó. A su paso estalló un coro de risas: le habían lanzado un monigote de papel con una pelotilla mascada que, pegándosele al cuello, temblequeaba por la espalda. Corrido, acosado, se refugió silencioso junto al amigo y continuó la inquisición. Del techo pendían dominguillos que la brisa zarandeaba.

La sala tiene ventanas enrejadas a la calle, por las cuales se traficaba en golosinas y solía asomar la cara algún muchacho callejero que arrojaba por entre las rejas un grito chusco, o un alumno que se prevalía de la ocasión para mofarse del maestro. Este, mulato, fornido, alto, las greñas aceitosas, largas las uñas y con orla negra. Le revoleaban los ojos chispeando en las órbitas. Vestía de dril, y la americana tenía siempre las sobaqueras seña-

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ladas por una mancha sarrosa. Tocábase con sombrero alón de fieltro blando, grasiento. De memoria sin rival y puntualidad inta-chable. Ni lluvias torrenciales ni ciclones le intimidaban, entraba y salía a la hora exacta, marcada en el reloj de níquel con gruesa cadena de plata. Recitaba, con sus puntos y comas, todos los libros de texto, y de tal modo mecánico, que eludía las preguntas que no estuvieran formuladas con las mismas palabras que él aprendiera; y si los discípulos, azuzados por otros profesores, suscitábanle discusiones para obligarle a razonar, él imponía la autoridad inapelable de la letra impresa. A las siete en punto de la mañana descargaba otras tantas veces sobre la mesa un mazo, recto el índice y con voz tonante, comenzaba la clase de Religión: «Diez años después de haber ascendido Nuestro Señor Jesucristo a los cielos, vinieron los apóstoles San Pablo y San Bernabé». Y proseguía, recorriendo los rangos; interrogaba sin que nadie le contestara; él mismo con rapidez ensartaba la respuesta. A cada hora, hasta la meridiana, variaban la asignatura y el número de porrazos, no el método, e igualmente de dos a cuatro de la tarde. Su paciencia superaba a su memoria; si en cortísimo tiempo aprendió sin faltarle una tilde las doscientas páginas de un tratado de Agricultura, jamás se violentó contra aquella hampa infantil. ¡Pobre maestro! Antonio evoca su figura con simpatía. La política le separó de las aulas y le encaramó en la judicatura y cátale ahí en el manicomio. Por las mañanas, desde un muro del ex Convento de San Francisco, entre otros orates que vociferan, él truena predicando a las vecinas y a los raros transeúntes. El Presidente Lilís, le sentenció diciendo de él, cuando alguien recomendándoselo enumeraba entre sus conocimientos el latín: «malo, malo; negro que sabe latín se vuelve loco».

Mientras profesaba, los muchachos, sordos a sus lecciones, entreteníanse, unos labran con un cortaplumas la madera de los bancos y pupitres, grabando en ellos palabras obscenas; quienes pintando monos en los cuadernos o peleando pajaritas de papel engomado. Disputaban, reñían, y cuando el escándalo invadía las otras aulas, don Marcelino, airado, implacable, aparecía. Los ingenuos echábanse de bruces escondiendo las caras. El viejo desfilaba pegando, sañudo. Adivinaba los delincuentes o los

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denunciaba alguna venganza empapada en lágrimas. El demonio castigador, al acercarse, fingía equivocarse con el vecino, volteaba por sobre su cabeza una pita del grueso del pulgar, en dos, y cuando el muchacho regodeábase, creyéndose a salvo, recibía el formidable latigazo. Excusábase el Prefecto, que seguía la maniobra hasta que huía la víctima o se doblaba sollozante bajo el flagelo cruel. A las veces les golpeaba en las corvas con una maceta de roble; además palmoteaba a troche y moche. Otros castigos consistían en arrodillarlos con los brazos abiertos, o con la cabeza debajo de los travesaños de bancos y sillas, o hacer en el suelo determinado número de cruces con la lengua: las frentes sudorosas manchábanse con el polvo rojizo, desollábanse las rodillas y sangraban las bocas. Para las faltas graves existía el calabozo: covacha obscura, debajo de la escalera principal, con puerta al pasillo de ingreso y ventilada por una claraboya. A los impenitentes metíanles de pies y también de manos en un cepo, y así pasaban horas aduncos o tendidos sobre el piso duro y meado, o a ley de Bayona, que se aplicaba en cuclillas, atados a una vara por debajo de las corvas y sobre los codos.

A la verdad, aquella congregación era una jauría; pero su fiereza no igualaba al inquisidor. Antonio no olvidará mientras viva la sorpresa dolorosa de una madrugada: soñando hablaba en voz alta; don Marcelino oyó sus relaciones y le despertó macerándole con la soga las flacas carnes desnudas. Viejo terrible, para ellos encarnaba a Satanás, ni perdonó jamás ni acarició nunca, enternecido o vicioso. Siempre zahareño, el cigarrillo en los labios. Solo el alcohol le dominaba, y cuando la tisis le extinguió el aliento en los pulmones, según publicara un periódico local, confesó haber sido uno de los que en la calle del Turco, en Madrid asesinaron al general Juan Prim.

Durante todo el primer día, Antonio permaneció quieto, receloso, estudiando el terreno, a caza de mutuas simpatías en los rostros vecinos, constantemente renovados, pues ninguno tenía puesto fijo. En el internado se mezclaban orígenes y colores, huérfanos y ricos, expósitos y vástagos de familias potísimas, y a estos se agregaban los externos que solo concurrían a las clases. Los había vestidos con lujo, pulcros, calzados de cabritilla;

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pobres, de limpias ropas reveladoras de los afanes maternos; otros harapientos, con las orejas terrosas, la piel curtida, el pelo enredado, piojosos, pero ligados todos por dos sensaciones: hambre y miedo, al servicio del más rico y del más fuerte.

A las cuatro, concluidas las clases, alineados o en pelotones, en el espacio medianero entre el jardín y el edificio bajo el ojo de don Marcelino, el profesor de gimnasia les hizo mover a compás las extremidades, saltar y ejercitarse en barras paralelas, escalas y argollas. Luego el Prefecto mandó las evoluciones militares, y cuando al fin, después de más de hora, su voz ordenó «rompan filas», la reata se desbordó en todas direcciones, con alegría bulliciosa de la toma que arrolla la presa. Antonio fue a sentarse en el cuadro formado por bancos de madera entre el aljibe y el pozo, sitio de descanso, luego del recreo y la cena. Alguien le colocó una pajita en el hombro, señal de reto. Le miró sin ira. Entonces otro gritó: «banilejo, chinchoso», aludiendo al cuento que pretende que las chinches fueron traídas a la capital por los habitantes fugitivos de Baní cuando la invasión de Dessalines. La puya se le clavó, hiriéndole en los amores por su pueblo, cuya nostalgia sentía con intensidad. Se plantó, y como viera uno, más o menos de su tamaño, que reía enseñándole los puños, rápido, la cabeza gacha, le embistió derribándole de soberbia morrada en el esófago. Los demás se arremolinaron. Antonio buscó en torno suyo otro pollo. El vencido se levantó, jadeante, y entonces acataron todos al triunfador, advirtiendo el cogote recio y las manos encallecidas por las jáquimas, mientras le decían «yo soy tu amigo», «compai Toño, con usté no va ná», y otro sentenciaba: «su madre del que acuse». La riña había terminado en el mismo instante; pero Antonio conquistó de sus pares respeto y también un mote, el ovejo, y desde entonces, al menos en su presencia, Baní no tuvo más chinches.

La congregación sumaría hasta unos ochenta, entre los siete y dieciocho años de edad. En el recreo dividíanse en corros o se aislaban. Los mayores conversaban o leían, los demás jugaban a los toros, fingiendo uno de bicho con un palo en los dientes a guisa de cuernos, o bailaban trompos, que recogidos en la palma de la mano eran lanzados de punta al canto de monedas o botones, y

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ya al morir de cabeza, a lo cual llamaban la moteca: el ochavo o el botón, en una o varias veces, debía salir del espacio demarcado por una raya; otros dábanse a los bolos. El mayor interés estaba en las disputas por los distintos valores de las bolas de vidrio, de colores, clasificadas en razón del volumen y pintas en su germanía, bolones, bolas, fifises, gaticas, aguas y güesos, y por los turnos de salida para determinar quién el mano, el trasmano, el trastrás y el porra; o sobre si el contrario al disparar un por todo lo que coja o un ponte allá, que mató, había o no robado tierra. También se jugaba al hoyo, que consistía en introducir monedas desde una distancia convenida en un pequeño agujero escarbado en la tierra, ganándose tantas cuantas en él cayeran. Tales partidas efectuábanse a resguardo de la mirada zahorí de don Marcelino. Los más pobres contentábanse con la rayuela; o con el chato, es decir, el mismo juego de bolos adaptado a los medios naturales, una lasca redondeada y semillas de cajuil. Las riñas menudeaban y la gritería manteníase siempre en el tono más agudo, por lo cual las intervenciones del zurriago eran frecuentes, o los belicosos firmaban la paz en el calabozo, pues ningún sedante más eficaz que aquella suerte de caponera para calmar iras y olvidar agravios.

En las primeras semanas, el temor a don Marcelino y la morriña hicieron de Antonio un colegial modelo, habiéndosele promovido a la categoría de ayo, la que le otorgaba autoridad de segundo sobre una sección de diez, vigilada por un decurión. Para tales comisiones escogíase a los mejores o a los más hipócritas, duchos en «tirar la piedra y esconder la mano». Mas, pronto, se adaptó; conociendo a cada uno de los condiscípulos, sumó amigos y restó simpatías, descubría que también allí sobraban medios de solaz, como en los charcos del río y en el pajón de las sabanas. El patio, situado detrás del claustro, le confió sus secretos. En las mismas celdas de las monjas, intactas aún las cuatro paredes de algunas, crecían guineos, lechosas, mangos y caimitos. La escobita respetaba tan solo las construcciones pétreas de antiguas tum-bas. El cundeamor, tejiendo mantos de verdura, cubría las tapias, convidando al zumbador y a los chicos con la pulpa roja de sus abiertas cápsulas de oro. El chayote y la auyama, la patilla y el melón extendían sus sarmientos desgarrando las pantorrillas de

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quien buscara en su maraña el gordo fruto escondido. Las parchas y caguazas cuelgan, y para alcanzar sus nectarios, preciso es tre-par por los bejucos tramados que suelen ceder al peso, o subir agarrándose de los agujales. Para Antonio, ninguna distracción vale como tenderse boca arriba, aspirando el olor de la tierra y el aroma de las plantas en aquellos boscajes, algunos de los cuales pudieron ser consumidos por el fuego bíblico; peccato gonorrhoerum, dijo el santo sienés.

Transcurridos los primeros días, la vida del colegio se le va haciendo soportable; al cabo del primer mes acepta, y antes del segundo, destituido de su cargo honorífico de ayo, ha recorrido la escala de los castigos y ha sido clasificado entre los revoltosos. Su inquietud de azoguillo, sus ojos y piernas habituados al campo sin vallados, padecen en el espacio estrecho de las aulas… ¡Y luego, tan uniformes y reglamentados los días!

A las cinco de la mañana, invierno como verano, la voz imperativa del Prefecto despegábales las sábanas y diez minutos después, hechas las abluciones con poca agua, peinados, vestidos, a la hila, dirigíanse al salón de estudios, en donde, ante una imagen de cuerpo de la Purísima, cantaban las primas en latín. Y ¡qué latín!, ni los esclavos africanos de Roma lo entenderían. En seguida, en fila india, al refectorio a desayunarse con una tacita de café claro y un mollete de pan de dos onzas incompletas. El trayecto lo amenizaban con una canción en francés, ¡y qué gabacho! Aún retiene una frase de las que ululaban en coro: te peti-pié de la yurné. Una hora de estudio, interrumpida por quejas de vecinos quisquillosos, causantes de una dosis temprana de rebenque, y por el permiso, que por parejas se les concedía para ir al patio. De siete a once, clases. Luego otra hora de estudio, y a las doce el almuerzo: un plato de sopa, en el cual nadan fideos, y otro de plátanos salcochados, arroz y frijoles colorados, y entre días, carne guisada, completándose en estos el denominado bandera nacional, y como postres dos guineos, o mangos, o jobos, o caimitos, según la estación, cosechados en el propio colegio. De nuevo al estudio, comenzando las aulas a las dos. De cuatro a cinco, gimnasia y ejercicios militares; luego, una hora de recreo, en el que las expansiones naturales eran comprimidas por la

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vigilancia del Argos. A las seis, en ringla, para la cena –pocillo de cacao y un pan seco, con boca– y esta sazonada al ir y venir con un coro en español, pura jerigonza, sin concierto ni sentido, tal como la frase del «saber la luz», convertida en «Isabel la aguja», y así por el estilo. El recuerdo de tales cosas le hace reír maguer las amarguras de entonces y los dolores de hoy. Una hora más de estudio, y tras de cantar las Completas en latín de cocina, a la cama. Tres campanadas ordenaban silencio. Los sábados se suprimía el estudio en la prima, pero en cambio repetíanse los ejercicios militares y se cantaban las Letanías, y antes de dormir, baño general. Aquello era de verse; como no había baños en el plantel, el convento en pelota, en torno al brocal del pozo, se enjabonaba, vaciándose encima cubos de agua acarreados por cada quisque. ¿Y los domingos? ¡Tremendos! Obligados a levantarse para asistir a la primera misa, la de alba, comulgaban aquellos a quienes le cumplía, y luego, sentados en el salón de estudio, sin el alboroto y regodeo de las cátedras, bostezando; y cuál sería el fastidio, que algunos (entre ellos él), faltaban para que los encerraran en el calabozo. Allí lo pasaban mejor. Solo los primeros domingos de mes se les permitía salir hasta el atardecer.

Pero tan monótona existencia, a pesar del tirano que la regía a precio de cardenales y encierros, tenía sus variantes. Durante el día, el patio con sus escondrijos era palestra: a pares o en pandillas, se ventilaban las cuestiones de honor, con puños, pies, cabezas, uñas y dientes, y alguna vez cuchilla traidoramente esgrimida, o a pedrada limpia. Don Marcelino, a vergajazos, arremetía al modo de amigable componedor, y el calabozo apaciguaba los ánimos. Además, el patio, tan provisto de frutales como un huerto, les brindaba, de enero a diciembre, los bananos, con sus opimos racimos que, separados en manos y escondidos entre las cepas, a los doce días cabales estaban maduros. Esto llamábase hacer un nido. En primavera y verano, mangos y caimitos, recogidos en la madrugada goteados o trepando por las ramas a favor de las paredes; en otoño jobos, cuya madera frágil causaba frecuentes caídas, y en invierno, naranjas. La rapiña de estas constituía la más escabrosa empresa: por claustro y patio, según las consejas, en la noche vagaban las ánimas en pena de aquellos cuyos huesos suelen

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encontrarse excavando el suelo o que reposan en las tumbas de cal y canto que aún existen. Había pues, que no temerles. Toño era de los valerosos. Sonadas las doce, desnudos, provistos de una funda de almohada, a gatas, se deslizaban hasta los naranjos, y empinados sobre los poyos de piedra o resistiendo clavadas de espinas y rasguños de los muñones resinosos, consumaban el despojo, y los árboles que la víspera fingieron grandes vasos de malaquita incrustados de áureas gamas, amanecían libres de las pesadumbres de las pomas, manifestábase entonces el polvo en el piojillo de las horas. También se robaban las gallinas en complicidad con el propio cocinero, para sancochos y locrios, devorados en conventículos. Esta era hazaña de los mayores; pero como Antonio poseía la maña necesaria para captar las gallinas que dormían en el higüero del traspatio, ahogándolas sin que gritaran, participaba en ellas. Cuando acaecían tales depredaciones, se practicaba un registro, encontrábanse baúles y pupitres atestados de naranjas, o se disponía una confesión general; mas, el secreto se conservaba fielmente. ¡Zoquete quien revelara! Antonio aprendió en sus propios carrillos que importaba más callar, y así, por la rejilla del confesonario, no pasaron más pecados que los comprendidos en los cuatro primeros mandamientos.

Los domingos primeros de mes eran gloria pura. Desde las ocho de la mañana, uniformados de rayadillo, gorras de paño azul con viseras de hule, y en una cinta negra en letras doradas «Colegio de San Luis Gonzaga», se desbandaban por las calles capitaleñas quienes tenían en la ciudad familias o encargados, pues forasteros y huérfanos quedaban en libertad en el jardín. Las aventuras de tales asuetos eran tópicos para el mes: el baño en la playa de Güibia, disputándose quién nadó hasta peñita, hasta curazao o hasta santomás, que así se nombran las tres peñas que casi cuadran el hondo y amplio balneario, y la irrupción en las quintas vecinas desguazando mangos, cajuiles, naranjos, mameyes y cocales, y las excursiones a comer guayabas a los montes de Galindo, caimitos en Pajarito o limoncillos en San Carlos; y los paseos en bote hasta los Tres Brazos, con paradas en el pueblo de Los Minas, para comprar casabe de ajonjolí, jarto reso y conservas de coco y naranja; o por El Placer de los Estudios, más allá de la punta de La Torrecilla, con

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los correspondientes baños en los remansos del río a la sombra de ceibos y copeyes o en la playita del Retiro; y al pequeño mercado del Ozama, haciéndoles otomías a los campesinos que allí trafican. De tales correrías regresaban algunos hinchadas las caras por la ponzoña de las avispas, heridos los pies, o el brazo en cabestrillo y con el relato, hecho entre risas y pavor, de haber tragado agua en un cantil.

Pero entre todos los del año, dos días magnos señalábanse en el calendario del Colegio con dos cruces: el del patrón San Luis Gonzaga, y el del Rector, San Francisco Xavier. Al primero se le hacía el novenario, presidiendo su imagen, revestida de cándida sobrepelliz, la capillita del estudio, y ante ella cantaban a coro –«pide a Dios que yo te imite, santo joven Luis Gonzaga»–, intercesión que, si la hubo, jamás mereció la merced divina. El segundo sobresalía por la copia de regalos, en su mayoría golosinas –frutas, fuentes de trémulas natillas, reposado arroz con leche, espolvoreado con canela, pudines de a dos libras, blanqueados con suspiro y adornados con grageas, confites y una banderita en el ápice–, que entraban majestuosas en manos de la negra azafata, vestida de limpias y sonantes sayas. Desde la víspera de ambas fiestas, suspendíase toda suerte de castigos, se indultaba a los presos y se penaba a quien fuese con chismes y quejas a los superiores, siendo lícitas todas las diversiones. Además, y eso era lo de p p y w, se les autorizaba el asalto a las bateas de las vendedoras de dulces que, después del mediodía, acostumbraban poner tienda bajo la propia ventana del Rector o a la sombra de los naranjos de la Virgen. El Padre pagaba, y como esto lo sabían las interesadas, traían su venta íntegra.

Antonio se ríe, y con qué ganas, recordando aquel su salto felino, para caer sobre la repleta batea de la mulata curazoleña, que a pesar de la garantía, miraba espantada cómo aquellas manos ágiles, tal un instrumento de tortura, se abrían y cerraban apuñando los piñonates melcochosos, el alfajor empolvado como presumida señoritinga, el bienmesabe, de pasta tan suave como los bizcochos esponjados, los frágiles y levemente dorados merengues, de corazón fundente; las pastas de leche, el azu-carado huevo-mejía sobre papelitos de veriles plegados; los

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chupa-bebis, empaladas las distintas figurillas acarameladas; las botellitas, llenas de fragantes licores, que al romperse corren por las barbillas, y los gordos canteros de pan de batata. ¡Cuánta cosa buena! Los bolsillos atestados, en cada dedo un dulce, las palmas agobiadas, pegados en las orejas, corrió a encerrarse con su botín, en busca de un rincón oculto entre cepas y sarmientos para darse un atracón. El Padre en viéndole pasar, rompió a reír, exclamando en tono tanto más alegre cuanto era raro, «¡muchacho gandío, gandío!». Dos veces, únicamente, le oyó la voz cantarina, esa y una madrugada en que al filo de las tres, orinando por una ventana del dormitorio que daba al claustro, surgió de las tinieblas mudas, a compás del chorro: «¡ey, ey! ¿quién es el soldado meón?». Era el Padre que venía a despertar los acólitos que le ayudaban a misa.

Así discurrían semanas, meses, años, cual cangilones de noria. En las primeras vacaciones de verano se hospedó en casa del tío Tomás; pero cuando pasaron las mariposas de San Juan, que los pilluelos cazan en las calles con varillas de coco, y le manearon, con prohibiciones, los pies, baqueanos de los caminos de Güibia y de La Fuente, y de los guayabales de Galindo y la Fagina, se fastidió, echando de menos el bullicio del colegio. Los primos eran tímidos, chinchosos, criados entre las faldas de la madre, y esta, dispéptica, regañona, le tenía ojeriza. A cada paso, su voz estridente gritaba: «este condenao me está perdiendo mis hijos»; y en la mesa, todo medido, sin derecho a repetir, él, que después de las mosucas del Colegio, tenía ganas de sentirse pin-pin, sonándose la piel de la barriga como un tambor; ¿y no había inventado ¡mal rayo la partiera! que del pollo, su presa preferida era el pescuezo, y a chupar carreteles le condenó mientras los demás engullían tiernas pechugas, sabrosos muslos y alas, deleitándose con el amargor del palomo, de esos pollos silvestres nutridos con hierbas aromáticas? En las vacaciones siguientes, se quedó en el colegio. Allí estaba más a sus anchas. Don Marcelino vigilaba menos y se emborrachaba en grado tal, que una noche, con engañifa por supuesto, le zamparon en el cepo. ¡Cómo bramó el viejo inquisidor hasta que el propio Padre lo libertara!

En los primeros exámenes de fin de curso, Antonio demostró los buenos elementos aportados de su pueblo, ganó varios

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premios. En septiembre ascendió. Por otra parte, el tío Tomás había mejorado de situación económica y le enviaba la comida; así tres veces al día, los muchachos repicaban su goleta. El Padre le hizo monaguillo y lo trasladaron al dormitorio de los que pagaban, próximo al departamento del Rector, con altas ventanas enrejadas a la calle de la Universidad, desde las cuales se espiaban los patios de las casas fronteras. Entonces, alternando, levantábase a las tres de la mañana para ayudar a misa, confesaba y comulgaba con más frecuencia, y en las fiestas solemnes, en ayunas, se desvanecía de rodillas en las duras gradas del presbiterio. En la prima noche, novenas, salves, tercios. ¡Cómo escamoteaba padrenuestros y avemarías rodeado de beatas hediondas a andullo y a cucaracha! Empero, de las frecuentaciones de la iglesia, de las suntuosidades litúrgicas, ninguna huella queda en su espíritu. Fue, en realidad, un oficiante desapegado, atento más que a las puertas del Paraíso a capar el dinero que los feligreses depositaban en el cepillo, engullirse los recortes de las hostias, y aprovechar los cabos de velas y cirios para fabricar gallos y boliches. En las procesiones, con la sotana de púrpura, hacíase notar por sus travesuras: si le confiaban el incensario, balanceábalo de manera que las brasas cayeran sobre la gente apiñada en las bocacalles del trayecto, si la naveta, echando el incienso en cantidad producía humo negro y de olor ingrato. Al cabo de los años, cansado de encontrar aquel diablillo en la sacristía, y tras una maldad de a folio, el Padre le arrojó a puntapiés, y púrpura y sobrepelliz dieron en el calabozo, finando su servicio religioso sin haber cultivado la matita de mística reseda. Mas, en cambio, fue un buen alumno, inteligente, aunque desaplicado; predilecto de los profesores, quienes en él vinculaban el éxito de los exámenes; acumulaba sobresalientes, y cuando de gala, en el gran salón de actos, reuníanse las familias de los alumnos, los jurados y los profesores, reventaba de satisfacción, sintiéndose alabado cuando atravesaba el salón con su carga de premios. ¡Si en tales instantes triunfales le hubiese visto su madre, que en el pueblecito batía el dulce de leche sin cesar para vestirle; si le hubiese oído, de puntillas en la tribuna, pronunciar con genial desenfado el discurso en español, pues en esas ocasiones recitábanse hasta en latín, griego, francés e

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inglés, para maravilla de la concurrencia! Cierta vez, el colegial a quien se le confió el griego, se le olvidó el texto pacientemente aprendido, y sin vacilar, seguro de que solo el catedrático caería en la cuenta, conjugó los verbos ser y amar y descendió saludado por salva de aplausos entusiastas, mientras el maestro, encarnado como pitahaya, le fulminaba con las miradas.

Los éxitos le acercaban más y más a las puertas del plantel, alentando envidias y rivalidades. Sus conocimientos crecían más que su cuerpo, y en veces, no podía reñir por parejo con quien remataba una disputa con un «tu tío es un ladrón», aludiendo a que aquel era empleado de Aduana; pero sí castigó siempre, sin medir el tamaño del contrario, las injurias alusivas a su madre. Estas punzábanle conmoviéndole hasta las lágrimas, y el «hijo de…» expiraba bajo su puño en los labios ensangrentados, cuando una piedra certera no le rompía la cabeza al infamante. El escozor de semejantes agravios removíale las entrañas haciéndole llorar entre las sábanas. Cuando un enemigo caído le gritó que su padre fue al lugarejo a darse baños porque estaba podrido, le mordió, le pateó, le escupió, con rabia hasta dejarle túmido el rostro; mas el dardo, su primer dolor de hombre, permaneció clavado muy adentro.

A medida que sumaba ciencia, le placía más la soledad. La Historia le enseñaba con sus espejismos el secreto del poder, sus placeres y sus beneficios; en los guarismos que escribía con tiza en el pizarrón, resolviendo problemas aritméticos o ecuaciones algebraicas, presentía la fuerza del oro; empero, atraíale con sus encantos de poesía y misterio el estudio del cielo. Estas nociones científicas alimentaban su mente, encalabrinada por la lectura de las novelas de capa y espada que le prestaba el guardián complaciente de la biblioteca pública anexa al instituto. Sus imágenes de la gloria y grandeza humanas vagamente supuestas, eran dos estampas: la una un cromo, Pío IX promulgando el dogma de la Infalibilidad, en el concilio de mitras deslumbradoras, y Monseñor Strossmayer irguiendo su rebeldía en el púlpito; la otra un grabado de El Correo de Ultramar: el entierro de Víctor Hugo, de quien se había sorbido Los Miserables. En las tardes, durante el recreo, Antonio apartábase de los entretenimientos propios de sus años, se recogía con un

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libro en una apartada celda del patio, en la cual las lianas habían tejido una hamaca. Instalado en ella, leía con avidez, y, de rato en rato, entregábase a divagar, imaginando una vida gloriosa de luchas y triunfos. Veíase muerto, en un féretro, seguido de tropas y de muchedumbre, o bien subyugando hombres; y en duermevela delicioso, enredábase en mil cálculos por los que llegaba a ser presidente de Francia. Rompía el silencio una lagar- tija reptando entre el follaje, y que, de repente, levantando el cuerpecito, luciendo al sol la membrana traslúcida del cuello, atemorizada quedábase mirando a aquel poderoso, hasta que una ráfaga retozando con las anchas hojas de los bananos, le ofrecía dedada de miel en el áspero cáliz de las flores.

IV

Corría el año 1886, que por cierto no fue de gracias. Presidía la República un general de treinta años, con fama de valor e inteligencia. Meses atrás, la Capital estupefacta vio cercada la casa del ex Presidente Guillermo, herida su señora, muerto un yanqui y él, perseguido, después de apagar a tiros las lámparas, escapar por los patios, huyendo hasta ganar la provincia de Azua, en donde se alzó en armas, y, vencido por su rival Heureaux, acosado, solo, a la postre murió por su propia mano.

Dos candidaturas presidenciales se disputaban el triunfo. La una proclamaba a Ulises Heureaux, alias Lilís, que ya había ejercido la magistratura, y quien, aunque huérfano de popularidad, tenía en su haber los resonantes éxitos militares del Cabao y Boca del Vía. Era inexorable, no retrocedía ante los obstáculos ni le temía a los muertos; sus virtudes: audacia, energía, valor; además, la gente ignara creíale brujo. La otra, a Moya, joven de atractivo talante, laborioso, inteligente, con algo de donjuanismo, congregó en torno suyo a los azules liberales, a la juventud recién nutrida por las doctrinas de Hostos, y a cuantos poseían aspiraciones y soñaban con el progreso, aun cuando en las mismas filas militaran, sirviendo de cimiento a la empresa, conmilitones de los tiempos pasados, y Benito Monción, señor de horca y cuchilla de la Línea Noroeste.

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La atmósfera se caldea pronto, y los periódicos, recogiendo las palpitaciones de ambos partidarios, soplan las llamas. La tarde de un domingo, entre estandartes, banderas, músicas, vivas y cohetes, desfila por las calles brillante y numerosa manifestación moyista. Los adictos se agradaban luego, repitiendo que cuando la cola estaba en el arquillo de la calle Santo Tomás, ya la cabeza había alcanzado la plaza de la Catedral por la de El Conde. A la octava siguiente, fue el turno de los lilisistas, inferiores en cantidad, en banderas y en indumentaria. Los Comités Centrales dirigían con tesón la campaña, y al pie de los manifiestos im-presos, apretábanse millares de firmas de vivos y difuntos en pro de cada uno de los candidatos. A las adhesiones sucedíanse las protestas por usurpación de firmas. A la oratoria cordial de Federico Henríquez y Carvajal, pugnando por Moya, oponíase el ingenio del poeta Scanlan y el del coplero popular Juan Antonio Alix, que servían a Lilís en décimas chispeantes. La juventud recién salida de las aulas del San Luis Gonzaga y la primera hornada de la Escuela Normal, rociaban la arena con su partidismo ardiente, en el cual confundíanse el amor a la ciencia y las simpatías por el caudillo. Ambos candidatos tenían para su guarda y defensa escolta de valientes. En la librería, frente al parque, en la mañana y al crepúsculo, tertuliaban hombres notables, llevando la voz cantante, con el imperio de sus nobles pasiones, Mariano A. Cestero y José G. García, más agresivas en el uno y no menos tenaces en el otro. Y el mismo Presidente solía concurrir aportando comentarios picantes, exprimidos de la malicia campesina y de la observación urbana. Referíase, cierta mañana, con calor, que en la casa de Lilís, custodiada por centinelas, había aparecido escrito con carbón un letrero que decía: abajo el negro mañé. García opina que solo el propio Lilís podía haberlo puesto, a lo cual opuso el Presidente: «no, el negro llora de noche». Y un coro de carcajadas acogió la ocurrencia maleante. Una madrugada, Moya montó a caballo, tomando el camino del Cibao.

Por las ventanas del colegio entraban las lenguas de fuego que abrasaban las calles. Los externos traían el eco de los sucesos, de las conversaciones y disputas escuchadas en las casas, y el vocerío de las fiestas cívicas transponía los altos muros. En las aulas, se

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dividían en moyistas y lilisistas, y entre los plátanos, a pedradas, se libraban batallas.

Antonio, cuyo tío es partidario de Moya, se siente solicitado por este candidato a quien había visto alguna vez jinete en potro overo de larga cola, y que no se cayó un día que se le encabritara. Además, entre todos los que luchaban en la prensa y la tribuna, su tipo predilecto era uno de sus profesores, el fogoso, altivo, Miguel Ángel Garrido.

Los comicios duraron tres días del mes de julio. En la capital, los moyistas protestaron. Apoyado por la autoridad, un negro lacertoso y bellaco, con un gran perro al lado, en el atrio mismo del Palacio del Concejo, en donde se efectuaba la función electoral, coaccionaba. Votaron las tropas, primero de uniforme, después de paisanos. A los campesinos se les afeitaba, y travestidos, cambiando los nombres para que sufragaran dos veces y hasta tres en un colegio, amén de repetir en San Carlos y Pajarito, se les conducía en rebaños, y en las propias barbas de las comisiones fiscalizadoras les sustituían los votos. Los boletines por Moya lucían en el reverso los galanos colores nacionales, los de Lilís, la imagen de Nuestra Señora de la Altagracia. En todos los pueblos de la República ocurría otro tanto, perteneciendo la supremacía al grupo que contara con la autoridad. En pequeñas comunas se registraron miles de electores, y de una se cuenta que el Comandante de Armas, sentándose a la mesa de la comisión, puso en ella su clásico machete de cabo y arengó: «señores, las elecciones son libres; pero al que no vote por el compai Lilí, le trozo la cabeza».

El 21 de julio se pronuncian Moya en La Vega y Monción en la Línea. Se organiza con actividad una columna a las órdenes de Lilís para combatir la revolución. Un mediodía, se conmovieron los rocosos cimientos de la ciudad: había explotado la dinamita que dos franceses preparaban aceleradamente para Lilís: en las rendijas de los tabiques de madera, en el techo de la casa junto al mar, se encontraron piltrafas de carne y los troncos cercenados. Heureaux salió una hora más tarde al frente de sus tropas. Y las propagandas comenzaron en la medida de la expectación. Villanueva le espera en el Sillón de la Viuda, se afirmaba, y ya se le veía caer en la emboscada en aquel estrecho pasaje de la montaña.

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Billini, candidato a la vicepresidencia, fue preso y muchos otros más. El gobierno cae al primer empellón, se decía, y se combinó un golpe de mano; pero delatados, una noche, fueron cercados en las casas en donde estaban reunidos y capturados los jóvenes que debían realizarlo. Las más disparatadas noticias corrían de boca en boca. Lilís entró en La Vega desocupada previamente por Moya. El sol alumbró una mañana la ejecución sumarísima de tres presos políticos, y por la calle del Arquillo, en el negrito (ataúd común del hospital militar), pasaron los tres cadáveres destilando sangre. Los ciudadanos pusieron sordina a las voces, practicando el cuarto evangelio con sigilo. En alta noche, las alegres canciones de una parranda rompen el silencio, suena un disparo de revólver. A la mañana siguiente, la estatua del Gran Almirante de la Mar Océana, que sobre el pedestal de granito, frente a la Catedral, esperaba el momento solemne de la inauguración, aparece, caídos los lienzos sobre el zócalo, y un balazo en la cabeza, señalando hacia el Cibao, como si el escultor, al extenderle el brazo en tal actitud, hubiese previsto los sucesos de aquellos días…

En la segunda quincena del mes se celebraron los exámenes. Antonio había estudiado poco. Ahora a las diversiones del patio se unía el interés por las noticias políticas; sin embargo, valiéndose de mañas, con su natural despejo, soplando a los vecinos para ser oído por el examinador y protestando cuando lo hacían con él, granjeó los sobresalientes de costumbre, y en la repartición de premios recitó el discursito, y un cuarto de hora después estaba en el calabozo, pues le habían sorprendido escondiendo en su pupitre los dulces que le cometía brindar a la concurrencia. Pasó las vacaciones en casa del tío Tomás. ¡Buenos tiempos aquellos! Conquistó la negrita sirvienta de la casa. El tío Tomás, aunque moyista puro, conservaba su empleo en la Aduana, porque, según argüía, era amigo particular del Presidente.

Las nuevas llegaban del Cibao con asombrosa rapidez. No exis-tía alambre, pero sí el telégrafo de los campesinos. Los de ambas facciones las aliñaban según sus deseos, enmarañando la madeja de las propagandas, y el Hoyo de Lima, la Ceiba de Madera, el Aguacate, lugares que Antonio ignoraba a pesar de sus estudios de geografía patria, se hacían familiares a causa de los pleitos que

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en ellos se libraban. Se formaban planes en los corrillos queriendo transmitirlos telepáticamente al caudillo. La muerte de los gene-rales Cartagena y Tavárez, aplanó a los moyistas, pues eran tenidos por hombres de empuje. ¿Por qué habían dejado llegar a Lilís hasta La Vega?, se interrogaban. En tales hablillas, entreteníanse, tratando de explicarse el retroceso de la revolución. De día y de noche, por las calles trajinaba gente de armas. Tomás García y Linares, Comisarios de policía, eran el espanto de los moyistas. Cuando rondaban por la calle, los escondidos salvaban los muros medianeros preparándose a correrías por toda la manzana. Las negras en los patios, lavando, cantaban:

General Benito Yo se lo decía Que en el Aguacate, La vieja salía. Si tú eres Moya, Yo Lilí, Si no te gusta, Yo pa mí.

Aquellas vacaciones fueron realmente las últimas de su infancia. Desatendido de la caza de mariposas y lagartijas, solo le halagan las conversaciones de la tertulia de su tío a la prima, y organizó, bajo su jefatura, los mataperros del barrio afectos a Moya, y a pedradas en la Sabana del Estado, extramuros, o en Galindo, con guayabas, debatían sus prematuras controversias políticas, hasta que una noche, un negrito, jefe del enemigo, le hirió con una lezna en la rodilla, hasta el hueso. Menuda follisca se armó en la casa; curada y vendada la herida, el tío Tomás, con el paraguas viejo, le sacudió el polvo. También solían ir a la briba, saqueando los ventorros, para lo cual, mientras unos distraían con regateos a la ventorrillera, otro clavaba un anzuelo en un racimo de guineos, o en un haz de cañas y hasta en un tocino, para después, tirando el cordel escabullirse con la presa, en tanto la burlada llenaba la calle con el escándalo de sus maldiciones; o bien, concertaban una riña entre dos de corpulencia distinta, el mayor esgrimía un garrote,

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cuya punta había sido embadurnada de la más ruin materia. El pequeño exigía: «sin palo», y la disputa se prolongaba hasta que un transeúnte intervenía, ¡tanto mejor si era una beata! El del palo le suplicaba que se lo agarrara y cuando este asía la punta, tiraba de él y corrían todos como alma que lleva el diablo. El olor avisaba al emporcado su mala ventura. También, provistos de un cordel que mantenían tenso de acera a acera, y corriendo en dirección contraria a los pasantes, les derribaban en el arroyo.

Fue Antonio, con sus secuaces, la desesperación de aquel Hilario, manco y fañoso, a quien gritaban ángel de un ala, gallina de una pata, y quien les apedreaba con furia, y de Rivié, siervo y beato de la Catedral, con voz de emasculado, descaecido, los fondillos flojos, larga americana de dril, entontecido por aquellas burlas.

En casa del tío Tomás, congregábase en las primas noches, en la puerta del patio, al abrigo de miradas inquisidoras, una mano de amigos íntimos y correligionarios, los cuales glosaban a su antojo las noticias del día. Desde luego, que las propagandas daban jugo sustancioso a la charla, y cada uno desarrollaba allí sus inéditas aptitudes de estratégico, criticando las operaciones militares y exponiendo su plan, el único que produciría el triunfo en brinco y medio, según la gráfica expresión. Para unos, el gran golpe habría sido prender al Presidente Woss y Gil cuando estuvo en La Vega:

–Y no hay que darle vueltas, ha sido esa una debilidad de Casimirito.

–No, pues, que Alejandrito es azul. –Bueno, y ¿por qué no esperarían, caray, a Lilís en el Sillón de la

Viuda? Eso sí era darle en la yema. –Pero, compadre, si ese fue el plan de Villanueva, pero Mariano

Cestero se opuso, sosteniéndole a don Pablo, en su misma cara, que no era hora de hacer capú.

–Las intransigencias de los sabios nos perderán, hay que ser prácticos.

–No, y no, Mariano tenía razón; don Pablo es rojo, y, si llega primero, puede entenderse con Gautier y Damián, y aployarnos.

–Todo eso será así; pero lo que yo sé es que revolución que no avanza retrocede.

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–Y Guelito, caray, el hombre de Santiago, que se deja prender asando batatas. Eso me da mala espina.

–Pero chico, no seas pesimista; ¿cuándo se ha visto perder una revolución que baja del Cibao? ¡Ya verás sorpresa uno de estos días! Les contaremos un cuento a estos lilises, cuando vean al manquito volver con el rabo entre las piernas. Y si se perdiere de momento, los Tiburcios se meten en las lomas y será como cuando la de Los Pinos y le darán mucha agua a beber al Gobierno.

–Ah, sí, porque esos son como el maquey, hay que darles candela.

–Dejémonos de ilusiones. El negro es brujo. Y se relataba entonces que Lilís poseía dos muñequitos, a los

cuales consultaba en unión de la vieja María Vicenta Pavilo, que vivía en una casita semejante a un palomar; y de Mauricio Vega, zambo sexagenario de hirsutas barbas de troglodita, habitante de un bohío de yaguas en el patio del ex convento de Dominicos, rodeado de laureles-rosa de sangrientas flores tóxicas, el cual transitaba por las calles, en compañía de una nietezuela, cuyas escrófulas rebosaba en hojas y sucio barboquejo.

Y suerte que no pudo llevar la dinasmita, como dice Luperón, que si no, hicotea mea domine, no nos salva ni la Chiquitica de Higüey –concluía uno.

Una noche cae en la tertulia, como piedra en charco de ranas, una vieja, de almidonada bata de prusiana, muy ancha, la cabeza envuelta en un abrigo de los que llaman de piel de cabra, que le emboza el rostro, con aspecto de lavandera en solicitud de algo a cuenta de la ropa. Cuando se descubre, el asombro rompe en carcajadas estrepitosas. Es uno de los amigos, que se ha escondido, y con tal disfraz sale a tomar lenguas.

–Pero chico, qué imprudencia. –Solo a ti se te ocurre esto. –¿Y si te topas con Tomás García? Y las miradas escudriñan recelosas, no ande por allí el temido

esbirro. El recién llegado refiere el fastidio del escondite, las carreras

por los techos, salvando paredes, algunas erizadas de fondos de

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botellas, y los accidentes por las calles esquivando las puertas abiertas, y al fin pregunta:

–¿Pero qué hay de nuevo y de cierto, caray? –Hombre, dicen… –Sí, «dicen que viene y no viene na», como cantaleteaba el viejo

Silverio claveteando las suelas, en tiempos de Báez, y le mojaron las nalgas con agua salada.

Antonio, desde su rincón, en la penumbra, inmóvil para no ser advertido, escucha ávido, sin perder palabra. En tales noches, no le importan las diversiones callejeras, y olvida que le aguarda con sus caricias silenciosas la negrita oliente a aceite de coco.

V

La llave gira en la cerradura, el cerrojo rechina en las anillas, chirrían los goznes y la puerta parte, al abrirse, la estera que la luz ha extendido sobre los ladrillos. El alcaide entra, portador del cestillo de mimbre, y seguido de un penado astroso.

–Buenos días. –Buenos días. El carcelero, barcino, rechoncho y vulgar, macizo, sesentón,

con el manojo de llaves pendiente del cinto, avanza hasta la mesita. Antonio, por hablar, por oír una voz humana, siquiera fuese la

propia, interpela: –¿Quién lo trajo? –El viejo… Se encamina a la mesa, evocando la figura de aquel negro viejo,

con ancas de eunuco, belfos fláccidos y húmedos, argollas de plata en las orejas, quebrada cintura, caminando a trancos, puesta en la cabeza la tabla de pan de gloria, que pregona por las calles al son de:

Pan sobao… e,Tostaíto… e,Pa tomá con té,Pa bebé ca fé.Como en la casa no hay criados, él se presta a traerle las

comidas, casi por caridad. La cestilla, desflecados los bordes y

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rotas las asas por el trajín, contiene el desayuno. Sin duda el alcaide lo recibió a las ocho de la mañana y se sirve a las diez, después de un registro minucioso. El preso, habituado a tales penalidades, extrae la cafeterita de hoja de lata, un pan partido en dos, untado de mantequilla norteamericana, y una arepa de maíz amarillo. Entre bocado y bocado, sorbe por el pico el café frío; mientras el penado carga en hombros el baché con las excretas que, agitándose, expanden sus pestilencias. El alcaide se balancea en el mecedor. Tiene ganas de charlar, pero la altivez de Antonio le cohíbe. Siempre seco, nunca le da pie. Masca callado con desgana visible. Tras el último sorbo, el preso le recomienda:

–Mande decir a casa que me envíen ropa limpia y libros. El alcaide recoge la cesta, y de un tirón cierra la puerta haciendo

sonar con fuerza el cerrojo y la llave. Supino sobre el catre, Antonio ensarta de nuevo el hilo de sus

recuerdos. Cuando el 1º de septiembre volvió al Colegio, cambió de clase.

Sus compañeros fueron entonces jóvenes que le superaban en más de tres años; él era el único que vestía aún calzones, y por cierto que, encogida la tela por las continuas lavadas, se le engarabitaban por encima de las rótulas, sin que a su vez la chupa bajara más allá de la rabadilla, obstinada en durar sin estirarse a la par que el dueño. Dos simientes trajo en el espíritu, las cua-les, al fermentar, le habían de distraer de los estudios: las pa-siones políticas hervorosas, en cuyo ambiente respiró durante las vacaciones y que continuarían entrando en ráfagas por las ventanas, y la imagen de una muchachita, hermana de uno de los condiscípulos, entrevista en el patio en las visitas de los sábados, y a la cual había hecho plantón al sol y bajo la lluvia en la esquina, y escrito cartitas, que arrojaba al balcón cuando estaba sola. En ambos frutos en agraz mordió con ganas, y sus jugos acidulados le producían sensaciones perturbadoras.

Comenzó de nuevo el desfile interminable de los días. Las noti- cias se reflejaban en las caras de los externos, que repetían lo oído en sus casas, y así, adobadas por los intereses de cada bando, difundíanse por aulas y claustros las alternativas de la guerra hasta que se supo que Moya y Monción habían traspuesto la frontera.

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Lilís había triunfado, y al entusiasmo en los moyistas sucedía el temor a las persecuciones y venganzas, que con la altanería de los vencedores, avivarían los odios.

Antonio, a fin de ganarse las motas para los jalaos, que compraba por un agujero practicado en un muro del patio, por donde se comunicaba con una casa del vecino callejón y las golosinas que traían las dulceras, puso mesa de memorialista, escribiendo las cartas amatorias que los compañeros enviarían los domingos de salida con las criadas, o lanzarían los audaces con su propia mano. Así se inició en las letras, y la tarifa que regía su industria marcaba sus admiraciones: en las de a tres por un real, se refería a César y a la conquista de las Galias; en las de a medio, a Napoleón. Un profesor encomió un borrador que le fue aprehendido en un libro de texto. Sus compañeros le distinguieron, y, a su vez, se sintió superior a ellos, aumentándose sus simpatías por aquel de sus maestros que tenía en los tobillos la huella de los hierros, y traía a las aulas el rumor de sus polémicas, escribiendo en la mesa desvencijada de la clase las cartas a la novia, y la prosa inflamada y restallante de sus artículos, soplos caldeados del ágora. A solas, Antonio, ensayaba sus gestos, el porte viril de su testa, deseando imitarle en todo. Ningún elogio le placía tanto, y su satisfacción rebosó el día en que le encargara repasar la lección: parecióle recibir el mandato de comunicar a los demás la influencia que le dominaba; sin embargo, era una simple lección de geografía, en la cual las maderas tintóreas de Chile se mezclaban con aquellos nombres de ríos y montañas que las hazañas estupendas de conquistadores hispanos y libertadores americanos han hecho célebres. Cierto día le pilló aceptando una dádiva, un medio, para perdonar una falta. La pluma, que en tal momento lanceaba al tirano, cayó sobre el papel. La recia palmeta de roble se alzó indignada, aduriéndole la diestra pecadora. Ningún castigo le dolió tanto. Lloró con ira aquella debilidad, que le rebajaba ante su modelo.

Entre los profesores se contaban un extranjero librepensador, tenaz, laborioso, quien, ¡extraño contraste!, siendo probo, caía en servilismo político nada grato –jamás tuvo las simpatías de sus discípulos, a pesar de la largueza con que les repartía en premio libros y dinero, y de que nunca les pegó–; y otro, nutrido de ciencia,

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timbre del plantel del cual procedía, un tanto indiferente a la inquietud de aquellas adolescencias, que seguía las explicaciones dibujando a la pluma, y si las truhanerías le sobornaban, les echaba. Además por las aulas pasaban de tiempo en tiempo figuras errantes de proscriptos o traídas por el oleaje de la vida, a los que el espíritu filantrópico del padre Billini acogía. Dos no olvida Antonio, el venezolano Miguel E. Pardo, cuando hacía sus primeras armas con la pluma, el recuento de cuyas campañas periodísticas y duelos les distraía en la asignatura de lectura razonada que regentó, y un inglés, alto, de fluvial barba blanca, pulcro, las manos finas que decía descender de los Courtenay de las Cruzadas, y profesaba las de francés y astronomía en mal castellano. Tales aves de paso, arrojaban una semilla al azar, o dibujaban en sus memorias perfiles que al discurrir de los días le hacían reír o añorar.

Antonio cumplió los dieciséis años. Se creía un hombre y reñía con los profesores, y hasta con el mismísimo don Marcelino se atrevió, colgándosele de las barbas.

¡El Prefecto no les inspiraba ya temor! La tos, rompiéndole el pecho cavernoso, sacudíale y los chicos con el ardimiento de la sangre nueva y sana, alzaban el puño.

Transcurrió un año más. La reclusión pesábale. En las noches se escapaba con dos o tres de los mayores para asistir a las zarzuelas que en el teatro de La Republicana se representaban, o recorrer los barrios en busca de sancochos, en la época en que se celebran las fiestas consagradas a los patrones, arriesgándose de cuando en cuando por el de las meretrices. Tascaba el freno. Las lecturas en la quietud del patio excitaban sus ansias. No le bastaba vaguear, quería realizar, e impaciente, medía el lapso que le separaba del fin del curso, de cuyos exámenes saldría armado Caballero de la Ciencia con su título de Bachiller. ¡Cómo se pondrían la madrecita, que en el pueblo riente, mueve y mueve la paila de dulce de leche, y la novia, pues había sido correspondido por vez primera, y por intermedio del hermanito de ella recibía cartitas que le sabían a almíbar!

El carnaval de este año señala un hito en su existencia, deslum-brándole primero con su lujo, e hiriéndole luego hasta provocar su indignación. Eran los días del Empréstito. Aquello no se había

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visto jamás. Los diablos cojuelos, de toscas caretas, cencerros, puercas vejigas, descalzos, sustituidos por pandillas organizadas por jóvenes. Antonio formó en una de ellas. Todos los diablos del mismo color, rojos o negros, lucían carátulas finas, profusión de cascabeles, y campanillas, y racimos de grandes vejigas de vaca, bien infladas y hasta limpias. La vieja roba-la-gallina, que enantes recorría las calles, con un macuto lleno de maíz en el brazo izquierdo y una escoba enastada en la diestra, seguida de vagabundos, que volteaban en cada esquina al grito de

Roba la gallina, Palo con ella, Ti-ti-ti tí, Manatí,

huía desalojada de sus dominios por las comparsas de indios emplumados y relucientes de cuentas, que en torno de un mástil encintado, enhiesto en las bocacalles, trenzan danzas, por las que remedan a los negros Minas, que en las Pascuas del Espíritu Santo venían desde su aldea fluminense de San Lorenzo a bailar sus tangos africanos al son de los cañutos, compuesta de parejas distinguidas que sobre tallos de caña brava bailan con elegancia. Las mojigangas barrocas, de vecinos de los solares del Almirante y Aguacate, oriundos de Curazao, que acompañándose de acordeón y güira vociferaban hasta altas horas de la noche

Rumbamba, rumbamba, Mi caballero, Rumbamba, rumbamba, Por ti me muero,

callan corridas a la vista de la mascarada que figura la Cámara de Diputados, tan perfectamente imitada que pocos hablan y hasta copian el físico de algún representante popular, o pasmadas por el espectáculo de un novio que navega sobre ruedas; y los grupos de dóminos, payasos, frailes, monjas, murciélagos y Parcas, que disfrazando la flor y nata capitaleña de seda y raso,

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alegran y perfuman las calles en la prima noche y bailan en las casas donde hay piano. Los engalanados coches de plaza y los particulares, en las tardes del domingo, lunes y martes, conducen al Presidente, a los notables de la política y del comercio, quienes derraman sobre las mujeres, sentadas en las aceras o asomadas a balcones y ventanas, copia de rosas, arroz pintado, confites, pomos de esencia, ovillos de hila, objetos de fantasía, muñecos, y en el ardor del combate, cuanto en las tiendas hay que pueda servir de proyectil más o menos galante. La locura carnavalesca, alimentada por las libras esterlinas del banquero holandés, agitaba las manos de los privilegiados que al sol primaveral encadenaban la autonomía de la República. Antonio se sintió arrebatado por el torbellino, recibió y devolvió los objetos que esparcía la insensatez desde los coches; pero cuando el Miércoles de Ceniza puso la cruz en las frentes, apagando el júbilo de los cascabeles, y el viento barrió los restos del arroyo, pensó con tristeza y vergüenza que su maestro, preso en la Torre del Homenaje, por haberse opuesto en la prensa al Empréstito, le reprochaba su debilidad, y con el mismo impulso que le empujara días atrás bajo una careta bicorne, escribió un artículo corto, cotejando las teorías de los economistas sobre el empleo reproductivo de los empréstitos con las escenas de Carnestolendas, y las flores y joyas con que los magnates, divididos en banderías adversas, obsequiaban a tiples y coristas en el teatro, para terminar amenazando a aquellos con el anatema de los Padres de la Patria. Lo copió con su mejor letra, enviólo a El Eco de la Opinión, y al siguiente domingo le deleitó la lectura de su prosa de estudiante, ceñida a las reglas de la Retórica. ¡Cómo había manejado los tropos! ¡Y qué sonoridades tenía su nombre impreso! El lunes temprano, los sabuesos de la Gobernación le husmearon; pero contra ellos prevalecieron las puertas del San Luis Gonzaga, y la cólera del Padre Billini. El tío Tomás, que conservaba su empleo en la Aduana, y de quien las malas lenguas echaban cuentas comparando el sueldo con sus gastos y los ahorros convertidos en casas, vino a verle y le regañó, aconsejándole: «muchacho, déjate de lirismos, y sé prudente, que Lilís no olvida ni perdona».

En julio se graduó; pero no le fue dable ir a abrazar a su madre; debía permanecer en el asilo del Colegio. Leyó con furia, sin orden

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ni método, incitado por los títulos o la fama de los autores, mezclan-do los juristas con Sue y Víctor Hugo, los economistas y los poetas, deleitándose con los versos de Mármol contra Rosas, con los doce Césares de Suetonio y los discursos de Castelar. De tales graneros, extrajo algún provecho, indigestando mente y memoria de hechos y nombres históricos, frases rotundas y palabras sonoras y brillan-tes, que luego habían de vibrar en su prosa con redobles de tambor.

Después ingresó en el profesorado, sin vocación, como medio de vida, hasta la tarde de un domingo en que, a la salida del circo de toros, tensos aún los nervios por los lances de la corrida, un oficial de la policía le puso la mano en el hombro a la voz de «venga conmigo, de orden del Gobernador…». Lilís tiene, en verdad, excelente memoria. Ese día y en el mismo sitio, se hicieron numerosos presos; decíase que Moya y los expulsos se movían. Desde entonces, ¡cuántas veces había entrado por la puerta monumental de la fortaleza ascendiendo las gradas de piedra de la Torre! Unas por sus escritos, otras por conspiraciones o porque acaecían levantamientos en el Cibao. Su nombre figuraba en las listas de la Gobernación y, cierta vez, se le inculpó conjuntamente con otros correligionarios del incendio de la cocina de un bohío de San Carlos. Había habitado todos los calabozos de la Torre: este, el de Peynado, donde Báez mantuvo durante seis años al general Jacinto Peynado; el del aljibe, húmedo, casi subterráneo; el del pañuelo, que tiene la forma de un pañuelo esquinado; la Capilla con su ventanillo que permite robar al celo de los carceleros el espectáculo de unos metros de calle; el de Colón, donde se dice, sin ser cierto, que fue encerrado el Descubridor por Bobadilla; el del Profeta… ¡Qué horror! ¡Entre estos muros siniestros, en este ambiente mefítico, había vivido lo florido de su juventud, enterrando sueños de gloria y de amor!

VI

A la hora meridiana, la atmósfera escalda en la celda. Antonio, boca arriba, el busto desnudo. El calor le angustia.

–¡Qué vida! ¡Ni una ráfaga, ni una gota refrescantes; y Dios sabe hasta cuándo!

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–¡Ah!, libertad tan querida, tan ansiada… ¿Siempre le oprimirá la tiranía, que obliga a los ciudadanos a

andar encorvados y mudos, cual si fusta candente brillara ame-nazante sobre las cabezas gregarias? ¡Y a tal rebaño de castrados, el tirano en sus papeles públicos y él en sus artículos denominan pueblo dominicano!… ¿En dónde están los varones? Y la simiente de hidalguía, ¿se ha podrido acaso en el fango? Sin embargo, a menudo caen espigas al surco, a pleno sol en el cadalso, o en las sombras, en las propias calles capitaleñas, y hay aún, pocos en verdad, corazones leales que en el exilio y en la misma tierra palpitan por la patria. Del ochenta y seis a acá, cuántos tránsfugas, si ya casi no restan nombres qué tachar entre los firmantes del manifiesto sustentador de la candidatura Moya-Billini. En la rebotica de la Librería, en su telar de encuadernador, Enrique Peynado señala con una raya en un ejemplar del manifiesto a quienes se pasan, mientras don José, a través de sus lentes, escudriña la rúa comentando los sucesos cotidianos, y escribe la historia en humilde pupitre de pino, manchado por la tinta nada más. También Lilís no desdeña entremeterse de raro en raro a la tertulia, y con su voz meliflua, sazonarla con uno de sus cuentos de doble intención, que corren de boca en boca por el país entre risas y alabanzas. ¡Parábolas del Anticristo criollo!

Y la prensa, ¿qué es?, se interroga Antonio. Ni entidad, ni poder, ni cosa que lo valga. Semanarios anodinos, un diario de información, revistas literarias efímeras, y hojas impresas, más o menos periódicas, que un italiano industrioso edita; y hoy ni estas… ¡Cuántas plumas rotas! Los paladines del ochenta y cuatro contra Gollito, y los del ochenta y seis contra Lilís, peregrinan unos por playas extranjeras, otros anotan cifras en los libros del comercio, y algunos, hartos de ayunas se han apropincuado al festín; mas a pesar de la ola de cieno calcinante, aún combaten péñolas: Eugenio Deschamps, Miguel A. Garrido, cuyos penachos han atraído tantas veces el rayo. Pero, ni siquiera se es libre para elogiar, ni se anuncian los movimientos de los cruceritos de la armada. Es un círculo de hierro al rojo blanco, y el que se descuide se achicharra.

Y por todas partes, en lo más recóndito, la mirada de Caín que penetra hasta el fondo. Ni el hermano es de fiar. Las paredes oyen,

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espían. Enmurado yace el pensamiento. La vida es una pesadilla. Y las esperanzas se alejan cada vez más. Moya, después de nueve años de destierro, arruinado, regresa caducas las aspiraciones. Luperón, con todos sus prestigios de caudillo restaurador, derrotado y burlado en los comicios de 1888 por atabales man- dingas, tocados a las puertas de sus comités eleccionarios, destruida la edición del primer tomo de su autobiografía en oculto auto de fe por la propia mano cesárea, desaparecido por siempre bajo el oropel de los funerales. Marchena, fusilado en La Clavellina, tras un año largo de prisión, por haber lanzado su nombre al debate en 1892… ¿Quién, pues, el caudillo mesiánico?

¡Y cómo le escuecen a Antonio las fatigas electorales del 92! Lilís había promulgado su decisión de retirarse del poder. –Estoy cansado –afirmaba. Ya no hacía el cuento de la novia y la escalera; se disponía a bajar, a pesar de pesares. Se pensó en oponerle el rico comerciante Juan I. Jimenes apoyado en la espada de Máximo Gómez. Los lilisistas se dividieron en partidarios de Nanita y de Figuereo, cofrades. Una tarde, el cañón anunció la muerte del primero, ministro de Guerra y Marina. Las gentes cargan ese cadáver a la cuenta de Lilís; sin embargo, no era ese el momento, había ocurrido a destiempo, pues según expresión del mandante, «ese era el saco en que iba a coger toíta la oposición». Figuereo, ducho en hermenéutica criolla, retira su candidatura. Surge entonces la de Tomás D. Morales, que solo él tomó en serio. Eugenio Generoso de Marchena llega de París unos días antes de los comicios y presenta la suya. En derredor de su bandera reúnense cuantos de veras anhelaban la caída de Lilís. Se le atribuye carácter, valor, riqueza, conocimiento de la estructura íntima de la tiranía, agregándose: «Lilís le teme».

En los días de las elecciones, Antonio recorrió las calles a caballo, cabestrero, arrabiataba sufragantes de San Carlos y Pajarito al Parque Colón. Los ánimos se enardecen. El segundo día hubo las protestas de rigor. Y Lilís, irritado, en la esquina frente a la casa comunal, en donde la campana tañía convocando a los ciudadanos, arrebató a uno de sus agentes un puñado de votos, y rompiéndolos ordenó: «que no voten más mis electores». La candidatura Morales-Rivas había triunfado. Marchena, días

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más tarde, en el muelle, al embarcarse provisto de pasaporte diplomático, fue preso; y enseguida, también Antonio y los princi-pales partidarios. Empero, la comedia no había terminado allí. Lilís reúne a los generales y gobernadores del Cibao, y les anuncia que para evitar efusión de sangre, el general Morales había resuelto renunciar en su favor. Al pobre candidato le dejó entelerido tan estupenda declaración. ¡De buena había escapado!

Lilís logra el máximum de poder. González, ministro de Rela-ciones Exteriores, se fuga en un cañonero español y denuncia tratos para arrendar a los Estados Unidos la bahía de Samaná. El 27 de febrero, el Pacificador inaugura su tercer período, y por ante las tropas formadas frente a la Catedral, va a prosternarse, en tanto el Prelado entona el Te Deum bajo las naves góticas. Y, de allí en adelante, el telón se alza para la tragedia, la ruta está indicada por cadáveres. Marchena y ocho más en Azua. Una hora después de la ejecución, Lilís convoca al pueblo en la plaza de armas, y, trepado en una mesa, da la horrible noticia: ¡todos eran azuanos! y muestra una bomba, que dice preparada contra él. Pide un cuchillo, y abriéndola con sus propias manos, descubre las entrañas explosivas. Y sin tropas, permanece una semana, transita de un lado a otro, de día y de noche; audaz, no le teme ni a las iras de los hombres ni a las espinas de la guazábara.

Tres años más tarde, Ramón Castillo, ministro de Guerra y Marina, que reside en Macorís del Este, acusa al gobernador Estay de tentativa de asesinato en su persona. Lilís le llama a la capital. En el Consejo, Castillo, mulato bravo y soberbio, gallea. Lilís le soporta arreglándole el revólver que el otro se ha echado hacia adelante, le hace un cuento, que a las claras dice: «tú, a mí, no me matarás». Luego, los lleva a un careo, los apresa y transpórtalos a su patio de Macorís, y, en La Punta, fusila a Castillo, en presencia de Estay, negro ardido y zahareño; y cuando este, que cree su prisión fingida, porque así se convino, dirigiéndose al director de la ejecución, exclama: «General, ¡así se hace justicia!», este le responde: «pues ahora es tu turno», y en la misma orilla quedan derribados ambos, cuyas rivalidades animó el Pacificador. Lilís reúne luego a los notables en la sala de actos de la Gobernación, les anuncia la nueva espeluznante, y confía el gobierno del

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distrito a un leguleyo. Cuántos de sus amigos, engañados por sus propias manifestaciones, alentaron la ambición de sustituirle o se acercaron a otro candidato, afirman con la elocuencia terrible de sus muertes que el poder es suyo y nada más que suyo. A él no le importa que sus tenientes roben, maten, violen; pero ¡ay, de quien busca con sus actos el aura popular o tiene veleidades políticas! Lilís no les perdona que pongan piedras en ajeno bien o colchón de plumas para caer. Isidro Pereyra y Joaquín Campo, gobernadores provinciales, mueren, el uno en la calle, al salir del teatro, el otro en un camino. Su voluntad cargó las armas asesinas. Y Pablo Mamá, que vive, a pesar de la autoridad que inviste, en los montes de Neyba, en casa inabordable si no reconoce al viajero y, taimado y matrero, ojea las sabanas, observa las huellas, detuvo la mula ante un gajo tendido en la vereda, y allí se abatió fulminado por la emboscada. La villa que conserva en su sociedad la tradición de los caballeros fundadores, la de como feudo a un negro sin letras, bigardo corajudo. Así, en todas las regiones, mantiene la enemiga entre la autoridad y el pueblo, y es, centro del sistema, el árbitro supremo. Formidable tela de araña que se extiende por todo el ámbito de la República; insaciable pulpo que chupa oro y sangre.

Antonio tiembla al considerar la trama de intereses ingentes, de la cual el sátrapa es remate. Toda culpa tiene en él refugio. La avaricia, medro. Dispone de las vidas, como le peta, y el oro le acorre porque incita la angurria pagando dos y tres por ciento al mes por los préstamos que se le hacen. Su vida y su poder significan el goce pacífico de tales beneficios. Todos son sus cómplices. ¿Y quién resiste a sus órdenes? Un panzudo y repulsivo esbirro, muere en las calles de la capital, a manos del jefe de la Policía nocturna, porque no cumplió una de aquellas órdenes de exterminio. ¿Y quién protesta, si él, aunque dice riendo, que no leerá la historia, demuestra horror por la letra impresa? En la propia cabeza Antonio lo ha aprendido. ¿Y no se cuenta, que en la fosa del poeta Juan Isidro Ortea, ejecutado preagónico, Lilís arrojó un ejemplar del periódico en el que este le atacara, murmurando palabras vengativas? ¿Y no murió envenenado en esta cárcel (acaso en este mismo cuarto), Custodio Santo, pobre negrito, por un artículo mal pergeñado? ¿Y en el extranjero no ha

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recibido Eugenio Deschamps dos balas en el pecho, y Abelardo Moscoso puñaladas en la espalda? Así ha creado el silencio. Emite papel moneda sin garantía. Un dólar vale veinte pesos en billetes. Las cosas alcanzan precios fantásticos. El país se arruina, mientras él afirma, inaugurando un ferrocarril que esa moneda es tan eficaz contra la avaricia como la de Solón. ¿Y quién chista, si los cadáveres aconsejan resignarse? Las vidas están a merced suya y el oro es su aliado.

No obstante, hay que derribarlo, se dice Antonio. ¿Y cómo, si suyos son los hombres de armas, si ha rendido o muerto a los adversarios, y tiene dinero, parque y pericia? Una idea le martilla las sienes. Pero, ¿quién sería capaz de la hazaña libertadora? ¿En dónde está el héroe que matando, y tal vez muriendo, redima? ¡Quién sabe! Un escalofrío le sacude. Recuerda una escena trágica. En el ardiente crepúsculo, en el patio de la fortaleza, mira a Manuel Cruz Bobadilla, marmóreo, rubia la barba, el panamá inclinado hacia adelante, encarar el pelotón. Se le acusó de fraguar la muerte de Lilís. El tirano presencia el fusilamiento. El olor de la sangre le embriaga, las narices se le dilatan, le chispean las pupilas y ordena imperioso: «traigan a los otros». Ansía sangre, toda la sangre. Voz amiga le recuerda cuánto cuadra a su grandeza la clemencia. El negro poderoso se enjuga, con ademán felino, frente y nuca. Los conjurados descienden. ¡Son los que van a morir! Pero no, la fiera, calmada, les muestra como lección saludable el cadáver del compañero, amortajado por las rosas del sol occiduo. Él es el amo. Impera por el hierro y por el oro.

Antonio, conmovido por tal recuerdo, siéntase al borde del catre. Sus propios pensamientos le infunden pavor. ¡Sin embargo, un día será! Cuantas veces se abre la puerta, se interroga: ¿ya? Si despierta al conticinio, en escucha de los más leves ruidos, espera la visita de los ejecutores que, al pie del aguacatico, que fructifica a la vera del río, le darán cuatro tiros o, si come, sospecha que los pobres manjares han sido envenenados. Se oprime la frente entre las palmas; luego, sacude la altanera cabeza, desahogando el dolor y la cólera impotentes en un grito mudo: «¡maldito negro!».

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VII

El ruido de la puerta al abrirse, arranca a Antonio de su soliloquio. El alcaide entra con la cantina del almuerzo. El preso, en pie, retira la cuchara y el tenedor de estaño y, uno a uno, los platos, y arrimando una silla se sienta a comer. La sopa, cubierta por una capa de grasa fría, la carne guisada y el plátano salcochado, duros como suela, el arroz con habichuelas tan revuelto, cual si le hubiese escarbado una gallina. El carcelero se desploma en el mecedor, la camisa desabotonada. Gotas gruesas de sudor le corren hasta la empella, cintilando en los pelos de tetillas y ombligo. Resopla como un escualo varado, y después de aspirar con fuerza, exclama:

–¡Caray, qué calor! Antonio engulle aprisa, callado. El alcaide continúa: –Mañana voy a ver cómo te paso al salón; allí estarás fresco y te

divertirás mirando pal río y pal corral de los criminales. –Se lo agradeceré mucho, papá Quin. –Sí, hombre, caray, que ya tienes un año aquí. ¿Cuántas veces

te han metido? –¿A mí?, quince con esta; pero nunca he permanecido tanto

tiempo ni tan solo. –Ahora hay pocos presos políticos. La República está como una

balsa de aceite. –¿Y qué hay de nuevo? –inquiere. –Ná; no pasa ná. El generai está por el Cibao, y el Palacio vacío.

Cuando él se va, no parece ni que hay gobierno. –¿Y en qué anda por el Cibao? –Dicen que a recoger la papeleta. Eso de la papeleta, si que no

me gusta. Figúrate, caray, que estos zapatos me han costado cien pesos hace una semana, y hoy, con un peso, no se compra en la plaza una libra de carne.

–Y el comercio, ¿qué dice? –Ello, repinga su miajita; pero al que no coge el billete, ya tú

sabes. –Y se pasa el índice por debajo de la papada, haciendo una mueca lúgubre.

–Pero esa situación es insostenible –replica Antonio con viveza.

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–No creas ná, muchacho. Lilís sabe más que los blancos de la Impruven, y les sacará más cuartos.

–Pero el país es quien a la postre pagará los vidrios rotos; usted, yo y todos, que con los derechos por las nubes no ganamos ni para comer.

–Yo ni entiendo de eso, ni me meto. El Generai lo arreglará to; con él no hay quien puea.

–¿Usted cree? –¿Que si lo creo? No jeringues, muchacho, si aquí no ha parío

madre otro igual, ni lo pare. Déjate de caballás y arréglate con él. Mira que yo los he visto, que mordían las rejas de rabia, salir de aquí y al otro día ser papacotes. A más de un gobernador le he remachao endenantes buenos pares de grillos. Será presidente hasta que se muera. Ese negro es el demonio y no hay quien se menée.

–Dicen que es brujo –le interrumpe Antonio. –Ello pue que lo sea. Lo que te digo es que sabe más que yo

mismo lo que pasa en la cáice. To se lo cuentan o lo adivina. Yo tengo un compadre seibano, que cree que Lilí es galipote.

–¿Y qué es eso? –Ah, caray, ¿tú no sabes lo que es un galipote? –Palabra que no. –Pues un hombre que tiene la virtud de volveise animal: perro,

gallo, hormiga; y dime si con un marchante así, hay quien se atreva. –Pero de veras, papá Quin, ¿usted cree en eso? –Te diré: yo no lo he visto, pero mi compai sí. A él, siendo

pedáneo, le dieron la orden de prender a un vividor de su sección, que era brujo, y al pecharse con él, cerquininga de una mata de la sabana, se le volvió puerco.

Antonio rompe a reír. El alcaide se incorpora y concluye: –Sí, ríete; pero oye lo que te digo por tu bien: arréglate.

No seas sonso, mira que Lilís está untao y no le entran las balas. –¿Y la que le pegó en la nuca en El Cabao? El barcino, arrastrando los pies, cierra tras sí la puerta. Antonio

se queda de nuevo frente a la realidad atroz, que la conversación con el carcelero ha hecho aún más evidente: la potencia de su enemigo.

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¿Cómo ha escalado la presidencia este hombre, hijo de haitiano, nieto, por la madre, de un prócer venezolano, según se dice, con un poder tan absoluto? ¿Qué hado le solivia constantemente desde las aventuras en la frontera sur, más que de guerra, de abigeato, hasta el Palacio? Antonio se explica que dominaran Santana y Báez; ¿¡pero Heureaux!?…

Los veintidós años de ocupación haitiana habían subvertido las costumbres patriarcales de la colonia en aquella época denominada «España Boba», poniendo en íntimo contacto nuestra sociedad débil con el invasor fortalecido en una guerra feroz, distinto de origen, idioma, tradiciones y costumbres. Su presencia en la Española arroja al Continente y a las Antillas españolas, la cultura y la riqueza; clausura la Universidad, arruina los templos y rompe los pétreos escudos nobiliarios de los portones señoriles. La empresa separatista ofrece campo propicio a Pedro Santana que, nativo de la frontera, odia al haitiano, y en cuyas manos puso la espada libertadora el consejo de los conservadores, temerosos de los sueños de los jóvenes duartistas. Por buenas y malas artes, descuella, siega laureles y se abre paso al poder. Porque había sido jefe de milicias y tenía, por consiguiente, el hábito del mando, se le confía la dirección suprema de la guerra, y porque hubo de vencer, le escogieron por caudillo los afrancesados, es decir, los que por no confiar en la capacidad del dominicano para el gobierno, buscaban las fuerzas necesarias en el protectorado de una potencia. En su hato del Prado, del cual vino y a donde caído o alejado del poder, solía retirarse, aprendió en la lidia con los toros las mañas que sirven para sojuzgar pueblos. Es un hombre del agro; para él, valen el árbol y el ganado más que los ciudadanos. Encarna el principio de autoridad. En 1847, un decreto castiga el robo con la muerte, sin que los procesos sean conocidos por los jurados, y cuatro meses después se ejecuta a Bonifacio Paredes, culpable de haber robado un racimo de plátanos. Cuando el enemigo de allende la frontera y los del lado de acá le asedian y se despena en la anexión a España, su voluntad en la diaria brega con los subalternos y con los capitanes generales que le sustituyen, rompe las reglas de la disciplina; y se indigna cuando uno de aquellos oficialitos rosados, de brillantes uniformes, corta una palma, el árbol más útil de la

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tierra, porque engorda al cerdo con sus granos, brinda al hombre para regalo del paladar la pulpa tierna del palmito, yaguas y tablas para fábricas y a las abejas exquisito licor. Voluntarioso, bravo, zorro, bufa como los toros; fuerte cuando manda, es el mismo que sus contemporáneos han visto acoquinado, con un par de chancletas debajo del brazo, en el muelle, camino del desierto, y que desposeído de la autoridad que venera como a cosa suya, muere sin honor en la patria anexada.

Báez, que es alternativamente amigo, sucesor y émulo de Santana, es una figura de jefe nato. Rico por su casa, con la acometividad de los mestizos, en la época haitiana ha sido corregidor y diputado. Su valor cívico es grande. Cuando en el curso de una discusión tumultuosa, el Presidente Jiménez invade la sala de sesiones del Senado con un grupo que esgrime pistolas, espadas y puñales, produciendo confusión inenarrable, Buenaventura Báez que preside, con ademán de petimetre se descalza para no ensuciar la mesa del bufete, y de un salto, erigiendo sobre esta su pequeño cuerpo, se impone a todos y restablece la calma. Su caballo es el mejor, y él cabalga con maestría. En su mansión reina la abundancia, y en aquel tiempo de pobreza, en que los personajes más conspicuos se sientan en las primas noches a tertuliar en las puertas vistiendo ropas viejas, él come en vajilla de porcelana de Sevres, a franjas rojas –el color de su divisa– pintada a mano, y con sus iniciales doradas. Cuida de mantener su predominio: cierto día uno de sus edecanes se le presenta calzado con botines de charol, iguales a los suyos; imperioso, le ordena quitárselos y le increpa por su falta. Cinco veces le alzan sus partidarios hasta la presidencia, sin que una sola, en las tantas revoluciones que acaudilla, aparezca en los campamentos. En el peñón de Curazao, bien regalado, espera que vayan a buscarle para ofrecerle el poder conquistado a costa de la sangre de sus huestes fascinadas. Cuando pasea por Europa, escribe a los que vagan hambrientos en el exilio, sus triunfos en las Cortes: ha bailado un rigodón con Isabel II; Luis Napoleón le promete cinco mil zuavos que, equipados y pagados por el emperador francés, le restaurarán en el poder tan pronto como arregle la pendiente cuestión de la Iglesia, para lo cual tiene concertada entrevista con el Papa. Y tales epístolas se leen con

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deleite y son creídas, y aquellos hombres se lanzan al campo, y de nuevo, Báez, figuración del principio aristocrático del Orden, rige la República.

Heureaux aparece por primera vez en la Historia, apuntando con su arma al general Salcedo, en la plaza de Moca. Durante años es uno de tantos guerrilleros; un oficial, criatura de Luperón, aunque no tiene como este ideas, ni ideales, ni le escudan las sergas de la guerra restauradora. Valor y audacia, sus méritos. Castigo de propietario depredado o desquite, le ha roto la diestra de un balazo. Es el dardo que desde Puerto Plata, Luperón imperante dispara contra el Palacio de la Capital, y dos veces, a la cabeza de tropas cibaeñas entra triunfador en ella. Cuando sus corifeos le creen instrumento dócil, él se sirve a sí mismo, limpiando su camino, e implacable, cumple el mandato siniestro, sin ahorrar la vida del propio cuñado, que captura y fusila. Suave, meloso, achicándose, meliflua la voz, tolera desórdenes, al alcance de todos los abrazos, se mete al fin en el Palacio, y una vez en él, granjea cómplices venciendo, comprando y matando; pero no veja ni se abandona a sus pasiones realizando venganzas inútiles. Él sabe olvidar agravios, aprovechar al enemigo de ayer y penar al traidor; premia con largueza a los servidores; procede por cálculo, frío y profundo psicólogo, conoce los hombres y los maneja como a títeres. El oro y el hierro adquieren en sus manos virtudes inagotables, y disimula sus preocupaciones de raza, rodeándose de blancos. Cuéntase que el famoso violinista negro Brindis de Salas, de paso en Santo Domingo, fue multado por infracción a las ordenanzas de Policía. El Presidente Heureaux intervino condonándole la pena. El artista le visita para darle las gracias y le enristra enfática peroración, expresándole cuán orgulloso sentíase de que uno de su raza hubiese llegado tan alto. Lilís con un relampagueo de sus ojos le corta el hilo, y apoyándole la mano en la rodilla, termina la audiencia con esta frase: «Mire, ño Brindis, venga otro día, que yo estoy hoy muy ocupado». Negro es la palabra más ingrata a su oído y el insulto que jamás perdona…

En tres apoteosis, Antonio ha visto expuesto el poder de Lilís. Después del fusilamiento de los nueve en La Clavellina, recorre triunfalmente la República, agasajado, honrado por todas las

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ciudades, y al regreso a la capital, saludado por salvas de cañones y discursos de ancianos, mozos y señoritas. Desde el río hasta la Puerta del Conde, y desde la colina de San Miguel hasta el mar, la ciudad se adereza para recibirle. Las casas tendidas de colgaduras, en balcones y ventanas la bandera nacional luciendo la alegría de sus colores, y calles y parques tejidos de garambainas, guirnaldas y palmas. Los empleados fieles erigen un castillo en la esquina de Palacio; el Ayuntamiento, la Colonia Española y la prensa, alzan arcos bajo los cuales, periodistas y damas, le piden la libertad de los presos políticos; el Concejo le prepara un banquete; en su honor se convida a los niños a un bazar; se hacen obras de misericordia; se queman fuegos artificiales: ilumínanse las plazas a la veneciana; se pintan y empavesan las embarcaciones, y una cadena que ostenta la inscripción «Paso al progreso» cierra la barra, para que, cuando entre en la ría, la rompa el crucero «Presidente» a cuyo bordo está el feliz magistrado; el poeta nacional le da la bienvenida, y tres generales le saludan en malos versos impresos en seda y desfila por entre soldados de gala hacia la Catedral.

En la prima noche, un viento fresco agita las banderas, desgreñando el follaje de sauces y laureles tachonado de farolillos. Los vecinos, al acostarse, atracan puertas y ventanas. El mar, furioso, escupe sus espumas hasta el faro. Después de las doce, el viento silba, brama, ruge, sacude las puertas, descuaja árboles, derriba casas. La lluvia impetuosa inunda. De hinojos, ante las imágenes, iluminada por lucecillas votivas, las mujeres rezan: «Dios te salve María, llena eres de gracia». Los osados se arriesgan en las calles. Por el arroyo corren torrentes desbordados, vuelan en las tinieblas planchas de cinc amenazando cercenar cabezas, y familias desvalidas abandonan las habitaciones destechadas. Las centellas alumbran la escena trágica. El viento y el mar acordan antífona estupenda. Es el ciclón. A la mañana siguiente, las últi-mas ráfagas cimbrean los cocoteros y juegan con los restos de castillos, arcos y adornos. Los árboles arrasados impiden el tráfico por los caminos vecinales. «¡No hay leche!», gritan las madres ante las cunas tibias. Clamor de miseria surge de los hogares en ruina; mujeres desoladas buscan a los hijos perdidos; rimeros de tablas de planchas de cinc, cumbreras de bohíos, herrajes de balcones,

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amontonados; hembras encinta, hombres contusos; los faroles por tierra, y los laureles del Parque mostrando al sol sus raíces. Y el Pacificador, incansable, va de puerta en puerta pidiendo a los ricos una limosna para los pobres…

Desde que la banda de cornetas y redoblantes ejecutó la Diana de la Puerta del Conde, aquel 27 de febrero, expectación febril sacude la ciudad. Ni el mensaje presidencial leído por el propio Lilís en el Congreso, ni el Te Deum, ni la inauguración del nuevo edificio de la Aduana, ni la retreta con fuegos artificiales interesan a sus moradores. El baile de trajes que la Sociedad Entre Nous ofrece en el local del Club Unión, y que se anuncia magnífico, acapara toda la atención. Durante un mes ha sido pasto de las lenguas. Figurines y grabados, representaciones de personajes históricos, han corrido de mano en mano; se discute, modifícanse modelos hasta elegir guardándose el secreto para evitar imitaciones. Por las calles se advierte inusitado ajetreo de domésticas que van a las tiendas por muestras y telas, y en las primas noches de las muchachas que se afanan en busca de adornos y perendengues. En casa de las modistas, atareadas a no poder más, se reúnen a garrulear, dando entre risa y beso, su tijeretazo a las ausentes.

–Niña, María se está haciendo un traje de Margarita, todo de seda, pintado por ella misma.

–Le resultará un primor, porque no se puede negar que tiene gusto. ¿Recuerdas qué linda estaba en el baile en casa de…?

–Y Antonia P. de Trovador, de raso… ¡y qué avíos, chica!, le costará un ojo de la cara.

–Quién como ella, si tiene el gobierno en casa. –Y las… que te cuento van las cuatro, y con qué lujo, seda y

piedras finas… –¿Y tú? –Ya verás, de locura; pero chica, el viejo está imposible, se oponía

al raso y ahora pretende que no le ponga cascabeles. Dizque las cosas están muy malas y no se cobran los alquileres de las casas.

–No creas nada. Dale duro en el codo para que abra la mano, que bien puede.

–¿Y tú? –De gitana. Abelardo lo pintará.

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–¡Una obra de arte! Los caballeros no se han empeñado menos. Los sastres rechazan

los encargos. Lechuga transforma sin cesar crines de caballos en pelucas del siglo XVIII. Ricos y pobres, grandes y chicos, asistirán a la fiesta. En las esquinas los jóvenes dialogan:

–¿Qué tal? ¿Has conseguido el traje? –En ello ando. Tengo vendidos tres meses de sueldo y estoy

negociando otros tres. No me salva ni la burburaca. –Pues, ya estoy listo. Mi amigo, el ministro H…, me ha prestado

su firma, en una letra a sesenta días. –¿Y tú? –Yo he comprado en casa de los Bazil un terciopelo blanco que

por mareado lo dan barato; pero como de noche no se le ven las manchitas… Mis hermanas me hacen el traje de Pierrot, los borceguíes rojos me los presta un amigo, y la golilla me la acredita Rocha Hermanos. La cuestión es ir, pues se lo he prometido a la muchacha.

–¡Qué turpén eres! A las 8 de la noche, la acera frente al Club, está ocupada por

multitud abigarrada. En los balcones y tejados vecinos, racimos humanos. A las nueve empieza el desfile de los convidados, los unos en coche, los otros a pie. Un rumor de admiración sigue por el amplio portal a cada recién llegado. ¡Cuánto lujo! Nunca viose una fiesta igual… Y con los comentarios picantes regodease la masa pedestre.

Los tres salones del Club resplandecen iluminados a giorno. Lambrequines de papel de colores y guirnaldas de flores naturales paramentan los arcos de las puertas, los espejos recién dorados y las arañas de cristal; grecas enlazan las guardamalletas. Del brazo de los galanes las damas se pasean exponiendo sus gracias a la vista de los que han hecho del balcón tabladillo para contemplar el espectáculo. Cuando rompe el primer vals, se confunden, se entreveran armonizándose, luces, colores y líneas. Francisco I rutila, cuajado el sombrero y el peto de diamantes: es un ministro poderoso. Carlos V, es un banquero millonario; un centurión romano, lanza en asta y escudo al pecho, que no le solapa los vellos pectorales; reinas, hechiceras, trovadores,

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vampiros, palomas, esperanzas, floristas, margaritas, novias suizas, repúblicas, mariposas, rigoletos, poesías, musas, se deslizan, por el entablado pulido, entre los brazos de galantes caballeros de Carlos III, clowns y pierrots. El Presidente viste calzón negro de seda, calza escarpines de charol con hebillas de oro y medias negras, y se toca con sombrero panamá forrado de raso gris, en cuya cinta deslumbran gruesos brillantes y un espejito frontal. Le acompaña un alto personaje, que se ahoga ceñido por el frac violeta y la chistera gris embutida hasta las orejas, mostrando, mohíno, gordas pantorrillas rurales. A su entrada, la orquesta toca el Himno Nacional. A sotto voce alguien pregunta:

–¿Cuál es el traje de Lilís? –Dicen que de etiqueta parisiense. –¿Y el del otro? –De Lorenzo XVII de la Mascota. Y las risas estallan a dúo. En los huecos de los balcones aposéntanse las mamás, que

vestidas de colores serios como sienta a sus años y estado, custodian a las muchachas, y mientras estas se divierten, ellas hacen trizas los elegantes trajes ricos. La envidia invectiva.

–¡Mira a Fulanita, qué lujo! Después serán los dolores de cabeza y los cobros, si el papá no tiene en qué caerse muerto.

–¿Y esta princesa? Pues si es fulanita, ¡quién se lo había de decir a su abuela, yo que la conocí de cocinera!

–¿Y aquella mulatica, tan apurada, de dónde ha salido? –No niña, es quimá pa sol. –¿Cómo? –Que está quemada por el sol. –Y Zutanita, qué hermosa y bien puesta. No hay que negárselo,

la pobre. –Pero se está quedando, ya anda cerca de los treinta. No sé en

qué piensan los jóvenes. –Chica, pero si ha tenido tantos novios. Ahora la cargan con un

ministro casado. Yo no lo creo, ¡qué va!, pero la gente es muy mala y cuando el río suena…

–¡Ave María purísima! –¿Qué te sucede?

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–¿No ves esa, de azul marino, que está en aquel rincón? –Sí, y… –Pues que no es casada, y se atreve a presentarse aquí. –Te equivocas, se casó hace dos semanas en intimidad, para

poder acompañar las hijas a los bailes. Es muy buena. –En mi tiempo no se veían estas confusiones. Cada oveja andaba

con su pareja; pero ya se ve, hoy todo está revuelto, ni sociedad, ni religión: lujo y nada más.

–Mira al negrito cubaneándose con… ¡y el tío expulso! Fíjate con qué dulzura le habla él, y ella le pone los ojos en blanco. ¡Qué mujeres, Dios mío!

–Le estará pidiendo un salvoconducto para el tío. –No seas tonta… una aduana para el padre. Al terminar las piezas, algunos mozos se arriman a la cantina, en

donde estacionan de preferencia los que no bailan; allí escancian champaña y entre alegres risotadas relatan sus impresiones. Hay quien prefiere templarse con una copa de coñac o de ron del país.

¡La cuadrilla!, ¡la cuadrilla!, claman voces. En los tres salones se organizan sendas tandas. En varias sesiones ha sido esmera-damente ensayada. La tanda presidencial elige por escena el segundo salón, favorecido por mayor número de espectadores. El Presidente, ceremonioso, baila con garbo. Cuando avanza solo, luce su marcial apostura; no pierde un compás, sonríe a las lisonjas cortesanas murmuradas con un rictus que le contrae los labios bezudos, enseñando los dientes, fuertes y blancos… Con el ademán felino que le es familiar sécase frente y nuca sudorosas. Las damas saludan, se contonean con gentileza; los caballeros se mueven mecánicamente temerosos de equivocarse. Al final de cada figura, las parejas de la cabecera indican la próxima, suscitando discusiones rápidas, pues un error es un delito. En la Poule, el golpe de un cuerpo contra el pavimento interrumpe la danza. Carlos V se ha desplomado, y junto a él ríe su compañera, deliciosa pastora de Watteau. El buffet se abre luego de la medianoche. Con el ímpetu con que el ganado se escapa de los corrales tras el ordeño desbordándose por los potreros, la multitud lo invade, atropellándose. Un viejo, sin desguantarse, para no perder tiempo, traga pastelillos y emparedados; la grasa mancha la cabritilla

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y con la boca atestada, previene a los vecinos: «coman turcos, muchachos, que están número uno». Los pies aplastan melindres, dulces, aceitunas, caídos de manos, impacientes. En la primera embestida, dos tinajones de frutas cristalizadas desaparecen. Por la escalera de servicio, al soslayo va un galán escondiendo bajo las faldas de la levita un pudín de dos libras. Por el balcón, amigos complacientes, arrían a los que están en la calle botellas de champaña. Las mamás olvidadas, se indignan contra los gandíos que no las sirven. En su tiempo, afirman, no era así.

El General se retira temprano, sin probar una gota de licor; no hay en la fiesta quien le supere a cortés, baila con decencia sin arrimarse a las damas, y para todos tiene una amable palabra oportuna. Las ligas de la etiqueta se aflojan, cabezas antiguas se muestran sin peluca. La comparsa de los payasos triunfa con sus blancos mamelucos amplios, pintarrajadas caras y cráneos, y en pechos y espaldas reptiles cabalísticos. El champaña atiza la sangre. La orquesta ejecuta con más brío; sus cobres y cuerdas excitan, sacuden, acarician, mientras güira y pandereta cosquillean los nervios, aceleran los giros; y los labios secos se cierran conteniendo un alarido de voluptuosidad revelada en las pupilas lánguidas, las manos calenturientas y las testas que desfallecen graciosas. A las cuatro de la madrugada, las últimas parejas descienden la escalera de mármol. El carabiné, danza final, es bailado con los chales sobre los hombros femeninos; las mamás soñolientas aguardan en el primer peldaño. Luego, en los salones desiertos, mustios, en los cuales penetra ya la luz blanquecina del alba, un grupo masculino apura las postreras copas. Dos poetas, venezolano el uno, dominicano el otro, improvisan a puja, y las rimas galantes cantan las bellezas de cuantas han zarandeado los corazones. Carlos V les escucha complacido, en tanto que un pintor le embroma golpeándole el abdomen con el clac. El sol los derrota. Por las calles doradas, a pie, Antonio Portocarrero se dirige a su casa en compañía del cronista López que, a la tarde, reseñará en el diario la suntuosa fiesta mágica, y que con su disfraz de pierrot, calamocano, escandaliza a las beatas que salen de las iglesias marcada en la frente la cruz de ceniza.

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El recuerdo de la tercera de aquellas apoteosis, acongoja al preso. Érase el aniversario de la Independencia. El Parque de Colón, embanderado, enguirnaldado, rebosa de gente. Entre el Palacio del Ejecutivo y el sardinel de la plaza, elévase una tribuna a la cual se accede por amplia escalinata. En esa cima, el Pacificador se yergue, de gran uniforme, constelado el pecho de condecoraciones europeas y terciada la banda tricolor. Le rodean funcionarios y diplomáticos. Por los escalones asciende una teoría de capullos, infantitas en capullo, el pelo suelto, que personifican la libertad, la República, la justicia, las artes, y entregan al Pre-sidente la espada de honor, costeada por subscripción pública. En la empuñadura de oro fulgen brillantes y rubíes. El Pacificador la ciñe, y su ojo de halcón contempla el concurso. ¡Es el Señor! Su hierro, esgrimido por su mano potente taja en la hacienda y en la carne del pueblo. ¡Es el Señor! El Himno Nacional vibra, y las tropas le presentan las armas…

Al amanecer, el Presidente se levanta, y en el baño comienza a recibir las primeras visitas, que entran a su morada por la puertecilla de la calle Luperón: el jefe del Cuerpo de Serenos, que le trae el informe de las ocurrencias de la noche, el médico que le pasa la sonda, amigos íntimos, proxenetas, espías. Luego, envuelto en una bata de color de castaña, en la cabeza un gorro encarnado, aparece en el balcón de la calle de Las Mercedes a cumplir un dulce rito: dar de comer a las palomas realengas que se congregan allí, arrullándose y disputándose el maíz. Cierto día, una anciana enlutada, el manto a la cara, las perturba, obligándolas a alzar el vuelo, asustadas. ¡Es una madre que desde el arroyo implora por la vida del hijo, a quien en aquel mismo instante ejecutan en la fortaleza! Con su voz suave, Lilís da los buenos días a sus vecinos, y de nuevo en sus habitaciones continúa las audiencias mientras se viste y desayuna. Es tan cuidadoso de su persona, se dice, que con sus propias manos hace la raya al pantalón. Es pulcro, no hiede, su continente es gallardo. A las 9 sale en coche, de americana negra de alpaca, chaleco blanco, corbata de color, pantalón de casimir a cuadros o de dril blanco, y fino jipijapa con estrecha cinta negra. Se sienta en el coche, tirado por yegua mora, con las piernas abiertas y la diestra manca apoyada en el bastón de concha de

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puño de oro. Va al Palacio. De paso, se detiene en casa de algunas de sus mancebas o con un mendigo o con algún personaje.

En su oficina de Palacio, en la cual trabaja sin descanso hasta las 5 de la tarde, con interrupción de una hora para el almuerzo, se contiene toda la vida nacional. En aquel sencillo despacho, sin lujo ninguno, en el cual le acompañan sus secretarios privados, recibe y escribe: es oficina de mandatario y de comerciante. Su capacidad de trabajo es extraordinaria, su actividad incansable, y teniendo excelente memoria, anota sin embargo cuanto le dicen y cuanto observa, escribiendo con hermosa letra la pequeña historia vil de su época. Si raptan una doncella, interviene para castigar o proteger al don Juan, según le convenga. Casa, arregla los matrimonios desavenidos y divorcia; vela por la fidelidad de sus queridas y las de sus amigos; combina siniestros planes políticos y organiza bailes y bromas a los íntimos; con la misma pluma con que ordena una ejecución, firma una dádiva para una iglesia o una carta de amor. No cede a sus tenientes el puesto de peligro. El erario es su hacienda: dispone de él. Toma dinero a préstamo al 3 por ciento mensual, y otro tanto paga a los fiadores de sus letras. Debe millones: no importa. Emite papel moneda, desvía hacia sus bolsillos las rentas y amontona deuda de millones sobre la República. De los diplomáticos extranjeros se aprovecha: les halaga, da la mano para agarrarles por el pie, y con el mismo descoco con que arregla los asuntos internos, trata las cuestiones internacionales. Minucioso, él mismo disfraza a los que en una tarde de carnaval encarga una alta obra de venganza; a quien ordena un asesinato, le da el caballo ensillado y le prescribe emplear el puñal, arma más segura que el revólver, y escolta en un crucero un balandro, convertido en patíbulo; e instruyendo a un gobernador supersticioso, para el asesinato de un hechicero, suminístrale dos cartuchos embrujados con una cruz en el plomo. Mantiene el arsenal bien provisto de fusiles y cañones; sus allegados le prestan propósitos de conquista, y al efecto visita el vecino Estado con pompa, distribuyendo regalos; pero ello no empece para que firme protocolos secretos acerca del territorio discutido y negocie con los yanquis. Habla francés e inglés; es fino en sus maneras, e ignorante de las teorías científicas del gobierno

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y la historia de los pueblos. Crea instituciones a semejanza suya y a la medida de sus necesidades; no lee, aunque alguien asegura haber visto en su alcoba un libro de Núñez, el presidente de Colombia, acotado por él; y él mismo se jacta de que le inspiró la reelección de 1892 la lectura de la Vida de Marco Bruto, de don Francisco de Quevedo y Villegas.

Es un sátiro. En la Capital mantiene dieciocho mancebas, amén de las aventuras que la miseria y el temor le proporcionan y de las hetairas portorriqueñas. No conquista, compra. Blancas, mulatas, negras, de distintos países las posee. De París le han provisto una doncella, y ante su vientre fecundado, él dice riendo que necesita un hijo blanco para meterlo a cura. El ridículo de un cuerno, lo cobra con la muerte; cree mantenerse vigoroso merced a inyecciones de Brown Sequard y a pociones copiosas de Elíxir Godineau. Al crepúsculo pasea en coche por la ciudad, y lo mismo visita a un diplomático o familia principal o interviene en el milagro de una histérica o platica con una de sus barraganas, como prepara un fandango para que sirva de ambiente propicio al asesinato que a la medianoche, bajo su inspección, cometerán los serenos en persona que le estorba. Estos, policía de seguridad nocturna, son el espanto del vecindario; ¡malhaya quien tenga que hacer con ellos! El culatazo es la expresión favorita de su autoridad y las carabinas que gastan se disparan solas. El Presidente ha premiado con cien pesos a uno que dio muerte, defendiéndose, y sin someterle a juicio, al jefe de su Estado Mayor, y castigó con el máximum del arresto al jefe del cuerpo por no haber obedecido la orden de hacer fuego sobre un baile de prostitutas en el cual habíase armado un zipizape y uno de cuyos concurrentes era el comandante militar de la plaza. En tales bailes, extramuros, se solazan la juventud elegante y los funcionarios del Gobierno; la champaña y la cerveza desbordándose de las copas enchumban el piso; los hombres riñen disputándose las hembras, y cuando las querellas degeneran en trifulca, los serenos ocupan las puertas apuntando con sus armas al interior, sin percatarse que haya o no ministros en la sala. Dos de estos han sido cogidos en alegre compañía, en coches que pasean la ciudad con los faroles apagados; otro hace montar guardia a la puerta de una zorra

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para obligarla a serle fiel, y en el ardor de una de esas bacanales, eminente magistrado se ayunta sobre la grama con una grofa. En las noches, en traje civil o disfrazado, Lilís anda por la ciudad, que vive siempre bajo su mirada zahorí, y en las de fiesta nacional se confunde con la multitud apiñada en el Parque Colón y se pasea de chistera, casaca de paño azul con botones de oro estampados con las armas de la nación. Él es el supremo árbitro, dadivoso y temido. Corrompe, humilla, impera.

Antonio, evocando tales escenas, mide la pesadumbre que aniquila al país; la montaña hecha del almodrote de todos los crímenes, de todos los intereses y de todas las pasiones en cuya cima el tirano, látigo en la diestra, se yergue con su carnavalesco frac rojo.

VIII

A las cinco de la tarde un ayudante del alcaide le trae la cena: en el mismo cestillo del desayuno, una poción de cacao, un mollete con mantequilla y un piñonate de coco. También le han enviado dos libros y un hatillo. A tragos gordos, intercalados con bocados de pan, Antonio sorbe el chocolate de agua. Luego, mientras paladea el dulce, hojea los libros, a la rústica: París, de Zola y Cosmópolis, de Bourget. Tras la cubierta amarilla, lee manuscrito: Arturo Aybar. ¡Ah!, este es envío de su amigo Arturo Aybar, que ha regresado de París. ¡Qué punto!…, apóstol, luchador intransigente, se transó con Lilís y hélo ahí cónsul en París. Cuántas veces, calentada por sus declamaciones ciceronianas, movida por sus insinuaciones, la pluma de Antonio atacó al tirano y fue encarcelado; en cambio, el predicador se metió a diablo, y ahora le envía esos dos libros para que ellos le muestren en su celda los placeres que serían el precio de su conciencia: la tentación. ¡Si él quisiera, apagaría la sed de una sola vez! Y desata el lío envuelto en un ejemplar del Listín Diario: calzoncillos y camisilla. De la ropa blanca y lustrosa se desprenden olores de carbón y cera, y a través de los muros, mira él su mujercita inclinada sobre la tabla, que pasa con brío y paciencia la plancha: heroína silenciosa.

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Y acogiéndose al mecedor, Antonio revive sus amores, tragedia sin sangre ni muerte, pero ¡cuán dolorosa!

¡Cómo la conoció! Púber la veía, mañana y tarde, en compañía de una hermanita en dirección del Colegio El Dominicano desde la esquina, en donde él y otros hacían plantón para ver entrar y salir a las muchachas, sin que jamás atrajera su atención aquella chiquilla flacucha y sin gracia. Luego, la retiraron de la escuela, la fimbria de la falda tocó el calzado, y dejó de encontrarla, hasta un día de San Andrés.

Desde mediados de noviembre, la chiquillería proveyéndose de tunas en los batiportes anunciando el famoso día del santo crucificado, rayando de rojo las paredes de las casas y las ropas de los compañeros y de las negritas sirvientas que transitan por las calles. La víspera se inicia el juego. En la mañana comienza la faena de preparar las municiones, lavando los cascarones de huevos que han sido cuidadosamente almacenados durante el año, y que en varias casas constituye industria. Sobre el brasero en cazuela vidriada, se funden unas libras de cera, y en torno de la tina de agua de tuna perfumada con Agua de Florida, se reúnen dos o tres mujeres, y mientras una llena los cascarones, la otra corta parches de trapo, redondos, que la tercera impregna de cera caliente y con ellos tapa los agujeros, entretanto un muchacho coloca aquellos proyectiles en cajones, canastos y barriles. Al mediodía, empieza el trajín de chiquillos que, con el macuto al hombro, vienen a comprar su par de docenas, con los cuales molestarán a las señoritas ventaneras, amagando hasta hallarlas descuidadas. El cascarón revienta en la reja salpicándola, o en la pared chorreándola, o entra traidor, y sobre el corpiño de la hermosa pinta flor purpúrea, arrancándole un grito de susto. La ventana se cierra con estrépito. Al atardecer, algunos jóvenes, entusiastas impacientes, recorren las calles a pie o en coche lanzando proyectiles a diestra y siniestra. En la noche la gente se recluye en las casas calafateando las rendijas, y se mantienen a oscuras los salones.

El día 30 desde el amanecer, los combatientes están listos. En las casas donde se juega, los criados acarrean agua de pozos y aljibes, colmando bateas, baños, toneletes y latas que, transportados

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a balcones y azoteas, constituyen el material de guerra de la tropa femenina. En estas casas se congregan las muchachas. Los adversarios, vestidos de dril blanco o de colores desteñidos, en grupos pedestres o a caballo, o en coches, o en carretas, cargan los cascarones en barriles, canastas y macutos. Alguno de estos grupos lleva una charanga que con sus sones alegra la algarada. La mañana es propicia a los jugadores furtivos, quienes protegiéndose de los balcones con los paraguas, se escurren con mucho tiento junto a las paredes, y cuando descubren una cabeza medrosa, en acecho del lechero o del panadero, disparan el cascarón que ocultan en el bolsillo y se escapan, en tanto detrás de la reja rompe un ¡ay! A las diez, ahí están las luchadoras en balcones y azoteas, cubiertas las miedosas con mascarillas de alambre. Desde el arroyo, los hombres sin cesar arrojan cascarones, a tiempo que de arriba cae sobre ellos una lluvia roja, azul, amarilla. La faena excita a ambos bandos; se grita, los cascarones vuelan agresivos. Los más pudientes, los ofrecen a las muchachas, y los proyectiles, blancos y frágiles, se entrecruzan innúmeros. De raro en raro, se oye un grito, y del balcón o de la calle se retira un combatiente con la mano en el ojo averiado. A veces el accidente es ligero; mas suele ser grave o por lo menos exige fomentos constantes y reposo. Cuando la lidia, entiéndase la lucha, inflama, los de la calle asaltan la casa. Las muchachas les esperan a pie firme, y se mojan cuerpo a cuerpo, se empapan, se sumergen en los baños, o se empelucan con polvos de color: hay quien haya dejado un diente o medio carrillo en el canto de una batea. Después de tales encuentros, fuerza es cambiar las ropas ensopadas. Un armisticio para almorzar, que el combate se reanudará en la tarde con más bríos. A las cinco, algunos, no por más galantes, sustituyen los cascarones con flores y confites; en la noche, estos visitan las casas, rociando a las muchachas con polvos y esencias finas, y aquellos, armados de una jeringa, introducen por las rendijas, o por el ojo de la cerradura, chorro que hace estallar las lámparas, o echan pelucas a los transeúntes. Sonadas las diez, muertos de cansancio, después de una confortante fricción de bay-rum, cada cual rememora en casa, delante de un pocillo de chocolate, los lances de semejantes horas de locura que dejan párpados

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hinchados, brazos molidos, manchas multicolores en las paredes, y en el arroyo briznas de cáscaras de huevos, amén de uno que otro herido de puñal o revólver, pues no todos reciben de buen grado, y más si no juegan, una libra de harina o de almagre en la cabeza. Tal era el inculto y deleitoso San Andrés, carnaval barato con que nuestros abuelos de la Colonia se desquitaban por adelantado las penas del Adviento, y que el progreso ha desterrado de las costumbres dominicanas, importando en cambio los bailes blancos.

En un asalto, Antonio se encontró de improviso frente a frente con aquella chica, magra y nada bonita. Furiosamente se bombardearon con higüeras de agua, cerca tan cerca, que sentían el calor de sus alientos. Se detuvieron, turbados, nacidos los músculos. Ella, apretados los dientes, le miraba altanera, retándole. El traje ceñíale las carnes, mostrando los pechos erectos y la cadera firme. Un golpe de agua en pleno rostro ahogó la mirada lasciva, y el galán respondió arrojando el capullo de rosa que le adornaba la solapa.

El domingo siguiente, la vio pasar grave y serena, al salir de misa, en el atrio de la Catedral, y así los otros domingos, hasta que por Pascua de Navidad, la encontró en una jaranita en casa amiga, y bailaron una danza. No era una buena bailadora, pero ya le parecía simpática, graciosa: algo de ella entraba en él. La noche de San Silvestre, la casualidad los reunió en tertulia para esperar el cañonazo en la cena tradicional: pastelitos, lerenes, maní largo y congo; y con las expansiones del año nuevo, entre los abrazos efusivos de los amigos, se insinuaron bromas denunciadoras de una afinidad electiva, ya sospechada por los demás. Y Antonio comenzó a pasear la calle, a pararse en la esquina. El Día de Reyes, organizaron entre varios un bailecito a escote, pidiendo la sala a una familia respetable, y ella le concedió el primer valse y una danza. Después, las fiestas finaron, y con ellas las ocasiones de hablarse. Continuó haciendo el oso, de plantón en la esquina y esperándola a la salida de la misa dominical para llevarle la silla hasta la casa vecina del templo, que las presta, o en donde las guardan las que habitan lejos. Comenzaba a sentir impaciencia, el Carnaval parecíale demasiado distante y recurrió a las cartitas. Hubo de comprar a la criada para que las llevase, la primera y la

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segunda le fueron devueltas, sin abrir, pero la tercera presentaba señales de lecturas, y las restantes fueron bien acogidas. Ya tenía esperanzas. A veces un chubasco inoportuno interrumpía el plantón obligándole a guarecerse a escape en una de las casas o debajo de un balcón, entre risas y burlas de las vecinas fisgonas. Las malacrianzas del hermanito de la muchacha, a quien había de regalar motas para dulces, y las puertas de la casa cerradas violentamente por la madre, decían a las claras que sus propósitos eran conocidos. Buscó un confidente entre las amigas de ella. Esta afirmóle: «Le eres simpático; pero chico, tienes que darle pruebas, y además no le caes bien a la mamá». Alimentada la llama por miradas furtivas y sonrisas, discurrieron los días, hasta el Carnaval, cuyas tres noches aprovechó cambiando de disfraces para no ser descubierto por la vieja perspicaz. En el bullicio de las máscaras, le susurró algunas palabras al oído, nerviosas, anhelantes, y sintió fuego en las manos de ella cuando estrechaban la suya. Pero eso no era mucho, necesitaba oírla decir que le amaba. Al fin, el 27 de febrero en la noche, el Parque de Colón, rebosante de multitud que choca y se confunde, les fue favorable. Ella paseaba con su hermana y un grupo de amigas, pastoreadas por el papá, quien arrellanado en un banco divertíase con los fuegos artificiales. Se acercó, y mientras volteaban al compás de la charanga, él, expresivo y sincero, le habló de su amor, de sus esperanzas, de sus proyectos, y la chica muy quedo, dijo sí. Ante su alborozo le recomendó cautela, mucha prudencia, porque en su casa se oponían, y prometió escribirle. Ella misma tiraría la carta por el balcón en el momento de cerrarlo al día siguiente.

A las diez la charanga partió tocando marcial pasodoble, la muchedumbre se derramó por las calles adyacentes, y Antonio, contemplando la fina silueta que se desvanecía, sintióse feliz. Aquella noche Lilís le pareció menos perverso, pues el amor existía en sus dominios.

A la siguiente, la cartita cayó revoloteando. Antonio espió ansioso todas las puertas, y cuando las de la cuadra estuvieron cerradas, la recogió, leyéndola a la luz de un farol. ¡Cuántas cosas dulces contenía aquel pliego escrito con letra menudita y buena ortografía, y cuyas frases, aún las más amorosas, revelaban una

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mujercita orgullosa y leal! El correo se estableció, valiéndose de la criada, o por el balcón, y alguna vez por medio de la hermanita complaciente. Pero conversar, ¡cuán difícil! Un minuto, si acaso, los domingos. Había que esperar la Semana Santa, y ¡qué larga y mortificadora aquella cuaresma! Entretanto, había que contentarse con hablar por letras de mano, suerte de telégrafo que manipulaban con extraordinaria rapidez, desesperante para los curiosos.

La Semana Mayor era un acontecimiento público en Santo Domingo de Guzmán. Quince días antes del Domingo de Ramos, principiaba el ajetreo de las costureras y el movimiento en las tiendas. El espectáculo de la Pasión de Nuestro Señor exigía vestidos y sombreros bonitos y de moda. Hasta el preciso momento en que las carracas sonaban, se oía el ruido de las máquinas de coser; porque eso sí, tan pronto como encerraran el jueves en la Catedral ni circulaban vehículos, ni bestias, ni se barría con escobas, ni se daba un martillazo. Un silencio de dolor envolvía las cosas, maguer las gentes rieran y los amantes aprovecharan para sus citas las ceremonias litúrgicas y las procesiones.

El primer número del programa correspondía al Sermón de la Magdalena, el Jueves del Concilio. Desde el púlpito de la Catedral, la elocuencia del padre Meriño cerníase sobre las cabezas de los feligreses que invadían las tres naves. Alto, hermoso, nieve en la testa altiva, envuelto en la púrpura episcopal, el orador, con frase sobria y perspicua, convencía, conmovía, subyugaba, discurriendo en torno de la vida de aquella pecadora redimida por el amor que inspiró las sublimes palabras de la Cena en casa de Simón. El Viernes de Dolores, misa solemne, y horas cantadas durante el día, y en la noche rosario y sermón en la iglesia mayor. El sábado, el paso de Jesús en el Huerto salía del Convento de Dominicos para recorrer las calles de Universidad, Comercio, Plateros, las Mercedes, Nueva de las Mercedes y Universidad, hasta la propia iglesia, itinerario común a todas las procesiones siguientes. El domingo, en el interior de la Metropolitana, y en cada iglesia, celebrábase la fiesta de los Ramos, en conmemoración de la entrada de Jesús sobre la mansa borrica, a Jerusalén, repartiéndose a los fieles palmas bendecidas, propicias contra las tentaciones y los rayos. A los privilegiados se les obsequiaba con pencas de

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hojas entretejidas y adornadas con cintas, las cuales, colocadas en las ventanas, prevalecerían contra las obras del demonio. En la noche, Jesús Cautivo salía de la iglesia de la Merced. El lunes, de la Catedral, Jesús en la Columna, que en los tiempos coloniales, cargaba la Cofradía de los Sanjuaneros, presidida por el Meso Polanco. El martes, Jesús en la Peña (Ecce Homo) o la Humildad y Paciencia de Santa Bárbara. El miércoles, era el día de la iglesita del Carmen: misas desde la madrugada hasta las doce del día, y la mayor a las diez; horas cantadas después; a las cuatro de la tarde, sermón, encomendado siempre a un reputado predicador. Sonadas las cinco, procesión de Jesús Nazareno, la imagen más venerada y prestigiosa de todas, la mejor como talla, de humano parecido. Se cuenta que el imaginero oró varios días para que Dios le inspirase. Llevarlo en hombros, es señalado honor que se atribuyen y debaten los de la hermandad. A la ceremonia concurren el gobernador de la Provincia y un batallón de infantería con bandera, pues las Ordenanzas reconocen al Nazareno el grado de coronel. El jueves, Consagración de los óleos en la Catedral y procesión dentro de la iglesia para encerrar el Santísimo Sacramento. El Presidente de la República, embrazado el guión de plata, marcha con ritmo de cuadrilla delante del palio episcopal, y a las campanas ladinas suceden las roncas carracas. En la tarde, lavatorio en la Catedral y en Regina Angelorum. En la noche, adoración del Santísimo en todas las iglesias: Cristo yacente, con un cepillo al lado para recibir las limosnas de quienes prosternados besan sus llagas. Calles y templos tienen aspecto de jubileo. Después de las diez de la noche, de la Capilla de San Andrés, la procesión del Sexto Dolor: la Virgen con el Hijo en brazos. El viernes, el paso de la Cruz en la Catedral. El Presidente con la llave del Sagrario al cuello, hace tres genuflexiones, deposita un ósculo en el cristiano pie y una morocota en el cepillo. Le siguen uno tras otro los altos dignatarios, mientras el prelado y los canónigos cantan:

–Pópule meus. Agios o theos. Pópule meus, quid fecit tibi?, aut in quo contristavi te? Responde mihi. Quia eduxi te de terra Egipti, parasti crucem Salvatori tuo.

–Agios o theos –impreca un coro.

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–Sanctus Deus –responde el otro, y la antífona continúa por sobre las cabezas abatidas.

–Agios ischyros. –Sanctus fortis.–Agios athánatos, eléison imás, –Sanctus inmortalis, miserere nobis. Jueves y viernes son los días de exhibir el lujo. Al primero,

corresponden los trajes azules, rojos, gualdos, blancos, encintados; al otro, los tonos serios, lila, gris o negro. Por la tarde, en la iglesia de la Merced, el sermón de las Siete Palabras, y el Descendimiento de la Cruz, seguido de la procesión del Santo Entierro, en cuyo cortejo forman el Arzobispo y el clero diocesano, el Gobernador de la Provincia, un batallón con la bandera enlutada y armas a la funerala. El pesado sarcófago de cristal, rodeado de macetas de flores de seda, lo cargan los isleños de San Carlos y le preceden minoristas, portadores del gallo, la corona de espinas, la lanza, los clavos, la esponja, las escaleras y el paño de la Verónica. Y luego de sepultado en una capilla de la iglesia Mayor, la concurrencia juvenil luce sus galas en el Parque Colón. En la noche tinieblas en Regina, y pasadas las diez, sale de Santa Bárbara la procesión de la Soledad, la Madre Dolorosa, que peregrina en busca del Hijo. El sábado en la mañana, misa en la Catedral, el clero de bruces sobre las gradas del presbiterio, entona las letanías, luego bendice el agua y el fuego, y a las diez, a la voz del oficiante, ¡Gloria in excelsis Deo!, el velo negro que cubre al altar se rasga y aparece la Resurrección. Las campanas propagan la buena nueva; en las calles estallan cohetes y triquitraques y se ajusticia a Judas, muñeco de trapo, que cuelga de una soga tendida de casa a casa, y contra el cual se disparan piedras y tiros, hasta que, derribado, la chiquillería lo arrastra y quema. Como por ensalmo, se reanuda el tráfago de coches y carretas; los caballos de los lecheros relinchan, y dan su nota grave los burros portadores del pan y del carbón. El comercio abre sus puertas. En la noche se baila: ¡Cristo ha resucitado! ¡Hosanna! El domingo a las cuatro de la madrugada, misa en la Catedral, procesión del Santísimo en torno de la iglesia, y, enseguida, la imagen de la Resurrección –Jesús con un estandarte rojo– es conducida a la Merced, acompañado

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de San Juan, la Virgen, María Magdalena y las dos mariquitas. Y la Semana Santa fina.

En tales días la ciudad se anima, los vecinos se echan a la calle en pandillas, con los críos de la mano o en hombros, para ver pasar las procesiones, formadas de esta guisa: la cruz alta y los cirios; filas, de uno en fondo, de niños, adolescentes y hombres destocados, a un lado y otro de las aceras, cada cual con su vela encendida y protegida por guardabrisa de papel; el paso del día, cargado por los de la hermandad, detrás un coro y orquesta de cuerda. Le sigue San Juan Evangelista, de roja capa y pluma en ristre; la Magdalena, con pobre túnica violeta, llevados casi en vilo por la gente joven, y, en último término, la Virgen, transfija por la espada de los dolores; tres sacerdotes con capa pluvial, y el beaterío, que runrunea el rosario; cerrando el desfile, una compañía de infantería, que marcha a paso lento y levanta nubes de polvo. Las filas se clarean o se nutren, según se detenga el Santo ante la puerta de un devoto que ha pagado un motete. No faltan las pelasgas cuando el que va delante sorprende al de atrás goleándole la americana de casimir con la vela, o cuando ha recibido en la cabeza un golpe de cocomacaco, pelota de cera endurecida y con perdigones que, sujeta por una cuerda elástica al puño de la camisa, se alarga y encoge rápidamente, escondiéndose en la manga, o bien cuando quedan prendidas dos beatas por los mantones de lana a flecos, con uñas de maya encontradas. Durante las ceremonias en los templos, los jóvenes, en pie en las naves o agrupados en las puertas, se entretienen charlando, mirando y haciendo señas a las muchachas, y montan la guardia en el atrio para chicolearlas a la salida. La romería del jueves a los monumentos con su entrevero de gente, favorece las travesuras; hay zagalejo que esgrime tijeras para cortar las trenzas, o que riega cerillas en el piso para que ardiendo se asusten las mujeres, quienes se recogen las faldas chillando; algunos diabólicos confabúlanse para robar los cepillos, lo cual efectúa el designado untándose de sebo la suela del zapato, y al acercarse para besar el Cristo, empujado por el cómplice, introduce el pie y lo apoya con fuerza para que las monedas se adhieran; el tal sale de estampía, a la pata coja,

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simulando perseguir al otro. En las esquinas, la multitud se agolpa para ver pasar las santas imágenes, y las manos salvas aprovechan.

En aquella Semana Santa, los camaradas de Antonio idearon formar una compañía para velar el Monumento de Regina Angelorum, del jueves al sábado, al mando de un Capitán. Ese año aumentó la concurrencia de muchachas en Regina, que siempre fue la iglesia predilecta; ¡había que ver a Pancho Peynado y a Lucas T. Gibbes, el más largo sargento que haya sido, uniformados y con el fusil terciado! El padre Billini sonreía complacido; ¡los normalistas, los ateos, rendían parias a Jesús! Antonio no formó en aquellas filas milicianas. No, él tenía necesidad de todo el tiempo. Durante las funciones matinales, en la iglesia de turno, colocado en donde su novia pudiera mirarle sin volver la cara, la contemplaba a su sabor. El misterio de la Pasión, las voces gangosas del coro, el lujo chillón, le importaban poco; acariciado por el aroma del incienso, contemplaba aquella muchacha, a quien había calificado de fea, pero en cuya tez ambarina, en los ojos negros y luminosos, en la boca de grana, en la cabellera que si suelta le caía hasta las corvas, el amor había impreso una gracia nueva, una idealidad magnética; y por entre los fieles, de hinojos, cuando el oficiante alzaba la hostia sobre el cáliz, sus ardientes miradas comulgaban trasmutando la carne y la sangre.

En las noches, al pasar de las procesiones, en las esquinas, atropellados por la muchedumbre apiñada, entre el polvo y los olores fuertes, se apretaban las manos musitando la dulce letanía del amor. Para ellos no existían las amigas, ni las imágenes, solo inquietábales el temor de que los sorprendieran el padre o los hermanos.

Aquella Semana Santa terminó, dejando a los vecinos de Santo Domingo de Guzmán tópicos para un mes de relatos, comentarios y chismorreos. Luisa le había dicho, al despedirse en la plazuela de la Merced, el domingo de Resurrección: «ahora hasta Corpus», y el amante, de facción en la esquina, por las tardes y primas noches, empezó a contar los días. Una vez el balcón permaneció cerrado. El hermanito no le pidió motas. En la noche, igual mutismo, y asimismo al día siguiente. Acudió a la amiga confidente. Esta lo recibió con las manos en la cabeza.

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–¿Pero de verdad que no sabes nada? –Absolutamente. –Pues figúrate que le han puesto un anónimo a la familia, por

debajo de la puerta, y como la madre es la primera que se levanta, a coger la leche, lo leyó y… la gran trifulca. No te cuento más.

–Sí, quiero saberlo todo. –Bueno; pero no me vayas a meter en líos. La vieja empezó por

aconsejarla que peleara, porque tú no eres más que un candidato perpetuo a la cárcel, que la harás desgraciada con la política; que si tu familia esto y lo otro, bueno, y que patatín y patatán; pero Luisa dijo que nones, y entonces fue lo gordo, la madre se enfureció y le cayó a moquetazos, no digo más, la galleta hereje. El padre intervino, pero todos están contra ti, no te pueden ver ni en pintura; solo la hermanita, Herminia, te apoya. ¡Qué te parece!

–Son unos infames. –Oye: dice Luisa, que en estos días no pases por la calle ni

le escribas; que tengas paciencia y consideres lo que sufre, la pobre… Ya puedes estar satisfecho, chico, porque te quiere con toda el alma.

Antonio rondó por la casa a todas horas: el balcón siempre hermético. Transcurrió una semana. Al fin, descubrió, ¡qué gozo!, dos brasas que brillaban detrás de la celosía; sí, los ojos de ella, y cuando el diálogo mudo se iniciaba, se le acercó un oficial diciéndole:

–El gobernador quiere verlo. Venga conmigo. Él sabía bien lo que tal invitación significaba: el Homenaje. Desde

por la mañana le avisaron que por el Cibao había movimiento, que no se dejara ver; pero propio era ese momento para esconderse, y ahora… ¡Nunca le pareció Lilís más abominable!

El carcelazo duró seis meses. El día en que lo pusieron en libertad, corrió a casa de la confidente.

–¡Qué gusto, chico, y qué alegría para la pobre Luisa cuando te vea!

–¿Y cómo está?, dame noticias. –Buena, ¡y qué bien se ha portado! No, si tú no te la mereces;

solo a misa, a rezar por ti, ha ido en todo este tiempo. La familia se ha mudado.

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–¿Adónde? –Al papá le han quitado el empleo y están malpasando; figúrate,

sin criada; la mamá cocina y plancha, y las muchachas cosen para fuera, y hasta lavan.

–¿Pero dónde viven? –Ya te lo diré. En la calle de La Merced, cerca de la iglesia, una

casa de portón grande, con dos ventanas, pintada de azul, ¿la recuerdas?

–No, ¿de quién es? –De quién va a ser: de Alardo. Pero si no tienes pérdida;

enfrentico de la pulpería de seña Catalina. –¿Medio-Tocino? –Angelina… esa misma. Antonio estableció su campamento en el ventorrillo de la esquina,

en el cual, para granjearse la voluntad de la ventera, compraba cigarrillos y fósforos. Érase una negra alta, fornida, cincuentona, el color de caoba, en la cabeza atado siempre un pañuelo de madrás, y la ancha bata de prusiana morada arremangada en las caderas y enrollada hasta el codo. El establecimiento ocupaba el espacio de una mediana habitación. En el aparador de pino, sin pintar, mostrábanse en frascos bocones que antes contuvieron ciruelas pasas: cigarrillos del país, hilo, azul de bolita, agujas, madejitas de lana y horquillas, caramelos y café en polvo; y en otros que fueron de aceitunas: nuez moscada y canela; paquetes de velas y fósforos; conservas de coco y de naranja envueltas en hojas secas de plátano. Pendidos: macutos y escobas de Baní, ristras de ajos y cebollas, chichiguas, y un manojo de pulidas higüeras; colgando de las alfaljías, racimos de guineos, amarillos taraceados de negro los manzanos, verdes veteados los martinicos y gruesos cárdenos los mampurios. En el mostrador, en cajones, fideos, pan, arroz, azúcar, frijoles colorados. Semejante a fuste de columna, la pila de tortas de casabe. En el arroz, los huevos frescos, del propio corral. Una damajuana de manteca de cerdo con tapón de tusa, y al lado el vidrio con el embudo; una lata de mantequilla norteamericana; en una bateíta, tomates, ajíes, perejil, puerros, berenjenas y aguacates. Debajo del mostrador, latas de petróleo y de melado; por delante un barril de sal con el cuartillo de medirla; sobre

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otro y en una batea, las frutas de la estación, mangos, guayabas, mamones, papaya, algarrobas, pasto de las moscas; y en cajoncito, alineadas, las botellas de prú espumosas. En el suelo, plátanos, cocos, ñames y batatas. En uno de los rincones, un rimero de petacas de carbón esmeradamente estibadas, y en el opuesto, haces de caña de azúcar, y pendones con los cuales se arman los papalotes, amén de un montón de leña. En dos cordeles, a lo largo del cuarto, ostentan sus magras y gordos, una cecina (a la cual seña Catalina llama carne de mal nombre) y un tocino de El Seibo. Al mediodía, hay majarete, harina con dulce y funde, en platos y tacitas. En la tarde, una tabla de dulce de coco hecho con melaza, cortado en cuadros y colocados los jalaos, famosos en la ciudad, en hojas de naranjo; ítem más, alegría de ajonjolí. La ventera, doblada más que sentada en una sillita baja, en espera de los compradores, maja café, revolcando con brío el pilón; desgrana mazorcas de maíz o raya cocos y batatas. Sus manos no están nunca ociosas; respira a sus anchas el husmo de verduras y carnes, y los olores del café tostado y de las fritangas que trascienden de la cocina. Seña Catalina, que se levanta cuando las campanas de Regina tocan el Avemaría, para ir a mercar sus frutos a los campesinos que vienen por el camino de Güibia, cierra sus puertas al tan tan de las nueve sonantes en la Catedral. Tiene una hija, mulata galana que la suple a ratos en el ventorro y que se ocupa en los quehaceres de la casa, es hija de un general y está aplazada con un oficial del Batallón Pacificador. La madre dice: «es un sinselvir, que no le da ni pa jabón; man qué le vamo a jacer, eso es de familia: a nojotas nos tiran los melitares». Cuando no duerme, fuma un tabaco que los dientes han convertido en escobilla, o masca andullo y escupe por el colmillo hasta la acera, con singular destreza; y si reposa con las piernas cruzadas, se distrae bailando la chancleta en la punta del pie desnudo. Los parroquianos, los muchachos y las negritas sirvientas del barrio, la sacan de quicio, regateando, pellizcando las frutas, pidiendo ñapas o devolviendo lo comprado, y cuando se encariba, las manos en jarras, les increpa: «¡Condenao, a la perra que te volvió a parí, carijo!».

Antonio le interrogó un día: Seña Catalina, ¿por qué le dicen Medio-Tocino?

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Y ella, riendo, respondióle: –Aja, niño, eso fue cuando la España. Endentonces estaba

yo moza, y una real jembra. No te pue figurá tú los blanquitos que me cortejiaban. Una mañanita estaba yo en el mercao, echá palante, curcuteando una pollona pa encontrale la gordura, y un maldecío cabo españó me dio una nalgá diciendo: «¡Paisana… qué buen medio tocino!» Y ahí ta; pero la gente que e mu mala, jizo un acumulo endespués, ansina mesmo; pero yo me río, vivo pegá al mate pa no necesitá de nadie, y mi, para la chuma jablanchina.

Y con mímica despectiva, alzóse la falda con la siniestra, se pasó el índice y el mayor por las narices, los sacudió castañeteándolos, y volviéndose, enseñó el tocino entero, rematando la gráfica acción con una sonora carcajada, que le sacó al sol doble hilera de dientes fuertes y níveos.

–¿Y qué tal era el cabo? –Un güen mozo, como toiticos los epañoles. Y la negra juntó los dedos cabezones y los besó, expresando de

ese modo su delectación por los últimos conquistadores. Antonio continuaba profesando en San Luis Gonzaga; pero más

que en el aula y en su casa, se le encontraba en el ventorrillo a las ocho, cuando iba para clases, a las doce al regresar, a la una, a las cinco de la tarde y después de la cena, hasta que la vieja con un bostezo ruidoso le intimaba la orden de retirarse. Conversaba con Luisa en la ventana, encelada la joven por el cancel de madera que defendía el interior de las miradas inquisidoras. La oposición de la madre se mantenía tensa, siempre irritada, y el hermanito menor, cuantas veces hacía una diablura, por la cual habían de pegarle, al llegar a la esquina, disparaba una piedra y entraba en la casa gri-tando: «Mamá, le zumbé una piedra a ese vagamundo». Y la madre engreíale, librándose el pillastre de la cueriza dos veces merecida.

Para tener la ventorrillera contenta, Antonio le regalaba de vez en vez, un pañuelo de madrás de vivos colores o algún pomito de esencia barata. La seña Catalina le instruía de los movimientos de la casa, avisándole cuando Luisa salía y por qué calle tomaba, y hasta solía también intervenir en el servicio postal. Si Antonio se refería a los perjuicios que su permanencia podía ocasionarle, ella replicaba con malicia:

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–Ni por pienso, niño. Mejó, ansí me cogen meno fiao. Y le mostraba la cuenta de la familia. La ventorrillera apuntaba

en la memoria los créditos, y cuando sumaban un peso, hacía un palote con carbón en la pared, detrás de la puerta.

–Las probe, tan mal que etán. Tú pue creé, hay día que no comen ma que arró, habichuela y plátano. Son buena gente, la vieja jabla, pero no e mala na, por eso yo le fío too. ¿Tú ve ese tocino?, pue lo que falta se lo han comío ellos. Yo los conozco desdenantes, mi mama fue cocinera de la familia de la niña Rosita, y los vio crecé a toos, y mi taita nació en el hato del agüelo de don Pedro. El otro día la muchacha le regalaron una ecofiesta a mi nieto. Son buena, las probe.

Y la negra, con su parlería, repasaba la vida del vecindario y de más allá; las altas y bajas de las familias, según los avatares de la política; y abierta de piernas, manoteando en muslos y regazo, concluía:

–Ansí mesmito é, que te lo digo yo, que vide al mundo dá mucha vuelta. ¿Tú ve las…? Pue tú no te figura la plata que tenían, esa era gente de mucha campanita; el primer piano, primerito, que trujeron aquí fue pa ellas, y ya lo ve, las probe, hasta por allá tra, por el Tripero, vive una sin tené en qué caese muerta… Muchacho, tú no sea pendejo, a tu mandao en cuantico empuñe, y deja que jablen. Yo conoco en ete pueblo a tó Dio, si mis amitades son del cogollito; a mí me jié la brosa, y lo mesmo fue mi jija, hasta que dio su mal paso, an pué.

Un mediodía estival, mientras los novios pelaban la pava a la reja, sonaron voces destempladas en el interior. Luisa suplicó: «vete pronto que ahí vienen mis hermanos». Antonio se dirigió al ventorrillo. Por la puerta, abierta con estrépito, aparecieron los dos hermanos sin sombrero, furiosos, con sendos garrotes.

–¿Dónde está ese vagabundo? –preguntaban a la par. –Ahora va a saber lo que es bueno. Desde el umbral, la madre les acuciaba. El chiquillo saltaba de

regocijo en la esquina. Antonio, en pie en la acera, se llevó la mano al revólver, conteniendo el ímpetu de los agresores. Por entre los hierros de la ventana, Luisa le dirigía miradas de angustia. El padre, que dormía la siesta, saltó de la hamaca, acudiendo en mangas de

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camisa y pantuflas. La seña Catalina, indignada, con un plátano a medio pelar en la mano, les increpó:

–¿Qué e eso? Ustedes tan loco, y do contra uno. ¡Manita con la gente!

El padre y dos o tres vecinos, atraídos por el alboroto, pro-mediaron, haciendo entrar a los hermanos. La puerta se cerró marchándose Antonio mohíno y agraviado. Minutos después, toda la ciudad conocía el suceso, las lenguas se calentaban, favorables o adversas. El tío Tomás, y el padre de Luisa, que eran amigos de infancia, conferenciaron, y resultó que le concedieron a Antonio autorización para visitar la casa en las primas noches y en la tarde de los domingos. La escena cambia como por encanto. El paso se estableció cerca de la puerta en dos mecedoras bajo la mirada de la vieja que, ya apaciguada, solía regalarle con un platito de piñonate o de malarrabia o de suspiro. El padre se dormía con el benjamín en las piernas, mientras la hermana, en la acera, se mecía y abanicaba, esperando su turno entre bostezo y bostezo, esto es, el novio, al cual se opondrían en la casa, al que apalearían, para terminar por mimarlo. Cada noche, dos horas, durante cuatro años, y en los mediodías y atardeceres, en la reja, en voz baja, confiábanse proyectos, esperanzas e ilusiones, reconviniéndose por naderías, y aún al despedirse una post data en la puerta, por lo que la vieja, asomándose a la ventana después de relojear el cielo, exclamaba: «¡como que va a llover!».

En el último año de las relaciones, Antonio mejoró económica-mente, fue nombrado director de una escuela nocturna con un ayudante y pocos alumnos, lo que le permitía asistir de siete a ocho; y poco a poco, como los pájaros acarrean briznas para construir el nido, fue comprando muebles y lance y dándole a la novia para la habilitación, que ella misma confeccionara. El padre de Luisa emprendió un negocio, y de acuerdo todos, se resolvió que el matrimonio se quedara a vivir en la casa; para el efecto, se mudaron a otra más amplia, renovando a crédito el estrado de la sala.

El día de las bodas, ha sido el único feliz de su vida. Desde temprano, empezaron a llegar las domésticas de las amigas con bandejas y ramilletes de flores, que eran colocados en jofainas de agua para que no se marchitaran, y más tarde, las íntimas de

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Luisa que habían de pasar con ella el día. En el almuerzo, en cuyo condimento doña Rosita puso sus primores, reinó la alegría en todos, hubo vallas alusivas que provocaron pucheros de risa, y muchachas que, tocadas por el vino, lanzaron bolitas de migas de pan a la nariz de los galanes. Por la noche, en el salón recién encalado, los invitados fueron sentándose en filas paralelas. Los colores de los trajes femeninos y el negro uniforme de levitas, americanas y de alguna que otra casaca masculina se concertaban. En el centro, mesa redonda de caoba, adornada con el ramillete de azucenas y rosas blancas, en cuyo ápice tiembla un angelito de biscuit; allí el tintero y la pluma. A las ocho en punto, el Oficial del Estado Civil, sentado frente a sus librotes, carraspeó; entonces salió la comitiva nupcial del aposento: la novia, envuelta en amplio velo albo, sonriente, resuelta, del brazo del papá; Antonio ceñido por la levita, con la suegra, y detrás los testigos. Cuando todos estuvieron en sus puestos, en torno a la misma mesa que sirvió para el matrimonio de la madre y de la abuela, el funcionario color de tabaco, canijo, feísimo, con la boca llena de saliva, masculló los actos y los artículos del Código, y en pie, enlazadas las manos, les tomó la promesa que unía sus cuerpos y sus bienes… El libro registro circuló recibiendo las firmas de novios y testigos. El hombre de la ley fuese en dirección del comedor, en donde llenó el pañuelo con un par de botellas de cerveza y un gran pedazo de pudín, para él y su mujer. El matrimonio religioso habíase celebrado en la madrugada, velado, según tradición familiar. De hinojos oyeron la misa, y comulgaron. El oficiante les unció con la cadena, cambiáronse las arras y anillos; fueron bendecidos. La desposada, en el aposento, recibió besos y congratulaciones, mientras Antonio en la sala, iba de abrazo en abrazo. Luego volvió ella a la sala, para repartir a las amigas las flores de azahar del ramo prendido en el pecho; a una predilecta tocó la corona, a otra los guantes; la gente moza se apresuró, en parejas, a meterse debajo del velo, pues tales amuletos y prácticas tienen la virtud de facilitar los matrimonios. Los chicos de la familia ofrecieron a la concurrencia el tradicional pudín, cortado en trozos y servido en platillos, así como el vaso de cerveza espumosa, y por grupos, a eso de las diez, fueron marchándose aquellos testigos de su ventura.

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Luego, en la alcoba de ladrillos, iluminada por una lámpara rosada, Antonio desprendió el velo estrechando contra su corazón a la virgen grave que se daba íntegramente…

La luna de miel fue realmente plácida. La suegra, aliviada de los quehaceres de la cocina, se tornó festiva, agradable, y ya habían comenzado a comprar encajes, batistas y lana para la canastilla cuando la eclipsó Lilís con la más injusta prisión. Entonces comenzó el calvario de Luisa…

¡Maldita política!

IX

La celda en tinieblas. Se dijera que las paredes han rezumado sombras. El ventanillo recorta un lienzo de cielo claro, claveteado de oro, y entre dos barrotes fulgura Venus. El cejo se cuela sutil. Antonio, a tientas, se dirige a la cama, y sobre la almohada empata el soliloquio.

En esta misma prisión le anunciaron el nacimiento del primogénito y aquí también, en la plataforma de la torre, lo hubo de recibir en sus brazos, merced a un permiso del gobernador para que la esposa le visitara. ¡Pobre muñeco! Cuando lo excarcelaron encontró el hogar en la miseria. Había sido preciso deshacerse de los mejores muebles y de algunas prenditas, para capear el temporal. En los planteles, por causa de la ausencia prolongada, le remplazaron. Había que trabajar y buscó medios: en el periodismo, ni pensarlo; menos aún en el comercio. Ayudar a quien es mal visto por el Presidente, es comprometerse, y más tratándose de uno de los «impenitentes enemigos del orden». La cerrazón del horizonte, completa. Sentíase rodeado por muro infranqueable: la tiranía. Sitiado, acorralado, tal un pestilente, y con hijo, que no ha venido por cierto con una hogaza debajo del brazo. En aquella cabecita cubierta de hebras rubias, que tan grato calor daban a sus mejillas cuando lo añoñaba, asentó sus sueños, los que tejiera su imaginación infantil. Este los realizaría. Cada hora medía una angustia. ¡La casa, la leche, la criada del niño! ¡Cuántas puertas cerradas en su presencia!, solo mostrábanse benévolos los contrarios: el propietario de la casa, a quien debía meses, personaje de la situación, no le notificaba desahucio, lo haría

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cuando le conviniera; y la leche que criaba al hijo, de los potreros de otro; y la botica que acreditaba las medicinas, y la tienda, y la pulpería, y el médico. Sí, lo aprisionan en su red formidable los intereses creados. Ni siquiera interroga el porvenir. Y las gentes murmuran, porque le debe a este y al otro, y la suspicacia escudriña en su vida. «No trabaja, quiere vivir de la política», mal dicen.

Al niño le han salido todos los dientes, le han bautizado, y come ya pan mojado en salsa de habichuelas. Es lindo, pero su lengua no ata las sílabas. La abuela recorre la escala de la familia, citando los casos de muchachos pesados para hablar. Los meses transcurren, tampoco anda, ni siquiera gatea, y si le obligan a hacer pinitos, las piernitas se doblan. Se arrastra por sobre la estera. Inútiles los andadores, los fortificantes y las fricciones de aguardientes balsámicos. Comienzan las consultas facultativas y las opiniones de los amigos y las recetas caseras, hasta que un doctor recién llegado de París, sentencia: «un macrocéfalo». ¡Qué dolor! La inquisición del galeno penetró la ascendencia hasta el abuelo, y Antonio recordó las mejillas ardiendo, la injuria del colegio: «tu padre, un podrido». La madre no desespera. «Los médicos se equivocan, eso se ve todos los días… tal vez en el extranjero», decía para fortalecer sus esperanzas, encomendándose a la Virgen de la Altagracia, ¡tan milagrosa! Y en promesa, para ganar su misericordia, se vistió un año entero de listado, oyó misas de rodillas, y continuó moviendo el pedal de la máquina de coser sin quejas ni reproches; mientras él, atónito, espiaba el vientre de nuevo fecundado. Y ¡cómo le laceraron esta vez los gritos de la puérpera! ¡Qué distinta la emoción! Antes, los había escuchado impaciente, gozoso: era la corola que se abría para dar a luz el fruto inmortal de su sangre; ahora, el corazón se le oprime, líquido álgido circula por sus venas… Cuando la comadrona saliendo del aposento le avisó: «una niña, nació muerta», fogata impetuosa le caldeó, sintió vergüenza de sí mismo pero respiró libre de la duda terrible que le había atormentado durante los meses de la preñez.

En la calle, le enfadan los conocidos, que preguntan y recetan. Mortifícale tal interés, acaso maligno. La idea de inspirar conmiseración, humíllale exasperándole. Cuando alguien dice, «el pobre», le hiere. En la casa, el torcedor es cruel: si el niño

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reptando se le acerca, si le llama pa o si aferrado a una silla grita cimbreándose. ¡Aquella larva había sido engendrada por él! En los ojos de la suegra lee la acusación implacable, y sospecha las que en su ausencia taladran los oídos de la esposa: «Bien que te lo repetí, deja esos amores. Ese es el castigo de tu desobediencia». ¿Y ella misma, la elegida, cuando se ase a la esperanza de ir al extranjero en busca de los recursos de la ciencia, no le sugiere: «claudica, arroja lejos de ti el pasado infecundo, demuele la obra hecha, que no produce pan ni salud»? Ella y todos son adversarios suyos. Sí, sufrida, honesta, altiva, le ama; pero no acepta sin reservas la comunidad, ¿no es con él una en carne y espíritu?, ¿no comparte ya con orgullo e integralmente sus empresas? Los pesares del noviazgo, los preceptos del Código, y los del apóstol, dolores y placeres, les apretaron, y hoy el hijo les separa. Aquel guiñapo humano exige sacrificios, y ella no vacila, reconoce el derecho, ciega y amorosa ¡Y por qué, Señor, tan tremenda expiación! ¡Ah!, los que asesinan y roban al país poseen el contento en el hogar y se recrean con hijos sanos, que hablan y corren, y el suyo se arrastra por los ladrillos húmedos del piso o se agita con movimientos de arácnido, y su lengua que solo articula monosílabos inconexos le grita: «sacrifícame tu vanidad, tus ilusiones, tu dignidad; pon tu conciencia en almoneda»; y cuando al fin se rinda, el coro voceará: «se ha vendido para gozar. ¡Esos son los virtuosos!». Antonio muerde la almohada con ira, ¿pero es que eso mismo es posible? A los vencidos, el tirano todopoderoso les tira un mendrugo, y les concede además sol y aire libres… Y por un hilo tenue los conduce hacia la montaña de oro, a través de la charca, para que se atasquen hasta la nariz en el fango purulento. ¿Y qué poder humano ni divino transmutará el veneno que corre por sus arterias? Muertos y vivos le precipitan; pero ¿cómo romper la cadena de agravios y sufrimientos en la que cada minuto soldó un eslabón? No, el odio es también una fuerza y ya se las pagarán. Lágrimas ardientes le rescaldan las mejillas, y frunce los párpados de miedo a ver materializarse recuerdos y pensamientos. ¡Había revivido su vida!

La puerta, al abrirse, taja el silencio. La llama de un candil rasga las sombras. Antonio, despertado, se incorpora. El alcaide entra, seguido de dos ayudantes, y le ordena:

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–Amigo, voy a querer me haga el favor de venir. Los ayudantes cargan catre, silla, mesa y demás trebejos. El preso sigue al carcelero por celdas y pasillos, y en la que se detienen, Antonio reconoce la antigua Capilla. Se alegra del traslado: este calabozo tiene vista al patio de la fortaleza y a la calle. Uno de los ayudantes se le acerca con un par de grillos. Se apoya en la cama para que se los ponga. Los anillos muerden la piel, y los martillazos sobre la chaveta remáchanle en el hueso. La voz del hierro rebota en las piedras. Antonio prorrumpe:

–¿No hay otros más estrechos? Dense gusto, que ya cobrare-mos; después no se quejen.

–Amigo, no se sulfure, que esto no es cosa nuestra, y puerco no se rasca en javillo. Buenas noches.

Boca arriba, se consuela, pensando: cambio de calabozo y grillos de noche; algo serio sucede en el país cuando interesa asegurar los presos. Yo dormiré mal, pero mis enemigos, entre las sábanas finas, temen. El poder, el dinero, se les escapan; la hora de la venganza está próxima.

Y con ese néctar en los labios se duerme.

X

Las cornetas de la diana cantando «despiértate soldado», le sacuden. Los gallos desenroscan las cintas de sus quiquiriquís. La claridad se tamiza por el ventanillo. Antonio se alza. Su primer cuidado es acomodar los grillos, y, al erecto, despernanca los calzoncillos que se mudó ayer, y haciendo tiras, rodea los anillos de modo que se amortigüe el roce del hierro y tejiendo con tres de estas un cordón, que nuda por la mitad a la barra a fin de mantenerla suspendida y aligerar el peso. Más adelante, limará la chaveta, y entonces dormirá sin ellos y aún se librará durante el día. Y avanza un pie, antes que el otro, para ensayar, va al lavabo y se abluciona; después, a saltos de rana, acarrea la silla, y arrimándola a la pared, sírvese de ella como escalón, ase los barrotes, y, a pulso, se asoma al ventanillo.

Oficiales y soldados trajinan por el patio. Algunos paisanos salen a la calle solitaria por el postigo de la puerta monumental,

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todavía cerrada. ¿Qué demonios ocurrirá? ¡Daría lo indecible por saber! Se baja, salta hasta el mecedor; va al catre, toma un libro, vuelve a repetir. Está nervioso, tiene cominillo, se desperece. En el patio, entre la torre y la puerta, han colocado cuatro cañones, frente a frente, que brillan pulidos por los primeros rayos solares.

A las seis, mira abrirse las hojas de roble a grandes claros. La guardia de prevención se forma presentando las armas, y la bandera nacional asciende lentamente, saludada por toque marcial. Pero la han izado solamente hasta media asta. Las cornetas a la sordina y los tambores destemplados indican duelo. Y enseguida, un oficial se acerca a uno de los dos cañones, un cabo toma del arcón un cartucho, abre la recámara, la cierra, coloca el tirafrictor, y alejándose unos pasos dispara. La pieza recula, el humo sube. El estampido rueda por el ámbito de la ciudad dormida entre la colina y el mar. ¿Qué pasará? Las manos le escuecen, tiene envarados los pies; no importa, continúa suspenso atalayando. Aunque la masa de la Catedral con sus cúpulas, como las espaldas corcovadas de un gigante, limita la calle Santo Tomás, por la primera cuadra advierte gentes presurosas y bien vestidas que entran en casa del Gobernador, frontera al cuartel. Los balcones cerrados. En el patio se yergue un árbol enfrutecido de pomas de oro, y junto a él dos cayucos altos, espinosos, cargados de flores marchitas. Por la galería cruza una negra con una jarra de leche hacia la cocina; un chiquillo en cueros corre… En la terraza, que da a la calle Colón, aparece un grupo: cuatro o cinco personas, que hablan con aparato de misterio, ¿quiénes serán? Y se empeña por distinguirlas. Ese que no ha tenido siquiera tiempo de vestirse completamente, en mangas de camisa, desabrochado el cuello, es el prócer. Un rayito de sol cabriola en la calva… ¿De qué tratarán? ¡Ah! ¡Poder de adivinar el pensamiento! No le es posible mantenerse más tiempo en vilo. Gana el mecedor. De nuevo la voz del cañón retumba. ¡Aja!, entre los dos disparos ha transcurrido un intervalo largo: son honores, pues. ¿A quién? ¿Al Ministro de la Guerra? No, desecha la idea, es un buen hombre, y no se atreve a aceptar la otra tan grata. Sería tan triste equivocarse, ¡si fuera Lilís! ¡Cómo le pesa no saber de memoria las Ordenanzas Militares! Y se

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complace observando cómo el sol hila sutilísimos alcatifes sobre los ladrillos.

A cosa de las ocho, un ayudante le introduce el desayuno, y se marcha sin pasar de los buenos días. Antonio registra el pan: ¡nada!, y por el pico de la cafetera comienza a apurar el café. Se detiene, hay un obstáculo que represa el líquido; busca, en un papelito cuidadosamente doblado. En abriéndole lo pone al sol. Es letra de su mujer, y ávido lee: «Hay mucho movimiento desde ayer tardecita. Mataron a Lilís en Moca». De nuevo lee y relee; la noticia le pasma. El pecho se le hincha, aspira con fuerza, la sangre circula vivaz. Bailaría de gozo. Se frota las manos. Le parece que un puño invisible le ha roto el grillete, derruido las paredes. Se siente libre. Improviso arruga el ceño: «si fuese mentira»… y de súbito abate cabeza y brazos. «Este hombre es muy marrajo, un engaño más no le importa, y es capaz de fingir su propia muerte para averiguar quiénes se alegran». «¡Caramba, pero eso sería demasiado fúnebre!». ¿Cómo vencer las dudas?, ¿saberlo todo?, ¿dónde y quién le dio muerte? Y su imaginación concede al desconocido las virtudes creadoras de los héroes.

Nunca le ha parecido tan lento el ritmo de las horas, ni tan insoportable la pesadumbre del silencio. Leer, ¡imposible! Va del ventanillo al mecedor. En el patio sigue el trasiego. Las tropas están acuarteladas, la guardia de prevención reforzada. Se acuesta. El isócrono tronar del cañón interrumpe sus cavilaciones.

A mediodía, con el almuerzo, entra el alcaide. En viéndole, estalla:

–¿Cómo está papá Quin?, ¿qué hay de nuevo? –El desmandingue, amigo. El viejo se desploma sobre el mecedor. Antonio, sin cuidarse de

la cantina, insiste: –¿Pero qué es? –Qué va a ser, que lo mataron ayer de tardecita. –¿A quién? –Al Generai. –¿En dónde?, ¿quién? –En Moca, carijo, un hijo de Memé Cáceres y otros. –¿Pero es verdad?

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–Hombre, sí. –¿Y los capturaron? –No, que va; cogieron el monte… pero los pecharán, aunque el

monte sea más grande que la iglesia. Antonio, las pupilas brillantes, la boca húmeda, las manos

azogadas, exulta. –¡Al fin… al fin! –No te alegre; mira que ese hombre va a ser mucha falta pa toos.–No crea eso, alégrese usted también, que ahora vamos a tener

derechos, libertad. –No creas todo monderó, eso es palucha; Lilís ha sido un padre

para nosotros, y a este país no va a haber quien lo gobierne. Tú no conoces la gente.

–No, no, verá usted como habrá más prosperidad; Lilís ha sido un tirano y no otra cosa, que los ha explotado a todos ustedes.

–Así será, pero yo «visto y después Lisboa» –y el viejo se golpea con fuerza las rodillas.

–¿Y usted no me decía que Lilís estaba untado, que no le entraban balas?

–Ello… así decían. –Y usted cree que está muerto de verdad, ¿verdad? –Ello… Y el alcaide, confuso, se rasca la cabeza en la cual bullen dudas. El rosario de las horas es interminable para el preso; un día

sigue a otro, y componen una semana; las conversaciones con el alcaide, los mensajes clandestinos de su esposa, a veces dentro de una arepita frita, de un dulce, o escritos en el fondo ahumado de la cafetera con un alfiler, exacerban su impaciencia. A retazos sabe que los matadores de Lilís escapan a la persecución; que en la frontera noroeste hay gente en armas. Ha visto desfilar fuerzas del Batallón Pacificador, con la trazada terciada, parque y un cañoncito. En la calle, en la mansión vecina, en el cuartel, el tejemaneje de militares y civiles denuncia la agitación exterior, y él está retenido allí, fastidiado, inútil, en instante tan propicio a su energía. El alcaide solo suelta noticias vagas, pero se ha suavizado. Antonio, en los mediodías continúa su prédica, ponderándole las libertades que ahora disfrutarán todos, el bienestar del país. Y el viejo replica:

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–Muchacho, tú no conoces esta tierra. Eso no pue se. Eso está mu bueno en los papeles, que aguantan too; pero yo te digo, «no creas too, no creas too».

Mientras tanto, le quita los grillos, registra menos la comida y se hace más comunicativo.

Una tarde, cuando el tedio de la expectación se trueca en pesimismo, se abre la puerta, y en su marco aparece la figura parisiense de Arturo Aybar.

Antonio le observa de arriba abajo y exclama: –¿Pero eres tú? –Sí, el mismo que viste y calza. Y se estrechan en un abrazo afectuoso. –¿Has venido a visitarme? –No, chico, preso también. –¿Tú, pero no eres de la situación? –Sí y no; ya verás. –Cuenta, cuenta. Y siéntase el uno en el catre y el otro en el mecedor, Arturo

Aybar después de carraspear para limpiarse la garganta, y de estirarse los puños de la camisa, comienza su peroración:

–Recordarás que cuando me convencí de la inutilidad de las revoluciones contra el poder de Lilís, y Enriquito nos invitó a ti, a mí y a unos cuantos más…

–Yo me negué. –Sí, no te satisfizo la oferta; pero no me interrumpas. –Pues bien, yo acepté, porque convencido de que cambiando

elementos gastados y malos por nuevos y buenos, se mejoraba indudablemente, y además que yo no servía a Lilís, sino al país. Al efecto fui nombrado cónsul general en París. Hace un mes más o menos regresé, llamado por el Presidente, y héteme aquí.

–¿Pero por qué te prenden? –A eso voy. El Gobierno es una olla de grillos, cada uno de los

jefes tira de la manta con el propósito de empuñar la herencia de Heureaux. Los que operan en el Cibao piden dinero y armas; pero los que mangonean aquí no aflojan, porque temen el encubrimiento de aquellos, y el Gobierno está dividido por dos tendencias; sostiene la una, la pura doctrina lilisiaca: el chicote;

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y la otra propende a la evolución en sentido liberal, civilista y Manolao, que en cincuenta años de vida pública jamás ha caído, rompe el equilibrio, ladeándose a la izquierda. Mientras tanto, los mozos de Moca triunfan, aunque tienen detrás fuerzas numerosas, y ayer no más han cogido a San Francisco de Macorís, y en la Línea se pelea; la revolución tiene a Juan Calvo… Esto gotea como los guineos maduros.

–Bueno, ¿y tu prisión? –Ya llegamos. Como comprenderás, fiel a mis convicciones

y a mi historia, he apoyado la evolución para ir preparando el terreno, e inicié la lucha con un artículo en favor del Manifiesto de Manolao; me movía para ligar los jóvenes; pero Loló ha dado un batutazo y me zampa en la cárcel para demostrar que es más fuerte que Enriquito. Pero en la bajaíta lo espero, ahí vienen, y a paso de carga, los de Moca.

–¿Y cómo y quiénes mataron al negro? –Un momento. ¡Caray, qué calor! Y Arturo se desviste, colocando en el catre las ropas cuidadosa-

mente dobladas. Una vez en paños menores, narra: –Hay varias versiones, pues cada uno relata a su acomodo: pero

esta mía es el evangelio, porque la tengo de muy buena tinta, por gente de adentro. Verás: Horacio Vázquez propuso esperar a Lilís en el camino con un grupo igual al que le acompañara, y atacarlo; eso hubiera sido muy caballeresco, pero muy fácilmente Lilís habría escapado. Mon Cáceres rechazó el plan, como antes todo proyecto de revolución, y con razón porque Lilís era invencible. La culebra se mata por la cabeza. ¿Y quién se atreve? Y Mon tomó para sí la empresa en la cual habían de colaborar otros muchachos. Lilís sabía desde La Vega que algo serio se tramaba, y sin embargo, despachó el Estado Mayor por delante para Santiago, y se quedó solo con un oficial y el Secretario para seguir aquella misma tarde. A los conjurados ya les arreglarían las cuentas, según sus órdenes, las autoridades locales. ¿Tú conoces a Moca?

–No. –Bueno, pues fíjate bien. El almacén de los Lara forma esquina;

a una calle de la tienda, que también tiene puerta a la otra, en la que están las oficinas, y como la casa es la última de la calle

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transversal, detrás de ella hay una barranca, y una guásima, en cuyo tronco amarró Mon Cáceres su caballo. No olvides ese detalle. Lilís estaba sentado en la acera, en la puerta de la oficina, de espalda al árbol, con botas y espuelas calzadas, hablando con don Jacobo. Como oyera en la tienda la voz de Mon Cáceres, a quien hubo de conocer la noche antes en el Club, preguntó; «¿Qué hace ahí ese joven Cáceres?», y en el acto, vio a Mon enfrentársele, en la diestra un revólver y en la siniestra una daga. Mon es alto, hercúleo, buen tirador y gran jinete. Lilís se irguió. El primer tiro, dicen que se lo dio por la espalda Jacobito de Lara que salió por la puerta del patio. Mon estuvo siempre frente a frente a Lilís, quien tomó el revólver que llevaba en bolsillo trasero del pantalón con la izquierda, y pasándolo a la manca hizo un disparo. Avanzaba increpándole, y con el panamá le hacía visajes de brujo, retrocediendo cuando Mon le amagaba con el puñal. El último disparo fue a quemarropa, apoyado el cañón en la boca, así se ve en la fotografía del cadáver, el bembe chamuscado y tumefacto. Otros dispararon; pero la verdad es que cuando el lance se trabó, se quedaron solo Lilís y Mon, como dos gallos. Dicen unos que Lilís mató a un viejo limosnero al cual rato antes le había regalado una papeleta de cinco pesos; otros que fue Pablito Arnaud que hacía fuego desde la esquina. Mon, cuando al fin cayó Lilís, cargó de nuevo el revólver, le examinó para cerciorarse de que estaba bien muerto. ¡Le parecía mentira! Y saltó sobre el caballo y escapó con Pablito a grupas. Al aplicar la espuela con fuerza la enterró en el hijar, y como se desangraba tuvo que abandonarlo en Estancia Nueva.

El cadáver quedó tendido en la calle, sin que nadie se acercara. El oficial que le acompañaba acudió a los tiros; pero le cerró el paso Manuel, un hermano de Cáceres, y se batieron. Aún caído, Lilís infundía pavor, y a Mon mismo debió de asombrarle aquel hombre que acometía impávido a pesar del plomo que le destrozaba el pecho. ¡Qué toro!

–Era valiente; pero tenía que ser: entre él y la sociedad había pactado un duelo a muerte.

–Óyeme. Ahora todos encuentran la hazaña fácil, y despídete de los que la pensaron, y más aún, le esperaron más de una vez, escapándosele de milagro.

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–¡Ah!, eso ya lo supongo; pero ese Mon es un héroe epónimo, y qué ganas tengo de darle un abrazo.

–Sí; también su responsabilidad es grave, y hasta ahora la carga es para él, pues los otros se sacuden.

–Mejor, la gloria será toda suya. –Sí, aunque lo malo es que en este caso la gloria cae dentro del

Código. –Es verdad, dura lex sed lex. Sin embargo, el matador de Lilís es

un libertador, ha hecho servicio eminente al país… A Arturo le mandan las comidas del Hotel, un azafate bien sur-

tido dos veces al día, y un desayuno suculento. El aburrimiento de Antonio se disipa; ya puede seguir el curso de los acontecimientos; comentan y discuten; las noticias de los éxitos de la revolución o la varadura del crucero Restauración en las patas de ñame, del puerto de San Pedro de Macorís, ponen entre ambos barricadas. Antonio estalla:

–¡Hay que acabar con el lilisismo! Es obra gigantesca, lo com-prendo, pero solo así se salvará el país.

–Pero chico –replica Arturo–, y ¿quiénes son los aptos para esa empresa? ¿Quiénes los puros? Si el que más o el que menos tuvo que hacer con él: unos directamente, otros por trasmano; lo que importa es restablecer el orden y administrar.

–¿Cómo? ¡Ah!, de modo que vamos a seguir por el mismo cami-no, a olvidar culpas; no, no aflijas. Hay que sanear por el hierro y por el fuego. Al que no quiera lo haremos digno y libre a la trágala.

–Oye, Antonio, así pensaba yo, no lo ignoras, hasta que los tropezones me hicieron levantar los pies y mirar hacia el suelo. Los intereses creados son mayores de lo que te figuras. Los revolucionarios necesitan a los gobiernistas, y a esta hora ya se está tramando una malla impenetrable para los intransigentes como tú.

–Tú hablas así porque te conviene. –¡Ah!… ¿pero tú crees que le temo a los que vienen? No, hombre,

si cuando lleguen a Palacio, se cuidarán de buscar a los prácticos para que los ayuden. Échale agua al vino; acuérdate de que has pasado muchas crujías y prepárate al desquite.

–No me importa, aspiro a que gobiernen los honrados.

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–¿Pero cuáles son?… media docena. Lo primero es el orden, y ese será el fruto de la transigencia, si no, tendremos jandinga para rato.

–¿Y el pueblo? ¿Acaso no apoyará a los que le han librado de la tiranía?

–Estás repitiendo, palabra por palabra, lo que yo decía hace años, cuando era un iluso. Créeme, el pueblo en este país baila al son que le toquen, y si le apalean, pe bu, silencio; y así será mientras no lo eduquemos cívicamente, tarea que requiere tiempo y paz.

–¡Pues estamos frescos! Con esa cantaleta nos jeringan desde el 44.

–Sí, compadre, esa es la realidad, aunque te contraríe. Oye mi consejo: consigue un Consulado y vete al extranjero. Como tú, yo encontraba pésimo cuanto hacía el Gobierno, y a nuestra Capital fea y fastidiosa, y hoy después de conocer a Nueva York y a París, te juro que no somos tan malos y que abundan bellezas junto a las cuales pasamos indiferentes. Una cosa son las teorías en los libros y otra la acción, y cuando hayas contemplado, por ejemplo, desde el Puente Viejo a media noche a Notre Dame, la luna entre las dos torres o al Sena lamiendo el Louvre que la luz matiza, aprenderás a sentir la voluptuosidad de nuestro ambiente y a descubrir las sensaciones estéticas contenidas en los arcaicos sillares de La Primada, como dice don Fellé. ¿Has visitado de noche las ruinas del Alcázar de los Colón?

–No me vengas con esas filfas, que tú sabes bien que yo tengo razón, y no se mezclan impunemente las manzanas buenas con las podridas. Al grito de abajo el lilisismo, limpiaremos la República.

–Bueno, así será; pero sigue mi consejo, sal por la boca del Ozama.

Y Arturo balanceándose en el mecedor o recorriendo la celda, expone las visiones tentadoras de París, la alegría del Barrio Latino, en donde la primavera resta gravedad a la Ciencia; Montmartre, panido; bajo las aspas rojas del simbólico Molino, que exprime tantas vidas; el Bulevar, y también las cátedras, y las bibliotecas, y los museos, y el gran mercado, y las alcantarillas, concluyendo:

–¡Qué escuela!, frére; la Virtud y el Vicio comparten aquel reino encantado, y la voz de los sabios y las risas de las cocottes se armonizan seductoras. Y óyelo bien: nunca apreciarás el valor

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de sus teorías en nuestro ambiente encendido. La realidad, la verás desnuda, tal cual es, a través de una copa de champaña, en compañía de una griseta, en un café de la plaza de La Sorbona.

–¡Nunca! La verdad es una, aquí o allá, y porque amo la libertad lucho para que rija nuestra vida.

Y Antonio, en calzoncillos, señala a su contrincante un muro del calabozo.

–Lee esos versos de Zenea, los escribió la mano viril de otro intransigente como yo, y si la realidad es la que pintas, yo repetiré con el poeta:

Tengo el alma, Señor, adolorida Por unas penas que no tienen nombres, Y no me culpes, no, porque te pida, Otra patria, otro siglo y otros hombres.

Que aquella edad con que soñé no asoma, Con mi país de promisión no acierto, Mis tiempos son los de la antigua Roma, Y mis hermanos con la Grecia han muerto…

Y Arturo corea el arrebato lírico con una risotada, rematándola con el refrán popular:

–¡Ay, Nana!

XI

En aquellos días caniculares, los dos presos, trasladados por el alcaide, a quien los éxitos de la revolución han amansado, al salón, el mayor de los departamentos de la torre, cuyas ventanas miran al patio de la Fortaleza, al río y al interior de la mazmorra, se aburren, languidecen. En las mañanas y tardes, un par de horas les distraen las evoluciones de los soldados, que a la voz de uno, dos, repiten durante los cuatro años del enganche los mismos ejercicios, y que a la postre, a fuerza de planazos y constancia de los instructores, llegan hasta desfilar, sin marcialidad, en columna de honor, los aniversarios patrios, por delante de la mansión presidencial, y

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a seguir a paso lento, arma terciada, las procesiones religiosas. ¡Pobres soldados de una democracia! La injusticia les recluta entre la hez urbana y la gente moza campesina, que no compra a tiempo la autoridad local con potranca fina u onza pelucona, de esas con la efigie del rey Carlos IV, que la avaricia entierra. Mientras visten el uniforme de dril azul, son mal pagados, duermen en duros camastros, sufren la horrible tortura del zapato, jamás apropiado a sus pies; les apalean y si desertan, les fusilan. Por las calles, carabina al brazo, custodian las yuntas de penados que arrastran la cadena, limpian las vías o trabajan en las edificaciones de los magnates, y en las horas francas, hacen oficio de mandaderos, y en las primas noches, el kepis ladeado hacia la oreja, balanceándose sobre las piernas abiertas esperan en las esquinas el condumio con que les regala la criada corteja.

Después del toque de paseo, Antonio y Arturo matan el tiempo jugando a la brisca o al tute; leen o disputan acerca de las últimas noticias. Ninguna idea les concierta encerrándose con frecuencia en silencio hostil. Antonio pasea a zancadas a lo largo de la estancia, las manos atrás, y Arturo, amodorrado en el mecedor, cuenta las rejas, y si la brisa refresca un tanto, monologa.

Se conocieron en los bancos de San Luis Gonzaga, estudiaron en los mismos libros, jugaron juntos, y desde entonces datan sus divergencias. A la verdad, aquella no era una escuela, pues no modelaba los espíritus, haciéndolos semejantes. De niños las dirimían a puñetazos, ahora con palabras a veces agresivas. Arturo recuerda con cierta ternura la última vez que riñeron, ya adolescentes, por un quítame allá esas pajas, de noche, en la Plazuela de los Curas: revolcándose, se arañaron, pegaron y mordieron, y enseguida, jadeantes, se dieron las manos, y sacudiéndose mutuamente los trajes empolvados, fueron a calmar la calentura con sendos helados en el café La Diana. El odio a la tiranía los unió, tuvieron los mismos ensueños; pero el uno más astuto y frío, aprovechóse del impulso ingenuo del otro.

Arturo, que se acusa de tal pecado, reconoce y admira, él que tuvo puesto en la mesa del festín, la fiereza con que Portocarrero se ha estrellado contra la tremenda realidad, sin miedo ni fatiga. Es como un dardo: ciego, hiere o se quiebra. Cree que su misión

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es combatir, exterminar, y ataca sin mirar a su alrededor; no conoce los hombres y acepta con la mayor candidez que la tiranía desaparece con Lilís. Y como él tantos otros, que se dicen intelectuales, porque poseen título académico, o son lectores de novelas, o empollan de año en año un articulejo, o hacen frases y chistes más o menos ingeniosos en los corrillos. Sí, de pipiripao, nunca supieron el dolor que cuesta alumbrar una idea. Para ellos, no es por cierto el consejo virgiliano: cuida el árbol para que tus nietos recojan los frutos.

Con la perspicacia de los ojos que vuelven a ver, y que por tanto pueden aislar seres y cosas, observándolos por los cuatro lados, Arturo registra ayer y hoy en busca de un hilo para guiarse mañana. La tiranía de Heureaux, se dice, no ha sido adventicia, como Antonio y muchos piensan. No. Los veintidós años de dominación haitiana disgregaron las castas coloniales y fueron los restos de estas los que dieron molde a las dos facciones contendientes en la Primera República. Caudillos y huestes concordaban; las pasiones eran sinceras, comunes; de ahí el fervor, la abnegación y la implacable saña de sus bregas. En Santana predomina el instinto, en Báez el intelecto; pero ambos llegan a su hora. Con la levadura de los restauradores triunfantes de España, adviene un factor nuevo. Los hombres tienen prisa de gozar; la disciplina social desaparece; las clases se mezclan; el peculado asoma. El baecismo sobreviviente, impera con más vigor que antes frente a los azules, quienes, por sentimentales, no se concilian en una sola aspiración bajo un jefe único, y a la postre, contagian al adversario. Fragmentados ambos, rotos los ídolos, se inicia la era de los caudillejos ignorantes, sanguinarios; las regiones se imponen, las figuras efímeras se suceden en Palacio, y en tal ambiente de asonadas, fusilamientos y asesinatos, se destacan un austero ideólogo, una mente patricia caída en la dictadura y un poeta epicúreo, hasta que la anarquía engendra a Heureaux, cuya voluntad suma todas las ajenas dispersas, y cercenando cabezas, estudiando los hombres y sus flaquezas, mete al país en el puño de su diestra manca. Pero como a su sombra maléfica no ha creado ni una oligarquía vigorosa ni una conciencia nacional, tornamos a las andadas, a los pronunciamientos, a los golpes de Estado, a

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los gobiernos estériles. La exaltación revolucionaria presumió sin género de duda, que basta vitorear la libertad para alcanzarla, y encumbrará un civil, un hombre de levita, o un novel general enamorado de las doctrinas de Hostos, que no comprende, y las mismas manos lo derribarán al día siguiente.

¿En dónde el corazón que nos nutra con su sangre generosa? ¿En cuál cerebro anida el pensamiento mentor? ¿Los viejos? Uno, dos, tal vez cuatro; pero no, encastillados en sus virtudes, satisfechos de lo que han sido, inexorables en el juicio, permane-cerán aislados, respetados, no queridos, temidos más bien; son demasiado honrados para algunos, troncos sin savia para otros. Como el griego, apurarían la cicuta sin temblar; mas no sabrían encontrar el ritmo de la vida en la cabellera del discípulo juvenil. Y sin embargo, la ocasión es de perlas. ¡Quién se atreviera!

El diablillo del orgullo le tienta. La empresa es hermosa. Expulsar de sí al sibarita que se place en la lectura de libros bien impresos, en la hembra entre encajes y perfumes, en la mesa rica, en el vino añejo, en la cama mullida, en la obra de arte; bajar de la torre de marfil a la arena, ser un hombre como los otros; amar, odiar, dar y recibir golpes; atisbar en las almas, decir la palabra que alienta, redime, consuela o fulmina; sacrificarse por una idea, vencer, triunfar. El laurel… ¡pero qué va!; los capitaleños se reirían de él, aquí no será profeta uno a quien han visto en mamelucos volando chichiguas. No, de los campos cultivados vendrá el varón fuerte, que tenga, como quería el florentino, de la raposa y del león…

–Oye, Arturo, esta frase es de Castelar. –Déjate de pamplinas. Más te importa leer a Maquiavelo y

estudiar a Lilís. Y de un salto, Arturo se planta en una de las ventanas orientales. En la anafaga del río expira la tarde. Del corral de los criminales

suben ruidos de cacharros, de cadenas, acres vozarrones de bestias en brama. Los hombres, medio desnudos, duermen en calabozos infectos, padecen hambre, miseria del cuerpo y del alma, acoplamientos infames; el capricho aparea el asesino con el ratero; la existencia es la más dura condena, así la arriesgan frente a los fusiles de los cabos de vara al primer descuido, o salvando el muro y las rocas, sin temer a los dientes de los tiburones ni el

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mar, vadean la ría; y cuando, por merced arbitraria o por la de su arrojo, a espaldas de la ley se libertan, esparcen tales miasmas por los campos.

Del antro asciende una voz fresca que entona una canción penetrante, sugestiva, la misma que a la vera de las rejas sollozan las guitarras a la luz de la luna; pétalo, ala, la letra vulgar conmueve acercando los hombres a través de los gruesos muros, destila una lágrima de las piedras siniestras:

Símbolo de mi amor Inmenso y triste Guardo el blanco pañuelo…

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Las cinco de la tarde. Antonio baja a saltos los escalones de piedra y atraviesa como

una flecha el patio hasta ganar la puerta. ¡En libertad al fin! Tiene alas en los pies. En la calle esperábanle dos amigos en un coche. Por el trayecto hasta su casa le enteran del acontecimiento del día, la renuncia del Presidente Figuereo, y de que la revolución que avanza por el norte y el este, toca ya con las culatas de sus fusiles a las puertas de la Capital. Pero esta no debe permanecer inerte, es preciso dar un golpe y derribar el Ministerio que asume el Poder Ejecutivo. Y esta noche será. Hay, pues, que apresurarse; Antonio acoge el proyecto con fruición. Sí, naturalmente, ¿cómo es posible que la victoria sea íntegra para cibaeños y seibanos? No, ha de ser de todos. El pronunciamiento se impone, y de una vez. Manos a la obra.

Por las calles del tránsito, desde las puertas y aceras le saludan, efusivos, vecinos y transeúntes. Él lee en todas las pupilas un acuerdo tácito. Cuando el coche desemboca por la esquina próxima a su casa, sujetándose a la puerta, temblequeante, se empina el hijo, que aúlla, amá, apá. Le ha anunciado, y una impresión, mezcla de alegría y tristeza, le oprime. ¡Cómo ha crecido! Antonio le carga en vilo y entra con él en la casa. Un abrazo los confunde a

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los tres. El contento se pinta en los rostros familiares. ¡Caramba, ya era tiempo! Y ahora ¡a triunfar, a realizar los sueños! Le hacen coro; pero a qué remover las penas del cautiverio, lo que importa es el porvenir que empezará dentro de dos o tres horas.

Y Antonio abraza con fuerza afectiva, que promete días de prosperidad, de dicha. La cuñada, jubilosa, le presenta un gran plato de natillas con sus iniciales en canela espolvoreada, que saborea en compañía de los amigos. El hechizo del ambiente le encadena; pero hay que arrancarse de allí, la palestra lo espera.

Los ojos de la mujercita reflejan inquietud resignada, y cuando se dispone a salir, ella le acompaña hasta el umbral, y con voz insinuante pregunta:

–¿A qué hora vuelves a cenar? –No sé, no me esperes; pero no tengas cuidado –y en la oreja

siembra el secreto, fecundándolo con un beso. Desde las siete de la noche en el Parque Colón nótase la

presencia de corrillos y el ir y venir de gente moza armada. Algunos han vestido chamarra de dril; otros, de bombito y saqué cola de pato, embrazan larga carabina y cruzan el pecho la cartuchera repleta, y no falta quien se tercie el machete de cabo.

Aunque el nuevo Gobernador simpatiza con la revolución conviene pronunciar la capital, echar por tierra el Ministerio, porque, ¿quién quita?… Se cuentan entre sí los comprometidos. Antonio, abrazado, felicitado, va de aquí para allá, cuchicheando, concertando pareceres. ¡Abajo el Ministerio!, grita una voz, y a su impulso el grupo se dirige por la calle de El Conde a la Gobernación de la Provincia, y sin que la Policía, cuyo cuartel está en la planta baja, les moleste, escaleras arriba gana el despacho del Gobernador. ¡Viva la revolución! ¡Muera el tirano!… Un bastón de ébano fracasa el cristal del retrato ecuestre de Lilís. Descuélganlo, y manos y pies le hacen trizas.

La fogosidad los ciega y los concita. El contentamiento los impele, y se echan de nuevo a la calle. Hay que galvanizar la ciudad. Un chalet que irradia luz por sus cristales atrae las miradas. Pedrada certera rompe una vidriera, y otra, y ciento, hacen añicos las ventanas. El objetivo de la épica jornada ha sido descubierto; sí, el enemigo se esconde en las casas, edificadas con el oro del

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pueblo: tiembla entre su lujo. ¡Pues, sus a él! Y las piedras golpean las mansiones de los engrandecidos. El grupo, inflamado, acusa lapidando. En cada calle erige un pretorio. Una voz apunta: «¡adonde Manolao; sí, con él!…». Pero otra detiene el coraje, reflexiva: «hay que tomar precauciones, tiene azuanos armados en su casa». ¡Es verdad! Y la multitud piensa que sería inútil manchar con sangre tal proeza cívica, y recuerda que el general Figuereo ha renunciado al poder. ¡Ese rasgo merece más respeto que los fusiles de sus azuanos! Y los gritos llevan el ardimiento de la pasión regeneradora a los habitantes de La Primada, que se están quedos y a cal y canto, mientras ellos les devuelven el bien sumo de la libertad.

El pronunciamiento culmina en una Junta Gubernativa, uno de cuyos miembros perteneció al Ejecutivo derrocado, y el grupo se disuelve, roncas las gargantas, desmayados los brazos, los unos a montar guardia en la Gobernación –es necesario estar alerta, los caídos pueden reaccionar–, los otros a relatar los hechos, a repartir desde ya la parte que a cada cual corresponde, en el Casino o en el Club Unión, en donde el ministro de Relaciones Exteriores entretiene un coro con su charla amena.

Antonio rehúsa la botella de cerveza fría con que le invita un correligionario, y, a pesar del triunfo, toma camino de su casa, presa de vago malestar.

XII

Muy de mañana, Antonio, dejando el lecho, empierna unos pantalones remendados, y, en camisilla, los pies desnudos en holgados chanclos, toalla al hombro, baja del piso alto, en el cual están la sala y los dormitorios, a la planta terrera, compuesta de zaguán, comedor, cocina y cuarto de baño. Provisto de un vaso, lo llena en el tinajero y asomándose por la ventana de la cocina, se enjuaga la boca gargarizando, se frota los dientes con el índice a guisa de cepillo, y escupe las bocanadas al patio. Luego se sienta en la clásica sillita criolla a esperar el café, cuyas borras hierven, cantarinas, en anafe cerca de la puerta.

La suegra preside en el ámbito, flaca, cetrina la rugosa piel de trigueña; un pañuelito blanco anudado en el occipucio, la protege

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de resfriados, y con ademán cordial le alarga el pozuelo de café tinto, caliente y aromoso. Mientras lo paladea a sorbitos, Antonio examina la estancia. Dos puertas la comunican con el comedor y el patio, una ventana lateral se abre sobre este, y alta claraboya mira al colindante. En la pared del fondo, el aparador de pino, en cuyos tramos escurren boca abajo la loza a flores, recién fregada, las ollas vidriadas y las pulidas cucharas de higüero. Al lado, en la mesa cuadrilonga, de la misma madera añosa revelando la frecuencia con que el cuchillo raspa las manchas que la afrentan, reposan recostadas en el muro, las pailas estañadas de hacer dulces, el almirez de piedra y la hachuela de picar carne, el frasco de bija con su muñequita, la higüerita con la sal, cuchillos, tenazas, macetas, bolillos, machetes y otros enseres; debajo de la misma, el pilón de algarrobo de moler café y rajas de cuaba para juntar candela. En un ángulo, el barril del carbón; entre la ventana y la puerta del patio, tiene su sede el fogón: hasta cinco anafes de hierro de diversos tamaños asentados en poyo de mampostería, y detrás de estos, en fila, reclinados en el tabique, los calderos. De un clavo cuelgan colador de metal, espumadera y guayo.

En el umbral de la puerta del patio, la señora en cuclillas, despercude cacharros, faena que abandona para preparar el café de los madrugadores o cuando en el portal suenan la tapa de latón del panadero o las vasijas de la leche. Entonces se escucha su voz que cuenta: «uno, dos, tres» y reclama, «cambíame ese mollete que es de ayer», y «este que está blandito como barriga de viejo» o «llene bien la medida», o «esta leche está bautizada y se le ve el azul de la batata». «Eso no es tener conciencia».

Antonio, después de sorber la última gota azucarada, sale al patio y lo revisa con mirada curiosa. Todo está igual. No; ha envejecido también. Es un cuadrilátero, plantado de árboles, cerrado por tres tapias erizadas de fondos de botellas que lo guardan de los rateros. En uno de los extremos medra un humilde jardincillo. La mitad la ocupa el gallinero, cercado de cañas de Castilla atadas con tiras de yagua, en el cual ponen y enclocan al amor de un gallo una docena de gallinas, que es fuerza mantener con las alas cortadas. Un limoncillo las ampara del sol con sus ramas, y un cocotero, cuyo tronco forma un codo, brinda tribuna a sus estrepitosos

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cacareos; un casco de tinaja de hierro, el bebedero. Antonio observa complacido una blanca pollona moñuda, que en un pie, en el borde de aquel, se mira coqueta en el agua y lustra con el pico las plumas pectorales. El sultán engalla la cresta cárdena.

En el jardincillo, entre arriates de caracoles marinos, enfloran mosquetas y cienhojas, espiga el llantén y brilla el terciopelo de la yerbabuena. Hay también hinojo, salvia y zábila, ruda y albahaca, y túa-túa cuyas hojas purgan arrancadas hacia abajo, según decir, y hacia arriba son eméticas, concuérdase el placer estético con la utilidad de la medicina casera. En cajoncitos, un geranio escarlata y un clavel de olor, defendidos de la adefagia de las lagartijas por cáscaras de huevos enhiestas en varillas de coco.

En uno de los ángulos, en cuartucho cobijado de cinc, está el retrete, que infesta el recinto y hasta la misma casa. Aquí y allá, restando dominio al sol, naranjos, guanábanos y limoneros, y por encima de la pared medianera extiende el ancho abanico de sus hojas y carga las hermosas esmeraldas peludas de sus mazorcas un pan de fruta, que regala con su sombra el lavadero: una batea de roble sobre un barril vacío, tres piedras carbonizadas y la lata de lejía. De tapia a tapia y de árbol a árbol, dividen el espacio los cordeles de tender la ropa. En la opuesta esquina asienta sus reales el pozo, que surte agua fresca a dos casas. Musgo fino tapiza el brocal de piedra, y de la boca surgen graciosos helechos.

Antonio, asida por la abrazadera la lata que fue de manteca, se allega a él. En el seno profundo espejea la líquida pupila, de la cual afirma la conseja popular que, el día de San Juan, las muchachas casaderas que se asomen ven retratado el futuro, aquel cuyo nombre será el mismo del primer pordiosero que en tal día haya tocado a su puerta. La mirada escruta la pétrea garganta cavernosa, y el húmedo vaho le penetra. Bienhechora sensación de calma y de poesía le acaricia. El claro ojo le fascina. Se aparta, de súbito, sustrayéndose a un pensamiento: ¡sería tan fácil acabar, dormir para siempre, en la paz de lo hondo del pozo! Rocía el carrillo para que no chirríe, y echa el recado, soga de majagua con dos bambúes. Y del pretil al baño acarrea el agua. En el silencio se escucha el raudal vertiéndose en la batea.

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En el baño, Antonio, boca arriba, las piernas encorvadas, el tronco sumergido hasta la nuca, goza de la impresión voluptuosa del agua fría. Burbujas le cosquillean por la espalda. ¡Qué delicia! Y pensar que más de un año estuvo privado de ella. Sentado, mientras se estruja la piel hasta enrojecerla y se enjabona copiosamente, dice para sus adentros: «no importa lo que cueste, es urgente que el Homenaje no sea en lo adelante el domicilio de los dominicanos que piensen en voz alta contra el Gobierno, y es necesario también que esta sea la última revolución», enfrascándose en sus planes de sanear, libertar y restaurar el país.

Con la higüera se empapa la cabeza. Cuando, de regreso a su cuarto atraviesa por la cocina, la

leche que hierve forma una cúpula de nata y se derrama sobre las brasas. La suegra acude presurosa, la trasiega repetidas veces para enfriarla. Antonio se detiene, le interesan estas faenas domésticas, en las cuales descubre la belleza sencilla, y sigue unos instantes el curso del lácteo chorro. Sube las escaleras ágilmente.

En su cuarto encuentra ya lista sobre la cama y en el espaldar de una silla, las ropas, repasadas por la mano amorosa de la mujercita, que está allí, rondando, para ayudarle a vestirse. Le sujeta los pantalones, por los bajos, para que el pie entre recto, y avienta los cabellos que han caído sobre la pechera. Antonio mata con la esperma de un cabo de vela el filo del cuello para que las hilachas no le molesten ni el sudor lo ablande. Quiere una corbata roja, expresión de su radicalismo, pero no la posee. Mas, Luisa acude a uno de los hermanos y vuelve con una, flamante, encarnada; ella misma le hace el nudo, y empinándose al final, le besa. ¡Cómo le ama y admira!

Antonio, parte el revólver S. and W., lo aceita, y cargándole lo vuelve a la canana colocada en el costado izquierdo; ceñido el saqué se planta ante el espejo; las solapas caen bien, en la espalda ni un pliegue. Está un poco estrecho, tanto mejor, así marca las líneas varoniles del tórax, y si huele a bencina, ya cesará en cuanto le dé el aire. Cala hasta las cejas el sombrero de yarey, de alas acanaladas, la copa circuida por cinta negra de dos dedos de ancho, y en el bolsillo de pecho guarda el pañuelo de seda blanco perfumado de Y’lan Y’lan. Aún hay más: dos pesos para los

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cigarrillos. Y en compañía de la esposa, haciendo molinetes con la varita de corozo, baja al comedor, donde le espera un desayuno extraordinario.

El mantel de alemanisco azul, color encubridor, doblado en cuatro, está puesto en una de las cabezas de la mesa de caoba, mueble secular. En un plato, huevo frito y media vara de longaniza; un plátano maduro de los mentados dominicos de los campos de San Cristóbal, asado con cáscara en la hornilla; un pocillo de leche, un pan de corteza dorada, y en un platillo, medio de mantequilla. La habitación es adyacente al zaguán. La amueblan un tinajero de pino pintado, base de la piedra musgosa que destila el agua gota a gota a la panzuda tinaja, estregada a diario con estropajo de hojas de guayabo; un cajón alacenado con puertas de tela metálica, en el cual se guardan bajo llave la loza, las golosinas y el azúcar por temor a los muchachos; unas perchas o cosa así, destinadas a las tablas para secar al sol los cajuiles y al mármol para estirar y cortar los caramelos; baúles viejos, sobre los cuales atadijos de ropa recién almidonada.

En torno de la mesa la familia se sienta. El suegro, rechoncho, encorvado ligeramente, con un reflejo de bondad en el rostro ra-surado, ha vuelto del mercado a donde él mismo va con la negrita sirvienta a hacer la compra. Todos interrogan, desean saber qué fue lo de anoche. Antonio, entre bocado y bocado, relata el pronuncia-miento. A la verdad, se siente mohíno, aunque no lo confiesa, no está satisfecho. Él habría preferido una pelea, sangre, los culpables colgados de los faroles, como tremenda lección; pero ¿cómo refe-rir que las piedras vejaron a quienes más de una vez han favorecido a la familia y a él mismo? Del embarazo le sacan tres conmilitones que llegan presurosos. Vienen a buscarle. La cosa está que arde.

–Es necesario que nos reunamos enseguida para construir una Asociación Cívica, que vele porque no se emplee a los lilisistas. No pediremos nada para nosotros, bien entendido; pero que no se les dé a ellos, porque eso sería injusto, inmoral –dice uno.

–Lo que importa es abrir los ojos y no dormirse sobre los laureles, pues ya hay un complot para reaccionar; en él están metidos hasta el gollete los jefes de San Carlos y Pajarito, y de momento rompen los tiros –noticia otro.

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–Eso no lo logran, aunque yo sé que desde esta madrugada están sacando carabinas y cápsulas; pero lo más gordo es que se están llevando el dinero de Palacio para sus casas; los han visto con los claros del día, cargando sacos llenos en un coche –asegura el último.

Don Pedro los ha oído suspenso. El primero ha sido empleado de la tiranía hasta ayer; el segundo, mozo inofensivo, pacífico, excelente bailador; y el tercero, ¡santo Dios! ¡qué transformación tan rápida!, de espía y alcahuete le reputaban…

El buen hombre les dice persuasivo: –Vayan despacio, que hay mucha gente mala, y no deben creer

sus intrigas. ¡Qué sacos ni ocho cuartos, si en las cajas no hay más que papeles!

–¡No, don Pedro, usted es muy sano, esta gente es capaz de todo, nosotros los conocemos!

–Vamos, que debemos impedirlo. –Sí, lo primero es ir a la Gobernación para poner en cuenta a la

Junta. Y los cuatro salen a cumplir el arduo deber de salvaguardar la

paz de la ciudad, los dineros del Estado y los servicios públicos. La magna lucha duró seis días, en los cuales la juventud, ojo

avizor hacia San Carlos y Pajarito, veló las armas. Por la Puerta del Conde seguían entrando los lecheros, y la vieja barca cruzaba el río con los pasajeros trafagadores…

Se confeccionó una lista de candidatos a mejorar las institu-ciones desde las oficinas, y la Junta forcejeaba, vigorizada por la intransigencia de una cabeza dantoniana, contra el asalto de las pasiones irascibles y de los nuevos intereses voraces. Un día, el aire embalsamado por las pomarrosas de las sabanas orientales, trajo nuevas explosivas: el jefe revolucionario de esas provincias se proponía entrar en la capital, con su taifa de paso tardo, armada de largos machetes y al hombro el saco de yute en que almacenan frutos y objetos realengos, que no desamparan ni en las marchas penosas ni en las refriegas. La Junta se opone. Vale más esperar a los del Cibao, que sea el triunfo uno solo. En las esquinas, en corrillos, o medio a medio de las calles, los comentarios corren

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quemantes, manos inexpertas lubrican los fusiles aún oxidados, y a los oídos de la gente moza las canas duchas insinúan:

–¡Cuidado con los del Este, son matreros, ambiciosos y amigos de hacer coca! Acuérdense de Santana…

En la tarde del sexto día, por debajo del Baluarte del Conde, pasan los revolucionarios, a lo largo de la empavesada calle de La Separación hasta La Fuerza. En el grupo de jinetes que precede, las manos entusiastas señalan figuras conocidas: el Jefe, alto, cual tallado en mármol, la negra barba en punta; Ramón Cáceres, el héroe, hermoso, jinete insigne, un tanto ladeado, la cara de risa, ¡homérica risa que durante doce años resonará preponderante en la política nacional! Sobre sus cabezas caen pétalos, revuelan los aplausos y aletean las aclamaciones. A su paso, mirando a los balcones engalanados, y a las que en ellos agitan manos febriles, los mal intencionados murmuran: «¡son las mismas que bailaban con el negrito!». Y los rapazuelos callejeros, que enantes corrían tras los carruajes en los bautizos rumbosos, tararean las canciones procaces, en las cuales la chusma ha sacudido el lodo de sus chancletas sobre las faldas de seda.

Los soldados de la revolución desfilan, mirando el hembrerío de los balcones, con una palmita de guáyiga en los sombreros rotos: es la divisa de las tropas que desde Santiago a la capital cuentan en su jornada una sola baja: un oficial herido en un muslo por el cuchillo con que hacía rajas una caña.

En los días siguientes, un nuevo espíritu animó la ciudad. Las serenatas a los triunfadores sucedíanse por las calles, los discursos premiaban el esfuerzo de los caudillos. Cada plaza se convirtió en sucursal del ágora, y la palabra meeting, importada por un negro autodidacto, graduado de doctor en una Universidad del Norte, que pasea su vehemencia de chistera y levita, cuyos faldones ahueca el viento, adhirió al vocabulario político. La juventud audaz, encaramada en sillas claudicantes, derrama sobre el pueblo las doctrinas constitucionales de Hostos. El ejemplo de los Estados Unidos y de Suiza se cita como meta de la democracia. Eugenio Deschamps, recién llegado, lee las cuartillas de sus arengas, y restalla el látigo de siete colas en su verbo indignado, rico en dicterios. Miguel A. Garrido, de gallardo talante, enciende

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los cohetes de su prosa; Antonio Portocarrero desenvuelve como en un cinematógrafo las visiones de los doce años de tiranía, y gimiendo con los presos, hace sonar los grilletes y saca de la tierra en que se pudren los cadáveres de las víctimas. Arturo Aybar habla del orden, de la libertad, de la educación cívica, de la necesidad de que los hombres idóneos gobiernen, y del olvido de lo pasado. Y el pueblo, borracho de palabras, palmotea. Algún orador novel alude al sol y al cielo, otro hace cambiar las sonrisas que produjera esta poesía, por un gesto de espanto, anunciando: ¡se maquina en la sombra! Las miradas se vuelven buscando a los impenitentes lilisistas, y las diestras apuñan bajo las chaquetas las cachas de los revólveres. Los papeles impresos, con títulos alusivos, aumentan: las piedras de la épica noche se han transformado en tipos de imprenta. Se elogia, se insulta. El ditirambo y la diatriba se codean, y al pie de los artículos se leen todos los signos del alfabeto o seudónimos más o menos jacobinos. Se ha descubierto que existía una lista de puño y letra del tirano, en la cual están anotados los que debían morir por el hierro de sus esbirros. Todos están en la nómina, uno explica: «yo porque no le saludaba», otro, «yo porque no le quise aceptar un puesto». En el Jordán de la Revolución zabullen todos, y limpios de culpas, bregan por hacer la felicidad de la Patria.

Portocarrero está asombrado: nunca supo que tuviera tantos admiradores ni la tiranía tales enemigos. En una asamblea lan-za su candidatura a Diputado, que sus oyentes acogen con aclamaciones, y levantándose el pantalón, exhibe la mordedura de los grillos, su mejor título para legislar. La candidatura gana prosélitos. «¡Se lo merece y sabrá defender nuestros derechos!», dice la gente. Pero una noche, con gran sigilo, bajo un laurel del parque, un compañero de la Asociación le confía que el Gobierno Provisional no le apoya, ni tampoco el candidato a la presidencia.

–¡¿A mí?! ¡Eso no es posible! –Sí, a ti. Dicen que eres muy intransigente, que lo discutes todo,

y no eres un hombre práctico ni tienes ideas gubernamentales. Mas, el presidente futuro, en una conferencia, le contesta,

diciéndole: «Necesito ese puesto para una combinación; usted tendrá otro en mi Gobierno, distinguido y de confianza».

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A diario, la prensa registra nombramientos. En los bancos del parque se despelleja a los agraciados. Ningún mérito se les reconoce. Vientos de fronda desmadejan el ramaje de álamos y laureles. Los vencedores se dividen en dos grupos, igualmente istas, roídos de ambiciones indiscretas. Algunos jefes lilisistas venidos de las provincias, pasean por las calles, señalados a la burla pública desde los periódicos, con sus panamás alones. Cuando la naciente oposición da en el blanco, la pasión grita en el parque: «Horacio está que trina, dice que va a desenvainar el encabao y a entrar a planazo limpio a la Bandera Libre. ¡Usted verá!». En las palabras, en los pensamientos, en los actos, se advierte una sombra: Lilís. Se le niega, se le abomina, se le combate; pero está presente, suena en todas las bocas y obsede las imaginaciones. Es cátedra de política criolla; se repite: «él hacía esto así», o «acuérdense de Lilís que tenía experiencia y sabía en dónde apretaba el zapato». Acusación o ejemplo, domina, amenaza. Ese muerto gobierna.

Un día de noviembre, la levita inglesa abrochada, reluciente el parisiense sombrero de copa, cruzado el pecho por la banda tricolor, el elegido jura la Primera Magistratura. El Metropolitano, bajo las naves de la Catedral, entona el Te Deum Laudamus. En la tarde, a son de bando, en las esquinas alternas, se lee el Decreto presidencial nombrando el Gabinete. Cada apellido que cae de los labios del pregonero es presa de las lenguas implacables. En los días siguientes, los cibaeños retornan a sus lares, el Listín Diario continúa publicando las listas de nombramientos, y el Presidente, cuatro veces al día, a zancadas, atraviesa el Parque, un cigarrillo en la boca, los faldones al aire, seguido de dos edecanes, de azul y oro. El pueblo, en tanto, le pone motes chocarreros.

Antonio espera cada día, impaciente, la carta del Presidente anunciándole su puesto. Los compañeros que ya alcanzaron su tajada en el botín, le aconsejan calma. «Don Juan –le dicen–, habla siempre de ti con cariño, y está preparando una combinación. Ten paciencia». Arturo Aybar, ratificado en su Consulado en París, mientras prepara las maletas, enseña a los contertulios del Club a descorchar las botellas de champaña, sin ruido y sin que el espumante vino se derrame. Los acreedores presintiendo el fracaso, asedian a Antonio: siempre hay un cobrador de facción

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en la puerta; otros le asaltan en la calle. La suegra murmura, y él nota un ardor de súplica en las pupilas de su esposa.

¿Qué hacer? De arriba, de abajo, hay algo que le repele. La palabra intransigente ha sido escrita como un inri sobre su cruz. Los amigos le traen del Palacio consuelos: el majarete cuajará. Los periódicos suelen publicar gacetillas, en las cuales se recoge el rumor: «se dice que nuestro querido amigo, el brillante periodista Antonio Portocarrero, será nombrado próximamente secretario de Estado de…». En Palacio se le ha ido descartando poco a poco de todos los cargos. Es un «espíritu de contradicción», han sentenciado. «Tampoco es serio», agregan, «tiene muchos ingleses».

Se rebela contra la sorda, mansa y taimada hostilidad ambiente. ¡Ah! el triunfo para los otros, aun para sus propios contrarios, menos para él, condenado al dolor, a la miseria; acorralado, desconocido, maldito. No, nunca; y airada, incisiva, la pluma rasga las cuartillas.

Luisa, viéndole escribir, le interroga con timidez: –¿Otra vez? –Si quieren lucha, la tendrán. ¡Ya sabrán lo que es candela! Al crepúsculo, descalzos, a trizas la sucia camisa, el rollo de

periódicos debajo del brazo, los rapaces vociferan: El Listín Diario a rial, artículo caliente de Portocarrero. Las manos les arrebatan el papel y arrellanados en los bancos públicos o en los mecedores de bejuco, devoran la prosa vibrante, en cuyas cláusulas adquieren las palabras extraño sentido, y producen sensación de fragua. «Pero, este hombre nunca está conforme. ¡Pobre mujer!» –opina uno. «Ese es un despechado» –afirma otro. Los lilisistas se soban las manos con gusto, y un secretario del Despacho, acariciándose las patillas, acusa: «Ese huevo quiere sal».

Al día siguiente, se cruzó en la calle con el Presidente: la chistera parisiense y el yarey portorriqueño permanecieron inmóviles en las respectivas testas.

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XIII

En las columnas de La Libertad, interdiario que ha fundado y dirige, Antonio derrama su ira contra el Gobierno, quebrando lanzas por la Constitución, pues a su juicio, los nuevos mandarines la violan desahogadamente. Los errores de los jefes comunales analfabetos, arrójalos sobre la cabeza de turno del Ejecutivo: el Palacio es el único responsable. Elocuente, fuerte, rimbombante, su prosa estalla, desmenuzando al contrario. A su vez, los plumíferos empleados le atacan. Un seudónimo impenetrable, inquiere cómo ha vivido hasta hoy, qué industria costea su existencia, e insinúa que aceptó los favores de la tiranía; otro le amenaza con el archivo del Tirano, suerte de bubón cuyo pus pringa todas las caras. Sus cartas circulan de mano en mano, y la maldad adoba y cuchichea que, entre tales papeles, han aparecido virginales camisas ensangrentadas con monogramas.

¡Marea de sanies! En la calle, la gente le estrecha la mano con efusión o esquiva el saludo, según sirva o ataque sus intereses. Los lilisistas le elogian, los jimenistas le denigran. Este, le dice al oído: «siga amigo, que este Pan sobao se las trae, y es preciso defender los vitales intereses del país»; aquel, que ejerce autoridad, con sonrisa maligna le susurra: «Usted no sabe cómo anda la procesión por dentro, el santurrón quiere embestir. Esto es un cuero tieso, le pisan una punta y se levantan las otras tres, y Horacio, hum…».

La redacción, establecida en una accesoria de la imprenta, con una mesa de pino, tres sillas y otros tantos cajones vacíos por mueblaje, es un mentidero. Allí se reúnen los opositores y también quienes gustan de encandilar a salvamano. Las propagandas, los chismes, las noticias, convergen y se transforman en prosa candente. A horcajadas, sentados sobre la mesa y en los rimeros de periódicos sobrantes, charlan, porfían, mientras Antonio escribe, y los reporteros voluntarios acarrean gacetillas, y un misterioso colaborador que se disfraza con un seudónimo desliza su manuscrito envenenado, recomendando el secreto; el cronista de salones deshoja flores a los pies de las damas concurrentes al último sarao, y los forasteros visitan para que les pongan un saludo de bienvenida. En los días en que de antemano se sabe que

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La Libertad viene picante, lectores impacientes aguardan a la puerta.

Antonio no mira hacia atrás, ni examina quiénes le impelen. Su enemigo es el Palacio, madriguera del despotismo para él, y truena contra los mismos procedimientos que solo han cambiado de antifaz.

Al oído del Presidente se insiste: «Usted es muy bueno, Lilís le habría metido en la cárcel, por lo menos». «Este país no se puede gobernar así». En el parque, los discutidores se enfurecen.

–Esa es la obra de los lilisistas, que nos están dividiendo para vencernos.

–Sí, y don Juan debe pelar el ojo, y agarrarse, porque la mulita corcovea.

Portocarrero siéntese satisfecho. Es el blanco de todas las flechas; admirado, odiado, aplaudido o denostado; su fuerza se enfrenta al poder, que al fin capitulará. Los que entretienen sus ansias haciendo combinaciones ministeriales, incluyen su nombre en primera línea. Cada error gubernativo es una piedra más en su pedestal. El Presidente continúa recorriendo las calles a trancos, con sus edecanes a la zaga, y los domingos oye devotamente la misa en la Catedral, acompañado de su familia. El edificio cruje al golpe de las piquetas demoledoras, pero él, cabeciduro, repite con acento afrancesado su estribillo: «Ni un día más, ni un día menos».

Una tarde, los granujas vocean: «La Libertad», con «la caída del Ministerio», «lo que dicen a don Juan». Tres secretarios de Estado han renunciado, y Portocarrero enristra una catilinaria al Presidente, enumera los errores en que ha incurrido, le acusa de acoger a los lilisistas, y lo que es peor, de usar las mismas prácticas corruptoras. «La Constitución es un trapo, cuando debe ser tan sagrada como la bandera nacional», escribe; y barajando los nombres que se indican para el nuevo Gabinete, su péndola, sin piedad ni rebozo, excluye, acusa, clava en la picota o elogia sin tasa, aclama o anatematiza.

En los mentideros del Parque Colón, se comenta el artículo; alguno afirma que Portocarrero será al fin ministro, y se le reconocen cualidades. Cuando llega en busca de los laureles

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de la jornada, las manos se tienden afables, solo una le repulsa. El paladín le mira retador, y el otro estalla:

–Usted no es más que un sinvergüenza, y mi tío es un hombre honrado, que muchas veces con su dinero le ha matado a usted el hambre.

El bastón del periodista se alza. El bombín del insultador rueda roto, los testigos se apartan y los revólveres relucen. Portocarrero se planta en la avenida; el otro se escuda en el tronco de un álamo, y entre los gritos de los presentes, los dos hombres se bombardean, pum, pum, saltando, zigzagueando, o perfilados detrás de los árboles hasta que las cámaras se vacían; entonces los otros promedian y la policía acude. Muchas puertas se han cerrado, y la guardia de la Gobernación está firme. Los combatientes, ilesos. Los espectadores la cuentan de chiripa; a todos les ha pellizcado el plomo las orejas.

La única baja es una borrica que pasa por la calle cargada de petacas de carbón y haces de caña de azúcar, la que herida en una pata, amusga las orejas y lanza un rebuzno formidable.

XIV

La noticia le precedió. En la casa estaban conmovidos, y aunque les habían avisado que nada le ocurría, lloraban lamentándose. Luisa, los ojos acuosos y enrojecidos, le abrazó, junto a la puerta. Todos querían saber.

–No ha sido nada, una pelotera sin importancia. Todo ha termi-nado. ¡Un mentecato!… ¡hombrearse conmigo!

Después del lance, Antonio se sentía más varonil. Las balas habíanle respetado. El tributo de tantas manos que estrecharon la suya alabándole por haberse portado como un hombre le satisface.

Su popularidad medra. La Libertad relata el duelo, enumerando los disparos, los movimientos, los incidentes y haciendo constar que ni insultos ni tiros lo detendrán en su camino. «Nuestro querido director –termina– se debe a la Patria, y en sus altares, si necesario fuere, ofrendará la vida». «Esta vez sí que llego», se repetía a sí mismo.

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En todas las combinaciones ministeriales publicadas por los periódicos se le nombra. Los cobradores le han concedido una tregua, y hasta los tenderos le saludan con una sonrisa prometedora de nuevos créditos. Los amigos le asedian, algunos le piden puestos, musitándole: «ya sabes que siempre he sido tuyo», y no falta quien, de acera a acera, le diga cariñosamente: «adiós, ministro». Él, sonriente, replica: «Todavía no sé nada de cierto, ni sé si me convenga aceptar. El Presidente está bien inspirado, a pesar de sus errores: pero los compromisos, y las responsabilidades…». Y deleitándose promulga sus planes de gobierno: no importa el Departamento que se le destine, él está preparado. El Interior, hacer cumplir la Ley con energía. En Hacienda, economías, gastos reproductivos, y fuera las asignaciones. En Relaciones Exteriores, poner a raya a los diplomáticos extranjeros, rechazando, textos en mano, sus reclamaciones dolosas y sus pretensiones humillantes. En Fomento, caminos, puertos, inmigración; si Instrucción Pública, escuelas y educación cívica. El país necesita, concluye, administración, mucha administración honrada, y nacionalismo; sí, nacionalismo, para salvar la independencia amenazada.

–Así es. Hombres como tú e ideas como esas, son las que convienen; si no, nos hundimos –asientan los oyentes.

En la casa, se mantienen alerta, esperando al conserje de la presidencia, portador de la tarjeta de don Juan, convidándole a una entrevista. Esta vez parece seguro. Antes había anunciado distintos nombramientos: Cónsul general en New York, en Ham-burgo, Interventor de Aduanas, los que, según él, le fueron ofrecidos, pero se los negó.

Reclamos y palabras hostiles le obligan a mentir para engañar la espera dolorosa en aquella miseria que abate su vanidad. Luisa calla siempre. La suegra protesta: «esta no lo cree; pero se muere antes que confesar que él es un embustero». Con acritud agrega: «no lo nombran ahora tampoco, ya verás cómo se le pela»; y la abuela doña Altagracia, que sorprende las murmuraciones, adhiere: «¡porra para él!», y volviendo el brazo derecho, hace un cuerno.

La familia se reúne en torno de la mesa dos veces al día, a las doce para la comida y a las siete para la cena, y mientras toman la sopa y yantan el plato cuotidiano, compuesto de carne guisada,

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arroz blanco, habichuelas rojas y plátanos salcochados, y en la noche sorben el pozuelo de chocolate unos, otros de café con leche, y algunos de infusión de jengibre o de hojas de naranja, chacharean hasta acalorarse de los sucesos del día. Antonio, displicente, frente a la taza de chocolate humeante, con lentitud unta de mantequilla el mollete de pan.

La suegra, con retintín, le interpela: –¿Qué fue el bando de esta tarde? –El nombramiento de los nuevos ministros. –¡Ah!… Y se produce el silencio, solo interrumpido por los sorbos y la

masticación. En una esquina de la mesa, el unigénito forcejea por alcanzar un pan, tembloroso, balbuceando, apa… apán… Antonio, molesto, le alarga un pedazo, y cuando ha terminado con su ración, relata:

–Don Juan me mandó un recado ayer, ofreciéndome el Minis-terio de Hacienda o el de Correos y Telégrafos; pero le contesté que no podía aceptar.

–¿Qué sueldo gana un ministro? –pregunta la suegra con viveza. –Ninguno de los dos me conviene –prosigue Antonio sin

responderle–. La Hacienda está muy embrollada, y no voy yo a exponerme a fracasar, desenredando esa madeja de la Improvement, los belgas, los franceses y la deuda flotante interior, puesto que mi criterio radical, de cortar por lo sano, no habría de ser adoptado por el Gobierno. Y en Correos y Telégrafos sería una figura decorativa, obligado a asumir las responsabilidades de los errores cometidos y de los disparates que seguirán. Si me hubiera ofrecido la Cartera del Interior, tal vez me habría sacrificado, y eso para tratar de unir a Horacio con don Juan, porque las cosas andan de mal en peor y pronto llegaremos al rompimiento y a la revolución.

Luisa aprueba con energía: «has hecho bien, es una tontería comprometerse a última hora».

Sones musicales lejanos llegan hasta el comedor. Doña Altagracia pone la oreja en escucha, y anuncia:

–Oigan, música. Debe de ser la serenata que le traen a Antonio porque lo han hecho ministro.

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–No, señora, si no ha querido –refunfuña la suegra. –Ah, yo… Como decían… Y Antonio sale disparado, en busca de aire. En el parque los

bancos están concurridísimos. En el ángulo sureste, entre la Catedral y el Palacio Nacional, se sientan comerciantes, abogados y políticos graves, amén de algunas parejas de amartelados que se agradan en el claroscuro protector. En el ángulo nordeste, parroquianos del café vecino, conversan a gritos. En los bancos fronteros a la calle Separación, tienen su sede, bajo un laurel, un tipógrafo mudo, un zapatero curazoleño y un pirotécnico, los cuales disertan sobre política internacional, analizando los cablegramas del Listín. El tópico palpitante es la guerra entre Francia y Alemania que, a juicio del zapatero, estallará de un momento a otro. De la mitad de aquel lado hasta la esquina de la calle de Plateros, son dueños los galleros, que forman coro en derredor de un álamo. Aquí, las altas voces reseñan las últimas riñas y enumeran las condiciones de un giro o de un malatobo. La batuta la lleva un hombre fornido, blanco, descolada la camisa, que habla y gesticula sin cesar, replica a todos los argumentos, domina todas las voces, y afirma contundentemente:

–A mí de gallos no hay quien me enseñe, porque yo sé hasta cuándo les duele la cabeza.

En el segundo y tercer banco del frente del Palacio Municipal, con un álamo por medio, se juntan los políticos activos: empleados, periodistas, abogados, médicos y gente de lengua chispeante. Allí, entre bromas y veras, se monda a cuanto ciudadano recibe la gracia de un nombramiento. La honradez tiene una condición fatal: la cesantía. Los nuevos ministros están en la mesa de disección, los bisturís afanosos escudriñan en los pliegues de lo pasado. Unos atacan y otros defienden. Alguien exasperado, clama inconforme:

–Bueno, ¿pero qué han hecho esos tales para que los nombren ministros? ¡Comprométase uno para que otros gocen!

Y un burlón, que quiere buscarle la boca, aludiendo al grado de Coronel que las Ordenanzas militares reconocen a Jesús Nazareno, agrega:

–Y lo peor es que han nombrado Coronel a Jesús.

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–Ahí está, y ¿qué mérito tiene Jesús para eso? Está visto. Este país está perdido.

–¿Y qué Jesús es ese? –Hombre, ¡Jesús Nazareno! Y el coro se desternilla de risa. Antonio esquiva el Parque Colón, en donde se sentiría

mortificado, y se acoge a la penumbra de la Plaza Duarte. Y allí, solo, frente a la Iglesia del antiguo Convento de Dominicos, cavila.

La última ilusión se ha pulverizado. ¿A qué seguir combatiendo? Y lo que es peor, ¿cómo continuar? Su oposición ha perdido autoridad, y el público se cansa al fin de las palabras altisonantes. Esta tarde, el dueño de la imprenta en que se edita La Libertad, le ha exigido con urgencia: se le deben tres semanas. El adminis-trador dice que los agentes del interior no remiten los fondos, y que las ventas disminuyen. Y ha mostrado las cuentas muy claras, y él mismo está muy alcanzado, tanto, que ha tomado a cuenta seis meses de sueldo, y se ha cargado la cantidad; porque eso sí, él es un honrado padre de familia. El editor ha fallado el pleito, conminándole al pago. Esperará una semana más, necesita el dinero, las cosas están muy malas, tiene que hacer pagos en Europa, y, por otra parte, el Gobierno, en vista de que se tira en sus talleres un periódico de oposición, no le da trabajo de sus oficinas. Y abriendo los brazos, inclina la cabeza, y agrega: «más no puedo hacer». Uno o dos números más y La Libertad habrá muerto.

En el hogar, la situación es intolerable. Luisa y su hermana trabajan de seis a seis, y con frecuencia su mujer mueve el pedal de la máquina hasta muy entrada la noche; cosiendo para la calle. Herminia lava y hace dulce. El patio está siempre lleno de tablas con cajuiles secándose al sol, y en la cocina borbota el almíbar en la paila estañada. ¡Pobre muchacha, y cuando se case, continuará igual! La suegra cocina y plancha, y el suegro, que nunca maldice, a cada artículo suyo teme que le despidan del empleo que tiene en Palacio, y eso sería el acabóse. La casa no la pagan hace años, está en ruinas, y el casero no la repara para que se muden. Los cuñados apenas ganan para sus necesidades. Luisa no se queja; pero late en su reserva una protesta; y el hijo crece, se estira, ha logrado caminar, temblequeante, los brazos abiertos y un hilo de saliva

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colgante del labio belfo. ¡Qué horror! A menudo lo encuentra en la calle, haciendo de policía o de cura, hazmerreír de una trulla de chiquillos que le burlan, le torturan y le enseñan a balbucear obscenidades. Es la pesadilla que le abruma. De esa tiranía nadie le libertará, ni poder ni riquezas.

En la oquedad de la plaza, sus ojos descubren dos cuerpos que se abrazan bajo un árbol –una negra sirvienta y un soldado–: animalidad vibrante; y escucha gotear los higuillos de los ramos sacudidos suavemente por el terral.

–Sí, hay que tomar una resolución –se dice–. En el Gobierno nada es posible; ya he quemado las naves, solo resta Horacio. Más allá de las lomas, el Cibao que quita y pone presidentes. Hay, pues, que avivar el fuego, y mientras tanto, otra vez a ludir los fondillos, desasnando muchachos, en las sillas de las escuelas.

De regreso, encuentra a Luisa cosiendo a la luz de la lámpara de petróleo, colgante en mitad de la sala.

–No debes matarte tanto, no hay necesidad, muchacha –le dice entre cariñoso y reprensivo:

Y ella, alzando las dulces pupilas, le contempla satisfecha, y se excusa:

–No, si son camisas para ti. Las que tienes se están deshaciendo y quería darte la sorpresa el día de tu cumpleaños.

Y una sonrisa melancólica enarca levemente la boca fina, marchita.

Antonio le toma la cara por la barbilla, y alzándola, la besa en los ojos murmurando:

–¡Qué buena eres! Se sienta a su lado siguiendo atento el pulgar que pliega las

alforcitas de la pechera. Luego pasea la mirada por la estancia, cuyos muebles nunca le parecieron tan viejos. Los mecedores de bejuco de Viena, que fueron el lujo de sus bodas, descascarados, rota la rejilla, tantas veces renovada, se zarandean de un lado a otro bajo el peso de las personas; el sofá, cojo, se apoya en la pared; las sillas, desvencijadas; la mesa del centro, llena de máculas. El polvo ornamenta la cal de los muros con extraños arabescos; entre vigas y alfarjías, la humedad dibuja fantásticas figuras. En el testero se destaca el retrato de cuerpo entero de uno de los antepasados de

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Luisa; señor potentísimo de la Colonia, en cuyo pecho prominente ostenta, bordada, la roja espadilla de una encomienda. En el marco, descaecido por los años, el buril talló entre hojas de laurel y bellotas, armas y atributos de guerra; hogaño una arañita prende sus hilos leves a uno de los ángulos superiores del cuadro. La mirada de águila hecha a regir hombres en las filas y a dominar negros en el hato, conserva toda su altivez, y bajo una cicatriz que parte la frente, la nariz aguileña y el mentón pronunciado, denuncian la energía de quienes por el mar o en la tierra impusieron su voluntad heroica.

Antonio siente la presión física de aquellos ojos que le dirigen reproches, y le parece que la diestra que reposa entre dos botones de la túnica militar, se abre indicándole un camino, y que aquellos labios sensuales, le interrogan.

–¿Qué has hecho de grande en tu vida? ¿Por qué dilapidas tu energía en palabras? ¿Qué obra digna de las tradiciones de esta tierra realizan los hombres de estos tiempos? ¿Sois libres, prósperos, venturosos? Nosotros izamos nuestras velas al viento desconocido y desentrañamos del océano un mundo. Conquistamos imperios, matamos indios, esclavizamos negros, fundamos ciudades, edificamos hermosas catedrales, defendimos nuestros bienes del asalto de los corsarios y enseñamos al bucanero de Occidente el hierro de las lanzas castellanas, y cuando el Rey nos cedió al francés, al frente de mesnadas campesinas vencimos a los soldados napoleónicos, y restituimos al Rey la Española. Fecundamos la tierra y el vientre de nuestras mujeres. Veinte hijos sanos pregonaron mi estirpe, y la negrada de mis ingenios proclamó que fui amo pródigo de mis caricias y de mi oro. Y vosotros peleáis sin cesar, una revolución sucede a otra, desde que la Colonia se hizo República, y la bandera cruzada ondea sobre las piedras yertas que cobijó el pabellón de los leones. Combatís, es cierto, por empleos, con el mismo ardimiento de nuestra sangre…; ¡míseras hazañas!

El ruido monorrítmico de la Singer, palpita en el silencio.

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XV

Doña Altagracia, la abuela, es una mujercita seca, pina, a pesar de sus noventa años. En el rostro arrugado y moreno, brillan entre los párpados abotargados, las pupilas vivas, y se destaca aquilina la nariz. Nadie la ha visto llorar. Sin embargo, en su largo vivir ha sido traspasada por los siete puñales. Sufrió reveses de fortuna; cruzó el mar en buques de vela, rumbo al exilio; las pasiones de la política le encarcelaron esposo, hijos, hermanos; cerró los ojos a los padres, y besó la carne muerta de los vástagos; gozó diez veces el dolor de la maternidad, siempre serena, fuerte, bíblica.

Almáciga preciosa. Su memoria comienza ya a desvariar; pero irreducible cuando le rectifican, se atiene a su dicho y acude al testimonio de su libro de apuntes. Es un cuaderno con tapas de cartón, en el cual, desde los albores del siglo, con malísima ortografía y letra redonda, de gruesos perfiles, que con los años ha ido perdiendo serenidad, ha anotado los sucesos de su casa y los de la calle. Así, en sus páginas se asocian la noticia política, las ejecuciones y los pronunciamientos, con el nacimiento de hijos, nietos y biznietos; la exaltación y caída de los caudillos; el primer diente o el primer pinito; la muerte de los seres más queridos y la primera comunión; las prisiones, las expulsiones, las angustias de los asedios, y el ruido pasajero de bailes, mojigangas callejeras y fuegos artificiales. Empero, ni una sola vez agrega al relato, lágrimas o comentario; la pluma consigna el hecho y nada más. Cuando recibe en su morada interior la eucaristía, escribe: «he cumplido con Dios», y al registrar la muerte de un hijo: «Dios le tenga en su santo reino». Y frente a Lilís, que triunfa corrompiendo y humillando, ella que ha sido perseguida y martirizada en los suyos, exclama sin ufanía: «¡nunca le he dado la mano!».

Las modas pasan, los hombres nacen y mueren, ella conserva inmutable la forma del traje y las mismas amistades. En la casa, viste bata de prusiana morada, a flores, alto el talle; un pañuelito esquinado cúbrele la cabellera nevada, partida en dos trenzas que rodean la cabeza y se juntan en moño; medias blancas y guillotinas de marroquín morado, hechas especialmente por José Mena, buen hombre de figura quijotesca, que toca la trompa en la misa

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cantada de los sábados, en el ex convento de Dominicos. Sale dos veces al mes: una para adorar el Santísimo, el domingo tercero en la Catedral, y pasar ese día en casa de una amiga de infancia y comadre; otra, en la que se pone de hinojos ante su confesor. En tales efemérides, luce sus sayas negras de viuda, prende a las orejas zarcillos de azabache y oro, tócase con manto de merino a flecos, adorna el cuello con un pañuelo blanco sujeto por un medallón con el retrato del esposo, y calza botín de ternel, con lacito en la punta y dos borlas en el remate de la caña; devocionario en mano, camina erguida y despacito, junto al nieto, que la auxilia en los accidentes de las aceras, y carga el paquete con la muda de entrecasa.

Con los años ha perdido la ecuanimidad, y es cada vez más terca; porfía y curiosea, aunque siempre muestra recato en el juicio y tal amor por los suyos que no les conoce defecto. Recorre la casa sin cesar, husmea, regaña a los nietos, y a los impenitentes les planta en el cráneo un cocotazo dado con sus nudillos huesudos. Cose, zurce y pone plantillas nuevas a los calcetines. En su alcoba se consume constantemente una lamparilla de aceite ante la imagen de Nuestra Señora de las Mercedes, de la cual es devota, y los miércoles ante la de Jesús Nazareno, a quien ha consagrado su prole; y una palma bendita renovada cada Domingo de Ramos, protege el lecho. En armario de caoba, que era de su madre cuando esta casó, y cuya madera fue cortada y labrada en tierras propias, guarda la ropa; en arquilla de cedro, los papeles y novenas, y en cestillos cuyos mimbres crecieron hace cincuenta años, hilo, agujas, botones, dedales, la madejita de lana, tijeras y un cabo de vela. No bebe agua de aljibe, sino de pozo, de los pozos profundos y poéticos, depositados en negra alcarraza española; tampoco usa vaso sino una higüerita y otra higüera grande le sirve de jofaina. Cubre la cama con colcha de retacitos de diversos colores, por ella misma coleccionados y añadidos. Dos veces al día escancia agua endulzada con papelón. La silla de comodidad procede de su padre. Los días modernos no le impresionan; para ella indiscutiblemente el tiempo pasado fue mejor, y la grandeza ancestral la libra de injurias y de vanidades efímeras. Su casa poseyó capilla, esclavos, rebaños, trapiches, y sus raíces espirituales se han afirmado hace ya trescientos años en la tierra quisqueyana. El domingo primero

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de cada mes, después de misa, la visita un primo, que viene en calesa y con chistera. Hablan una hora de las cosas que fueron y de las que son, tales sus achaques. Desde el muro, el retrato del abuelo coronel de milicias, cuyas hazañas rememoran, les sonríe, y cuando se despide, doña Altagracia cuenta, cómo él pudo alcanzar en el comercio, sin meter un solo contrabando, posición desahogada; fue desde joven honesto, tanto, que siendo hijo natural, un día el padre de ella, mayorazgo, haciéndole comparecer a su presencia díjole: «Sé que eres merecedor de llevar el nombre de mi hermano, y desde hoy te autorizo a usar nuestro apellido».

Cada noche, después de la cena, la familia se reúne en la sala, y la tertulia animada y a veces reidora, dura hasta las diez. Los jóvenes se marchan tras el último trago de chocolate, pero ingresan dos visitas: el novio de Herminia, mayor de veinticinco, y un viejo amigo, quien desde chico frecuenta la casa. Alto, tez cobriza, digno, ebanista de oficio, siempre de excelente humor, no tuvo la tiranía enemigo más firme, nunca se descubrió al paso de Lilís ni le aceptó una sonrisa. En la tertulia inicia las bromas y corta el nudo de tristeza con que suelen atragantarse. El novio es un buen muchacho, de pocas palabras, que llega invariablemente a las siete y media y se despide a las diez. Empleado en el comercio, gana cuarenta pesos y espera que le aumenten, cuando las cosas mejoren, para casarse. Todas las tardes, después de la faena, se asea, acicala y perfuma, y prepara su espíritu para el coloquio amoroso, pues es preciso que su amada lo crea el más elegante, fino, discreto y varonil. Herminia, la novia, que ajetrea desde que amanece, después de recogidos los peroles de hacer dulce y la tabla y las planchas, se baña, componiéndose con blusa de batistilla adornada de encajes y cintas, falda de lanilla azul obscuro y zapatos de tacón alto. Florece la negra cabellera con una rosa, y se sienta en el balcón a leer novelas de Dumas, de Feval o de Pérez Escrich, hasta que llega el novio.

Don Pedro, en mangas de camisa, una pierna sobre el brazo del mecedor, charla con su amigo en torno de los sucesos de la política. Jamás habla mal de nadie, ni alimenta dudas; cree en los hombres, y si le engaña uno, pone su fe en otro. Sano de cuerpo y de espíritu, gracias a un optimismo ínsito, resiste a los más duros

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embates de la miseria y se conforma con su empleo, cuya paga a duras penas satisface los primeros menesteres de la vida, por la que pasa sin odios ni envidias. Ni preocupaciones ni pesares le quitan el apetito; es un buen diente cuando hay qué y a toda hora; a veces, después de los postres, la esposa echa de ver con lástima que se ha quedado una taza de sopa de la que se guardó a mediodía y se va a perder. –«Tráemela», reclama con gozo–. «Muchacho, no la tomes, que te va a hacer daño», aconseja doña Altagracia; pero él ase con ambas manos el tazón, sopla la capa de grasa fría que cubre el líquido y la apura con deleite. Y si la madre o la consorte le reprochan «qué gandío eres», replica risueño: «lo mismo era papá y no murió del estómago», y enseguida intercala, con gran escándalo de doña Altagracia, que niega indignada, alguna de las tantas famosas indigestiones paternales.

Luisa, aunque también toma parte en la tertulia, al mismo tiempo cose o teje o cuida del hijo que anda de un lado para otro, acarreando objetos estrafalarios, los brazos en balance, las piernas temblorosas y cae a menudo, hasta que se duerme sobre el sofá, quedándose allí cual un pelele desmadejado. Doña Rosita en un rincón, apelotonada, las piernas en cruz, lee un grueso novelón, y, entre párrafo y párrafo, coloca un chiste mordaz. Para ella casi todos los vecinos de la ciudad tienen un apodo, originado por defecto físico o por historieta chusca, que les pone con gracejo hilarante. Incansable en el trabajo, virtuosa, consciente de su destino que será igual hasta la tumba, si la dispepsia la atenacea se rebela, y es entonces cuando sus saetas se clavan en el yerno y da recias nalgadas al nieto.

La voz de la abuela es la que más suena en la tertulia, nunca le falta tema, pues remueve pasado y presente. A Antonio le gusta oírla y la hace hablar, ora interrogándola, ora contradiciéndola. Y ella, altanera, recuenta, confundiendo fechas y nombres, reviviendo días y hombres pretéritos. Un siglo entero se anima en su memoria. Y es su conversación pintoresca, si evoca, tal como se las contó su mamita, los percances del año de Toussaint L’Ouverture, cuando este vino del Guarico, y los alzamientos de los esclavos. «Mi taita reunió los suyos, cientos, y les dijo: mis hijos, ustedes son libres, y todos, toditos, se quedaron en el ingenio y en los hatos, trabajando

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hasta pagar su rescate. ¡Cuándo los negros de hoy! Ya todo está cambiado, hay mucho libertinaje y poca religión».

–Doña –suele decirle Antonio–, he oído hablar de un tío de usted que era muy mujeriego.

–¡Malhaya quien lo diga! –replica. –Pero si cuentan que una noche, trepando para entrar por la

azotea se cayó de un alero y estuvo tendido en la acera hasta que el fresco de la madrugada le devolvió el sentido. Y que otra vez un amigo guasón metió por debajo del portal de la casa, en la cual había entrado de tapadillo, un mazo de triquitraques, y que despertando azorado, le encontró el padre en la alcoba de la moza.

–¡Quita de ahí, que son patrañas! Mi tío Miguel fue hombre muy de bien, casado dos veces y que a sus hijos naturales les dio nombre y les encaminó. Nunca salía a la calle de noche sin pedirle la bendición a su taita, y si es verdad que iba a visitar a sus amistades, envuelto en la capa, la espada debajo del brazo y un farol en la mano –porque entonces no había alumbrado–, volvía temprano, y ni jugaba ni tenía deudas. Entonces cada uno vivía de lo suyo.

–El Listín anuncia que viene una compañía dramática. –Así será ella –dice la abuela–. Ya no vienen cómicos buenos,

ni mantones de china, ni crea fina de hilo, como en mi tiempo. Antaño era otra cosa. Ninguna señorita correspondía a un ena-morado si aquel no tenía con qué casarse, y además cumplía con su madre. Y en los bailes, todas muy bien puestas, y los jóvenes, de casaca azul con botones de oro. ¿Emborracharse? ¡Eso nunca! Se comían pastelitos y se bebía sangría.

–Pero no había teatro. –¡Ofrézcome al Señor! Si no hacía maldita la falta. Cuando vino

Pizarrosa, un gran actor como no vienen agora, en el patio del Café de la Reina se levantó un tablado para el escenario. Cada familia llevaba sus sillas, su potiza con agua y copas. Mi taita hizo colocar un escaño grande, de caoba, donde cabíamos seis personas. Y se representaban muy buenas comedias y misterios, y sin la inmoralidad de hoy en día. También venían maromeros, y muy buenos. Por cierto que, una noche, uno que saltaba una docena de sillas a lo largo, fue a caer abrazado a mi amiga Pepita Contreras, la misma que después vino a ser mi comadre. ¡Ave María Purísima,

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qué pena! Ella se puso como la grana, se retiró, y mientras estuvieron aquí los titiriteros no se asomó más a la ventana. ¡Qué diferencia de las muchachas de hoy en día, que están siempre callejeando o con los dientes al sol en las rejas!

–Pero doña, si en aquella época la gente, después del toque de las oraciones, se sentaba en la puerta en chancletas, con pantalones viejos, a fumar la cachimba, y el único refresco era el vaso de agua de melao; ni existía moneda, sino cambalache.

–¡Alabado sea Dios!, ¡qué mala lengua tiene este demonio! ¡Ojalá los de hoy! Mucha onza pelucona se guardaba, y cajones de pesos columnarios, y miles de cabezas de ganado en los hatos. Ojalá ustedes se dieran un trasunto a aquellos hombres. ¡Cata uno ahí! –y señalando el retrato del coronel de milicias, prosigue–: ese fue rico, muy rico, y bravo, de los campeones de la Reconquista. La herida de la frente se la hizo un franchute con quien se batió frente a frente en Palo Hincado. Su compadre don Juan Sánchez Ramírez, le quiso mucho, y cuando estuvo en la Corte, el rey don Fernando le agasajó tanto… ¡Esos sí eran varones!… ¡Y las mujeres! Mientras mi abuelo sitiaba la ciudad, mi mamita, su esposa, entre las murallas, rezaba, hacía hilas y se comía el cuero de las butacas sancochado. Entonces había valor y virtud.

–Esas son historias. –¡Anda a la porra, condenado! Ustedes se mofan de los viejos, y

se han dejado guberciar doce años por un negro mañé… ¡Quién se lo hubiera dicho a mi compadre el general Santana!

Y la anciana, erguida, triunfante, se refugia en su alcoba a rezar ante el retablo de Nuestra Señora de las Mercedes, por el ánima de vivos y de muertos, quince casas de su rosario.

XVI

La campana del vigía, desde la torre del Homenaje, desgranó dos repiques, y en el semáforo, cuatro bolas y la bandera roja señalaron vapor del oeste. Media hora más tarde, en El Placer, frente a la calle del Tapado, el «Julia», de la matrícula de La Habana con su ronco silbato pide práctico y desgarra la ambiente serenidad matinal. Gentes presurosas bajan en dirección del

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muelle. De acera a acera, se preguntan: «¿No vas al río?». «¿Qué hay?». «La Compañía de Roncoroni que llega».

Desde un mes antes, en gran cuadro de felpa, en el café La Tertulia, se exhiben las fotografías de los artistas dramáticos, mientras se diligencia el abono; y allí, toman helados, los parroquianos y examinan las bellezas que el retoque presta a las mujeres, el talante aristocrático de los galanes, y escuchan la cuerda de sus triunfos pregonados por la prensa extranjera. «Es la mejor compañía que ha venido», concluyen convencidos por la locuacidad amena del agente.

En los balcones de la Capitanía del Puerto, los curiosos atalayan la barra; una grey humana se mueve por la vera del muelle, flagelada por el sol, que ya pica. En El Tanque, tranquilo remanso que el Ozama forma al pie de la muralla, granujas en cueros bañan caballos, y un cochero, los pantalones arremangados hasta la rodilla, lava su vehículo. Amarradas, en fila, goletitas y balandros costeros cabecean. Detrás de la jaula de hierro, que es el depósito de la Aduana, coches y carretas estacionan; los aurigas y los carreteros se confunden con los espectadores, los unos con sus fustas, los otros armados de un cuchillo cachicuerno a la cintura y del garrote de guayabo con que castigan las bestias. Los estibadores medio desnudos, torsos de bronce o de mármol negro, esperan apoyados en las carretillas. Al término del muelle, frente al pequeño mercado, en el limo fangoso de la orilla, las canoas de los campesinos. Aún quedan restos del tráfico de la madrugada: pilas de petacas de carbón, trojes de yerba de maíz, frutas y casabe.

En la puerta de una casilla de madera, un hombre en mangas de camisa expende vasos de leche, que hierve en anafe, muy a la vista, sobre el mostrador; en otro colmado una mulata gruesa, de abultados pechos fláccidos, en cuclillas, con las piernas muy abiertas, fríe lonjetas de tocino y mielosos plátanos maduros que vende ensartados en varillas de coco. Más allá, una negra comercia en arepas con entresijo, conservas criollas y prú. –El suelo está tapizado de cáscaras y relieves descompuestos. A espalda de las casas, límite del mercado, alza su ramaje centenario la Ceiba colombina, una gruesa cadena enroscada al tronco vencedor del

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tiempo y de los hombres. De una a otra banda del río, cruzan yolas, y deslizándose por el cable, lenta, majestuosa, la barca va y viene, por delante de la mitad que resta del puente de hierro, que allí semeja esqueleto de enorme animal atascado. Malla, cuyos reflejos vivos hieren las pupilas, reviste el agua, rota a veces, por la aleta de un tiburón. La floresta ribereña trepando por la ladera oriental despide por cada una de sus hojas fulgores metálicos.

Cuando la masa obscura del «Julia» aparece en el estuario, llenando la boca estrecha, los espectadores se sienten sobrecogi-dos, dijérase que entre las rocas hirsutas que soportan la torre y la estacada del muellecito el vapor se ha clavado; pero no, avanza silbando. En el puente de mando, los índices señalan la figura familiar del capitán Vaca, alto, grueso, las patillas largas, la gorra blanca con galón dorado, y junto a él, el negro piloto. Frente a la Aduana, girando merced a los cables, el vapor hace la ciaboga; los pasajeros pasan de babor a estribor y el público que atiende a descubrirlos saluda a los conocidos. La maniobra dura cerca de una hora. La multitud, apiñada, suda impaciente. Al fin, puesta la escala, comienza el desfile. «Ese es Roncoroni». «Ha envejecido», observa uno. «Mira, esa alta, bonita, es la Adams». «¡Compai, qué hembra!». Algunos se colocan cerca de la escalera para ver las pantorrillas. Un coro de saludos acoge a Alcón, el barba, que trae en cada brazo un niño; la característica le sigue, cargada con un loro y un perrito, y las segundas partes, las mujeres, verdes aún por los efectos del mareo, despeinadas, vestidas a escape, algunas en bata; los hombres sin cuellos, con cachuchas, los críos gritando y sucios. La farándula pasa, ante la mirada pública, sin los prestigios emotivos y deslumbrantes de las candilejas y se reparte en los coches, entrando en la ciudad por la puerta de San Diego, escoltada por una turba de mocosuelos.

Durante el día, hubo ciudadanos de facción en la acera del teatro «La Republicana», presenciando la descarga del equipaje, los fardos de las decoraciones, e interviniendo en las querellas de los carreteros; otros contando las monedas en la taquilla, y muchos, que no pueden asistir al espectáculo, solazándose en el ensayo general, a mediodía, en sala donde flotan las nubes de polvo que levanta la escoba.

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A las 8 el teatro abre sus puertas, pues tal como reza el programa, media hora después principiará la función, que no se suspende por causa de mal tiempo. Dos vallas humanas forman pasadizo en la puerta central. En la acera de enfrente, una línea baja luminosa marca los puestos de pastelitos, dulces y maní tostado, alumbrados por un candil de aceite; en las casas vecinas también hay expendio de pastelitos de harina de Castilla y de catibía, de rico relleno, servidos calientitos y amén de la cerveza fría y del ron. El teatro, austero edificio de sillería, es la antigua iglesia de los jesuitas. Por fuera conserva su aspecto secular, ásperas columnas adosadas al muro. En el interior, se ha edificado con madera, la sala; una herradura dividida por barandas forma doble serie de palcos, altos y bajos, sobre esta una galería, y en la platea, más de cien butacas. El escenario, el foso y los camarines de los artistas, en el que fue presbiterio. No hay ventilación. La bóveda ensordece la voz de los cantantes. La sala, la noche del estreno, está de bote en bote, como escriben los cronistas. Los espectadores de infantería se aglomeran detrás de los palcos, invadiéndolos.

La Compañía se estrena con una de las obras preferidas del público: Felipe Derblay, de Georges Ohnet. La campanilla del apuntador suena, y en tanto se alza el telón, en los palcos ruedan sillas acomodadas a prisa. Inclinadas sobre la barandilla, las mu-jeres siguen animosas las escenas y los hombres discurren, a veces en voz alta. El telón cae. El público masculino disemínase por las dos naves laterales. Los muchachos de la cantina destapan botellas y corren de un lado a otro llevando bandejas con cerveza y dulces a los palcos. Se forman corrillos en los cuales se enristran polémicas. Hay que abrirse paso a fuerza de codos para circular.

–¿Qué te ha parecido? –Bien, bien; pero Roncoroni se muerde los puños demasiado y

a la Adams le encuentro un no sé qué. –¡Ah, no!, no hay comparación, es inferior a la Salas, aquella sí

hacía una Clara… ¿te acuerdas? –Y Roncoroni, chico, sabe llevar muy bien el frac, ¿no es verdad

frer?

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Antonio Portocarrero preside un grupo. Está furioso porque no le han dejado entrar en el escenario a saludar a los artistas; mañana se cobrará en su crónica del Listín.

–Pero, ¿creen ustedes –predica– que eso es arte? No y no. Ohnet es un pobre diablo, ganapán de la pluma, cuyos libros se venden, es cierto; mas la alta crítica no le tiene en cuenta.

–Sí, pero gusta. –Naturalmente, todas las mujeres se sienten Clara, y los hombres

se creen vengados de sus ocultas humillaciones familiares por Felipe. No, señores, arte es el de Ibsen. ¿No han leído ustedes a Ibsen, el coloso? ¡Qué Enemigo del pueblo! Esa es la humanidad, esa la pintura de la realidad; ¿y La dama del mar?, qué fuerza de símbolo… y no estas piezas, donde todo se arregla al final. ¿Qué problemas plantean?

–Y Hamlet, ¿qué te parece? –A mí me gusta más el Puñal del Godo y Flor de un día –interrumpe

un mercachifle del Navarijo. –Pero, socio, si eso está mandado a recoger. ¿Quién se acuerda

de eso, ni de los árboles gigantes, ni del campo de don Ñuño, ni de otras vacuencias por el estilo?

–Bueno, ¿y Don Juan Tenorio y El gran Galeoto? Ahí hay yema. –No me hagas reír. Don Juan Tenorio es para los isleños de San

Carlos, y Echegaray no tiene en todo su teatro un verdadero tipo de cerebral. Eso, un cerebral.

–Y ustedes ¿en dónde han visto na mejor? –Amigo mío –pontifica Portocarrero–, cada uno entiende de

su oficio. Yo no le discuto a usted de telas, pero no me toque a la literatura. Lea mañana mi crónica.

–Amigo, no arrugue que no hay quien planche. Usted no sabe que yo soy aficionado; he pisado las tablas y mucho que me aplaudían. ¡Hablarme a mí de teatro! –Y obeso y currutaco, los pulgares en los bolsillos del chaleco, palmotea en el piqué blanco a puntos rosas, haciendo sonar la gruesa cadena de oro y el dije, un corcel encabritado sobre una cornalina.

La campanilla del apuntador les separa, y en tropel atorados por el último bocado, empujándose, los espectadores ganan sus localidades. En el próximo entreacto continuarán los debates, y

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aún a la salida, en el trayecto hasta los respectivos domicilios, y en los días siguientes, glosarán los episodios, imaginando si después de la reconciliación serán o no felices Felipe y Clara, o si la justicia castigará a su tiempo al Lázaro de la Dolores, drama incompleto, según la opinión de sobremesa de un viejo publicista, porque la policía no actúa prendiéndole y el juez penando el homicidio.

Durante los intermedios, la orquesta toca valses y danzones. En la platea solo quedan algunas señoras que, incómodas en las lunetas de hierro y madera, se abanican. En los palcos ondula la línea de trajes femeninos de colores tiernos, las sillas cambian de posición por causa de los mozos visitantes. Algunos, en pie, por entre las lunetas, charlan con las muchachas recostadas en el antepalco, otros desde los pasillos miran y hacen señas a las dulcineas, a quienes la vigilante oposición de los papás les veda acercarse. Las bombillas eléctricas y potentes lámparas de kero-sene recaldan el ámbito.

A la tarde siguiente, los lectores del Listín, leían dos columnas de prosa vibrante, sonora, en la cual Antonio Portocarrero, con el seudónimo de un personaje de Ibsen, relata sus sensaciones, dando de paso su pellizco a las primeras partes de la Compañía por la ejecución de la obra. Al autor lo aplastó con una frase de Lemaître. La crónica está esmaltada de citas, de nombres de dramaturgos y artistas de todos los países y épocas. Había exprimido en ella sus lecturas.

En la noche, en el Parque Colón, Roncoroni se hizo presentar y prodigándole elogios; y paseando bajo los laureles, se traba pronto entre ambos amistad sincera. Antonio descubrió que el cómico era una buena persona, culta y discreta, asqueada de las cábalas de entre bastidores, alentada por la sola ambición de ganar dinero para volver a Italia a descansar; y el artista entrevió las luchas dolorosas, las injusticias y persecuciones que el escritor padece, y le suscita deseo de emigrar, de tentar la fortuna más allá del horizonte nativo. El cómico era, además, excelente cocinero, y con frecuencia, a mediodía, reuníanse ante una fuente de macarrones sazonados con salsa de pollo y tomate, o de fideos a la cazadora o de una olla de arroz a la milanesa, a cuyo condimento contribuyeran hongos, trufas y Marsala, espolvoreada de parmesano. En tales

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momentos, inspirados por el vino de Chianti, acotan el margen de sus vidas respectivas. El artista se había arruinado más de una vez, y duélese de su tarea ingrata, encarnar tipos que no le placen, de la existencia diaria, ruda brega con los otros y con sí mismo para, sin duda, quebrar de nuevo. Antonio, no había conocido el placer, ni una sola hora de voluptuosidad, de triunfo, de poder. ¿Cómo romper la red en que ambos forcejean? El uno tiene en la Península, familia que convierte en futilezas el oro de su cerebro; el otro, preso en los hilos misteriosos de un reato. Cierto día, el artista le recibe alargándole un recorte impreso: «Mira, eso me lo ha traído hoy un negrito descalzo, bajo un sobre cerrado dirigido a mí». Era un artículo en que meses antes un seudónimo fisgaba con saña en la vida de Antonio, casi un pasquín. El cómico, en payama, erguido sobre el pavés de ladrillos, lealmente indignado, exclama con voz rauca y marcado acento italiano: –«Esto es miserable, mío caro. ¿Y per qué lo hacen? Si has cometido errores en tu vida política, no me importan, tienes talento y nobleza de espíritu. Escápate, fúgate de esta prisión». Antonio sonríe con tristeza, aquello le hiere humillándole. ¿A quién daña su amistad? ¡Ah! sí, el aroma de los manjares ha trascendido…

Cada noche de función, Antonio en el escenario se distrae con el trajín de entre bastidores: los chismes de los artistas urdidos en los ensayos, que luego detonan en palabras malsonantes lanzadas por sobre los tabiques de los camerinos. Sentado en el umbral del de su amigo, observa atento el tropel de los tramoyistas, en el sube y baja de los telones que a veces se resisten a medio camino, provocando la hilaridad del público; los apuros para amoldar a las cajas las decoraciones; las carreras de los utileros que acarrean los viejos tereques con que se amueblan las casas ricas: sillas de bejuco, sofás desvencijados, camas de hierro crujientes, toscas mesas de pino; los gritos de los comediantes, que reclaman una espada o una peluca; la confusión de los comparsas, muchachos de la ciudad que, metidos en los trajes, presienten las rechiflas que provocarán cuando les reconozcan sus compañeros de las altas galerías; y las llamadas desesperantes del traspunte que cortan riñas y coloquios.

Antonio, por las confidencias del director, conoce a la compañía por dentro: celos, perfidias, envidias. En torno suyo siente el

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fuego de las pasiones, disputándose sus elogios. Nadie pide sin desmedro para otro, todo mérito se empina sobre el defecto ajeno. Julieta se mofa de la calva de Romeo; Hamlet murmura de Ofelia, y Desdémona cuenta cómo los rugidos de Otelo estuvieron a punto de hacerla romper en carcajadas al estrangularla. A su vez, don Juan censura la frialdad marmórea de doña Inés, y los demás se maltratan con furor infatigable. Es mentira lo que cada uno cuenta, según la opinión de otro: ni virtudes ni éxitos; los bombos de que se ufanan han sido pagados con monedas o caricias; para esta gente, que cada noche declama pasiones y dolores extraños, la escena es un taller donde amasan el pan, y, sin embargo, el menor reproche impreso le irrita, mendiga los aplausos, y por un parrafito, cuántas intrigas y pendencias, en las cuales las miserias de la vida se exponen a la luz de los candiles, en los pasillos o estallan vociferantes en aquella atmósfera inficionada por las emanaciones de la letrina, el olor de las aguas sucias, los cosméticos, el polvo y los trastos viejos.

De raro en raro, pasa un mozo de cantina con una botella de champaña, obsequio de algún conquistador. En los entreactos, los pollitos invaden el escenario, boquiabiertos, miran arriba y abajo, impiden los movimientos a los tramoyistas, quienes suelen apelar a la policía para que los desaloje, si le hacen caso, y enracimándose frente a los cuartuchos cerrados, acechan a fin de entrever pecho, brazo o pantorrilla desnudos.

Amojamada, felina, pálida, la cabellera negra formándole casco de azules destellos, los ojos grandes y febriles. Ella es la única que nada le ha pedido. Los demás le reprochan desamor de artista y liviandades de mujer. El director se desespera en los ensayos sin lograr una vibración de su cuerpo a líneas de arpa. Poco a poco, Antonio va interesándose por ella, dándole relieve en sus crónicas. Es la querida del consueta, el hombre desaseado que suda y grita dentro de la concha. No es bonita; sin embargo, las miradas de los machos la acarician desde la sala. Las frases rimbombantes de las crónicas le son casi indiferentes, apenas si lee el ejemplar del periódico que él le ofrece. Los amigos enterados del embullo creciente, bromean: «Pero si es una gata tísica». «No digas, a ti siempre te han gustado las feas». El director le previene: «no

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vale nada, va con cualquiera que la pague, y la carne de teatro, ya lo sabes, cara y mala». No obstante, se siente atraído. Entre dos escenas, ella le ha referido una historia vulgar y triste: tiene, un padre anciano y un hijo paralítico, en su tierra. Las demás son injustas con ella, porque las desprecia; no nació para esta vida de bohemia; pero desgracias de familia, la muerte del esposo… Y tales desventuras le conmueven. En el fondo de las pupilas, negras y hermosas, brilla, cuando se encuentran al azar detrás de los bastidores, una llamita turbadora, y Antonio le oprime las húmedas manos, descarnadas.

A medida que la temporada avanza, la admiración del público se divide, formándose bandos rivales, que rebaten con tempestades de aplausos y a golpe de ramilletes de flores, ofrendados desde los palcos más próximos a las actrices. Las mujeres son partidarias de la primera dama, que es toda una señora, afirman, y cada noche se acrece el homenaje floreal. Los hombres se dividen en dos o tres campos. Antonio, que capitanea uno, al servicio de su dama pone su pluma, y en las crónicas baraja las cualidades que le inventa con las penas que ella le relata, granjeándole simpatías. Las noches de los beneficios, los partidarios se manifiestan con esplendidez en canastillos floridos y regalos. Los poetas entusiastas desde la escena recitan poesías en honor de la agraciada. La ciudad se regocija y amortigua las pasiones políticas con las aventuras de las comediantes.

Por las noches, después de la función, Antonio y Roncoroni, bajo los laureles del parque, discurren acerca de las piezas, los sucesos de entre bastidores y la política. El empresario está satisfecho de la temporada: los sábados y domingos se llena el teatro, y el público acude goloso a los estrenos; pero a la verdad, no gusta de las piezas modernas, precisa sacudirle los nervios; aturde a Antonio a consejos, invitándole a marcharse con él: su pluma le hará brillar en una gran ciudad vecina, libre, contento, dueño de sí mismo. Aquí, ¿qué porvenir tiene?, ¿cuál es su aspiración?, ¿ser ministro?, ¿ganar trescientos pesos durante unos meses, a cambio de injurias y claudicaciones? Y en cuanto a ella, le repite, no vale la pena de perder el tiempo; por el contrario, sería peligroso echársela a cuestas, pues tales huesos pesan mucho en la ruta.

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A su vez, los amigos le incitan: «¿qué espera, por qué no le manda un coche a la salida de la función, como han hecho otros?». Antonio les oye, pero también ella habla. Sí, es la calumnia, porque no va con ninguno. Todos la asedian, el director también; pero él es el único que le agrada. ¡Si el querido no fuera tan celoso! ¡No la deja a sol ni a sombra! Ella no le quiere, pero le hace falta un apoyo, pues el mundo es muy malo, y el anciano, y el niño paralítico…, y con un sollozo cubre las voces acusadoras. Antonio la cree, porque tiene necesidad de creerla, de vivir una novela; en el arco de su voluntad tiembla la flecha que se plantará triunfadora en el blanco. Solo una vez la ha besado, ocultos por un rimero de telones en el foso, y en la boca ardiente le quedó un sabor de carmín.

Suele concurrir a esas tertulias al aire libre, un hombre raro, gallero de profesión, cuya voz tonante martillea en la noche, refiriendo cosas curiosas, desconcertantes, que su imaginación escarnecida por la locura ancestral descubre en los seres a quienes aplica las observaciones hechas en los gallos, y así, vaticina sobre los políticos, con sobrada perspicacia. El miedo le puebla las sombras de ojos que espían, o bien, explica sus ideas sobre la locura: su hermana y su mujer lo son; a la una, que se creía reina, la curó de un acceso de furia destronándola, y para vencer a la otra, se finge loco, y gesticula, gritando las escenas que en su casa representa, o, de repente, interroga a Antonio: «¿Cuál es la que te gusta? ¿Esa? Te diré; me parece muy peligrosa; tiene una cabeza muy parecida a una gallinita moñuda que tuve y que, suave, suavecita, ¡eh!, me tenía revuelto todo el gallinero». Intrigados por su charla copiosa y estrambótica, vagan por la ciudad dormida o van a comer un sancocho o un locrio que en San Miguel o por el barrio de la Misericordia han preparado amigos suyos, o a cenar en innoble fisgón, frente al cementerio, en donde sobre mesa pringosa, oyendo en la habitación vecina los zipizapes y relatos de los cocheros, saborean un guiso de palomas. El italiano se exalta en aquel ambiente, romántico remedo de apolillado infolio de caballerías. Las palomas son exquisitas, silvestres, la carne prieta nutrida con frutas fragantes, los huesos mascados segregan un amargor delicioso; la salsa es suculenta y la rebañan con arepitas de maíz recién fritas. Los hombres hablan a voces, de hembras, de

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tiros, de puñaladas. El mozo, pequeño como un gnomo, ostenta un bigote bufo por lo luengo y espeso; el mesonero, viejo, esmirriado, con voz de marica, perdió un caudal en experimentos espiritistas; junto a las brasas del fogón, al sazonar sus guisos, por el vellón canoso y largo que le cubre la testa, semeja un brujo preparando filtros. «Esto es único, y las palomas óptimas. ¡Lástima que no las mojemos con un añejo borgoña, o con uno de nuestros vinos hechos con sol! Es cosa de maravilla», afirma el cómico.

Antonio, imponiéndose, ha obtenido para ella un beneficio, con La dama de las camelias, pieza de lleno seguro, atribuyéndole en el reparto el papel de Ninette. Las demás chillan protestando; pero la empresa debe complacer al cronista. En gacetillas hábiles ha preparado al público, incitando la curiosidad con promesas de novedades en la presentación del drama y artístico adorno del teatro. Ella, en persona, ha repartido palcos y lunetas, acompañados de una fotografía en la que el lápiz de Abelardo ha idealizado su figura. Han adornado el severo pórtico del teatro con palmas de coco. En el frontis de palcos y galerías, en escudos de cartón, vense las armas de las provincias y reinos de España, sobre banderas, cruzadas, que prestan idéntico servicio desde las fiestas del Cuarto Centenario del Descubrimiento de la América, y guirnaldas de flores de papel en el contorno. El piano de la orquesta desaparece bajo flores, Antonio ha despojado todos los jardines y hasta el camposanto; burlando la vigilancia de la policía, cortó la víspera, con su propia mano, cincuenta cañas de azucena en los arriates de la plaza de Colón, y su mujer y su cuñada han confeccionado ramilletes, liras y canastillos ostentando el mayor ancha cinta azul. Al aparecer en escena, desde las galerías, los muchachos a los cuales se ha dado entrada gratis, rompen en estruendosa ovación; aplaudiendo y taconeando estorban por minutos la representación y un vuelo de pétalos enflora las tablas. Las señoras se indignan en los palcos. Nadie ignora que Antonio es el tenorio. «¡Qué escándalo! –cuchichean abanicándose con ira– y la infeliz pegada a la máquina, y todo por esa ética, ¡valiente sinvergüenza!». «Si mi marido me hiciera una así… ¡Ay, hija, pobres de nosotras las mujeres!». Mas, que le importa a Antonio, es el placer que llega, su hora voluptuosa, un capítulo de su novela.

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Esta noche, después de la función, mientras el otro se come un sancocho, en San Antón con un grupo de amigos, ella y él… sí, todo está listo, al pelo.

A la salida, la orquesta y los admiradores ruidosos le forman séquito acompañándola hasta la fonda. Antonio hace destapar cerveza; de un salto, un mozalbete, encaramándose sobre una mesa, manda a callar la música, que toca una danza criolla, y comienza a hablar, lamentando no poseer la elocuencia de Danton, de Mirabeau, de Bossuet, de Castelar, para cantar a la divina artista, y disparado, mezcla nombres de cómicos y de guerreros, de dramaturgos y tribunos, hasta que los aplausos le apagan la voz y una mano le alarga un vaso de cerveza.

Antonio se ha despedido, y en una esquina próxima, ansioso espera en el coche, corridas las cortinillas. La puerta se cierra. Todavía un cuarto de hora más y la ve salir, cautelosa, arrebujada la cabeza en un chal. Su imaginación se inflama. La sangre le arde en las venas. ¡La tiene al fin a su lado! El coche parte hacia extramuros por la solitaria calle de las Mercedes. Excitado, la sienta en sus rodillas, la besa oprimiéndola, las manos ávidas aprietan la carne estrujando la leve muselina. Ella, lánguida, le habla de amor, de vivir juntos siempre: «quiero ser tu Margarita Gautier», le musita lamiéndole la oreja. Él besa, chupa, muerde los labios encarminados. El caballo trota, por el camino de San Jerónimo. La luna menguante recorta los cocales, los mangos que protegen las casas de las quintas, los jabillos, que alargan sus brazos colosales. Entre las cercas los perros ladran, intimidados por el rodar del coche. La tierra fecundada exhala el aroma de flores, frutos y bálsamos. A la entrada de la vereda que conduce a la playa, descienden. El castillo enhiesto desafía al tiempo. Desde el foso, tres almendros en fila coronan las almenas con sus copas redondas. En las peñas, troncos esqueléticos, arrastrados por la última creciente, fingen animales fantásticos. De la línea argentada del horizonte brota, ensanchándose, rumor formidable que desfallece en la orilla con dulzuras de brama. Las olas retozonas tejen randas. Antonio, henchido el pecho, subyugado por la naturaleza, rijo, abraza a la hembra magra, felina, tan deseada.

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Las lenguas se anudan, y, jadeantes como dos perros, se revuelcan en la arena…

Al regreso, silenciosos, se apelotonan en los rincones, Antonio se siente cautivo, rotos los músculos, distendidos los nervios. El caballejo trota. El coche salta en los baches. El camino es interminable. ¡Qué asco, tal instante el precio de tantos afanes! Ella rompe el mutismo hostil:

–El sábado se estrena una comedia; necesito un traje de raso rosado y unos zapatos Luis XV, doré; me los regalarás, ¿no es verdad, negrito?

–Sí –ha pronunciado él involuntariamente. Se pegaría para castigarse. ¡Qué imbécil! Sí, los amigos tenían razón, y pensar que para eso ha escandalizado y ha sufrido su mujer, y encima, la humillación de pedir a un tendero fiadas unas varas de tela. ¡Qué ridículo!… Y el cochero, que ha oído, lo repetirá a su barragana, y esta lo dirá en el mercado, y cada cocinera llevará la noticia a la casa en que sirve, intercalándola entre los fideos, la carne y las verduras, mientras rinde la cuenta de la compra a la señora. Será el hazmerreír de la ciudad. Y el otro… harto de viandas y licor, estará mofándose… ¡unos zapatos doré !…

El coche se detuvo, se despidieron con un beso helado, y ella en el estribo, insiste: «no te olvides; de raso color de rosa».

XVII

Partida la Compañía de Roncoroni, la ciudad en las primas noches recuperó su monótona calma. Los hombres, en cafés y parques, a comadrear sobre política; las mujeres a balancearse en las puertas de las casas, en las aceras, y jueves y domingos, durante las horas de la retreta, a dar vueltas en el Parque de Colón, cogidas del brazo o aparejadas con galanes, según la moda que las yanquis y las criollas, que estuvieron un mes en Nueva York, han introducido.

Antonio, mortificado aún por el escozor de su lance amoroso, con dos o tres amigos se refugia en la Plaza Duarte, mal iluminada y solitaria. En la penumbra, a salvo de miradas delatoras, es posible conversar, maquinar y aun conspirar. La situación política cada día está peor, aumentándose la división entre los dos hombres que

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usufructúan el poder en un tira y encoge insostenible. La prensa partidaria pega, las intrigas, bullen y los personajes moran en los caminos, chapaleando en el lodo, para atajar a los gallos que quieren arremeterse. De boca a oreja se divulgan frases sibilinas. Las dueñas de casa almacenan petacas de carbón; las verduras y gallinas suben de precio, y los campesinos se llevan las hijas que sirven como domésticas, y aprovisiónanse de sal. La revolución está en el aire, una chispa sola y las llamas crepitarán. El Congreso pide cuentas al Ejecutivo del manejo de los fondos nacionales y después de acalorado debate, acuerda un voto de censura. Los partidarios del Presidente recogen adhesiones al pie de un documento que le da un voto de confianza. ¡Alea jacta est! ha exclamado, alisándose la barba, un docto de vara alta. De noche bajo los haces de yerba, en carretas y en coches, transponen carabinas fuera de la ciudad y damajuanas y bidones llenos de proyectiles. Los caballos están ensillados. Una mañana radiosa de aquella primavera, por la calle de El Conde, a escape, tendido sobre el cuello del corcel, el revólver en la diestra, disparando, fusilado por sus perseguidores desde la esquina de la Gobernación, pasa un General cual un centauro. Un repórter de Le Fígaro, de París, enfoca la escena con su kodak. Más tarde, los campesinos que han venido a mercar, se arremolinan, clamorosos, aferrados al cabestro de sus bestias, defendiéndolas de la policía que las requisa. Es la revolución.

Muy de mañana, Portocarrero ha recibido la visita de su amigo y contertulio Miguel Gómez, y en el patio, junto al brocal del pozo, conferencian.

–Bueno, socio, ya rompieron los tiros. Horacio se ha pronunciado en el Cibao y viene sobre la Capital.

–Pero, ¿es seguro? –¡Cómo!, he leído el telegrama en clave que le ha puesto, a

Corderito, este, con su grupo, se sale esta noche para Baní, y nosotros, si estás dispuesto, nos vamos por el Este.

–Y…–Sí, socio; en Guerra se alzarán Amador y Marcos del Rosario,

que tienen su gentecita lista, y Lalo en Bayaguana, y con el nombre que tú tienes, nos adueñamos de la cosa y damos tamaño golpe.

–Pero…

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–Sin pero, hay que moverse, si no, nos meten en la cárcel. Desengáñate, en este país los intelectuales no sirven más que para secretarios de los macheteros: hay que hacerse general.

–Sí, sí, yo quiero probar que soy hombre de acción, y que en esta tierra guapos somos todos.

–¡Así me gusta! Compai, si cogemos el pueblo de Los Llanos, ¿quién le quita a usted ese Ministerio de Relaciones Exteriores y a mí ese Consulado en El Havre?

–¿Y las armas, y el dinero? –Todo está arreglado. Tengo dos carabinas 50-70 y un sable de

cabo, ese para ti, que serás el jefe. Oye el plan. Esta noche, en un coche, pongo las carabinas entre un paquete de cañas, doscientos tiros en un macuto, tapados con naranjas de china, y bajo al río. Allí, en La Fuente, nos espera un bote con dos marineros de confianza. En cuanto a dinero, yo llevo diez pesos cambiados en nacionales para que abulten, tú, busca lo más que puedas; y ya sabes, lo llevas en clavaos, rinden más; no te olvides de comprarte un sombrero de cana con su divisa roja, y una chamarra de dril.

–Estamos entendidos. –Hasta la noche, a las ocho. Por detrás de la muralla, disfrazado con el sombrero de cana

alón y el traje rural, Antonio ganó La Fuente, que es, en la margen del Ozama, aguada de los buques. A la luz de las estrellas, se alza el paredón cubierto por manto verde de hiedra. El bote está oculto en la sombra. Momentos después, un coche de punto se detiene en el camino. Miguel registra con la vista el paraje.

–Venga, compadre, soy yo. –¡Cará! no te había conocido. Déjame verte bien. Antonio se

acerca al farol del vehículo. –Socio, de rechupete; y en cuanto te tercies el cabo, un

general; no hay quien te lo despinte. Y entrambos conducen al bote las cañas y el macuto de naranjas. El cochero, que ha vigilado el camino, un negrito de ojos vivos y finos rasgos, les despide:

–Buena suerte, y ya sabe, mano Miguel, cuando triunfen hay que conseguirme mi despacho de capitán y mi racioncita.

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–Sí, oro molido que quieras. Has prestado un gran servicio a la causa, y ya sabes, mañana riegas en el paradero del parque nuestra salida.

El bote boga río arriba. Pronto entran en la parte desierta, sombría. En ambas laderas, los manglares se esfuman con extraños perfiles; en las abras que sirven de atracadero, una ceiba abre sus ramas o un mamey se yergue alto, inmóvil. Alas torpes agitan las hojas, y grillos y ranas conciertan sus discantes. De rato en rato, en dirección contraria pasa una canoa cargada de carbón, de yerba y de frutos. El campesino, desnudo el torso, los pantalones arrollados, sentado en el centro, la impulsa con el canalete, cantando:

¡Eh! tololé-tololá, ¡Eh! tololé-tololá.

En los Tres brazos del río desembarcan. El agua trifurcada susurra entre los mangles de la isleta. El terral les trae olores de vacada. Las carabinas en bandolera, las saquetas de cartuchos a la espalda, y Antonio sable en mano, se dirigen a la casa del potrero cercano, en donde el mayoral, pariente de Miguel, les proveerá caballos. Mas, como este no ha sido prevenido, se excusa: «los caballos están sueltos en los vados, y ¿quién puede enlazarlos a tal hora? ¿Por qué no le mandó un recao? ¡Qué cosas las del primo! Pero ya que están en el apuro, pa que no digan, les prestará el mulo de hacer los mandados; eso sí, que no se sepa, pues no quiere comprometerse». No hay silla, sino aparejo, y los acompañará hasta ponerlos en el camino de Guerra. Al pasito, entre horas, pueden llegar, la noche está fresca y clara. El mayoral mismo les apera el macho, y les da el pie para montar, recomendándoles no tocarlo por detrás, pues corcovea; es manso, y andador. Callados, atraviesan los potreros, la yerba páez crece lozana hasta tapar el ganado. En la guardarraya, una vez corrida la tranquera, el mayoral les dice adiós:

–La Virgen los acompañe. Por ahí, derecho; no se perderá, y cuídeme mucho el mulo y los aperos.

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En la soledad del camino el arrebato de Antonio decae. El macho trota de modo infernal, a cada salto el estómago le llega a la boca. Le molesta el compañero que va a grupas; el sable, la carabina, la saqueta, le pesan sobre hombros y costillas; y luego, ni una casa, ni un alma viviente a quien interrogar. ¡Qué barbaridad! ¿Cuándo llegarán? A mucho andar, distingue la puerta de un ingenio, al fondo la casa de calderas, con los índices obscuros de las chimeneas. El aroma de la caña molida les sonsaca; pero no, si entran pueden encontrarse con el Jefe de Orden y ser aprehendidos. Siguen. Al fin, divisan las primeras casas del pueblecito. Ahora, ya Miguel es baqueano, conoce el bohío de su compadre, con quien en días atrás habló. Los canes ladran. Es del otro lado, a la entrada del camino de Los Llanos, tiene un flamboyán en la puerta.

–Aquella es. ¡Qué descanso! Miguel toca en la ventana. –Compai, compai, soy yo, Miguel Gómez. El mastín ladra alarmado. De adentro una voz femenina

pregunta: –¿Quién va? –Comai, es Miguel Gómez, al compai Juan que me abra… –Él no ta; fue a un velorio y entoavía no volvió. –Entonces, ábrame, comai, que tengo que esperarlo. Una mano desconfiada alza la aldabilla de la ventana y por la

rendija un ojo escudriña. –Espérese, compai. En el interior se oyen murmullos de voces y de ropas. Al fin se

abre la puerta. Un candil aclara la habitación. La comadre, en ena-guas, los recibe, y luego de un rato de conversación exploradora, concluye:

–El hombre Juan, va a vení ahoritica. Y aparece este, pintadas en el rostro las huellas del sueño.

Precavido, después de cerciorarse bien, salió por la puerta del corral y registrando dio la vuelta. Miguel le abraza efusivo presentándole a Antonio.

–Este es el amigo que le dije. Hombre de mucho prestigio, de toa confianza de Horacio. Compai, con él tiene usted seguro su nombramiento de Jefe comunal.

–Y el jefe Horacio, ¿es verdad?

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–Cómo, compai, si ya está en Antonsí, con tres mil hombres, too el Cibao. ¡Ave María! una pasá na má, compai. Y los muchachos de usted ¿dónde están?

–Ello, escondió en el monte sin armas, y hace falta plata. El jefe Marco del Rosario anda desde ayer por la sabana con unos viejitos, pa comer vacas na má. La plaza está casimente sola; pero mi compai, el ayudante me dijo que el Gobierno manda esta noche mesma tropa de la Capital… Asina es…

–De manera que todo se ha vuelto bulla; y ahora ¿qué hacemos? El compadre Juan, indeciso, la cabeza bana, escupe y se rasca el

dedo gordo del pie. –Asigún; yo creo, compai, que lo mejor es aplastarse un

tiempecito, hasta que la gente del jefe Horacio llegue a Sabana Grande; vuelvo y digo, si al jefe Antonio le parece.

–¿Pero en dónde? –Aquí, cerquininga, en ca el vale Pedro Espíritu Santo; es buen

escondedero. Vamo pa allá, él es seguro, hombre de mucha concencia.

Aceptan. Y de nuevo, a horcajadas en el mulo, parten detrás del compadre Juan por la sabana, desvían el camino, alargándolo con marchas y contramarchas estratégicas por entre las matas…

La luz láctea del alba mancha el cielo, cuando llegan a un destartalado bohío de palma y yagua, inclinado bajo su propia pesadumbre, entre árboles de mangos y caimitos. El perro ladra furioso. El compadre Juan llama, la mujer contesta; después de un parlamento, se abre la ventana, y a la postre, por detrás del rancho, sale el vale Pedro, el busto desnudo, armado de un trabuco. El vale Juan le explica; él oye con la cabeza gacha, y cuando ha rumiado bien, conviene:

–Vale, yo soy suyo. Asina es. Que los amigos desmonten sin cuidado. –Y alzando la voz–: Tanasia, alevántate, pa que le haga café al vale Juan y la compaña.

La cocina es un cobertizo hecho de cuatro varas, cubierto de yaguas. Tres piedras ennegrecidas, el fogón; latas ahumadas, higüeras, cucharas y un colador, el ajuar. El huésped les brinda los asientos hechos de troncos toscamente labrados por las caras. La siña Atanasia, agarrándose con una mano las polleras, tiende la

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otra a las visitas y pregunta por la mujer del vale Juan. Enciende, en las brasas que enterradas guardó el día anterior, una raja de cuaba, la mete debajo de la leña colocada entre las piedras del fogón y arrodillándose, sopla con vigor; cuando llamea, afirma el burén, en el cual esparce puñados de café. Con una paleta lo mueve para que no se pegue. El aroma de los granos tostados emerge. Luego, con mano firme, los pila y recogiendo con un pedazo de higüera el polvo fragante, lo deposita en el colador, bañándolo con agua hirviente, y una y otra vez lo pasa. A los forasteros, les brinda en jarritos y hoja de lata con asa, a los de confianza en higüeritas, y muerde en el terrón de raspadura con sus dientes amarillos, da a cada uno para endulzar su poción, un bocado húmedo de saliva.

–¡Siña Tanasia, qué mano, Dios se la guarde! –exclama el vale Juan, cuando el primer trago le conforta.

–Magnífico, así no se toma en la Capital. –Este es café legítimo –corean Antonio y Miguel. El compadre Juan se marchó prometiendo volver al anochecer

y recomendándoles no dejarse ver de nadie; y el vale Pedro, desenjalmando el mulo, lo amarra con la soga larga en una cejita de monte, en donde la yerba medra lozana. Los dos revolucionarios, que se duermen en pie, internan detrás del bohío, y, bajo un mango, se acuestan, sobre la tierra. Roncaban como benditos, cuando un toque de corneta en dirección del pueblo les despertó. El sol estaba en el cénit.

–Socio, ¿has oído? –Sí, ese es punto de guerrilla. Las tropas de la Capital que llegan.–¿Y tú crees que estamos seguros aquí? –¡Uy! ¡Como en la iglesia! El vale Pedro se les reúne. No hay que preocuparse; la gente

se quedará en el pueblo y por estos lados no vienen ni mosquitos. El vale Pedro es alto, fornido. La tez del rostro y del busto,

curtida por el sol, es áspera; y dorada como cordobán antiguo. El bigote, largo y lacio, se mezcla con la barba gris ensortijada que le cubre el mentón. Usa camisa cuando va al pueblo; y los pantalones terrosos, única prenda que viste, los sujeta a la cintura con una correa de la cual penden el «Collins» de monte, en vaina historiada de arabescos; un cuchillo puntiagudo y afilado con el

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que come, pica el tabaco, se escarba los dientes y se extrae las niguas, y un venerable revólver de pistón, de esos que llaman marmitas. Sus manos son tenazas; la costra de los pies es dura como pezuña. Desde Hato Mayor hasta Santiago de los Caballeros ha engendrado veinte hijos. En otro tiempo fue hombre de guerra. Con el general Miches bajó al Cibao; el trabuco se lo regaló Pedro Guillermo por una acción de flor, que realizó en plena Capital, una noche, en la calle del Comercio, deslomando un azul; y el machete, que cuelga en la cabecera, lo desenvainó la última vez en La Pomarrosa. Allí le rompieron una pierna, de la que aún renquea en los días lluviosos, y por tal mérito, el general Cesáreo le recompensó con el grado de comandante. Desde entonces es ciudadano pacífico; ha aprendido que los gobiernos olvidan siempre lo que prometen los caudillos revolucionarios. Y el comandante Pedro Espíritu Santo, vive tranquilo, siendo buen amigo de las autoridades. Posee el bohío: dos piezas de piso de hormigón, sala y aposento; el tejado de yaguas se clarea; el moblaje consiste en tres cajones que hacen de armarios y baúles; por cama, una barbacoa cubierta por una estera. El platanal le regala pan nutritivo, y allí mismo, a un paso; batatas y auyamas frutecen para él; árbol de higüero le provee la vajilla, y mangos y caimitos sus maduras pomas; las abejas le engríen con la miel y la cera de sus panales, y las palmas le engordan los cerdos. ¿Para qué trabajar? La mujer se ocupa en las faenas de la casa y del conuco; los hijos, aplazados todos, hembras y varones, le traen, cuando le visitan, morro de huevos o banda de tocino; y si ha menester ron, tabaco o un pantalón los empresta al vale Juan o a otro compadre, y si no, para los apuros mayores, ahí está el ingenio: corta caña una semana, y basta.

Sentado a la puerta, en un tronco de roble, otea la sabana. A una legua reconoce a los conocidos por la pisada de los caballos; de rato en rato, da una vuelta por el fogón, o corta con pulso sereno finas hebras de andullo, que aspira primero con deleite, las desmenuza entre las palmas, y luego rellena el cachimbo de barro rojo bien curado. Sin embargo, el comandante Pedro Espíritu Santo, confía al jefe Antonio y al jefe Miguel, que espera de ellos cuando «en sus glorias se vean» un alguito para lavarle la cara al

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rancho, comprarse una muda, un revólver Miste y Ueso, cacha de nácar, pavón negro, de quince milímetros, y un nombramiento de Alcalde Pedáneo de la sección. Regocijado con la formal promesa, conviene en ir al pueblo a brujulear, y antes de partir les envía con la Atanasia, dos plátanos verdes, asados en las brasas, calientes y suaves como bizcochos.

La siña Atanasia, aunque más joven, ha visto cincuenta veces florecer los flamboyanes, y ha parido doce hijos. El oscuro pig-mento se ha desvanecido adquiriendo un agradable matiz de caoba. El rostro libre de arrugas, las pasas cervunas, brazos y pantorrillas viriles. Cocina, deshierba el conuco, carga el agua en calabazas desde el cachón, castra las colmenas y mata y sala el puerco ajeno, si Dios se lo depara. Nunca fue celosa; es amiga de las mancebas de su señor, y con más de una ha compartido en dulce paz el hogar.

A la puesta del sol el vale Pedro regresa de su excursión: había visto al compadre Juan, quien tan pronto como vibrara la corneta, se encuevó; pero desde su escondite, en casa del cura, está en atisbo.

–¿Y las tropas? –le interrogan. –¿Cómo tropa?; sí, ello son mucha, toos vestidos de azul, con

frisa y cachufuces nuevecitos, y las cartucheras jartas de tiros. Son del batallón y también trujeron cañones.

–Cañones, ¿cuántos? –Yo vide uno. –¿Y quién es el jefe? –Un chiquito, flaquito y feo que ñaman Chavito, hermano del

cantor que viene al pueblo pa las fiestas de San Antonio. –¡Ah sí!, el comandante Chávez, buena carabina y amigo nuestro. –¡Anjá! Y dice el vale Juan, que en esta nochecita no pue vení,

porque ello haberá guardia en la boca de los caminos; pero que no tengan cuidao, que en cuantico se ponga al habla con sus muchachos, esos descoloríos capitaleños van a sentir bajo e berraco.

En la sala se acomodan los dos amigos para dormir, teniendo por lecho el piso erizado de pedrezuelas, y por almohadas los aperos sudados del mulo. Durante el día se alimentaron con plátanos asados y batatas salcochadas. Antonio se revuelve, intranquilo:

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las pulgas le corren por las piernas, el suelo es duro; las noticias le inquietan. En tanto Miguel ronca ruidosamente, él medita, imagina: «Hay que moverse, sí, no es posible permanecer inertes. Pero ¿cómo? Escribir a Chávez, hablar con él, convencerle, ¿no son correligionarios? Pero es un militar de honor y no aceptará. Tal vez, ¿por qué no? El Gobierno está caído y la resistencia será inútil. ¡Qué suerte si lo consigue! Con esas fuerzas, bien equipadas, parqueadas y veteranas, tomaría a Pajarito, sitiando a Santo Domingo por esta parte del río, mientras Horacio, con las tropas del Cibao, lo hace por San Carlos y San Jerónimo. No, así quedaría eclipsado por la presencia del jefe superior; mejor plan es entrar a Bayaguana y Los Llanos, cortar el telégrafo, reunir los elementos revolucionarios de esas localidades y atacar rápidamente de súbito, a San Pedro de Macorís, cabecera de provincia, con puerto y aduana. ¡Qué golpe! ¡Cómo quedarían los charlatanes de la capital! Y luego, ¿no sería ese éxito brillante, título indiscutible para una cartera en el Gabinete? Qué cara pondrían sus detractores envidiosos cuando el pregonero, leyendo en las esquinas promulgue: Secretario de Estado en los Despachos de lo Interior y Policía, general Antonio Portocarrero. ¡Le parece que ya oye los alegres redobles del tambor! Pero no, en el Gabinete no hay suficiente independencia, el Presidente hace sombra, y los errores de este recaen sobre los Secretarios; más le conviene la Gobernación de Macorís, y quizás la Delegación en el este. ¡Eso sí! ¡Cuántas cosas haría! Parques, calles, escuelas, veladas, discursos, la fiesta del árbol, acueducto, alumbrado eléctrico. Aquello se presta, cuenta con numerosa colonia extranjera, y, además, diez ingenios que asisten a las iniciativas progresistas. Sí, decididamente, Gobernador de Macorís. De ese modo, su prestigio irradiando a las otras provincias, se impondría a la capital misma, tan desamorada de sus propios hombres y tan fácil para los del Cibao. Y el porvenir… ¡Quién sabe!…».

Las pulgas voraces le cosquillean chupándole la sangre. A la mañana siguiente, mientras toman el café, Antonio expone

su plan. El vale Pedro irá al pueblo a comprar papel y un lápiz para la carta que escribirá al comandante. El medio es infalible, Miguel asienta:

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–Después de todo, nada se pierde. Él fue enemigo de Lilís y no le ha de gustar ver a Perico y a otros cacaos lilisistas peleando por Jiménez. Pónselo en la carta, que eso le hará efecto.

El vale Pedro, rascándose la cabeza interviene: –Mi jefe, usted me dispensa; pero yo le oí a un Don de la capital,

que vino a alcanzar a Cesáreo, que la política no se ecribe. –Eso será cierto; pero esa carta hay que enviarla. –Pue, yo no la llevo. Ese comandantico tiene la cara muy seria,

y, jefe Antonio, su merced me perdone, manque yo esté viejo, las mujeres entoavía me apetitean.

Los argumentos y las promesas son inútiles; el vale Pedro es inconvencible. Al fin propone:

–Güeno, pa que no digan, airé a montear; a ver si me pecho con el vale Marco del Rosario. Eso, sí, endempués no se olviden del revólver, de la moticas pa el bohío y del papel de Pedáneo. ¡A güeno!

En el platanal, al grato abrigo de las amplias hojas de malaquita, contemplando las gráciles columnas de jaspe que rodeadas de cepas mustias y tiernos retoños sostienen grandes racimos, cada plátano es un dedo de gigante, y al extremo el floripondio morado donde la abeja vagabunda liba, los dos revolucionarios comienzan a sentirse nerviosos, a dudar, a desesperarse de la expectación. Los estómagos reclaman algo más que frutas y viandas.

Miguel parlamenta con la siña Atanasia: –Mamita, ¿no habrá por ahí un pollo o una gallinita?, se la

pagamos bien. –Ay, jijo; si la última que me trujo una jija que tengo por la vuelta

e lo Mina, se la comieron de viajito, lo maldito perro jíbaro. –¿Y usted no tendrá algún pedazo de tocino? Vea, mamita, que

le voy a regalar un pañuelo de Madrás de a vara, para cuando vaya a verme a la Capital.

–¡Ay cristiano! –suspiró la negra, enseñando los afilados caninos. Por la tarde, el vale Pedro volvió del cantón de Marcos, con

noticias y un cuarto de novilla. En torno a la lata en que se cuece el sancocho, las interpretan optimistas. El Gobernador de El Seibo pronunciado contra el Gobierno; en Bayaguana y Los Llanos, gente en el monte; y de Caño Hondo, una columna que avanza

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sobre Santo Domingo. No, si el triunfo es un hecho, lo malo es que Marcos les aconseja esperar quietos aquí.

–No, de ningún modo, eso es una pendejada. –Hay que atacar a Guerra cuanto antes. –Ma, si el jefe Marco no tiene ma que unos viejitos desarmaos,

y lo de la columna que dicen, es humo e sabana. Los días transcurren sin cambios. Antonio empieza a

dudar del éxito de la empresa. El vale Pedro trae del pueblo noticias desalentadoras: Puerto Plata, la Línea y el sur, están por el Gobierno, y fuerzas de este marchan sobre Santiago. ¡Propagandas!, afirma Miguel. No obstante, la situación de ellos se hace más difícil, las guerrillas recorren los contornos, llegan al bohío, piden agua, preguntan si no han visto revolucionarios; una vez, apenas tuvieron tiempo de meterse debajo de la barbacoa; otra tendidos boca abajo entre matorral tupido, a dos pasos, han oído hablar a los oficiales reconociéndolos por las voces. Así supieron que en Los Jovillos se ha peleado, que Horacio está ya cerca, que una columna salió de Caño Hondo, con dirección a Guerra, y que el compadre Juan, tan mentado, permanece en casa del Párroco, habiéndoles ofrecido sus servicios. Ese no es más que un mancuenco, ha dicho un tenientico.

¡Diablo!, si a alguno se le hubiese ocurrido registrar… De solo pensarlo, Antonio se estremece. ¡Qué ridículo, entrar a Santo Domingo prisionero, el muelle repleto de curiosos, y en el tránsito, hasta la fortaleza, astrosos, lamentables, saludados por sonrisas irónicas y burlas! No, sería insufrible, y, sin embargo, de un momento a otro puede suceder.

La angustia de la espera le extenúa; ya no sueña con la Gobernación, ni con la cartera; se ha transado por la diputación, sí, en la cual, por independiente, será el centro de todos los debates. Pero el recuerdo de la familia le perturba: cómo estará su mujer, sin saber nada de él, pobrecita, y la suegra, dale que dale a la lengua, y el hijo… Y cierra los ojos para no verle resbalando tremulento por las paredes.

Desde la copa de un caimito abarca la pampa que se tiende leguas y leguas, unido plano verde, cortado aquí y allá por meandros de hicacos o por robles solitarios, que parecen desafiar

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el rayo. A lo lejos, un jinete pasa bajo el sol de fuego. A la sombra de los mangos, de bruces sobre la tierra fresca, observa atento la labor de la hormiga, de la abeja, de la lombriz viscosa. Entre las ramas, un ruiseñor canta. ¡Ah la villa nativa, el valle plácido, el río bullidor!, ¿por qué los abandonó por las calles polvorientas, los parques empedrados de malas intenciones y las luchas mezquinas de la ciudad?, ¿y qué ha ganado? Allí, como sus condiscípulos, habría sido tendero, además tendría chivales, apiarios, un buen caballo para caracolear los domingos por las aldehuelas, bebería leche recién ordeñada, se bañaría en el río y aspiraría a presidir el Ayuntamiento…

Miguel le interrumpe el soliloquio. –Socio, tengo una comezón en el dedo gordo del pie derecho,

¿qué será? –Nigua, seguro. –Hombre, lo que me faltaba. –Peor estoy yo. A Antonio la cabalgata de la primera noche en aparejo le

produjo una peladura en la rabadilla, después, le ha salido una negrita, y luego otra y diez más; tiene las nalgas reventadas, los calzoncillos se adhieren a los bezos; cuando camina, aquellos se desprenden lastimándole, y el pus sanguinolento le moja los muslos. ¡Bonita situación para un caudillo! Y los días transcurren… Al fin, un tiroteo graneado les sorprende, seguido durante media hora de descargas cerradas atacan a Guerra, ¿Quién?

–La colunia que a venío de arriba –asegura el vale Pedro.Cuando cesa el combate, la brisa les trae las albricias. «¡Viva

Horacio!», se oye distintamente. –¡Qué voz tan argentina! –exclama Miguel–. ¡Y era tiempo! Se escucha el galope de un caballo; el vale Pedro anuncia: «el

potro moro del compadre Juan», y en efecto, rato después, es él, que vestido de rayadillo, con botones militares dorados, sombrero del yarey y divisa colorada, se zarandea enseñando las espuelas de plata.

–Compai ya ganamos. ¿No se lo mandé a decir, que esa gente iba a sentir bajo e berraco?

–¿Pero usted ha tomado el pueblo?

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–En compañía del general Rafael, que vino con una columna por Bayaguana; pero en justicia, la acción mía y de mis muchachos, y esa Comandancia no hay quien me la quite.

–¿Qué general Rafael es ese? –Él los conoce, ahí detrás; vienen dos caballos que les manda

para que se vayan al pueblo. ¡Viva Horacio!, ¡ca…! –vocea haciendo escarcear el jaco.

En el pueblo, el general Rafael, abrazándole casi le desmontó del caballo, y Antonio se encuentra sentado ante una mesa de pino, pluma en ristre, convertido en secretario de aquel jefe de operaciones.

La Capital capituló, asilándose el Presidente en una Legación. La campaña había terminado sin las hazañas proyectadas. ¡Qué gusto se darán los de los bancos del Parque! ¡Qué suerte la suya! Las posaderas le torturan, putrefactas; no puede andar ni sentarse; imposible montar a caballo; y mientras Miguel entrará por la Puerta del Conde, a la diestra del General victorioso, él lo hará por el río, acostado en un lanchón, sobre sacos de azúcar, entre enjambres de moscas…

XVIII

En la hamaca, Antonio mécese y adormécese su impaciencia. Las nalgas pútridas le han recluido en la casa desde el retorno de la campaña. El médico habló de cortar; pero la mujer terca y cariñosa, lavándole y aplicándole fomentos de hierbas medicinales, logra restablecerlo sin intervención del bisturí.

Miguel Gómez, visita diaria, le ha mantenido al tanto de los sucesos públicos, del reparto del botín. Los empleados del régimen anterior ni con candela renuncian; todos pertenecen al Partido Revolucionario, en tanto que los nuevos, los que se echaron al monte o conspiraron desde los escondites, no encuentran plato para sus apetitos. Algunos han asaltado las oficinas en el tumulto de la primera hora, mientras las tropas desfilaban por la calle de El Conde. El Presidente provisional está abatido, sin orientación en laberinto de intrigas, de concupiscencias, de ambiciones. A ma-ñana y noche le tienen con dolor de cabeza. La Gaceta Oficial, al

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día siguiente de la instalación del nuevo Gobierno, en un suelto, expresó que era voluntad de este que no se exacerbara al vencido atacándole en la prensa, y los directores de periódicos han entendido que tampoco es lícito combatir al vencedor.

Por corrillos de parques y esquinas circulan persistentes rumores de disgusto. En la tertulia, en derredor de la hamaca, se protesta contra los nombramientos: a uno se les ha dado en demasía, a otros nada. El lilisismo entra de nuevo en el Palacio. ¿Qué han hecho esos hombres, y cuáles méritos poseen los que el cariño regional empina en los eminentes cargos del Estado? Hasta las futuras curules tienen ya dueños. ¿Y para tales cosas expusieron Antonio y Miguel sus vidas y padecieron hambre y tribulaciones, y trajo el uno los pies cuajados de niguas y el otro padece aún de las diabólicas negritas? Lo que es en otra, concluyen, no los pescan; y en cambio, en los bancos del Parque Colón su campaña es motivo de risa; mil cuentos jocosos se refieren, y Miguel, en alta voz repite:

–¿No dicen esos malditos, que hemos estado cinco días debajo de la cama del cura, y los oficiales de la tropa gobiernista, que le visitaban, viéndonos los pies, se divertían acercándose a la puerta para asustarnos?

–¡Charlatanes! –Dicen que llevabas el sable colgado del pescuezo, y cuando el

mulo corcoveaba te agarrabas de las orejas, y por mal jinete te has pelado hasta el ombligo.

–¡Malsines! –truena Antonio, ladeándose–; que se vayan al monte en la próxima y sabrán dónde les aprieta el zapato.

La primera salida de Antonio ha sido para visitar al Presidente. Se presentó en la tarde; el oficial del Cuarto Militar de servicio que le anunciara, le trajo recado excusándose por hallarse reunido con el Consejo de Ministros, y citándole para el siguiente día temprano. En la mañana encontró una colección de ciudadanos de todos colores, clases y cataduras, de los cuatro puntos cardinales de la República, en espera de turno. Estos en solicitud de empleo, aquellos a buhar, muchos en demanda del pago de sus cuentas de revolucionarios. Quien gastó cinco, cobra cien, pues hay que aprovechar, la Patria es de todos.

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Los presentes miran al recién llegado con recelo: uno más a contender por el hueso. ¿Qué quieres?, interrogan las miradas, y cuando se cierra detrás del privilegiado la puerta del despacho, desazón común turba sus ánimos.

Portocarrero, indica el edecán, y Antonio entra. El Presidente lo recibe cordialmente. Alto, fuerte, de mirada límpida, una vaga sonrisa triste le endulza el rostro. Con palabra adusta le habla de sus planes, que no es posible iniciar, del tiempo que se pierde en contentar a los que piden; nadie quiere trabajar, los empleos no alcanzan… Y los compromisos y las combinaciones… Si esto sigue, renuncia; es terrible lidiar con tanto vagabundo. El calor de la capital le acosa. Echa de menos el campo y su caballo, y termina pidiéndole que acepte un consulado, en isla vecina, con cien pesos, por ahora, pues es necesario hacer economías para pagar las deudas extranjeras.

Aplastado bajo el repentino derrumbe de sus ilusiones, Antonio no acierta a responder. ¡A él, un consuladito, lo que se da a cualquiera!, ¿y su vida de sacrificios, y sus prisiones, y las batallas de su pluma? Se indigna, y a la vez compadece al hombre que tiene delante, armado de buenas intenciones, presa de pasiones que le cercan y de apetitos que tuercen sus miras. El castillo de naipes cae por tierra, y despidiéndose con una negativa, cruza por entre los que esperan, la mirada soberbia, inflado el pecho, la testa engallada, en los labios la huella del no rotundo, nuevo laurel, piensa, con que fustiga a esa traílla. ¿Quién entre ellos repulsaría un consulado?

En su casa estalla. Eso ha sido un insulto; sí, una verdadera ofensa. ¿Qué cree el Presidente? ¿La República es su casa, su estancia, en la cual puede hacer lo que le place? La suegra opina que ha debido aceptar; cien pesos, son quinientos nacionales y hay que trabajar mucho para ganarlos. Pero ¿y su dignidad y sus aspiraciones? Y además, con ese sueldo no podrían vivir decorosamente en el extranjero, y las deudas acumuladas en tantos años que hay que pagar… Los acreedores le perseguirían como tigres. No y no; ya llegará su hora, estos hombres no durarán en el poder. Es cosa de meses.

En efecto, se nota pronto la labor de zapa, el descontento hondo, la efervescencia solapada que arroja a la superficie palabras

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imprudentes, el malestar colectivo que precede a las revoluciones. Nadie está satisfecho, los mismos empleados critican en voz alta, y aumenta el prestigio del caudillo caído, hacia quien torna la opinión veleidosa.

El Presidente, enfermo, desalentado, vive a caballo en el camino del Cibao, empeñado en unificar las voluntades de sus amigos, quienes a su vez afirman que él mismo no sabe lo que quiere.

En los campos escabrosos y asoleados de la Línea noroeste iníciase la brega, la protesta armada toma y pierde poblaciones, desaparece en un crepúsculo y a la mañana siguiente, más pujan-te, ensangrienta las lomas. El terreno le es propicio, el regnícola es cazador, certero en el tiro, y vive del ganado que pasta en sus sabanas; la frontera próxima le asila. Los cruceritos de la armada fatigan sus máquinas trasegando soldados reclutados violenta-mente, que desertarán a la primera coyuntura o morirán en las llanadas aquellas sin que les calme la sed una fruta ni les perfume una flor. La revolución se propaga por otras provincias y se alza el patíbulo. En los días de carnaval, en los clubs, los hombres del poder y sus contrarios, bajo las caretas, bailan confundidos.

En su refugio de la Plaza Duarte, Antonio, cada noche, oyendo las noticias de los contertulios siente latir su rebeldía; diestramente algunos le pintan con exageración el cuadro repulsivo de la dictadura y lamentan el silencio de la prensa. Es el momento, «la lechosa está madura y al caer de la mata», insinúan. Vacila, duda; pero el cadáver del primer fusilado le invita, le impele. ¡Nunca fue el segundo en la protesta! En el aire cunden voces tentadoras. Esgrime de nuevo el látigo de sus acusaciones; mas para su artículo no hay letras en las imprentas, los directores de los periódicos le aconsejan «no meterse en eso, esta gente no respeta pluma», y a su insistencia oponen una negativa rotunda. El Homenaje rebosa de presos, por calles y plazas de la capital pululan los confinados, y por las plazas de las Antillas vecinas vagan los expulsos. Su enojo crece en razón de su impotencia; le exaspera este miedo que escuda al Gobierno. En casa, mientras comen, a la hora en que la familia se reúne, refiere su nueva desventura. El país está perdido, ningún periódico ha querido publicarle un artículo… Cucharas en el aire, bocas abiertas, todas las caras se vuelven hacia él, perplejas.

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–¿Pero este demontre está loco? ¿Pero usted no se alzó por Horacio? ¡Su abuela le llevará la comida a la cárcel! –grita la suegra.

Don Pedro interviene; su misma mansedumbre vibra. ¿No cal-cula que le expone a perder el empleo, lo único con que cuentan para vivir? Y la mujer, siempre resignada, que comprime su altivez en presencia de los demás, le desautoriza, disuadiéndole. No, él no debe ser el sacrificado ¿qué ha conseguido con tantos años de luchas, cárceles y miserias, para que otros medren? No, sería una tontería; que escriban ellos, los que le traen y llevan chismes y le calientan la cabeza para que se lance. «No seas bobo», le reprocha con dulzura. El hijo, sentado en la escalera de piedra, golpea en el plato de hojalata, pidiendo más comida. Todos contra él, ni uno solo le apoya; sus sentimientos le son extraños. Y hosco, rasga las cuartillas y las avienta. Las caras sonríen, respiran contentas y sigue el yantar.

Un mediodía de marzo, tiros, seguidos de descargas, primero en la Fortaleza, luego en las calles, interrumpieron la siesta. Los presos políticos, libertados y armados por un carcelero, han tomado La Fuerza mal guarnecida. El Presidente está en Santiago. La sangre enrojece el arroyo; los penados descerrajadas las puertas del presidio por la revolución, engrosan sus filas. Negros feroces, carne de horca, transitan máuser al brazo; los jueces se topan en el umbral de sus hogares con aquellos que la víspera condenaran. El Gabinete, sitiado en el Baluarte 27 de Febrero, capitula; la ciudad es la presa de una facción acéfala. Por el Este avanza el Presidente con tropas. Combate y entra a Guerra: dos días después, Pajarito es teatro de una acción reñida; otros dos, y San Carlos es tomado. Los heridos pasan fugitivos por las calles. La facción se atrinchera cerrando las salidas de la ciudad, con barbacanas de alambre de púa y gruesos tubos de hierro. Treinta bocas de fuego, desde los fuertes de la muralla que, cual cintura de piedra rodea la ciudad, vomitan metralla. El vecindario, angustiado, sigue desde las alcobas aquel duelo, distinguiendo las voces de los cañones. Los del castillo de Santa Bárbara, repercuten en el cauce del río; los de La Fuerza conmueven los cimientos del Homenaje; bajan el tono las piezas pequeñas de San Antón y la Caridad, que a su vez elevan las colinas de la Concepción y San Gil, mientras el de 9 de

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El Conde, gruñe por entre los cocoteros como un enorme mastín danés. En El Placer están surtos navíos americanos, italianos, franceses y dotaciones suyas protegen legaciones y consulados. Las balas granizan en la población. ¡Es la guerra!

Una prima noche, el tiroteo de los sitiadores se aproxima nutrido. Los cañones braman. De improviso, altas columnas iluminan la ciudad, las casas vecinas y los fuertes del ángulo N.O., arden; el de la Concepción ha sido tomado, los asaltantes trepan por las piedras urentes, sables en la boca; el de El Conde es abandonado por los defensores, achicharrados por el calor, y desde una furnia, que las lluvias han escarbado en la calle, los hombres, ahumados y enloquecidos, disparan sin cesar. Los heridos, desfallecientes, sienten la caricia terrible de las llamas que devoran cadáveres, suben por las cuestas pedregosas de San Carlos, alimentándose con la paja de sus bohíos. En el aire inflamado vibran los clarines como alaridos. ¡Es la guerra!

Antonio Portocarrero contempla el espectáculo estupendo, magnífico fuego de artificio colosal. Los altos muros de las ruinas del convento de San Francisco se destacan bermejos. La ingente hoguera enrisca sus grumos hasta el cielo, azul, profundo, estrellado. Presa de irresistible exaltación, avanza alucinado; a su paso encuentra paisanos, jóvenes imberbes, acarreando cajas de municiones, y a un periodista que corre a la refriega con una larga carabina. Por entre las rejas de las ventanas, dulces ojos femeninos vigilan… ¡Es la guerra!

Camina; sin darse cuenta, está ya en el collado de San Miguel; sus recuerdos le guían; sale por un portillo de la muralla, se enreda entre los alambres de la cerca; el revólver cae al suelo, lo busca, y rápido, antes de que lo adviertan los de la trinchera cercana, cruza el camino, se desgarra las carnes en las púas de la otra empalizada, y ya está entre los guayabos de Galindo. Desde el cerro, cárdena, domina la iglesia de San Carlos. A partir de allí hasta la muralla se extiende un surco de brasas. Antonio se orienta, rompe las malezas, muerde los bejucos del cundeamor, al fin llega a la Fagina, vía que remata en el fuerte de la Concepción. Cada bohío es una candelada: sus pies tropiezan con muertos, y con heridos que se arrastran por la cuesta. Un oficial le ordena imperativo: «¡corra a la iglesia, diga

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que manden refuerzos volando!», y corre. Detrás de las esquinas descubre soldados en pandilla, agazapados. Son los refuerzos que abandonan a los oficiales, es la carne que huye del hierro y del fuego. Antonio les grita excitándoles; algunos avanzan y disparan sobre la ciudad. En el Parque, cubierto en parte por las paredes de la iglesia, las balas silban sinfonía macabra, segando el follaje de los laureles. Los jefes, enronquecidos, fatigados, reúnen los hombres y los empujan: ¡es inútil, no llegarán! El templo, atestado de heridos que bromean, ríen y padecen. Los cañones de continuo arrojan granadas de acero que revientan floreciendo en rosas de bengala, y las llamas, las llamas insaciables, devoran seres y cosas, reflejándose en las selvas aledañas, preñadas de mieles y bálsamos.

Antonio, desmazalado, sitibundo, se desploma sobre un banco. ¿Cómo ha venido y por qué? El horror de la realidad calma el arrebato impulsivo que le dominó la voluntad. Reconoce rostros amigos. Mil interrogaciones le asedian. No sabe nada; desde el día del pronunciamiento ha permanecido en su casa encerrado, en donde estuvo hasta que el incendio le encalabrinó la sangre, y cátalo aquí. Mañana hablarán. Un amigo le ofrece lecho. Y cuando su cabeza se apoya en la almohada, una granada rompe el seto, haciendo añicos la luna de un armario. Esta es nuestra retreta, dice el compañero risueño. Y se duermen. ¡Es la guerra!

En los días siguientes, Antonio estudia el ambiente. La tropa, compónenla campesinos de distintas regiones, reclutados el día mismo de la partida, sin disciplina, y soldados regulares, sin espíritu militar, híbrida milicia, tan fácil al combate como al saqueo, disputándose unos con otros constantemente por trampas en el juego, o por si los del Cibao son más bravos que los del Sur o el Este, o por las condiciones de un caballo, y prontos a dirimir con los rémington sus divergencias. Uno de estos, vestido con un traje de mujer, tocado con sombrero de pluma, pulseras en los brazos, sale al descampado, a la mira de la cortina, a bailar un zapateo endiablado, y allí quedó, pudriéndose al sol la carroña carnavalesca; otro marcha a vanguardia, a la cabeza, el fusil a la espalda; jamás dispara, desvalija los cadáveres, y cuando reúne un puñado de oro, deserta. Empero, libres de la embriaguez de la pólvora o del alcohol, son mansos.

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El último revés, el asalto del Fuerte de la Concepción, les ha quebrantado el espíritu; las murallas les infunden respeto, y el incendio, al destruir los bohíos que formaban una suerte de reparos contra las baterías de la línea norte, de oeste a este, les deja a merced de los cañones que comienzan a hacer blanco; un jefe es decapitado por una granada, otra se abre en medio de una decena de soldados, que tallan en corro y los destripa. Los jefes son esforzados, pero desprevenidos; improvisan sobre el terreno sin estrategia; celos, vanidades y ambiciones les dividen, dificultando la acción unánime e intensa; las victorias nunca son completas, no hay persecución, el empuje de la acometida desfallece en breve; el fruto no se cosecha, y mientras el vencedor se distrae en contar fantaseando la hazaña, el derrotado se retira a salvo o si quisiera, podría reaccionar. Para imponerse a sus mesnadas, rudos y amables a un tiempo, ora doblan o tienden por tierra a un hombre a planazos, ora le abrazan afectuosos, consintiéndoles sus bellaquerías con frecuencia penadas por el Código. De tal manera crean entre unos y otros el vínculo gracias al cual afrontan con decisión la muerte. Ascienden a saltos: el soldado de hoy es general mañana. ¿Qué concepto tienen estos hombres de la vida, si es gala exponer la propia y sacrificar la ajena? Aunque algunos poseen hacienda, les seducen los botones dorados de las guerreras militares, y las ventajas del poder; su malicia instintiva les detiene cuando creen que han sumado méritos bastantes para sus aspiraciones. Hay quien diga: «no peleo más, ya he ganado la Comandancia de Armas y la quiero gozar». Pero el alcohol les deslumbra haciéndoles olvidar los mejores cálculos. Aman el caballo y el arma: su dios es la fuerza.

Una madrugada, las columnas se forman: tres que atacarán la Capital por el oeste, antes de que amanezca. Los hombres, destocados, a pie; los jefes, con sombrero, a caballo. Las filas se mueven con desgana, a la zaga de los comandantes: rubio, buen mozo, impetuoso el uno; mulato, delgado, de vivos ojos, reflexivo el otro; y pequeño, vigoroso, sereno, el tercero. Con el sol alto, se enfrentan a las trincheras; la tropa retrocede, flaquean casi al empezar la acción; sin embargo, superiores a la adversidad, lanzan los oficiales contra las obras de acero y alambre; la fusilería

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los diezma desde la muralla; logra el uno abrirse paso, pero cae fulminado de la mula; el otro irguiéndose ante la noticia, quiere entrar a la ciudad por una casa edificada a ambos lados de la muralla, y es herido ante la puerta obstinadamente cerrada; el tercero se abraza al cañón enemigo y recibe en el pecho la carga. La gente se desbanda, abandonando los cadáveres, ola deshecha, se desborda por detrás del cementerio, y, atravesando las estancias, alcanza a San Carlos. Es un mecanismo cuyo resorte se ha roto. El fracaso desolador y rápido conmueve al caudillo tanto como al inferior, y aquella masa que ninguna voluntad contiene, deserta o se prodiga en palabras contando y comentando el desastre.

Antonio los compara con los actores de la noche hermosa y trágica: son los mismos seres los que ahora huyen por los caminos hacia sus campos lejanos. Al anochecer, desmarrido, contempló durante largo espacio aquellos hombres antes tan fieros, ahora pánidos, precipitarse, entrechocar las monturas, forcejear por entrar en la barca que cruza el Isabela en Santa Cruz. Un disparo, un grito les pondría en fuga. ¿A qué seguirlos?; por donde pasen sembrarán el espanto, deshaciendo la autoridad opresora que conscientes o ignaros crearon con sus brazos armados… Y decep-cionado, vuelve grupas. Las sombras invaden la ruta. Llueve con furia, como si el agua quisiera borrar de la tierra las manchas de la sangre, tan imbécilmente vertida. El viento sacude colérico los ramajes, y por entre el monte suena el rugiente rumor del río. Los hombres huyen.

Antonio, las riendas en el cuello de la bestia, recalado, anduvo, anduvo, y, como un espectro, entró en la ciudad silenciosa.

XIX

De la última andanza, Antonio Portocarrero hubo de volver maganto, y atormentado el espíritu por impías dudas. La realidad, brutal, habíale quebrado las alas a su fantasía. A cada instante las visiones impresas en sus pupilas violan su fe. ¿Sería verdad? El tan doloroso empeño de su vida, ¿habría sido estéril, e infecundo todo grano sembrado en ese barro? Separado de los suyos por los mismos prolongados sufrimientos que les ha impuesto, ¿no

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alcanzará éxito, siquiera sea el efímero de la posición política, que el azar dispensa? ¿Lo que es tan fácil a los demás, será eterno espejismo para él, no estampará jamás su nombre al pie de un Decreto o de una Ley, y sus ideas habrán de secarse sin el goce del alumbramiento?

La reclusión en la casa, cada vez más desgraciada, le acongoja. La abuela, decrépita, sucia, hurta los relieves de la mesa, se cisca y juega con zulla, vaga por las estancias, profiriendo palabras obscenas e impregnándolas de su locura. Ella, y el hijo temblequeante, que expresa con monosílabos las ansias del adolescente, le dan un aspecto de hechizamiento, y el recuerdo de ambos, trepánale días y noches, como un íncubo. En las tertulias de los parques se perpetúan las mismas cábalas y malsinerías en derredor del presupuesto. Se acoge, pues, a los paseos solitarios por los barrios populares, en los cuales, por lo menos, siente vivir a los humildes.

Por la tarde contempla el mar. Una vela que lo surca o la estela de un vapor, son amables invitaciones a divagar, a soñar. Sobre las rompientes, hierba cuyas hojas aterciopeladas amortigua la dureza de las rocas, brinda asiento a los que entretienen el ocio con el tráfico del camino líquido. Los pescadores tienden el aparejo a la voracidad de los escualos.

El Caribe, si en calma, tiende desde el horizonte paño de ormesí esmaltado de lentejuelas áureas; si lo encrespa la brisa, estréllase contra el acantilado rociando la calle y atavía de espumas her-vorosas la roca plana del tripero, e introdúcese por la sopeña para surtir en chorro esbelto. Aquí, medio siglo ha, triscaban sirenas entre las algas: las abuelas que se bañaban en camisa y los muchachos, veían los cuernos al Diablo en la grieta denominada Boca del Infierno. Cuantas veces se detiene en este paraje de la costa, Antonio recuerda una escena de espanto, acaecida años atrás: un viejo pescador, aletargado por el bochorno del mediodía, que fumaba su pipa con el cordel entre los dedos del pie, esperando que los jureles picaran, cayó al agua. Al instante, las fieras le atacan, arrancándole vientre y tórax; el cadáver flota con el vaivén de la ola, esquivando las fauces terribles. En las rocas, la familia grita, plañe, rodeada de gente. Un negro, que es el terror de los gallineros, mediante la promesa de diez pesos, atándose a un

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cable por las axilas, un cuchillo en la diestra, se arriesga, panquea, apuñala en torno, revuelve el agua ensangrentada; los tiburones desprevenidos huyen, ase el cadáver y gana la orilla, cuando repuestos, seis aletas ya hendían veloces el cristal persiguiendo al atrevido.

Una cuadra más al oeste, la explanada del antiguo fuerte de San Gil es un punto de vista admirable para las marinas que pinta el ocaso. En el Matadero público, que está al lado, se congregan entre cuatro y seis de la tarde, tablajeros, médicos y concejales, amén de los paseantes, en busca de entretenimientos. En el corral, el ganado que olfatea la muerte, muge patético. La res enlazada por la cornamenta, se resiste, forcejea, tirada por un torniquete hasta sujetarla en una de las columnas de hierro sustentadoras de la techumbre. La puntilla del matarife la descabella, y luego añangotado, desnudo hasta la cintura, el pantalón a la rodilla, la sangre al tobillo, la desuella y descuartiza, colgando las bandas blancas y róseas, aún palpitantes. Muchachos haraposos compran los menudos que cargan en petacas, mientras desperdicios y coágulos, vertidos al mar, ceban los tiburones. Enrojecido como un verdugo medioeval, un jifero se ha acercado a Antonio, diciéndole con acento malicioso:

–Cuente conmigo. ¿Cuándo empuñamos la jicotea? En las primas noches barzonea por el altaicín del norte, que

el terral de los montes de Galindo refresca y aroma, prefiriendo las callejuelas estrechas e intrincadas de uno y otro lado de las fortificaciones. Por las puertas abiertas examina las habitaciones: lámpara mortecina ilumina escasos muebles desvencijados. En los umbrales, las mujeres sentadas sobre las piedras, charlan y fuman; los chiquillos, en cerros, retozan en el arroyo, en el césped de las plazuelas o se escurren por los boquetes de la muralla, por cuya cornisa corretean. Dos novios, recostadas las sillas en las jambas, la doncella al interior, el galán afuera, pelan la pava o puntea el segundo la guitarra acompañando a la novia que entona melancólica canción de amor. Calle por medio, dos comadres, recogidas las faldas, los brazos en jarra, riñen a causa de la lejía derramada por un rapaz travieso o de una gallina extraviada; otra, de vuelta del pozo profundo, común al barrio, la lata colma a la cintura, exclama

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escandalizada: –¡Ave María Purísima!– y se santigua. Los hombres forman corros en las esquinas o en los timbiriches que a guisa de pulperías o cafés, sirven de puntos de reunión. Estos son los que durante el día sudan al sol en los muelles, calles y talleres, aquellas las que lavan y planchan de seis a seis.

Las mujeres miran a Antonio con picardía; «pájaro de la mar en tierra», suponen que anda a caza de aventuras eróticas o que como tantos otros viejos y mozos mantiene su pelazga por aquellos andurriales. Los hombres, le dan las buenas noches con respeto; a los conocidos les estrecha la mano deteniéndose a charlar con ellos. Quisiera penetrar sus pensamientos, el secreto de sus vidas, saber qué aspiraciones alientan; pero esquivos, se lamentan de la escasez de trabajo, de lo caro que está todo, y, de paso, tiran su chinita al Gobierno. Antonio se da cuenta de que algo les separa; acaso le indispone la altivez ingénita de su figura, desprovista del aura de la popularidad, y en sus frases mañeras, equívocas, nota la desconfianza, pues aun los más expansivos, parecen decirle: si vienes a nuestros barrios pobres y nos hablas, si sonríes a nuestras hembras y acaricias las cabezas desgreñadas de sus hijos, es porque buscas escalera para subir. Sin embargo, ellos le inspiran simpatías; pero ¿cómo lograr que las crean sinceras ni menos que comprendan sus anhelos de bien, nutridos con generosa savia cordial?

Y por la periferia cada noche, escapándose de las garras de sus propios recuerdos, continúa sus excursiones, y queriendo sentir las palpitaciones de la ciudad, la circunda. De los altos de San Antón, San Miguel y San Lázaro, baja a las vías nuevas de extramuros, por donde la Capital se ensancha en casitas de madera y cinc, pintadas y limpias; entra por la Puerta del Rey a la calle de la Misericordia, cuyas primeras cuadras la forman ruinosos bohíos de tablas de palma; recorre la de San Pedro, en la que alternan el cinc, la yagua y la piedra, y moran pared por medio vírgenes y hetairas, y en donde, detrás del fuerte de San Fernando, ofrendan a Afrodita marinos y soldados, con prostitutas alcohólicas, de marchitas carnes enfermas, mulatas y negras que, en batas de colores crudos y en chancletas, se exhiben con un túbano en los belfos, y por quienes las riñas mortales son frecuentes. Más al este, en las celdas donde

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tiempo atrás oraban las Clarisas, germina el hampa ciudadana –borrachos, mendigos, cuanto hiede y repugna–, oculta a la vista del transeúnte por las casitas fronteras a La Fuerza, habitaciones de buenas gentes modestas. Sigue después por los solares del Almirante y del Aguacate, separados por la empedrada calle de la Atarazana, extendiéndose el uno detrás de la Casa de los Colón y el otro entre la puerta de la Atarazana, a espaldas de los almacenes y las calles Comercio y Marina, lugares donde procrean y bullen curazoleñas y martiniqueñas, las que enfaldan y anudan el pañuelo en la nuca con donaire, y preparan los azafates de dulces que se expenden al aire libre. Por fin, Antonio se pierde en las intrincadas callejuelas que corren del Castillo de Santa Bárbara al bastión del Ángulo, abrigo de maleantes porteños, y sitio en donde, las vísperas de fiestas, resuenan atabales y acordeones pautando las guarachas transmitidas de playa en playa por los lobos del Mar Caribe.

En el espacio de dos años, las películas se han sucedido en el cinematógrafo político con rapidez ofuscadora. Antonio, desgarrada el ánima, tan pronto febril de deseos, como desasido de todo, ha seguido el desarrollo de los acontecimientos. Los generales que admiró días antes en los campamentos, vienen a inclinarse ante el nuevo presidente, quien tras un simulacro de comicios, en una mañana de agosto, pasa por las calles en carroza descubierta, en el pecho la banda tricolor, entre improvisados dragones de pantalón de grana, a jurar el cargo. El oro del erario se dilapida. El Presidente, que es un clubman culto, prosigue frecuentando los casinos, platica de arte, de ciencias, de caballos, de perros, de logística, y recita versos de Virgilio en latín, o pasea la ciudad, en piafante corcel portorriqueño, plantado en la silla con todas las reglas de la equitación. La prensa, temerosa. Al Ejecutivo se le suponen ímpetus y energía. Se conspira. El Homenaje se llena de presos; los vapores que zarpan, llevan cargamentos de expulsos. En noviembre la Capital es sitiada y capitula. Jimenistas y horacistas se han unido y traen en hombros un cura que ahorcó la sotana, inteligente, audaz. Apenas entra al Palacio, los jimenistas parten en guerra, y en diciembre un cerco de bayonetas se extiende de Pajarito a San Jerónimo, suspendiéndose el tráfico en la ría. Durante cincuenta días, Santo Domingo de Guzmán,

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encerrada entre sus murallas; se arrulla con la música de cañones y fusiles, su juventud la defiende en las fortificaciones, y las mujeres van a misa, se visitan, y las retretas continúan jueves y domingos, mientras los beligerantes intercambiaban plomo. Entonces acaece un hecho insólito, que deprime al soñador: las granadas de navíos de guerra norteamericanos estallan en tierra dominicana, para castigar a los revolucionarios que desde Pajarito han osado cañonear un buque mercante de la Unión. El nuevo jefe del Ejecutivo, a la cabeza de una charanga, cada vez que sus armas obtienen un triunfo, discurre por la ciudad, exaltando su gente con vítores y promesas. En febrero, una salida de los sitiados rompe el cerco, y Santo Domingo de Guzmán respira. En el Homenaje no caben más presos, los desterrados pueblan las vecinas islas. El tesoro vacío; hipotecadas las rentas.

En el ámbito de la República, dos guerrilleros señalan, con rastro de sangre, el camino de sus victorias. Atan a la cola de sus bridones la devoción de los civiles y de los mismos intelectuales. Una comedia de elecciones consagra constitucionalmente al jefe, quien inaugura su período fusilando en la puerta del camposanto, a pleno sol, dos de sus contrarios. El Presidente, vestido de dril blanco, desaliñado, va por las calles inspeccionando las incipientes obras públicas, dialogando de acera a acera, y predicando con la palabra y la iniciativa el progreso en ese campamento en reposo. Los odios partidarios provocan cismas en los hogares; las amistades se quiebran; de reja a reja se cruzan miradas, y alguna vez, palabras agresivas; se querellan las mujeres en las tertulias, ruegan en los templos, se mortifican con promesas, desertan los bailes; los hombres en tanto, desaparecida aquella devoción ciega que caracterizó las banderías de la primera república, saltan de una a otra sin más norma que el interés del momento. Llegada la noche, manos salvajes dañan las obras públicas en construcción, y las cartas anónimas, echadas en los buzones van por las manos del cartero a zaherir al primer magistrado y al ciudadano. La prensa discute el nuevo pacto internacional convenido con la Unión. Cercena la soberanía, afirman los opositores, mientras el Gobierno se encarama en él, como en tabla de salvación, y flota. Luchas intestinas dividen a los copartícipes del poder; el telón

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baja sobre el alzamiento del propio Presidente, quien perseguido por tropas, acusado ante la Cámara, habiéndose fracturado una pierna, atraviesa la ciudad una tarde de enero hacia el exilio. Al nuevo caudillo adornan prestigios de héroes; es fuerte, sano de cuerpo y espíritu, y la general aspiración a la tranquilidad funda en su energía y sencillez la esperanza de días prósperos y tranquilos. El Homenaje continúa siendo medio pacificador, y la razón de Estado siega vidas.

Antonio se pregunta, inmutado, si la tragedia se repetirá indefinidamente cambiando tan solo la figura corporal del cacique. ¿A qué pues, luchar? Le enoja la Convención; sus sentimientos la repulsan. ¿A dónde dirigirse, cómo ganarse la vida? Para los particulares, él es un político, bueno nada más que para vivir del presupuesto; para los gobiernos, un opositor inconforme siempre, al cual hay que vigilar y castigar, y para los políticos, un intransigente petulante que les enfada con sus actitudes. Miguel Gómez le reprocha inacción e inhabilidad para abrirse camino hasta el Palacio, no entiende la hermenéutica ni saber menear el majarete, términos con los cuales se significa la destreza para desenmarañar o urdir las intrigas y lograr un puesto gubernativo. Él siéntese encadenado al pasado, que le acogota señalándole a la ojeriza de las gentes. «¿Para qué puede servir este hombre? ¿Qué obra has realizado?», expresan las miradas de sus oyentes cuando, demoledor, critica los sucesos.

La prensa alza el tono, traduciendo el malestar del país que discute la Convención. El Gobierno la mantiene; sus contrarios la impugnan. Campaña de palabras desabridas, ayuda de razones reales, que encubren temores y apetitos.

Antonio, obligado a permanecer en casa, por un ataque de gripe, las puertas entornadas, recibe a los jóvenes que le traen los ecos de la polémica y le explanan con ardor sus inquietudes e interrogaciones. «El gobierno se impondrá, y el país naufraga. Es necesario luchar, sublevar la conciencia nacional. Su palabra falta, su verbo dará dirección, la autoridad de su vida es indiscutible. En los bancos del Parque nadie se explica su abstención». La fiebre lo debilita y el cerebro le duele; les promete escribir más adelante; pero Miguel Gómez insiste:

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–No, socio, el momento es de oro. Horacio está a caballo; hable, hable, un catarro no mata.

Entonces, con voz débil, entrecortada por la tos, dicta un artículo corto, vibrante como una arenga. Erguido el pecho en la mecedora, cada frase parécele un lanzazo asestado a la Convención. El auditorio aplaude con ahínco aquel estallido impetuoso de sentimientos, de cólera, de amargura. Su índice vengador señala a los réprobos, los acusa, los juzga, los sentencia y ejecuta; y termina con un rasgo soberbio, emplaza en nombre de la patria a los que comprometen sus libertades negociando la soberanía y evocando los manes de los héroes de Febrero. Magnífico, afirman; y mientras Miguel Gómez se escapa con las cuartillas hacia la imprenta, y los demás corren a pregonar la aparición de la catilinaria destinada a conmover a los diputados y hacer bambolear al Ejecutivo, Antonio solo, hundido en el mece-dor, es presa de una tenaza que le aprieta el cráneo.

El Poder Ejecutivo que barrunta la conjura detrás de las palabras violentas incubadoras de revuelta, echa sus esbirros a la calle, y el Homenaje hospeda a los agitadores.

Un oficial, de uniforme de kaki, el revólver de ordenanza al cinto, se presenta a solicitar a Antonio, de parte del Gobernador. La mujer, experta ya, le conduce al aposento. El representante de la fuerza ve al temido luchador, al sagitario, en un catre de tijera, hecho un ovillo, contraída la faz por los agudos dolores que le trituran el cerebro.

XX

En la tarde cálida de mayo, Arturo Aybar y Antonio Portocarrero pasean por la ciudad en coche. Respirando salud el uno, elegante el traje, la pupila viva, las manos cuidadas, contrasta con la palidez de convaleciente, las facciones demacradas y el terno gastado del otro.

El coche rueda, salta y cruje en baches y zanjas, envuelto entre velos de polvo.

Sentadas en los alféizares de las ventanas o en mecedores en las aceras, las muchachas, vestidas de muselinas claras, una flor en la cabellera, leen novelas o el Listín, miran con sus ojos brillantes,

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circuidos de ojeras, los transeúntes que las saludan quitándose el sombrero o familiarmente con la diestra, agregando un piropo cuando la intimidad lo permite. En algunas rejas, ella acodada y él afuera, las manos en los fierros, hilvanan el diálogo de amor. Otras parejas, en pie, en el umbral.

Circulan las criadas con la cesta del pan, acabado de salir del horno, las tablillas de chocolate, el queso y la mantequilla para la cena; engajado en el brazo y a remolque, un niño que forcejea por correr a su antojo.

El cochero, negro, rechoncho, sin cuello, desgolletada la ca-misa, suda, fuma un cigarro, y sin cesar excita al caballejo con las riendas y la lengua; de cuando en cuando le aplica un zurriagazo, y de luego en luego requiebra a las negritas que, zahareñas, replican con un ¡vaya parejero! El vehículo es pequeño, ligero, de tres asientos, dos al fondo y uno junto al auriga, que escucha cuanto conversan los pasajeros, quienes gozan además el privilegio de olerle la tagarnina y el sobaco.

En el Parque Colón y en las esquinas, los hombres departen agrupados; algunos con el diario en la mano gesticulan. El día anterior, el Congreso Nacional aprobó la Convención Domínico-americana, y en la misma noche, después de la larga y emocionante sesión legislativa, el Presidente alístase para partir a caballo camino del Cibao. A simple vista, los rostros revelan la alegría del triunfo o la depresión de la derrota; pero todos se encalenturan y elevan el tono transportados por el ardor de las palabras.

–Creo un disparate, Arturo, que aceptes un ministerio de este Gobierno; mejor estás en tu Consulado de París, sin responsabi-lidades.

–No, socio, el error es tuyo. Entrando al Gabinete, como lo he prometido al Presidente, serviré al país con más utilidad, y tendré ocasión para adaptar lo que he aprendido en medios civilizados. Verás qué labor realizo.

–Pero te haces solidario de la Convención. –¿Y por qué no? ¿Crees tú que es ella obra del Gobierno?

No y no, es el fruto natural de los desaciertos de tres generaciones. –No, es sencillamente un acto criminal para mantenerse en el

poder.

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–Extremista siempre, Antonio. La oposición misma que tanto clamorea, la habría pactado gustosa. No te engañes, obedece ella a una realidad nacional que se impone a los gobernantes y los apresa, a ellos que se creen dueños absolutos. Recuerda: desde el año 44, todos los gobiernos que han logrado sostenerse, com-pelidos por los desórdenes internos que nos debilitan y por el peligro vecino, han buscado el equilibrio más allá del mar.

–Sí, esa es la fórmula con que se pretende excusar la anexión a España.

–Pues bien, fórmula o no, en la sucesión de tales hechos, preciso es convenir que existe algo positivo, que no es la ambición y las pasiones de los caudillos, solo que nosotros nos damos el trabajo de analizar el medio para convencernos.

–No y no; la República debió ser como la querían los trinitarios. –Sí, un sueño hermoso, que la realidad destruyó en crisálida. –La Convención, óyelo bien, Arturo, es el caballo de Troya. –No exageres. Convengo con que mortifica a nuestro patrio-

tismo, pero no amenaza la independencia: el mal no está en ella sino en nosotros mismos. Por otra parte, nos pone en contacto con una gran nación, de cuyas instituciones y costumbres civiles tenemos que aprovecharnos.

–A esos blancos le jié mucho el negro –interrumpe el cochero. –Sí, ya nuestro pueblo baila tow steps, y pronto los muchachos

jugarán a la pelota. –¿Y qué?, la danza, demasiado voluptuosa, enerva. En cambio, el

tow steps es un baile gimnástico, y el baseball da músculos y enseña a los jóvenes a pensar y ejecutar con ardimiento, y eso es lo que necesitamos, audacia y energía, no los espasmos de violencia que son nuestras revoluciones. Créeme, somos un pueblo falto de voluntad; queremos, sí, pero como los chicos que gritan, lloran y patean por un juguete que olvidan a los cinco minutos o lo des-pedazan para ver lo que tiene dentro y acaban por extasiarse amasando el lodo de la calle. El español, quiso y conquistó la América, proeza estupenda. Los indios haitianos eran más de un millón y se dejaron extinguir en las minas por el jinete blanco, para ser reemplazados por el negro, a quien arrancaron de sus tierras nativas, transportaron y esclavizaron. Aún persisten en nosotros

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rastros de aquella voluntad heroica del dominador y los resultados del sometimiento doloroso de los otros. El yanqui lo quiere y óyelo: partirá el istmo de Darién, señoreando los dos océanos, y nuestra isla está en las avenidas de ese gran camino.

–En resumen, tú concluyes que nuestro destino es ser absorbi-dos por el yanqui.

–No, yo no sentencio; por el contrario, aplico la lección de los hechos consumados: hay que ser fuertes, cultivar la voluntad, amar el pasado, mas no como a cosa muerta sino como a ser vivo, en incesante comunión con nosotros. Cada piedra de esas igle-sias, que indios y negros regaron copiosamente con su sangre, es el eslabón de una cadena, en ellas se nutren raíces de nuestro espíritu; por esos motivos debemos defenderlas de los hombres, del tiempo y del brazo destructor de la naturaleza.

–Palabras, bonitas palabras, socio. –No, elocuentes páginas de historia. Mira: hay en la ciudad dos

ajimeces; cuantas veces pasamos frente a las casas en ruina que ellos adornan y rejuvenecen, nos complace admirarlos. Pues bien, muchas veces he sentido la curiosidad de saber quién construyó la casa, y las ideas y sentimientos del colono que primero la vivió. ¿Quién era? ¿Lo sabes tú? Ese es un detalle; pero dime, ¿es que estudiamos nuestra historia tú y yo y los demás de nuestra gene- ración, y los gobernantes?… ¿Entonces? Por eso caemos hoy donde ayer nos rompimos la crisma. ¿Quién conoce la Primada? ¿Qué poeta dominicano ha extraído de esas piedras la intensa poesía que en ellas vibra? Por estas calles paseó Hernán Cortés, en yegua fina que compró en doscientos cincuenta castellanos… Palabras, dices tú, y, sin embargo, ella fue la cuna de la Conquista y amamantó la gente leonina que en la Costa Firme y en las islas se hizo gloriosa por medio de la espada y de las letras. En esta tierra, el español exterminó al indio, cuya rebeldía trasvertió el estrecho con Hatuey. El colono combatió con los filibusteros ingleses, con los bucaneros; venció al francés, reconquistándose para darse al Rey, primer vagido de la nacionalidad, y exportó al Continente su cultura. Aquí, el negro dio a España un nuevo Cid en Suero, y a la república un prócer en Luperón y Lilís mismo, aunque nuestras pasiones lo nieguen, es un tipo representativo.

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De la mezcla, nos vienen el ímpetu y la resignación repentinos, la violencia enfática, la suspicacia letal y la aspirabilidad; pero no lo olvides, hemos engendrado a Máximo Gómez, el último de los libertadores americanos.

–Bueno, ¿y las revoluciones, supones tú que han terminado para siempre?

–Aún no, pero las matarán los ferrocarriles, las escuelas y la riqueza.

–Ilusiones… las tenemos en la sangre: genio y figura… –Pues las depuraremos. ¿Pero quieres admirar un espectáculo

tónico?… ¡Cochero, al Palacio Viejo! Desde la azotea de la que fue Capitanía General, ambos amigos

abarcan la ciudad que áurea lluvia inunda. En las aguas, marina y fluvial, cintila, reverbera, en el polvo; nubecillas policromas suben de los cascos y las ruedas. Al sur, el estilete de la punta Torrecilla corta las olas; y la línea verde de los uveros, formando abra al mar azul, remata frente a la Torre del Homenaje, revestida de un manto de brocado. En la margen oriental del Ozama, cocoteros y almendros, y cinco bucares abren los rubíes de sus flores; sobre el firme de la ladera, los restos de la primera ermita edificada en la tierra de América, festonada de lianas, y las ruinosas chimeneas del ingenio La Francia. Hacia el norte, trepando por la cuesta arcillosa, los bohíos de Pajarito, de virutas cobrizas los tejados pajizos. En la meseta, árboles próceres, soberbios caimitos de hojas bicolores, mameyes erectos, de redondas copas, y galanas palmas solitarias. En la margen occidental, la Puerta de San Diego, y a su izquierda, el Alcázar de los Colón, los sillares gafados por los siglos y bronceados por la luz: tres ventanas al mediodía, tres al poniente, tres al levante, desiguales, vacías; en los agujeros anidan palomas, que revuelan en torno, las plumas suavemente irisadas. La lámina de acero bruñido del Ozama se descoge entre las riberas, cubiertas de árboles; detrás del codo del río, al lejos, se columbra, cabujón zafirino en mitad de ondulosa raya de azur, el Sillón de la Viuda, cima eminente de la cordillera. Hacia el oeste, se destacan de los follajes de Galindo, la iglesia de Santa Bárbara, y más cerca, entre las antorchas de los cocoteros, la espadaña de San Antón, y sobre la colina, los muros negros del convento

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de San Francisco coronados por un laurel. El sol, por detrás de aquellas ruinas, incendia el cielo, y las paredes dentadas semejan enorme parrilla. Bajo las bóvedas abatidas reposa Don Bartolomé Colón, mientras que en el umbral, para ser hollado por cuantos pasaren, yacía Alonso de Ojeda, el de voluntad demiúrgica. En un balcón, una doncella espera el amor que la hará fecunda. A través de los árboles, descuellan entre los tejados planos de las casas, se admiran San Nicolás, con la higuera bravía arraigada en la cúpula como un penacho, y la torre cuadrada de la Merced. La Catedral se adivina: ella es la materialización de un sueño. Durante veintiséis años, españoles, indios y negros la edificaron sillar a sillar, juntándolos con dolores y esperanzas. Cada cual, del artífice inspirado al oscuro picapedrero, dijo en ella plegaria a su dios, y si la miró con tristeza menguada por las tinieblas, la descubrió, crecido el gentil edificio, a la mañana siguiente; y la pequeña villa colonial, enclavada entre los dos mundos, debió de sentir el orgullo de haber realizado empresa perdurable, no obstante las torres ausentes, que habrían sido la meta de la potencia creadora; y así triunfa del hombre y del tiempo con su gracia ingente: el leopardo dejó una garra en sus naves, los terremotos la desquiciaron, la ignorancia la afrentó, pero caliente entre sus columnas los restos del grande y testarudo ligur. El rumor del mar se difunde confundiéndose con los sonidos urbanos. Por la Puerta de San Diego entran carretas cargadas, burros arrastrando trojes de cañas, hierbas, largas varas que huellas ruidosas, o rimeros de petacas de carbón. Los hombres que laboran en las oficinas de los muelles, suben sudorosos, jadeantes, la cuesta empinada. Tufo cálido emerge de la tierra.

–¿No te invita a la acción toda esa historia petrificada y la lujuria potente de la naturaleza? Atrévete, hombre, sacude el pesimis-mo, quiere algo con voluntad cierta, constante.

–Sí, es bello, bello; pero yo soy un vencido, tú eres en cambio un triunfador. Hace unos días la gripe que aquí es un coriza molesto y nada más, estuvo a pique de matarme. Presión más fuerte de la tenaza que me comprimía el cerebro era suficiente, y el médico anuncia que una recaída será mortal; basta un poco de ese leve polvo dorado que vuela detrás de los coches… ¿A qué

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pues luchar? Y lo peor es que el médico afirma que mi carácter, mi altivez, mi intransigencia, no es virtud, sino consecuencia de terrible herencia. Ahora resulta que yo no soy yo…

–Atrévete, quiere, haz. –No, soy un vencido. Me conformo con la idea de que le

harán justicia a mi cadáver. En mi infancia soñaba tener un en-tierro suntuoso; pues bien, como he sido maestro a palos, seré conducido en andas, cubierto de flores el ataúd de tercera clase; asistirán los niños de las escuelas, el pueblo, los mercachifles, los políticos, y mientras el sepulturero tapa la fosa, los jóvenes, alzándose sobre las tumbas vecinas, pronunciarán discursos en los cuales me calificarán de rebelde, ¡el gran rebelde! Pero, lo triste es que cuando todos vuelvan del camposanto, a prisa en busca de la cena que espera en la ciudad, mi hijo, mi sangre, traerá en las manos los paños blancos que sirven para cargar los muertos, y con los brazos abiertos, vacilante, miserable, dibujará al caminar, a la luz de los focos eléctricos, siluetas extrañas, bufas, que harán reír; y créeme, esas risas me flagelarán hasta debajo de la tierra… Es horrible, ¿verdad?

Un sollozo se extinguió en los labios de Antonio; su cuerpo tremó la angustia. Arturo, conmovido, le apretó contra el corazón. La silenciosa tragedia se le revelaba de improviso. Carne tundida por estacas de yangüeses, golpeada por molinos, ¿es su ánima la de un hombre o la de toda la gavilla de averiados adoradores de Dulcinea, cuya es la prole de débiles turbulentos, con mentes inferiores a su tiempo, que lapidan en las tardes las estatuas por sus propias manos modeladas en la mañana, mientras los generales ignaros triunfan y les uncen?

En el Acrópolis, al declinar el día, Arturo había experimentado una intensa emoción ante la imagen de Atenea, cincelada exquisi-tamente. Ceñido el casco, la diosa de formas virginales, la siniestra en la lanza y abierta la diestra en la cadera, los pies descalzos, fija la pupila beata en la tierra en donde perfuma una flor o crece una espiga. Minutos después, desde el Partenón contempló la ciudad blanca, de la cual ascendía concierto de fuerzas poderosas. Nuevos griegos dialogaban en el jardín de Platón; en el Pireo, las proas armadas hacia Levante. En aquel ápice del espíritu humano,

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el más perfecto, los sacros mármoles, libres de la costra de turcos y venecianos, profesaban con su milagrosa euritmia rota la más elocuente lección de moral y belleza. Exaltado, esclarecido por su luz inmortal, comprendió, amó la belleza pura, y libertándose de la materia, elevó la razón, inclinóse hacia la flor o la espiga que los ojos de la diosa miran deleitados, ansió sembrarlos en la patria lejana, y convirtiendo la vista más allá del golfo de Eleusis, hasta la Antilla, ensangrentada, a la deriva hacia fatal destino, interrogó, ¿por qué no?

Por qué no, repite ahora. El vaho ardiente de la tierra enardece sus arterias, mientras sus ojos escrutan la villa y el campo vecino, de grávidas entrañas. El numen le posee, y por sobre la cabeza de lo que muere, abre los brazos para estrechar en magnífica elación las piedras seculares.

Por el oriente las sombras estarcidas ahúman el cielo. El cejo del río humedece el aire. La floresta aledaña avanza sus tentáculos constrictores. Las campanas de la Catedral tocan el Ángelus; la voz de bronce lleva de puerta en puerta la divina promesa. En La Fuerza, la guardia de prevención presenta las armas, y al son marcial del clarín la bandera desciende del asta, lenta, zigzagueante, azul, blanca, roja… tal un ala rota.

La Habana, 1911 – Roma, 1913.

La sangre. Una vida bajo la tiranía, de Tulio M. Cestero, de la colección «Clásicos Dominicanos, Serie I. Narrativa», del Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña, se terminó de imprimir en noviembre de 2017, en los

talleres gráficos de Editora Búho, con una tirada de 2,000 ejemplares. Santo Domingo, República Dominicana.

COLECCIÓN CLÁSICOS DOMINICANOSSERIE I. NARRATIVA

Calle Caonabo esq. C/ Leonardo Da Vinci Urbanización Renacimiento Sector Mirador Sur Santo Domingo, República Dominicana.

T: (809) 482.3797

www.isfodosu.edu.do

Instituto Superior de Formación DocenteSalomé Ureña

Otros títulos de esta colección:

Cartas a Evelina Francisco E. Moscoso Puello

Crónicas de Altocerro Virgilio Díaz Grullón

Cuentos CimarronesSócrates Nolasco

El monteroPedro Francisco Bonó

Enriquillo Manuel de Jesús Galván

Guanuma Federico García Godoy

La fantasma de Higüey Francisco Javier Angulo Guridi

OverRamón Marrero Aristy

Trementina, clerén y bongó Julio González Herrera

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TULIO MANUEL CESTERO

LA SANGRE

«El proyecto de vida de Tulio Cestero quedó ya plasmado, en estado germinal, en su primer libro, Notas y escorzos, una colección de relatos escrita posteriormente a su visita a Venezuela, en 1897, cuando apenas llegaba a los veinte años… En ese libro queda formulado el anhelo de vida por la lite- ratura y la necesidad de que se lleve a cabo en el exterior, deseablemente en París, meca de los escritores vanguardistas europeos y latinoame- ricanos. Sin embargo, en ese primer librito se comienza a condensar la persistente perspectiva de Cestero de imbricar la pasión literaria con su espacio vital, la República Dominicana. Siguieron, hoy puede juzgarse que no por casualidad, tres libros de poesías y una obra de teatro, textos todos ajenos al contexto dominicano, en los cuales se concretaba el irresistible atractivo por los ensueños de la poesía de vanguardia.

»La sangre no es sino la culminación que siguió a dos obras previas, entrelazadas por una temática común, Sangre solar y Ciudad romántica. Hasta los títulos sugieren la conexión secuencial entre estas obras. Incluso, en Ciudad romántica hacen aparición personajes que seguirán teniendo presencia en La sangre ». Roberto Cassá.

Tulio Manuel Cestero nació en San Cristóbal en 1877 y murió en Santiago, Chile, el 27 de octubre de 1955. Su legado incluye crítica literaria, ensa-yos, poesía, teatro y novelas, siendo La sangre un clásico de la narrativa dominicana. Otras obras del autor: Del amor (1901), El jardín de los sueños (1904), Sangre de primavera (1908), Hombres y piedras (1915), Rubén Darío. El hombre y el poeta (1916), Colón (1933) y César Borgia (1935).