tripa primavera imprenta - funambulista.net hallar su amado viejo nido; y el padre retira de los...

23
Primavera sagrada «¡Nuestro Señor recibe extraños huéspe- des!» Tal era la exclamación favorita del estu- diante Vinzenz Viktor Karsky, y la profería en toda ocasión, oportuna o no, con cierto aire de superioridad, que provenía quizá de que se con- taba a sí mismo en el número de esos «extraños huéspedes». Desde hacía largo tiempo sus com- pañeros le tenían, en efecto, por un original. Lo estimaban por su cordialidad, aunque rayana a menudo en el sentimentalismo, compartían su 7

Upload: leduong

Post on 23-May-2018

218 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Primavera sagrada

«¡Nuestro Señor recibe extraños huéspe-des!» Tal era la exclamación favorita del estu-diante Vinzenz Viktor Karsky, y la profería entoda ocasión, oportuna o no, con cierto aire desuperioridad, que provenía quizá de que se con-taba a sí mismo en el número de esos «extrañoshuéspedes». Desde hacía largo tiempo sus com-pañeros le tenían, en efecto, por un original. Loestimaban por su cordialidad, aunque rayana amenudo en el sentimentalismo, compartían su

7

humor alegre, y lo dejaban solo cuando estabatriste. Por lo demás, soportaban y perdonabangustosamente su «superioridad».

Esta superioridad de Vinzenz ViktorKarsky consistía en que hallaba para todas susempresas logradas o abandonadas denominacio-nes soberbias. Y sin vanagloria, con la seguridadde hombre maduro, agregaba sus actos unos aotros, como se construye un muro de piedra sindefecto, capaz de desafiar los siglos.

Después de una buena comida, hablaba gus-tosamente de literatura, sin pronunciar jamás unapalabra blasfema o crítica, y se limitaba, por elcontrario, a honrar con una adhesión más omenos íntima las obras que aceptaba. Proferíaasí sanciones definitivas. En cuanto a los librosque le parecían malos, no tenía costumbre deleerlos hasta el final, y sencillamente no hablaba

8

de ellos, aunque gozaran del favor general. Porotra parte, no afectaba ninguna reserva haciasus amigos, relataba con una amable franquezatodo cuanto le acontecía, hasta los hechos másíntimos, y aguantaba buenamente que lo inte-rrogaran sobre sus tentativas de «elevar hasta él»a pequeños proletarios. Era éste, en efecto, un ru-mor que corría acerca de Vinzenz Viktor Karsky.Sus ojos azules profundos y su voz acariciadoradebían contribuir a sus éxitos. Parecía, en todocaso, decidido a aumentar sin cesar el númerode aquéllos, y convertía con un celo de funda-dor de religión a innumerables muchachitas a suteoría de la felicidad. Ocurría, ciertas noches,que uno de sus camaradas lo encontrase, en elejercicio de su sacerdocio, llevando ligeramentepor el brazo a una compañera morena o rubia.Por lo general, la pequeña reía con todo el ros-

9

tro, en tanto Karsky hacía un gesto de lo másserio, que parecía significar: «¡Infatigable al ser-vicio de la humanidad!». Pero cuando se conta-ba que tal o cual miembro de la amable pandillaera «atrapado» y se veía obligado a casarse,nuestro profesor ambulante y aureolado deéxito encogía sus anchos hombros eslavos ydejaba caer con desdén: «¡Sí, sí! ¡Nuestro Señortiene extraños huéspedes!». Pero lo más extraño,en Vinzenz Viktor Karsky, es que había algo ensu vida de lo que ninguno de sus amigos másíntimos sabía nada. Se lo callaba a sí mismo;porque no había hallado nombre para eso; y sinembargo, pensaba en ello, en verano, cuandoiba a la puesta del sol, solitario, por un caminoblanco; o en invierno, cuando el viento da vuel-tas en la chimenea de su salita, y densos monto-nes de copos de nieve asaltaban sus ventanas,

10

remendadas con papel adherido; o también enla pequeña sala crepuscular del albergue, en elcírculo de amigos. Entonces su vaso permanecíaintacto. Contemplaba fijamente delante de él,como deslumbrado, o como se mira un fuegolejano, y sus manos blancas se juntaban invo-luntariamente. Se hubiera dicho que le había lle-gado alguna plegaria, por azar, así como lleganla risa o el bostezo.

Cuando la primavera hace su entrada en unapequeña ciudad, ¡qué fiesta se organiza! Semejan-tes a los brotes en su reprimida premura, losniños de cabezas doradas se empujan fuera delas habitaciones de aire pesado, y se van remoli-neando por la campiña, como llevados por el alo-cado viento tibio que tironea sus cabellos y susdelantales y arroja sobre ellos las primeras floresde los cerezos. Gozosos como si volvieran a

11

encontrar, después de una larga enfermedad, unviejo juguete del que hubieran estado muchotiempo privados, reconocen todas las cosas, salu-dan a cada árbol, a cada breña, y se hacen contarpor los arroyos jubilosos lo acaecido durantetodo ese tiempo. Qué enajenamiento correr através de la primera ladera verde, que cosquilleatímida y tiernamente los pequeños pies desnu-dos, brincar en persecución de las primerasmariposas que huyen dando grandes zig-zagsenloquecidos por encima de las magras breñasde saúco y se pierden en el infinito azul pálido.Por todas partes la vida se agita. Bajo el sobra-dillo, sobre los hilos telegráficos que rojean, yhasta sobre el campanario, muy cerca de la viejacampana gruñona, las golondrinas realizan suscitas. Los niños miran con sus grandes ojosasombrados los pájaros migradores que vuelven

12

a hallar su amado viejo nido; y el padre retira delos rosales sus mantos de paja, y la madre, depequeñas impaciencias, sus calientes franelas.Los viejos también cruzan su umbral con pasotemeroso, se frotan las manos arrugadas, par-padean en la luz chorreante. Se llaman el uno alotro: «¡Pequeño viejo!», y no quieren dejar verque están conmovidos y dichosos. Pero sus ojoslos traicionan, y ambos agradecen en su cora-zón: ¡todavía una primavera! En un día semejan-te, pasearse sin una flor en la mano es un pecado,pensaba el estudiante Karsky. Por eso blandíauna rama perfumada, como si le hubieran en-cargado hacer propaganda a la primavera. Conpaso liviano y rápido, como para huir lo máspronto del aire frío del ancho pórtico oscuro,iba a lo largo de la vieja calle gris de casas contejado, saludando al posadero sonriente y obeso

13

que se hacía el importante delante de la anchaentrada de su establecimiento, y a los niños que,sobre el mediodía, se lanzaban fuera de la estre-cha sala de la escuela. Iban primero juiciosa-mente, de a dos, pero a veinte pasos de la salidael enjambre reventaba en innumerables parce-las, y el estudiante pensaba en esos cohetes que,muy alto en el cielo, se resuelven en estrellas y enbolas de luces.

Con una sonrisa en los labios y un canto enel alma, se apresuraba hacia ese barrio exteriorde la pequeña ciudad donde convivían casas deapariencia campesina y confortable y villas nue-vas rodeadas de jardincillos. Delante de una delas últimas casas admiró una olmeda sobre cuyosramajes corría ya un estremecimiento de verdor,como un presentimiento del esplendor próxi-mo. Dos cerezos florecidos hacían de la entrada

14

un arco de triunfo, en honor de la primavera, ylas flores rosa pálido inscribían allí una lumino-sa bienvenida.

De pronto Karsky se detuvo, como heridode estupor: en medio de la floración, veía dosojos azules profundos, que soñaban, perdidosen la lejanía, con una beatitud tranquila y volup-tuosa. Al principio sólo advirtió esos dos ojos, yfue como si el cielo mismo lo mirara a través delos arboles en flor. Se acercó, maravillado. Unapálida muchacha rubia estaba acurrucada enun sillón; sus blancas manos que parecían asiralgo invisible se levantaban claras y transparen-tes por encima de una manta verde oscuro, queenvolvía sus rodillas y sus pies. Sus labios erande un rojo tierno de flor apenas despuntada, yuna leve sonrisa los asoleaba. Así sonríe el niñodormido, la noche de Navidad, con su nuevo

15

juguete apretado entre los brazos. El rostro páli-do y transfigurado era tan bello que el estudian-te recordó de pronto viejos cuentos en los cua-les desde hacía mucho, mucho tiempo, no habíapensado más. Y se detuvo, involuntariamente,como se hubiera detenido ante una madona alborde del camino, invadido por ese sentimientode gran reconocimiento solar y de íntima fide-lidad que sumerge a veces a aquel que ha olvi-dado la plegaria. Entonces su mirada encontróla de la muchacha. Se contemplaron, los ojos enlos ojos, con una comprensión dichosa. Y conun gesto medio inconsciente, el estudiante arro-jó por encima de la cerca la verde rama floridaque tenía en la mano, y que vino a posarse conun dulce estremecimiento en el regazo de la páli-da niña. Las blancas y delgadas manos asieroncon tierna prisa la flecha fragante, y Karsky reci-

16

bió el luminoso agredecimiento de los ojosmágicos, no sin una medrosa voluptuosidad.Luego se fue a través de los campos. Tan pron-to volvió a encontrarse en espacio libre, bajo elalto cielo solemne y silencioso, advirtió que can-taba. Era una canción antigua, feliz.

A menudo he deseado —pensaba el estu-diante Vinzenz Viktor Karsky— haber estadoenfermo durante todo un largo invierno, y regre-sar lentamente, poco a poco, a la vida, con la pri-mavera. Estar sentado ante mi puerta, lleno deasombro en los ojos, conmovido por un agra-decimiento infantil hacia el sol y la existencia.Y todo el mundo, entonces, se muestra muyamable y amistoso, la madre viene a cada mo-mento para besar la frente del convaleciente, ylas hermanas juegan alrededor y cantan hasta elcrepúsculo.

17

Pensaba en esas cosas porque la imagen dela rubia y enfermiza Elena volvía sin cesar a surecuerdo, tendida bajo los pesados cerezos enflor y soñando extraños sueños. A menudo aban-donaba bruscamente su trabajo y corría hacia lasilenciosa y pálida muchacha.

Dos seres que viven la misma dicha se en-cuentran rápidamente. La joven enferma y Viktorse embriagaban de aire fresco y perfumes prima-verales, y sus almas resonaban con igual júbilo.Él se sentaba al lado de la rubia niña y le relata-ba mil historias, con su voz suave y acariciado-ra. Lo que decía entonces le parecía extraño ynuevo, y espiaba con arrobado asombro suspropias palabras puras y perfectas, como unarevelación. Debía ser algo verdaderamente gran-de lo que anunciaba; porque la madre de Elena—mujer de cabellos blancos y que debió oír

18

muchas cosas en el mundo— lo escuchaba confrecuencia, discreta y pensativa, y había dichocierta vez con una sonrisa imperceptible: «Debe-ríais ser poeta, señor Karsky».

Sin embargo, los compañeros meneaban lacabeza con aire cuidadoso. Vinzenz ViktorKarsky sólo rara vez iba a su círculo; y cuandoiba, callaba, no escuchaba las chanzas ni laspreguntas, y se contentaba con sonreír miste-riosamente, al resplandor de la lámpara, comosi espiara un canto lejano y amado. No hablabani siquiera de literatura, no leía nada ya, y cuan-do intentaban malhadadamente arrancarlo a suensoñación, rezongaba con brusquedad: «¡Os loruego! ¡El Señor tiene verdaderamente huéspe-des extraños!».

Todos los estudiantes estaban de acuerdo enconsiderar que el buen Karsky pertenecía ahora

19

a la especie más extraña de esos «huéspedes». Yano hacía sentir su virtuosa superioridad, y pri-vaba a las muchachas de su humanitaria ense-ñanza. Era para todos un enigma. Cuando, denoche, se le encontraba por las calles, estaba solo,no miraban a derecha ni a izquierda, y parecíapreocupado por disminuir el resplandor extra-ñamente dichoso de sus ojos, e ir a ocultarlo conla mayor prisa a su pequeña habitación solitaria,lejos del mundo.

—¡Qué hermoso nombre llevas, Elena!—susurraba Karsky, con voz circunspecta,como si confiara un misterio a la muchacha.

Elena sonreía:—Mi tío me lo reprocha siempre. Piensa

que sólo princesas o reinas debieran llamarse así.—¡Pero tú también eres una reina! ¿No ves

que llevas una corona de oro puro? Tus manos

20

son como lirios, y creo que Dios debió decidir-se a romper un poco de su cielo para hacer tusojos.

—¡Sentimental! —decía la muchacha, conuna mirada agradecida.

—¡Así es como quisiera poder pintarte!—suspiraba el estudiante.

Luego callaban. Sus manos se juntaban invo-luntariamente, y tenían la sensación de que unaforma descendía sobre ellos, llegada desde eljardín atento, dios o hada. Una espera dichosacolmaba sus almas. Sus ávidas miradas se encon-traban como dos mariposas enamoradas, y seabrazaban. Luego Karsky hablaba, y su voz erasemejante al rumor lejano de los álamos:

—Todo esto es como un ensueño. Tú mehas hechizado. Con esa rama florida, yo mismome he dado a ti. Todo está cambiado. Hay tanta

21

luz en mí. Ya no sé lo que era antes. No sientoya ningún dolor, ninguna inquietud, no, ni siquie-ra un deseo en mí. Así imagino siempre la beati-tud, lo que está más allá de la tumba...

—¿Tienes miedo de morir?—¿De morir? ¡Sí! Pero no de la muerte.Elena llevó dulcemente su mano pálida a su

frente. La sintió muy fría.—Ven, entremos —aconsejó él con ternura.—No siento mucho frío, y la primavera es

tan bella.Elena pronunció estas palabras con una

íntima nostalgia. Su voz tenía la resonancia deun canto.

Los cerezos ya no estaban en flor, y Elenase encontraba sentada un poco más lejos, en lasombra más densa y más fresca de la alameda.Vinzenz Viktor Karsky había ido a despedirse.

22

Iba a pasar las vacaciones de verano a orillas deun lago lejano, en el Salzkammergut, junto a susviejos padres. Hablaban como siempre de cosasdiversas, de ensueños y de recuerdos. Pero nopensaban en el porvenir. El rostro menudo deElena estaba más pálido que de costumbre, susojos eran más grandes y más profundos, y susmanos temblaban a veces, débilmente, bajo lamanta verde oscuro. Y cuando el estudiante selevantó y tomó esas dos manos entre las suyas,con precaución, como se toma un objeto frágil,Elena murmuró:

—Bésame…El joven se inclinó y rozó con sus labios

fríos y sin deseo la frente y la boca de la enfer-ma. Como una bendición, bebió el cálido per-fume de esa casta boca, y en ese instante le vol-vió un recuerdo de su lejana infancia: su madre

23

levantándolo hacia una madona milagrosa. Sefue entonces, fortificado, sin dolor, por la ala-meda crepuscular. Se dio la vuelta una vez más,hizo una señal a la niña que lo contemplaba conuna sonrisa cansina; luego le arrojó una tiernarosa por encima de la cerca. Elena tendió lamano para asirla, con una pasión dichosa.

Pero la flor roja cayó a sus pies. La jovenenferma se inclinó con esfuerzo, tomó la rosaentre sus manos unidas y apretó sus labios sobresus tiernos pétalos sedosos. Karsky no habíavisto nada. Con las manos juntas, marchabaentre el resplandor veraniego. Cuando estuvo ensu habitación silenciosa, se echó en su viejo sillóny contempló, afuera, el sol. Las moscas bordo-neaban detrás de las cortinas de tul, una tiernayema había brotado en el alféizar de la venta-na. Y de súbito sobrevino en el espíritu del estu-

24

diante la idea de que ella no le había dicho hastaluego.

Quemado por el sol, Vinzenz ViktorKarsky había regresado de sus vacaciones.Marchaba con paso maquinal por las calles deviejas casas de tejado, sin ver los frontispiciosque la luz otoñal volvía violáceos. Era la prime-ra vez que tomaba ese camino desde su retorno,y sin embargo se hubiera dicho que era su tra-yecto cotidiano. Franqueó la alta verja del apa-cible cementerio y, aún allí, prosiguió su caminoentre los montículos de tierra y las bóvedascomo si estuviera seguro de su propósito. Sedetuvo delante de una tumba cubierta de cés-ped, y leyó sobre la sencilla cruz: Elena. Habíasentido que allí era donde debía ir para encon-trarla nuevamente. Una sonrisa de dolor temblóen la comisura de sus labios. Repentinamente,

25

pensó: «¡Qué avara ha sido su madre!». Sobre latumba de la muchacha, entre marchitas rosas,no había más que una corona de alambre y deflores de mal gusto. El estudiante fue a buscaralgunas rosas, se arrodilló, y recubrió el mezqui-no alambre con frescos pétalos, hasta que no sevio ya el metal. Luego se fue, con el corazónclaro como ese anochecer rojo de precoz otoño,solemnemente expandido sobre los techos. Unahora más tarde, Karsky estaba sentado a la mesadel círculo. Sus viejos compañeros se apretabanalrededor de él, y para responder a su bullan-guero deseo, relató su viaje veraniego.Hablando de sus correrías por los Alpes, volvíaa encontrar su antigua superioridad. Bebían suspalabras.

—Dinos, pues —dijo uno de los amigos—:¿qué tenías antes de las vacaciones? Estabas...

26

cómo decirlo... Vamos, anda, ¡sácanos de esto!Vinzenz Viktor Karsky replicó, con una sonrisadistraída:

—¡Ah! ¡Nuestro Señor...! —¡... Tiene extraños huéspedes!... —com-

pletaron a coro los amigos—. ¡Lo sabíamos ya!Después de algunos momentos, como

nadie esperaba respuesta, agregó, con muchaseriedad:

—Creedme, todo depende de esto: habertenido, una vez en la vida, una primavera sagra-da que colme el corazón de tanta luz que bastepara transfigurar todos los días venideros.

Todos estaban tendidos hacia él, como siesperaran algo más. Pero Karsky calló, brillán-dole los ojos.

Nadie lo había comprendido, y sin embar-go sobre todos ellos flotaba como un encanto

27

misterioso. Hasta que el más joven vació su vasode un trago, dejándolo ruidosamente sobre lamesa y exclamó:

—¡Creo que os ponéis sentimentales, ami-guitos! ¡De pie! Os invito a todos a mi casa. Esmás confortable que esta sala de albergue, y ade-más tal vez lleguen algunas muchachas. ¿Vienestú también? —dijo, vuelto hacia Karsky.

—¡Naturalmente! —dijo alegrementeVinzenz Viktor, y vació con lentitud su vaso.

28