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goya 345 · año 2013 350 ocupan los extremos pegados al muro, o serpentean caminos dentro del jardín. Una generosa porción de césped ocupa un lugar destacado, alguna sombra provee de frescor bajo la que charlar –una de sus aficiones predilectas–, la parte del huer- to donde cosechar verduras y legumbres, los árboles frutales... una Arcadia desprovista de formalidad y de elementos gran- dilocuentes, un lugar para el reposo, el juego, el cultivo de la amistad... el escenario perfecto para aislarse del mundo y re- crear paraísos personales. ¿qué y quién era bloomsbury Pero, ¿qué y quién era Bloomsbury? En palabras de Quentin Bell: “No poseía nada parecido a un carnet de asociado, ni re- glas, ni dirigentes; a duras penas se puede decir que tuviese ideas comunes en relación con el arte, la literatura o la política, y a pesar de tener una actitud común respecto a la vida y con- tar con el vínculo de la amistad, Bloomsbury era un cuerpo tan amorfo como puede serlo un grupo de amigos” 1 . A pesar de que fueron muchos los que transitaron de una for- ma más o menos permanente por la órbita de Bloomsbury, y que unos historiadores incluirán a algunas figuras y excluirán a otras, los personajes centrales fueron Virginia y Leonard Woolf, Vanessa y Clive Bell, Lytton Strachey, Dora Carrington, Roger Fry, Duncan Grant, David Garnett, Saxon Sydney-Turner, Ralph y Francis Partridge, E. M. Forster y Maynard Keynes. Sus vidas fueron, en muchos momentos, vividas en común, a través de los hogares que compartieron en Londres, en el campo inglés y en el extranjero. Fueron pintores, escritores, críticos de arte, edi- tores, ensayistas, intelectuales, artistas con mayúsculas, que se incorporaron a la vanguardia del momento, y estuvieron con- vencidos de que había que barrer los sofocantes convencionalis- mos heredados de la época victoriana y vivir de acuerdo con sus propios ideales. Sus vidas fueron bastante heterodoxas, incluso para los pa- rámetros de hoy. Así, el matrimonio de Virginia Woolf era lo bastante amplio para acomodar la pasión que sentía por Vita Sackville-West, sus arranques de locura y el trabajo en la editorial Hogarth, que publicó la mayoría de los libros del grupo. Vivieron y amaron juntos de una forma peculiar, que introducción Places explain people” –“los lugares explican a la gente”–, dijo una vez David Garnett, y esta afirmación tan simple podría ser el punto de partida para hablar de un heterogéneo grupo de escritores, ensayistas, pintores, artistas en general, que se juntaron durante la primera mitad del siglo XX y recibieron el nombre del barrio londinense en el que inicialmente habitaron: Bloomsbury. Enlazar las vidas, la literatura, la pintura, el arte en general, con los jardines y casas donde residieron es relativamente sencillo, debido a la íntima relación que existió entre ambos factores, entre el devenir vital y los espacios que le sirvieron de marco. Pintaban y escribían sobre lo que vivían, y vivían lo que escri- bían y pintaban. Recorrer los hogares que los Bloomsbury dejaron de habitar no hace mucho tiempo, sigue transmitiendo la atmósfera y el am- biente en los que fueron concebidos. Se dieron cuenta de que si querían sobrevivir en un mundo hostil tenían que construir paraísos, lugares que les permitieran seguir creando, amando… viviendo, en definitiva. Al fin y al cabo, la idea del jardín que es común a todos los momentos de la historia del arte, es preci- samente ésa, la de ser algo distinto al mundo que le rodea, un recinto privado e íntimo, un lugar donde ser y estar en esencia y autenticidad. Ellos lo consiguieron a su modo y por eso los lu- gares que moraron hablan tan claro de sus vidas y de sus obras, y al propio tiempo susurran al oído de los corazones entrena- dos los secretos para seguir construyendo paraísos. Todos poseyeron a lo largo de sus vidas diferentes casas con jardín y todos hicieron de sus propiedades particulares un uso generoso y común, compartiendo sus hogares y jardines, inven- tando el coleccionismo mancomunado. Algunos de aquellos lu- gares han desaparecido, pero aún pueden visitarse otros, como Charleston, Monk´s House o Sissinghurst, y revivir sus particu- lares visiones del Edén. Los jardines eran elementos indisociables del hogar, destina- dos, sobre todo, al confort de sus habitantes e invitados. De di- seño sencillo, con algún elemento formal, los bordes de flores Gardens FROM Spain · ignacio somovilla · Tout est possible: Bloomsbury, tener para compartir, compartir para vivir

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ocupan los extremos pegados al muro, o serpentean caminos dentro del jardín. Una generosa porción de césped ocupa un lugar destacado, alguna sombra provee de frescor bajo la que charlar –una de sus aficiones predilectas–, la parte del huer-to donde cosechar verduras y legumbres, los árboles frutales... una Arcadia desprovista de formalidad y de elementos gran-dilocuentes, un lugar para el reposo, el juego, el cultivo de la amistad... el escenario perfecto para aislarse del mundo y re-crear paraísos personales.

¿qué y quién era bloomsburyPero, ¿qué y quién era Bloomsbury? En palabras de Quentin Bell: “No poseía nada parecido a un carnet de asociado, ni re-glas, ni dirigentes; a duras penas se puede decir que tuviese ideas comunes en relación con el arte, la literatura o la política, y a pesar de tener una actitud común respecto a la vida y con-tar con el vínculo de la amistad, Bloomsbury era un cuerpo tan amorfo como puede serlo un grupo de amigos”1.

A pesar de que fueron muchos los que transitaron de una for-ma más o menos permanente por la órbita de Bloomsbury, y que unos historiadores incluirán a algunas figuras y excluirán a otras, los personajes centrales fueron Virginia y Leonard Woolf, Vanessa y Clive Bell, Lytton Strachey, Dora Carrington, Roger Fry, Duncan Grant, David Garnett, Saxon Sydney-Turner, Ralph y Francis Partridge, E. M. Forster y Maynard Keynes. Sus vidas fueron, en muchos momentos, vividas en común, a través de los hogares que compartieron en Londres, en el campo inglés y en el extranjero. Fueron pintores, escritores, críticos de arte, edi-tores, ensayistas, intelectuales, artistas con mayúsculas, que se incorporaron a la vanguardia del momento, y estuvieron con-vencidos de que había que barrer los sofocantes convencionalis-mos heredados de la época victoriana y vivir de acuerdo con sus propios ideales.

Sus vidas fueron bastante heterodoxas, incluso para los pa-rámetros de hoy. Así, el matrimonio de Virginia Woolf era lo bastante amplio para acomodar la pasión que sentía por Vita Sackville-West, sus arranques de locura y el trabajo en la editorial Hogarth, que publicó la mayoría de los libros del grupo. Vivieron y amaron juntos de una forma peculiar, que

introducción“Places explain people” –“los lugares explican a la gente”–, dijo una vez David Garnett, y esta afirmación tan simple podría ser el punto de partida para hablar de un heterogéneo grupo de escritores, ensayistas, pintores, artistas en general, que se juntaron durante la primera mitad del siglo XX y recibieron el nombre del barrio londinense en el que inicialmente habitaron: Bloomsbury.

Enlazar las vidas, la literatura, la pintura, el arte en general, con los jardines y casas donde residieron es relativamente sencillo, debido a la íntima relación que existió entre ambos factores, entre el devenir vital y los espacios que le sirvieron de marco. Pintaban y escribían sobre lo que vivían, y vivían lo que escri-bían y pintaban.

Recorrer los hogares que los Bloomsbury dejaron de habitar no hace mucho tiempo, sigue transmitiendo la atmósfera y el am-biente en los que fueron concebidos. Se dieron cuenta de que si querían sobrevivir en un mundo hostil tenían que construir paraísos, lugares que les permitieran seguir creando, amando… viviendo, en definitiva. Al fin y al cabo, la idea del jardín que es común a todos los momentos de la historia del arte, es preci-samente ésa, la de ser algo distinto al mundo que le rodea, un recinto privado e íntimo, un lugar donde ser y estar en esencia y autenticidad. Ellos lo consiguieron a su modo y por eso los lu-gares que moraron hablan tan claro de sus vidas y de sus obras, y al propio tiempo susurran al oído de los corazones entrena-dos los secretos para seguir construyendo paraísos.

Todos poseyeron a lo largo de sus vidas diferentes casas con jardín y todos hicieron de sus propiedades particulares un uso generoso y común, compartiendo sus hogares y jardines, inven-tando el coleccionismo mancomunado. Algunos de aquellos lu-gares han desaparecido, pero aún pueden visitarse otros, como Charleston, Monk´s House o Sissinghurst, y revivir sus particu-lares visiones del Edén.

Los jardines eran elementos indisociables del hogar, destina-dos, sobre todo, al confort de sus habitantes e invitados. De di-seño sencillo, con algún elemento formal, los bordes de flores

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permitía los ménage à trois. Duncan Grant fue el padre de la tercera hija de Vanessa Bell, concebida mientras vivía con ella y su amante David Garnett, quien más tarde se casaría con la hija de aquel, Angelica, cuando ella tenía veinticinco años y él cincuenta. Lytton Strachey encontró la versión de la felici-dad doméstica cuando vivía con Dora Carrington y su marido Ralph Partridge, de quien Lytton estaba enamorado. Maynard Keynes, que había sido amante de Lytton y de Duncan Grant, casi rompió el delicado equilibrio al casarse con la bailarina rusa Lydia Lopokova.

Frances Partridge, que vivía entre ellos y llegó a conocerlos bien, los definió de la siguiente certera forma: “No eran un gru-po, sino un número de diferentes individualidades que com-partían ciertas posturas sobre la vida y además eran amigos o amantes. Decir que eran anti-convencionales sugeriría una ruptura deliberada de las reglas, y lo que estaban era nada inte-resados en los convencionalismos y sí apasionados en las ideas. Generalizando, se podría decir que eran de izquierdas, ateos y pacifistas durante la Primera Guerra Mundial –pero sólo unos pocos durante la Segunda–, amantes de las artes y los viajes, ávidos lectores y francófilos. Además de ocupaciones varias como escritores, pintores, economistas, que realizaron con en-trega, lo que más les gustaba era la conversación, conversación de todo tipo, desde la cuestión más abstracta a la más hilarante-mente obscena y profana”2.

El marco sociocultural en el que transcurre la vida de los prota-gonistas de esta historia es la Inglaterra recién salida del largo

reinado de la reina Victoria, pero cuya influencia en los valores morales y sociales aún se dejaría sentir durante muchos años. Bajo el reinado de su hijo Eduardo VII, el país seguirá siendo el imperio colonial del mundo, una nación altamente industriali-zada y muy rica, con todos los contrastes sociales y económicos que ello conlleva.

jardines en la inglaterra del cambio de sigloAntes de acercarnos a los jardines de los Bloomsbury, exami-nemos brevemente el panorama jardinero de la Inglaterra de la época. Los excesos y a veces extravagancia del periodo vic-toriano, con sus alfombras de flores, mosaicultura y sobrevalo-rado eclecticismo, produjo una fuerte reacción en contra. Wi-lliam Robinson publicó, entre otros libros, El jardín natural, en el que propugnaba que el jardín debía propiciar el desarrollo natural y el respeto por el color, la forma, el follaje y los modos de crecimiento de las plantas. Su insistencia en la informalidad –plantas autóctonas y exóticas mezcladas, masas de bulbos cre-ciendo entre la hierba…–, su discreto uso del color, su concepto de la plantación permanente como alternativa al sistema de al-fombras de flores, marcan el comienzo del jardín tal y como hoy le conocemos. Su concepción naturalista se unió a la creciente posibilidad de nuevas plantas venidas de lejos; la intención de Robinson era dejar a cada persona que creara un jardín basán-dose en su imaginación personal y en la capacidad de crear la propia idea de lo natural.

Al mismo tiempo se desarrollaba una batalla entre los concep-tos “natural” y “formal”, este último reforzado por el gusto del

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1 Plaza en el barrio de Bloomsbury, Londres (acuarela de Jorge Bayo).

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neorrenacimiento italiano, con las figuras de Henri y Achille Duchène a la cabeza.

Robinson había conseguido “enfriar” los excesos previos y ha-bía preparado el terreno para la aparición de un personaje cla-ve en la jardinería de finales del siglo XIX y principios del XX. Gertrude Jekyll fue la diseñadora de jardines más influyente de Inglaterra antes de la Segunda Guerra Mundial. Amiga de Robinson, en 1889 conoció al joven arquitecto y diseñador de jardines Edwin Lutyens, y se hicieron amigos y colaborado-res. Impulsada por su relación con el arquitecto, concentró su talento en repensar la aproximación naturalista dentro de un marco más formal. A pesar de seguir los preceptos de Ro-binson –como el uso de árboles autóctonos para mantener la relación entre el jardín y el paisaje que lo rodeaba–, su calcu-lada informalidad se juntaba con la estricta geometría de los diseños de Lutyens.

Gracias a Gertrude Jekyll, los bordes alineados a muros de dis-tintas plantas y flores de muchos colores ganaron enorme po-pularidad en los jardines del último periodo victoriano y de la era eduardiana. Influenciada por las teorías del químico fran-cés y director de la fábrica de tapices gobelinos, Michel Che-

vreul –quien inventó ruedas de color para establecer colores complementarios y formular el sistema de contrastes simultá-neos–, desarrolló plantaciones de un solo color así como esque-mas basados en secuencias graduadas de colores fríos y cálidos. Una casa hecha por Lutyens con un jardín de Jekyll permane-cen como todo un símbolo de la época.

la construcción del paraíso: de cambridge al barrio de bloomsburyRecorriendo los lugares que habitaron los diversos integrantes de Bloomsbury se hace palpable la idea que tenían del jardín y la casa, así como de su capital importancia (fig. 1). Sus infancias habían transcurrido en grandes casas del centro londinense, gobernadas por una estricta moral victoriana, oscuras y maci-zas, como la de Lytton Strachey, quien creía que la imponente mansión había ejercido una influencia decisiva en él:

Su tamaño era sin duda lo más claramente destacable; pero no era

sólo el tamaño, sino la desproporción, unas dimensiones patológicas;

era una casa que padecía elefantiasis. […] Así era inevitable que el rasgo más característico de la casa –su centro, su resumen, su alma,

por así decirlo– fuera la estancia en que normalmente se reunían los miembros de la familia: el salón. Entrar en esa espaciosa sala, mirar a

través de sus brumosas dimensiones mal iluminadas por lámparas de gas… era como hallar la solución al enigma de la época victoriana3.

Igual sucedía con las hermanas Stephen. Vanessa y Virginia vi-vían con el resto de sus hermanos y hermanastros y con su pa-dre viudo en una casa enorme, en el número 22 del Hyde Gate Park, que Virginia encontraba alta y claustrofóbica, a punto de reventar de familiares y criados, y que se fue ampliando de forma caótica según aumentaban las necesidades de la familia. “Oscuridad y silencio me parecen que fueron las características principales de la casa en Hyde Park Gate”4, escribió Vanessa. Para Virginia, “el lugar parecía enredado y apelmazado con las emociones”, “las inquietudes suprimidas detrás de las negras puertas de la sala de estar”5.

Este ambiente sombrío tenía su paréntesis durante los tres meses de verano que la familia Stephen pasaba en St. Ives en Cornualles. Talland House era un lugar luminoso en el que las

2 Ham Spray House (acuarela de Jorge Bayo).

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rígidas costumbres también tomaban un descanso, y donde se relajaban los rigores victorianos de la casa londinense.

Los recuerdos más dulces siempre vuelven a los veranos que

pasábamos en Cornualles, en especial los trece veranos entre 1882 y

1894 en St. Ives, en Talland House. La casa estaba fuera del pueblo,

en la colina; una casa cuadrada, como las casas que dibujan los

niños, sólo notable por su plana techumbre y la baranda, cruzada

por barras de madera que rodeaban la techumbre. La casa ofrecía

una vista perfecta. Descendiendo por la colina, tenía reducidas

zonas con césped, rodeadas de densos arbustos de escalonia,

cuyas hojas arrancábamos, estrujábamos y olíamos; tenía tantas

zonas de césped y tantos rincones que cada cual había recibido su

nombre propio: el jardín del café; la fuente; el campo de cricket;

el rincón del amor, debajo del invernadero; allí crecían unas

plantas parecidas al árbol del pan; el lugar de las fresas; el huerto

de la cocina; el estanque; y el árbol grande. Todos estos lugares se

encontraban juntos en un solo jardín6.

El sobrino de Virginia Woolf, Quentin Bell, nos relata en la bio-grafía que realizó sobre su tía: “Cornualles era el edén de su ju-ventud, un paraíso inolvidable, y siempre estuvo agradecida a sus padres por haberse establecido en aquel rincón. […] La vida en St. Ives era bastante desaseada y espontánea; Talland House estaba desordenada y atestada de gente. Además de la familia, había invitados: primos, tíos, sobrinos y sobrinas en grandes cantidades”7. Todos estos recuerdos aparecerán con posteriori-dad en su obra Hacia el faro.

El ambiente opresivo de la casa londinense se acabó con la muerte de Sir Leslie Stephen, cuando los hermanos Stephen se mudaron del viejo caserón familiar al 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury. “Estábamos llenos de experimentos y reformas. No tendríamos servilletas; íbamos a pintar, a tomar café después de la cena en lugar de té. Todo iba a ser nuevo, todo iba a ser diferente. Todo estaba a prueba”8.

De esta forma comenzaba un periodo en el que las hermanas intentaron combinar dos mundos: la respetabilidad heredada de cenas y bailes con la urgencia de la recientemente descu-bierta intelectualidad, que llegaba de la mano de su hermano

Thoby, quien por entonces era estudiante en Cambridge, y de su grupo de amigos.

En esta época, Cambridge asistía a una explosión extraordi-naria de brillantez filosófica. Wittengstein, Bertrand Russell o G. E. Moore eran algunos de los filósofos que frecuentaron la universidad. La gran aventura intelectual de la época estaba relacionada con la polémica de la fe y la razón. Las actitudes más valiosas no eran aquellas asociadas con el heroísmo o la santidad, sino con la contemplación de la belleza, del amor y la verdad. Los Principia Ethica de Moore fue una obra revolucio-naria que implicaba el rechazo de las convenciones, la moral y la sabiduría tradicionales. Esta combinación de método pacífi-co y objetivos revolucionarios fue una de las características que asumirá Bloomsbury como suya.

Al acabar sus estudios en Cambridge muchos se fueron a vivir a Londres y empezaron a visitar a los hermanos Stephen. Va-nessa y Virgina habían oído hablar muchísimo de los amigos de su hermano, por lo que “cuando sonaba el timbre de casa y esos increíbles compañeros entraban, Vanessa y yo estábamos emo-cionadamente excitadas. Era tarde, la habitación estaba llena de humo; pastelillos, café y whisky se esparcían por todas partes. No llevábamos satén blanco o collares de perlas, de hecho no es-tábamos vestidas como hubiera requerido la ocasión. Thoby iba a abrir la puerta y allí entraba Sydney-Turner, Bell, Strachey…”9.

El elemento esencial que había en estas reuniones –y que las hacía tan atractivas– era la sensación de libertad que reinaba en aquella casa. Los Stephen, al ser huérfanos, se habían librado de un hogar victoriano extremadamente rígido e inauguraban, a su modo, la recién adquirida libertad.

En este ambiente un poco desvencijado, pero muy cómodo, los miembros de Bloomsbury se reunían a comer y charlar. De vez en cuando escuchaban música del gramófono, jugaban al aje-drez o a otros juegos al aire libre. Pese a sus tremendas diferen-cias de opinión, en Bloomsbury se conversaba. Es más, se con-versaba de una manera razonable, se charlaba como lo pueden hacer un grupo de amigos con toda la libertad y todo el afecto que permite la amistad. Bloomsbury creía en la discusión pa-

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cífica y racional, creía en la dialéctica como forma de conoci-miento y de controversia.

“Dudo que haya existido otro grupo tan radical en su rechazo a los tabúes sexuales; hasta entonces no había habido una aven-tura moral de esta especie, en la que las mujeres se hallaban en un plano absolutamente igual al de los hombres. Bloomsbury era feminista, en el sentido de que era, por una parte libertario, y por la otra, desafiante a la moral de una sociedad que veía en el hombre el fundamento del poder y la autoridad; desafiaba igualmente el entero edificio moral sobre el que ese poder se basaba”10. Así se expresa Quentin Bell.

Sin embargo, la muerte de Thoby Stephen en 1906 tras un via-je a Grecia, ejerció sobre Bloomsbury una influencia difícil de calcular; su carácter extrovertido y lleno de energía supuso una dura pérdida, especialmente para las hermanas Stephen. Al año siguiente, en 1907, Vanessa Stephen se prometió a Clive Bell, y ello proporcionó dos centros en lugar de uno solo, pues los Bell se quedaron en el 46 de Gordon Square, en tanto que Virginia y Adrian –el hermano pequeño– se mudaron al 29 de Fitzroy Square. Vanessa creó el “Club del viernes” y Virginia

siguió con sus reuniones de los jueves. Fue allí donde intimaron con el pintor Duncan Grant, ya que él tenía su estudio en el nú-mero 21 del mismo lado de la plaza.

En estos encuentros empezó a aparecer Lady Ottoline Morrell y su marido Philip, un diputado liberal, que no vivían lejos de allí, en Bedford Square. Ella era una mujer con un gusto espe-cial por la ropa de fuertes colores, un estilo de vida lujoso y un característico perfil. Su horror por la mediocridad y su amor por la vida exquisita, rodeada de intelectuales y gente intere-sante, le hizo ser un personaje muy divertido entre aquellos a quienes gustaba entretener. Poseía un alto sentido de lo teatral y siempre estaba llena de grandiosas ideas; era una acérrima enemiga de los convencionalismos y partidaria de romper las barreras impuestas por el mundo.

A Ottoline le encantaba llenar los grandes salones de su casa con escritores, artistas y políticos. Allí, rodeados por modernos cua-dros y grandes cantidades de flores, se bailaba, escuchaba música y conversaba. Pronto empezaron a moverse en los mismos círculos. A pesar de que no poseía tanto dinero como la gente le suponía, siempre estaba dispuesta a ayudar a jóvenes artistas y escritores.

Lady Ottoline “recibía” también en el campo, en Garsington Manor, una hermosa mansión de estilo Tudor, en medio de una gran finca y un hermoso jardín. A partir de 1915, fecha en la que los Morrell adquirieron la propiedad, empezaron las obras de remodelación. Los suelos y paredes de madera originales fue-ron pintados en colores grises azulados, verdiazules, rojos in-tensos. El histórico interior había sido tomado por “una mag-nificencia casi oriental”. Cojines multicolores, cortinas de seda, alfombras Omega acompañaban el espléndido mobiliario del siglo XVIII, y en las paredes colgaban obras de Duncan Grant, Henry Lamb, Stanley Spencer y otros pintores de la moderni-dad. Lady Ottoline quería que aquello fuera un “teatro”, y que casa y jardines proporcionaran los escenarios adecuados. A partir de 1917 los Bloomsbury comenzaron a ser asiduos convi-dados. El lugar era tan exagerado que generaba contrapuestas opiniones. Así, para Vanessa destilaba gran energía y “definiti-vamente, un gusto pésimo”, mientras que Lytton la describía como “una creación casi parecida a una obra de arte”.

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3 Fachada principal de Charleston (acuarela de Jorge Bayo).

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La casa estaba orientada hacia el sur y los jardines habían sido creados por Ottoline en umbríos pasillos hechos de muros de tejo y boj, una avenida de tilos y cipreses, y macizos de coloridas flores. El modesto estanque se convirtió en un pequeño lago “a la italiana”, rematado por un templete y esculturas clásicas traídas de Italia. El efecto del conjunto era impresionante, pero casi no podía superar a la figura de la propia Ottoline.

Este paraíso –especialmente durante el tiempo de la guerra– de pic-nics, paseos, charlas, representaciones de teatro, jue-gos en el jardín… acabó cuando en 1928 los Morrell dejaron Garsington debido al dinero perdido en la granja, que no les permitía continuar con ese lujoso estilo de vida. Además, la primitiva alegría también se había desvanecido; Ottoline se sentía traicionada por el hecho de que algunos de sus antiguos invitados habían pagado su extremadamente generosa hospi-talidad retratándola de manera ridícula y criticando su estilo de vida en algunas de sus novelas, como sucedió con Aldous Huxley y D. H. Lawrence.

Pero volvamos a 1911, Virginia y su hermano se mudaron de nuevo, seguían en el barrio, pero esta vez en el 38 de Brunswick Square. Los planes de Virginia escandalizaban a su familia ya que pensaba compartir la casa con algunos de sus amigos, to-dos ellos hombres. Este experimento de “vida en común” fue el punto de partida de una práctica que luego se hizo habitual en las casas de los Bloomsbury. Los integrantes de la nueva familia que Virginia estaba construyendo se fueron a vivir con ella y con su hermano, entre ellos, el luego mítico economista May-nard Keynes y su novio, Duncan Grant. Completaba el elenco uno de los mejores amigos de Thoby, Leonard Woolf.

Desde un principio, en esta nueva residencia la actividad so-cial era tan intensa como en los previos domicilios. Las visitas eran continuas y las reuniones y fiestas sucedían a cualquier hora del día o de la noche y había un continuo ir y venir entre la casa de Vanessa y la de Virginia. En las tardes de verano solían solazarse en el jardín trasero que daba a un viejo ce-menterio o, si el tiempo no acompañaba, en alguna de las ha-bitaciones que habían sido decoradas con murales pintados por Duncan Grant.

Las plazas que habitaron los Bloomsbury –Gordon, Bedford, Tavistock, Fitzroy y Mecklenburgh– todavía miran hoy a espa-cios ajardinados llenos de árboles que sombrean generosas pie-zas de césped inglés, y retienen una parte del sabor de la época en la que fueron el escenario de los encuentros de los artistas que dieron fama al barrio.

roger fry y los talleres omegaRoger Fry era mayor que el resto de los Bloomsbury y se incor-poró más tarde al grupo, pero con tal energía y entusiasmo que

4 Escultura en el jardín de Charleston (acuarela de Jorge Bayo).

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rápidamente llegó a ser una pieza fundamental. En 1910 Fry, que se había convertido en feroz entusiasta de Cézanne y de los jóve-nes artistas franceses, tomó a su cargo la galería Grafton y pro-porcionó al público londinense su primera degustación de pin-tores postimpresionistas. El efecto fue un gran escándalo y una explosión de ira pública que hizo de Fry el hombre más odiado del mundo artístico de Londres. La Inglaterra post-victoriana se había quedado al margen de las vanguardias, lo que explica la airada reacción. A pesar de ello no se desanimó y decidió que se debía hacer algo a favor de los artistas jóvenes sin recursos; si no podían vender cuadros, al menos podrían decorar muebles, y cuan espléndido resultaría si un estilo capaz de aplicaciones de-corativas como el postimpresionismo pudiera instalarse en algu-nos hogares británicos. Había una pequeña parte de la sociedad que comenzaba a mirar con curiosidad y con cierta benevolencia las innovaciones estéticas de la época. El momento parecía pro-picio y Fry fundó los Talleres Omega en julio de 1913. Numerosos artistas –entre ellos Vanessa Bell y Duncan Grant– participaron de la experiencia: Wyndham Lewis, Nina Hamnett, Simon Bussy o Paul Nash, entre otros. Se produjeron telas, cerámicas, alfom-bras, muebles pintados y se realizaron proyectos para casas y ne-gocios, así como varias exposiciones. Sin inventar un estilo real-mente propio –sus trabajos combinan influencias del cubismo, futurismo, abstracción, expresionismo…– confirieron a sus obras un sello personal. Aunque el experimento acabó pocos años des-pués sin haber supuesto un buen negocio –su coincidencia con la Primera Guerra Mundial fue decisiva–, sí que generó numerosas obras que amueblaron algunos de los hogares más modernos de la Inglaterra de los años veinte y supuso un revulsivo al tradicio-nal ambiente decorativo británico.

Otro nuevo cambio se avecinaba: Leonard Woolf propuso ma-trimonio a Virginia y se casaron en agosto de 1912, trasladándo-se a un pequeño apartamento lejos de Bloomsbury. En este mo-mento ambos intentaban crearse una carrera literaria, Virginia acabando su primera obra y Leonard su segunda novela.

Desde 1910 Virginia había alquilado varias casas en el conda-do de Sussex. La primera era una pareada en la calle principal de Firle. La bautizó “La pequeña Talland House” en memoria de su querida residencia de veraneo de Cornualles. La decoró con retales y trozos de tela sobrantes y Vanessa le diseñó las cortinas. Se trasladó a principios de 1911; “Vanessa la ayudó a hacer el lugar cómodo y estuvo frecuentemente allí, en muchas ocasiones con amigos”11. Virginia la describió como “reformada a parches de colores postimpresionistas”, en referencia a la fa-mosa exposición que Roger Fry había organizado.

una casa encantada: ashehamUn fin de semana, mientras paseaba con Leonard Woolf, des-cubrieron una pequeña granja situada en medio del campo, rodeada de grandes olmos, e inmediatamente Virginia se ena-moró de ella.

“Había un pequeño y descuidado jardín en un lado de la casa. Los grandes olmos se elevaban hacia el sur. La hierba del jar-dín y de los campos parecía que iba a entrar a sentarse en la sala de estar. Era una sensación como si estuviera viviendo bajo el agua, en las profundidades del mar, detrás de gruesas venta-nas –un mar de árboles, de verdes árboles, verde hierba, verde aire”12. Virginia Woolf la alquiló junto con su hermana, y allí pa-

5 Fachada del invernadero de Monk´s House (acuarela de Jorge Bayo).

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saron fines de semana y vacaciones desde 1912 –justo después de su boda con Leonard– hasta 1919.

Asheham fue el lugar donde los Woolf consolidaron sus inci-pientes carreras de escritores y donde recibieron a muchos de sus amigos. En el primer verano que allí pasaron, Duncan vino para un par de días y se quedó dos semanas enteras. Las casas de Vanessa siempre atraían a un buen número de visitantes, ansio-sos de disfrutar de la atmósfera que ella sabía crear y que nadie quería abandonar. Fue aquí donde Lytton conoció a Carrington, personajes claves en la historia de Bloomsbury.

Asheham era una casa extraña. La gente del lugar estaba convencida

de que estaba encantada, de que había un tesoro enterrado en la

bodega y que nadie podía pasar una noche en ella. Es verdad que

en la noche con frecuencia se escuchaban ruidos raros, en el sótano

y en el desván. Era como si dos personas estuvieran caminando de

habitación en habitación, abriendo y cerrando las puertas, suspirando,

susurrando… nunca he conocido una casa con un carácter tan fuerte,

con una personalidad propia –romántica, amable, melancólica,

encantadora–. Fue Asheham y sus fantasmagóricas huellas y susurros

los que inspiraron a Virginia la idea para Una casa encantada13.

El inicio de la Primera Guerra Mundial obligó a una serie de cambios que añadieron más complicaciones a la ya de por sí complicada vida de Vanessa Bell. Sus siete años de matrimonio habían producido dos niños, una aventura con Roger Fry y el flirteo de su marido con su hermana Virginia. En ese momen-to de 1914, Clive Bell estaba con Mary Hutchinson y Vanessa enamorada de Duncan Grant, quien también lo estaba perdida-mente de David Garnett.

wissett lodge: la granja de los pacifistasLa amenaza del alistamiento obligatorio a la guerra obligó a buscar una vía de escape a las profundas convicciones pacifis-tas del grupo. Vanessa, Duncan y David Garnett encontraron en el trabajo agrícola una forma de esquivar la lucha armada. Empujados por esta necesidad encontraron Wissett Lodge, una casa a las afueras de una aldea perdida en Suffolk, y allí se dedi-caron a la producción de frutas, abejas, gallinas...

Wissett era una pequeña casa construida a mediados del siglo XIX, con muchas y oscuras habitaciones. Un gran árbol daba sombra a la construcción y servía de lugar de juegos a los ni-ños. Quentin Bell recuerda Wissett “como un lugar idílico con un jardín enorme y dos grandes estanques, uno lleno de peces de colores, donde él y su hermano podían vagar a su antojo, mientras su madre pintaba, primero en el estudio que se había habilitado en el granero y más tarde, cuando hacía demasiado frío, dentro de la casa”14.

Las visitas de sus amigos fueron frecuentes. “Después de los co-jines de Garsington, el ambiente de abejas y zarzamoras le sentó bien al ánimo de Lytton y se quedó allí hasta fines de mes. […] ¿Es el secreto de la vida o de […] otra cosa que no sé muy bien qué es?

¿Qué es lo que han descubierto en Wissett? –le preguntó a Virgi-nia– me gustó mucho, y no hubiera querido irme nunca”15.

Vanessa concentraba sus energías en hacer la casa agradable y habitable. Retiró los ornamentos dejados por los anteriores in-quilinos y con su estilo habitual dio a las habitaciones un aire fresco y luminoso. Después y con Duncan pintaron numerosos frescos en las habitaciones. Fuera, rosas y glicinias trepaban por la fachada de la casa. El paraíso que rápidamente habían creado llegó a su final ese mismo año de 1916. A pesar de que a Duncan y a David se les había otorgado el estatuto de no-com-batientes, sus trabajos independientes como agricultores en Wisset no fueron aprobados, por lo que tenían que buscar otro lugar donde seguir desarrollando la labor en el campo.

Su destino era Sussex, en el sur de Inglaterra, donde Virginia ha-bía encontrado el lugar perfecto para persuadir a su hermana de que volviera. En mayo, había escrito a Vanessa: “Tiene un jardín encantador con un estanque, árboles frutales y hortalizas, todo bastante tomado por la maleza, pero tu podrás hacerlo maravillo-so”16. El lugar se llamaba Charleston. Y a él volveremos más tarde.

carrington y strachey: tout est possibleDora Carrington y Lytton Strachey comenzaron a buscar en 1917 una casa donde vivir juntos. El que había comenzado siendo un vago plan estaba ahora detallado hasta el último detalle. Oliver Strachey, Harry Norton, Saxon Sydney-Turner y Maynard Key-nes se habían mostrado de acuerdo en poner cada uno veinte libras para sufragar el alquiler y el mantenimiento de la casa. Se-ría otra de las residencias de Bloomsbury en el campo, junto a Asheham o Charleston, que supondría una alternativa al rústico recargamiento de Garsington.

En octubre de 1917, Carrington fue a ver una casa con molino en la pequeña población de Tidmarsh, en el condado de Berkshire, e informó rápidamente a Lytton: “Es muy romántica, es encan-tadora. Bastante vieja, con tejados a dos aguas y algunas venta-nas con celosía”17. Y acompañó la carta con un dibujo. Tidmarsh Mill aparecía en sus vidas.

La casa se había construido al extremo de un molino de agua hecho de tablones ensamblados; el arroyo estaba encauzado de modo que pasara a un nivel bastante alto, y limitaba uno de los lados del jardín. El terreno se prolongaba por dos fachadas de la casa hasta rondar el acre y medio de extensión, y constaba de una pequeña huerta, una terma romana a ras de suelo, siempre llena del agua cristalina que sobraba del molino, y una cancha para la práctica del tenis o del croquet a la sombra de los árboles.

A Lytton también le pareció ideal. “Lo que me hace sentir incó-modo es la maldita separación, el estar alejado de todos. Pero tengo la esperanza de que si la casa llega a ser una realidad, tal vez en verano tendremos la posibilidad de celebrar algunas pla-centeras reuniones del estilo de las de antes, tanto si la guerra continúa como si no”. “No tengo intención de retirarme por

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completo, sino que pienso pasar allí solamente unas dos o tres semanas cada vez, aparte de pasar felices interludios dando vueltas por ahí, con la gente que siga estando a mi alcance, o bien alojado en sus domicilios”18.

Mientras Lytton acababa las correcciones de la que sería su más famosa obra, Victorianos eminentes, Carrington se encargaba de dar a la casa un aire habitable, “tan bien, poco más o menos, como Charleston”19. “Su sensibilidad, tan inglesa, así como su amor por el campo –escribió Gerald Brenan, que visitó Tidmarsh dos años más tarde– daban a todo lo que tocaba un sello muy especial”20.

En 1906 le había escrito a Keynes: “Cuando tenga una casa propia escribiré el lema ‘Esperanza’ sobre el dintel de la puer-ta”21. Ahora que por fin tenía una casa propia, el lema iba a ser “Tout est possible”.

Aquí sentaron las bases de una felicidad doméstica que luego se repetiría en su definitivo hogar, Ham Spray. Leían, escribían y compartían sus vidas con multitud de amigos que no tardaron en llegar. El jardín era una combinación de eso, de jardín, de huerto y de granja, pues el lugar estaba lleno de animales –pa-tos, ocas, gallinas, conejos, abejas y gatos–.

Carrington rara vez volvería a tener mucho tiempo para pintar, a pesar de que Lytton la animaba. Se sentía muy insegura y, a veces, aprovechaba las labores domésticas como excusa para rehuir el reto de la pintura. Con el tiempo se convirtió en una experta jardi-nera y mejoró los frutales del jardín, a la vez que amplió la huerta, cultivó plantas diversas en su invernadero y colocó abundantes arriates de tulipanes y dalias, de acónitos, de girasoles y anémonas.

Cuando Lytton en el verano de 1920 se encontraba inmerso en el final de su biografía de la reina Victoria, decidió reposar y reali-zar una gira por las propiedades que tenían sus amistades Bloom-sbury en el campo. Comenzó su gira en Charleston –donde tam-bién estaba Keynes–, luego fue a visitar a los Woolf en Monk´s House. “Esta región me parece perfecta –escribió a Ralph el 11 de septiembre de 1920–. Ayer salí a dar un paseo perfecto con Virginia. Ah, quien pudiera tener una gran casa de campo por aquí, con muchas estancias recubiertas por paneles de madera,

con un jardín acotado por tapiales”22. Al cabo de una semana se fue a casa de Jack y Mary Hutchinson en su residencia de West Wittering. Una vez concluido el periplo regresó a Tidmarsh.

En 1921, Dora Carrington se casó con Ralph Partridge, aunque permaneció fiel y devota a Lytton Strachey, y una vez más co-menzó una liaison a tres, incluso cuando una cuarta persona apareció en sus vidas, Frances Marshall, quien acabó unida a Ralph. Carrington hizo de sus hogares una extensión de su per-sonalidad, dedicada a mantener a Lytton feliz.

En 1923, Ralph había especulado con la posibilidad de dejar Tidmarsh, lo encontraba demasiado “domesticado”. Carring-ton estaba de acuerdo con él. “Han terminado por aburrirme estas praderas húmedas, el constante goteo de la lluvia, que parece propio de Ibsen y las nieblas nocturnas que vienen de los fiordos”23. La realidad era que Carrington había vivido de-masiado dolor allí, de modo que ya no podía considerar la casa como el “paraíso terrenal” de los primeros tiempos. A Gerald Brenan le había confesado: “Creo que es un error ponerse sen-timental con cualquier lugar, pero la verdad es que consigo su-perar el aborrecimiento que me inspira el jardín, estos campos verdes tan insípidos”24. Lytton, en cambio, estaba muy feliz allí, y a pesar de todo estuvo de acuerdo en el cambio.

Y así comenzó una nueva temporada a la búsqueda del paraíso perfecto que no tardaron mucho en encontrar. En una carta a Gerald Brenan, Carrington le cuenta:

¡Qué casa! Es una casa de ensueño, al pie de las lomas, cerca de

Hungerford. Un perfecto refugio para la vejez. [...] Está a tiro de piedra de las lomas más espléndidas que hay en el mundo entero (con

la excepción del Tíbet) Inkpen Beacon. Vimos una cabaña de troncos,

una larga avenida jalonada de tilos, todo de apariencia borrosa,

desolada. […] Los graneros están en ruinas, y de pronto topamos

con la parte superior de una formidable casa de campo. Caminando, dimos la vuelta hasta llegar al frente y vimos con gran sorpresa, bajo

el resplandor del sol, una perfecta casa de campo, genuinamente

inglesa, aunque con una vista de las lomas que nos dejó a todos sin respiración. El interior está construido con acierto, y es de

buenas proporciones, sencillo. Mira al sur, de modo que nunca nos

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echaremos a temblar por la humedad y el frío que hace en Tidmarsh.

Y tiene ocho dormitorios aparte de numerosas buhardillas,

cobertizos y una casita separada de la casa grande25.

En 1924, y gracias a las ganancias obtenidas con las obras lite-rarias de Lytton Strachey, compraron Ham Spray House (fig. 2). Era una casa espaciosa con una gran avenida de árboles de entrada y una larga baranda que miraba hacia los Downs cir-cundantes. Carecía de tuberías y de luz eléctrica y era necesa-rio hacer reformas. Las obras comenzaron en la primavera y Carrington se acercaba a diario para planear las decoraciones, los cambios que pensaba introducir en el jardín. A medida que las habitaciones fueron cobrando vida, los amigos empezaron a llegar para ayudar en las obras.

Carrington hizo edredones y cortinas de patchwork, diseños de estilo victoriano con papel de aluminio coloreado, decoró las puertas y las chimeneas, pintó los cristales y las piezas de por-celana. Sobre los azulejos, la vajilla, las tazas aparecieron de la noche a la mañana flores, animales, peces, pájaros, barcos, con-chas, formas abstractas…, y fuera trabajó en la huerta plantando vides, lirios y tulipanes.

Ham Spray no era una gran mansión pero resultaba cómoda, una bien proporcionada casa de campo, en la que los invitados podrían disfrutar de la conversación de Lytton y las dulzuras de la vida proporcionadas por Carrington. Miraba hacia unos álamos cobri-zos, unos fresnos enormes y una espléndida encina en un prado bien cuidado que se prolongaba hacia las lomas de Newbury.

El goteo de invitados era continuo, llegaban para pasar largos fi-nes de semana o temporadas y se entretenían con juegos de cro-quet, bolos o bádminton. Nadaban en el río o iban de excursión hasta el cercano New Forest, donde cenaban de pic-nic mientras veían la puesta de sol y la aparición de las primeras estrellas.

Esta atmósfera de completa felicidad se desvaneció cuando Lytton murió con cincuenta y dos años, de un cáncer de intesti-no no diagnosticado. Carrington, incapaz de superar su muerte, se suicidó a las pocas semanas.

charleston: la perfecta felicidad domésticaCharleston es una de las más famosas casas que ocuparon los integrantes de Bloomsbury y que aún hoy conserva casi intacto el carácter que la hizo tan querida como lugar de encuentro, de reposo y de recreo (fig. 3).

Virginia la descubrió durante uno de sus habituales paseos en bicicleta por la zona y rápidamente escribió a su hermana con-venciéndola de que la adquiriera. Vanessa vino a verla y el pai-saje que la circundaba la emocionó y a pesar de sus reservas iniciales –la casa carecía de las comodidades básicas y la tienda más cercana se encontraba a unos diez kilómetros– pronto se encontró enamorada profundamente del lugar. Cuando escri-bió a Roger Fry le decía: “Es perfecta, sólida y simple, con mu-ros recios mezclando ladrillo y pedernal típico de la zona, […] el estanque es maravilloso con un sauce a un lado y un muro de piedra y pedernal rodeando esta parte del jardín; más allá hay también un pequeño prado con frutales y un jardín vallado”26.

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6 Jardín de Monk´s House (acuarela de Jorge Bayo).

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Vanessa y Duncan comenzaron a decorar la casa en su propio e inimitable estilo. Pintaron muros, puertas, camas, mesas, mue-bles… y continuaron sus carreras artísticas todos los días en el estudio que para tal propósito habían construido.

Virginia estaba a sólo cinco kilómetros, en Asheham (Monk´s House también quedaba muy cerca) y los amigos comenzaron pronto a llegar. Charleston se convirtió en lugar para fiestas, pic-nics, paseos por el campo y lecturas (fig. 4). Era también un lugar de trabajo. Aquí, Clive Bell escribió numerosos artí-culos para el New Statesman y obras como Civilization. May-nard Keynes contribuía al mantenimiento de la casa y la usa-ba regularmente como retiro de fin de semana. Allí acabó su celebérrimo Las consecuencias económicas de la paz. Cuando se casó con la bailarina rusa Lydia Lopokova en 1925, adqui-rieron Tilton, una granja a sólo unos cientos de metros de dis-

tancia, para poder seguir compartiendo tiempo y espacio con su gran familia.

Una de las habituales visitantes, Frances Partridge, nos dejó un vívido retrato del lugar:

Charleston era un lugar encantador, un lugar con tanta personalidad

que siempre que me quedaba allí volvía tan agradecida por el placer

recibido, por la cantidad de ricas y variadas sensaciones, por la

conversación, por el sentimiento de que las vidas eran vividas de

forma intensa. […] Me gusta recordarla en una tarde de verano, altas

flores meciéndose en el aire cálido, sus pétalos rodeados de abejas; una

o dos libélulas volando sobre el estanque; y un pequeño grupo sentado

al otro lado de las ventanas francesas del salón en esas indestructibles

y poco elegantes sillas de lona que todo el mundo parece haber

heredado de algún tío anglo-indio, charlando y riendo. La casa daba la

impresión de haber desarrollado de manera espontánea una energía

que cubría los muros de todas las habitaciones; Duncan y Vanessa

no podían ver una habitación vacía sin querer cubrirla con flores y

desnudos, con jarrones y remolinos (probablemente rodeados de aros

de croquet), todo ello en la cálida riqueza de sus colores favoritos. He

estado en muchas casas hermosas, confortables o situadas en lugares

maravillosos, o las tres cosas a la vez, pero muy pocas con la fuerte

personalidad de Charleston27.

El contraste entre las casas de las dos hermanas era claro. Una pequeña, silenciosa, sin niños; la otra alocada, repleta de niños, rodeada de frutales llenos de frutas y jardines llenos de flores.

Todos los fines de semana del verano, la casa se llenaba de visi-tantes amigos. En el verano el jardín era una explosión de color, los huertos estaban colmados de hortalizas y los frutales se ar-queaban con el peso de la fruta. En Charleston, Vanessa de algún

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7 Sissinghurst (acuarela de Jorge Bayo).

8 La gran torre de Sissinghurst (acuarela de Jorge Bayo).

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modo, supo combinar vida, amor, maternidad y pintura, en una aparente atmósfera tranquila de informalidad y creatividad.

leonard y virginia woolf: monk´s house, un jardín con vistasMonk´s House era un cottage con un jardín a sólo cinco ki-lómetros de Charleston, en la villa de Rodmell, Sussex, y fue el último hogar de Virginia Woolf. Ella y su marido com-praron la casa como residencia y retiro en el campo en 1919. Leonard se había enamorado del espacio del jardín incluso antes de comprar la casa. Éste era una combinación de mu-ros de sílex –material muy abundante en la zona– y árboles frutales, prados y un trozo de huerto, y pronto comenzó a adquirir un aire brillante y exótico; la elección de las plan-tas por Leonard estaba sin duda influenciada por el tiempo pasado en la Oficina Colonial de Ceylán. El marido de Vir-ginia era quien cuidaba del jardín, y estaba orgullosísimo de sus rosas, dalias y de la cantidad de manzanas y patatas que recogía del huerto (fig. 5).

Virginia escribió en su diario en 1932:

De vuelta de un buen fin de semana en Rodmell, un fin de semana

en silencio, sumergiéndome solamente en la lectura de un buen

libro; y después el sueño: claro, transparente; y afuera los árboles en primavera como una gran ola, y todos los verdes túneles del

jardín, montones de verdes; y levantarse en medio del caluroso día, y

ninguna persona a la vista, nunca una interrupción; el lugar sólo para nosotros; las largas horas28.

El jardín, que todavía se conserva, es pequeño, no llega a la hectárea y mantiene su atmósfera íntima y sencilla, con sus ca-minos pavimentados de ladrillo, con sus grandes jarrones de

terracota, su reducido y sombrío jardín italiano. Al lado de los muros se encuentran las zonas de césped, sombreadas por los frutales y otros árboles ornamentales, y un estanque. Las ce-nizas del matrimonio fueron esparcidas en los dos olmos que estaban justo en este lugar. El camino del fondo del jardín lleva al huerto de frutales y hacia el campo de la iglesia de St. Peter: “Nuestro huerto de frutales es un lugar para sentarse y hablar durante horas”, escribió Virginia. En primavera, el lugar se lle-na de azafranes y de narcisos, y en el verano de hierba alta y flores silvestres. Ello contrasta con el cuidadoso césped del es-pacio para juegos, que está justo detrás. Pero la mayor sorpresa la confiere la magnífica vista sobre el paisaje circundante que se abre de repente al final del jardín.

En 1928 compraron la finca vecina, lo que aumentó en más del doble el tamaño de la zona ajardinada (fig. 6).

La Segunda Guerra Mundial trajo la vuelta a una vida más sen-cilla y dura. Virginia recogió manzanas, envasó su propia miel e hizo mantequilla de la leche racionada. En este tiempo acabó su novela Entre actos. El final de una obra era siempre un tiem-po difícil para Virginia, el sentido de pérdida se vio aumenta-do por su preocupación acerca de la guerra. El 28 de marzo de 1941, salió de paseo y se sumergió en el río Ouse con los bolsillos de su abrigo cargados de pesadas piedras.

sissinghurst: el lugar donde se amaban las musas Fue al inicio de la década de los veinte cuando Virginia y Vita Sackville-West llegaron a intimar y a hacerse amantes. La casa de Vita en Kent y su hoy renombrado jardín, Sissinghurst, fue-ron mudos testigos de su relación. Alrededor de los restos de una mansión isabelina –una torre de ladrillo rojo y ruinas de antiguos graneros– un gran jardín se fue construyendo durante el periodo

9 Escultura en el jardín de Sissinghurst (acuarela de Jorge Bayo).

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de treinta años, desde la década de 1930 hasta la de 1960, por la pareja formada por Vita y su marido Harold Nicolson.

Las posibilidades del lugar, cuando lo encontraron en 1930, estaban bastante ocultas. Sissinghurst era una decadente ruina, los restos de lo que una vez había sido una gran casa ahora eran usados como edificios de una granja. “Fue un amor a primera vista. Era el castillo de la Bella Durmiente; pero un castillo que se precipitaba hacia la miseria más absoluta; un jardín pidiendo a gritos auxilio”29.

El lugar era bastante llano y casi rectangular, con largos ejes de este a oeste. En la esquina noreste se encontraba el anegado resto de un foso con forma de ele. Cuatro fragmentos quedaban de la antigua mansión: un ala conocida hoy como la biblioteca, la alta torre, el cottage del sur y la casa del cura (fig. 7).

Harold Nicolson fue el responsable del esqueleto de muros y espacios interiores, y Vita de rellenar los espacios con plantas. Lo que fascina de este lugar es que fue el resultado del trabajo no de una sola persona sino de dos diferentes personalidades. Nicolson –diplomático, escritor, biógrafo, periodista y político– diseñó sobre el terreno un esquema de recintos cerrados conec-tados por largas vistas, con puntos focales de referencia como una escultura, un arco o un árbol significativo. Los muros isabe-linos fueron usados para crear los espacios, completándose, en su caso, con ladrillos nuevos y setos recortados. Desde la torre, la composición entera se revela casi como la planta de algún an-tiguo palacio. Los ámbitos cerrados son como habitaciones sin techo, las aperturas entre ellos y sobre el paisaje circundante se intervinieron como ventanas y puertas, y las vistas a través de las sucesivas disposiciones de muros y setos, fueron tratadas como avenidas. Fragmentos de espacio interior techado aparecen dentro, con el resultado de que no son ni pabellones en los jardi-nes, ni patios ajardinados dentro de la casa, sino una interacción de la casa y el jardín, que parece fluir una dentro del otro.

El edificio principal, que preside el conjunto, es la torre, cons-truida poco antes de la visita en 1573 de la reina Isabel I, y desde la que se obtiene una vista aérea de todo el jardín (fig. 8). En ella tenía Vita su estudio y fue testigo mudo de su vida privada y, en especial, de su amorosa relación con Virginia Woolf.

De entre los trece jardines en los que se podría subdividir el espacio, destacan el de rosas, el jardín blanco, el camino de los tilos y el del cottage. Este último posee un esquema de colores en el que predomina el naranja, rojo y dorado. Detrás de este colorido jardín, está el camino de los tilos, bordeado de una gran variedad de flores como jacintos, tulipanes, anémonas… El jardín blanco usa, como su nombre indica, solamente flores de ese color y se complementa con plantas de hojas plateadas. Vita adoraba las rosas antiguas y su pasión se aprecia en todo el conjunto y en especial en el jardín de rosas (fig. 9).

Lo plantado por Sackville-West llena los recintos como una co-lección de pinturas en las salas de un museo. Ella era una colec-cionista y jardinera de enorme energía, así como una reputada escritora sobre jardines, que mantuvo una columna semanal en el diario The Observer durante muchos años.

Virginia Woolf escribió Orlando basándose en algunos pasajes de la vida de Vita Sackville-West y su muy aristocrática familia. Vita había nacido en el palacio de Knole, cerca de Sevenoaks, Kent, no muy lejos de Sissinghurst. Perteneciente a una noble y antigua familia, los Sackville, creció en esta enorme mansión, rodeada de magníficos jardines en medio de una propiedad que incluía bosques, cotos de caza, ríos..., y mucho del aire de esta magnífica residencia estaba en la mente de Vita cuando creó su propia obra, Sissinghurst. Es conocida como la “casa calendario” por sus tres-cientas sesenta y cinco habitaciones, cincuenta y dos escaleras y siete patios. Creció, además, sabiendo que a pesar de ser la única hija del dueño de Knole, debido a las leyes inglesas nunca podría

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10 Knole (acuarela de Jorge Bayo).

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1 Q. Bell, El grupo de Bloomsbury, Taurus, Madrid, 1985, p. 14.

2 “They were not a group, but a num-ber of very different individuals, who shared certain attitudes to life, and happened to be friends or lovers. To say they were ‘unconventional’ suggests deliberate flouting of rules; it was rath-er that they were quite uninterested in conventions, but passionately in ideas. Generally speaking they were left-wing, atheists, pacifists in the First War (but few of them also in Second) lov-ers of the arts and travel, avid readers, Francophiles. Apart from the various occupations such as writing, painting, economics, which they pursued with dedication, what they enjoyed most was talk-talk of every description, from the most abstract to the most hilari-ously ribald and profane”. F. Partridge, Memories, Phoenix, Londres, 1999, p. 76.

3 M. Holroyd, Carrington: una vida con Lytton Strachey, Ediciones B, Barcelo-na, 1995, p. 10.

4 “Darkness and silence seem to me to have been the chief characteristics of the house in Hyde Park Gate”. V. Bell, Hyde Park Gate Memoir, in Sketches in Pen and Ink, The Hogarth Press, Lon-dres, 1997, p. 67.

5 “Place seemed tangled and matted with emotion”, “the agitation suppressed be-hind the black folding doors of the draw-ing room”. V. Woolf, Moments of Being, Unpublished Autobiographical Writings of Virginia Woolf, J. Schulkind (ed.), The University Press, Sussex, 1976, p. 179.

6 V. Woolf, Momentos de vida, Lumen, Barcelona, 1980, p. 162.

7 Q. Bell, Virginia Woolf, Lumen, Barce-lona, 2003, p. 67.

8 “We were full of experiments and re-forms. We were going to do without table napkins; we were going to paint; to write, to have coffee after dinner instead of tea at nine o´clock. Every-thing was going to be new; everything was going to be different. Everything was on trial”. V. Woolf, Moments of

Being, op. cit., p. 163.9 “When the bell rang and those astonish-

ing fellows came in, Vanessa and I were in a twitter of excitement. It was late at night; the room was full of smoke; buns, coffee and whisky were strewn about; we were not wearing white satin or seed-pearls; we were not dressed at all. Thoby went to open the door; in came Sydney-Turner; in came Bell; in came Strachey”. Ibid., p. 167.

10 Q. Bell, op. cit., p. 40.11 Q. Bell, op. cit., p. 246.12 “There was a small, disheveled walled

garden on one side of the house. The great elms towered up above it on the south. The grass of the garden and field seemed almost to come up to the sit-ting room and into the windows facing west. One often had a feeling as if one were living under water in the depths of the sea behind the thick, rough glass of the room´s long windows –a sea of green trees, green grass, green air”. L. Woolf, Beginning again: An Autobio-graphy of the Years 1911-1918, Hogarth Press, Londres, 1978, p. 57.

13 “Asheham was a strange house. The country people on the farm were con-vinced that it was haunted, that there was treasure buried in the cellar, and no one would spend the night in it. It is true that at night one often heard ex-traordinary noises both in the cellars and in the attic. It sounded as if two people were walking from room, open-ing and shutting doors, sighing, whis-pering. […] I have never known a house, which had such a strong character, personality of its own –romantic, gen-tle, melancholy, lovely. It was Asheham and its ghostly footsteps and whisper-ings which gave Virginia the idea for A Haunted House”. Ibid., p. 57.

14 “Quentin Bell recalled Wissett Lodge as an idyllic place with a huge garden and two large ponds, one stuffed with goldfish, where he and his brother could rampage about to their heart´s content, while their mother painted,

first in the studio she had set up for herself in a barn and later, when it turned too cold, inside the house”. P. Tood, Bloomsbury at Home, Pavillion Books, Londres, 2001, p. 61.

15 M. Holroyd, op. cit., p. 42.16 “It is about a mile from Firle, on that

little path which leads under the downs. It has a charming garden with a pond, and fruit trees and vegetables, all now rather run wild, but you could make it lovely. The house is very nice, with large rooms, and one room with big windows fit for a studio”. V. Woolf, The Letters of Virginia Woolf, N. Nicol-son y J. Trautmann (eds.), The Hogarth Press, Londres, 1976, vol. 2, p. 95.

17 M. Holroyd, op. cit., p. 89.18 Ibid., p. 90.19 Ibid., p. 92.20 “Her English sensibility, in love with

the country and with all country things which gave everything she touched a special and peculiar stamp”. G. Brenan, Personal Record 1920-1972, Random House, Londres, 1975, p. 24.

21 M. Holroyd, op. cit., p. 107.22 Ibid., p. 186.23 Ibid., p. 263.24 Ibid., p. 263.25 Ibid., p. 263.26 “It is absolutely perfect; most lovely,

very solid and simple, with flat walls in that lovely mixture of brick and flint that they use about here –& perfectly flat windows in the walls & wonderful tiles roofs. The pond is most beautiful with a willow at one side & a stone –or flint– all edging it all around the garden part […] then there’s a small orchard and the walled garden”. V. Bell, Selected Letters, Regina Marler (ed.), Bloom-sbury Publishing, Londres, 1994, p. 201.

27 “Charleston in its heyday was an en-chanted place –a place of such potent in-dividuality that whenever I stayed there I came away grateful to it, as it were, for giving me so much pleasure, so many rich and various sensations, such talk, such a sense that lives were being in-

tensely and purposefully led there (and therefore could be so led elsewhere) –for being itself in fact, just as one feels grate-ful to a very pretty girl for ravishing one´s eyes. I tend to picture it at noon on a sum-mer day, with the tall flowers motionless in the hot still air, their corollas buzzing with bees; a dragon-fly or two skimming over the duckweed-covered pond; and a small group sitting outside the drawing-room French windows in those inde-structible but inelegant canvas chairs that everyone seemed to have inherited from an Anglo-Indian uncle- talking and laughing. The house gave an impres-sion of having developed spontaneously, like some vigorous vegetable growth, in spite of the display of human creative energy that covered the walls of all its rooms; for Duncan and Vanessa couldn´t see an empty flat space without wanting to cover it with flowers and nudes, with vases and swirls (probably surrounded by croquet hoops) all in the warm richness of their favored colors. I have stayed in many houses that are beautiful or com-fortable or set in marvelous surround-ings, or even all three, but very few with as strong a personality as Charleston”. F. Partridge, op. cit., pp. 163-164.

28 “Back from a good weekend at Rod-mell –a week end of no talking, sinking at once into deep safe book reading; & then sleep: clear transparent; with the may tree like a breaking wave out-side; & all the garden, green tunnels, mounds of green: & then to wake into the hot still day, & never a person to be seen, never an interruption: the place to ourselves: the long hours”. V. Woolf, The Diary of Virginia Woolf, Anne Oli-vier Bell (ed.), The Hogarth Press, Lon-dres, 1982, vol. IV, p. 109.

29 “I fell in love; love at first sight. I saw what could be made of it. It was Sleeping Beauty´s Castle, but a castle running away into sordidness and squalor, and a garden crying out for rescue”. V. Glendinning, The Life of V. Sackville-West, Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1988, p. 224.

· notas ·

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heredar la propiedad por el hecho de ser mujer, todo lo cual le impulsó a buscar un sustituto en Sissinghurst (fig. 10).

De esta pérdida nació uno de los mejores jardines de la Inglate-rra del siglo XX, y en un giro de justicia poética Vita Sackville-West pasó a la historia no como una simple heredera sino como creadora y artista.

epílogoTodo este frágil mundo acabó desmoronándose con la llega-da del nazismo y su consecuente guerra mundial. Algunos de los miembros de los Bloomsbury habían muerto en los años anteriores, el hijo mayor de Vanessa moriría en la guerra civil española, Virginia se suicidaría en 1941. Al final, se produjo la pérdida del paraíso, fueron expulsados por los temibles de-monios que continuamente asolan a la humanidad, algunos

de cuyos paisajes forman parte del más brutal escenario del siglo XX, como los campos de concentración o la tierra baldía de Hiroshima y Nagasaki. Lugares en los que no hubo resqui-cio para nada lejanamente parecido a un jardín y sí en cambio se llenaron de las púas más sangrantes de nuestra reciente historia. Nos quedan las pequeñas ventanas a la esperanza y a las utopías que gente como los Bloomsbury supieron crear. El hedonismo que manaba de su escepticismo tolerante fue la herramienta que escogieron y que les funcionó para transitar la primera mitad del convulso siglo XX. A pesar de esos tiem-pos terribles, visitar sus jardines y sentir sus mundos perso-nales y sus avanzadas ideas sobre el compartir siguen entrea-briendo la cancela hacia el paraíso y hacia el mágico deseo de que tout es possible.

Et in Arcadia ego.