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�IA TODO EMPEZO CON UN ALBUM DE POSTALES La pequeña histoa detrás de Siduc. Bi ilustda de un pcipe nómada Juan March Cencillo T odo comenzó con un álbum de posta- les, ese álbum de la mayoría de edad que nombro en el libro: «Los antiguos propietarios dejaron en la casa algunos muebles y una serie de libros y objetos a los que no habían concedido importancia: un huevo de avestruz, un florero roto, un álbum de posta- les... e aquel álbum de postales lo que hizo que me diera cuenta de que algo interría mi proceso de integración con la naturaleza que ha- bía tras la ventana, con el paise que e archi- ducal: los hombres que habían vivido allí antes que yo, una serie de ntasmas escandalosos, que no se estaban quietos. Fantasmas traviesos que se manistaban como historia reciente que ellos querían que yo conociera: la historia de to- do aquel territorio, del variopinto séquito habs- búrgico y del propio archiduque Luis Salvador. Años más tarde, muchos años después de comprar Son Galcerán, aquella finca que e del archiduque, Luis Salvador volvió a mi vida, no recuerdo cómo. Sólo recuerdo que era invierno y que estaba en Palma y que dormía en el cuarto de mi abuela: que olía a camao y a abanico. La idea del Archiduque, ese príncipe nómada que ha dejado Mallorca poblada de Leyendas todavía vivas, de su misterio, me invadió, quisquillosa e impaciente. Y en cuanto la expuse, empezaron a llover adjetivos. Don Lorenzo Pérez, director de la Biblioteca Bartolomé March, me ayudó muchísimo, alentándome la curiosidad y po- niendo a mi disposición todo tipo de bibliogra- a. El señor Quetglas, propietario de una celda de la cartuja de Valldemossa, me llevó a Mira- mar, el centro de las posesiones mallorquinas de Luis Salvador, y e el primero que me habló de Vyborni y que me enseñó su estatua: un secre- tario yacente al pie de un ángel. También me animó a empezar la investigación que, con inter- valos de descanso por saturación, duraría siete años. Dos nombres salieron a relucir en cuanto pre- gunté por los herederos del Archiduque: Vives y Cilimingras. Pedro de Montaner me puso en contacto con Dionisia y Mario Cilimingras, que luego eron como hermanos para mí. Sin em- bargo, e con su madre, María, con quien pri- 84 mero hablé y resultó que, siendo de milia de melómanos, había tratado a mi abuela y conoci- do nuestra casa cuando Akitai Ahn, coreano, era director de la orquesta sinnica de Palma. Comenzaron a enseñarme baúles llenos de cartas que el llecido Luis Cilimingras Vives había ido intentando clasificar con un criterio un tanto misterioso. Los primeros días, Dioni- sia, Mario y yo, ayudados a veces por otros de la milia y por el eficaz Lorenzo Pérez, nos per- díamos en genealogías, ahogados en un batibu- rrillo de papeles, muestrarios de telas blancas (las de vestir a los «ahijados» del Archiduque) y cuentas de cerveza (al lado del castillo de Luis Salvador en Brandeis hay una brica de cerve- za, y a bordo del yate archiducal se consumía muchísima). Pasaron días hasta que apareció una carta interesante. Por las noches asábamos sobrasadas en la chimenea del enorme salón de Son Moragues. Y aquel paisaje archiducal, que tanto altera las almas retorciéndolas a veces como viejos olivos, resultó la mejor inspiración para adentrarme en la vida de un príncipe bohe- mio sabio, gordo, sucio y mal conocido. Carlos Salvador

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ITA�IA

TODO EMPEZO CON

UN ALBUM DE

POSTALES

La pequeña historia detrás de S'Arxiduc. Biografia ilustrada de un príncipe nómada

Juan March Cencillo

Todo comenzó con un álbum de posta­les, ese álbum de la mayoría de edad que nombro en el libro: «Los antiguos propietarios dejaron en la casa algunos

muebles y una serie de libros y objetos a los que no habían concedido importancia: un huevo de avestruz, un florero roto, un álbum de posta­les... fu'e aquel álbum de postales lo que hizo que me diera cuenta de que algo interfería mi proceso de integración con la naturaleza que ha­bía tras la ventana, con el paisaje que fue archi­ducal: los hombres que habían vivido allí antes que yo, una serie de fantasmas escandalosos, que no se estaban quietos. Fantasmas traviesos que se manifestaban como historia reciente que ellos querían que yo conociera: la historia de to­do aquel territorio, del variopinto séquito habs­búrgico y del propio archiduque Luis Salvador.

Años más tarde, muchos años después de comprar Son Galcerán, aquella finca que fue del archiduque, Luis Salvador volvió a mi vida, no recuerdo cómo. Sólo recuerdo que era invierno y que estaba en Palma y que dormía en el cuarto de mi abuela: que olía a camafeo y a abanico. La idea del Archiduque, ese príncipe nómada que ha dejado Mallorca poblada de Leyendas todavía vivas, de su misterio, me invadió, quisquillosa e impaciente. Y en cuanto la expuse, empezaron a llover adjetivos. Don Lorenzo Pérez, director de la Biblioteca Bartolomé March, me ayudó muchísimo, alentándome la curiosidad y po­niendo a mi disposición todo tipo de bibliogra­fía. El señor Quetglas, propietario de una celda de la cartuja de Valldemossa, me llevó a Mira­mar, el centro de las posesiones mallorquinas de Luis Salvador, y fue el primero que me habló de Vyborni y que me enseñó su estatua: un secre­tario yacente al pie de un ángel. También me animó a empezar la investigación que, con inter­valos de descanso por saturación, duraría siete años.

Dos nombres salieron a relucir en cuanto pre­gunté por los herederos del Archiduque: Vives y Cilimingras. Pedro de Montaner me puso en contacto con Dionisia y Mario Cilimingras, que luego fueron como hermanos para mí. Sin em­bargo, fue con su madre, María, con quien pri-

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mero hablé y resultó que, siendo de familia de melómanos, había tratado a mi abuela y conoci­do nuestra casa cuando Akitai Ahn, coreano, era director de la orquesta sinfónica de Palma.

Comenzaron a enseñarme baúles llenos de cartas que el fallecido Luis Cilimingras Vives había ido intentando clasificar con un criterio un tanto misterioso. Los primeros días, Dioni­sia, Mario y yo, ayudados a veces por otros de la familia y por el eficaz Lorenzo Pérez, nos per­díamos en genealogías, ahogados en un batibu­rrillo de papeles, muestrarios de telas blancas (las de vestir a los «ahijados» del Archiduque) y cuentas de cerveza (al lado del castillo de Luis Salvador en Brandeis hay una fábrica de cerve­za, y a bordo del yate archiducal se consumía muchísima). Pasaron días hasta que apareció una carta interesante. Por las noches asábamos sobrasadas en la chimenea del enorme salón de Son Moragues. Y aquel paisaje archiducal, que tanto altera las almas retorciéndolas a veces como viejos olivos, resultó la mejor inspiración para adentrarme en la vida de un príncipe bohe­mio sabio, gordo, sucio y mal conocido.

Carlos Salvador

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ITALIA

Lo que más nos sorprendió fue la aparición de ciertos «objetos amorosos», dibujos y fotografías que deshacían la imagen popular mallorquina de un Don Juan provinciano y algo desconsidera­do, violador de payesas y erudito lascivo, o la otra, de filántropo distraído, escritor naturalista y estudioso; la que, sin fundar demasiado, man­tenían sus herederos a base de respetos inútiles ( que son irrespetuosos con la vida misma y la memoria de la figura que quieren proteger de­formándola, aumentando debilidades para ca­muflar defectos).

Llegó el verano. Cuando parecía que se ha­bían terminado los baúles, María Cilimingras aparecía con uno nuevo que nos hacía soñar car­tas decisivas, diarios, manuscritos valiosos. Lui­sa, otra de las hermanas, colocaba magnolias so­bre la mesa de trabajo. (Había un magnolio en el jardín, ese jardín donde está la escultura de Ca­talina Homar, la amante archiducal llorada en un libro de muerta y de viva, al final confinada en las casas de las viñas, en La Estaca).

Aquel primer año me concentré en las cartas de la madre, María Antonietta, Gran Duquesa de Toscana, cuñada de Fernando VII de España, una mujer severa y sobria. Sus cartas, innumera­bles, me permitieron reconstruir la vida del Ar­chiduque día por día, año tras año. Son sobre todo un tira y afloja en el que Luis Salvador pide dinero para sus libros, para sus reformas, «para dar más trabajo a aquellas pobres gentes», y ella se lo niega a menudo, enfermizamente ahorra­tiva.

La sequedad de las cartas de la Gran Duquesa se ve recompensada a veces por comentarios que se refieren a momentos fundamentales en la vida de su hijo: la muerte del padre y la de la archiduquesa Matilde, su posible prometida. El caso Mayerling. La visita a uno de los castillos del recién fallecido Ludwig. La desaparición misteriosa del hermano pequeño, el archiduque Juan Salvador, Juan Orth, que se perdió con su barco por las costas de la Patagonia ...

La primavera del año siguiente decidí ir a co­nocer las Eolias, las Lípari, islitas que están al noreste de Sicilia sobre las que había escrito ocho volúmenes ( que él llama cuadernos­fascículos) entre 1893 y 1896: Vulcano, Salina, Lípari, Panarea, Filicuri, Alicuri, Stromboli, y una parte general que publicó en el 94. Es su obra más importante después de Die Balearen.

Y o me alojaba en Salina en la casa de un pes­cador, con techos altos de dibujo pompeyano. Allí el tiempo se ha detenido hace casi cien años. Visitamos las demás islas en barca de pes­ca, acompañados por varios Luigis Farinas igua­les al Luigi Farina, marinero de entonces, de las cartas salvadorianas. Las calles eran tan empina­das como las describen los fascículos, llenas de flores en las ventanas. Todo era blanco, un con­centrado mediterráneo, como en Stromboli de Rosellini, y lo pasé bien con mis amigos pero no encontré nada referente a mi Archiduque.

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Aquel joven enfermizo que llegaba primero de incógnito y después en barco propio, como un príncipe, no dejó rastro de sí en las Lípari. Como no lo dejó en Alejandría, ni casi en Trieste, don­de tuvo casas y fincas. A mi regreso a Mallorca, algo desanimado, busqué un equipo de colabo­radores para acelerar la clasificación de las car­tas. Pero aquel verano me desentendí un poco del personaje, que me había llegado a obsesio­nar. Sin darme cuenta, empezaba a imitar su vi­da, a sentirme su reencarnación. Me gustaba re­correr sus miradores y evocar sus viñas. Desde el mirador de Ses Pites imaginaba una Estaca ro­deada de cepas, con Catalina Homar ayudando a fornidos contrabandistas, en vendimias de mos­catel o en expediciones furtivas.

Fue más o menos por aquel entonces cuando apareció Fiorello de Farolfi; Había publicado dos trabajos sobre el Archiduque: «Un grande dimenticato: L'Arciduca Lodovico Salvatore de Toscana» y «L' Arciduca Lodovico Salvatore di Toscana e Trieste», donde recoge una bibliogra­fía detallada que incluye hasta las signaturas de los ejemplares de varias bibliotecas. Se ofreció

María Inmaculada.

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para servirme de cicerone en Trieste, y aprove­ché la primavera siguiente para realizar un nue­vo acercamiento al estudio y conocer bien Ve­necia, ciudad que yo, tras doce años de vivir en Roma, aun no conocía.

El señor Farolfi es un viejo joven, con una in­mensa energía. Recorrimos Trieste a pie en un pis-pas, velocísimos y desconsolados. Nos ense­ñó el Miramare triestino, que había recogido su nombre del Miramar luliano y que fue archidu­cal cuando en él se refugió el luego emperador Maximiliano; Miramare, donde todavía se adivi­na la mirada perturbada de la emperatriz Carlota y la presencia de Isabel y de Francisco José, frente a Muggia.

A la mañana siguiente de mi llegada a Trieste, Farolfi me llevó a conocer la villa Zindis; o me­jor dicho, las ruinas de lo que fueron las pose­siones triestinas de Luis Salvador, equivalentes, quizás más serenos, de las casas de la costa de Tramontana mallorquina. Junto a los profesores Manlio Peaca y Alfieri Seri, me enseñó Muggia detenidamente, con cariño: la plaza donde cele­braban la fiesta de San Luis Gonzaga; la peque­ña iglesita; el puerto donde cogían la barcaza que les llevaba hasta la Nixe, el yate del Archi­duque. A lo lejos, al fondo de la bahía, se intuía esa Dalmacia que Luis Salvador conocía tan

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María Vetsera amante de Roda/fo en

Mayerlin.

bien. Coches llenos de eslavos tripudos hacían la compra en Trieste una vez por semana, evo­cando navegaciones de antaño.

Farolfi me llevó a comer especialidades tries­tinas y me aclaró algunos personajes del séquito archiducal. Los personajes menores de la histo­ria también tienen sus fans -peces exóticos y escogidos- que hacen que, de menores, adquie­ran un protagonismo inesperado, acaparen una atención de la que carecen los mayores, ya oxi­dados entre telarañas de olvido.

Me contó el desguace de la Nixe y cómo, gordísimo, llevaban al Archiduque a misa a hombros de cuatro de sus criados favoritos. Y cómo se quedaba dormido después del credo, roncando a veces, agitándose otras, tembloroso. El final de sus días. Cuando el Imperio habsbúr­gico se desmoronaba en los albores de una gue­rra que subrayaba el final de toda una época, de una mentalidad y de un siglo.

En el archivo central de Trieste encontramos toda la correspondencia de Luis Salvador con Carlo di Marchesetti, casado con una tía de Fa­rolfi, que me fue de gran utilidad para seguir re­construyendo los viajes del Archiduque, com­probar sus métodos de estudio y trabajo y afir­mar una amistad que los años hicieron fuerte, intensa. Una de las anécdotas que me contó Fa­rolfi fue la de Carlos y Zita, últimos emperado­res, en el castillo de Brandeis, que Luis Salvador les había prestado. Una tarde, al regresar al cas­tillo, vieron la voluminosa figura del tío Luis en

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Fernando IV de Toscana. '1lic¡0 , tnuJer d. e Fertzatz--' "º .fp_

una roca, frente al edificio. «Estaréis sorprendi­dos de verme aquí -les dijo apenas se acerca­ron-, pero el nuevo portero no me ha dejado entrar, pues me ha tomado por un mendigo». Aquel desaliño, que luego desembocó en aban­dono, le parecía al Archiduque cosa natural, y son muchas las anécdotas que lo ratifican: la del real que ganó ayudando a empujar un carro en Mallorca; las que contaba Guillermo Coronini, tercera generación de chambelanes de Toscana: decía que iba siempre tan lleno de lamparones que en los puertos los sirvientes le tomaban por el cocinero de la Nixe; que no llevaba gemelos sino un simple hilo para cerrar los puños de la camisa, que guardaba permanentemente en el bolsillo del pantalón un trozo del vestido que­mado de la archiduquesa Matilde.

Después de las Eolias y de Trieste vinieron Viena y Praga. Pero pasó algún tiempo antes, porque de nuevo me sentí reencarnación y me alejé del escenario, de aquel empalago de encina y ciprés. Me daba miedo cada vez que notaba que estaba actuando igual que habría actuado el Archiduque. Me salía de dentro, del subcons­ciente. No era una simple recreación en el per­sonaje, ni un juego, ni algo calculado. Y eso era lo peor.

Mi primer viaje a Praga se produjo a raíz de la aparición del profesor Hyka de Brandeis. El pro­fesor Hyka era amigo del doctor Sevilla, mi veci­no, casado con una heredera del Archiduque, la actual propietario de Son Marroig y de Miramar.

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Hyka estaba escribiendo la historia del castillo de Brandeis y era además sobrino y heredero de Eugenia Czermak, la institutriz de los Vives. Su herencia, un arca llena de recuerdos de viajes, regalitos del Archiduque, postales y bordados primorosísimos. El profesor Hyka es aficionado a la fotografía y tiene una vasta colección de barbones y habsburgos que ocupan casi dos ha­bitaciones de su casa.

Quedé citado en Praga con el profesor Hyka y allí fui a la primavera siguiente. Brandeis, que estaba antes separado de Praga por grandes bos­ques que empezó a cortar Leopoldo II -último Gran Duque de Toscana y padre de Luis Salva­dor- y que su hijo Carlos Salvador siguió cor­tando, es ahora parte periférica de Praga, ciudad que me impresionó. La visité con fruición, con detenimiento aprovechado.

Al tercer día, que era domingo, fuimos a Brandeis a casa del profesor Hyka; recuerdo aún el frío que hacía y una copa de aguardiente que me dio el profesor. La casa estaba empapelada con fotografías habsbúrgicas. De la rama de Sal­vador había pocas. Sólo un par de Luisa Isen­burgo Birstein, una de las hermanas.

Fuimos a visitar el castillo. El diez de octubre

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Los baños de Sa Caleta.

de 1917, dos años después de morir en él Luis Salvador, su sobrino Carlos, el último empera­dor, compró la finca, hipotecada por 20 millones de coronas corrientes. La primavera de 1918, el cadáver del Archiduque fue trasladado por fin a la cripta de los Capuchinos de Viena y pasarían todavía unos años más hasta que se inscribiera su nombre en la lápida que lo encierra.

Después de almorzar en casa del hijo del pro­fesor nos llevaron a ver Prerov, el pabellón de casa del castillo, algo destartalado.

Después de 1918, Prerov pasó por muy diver­sas manos: las de la Y oung W ornen Christian Association, las de un doctor Fejfar, con yerno en la Gestapo, que pretendió hacer una clínica de reposo, las de la Iglesia Reformista de Huss y las de la radiodifusión checa, deteriorándose más y más hasta que en 1967 se hizo realidad un viejo sueño de Luis Salvador: construir allí un muestrario de antigua arquitectura rural, que es cuanto hoy día se puede ver.

Cuando se puso el sol, el profesor Hyka nos llevó a su casa donde nos siguió enseñando fo­tografías y nos ofreció otra copa de aguardiente. Después nos llevó al cementerio: la comicidad de una situación tétrica. A mí los cementerios me gustan, me emocionan: me gusta imaginar fantasmas, como humillos brujos, que forman una cierta niebla que impide leer los nombres de las tumbas ... Allí estaba Antonio Vives, en una sepultura bastante sobria, separado de sus

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dos esposas. Leíamos nombres conocidos en nuestra historia gracias a una linterna que pro­ducía sombras balbuceantes. Los Lascola; y en­tre ellos, Armando, el único hijo, que había cumplido 20 años y murió de sífilis en el castillo.

Cuando regresamos a Praga era tarde, hacía frío, las caras de las gentes tenían una belleza especial, de cera. El pelo rubio, una serie de Vy­bornis en miniatura. Eugenias Czermaks de ce­ra, vestidas de negro.

A mi regreso a Mallorca el Archiduque se me presentó, por fin, como un rompecabezas acaba­do. Descansé. Me dediqué a recorrer sus cami­nos y a admirarme a diario con sus miradores. El mirador de las Animas. Las almenas. El de Ses Pites. El d.e Sa Torta. En Praga no había visto la correspondencia del Archiduque niño, que esta­ban en Brandeis. La estaban archivando y trasla­dando desde la biblioteca del castillo al Archivo Nacional. Me prometieron mandarme fotoco­pias de las cartas que pudieran tener interés para mí. Esas fotocopias no podían pasar por la adua­na como algo de interés histórico, por lo que tu­vimos que hacer ver que eran referentes a las Baleares. Cualquier cosa y ninguna. Detalles, excusas, datos, notas, congresos y olvidos. Todo servía y había sumado lo suficiente, aunque las fotocopias, o microfilms, tardaron en llegar y así se demoró la redacción final del libro otro par de años. Pero ya era igual. Eran años que iban en zig-zag ... cuando por fin me decidí a terminarlo, me di cuenta de que me sobraba material. Había que decidir entre novelado o conservar todas aquellas notas desordenadas, traspapeladas a ve-

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ces por culpa de mi carácter o del tiempo y orga­nizar un texto erudito bien provisto de notas y apéndices. Decidí ser realista, objetivo: escribir un libro de viajes, un dietario, una miscelánea. Un poco lo mismo que yo. Me puse a hacerlo, a acotar, a redactar, a barnizar el rompezabezas. Se diseccionaba el trabajo o las horas, los mo­mentos, el tiempo. Se diseccionaba una vida, una vida archiducal, explayándola; la vida de un príncipe excéntrico gracias al cual también yo lo había podido ser algunos días. Y era todo evoca­dor, melancólico y un poco triste. Postales que llegan en días de lluvia, sugerentes: el monu­mento a Rosetti en Trieste; el consabido Cupido arrancando una rosa; Génova, Monte Galletto y la casa del capitán Enrico María D' Albertis, que llegaba a veces con su barco hasta Miramar y disparaba una salva de saludo; y la postal de la Court Street de Fakenham con muchas señoras con sombrillas y hombres en bicicleta. El viejo álbum.

Cuando por fin tuve el libro impreso entr(;! las manos era algo que ya había dejado de pertene­cerme. Nunca volveré a cruzarme con el capitán d' Albertis ni veré cómo Catalina Homar dirige la vendimia, ni cómo Antonietta Lancerotto va ocupando su lugar en el afecto archiducal. No veré a la condesa Venazze, la primera mujer de Antonio Vives, morir de melancolía, ni a Rosita Colorado soñando viajes exóticos. El personaje está ya parido, hasta, quizás, enterrado. Sola­mente me queda contar lo que nunca se acaba de contar: cómo fue concebido y cómo me revi­ve algunas tardes, cuando el sol se pone en Son Galcerán y los animales se retiran bu- ecólicos, todos al mismo tiempo. Recor-dando eclipses de luna.

Vendimia L E en a staca con Catali11a.

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