tips y dossier para lectoras voluntarias

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Algunos tips para narrar cuentos Hola, mi nombre es Andrea y Coordino el área de Letras en la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad. Aquí les dejo algunos consejos para narrar en voz alta, tanto a los niños, como a los adultos. Más adelante hay un dossier de cuentos. Son algunos de los posibles, pueden elegir otros, los que más les gusten, les motiven, les traigan a ustedes buenos recuerdos o piensen que pueden ser buenos disparadores. El otro día les recomendé Los dueños del mundo, de Eduardo Sacheri. No lo pude encontrar en PDF, pero no es un libro caro, está publicado por Alfaguara. Otro hermosísimo cuento es “Un recuerdo navideño” de Truman Capote. Se los recomiendo especialmente, aunque no para la acción del 25, porque es un tanto largo, sin embargo es bellísimo. Si alguna tiene dudas o quiere hacerme una consulta, les dejo mi mail: [email protected] Les deseo mucha suerte y les agradezco que regalen su tiempo a este proyecto; les aseguro que leer a otros les va a alegrar el día y a calentar el alma. Adultos Buscar un lugar cómodo, alejado de los sitios de tránsito y de los televisores u otros dispositivos. Acercarse a los escuchas para establecer complicidad. Si fuera posible, establecer algún tipo de contacto físico (estrechar el hombro, la mano) Abrir la boca, modular bien. Leer pausado, estableciendo contacto visual con el que escucha. Tomar aire en el estómago, respirar, no forzar la garganta (pueden llevarse agua). Hacer las pausas que hagan falta para crear expectativas. No duden en llevar objetos que ayuden a la lectura (elementos que tengan que ver con el cuento y con los que puedan introducir al relato, por ejemplo un cofre, un pañuelo, un sombrero, etc.) 1

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Algunos tips para narrar cuentos

Hola, mi nombre es Andrea y Coordino el área de Letras en la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad. Aquí les dejo algunos consejos para narrar en voz alta, tanto a los niños, como a los adultos. Más adelante hay un dossier de cuentos. Son algunos de los posibles, pueden elegir otros, los que más les gusten, les motiven, les traigan a ustedes buenos recuerdos o piensen que pueden ser buenos disparadores. El otro día les recomendé Los dueños del mundo, de Eduardo Sacheri. No lo pude encontrar en PDF, pero no es un libro caro, está publicado por Alfaguara. Otro hermosísimo cuento es “Un recuerdo navideño” de Truman Capote. Se los recomiendo especialmente, aunque no para la acción del 25, porque es un tanto largo, sin embargo es bellísimo. Si alguna tiene dudas o quiere hacerme una consulta, les dejo mi mail: [email protected] Les deseo mucha suerte y les agradezco que regalen su tiempo a este proyecto; les aseguro que leer a otros les va a alegrar el día y a calentar el alma.

Adultos

Buscar un lugar cómodo, alejado de los sitios de tránsito y de los televisores u otros dispositivos.

Acercarse a los escuchas para establecer complicidad. Si fuera posible, establecer algún tipo de contacto físico (estrechar el hombro, la mano)

Abrir la boca, modular bien. Leer pausado, estableciendo contacto visual con el que escucha. Tomar aire en el estómago, respirar, no forzar la garganta (pueden llevarse agua). Hacer las pausas que hagan falta para crear expectativas. No duden en llevar objetos que ayuden a la lectura (elementos que tengan que ver con el

cuento y con los que puedan introducir al relato, por ejemplo un cofre, un pañuelo, un sombrero, etc.)

No duden en dejar su propia experiencia como relato (una anécdota personal, por ejemplo) Es posible todo tipo de experiencia lectora y creadora (cambiar el final, poner un personaje en

otro tiempo, preguntarse qué hubiera pasado si tal personaje no hacía lo que hizo). Inviten a los abuelos a contar sus experiencias. Elijan un cuento que los motive… algo que les guste.

Narrar en voz alta un relato a un niño o a un adulto supone una actividad de gran valor intelectual, cognitivo y emocional, que todo padre o educador debe poner en práctica. Crea complicidad y estrecha vínculos afectivos.   Sin duda, para muchos de nosotros el ritual de nuestros padres o abuelos de leernos un cuento es uno de los recuerdos más entrañables de nuestra infancia. Pero leer a temprana edad no sólo es importante como experiencia hacedora de recuerdos, también:

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Cuanto antes entren los libros a formar parte de la vida de un niño, mejor, lo que abrirá las puertas para generar el hábito lector.

Los cuentos estimulan la fantasía, la sensibilidad, la memoria y la expresión. Ayudan a desarrollar el lenguaje, ampliando vocabulario, modelos expresivos nuevos y

disipando dudas de construcción gramatical, además de despertar el intelecto, aumentando la percepción y la capacidad de comprender.

Los niños aprenden a escuchar con atención y a ser pacientes, elementos primordiales para el aprendizaje.

Los cuentos mejoran el conocimiento espacio-temporal (dónde y cuándo sucede, qué ocurre antes y qué después…).

Fomentan la empatía o capacidad de ponerse en lugar del otro. Transmiten valores como la constancia, la amistad, la modestia, la honestidad, la lealtad, etc. Enseñan a identificar emociones como el miedo, el amor, la frustración, la ira, la envidia o el

deseo. El niño se identifica con personajes y situaciones de las historias, lo cual le ayuda a afrontar

retos y miedos con una visión más amplia. Asimismo, le facilita la resolución de problemas. Todo niño desea la atención de sus padres y pasar tiempo con ellos, y el rato de contar un

cuento incrementa la comunicación y la confianza entre ambos, lo que a la larga también mejora la autoestima del pequeño.

Cualquiera puede detenerse un instante y sentarse a leer o inventar un cuento. Elegir la ocasión y lugar apropiados hará el momento más agradable aún.  A la hora de contar un cuento, debemos desechar la imposición al niño. Tampoco es buena idea hacerlo cuando está cansado o hambriento. Las prisas no son deseables. Algunos elementos a tener en cuenta para pasar un agradable rato de lectura en compañía:   

Escoger un lugar cómodo tanto para quien lee como para quien escucha, bien iluminado para leer. Tomar en cuenta la opinión del niño en el momento de elegir el cuento o temática. Así se implicará

desde un principio y descubriremos cuáles son sus gustos e inquietudes.

Iniciar la historia con una frase introductoria del tipo ‘Érase una vez…’, ‘En un reino muy lejano…’, ‘Hace muchos, muchos años…’. El final feliz es imprescindible.

Narrar de forma animada con buena entonación y alegría, cambiando la voz según los diferentes personajes, gesticulando si es preciso y usando onomatopeyas. Todo ello servirá para atraer la atención del niño, además de para explicar mejor la historia y fomentar la imaginación.

Estar pendiente de sus reacciones según avanza la historia. Hacer pausas para explicar algo o para cerciorarse de que está entendiendo el mensaje no supone ningún problema.

Si el niño sabe leer, unos días puede oír el cuento y otros leerlo él mismo.

Probablemente pida repetir escenas o el cuento entero, a lo que el narrador debe responder con el mismo entusiasmo que la primera vez, utilizando las mismas palabras.

Una vez finalizado, preguntar al niño sobre la historia, dónde sucede, cómo son los personajes, en qué se parecen o diferencian, si le ha gustado o no, etc.

Más tarde o al día siguiente, pedirle que dibuje algo relacionado con el cuento para que pueda expresar sus intereses o expectativas.

Enseñarle a cuidar el material (tomar los libros con las manos limpias, tratarlos con cuidado para que no sufran desperfectos, no escribir ni dibujar en ellos…) y a ser ordenado.

Existe una técnica de lectura llamada "Dialogic Reading" (Lectura de Diálogo o Lectura de Escucha y Dime) que ha sido ampliamente estudiada por 15 años, entre otros, por el destacado académico, el Dr. Grover Whitehurst, a cargo del Institute of Education Sciences, en EEUU.

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Básicamente se invita a los niños a tener un rol activo en la lectura de los cuentos, haciéndoles una serie de preguntas para que, en definitiva, poco a poco ellos se conviertan en quienes cuentan la historia. Lo que sucede es que después de varias lecturas, se intercambian los roles, vale decir el padre escucha y la niña cuenta la historia. Entonces, poco a poco la pequeña empieza a explicar lo que ve y elabora descripciones, pero lo más importante: puede anticiparse a lo que viene en la historia. En definitiva: los padres se transforman en la audiencia del niño, iniciándose un diálogo entre ambas partes que permite, entre otras cosas, desarrollar el vocabulario de los niños, lo que a su vez incide de manera positiva en las habilidades de la comprensión y en la lectoescritura en general. A ello habría que agregar el hecho de que los niños se involucren en lo que están leyendo, aprenden la estructura de la historia, nuevas palabras y que las palabras impresas tienen significado; todas las habilidades de la instrucción que le ayudarán más tarde a aprender a leer.

Tips de lectura según las edades

0 a 3 añosLea con efectos divertidos en su voz. Use su rostro, su cuerpo y su voz para hacer divertida la lectura. Use distintas voces para los distintos personajes.Sepa cuándo detenerse. Si el niño pierde interés o tiene dificultad para prestar atención, deje el libro a un lado por un rato. Unos cuantos minutos de lectura son suficientes. Si el niño no lo está disfrutando, no continúe leyendo. Hablen sobre las ilustraciones. Muéstrele las páginas y hablen sobre las ilustraciones del libro. Pídale al niño que mire las ilustraciones para que busque indicios de lo que se trata el cuento.

PreescolaresMuéstrele al niño las partes de un libro. Miren la cubierta. Comenten de qué se puede tratar el libro. Miren los números de las páginas. Mencione quién lo escribió y quien lo ilustró.Hágale preguntas. Haga comentarios sobre lo que ocurre en la historia e indique elementos en la página. Pregúntele al niño algo como: "¿Qué crees que ocurrirá después?" o "¿Qué es esto?"Permita que el niño le haga preguntas. Si le hace una pregunta, deténgase y respóndale, incluso si eso implica interrumpir el cuento. Busque la manera de mencionar cómo se relaciona la historia con la vida de su hijo.

Más tips

• Es recomendable que los cuentos contados a niños en edad sean cortos, sencillos y de argumento claro. Tal

sencillez está determinada por la brevedad del cuento así como por un vocabulario no complejo.

• Debemos considerar que cuando se ha decidido narrar un cuento a niños en edad preescolar y se usen

vocablos o frases nuevas, es necesario hacer las aclaraciones inmediatas sobre las palabras o frases que

sean difíciles o desconocidas por los niños. Así entenderán mejor la narración y tendrán la oportunidad de

incorporar estas nuevas palabras a su léxico.

• Voz flexible. Es imprescindible que el narrador posea una voz flexible, que le permita modularla de cualquier

forma para interpretar, diferenciar y dar vida a los distintos personajes que interpreta o para la reproducción

de las onomatopeyas empleadas en la narración.

• La entonación. Sirve para determinar los estados de ánimo de los personajes que intervienen en nuestra

narración. Estos estados pueden ser de irritabilidad, cansancio, felicidad, etcétera.

• Las pausas y los silencios. Le sirven al narrador para atraer la atención y crear suspenso.

• Dicción y modulación. Se hallan en función del ritmo y la melodía. Tener una buena dicción y modulación

contribuyen a un relato claro y comprensible, que se pueda gozar y disfrutar. Por lo anteriormente expresado,

es importante resaltar que el narrador debe aprender a manejar de manera adecuada su voz, ya que es uno

de los mejores recursos con los que cuenta el narrador.

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• Recursos paralingüísticos Estos son los gestos que acompañan la narración y pueden ser producidos de

manera involuntaria o voluntariamente realizados a propósito, con el fin de aproximar al espectador a la idea

que se quiere expresar; se utilizan para trasmitir ideas y sentimientos.

• Humildad. Por ser la narración un acto de servicio, se requiere de una actitud de sencillez, que nos permita

olvidarnos de nosotros mismos ya que al olvidarse de un lucimiento personal esto nos permitirá dar vida a los

diferentes personajes que se requieran interpretar.

• Sencillez en la vestimenta. El narrador debe poseer cierto grado de sencillez en la vestimenta y accesorios

que utilice, ya que si éstos son demasiados llamativos, pueden distraer la atención del público.

• Evitar hacer ademanes innecesarios. Se debe evitar hacer ademanes que no tengan nada que ver con la

narración.

A continuación se mencionan algunas dinámicas:

• Preguntar. La reflexión acerca de la narración permite que los niños aprendan a preguntar.

• Escuchar. Es necesario que a los niños, mientras están escuchando un cuento, les enseñemos a moderar

sus impulsos por hacer alguna otra cosa y también aprendan a escuchar.

• Comentar. Al momento de escuchar un cuento el niño aprende a hablar y respetar la palabra de otros

cuando escucha. Sin embargo, es comentando como el niño aprende a expresar sus ideas de forma

ordenada.

• Ilustrar. Se recomienda que el niño dibuje lo que le gustó del cuento, así tiene la oportunidad de manifestar

sus emociones

• Representar. Es recomendable que a los niños se les permita representar alguna historia que ya hayan

escuchado anteriormente, ya que de esta forma los niños la trasportan al presente.

• Inventar. Se puede permitir que los niños den rienda suelta a su imaginación e inventar su propio cuento o

bien decidir diferentes finales para un mismo cuento o bien contar la historia con diversas variantes.

Dossier de Cuentos

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FIACÚN, EL ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS (por Roberto Arlt)Ensalzaré con esmero al benemérito "fiacún". Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún", a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos setenta y un años después me levantarán una estatua. No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez: -¡Hoy estoy con "fiaca"!. De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error. Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo. Y sin embargo a primera vista parece que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda. Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri. La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgarro físico originado por la falta de alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años. Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabra mencionada. Y algunas más. Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la "fiaca" encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara. En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión del almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros,

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carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la follia", o sea "darse cuenta". Curioso es el fenómeno, pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rostro". ¿A qué no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rostro"? Pues hacer el rostro, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rostro", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro. Volvamos con esmero al benemérito "fiacún". Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, de dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos. Esos muchachos era los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándolos de la función. Bueno, estos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con gesto huído, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una esquina o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el término. Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza. Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenún", sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública y privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta: -¿Estás con "fiaca"? Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo,

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mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.

EL CIERVO ESCONDIDO (por Tradicional de Oriente)Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer: -Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador. -Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la mujer. -Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó? Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador: -Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan. El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo: -¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?

UN AMANTE TACAÑO (por O. Henry)En el Gran Almacén había tres mil chicas. Masie era una de ellas. Tenía dieciocho años y era vendedora en la sección de guantes de caballero. Allí fue donde aprendió a distinguir dos variedades de seres humanos: la

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de los caballeros que se compran los guantes en almacenes, y la de las mujeres que les compran guantes a caballeros desafortunados. Además de tan vasto conocimiento acerca de la especie humana, Masie había adquirido información por otras vías. Había prestado oídos a la sabiduría promulgada por las 2999 chicas restantes, y la había almacenado en un cerebro que era tan cauto y reservado como el de un gato maltés. Es posible que la Naturaleza, previendo que iban a faltarle sabios consejeros, hubiese mezclado el ingrediente salvador de la perspicacia junto con su belleza, tal como ha dotado al zorro plateado de una piel de inapreciable valor al tiempo que le ha dado una astucia superior a la de los otros animales. Porque Masie era muy guapa. Tenía el pelo de un rubio intenso, y poseía la serena elegancia de la dama que hace pasteles de mantequilla en un escaparate. Permanecía de pie detrás del mostrador en el Gran Almacén; y cuando uno cerraba la mano sobre la cinta métrica para saber su talla de guantes recordaba a Hebe, y al mirarla de nuevo uno se preguntaba cómo habría logrado apoderarse de los ojos de Minerva. Cuando el jefe de planta no estaba mirando, Masie mascaba tutti–frutti; cuando miraba, levantaba la vista como quien está contemplando las nubes y sonreía melancólicamente. Esa es la sonrisa de la dependienta, y yo incito al lector a rehuirla a menos que se encuentre bien fortalecido por callosidades en el corazón, caramelos y una simpatía especial hacia las cabriolas de Cupido. Aquella sonrisa pertenecía a las horas de recreo de Masie y no al almacén, pero el jefe de planta se merece la suya. Es el Shylock de los almacenes. Cuando aparece olisqueándolo todo, el puente de su nariz es un pontazgo. Los ojos se le vuelven viscosos cuando mira a una chica guapa. Claro que no todos los jefes de planta son así. Hace apenas unos días apareció en el periódico la noticia de que había uno que pasaba de los ochenta años. Un día, Irving Carter, pintor, millonario, viajero, poeta y automovilista, entró casualmente en el Gran Almacén. Tenemos hacia él la obligación de añadir que aquella visita no fue voluntaria. El deber filial lo agarró por el cuello y lo arrastró hacia dentro, mientras su madre mariposeaba entre las estatuillas de bronce y terracota. Carter se dirigió a grandes zancadas hacia el mostrador de los guantes con objeto de matar unos minutos en aquella sección. Su necesidad de guantes era genuina; se había olvidado sacar un par a la calle. Pero su acción no necesita ser disculpada, porque nunca había oído hablar de los flirteos del mostrador de guantes. Mientras se acercaba a su destino, tuvo un momento de duda, súbitamente consciente de aquella faceta desconocida de la profesión menos respetable de Cupido. 

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Tres o cuatro tipos chabacanos, vestidos con estridencia, se apoyaban en los mostradores, luchando con aquellos cubremanos que les servían de intermediarios, mientras las chicas, entre risitas nerviosas, arrancaban vivaces acordes para sus contrincantes en la tirante cuerda de la coquetería. Carter había retrocedido, pero ya había llegado demasiado lejos. Masie lo miraba de frente detrás de su mostrador, con una mirada interrogante en los ojos, tan fría, hermosa y cálidamente azul como el destello del sol de verano sobre un iceberg a la deriva por los mares del Sur. Y entonces Irving Carter, pintor, millonario y todo lo demás, sintió que un cálido rubor le subía a su rostro de aristocrática palidez. Pero no era por timidez. Aquel rubor tenía un origen intelectual. Supo en un instante que se encontraba formando parte de las filas de jóvenes hechos en serie que pretendían a las chicas que les atendían entre risitas tras los otros mostradores. Él mismo se apoyó en la madera de roble de aquel punto de cita elegido por un Cupido cockney, con el corazón anhelando los favores de una dependienta de guantes. No era más que Bill o Jack o Mickey. Y de repente sintió hacia ellos una súbita tolerancia y un regocijante y valiente desprecio por las convenciones de las que se había alimentado, así como una irrevocable determinación de poseer a aquella criatura perfecta. Cuando los guantes estuvieron pagados y envueltos, Carter se demoró unos instantes. Los hoyuelos se hicieron más profundos en la boca de damasco de Masie. Todos los caballeros que compraban guantes remoloneaban de igual forma. Dobló un brazo, que parecía el de Psique a través de la manga de su blusa, y apoyó un codo en el borde de la vitrina. Carter no se había encontrado nunca hasta entonces en una situación de la que no hubiese sido dueño absoluto. Pero ahora su torpeza, allí de pie, era mucho mayor que la de Bill o Jack o Mickey. No tenía posibilidad alguna de conocer a aquella muchacha en sociedad. Su mente luchó por recordar la naturaleza y costumbres de las dependientas según sus lecturas o lo que había oído contar. En cierta forma se había hecho la idea de que a veces no se mostraban muy estrictas en su exigencia de formalidad respecto a los habituales métodos de presentación. El corazón le latió con fuerza al pensar en proponerle una cita informal a aquel ser adorable y virginal. Pero el tumulto de su corazón le dio coraje. Después de unos cuantos comentarios amables y bien recibidos sobre temas generales, dejó caer su tarjeta sobre el mostrador junto a la mano de la muchacha. -Hará el favor de disculparme -dijo- si me muestro demasiado atrevido, pero espero sinceramente que me conceda usted el placer de volver a

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verla. Aquí tiene mi nombre, y le aseguro que es con todo mi respeto que le pido el favor de convertirme en uno de sus ami... de sus conocidos. ¿Puedo esperar ese privilegio? Masie conocía a los hombres, sobre todo a los que compran guantes. Lo miró sin vacilación y con franqueza, y con una sonrisa en los ojos le dijo: -Claro que sí. Creo que es usted perfectamente correcto. Sin embargo, no acostumbro salir con caballeros desconocidos. No me parece que sea muy decente para una dama. ¿Cuándo querría volver a verme? -Lo antes posible -respondió Carter-. Si me permitiese ir a buscarla a su casa, yo... -Masie se rió musicalmente. -¡No, por Dios! -exclamó-. ¡Si viera usted nuestro piso! Vivimos cinco en tres habitaciones. ¡Me gustaría ver la cara que pondría mamá si se me ocurriese llevar allí a un caballero! -Entonces, en cualquier lugar -dijo el enamorado Carter- que a usted le parezca apropiado. -Mire -sugirió Masie, con súbita inspiración en su rostro atractivo como un melocotón-, creo que la noche del jueves me vendrá bien. ¿Qué le parece si nos vemos en la esquina de la Octava Avenida con la calle Cuarenta y Ocho a las siete y media? Vivo cerca de esa esquina. Pero tengo que volver a las once a casa. Mamá nunca me deja llegar después de esa hora. Carter le prometió agradecido acudir a la cita y luego volvió apresuradamente junto a su madre, que lo estaba buscando para que le diese el visto bueno a su compra de una Diana de bronce. Una dependienta, de ojos pequeños y nariz obtusa, corrió junto a Masie con una sonrisa de amistosa malicia. -¿Has tenido éxito con sus nudillos, Masie? -preguntó con familiaridad. -El caballero me ha pedido permiso para verme -contestó Masie, dándose importancia, mientras deslizaba la tarjeta de Carter en el escote. -¡Permiso para verte! -repitió la de los ojillos, con una risa disimulada-. ¿Y dijo algo acerca de una cena en el Waldorf y un paseo en su coche después? 

-¡Cállate ya! -repuso Masie con cansancio-. Ni que te hubieras pasado la vida entre cosas elegantes. Se te ha hinchado la cabeza desde que aquel aguador te llevó a un figón chino. No, no mencionó el Waldorf en ningún momento, pero en su tarjeta hay una dirección de la Quinta Avenida, y si me invita a cenar puedes apostar lo que quieras a que el camarero que nos atienda no llevará coleta. Mientras Carter se alejaba del Gran Almacén en compañía de su madre conduciendo su bólido eléctrico, se mordía el labio con un sórdido dolor en el corazón. Sabía que el amor había llegado a él por vez primera en

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sus veintinueve años de vida. Y que el objeto de sus desvelos hubiese aceptado tan rápidamente una cita con él en una esquina de la calle, aun cuando se tratara de un paso hacia sus deseos, le torturaba con recelos. Carter no conocía a las dependientas. No sabía que su casa es casi siempre una habitación diminuta casi inhabitable, o bien un domicilio lleno hasta rebosar de parientes y amigos. Las esquinas son su recibidor, el parque su salón, la avenida su paseo por el jardín y, sin embargo, la mayor parte de ellas son tan inviolables dueñas de M. mismas como lo es mi esposa encerrada en su cámara llena de tapices. Una tarde, al anochecer, dos semanas después de su primer encuentro, Carter y Masie caminaban del brazo hacia un pequeño parque débilmente iluminado. Encontraron un banco, bajo la sombra de un árbol y bastante apartado, y se sentaron allí. Por primera vez el brazo de él la rodeó suavemente. La cabeza de dorado bronce de Masie se deslizó para apoyarse sobre su hombro. -¡Qué bien...! -suspiró Masie agradecida-. ¿Cómo no se te ha ocurrido esto antes? -Masie -dijo Carter con serenidad-, creo que sabes que te quiero. Te pido con toda sinceridad que te cases conmigo. Ya me conoces bien a estas alturas para no dudar de mí. No me importa nuestra diferencia de nivel social. -¿Qué diferencia? -preguntó Masie con curiosidad. -Bueno, ninguna en realidad -dijo rápidamente Carter-, excepto la que hay en la mente de los tontos. Puedo ofrecerte una vida llena de lujos. Mi posición social está fuera de toda duda, y mis medios económicos son muy holgados. -Todos dicen eso -replicó Masie-. Es el cebo que ponen todos. Supongo que en realidad trabajas en una tienda de manjares exquisitos o juegas a las carreras. No soy tan ingenua como parezco. -Puedo suministrarte cuantas pruebas quieras -ofreció Carter amablemente-. Y te quiero, Masie. Me enamoré de ti desde el primer día. -A todos les pasa igual -dijo Masie con una risa divertida-, según dicen. Si encontrase un hombre que se prendase de mí al tercer día creo que me pegaría a él como una lapa. -No digas esas cosas, por favor -suplicó Carter-. Escúchame, amor mío. Desde la primera vez que te miré a los ojos, has sido para mí la única mujer del mundo. -¡Venga, no me tomes el pelo! -sonrió Masie-. ¿A cuántas chicas más les has dicho lo mismo? Pero Carter insistió. Y a la larga acabó por llegar a la frágil y emocionada alma de la dependienta, que se escondía en algún lugar profundo de su

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adorable regazo. Sus palabras penetraron el corazón cuya enorme ligereza era su armadura más segura. Ella lo miró con ojos penetrantes y un cálido rubor apareció en sus frescas mejillas. Temblando, temerosa, cerró sus alas de mariposa nocturna, y parecía dispuesta a posarse sobre la flor del amor. Un débil y trémulo resplandor de vida y sus posibilidades al otro lado de su mostrador de guantes amaneció sobre ella. Carter notó el cambio y aprovechó la ocasión. -Cásate conmigo, Masie -susurró suavemente- y nos marcharemos de esta horrible ciudad a otras más hermosas. Olvidaremos el trabajo y los negocios, y la vida será una vacación eterna. Sé dónde quiero llevarte, he estado allí muchas veces. Piensa en una costa en la que el verano es eterno, donde las olas se rizan sin cesar sobre la preciosa playa y la gente es feliz y libre como los niños. Zarparemos hacia esas costas y nos quedaremos allí todo el tiempo que tú quieras. En una de esas ciudades remotas hay palacios grandiosos y magníficos, y torres llenas de hermosos cuadros y estatuas. Las calles de esa ciudad son de agua, y se viaja por ellas en... -Sí, ya lo sé -interrumpió Masie, irguiéndose de repente-. En góndolas. -SÍ., eso -sonrió Carter. -Ya me parecía a mí -dijo Masie. -Y luego -prosiguió Carter- viajaremos por todas partes y veremos todo cuanto queramos de este mundo. Después de las ciudades de Europa visitaremos la India y las ciudades antiguas de allí, y montaremos en elefante y veremos maravillosos templos hindúes y brahmánicos, y los jardines japoneses, y las caravanas de camellos, y las carreras de carros de Persia, y todas las curiosas panorámicas de los países extranjeros. ¿No crees que te gustará, Masie? Masie se puso en pie. -Me parece que será mejor que nos vayamos a casa -dijo con frialdad-. Se está haciendo tarde. Carter la complació. Había llegado a conocer su volubilidad, sus cambios de humor, sus asperezas, y sabía que era inútil intentar combatirlos. Pero sintió una cierta felicidad triunfante. Había logrado atrapar por unos instantes, aunque pendida de un hilo de seda, el alma de su salvaje Psique, y la esperanza se había fortalecido en su interior. Por un momento, ella había plegado sus alas y su mano fresca se había posado sobre la suya. Al día siguiente, en el Gran Almacén, la compañera de Masie, Lulú, la acorraló en una esquina del mostrador. -¿Cómo van las cosas entre tú y tu elegante amigo? -preguntó. -¿Ese? -dijo Masie tocándose los rizos laterales-. Ya no tiene nada que hacer. A ver, Lulú, ¿qué crees tú que quería ese tipo que hiciera yo? -¿Que te metieras en la farándula? -aventuró Lulú sin aliento. 

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-Qué va; ese individuo es demasiado barato para eso. ¡Pretendía que me casara con él y que bajásemos a Coney Island para el viaje de novios! 

JUANSADAS (por Elsa Bornemann)Había una vez un perro que tenía un hombre que se llamaba Juan. Digo que el perro tenía al hombre y no el hombre al perro porque —ciertamente— era así. El dueño del hombre era el mismísimo perro, un bello afgano color champán, al que habían bautizado «Sacha von Mirosnikov» —según constaba en los documentos suscriptos el día en que Juan lo había comprado— y que familiarmente respondía al nombre de Pucho. Si bien se afirma que los afganos no suelen ser animales demasiado dotados —salvo en su aspecto físico— este Pucho era la excepción a la regla. Ya de cachorro había empezado a demostrar sus naturales condiciones de líder (líder únicamente de Juan, claro, pero líder al fin). El caso es que apenas cumplido su primer año Pucho se había convertido en el verdadero patrón de Juan. No podía comparárselo con el autoritario patrón humano que el muchacho debía soportar en la empresa en la que trabajaba ya que al menos el treinta de cada mes éste retribuía su paciencia con un sueldo bastante generoso, mientras que del Pucho sólo obtenía cansados lengüetazos a cambio de tanta devoción como le rendía. Pruebas de su devoción (entre muchísimas otras que me resultaría fatigoso describir): — Juan planificaba todas sus actividades y las cumplía o no de acuerdo con el estado de ánimo de su perro. Por ejemplo, era capaz de faltar al trabajo o de cancelar una cita importante si antes de salir de su casa creía detectar un lastimero «¡No me abandones!» en la mirada del Pucho. En esas ocasiones, le redoblaba las raciones de comida y bailaba, saltaba, brincaba, andaba por los aires y se movía con mucho donaire alrededor de su animal, hasta que le parecía que el desganado le regalaba su mejor sonrisa. — Juan sólo volvía a recibir en su casa a las contadísimas personas que lograran conquistarse la simpatía de su perro a primer ladrido, quiero decir, a primera vista (vista del de cuatro patas, por supuesto...). Y como el Pucho era terriblemente celoso, apenas si toleraba la visita de dos o tres amigos de Juan... de dos o uno... bueno... de uno, en realidad, de ese único que aguantaba estoicamente sus gruñidos y las dentelladas dirigidas a sus tobillos cuando llegaba la hora de retirarse. «Hablale; explicale que pronto regresarás de visita... Decile que te espere... El pobre sufre porque te vas, quiere retenerte; por eso los mordisquitos... Decile dulcemente: “Esperame, Pucho... Esperame”, le repetía Juan a su

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único amigo, cada vez que éste se iba, esquivando —a los saltos— las filosas dentelladas del perro e invariablemente con algunas rasgaduras en las botamangas de sus pantalones. — Juan se había transformado en un perfecto solterón, rotos sus compromisos de matrimonio con sucesivas señoritas que no le habían caído en gracia al exigente animal. «Si él las rechazó, por algo será...», pensaba Juan, «Su percepción de la naturaleza hu¬mana es superior a la mía... ¡Quién sabe de qué brujas me ha librado mi fiel Puchito...!» —Juan gastaba el dinero que no tenía —contrayendo pavorosas deudas— para pagar un psicoanalista. No; no para tratarse él —como seguramente estarán imaginando— sino para que el médico lo orientara con el propósito de evitarle al Pucho toda causa de stress, de frustraciones, de complejos... Concluyo con esta enumeración de pruebas de devoción porque considero que es lo suficientemente elocuente como para que necesite aclararles por qué al principio de este relato aseguré que «había una vez un perro que tenía un hombre...». Sin embargo, y por las dudas, agrego que Juan se pone taaan sentimental y dice tantas «juansadas» cuando elogia las cualidades de su animal, que me temo que éste le ordene colocarse un bozal en cualquier momento... ¡Ah...! y si acabo de aterrizar en el tiempo presente, desde el pasado en el que situé mi narración, se debe a que la singular relación entre Juan y su perro aún persiste. ¿Qué cómo lo sé? Pues porque yo soy el único testigo de la misma... ese único amigo de Juan... Y ahora los dejo. Debo volar hacia la calle con él. Por nada del mundo quiere que me pierda la quinta vuelta del hombre que hago a diario, llevado de su correa... (no me refiero a Juan —obviamente— sino a Bizcocho, mi propio perro...). Segundo «¡Ah...!»: y no se trata de que la relación con mi maravilloso can sea parecida a la de mi amigo y su insufrible mascota —nada de eso... Sucede que Bizcocho está empeñado en demostrarme que no es menos que un afgano, a pesar de su tamaño insignificante y su dudoso pedigree, y yo no soy quién para contradecirlo: lo comprendo perfectamente. A veces, se me ocurre que sólo me falta ladrar.

LA FÁBULA DE LOS CIEGOS (por Hermann Hesse)Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones

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se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos. 

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal. 

Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos. 

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores. 

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.

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CUENTO QUIEN NO TE CONOZCA QUE TE COMPRE (por Juan Valera)No nos atrevemos a asegurarlo, pero nos parece y querernos suponer que el tío Cándido fue natural y vecino de la ciudad de Carmona. 

Tal vez el cura que le bautizó no le dio el nombre de Cándido en la pila, sino que después todos cuantos le conocían y trataban le llamaron Cándido porque lo era en extremo. En todos los cuatro reinos de Andalucía no era posible hallar sujeto más inocente y sencillote. 

El tío Cándido tenía además muy buena pasta. 

Era generoso, caritativo y afable con todo el mundo. Como había heredado de su padre una haza, algunas aranzadas de olivar y una casita en el pueblo, y como no tenía hijos, aunque estaba casado, vivía con cierto desahogo. 

Con la buena vida que se daba se había puesto muy lucio y muy gordo. 

Solía ir a ver su olivar, caballero en un hermosísimo burro que poseía; pero el tío Cándido era muy bueno, pesaba mucho, no quería fatigar demasiado al burro y gustaba de hacer ejercicio para no engordar más. Así es que había tomado la costumbre de hacer a pie parte del camino, llevando el burro detrás asido del cabestro. 

Ciertos estudiantes sopistas le vieron pasar un día en aquella disposición, o sea a pie, cuando iba ya de vuelta para su pueblo. 

Iba el tío Cándido tan distraído que no reparó en los estudiantes. 

Uno de ellos, que le conocía de vista y de nombre y sabía sus cualidades, informó de ellas a sus compañeros y los excitó a que hiciesen al tío Cándido una burla. 

El más travieso de los estudiantes imaginó entonces que la mejor y la más provechosa sería la de hurtarle el borrico. Aprobaron y hasta aplaudieron los otros, y puestos todos de acuerdo, se llegaron dos en gran silencio, aprovechándose de la profunda distracción del tío Cándido, y desprendieron el cabestro de la jáquima. Uno de los estudiantes se llevó el burro, y el otro estudiante, que se distinguía por su notable desvergüenza y frescura, siguió al tío Cándido con el cabestro asido en la mano. 

Cuando desaparecieron con el burro los otros estudiantes, el que se

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había quedado asido al cabestro tiró de él con suavidad. Volvió el tío Cándido la cara y se quedó pasmado al ver que en lugar de llevar el burro llevaba del diestro a un estudiante. 

Éste dio un profundo suspiro, y exclamó: 

-Alabado sea el Todopoderoso. 

-Por siempre bendito y alabado, -dijo el tío Cándido. 

Y el estudiante prosiguió: 

-Perdóneme usted, tío Cándido, el enorme perjuicio que sin querer le causo. Yo era un estudiante pendenciero, jugador, aficionado a mujeres y muy desaplicado. No adelantaba nada. Cada día estudiaba menos. Enojadísimo mi padre me maldijo, diciéndome: eres un asno y debieras convertirte en asno. 

Dicho y hecho. No bien mi padre pronunció la tremenda maldición, me puse en cuatro pies sin poderlo remediar y sentí que me salía rabo y que se me alargaban las orejas. Cuatro años he vivido con forma condición asnales, hasta que mi padre, arrepentido de su dureza, ha intercedido con Dios por mí, y en este mismo momento, gracias sean dadas a su Divina Majestad, acabo de recobrar mi figura y condición de hombre. 

Mucho se maravilló el tío Cándido de aquella historia, pero se compadeció del estudiante, le perdonó el daño causado y le dijo que se fuese a escape a presentarse a su padre y a reconciliarse con él. 

No se hizo de rogar el estudiante, y se largó más que deprisa, despidiéndose del tío Cándido con lágrimas en los ojos y tratando de besarle la mano por la merced que le había hecho. 

Contentísimo el tío Cándido de su obra de caridad se volvió a su casa sin burro, pero no quiso decir lo que le había sucedido porque el estudiante le rogó que guardase el secreto, afirmando que si se divulgaba que él había sido burro lo volvería a ser o seguiría diciendo la gente que lo era, lo cual le perjudicaría mucho, y tal vez impediría que llegase a tomar la borla de Doctor, como era su propósito. 

Pasó algún tiempo y vino el de la feria de Mairena. 

El tío Cándido fue a la feria con el intento de comprar otro burro. 

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Se acercó a él un gitano, le dijo que tenía un burro que vender y le llevó para que le viera. 

Qué asombro no sería el del tío Cándido cuando reconoció en el burro que quería venderle el gitano al mismísimo que había sido suyo y que se había convertido en estudiante. Entonces dijo el tío Cándido para sí: 

-Sin duda que este desventurado, en vez de aplicarse, ha vuelto a sus pasadas travesuras, su padre le ha echado de nuevo la maldición y cátale allí burro por segunda vez. 

Luego, acercándose al burro y hablándole muy quedito a la oreja, pronunció estas palabras, que han quedado como refrán: 

-Quien no te conozca que te compre. 

CUENTO UNA HISTORIA SOBRE LA VERDAD (por Tradicional de Oriente)Cuentan que un rey, obsesionado por los conceptos de verdad absoluta, verdad relativa y mentira, ordenó que todo aquel que en su reino no dijera absolutamente la verdad, fuera ahorcado. 

Ese mismo día un santo con fama de loco se presentó ante el rey y dijo: -Majestad, según tu decreto, hoy me ahorcarás -y riéndose a carcajadas se marchó. 

El rey quedó completamente confundido. Si lo ahorcaba, estaría ejecutando a alguien que habría dicho la verdad. Si no lo ahorcaba, dejaría escapar a un mentiroso. 

Inmediatamente dio orden de derogar el decreto.

CUENTO DRAGóN (por Ray Bradbury)La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la

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noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes. Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada. —¡No, idiota, nos delatarás! —¡Qué importa! —dijo el otro hombre—. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo. —Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos... —¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo! —¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino. —¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa! —¡Espera, escucha! Los dos hombres se quedaron quietos. Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente. —Ah... —el segundo hombre suspiró—. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros? —¡Suficiente, te digo! —¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en que año estamos. —Novecientos años después de Navidad. —No, no —murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados—. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare! 

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—¡Si tienes miedo, ponte tu armadura! —¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados. Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza. En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío. —Mira... —murmuró el primer hombre—. Oh, mira, allá. A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón. Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle. —¡Pronto! Espolearon las cabalgaduras hasta un claro. —¡Pasará por aquí! Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos. —¡Señor! —Sí; invoquemos su nombre. En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera. —¡Dios misericordioso! La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el

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aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor. —¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho? —¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos! —¿Vas a detenerte? —Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento. —Pero atropellamos algo. El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió. Una ráfaga de humo dividió la niebla. —Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred? Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

CUENTO EL PEATóN (por Ray Bradbury)Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro. A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana. 

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de

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noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre. 

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor. 

—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma? 

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles. —¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera—. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario? 

¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. 

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso

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débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna. 

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. 

Una voz metálica llamó: 

—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva! 

Mead se detuvo. 

—¡Arriba las manos! 

—Pero... —dijo Mead. 

—¡Arriba las manos, o dispararemos! 

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas. 

—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico. 

Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres. 

—Leonard Mead —dijo. 

—¡Más alto! 

—¡Leonard Mead! 

—¿Ocupación o profesión? 

—Imagino que ustedes me llamarían un escritor. 

—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo. 

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La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja. 

—Sí, puede ser así —dijo. 

No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente. 

—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando—. ¿Qué estaba haciendo fuera? 

—Caminando —dijo Leonard Mead. 

—¡Caminando! 

—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara. 

—¿Caminando, sólo caminando, caminando? 

—Sí, señor. 

—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué? 

—Caminando para tomar aire. Caminando para ver. 

—¡Su dirección! 

—Calle Saint James, once, sur. 

—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead? 

—Sí. 

—¿Y tiene usted televisor? 

—No. 

—¿No? 

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Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación. 

—¿Es usted casado, señor Mead? 

—No. 

—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. 

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas. 

—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa. 

—¡No hable si no le preguntan! 

Leonard Mead esperó en la noche fría. 

—¿Sólo caminando, señor Mead? 

—Sí. 

—Pero no ha dicho para qué. 

—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente. 

—¿Ha hecho esto a menudo? 

—Todas las noches durante años. 

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente. 

—Bueno, señor Mead —dijo el coche. 

—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente. 

—Sí —dijo la voz—. Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par—. Entre. 

—Un minuto. ¡No he hecho nada! 

—Entre. 

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—¡Protesto! 

—Señor Mead... 

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche. 

—Entre. 

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando. 

—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... —dijo la voz de hierro—. Pero... 

—¿Hacia dónde me llevan? 

El coche titubeó, dejó oir un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos. 

—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas 

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. 

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad. —Mi casa —dijo Leonard Mead. 

Nadie le respondió. 

El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

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CUENTO CUENTO DE NAVIDAD (por Ray Bradbury)El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios. —¿Qué haremos? —¿Nada, qué podemos hacer? — ¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol! La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos. Pálido y silencioso. — Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre. —¿Qué...? —preguntó el niño. El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neyorquinos, el niño despertó y dijo: — Quiero mirar por el ojo de buey. — Todavía no --dijo el padre—. Más tarde. — Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos. — Espera un poco --dijo el padre. El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje sería feliz y maravilloso. — Hijo mío —dijo—, dentro de medía hora será Navidad. La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios. — Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo?, ¿tendré un árbol? Me lo prometisteis. — Sí, sí. todo eso y mucho más —dijo el padre. — Pero... —empezó a decir la madre. — Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto. Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía. 

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— Ya es casi la hora. — ¿Puedo tener un reloj? —preguntó el niño. Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible. — ¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo? — Ven, vamos a verlo —dijo el padre, y tomó al niño de la mano. Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía. — No entiendo. — Ya lo entenderás —dijo el padre—. Hemos llegado. Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces. — Entra, hijo. — Está oscuro. — No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá. Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. el niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar. — Feliz Navidad, hijo —dijo el padre. Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

“Un día de éstos” de Gabriel García Márquez El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no

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pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. - Papá. - Qué - Dice el alcalde que si le sacas una muela. - Dile que no estoy aquí. Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. - Dice que sí estás porque te está oyendo. El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: - Mejor. Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. - Papá. - Qué. Aún no había cambiado de expresión. - Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro. Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. - Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo. Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: - Siéntese. - Buenos días -dijo el alcalde. - Buenos -dijo el dentista. Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel

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de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de obsevar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos. - Tiene que ser sin anestesia -dijo. - ¿Por qué? - Porque tiene un absceso. El alcalde lo miró en los ojos. - Esta bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo: - Aquí nos paga veinte muertos, teniente. El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. - Séquese las lágrimas -dijo. El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondadoy una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. - Me pasa la cuenta -dijo. - ¿A usted o al municipio? El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica: - Es la misma vaina.

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“La pelota” de Felisberto HernándezCuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita –pronto para correr– yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar unos trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decíaque no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de traposería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma; me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas "patadas" me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo). En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una "patada" bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me

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miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado, pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca: había quedado chata como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda. Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su granbarriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.

“El narrador de cuentos” de Saki

Era una tarde calurosa y el coche del tren estaba sofocante como correspondía; la próxima parada era Templecombe, a una hora de viaje. Los ocupantes del compartimiento eran una niña pequeña, una más pequeña y un niño pequeño. Una tía de los niños ocupaba el asiento de una esquina, y en el rincón más alejado del otro lado, iba un señor solo que era extraño al grupo, pero las niñas pequeña y el niño se habían adueñado del compartimiento. Tanto la tía como los niños practicaban la conversación de un modo limitado y persistente, que recordaba las atenciones de una mosca casera cuando se niega a desanimarse. La mayoría de las frases de la tía parecían comenzar por “no lo hagas” y casi todo lo que decían los niños empezaba con un “¿por qué?”. El hombre solo no decía nada en voz alta.- No, Cyril, no – exclamó la tía, cuando el pequeño comenzó a golpear los cojines del asiento produciendo una nube del polvo a cada golpe.- Ven y mira por la ventana – agregó. El niño se acercó de mala gana a la ventana. - ¿Por qué están sacando esas ovejas del potrero? – preguntó.- Me parece que las están llevando a otro potrero donde hay más pasto. – dijo débilmente la tía. - Pero si hay montones de pasto en ese potrero – protestó el niño -, no hay sino pasto. Tía, hay montones de pasto.

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- Tal vez el pasto del otro potrero es mejor – sugirió la tía a la loca. - ¿Por qué es mejor? – fue la pregunta inmediata e inevitable. - ¡Mira esas vacas! – exclamó la tía. En casi todos los potreros a lo largo de la vía férrea había vacas y novillos, pero la tía hablaba como si hubiera descubierto una rareza. - ¿Por qué es mejor el pasto de otro potrero? – insistía Cyril. El hombre solo comenzó a fruncir el ceño. Era un hombre duro y desconsiderado, decidió la tía en su interior. Ella era completamente incapaz de llegar a ninguna conclusión satisfactoria sobre el pasto del otro potrero. La niña más chiquita creó una variante cuando comenzó a recitar “por el camino de Mandalay”. No sé sabía sino el primer renglón, pero hacía el máximo uso posible de sus limitados conocimientos. Repetía el renglón una y otra vez en una voz ensoñadora pero resuelta y muy audible; al hombre le parecía como si alguien le hubiera apostado a que no era capaz de decir el renglón en voz alta dos mil veces sin parar. Cualquiera que fuera quien la había apostado parecía estar perdiendo. - Vengan acá y les cuento un cuento – dijo la tía, cuando el señor la miró a ella dos veces y luego miró la cuerda de la alarma. Los niños se acercaron a la tía sin ningún interés. Era evidente que, con ellos no gozaba de gran fama como contadora de cuentos. En voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por las preguntas petulantes hechas en voz alta por sus oyentes, empezó a contar una poco animada historia, deplorablemente insulsa, sobre una niñita que era buena, y se hacía amiga de todo el mundo por lo buena que era, y al final la gente la salvaba de un toro bravo por que admiraban su carácter moral. - ¿No la hubieran salvado si no hubiera sido buena? – preguntó la más grande de las niñitas. Era exactamente la pregunta que hubiera querido hacer el hombre. - Bueno, si – admitió la tía de manera insegura -, pero no creo que hubieran corrido tan rápidamente a ayudarle si no la hubieran querido tanto.- Es el cuento más estúpido que he oído – dijo la mayor de las niñitas con inmensa convicción. - No atendí después de la primera parte, era tan estúpido – dijo Cyril. La niña más pequeña no hizo ningún comentario sobre el cuento, pero hacía rato que había vuelto a repetir en voz baja su renglón favorito. - No parece usted un éxito como contadora de cuentos – dijo de pronto el hombre desde su rincón. La tía saltó inmediatamente a defenderse del ataque inesperado. - Es un asunto muy complicado contar cuentos que los niños puedan entender y apreciar al mismo tiempo – dijo secamente.

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- No estoy de acuerdo con usted – dijo el señor. - Tal vez le gustaría contarles un cuento – fue la réplica de la tía. - Cuéntenos un cuento – le pidió la mayor de las niñas. - Había una vez – empezó el señor -, una niñita llamada Bertha, que era extraordinariamente buena. El interés de los niños, despierto durante unos instantes empezó a decaer al momento; todos los cuentos se parecían horriblemente, sin importar quien los contara. - Hacía todo lo que le decían, siempre decía la verdad, mantenía su ropa limpia, se comía las galletas como si fueran torta de bodas, se aprendía las lecciones a la perfección, y era de muy buenos modales. - ¿Era bonita? – preguntó la mayor de las niñas. - No tan bonita como ustedes – dijo el señor -, pero espantosamente buena. Hubo una ondulante reacción a favor del cuento, la palabra espantoso en conexión con la bondad era una novedad que se ensalzaba a sí misma. Parecía introducir un tono de verdad que estaba ausente de los cuentos de la tía sobre la vida infantil. - Era tan buena – continuó el señor -, que se ganó varias medallas de bondad, que siempre llevaba pegadas al vestido con alfileres. Tenía una medalla de obediencia, otra de puntualidad, y una tercera de buena conducta. Eran grandes medallas de metal y tintineaban una contra otra cuando ella caminaba. Ningún otro niño en la ciudad donde vivía tenía tantas medallas, de modo que todo el mundo sabía que ella debía ser una niña superbuena. - Espantosamente buena – repitió Cyril. - Todo el mundo hablaba de su bondad, y el príncipe del país llegó a saber de ella, y dijo que como era tan buena tenía permiso para ir una vez a la semana a pasear por el parque real, que quedaba en las afueras de la ciudad. Era un bello parque y a ningún niño se le permitía entrar, de modo que era un gran honor para Bertha que la dejaran visitarlo. - ¿Había ovejas en el parque? – preguntó Cyril. - No - dijo el señor -, no había ovejas. - ¿Por qué no había ovejas? – fue la pregunta siguiente a es respuesta. La tía se permitió una sonrisa, que hubiera podido describirse como una mueca de burla. - No había ovejas en el parque – dijo el señor -, porque la madre del príncipe había soñado que a su hijo lo mataría o una oveja o un reloj le cayera encima. Por esa razón el príncipe nunca tuvo ni ovejas en el parque ni relojes en su palacio. - ¿Al príncipe lo mató una oveja o un reloj? – preguntó Cyril.

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- Sigue vivo, de modo que no sabemos si el sueño se cumplirá – dijo el señor con tono despreocupado-, de todas maneras, no había ovejas en el parque pero sí montones de cerditos corriendo por todas partes. - ¿De qué color eran? - Negros con las caras blancas, blancos con manchas negras, negros del todo, grises con parches blancos, y algunos completamente blancos. El narrador hizo una pausa para dejar que la idea completa del parque y sus tesoros entrara en la imaginación de los niños; luego continuó: - Bertha se puso bastante triste por no encontrar flores en el parque. Les había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no cortaría ni una sola de las flores del bondadoso príncipe, y pensaba cumplir su promesa, de modo que, por supuesto, no encontrar flores que cortar la hacía sentirse tonta. - ¿Por qué no había flores? - Porque los cerdos se las habían comido todas – dijo el señor con prontitud -. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener flores y cerdos juntos, así que decidió tener cerdos y no flores. Hubo un murmullo de aprobación ante la excelente decisión del príncipe, mucha gente hubiera decidido lo contrario. - El parque tenía muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con loros preciosos que decían cosas inteligentes apenas se les hablaba, y pájaros cantores que se sabían todas las tonadas populares de moda. Bertha se paseaba de un lado a otro y gozaba inmensamente y pensaba: “Si yo no fuera tan extraordinariamente buena, no me hubieran dejado venir a este bello parque y gozar de todo lo que hay en él” y sus tres medallas tintineaban y le ayudaban a recordar lo maravillosamente buena que era. Justo en ese momento, un enorme lobo entró a merodear en el parque a ver si podía agarrar un cerdito gordo para comérselo en la cena. - ¿De qué color era? – preguntaron los niños, mientras su interés aumentaba por momentos. - De color barro por completo, con la lengua negra y unos ojos grises claros que brillaban con ferocidad indecible. Lo primero que vio en el parque fue a Bertha; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que se podía notar a gran distancia. Bertha vio que el lobo se dirigía hacia ella, y empezó a desear que nunca la hubieran dejado entrar al parque. Corrió lo más rápido que pudo, y el lobo se le vino detrás a grandes saltos. Logró llegar a un macizo de arbustos de mirto y se escondió en la parte más espesa. El lobo olfateaba entre las ramas, con la negra lengua afuera del hocico y los ojos grises claros brillantes de rabia. Bertha estaba espantosamente aterrada, y decía para sí misma: “si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría a salvo en el pueblo”. Sin embargo, el aroma del mirto era tan fuerte

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que el lobo no podía olfatear a Bertha en su escondite, y los arbustos eran tan espesos que hubiera podido buscar mucho tiempo sin encontrarla, de modo que pensó que sería mejor irse a cazar más bien un cerdito. Bertha temblaba fuertemente con el susto de tener al lobo olfateando tan cerca, y al temblar, la medalla de obediencia golpeaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo ya se marchaba cuando oyó el ruido de las medallas que tintineaban y se detuvo a escuchar; sonaron otra vez en un arbusto muy cercano. Se lanzó entre los arbustos, con un resplandor de ferocidad y de triunfo en los ojos grises claros, y arrastró a Bertha y la devoró hasta el último trocito. Todo lo que quedó de ella fueron los zapatos, pedazos de ropa, y las tres medallas ganadas por su bondad. - ¿Alguno de los cerditos murió? - No, todos se salvaron. - El cuento empezó mal – dijo la menor de las niñas -, pero tiene un final muy bonito. - Es el cuento más bonito que he oído en mi vida – dijo la mayor de las niñas, con inmensa decisión. - Es el único cuento bonito que yo he oído en mi vida – dijo Cyril. - ¡Es un cuento muy poco apropiado para niños pequeños! Usted ha socavado los efectos de años de enseñanza cuidadosa. - De cualquier modo – dijo el señor, recogiendo sus pertenencias para bajarse del vagón – los tuve quietos diez minutos, que fue más de lo que usted pudo hacer. “¡Infeliz mujer! – observó para sí mismo mientras recorría el andén de la estación de Templecombe -; durante los próximos seis meses o algo así, esos niñitos la acosarían en público para que les cuente un cuento poco apropiado.”

El regalo de los Reyes Magos (O. Henry)Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos

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departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados

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en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.La áurea cascada cayó libremente.-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.-Démelos inmediatamente -dijo Delia.Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez.Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

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A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente."Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -

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continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:-¡Oh, oh!Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

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-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

Historia del que no podía olvidar (Alejandro Dolina) El ruso Salzman tuvo muchas novias. Y a decir verdad solía dejarlas al poco tiempo. Sin embargo, jamás se olvidaba de ellas. Todas las noches sus antiguos amores se le presentaban por turno en forma de pesadilla. Y Salzman lloraba por la ausencia de ellas. La primera novia, la verdulera de Burzaco, la pelirroja de Villa Luro, la inglesa de La Lucila, la arquitecta de Palermo, la modista de iudadela. Y también las novias que nunca tuvo: la que no quiso, la que vio una sola vez en el puerto, la que le vendió un par de zapatos, la que esapareció en un zaguán antes de cruzarse con él. Después Salzman lloraba por las novias futuras que aún no habían llegado. Los hombres sabios no se burlaban del ruso pues comprendían que estaba poseído del más sagrado berretín cósmico: el hombre quería vivir todas las vidas y estaba condenado a transitar solamente por una. Aprendan a soñar los que se contentan con sacar la lotería...  

 

El tipo que pasaba por ahí (Dolina) 

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Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia. Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos. Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo. Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con este juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno.  La murga del tiempo (Dolina) Un rato antes de admitir la falsedad de un milagro, los Hombres Sabios se complacen en señalar el carácter metafórico del prodigio. Ahora bien, un milagro es la negación de una metáfora. Cuando decimos que un hombre vuela milagrosamente estamos anulando toda referencia a la poesía, a la libertad o a la independencia de costumbres.  La explicación metafórica es una cobardía propia de quienes no se atreven ni a la fe ni a la incredulidad. Los hechos milagrosos que a continuación narraremos deben ser reputados verdaderos o falsos, pero no símbolos de otros hechos. Podrá objetarse que no existe en el universo objeto alguno que no sea un símbolo, ni dictamen que no gambetee la refutación presumiendo de metafórico. En tal caso podremos decir que la objeción misma es simbólica.  Los vecinos de Flores suelen hablar del Barrio Maldito. Al parecer, es un distrito de mala suerte donde siempre ocurre lo desatinado y horrible. Personajes monstruosos garantizan la perfección de las desgracias: hay allí brujas, demonios, ogros, dragones, basiliscos y quimeras. Se asegura que nadie sale vivo.  

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Espíritus barrocos han ido añadiendo detalles. Una pared de niebla que rodea la barriada. Un guardián implacable. Una calle donde no se puede cantar. Se discute asimismo el emplazamiento real y los límites exactos del Barrio Maldito. Al oeste de la vía todos juran que queda al este. Los del sur lo suponen en el norte.Algunos lo identifican con Parque Chas. Los pedantes garantizan que el Barrio Maldito está dentro de nosotros mismos, junto con el demonio, un niño, la persona amada, etcétera.  Por esas calles funestas anda la Murga del Tiempo, también llamada Comparsa del Devenir, un grupo de bailarines zaparrastrosos que se mueven sin la menor gracia. La Murga baila todo el año, sus apariciones son sorpresivas y su canto es imposible de ser recordado, ni aun por los mismos cantores, que se ven obligados a inventar letras nuevas perpetuamente.  Pero la principal cualidad de esta comparsa se escribe así: si alguien baila con ellos ya no puede dejar de bailar, ni abandonar la murga. De este modo, el número de sus integrantes aumenta cada día. Las madres aconsejan a los niños huir ni bien oigan los bombos y los intimidan con historias espantosas de niños raptados y condenados a la repetición perpetua de un paso murguero.  Cada vez que una persona deja de aparecer por los boliches de Flores, es elegante suponer que ha sido hechizada por la Murga. Siendo que quien ve la Murga no puede evitar el baile y siendo que quien baila no puede dejar de hacerlo, está claro que la Murga no ha sido vista sino por sus propios integrantes. Esto tiñe de sospecha todos los testimonios, incluso éste. Sin embargo, la imposibilidad de cualquier desmentida permite afirmaciones audaces: las mujeres van desnudas, las carrozas vuelan, los disfraces son imposibles de quitar, los pomos lanzan Agua de Olvido.  El polígrafo de Flores Manuel Mandeb juró haber bailado durante horas con las chicas de la comparsa. Al parecer, un paso equivocado le permitió escapar. Hombre propenso, en el baile como en la vida, a salir por el lado opuesto, quedó solo levantando una pierna hacia el oriente cuando todos marchaban hacia occidente. El percance le dejó tiempo para pensar y así fue como salió rajando.  El mismo Mandeb hizo correr un rumor complicadísimo acerca de la marcha del tiempo en el interior de la Murga. Parece que hay un núcleo alrededor del cual giran los bailarines y donde suele caminar el Director. Según Mandeb, allí al tiempo marcha al revés, en dirección al pasado.

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Los cigarrillos crecen en los ceniceros. Las leyendas se transmiten de generación en generación, pero son los hijos los que las cuentan a los padres. Uno tiene el pelo cada vez más corto. Las historias de amor empiezan por el hastío.Los libertinos salen borrachos de su casa y regresan sobrios la noche anterior. Mandeb habla también de tiempos que marchan hacia el costado, con causas sin efecto, o con efectos pertenecientes a otra serie. También menciona una esquina en donde el tiempo pasa rápido y los soles del día son como guiños de luciérnaga.  Si tuviéramos la cobardía de buscar metáforas, muy pronto diríamos que la Murga es la vida, que todos bailamos en ella, que no hay modo de escapar a la sucesión, que el canto nunca se repite. Los agregados de Mandeb podrían interpretarse como contrapuntos de recuerdo en la melodía principal, y la huida del polígrafo como la eterna ilusión del hombre concreto de ser artífice de su propio destino.  Por suerte nos asiste el coraje de descreer de estas leyendas y no nos cansaremos de pregonar la inexistencia de murgas y comparsas, con toda la fuerza de nuestra voz, agitando nuestras matracas, soplando nuestras cornetas y bailando, bailando, bailando.

Breves historias (García Márquez)

I

   Un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: “¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?”.

II

   Mary Jo, de dos años de edad, está aprendiendo a jugar en tinieblas, después de que sus padres, el señor y la señora May, se vieron

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obligados a escoger entre la vida de la pequeña o que quedara ciega para el resto de su vida. A la pequeña Mary Jo le sacaron ambos ojos en la Clínica Mayo, después de que seis eminentes especialistas dieron su diagnóstico: retinoblastoma. A los cuatro días después de operada, la pequeña dijo: “Mamá, no puedo despertarme... No puedo despertarme”.

III

   Es el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde un décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

IV

   Dos exploradores lograron refugiarse en una cabaña abandonada, después de haber vivido tres angustiosos días extraviados en la nieve. Al cabo de otros tres días, uno de ellos murió. El sobreviviente excavó una fosa en la nieve, a unos cien metros de la cabaña, y sepultó el cadáver. Al día siguiente, sin embargo, al despertar de su primer sueño apacible, lo encontró otra vez dentro de la casa, muerto y petrificado por el hielo, pero sentado como un visitante formal frente a su cama. Lo sepultó de nuevo, tal vez en una tumba más distante, pero al despertar al día siguiente volvió a encontrarlo sentado frente a su cama. Entonces perdió la razón. Por el diario que había llevado hasta entonces se pudo conocer la verdad de su historia. Entre las muchas explicaciones que trataron de darse al enigma, una parecía ser la más verosímil: el sobreviviente se había sentido tan afectado por su soledad que él mismo desenterraba dormido el cadáver que enterraba despierto.

V

   El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío

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con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero, que sólo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:   —Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.

UN ELEFANTE OCUPA MUCHO ESPACIO (por Elsa Bornemann)Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento: 

Verano. Los domadores dormían en sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia. El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara en la función del día siguiente. 

-¿Te has vuelto loco, Víctor?- le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su jaula. -¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo! 

La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche: -Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nuestras selvas... 

- ¿De qué te quejas, Víctor? -interrumpió un osito, gritando desde su encierro. ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida? 

- Tú has nacido bajo la lona del circo... -le contestó Víctor dulcemente. La esposa del criador te crió con mamadera... Solamente conoces el país de los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad... 

- ¿Se puede saber para qué hacemos huelga? -gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí para allá. 

- ¡Al fin una buena pregunta! -exclamó Víctor, entusiasmado, y ahí

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nomás les explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para que el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a imitar a los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que patatín y que patatán. (Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga general...) 

- Bah... Pamplinas... -se burló el león-. ¿Cómo piensas comunicarte con los hombres? ¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma? 

- Sí -aseguró Víctor. El loro será nuestro intérprete -y enroscando la trompa en los barrotes de su jaula, los dobló sin dificultad y salió afuera. En seguida, abrió una tras otra las jaulas de sus compañeros. Al rato, todos retozaban en los carromatos. ¡hasta el león! 

Los primeros rayos de sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de su casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas anaranjadas... (los animales nunca supieron si fue por eso que el dueño del circo pidió socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...) De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio: 

- Los animales están sueltos!- gritaron acoro, antes de correr en busca de sus látigos. 

- ¡Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas!- les comunicó el loro no bien los domadores los rodearon, dispuestos a encerrarlos nuevamente. 

- ¡Ya no vamos a trabajar en el circo! ¡Huelga general, decretada por nuestro delegado, el elefante! 

- ¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente. 

- ¡Ustedes a las jaulas! -gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo detrás de los barrotes. 

La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las

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encontró cerradas por grandes carteles que anunciaban: CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES. HUELGA GENERAL DE ANIMALES. Entretanto, Víctor y sus compañeros trataban de adiestrar a los hombres: 

- ¡Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego! ¡Mantengan el equilibrio apoyados sobre sus cabezas! 

- ¡No usen las manos para comer! ¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Ladren! ¡Rujan! 

- ¡BASTA, POR FAVOR, BASTA! - gimió el dueño del circo al concluir su vuelta número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las manos-. ¡Nos damos por vencidos! ¿Qué quieren? 

El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el discurso que le había enseñado el elefante: 

- ... Con que esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y que patatín y que patatán... porque... o nos envían de regreso a nuestras selvas... o inauguramos el primer circo de hombres animalizados, para diversión de todos los gatos y perros del vecindario. He dicho. 

Las cámaras de televisión transmitieron un espectáculo insólito aquel fin de semana: en el aeropuerto, cada uno portando su correspondiente pasaje en los dientes (o sujeto en el pico en el caso del loro), todos los animales se ubicaron en orden frente a la puerta de embarque con destino al África. Claro que el dueño del circo tuvo que contratar dos aviones: En uno viajaron los tigres, el león, los orangutanes, la foca, el osito y el loro. El otro fue totalmente utilizado por Víctor... porque todos sabemos que un elefante ocupa mucho, mucho espacio... 

NOTA:Este cuento, junto con todos los incluidos en el libro titulado "Un elefante ocupa mucho espacio" fue prohibido en la época del proceso militar.

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CUENTO BALADA DE LA PRIMERA NOVIA (por Alejandro Dolina)El poeta Jorge Allen tuvo su primera novia a la edad de doce años. Guarden las personas mayores sus sonrisas condescendientes. Porque en la vida de un hombre hay pocas cosas mas serias que su amor inaugural. Por cierto, los mercaderes, los Refutadores de Leyendas y los aplicadores de inyecciones parecen opinar en forma diferente y resaltan en sus discursos la importancia del automóvil, la higiene, las tarjetas de crédito y las comunicaciones instantáneas. El pensamiento de estas gentes no debe preocuparnos. Después de todo han venido al mundo con propósitos tan diferentes de los nuestros, que casi es imposible que nos molesten. Ocupémonos de la novia de Allen. Su nombre se ha perdido para nosotros, no lejos de Patricia o Pamela. Fue tal vez morocha y linda. 

El poeta niño la quiso con gravedad y temor. No tenía entonces el cínico aplomo que da el demasiado trato con las mujeres. Tampoco tenia- ni tuvo nunca- la audacia guaranga de los papanatas. Las manifestaciones visibles de aquel romance fueron modestas. Allen creía recordar una mano tierna sobre su mentón, una blanca vecindad frente a un libro de lectura y una frase, tan solo una: - "Me gustas vos." En algún recreo perdió su amor y mas tarde su rastro. Después de una triste fiestita de fin de curso, ya no volvió a verla ni a tener noticias de ella. Sin embargo siguió queriéndola a lo largo de sus años. Jorge Allen se hizo hombre y vivió formidables gestas amorosas. Pero jamás dejo de llorar por la morocha ausente. 

La noche en que cumplía treinta y tres años, el poeta supo que había llegado el momento de ir a buscarla. Aquí conviene decir que la aventura de la Primera Novia es un mito que aparece en muchísimos relatos del barrio de Flores. Los racionalistas y los psicólogos tejen previsibles metáforas y alegorías resobadas. De ellas surge un estado de incredulidad que no es el más recomendable para emocionarse por un amor perdido. A falta de mejor ocurrencia, Allen merodeo la antigua casa de la muchacha, en un barrio donde nadie la recordaba. Después consulto la guía telefónica y los padrones electorales. Miro fijamente a las mujeres de su edad y también a las niñas de doce años. Pero no sucedió nada. Entonces pidió socorro a sus amigos, los Hombres Sensibles de Flores. Por suerte, estos espíritus tan proclives al macaneo metafísico tenían una noción sonante y contante de la ayuda. 

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Jamás alcanzaron a comprender a quienes sostienen que escuchar las ajenas lamentaciones es ya un servicio abnegado. Nada de apoyos morales ni palabras de aliento. Llegado el caso, los muchachos del Ángel Gris actuaban directamente sobre la circunstancia adversa: convencían a mujeres tercas, amenazaban a los tramposos, revocaban injusticias, luchaban contra el mal, detenían el tiempo, abolían la muerte. Así, ahorrándose inútiles consejos, con el mayor entusiasmo buscaron junto al poeta a la Primera Novia. El caso no era fácil. Allen no poseía ningún dato prometedor. Y para colmo anunció un hecho inquietante: - Ella fue mi primera novia, pero no estoy seguro de haber sido su primer novio. - Esto complica las cosas- dijo Manuel Mandeb, el polígrafo-. Las mujeres recuerdan al primer novio, pero difícilmente al tercero o al quinto. 

El músico Ives Castagnino declaro que para una mujer de verdad, todos los novios son el primero, especialmente cuando tienen carácter fuerte. Resueltas las objeciones leguleyas, los amigos resolvieron visitar a Celia, la vieja bruja de la calle Gavilán. En realidad, Allen debió ser llevado a la rastra, pues era hombre temeroso de los hechizos. - Usted tiene una gran pena- grito la adivina apenas lo vio. - Ya lo sé señora... dígame algo que yo no sepa... - Tendrá grandes dificultades en el futuro... - También lo sé... - Le espera una gran desgracia... - Como a todos, señora... - Tal vez viaje... - O tal vez no... - Una mujer lo espera... - May me va gustando... ¿Donde esta esa mujer? - Lejos, muy lejos... En el patio de un colegio. Un patio de baldosas grises. - Siga... con eso no me alcanza. - Veo un hombre que canta lo que otros le mandan cantar. Ese hombre sabe algo....Veo también una casa humilde con pilares rosados. - ¿Que más? - Nada mas... Cuanto más yo le diga, menos podrá usted encontrarla. Váyase. Pero antes pague. 

Los meses que siguieron fueron infructuosos. Algunas mujeres de la barriada se enteraron de la búsqueda y fingieron ser la Primera Novia para seducir al poeta. En ocasiones Mandeb, Castagnino y el ruso

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Salzman simularon ser Allen para abusar de las novias falsas. Los viejos compañeros del colegio no tardaron en presentarse a reclamar ecovaciones. Uno de ellos hizo una revelación brutal. - La chica se llamaba Gómez. Fue mi Primera Novia -¡Mentira! - grito Allen. - ¿Por que no? Pudo haber sido la Primera Novia de muchos. 

Entre todos lo echaron a patadas. 

Una tarde se presento una rubia estupenda de ojos enormes y esforzados breteles. Resulto ser el segundo amor del poeta. Algunas semanas después apareció la sexta novia y luego la cuarta. 

Se supo entonces que Jorge Allen solía ocultar su pasado amoroso a todas las mujeres, de modo que cada una de ellas creía iniciar la serie. 

A fines de ese año, Manuel Mandeb concibió con astucia la idea de organizar una fiesta de ex-alumnos de la escuela del poeta. Hablaron con las autoridades, cursaron invitaciones, publicaron gacetillas en las revistas y en los diarios, pegaron carteles y compraron mesas y canapés. La reunión no estuvo mal. Hubo discursos, lagrimas, brindis y algún reencuentro emocionante. Pero la chica de apellido Gómez no concurrió. Sin embargo, los Hombres Sensibles -que estaban allí en calidad de colados- no perdieron el tiempo y trataron de obtener datos entre los presentes. El poeta conversó con Inés, compañera de banco de la morocha ausente. - Gómez, claro -dijo la chica-. Estaba loca por Ferrari. Allen no pudo soportarlo. - Estaba loca por mí. - No, no... Bueno, eran cosas de chicos. 

Cosas de chicos. Nada menos. Amores sin calculo, rencores sin piedad, traiciones sin remordimiento. El petiso Cáceres declaró haberla visto una vez en Paso del Rey. Y alguien se la había cruzado en el tren que iba a Moreno. Nada más. Los muchachos del Ángel Gris fueron olvidando el asunto. Pero Allen no se resignaba. Inútilmente busco en sus cajones algún papel subrepticio, alguna anotación reveladora. Encontró la foto oficial de sexto grado. Se descubrió a sí mismo con una sonrisa de zonzo. La morochita estaba lejos en los arrabales de la imagen, ajena a cualquier drama. 

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-¡Ay, si supieras que te he llorado... ! Si supieras que me gustaría mostrarte mi hombría... Si supieras que lo que aprendí desde aquel tiempo... 

Una noche de verano, el poeta se aburría con Manuel Mandeb en una churrasquería de Caseros. Un payador mediocre complacía los pedidos de la gente. - Al de la mesa del fondo le canto sinceramente... 

De pronto Allen tuvo una inspiración. - Ese hombre canta lo que otros le mandan cantar. - Es el destino de los payadores de churrasquería. - Celia, la adivina, dijo que un hombre así conocía a mi novia... 

Mandeb copo la banca. - Acérquese, amigo. 

El payador se sentó en la mesa y acepto una cerveza. Después de algunos vagos comentarios artísticos, el polígrafo fue al asunto. 

- Se me hace que usted conoce a una amiga nuestra. Se apellida Gómez, y creo que vivía por Paso del Rey. - Yo soy Gómez - dijo el cantor-. Y por esos barrios tengo una prima. 

Después pulso la guitarra, se levanto y abandonando la mesa se largo con una décima. -Acá este amable señor conoce una prima mía que según creo vivía en la calle Tronador. Vaya mi canto mejor con toda mi alma de artista tal vez mi verso resista pa' saludar a esta gente y a mi prima, la del puente sobre el Río Reconquista. 

Durante los siguientes días los Hombres Sensibles de Flores recorrieron Paso del Rey en las vecindades del río Reconquista, buscando la calle Tronador y una casa humilde con pilares rosados. Una tarde fueron atacados por unos lugareños levantiscos y dos noches después cayeron presos por sospechosos. Para facilitarse la investigación decían vender

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sabanas. Salzman y Mandeb levantaron docenas de pedidos. Finalmente, la tarde que Jorge Allen cumplía treinta y cuatro años, el poeta y Mandeb descubrieron la casa. - Es aquí. Aquí están los pilares rosados 

Mandeb era un hombre demasiado agudo como para tener esperanzas. - No me parece, Vámonos. 

Pero Allen toco el timbre. Su amigo permaneció cerca del cordón de la vereda. - Aquí no es, rajemos. 

Nuevo timbrazo. Al rato salió una mujer gorda, morochita, vencida, avejentada. Un gesto forastero le habitaba el entrecejo. La boca se le estaba haciendo cruel. Los años son pesados para algunas personas. - Buenas tardes. - dijo la voz que alguna vez había alegrado un patio de baldosas grises. 

Pero no era suficiente. Ya la mujer estaba mas cerca del desengaño que de la promesa. Y allí, a su frente, Jorge Allen, mas niño que nunca, mirando por encima del hombro de la Primera Novia, esperaba un milagro que no se producía. - Busco a una compañera de colegio- dijo-. Soy Allen, sexto grado B, turno mañana. La chica se llamaba Gómez. 

La mujer abrió los ojos y una niña de doce años sonrió dentro suyo. Se adelantó un paso y comenzó una risa amistosa con interjecciones evocativas. Rápido como el refucilo, en uno de los procedimientos más felices de su vida, Mandeb se adelantó. - Nos han dicho que vive por aquí... Yo soy Manuel Mandeb, mucho gusto. Y apretó la mando con toda la fuerza de su alma, mientras le clavaba una mirada de suplica, de inteligencia o quizás de amenaza. Tal vez inspirada por los ángeles que siempre cuidan a los chicos, ella comprendió. - Encantada- murmuro- Pero lamento no conocer a esa persona. Le abran informado mal. - Por un momento pensé que era usted - respiro Allen-. Le ruego que nos disculpe. - Vamos - sonrió Mandeb-. La señora bien pudo haber sido tu alumna, viejo sinvergüenza... Los dos amigos se fueron en silencio. Esa noche Mandeb volvió solo a la casa de los pilares rosados. 

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Ya frente a la mujer morocha le dijo: - Quiero agradecerle lo que ha hecho... - Lo siento mucho... No he tenido suerte, estoy avergonzada, míreme... - No se aflija. Él la seguirá buscando eternamente. Y ella contestó, tal vez llorando: - Yo también. - Algún día todos nos encontraremos. Buenas noches, señora. Las aventuras verdaderamente grandes son aquellas que mejoran el alma de quien las vive. En ese único sentido es indispensable buscar a la Primera Novia. El hombre sabio deberá cuidar -eso sí- el detenerse a tiempo, antes de encontrarla. El camino esta lleno de hondas y entrañables tristezas. Jorge Allen siguió recorriéndolo hasta que el mismo se perdió en los barrios hostiles junto con todos los Hombres Sensibles. 

Vendrán las lluvias suaves (Ray Bradbury)

En el living, cantaba el reloj con voz: "tic-tac, las siete, arriba, ¡las siete!" como si temiera que nadie se levantara. Esa mañana la casa estaba vacía.El reloj continuó con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. "Las siete y uno, el desayuno, ¡las siete y uno!"En la cocina, el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido interior ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos, dieciséis tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca."Hoy es 4 de agosto de 2026", dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina, "en la ciudad de Allendale, California". Repitió la fecha tres veces para que todos la recordaran. "Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario del casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y electricidad".En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos."Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, ¡ocho y uno!" Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó suavemente: "Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy..." Y la lluvia caía sobre la casa vacía, despertando ecos.Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado. Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.

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A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra. Una pala de aluminio los llevo a la pileta, donde recibieron un chorro de agua caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el distante mar. Los platos sucios cayeron en la lavadora caliente y salieron perfectamente secos."Nueve y quince", cantó el reloj, "hora de limpiar".De los reductos de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños animales de la limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones. Golpeaban contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras, absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores, volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se esfumaron. La casa estaba limpia."Las diez". Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie. Durante la noche, la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros de distancia."Las diez y quince". Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas, llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca. Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.Quedaban las cinco zonas de pintura; el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una delgada capa de carbón.El suave rociador llenó el jardín de luces que caían.Hasta ese día, cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había preguntado: "¿Quién anda? ¿Contraseña?", y al no recibir respuesta de los zorros solitarios y de los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las persianas con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi lindante con la paranoia mecánica.La casa se estremecía con cada sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, la persiana se levantaba de golpe. ¡El pájaro, sobresaltado, huía! ¡No, ni siquiera un pájaro debía tocar la casa!La casa era un altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y atendían, en grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión continuaba, sin sentido, inútil.

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"Las doce del mediodía".Un perro aulló, temblando, en el pórtico de entrada.La puerta del frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y fornido, en ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa y la recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones, enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.Porque ni un fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de inmediato los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran capturados de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus madrigueras. De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un incinerador.El perro subió corriendo la escalera, aullando histéricamente ante cada puerta, comprendiendo por fin, lo mismo que comprendía la casa, que allí sólo había silencio.Husmeó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, el horno estaba haciendo panqueques que llenaban la casa de un olor apetitoso mezclado con el aroma de la miel.El perro echó espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos enrojecidos. Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un frenesí, y cayó muerto. Estuvo una hora en el living."Las dos", cantó una voz.Percibiendo delicadamente la descomposición, los regimientos de ratones salieron silenciosamente, como hojas grises en medio de un viento eléctrico..."Las dos y quince".El perro había desaparecido.En el sótano, el incinerador resplandeció de pronto con un remolino de chispas que saltaron por la chimenea."Las dos y treinta y cinco".De las paredes del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa, en una lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones. Apareció una exposición de Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.Pero las mesas estaban en silencio, y nadie tocaba los naipes.A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en los paneles de la pared."Cuatro y treinta"Las paredes del cuarto de los niños brillaban.Aparecían formas de animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que daban volteretas en una sustancia de cristal.

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Las paredes eran de vidrio. Se llenaban de color y fantasía. El rollo oculto de una película giraba silenciosamente, y las paredes cobraban vida. El piso del cuarto parecía una pradera. Sobre ella corrían cucarachas de aluminio y grillos de hierro, y en el aire cálido y tranquilo las mariposas de delicada textura aleteaban entre los fuertes aromas que dejaban los animales... Había un ruido como de una gran colmena amarilla de abejas dentro de un hueco oscuro, el ronroneo perezoso de un león. Y de pronto el ruido de las patas de un okapi y el murmullo de la fresca lluvia en la jungla, y el ruido de pezuñas en el pasto seco del verano. Luego las paredes se disolvían para transformarse en campos de pasto seco, kilómetros y kilómetros bajo un interminable cielo caluroso. Los animales se retiraban a los matorrales y a los pozos de agua.Era la hora de los niños."Las cinco". La bañera se llenó de agua caliente y cristalina."Las seis, las siete, las ocho". La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por arte de magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la chimenea, donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro, con un centímetro de ceniza gris en la punta, esperando."Las nueve". Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran frías en esa zona."Las nueve y cinco". Habló una voz desde el cielo raso del estudio: "Señora Mc Clellan, ¿qué poema desea esta noche?"La casa estaba en silencio.La voz dijo por fin:"Ya que usted no expresa su preferencia, elegiré un poema al azar". Comenzó a oírse una suave música de fondo. "Sara Teasdale. Según recuerdo, su favorito..."

Vendrán las lluvias suaves y el olor a tierraY el leve ruido del vuelo de las golondrinas

El canto nocturno de los sapos en los charcosLa trémula blancura del ciruelo silvestre

Los ruiseñores con sus plumas de fuegoSilbando sus caprichos en la alambrada

Y ninguno sabrá si hay guerraNi le importará el final, cuando termine

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,Si desapareciera la humanidad

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Ni la primavera, al despertar al alba,Se enteraría de que ya no estamos.

El fuego ardía en la chimenea de piedra y el cigarro cayó en un montículo de ceniza en el cenicero. Los sillones vacíos se miraban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música. A las diez la casa comenzó a apagarse.Soplaba el viento. Una rama caída de un árbol golpeó contra la ventana de la cocina. Un frasco de solvente se hizo añicos sobre la cocina. ¡La habitación ardió en un instante!"¡Fuego!" gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de los cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces continuaban gritando al unísono: "¡Fuego, fuego, fuego!"La casa trataba de salvarse. Las puertas se cerraban herméticamente, pero el calor rompió las ventanas y el viento soplaba y avivaba el fuego.La casa cedió mientras el fuego, en diez mil millones de chispas furiosas, se trasladaba con llameante facilidad de una habitación a otra y luego subía la escalera. Mientras las ratas de agua se escurrían y chillaban desde las paredes, proyectaban su agua, y corrían a buscar más. Y los rociadores de la pared soltaban sus chorros de lluvia mecánica.Pero demasiado tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La lluvia bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había lavado los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.El fuego subía la escalera, creciendo, se alimentaba en los Picasso y los Matisse de las salas del piso alto, como si fueran manjares, quemando los óleos, tostando tiernamente las telas hasta convertirlas en despojos negros.¡El fuego ya llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los cortinados!Luego, aparecieron los refuerzos.Desde las puertas-trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con sus bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.El fuego retrocedió, como habría retrocedido hasta un elefante a la vista de una serpiente muerta. En ese momento había veinte serpientes ondulando por el suelo, matando el fuego con un claro y frío veneno de espuma verde.

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Pero el fuego era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al altillo donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía las bombas quedó destrozado.El fuego volvió a todos los armarios y las ropas colgadas en ellos.La casa se estremeció, hasta sus huesos de roble, su esqueleto desnudo se encogía con el calor, sus cables, sus nervios salían a la luz como si un cirujano hubiera abierto la piel para dejar las venas y los capilares rojos temblando en el aire escaldado. "¡Auxilio, auxilio!" "¡Fuego!" "¡Rápido, rápido!"El calor quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y las voces gemían, "fuego, fuego, corran, corran", como una trágica canción infantil.Y las voces morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.En el cuarto de los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las jirafas púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río humeante...Murieron diez voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían otros coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el pasto con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en una relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después de otro. Era una escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos, gritos, los últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a llevarse las feas cenizas... y una voz, con sublime indiferencia ante la situación, leía poemas en voz alta en el estudio en llamas, hasta que se quemaron todos los rollos de películas, hasta que todos los cables se achicharraron y saltaron los circuitos.El fuego hizo estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de chispas y humo.En la cocina, un instante antes de la lluvia de fuego y madera, pudo verse al horno preparando el desayuno en escala psicopática, diez docenas de huevos, seis panes convertidos en tostadas, veinte docenas de tajadas de panceta, que, devorados por el fuego, ponían a funcionar nuevamente al horno, que silbaba histéricamente...La explosión. El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo, el subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas, circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy abajo.Humo y silencio. Gran cantidad de humo.

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La débil luz del amanecer apareció por el este. Entre las ruinas, una sola pared quedaba en pie. Dentro de la pared, una última voz decía, una y otra vez, mientras salía el sol, iluminando el humeante montón de escombros:"Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es..."

Vecinos (Raymond Carver)Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.Arlene asintió con la cabeza.Jim le guiñó un ojo.—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!—Así lo haré — respondió Arlene.—¡Divertíos! dijo Bill.—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.Después de cenar Arlene dijo:

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—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.—Vámonos a la cama — dijo él.—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:—¡Dios mío! Bill

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Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.—¿De verdad? — respondió él.—Sí, de verdad — dijo ella.—Tuve que ir al baño — dijo él.—Tienes tu propio baño — dijo ella.—No me pude aguantar — dijo él.Aquella noche volvieron a hacer el amor.Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y

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se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.—Bueno, sí estuviste — dijo él.—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir a la casa de alguien más así. —

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Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.—Es divertido — dijo él.Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.Él se paró en medio del vestíbulo.—¿Qué clase de fotografías?—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?—En un cajón — dijo ella.—No bromeas — dijo él.Y entonces ella dijo:—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.—La llave — dijo él — Dámela.—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

Funes el memorioso (Jorge Luis Borges)Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque

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la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre

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la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera

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inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un

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desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo

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Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas… Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo

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que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

El gigante egoísta (Oscar Wilde)      CADA TARDE, A la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.      —¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.      Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.      —¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz retumbante.      Los niños escaparon corriendo en desbandada.      —Este jardín es mío. Es mi jardín propio —dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.      Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un

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cartel que decía:      “ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA      BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES“.      Era un Gigante egoísta...      Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.      —¡Qué dichosos éramos allí! —se decían unos a otros.      Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.      Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.      —La Primavera se olvidó de este jardín —se dijeron—, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.      La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.      —¡Qué lugar más agradable! —dijo—. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.      Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.      —No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.      Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.      —Es un gigante demasiado egoísta—decían los frutales.      De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.      Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus

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oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.      —¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana.      ¿Y qué es lo que vio?      Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.      —¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.      El Gigante sintió que el corazón se le derretía.      —¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.      Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.      Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.      —Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.      Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron

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ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.      Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.      —Pero, ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?      El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.      —No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.      —Díganle que vuelva mañana —dijo el Gigante.      Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.      Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.      —¡Cómo me gustaría volverle a ver! —repetía.      Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.      —Tengo muchas flores hermosas —se decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.      Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.      Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró…      Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.      Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:      —¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?      Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.      —¿Pero, quién se atrevió a herirte? —gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.      —¡No! —respondió el niño—. Estas son las heridas del Amor.      —¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

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      Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:      —Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.      Y cuando los niños llegaron  esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

Adaptaciones de cuentos hechas por Bucay

¿COMO CRECER? Un rey fue hasta su jardín y descubrió que sus árboles, arbustos y flores se estaban muriendo. El Roble le dijo que se moría porque no podía ser tan alto como el Pino. Volviéndose al Pino, lo halló caído porque no podía dar uvas como la Vid. Y la Vid se moría porque no podía florecer como la Rosa. La Rosa lloraba porque no podía ser alta y sólida como el Roble. Entonces encontró una planta, una Fresa, floreciendo y más fresca que nunca. El rey preguntó: ¿Cómo es que creces saludable en medio de este jardín mustio y sombrío? No lo sé. Quizás sea porque siempre supuse que cuando me plantaste, querías fresas. Si hubieras querido un Roble o una Rosa, los habrías plantado. En aquel momento me dije: "Intentaré ser Fresa de la mejor manera que pueda". Ahora es tu turno. Estás aquí para contribuir con tu fragancia. Simplemente mírate a ti mismo. No hay posibilidad de que seas otra persona. Podes disfrutarlo y florecer regado con tu propio amor por vos, o podes marchitarte en tu propia condena...

ANIMARSE A VOLAR ..Y cuando se hizo grande, su padre le dijo: -Hijo mío, no todos nacen con alas. Y si bien es cierto que no tienes obligación de volar, opino que sería penoso que te limitaras a caminar teniendo las alas que el buen Dios te ha dado. -Pero yo no sé volar – contestó el hijo. -Ven – dijo el padre. Lo tomó de la mano y caminando lo llevó al borde del abismo en la montaña. -Ves hijo, este es el vacío. Cuando quieras podrás volar. Sólo debes pararte aquí, respirar profundo, y saltar al abismo. Una vez en el aire extenderás las alas y volarás... El hijo dudó. -¿Y si me caigo? -Aunque te caigas no morirás, sólo algunos machucones que harán más fuerte para el siguiente intento –contestó el padre. El hijo volvió al

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pueblo, a sus amigos, a sus pares, a sus compañeros con los que había caminado toda su vida. Los más pequeños de mente dijeron: -¿Estás loco? -¿Para qué? -Tu padre está delirando... -¿Qué vas a buscar volando? -¿Por qué no te dejas de pavadas? -Y además, ¿quién necesita? Los más lúcidos también sentían miedo: -¿Será cierto? -¿No será peligroso? -¿Por qué no empiezas despacio? -En todo casa, prueba tirarte desde una escalera. -...O desde la copa de un árbol, pero... ¿desde la cima? El joven escuchó el consejo de quienes lo querían. Subió a la copa de un árbol y con coraje saltó... Desplegó sus alas. Las agitó en el aire con todas sus fuerzas... pero igual... se precipitó a tierra... Con un gran chichón en la frente se cruzó con su padre: -¡Me mentiste! No puedo volar. Probé, y ¡mira el golpe que me di!. No soy como tú. Misalas son de adorno... – lloriqueó. -Hijo mío – dijo el padre – Para volar hay que crear el espacio de aire libre necesario para que las alas se desplieguen. Es como tirarse en un paracaídas... necesitas cierta altura antes de saltar. Para aprender a volar siempre hay que empezar corriendo un riesgo. Si uno quiere correr riesgos, lo mejor será resignarse y seguir caminando como siempre.

EL BUSCADOR Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como buscador Un buscador es alguien que busca. No necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco esa alguien que sabe lo que está buscando. Es simplemente para quien su vida es una búsqueda. Un día un buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió. Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó Kammir, a lo lejos. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras. La rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada… Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El buscador traspaso el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos eran los de un buscador, quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción … “Abedul Tare, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días”. Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra. Era una lápida, sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba

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enterrado en ese lugar… Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado, también tenía una inscripción, se acercó a leerla decía “Llamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas”. El buscador se sintió terrible mente conmocionado. Este hermoso lugar, era un cementerio y cada piedra una lápida. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo contactó con el espanto, fue comprobar que, el que más tiempo había vivido, apenas sobrepasaba 11 años. Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio pasaba por ahí y se acercó, lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar. - No ningún familiar – dijo el buscador - ¿Qué pasa con este pueblo?, ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a construir un cementerio de chicos?. El anciano sonrió y dijo: -Puede usted serenarse, no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una libreta, como esta que tengo aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de allí, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella: a la izquierda que fu lo disfrutado…, a la derecha, cuanto tiempo duró ese gozo. ¿ Conoció a su novia y se enamoró de ella? ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?…¿Una semana?, dos?, ¿tres semanas y media?… Y después… la emoción del primer beso, ¿cuánto duró?, ¿El minuto y medio del beso?, ¿Dos días?, ¿Una semana? … ¿y el embarazo o el nacimiento del primer hijo? …, ¿y el casamiento de los amigos…?, ¿y el viaje más deseado…?, ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano…?¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?… ¿horas?, ¿días?… Así vamos anotando en la libreta cada momento, cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido.

EL ELEFANTE ENCADENADO Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enrome bestia hacia despliegue de su tamaño, peso y fuerza descomunal... pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas clavada a una pequeña estaca

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clavada en el suelo. Sin embargo, la estaca era solo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye? Cuando tenía 5 o 6 años yo todavía en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a algún tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: -Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo me olvide del misterio del elefante y la estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta. Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta: El elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde muy, muy pequeño. Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró, sudó, tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado, y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía... Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no se escapa porque cree -pobre- que NO PUEDE. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...

EL OSOEsta historia habla de un sastre, un zar y su oso. Un día el zar descubrió que uno de los botones de su chaqueta preferida se había caído. El zar era caprichoso, autoritario y cruel (cruel como todos los que enmarañan por demasiado tiempo en el poder), así que, furioso por la ausencia del botón mandó a buscar a su sastre y ordenó que a la mañana siguiente fuera decapitado por el hacha del verdugo. Nadie contradecía al emperador de todas la Rusias, así que la guardia fue hasta la casa del sastre y arrancándolo de entre los brazos de su familia lo llevó a la mazmorra del palacio para esperar allí su muerte. Cuando, cayo el sol un guardiacárcel le llevó al sastre la última cena, el sastre revolvió el plato

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de comida con la cuchara¬ y mirando al guardiacárcel dijo – Pobre del zar. - El guardiacárcel no puedo evitar reírse - ¿Pobre del zar?, dijo pobre de ti tu cabeza quedará separada de tu cuerpo unos cuantos metros mañana a la mañana. - Si, lo sé pero mañana en la mañana el zar perderá mucho más que un sastre, el zar perderá la posibilidad de que su oso la cosa que más quiere en el mundo su propio oso aprenda a hablar. - ¿Tú sabes enseñarle a hablar a los osos?, preguntó el guardiacárcel sorprendido. - Un viejo secreto familiar... – dijo el sastre. Deseoso de ganarse los favores del zar, el pobre guardia corrió a contarle al soberano su descubrimiento: ¡¡El sastre sabía enseñarle a hablar a los osos!! El zar se sintió encantado. Mandó rápidamente a buscar al sastre y le ordenó: -¡¡Enséñale a mi oso a hablar nuestro gustaría complaceros pero la verdad, es que enseñar a hablar a un oso es una ardua tarea y lleva tiempo... y lamentablemente, tiempo es lo que menos tengo... -El zar hizo un silencio, y preguntó ¿cuánto tiempo llevaría el aprendizaje? - Bueno, depende de la inteligencia del oso... Dijo el sastre. - ¡¡El oso es muy inteligente!! – interrumpió el zar – De hecho es el oso más inteligente de todos los osos de Rusia. -Bueno, musitó el sastre... si el oso es inteligente... y siente deseos de aprender... yo creo... que el aprendizaje duraría... duraría... no menos de...... DOS AÑOS. El zar pensó un momento y luego ordenó: - Bien, tu pena será suspendida por dos años, mientras tanto tú entrenarás al oso. ¡Mañana empezarás! - Alteza - dijo el sastre – Si tu mandas al verdugo a ocuparse de mi cabeza, mañana estarán muerto, y mi familia, se las ingeniará para poder sobrevivir. Pero si me conmutas la pena, yo tendré que dedicarle el tiempo a trabajar, no podré dedicarme a tu oso... debo mantener a mi familia. - Eso no es problema – dijo el zar – A partir de hoy y durante dos años tú y tu familia estarán bajo la protección real. Serán vestidos, alimentados y educados con el dinero de la corte y nada que necesiten o deseen, les será negado... Pero, eso sí... Si dentro de dos años el oso no habla... te arrepentirás de haber pensado en esta propuesta... Rogarás haber sido muerto por el verdugo... ¿Entiendes, verdad?. - Sí, alteza. - Bien... ¡¡Guardias!! - gritó el zar –Que lleven al sastre a su casa en el carruaje de la corte, denle dos bolsas de oro, comida y regalos para sus niños. Ya... ¡¡Fuera!!. El sastre en reverencia y caminando hacia atrás, comenzó a retirarse mientras musitaba agradecimientos. - No olvides - le dijo el zar apuntándolo con el dedo a la frente – Si en dos años el oso no habla... – Alteza... - ...Cuando todos en la casa del sastre lloraban por la pérdida del padre de familia, el hombre pequeño apareció en la casa en el carruaje del zar, sonriente, eufórico y con regalos para todos. La esposa del sastre no cabía en su asombro. Su marido que pocas horas antes había sido llevado al cadalso volvía ahora, exitoso, acaudalado y exultante... Cuando estuvo a solas el

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hombre le contó los hechos. - Estás LOCO – chilló la mujer – enseñar a hablar al oso del zar. Tú, que ni siquiera has visto un oso de cerca, ¡Estás, loco! Enseñar a hablar al oso... Loco, estás loco... - Calma mujer, calma. Mira, me iban a cortar la cabeza mañana al amanecer, ahora... ahora tengo dos años... En dos años pueden pasar tantas cosas en dos años. En dos años... – siguió el sastre - se puede morir el zar... me puedo morir yo... y lo más importante... por ahí el ¡¡oso habla!!

EL TEMIDO ENEMIGO La idea de este cuento llegó a mí escuchando un relato de Enrique Mariscal. Me permití, partir de allí prolongar el cuento transformarlo en otra historia con otro mensaje y otro sentido. Así como está ahora se lo regalé una tarde a mí amigo Norbi. Había una vez, en un reino muy lejano y perdido, un rey al que le gustaba sentirse poderoso. Su deseo de poder no se satisfacía sólo con tenerlo, él, necesitaba además, que todos lo admiraran por ser poderoso, así como la madrastra de Blanca Nieves no le alcanzaba con verse bella, también él necesitaba mirarse en un espejo que le dijera lo poderoso que era. Él no tenía espejos mágicos, pero contaba con un montón de cortesanos y sirvientes a su alrededor a quienes preguntarle si él, era el más poderoso del reino. Invariablemente todos le decían lo mismo: -Alteza, eres muy poderoso, pero tú sabes que el mago tiene un poder que nadie posee: Él, él conoce el futuro. ( En aquel tiempo, alquimistas, filósofos, pensadores, religiosos y místicos eran llamados, genéricamente “magos”). El rey estaba muy celoso del mago del reino pues aquel no sólo tenía fama de ser un hombre muy bueno y generoso, sino que además, el pueblo entero lo amaba, lo admiraba y festejaba que él existiera y viviera allí. No decían lo mismo del rey. Quizás porque necesitaba demostrar que era él quien mandaba, el rey no era justo, ni ecuánime, y mucho menos bondadoso. Un día, cansado de que la gente le contara lo poderoso y querido que era el mago o motivado por esa mezcla de celos y temores que genera la envidia, el rey urdió un plan: Organizaría una gran fiesta a la cual invitaría al mago y después la cena, pediría la atención de todos. Llamaría al mago al centro del salón y delante de los cortesanos, le preguntaría si era cierto que sabía leer el futuro. El invitado, tendría dos posibilidades: decir que no, defraudando así la admiración de los demás, o decir que sí, confirmando el motivo de su fama. El rey estaba seguro de que escogería la segunda posibilidad. Entonces, le pediría que le dijera la fecha en la que el mago del reino iba a morir. Éste daría una respuesta, un día cualquiera, no importaba cuál. En ese mismo momento, planeaba el rey, sacar su espada y matarlo. Conseguiría con

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esto dos cosas de un solo golpe: la primera, deshacerse de su enemigo para siempre; la segunda, demostrar que el mago no había podido adelantarse al futuro, y que se había equivocado en su predicción. Se acabaría, en una sola noche. El mago y el mito de sus poderes... Los preparativos se iniciaron enseguida, y muy pronto el día del festejo llegó... ...Después de la gran cena. El rey hizo pasar al mago al centro y ante le silencio de todos le preguntó: - ¿Es cierto que puedes leer el futuro? - Un poco – dijo el mago. - ¿Y puedes leer tu propio futuro, preguntó el rey? - Un poco – dijo el mago. - Entonces quiero que me des una prueba - dijo el rey - ¿Qué día morirás?. ¿ Cuál es la fecha de tu muerte? El mago se sonrió, lo miró a los ojos y no contestó. - ¿Qué pasa mago? - dijo el rey sonriente -¿No lo sabes?... ¿no es cierto que puedes ver el futuro? - No es eso - dijo el mago - pero lo que sé, no me animo a decírtelo. - ¿Cómo que no te animas?- dijo el rey-... Yo soy tu soberano y te ordeno que me lo digas. Debes darte cuenta de que es muy importante para el reino, saber cuando perdemos a sus personajes más eminentes... Contéstame pues, ¿cuándo morirá el mago del reino? Luego de un tenso silencio, el mago lo miró y dijo: - No puedo precisarte la fecha, pero sé que el mago morirá exactamente un día antes que el rey... Durante unos instantes, el tiempo se congeló. Un murmullo corrió por entre los invitados. El rey siempre había dicho que no creía en los magos ni en las adivinaciones, pero lo cierto es que no se animó a matar al mago. Lentamente el soberano bajó los brazos y se quedó en silencio... Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Se dio cuenta de que se había equivocado. Su odio había sido el peor consejero. - Alteza, te has puesto pálido. ¿Qué te sucede? – preguntó el invitado. - Me siento mal - contestó el monarca – voy a ir a mi cuarto, te agradezco que hayas venido. Y con un gesto confuso giró en silencio encaminándose a sus habitaciones... El mago era astuto, había dado la única respuesta que evitaría su muerte. ¿Habría leído su mente? La predicción no podía ser cierta. Pero... ¿Y si lo fuera?... Estaba aturdido Se le ocurrió que sería trágico que le pasara algo al mago camino a su casa. El rey volvió sobre sus pasos, y dijo en voz alta: - Mago, eres famoso en el reino por tu sabiduría, te ruego que pases esta noche en el palacio pues debo consultarte por la mañana sobre algunas decisiones reales. - ¡ Majestad!. Será un gran honor... – dijo el invitado con una reverencia. El rey dio órdenes a sus guardias personales para que acompañaran al mago hasta las habitaciones de huéspedes en el palacio y para que custodiasen su puerta asegurándose de que nada pasara... Esa noche el soberano no pudo conciliar el sueño. Estuvo muy inquieto pensando qué pasaría si el mago le hubiera caído mal la comida, o si se hubiera hecho daño accidentalmente durante la noche, o si, simplemente, le hubiera llegado su hora. Bien temprano en la mañana el rey golpeó en las

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habitaciones de su invitado. Él nunca en su vida había pensado en consultar ninguna de sus decisiones, pero esta vez, en cuánto el mago lo recibió, hizo la pregunta... necesitaba una excusa. Y el mago, que era un sabio, le dio una respuesta correcta, creativa y justa. El rey, casi sin escuchar la respuesta alabó a su huésped por su inteligencia y le pidió que se quedara un día más, supuestamente, para “consultarle” otro asunto... (obviamente, el rey sólo quería asegurarse de que nada le pasara). El mago – que gozaba de la libertad que sólo conquistan los iluminados – aceptó... Desde entonces todos los días, por la mañana o por la tarde, el rey iba hasta las habitaciones del mago para consultarlo y lo comprometía para una nueva consulta al día siguiente. No pasó mucho tiempo antes de que el rey se diera cuenta de que los consejos de su nuevo asesor eran siempre acertados y terminara, casi sin notarlo, teniéndolos en cuenta en cada una de las decisiones. Pasaron los meses y luego los años. Y como siempre... estar cerca del que sabe vuelve el que no sabe, más sabio. Así fue: el rey poco a poco se fue volviendo más y más justo. Ya no era despótico ni autoritario. Dejó de necesitar sentirse poderoso, y seguramente por ello dejó de necesitar demostrar su poder. Empezó a aprender que la humildad también podía ser ventajosa empezó a reinar de una manera más sabia y bondadosa. Y sucedió que su pueblo empezó a quererlo, como nunca lo había querido antes. El rey ya no iba a ver al mago investigando por su salud, iba realmente para aprender, para compartir una decisión o simplemente para charlar, porque el rey y el mago habían llegado a ser excelentes amigos. Un día, a más de cuatro años de aquella cena, y sin motivo, el rey recordó. Recordó aquel plan aquel plan que alguna vez urdió para matar a este su entonces más odiado enemigo Y sé dio cuenta que no podía seguir manteniendo este secreto sin sentirse un hipócrita. El rey tomó coraje y fue hasta la habitación del mago. Golpeó la puerta y apenas entró le dijo: - Hermano, tengo algo que contarte que me oprime el pecho - Dime – dijo el mago – y alivia tu corazón. - Aquella noche, cuando te invité a cenar y te pregunté sobre tu muerte, yo no quería en realidad saber sobre tu futuro, planeaba matarte y frente a cualquier cosa que me dijeras, porque quería que tu muerte inesperada desmitificara para siempre tu fama de adivino. Te odiaba porque todos te amaban... Estoy tan avergonzado... - Aquella noche no me animé a matarte y ahora que somos amigos, y más que amigos, hermanos, me aterra pensar lo que hubiera perdido si lo hubiese hecho. Hoy he sentido que no puedo seguir ocultándote mi infamia. Necesité decirte todo esto para que tú me perdones o me desprecies, pero sin ocultamientos. El mago lo miró y le dijo: - Has tardado mucho tiempo en poder decírmelo. Pero de todas maneras, me alegra, me alegra que lo hayas hecho, porque esto es lo único que me permitirá decirte que ya lo sabía.

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Cuando me hiciste la pregunta y bajaste tu mano sobre el puño de tu espada, fue tan clara tu intención, que no hacía falta adivino para darse cuenta de lo que pensabas hacer, - el mago sonrió y puso su mano en el hombro del rey. – Como justo pago a tu sinceridad, debo decirte que yo también te mentí... Te confieso hoy que inventé esa absurda historia de mi muerte antes de la tuya para darte una lección. Una lección que recién hoy estás en condiciones de aprender, quizás la más importante cosa que yo te haya enseñado nunca. Vamos por el mundo odiando y rechazando aspectos de los otros y hasta de nosotros mismos que creemos despreciables, amenazantes o inútiles... y sin embargo, si nos damos tiempo, terminaremos dándonos cuenta de lo mucho que nos costaría vivir sin aquellas cosas que en un momento rechazamos. Tu muerte, querido amigo, llegará justo, justo el día de tu muerte, y ni un minuto antes. Es importante que sepas que yo estoy viejo, y que mi día seguramente se acerca. No hay ninguna razón para pensar que tu partida deba estar atada a la mía. Son nuestras vidas las que se han ligado, no nuestras muertes. El rey y el mago se abrazaron y festejaron brindando por la confianza que cada uno sentí en esta relación que habían sabido construir juntos... Cuenta la leyenda... que misteriosamente... esa misma noche... el mago... murió durante el sueño. El rey se enteró de la mala noticia a la mañana siguiente... y se sintió desolado. No estaba angustiado por la idea de su propia muerte, había aprendido del mago a desapegarse hasta de su permanencia en el mundo. Estaba triste, simplemente por la muerte de su amigo. ¿Qué coincidencia extraña había hecho que el rey pudiera contarle esto al mago justo la noche anterior a su muerte?. Tal vez, tal vez de alguna manera desconocida el mago había hecho que él pudiera decirle esto para quitarle su fantasía de morirse un día después. Un último acto de amor para librarlo de sus temores de otros tiempos... Cuentan que el rey se levantó y que con sus propias manos cavó en el jardín, bajo su ventana, una tumba para su amigo, el mago. Enterró allí su cuerpo y el resto del día se quedó al lado del montículo de tierra, llorando como se llora ante la pérdida de los seres queridos. Y recién entrada la noche, el rey volvió a su habitación. Cuenta la leyenda... que esa misma noche... veinticuatro horas después de la muerte del mago, el rey murió en su lecho mientras dormía... quizás de casualidad... quizás de dolor... quizás para confirmar la última enseñanza del maestro.

LA ALEGORIA DEL CARRUAJEUn día de octubre, una voz familiar en el teléfono me dice: -Salí a la calle que hay un regalo para vos. Entusiasmado, salgo a la vereda y me

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encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo, justo frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante, muy "chic". Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie más. Entonces miro por la ventana y veo "el paisaje": de un lado el frente de mi casa, del otro el frente de la casa de mi vecino... y digo: "¡Qué bárbaro este regalo! "¡Qué bien, qué lindo...!" Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación. Al rato empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo. Me pregunto: "¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?" Y empiezo a convencerme de que el regalo que me hicieron no sirve para nada. De eso me ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome: -¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo? Yo pongo cara de qué-le-falta mientras miro las alfombras y los tapizados. -Le faltan los caballos - me dice antes de que llegue a preguntarle. Por eso veo siempre lo mismo -pienso-, por eso me parece aburrido. -Cierto - digo yo. Entonces voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje. Me subo otra vez y desde adentro les grito: -¡¡Eaaaaa!! El paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me sorprende. Sin embargo, al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el comienzo de una rajadura en uno de los laterales. Son los caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos. Me doy cuenta que yo no tengo ningún control de nada; los caballos me arrastran a donde ellos quieren. Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final siento que es muy peligroso. Comienzo a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve. En ese momento veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto: -¡Qué me hizo! Me grita:-¡Te falta el cochero! -¡Ah! - digo yo. Con gran dificultad y con su ayuda, sofreno los caballos y decido contratar un cochero. A los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de poco humor y mucho conocimiento. Me parece que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me hicieron. Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero a dónde ir. Él conduce, él controla la situación, él decide la velocidad adecuada y elige la mejor ruta. Yo... Yo disfruto el viaje. "Hemos nacido, salido de nuestra casa y nos hemos encontrado con un regalo: nuestro cuerpo. A poco de nacer nuestro cuerpo registró un deseo, una

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necesidad, un requerimiento instintivo, y se movió. Este carruaje no serviría para nada si no tuviera caballos; ellos son los deseos, las necesidades, las pulsiones y los afectos. Todo va bien durante un tiempo, pero en algún momento empezamos a darnos cuenta que estos deseos nos llegaban por caminos un poco arriesgados y a veces peligrosos, y entonces tenemos necesidad de sofrenarlos. Aquí es donde aparece la figura del cochero: nuestra cabeza, nuestro intelecto, nuestra capacidad de pensar racionalmente. El cochero sirve para evaluar el camino, la ruta. Pero quienes realmente tiran del carruaje son tus caballos. No permitas que el cochero los descuide. Tienen que ser alimentados y protegidos, porque... ¿qué harías sin los caballos? ¿Qué sería de vos si fueras solamente cuerpo y cerebro? Si no tuvieras ningún deseo, ¿cómo sería la vida? Sería como la de esa gente que va por el mundo sin contacto con sus emociones, dejando que solamente su cerebro empuje el carruaje. Obviamente tampoco podés descuidar el carruaje, porque tiene que durar todo el proyecto. Y esto implicará reparar, cuidar, afinar lo que sea necesario para su mantenimiento. Si nadie lo cuida, el carruaje se rompe, y si se rompe se acabó el viaje..."

OBSTÁCULOSVoy andando por un sendero. Dejo que mis pies me lleven. Mis ojos se posan en los árboles, en los pájaros, en las piedras. En el horizonte se recorte la silueta de una ciudad. Agudizo la mirada para distinguirla bien. Siento que la ciudad me atrae. Sin saber cómo, me doy cuenta de que en esta ciudad puedo encontrar todo lo que deseo. Todas mis metas, mis objetivos y mis logros. Mis ambiciones y mis sueños están en esta ciudad. Lo que quiero conseguir, lo que necesito, lo que más me gustaría ser, aquello a lo cual aspiro, o que intento, por lo que trabajo, lo que siempre ambicioné, aquello que sería el mayor de mis éxitos. Me imagino que todo eso está en esa ciudad. Sin dudar, empiezo a caminar hacia ella. A poco de andar, el sendero se hace cuesta arriba. Me canso un poco, pero no me importa. Sigo. Diviso una sombra negra, más adelante, en el camino. Al acercarme, veo que una enorme zanja me impide mi paso. Temo... dudo. Me enoja que mi meta no pueda conseguirse fácilmente. De todas maneras decido saltar la zanja. Retrocedo, tomo impulso y salto... Consigo pasarla. Me repongo y sigo caminando. Unos metros más adelante, aparece otra zanja. Vuelvo a tomar carrera y también la salto. Corro hacia la ciudad: el camino parece despejado. Me sorprende un abismo que detiene mi camino. Me detengo. Imposible saltarlo Veo que a un costado hay maderas, clavos y herramientas. Me doy cuenta de que está allí para construir un puente.

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Nunca he sido hábil con mis manos... Pienso en renunciar. Miro la meta que deseo... y resisto. Empiezo a construir el puente. Pasan horas, o días, o meses. El puente está hecho. Emocionado, lo cruzo. Y al llegar al otro lado... descubro el muro. Un gigantesco muro frío y húmedo rodea la ciudad de mis sueños... Me siento abatido... Busco la manera de esquivarlo. No hay caso. Debo escalarlo. La ciudad está tan cerca... No dejaré que el muro impida mi paso. Me propongo trepar. Descanso unos minutos y tomo aire... De pronto veo, a un costado del camino un niño que me mira como si me conociera. Me sonríe con complicidad. Me recuerda a mí mismo... cuando era niño. Quizás por eso, me animo a expresar en voz alta mi queja: -¿Por qué tantos obstáculos entre mi objetivo y yo? El niño se encoge de hombros y me contesta: -¿Por qué me lo preguntas a mí? Los obstáculos no estaban antes de que tú llegaras... Los obstáculos los trajiste tú.

SUEÑOS DE SEMILLAEn el silencio de mi reflexión percibo todo mi mundo interno como si fuera una semilla, de alguna manera pequeña e insignificante pero también pletórica de potencialidades. ...Y veo en sus entrañas el germen de un árbol magnífico, el árbol de mi propia vida en proceso de desarrollo. En su pequeñez, cada semilla contiene el espíritu del árbol que será después. Cada semilla sabe cómo transformarse en árbol, cayendo en tierra fértil, absorbiendo los jugos que la alimentan, expandiendo las ramas y el follaje, llenándose de flores y de frutos, para poder dar lo que tienen que dar. Cada semilla sabe cómo llegar a ser árbol. Y tantas son las semillas como son los sueños secretos. Dentro de nosotros, innumerables sueños esperan el tiempo de germinar, echar raíces y darse a luz, morir como semillas... para convertirse en árboles. Árboles magníficos y orgullosos que a su vez nos digan, en su solidez, que oigamos nuestra voz interior, que escuchemos la sabiduría de nuestros sueños semilla. Ellos, los sueños, indican el camino con símbolos y señales de toda clase, en cada hecho, en cada momento, entre las cosas y entre las personas, en los dolores y en los placeres, en los triunfos y en los fracasos. Lo soñado nos enseña, dormidos o despiertos, a vernos, a escucharnos, a darnos cuenta. Nos muestra el rumbo en presentimientos huidizos o en relámpagos de lucidez cegadora. Y así crecemos, nos desarrollamos, evolucionamos... Y un día, mientras transitamos este eterno presente que llamamos vida, las semillas de nuestros sueños se transformarán en árboles, y desplegarán sus ramas que, como alas gigantescas, cruzarán el cielo, uniendo en un solo trazo nuestro pasado y nuestro futuro. Nada hay que temer,... una

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sabiduría interior las acompaña... porque cada semilla sabe... cómo llegar a ser árbol...

UN RELATO SOBRE AMORSe trata de dos hermosos jóvenes que se pusieron de novios cuando ella tenía trece y él dieciocho. Vivían en un pueblito de leñadores situado al lado de una montaña. Él era alto, esbelto y musculoso, dado que había aprendido a ser leñador desde la infancia. Ella era rubia, de pelo muy largo, tanto que le llegaba hasta la cintura; tenía los ojos celestes, hermosos y maravillosos.. La historia cuenta que habían noviado con la complicidad de todo el pueblo. Hasta que un día, cuando ella tuvo dieciocho y él veintitrés, el pueblo entero se puso de acuerdo para ayudar a que ambos se casaran. Les regalaron una cabaña, con una parcela de árboles para que él pudiera trabajar como leñador. Después de casarse se fueron a vivir allí para la alegría de todos, de ellos, de su familia y del pueblo, que tanto había ayudado en esa relación. Y vivieron allí durante todos los días de un invierno, un verano, una primavera y un otoño, disfrutando mucho de estar juntos. Cuando el día del primer aniversario se acercaba, ella sintió que debía hacer algo para demostrarle a él su profundo amor. Pensó hacerle un regalo que significara esto. Un hacha nueva relacionaría todo con el trabajo; un pulóver tejido tampoco la convencía, pues ya le había tejido pulóveres en otras oportunidades; una comida no era suficiente agasajo... Decidió bajar al pueblo para ver qué podía encontrar allí y empezó a caminar por las calles. Sin embargo, por mucho que caminara no encontraba nada que fuera tan importante y que ella pudiera comprar con las monedas que, semanas antes, había ido guardando de los vueltos de las compras pensando que se acercaba la fecha del aniversario. Al pasar por una joyería, la única del pueblo, vio una hermosa cadena de oro expuesta en la vidriera. Entonces recordó que había un solo objeto material que él adoraba verdaderamente, que él consideraba valioso. Se trataba de un reloj de oro que su abuelo le había regalado antes de morir. Desde chico, él guardaba ese reloj en un estuche de gamuza, que dejaba siempre al lado de su cama. Todas las noches abría la mesita de luz, sacaba del sobre de gamuza aquel reloj, lo lustraba, le daba un poquito de cuerda, se quedaba escuchándolo hasta que la cuerda se terminaba, lo volvía a lustrar, lo acariciaba un rato y lo guardaba nuevamente en el estuche. Ella pensó: "Que maravilloso regalo sería esta cadena de oro para aquel reloj." Entró a preguntar cuánto valía y, ante la respuesta, una angustia la tomó por sorpresa. Era mucho más dinero del que ella había imaginado, mucho más de lo que ella había podido juntar. Hubiera

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tenido que esperar tres aniversarios más para poder comprárselo. Pero ella no podía esperar tanto. Salió del pueblo un poco triste, pensando qué hacer para conseguir el dinero necesario para esto. Entonces pensó en trabajar, pero no sabía cómo; y pensó y pensó, hasta que, al pasar por la única peluquería del pueblo, se encontró con un cartel que decía: "Se compra pelo natural". Y como ella tenía ese pelo rubio, que no se había cortado desde que tenía diez años, no tardó en entrar a preguntar. El dinero que le ofrecían alcanzaba para comprar la cadena de oro y todavía sobraba para una caja donde guardar la cadena y el reloj. No dudó. Le dijo a la peluquera: - Si dentro de tres días regreso para venderle mi pelo, ¿usted me lo compraría? - Seguro - fue la respuesta. - Entonces en tres días estaré aquí. Regresó a la joyería, dejó reservada la cadena y volvió a su casa. No dijo nada. El día del aniversario, ellos dos se abrazaron un poquito más fuerte que de costumbre. Luego, él se fue a trabajar y ella bajó al pueblo. Se hizo cortar el pelo bien corto y, luego de tomar el dinero, se dirigió a la joyería. Compró allí la cadena de oro y la caja de madera. Cuando llegó a su casa, cocinó y esperó que se hiciera la tarde, momento en que él solía regresar. A diferencia de otras veces, que iluminaba la casa cuando él llegaba, esta vez ella bajó las luces, puso sólo dos velas y se colocó un pañuelo en la cabeza. Porque él también amaba su pelo y ella no quería que él se diera cuenta de que se lo había cortado. Ya habría tiempo después para explicárselo. Él llegó. Se abrazaron muy fuerte y se dijeron lo mucho que se querían. Entonces, ella sacó de debajo de la mesa la caja de madera que contenía la cadena de oro para el reloj. Y él fue hasta el ropero y extrajo de allí una caja muy grande que le había traído mientras ella no estaba. La caja contenía dos enormes peinetones que él había comprado... vendiendo el reloj de oro del abuelo. Si ustedes creen que el amor es sacrificio, por favor, no se olviden de esta historia. El amor no está en nosotros para sacrificarse por el otro, sino para disfrutar de su existencia.

LA TRISTEZA Y LA FURIAEn un reino encantado donde los hombres nunca pueden llegar, o quizás donde los hombres transitan eternamente sin darse cuenta... En un reino mágico, donde las cosas no tangibles, se vuelven concretas. Había una vez... un estanque maravilloso. Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente... Hasta ese estanque mágico y transparente se acercaron a bañarse haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia. Las dos se quitaron sus

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vestimentas y desnudas las dos entraron al estanque. La furia, apurada (como siempre esta la furia), urgida -sin saber por qué- se baño rápidamente y más rápidamente aún, salió del agua... Pero la furia es ciega, o por lo menos no distingue claramente la realidad, así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, la primera ropa que encontró... Y sucedió que esa ropa no era la suya, sino la de la tristeza... Y así vestida de tristeza, la furia se fue. Muy calma, y muy serena, dispuesta como siempre a quedarse en el lugar donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro (o mejor dicho, sin conciencia del paso del tiempo), con pereza y lentamente, salió del estanque. En la orilla se encontró con que su ropa ya no estaba. Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque, la ropa de la furia. Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si nos damos el tiempo de mirar bien, encontramos que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad... está escondida la tristeza.

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