tiempo de reflexión ro tro impenetrable. ¿era una sonrisa

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Tiempo de reflexión Juan de Malina Guerra 5° Accesit categoría senior Todo empezó el día que Arcángel apareció en la biblioteca de la facultad con su testa privilegiada brillando bajo el sol, que se colaba por los amplios ventanales del tercer piso. Su cráneo exquisito, mondo y tostado, hubiera hecho las delicias del antropólogo Caro Baroja, al que imaginaba con el calibre en una mano y el cuaderno de notas en la otra, dispuesto a tomar las medidas de tan singular calavera. o había cruzado palabra con Arcángel desde que coincidimos en el Servicio Militar, en el cuartel de la Armada, donde yo desperdiciaba mis días desempeñando labores de cabo furriel en una oficina sombría, y adonde aquél acudía, cada emana, para que le concedie e continuas licencias por aquello del pai anaje. -Hola Ledesma -me dijo-, me he enterado que has ganado un premio. Su palmaditas en mi e palda me sorprendieron tanto como su palabras. ¿Qué hacía Arcángel en una biblioteca univer itaria? ¿Cómo se había enterado de mi galardón literario? Hacía más de treinta años de aquella convivencia militar y ahora él aparecía en mi vida invitándome a la sorpre a. Al parecer, preparaba el examen de ingreso a la Universidad para mayore de cuarenta y cinco año . -Yo también oy poeta -dijo. En e e in tante, oí un i eo que provenía del mostrador. Giré la cabeza y vi a Sofía con el índice pegado a lo labios y las cejas enarcadas detrá de u gafa de carey. Vi u ca taño pelo rizado y u 78 ro tro impenetrable. ¿Era una sonrisa, acaso, lo que adivinaba tras el mástil de su dedo que no<., Invitaba al silencio? Recordé la críptica, confu<;a sonrisa de La Gioconda . ¿Tenían algo en común ambas mujeres? Arcángel me sacó de mis elucubraciones: -Tenemo que hablar bajito -dijo-, la jefa se ha puesto seria. Miré de nuevo a ofía y levanté la palma de mi mano en señal de asentimiento. Estábamos en el templo del saber, y no iba a ser yo qwcn alterara el clima de recogimiento que se respiraba en el enorme alón atestado de libro<., . A<.,Í que me levanté y, apoyando mi mano en el hombro de aquel aparecido, fuimos a <.,entarnos a una mesa apartada. Sus palabras habían despertado mi curio.,idad. Recordaba a Arcángel como una per<;ona simple. Sus pie se abrían en un ángulo obtuso y ostentaba una barriga de abandono. l:n general, su fisonorma era harto llamativa, ya que al bnllo de su cabe/a e unía la ausencia de un cuello claramente perceptible, que había sido sustituido por una blanda papada. Su comportamiento no distaba apenas del recuerdo que yo conservaba de nuestra clapa corno oldados. Tenía cincuenta y tres años. y se •uía siendo aquel niño grandote. un tanto torpe, que e había negado a crecer. Aquel niño grande que, iglos atrás, me intercedía cada semana para que lo librara de la· guardias en la madrugada, de la s imaginarias en la alta noche y del túmulo de papa que aguardaban en la cocina, indolente y ajenas, las manos inexpertas del recluta de turno. . i siquiera recordaba su nombrc de pila . lo común en aquellas circunstancias. Yo era Lcdc ma y él era Arcángel. sin más.

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Page 1: Tiempo de reflexión ro tro impenetrable. ¿Era una sonrisa

Tiempo de reflexión

Juan de Malina Guerra 5° Accesit categoría senior

Todo empezó el día que Arcángel apareció en la biblioteca de la facultad con su testa privilegiada brillando bajo el sol, que se colaba por los amplios ventanales del tercer piso.

Su cráneo exquisito, mondo y tostado, hubiera hecho las delicias del antropólogo Caro Baroja, al que imaginaba con el calibre en una mano y el cuaderno de notas en la otra, dispuesto a tomar las medidas de tan singular calavera.

o había cruzado palabra con Arcángel desde que coincidimos en el Servicio Militar, en el cuartel de la Armada, donde yo desperdiciaba mis días desempeñando labores de cabo furriel en una oficina sombría, y adonde aquél acudía, cada emana, para que le concedie e continuas licencias

por aquello del pai anaje. -Hola Ledesma -me dijo-, me he enterado que

has ganado un premio. Su palmaditas en mi e palda me sorprendieron

tanto como su palabras . ¿Qué hacía Arcángel en una biblioteca univer itaria? ¿Cómo se había enterado de mi galardón literario?

Hacía más de treinta años de aquella convivencia militar y ahora él aparecía en mi vida invitándome a la sorpre a. Al parecer, preparaba el examen de ingreso a la Universidad para mayore de cuarenta y cinco año .

-Yo también oy poeta -dijo. En e e in tante, oí un i eo que provenía del

mostrador. Giré la cabeza y vi a Sofía con el índice pegado a lo labios y las cejas enarcadas detrá de u gafa de carey. Vi u ca taño pelo rizado y u

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ro tro impenetrable. ¿Era una sonrisa, acaso, lo que adivinaba tras el mástil de su dedo que no<., Invitaba al silencio? Recordé la críptica, confu<;a sonrisa de La Gioconda . ¿Tenían algo en común ambas mujeres?

Arcángel me sacó de mis elucubraciones: -Tenemo que hablar bajito -dijo-, la jefa se ha

puesto seria. Miré de nuevo a ofía y levanté la palma de mi

mano en señal de asentimiento. Estábamos en el templo del saber, y no iba a ser yo qwcn alterara el clima de recogimiento que se respiraba en el enorme alón atestado de libro<., . A<.,Í que me levanté y, apoyando mi mano en el hombro de aquel aparecido, fuimos a <.,entarnos a una mesa apartada.

Sus palabras habían despertado mi curio.,idad. Recordaba a Arcángel como una per<;ona simple. Sus pie se abrían en un ángulo obtuso y ostentaba una barriga de abandono. l:n general , su fisonorma era harto llamativa, ya que al bnllo de su cabe/a e unía la ausencia de un cuello claramente perceptible, que había sido sustituido por una blanda papada.

Su comportamiento no distaba apenas del recuerdo que yo conservaba de nuestra clapa corno oldados. Tenía cincuenta y tres años. y se •uía

siendo aquel niño grandote. un tanto torpe, que e había negado a crecer. Aquel niño grande que, iglos atrás, me intercedía cada semana para que lo

librara de la· guardias en la madrugada, de las imaginarias en la alta noche y del túmulo de papa que aguardaban en la cocina, indolente y ajenas, las manos inexpertas del recluta de turno.

. i siquiera recordaba su nombrc de pila . l ~ ra lo común en aquellas circunstancias. Yo era Lcdc ma y él era Arcángel. sin más.

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Y ahora él estaba ahí, sentado a mi lado, con su lluvia de saliva cada vez que abría la boca, esos copos diminutos, heraldos de sus palabras, de l~s que yo procuraba escabullirme discretamente, sm que él se percatara de mis movimientos.

-De modo que eres poeta. -Tengo muchas poesías. ¿Te gustaría leerlas? -Claro. -Hay un problema. -A ver. .. -Es que son surrealistas. A mi me gusta el

surrealismo. -Bueno, déjamelas, y ya veremos. . De alguna manera, él se había enterado de m1s

logros literarios. Me confesó que me seguía desde hacía algún tiempo, y que quería ser como yo. Luego me puso en la tesitura de que corrigiera sus trabajos y le enseñara a escribir: quería, de alguna forma conocer los trucos del oficio .

-N~ hay trucos - le dije-, sólo trabajo y pasión. No sé si fue por librarme del chirimiri de u

verborrea inconexa, que humedecía la parte de mi cuerpo más próxima a u perso~a; si fue ~i congénita inclinación a hacerme arrugo de. los mas débiles; si, quizá , me habría embruJado su desconcertante personalidad; si fue porque enaltecía mi ego con sus continuas alabanza hacia mi trabajo; si creía vi lurnbrar en él a un diamante en bruto al que yo podía pulir. . .

Sea como fuere, me e cuché a mí mismo confmnándole que nos veríamos una vez a la emana en la biblioteca, adonde él acudiría con u

inédita obra para que yo le diese lustre. Despué de darme las gracias repetidamente, se

levantó, asió u bol a de plástico ate tada de fármaco y e dirigió hacia la alida arrastrando lo pie . Al pa ar junto al rno trador, levantó la mano

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y sonrió a Sofía, que dibujó en su rostro un gesto que e diría salido del pincel de Leonardo.

De repente, Arcángel había de ·aparecido y su lugar había ido ocupado por aquella sonrisa que no era sonrisa, por aquel rostro que estaba sin estar, por aquella mujer, en fin , que era ·in ser. Sofía o el misterio. El enigma de Sofía. Títulos para un ensayo acerca del alma femenina .

Era lo bueno que tenía la literatura, que ponía alas a la imaginación: Ledesma haciend de D10s por un instante, di puesto a moldear las a piraciones de Arcángel, o descendiendo al laberinto del alma de ofia, tal que un Virgillo de clásicas re onancias, o, acaso, un cicerone de pacotilla. Porque, a todo esto, caí en la cuenta de que llevaba más de una hora descuidando mi trabajo: Cheever o la e.xpul\·ión del para{w esperaba en el folio en blanco, pac1ente, sesudo, quizá con una sonrisa de sarcasmo, sab1endo de mis veleidades, de mis distraccione-;, ay, vanas y deleitosa .

La comunidad universitaria era muy exigente. Ya llevaba cierto tiempo sin publicar y mi prestigio podría resentirse. Así que intenté centrarme en m1 libro. heevcr reclamada mi atenc1ón. Parecía estar pidiéndome a grito que intercediera por su espíritu atormentado, que tratara de profund1zar en las razones de u expulsión del paraíso Su convul a adicción al alcohol era la parte vis1ble del iceberg. ¿Con tituía u secreta homosexualidad la parte umergida? ¿O era, simplemente, una persona que

amaba demasiado y que no se sentía uficientemente amado?

Me había levantado a estirar los pies, seguido de la sombra de heever. Llevaba en la biblioteca de de la hora de la apertura a las nueve de la mañana y, ahora el reloj marcaba las 12:37. I-n

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casa no había fmma de centrarse y dado que las cla es las impartía por la tarde, la biblioteca de la facultad era mi santuario preferido.

Me había acercado a una de la ventana . La sierra se percibía cercana y nítida, como un farallón de roca rodeando la ciudad. El o! arrancaba destellos de la piedra lavada tra la últimas lluvias. Y, entonces, las vi. Vi el rebaño de cabras caminando entre los riscos, en fila india, brillante bajo la luz del mediodía, como di~i.nutos vagones de mercancía , abrupto.s, prodtgiO o , irreales, apareciendo y de aparec1endo entre la e carpaduras, entre algarrobos y quejigo . Había una belleza agreste en aquel tren animal que no ce aba de tran itar ante mi ojos absorto fulgente, interminable.

Continué pegado al cri tal de la ventana, hechizado por aquel prodigio de hermo ·ura, ha ta que el último vagón, blanco de luz, eclipsó u de tello tra las cárcava caliza .

La vida e mo ía, el mundo e movía. Todo a mi alrededor era movimiento: Arcángel como una re elación, en bu ca del tiempo perdido; Cheever, prolífico y complejo, abandonando lo cuento .Y tratando de encontrar en u Diarios una terapta redentora con que aliviar el invierno de u de ventura· y Julia, ay, Julia aprovechando mi au encia cotidiana de 9 a 13 para cambiar de itio los mueble una vez má . Sí, todo giraba en

tomo mío, y yo, mientra tanto, anclado en mi laberinto, trataba de de cifrar i todo aquel tra iego conducía a alguna parte.

El !une , Arcángel acudió puntual a nue. tra cita en la biblioteca. Yo había re ervado e e día para él. En mi interior, tiernamente. había bautizado

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nuestro encuentro. . emana les como lo.\ lu1u'' dt• Arcángel.

Apareció ataviado con un chaleco de púrpuras damascos. Parecía un dandy impostado. 1 labia conseguido que Sofia abandonase por un tnstante u sonrisa a medio componer y mostrase un

semblante franco, abierto, concediéndome la licencia de que pudiese disfrutar, fu •a/mente, eso sí, ~e u risa inmaculada. Por alguna radm pensé en O car Wilde y en su lacia melena, su bastún y u abrigo de pieles, <;us luengas capas y sus gestos

lánguidos, de mayados. -Pareces un pincel -le dije . -El hábito hace al monje ·dtjo, a lo que si •u1ó

esa breve carcajada suya tan particular. acompañada de la llovÍ/na inevitable de su saliva.

Como era de suponer, la risa estentórea del vate exultante originó la onomatopeya siseante de

of1a, que, detrás del mostrador, no.., enviaba el dardo de su silb1do conminándonos a la contención. us labios en "o" no mostraban e ta vez su rigor de antaño. De al •una forma anunciaban un punto de cllstensJún. un n:laJ<trntento de. conocido que le daban cierto atractivo. Y aquel sosiego que emanaba de su rostro la tornaba rná bella.

Arcángel era tripón , así que, una vez se hub 1

entado, procedió a desabrocharse lo'> botone m{t<; bajos de su cegador chaleco.

-Me ahogo -dijo, y volvió a reírse con esa n ¡¡

húmeda de la que me era imposible huir dehtdo a u cercanía.

- o se puede ser un dandy in pa ar un tnbutt -dije, pensando en el endiosado Wilde, p ·ro Arcángel no pareció oírme. o qur;a no qui o recoger mi guante: él iba a lo suyo <l'>Í que me respondió. agachando la cabc.n y acercúndo e

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para mi horror, a mi hombro, como quien confidencia un secreto:

-Me voy a dejar crecer el bigote y la perilla. -No es mal comienzo -dije, tratando de

imaginarme qué engendro podía emerger de aquella mezcla de Wilde y Bécquer. Y lo vi por un instante saliendo del supermercado con su chaleco cardenalicio y su porte romántico, cargado de bolsas de plástico, precedido por el mascarón de proa de su abultado vientre y dejando tras de í la estela de las risitas cómplices de las cajeras.

-Bueno veamo qué traes. Y o estaba deseando conocer su obra. Estaba tan

ilusionado como él. Su manifiesta pa ión por las letra había conseguido despertar mi interés. Observé con impaciencia cómo sacaba una bolsa de plástico de otra de mayor tamaño. Luego acó de ésta una carpeta. Miré de soslayo a Sofía, que no nos quitaba ojo, intrigada por aquel hatillo, aquellas capas de cebolla aquella liturgia de muñecas ru as que parecía no tener fin, porque, de la carpeta, Arcángel volvió a sacar una nueva bolsa de plástico de la que -¡a Dio gracia !­aparecieron, de una vez por todas, su misteriosos originale .

Esparció obre la mesa una veintena de folios atinado de gran gro or, alpicado , aquí y allá,

de fotos en color y greca varia con motivos florale , y, en medio de aquella pirotecnia cromática, la columna asimétricas de su ver os atestado de cur iva y negritas, como quien convierte el caos de la tipografía en el becerro de oro de u adoración.

-¡Vaya! -exclamé. -Son urreali ta . A ver i te gustan . La mayoría de lo poemas eran onetos,

dedicado a muchacha extranjeras: A Virgine, a

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Emma, a Clarice ... ¿Dónde las habría conocido'! Otra tanda, no meno cxtcn a, iba dingida a la charcutera de la e quina, a la verdulera del barrio, a la dependienta de "Todo a 1 curo". Yo no salía de mi a ombro, máxime cuando, en medio de aquella imaginería, encontré un soneto extraño. Tenía dicciséi ver o , y a lo · clásico'> endecasílabos le habían nactdo unas ramificaciones, una hiedra de sílabas que rompía la métrica a su albedrío. Lo miré interrogante:

-¿Y e to? -Es un soneto "adornado". - i le quitas los adornos, te queda un soneto con

estrambote. -¿Y e o qué es? A í era Arcángel , cstrambóttco él mismo e

imprevisible. Un poeta devoto del collage, esclavo de la rima con onante, aficionado al npio y a la tontería, al humor fácil y al erotismo descamado: un poeta que encontraba en las tenderas y en las pálida extranjera la · musas de su inspiración.

Cuando terminé de leer sus originales galimatías, exhalé un hondo bufido de satbfacción, como una tartana vieja que constgue a duras penas coronar la cima después de enconada hatalla con una empinada cuesta.

Ahí upe que me esperaba una dura tarea de arte ano; que el calderero tendría que -.ustitUtr al e critor; que tendría que cambiar la pluma por la lima, enterrar al poeta y echar mano del pedagogo.

-Lleva razón -le dtje, onriend -, son ba tantc urreali las.

¿Cómo podía dejarlo en la e. tacada'! Había algo en él que me hechtzaba. Desprendía una lu/ hipnótica que, andando el tiempo, comprendí qu provenía de u deseo sincero de aprender el arte

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poética, de u hondo convencimiento de emular a su maestro, como ya me llamaba.

Y en esa tarea andábamos de abandonar las aguas bravas de la heterodoxia y el urrealismo por los meandro erenos del cla icismo y la ortodoxia, cuando se me acercó al oído y me reveló u húmeda confidencia:

-La jefa se ha eparado del marido -me dijo, a la vez que miraba hacia el mostrador donde una Sofia abstraída miraba hacia un punto indeterminado de la ala. Sofia con su gafa de carey y su pelo rizado, mirando, en realidad, hacia dentro, haciéndose, tal vez, la eterna pregunta, tratando de encontrar una certeza.

Ya solo después de que Arcángel recogiera el dédalo de su atillo y se despidiera de "la jefa" con u eterna onri a de niño grandote me acerqué al

mo tractor. Con la excusa de Cheever, la enredé en la tela de araña de mi retórica. Le confesé que mi ensayo no acababa de avanzar; que la enjundia de John requería de un gran e fuerzo por mi parte. De ahí pa amo al chaleco de Arcángel , a su porte, que él llamaba bohemio a la ingularidad de u er todo. Y, a í, de una forma taimada, cuando entendí que Sofia e taba propicia a mi dentellada, la guardia baja y el emblante di tendido, le e peté a boca jarro:

-He oído que te ha eparado de Elpidio. ¿E cierto?

- o exactamente -me dijo. y e bozó una leve onri a que yo le agradecí ecretamente. Como

quiera que ella debió ob ervar mi cara de pa mo y expectación. continuó:

-, o hemo tomado un tiempo de refl exión.

¿Qué había ocurrido en mi interior de de e e día? ¿Por qué no podía apartar a ofia de mi

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pcn amiento? ¿Acaso el santuario de las letras que ella dirigía con ·obria eficiencia le confería un atractivo añadido, un a pátina de mi stcno que acentuaba su reserva y di stanciamien to acrecentaban , por ende, la atracción que desprendía ante mi ojos? ¿Debía entender que ella hahía t~ndido el puente levadizo de su alti vez, que cstaha d1 pue ta a rendi r la fo rtaleza de su distanciamiento en aras de esa lul' nueva que se había colado de rondón en el sendero anodino por el que tran itaba su vi da?

Yo no tenía derecho a inmiscUirme. Pero Sofia había abandonado su sonrisa de Mmw Uw. Ahora sonreía francamente. Desde que yo era dueno de su ecreto, de ·de que el muro de su hieratismo sc

había derrumbado a mis pies, lus incursioncs hasta el mostrador de la biblioteca '>e habían conH:rtido en una monomanía: cuando no era la unpre:-;IÓn de una búsqueda en In ternet era la t(>tocopia de una pág~na de t_exto. Le pedía diccionanos por cloqiiH!r , enc1clopcdJas varia~, monografia-, ( ualqu1e1 co a val ía con tal de verle de cerca sus o¡os de ámbar cncend i?os detrás de las gafas de carey, pemlm por un mstantc la estela que escapaba de u p ·lo cuando movía la cabeza, cuando '>e kvantaha ha ta la fotocopiadora y yo desl l/aba rm mirada por el tobogán de sus caderas .

? lo en los lunes de Arcángel yc, relaJaba rn1 ascd1o. El aprcndu de poeta. por '>U lado, hahí.t c.umplido su promec.;a de adoptar una po c. ( on el t1empo, la sombra azul de su higotc y su penlla habían cobrado ent1dad, hasta el día en que e 10 ,1

í mismo como el (sustavo Adolf(, al que pretendía emular. Quería ser como Bécqucr como () car Wildc, como Lcdesma, <;u maestro. ha u forma de ser él mismo. f:n el eclccticJ mo apc'>cn fo hahía creído encontrar su alter ego 1 () 1 énes érarno

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para él, sino meros iconos literarios? Porque, a todo esto, él seguía a lo suyo, iba a su bola, que se dice: si yo le recomendaba que practicara el verso libre, él me respondía con la rima consonante; si le recomendaba la asonancia, me componía un soneto (eso sí, sin adornos); si le pedía que compusiera un poema en verso blanco, me traía, a cambio, dos décimas y tres haikus. Pero el caso era que escribía. Y yo lo observaba feliz encajando sus rimas, componiendo el puzzle de sus fruslerías , mientras trataba de descifrar el enigma de a qué lugar acudía para conocer, como él afirmaba, a tanta chica foránea, y de dónde procedía su propensión a escribirles ditirambos a las dependientas.

Y, entonces, ocurrió. Llevaba unos días enfrascado en mi ensayo. Cheever o la expulsión del paraíso había salido, por fin, de los arrecifes en que se hallaba encallado por las distracciones de Arcángel y Sofia. Había conseguido, siquiera fuese por un breve lapso de tiempo, volver al tormento del escritor norteamericano. Había releído por sexta vez El ladrón de Shady Hill , El marido rural y El nadador. Y había creído entrever en esos cuentos las razones de su expulsión del paraíso, el porqué de su sentimiento angustioso, de entirse en todo momento y lugar un expulsado .

Pero ahí miré por la ventana, y vi de nuevo el tren animal transitando entre los ri cos la luz que emitía la piel de los vagones, el bruñido pelaje del que escapaba aquel fulgor , tal que el chaleco de Arcángel con sus púrpura arabescos.

Aquel éxodo animal me hizo cavi lar que la vida es movimiento, puro cambio. Lo decía Herácl ito de su río incesante. ¿Era, tal vez, el momento de

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buscar la gema perdida, tanto tiempo extraviada <.:n el desván de la desidia?

Miré las cabras encendidas. Luego miré a Solla, sus ojo perdidos colgado del dintel de la zozobra . Algo se había cimbreado en mi interior algo que me concitaba a la emoción de lo nuevo. Aquel tren animal era una epifanía, y yo debía montarme en él , quemar mi s nave , dejarme ll evar, acunarme <.:n su dulce traqueteo. ¿Camino de la diáspora? ¿Quién lo sabía? Yo también era un expu lsado.

Abandoné la bib lioteca y me dirigí a mi casa. Julia estaba afanada mudando el sofá de sitio por enésima vez. Le posé una mano en el hombro y le pedí, por favor, que se sentara. Luego, con la voz temblorosa, tratando de encontrarle la mirada de asombro, le dij e: "Julia, creo que d<.:beríamos tomamos un tiempo de reflexión".