tiempo de la iglesia y tiempo del mercader
TRANSCRIPT
TIEMPO DE LA IGLESIA y TIEMPO DEL MERCADER
LE GOFF Jacques.
El mercader no ha sido despreciado tan frecuentemente como se ha dicho (Henri Pirenne). Si la Iglesia muy
tempranamente protegió y favoreció al mercader, dejó durante mucho tiempo pesar graves sospechas sobre la
legitimidad de los aspectos esenciales de su actividad. Algunos de estos aspectos comprenden profundamente
la visión del mundo que tenía el hombre de la Edad Media. En primera línea de esos cargos hechos a los
mercaderes, figura reprocharles que sus ganancias supongan una hipoteca sobre el tiempo que sólo pertenece
a Dios. Negar un beneficio sobre el tiempo y ver en esto uno de los vicios fundamentales de la usura, es atacar
el principio del interés y arruinar toda la posibilidad de desarrollo del crédito. A ese tiempo se opone el
tiempo de la Iglesia, que sólo pertenece a Dios y no puede ser objeto de lucro.
¿Y el mercader? Se convierte en un personaje de operaciones complejas y extendidas.
Como el campesino, al principio está sometido en su actividad profesional, al tiempo meteorológico, al ciclo
de las estaciones, a lo imprevisible de las intemperies y a los cataclismos naturales. Cuando se organiza el
círculo comercial, el tiempo se convierte en objeto de medida. La duración de un viaje, el problema de los
precios, la duración del trabajo artesanal y obrero. La reanudación de la acuñación del oro, la multiplicación
de los signos monetarios, la complicación de las operaciones de cambio resultan tanto de esa suerte de
bimetalismo como de la diversidad de las monedas reales y de las fluctuaciones nacientes y crean no sólo la
variabilidad del curso comercial de la plata sino además los primeros “trastornos” monetarios. La esfera del
cambio, cuando la aristocracia de los cambistas sucede a la de los monederos que la Alta Edad Media.
Prefigura el tiempo de la Bolsa donde los minutos y segundos harán y desharán fortunas. Los estatutos de las
corporaciones como así también los documentos comerciales muestran que la justa medida del tiempo cada
vez más a la buena marcha de los negocios.
Para el mercader, el medio tecnológico supone un tiempo nuevo, mensurable es decir orientado y previsible,
al tiempo que recomienza eternamente y que es perpetuamente imprevisible del medio natural.
Ese tiempo que comienza a racionalizarse en el mismo momento se laiciza (se hace laica). El tiempo concreto
de la Iglesia es, adaptado de la antigüedad, el tiempo de los clérigos, con el ritmo de los oficios religiosos, con
el rigor indicado por los cuadrantes solares, imprecisos y cambiantes. A ese tiempo de la Iglesia, mercaderes y
artesanos los sustituyen por un tiempo más exactamente medido, útil para las tareas profanas y laicas, el
tiempo de los relojes. Estos, levantados por todas partes frente a los campanarios de las iglesias son, en el
orden del tiempo, la gran renovación del movimiento comunal.
El mercader descubre el precio del tiempo en el mismo momento que explora el espacio, para él la duración
esencial es la del trayecto. Para la tradición cristiana, el tiempo no era “una suerte de suplente del espacio, ni
una condición formal del pensamiento”. El mercader medieval realiza la conquista del tiempo e igualmente
del espacio.
La pintura medieval descubre el tiempo del cuadro. Los siglos precedentes representaron los diversos
elementos sobre el mismo plano, de acuerdo con la visión liberada de las servidumbres del tiempo y del
espacio pero excluyendo la profundidad y la sucesión. En adelante, la perspectiva, traduce el resultado de una
experiencia científica, es la impresión del conocimiento práctico de un espacio en el cual los hombres y los
objetos son alcanzados sucesivamente por las realizaciones humanas. El retrato triunfa y ya no es la imagen
abstracta del personaje representado por símbolos, signos que materializan el lugar y rango que Dios les
asignó, muestra al individuo captado en el tiempo, en lo concreto espacial y temporal, tiene como fin
inmortalizar.
Tiempo mesurable del mercader, incluso mecanizado, pero también discontinuo, cortado por detenciones,
momentos muertos, padeciendo aceleraciones y amortiguaciones; ligado frecuentemente por el retraso técnico
y el pedo de los hechos naturales. En esa maleabilidad del tiempo, que no excluye a la inexorabilidad de los
vencimientos, se sitúa los beneficios y las pérdidas, los márgenes beneficiosos o deficitarios ahí actúan la
inteligencia, la habilidad, la experiencia, la astucia del mercader.
¿Y el tiempo de la Iglesia? El mercader lo retiene como otro horizonte de su existencia. El tiempo en el cual
el actúa profesionalmente no es aquel en el cual vive religiosamente. Dentro de la perspectiva de la salvación
se contenta con aceptar las enseñanzas y las directivas de la Iglesia. De sus beneficios, el mercader retira el
denario de Dios, para alimentar las obras de beneficencia. Sabe que el tiempo que lo llave hacia Dios y la
eternidad, también es susceptible de detenciones, caídas, aceleraciones. Entonces entre el tiempo natural, el
tiempo profesional y el tiempo sobrenatural, hay una separación esencial y son igualmente legítimos para el
mercader los fines perseguidos, con perspectivas diferentes.
Pero en el siglo XIII las Órdenes mendicantes descubren un espacio misionero en África y Asia y un frente
pionero en la conciencia del hombre. Lo que reemplazan las penitencias del alto Medioevo, los medios de
acción pastoral de los confesores: el tiempo de la salvación y el tiempo de los negocios se unen en la unidad
de la vía individual y colectiva. Toda la práctica confesional y su elaboración canónica en el siglo XIII buscan
la verdadera justificación de la actividad del mercader esforzándose siempre en encerrarla dentro de los
límites de una reglamentación moralista dentro del marco de la tradición que hay que respetar.
La quiebra de la concepción tradicional del tiempo de la teología cristiana va a arrastrar también, con ella, en
los siglos XIV y XV, ese nuevo equilibrio que los teólogos, canonistas y moralistas del siglo XIII habían
comenzado a elaborar, bajo la influencia mayor de las órdenes mendicantes.
Liberado y tirano, el hombre del Renacimiento puede ir donde le plazca. Es dueño de su tiempo como de todo
el resto. Sólo la muerte le limita pero captada con una nueva perspectiva en la cual el fin se convierte en el
punto de partida de la reflexión y donde la descomposición corporal suscita el sentido de la duración.
El mercader puede desde usar y abusar de su tiempo. Continuará siendo cristiano, pero en adelante sólo al
precio de una distorsión mental y habilidad práctica podrá evitar los choques violentos y las confrontaciones
entre el tiempo de sus negocios y el tiempo de su religión.