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1 El Nacimiento De Un Arte Fernando Usón-Forniés En esta época en la que todo es conmemorar efemérides (que si el vigésimo aniversario, que si el quincuagésimo…, que si el quinto), pasma ese muro de casi total silencio que se ha cernido sobre aquella que debiera haber concitado las mayores celebraciones en lo que al cine toca: el centenario de THE BIRTH OF A NATION (El nacimiento de una nación, 1915). Una de dos: o este gran obelisco griffithiano es objeto de la autocensura de lo política-vergonzantemente correcta (¿cómo puede ser grande una película tan tendenciosa, cuando no racista?), o simplemente la cinefilia debiera pasar a llamarse cinefagia. Pues este mítico Griffith resulta ser la manzana de la sabiduría del cine: el pecado original del buen aficionado, a la vez que el origen de todo conocimiento. Quizá otro motivo del olvido ¿consciente? de este monumento del cine sea que, cuando los críticos aún se molestaban en escribir sobre el justamente llamado padre del medio, su film más épico fue casi siempre valorado como si la indudable revolución que supuso se hubiera constreñido a lo narrativo. Y resulta que sí y no. Es evidente que THE BIRTH OF A NATION amplió enormemente las posibilidades narrativas del cine, no sólo por la complejidad de la trama y su discurrir como la seda, sino sobre todo por el abandono definitivo de la técnica del plano único de reminiscencias teatrales para construir un espacio fílmico total a partir de retazos parciales dados por planos de variadas escalas o emplazamientos de cámara; añadió, pues, complejidad a la narrativa visual, de un modo, el de la fragmentación, que alcanzaría su cénit a no tardar con las películas que Mauritz Stiller rodaría a partir de la magistral HERR ARNES PENGAR (El tesoro de Herr Arne, 1919). Pero, a decir verdad, el cine ya era en 1915 narrativamente maduro y para el viaje de “contar historias” no necesitaba tantas alforjas: ahí están para demostrarlo múltiples títulos de comienzos de la década debidos a Albert Capellani, Victor Sjöström, Cecil B. DeMille, Paul Wegener, Giovanni Pastrone o Maurice Tourneur, de entre los que destacan muy especialmente la exquisita INGEBORG HOLM (Sjöström, 1913), ALIAS JIMMY VALENTINE (Tourneur, 1915) o HOME, SWEET HOME (1914), del mismo Griffith. Hay que añadir de cara a su ajado prestigio que tampoco fue THE BIRTH OF A NATION la inventora de tantos recursos del séptimo arte; ni siquiera lo fue Griffith en sus títulos precedentes, como erróneamente se sostuvo aquí y allá hace años: el primer plano, el travelling y tantos otros recursos son casi tan viejos como el cine, anteriores en todo caso al debut del maestro sureño en 1908. Y sin embargo, tanto THE BIRTH OF A NATION como la inmediata INTOLERANCE (1916) vienen a ser, mucho más que el sello de su madurez definitiva, nada menos que el nacimiento del cine. No solamente, o no tanto, por suponer un paso de gigante y por ser el compendio de tantísimos hallazgos que Griffith había ido diseminando en su impresionante corpus de cortometrajes, como

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Texto de Fernando Usón Forniés sobre la película de D.W. Griffith, El nacimiento de una nación.

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Page 1: The Birth of a Nation (El nacimiento de una nación, D.W.Griffith, 1915)

 

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El Nacimiento De Un Arte

Fernando Usón-Forniés En esta época en la que todo es conmemorar efemérides (que si el vigésimo aniversario, que si el quincuagésimo…, que si el quinto), pasma ese muro de casi total silencio que se ha cernido sobre aquella que debiera haber concitado las mayores celebraciones en lo que al cine toca: el centenario de THE BIRTH OF A NATION (El nacimiento de una nación, 1915). Una de dos: o este gran obelisco griffithiano es objeto de la autocensura de lo política-vergonzantemente correcta (¿cómo puede ser grande una película tan tendenciosa, cuando no racista?), o simplemente la cinefilia debiera pasar a llamarse cinefagia. Pues este mítico Griffith resulta ser la manzana de la sabiduría del cine: el pecado original del buen aficionado, a la vez que el origen de todo conocimiento. Quizá otro motivo del olvido ¿consciente? de este monumento del cine sea que, cuando los críticos aún se molestaban en escribir sobre el justamente llamado padre del medio, su film más épico fue casi siempre valorado como si la indudable revolución que supuso se hubiera constreñido a lo narrativo. Y resulta que sí y no. Es evidente que THE BIRTH OF A NATION amplió enormemente las posibilidades narrativas del cine, no sólo por la complejidad de la trama y su discurrir como la seda, sino sobre todo por el abandono definitivo de la técnica del plano único de reminiscencias teatrales para construir un espacio fílmico total a partir de retazos parciales dados por planos de variadas escalas o emplazamientos de cámara; añadió, pues, complejidad a la narrativa visual, de un modo, el de la fragmentación, que alcanzaría su cénit a no tardar con las películas que Mauritz Stiller rodaría a partir de la magistral HERR ARNES PENGAR (El tesoro de Herr Arne, 1919). Pero, a decir verdad, el cine ya era en 1915 narrativamente maduro y para el viaje de “contar historias” no necesitaba tantas alforjas: ahí están para demostrarlo múltiples títulos de comienzos de la década debidos a Albert Capellani, Victor Sjöström, Cecil B. DeMille, Paul Wegener, Giovanni Pastrone o Maurice Tourneur, de entre los que destacan muy especialmente la exquisita INGEBORG HOLM (Sjöström, 1913), ALIAS JIMMY VALENTINE (Tourneur, 1915) o HOME, SWEET HOME (1914), del mismo Griffith. Hay que añadir de cara a su ajado prestigio que tampoco fue THE BIRTH OF A NATION la inventora de tantos recursos del séptimo arte; ni siquiera lo fue Griffith en sus títulos precedentes, como erróneamente se sostuvo aquí y allá hace años: el primer plano, el travelling y tantos otros recursos son casi tan viejos como el cine, anteriores en todo caso al debut del maestro sureño en 1908. Y sin embargo, tanto THE BIRTH OF A NATION como la inmediata INTOLERANCE (1916) vienen a ser, mucho más que el sello de su madurez definitiva, nada menos que el nacimiento del cine. No solamente, o no tanto, por suponer un paso de gigante y por ser el compendio de tantísimos hallazgos que Griffith había ido diseminando en su impresionante corpus de cortometrajes, como

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se ve en que, por ejemplo: el ya clásico salvamento en el último minuto dado en montaje paralelo, tan antiguo al menos como THE LONELY VILLA (1909), se recupera en el primer acoso de la guerrilla negra a la casa de los Cameron y llega en la trepidante secuencia final a un paroxismo casi imposible de superar (casi: el propio cineasta lo consiguió en INTOLERANCE); la forma de desplazarse de los actores hacia la cámara, no sólo en las escenas de batallas, desde plano entero hasta medio, coadyuvando a dar esa sensación de tridimensionalidad tan característica de Griffith, ya se encontraba en THE HESSIAN RENEGADES (1909); los soberbios tiroteos en la ciudad de Piedmont, exprimiendo las posibilidades de las localizaciones en gran plano general, provienen como mínimo de THE BATTLE AT ELDERBUSH GULCH (1913); o también, la poética asociación de caracteres benéficos a amorosos cachorros ya se encontraba presente en el que tal vez sea el mejor cortometraje del visionario, THE MOTHERING HEART (1913); eso, por no hablar de su inconmensurable capacidad para definir a cualquier tipo de personajes. Así, por ejemplo, Elsie Stoneman y Ben Cameron se definen como personas vitales por su asociación a los cachorros, gatos y perros respectivamente; en cambio, el viejo Stoneman se denuncia como esencialmente falso por su forma de recolocarse, o más bien descolocarse, el peluquín (perspicaz pincelada que recuperaría Lang para MOONFLEET, 1955); y la turbia mente del soldado negro Gus queda expresada por esa sombra que escinde su rostro en dos y, en otro momento, por esa planta enmarañada que aparece a sus espaldas.

No, lo que THE BIRTH OF A NATION puso de manifiesto incontrovertible es que Griffith había entendido y dominaba como nadie la íntima naturaleza y las inmensas posibilidades del cine, amplificadas por su gran sabiduría y su desbordante apasionamiento. Así, hay numerosos aspectos en los que el sureño era absolutamente único, simplemente el mejor de la época, porque era un genio en expandir el significado desde la literalidad de las imágenes hasta la elocuencia simpar o la sensación desbordante:

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• Su sentido del movimiento, dado no sólo por la vivacidad actoral, sino también a través del atrezzo o la naturaleza, como se ve en ese plano maravilloso (uno de tantos) en que los hermanos Stoneman, tras haber jugueteado en plano medio, entran en la casa, al fondo, y en primer término queda sola la mecedora, bamboleándose por un instante tras esa explosión vital. O el uso de la profundidad de campo, no sólo para sumergir a los personajes en su entorno o para imprimir movimiento y tridimensionalidad a las imágenes, sino también expresividad, como sucede en ese momento en que la mulata Lydia saborea su triunfo inclinándose hacia la cámara, agrandándose así su efigie.

• La iluminación, que crea sensaciones como nunca antes se habían sentido en cine, tal como en la declaración de amor de Margaret y Phil, con el sol del atardecer colándose por la casa e incendiando sus cabellos; o como en ese plano en que el rostro de Gus queda dividido en dos mitades; o en ese tétrico e inolvidable cierre de diafragma que sume a los Cameron en las tinieblas mientras velan el cadáver de Flora, “Little Sis”.

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• Su entonces inigualada perspicacia para la creación de subespacios emocionales mediante la planificación. Especialmente cuando los sentimientos resultan incompatibles, como sucede en las repetidas veces en que planos medios reservados a Lynch y Elsie rompen el plano general de la secuencia para delatar la fijación sexual del hombre por la chica; o como en esos otros planos que muestran el enfrentamiento entre los miembros de las dos parejas (Elsie y Ben, Phil y Margaret), cuyo alejamiento viene expresado porque ya no comparten plano, sino porque aparecen en diferentes, reservados para cada uno.

• Su capacidad para prolongar el espacio fílmico mediante el fuera de campo y su uso de la sinécdoque para resaltar lo esencial. Así, esas piernas como desgajadas de un cuerpo que, con los pies la mesa, revelan el caos de la asamblea negra; o como esos puños que, amenazadores, penetran en el plano de Elsie amordazada.

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• Su potencia lírica, como destila esa bella imagen, en primer plano compartido, en que Ben Cameron le “roba” un beso a Elsie al acercarle un pichón a los labios; o, en otro sentido, esos dolidos planos sobre los muertos en el campo de batalla.

Uniendo varias de estas cualidades, sobresale uno de los momentos más bellos de toda THE BIRTH OF A NATION: aquel de la vuelta de Ben Cameron tras la guerra. En él, aparte de los planos dentro de la casa, Griffith utiliza tres tiros de cámara en el porche: uno que abarca la calle en fuga para la llegada del soldado; un segundo, algo más frontal, que pasa a una zona más íntima, la del porche propiamente dicho, donde tiene lugar su emotivo reencuentro con Sis; y el tercero y más sorprendente, que comporta un cambio de emplazamiento, de nuevo muy oblicuo, totalmente innecesario desde un punto de vista narrativo…, pero portador de un efecto poético antológico: con la nueva angulación, de la madre sólo es visible la mano que aparece por la puerta para abrazar al hijo, con lo que se la identifica con la propia casa. Fin de la secuencia: la intensidad emocional generada gracias a esta límpida metáfora es desbordante.

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¡Y qué decir de su uso del paisaje, que convierte tantos fragmentos de su obra en pura égloga! En THE BIRTH OF A NATION su presencia ligada a los sentimientos amorosos presenta el uso más complejo que nunca se hubiera ofrecido de él: las parejas se aman en parajes paradisíacos…, y a veces los negros libidinosos acosan tras los árboles; pero tampoco es lo mismo la bella pradera (el “valle del amor”) donde Margaret y Phil pasean antes de la guerra de secesión que el enmarañado jardín que revela su separación emocional tras ella; ni el acogedor bosquecillo donde Ben y Elsie comienzan su cortejo, que ese paraje con una valla medio abatida y un pino de pinchudas hojas donde ocurre su desencuentro ideológico. Ahora bien, el momento más inolvidable en lo que al paisaje atañe, y a buen seguro de todo el film, es la magistral escena del acoso del negro Gus a Little Sis, que llegaría a reverberar, con el mismo sentido, ¡hasta en JUNKFRÜKALLEN (El manantial de la doncella, Ingmar Bergman, 1959)! Ahí Griffith sustituye definitivamente la naturaleza maternal por otra arisca; y las praderas, jardines y sotos ceden el paso a parajes supurantes de ramas secas, de árboles inmensos cuya verticalidad infinita los convierte en barrotes de una jaula, así como de pedruscos hostiles y de esa peña abrupta que se acaba erigiendo en el límite de aquella verticalidad, llenándose los encuadres de agresivas y ominosas líneas quebradas que los atraviesan y rasgan; eso, sin olvidar el avasallador primerísimo plano de Gus con esas ramas retorcidas a la derecha que revelan la naturaleza tortuosa de su alma. Y es que la iconografía de Griffith con frecuencia trascendía la literalidad para alcanzar una capacidad simbólica y metafórica desconocida hasta entonces en el cine.

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Esto precisamente revela la verdadera e inmarchitable importancia de THE BIRTH OF A NATION. Su gran revolución estribó precisamente en todo lo que complementa o se contrapone a la narratividad; en que, tomándola como excusa, los objetivos principales de Griffith eran líricos, rítmicos, psicológicos, espectaculares, discursivos, etc. En la pura forma en todo su esplendor. De hecho, la obra conjunta del caballero del Sur desentona con eso que Noël Burch bautizó, con mayor o menor fortuna, como MRI (Medio de Representación Institucional), pues existe una macrocefalia formal absolutamente innecesaria desde el punto de vista de dicho sistema canónico (mucho menos preponderante, no obstante, de lo que sostiene el crítico francés), encarrilado, teóricamente siempre, a la funcionalidad narrativa; exacerbación griffithiana que podría ejemplificarse en la formidable proliferación de planos y perspectivas de que hacen gala los respectivos clímax de THE BIRTH OF A NATION e INTOLERANCE. Eso, y su capacidad simbólica, lírica y discursiva, conseguida por métodos puramente formales y sublimada por su pasión, hizo que Griffith se erigiera en “padre” de la más prodigiosa generación de directores que ha conocido el cine, la de aquellos que debutaron tras él durante el período mudo; y por tanto, del cine en general. Las influencias son copiosas. Limitándonos a aspectos puntuales de THE BIRTH OF A NATION, señalemos que ese desmadre de los negros liberados habría de influir a DeMille en tantas algarabías de salvajes en su filmografía; que la forma de Lynch de llevar a Elsie bajo el brazo, como un gorila, la heredaría el sonámbulo Cesare de DAS CABINET DES DR. CALIGARI (El gabinete del doctor Caligari, Robert Wiene, 1919); que las transparencias finales de la ciudad de la paz, o las del incendio de Atlanta, las retomaría Murnau en SUNRISE (Amanecer, 1927); que ese montaje telepático entre dos personas que piensan la una en la otra y que ya había aparecido en HOME, SWEET HOME alcanzaría su culmen en NOSFERATU (1922); que la identificación poética entre madre y casa reaparecería en WAR

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AND PEACE (Guerra y paz, 1956), de Vidor; que el inserto del ojo, el órgano de la pulsión escópica, asomando por la mirilla se volvería a encontrar en PSYCHO (Psicosis, 1960), de Hitchcock; o que el salvamento en el último minuto con un blanco dispuesto a sacrificar a una doncella antes de que caiga en las garras del enemigo de otra raza reaparecería en STAGECOACH (La diligencia, 1939), de Ford, cambiando el salvador Ku Klux Klan por el Séptimo de Caballería; eso, sin contar con la mecedora…

Aun así, Griffith ejercería su magisterio más profundo donde menos cabía pensarlo: en Sergei Eisenstein. No sólo el cineasta ruso retomó el uso de las escenas de masas del americano, sino también (como el resto del cine soviético, por cierto) su gusto por esos arrebatos que se condensan en imágenes memorables, como puedan ser: el gesto de Margaret de estrujar la rosa cuando rechaza a Phil; el antológico, memorable y viril, de Ben Cameron de clavar la bandera sureña en la embocadura del cañón enemigo; o el ya citado momento del triunfo de la mulata Lydia.

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Pero, aún más, no se entiende sin Griffith el montaje de Eisenstein, el cual llevaría a las últimas consecuencias el découpage entrecortado del maestro, retomando de paso su enorme capacidad dialéctica. Este montaje dialéctico, encaminado a un discurso preciso, es una de las aportaciones más revolucionarias de THE BIRTH OF A NATION. Griffith lo subrayó con los intertítulos finales en que abogaba por la desaparición de las guerras y mediante el irreal montaje final en que esas parejas mixtas (norteños y sureños, no negros y blancos) se alternaban con una imagen de los desastres de la guerra y con varias de la soñada “ciudad de la paz”. En realidad, no hacía falta, pues, aparte de múltiples momentos del film que inciden en la catástrofe bélica (como el bello plano en que los dos amigos de distintos bandos mueren abrazados, contrapuesto al de la familia Cameron, que, compungida, recibe la noticia), Griffith había usado al menos en otras dos ocasiones el montaje dialéctico para articular su mensaje: primero, en esos planos alternos de la batalla en pleno fragor, virados a rosa, y esos otros virados a azul de las víctimas de la lucha, cuyo choque se acentúa por el cambio de color, inverosímil desde un punto de vista narrativo sólo que hecho necesario por su autor desde el discursivo; y segundo, el contraste entre esa especie de bacanal callejera de los negros con los atemorizados blancos encerrados en sus casas, entreasomados por las ventanas, de nuevo con tintados de diferente color, en sepia y rosa palo respectivamente.

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Esta dialéctica griffithiana se da también en otros ámbitos, como en la oposición entre blancos y negros incluso en tiempos de paz. Por ejemplo, tras el paseo por el frondoso “valle del amor”, Griffith corta a un plano del reseco campo de algodón donde trabajan los negros, creando un agudo contraste entre uno y otro paisaje; no sólo eso: luego, en un mismo plano, gracias a la profundidad de campo nos muestra a los ociosos blancos que se solazan en primer término mientras los esclavos, al fondo, siguen afanándose. Esta oposición parece apuntar a la explotación de una raza por otra, pero no deja de ser ambigua, por cuanto en bastantes ocasiones el cineasta gusta de mostrar a los negros al fondo del plano observando a los amos blancos…, sólo que ¿en signo de sumisión o de amenaza? Se hace necesario decirlo: THE BIRTH OF A NATION ha tendido a considerarse, desde la misma época de su estreno hasta hoy mismo, como una apología del racismo, aunque es muy probable que los sucesos que relata fueran veraces (es evidente: en los conflictos armados suele haber desmanes en todos los bandos); no obstante, la cuestión que la rinde tendenciosa es el hecho de que adopta una perspectiva blanca, sin fisuras, ocultando las penalidades que sufrieron los negros durante la época de la esclavitud y aún después. El resultado es que el negro, en este film al igual que el indio en no pocos de Ford, es siempre lo ajeno, la amenaza; el Otro, en sentido filosófico y rozando alarmantemente lo siniestro. Paralelo al pacifista, este es el otro gran discurso cardinal del film, el que hoy en día levanta ampollas y hace a tantos renunciar a él, hasta irlo sepultando en un injusto olvido

Y siguiendo con el discurso, también se debe mencionar la capacidad absolutamente única del sureño en su época para amplificar la densidad y el sentido de la película relacionando distintos momentos mediante recursos concretos (como en las escenas paisajísticas mencionadas arriba), cuando no mediante puras rimas. Así, en THE BIRTH OF A NATION destacan esos dos planos que muestran a Ben en un otero, como en la cima del mundo, con esas

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masas de agua a sus pies (un caudaloso río, primero, y luego, el ancho mar), en su muy peculiar camino hacia la paz: el primer momento, ideando la creación del Ku Klux Klan; y el segundo, al final, alcanzada ya la armonía, casado con Elsie. Y sobresalen muy en especial, cómo no, esos planos tomados desde el mismo tiro de cámara de la despedida de Sis cuando Ben parte a la guerra, con la niña tumbada en el sofá, relacionados con aquellos de la segunda parte que muestran el cadáver de Sis yaciendo en ese mismo sofá; incluso se reproduce el mismo gesto de Ben de inclinarse para besar a su hermana, y la segunda vez, duplicado con el de la madre.

Finalmente, otra de las grandísimas aportaciones de THE BIRTH OF A NATION es la más cinematográfica que imaginar quepa: mostrar las relaciones y hacer avanzar el film mediante la mirada. Muchos cambios de plano en tantísimas secuencias están precisamente justificados por las miradas de los personajes, especialmente en aquellos que tienen que ver con las relaciones amorosas (de las dos parejas) o con las obsesiones sexuales (de los negros hacia las blancas); pero

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hay una secuencia, justamente famosa, que resulta mucho más reveladora: la del asesinato de Lincoln. En ella, Griffith ofrece una fascinante contraposición entre lo viejo y lo nuevo, es decir, entre la representación teatral, dentro de la acción, y el arte cinematográfico, exterior a ella; pues al espacio escénico, al que siempre se accede desde un único tiro de cámara fuera del escenario (con dos variantes), se contrapone un espacio cinematográfico creado por múltiples tiros que posibilitan la visión de la acción desde muy distintos ángulos y en diferentes espacios. Pero aún hay más, pues los puntos importantes de la acción son ratificados consecutivamente por la doble mirada de Elsie y Phil: primero, el escenario y la obra teatral; segundo, Lincoln en su palco; y tercero, el magnicida John Wilkes Booth. Especialmente significativo es el último caso, ya que, a diferencia de los otros, Booth no aparece en imagen hasta que Elsie y Phil miran hacia ahí; es más, lo hace encerrado en un siniestro iris totalmente desgajado del resto del decorado, como un mal sueño, de forma que hasta más tarde el espectador no puede precisar su ubicación exacta. Por lo tanto, se rechaza esa equiparación entre el espacio teatral y el de la cámara, que había sido la norma en las películas anteriores a THE BIRTH OF A NATION, para crear un espacio estrictamente cinematográfico, menos físico que mental, en el que el espectador es guiado por los protagonistas; tanto es así, que Griffith aún se permite mostrar una segunda mirada de Elsie hacia Booth, esta vez subrayada con los prismáticos. En resumidas cuentas, la mirada crea la acción. El cine ha nacido.