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TEXTOS SOBRE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Max Scheler: anfibología del término «hombre» “Si se pregunta a un europeo culto lo que piensa al oír la palabra hombre, casi siempre empezarán a rivalizar en su cabeza tres círculos de ideas, totalmente inconciliables entre sí. Primero, el círculo de ideas de la tradición judeocristiana: Adán y Eva, la creación, el Paraíso, la caída. Segundo, el círculo de ideas de la antigüedad clásica; aquí la conciencia que el hombre tiene de sí mismo se elevó por primera vez en el mundo a un concepto de su posición singular mediante la tesis de que el hombre es hombre porque posee «razón», logos, fronesis, ratio, mens, etc., donde logos significa tanto la palabra como la facultad de apresar el «qué» de todas las cosas. Con esta concepción se enlaza estrechamente la doctrina de que el universo entero tiene por fondo una «razón» sobrehumana, de la cual participa el hombre y sólo el hombre entre todos los seres. El tercer círculo de ideas es el círculo de las ideas forjadas por la ciencia moderna de la naturaleza y por la psicología genética y que se han hecho tradicionales también hace mucho tiempo; según estas ideas, el hombre sería un producto final y muy tardío de la evolución del planeta Tierra, un ser que sólo se distinguiría de sus precursores en el reino animal por el grado de complicación con que se combinarían en él energía y facultades que en sí ya existen en la naturaleza infrahumana. Esos tres círculos de ideas carecen entre sí de toda unidad. Poseemos, pues, una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de otra. Pero no poseemos una idea unitaria del hombre. Por otra parte, la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre, ocultan la esencia de éste mucho más de lo que la iluminan, por valiosas que sean. [...] en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para si mismo como en la actualidad. Por eso me he propuesto el ensayo de una nueva antropología filosófica sobre la más amplia base. En

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TEXTOS SOBRE ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

Max Scheler: anfibología del término «hombre»

“Si se pregunta a un europeo culto lo que piensa al oír la palabra hombre, casi siempre empezarán a rivalizar en su cabeza tres círculos de ideas, totalmente inconciliables entre sí. Primero, el círculo de ideas de la tradición judeocristiana: Adán y Eva, la creación, el Paraíso, la caída. Segundo, el círculo de ideas de la antigüedad clásica; aquí la conciencia que el hombre tiene de sí mismo se elevó por primera vez en el mundo a un concepto de su posición singular mediante la tesis de que el hombre es hombre porque posee «razón», logos, fronesis, ratio, mens, etc., donde logos significa tanto la palabra como la facultad de apresar el «qué» de todas las cosas. Con esta concepción se enlaza estrechamente la doctrina de que el universo entero tiene por fondo una «razón» sobrehumana, de la cual participa el hombre y sólo el hombre entre todos los seres. El tercer círculo de ideas es el círculo de las ideas forjadas por la ciencia moderna de la naturaleza y por la psicología genética y que se han hecho tradicionales también hace mucho tiempo; según estas ideas, el hombre sería un producto final y muy tardío de la evolución del planeta Tierra, un ser que sólo se distinguiría de sus precursores en el reino animal por el grado de complicación con que se combinarían en él energía y facultades que en sí ya existen en la naturaleza infrahumana. Esos tres círculos de ideas carecen entre sí de toda unidad. Poseemos, pues, una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de otra. Pero no poseemos una idea unitaria del hombre. Por otra parte, la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre, ocultan la esencia de éste mucho más de lo que la iluminan, por valiosas que sean. [...] en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para si mismo como en la actualidad. Por eso me he propuesto el ensayo de una nueva antropología filosófica sobre la más amplia base. En lo que sigue quisiera dilucidar tan sólo algunos puntos concernientes a la esencia del hombre, en su relación con el animal y con la planta, y al singular puesto metafísico del hombre -apuntando una pequeña parte de los resultados a que he llegado.

Ya el término y el concepto de hombre encierran una pérfida anfibología, sin aclarar la cual ni siquiera se puede acometer la cuestión del singular puesto del hombre. La palabra hombre indica en primer lugar los caracteres morfológicos distintivos que posee el hombre como subgrupo de los vertebrados y de los mamíferos. Es claro que -cualquiera que sea el resultado que ofrezca este modo de formar el concepto de hombre el ser vivo llamado hombre, no sólo está subordinado al concepto de animal, sino constituye también una provincia relativamente muy pequeña del reino animal. [...] Mas prescindiendo por completo de semejante concepto, que junta en la unidad del hombre la marcha erecta, la transformación de la columna vertebral, el equilibrio del cráneo, el potente desarrollo cerebral del hombre y las transformaciones orgánicas que la marcha erecta tuvo por consecuencia (como la mano de pulgar oponible, el retroceso de la mandíbula y de los dientes, etc.), la misma palabra «hombre» designa en el lenguaje corriente y en todos los pueblos cultos, algo tan totalmente distinto, que apenas se encontrará otra voz del lenguaje humano en que se dé análoga anfibología. La palabra hombre designa, en efecto, asimismo un conjunto de cosas que se oponen del modo más riguroso al concepto de «animal en general» y, por lo tanto, también a todos los

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mamíferos y vertebrados [...]. Es claro que este segundo concepto del hombre ha de tener un sentido y un origen completamente distintos del primero, que designa sólo un rincón muy pequeño de la rama de los vertebrados. Llamaré a este segundo concepto el concepto esencial del hombre, en oposición a aquel primer concepto sistemático natural. El tema de nuestra conferencia es: si ese segundo concepto, que concede al hombre como tal un puesto singular, incomparable con el puesto que ocupan las demás especies vivas, tiene alguna base legítima.

(El puesto del hombre en el Cosmos, Losada, S.A.., Buenos Aires 1971, 9ª ed., p.23-26).

Marx: el trabajo como proyecto.

“El trabajo es en primer término, un proceso entre la naturaleza y el hombre, proceso en que éste realiza, regula y controla mediante su propia acción su intercambio de materias con la naturaleza. En este proceso, el hombre se enfrenta como un poder natural con la materia de la naturaleza. Pone en acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad, los brazos y las piernas, la cabeza y la mano, para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo actúa sobre la naturaleza exterior a él y la transforma, transforma su propia naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el juego de sus fuerzas a su propia disciplina. Aquí, no vamos a ocuparnos, pues no nos interesan, de las primeras formas de trabajo, formas instintivas y de tipo animal. Detrás de la fase en que el obrero se presenta en el mercado de mercancías como vendedor de su propia fuerza de trabajo, aparece, en un fondo prehistórico, la fase en que el trabajo humano no se ha desprendido aún de su primera forma instintiva. Aquí, partimos del supuesto del trabajo plasmado ya bajo una forma en la que pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero, hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal. El obrero no se limita a hacer cambiar de forma la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin, fin que él sabe que rige como una ley las modalidades de su actuación y al que tiene necesariamente que supeditar su voluntad. Y esta supeditación no constituye un acto aislado. Mientras permanezca trabajando, además de esforzar los órganos que trabajan, el obrero ha de aportar esa voluntad consciente del fin a que llamamos atención, atención que deberá ser tanto más reconcentrada cuanto menos atractivo sea el trabajo, por su carácter o por su ejecución, para quien lo realiza, es decir, cuanto menos disfrute de él el obrero como de un juego de sus fuerzas físicas y espirituales”.

(El Capital, F.C.E., México, Vol. 1, 1973, p.130-131).

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Henri Bergson: el hombre como homo faber

“¿A qué tiempo hacemos remontar la aparición del hombre sobre la tierra? Indudablemente, a aquel en que se fabricaron las primeras armas, los primeros útiles. [...] Veremos que al lado de muchos actos explicables por la imitación, o por la asociación automática de imágenes, los hay que no dudamos en declarar inteligentes; figuran en primera línea los que testimonian un pensamiento de fabricación, ya porque el animal llegue a fabricar él mismo un basto instrumento ya porque utilice en su provecho un instrumento fabricado por el hombre. [...] Sin duda, hay inteligencia allí donde hay también inferencia; pero la inferencia, que consiste en una flexión de la experiencia pasada en el sentido de la experiencia presente, es ya un comienzo de invención. La invención se hace completa cuando se materializa en un instrumento fabricado. A esto tiende la inteligencia de los animales como a un ideal. Y si, de ordinario, no alcanza a fabricar objetos artificiales y a servirse de ellos, se prepara en este sentido por las variaciones mismas que ejecuta sobre los instintos que le son suministrados por la naturaleza. En lo que se refiere a la inteligencia humana, no se ha hecho notar lo bastante que la invención mecánica ha sido su paso esencial y que todavía hoy nuestra vida social gravita en torno a la fabricación y utilización de instrumentos artificiales que las invenciones que jalonan la ruta del progreso han trazado también su dirección. Tenemos dificultades en darnos cuenta de ello, porque las modificaciones de la humanidad retrasan de ordinario las transformaciones de sus útiles. Nuestros hábitos individuales e incluso sociales sobreviven mucho tiempo a las circunstancias para las que estaban hechos, de suerte que los efectos profundos de una invención se dejan ver cuando hemos perdido ya de vista la novedad. Ha pasado un siglo desde el invento de la máquina de vapor y aún comenzamos a experimentar la sacudida que nos ha producido. La revolución que ha operado en la industria ha alterado las relaciones entre los hombres. Surgen nuevas ideas y sentimientos nuevos están a punto de nacer. Dentro de miles de años, cuando la perspectiva del pasado no se perciba sino en grandes líneas, nuestras guerras y nuestras revoluciones contarán poco, suponiendo que exista el recuerdo de ellas; pero de la máquina de vapor, con su cortejo de invenciones de todo género, se hablará quizá como se habla del bronce o de la piedra tallada; servirá para definir una edad. Si pudiésemos prescindir de nuestro orgullo, si para definir nuestra especie nos atuviésemos estrictamente a lo que la historia y la prehistoria nos presentan como característica constante del hombre y de la inteligencia, no hablaríamos del hombre como homo sapiens, sino como homo faber. En definitiva, la inteligencia, considerada en lo que parece ser su marcha original, es la facultad de fabricar instrumentos artificiales, en particular útiles para hacer útiles, y variar indefinidamente su fabricación”.

(La evolución creadora, En Obras escogidas, Aguilar, México 1963. p. 557-558. Traducción de José Antonio Miguez, (p. 602-605 de las Oeuvres, PUF, París 1959).

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Aristóteles: el hombre como animal racional y como animal político

“Se admite que hay tres cosas por las que los hombres se hacen buenos y virtuosos, y esas tres cosas son la naturaleza, el hábito y la razón. [...] Los otros animales viven primordialmente por acción de la naturaleza, si bien algunos en un grado muy pequeño, son también llevados por los hábitos; el hombre, en cambio, vive también por acción de la razón, ya que es el único entre los animales que posee razón; de manera que en él estas tres cosas deben guardar armonía recíproca entre sí; los hombres, en efecto, obran con frecuencia de manera contraria a los hábitos que han adquirido y a su naturaleza a causa de su razón, si están convencidos de que algún otro camino de acción les es preferible”.

(Política, VII,12,1332 –b).

“[...] Es evidente que la ciudad-estado es una cosa natural y que el hombre es por naturaleza un animal político o social; y un hombre que por naturaleza y no meramente por el azar, apolítico o insociable, o bien es inferior en la escala de la humanidad, o bien está por encima de ella [...] y la razón por la cual el hombre es un animal político en mayor grado que cualquier abeja o cualquier animal gregario es algo evidente. La naturaleza, efecto, según decimos, no hace nada sin un fin determinado, y el hombre es el único entre los animales que posee el don del lenguaje. La simple voz, es verdad, puede indicar pena y placer y, por tanto, la poseen también los demás animales [...], pero el lenguaje tiene el fin de indicar lo provechoso y lo nocivo y, por consiguiente, también lo justo y lo injusto, ya que es particular propiedad del hombre, que lo distingue de los demás animales, al ser el único que tiene la percepción del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y de las demás cualidades morales, y es la comunidad y participación en estas cosas lo que hace una familia y una ciudad-estado”.

(Política, I, 1, 1253).Thomas Hobbes: el hombre no es un animal político por naturaleza

“La mayor parte de los que han escrito sobre las repúblicas suponen que el hombre es un animal político, nacido con una cierta disposición natural a la sociedad. Pero si consideramos más de cerca las causas por las cuales los hombres se reúnen en sociedad, pronto aparecerá que esto no sucede sino accidentalmente y no por una disposición especial de la naturaleza”.

(De cive, I,1,2).

“Hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia: primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda para lograr seguridad; la tercera para ganar reputación. [...] Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos”.

(Antología: Del ciudadano. Leviatán, Tecnos, Madrid 1965, p. 136-9).

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Sigmund Freud: las tres humillaciones del narcisismo humano

“El narcisismo general, el amor propio de la Humanidad, ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación científica:

a) El hombre creía al principio, en la época inicial de su investigación, que la Tierra, su sede, se encontraba en reposos en el centro del Universo, en tanto que el Sol, la Luna y los planetas giraban circularmente en derredor de ella. Seguía así ingenuamente la impresión de sus percepciones sensoriales, pues no advertía ni advierte movimiento alguno de la Tierra, dondequiera que su vista puede extenderse libremente, se encuentra siempre en el centro de un círculo, que encierra el mundo exterior. La situación central de la Tierra le era garantía de su función predominante en el Universo, y le parecía muy de acuerdo con su tendencia a sentirse dueño y señor del Mundo.

La destrucción de esta ilusión narcisista se enlaza, para nosotros, al nombre y a los trabajos de Nicolás Copérnico en el siglo XVI. Mucho antes que él, ya los pitagóricos habían puesto en duda la situación preferente de la Tierra, y Aristarco de Samos había afirmado, en el siglo III a. de J.C., que la Tierra era mucho más pequeña que el Sol, y se movía en derredor del mismo. Así, pues, también el gran descubrimiento de Copérnico había sido hecho antes de él. Pero cuando fue ya generalmente reconocido, el amor propio humano sufrió su primera ofensa: la ofensa cosmológica.

b) En el curso de su evolución cultural, el hombre se consideró como soberano de todos los seres que poblaban la Tierra. Y no contento con tal soberanía, comenzó a abrir un abismo entre él y ellos. Les negó la razón, y se atribuyó un alma inmortal y un origen divino, que le permitió romper todo lazo de comunidad con el mundo animal. Es singular que esta exaltación permanezca aún ajena al niño pequeño, como al primitivo y al hombre primordial. Es el resultado de una presuntuosa evolución posterior. En el estadio del totemismo, el primitivo no encontraba depresivo hacer descender su estirpe de una estirpe animal. El mito, que integra los residuos de aquella antigua manera de pensar, hace adoptar a los dioses figura de animales, y al arte primitivo crea dioses con cabeza de animal ; acepta sin asombro que los animales de las fábulas piensen y hablen [...]

Todos sabemos que las investigaciones de Darwin y las de sus precursores y colaboradores pusieron fin, hace poco más de medio siglo, a esta exaltación del hombre. El hombre no es nada distinto del animal ni algo mejor que él ; procede de la escala zoológica y está próximamente emparentado con unas especies, y más lejanamente, a otras. Sus adquisiciones posteriores no han logrado borrar los testimonios de su equiparación, dados tanto en su constitución física como en sus disposiciones anímicas. Esta es la segunda ofensa -la ofensa biológica- inferida al narcisismo humano.

c) Pero la ofensa más sensible es la tercera, de naturaleza psicológica.

El hombre, aunque exteriormente humillado, se siente soberano en su propia alma. En algún lugar del nódulo de su yo se ha creado un órgano inspector, que vigila sus impulsos y sus actos, inhibiéndose o retrayéndose implacablemente cuando no coinciden con sus aspiraciones. Su percepción interna, su conciencia, da cuenta al yo en

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todos los sucesos de importancia que se desarrollan en el mecanismo anímico, y la voluntad dirigida por estas informaciones ejecuta lo que el yo ordena y modifica aquello que quisiera cumplirse independientemente. Pues esta alma no es algo simple, sino más bien una jerarquía de instancias, una confusión de impulsos, que tienden, independientemente unos de otros, a su cumplimiento correlativamente a la multiplicidad de los instintos y de las relaciones con el mundo exterior. Para la función es preciso que la instancia superior reciba noticia de cuanto se prepara, y que su voluntad pueda llegar a todas partes y ejercer por doquiera su influjo. Pero el yo se siente seguro, tanto de la amplitud y fidelidad de las noticias como de la transmisión de sus mandatos.

En ciertas enfermedades, y desde luego en las neurosis por nosotros estudiadas, sucede otra cosa. El yo se siente a disgusto, pues tropieza con limitaciones de su poder dentro de su propia casa, dentro del alma misma. Surge de pronto pensamientos que no se sabe de dónde vienen, sin que tampoco sea posible rechazarlos. Tales huéspedes indeseables parecen incluso ser más poderosos que los sometidos al yo ; resisten a todos los medios coercitivos de la voluntad, y permanecen impertérritos ante la contradicción lógica y ante el testimonio contrario de la realidad. O surgen impulsos, que son como los de un extraño, de suerte que el yo los niega, pero no obstante ha de temerlos y tomar medidas precautorias contra ellos. [...]

El psicoanálisis procura esclarecer estos inquietantes casos [...] y puede, por fin decir al yo: «No se ha introducido en ti nada extraño ; una parte de tu propia vida anímica se ha sustraído a tu conocimiento y a la soberanía de tu voluntad. Por eso es tan débil tu defensa ; combates con una parte de tu fuerza contra la otra parte, y no puedes reunir, como lo harías contra un enemigo exterior, toda tu energía [...]. Todo este proceso sólo se hace posible por el hecho de que también en otro punto importantísimo estás en el error. Confías en que todo lo que sucede en tu alma llega a tu conocimiento, [...] llegas incluso a identificar lo "anímico" con lo "consciente" ; esto es, con lo que te es conocido, a pesar de la evidencia de que a tu vida psíquica tiene que suceder de continuo mucho más de lo que llega ser conocido a tu conciencia. Déjate instruir sobre este punto. Lo anímico en ti no coincide con loo que te es consciente ; una cosa es lo que algo suceda en tu alma, y otra que tú llegues a tener conocimiento de ello. [...] No debes acariciar la ilusión de que obtienes noticia de todo lo importante. [...] ¿Quien puede estimar, aun no estando tú enfermo, todo lo que sucede en tu alma sin que tú recibas noticia de ello o sólo noticias incompletas y falsas ? Te conduces como un rey absoluto que se contenta con la información que le procuran sus altos dignatarios y no desciende jamás hasta el pueblo para oír su voz. Adéntrate en ti, desciende a tus estratos más profundos y aprende a conocerte a ti mismo ; sólo entonces podrás llegara comprender por qué puedes enfermar y, acaso, también a evitar la enfermedad».

Así quiso el psicoanálisis aleccionar al yo. Pero sus dos tesis, la de que la vida instintiva de la sexualidad no puede ser totalmente domada en nosotros y la de que los procesos anímicos son en sí inconscientes, y sólo mediante una percepción incompleta y poco fidedigna llegan a ser accesibles al yo y sometidos por él, equivalen a la afirmación de que el yo no es dueño y señor en su propia casa. Y representan el tercer agravio inferido a nuestro amor propio ; un agravio psicológico. No es, por tanto, de extrañar que el yo no acoja favorablemente las tesis psicoanalíticas y se niegue tenazmente a darles crédito”.(Una dificultad del psicoanálisis, en Obras completas, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid 1968, vol. II, p. 1110-1112).

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Platón: la preexistencia de las almas

“--El alma que nunca ha visto la verdad no puede revestir la forma humana. En efecto, el hombre debe ejercitarse en comprender según la idea, es decir, elevarse de una multiplicidad de sensaciones a una unidad inteligible. Ahora bien, este acto no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto antes, cuando seguía a un dios en sus evoluciones, cuando, apartando su mirada de lo que nosotros llamamos ser, levantaba la cabeza hacia el ser verdadero. Por eso es justo que sólo el pensamiento del filósofo tenga alas, puesto que se aplica siempre y en la medida de sus fuerzas a recordar las esencias a las que el mismo dios debe su divinidad. El hombre que sabe usar estas reminiscencias es iniciado sin cesar en los misterios de la divina perfección, y sólo él se hace realmente perfecto. Apartado de los cuidados que preocupan a los hombres y dedicado a lo divino, el vulgo pretende curarlo de su locura y no ve que está inspirado.

--A este punto quería llegar toda esta explicación sobre la cuarta especie de locura. Cuando un hombre percibe la belleza de aquí abajo y se acuerda de la belleza verdadera, a su alma le crecen alas y desea volar. Pero al advertir su impotencia, eleva como un pájaro los ojos al cielo, deja a un lado las ocupaciones del mundo y ve cómo le llaman insensato. Y así, de todas las clases de entusiasmo, éste es el más magnífico. [...] En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana por naturaleza ha contemplado las realidades: de otro modo no hubiese podido entrar en el cuerpo de un hombre. Pero los recuerdos de esta contemplación no se despiertan en todas las almas con la misma facilidad. Una apenas ha entrevisto las esencias. Otra, después de su caída a la tierra, ha tenido la desgracia de ser llevada a la injusticia por ciertos tratos humanos y de olvidar los sagrados misterios que había contemplado anteriormente. Sólo un pequeño número de almas conservan un recuerdo casi exacto. Estas almas, cuando ven alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de turbación y no pueden contenerse; pero no saben lo que experimentan, porque no pueden analizarse con precisión.

--Sin duda, la justicia, la sabiduría y todos los bienes del alma no brillan en sus imágenes terrestres; apenas la imperfección de nuestros órganos permite a un pequeño número de nosotros que en presencia de estas imágenes reconozcan el modelo que representan. Nos era dado contemplar la belleza con todo su esplendor cuando, unidos al coro de los bienaventurados, íbamos, unos siguiendo a Zeus, los otros siguiendo a otros dioses. Gozábamos entonces del más maravilloso espectáculo. Iniciados en un misterio que podemos llamar bienaventurado, lo celebrábamos, libres de la imperfección y de los males que nos esperaban después. Éramos admitidos a contemplar las esencias perfectas, simples, llenas de calma y felicidad, y las visiones irradiaban del seno de la más pura luz. Y nosotros mismos éramos puros, libres de esta tumba a la que llamamos cuerpo y que arrastramos con nosotros como la ostra arrastra su prisión”.

(Fedro, 249b_250c. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad antigua, Herder, Barcelona 1982, p.46-48)).

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Aristóteles: definición del alma

“[...] De ello se deduce que cada cuerpo natural que posee vida es una sustancia en el sentido de sustancia compuesta. Pero puesto que se trata de un cuerpo de cierta cualidad, esto es, que tiene vida, no puede ser idéntico al alma, pues el cuerpo animado es el sujeto o materia, no lo que le es atribuido. Por consiguiente, el alma debe ser sustancia en el sentido de la forma de un cuerpo natural que tiene dentro de él la vida en potencia. Mas la sustancia formal es entelequia; el alma es, entonces, la entelequia de un cuerpo de esta naturaleza. Ahora bien, la palabra entelequia se toma en un doble sentido que corresponde, respectivamente, tanto al conocimiento como a su ejercicio. Es así manifiesto que el alma es una entelequia como el conocimiento, ya que el sueño como la vigilia implican la presencia del alma: la vigilia es algo análogo al ejercicio del conocimiento, mientras que el sueño semeja la ciencia poseída sin su aplicación. En la historia del individuo el conocimiento aparece primero que su empleo o ejercicio.

Por esta razón el alma es, en definitiva, una entelequia primera de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia, es decir, de un cuerpo organizado. Las partes de las plantas son así órganos aunque extremadamente simples: por ejemplo, la hoja sirve de abrigo al pericarpio, y éste para preservar el fruto, mientras que las raíces son el análogo de la boca, pues ambas absorben el alimento. Si entonces debemos dar una fórmula general aplicable a toda clase de alma, diremos que el alma es la entelequia primera de un cuerpo natural organizado. Por eso podemos descartar por completo como innecesaria la cuestión de si el alma y el cuerpo constituyen una sola entidad; esto carece de sentido, como preguntar si la cera y la figura a ella dada por el sello son una sola cosa, o, si en general, lo es la materia de un objeto y aquello de lo cual él es la materia. Lo Uno y el Ser tienen múltiples acepciones, pero su sentido fundamental es la entelequia.

Nosotros hemos definido, en términos generales, lo que es alma: ella es una sustancia en el sentido de la forma, es decir, la esencia de un cuerpo de una cualidad determinada. Supongamos, por ejemplo, que una herramienta, tal como el hacha, fuera un cuerpo natural: la esencia del hacha sería su sustancia y, por tanto, su alma, pues si la sustancia estuviera separada del hacha, ésta no existiría, sino en cuanto al nombre. Como ella es no resulta más que un hacha. En realidad el alma no es la esencia y la forma de un cuerpo artificial sino de un cuerpo natural orgánico, es decir, que tiene un principio de movimiento y reposo en sí mismo. [....]

Por otra parte, no es el cuerpo separado de su alma el que es potencialmente capaz de vivir, sino aquél que aún la posee. [...]

El alma es, entonces, inseparable del cuerpo, por lo menos ciertas partes del alma, si ella es naturalmente divisible. En efecto, para ciertas partes del cuerpo, su entelequia es la de las partes mismas. Sin embargo nada impide que algunas otras partes no sean por lo menos separables, en razón de que no son la entelequia de ningún cuerpo. Así, no se ve bien si el alma es la entelequia del cuerpo, como el piloto del navío.

Esto debe bastar como exposición esquemática y esbozo de una definición general del alma”.

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(De anima, II, 1, 412a-413a. Juárez Editor, Buenos Aires 1969, p.47-50. trad. esp. de Alfredo Llanos).

Epicuro: carta a Meneceo

“Cuando se es joven, no hay que vacilar en filosofar, y cuando se es viejo, no hay que cansarse de filosofar. Porque nadie es demasiado joven o demasiado viejo para cuidar su alma. Aquel que dice que la hora de filosofar aún no ha llegado, o que ha pasado ya, se parece al que dijese que no ha llegado aún el momento de ser feliz, o que ya ha pasado. Así pues, es necesario filosofar cuando se es joven y cuando se es viejo: en el segundo caso para rejuvenecerse con el recuerdo de los bienes pasados, y en el primer caso para ser, aún siendo joven, tan intrépido como un viejo ante el porvenir. Por tanto hay que estudiar los medios de alcanzar la felicidad, porque, cuando la tenemos, lo tenemos todo, y cuando no la tenemos lo hacemos todo para conseguirla.

Por consiguiente, medita y practica las enseñanzas que constantemente te he dado, pensando que son los principios de una vida bella.

En primer lugar, debes saber que Dios es un ser viviente inmortal y bienaventurado, como indica la noción común de la divinidad, y no le atribuyas nunca ningún carácter opuesto a su inmortalidad y a su bienaventuranza. Al contrario, cree en todo lo que puede conservarle esta bienaventuranza y esta inmortalidad. Porque los dioses existen, tenemos de ellos un conocimiento evidente; pero no son como cree la mayoría de los hombres. No es impío el que niega los dioses del común de los hombres, sino al contrario, el que aplica a los dioses las opiniones de esa mayoría. Porque las afirmaciones de la mayoría no son anticipaciones, sino conjeturas engañosas. De ahí procede la opinión de que los dioses causan a los malvados los mayores males y a los buenos los más grandes bienes. La multitud, acostumbrada a sus propias virtudes, sólo acepta a los dioses conformes con esta virtud y encuentra extraño todo lo que es distinto de ella.

En segundo lugar, acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que el bien y el mal no existen más que en la sensación, y la muerte es la privación de sensación. Un conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros, permite gozar de esta vida mortal evitándonos añadirle la idea de una duración eterna y quitándonos el deseo de la inmortalidad. Pues en la vida nada hay temible para el que ha comprendido que no hay nada temible en el hecho de no vivir. Es necio quien dice que teme la muerte, no porque es temible una vez llegada, sino porque es temible el esperarla. Porque si una cosa no nos causa ningún daño en su presencia, es necio entristecerse por esperarla. Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque, mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos. Por tanto la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos porque para los unos no existe, y los otros ya no son. La mayoría de los hombres, unas veces teme la muerte como el peor de los males, y otras veces la desea como el término de los males de la vida. [El sabio, por el contrario, ni desea] ni teme la muerte, ya que la vida no le es una carga, y tampoco cree que sea un mal el no existir. Igual que no es la abundancia de los alimentos, sino su calidad lo que nos place, tampoco es la duración de la vida la que nos agrada, sino que sea grata. En cuanto a los que aconsejan al joven vivir bien y al viejo morir bien, son necios, no sólo

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porque la vida tiene su encanto, incluso para el viejo, sino porque el cuidado de vivir bien y el cuidado de morir bien son lo mismo. Y mucho más necio es aún aquel que pretende que lo mejor es no nacer, «y cuando se ha nacido, franquear lo antes posible las puertas del Hades». Porque, si habla con convicción, ¿por qué él no sale de la vida? Le sería fácil si está decidido a ello. Pero si lo dice en broma, se muestra frívolo en una cuestión que no lo es. Así pues, conviene recordar que el futuro ni está enteramente en nuestras manos, ni completamente fuera de nuestro alcance, de suerte que no debemos ni esperarlo como si tuviese que llegar con seguridad, ni desesperar como si no tuviese que llegar con certeza.

En tercer lugar, hay que comprender que entre los deseos, unos son naturales y los otros vanos, y que entre los deseos naturales, unos son necesarios y los otros sólo naturales. Por último, entre los deseos necesarios, unos son necesarios para la felicidad, otros para la tranquilidad del cuerpo, y los otros para la vida misma. Una teoría verídica de los deseos refiere toda preferencia y toda aversión a la salud del cuerpo y a la ataraxia [del alma], ya que en ello está la perfección de la vida feliz, y todas nuestras acciones tienen como fin evitar a la vez el sufrimiento y la inquietud. Y una vez lo hemos conseguido, se dispersan todas las tormentas del alma, porque el ser vivo ya no tiene que dirigirse hacia algo que no tiene, ni buscar otra cosa que pueda completar la felicidad del alma y del cuerpo. Ya que buscamos el placer solamente cuando su ausencia nos causa un sufrimiento. Cuando no sufrimos no tenemos ya necesidad del placer.

Por ello decimos que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos reconocido como el primero de los bienes y conforme a nuestra naturaleza, él es el que nos hace preferir o rechazar las cosas, y a él tendemos tomando la sensibilidad como criterio del bien. Y puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no buscamos cualquier placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos placeres cuando tienen como consecuencia un dolor mayor. Por otra parte, hay muchos sufrimientos que consideramos preferibles a los placeres, cuando nos producen un placer mayor después de haberlos soportado durante largo tiempo. Por consiguiente, todo placer, por su misma naturaleza, es un bien, pero todo placer no es deseable. Igualmente todo dolor es un mal, pero no debemos huir necesariamente de todo dolor. Y por tanto, todas las cosas deben ser apreciadas por una prudente consideración de las ventajas y molestias que proporcionan. En efecto, en algunos casos tratamos el bien como un mal, y en otros el mal como un bien.

A nuestro entender la autarquía es un gran bien. No es que debamos siempre contentarnos con poco, sino que, cuando nos falta la abundancia, debemos poder contentarnos con poco, estando persuadidos de que gozan más de la riqueza los que tienen menos necesidad de ella, y que todo lo que es natural se obtiene fácilmente, mientras que lo que no lo es se obtiene difícilmente. Los alimentos más sencillos producen tanto placer como la mesa más suntuosa, cuando está ausente el sufrimiento que causa la necesidad; y el pan y el agua proporcionan el más vivo placer cuando se toman después de una larga privación. El habituarse a una vida sencilla y modesta es pues un buen modo de cuidar la salud y además hace al hombre animoso para realizar las tareas que debe desempeñar necesariamente en la vida. Le permite también gozar mejor de una vida opulenta cuando la ocasión se presente, y lo fortalece contra los reveses de la fortuna. Por consiguiente, cuando decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos, ni de los placeres sensuales, como

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pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la ausencia de inquietud para el alma. Porque no son ni las borracheras, ni los banquetes continuos, ni el goce de los jóvenes o de las mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz, sino la razón, buscando sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las opiniones que pueden aportar al alma la mayor inquietud.

Por tanto, el principio de todo esto, y a la vez el mayor bien, es la sabiduría. Debemos considerarla superior a la misma filosofía, porque es la fuente de todas las virtudes y nos enseña que no puede llegarse a la vida feliz sin la sabiduría, la honestidad y la justicia, y que la sabiduría, la honestidad y la justicia no pueden obtenerse sin el placer. En efecto, las virtudes están unidas a la vida feliz, que a su vez es inseparable de las virtudes.

¿Existe alguien al que puedas poner por encima del sabio? El sabio tiene opiniones piadosas sobre los dioses, no teme nunca la muerte, comprende cuál es el fin de la naturaleza, sabe que es fácil alcanzar y poseer el supremo bien, y que el mal extremo tiene una duración o una gravedad limitadas.

En cuanto al destino, que algunos miran como un déspota, el sabio se ríe de él. Valdría más, en efecto, aceptar los relatos mitológicos sobre los dioses que hacerse esclavo de la fatalidad de los físicos: porque el mito deja la esperanza de que honrando a los dioses los haremos propicios mientras que la fatalidad es inexorable. En cuanto al azar (fortuna, suerte), el sabio no cree, como la mayoría, que sea un dios, porque un dios no puede obrar de un modo desordenado, ni como una causa inconstante. No cree que el azar distribuya a los hombres el bien y el mal, en lo referente a la vida feliz, sino que sabe que él aporta los principios de los grandes bienes o de los grandes males. Considera que vale más mala suerte razonando bien, que buena suerte razonando mal. Y lo mejor en las acciones es que la suerte dé el éxito a lo que ha sido bien calculado.

Por consiguiente, medita estas cosas y las que son del mismo género, medítalas día y noche, tú solo y con un amigo semejante a ti. Así nunca sentirás inquietud ni en tus sueños, ni en tus vigilias, y vivirás entre los hombres como un dios. Porque el hombre que vive en medio de los bienes inmortales ya no tiene nada que se parezca a un mortal”.

(Carta a Meneceo, de R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.93-97).

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Søren Kierkegaard: el yo, relación que se relaciona consigo misma

Libro primero. Capítulo I. Que la desesperación es la enfermedad mortal

La desesperación es una enfermedad propia del espíritu, del yo, y por consiguiente puede revestir tres formas: la del desesperado que ignora poseer un yo (desesperación impropiamente tal), la del desesperado que no quiere ser sí mismo y la del desesperado que quiere ser sí mismo.

El hombre es espíritu. Más, ¿qué es el espíritu? El espíritu es el yo. Pero, ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma. El yo no es la relación, sino el hecho de que la relación se relacione consigo misma. El hombre es una síntesis de infinitud y finitud, de lo temporal y lo eterno, de libertad y de necesidad, en una palabra; es una síntesis. Y una síntesis es una relación entre dos términos El hombre, considerado de esta manera no es todavía un yo

En una relación entre dos términos, la relación es lo tercero como unidad negativa y los dos se relacionan con la relación y en relación con la misma; de este modo, y en lo que atañe a la definición del «alma», la relación entre el alma y el cuerpo es una simple relación. Por el contrario, si la relación se relaciona consigo misma, entonces esta relación es lo tercero positivo, y esto es cabalmente el yo.

Una tal relación que se relaciona consigo misma -es decir, un yo- tiene que haberse puesto a sí misma, o haber sido puesta por otro.

Si la relación, que se relaciona consigo misma, ha sido puesta por otro, entonces seguramente que la relación es lo tercero, pero esta relación, esto tercero, es por su parte una relación que a pesar de todo se relaciona con lo que ha puesto la relación entera.

Una relación así derivada es el yo del hombre; una relación que se relaciona consigo misma y que en tanto se relaciona consigo misma está relacionándose a un otro. A esto se debe el que puedan darse dos formas de desesperación propiamente tal. Si el yo del hombre se hubiera puesto a sí mismo no podría hablarse más que de una sola forma: la de no querer uno ser sí mismo, la de querer liberarse de sí mismo; pero no podría hablarse de la desesperación que consiste en que uno quiera ser sí mismo. Precisamente esta última forma expresa la dependencia de la relación entera-la dependencia del yo-; expresa la imposibilidad de que el yo pueda alcanzar por sus propias fuerzas el equilibrio y el reposo, o permanecer en ellos, a no ser que mientras se

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relaciona consigo mismo lo haga también respecto de aquello que ha puesto toda la relación. Y por cierto que esta segunda forma de desesperación-la de uno que desesperadamente quiera ser sí mismo- lejos de constituir una peculiar especie de desesperación representa, por el contrario, una forma de tal carácter que en definitiva todas las formas de desesperación se resuelven y convergen en ella. Por eso, si quien se cree personalmente un desesperado, cayendo en la debida cuenta de la desesperación de que es presa y no hablando sin sentido acerca de la misma como de algo que simplemente le acontece-algo así como lo que le ocurre al que padece vértigos, que engañado por sus mismos nervios no hace más que hablar de un cierto peso que le echa abajo las sienes, o de algo que le hubiese caído sobre la cabeza, etc..., en cuanto tal peso o presión no es en realidad nada externo, sino un reflejo invertido de la propia interioridad-si tal desesperado, repito, pretende con todas sus fuerzas, por sí mismo y nada más que por sí mismo, eliminar la desesperación, no podrá por menos de verificar que a pesar de todo permanece en la misma y que lo único que logra con su enorme esfuerzo supuesto no es otra cosa que irse hundiendo más profundamente en una todavía más profunda desesperación. La discordancia de la desesperación no es una simple discordancia, sino la de una relación que se relaciona consigo misma y que ha sido puesta por otro; de suerte que la discordancia de esta relación, existente de por sí, se refleja además infinitamente en la relación al poder que la fundamenta.

Porque, cabalmente, la fórmula que describe la situación del yo, una vez que ha quedado exterminada por completo la desesperación, es la siguiente: que al autorrelacionarse y querer ser sí mismo, el yo se apoye de una manera lúcida en el poder que lo ha creado”.

(La enfermedad mortal, o la desesperación y el pecado, R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos: edad contemporánea, Herder, Barcelona 1990, p.39-41).

John Locke: la identidad personal

“Siendo ésas las premisas para encontrar en qué consiste la identidad personal, debemos ahora considerar qué significa persona. Pienso que ésta es un ser pensante e inteligente, provista de razón y de reflexión, y que puede considerarse asimismo como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo que tan sólo hace porque tiene conciencia, porque es algo inseparable del pensamiento, y que para mí le es esencial, pues es imposible que uno perciba sin percibir lo que hace. Cuando vemos, oímos, olemos, gustamos, sentimos, meditamos o deseamos algo, sabemos que actuamos así. Así sucede siempre con nuestras sensaciones o percepciones actuales, y es precisamente por eso por lo que cada uno es para sí mismo lo que él llama él mismo [...]. Pues como el estar provisto de conciencia siempre va acompañado de pensamiento, y eso es lo que hace que cada uno sea lo que él llama sí mismo, y de ese modo se distingue de todas las demás cosas pensantes, en eso consiste únicamente la identidad personal, es decir, la identidad del ser racional, hasta el punto que ese tener conciencia puede alargarse hacia atrás, hacia cualquier parte de la acción o del pensamiento ya pasados, y alcanzar la identidad de esa persona: ya hasta el punto de que esa persona será tanto la misma ahora como entonces, y la misma acción pasada fue realizada por el mismo que reflexiona ahora sobre ella que sobre el que la realizó”.

(Ensayo sobre el entendimiento humano, l.2, cap. 27, n. 11. Editora Nacional, Madrid 1980, vol.1, p. 492-493).

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Konrad Lorenz: el pretendido mal

“Supongamos que un observador objetivo de otro planeta, de Marte por ejemplo, estudiara el comportamiento social del hombre con ayuda de un telescopio cuyo aumento fuera insuficiente para alcanzar a reconocer los individuos y seguir su comportamiento individual pero que sí le permitiera ver grandes acontecimientos, como migraciones de pueblos, batallas, etc. Pues bien: nunca se le ocurriría pensar que el comportamiento humano estaba regido por la razón, ni siquiera por una moral responsable.

Suponiendo que nuestro observador extraterrestre fuera un ser puramente razonable, que no supiera nada del funcionamiento de los instintos en general y del de la agresividad en particular, ni de cómo su funcionamiento puede ser erróneo, se vería bien apurado para hallar una explicación a nuestra historia. No puede, en efecto, decirse que los fenómenos históricos, que siempre se repiten, sean explicables por la razón ni el entendimiento humano. [...]

Pero una vez reconocido el hecho, no nos queda más remedio que plantearnos la cuestión de por qué unos seres en apariencia razonables han de conducirse de modo tan insensato. Es evidente que debe haber factores potentísimos capaces de quitar el timón a la razón humana y de hacernos totalmente incapaces de aprender por la experiencia. [...]

Todas estas sorprendentes contradicciones tienen una explicación nada difícil y pueden ordenarse y organizarse correctamente en cuanto se llega al conocimiento de que el comportamiento social del hombre, lejos de estar dictado únicamente por la razón y las tradiciones de su cultura, ha de someterse a todas las leyes que rigen el comportamiento instintivo

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de origen filogenético; y esas leyes las conocemos muy bien por el estudio del comportamiento animal”.

(Sobre la agresión. El pretendido mal, Siglo Veintiuno, Madrid 1976, p. 261-262).

Friedrich Nietzsche: el superhombre

“Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró reunida en el mercado una gran muchedumbre: pues estaba prometida la exhibición de un volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo: Yo os enseño el superbombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?

Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de ellos mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de esa gran marea, y retroceder al animal más bien que superar al hombre?

¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso es lo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa.

Habéis recorrido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas en vosotros continúan siendo gusano. En otro tiempo fuisteis monos, y aun ahora es el hombre más mono que cualquier mono.

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Y el más sabio de vosotros es tan sólo un ser escindido, híbrido de planta y fantasma. Pero ¿os mando yo que os convirtáis en fantasmas o en plantas?

¡Mirad, yo os enseño el superhombre!

El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!

¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no.

Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!

En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con El han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable más que el sentido de aquélla!

En otro tiempo el alma miraba al cuerpo con desprecio: y ese desprecio era entonces lo más alto: -el alma quería el cuerpo flaco, feo, famélico. Así pensaba escabullirse del cuerpo y de la tierra.

¡Oh!, también esa alma era flaca, fea y famélica: ¡y la crueldad era la voluptuosidad de esa alma!

Más vosotros también, hermanos míos, decidme: ¿qué anuncia vuestro cuerpo de vuestra alma? ¿No es vuestra alma acaso pobreza y suciedad y un lamentable bienestar?

En verdad, una sucia corriente es el hombre. Es necesario ser un mar para poder recibir una sucia corriente sin volverse impuro.

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Mirad, yo os enseño el superhombre: él es ese mar, en él puede sumergirse vuestro gran desprecio.

¿Cuál es la máxima vivencia que vosotros podéis tener? La hora del gran desprecio. La hora en que incluso vuestra felicidad se os convierta en náusea, y eso mismo ocurra con vuestra razón y con vuestra virtud.

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar. ¡Sin embargo, mi felicidad debería justificar incluso la existencia!»

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi razón! ¿Ansía ella el saber lo mismo que el león su alimento? ¡Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar!»

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi virtud! Todavía no me ha puesto furioso. ¡Qué cansado estoy de mi bien y de mi mal! ¡Todo esto es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar !»

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi justicia! No veo que yo sea un carbón ardiente. ¡Mas el justo es un carbón ardiente!»

La hora en que digáis: «¡Qué importa mi compasión! ¿No es la compasión acaso la cruz en la que es clavado quien ama a los hombres? Pero mi compasión no es crucifixión.»

¿Habéis hablado ya así? ¿Habéis gritado ya así? ¡Ah, ojalá os hubiese yo oído gritar así!

¡No vuestro pecado -vuestra moderación es lo que clama al cielo, vuestra mezquindad hasta en vuestro pecado es lo que clama al cielo!

¿Dónde está el rayo que os lama con su lengua? ¿Dónde la demencia que habría que inocularos?

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Mirad, yo os enseño el superhombre: ¡él es ese rayo, él es esa demencia! [...]”

(Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1981, (9ª), p. 34-36).

Plotino: la purificación del alma

1, 6, 5-9. “Tal vez será útil a nuestra investigación saber qué es la fealdad y por qué se manifiesta. Consideremos una alma fea, intemperante e injusta. Está llena de los mayores deseos y de la mayor inquietud, temerosa por cobardía, envidiosa por mezquindad. lndudablemente piensa, pero sólo piensa en objetos bajos y mortales. Ama los placeres impuros, vive la vida de las pasiones corporales, halla su placer en la fealdad. [...] Lleva una vida oscurecida por la mezcla del mal, una vida unida a mucho de muerte. No ve lo que una alma debe ver. No puede permanecer en sí misma, porque sin cesar se ve llamada hacia lo exterior, lo inferior y lo obscuro. [...] Como si alguien, hundido en el fango de un cenagal, no mostrase ya la belleza que poseía, y como si sólo se viese de él el fango que lo cubre. La fealdad le ha llegado por la adición de un elemento extraño, y si debe volver a ser bello, le costará lavarse y purificarse para ser lo que era. [...] La fealdad para el alma es no ser ni limpia ni pura, igual que para el oro, es estar lleno de tierra: si se separa esta tierra, queda el oro y es bello cuando está separado de las demás cosas y queda solo consigo

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mismo. Del mismo modo, el alma, separada de los deseos que tiene por el cuerpo, y de los que se ocupa demasiado, liberada de las demás pasiones, purificada de lo que contiene cuando está unida al cuerpo, deja toda la fealdad que le produce la otra naturaleza.

Según un dicho antiguo, la templanza, el valor, toda virtud, y la misma prudencia, son purificaciones. Por ello los misterios dicen con palabras encubiertas que el hombre que desciende al Hades sin haberse purificado será colocado en un cenagal, porque el impuro ama los fangales a causa de sus vicios, como se complacen con ellos los cerdos, cuyo cuerpo es impuro. ¿Qué será pues la templanza, sino separarse de los placeres del cuerpo y aun huir de ellos, porque son inmundos y no son los de un ser puro? El valor consiste en no temer a la muerte. Ahora bien, la muerte es la separación del alma y el cuerpo. Y no temerá esta separación aquel que desea estar separado del cuerpo. La grandeza del alma es el desprecio de las cosas de este mundo. La prudencia es el pensamiento que se aparta de las cosas de abajo y conduce al alma hacia las cosas de arriba. El alma, una vez purificada, se hace forma, razón, enteramente incorpórea, espiritual; pertenece entera a lo divino donde está el origen de la belleza. Por tanto el alma, reducida a la inteligencia, es mucho más bella. Pero la inteligencia es para el alma una belleza propia y no extraña, porque el alma está entonces realmente aislada. Por ello se dice con razón que el bien y la belleza del alma consisten en hacerse semejantes a Dios, porque de Dios viene lo bello y el destino de los seres. [...]

Hay pues que remontarse hacia el bien que toda alma desea. Si alguien lo ha visto, sabe lo que quiero decir y qué bello es. Como bien, es deseado, y el deseo tiende hacia él. Pero sólo lo alcanzan los que suben hacia arriba, se vuelven hacia él, y se despojan de los ropajes de los que se han revestido en su descenso; como los que se dirigen a los santuarios de los templos deben purificarse, quitarse sus antiguos vestidos y entrar sin ellos. Hasta que, habiendo abandonado en esta subida todo lo que es extraño a Dios, uno vea a solas en su aislamiento, su simplicidad

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y su pureza, a aquel de quien todo depende, hacia el que todo mira, por quien todo es, vive y piensa; porque él es la causa de la vida, de la inteligencia y del ser.

Si lo vemos, ¡qué amor y qué deseos sentiremos queriéndonos unir a él! ¡Qué asombro unido a qué placer! Porque el que no lo ha visto todavía puede tender hacia él como hacia un bien; pero el que lo ha visto, tiene que amarlo por su belleza, estar lleno de espanto y de placer, vivir en un espasmo bienhechor, amarlo con un amor verdadero lleno de ardientes deseos, reírse de los demás amores, y despreciar las pretendidas bellezas de antes. [...] Todas las demás bellezas son adquiridas, mezcladas, derivadas, venidas de él. Por tanto, si viésemos a aquel que da la belleza a todas las cosas, pero que la da permaneciendo el mismo y que no recibe nada en él, si permaneciésemos en esta contemplación, ¿de qué belleza careceríamos aún? Porque él es la verdadera y primera belleza, que hace bellos y amables a los que lo aman.

Por tanto se impone al alma un gran y supremo combate en que emplee todo su esfuerzo, a fin de no quedarse sin participar en la mejor de las visiones. El que la alcanza es feliz, disfrutando de esta visión dichosa. El que no la consigue es verdaderamente desgraciado. Porque el que no haya bellos colores o bellos cuerpos es tan desgraciado como el que no alcanza el poder, la magistratura o la realeza. [Pero es desgraciado el que no halla lo bello] en si y sólo. Debemos abandonar los reinos y la dominación de la tierra entera, del mar y del cielo, si por este abandono y este desprecio podemos volvernos hacia él y verlo.

Huyamos pues hacia nuestra bienamada patria, éste es el mejor consejo que puede darse. Pero ¿cuál es esta huida y cómo subir? Como Ulises que escapó, según dicen, de la maga Circe y de Calipso, es decir, según me parece, que no consintió en quedarse a su lado, a pesar de los placeres de los ojos y de todas las bellezas sensibles que allí encontraba. La patria es para nosotros el lugar de donde venimos y donde está nuestro padre. ¿Qué son pues este viaje y esta huida? No debemos realizarla con

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nuestros pies, porque nuestros pies nos llevan de una tierra a otra. Tampoco debemos preparar un tronco de caballos o un barco, sino que hay que dejar todo de lado y cesar de mirar, cambiar esta vista por otra y despertar la que todos poseen, pero que usan poco.

¿Y qué ve este ojo interior? Cuando se despierta, no puede ver bien los objetos brillantes. El alma misma debe acostumbrarse a ver, primero las ocupaciones bellas, después las obras bellas, no las que ejecutan las artes, sino las de los hombres de bien; después el alma de los que realizan estas obras bellas. ¿Cómo puede verse que el alma buena es semejante a lo bello? Vuelve sobre ti mismo y mira. Si no ves aún la belleza en ti, haz como el escultor de una estatua que debe llegar a ser bella: quita esto, rasca aquello, pule, alisa, hasta que saca del mármol una bella figura. Del mismo modo tú también quita lo superfluo, endereza lo que está torcido, limpia lo que está empañado para hacerlo brillante, y no ceses de esculpir tu propia estatua hasta que se manifieste el resplandor divino de la virtud, hasta que veas la templanza sentada en un trono sagrado. ¿Has llegado a esto? ¿Ves esto? ¿Tienes contigo mismo un trato puro, sin ningún obstáculo para tu unificación, sin que nada ajeno esté mezclado contigo mismo en tu interior? ¿Eres todo tú una luz verdadera, no una luz de tamaño y forma mensurables, sino una luz absolutamente sin medida, porque es superior a toda medida y toda cualidad? ¿Te ves en este estado? Entonces te has hecho visión. Ten confianza en ti: aún permaneciendo aquí, has subido y ya no necesitas guía. Dirige tu mirada y mira. Porque es el único ojo que ve la gran belleza. Pero si mira con las legañas del vicio sin estar purificado, o si es débil, tiene poca fuerza para ver los objetos muy brillantes, y no ve nada, aunque se halle en presencia de un objeto que puede ser visto. Porque es preciso que el ojo se haga semejante y connatural a su objeto para que pueda contemplarlo. Nunca un ojo verá el sol sin haberse hecho semejante al sol, ni una alma verá lo bello sin haberse hecho bella. Por tanto que cada cual se haga primero divino y bello si quiere contemplar a Dios y la belleza”.

(Enéadas (selección), de R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.113-116).

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Bertrand Russell: autoconciencia

“Hemos hablado del conocimiento directo del contenido de nuestro espíritu como de una auto-conciencia; pero esto no es, naturalmente, la conciencia de nosotros mismos; es la conciencia de pensamientos y de sentimientos particulares. El problema de saber si tenemos un conocimiento directo de nuestra pura intimidad como opuesta a nuestros pensamientos y sentimientos particulares es extraordinariamente difícil, y sería precipitado resolverlo de un modo afirmativo. Cuando intentamos mirar en el interior de nosotros mismos vemos siempre algún pensamiento o algún sentimiento particular, no el «yo» que tiene el pensamiento o el sentimiento. Sin embargo, hay algunas razones para opinar que tenemos un conocimiento directo de nuestro «yo», aunque sea muy difícil separar este conocimiento de otras cosas. Para poner en claro la clase de razones de que se trata, consideremos por un momento lo que implica en realidad nuestro conocimiento de pensamientos particulares.

Cuando tengo conocimiento directo del hecho de que «veo el sol», parece evidente que tengo el conocimiento directo de dos cosas diferentes que se hallan en relación recíproca. De una parte existe el dato de los sentidos que representa el sol para mí, de otra parte existe el sujeto que ve este dato de los sentidos. Todo conocimiento directo, tal como el conocimiento del dato de los sentidos que representa el sol, parece evidentemente ser una relación entre la persona que conoce y el objeto que la persona conoce. Cuando se trata de conocer el que tiene un conocimiento directo (como cuando conozco mi conocimiento de representarme el sol a través de los datos de los sentidos), es evidente que la persona que conozco soy yo mismo. Así, cuando conozco el hecho de que yo veo el sol, el hecho completo cuyo conocimiento tengo es «Yo-que-conozco-un-dato-de-los-sentidos».

Además, conocemos esta verdad: «Yo conozco directamente este dato de los sentidos». Es difícil ver cómo podríamos conocer esta verdad ni aun comprender lo que significa, si no tuviéramos

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el conocimiento directo de algo que denominamos «yo». No parece necesario suponer que tengamos conocimiento directo de una persona más o menos permanente, la misma hoy que ayer, sino que es preciso que tengamos conocimiento directo de esta cosa -sea cual fuere su naturaleza- que ve el sol y tiene un conocimiento directo de los datos de los sentidos. Así, parece que es preciso que, en algún sentido, tengamos conocimiento directo de nosotros mismos como opuestos a nuestras experiencias particulares. Pero el problema es difícil, y por ambas partes pueden aducirse complicados argumentos. Así pues, aunque el conocimiento directo de nosotros mismos parece probable, no es prudente afirmar que sea indudable”.

(Los problemas de la filosofía, Labor, Barcelona 1978, (5ª), p. 50-51).

Jean-Paul Sartre: el «en sí» y el «para sí»

“«El ser de la conciencia [...] es un ser para el cual en su ser está en cuestión su ser». Esto significa que el ser de la conciencia no coincide consigo mismo en una adecuación plena. Esta adecuación, que es la del en-sí, se expresa por esta simple fórmula: el ser es lo que es. No hay en el en-sí una parcela de ser que no esté sin distancia con respecto a sí misma. No hay en el ser así concebido el menor esbozo de dualidad, es lo que expresaremos diciendo que la densidad del ser del en-sí es infinita. Es lo pleno. [...] El en-sí está pleno de sí mismo, y no cabe imaginar plenitud más total, adecuación más perfecta de contenido al continente: no hay el menor vacío en el ser, la menor fisura por la que pudiera deslizarse la nada.

La característica de la conciencia, al contrario, está en que es una descompresión de ser. Es imposible, en efecto, definirla como coincidencia consigo misma. De esta mesa, puedo decir que es pura y simplemente esta mesa. Pero de mi creencia, no puedo limitarme a decir que es creencia: mi creencia es conciencia de creencia. [...]

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Así conciencia de creencia y creencia son un solo y mismo ser, cuya característica es la inmanencia absoluta. Pero desde que se quiere captar ese ser, se desliza por entre los dedos y nos encontramos ante un esbozo de dualidad, ante un juego de reflejos, pues la conciencia es reflejo, pero justamente, en tanto que reflejo, ella es lo reflejante; y, si intentamos captarla como reflejante, se desvanece y recaemos en el reflejo”.

(El ser y la nada, Alianza, Madrid 1989, p. 108-112).

Jean Paul Sartre: el en-sí, el para-sí y la nada

“El término de en-sí que hemos tomado de la tradición para designar al ser trascendente es impropio. En efecto, en el límite de la coincidencia consigo mismo el sí se desvanece dando paso al ser idéntico. El sí no puede ser una propiedad del ser en-sí. Por naturaleza es un reflexivo, como ya lo indica suficientemente la sintaxis, y en particular, el rigor lógico de la sintaxis latina y las distinciones estrictas que la gramática ha establecido entre el uso del «eius» y el del «sui». El sí remite, pero remite precisamente al sujeto. Indica una relación del sujeto consigo mismo y esta relación es precisamente una dualidad particular, puesto que exige símbolos verbales particulares. Pero, por otra parte, el sí no designa al ser ni como sujeto ni como complemento. Si considero, por ejemplo, el «se» de «se aburre», constato que éste se entreabre para dejar aparecer tras él al sujeto mismo. No es el sujeto, ya que el sujeto, sin relación consigo, se condensaría en la identidad del en-sí. Tampoco es una articulación consistente de lo real, puesto que tras él deja aparecer al sujeto. De hecho, el sí no puede ser tomado como un existente real. El sujeto no puede ser sí, ya que la coincidencia consigo hace, como hemos visto, desaparecer al sí. Pero tampoco puede no ser sí, puesto que el sí es indicación del sujeto mismo. El sí representa una distancia ideal en la inmanencia del sujeto con respecto a sí mismo, una manera de no ser su propia coincidencia, de escapar a la identidad al mismo tiempo que la sitúa como unidad; en resumen, de ser un equilibrio perpetuamente inestable entre la identidad como cohesión absoluta, sin rastro de diversidad, y la unidad como síntesis de

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una multiplicidad. Es lo que llamaremos la presencia de sí. La ley de ser del para-sí como fundamento ontológico de la conciencia es la de ser él mismo bajo la forma de presencia de sí.

A menudo se ha tomado esta presencia de sí por una plenitud de existencia, y un prejuicio bastante difundido entre los filósofos hace que se atribuya a la conciencia la más alta dignidad de ser. Pero no se puede seguir manteniendo este postulado después de una descripción más avanzada de la noción de presencia. En efecto, toda «presencia» implica dualidad, por tanto separación, al menos virtual. La presencia del ser en sí implica un despegue del ser respecto de sí. La coincidencia de lo idéntico es la auténtica plenitud de ser, justamente porque en esta coincidencia no se deja lugar a negatividad alguna. [...]

De esta manera, la nada es este agujero del ser, esta caída del en-sí hacia el sí por medio de la que se constituye el para-sí. Pero esta nada sólo puede «ser sido» cuando su existencia prestada es correlativa de un acto anulante del ser. A este acto perpetuo por el que el en-sí se degrada en presencia de sí le llamaremos acto ontológico. La nada es la puesta en cuestión del ser por el ser, es decir, justamente la conciencia o para-sí. Es un acontecimiento absoluto que llega al ser por el ser y que, sin tener al ser, está perpetuamente sostenido por el ser. Estando aislado el ser en sí en su ser por su total positividad, ningún ser puede producir ser y nada puede ocurrirle al ser por el ser que no sea la nada. La nada es la posibilidad propia del ser y su única posibilidad. Y eso que esta posibilidad original sólo aparece en el acto absoluto que la realiza. Siendo la nada nada de ser, sólo puede llegar al ser por el ser mismo. Sin duda alguna, llega al ser por un ser singular que es la realidad humana. Pero este ser se constituye como realidad humana en tanto que no es más que el proyecto original de su propia nada. La realidad humana es el ser en tanto que es, en su ser y para su ser, fundamento único de la nada en el seno del ser”.

(El Ser y la nada, Losada, Buenos Aires, 1976, trad. de Juan Valmar, p. 127, 129).

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Baruch Spinoza: la ilusión de la libertad

“Los más creen que sólo hacemos libremente aquello que apetecemos escasamente, ya que el apetito de tales cosas puede fácilmente ser dominado por la memoria de otra cosa de que nos acordamos con frecuencia, y, en cambio, no haríamos libremente aquellas cosas que apetecemos con un deseo muy fuerte, que no puede calmarse con el recuerdo de otra cosa. Si los hombres no tuviesen experiencia de que hacemos muchas cosas de que después nos arrepentimos, y de que a menudo, cuando hay en nosotros conflicto entre afectos contrarios, reconocemos lo que es mejor y hacemos lo que es peor, nada impediría que creyesen que lo hacemos todo libremente. Así, el niño cree que apetece libremente la leche, el muchacho irritado, que quiere libremente la venganza, y el tímido, la fuga. También el ebrio cree decir por libre decisión del alma lo que, ya sobrio, quisiera haber callado, y asimismo el que delira, la charlatana, el niño y otros muchos de esta laya creen hablar por libre decisión del alma, siendo así que no pueden reprimir el impulso que les hace hablar. De modo que la experiencia misma, no menos claramente que la razón, enseña que los hombres creen ser libres sólo a causa de que son conscientes de sus acciones, e ignorantes de las causas que las determinan, y, además porque las decisiones del alma no son otra cosa que los apetitos mismos”.

(Ética demostrada según el orden geométrico, Parte tercera, prop. 2, Editora Nacional, Madrid 1980, p. 188).