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El conocimiento histórico, cambios, continuidades, características.Marta Barbieri Guardia
La palabra “historia” tomada del griego clásico (istoria), refirió a indagación, a los resultados obtenidos
y a la exposición de éstos. Fue paulatinamente adoptando dos sentidos: el de “res gestae” (historia
materia) o sea, los hechos pasados y el de “rerum gestarum”, o sea la narración sobre los hechos pasados
(historia conocimiento). De sentidos distintos pero no desconectados entre sí, puesto que como forma
de conocimiento y como proceso real, la historia es una construcción de los seres humanos y un relato
signado por el presente del relator. Se trata de un proceso que abarca presente, pasado y futuro en el que
el historiador procura analizar el modo como las cosas han llegado a ser lo que son e incluso el rumbo
que tomarán en el futuro, aun cuando, de ningún modo opera como astrólogo ni formula predicciones. El
término historia incluye entonces, la realidad histórica (los hechos) y el conocimiento histórico en tanto
síntesis sobre aspectos de esa realidad.
Visto de este modo, observamos que la historia materia no se identifica con los productos del
conocimiento sobre ella, ya que se trata de múltiples construcciones fundadas en las categorías analíticas
que el historiador considera y a partir de las cuales elabora generalizaciones, particulariza e interpreta la
realidad histórica. Se entiende por lo tanto que el pasado no es renovable pero sí se renuevan las preguntas
que le hacemos desde el presente, lo que contribuye a explicar el carácter provisorio, inestable y abierto a
las controversias y los cambios de signo y de sentido del saber histórico.
Es importante reflexionar sobre estas cuestiones puesto que aprender historia implica hacerse preguntas
acerca de las transformaciones y de las continuidades sociales partiendo de la comprensión del presente,
de los problemas propios de nuestras circunstancias e intereses actuales y del reconocimiento de nuestra
implicancia como productores y sujetos de conocimiento social y culturalmente condicionado.
Podemos plantear a la historia diversos interrogantes entre los que mencionamos: ¿cuáles son las
características del conocimiento histórico?, ¿cuál es el objeto y cuál el sujeto de la historia, su lógica, su
sentido?, ¿a qué intereses sirve la historia, que voces se silencian, porqué se recuerda y porqué se olvida?,
¿qué entendemos por objetividad en la historia? A lo largo del tiempo se desarrollaron diversos planteos
epistemológicos, metodológicos o sociopolíticos sobre la disciplina. En efecto, el conocimiento histórico,
las formas de producirlo y de enseñarlo han ido cambiando junto a la renovación de las respuestas acerca
de interrogantes como los que planteamos más arriba; es lo que constituye la historiografía.
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El conocimiento histórico: cambios de enfoque y nuevos paradigmas
La historiografía evolucionó desde la descripción de hechos ciertos o imaginarios, hasta el dar respuesta
a cuestiones complejas, incorporando nuevas temáticas. En su génesis, la historia testimonió la alianza
entre los dioses y sus pueblos, adoptó un carácter laico y un sentido moral y cívico con los griegos y los
romanos, se transformó posteriormente en narración teológica con el cristianismo y en crónica de reyes y
príncipes durante el feudalismo. Desde el siglo XV se orientó a la exposición de conocimiento organizado
sobre el pasado; humanistas y coleccionistas dieron impulso a la erudición crítica documental y abrieron el
camino para la transformación del saber histórico.
En el siglo XVII, el nacimiento de las Academias propició el desarrollo de comunidades que compartieron
reglas para hacer ciencia. En este siglo los Principia de Newton fundamentaron una imagen matemática
y mecánica del universo y contribuyeron a modificar el concepto del tiempo que abandonó su carácter
neutral, circular y religioso y se convirtió en entidad absoluta, lineal, secular y universal. Esto justificó
el paso de la idea de providencia a la de progreso del mundo occidental precipitado a la modernidad en
un marco secular común para todos los pueblos. La historia se visualizó como autodesarrollo humano, lo
que se hizo evidente en el siglo XVIII cuando los hechos del pasado se abordaron como proceso continuo
que conectaba pasado, presente y futuro. La Ilustración, durante el siglo XVIII impuso una cosmovisión
mecanicista del mundo y el carácter absoluto de las ciencias, lo que estimuló la búsqueda de leyes para
explicar el ascenso de la humanidad. Consagró así un modelo denominado heroico que identificó razón,
producción científica y progreso, cuya finalidad fue enfrentar las verdades proclamadas por la Iglesia y el
Estado absolutista. Los historiadores escribirían para públicos diversos, contribuyendo a conformar lo que
ya en la modernidad se conoció como “opinión pública”.
En el siglo XIX la historia logró una nueva legitimidad al vincularse a la nación y sus sentidos e instalarse
en las universidades y sociedades eruditas, que aportaron un consenso profesional y un estilo común. Al
hacerse profesión universitaria, adoptó carácter científico, en un momento en el que educación y ciencia
se convirtieron en factores gemelos del progreso. El modelo fue la Universidad de Berlín (1810) producto
de la construcción del Estado burocrático prusiano que llevaría adelante la unificación de Alemania en
la segunda mitad del siglo XIX. De este modo la historia con pretensiones de ciencia se desplegó en las
sociedades burguesas del mundo occidental moderno, mientras que las sociedades orientales la asumieron
más tarde en el marco de su modernización.
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El cambio experimentado por la historia en el siglo XIX significó el nacimiento de la historia explicativa
y la búsqueda de leyes en el desarrollo histórico. Se trata de un momento en el que se elaboraron distintos
aportes que la enriquecieron e influyeron en las producciones historiográficas: un filósofo idealista
como Hegel definió el concepto de dialéctica y concibió a la historia como el camino del espíritu de un
pueblo hacia formas más perfectas de libertad, Augusto Comte fundamentó la sociología y el positivismo,
Carlos Marx creó el materialismo histórico y sostuvo que en la base de toda sociedad opera el modo
de producción de bienes que moldea la historia, la política y la cultura y determina la naturaleza de las
relaciones sociales y la lucha de clases. Por su parte Charles Darwin elaboró la teoría de la evolución y
Sigmund Freud desafió la concepción del hombre como ser exclusivamente racional.
El historiador alemán Leopold von Ranke fue quien marcó el camino de la profesionalización de la
historia que involucró también el surgimiento de archivos, series documentales, revistas y todo el aparato
erudito que exigió el oficio. Su visión de la historia se basó en la teología ya que concibió a Dios como la
primera instancia que definía el destino de los hombres y los pueblos, cuyas acciones se canalizaban en
naciones distintas con su propia política. Sostuvo que el Estado monárquico, como encarnación de la idea
de Dios y auténtica potencia ética, operaba como hilo conductor de la historia.
Ranke consideró que la investigación objetiva de los historiadores debía explicar el pasado a través
de indicios estudiados meticulosamente mediante técnicas específicas de lectura. En efecto, partió de
la singularidad de los fenómenos históricos, únicos e irrepetibles y de los elementos espontáneos e
imprevisibles de la libertad y creatividad del ser humano. Mediante el método crítico se debía recopilar,
comprender y exponer los hechos. Estos fueron concebidos como expresión de la naturaleza espiritual de
la vida humana, aunque especificó que la misión de la historia no consistía tanto en reunir hechos como
en comprenderlos dentro de un conjunto de significados. La objetividad debía caracterizar el trabajo del
historiador que mostraba las cosas tal y cómo sucedieron. Más adelante, esta aspiración fue sacada de
contexto y adoptada como el principio metodológico que fundamentaba la imparcialidad del historiador,
aun cuando el propio Ranke se involucró en la política ya que cuestionó al liberalismo y justificó con su
trabajo el nacionalismo alemán y la reverencia al poder, al punto que fue nombrado como historiógrafo
oficial por el rey Federico Guillermo IV de Prusia.
Como representante central de la escuela alemana del siglo XIX, los aportes de Ranke influyeron
en generaciones de historiadores que acudieron a Alemania para formarse en el análisis crítico o
hermenéutico sobre la base de métodos uniformes, laicos, científicos. La investigación se apoyó en el
examen riguroso de documentos, sobre todo oficiales y escritos, ya que la verdad dependió de la búsqueda
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del objeto empírico en archivos y fuentes originales.
Asimismo, creció el positivismo que propuso una ciencia de la sociedad que debía buscar las leyes
generales que regulaban la evolución histórica para ordenarlos y modificarlos en el futuro, garantizando
de esta forma el progreso de la sociedad humana. Según Comte el conocimiento atraviesa tres estadios, el
teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el positivo o científico.
Estos aportes incidieron en la concepción de una historia científica opuesta a las filosofías de la historia
especulativas. Como saber autónomo se fundó en el rigor documental aunque ello se subordinó a la
legitimación del Estado y el orden social. Así, tanto la que se inspiró más en la escuela alemana como
la que revela mayor influencia comtiana, en el caso de la historiografía francesa, intentaron hacer
historia científica y acercarse a las ciencias naturales. Identificaron el razonamiento inductivo con el
conocimiento basado en fuentes y sostuvieron que la teoría surgiría de la acumulación de los datos.
Este enfoque “metódico-documental” se ocupó de los hechos importantes, de individuos eminentes y
privilegió la historia política, diplomática y militar. Debía enunciar verdades acerca del pasado y narrar
acontecimientos de manera que el relato trascendiera los singularismos nacionales. Estos fueron los
fundamentos de las grandes historias fácticas sesgadas por la interminable sucesión de fechas, figuras
heroicas, batallas: la inacabable sucesión de datos irrefutables y objetivos.
Cabe aclarar que algunas construcciones historiográficas surgidas en el siglo XIX, no se ajustaron a
las propuestas positivistas. Precisamente en Francia, hicieron sus aportes historiadores como Michelet
que analizó la Revolución Francesa de 1789 a partir de distintas dimensiones, la de la realeza, la de los
campesinos y artesanos, la de las frustraciones de diversos grupos frente al Antiguo Régimen. Este y
otros historiadores influidos por la Ilustración y condicionados por la marea revolucionaria de 1789,
consideraron que el desarrollo económico guardaba relación con las formas de organización social, las
leyes y la estructura política. Muchos de ellos procuraron abordar la trama entera de la sociedad francesa
en crisis, aunque en su visión lo político constituyó el terreno adecuado para la acción trascendente del
hombre.
La narrativa fundamentó las explicaciones históricas de esta etapa: lo primero explicaba lo posterior.
Se trataba de reconocer el proceso de avance en el tiempo, seleccionando acontecimientos de acuerdo a
su lugar en una narrativa que implicaba un comienzo y un final y en la que su significación obedecía a
factores externos a dichos eventos. La historia procuró reflejar el cambio a lo largo de una ruta del tiempo
imaginada, en base a un modelo en el que el Estado-nación jugó un rol central y lo político constituyó el
principal factor del cambio, en tanto que espacio de la libertad (posibilidades/azar). Los historiadores se
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convirtieron en especialistas en un período en el que los temas fueron surgiendo por azar antes que por
elección intelectual y su papel fue el de aportar nuevos hechos o modificar interpretaciones sobre el cambio
histórico, a la luz de nuevas evidencias.
A su vez, la consideración de la historia como representación organizada del tiempo y el tratamiento
cronológico –esto es, narrativo- de los temas estudiados, le dio una estructura literaria, propia de la novela
aunque integrada por hechos probados de acuerdo a reglas, que privilegió el accionar de los grandes
hombres de la historia.
Planteos como los de Ranke, se identificaron con una filosofía de la historia denominada “historicismo
clásico”. Cabe aclarar que se trata de un concepto al que se atribuyó muchos significados y fue definido
como visión del mundo y como método. En relación a lo primero, puede decirse en forma simplificada,
que refiere a la necesidad de la historia para explicar y comprender los fenómenos reales. Para el
historicismo clásico fueron importantes tanto la independencia del pensamiento histórico como el otorgar
un sentido progresivo a la evolución del mundo y a la cultura europea.
Todas estas formas de producción historiográfica integraron un proceso en el que la industrialización
estimuló la alfabetización y facilitó el acceso a la prensa y a publicaciones distribuidas masivamente.
El nacionalismo se convirtió en una fuerza poderosa y en los diversos estados, bajo el influjo de la
Revolución Francesa, se conformó una ciudadanía con mayores responsabilidades. En este contexto,
la consolidación de la historia como ciencia se ligó a su ideologización ya que objetividad no significó
neutralidad política. La historia se convirtió en una herramienta al servicio de intereses nacionales y
burgueses mientras que la enseñanza de la historia desempeñó un papel importante en la construcción
de la nacionalidad con distintos énfasis según los países, las coyunturas históricas y el clima ideológico.
En efecto, las nuevas formas de asociación sostenidas en el lenguaje, el comercio, el gobierno, también
dependieron de la difusión de valores compartidos y de la transmisión de una educación patriótica en la
que la historia adquirió el vigor de una verdad indiscutible.
En un mundo signado por rivalidades imperialistas fundadas en el afianzamiento de formas económicas
monopólicas, la conquista de mercados y colonias y las políticas armamentistas, en cada Estado-nación la
construcción de una memoria histórica procuró fusionar la identidad personal y nacional. La historiografía
justificó derechos, contribuyó a generar un consenso ideológico en torno al pasado y fundamentó los
componentes de la conciencia nacional. La propia historia se convirtió en la historia del progreso de
las instituciones políticas y económicas y se transformó, con matices diferenciadores, en gesta nacional
transmitida a través de un relato preciso que distribuyó méritos sociales y autoridad política.
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La historia económica y social. Renovación y contactos con las disciplinas sociales.
El paradigma científico hegemónico de fines del siglo XIX fue alimentado por nuevas discusiones que
surgieron a medida que se evidenciaron las consecuencias de la industrialización. Fue entonces cuando
los historiadores se plantearon la ampliación del objeto de estudio hacia la sociedad, la cultura, las
condiciones de vida de los obreros. De esta forma, la historia económica y social brindó respuestas a las
falencias del modelo tradicional limitado a la realidad política y manifestó el propósito de estudiar el
conjunto de la sociedad.
Aunque estos enfoques socio-históricos no ocuparon todavía un papel estelar, sostuvieron la importancia
tanto de explicar los hechos como de reconocer sus interrelaciones. Mantuvieron la ambición de estudiar
comportamientos objetivos, ya que, como lo sostuvo Henry Pirenne, el más importante intermediario
entre la historiografía social alemana y la francesa, la producción histórica debía fundarse en la evaluación
crítica de las fuentes.
Asimismo, hacia fines del XIX, corrientes idealistas que generaron las “ciencias del espíritu”,
acentuaron la importancia de la intuición para comprender el mundo social y la vida humana. También
se multiplicaron las críticas a la cultura, al modelo de vida burgués y al concepto de ciencia vigente en
las sociedades burguesas. En su obra Sobre el provecho y perjuicio de la historia para la vida de 1874,
Friedrich Nietzsche señalaba que los intereses del historiador se gestan en su época y condicionan su
conocimiento del pasado. Negaba así la utilidad de la investigación histórica, la primacía del pensamiento
lógico y la existencia de una verdad objetiva al margen de la subjetividad de los investigadores. Este
pesimismo cultural fue utilizado por el pensamiento antidemocrático que impulsó una crítica de derechas
al racionalismo burgués, idealizó el heroísmo, la guerra, las jerarquías. Cobró fuerzas en los años de
entreguerras hasta 1945 y fue retomado por críticos de las últimas décadas que atacaron los presupuestos
de la ciencia histórica tal como se desarrolló a partir del siglo XIX.
En el siglo XX en sus diversas variedades la historia profesional y otras disciplinas relativamente nuevas
como la sociología, la economía, las ciencias políticas, la psicología o la antropología, continuaron
escribiéndose bajo el influjo de la modernización. Atendieron a cuestiones como los principios operativos
de los mercados, las formas de interacción social, el impacto psicológico de los cambios, su aceleración,
etc. para estudiar la trayectoria occidental hacia la modernidad. Además de asociar los usos capitalistas
–culto a la empresa, innovación, sensibilidad ante las señales del mercado- a la historia de la libertad
personal, se esforzaron por incorporar al mundo a su esquema interpretativo y buscaron aislar constantes
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(leyes) de la sociedad. Optaron por conjuntos homogéneos y repetitivos en grandes períodos, sin atribuir
al tiempo una significación determinada, procurando lograr la aplicación del razonamiento hipotético-
deductivo, tal como las ciencias naturales. Abordaron así, fenómenos preferentemente invariables
sometidos a la lógica del razonamiento y la demostración. Tanto Comte como Emile Durkheim postularon
que la sociología podía dar cuenta de las determinaciones sociales y ganar el prestigio que generaba el
pronóstico científico mientras que la antropología estructural procuraba establecer patrones constantes en
las manifestaciones sociales a fin de elaborar una teoría unitaria del hombre.
Durkheim y Max Weber, sociólogos y teóricos de principios del siglo XX ejercieron influencias duraderas
entre los historiadores, y plantearon respuestas alternativas al análisis marxista de la modernización. El
primero analizó la diferenciación de funciones, el aislamiento del individuo y el efecto de los procesos
sociales a largo plazo. Reflexionó sobre el problema de la conciencia colectiva alimentada en su visión
por las normas, las costumbres y la religión. Por su parte, Weber destacó el papel de los mercados, los
estados y las burocracias en la integración de vastos grupos y destacó que la cientificidad de la historia
se fundamenta en su imparcialidad y la aplicación de conceptos causales. Sostuvo que las causalidades
no están en una realidad objetiva sino en el pensamiento científico y planteó que el eje articulador de
la dinámica interna de toda sociedad existe en la esfera cultural, en estructuras de pensamiento que
condicionan la actuación y el cambio social. Sobre esta base sostuvo la necesidad de comprender el
entramado social pero no como un acto intuitivo, sino como un proceso racional que no eliminaba la
explicación ni el análisis. Si bien siguió a Hegel y Marx, negó que haya un objetivo en la historia, aunque
no abandonó supuestos del pensamiento científico del siglo XIX.
Como Marx, estos dos teóricos mencionados apelaron a la historia para explicar la modernización e
inspiraron a importantes escuelas históricas del siglo XX cuyo denominador común fue considerarse
universales por su aplicación y científicas por su metodología.
En Francia la reacción contra lo que comenzó a denominarse “historia episódica”, la historia que ordenaba
cronológicamente acontecimientos, se produjo desde el campo de las ciencias sociales. El sociólogo y
economista socialista, Francois Simiand atacó a los “ídolos de la tribu de los historiadores” o sea, el ídolo
político, el ídolo individual o la obsesión por los grandes hombres, el ídolo cronológico y la permanente
referencia a los orígenes. Bajo la influencia de la geografía de Vidal de la Blache que hacia 1900 situaba
el espacio geográfico en su contexto histórico-cultural y de la sociología de Durkheim, la escuela francesa
de los Annales (nombre de la revista que dirigieron a partir de 1929, Lucien Fevbre y Marc Bloch) centró
su interés en las tendencias demográficas y económicas. La historia asimiló los métodos y tópicos de todas
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las ciencias sociales en un gran proyecto de síntesis.
Esto significó una renovación respecto a la historia tradicional en varios aspectos. Por un lado produjo la
incorporación de la historia económica y social y expandió el campo de estudio hacia temáticas diversas
como las mentalidades, las mujeres, la muerte, las costumbres, etc. Por otro afianzó la concepción de una
historia globalizante que integrara todos los planos de la vida histórica, sin aislar aspectos de la actividad
humana.
Aunque no podemos hablar de una doctrina ni de uniformidad en sus producciones, estos historiadores
adhirieron a una perspectiva antidogmática, a una historia narrativa y también conceptual, y recibieron
tanto los aportes del marxismo como los de sus adversarios. Podemos mencionar los tres principios
básicos que proclamaron: el abordaje de diferentes niveles de análisis: económicos, políticos, mentales con
vocación de globalidad; el descubrimiento de articulaciones entre estos niveles para hacer comprensible
la totalidad de la sociedad y, finalmente la conceptualización del tiempo histórico, de gran complejidad
pues refiere al problema de la duración y ritmos diferentes que afectan a cada nivel de la vida social. En
la década de 1940 Fernand Braudel sistematizó los aportes de esta escuela y descartó la existencia de un
tiempo único en los procesos históricos. Compuso un modelo integrado por distintas temporalidades, por
diversas duraciones de los procesos. Planteó la existencia de una historia casi inmóvil dada por el clima, la
biología y la geografía, esto es, las relaciones del hombre con el medio que determinaban las fluctuaciones
demográficas y las tendencias económicas. Luego marcó el ritmo lento de las estructuras y patrones
sociales que formaban un segundo nivel de la realidad histórica. Finalmente la política, los individuos,
la cultura y la vida intelectual constituían el tercer nivel de la experiencia real de cada época. Braudel
sostuvo que los viejos historiadores sólo veían el tiempo corto de la historia de los acontecimientos y
que era necesario analizar todas las realidades sociales con sus ritmos diversos: el tiempo largo de las
estructuras, el medio de las coyunturas, el corto de los acontecimientos y más abajo, casi inmóvil la
historia de los hombres en relación a la tierra. Todos estos tiempos debían ser considerados en el trabajo
historiográfico fundado en registros seriales y métodos valorativos que midieran el flujo y el reflujo de
las sociedades. En una coyuntura podían advertirse el cruce de diferentes duraciones junto a relaciones
particulares que debían permitir la reconstrucción de la unidad del proceso general. Esta perspectiva,
sobre todo la consideración de los objetos más inmóviles facilitó la utilización de los conceptos y métodos
tomados de las disciplinas sociales.
Paulatinamente dejó su impronta en la producción historiográfica de esta escuela el estructuralismo de
Levi Strauss que priorizó la idea de estructura. Entendió como tal a un sistema o conjunto de sistemas
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interrelacionados, una arquitectura que el tiempo desgasta en largos períodos y somete la vida de los
hombres. Adopta del funcionalismo la idea de función y enfrenta al causalismo y al historicismo,
privilegiando el análisis sincrónico sobre el diacrónico.
En general los “annalistas” priorizaron la investigación científica sobre las filosofías que pretendían
enunciar el sentido de la historia. Si la historia de las naciones se había sostenido en el patriotismo, la
nueva propuesta procuró la comprensión de las formas como los contemporáneos percibían lo ocurrido,
combinando para ello compromiso afectivo con el tema estudiado e ideología. La proclamada “historia
de las mentalidades”, una derivación de “Annales”, aportó múltiples opciones metodológicas y temáticas;
en ocasiones se asoció a la historia serial y secuencias de datos, por ejemplo mediante el estudio de
los testamentos en un lugar y momento determinado, para comprender las ideas sobre la muerte, la
secularización, etc.
En síntesis, el acercamiento hacia las disciplinas sociales y la adopción de aquellos patrones, llevó a la
historia a privilegiar, antes que la modalidad narrativa en la que el tiempo cobraba significación histórica,
la lógica de la demostración. En efecto, como dijimos, la narrativa histórica consideró originariamente a
lo político como laboratorio del cambio y del progreso en tanto que patrimonio de la nación. Al abrirse
a otras disciplinas, prestó atención a los factores profundos, económicos y sociales, que explicaban las
instituciones y las decisiones y acciones del poder político.
Por su parte, el análisis marxista, sobre todo a partir de las primeras décadas del siglo XX, fue ganando
influencias en la producción historiográfica. En el siglo XIX, Marx buscó leyes del desarrollo histórico
combinando la sociología, el análisis económico y la historia. En base a ello abordó el conjunto de
relaciones que los hombres establecen entre sí en el curso de la producción de su vida social y buscó
establecer leyes generalizables que explicaran los cambios históricos. Estos resultaban de un proceso
dialéctico de tesis y antitesis como consecuencia de la lucha de clases por la dominación de los medios
de producción. Así la historia marxista enfocó particularmente el conflicto social, la economía, sus
crisis, las estructuras, las duraciones, las coyunturas. Como consecuencia se fortalecieron la historia
económica y la historia social que privilegiaron lo cuantitativo, los procesos masivos, los largos plazos y
el método hipotético-deductivo. Sus críticos las consideraron propuestas con un marcado determinismo
socioeconómico, mientras que sus defensores valoraron el método de análisis histórico que contribuyó a
renovar estos estudios.
Si bien Marx marcó la interdependencia del campo de lo simbólico y la realidad material y la existencia
de fases que no se prestan a simplificaciones, sus seguidores esquematizaron estas afirmaciones conocidas
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como “materialismo histórico”, en una sucesión que pasaba de la comunidad primitiva al régimen
esclavista, de éste al feudal y al capitalista para derivar, finalmente, en el socialismo.
Lejos de este reduccionismo ideologizante cultivado y difundido desde la Unión Soviética, la
historiografía marxista tomó vuelo hacia mediados del siglo XX en Gran Bretaña. Historiadores como
Hobsbawm, Hilton, Thompson se expresaron en la revista Past and Present que, a partir de 1952, difundió
un modelo pluralista que combinó lo estructural con lo político, lo cultural y lo episódico para reconstruir
la historia de la sociedad.
A su vez la nueva historia económica estadounidense fundada en la recolección sistemática de documentos
cuantificables, reflejó la influencia de los estudios comparativos de Weber acerca de los orígenes de la
modernidad. Si los historiadores acentuaban la lucha de clases (marxismo), los cambios demográficos
(la escuela francesa de los Annales) o el desarrollo de redes de inversión y comunicación (modernization
theory de los Estados Unidos), esperaban que sus modelos fueran válidos para todo el mundo. Desde esta
perspectiva, impulsaron el afianzamiento de la historia social como ámbito de investigación en el siglo XX
y paulatinamente, buscaron descubrir la realidad de la gente común, por lo general olvidada por la historia
tradicional.
Ahora bien, todas las producciones, ya sea las procedentes del historicismo clásico alemán o las
propuestas sociales, definieron una historia orientada a la realidad objetiva que se guía por reglas
uniformes y que privilegia las notas eruditas que dan cuenta de la naturaleza y veracidad de los datos
aportados.
Paralelamente, debemos mencionar a corrientes que cuestionaron la calidad científica de la historia. En
efecto, los positivistas lógicos del denominado “círculo de Viena” surgido alrededor de los años de 1920,
continuaron difundiendo la idea de una ciencia libre de valores y ajena a lo social. Estos pensadores
“neopositivistas” supusieron que el mundo puede ser conocido objetivamente mediante la observación y el
razonamiento. En 1930, muchos de ellos fueron obligados a dejar Austria y se radicaron en universidades
de habla inglesa desde donde influyeron en los historiadores. La obra de Karl Popper, una de las más
conocidas, contribuyó a instalar este paradigma que plantea una confianza ilimitada en el poder de la
ciencia y de la técnica para lograr una sociedad más justa y más rica. Para Popper la lógica positiva de
la ciencia era el modelo metodológico en todas las disciplinas ligadas a la neutralidad científica y a la
viabilidad de un pensamiento racional y objetivo. En efecto, el método científico se sostiene en leyes
de la lógica y en la verificación de teorías, no en la mera recolección de hechos. Este filósofo negó la
interpretación social de la ciencia y condenó la vinculación entre la ideología y el pensamiento científico.
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En su libro La pobreza del historicismo, Popper negó el carácter científico de la historia y las ciencias
sociales ya que no pueden formular leyes científicas matemáticamente cuantificables. La historia,
señala, carece de la regularidad del mundo físico y por tanto sus fenómenos, únicos e irrepetibles, no son
reductibles a generalización. Admitió que la historia puede formular leyes de calidad, vagas e imprecisas
y predecir sólo tendencias. Para Popper las leyes físicas constituían fórmulas matemáticas que predicen
exactamente el futuro y permiten establecer secuencias causales rigurosas. La historia no entraba pues en
el campo científico puesto que no se ocupa de lo general y tampoco era capaz de realizar predicciones ni
formular leyes matemáticas y cuantificables.
Crisis de la modernidad y nuevos giros de la historia en las últimas décadas
Como lo hemos señalado, en los caminos recorridos por la historia, la idea de evolución y racionalidad
constituyó un fuerte axioma y sirvió de norma a los historiadores que atribuyeron sentido a la historia
como expresión de la victoria de la cultura, la ciencia y la técnica sobre la irracionalidad de la naturaleza.
No obstante, la Segunda Guerra Mundial, los crímenes de guerra, la Shoá, Hiroshima, marcaron los
límites de la ciencia revestida de neutralidad y desinterés que en realidad no constituyó un medio de
liberación, sino de dominación de seres humanos. La utilización de la ciencia nuclear por parte de los
adversarios de la Guerra Fría contribuyó a difundir el pánico nuclear. A la vez, los quebrantos ecológicos,
la destrucción provocada por guerras como la de Vietnam o Afganistán entre tantas otras, las explosiones
fundamentalistas islámicas, la deriva del régimen chino y la caída de los regímenes socialistas, generaron
nuevas incertidumbres. De todo ello resultó un escenario amenazador impregnado de escepticismo,
en el que la noción de ciencia sin valores fue desechada, del que fueron destronados los absolutismos
decimonónicos y presupuestos optimistas impuestos por el occidente cristiano y en el que se quebrantó la
confianza en el progreso de la humanidad prometido por la modernidad. Según el filósofo Edgar Morín,
los dos legados del siglo XX fueron la comprensión de la incertidumbre de la existencia humana y de la
imposibilidad de predecir el futuro.
En esta deriva hacia el desencanto nuevos grupos críticos –que podemos identificar con el término
“posmodernos”- pusieron en duda la “objetividad” del conocimiento científico y denunciaron su carácter
ideológico.
El término “posmodernidad” hace referencia a esta situación en la que se cuestiona y somete a prueba
los presupuestos de la modernidad. Algunos autores prefieren hablar de condición posmoderna como
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expresión del agotamiento de la razón y sentimientos difusos acerca de un cambio cuyo final no puede
avizorarse. En este contexto se produjeron nuevas polémicas sobre el significado y la escritura de la
historia y su pretensión de objetividad.
El término posmodernismo surgió en la arquitectura como rechazo al funcionalismo racional y eficiente de
los modernistas y como opción por formas más impredecibles. Fuera de este campo el término generalizó
las críticas a las sociedades modernas sumidas en la tecnología que se autorrepresentaron como superación
de la tradición y la costumbre y proclamaron la existencia de un individuo libre, que conoce libremente,
permitiendo el progreso de la humanidad. Expresó así el cuestionamiento hacia esas sociedades que no
facilitan el desarrollo de seres autónomos y que se fundan en una racionalidad ciega para todo lo que no
sea meramente reproductivo.
Michel Foucault (1926-1984) y Jacques Derrida (1930-) inspiraron los principales argumentos
posmodernistas, aun cuando no compartieron algunos de sus postulados. Ambos reivindicaron la obra
de Ferdinand de Saussure sobre la naturaleza del lenguaje y la distancia entre el significante (sonido o
aspecto de una palabra) y el significado (sentido o concepto de la palabra). Sobre estas ideas, estos autores
negaron la posibilidad de generar una relación objetiva con la realidad histórica. Consideraron que la
realidad esta siempre velada por el lenguaje y que éste no implica ningún sentido trascendental o verdad
previa. Ello justificó el método propuesto por Derrida, “la deconstrucción”, que evidenció las múltiples
interpretaciones que admiten los textos pues sus significantes, señalaba este autor, no tienen conexión
esencial con lo que significan. Los aportes de la filosofía del lenguaje fueron fundamentales para alimentar
dichos argumentos, sobre todo por la labor de Ludwig Wittgenstein quien sostuvo que todo problema
filosófico era un problema de lenguaje ya que al hablar sobre el mundo sólo hablamos y comprendemos
el lenguaje con que nos referimos a ese mundo. El lenguaje es un sistema autorreferencial, por lo que la
realidad no podría ser abordada como objetiva o exterior al discurso. Como no existe ninguna realidad
extralingüística ya que todo significado se constituye y conforma sólo por el lenguaje, el historiador sería
ingenuo si mantuviera la ilusión de elaborar conocimiento científico y debería renunciar al principio de
causalidad, la explicación y a la supuesta correspondencia entre lenguaje y mundo exterior.
Los posmodernistas niegan las promesas de la modernidad y señalan que los genocidios y los horrores
cometidos en nombre de la ciencia generan dudas en torno a la inevitabilidad del progreso y la razón.
No aceptan la seguridad del conocimiento ya que, como argumentaba Foucault, éste no existe fuera de
la ideología y la subordinación al “régimen de verdad” de la sociedad en que se elabora. La ciencia y la
tecnología están atrapadas por intereses hegemónicos y se expresan en discursos que se elaboran desde
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instituciones al servicio de esos intereses. Asimismo juzgan que la realidad no puede trascender el discurso
y que la objetividad implica una construcción ideológica que oculta la participación de los científicos en
la selección y configuración de los hechos, tanto como su pertenencia a relaciones de poder y propuestas
políticas. La desconfianza y descontento de los filósofos posmodernos son fácilmente identificables en
un mundo en el que ciencia y tecnología se han utilizado para crear mayores desigualdades, bombas
nucleares, campos de exterminio de seres humanos. Sin embargo, sus representantes suelen cuestionar sin
aportar soluciones y suman sus voces al proclamado “fin de la historia”. Generan así un escepticismo que
neutraliza los compromisos e intentos de cualquier tipo para modificar el orden establecido.
Si bien las críticas posmodernas dividieron a los estudiosos en posturas opuestas, renovaron discusiones
sobre los métodos, objetivos y fundamentos del conocimiento, significaron un alerta contra lecturas
anacrónicas y viabilizaron la aceptación de que la historia se escribe desde los interrogantes del presente.
Así, fueron útiles para estimular la corrección de errores y hacer ver a los historiadores de que manera
su visión del mundo condiciona su trabajo, que proceden de acuerdo a intereses y producen resultados a
través de disputas y coacciones ideológicas, políticas e institucionales ya que el conocimiento histórico
está siempre sujeto a cambios de signo y de sentido, a nuevas inquietudes y preguntas. Asimismo, también
contribuyeron a reflexionar sobre las relaciones entre normas e individuos, entre procesos y estructuras,
entre lo material y lo ideal, entre sujeto y objeto, confirmando la necesidad de explicaciones acerca de la
forma como ha operado el pasado y se ha proyectado al presente.
En este camino, se acentuaron las críticas a los modelos tradicionales y a los de la llamada “década
de oro de la historiografía” 1960-1970, a la historia sociológico-estructural y se incrementaron los
cuestionamientos al modo de vida burgués. Los “annalistas” que se disgregaban en múltiples campos
de investigación, fueron acusados por falta de teoría, los marxistas británicos por la imposibilidad de
conectar situaciones de cambio y singularidad con las de continuidad y generalidad, la historia ligada
a la antropología o de corte sociológico por las elaboraciones abstractas y los cuantitativistas, por la
incertidumbre de sus resultados.
Las investigaciones que se desarrollaron entonces, renovaron estrategias de investigación con origen
en la antropología, la etnología, la lingüística, la semiótica. El conflicto adoptó perfiles humanos y
se multiplicaron los objetos de estudio, desde los sectores privilegiados a otros discriminados, de las
estructuras sin rostro humano a aspectos de la vida cotidiana, de lo macro a lo micro, de la historia social a
la cultural. Se renovaron además la historia política y una historiografía narrativa que se propuso evitar los
modelos abstractos y dar cuenta de los aspectos subjetivos de la existencia humana.
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En este contexto de crítica y renovación, a fines de 1969 se produjo el alejamiento de Braudel de
la dirección de la revista Annales y su poder se distribuyó entre quienes integraron una corriente
autodenominada la “nueva historia”. En 1978, la enciclopedia de esta corriente, dirigida por Jacques
Le Goff proclamó atender a nuevos problemas y objetos de estudio y el reconocimiento al tiempo largo
braudeliano, a la historia cuantitativa, a las mentalidades y al contacto con diversas disciplinas, sobre
todo la antropología. El énfasis en la cultura supuso que valores, creencias, rituales y mecanismos
interpretativos no sólo reflejan la situación material de la población puesto que interactúan con sus
expectativas sociales y económicas. Para esta nueva generación de los Annales, la cultura no constituye
ya el “tercer nivel” de la experiencia histórica sino que opera como un determinante primario de la
realidad histórica. Concibieron así que toda práctica, económica o cultural depende de las representaciones
mentales que los individuos emplean para entender su mundo, intentaron ubicar los productos formales
de la jurisprudencia, literatura, ciencia y artes para descifrar los códigos, gestos, signos –que van
reconfigurándose permanentemente en la vida cotidiana- mediante los que los seres humanos comunican
sus valores y verdades.
Esta historia cultural rechazó el estudio de procesos anónimos y la confianza en los métodos cuantitativos
de la historia social y retomó tradiciones anteriores. Atendió itinerarios vitales y los sentimientos y
comportamientos de los pobres. Al contar la vida de una persona o un suceso pretendió develar el
funcionamiento de una cultura o sociedad del pasado. Para ello transformó los métodos socio científicos
tradicionales, recurrió a la antropología y a la teoría literaria y tendió a captar con ello la complejidad del
mundo humano al negar, aunque no siempre, la universalidad del lenguaje conceptual y la uniformidad del
razonamiento humano. Así, priorizó el campo simbólico pero además, su relación con prácticas sociales
que lo constituyen, cabalgando así entre lo mental y lo social.
En esta línea, algunos historiadores cuestionaron los modelos meta-narrativos –esto es, los grandes
esquemas para organizar, interpretar y escribir la historia- como artificios funcionales a las sociedades
industriales y al empeño normalizador de los Estados modernos. Se volcaron a estudiar utillajes mentales
y cedieron paso al sujeto individual y a la narración de la vida cotidiana y de la experiencia privada.
También rescataron la importancia de la parte meditada de las acciones humanas y rechazaron o bien
matizaron la fuerza de las determinaciones colectivas ya que para explicar el funcionamiento social
estudiaron las normas culturales, las informaciones, las pertenencias sexuales, generacionales, educativas,
territoriales, etc. Estos historiadores enfocaron el conjunto de relaciones y tensiones que constituyen lo
social desde un punto particular, el relato de una vida, un acontecimiento oscuro, etc. y abordaron las
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representaciones con las que los individuos dan sentido a su mundo, entendiéndolas como matrices de
prácticas constructoras del propio mundo social.
De este modo, en los años ochenta, la perspectiva macrohistórica de inspiración sociológica que acentuó
el estudio de estructuras y procesos globales experimentó sacudidas muy agresivas. En efecto, el
acercamiento a la antropología reforzó a los enfoques microhistóricos que optaron por la reducción de la
escala de observación, por un análisis microscópico y un estudio intensivo del material documental a fin
de revelar factores no observados previamente y elaborar conclusiones más generales. La microhistoria no
ignora la existencia de complejas estructuras sociales pero a partir de cada espacio social y desde allí a la
experiencia privada, a la vida cotidiana, a los márgenes de libertad de los individuos en los intersticios y
contradicciones de los sistemas normativos que los constriñen.
Todo ello forma parte de las nuevas concepciones acerca de la ciencia, abiertas a lo cualitativo y a lo
probabilístico que priorizan las relaciones no lineales propias de la naturaleza y de la vida de los seres
humanos, no reducibles a simples encadenamientos de causa-efecto. En este sentido han resultado
fundamentales los aportes de la teoría del caos que acentúa el carácter complejo e impredecible de
la realidad o de la termodinámica de los sistemas no lineales de Ilya Prigogine. Este señala que en la
dinámica clásica y en la física cuántica no existen certezas sino posibilidades y que no sólo hay leyes sino
acontecimientos que no pueden deducirse de las leyes. Son estas las ideas que nos permiten estudiar mejor
las grandes transiciones históricas, abrirnos a la complejidad del mundo social y acceder, como señala
Josep Fontana, a la comprensión de que racionalidad no es lo mismo que certeza ni probabilidad significa
ya ignorancia.
Entre las nuevas formas de hacer historia podemos mencionar también la renovación de la historia política
que recurre a la ciencia política, a los aportes jurídicos y reivindica el análisis de las prácticas. Surgieron
asimismo múltiples corrientes como la historia de género, la historia oral, la cliometría, la ecohistoria,
la historia de la vida privada, de los mitos, de la infancia, de la lectura o la recuperación de los puntos de
vista de los sectores marginados o “vencidos” a partir de la expansión colonial de los países europeos. La
historia del presente, reciente o próxima recuperó por su parte, la contemporaneidad que expuso la historia
en sus orígenes y cuestionó al positivismo y sus patrones de objetividad a partir de la separación total entre
sujeto y objeto de estudio y de la condena a las interpretaciones.
Desde otras miradas, el acercamiento a la antropología y también a la crítica lingüística y literaria
“decontruccionista”, llevó a dudar de la posibilidad de conocer los documentos y textos en los que se
apoya el trabajo del historiador y reforzó las orientaciones relativistas de la disciplina. En efecto, si
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estos enfoques plantean la imposibilidad real de conocer el pasado, tampoco es posible analizar los
acontecimientos de un presente que se convertirán indefectiblemente en pasado y, por tanto, carecerán
de sentido. Este escepticismo promovió el denominado “giro lingüístico” que priorizó una filosofía del
lenguaje. Al visualizarlo como un sistema cerrado de signos que construyen al mundo antes que referirse
a éste, no habría posibilidad de conocer el pasado con lo que se eliminarían las barreras entre ficción
e historia, entre narración histórica y narración literaria. En este plano, podemos mencionar también al
nuevo giro visual que centra su atención en la producción cultural basada en imágenes y reivindica el
protagonismo del espectador.
Como vemos, las polémicas en torno a la historia se han multiplicado en las últimas décadas. Se han
construido nuevos paradigmas que reconocen la diversidad de objetos de estudio y su tratamiento
diferenciado. La oposición entre métodos analíticos y hermenéuticos, explicación y comprensión,
individuo o sociedad, no se ha evaluado en forma definitiva. En la visión del historiador Hobsbawm las
diversas líneas pueden conjugarse ya que tanto si miramos a través de un microscopio, como si lo hacemos
a través de un telescopio, buscamos desentrañar las claves de un mismo universo.
En síntesis, estos diálogos con las disciplinas sociales, el “estallido” de la historia, el desenvolvimiento
de la autollamada “nueva historia”, de los diversos giros que mencionamos, no devino necesariamente
en calidad historiográfica, ya que las producciones fueron desparejas lo que se evidencia por ejemplo, en
la proliferación de historias que pretenden apelar a la etnología y proceden sin teorías ni plan conceptual
previo, con resultados pobres, aun cuando en ocasiones pintorescos y por tanto, apreciados por públicos
más amplios. Ello nos lleva a sostener que la renovación de temáticas no necesariamente implica cambios
ni originalidad en su tratamiento y que no es tan profunda o genuina la distancia entre la vieja narrativa
histórica, que reconstruye hechos de acuerdo a una estructura cronológica y la autodenominada “nueva”
que toma prestado temas a las disciplinas vecinas pero no agrega nuevas ideas ni aportes originales.
La renovación de horizontes en la historia social
No cabe duda que los supuestos racionales y humanistas que configuraron el pensamiento occidental a
fines del siglo XX, experimentaron fuertes quebrantos que afectaron a los estudios macrosociales y a las
ideas en torno a la posibilidad de un crecimiento científicamente controlado. Ello revitalizó las discusiones
acerca de los métodos, propósitos y fundamentos del conocimiento y enriqueció la perspectiva de la
historia social que acentuó la necesidad de procurar explicaciones reconocidamente parciales y objetivas
del pasado, sin negar el concepto de racionalidad de la ciencia histórica tradicional, pero ampliándolo
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significativamente.
Esta historia social renovada aborda distintos niveles de la realidad histórica: sus fundamentos económicos
(formas de subsistencia, la reproducción material, la distribución del producto, etc.), la estructura social
(formas de organización de la sociedad, sujetos sociales, ámbitos de sociabilidad, diferencias sociales,
movimientos sociales, etc.), sus fundamentos políticos (formas de competencias por el poder, organización
del Estado, la Nación, etc.) y la esfera de los simbólico (ideas, creencias, valores y representaciones que
sostienen acciones sociales y políticas, formas de transmisión cultural, etc.). La historia social analiza las
articulaciones entre estos niveles y -aunque la economía, las bases materiales de producción y distribución
del excedente económico constituye un núcleo de estudio imprescindible- no establece determinismos
rígidos o unidireccionales, a la vez que comprueba la capacidad creativa de los seres humanos. Así,
valorizó el nivel de la práctica y superó criterios unilaterales ya que enfocó el conflicto y las conexiones
entre estructuras, procesos y experiencias. Recurre tanto a métodos hermenéuticos como analíticos pues en
la actualidad, la historia social reconoce el pluralismo y combina lo estructural con lo episódico, aborda lo
político, lo económico y lo cultural para reconstruir la historia de las sociedades en toda su complejidad.
Entendemos a la historia social como la historia de las sociedades que estudia acontecimientos únicos
por cierto, pero inscriptos en un proceso que los abarca. Le interesa la integración de todas sus partes y la
definición de grandes etapas o “períodos sociales”, los cambios y las continuidades, lo conflictivo de la
existencia humana y sus aspectos materiales y espirituales.
Debemos insistir en que la nueva historia social no renunció a la objetividad ni a los códigos de la
disciplina profesional, cuestionó los usos ideológicos de la historia y tomó conciencia sobre la necesaria
autonomía que reclama el saber histórico. Un saber que se interesa por estudiar tendencias generales y que,
como sostuvo el historiador Eric Hobsbawm, procura responder a las grandes preguntas del “por qué”, aun
concentrándose en interrogantes diferentes a los de hace treinta años. En efecto, la historia social aspira a
la síntesis y crea conceptos analíticos en función del camino recorrido por cada historiador, de su propia
investigación y de las fuentes diversas que utiliza para construir dichos conceptos. Asimismo, asumió que
todo discurso es narración y que, de lo que se trata, es de narrar verazmente, de facilitar la comprensión de
los fenómenos sociales y de aprehender la relación entre las estructuras y los seres humanos concretos.
La historia social se constituye como disciplina que aborda el problema de la temporalidad, de las
continuidades y el cambio social. No prescinde de la cronología, esto es, la forma como cada cultura
organiza el tiempo. En el mundo occidental el acontecimiento organizador por excelencia fue el
nacimiento de Cristo que permitió generar el “antes” y el “después” de Cristo y ordenar la historia
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cronológicamente, datando hechos en el tiempo para clasificarlos. Pero, y en este plano los aportes de
Annales fueron importantes, prioriza la concepción de los tiempos múltiples en el proceso de cambio
social y asume que el tiempo histórico es una construcción, un producto de la historia. Emprende la
periodización histórica con un criterio sistémico, identificando cambios y continuidades en distintos
niveles de la vida social, comparando y relacionando dichos niveles, marcando su estabilidad y su ruptura
mediante la particular velocidad de los cambios, los ritmos específicos de lo político, cultural, económico,
etc..
La crisis de los paradigmas que afectó a las ciencias, también posibilitó la renovación de la historia social
en cuanto a la concepción de la sociedad y sus transformaciones. Reconoció, por tanto, la confrontación
dialéctica entre estructuras y acción social ya que los seres humanos forman parte de una trama compleja
de sistemas interactuantes que organizan la experiencia cotidiana, sesgada asimismo por los deseos
personales y la imaginación. Incorpora lo histórico para explicar lo social y plantea que si bien las
estructuras pautan la vida de los seres humanos, éstos contribuyen a alterarlas y a promover con sus
acciones, la reproducción y el cambio de las instituciones sociales.
A modo de síntesis podemos señalar que la historia social intenta pensar racionalmente el pasado como
un esfuerzo que, en realidad es externo a ese mismo pasado e inherente a este tipo de conocimiento
en construcción, provisorio, aunque no arbitrario, que obedece a reglas, técnicas e instrumentos que
contribuyen a explicar las posibilidades y límites del conocimiento histórico en forma más o menos
coherente. Sobre todo se trata de una historia que atiende a la formulación de problemas, cuya producción
escrita o de otro tipo, procura establecer distancias entre la evidencia documental, las fuentes y su
interpretación; que evalúa lo sucedido como una de las opciones posibles, que reconoce la independencia
de los actores que estudia y sostiene su capacidad analítica frente a las pretensiones científicas, que no
cuenta simplemente una historia ni pretende “reconstituir el pasado a la vida”.
La producción de conocimiento desde la historia social se enmarca en una práctica revitalizada que tiene
en cuenta las siguientes cuestiones:
a) Objeto y sujeto de la historia
Como hemos señalado, cuando la historia se convirtió en ciencia, su objeto de estudio fueron los hechos
del pasado. Ranke postuló que se trataba de “mostrar lo que realmente sucedió”, ya que los hechos debían
ser rescatados y no interpretados. Es la concepción ontológica del hecho histórico que tiene existencia
objetiva e independiente por entero del sujeto de conocimiento, sostenida por las corrientes empiristas y
positivistas.
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Los enfoques idealistas criticaran esta postura, redujeron la realidad a mero producto mental y
proclamaron la primacía del sujeto en la medida que éste es quien organiza al objeto. En esta perspectiva
los hechos históricos no fueron considerados como algo dado, sino como algo completamente subjetivo,
como exclusiva creación del historiador.
Desde la perspectiva de la historia social, consideramos que el sujeto tiene un papel activo frente a la
realidad. En este sentido, la relación cognoscitiva es una interacción entre sujeto y objeto de conocimiento,
ambos tienen una existencia real y operan uno sobre el otro. El objeto de estudio de la historia son los
seres humanos como individuos y como colectivos, el perpetuo cambio de las sociedades humanas,
entendidas como relaciones entre individuos. El ámbito de lo humano es la sociedad, una realidad de
relación, fuera de la cual el ser humano difícilmente subsista, una realidad que involucra el doble carácter
personal y colectivo de la existencia humana, lo público y lo privado, lo interno y lo externo en ese plano
triple de presente, pasado y futuro. Desde el modelo de conocimiento del que partimos, concebimos al
sujeto de la historia como un sujeto social. No se trata pues de un ser puramente biológico sino de un ser
social condicionado por la historia, la cultura, el lenguaje especialmente. Josep Fontana plantea que no se
trata de oponer individuo y grupos sociales, porque son como la marea y la ola que explica conjuntamente
el avance del agua del mar tierra adentro.
b) La objetividad en la historia
La convicción de que el conocimiento se crea en el tiempo y en el espacio por obra de seres humanos
condicionados por el contexto histórico-social y natural que los envuelve, genera una nueva manera de
entender la objetividad. En efecto, ahora entendemos que lo objetivo no existe en el objeto ni en cada
individuo. Se alcanza mediante la crítica y el debate entre historiadores que están sujetos a las normas que
establece la comunidad académica de la que forman parte; normas que, como exigencias técnicas, fijan
límites a las diversas interpretaciones sobre un proceso histórico.
El conocimiento histórico se construye en función del acceso a la verdad. No se trata de una verdad
absoluta puesto que el conocimiento es un proceso, una elaboración de distintas perspectivas sobre la
realidad histórica, los datos históricos contenidos en las fuentes y convertidos en hechos históricos. Todo
conocimiento está condicionado por el ser social del sujeto e implica a la ideología. En forma simplificada,
podemos entender a la ideología como sistema de ideas o bien como “falsa conciencia”, o sea un conjunto
de ideas que no se corresponden con el ser social que piensa. En definitiva no existe pensamiento humano
ajeno a las influencias ideologizantes del contexto histórico, social, económico, cultural. Lo que pensamos,
sentimos, hacemos, la memoria y el olvido, la valoración de la propia vida, resultan de los cambios en
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las formas de la vida social, de las relaciones sociales, de nuestras acciones. Así, el conocimiento se da
siempre desde una postura determinada y ello supone que se trata de un proceso acumulativo de verdades
parciales.
Situado en su contexto, el historiador parte de preguntas que le permiten formular problemas que luego
indaga a partir del material empírico disponible e intenta revelar las causas de un fenómeno, aun cuando
éstas son siempre demasiado numerosas para ser agotadas por el análisis científico. Finalmente, mediante
la utilización de los conceptos pertinentes, organiza la información para comunicarla comprensiblemente.
Esto es, construye conceptos a partir de sus fuentes, elige claves, encadenamientos, síntesis que
posibilitan la explicación y comprensión de las interacciones humanas a partir de sus supuestos sobre las
motivaciones humanas y la acción social.
En este proceso, la intervención del factor subjetivo es real pero ello no elimina el carácter objetivo del
hecho histórico. La objetividad se redefine como una relación interactiva entre un sujeto investigador y
un objeto externo. En efecto, el historiador somete los hechos del pasado que registran sus fuentes a la
crítica externa o examen de la procedencia y autenticidad de las fuentes y a la crítica interna o análisis del
valor, de la intencionalidad de una fuente. El historiador no manipula los hechos arbitrariamente sino que
los ubica en una secuencia temporal y en una trama de relaciones de orden político, económico, cultural,
etc. Los hechos no hablan por sí solos. Son seleccionados y valorados por el historiador pero no de forma
arbitraria. Esa búsqueda de la verdad implica elaborar enunciados consistentes con los hechos (sometidos
a prueba), debe dar cuenta de su objeto y también de las teorías que se enunciaron sobre éste. Como señala
E. Carr la historia se ocupa de los hechos del pasado y de las construcciones historiográficas acerca de
éstos. Ello se integra en una estructura explicativa o discurso de demostración que responde a dos tipos
de preguntas ¿qué fue?, a la que se responde mediante los hechos. ¿Por qué fue?, a la que se responde
mediante una explicación causal sobre los orígenes del fenómeno y hechos que conducen a otros hechos y
nos dan la idea de proceso histórico.
Por cierto, muchos historiadores actuales no ignoran que las diversas interpretaciones historiográficas
responden a supuestos disímiles. A partir de éstos, seleccionan los indicios del pasado humano y
formulan teorías que se relacionan con el entorno cultural y natural. Las experiencias cotidianas y
prejuicios condicionan la interpretación de estos indicios: sabemos que hoy se cuestiona la existencia
de verdades desinteresadas o libres de valores. Más allá de la existencia de diferentes escuelas y teorías,
los historiadores se han especializado en la resolución de interrogantes básicos entre lo que ha sido y la
memoria de lo que ha sido, en establecer conexiones con el pasado para aclarar los problemas del presente
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y en tender líneas hacia el potencial del futuro. Si existen diversas versiones de lo sucedido, ello refleja
la complejidad e imprevisibilidad de la vida humana, lo que da lugar a nuevas lecturas de los distintos
mensajes que envuelven a los acontecimientos del pasado. Así el compromiso con el saber objetivo nos
obliga a situarlo en el tiempo, a reconocer nuestra posición en una determinada perspectiva cultural y
a asumir la verdad del conocimiento histórico como una empresa que no concluye, como un informe
interino sujeto a normas, abierto a las controversias. Un conocimiento progresivo, pero no en el sentido
de progreso lineal y armónico sino conflictivo, como todo lo relativo a los seres humanos y sobre todo
fundado en fuentes. Un conocimiento que se expresa en un relato veraz, aunque parcial e inacabado, sobre
el pasado, que torna posible la acción en el mundo ya que le confiere un sentido.
c) Saber y conciencia histórica
El tema de la objetividad nos remite al problema de la conciencia histórica. Es el cuerpo social al que
pertenecemos, el que impone el desarrollo de nuestra conciencia histórica. Se trata de la conciencia en
torno a cambios y continuidades, a problemas de nuestro presente que nos conducen al pasado como
repositorio de experiencias comparables, se trata de las distintas formas de conocimiento que una sociedad
tiene sobre sí misma y sobre las demás. Se trata de intentar explicarnos la realidad y de la construcción
de proyectos para el futuro mediante visiones del pasado. Forjar nuestra conciencia histórica, que de eso
se trata, implica pues, comprender las circunstancias dadas o transmitidas del pasado sin entenderlas
como único resultado posible; de reflexionar en torno de la estructura de pensamiento que orienta nuestras
prácticas sociales a través del tiempo. A partir de ello, será posible un mayor autoconocimiento y el
desarrollo de una identidad propia y autodeterminada.
El saber histórico se construye en el marco de la conciencia histórica, que marca el espacio de experiencia
y los horizontes de expectativa de una época. No se identifica con la conciencia histórica, sino que está
condicionado por ésta y aspira a la búsqueda de la verdad como un objetivo al que debe tenderse. Tiene
una exigencia de rigor e instrumentos de control, como vimos, los propios de su metodología que ayudan
a mantener este rigor. Esta tensión entre conciencia y saber llevar al permanente enriquecimiento del saber
histórico por la conciencia social e incluye nuestra temporalidad. El pasado existe en el presente y desde
éste intentamos elaborar conocimiento sobre el pasado.
El trabajo del historiador revela la conciencia histórica como una dimensión de la conciencia de una
sociedad. Planteamos que esta conciencia orienta las preguntas que podemos formular al pasado que,
como objeto de curiosidad, cambia con las épocas y las diversas perspectivas. Por ello cambian también
los relatos históricos que incluyen selección, interpretación, recuerdos y olvidos. Asimismo esta
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construcción del pasado, que implica una tarea social, incide en el presente ya que nos lleva a otorgar
carácter “histórico” a aspectos, situaciones o seres humanos que hasta entonces no habíamos tenido en
cuenta.
A partir de este análisis podemos afirmar que las nuevas escuelas historiográficas han renunciado a la
historia lineal y han puesto en evidencia el fracaso de la visión liberal sobre el ascenso de la humanidad
al progreso. Nos conducen a entender el pasado a partir de sus diversas opciones, a entender que no
necesariamente terminó imponiéndose la mejor, a entender también que las otras opciones podrían
continuar abiertas. En síntesis, afirmamos que la producción científica no es ajena a lo social, esto es a los
gobiernos, las iglesias, los credos religiosos, las ideologías políticas, la identidad de género, los intereses o
las convenciones lingüísticas. El saber humano está construido socialmente pero, asimismo, la práctica de
la ciencia, aun cuando valórica o teoricista sigue produciendo afirmaciones razonablemente veraces sobre
la naturaleza y la sociedad.
Así, lejos de significar una opción estético-contemplativa o la historia por la historia misma, su enseñanza
y su aprendizaje podrán dar lugar al desarrollo de una forma de pensamiento crítico sobre la realidad y
sus problemas. En efecto, si el conocimiento histórico se construye a partir de la crítica de las fuentes
y del estudio disciplinado de fenómenos sociales, aspiramos a promover aprendizajes que estimulen el
desarrollo del pensamiento crítico mediante pautas para abordar conocimientos históricos y claves de
interpretación de procesos complejos, cuya comprensión permitirá analizar con mayor claridad el mundo
en que nos toca vivir y reforzará el entendimiento de nuestra comprensión sobre lo humano.
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