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Texto (teoría del) 1973 Artículo «Texto», en Encyclopaedia Universalis, tomo XV. ¿Qué es un texto, para la opinión general? Es la superficie fe- noménica de la obra literaria: es el tejido de las palabras compro- metidas en la obra y dispuestas de modo que impongan un sentido estable y a poder ser único. A pesar del carácter parcial y modesto de la noción (después de todo, no es más que un objeto, perceptible por el sentido visual), el texto participa de la gloria espiritual de la obra, de la que es el sirviente prosaico pero necesario. Ligado cons- titutivamente a la escritura (el texto es lo que está escrito), tal vez porque el dibujo mismo de las letras, aunque sea lineal, sugiere el habla y el entrelazamiento de un tejido (etimológicamente, «texto» quiere decir «tejido»), es, en la obra, lo que suscita la garantía de la cosa escrita, de la que reúne las funciones de salvaguarda: por una parte, la estabilidad y la permanencia de la inscripción, destinada a corregir la fragilidad y la imprecisión de la memoria; y, por otra, la legalidad de la letra, rastro irrecusable, indeleble, en nuestra opi- nión, del sentido que el autor de la obra ha depositado intencional- mente en ella; el texto es un arma contra el tiempo, el olvido y las pillerías del habla, que tan fácilmente se retracta, se altera o se des-

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Texto (teoría del)

1973Artículo «Texto», en Encyclopaedia Universalis, tomo XV.

¿Qué es un texto, para la opinión general? Es la superficie fe­noménica de la obra literaria: es el tejido de las palabras compro­metidas en la obra y dispuestas de modo que impongan un sentido estable y a poder ser único. A pesar del carácter parcial y modesto de la noción (después de todo, no es más que un objeto, perceptible por el sentido visual), el texto participa de la gloria espiritual de la obra, de la que es el sirviente prosaico pero necesario. Ligado cons­titutivamente a la escritura (el texto es lo que está escrito), tal vez porque el dibujo mismo de las letras, aunque sea lineal, sugiere el habla y el entrelazamiento de un tejido (etimológicamente, «texto» quiere decir «tejido»), es, en la obra, lo que suscita la garantía de la cosa escrita, de la que reúne las funciones de salvaguarda: por una parte, la estabilidad y la permanencia de la inscripción, destinada a corregir la fragilidad y la imprecisión de la memoria; y, por otra, la legalidad de la letra, rastro irrecusable, indeleble, en nuestra opi­nión, del sentido que el autor de la obra ha depositado intencional­mente en ella; el texto es un arma contra el tiempo, el olvido y las pillerías del habla, que tan fácilmente se retracta, se altera o se des­

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dice. Por lo tanto, la noción de texto está históricamente ligada a todo un mundo de instituciones: derecho, Iglesia, literatura, ense­ñanza; el texto es un objeto moral: es el escrito como participante del contrato social; somete, exige que lo observemos y lo respete­mos, pero a cambio marca al lenguaje con un atributo inestimable (que no posee por esencia): la seguridad.

1. La crisis del signo

Desde el punto de vista etimológico, el texto, en esta acepción clásica, forma parte de un conjunto conceptual cuyo centro es el signo. Se empieza a saber actualmente que el signo es un concepto histórico, un artefacto analítico (e incluso ideológico), y sabemos que existe una civilización del signo, que es la de nuestro Occiden­te, desde los estoicos hasta mediados del siglo xx. La noción de texto implica que el mensaje escrito se articula como el signo: por una parte, el significante (materialidad de las letras y de su encade­namiento en palabras, en frases, en párrafos, en capítulos), y, por otra, el significado, sentido a la vez original, unívoco y definitivo, determinado por la corrección de los signos que lo transmiten. El signo clásico es una unidad cerrada, cuyo cierre detiene el sentido, le impide temblar, desdoblarse, divagar; ocurre lo mismo con el texto clásico: cierra la obra, la encadena a su letra, la clava en su significado. Por lo tanto, invita a dos clases de operaciones, ambas destinadas a reparar las brechas que mil causas (históricas, materia­les o humanas) pueden abrir en la integridad del signo. Estas dos operaciones son la restitución y la interpretación.

Como depositario de la materialidad misma del significante (orden y exactitud de las letras), el texto, si llega a perderse o a al­terarse por alguna razón histórica, solicita que se lo vuelva a en­contrar, que se lo «restituya»; entonces, es asumido por una ciencia, la filología, y por una técnica, la crítica de los textos; pero eso no es todo; la exactitud literal del escrito, definida por la conformidad de sus versiones sucesivas con la versión original, se confunde meto- nímicamente con su exactitud semántica: en el universo clásico de la ley del significante, se deduce una ley del significado (y recípro­camente); las dos legalidades coinciden, se consagran una a otra: la literalidad del texto acaba siendo depositaría de su origen, de su in­

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tención y de un sentido canónico que hay que mantener o volver a encontrar; el texto se convierte entonces en el objeto mismo de to­das las hermenéuticas; de la «restitución» del significante, se pasa naturalmente a la interpretación canónica del significado: el texto es el nombre de la obra, en la medida en que esta última está habitada por un sentido y uno solo, un sentido «verdadero», un sentido defi­nitivo; es el «instrumento» científico que define autoritariamente las reglas de una lectura eterna.

Esta concepción del texto (concepción clásica, institucional, co­rriente) está evidentemente ligada a una metafísica, la de la verdad. Del mismo modo que el juram ento autentifica el habla, el texto autentifica el escrito, su literalidad, su origen, su sentido, es decir, su «verdad». Desde hace siglos, ¡cuántos combates por la verdad, y también, al mismo tiempo, cuántos combates en nombre de un sen­tido contra otro, cuántas angustias ante la incertidumbre de los sig­nos, cuántas reglas para tratar de consolidarlos! Una misma his­toria, a veces sangrienta y siempre áspera, ha ligado la verdad, el signo y el texto. Pero también son una misma crisis la que se abrió en el siglo xix en la metafísica de la verdad (Nietzsche) y la que se abre hoy en día en la teoría del lenguaje y de la literatura, a través de la crítica ideológica del signo y la sustitución del antiguo texto de los filólogos por un texto nuevo.

Esta crisis la abrió la lingüística misma. De una manera ambi­gua (o dialéctica), la lingüística (estructural) consagró científica­mente el concepto de signo (articulado en significante y significa­do), y se la puede considerar como la culminación triunfal de una metafísica del sentido, mientras que, por su imperialismo mismo, obligaba a desplazar, a deconstruir y a subvertir el aparato de la sig­nificación; fue en el apogeo de la lingüística estructural (en torno a 1960) cuando nuevos investigadores, a menudo salidos de la lin­güística misma, comenzaron a enunciar una crítica del signo y una nueva teoría del texto (antiguamente llamado literario).

En esta mutación, el papel de la lingüística fue triple. Primero, al acercarse a la lógica en el momento mismo en que ésta, con Car- nap, Russell y Wittgenstein, se pensaba como una lengua, habituó al investigador a sustituir el criterio de verdad por el criterio de va­lidez, a apartar todo el lenguaje de la sanción del contenido, a ex­plorar la riqueza, la sutileza y, por así decirlo, la infinitud de las transformaciones tautológicas del discurso: a través de la práctica

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de la formalización, se pudo llevar a cabo todo un aprendizaje del significante, de su autonomía y de la amplitud de su despliegue. Luego, gracias a los trabajos del círculo de Praga y a los de Jakob- son, se tuvo el valor de modificar el reparto tradicional de los dis­cursos; toda una parte de la literatura pasó a la lingüística (en el ni­vel de la investigación, cuando no de la enseñanza) con el nombre de poética (una traslación cuya necesidad Valéry había visto), y se escapó de este modo de la jurisdicción de la historia de la literatu­ra, concebida como simple historia de las ideas y de los géneros. Por último, la semiología, una disciplina nueva reivindicada por Saussure desde principios del siglo xx, pero que solamente empezó a desarrollarse hacia 1960, se dirigió principalmente, al menos en Francia, hacia el análisis del discurso literario: la lingüística se detiene en la frase y da las unidades que la componen (sintagmas, monemas, fonemas); pero ¿y más allá de la frase? ¿Cuáles son las unidades estructurales del discurso (si renunciamos a las divisiones normativas de la retórica clásica)? La semiótica literaria necesitó en este punto la noción de texto, una unidad discursiva superior o inte­rior de la frase, siempre estructuralmente diferente de ella. «La no­ción de texto no se sitúa en el mismo plano que la de frase', [...] en este sentido, el texto se ha de distinguir del párrafo , unidad tipo­gráfica de varias frases. El texto puede coincidir con una frase del mismo modo que con un libro entero; [...] constituye un sistema que no hay que identificar con el sistema lingüístico, sino que hay que poner en relación con él: una relación a la vez de contigüidad y de semejanza» (T. Todorov).

En la semiótica literaria estricta, el texto es en cierto modo el continente formal de los fenómenos lingüísticos; el semantismo de la significación (y ya no solamente de la comunicación) y la sinta­xis narrativa o poética se estudian en el nivel del texto. Esta nueva concepción del texto, mucho más cercana de la retórica que de la filología, quiere someterse no obstante a los principios de la cien­cia positiva: el texto se estudia de una manera inmanente, puesto que se prohíbe toda referencia al contenido y a las determinaciones (sociológicas, históricas, psicológicas), y sin embargo exterior, puesto que el texto, como en cualquier ciencia positiva, no es más que un objeto que se somete a la inspección distante de un sujeto sabio. Por lo tanto, no podemos hablar, en este nivel, de mutación epistemológica. Esta última empieza cuando las adquisiciones de

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la lingüística y de la semiología se sitúan (se relativizan: se destru- yen-reconstruyen) deliberadamente en un nuevo campo de refe­rencia, esencialmente definido por la intercomunicación de dos epistemes diferentes: el materialismo dialéctico y el psicoanálisis. La referencia materialista-dialéctica (Marx, Engels, Lenin, Mao) y la referencia freudiana (Freud, Lacan) son lo que permite identifi­car, sin duda alguna, a los partidarios de la nueva teoría del texto. Para que haya ciencia nueva, no basta en efecto con que la ciencia antigua se vuelva más profunda o se extienda (lo que sucede cuan­do pasamos de la lingüística de la frase a la semiótica de la obra); es preciso que haya encuentro de epistemes diferentes que incluso se ignoran de ordinario unas a otras (es el caso del marxismo, del freudismo y del estructuralismo), y que ese encuentro produzca un objeto nuevo (ya no se trata de una aproximación nueva a un obje­to antiguo); en este caso, se trata de un objeto nuevo al que llama­mos texto.

2. La teoría del texto

El lenguaje que se decide utilizar para definir el texto no es in­diferente, pues corresponde a la teoría del texto poner en crisis toda enunciación, inclusive la ciencia propia: la teoría del texto es inme­diatamente una crítica de todo metalenguaje, una revisión del dis­curso de la cientificidad, y con ello reivindica una verdadera mu­tación científica, pues anteriormente las ciencias humanas nunca habían puesto en duda su propio lenguaje, al que consideraban como un simple instrumento o una pura transparencia. El texto es un frag­mento de lenguaje situado él mismo en una perspectiva de lengua­jes. Comunicar un saber o una reflexión teórica sobre el texto supo­ne por lo tanto participar, de una manera o de otra, de la práctica textual. La teoría del texto se puede sin duda enunciar en el modo de un discurso científico coherente y neutro, pero al menos en ese caso lo hace a título circunstancial y didáctico; junto a es.e modo de exposición, incluiremos con pleno derecho en la teoría del texto la variedad muy grande de los textos (sean cuales sean su género y su forma) que tratan de la reflexividad del lenguaje y del circuito de enunciación: podemos aproximarnos al texto por definición, pero también (y tal vez sobre todo) por metáfora.

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La definición del texto ha sido elaborada con fines epistemoló­gicos, principalmente por Julia Kristeva: «Definimos el Texto como un aparato translingüístico que redistribuye el orden de la lengua poniendo en relación una palabra comunicativa que pone la mira en la información directa con diferentes enunciados anteriores o sin­crónicos»; a Julia Kristeva debemos los principales conceptos teó­ricos que están implícitamente presentes en esta definición: prácticas significantes, productividad, significancia, feno-texto y geno-texto, e inter-textualidad.

Prácticas significantes

El texto es una práctica significante, privilegiada por la semio­logía porque el trabajo por el cual se produce el encuentro del suje­to con la lengua es ejemplar en ella: la «función» del texto estriba en «teatralizar» en cierto modo ese trabajo. ¿Qué es una práctica significante? En primer lugar, es un sistema significante diferencia­do, tributario de una tipología de las significaciones (y no de una matriz universal del signo); esta exigencia de diferenciación la planteó la escuela de Praga; implica que su significación no se pro­duce de la misma manera, no solamente según la materia del signi­ficante (esta diversidad funda la semiología), sino también según el plural que hace al sujeto enunciador (cuya enunciación — inesta­ble— se hace siempre bajo la mirada — bajo el discurso— del Otro). En segundo lugar, es una práctica; esto quiere decir que la significación se produce, no en el nivel de una abstracción (la len­gua), tal como la había reivindicado Saussure, sino a merced de una operación, de un trabajo donde se colocan, a la vez y con un solo movimiento, el debate entre el sujeto y el Otro y el contexto social. La noción de práctica significante restituye al lenguaje su energía activa; pero el acto que implica (y es en este punto donde se produ­ce una mutación epistemológica) no es un acto de entendimiento (ya descrito por los estoicos y la filosofía cartesiana): en él, el suje­to ya no tiene la bella unidad del cogito cartesiano; es un sujeto plu­ral, al que hasta la fecha sólo ha podido aproximarse el psicoanáli­sis. Nadie puede pretender reducir la comunicación a la simplicidad de! esquema clásico que reclama la lingüística— emisor, canal, re­ceptor— , salvo que se apoye implícitamente en una metafísica del sujeto clásico o en un empirismo cuya «ingenuidad» (a veces agre­

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siva) también es metafísica; de hecho, lo plural está de entrada en el corazón de la práctica significante, en forma de contradicción: las prácticas significantes, incluso si admitimos aislar a una de ellas provisionalmente, dependen siempre de una dialéctica, y no de una clasificación.

Productividad

El texto es una productividad. Esto no quiere decir que es el producto de un trabajo (tal como podían exigirlo la técnica de la na­rración y el dominio del estilo), sino que es el teatro mismo de una producción en la que se reúnen el productor del texto y su lector: el texto «trabaja» a cada momento y se lo tome por donde se lo tome; incluso una vez escrito (fijado), no cesa de trabajar, de mantener un proceso de producción. ¿Qué trabaja el texto? La lengua. Decons- truye la lengua de comunicación, de representación o de expresión (donde el sujeto, individual o colectivo, puede tener la ilusión de que imita o se expresa), y reconstruye otra lengua, voluminosa, sin fondo ni superficie, pues su espacio no es el de la figura, el del cua­dro, el del marco, sino el espacio estereográfico del juego combina­torio, infinito en cuanto salimos de los límites de la comunicación corriente (sometida a la opinión, a la doxa) y de la verosimilitud na­rrativa o discursiva. La productividad se desencadena, la redistri­bución se produce, el texto sobreviene, en cuanto, por ejemplo, el escriptor y/o el lector se ponen a jugar con el significante, ya (si se trata del autor) produciendo sin cesar «juegos de palabras», ya (si se trata del lector) inventando sentidos lúdicos, aun cuando el autor del texto no los hubiese previsto, y aunque fuese históricamente im­posible preverlos: el significante pertenece a todo el mundo; quien, en verdad, trabaja incansablemente, es el texto, y no el artista o el consumidor. El análisis de la productividad no se puede reducir a una descripción lingüística; es necesario, o al menos posible, ad­juntarle otras vías de análisis: la de la matemática (en la medida en que da cuenta del juego de los conjuntos y de los subcojijuntos, es decir, de la relación múltiple de las prácticas significantes), la de la lógica, la del psicoanálisis lacaniano (en la medida en que explora una lógica del significante), y la del materialismo dialéctico (que reconoce la contradicción).

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Significancia

Podemos atribuir a un texto una significación única y en cierto modo canónica; es lo que se esfuerzan en hacer detalladamente la fi­lología y, en general, la crítica de interpretación, que trata de demos­trar que el texto posee un significado global y secreto, variable según las doctrinas: sentido biográfico para la crítica psicoanalítica, pro­yecto para la crítica existencial, sentido sociohistórico para la crítica marxista, etc.; el texto se trata como si fuese depositario de una sig­nificación objetiva, y esa significación aparece como embalsamada en la obra-producto. Pero en cuanto el texto se concibe como una producción (y ya no como un producto), la «significación» deja de ser un concepto adecuado. Cuando el texto se concibe como un espa­cio polisémico en el que se entrecruzan varios sentidos posibles, es necesario emancipar de la significación al estatuto monológico legal y hay que pluralizar la significación: para esta liberación ha servido el concepto de connotación, o volumen de los sentidos segundos, de­rivados, asociados, de las «vibraciones» semánticas que se incorpo­ran al mensaje denotado. Con mayor motivo, cuando el texto se lee (o escribe) como un juego móvil de significantes, sin referencia posible a uno o a varios significados fijos, es preciso distinguir claramente la significación — que pertenece al plano del producto, del enunciado, de la comunicación— del trabajo significante, que, por su parte, per­tenece al plano de la producción, de la enunciación, de la simboliza­ción: a este trabajo se le llama significancia. La significancia es un proceso durante el cual el «sujeto» del texto, al escaparse de la lógi­ca del ego-cogito e inscribirse en otras lógicas (la del significante y la de la contradicción), forcejea con el sentido y se deconstruye («se pierde»); por lo tanto, la significancia —y esto es lo que la distingue inmediatamente de la significación— es un trabajo, no el trabajo me­diante el cual el sujeto (intacto y exterior) trataría de dominar la len­gua (por ejemplo, el trabajo del estilo), sino ese trabajo radical (no deja nada intacto) a través del cual el sujeto explora cómo la lengua lo trabaja y lo deshace en cuanto entra en ella (en lugar de vigilarla): es, si se quiere, «el sinfín de las operaciones posibles en un campo dado de la lengua». La significancia, por lo tanto, contrariamente a la significación, no se puede reducir a la comunicación, a la representa­ción, a la expresión: coloca al sujeto (del escritor, del lector) en el texto, no como una proyección, ni siquiera fantasiosa (no hay «trans­

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porte» de un sujeto constituido), sino como una «pérdida» (en el sen­tido que esta palabra puede tener en espeleología); de ahí su identifi­cación con el goce; mediante el concepto de significancia, el texto se vuelve erótico (por lo tanto, para ello, no necesita de ningún modo re­presentar «escenas» eróticas).

Feno-texto y geno-texto

Debemos una vez más a Julia Kristeva la distinción entre feno- texto y geno-texto. El feno-texto es «el fenómeno verbal tal como se presenta en la estructura del enunciado concreto». La significancia infinita se da en efecto a través de una obra contingente: es este pla­no de contingencia el que corresponde al feno-texto. Los métodos de análisis que se practican ordinariamente (antes del semanálisis y fuera de él) se aplican al feno-texto; la descripción fonológica, es­tructural, semántica — en una palabra, el análisis estructural— con­viene al feno-texto, porque ese análisis no se hace ninguna pregunta sobre el sujeto del texto: trata de enunciados, y no de enunciaciones. Por lo tanto, el feno-texto puede depender de una teoría del signo y de la comunicación sin que haya incoherencia: en suma, es el objeto privilegiado de la semiología. El geno-texto, por su parte, «plantea las operaciones lógicas propias de la constitución del sujeto de la enunciación»; es «el lugar de estructuración del feno-texto»; es un dominio heterogéneo: a la vez verbal y pulsional (es el dominio «donde los signos son investidos por las pulsiones»). Por lo tanto, el geno-texto no puede competer exclusivamente al estructuralismo (es estructuración, y no estructura), ni al psicoanálisis (no es el lugar del inconsciente, sino de los «vástagos» del inconsciente); compete a una lógica general, múltiple, que ya no es únicamente la lógica del entendimiento. El geno-texto es, por supuesto, el campo de la signi­ficancia. Desde el punto de vista epistemológico, el semanálisis, a través del concepto de geno-texto, excede a la semiología clásica, que trata solamente de estructurar enunciados, pero no trata de saber cómo el sujeto se desplaza, se desvía y se pierde cuando enuncia.

Intertexto

El texto redistribuye la lengua (es el campo de esa redistribu­ción). Una de las vías de esa deconstrucción-reconstrucción consis­

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te en permutar textos, jirones de textos que han existido o existen en torno al texto considerado y, finalmente, en él: todo texto es un intertexto', otros textos están presentes en él, en niveles variables, con formas más o menos reconocibles; los textos de la cultura ante­rior y los de la cultura circundante; todo texto es un tejido nuevo de citas pasadas. Pasan al interior del texto, redistribuidos en él, trozos de códigos, fórmulas, modelos rítmicos, fragmentos de lenguajes sociales, etc., pues siempre hay lenguaje antes del texto y a su alre­dedor. La intertextualidad, condición de todo texto, sea cual sea, no se reduce evidentemente a un problema de fuentes o de influencias; el intertexto es un campo general de fórmulas anónimas, cuyo origen rara vez es identificable, de citas inconscientes o automáticas, men­cionadas sin comillas. Epistemológicamente, el concepto de inter­texto es lo que aporta a la teoría del texto el volumen de la sociali- dad: todo el lenguaje, anterior y contemporáneo, llega al texto, no por la vía de una filiación identificable, de una imitación voluntaria, sino por la vía de una diseminación, una imagen que asegura al tex­to el estatuto, no de una reproducción, sino de una productividad.

Estos conceptos principales, que son las articulaciones de la teoría, concuerdan todos, en suma, con la imagen que sugiere la eti­mología misma de la palabra «texto»: es un tejido', pero mientras que precedentemente la crítica (única forma conocida en Francia de una teoría de la literatura) ponía unánimemente el acento en el «te­jido» finito (siendo el texto un «velo» detrás del cual había que ir a buscar la verdad, el mensaje real, en suma, el sentido), la teoría ac­tual del texto se desvía del texto-velo y trata de percibir el tejido en su textura, en el entrelazamiento de los códigos, de las fórmulas, de los significantes, en el seno del cual el sujeto se sitúa y se deshace, como una araña que se disolviese a sí misma en su tela. El aficio­nado a los neologismos podría por lo tanto definir la teoría del tex­to como una «hipología» (hyphos es el tejido, el velo y la tela de araña).

3. El texto y la obra

No se ha de confundir el texto con la obra. Una obra es un ob­jeto finito, computable, que puede llenar un espacio físico (ocupar sitio por ejemplo en los estantes de una biblioteca); el texto es un

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campo metodológico; por lo tanto, no podemos enumerar textos (al menos regularmente); todo lo que podemos decir es que, en tal o cual obra, hay (o no hay) texto: «La obra se sostiene en la mano, el texto en el lenguaje». Podemos decir, de otra manera, que si la obra se puede definir en términos heterogéneos al lenguaje (que van des­de el formato del libro a las determinaciones sociohistóricas que han producido ese libro), el texto, por su parte, es enteramente ho­mogéneo al lenguaje: no es más que lenguaje y solamente puede existir a través de otro lenguaje. Dicho de otro modo, «el texto sólo se experimenta en un trabajo, en una producción»: mediante la sig­nificancia.

La significancia sugiere la idea de un trabajo infinito (del sig­nificante consigo mismo): por lo tanto, el texto ya no puede coinci­dir exactamente (o de derecho) con las unidades lingüísticas o retó­ricas reconocidas hasta ahora por las ciencias del lenguaje, y cuyo recorte implicaba siempre la idea de una estructura finita; el texto no contradice forzosamente esas unidades, pero las desborda o, más exactamente, no se ajusta obligatoriamente a ellas; puesto que el texto es un concepto masivo (y no numerativo), podemos encon­trar texto de un extremo al otro de la escala discursiva. Sabemos que esta escala se ha dividido tradicionalmente en dos regiones dis­tintas y heterogéneas: toda manifestación de lenguaje de dimensión inferior o igual a la frase pertenece de derecho a la lingüística; y todo lo que está más allá de la frase pertenece al «discurso», objeto de una antigua ciencia normativa, la retórica. Sin duda, la estilísti­ca y la retórica misma pueden tratar de fenómenos interiores de la frase (elección de las palabras, asonancias, figuras); y, por otra par­te, algunos lingüistas han tratado de fundar una lingüística del dis­curso (speech analysis); pero estos intentos no se pueden comparar con el trabajo del análisis textual, porque o bien están superados (retórica), o bien son muy limitados (estilística), o bien están man­cillados por un espíritu metalingüístico, situándose al exterior del enunciado, y no en la enunciación.

La significancia, que es el texto que trabaja, no recoñoce los dominios que imponen las ciencias del lenguaje (se puede recono­cer esos dominios en el nivel del feno-texto, pero no en el del geno- texto); la significancia — resplandor, fulgor imprevisible de los in­finitos de lenguaje— se halla indistintamente en todos los niveles de la obra: en los sonidos, que ya no se considera como unidades

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adecuadas para determinar el sentido (fonemas), sino como movi­mientos pulsionales; en los monemas, que no son tanto unidades se­mánticas como árboles de asociaciones, y que son arrastrados por la connotación, por la polisemia latente, a una metonimia generaliza­da; en los sintagmas, de los que importa, más que su sentido legal, su sello, su resonancia intertextual; y, por último, en el discurso, cuya «legibilidad» es o bien desbordada o bien doblada por una pluralidad de lógicas diferentes de la simple lógica predicativa. Esta conmoción de los «lugares» científicos del lenguaje entronca mu­cho la significancia (el texto en su especificidad textual) con el tra­bajo del sueño, tal como Freud inició su descripción; sin embargo, hemos de precisar que, apriori, no es la «extrañeza» de una obra lo que la aproxima forzosamente al sueño, sino más bien el trabajo significante, ya sea «extraño» o no: lo que el «trabajo del sueño» y el «trabajo del texto» tienen en común (aparte de ciertas operacio­nes y ciertas figuras identificadas por Benveniste) es que son traba­jos fuera de intercambio, sustraídos al «cálculo».

Desde ese momento, es fácil comprender que el texto es un concepto científico (o al menos epistemológico) y, al mismo tiem­po, un valor crítico, que permite una evaluación de las obras en fun­ción del grado de intensidad de la significancia que hay en ellas. Así, el privilegio que la teoría del texto otorga a los textos de la mo­dernidad (desde Lautréamont hasta Philippe Sollers) es doble: esos textos son ejemplares porque presentan (en un estado nunca alcan­zado previamente) «el trabajo de la semiosis en el lenguaje y con el sujeto», y porque constituyen una reivindicación de hecho contra las exigencias de la ideología tradicional del sentido («verosimili­tud», «legibilidad», «expresividad» de un sujeto imaginario — ima­ginario porque está constituido como una «persona»— , etc.). Sin embargo, por el hecho mismo de que el texto es masivo (y no numerativo), por el hecho de que no se confunde obligatoriamente con la obra, es posible encontrar texto, sin duda en menor grado, en producciones antiguas; una obra clásica (Flaubert, Proust y — ¿por qué no?— Bossuet) puede contener planos o fragmentos de escritu­ra : el juego, los juegos del significante pueden estar presentes (traba­ja r ) en ella, sobre todo si admitimos, lo cual está prescrito por la te­oría, incluir también en la práctica textual la actividad de lectura, y no solamente la de fabricación del escrito. De la misma manera, por seguir en el dominio del escrito, la teoría del texto no se sentirá

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obligada a observar la distinción usual entre la «buena» y la «mala» literatura; los principales criterios del texto se pueden encontrar, al menos aisladamente, en obras rechazadas o desdeñadas por la cul­tura noble, humanista (una cultura cuyas normas están fijadas por la escuela, la crítica, las historias de la literatura, etc.); el intertexto, los juegos de palabras (de significantes) pueden estar presentes en obras muy populares, y la significancia puede estarlo en los escritos llamados «delirantes», que tradicionalmente se excluyen de la «li­teratura».

Mucho más: no se puede restringir legítimamente el concepto de «texto» al escrito (a la literatura). Sin duda, la presencia de la lengua articulada (o, si se prefiere, materna) en una producción da a esa producción una riqueza mayor de significancia; los signos de len­guaje, muy construidos porque surgen de un sistema muy codifica­do, se ofrecen a una deconstrucción aún más contundente; pero bas­ta con que haya desbordamiento significante para que haya texto: la significancia depende de la materia (de la «sustancia») del signifi­cante solamente en su modo de análisis, y no en su ser. Para exten­der ilimitadamente la consideración de la significancia, basta en suma (por retomar unas palabras de Claudel a propósito de Mallar- mé) con «situarse delante del exterior, no como delante de un es­pectáculo, [...] sino como delante de un texto». Todas las prácti­cas significantes pueden engendrar texto: la práctica pictórica, la práctica musical, la práctica fílmica, etc. Las obras, en algunos casos, preparan ellas mismas la subversión de los géneros, de las clases homogéneas con las que se las vincula: sin olvidar la melo­día, por ejemplo, que la teoría tratará como un texto (una mezcla de voz, puro significante corporal, y de lenguaje), antes que como un género musical, traeremos a colación el ejemplo manifiesto de la pintura actual, que, en muchos casos, no es, a decir verdad, ni pintu­ra ni escultura, sino producción de «objetos». Es cierto — y es nor­mal— que el análisis textual está actualmente mucho más desarro­llado en el dominio de la «sustancia» escrita (literatura) que en el de las otras sustancias (visual, auditiva). Esta ventaja se debe, por una parte, a la existencia de una ciencia previa de la significación (aunque no sea la significancia), la lingüística, y, por otra parte, a la estructu­ra misma del lenguaje articulado (en relación con los otros «len­guajes»): en él, el signo es distinto y directamente significante (es la «palabra»), y la lengua es el único sistema semiótico que tiene el

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poder de interpretar a los otros sistemas significantes y de interpre­tarse a sí mismo.

Si la teoría del texto tiende a abolir la separación de los géneros y de las artes, es porque ya no considera las obras como simples «mensajes», ni siquiera como «enunciados» (es decir, productos fi­nitos, cuyo destino se cerraría una vez que se los hubiese emitido), sino como producciones perpetuas, como enunciaciones, a través de las cuales el sujeto sigue forcejeando; ese sujeto es sin duda el del autor, pero también el del lector. La teoría del texto acarrea por lo tanto la promoción de un nuevo objeto epistemológico: la lectu­ra (un objeto más o menos desdeñado por toda la crítica clásica, que se ha interesado esencialmente, ya por la persona del autor, ya por las reglas de fabricación de la obra, y que solamente ha conce­bido muy mediocremente al lector, cuyo lazo con la obra se pensa­ba que era de simple proyección). La teoría del texto no solamente ensancha hasta el infinito las libertades de la lectura (autorizando a leer la obra pasada con una mirada enteramente moderna, de tal modo que sea lícito leer, por ejemplo, el Edipo de Sófocles vol­viendo a verter en él el Edipo de Freud, o a Flaubert a partir de Proust), sino que también insiste mucho en la equivalencia (pro­ductiva) de la escritura y de la lectura. Sin duda, hay lecturas que no son más que simples consumiciones: precisamente aquellas a lo lar­go de las cuales la significancia es censurada; la lectura plena, al contrario, es aquella en la que el lector es nada menos que el que quiere escribir, dedicarse a una práctica erótica del lenguaje. La del texto puede encontrar especificaciones históricas en el uso de la lectura; es indudable que la civilización actual tiende a achatar la lectura al hacer de ella una simple consumición, completamente se­parada de la escritura; no solamente la escuela se vanagloria de en­señar a leer, y ya no como antaño de enseñar a escribir (aunque se tratara, para el alumno, el estudiante, de escribir según un código retórico muy convencional), sino que rechaza también la escritura misma, confinándola en una casta de técnicos (escritores, profeso­res, intelectuales): las condiciones económicas, sociales e institu­cionales ya no permiten reconocer, ni en arte ni en literatura, a ese practicante particular que era —y que podría ser en una sociedad li­berada— el aficionado.

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4. La práctica textual

Tradicionalmente, la obra de arte puede competer, en general, a dos ciencias: histórica y filológica. Esas ciencias — o, más bien, esos «discursos»— tienen en común (una exigencia que comparten por lo demás con todas las ciencias positivas) que constituyen la obra como un objeto cerrado situado a distancia de un observador que lo inspecciona desde el exterior. Esa exterioridad es esencial­mente lo que el análisis textual somete a discusión, de ningún modo en nombre de los derechos de una «subjetividad» más o menos im­presionista. sino con motivo de la infinitud de los lenguajes; ningún lenguaje domina a otro, no hay metalenguaje (una proposición es­tablecida por el psicoanálisis), el sujeto de la escritura y/o de la lec­tura no tiene que ver con objetos (las obras, los enunciados), sino con campos (los textos, las enunciaciones): él mismo queda atrapa­do en una topología (una ciencia de los lugares de habla). El análi­sis textual tiende a sustituir la concepción de una ciencia positiva, que ha sido la de la historia y la crítica literarias, y que es aún la de la semiología, por la idea de una ciencia crítica, es decir, de una ciencia que pone en duda su propio discurso.

Este principio metódico no obliga forzosamente a repudiar el trabajo de las ciencias canónicas de la obra (historia, sociología, etc.), pero conduce a utilizarlas parcialmente, libremente, y sobre todo relativamente. Así, el análisis textual no recusará en absoluto las informaciones que proporcionan la historia literaria o la historia general; lo que discutirá es el mito crítico según el cual la obra que­daría atrapada en un movimiento puramente evolutivo, como si siempre tuviese que ligarse, adjudicarse, a la persona (civil, históri­ca, pasional) de un autor que sería su padre: prefiere la metáfora de la red, del intertexto, de un campo sobredeterminado, plural, antes que la metáfora de la filiación, del «desarrollo» orgánico. Misma corrección, mismo desplazamiento, en lo que concierne a la ciencia filológica (en la que en este caso colocamos los comentarios inter­pretativos): la crítica trata en general de descubrir el sentido de la obra, un sentido más o menos oculto y que se asigna a niveles di­versos, según las críticas; el análisis textual recusa la idea de un sig­nificado último: la obra no se detiene, no se cierra; desde ese mo­mento, no se trata tanto de explicar, ni siquiera de describir, como de entrar en el juego de los significantes: se trata tal vez de enume­

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rarlos (si el texto se presta a ello), pero sin jerarquizarlos; el análi­sis textual es pluralista.

Julia Kristeva ha propuesto llamar «semanálisis» al análisis textual. En efecto, era necesario distinguir el análisis del «texto» (en el sentido que aquí le hemos dado a esta palabra) de la semióti­ca literaria; ahora bien, la diferencia más visible remite a la refe­rencia psicoanalítica, presente en el semanálisis y ausente en la se­miótica literaria (que solamente clasifica los enunciados y describe su funcionamiento estructural, sin preocuparse de la relación entre el sujeto, el significante y el Otro). El semanálisis no es un simple método de clasificación; sin duda, se interesa por la tipología de los géneros, pero precisamente para reemplazarla por una tipología de los textos: su objeto, dialécticamente, es el recorte del feno-texto y del geno-texto; ese recorte constituye lo que se llama, a continua­ción de los posformalistas rusos y de Kristeva, un «ideologema», un concepto que permite articular el texto con el intertexto, y «pen­sarlo en los textos de la sociedad y de la historia».

Sin embargo, sean cuales sean los conceptos metódicos o sim­plemente operatorios que la teoría del texto trata de poner a punto con el nombre de semanálisis o de análisis textual, el futuro exacto de esa teoría, la expansión que la justifica, no es tal o cual receta de análisis, sino la escritura misma. Que el comentario sea él mismo un texto, he aquí en suma lo que pide la teoría del texto: el sujeto del análisis (el crítico, el filólogo, el sabio) no puede creerse, en efecto, sin mala fe y con la conciencia limpia, exterior al lenguaje que des­cribe; su exterioridad es solamente provisional y aparente: él tam­bién está en el lenguaje, y necesita asumir su inserción, por muy «ri­guroso» y por muy «objetivo» que pretenda ser, en el triple nudo del sujeto, el significante y el Otro, una inserción que la escritura (el tex­to) realiza plenamente, sin recurrir a la hipócrita distancia de un me- talenguaje falaz: la única práctica que funda la teoría del texto es el texto mismo. Vemos su consecuencia: lo que caduca es, en suma, toda la «crítica» (como discurso sostenido «sobre» la obra); si un autor es conducido a hablar de un texto pasado, solamente puede ha­cerlo produciendo él mismo un nuevo texto (entrando en la prolife­ración indiferenciada del intertexto): ya no hay críticos, solamente hay escritores. Podemos precisar más aún: por sus principios mis­mos, la teoría del texto no puede producir más que teóricos o practi­cantes (escritores), y de ningún modo «especialistas» (críticos o pro­

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fesores); por lo tanto, ella misma participa, como práctica, de la sub­versión de los géneros que estudia como teoría.

La práctica de una escritura textual es la verdadera asunción de la teoría del texto: por lo tanto, antes que a los críticos, investiga­dores y estudiantes, está destinada a los sujetos-productores de es­critura. Esta práctica (si queremos diferenciarla del simple trabajo del estilo) supone que hemos superado el nivel descriptivo o comu­nicativo del lenguaje, y que estamos listos para poner en escena su energía generadora; implica por lo tanto que aceptamos un deter­minado número de procedimientos: el recurso generalizado a las distorsiones anagramáticas de la enunciación (a los «juegos de pa­labras»), a la polisemia, al dialogismo o, inversamente, a la escritu­ra blanca, que desbarata y defrauda las connotaciones, a las varia­ciones «irracionales» (inverosímiles) de la persona y del tiempo, a la subversión continua de la relación entre la escritura y la lectura, entre el emisor y el destinatario del texto. Por lo tanto, se trata de una práctica fuertemente transgresora en relación con las principales categorías que fundan nuestra socialidad corriente: la percepción, la intelección, el signo, la gramática e incluso la ciencia.

Así, comprendemos que la teoría del texto esté «mal situada» en el cuadro actual de la gnoseología (pero también que extraiga su fuerza y su sentido histórico de ese desplazamiento): en relación con las ciencias tradicionales de la obra, que eran —y son— ciencias del contenido y/o de la letra, sostiene un discurso formalista; pero en relación con las ciencias formalistas (lógica clásica, semiología, estética), vuelve a introducir en su campo la historia, la sociedad (en forma de intertexto) y el sujeto (pero un sujeto escindido, des­plazado sin cesar — y deshecho— por la presencia-ausencia de su inconsciente). La ciencia crítica que esta teoría reivindica es para­dójica: no es una ciencia de lo general (ciencia nomotética), no hay «modelo» del texto; y no es tampoco una ciencia de lo singular (ciencia idiográfica), pues el texto nunca se adjudica, sino que se sitúa en el intercourse infinito de los códigos, y no al término de una actividad «personal» (civilmente identificable) del autor. Dos predicados darán cuenta, para terminar, de la particularidad de esta ciencia: es una ciencia del goce, pues todo texto «textual» (introdu­cido en el campo de la significancia) tiende, en caso extremo, a pro­vocar o a vivir la pérdida de conciencia (la anulación) que el sujeto asume plenamente en el goce erótico; y es una ciencia del devenir

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(de ese devenir sutil que Nietzsche reclamaba percibir más allá de la forma tosca de las cosas): «[...] no somos lo bastante sutiles para percibir el transcurso probablemente absoluto del devenir, lo per­manente sólo existe gracias a nuestros órganos toscos que resumen y reducen las cosas a planos comunes, mientras que nada existe con esa forma. El árbol es a cada instante una cosa nueva, afirmamos la form a porque no captamos la sutileza de un movimiento absoluto».

El texto también es ese árbol cuya nominación (provisional) debemos a la tosquedad de nuestros órganos.