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1 Fulgor en el desierto Teresa Urrea, “la santa de Cabora” Roberto Corella

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Fulgor en el desierto

Teresa Urrea, “la santa de Cabora”

Roberto Corella

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I

La niña

Fue una niña como cualquier otra. ¿Lo fue? Buscaba a su madre, como siempre lo hacía en

momentos de angustia, a pesar de saber que no habría respuesta; recordaba pocas cosas de su

primera infancia: visitas esporádicas a la casa donde Cayetana servía de criada, siempre

pegada a su falda, impidiéndole desarrollar su trabajo; también recordaba la escasa comida,

los malos tratos de la tía, las borracheras, insultos y golpes del tío...

Calor extremo en verano, frío congelante en invierno. Pies descalzos, siempre. ¿Nada

agradable? ¿Nada, Teresa? Madre que luego fue criada del padre de su hija. Nunca su esposa,

nunca su amante. Cayetana era sólo una niña que parió a esa niñita desvalida a quien pusieron

muchos nombres a falta de peso, de estatura. Niña García Nona María Rebeca Chávez …

- Mamá... Cayetana... ¿Dónde estás?

- En Nogales, Teresa. Está en Nogales, con su marido y sus hijos…Ya lo sabes.

- No, no lo sé, Mariana. ¿Tú la conoces?

- Bien sabes que no. Tú ya estabas bien grande cuando te conocí y ella se fue mucho

antes...

Mucho antes.... ¿Doce años...? ¿Quince? Más que eso. A los quince fue a vivir con su

padre y a Mariana la conoció después de los ataques, cuando ya era famosa. ¿A los quince

fue a vivir con su padre? ¿No a los catorce, no a los dieciséis? ¿Desde los quince vive con

Tomás? ¿Y Cabora? ¿Y Aquihuíquichi? ¿Dónde están los queridos ranchos de su padre? El

exilio duele...

- Más suave, Mariana... El cabello, desenrédamelo despacito, sin prisa... Deja que el

cepillo haga su trabajo...

- Sí, niña...

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Mariana. La fiel Mariana. 16 años tenía cuando llegó Mariana a Cabora acompañada de

su madre moribunda, buscando curación donde no podía haberla. Con sólo verla, Teresa lo

supo: la vieja moriría y Mariana se convertiría en su compañera de por vida. Y allí estaba,

mucho mayor que ella, siguiéndola hasta en sus momentos más íntimos.

- ¿Hay mucha gente afuera, Mariana?

- Como siempre, niña. La gente te sigue a donde vayas.

A donde vayas... Sí. Ahora estaba en El Paso, Texas, a cuatro años de su destierro de

México, y la gente efectivamente la seguía, la buscaba para que Teresa, la santa, los curara

de alguna enfermedad. Teresa escuchaba la algarabía de cientos de personas arremolinadas

en la calle frente a la puerta de su casa. No había diferencia entre pueblo y ciudad, entre país

y país. En todas partes la risa era frescura iluminante.

- ¿Cuál es la enfermedad más común, Teresa?

- La del alma, Mariana; la de la desesperanza.

Tenía razón: mal alimentados, apenas vestidos, sometidos a extenuantes jornadas de

trabajo, los indios yaquis y mayos sólo la tenían a ella para alimentar su esperanza de un

futuro más digno. Ahora no sólo eran mayos y yaquis. La seguían pimas, ópatas, pápagos,

mestizos... Gente común, la gente del pueblo. ¿Qué comía aquella gente? Quelites, péchitas,

nopales; en ocasiones frijol; tortillas, muchas tortillas de harina de trigo y maíz, sal, chile.

Verduras de temporada, frutas de temporada. Esporádicamente, carne de venado, de jabalí,

de conejo. Pocas cosas para aquellos indios que necesitarían de mucho más para saciar su

hambre. ¿Qué vestían, dónde vivían? ¿Tenían acceso a educación? Una sonrisa irónica se

dibujó en el rostro de Teresa. Educación... Esa palabra estaba prohibida para los pobres. No

el canto, no la alegría contagiosa. Las guitarras se dejaban sonar y las voces surgían de

todos los rincones de aquella calle ancha frente a la que ahora era su casa.

Los recuerdos de ayer se confunden en un mar de sentimientos encontrados...

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Buenos días Teresita...

Yo te vengo a saludar

Este día celestial...

Cabora... ¿De dónde sacan flores para adornarse en estos calurosos días de junio? Las

mujeres la observan con sus cabellos recogidos en trenzas y al final de éstas una flor. Los

hombres, solemnes, aguardan un poco más alejados. La fiesta de todos los días está por

comenzar. Algarabía provocada por miles y miles que han ido a verla. Los indios,

arremolinados, con sus sombreros detenidos entre las manos, nerviosos, alejados de la gente

noble que ha venido de Álamos y Navojoa.

Buenos días, Teresita...

Cuando la puerta se abre para dar paso a la figura de Teresa, con su largo cabello

cayendo sobre su espalda y sus negros ojos irradiando humildad, los cantos se detienen, los

murmullos cesan. Un prolongado silencio se apodera del ambiente, al tiempo que los rostros

de los que rodeaban esa puerta se iluminan. Luego, recuperado el aliento, la voz corre:

- Salió... Es ella...

- La niña Teresa. Salió...

- Me voy a curar...

- ¡Niña! ¡Niña!

La voz de Teresa se deja escuchar: - Buenos días les de Dios a todos ustedes y a todos

los espíritus que nos acompañan... - Y empezaba a curar. Primero los niños y los ancianos,

luego las mujeres y al último los hombres.

- ¿Qué te duele, buen hombre?

- Vuélveme a poner la pata que me cortaron los doctores, niña... Mira...

- Hay cosas que nadie puede, buen hombre... Ni Dios puede volverte a poner tu pata... Pero

te voy a dar resignación... Te voy a curar ese dolor que tienes en el alma... Cierra los ojos...

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Ya... Puedes ir en paz... Y esa tos… Escucha… Esa tos… Escúchala por última vez, porque

ya no volverá a molestarte.

- Gracias, niña... Gracias. ¡Me curó! ¡La niña me curó! ¡Con su saliva me curó!

- ¿Cómo que te curó si sigues sin pata, Antonio?

- Pero ya no siento dolor. Se me quitó el dolor de cabeza y el reuma que tenía en esta mano.

Y la tos. ¡Viva la santa de Cabora!

Uno tras otro, día tras día, primero en Cabora; luego, ya en el exilio, en Nogales, Arizona;

después, a 30 kilómetros de la frontera con México, en Palo Parado, El Bosque, cerca de

Túbac. Posteriormente una corta estancia en Solomonville, y ahora en El Paso, Texas. La

gente iba donde iba ella. Muchos, con la intención de curarse de alguna enfermedad; otros,

con sus sueños justicieros; otros más por curiosidad. Pero ahí estaban, al abrirse la puerta,

cantándole como cada día desde hace tantos años. Ahí estaban. Ahí estaba, también, el

recuerdo, invitándola, incitándola. Y allá iba.

Rincón, el coronel, nunca lo entendió... Muertos. El capitán Enríquez muerto. Muerto en una

clara emboscada que le tendieron los tomochitecos. Él, un teniente y cinco soldados...

- No es posible... Caer en la trampa de esa manera... No...

- Alguien lo engañó, coronel...

- Habla claro.

- La niña Teresa sabía que venían. Su viejo padre, también. Ellos les avisaron que iban en

su busca.

- Y el muy idiota cayó.

- La niña, usted sabe, tiene poderes. Lo envolvió con su mirada y lo hizo creer que estaba

de su lado...

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- Tú qué sabes...

Y el coronel Antonio Rincón se sumía en sus pensamientos. Él sabía de lo que hablaba el

sargento Ramón. Sabía de los extraños poderes de aquella mestiza adolescente, sin fuerza

física aparente, pero que motivaba grandes caravanas a aquel rancho escondido en el sur del

desértico estado de Sonora. Sabía del peligro que significaba aquella niña de rostro indígena,

casi analfabeta, para la paz de aquella región. Ya le había informado a su jefe, el general

Marcos Carrillo, para que éste lo hiciera con el gobernador del Estado y el presidente de la

república. Esperaba órdenes para actuar decididamente contra Teresa y su padre.

Los indios se reunían para conspirar contra el gobierno de Porfirio Díaz. Lo hacían en

nombre de la santa de Cabora. Y Tomóchic. ¿Qué pasó en Tomóchic? ¿Cómo empezó la

revuelta de Tomóchic? En 1891, el tomochiteco Cruz Chávez, acompañado de una comitiva,

visitó Cabora para conocer a aquella niña de la que se hablaban maravillas. Quedaron

convencidos de que era santa, de que era enviada directa de Dios para acabar con la injusticia.

Subiendo y bajando cerros, sólo acompañados de mulas cargadas con lo indispensable, fueron

a aquel rancho tan lejano de su tierra. Días y días de viaje sólo para cerciorarse de que habían

estado equivocados siguiendo la voz de los sacerdotes. Aquella niña hablaba de la segunda

venida de Cristo a traer la felicidad, la paz y la justicia a la tierra. Ni habría necesidad de

morir para gozar de la felicidad eterna. Los tomochitecos creyeron, al igual que los demás

visitantes a Cabora, en la palabra de Teresa.

A principios de diciembre de 1891, los tomoches corrieron del pueblo al padre Manuel

Castelo, por asegurar que Teresa era un aborto del infierno, y por prohibir su culto. Castelo

tenía la iglesia de Tomóchic a su cargo y le molestó encontrar imágenes de Teresa en el

templo. Les dijo que Teresa no era divina. Pero los tomoches tampoco acataron decisiones del

juez; se opusieron a las disposiciones del presidente municipal; rendían culto a la santa de

Cabora. Resueltos en cuanto a lo que querían, buscaron en varias ocasiones al presidente

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municipal, Juan Ignacio Chávez, a quien le comunicaron que querían independizarse de toda

autoridad; que defendían la bandera de la virgen y la religión de Dios, y que lo desconocían

como autoridad.

El 7 de diciembre de 1891, el ejército mexicano atacó por sorpresa a Tomóchic,

municipio de Guerrero, en la sierra de Chihuahua. Sus habitantes masculinos, 43, defendieron

el pueblo y después huyeron hacia el vecino estado de Sonora. Era lógico pensar que se

dirigirían a Cabora, a encontrarse con su santa, a buscar consuelo, orientación. El ejército los

persiguió hasta la frontera con Sonora e informó al gobierno de ese estado para que los

aprehendieran.

Poco antes de llegar a Cabora, en el Álamo de Palomares, el capitán Emilio Enríquez,

comisionado por el general Marcos Carrillo, jefe de la división de Sonora, les salió al paso a

los tomoches y los enfrentó. Murieron Enríquez, el alférez Manuel Lamoisse y cinco

individuos de tropa; por parte de los tomoches, Jesús José, hermano de Cruz, resultó herido.

¡El gobierno derrotado por un grupo de fanáticos ignorantes!

Cuando los tomoches llegaron a Cabora, Teresa no estaba. Desde luego que no.

Enríquez llevaba instrucciones precisas de aprehenderlos, a ella y a su padre. Aquella no era

la primera vez que Cruz Chávez y su gente visitaban ese rancho, reflexionaba Rincón. Era

posible, mucho, la participación de los Urrea en un plan para emboscar al ejército en El

Álamo, como sucedió. Tal vez sólo su padre, tal vez sólo ella, tal vez ambos. Buscando se

encuentra, pensaba en voz alta el coronel.

Los tomoches permanecieron dos horas en Cabora. Tuvieron tiempo. No había

enemigos. No estaba Teresa, pero tampoco estaba el ejército. Enríquez había sido muy claro

con ella y su padre. Se iban o los apresaba. En Cabora, los tomoches se ocuparon de

manifestar su fanatismo, rindiendo las armas y postrándose en la capilla, llorando cuando

quedaron decepcionados al saber que no estaba allí la llamada santa, y otra serie de actos

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originados por su fanatismo. Luego, “alguien”, les dijo que el ejército estaba por llegar a

Cabora; dejaron a Jesús José para que se restableciera de sus heridas y abandonaron el rancho,

adentrándose en lo más intrincado de la Sierra Madre. No tuvieron contacto con Teresa en esa

ocasión. Entonces, ¿quién los había puesto sobre aviso respecto de las intenciones de

Enríquez? ¿Quién fue ese “alguien”? ¿Algún enviado de Teresa? Es difícil hacer hablar a los

indios. ¿Quién motivó a Enríquez a dejar el seguro lugar de Cabora donde los aprehendería

cuando estuvieran desarmados y dedicados a sus manifestaciones de supuesto fanatismo?

¿Por qué fue Enríquez a El Álamo? ¿Quiso la gloria para él solo? Por lo que haya sido,

Enríquez cayó en una celada que le tendieron los tomochitecos. Teresa no estaba en Cabora,

es verdad., pero ella o su padre enviaron instrucciones a los valientes serranos.

- ¿Un cigarrito, coronel? El frío cala.

- ¿Fue Teresa?

- ¿Cómo dice usted?

- Ella o su padre. O ambos.

- Sepa, mi coronel. Aunque sea un trago, pues. Écheselo.

- Pudo haber sido ese Lauro Aguirre... A ver, echa pa´ acá, pues.

- Sepa… Écheselo gordo, pa´ que lo desentuma.

Hombre, al fin, Enríquez se dejó envolver por la convincente voz de aquella adolescente

a quien presumían santa. Fue ella, seguramente, quien tramó la celada. ¿O su padre? Tomás

no tenía ascendiente sobre Enríquez. Fue esa niña con poderes especiales la que lo

convenció de ir a atrapar a los tomoches antes de que llegaran a Cabora.

- Le ha de haber dicho que había mucha gente en Cabora, que era más seguro atraparlos

antes de llegar. En fin… Cayó.

Una cosa era cierta. Tanto en Tomóchic como en El Álamo, el gobierno quería acabar con

los tomoches y Teresa realizó acciones para evitarlo. ¿Cómo? Aprovechándose de la

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ingenuidad o protagonismo de Enríquez, haciéndolo ir a El Álamo a atacar, y previniendo al

mismo tiempo a Cruz Chávez. Chávez, más inteligente, más maduro, ganó la jugada.

- Pinche Enríquez... Pendejo…

- ¿Decía, mi coronel?

Más que el cepillo, eran las manos de Mariana las que recorrían su largo cabello. Manos

firmes, rugosas y suaves, contraste que la tranquilizaba y la sumergía en su sinfín de mundos.

Siempre supo lo que era el dolor. Desde pequeña. Sin embargo, el dolor más grande le

llegaría después de su primera infancia, con los sentimientos que provocan deseos de

venganza y, más aún, con la confirmación de que ésta no sería cumplida. La niña no deseada

en principio, luego amada, luego idolatrada, supo del dolor y sufrió; supo del odio y odió;

supo del miedo, del gran miedo, y temió. Había sabido de amores y había amado; había

sabido de satisfacciones, de gozos, de alabanzas. La niña deseaba volver a experimentar el

amor, pero el miedo y el dolor dominaban la escena. Dolor… Muerte… Muertes…

¿Por qué si ha vivido tantas experiencias en 1896 y los primeros meses de 1897,

cuando se encontraba en El Paso, Texas, los recuerdos se remontan hasta México, tan lejano,

tan presente? Para no olvidar. Para aprehender. ¿Para acrecentar los odios? ¿Acaso la niña

Teresa había odiado en México? Observa sus manos, sus grandes manos de hechicera, sus

grandes manos que han realizado tantas curaciones. La bruja de Nogales… La santa de

Cabora… No, la niña no odió. La mujer odió. La mujer odia. La mujer huye.

Los viajes la marcaban. Primero, de Ocoroni, población situada en el norte de Sinaloa,

a Cabora, al sur de Sonora; más bien, al rancho contiguo, Aquihuíquichi, que es a donde fue a

vivir con su madre, con los hijos de su madre, con su tía materna y el marido de ésta.

Cabora… Aquihuíquichi… Doña Justina Almada viuda de Urrea, tía de su padre, lo nombró

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administrador de sus haciendas, con promesa de heredárselas en vida, y allá iba Tomás, a

conquistar, a poblar, a explotar con su fuerza poderosa, con su energía, con su coraje. ¿Qué

pretendía doña Justina? Acercarlo a Álamos, donde ella vivía, para que allá fuera Loreto

Esceverri, esposa de Tomás, con sus hijos. Pocos años después, en 1888, Tomás Urrea, padre

de Teresa, tomaría posesión legal de esas tierras. Luego habría más viajes, muchos viajes.

Junio de 1897. Teresa Urrea decidió abandonar la lucha contra Porfirio Díaz e irse a

vivir a Clifton, lejos de la frontera con México, lejos de los representantes del gobierno

mexicano. Lejos del dictador. No fue una decisión fácil, pero no tenía opción: Dios ya no le

hablaba. En el camino dejaba parte de su vida; dejaba su razón de ser. Allá, en la frontera,

quedaban los hombres de lucha, sus fieles yaquis y mayos, sus amados tomoches. Más allá,

estaba México; estaba Juan Maldonado, Tetabiate, con sus yaquis en lucha, tal vez

esperándola, buscando una paz que nunca llegaría, y estaba la tierra de Cabora, sus

recuerdos… ¿Qué llegaría de ella a Clifton? Dolores, insatisfacciones, miedos… ¿Certezas?:

dos. Una, que sin la ayuda de Dios no podría contra el monstruo, contra el dictador que le

había arrebatado su vida al alejarla de Cabora, de México; el mismo que ahora la obligaba a

alejarse de la frontera, huyendo de cualquier contacto con toda autoridad mexicana; dos, que

nunca podría regresar a México. Certezas, en fin.

Los yaquis estaban en guerra; el 23 de abril de 1887, el gobierno les mató a su líder

José María Leyva, Cajeme. Le aplicó la ley fuga, la más socorrida de las leyes durante el

porfiriato. Cuando era trasladado de Guaymas a la región del yaqui a bordo del barco El

demócrata, según dijeron los oficiales del ejército, en el punto llamado Tres cruces intentó

fugarse y en la persecución que se le hizo recibió varios disparos que le ocasionaron la

muerte. Ley fuga le llamaban, recuerda Teresa; la ley de Porfirio. Te invitaban a huir, te

decían que era tu oportunidad, ahora o nunca, y ya que corrías te disparaban a quemarropa.

Pero, no. Cajeme, que había sido capitán del ejército, sabía bien de esas triquiñuelas. No, él

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no intentó fugarse. Simplemente, le dispararon por la espalda, como cobardes que eran. Pero,

¿quién era Cajeme? Un yaqui que había pasado su adolescencia fuera de las comunidades

yaquis y se había distinguido en el servicio del ejército liberal de Ignacio Pesqueira,

gobernador de Sonora de 1856 a 1875, y que luego decidió abanderar la lucha de su gente,

que siempre había vivido entre la injusticia.

Cajeme disciplinó a su pueblo para que confiara en sus propios recursos, su iniciativa

y sus líderes, en vez de trabajar con forasteros, robarlos o aliarse con ellos. Teresa no conoció

a Cajeme, un hombre de estatura regular, bastante gordo, ojos grandes, labios muy gruesos,

lampiño, con poco bigote; mucho pelo negro. Le faltaba la mitad del dedo índice de la mano

derecha, hablaba bien el español y su pronunciación era pausada. Cajeme, el gran líder, el que

consolidó la conciencia de clase, de grupo, entre los yaquis. Por cierto, lo que son las cosas;

cuando lo atraparon, su exceso de peso había desaparecido. Ahora era un hombre enjuto. Al

preguntarle qué le había sucedido, su respuesta fue que en el monte no abundaba la comida.

Sentido del humor.

Desde mucho antes de Cajeme, los yaquis conformaban el grupo indígena más

guerrero del norte de México: los bárbaros, los que no permitían intromisión en su cultura, en

su tenencia de la tierra. Cajeme los unificó, les dio herramientas de lucha, los modernizó en

tácticas de guerra; pero, por sobre todas las cosas, consolidó el mágico mundo yaqui. Los

nunca conquistados yaquis habían abierto sus puertas a los misioneros españoles luego de

varios años de observarlos cómo sembraban, cómo construían viviendas, cómo se entregaban

a los indios del norte de Sinaloa y sur de Sonora. Les abrieron las puertas porque quisieron

aprender de ellos, pero nunca les permitieron entrar en su mundo cosmogónico de venados

que se convierten en estrellas para velar por ellos, siempre.

Los prácticos yaquis no peleaban contra la invasión cultural: peleaban por la tierra, por

el agua; su tierra, su agua. Luchaban contra la pequeña propiedad: “Dios nos dio a todos los

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yaquis el río, no un pedazo a cada uno”, decían. Por todo ello entregaban su vida. Ahora, los

que la siguieron a ella, Teresa Urrea, también peleaban por ella. Los mayos, menos dados al

pleito, también peleaban por ella, por Teresa, su santa.

¿Quién era aquella mujer que se dirigía a Clifton? ¿Qué faceta de Teresa viajaba? ¿La

afectada del cerebro? ¿La disidente? ¿La bruja? ¿La lánguida? ¿La psíquica? ¿La de mirada

magnética? ¿La enamorada? ¿La histérica? ¿La fanatizadora? ¿La loca? ¿La revolucionaria, la

luchadora, la madre de Moctezuma? ¿La que había curado a miles y miles de personas? ¿La

que con la sola mención de su nombre provocaba respeto, admiración? Quien fuera, ya no

sería la santa de Cabora: porque la gente de Clifton y Morenci lo decidió, en adelante sería

santa Teresita o, simplemente, Teresita. A ella le acomodaba bien el nuevo nombre. Siempre

pedía que no la llamaran santa. Que la vieran como lo que era, una mujer que servía de enlace

para llevar la palabra de Dios a quienes más lo necesitaban. No una santa.

Disidente, la llamaban… Disidente… Que no respetaba las normas, que se separaba de

la creencia, doctrina y conducta comunes… Pues, sí. Disidente sí lo era. ¿Lo seguiría siendo?

Ella, y su padre, y Lauro Aguirre, y Manuel Flores Chapa, y Benigno Arvizu y tantos más,

que se oponían a las creencias, doctrinas y conductas que pregonaban Porfirio Díaz, los ricos

y la iglesia eran, también, disidentes. Tomás, su padre, fue un opositor a Díaz desde su

primera elección; Lauro, ingeniero de profesión, que en 1892 se exilió voluntariamente de

México para luchar contra el tirano; Manuel Flores Chapa, periodista tamaulipeco, quien

editaba junto con Lauro el periódico El Independiente; Benigno Arvizu… Luchador

incansable… ¿Seguiría ella luchando contra el estado de cosas impuesto en aras del orden y

progreso? ¿Seguiría combatiendo para implementar en México el Plan Restaurador de la

Constitución y Reformista que ellos mismos elaboraron, incluidos entre sus autores ella y su

padre, meses antes, en Solomonville, Arizona? Ojos negros, profundos, que taladran la piel

para penetrar al alma; mente fuerte, con poderes extraordinarios, que lo adivina todo, adivina

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ahora el futuro político de tu patria… ¿Caerá el dictador? ¿Veremos la gloria del triunfo del

bien sobre el mal? Dios había dictado órdenes; Dios pedía que se luchara. ¿Ayudaría Dios a

vencer al tirano, aunque a ella ya no le hablara? Bien dice Jesús en la Biblia que no se mueve

la hoja de un árbol sin la voluntad del Padre. Luego entonces, habría que esperar.

Las ideas de Teresa eran claras. Aún cuando en un primer momento el grueso de la

sociedad no abandere un movimiento en aras de la libertad, tarde o temprano la razón se

impondrá y dará a cada quién lo suyo. Así lo creía:

- Cuando un hombre se lanza a la lucha en defensa de principios grandes y nobles,

generalmente es apostrofado y maldecido por las almas pequeñas y rastreras o que no

distinguen más allá de sus narices…

- Sí, niña. - Las manos continuaban su recorrido por aquel cabello sedoso, recién lavado

con amole, jugo extraído de la hoja de maguey.

- El cura Hidalgo fue tachado de loco y bandido y la iglesia lo excomulgó. Pasado el

tiempo, el bandido fue transformado en héroe y semidiós del pueblo mexicano… ¿No sería

más noble y patriótico ayudarles en su empresa, que censurarlos porque hacen lo que su

conciencia les dicta? Es el precio, Mariana, de buscar la transformación de una sociedad.

- Sí, niña...

- ¿Por qué se hacen las revoluciones? ¿Por hambre? ¿Por su religión? ¿Por la justicia? ¿Por

qué, Mariana? Las revoluciones no se pueden condenar, porque es un hecho innegable que

ellas han sido uno de los medios providenciales que han hecho progresar a la humanidad. Eso

lo sé. Pero, ¿por qué se hacen? Yo creo que para protestar contra los abusos; yo creo que para

buscar recuperar lo que se nos ha quitado; yo creo que por buscar la justicia, la igualdad y la

paz… ¿Tú qué crees, Mariana?

Pero las revoluciones no se hacían sin derramamiento de sangre, se estremecía Teresa

observando sus grandes manos rojas.

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¿Y si nunca hubiera sabido de ella? ¿Y si nunca la hubiera llevado a vivir con él? Tuvo

muchos hijos fuera de matrimonio, Teresa no era la única. Ni siquiera sabía de su existencia,

pero la conoció y supo que sus vidas estabas ligadas definitivamente. Aquella niña que tanto

se le parecía, jineteaba maravillosamente; luego, cuando habló con ella, le asombró su

inteligencia, su gran habilidad para contestar cualquier pregunta. No faltó quien llevara una

guitarra -donde hay alcohol y fogata no puede faltar una buena guitarra- y aquella niña

delgada, alta, desnutrida, morena, de ojos grandes y claros como los suyos, no dudó en

tomarla y acompañarse para cantar una canción yaqui. Un viejo la acompañaba tocando un

violín y le daba a la música un tono místico. Pero cuando el violín no tocaba, aparecía la

picardía en las canciones. ¿Cuál le gustaba más? “Adiós, mamá Carlota”, que hablaba de

aquella señora que fue esposa de Maximiliano, aquel señor que vino a gobernar a México

como rey y a quien el indio Juárez fusiló; entonces, ella, Carlota, se volvió loca. Teresa

cantaba y cantaba: “adiós, mamá Carlota, adiós mi tierno amor, tan, tan”, y todos le

aplaudían. ¿Cómo decía la canción? ¿Qué importa? Ella disfrutaba cantando “Adiós, mamá

Carlota, narices de pelota…” Vaqueros, indios, sirvientas, gozaban con el encanto natural de

aquella talentosa niña. También le gustaban los corridos, la forma musical utilizada por el

pueblo para contar las hazañas de su gente. Tenía pulso y temple para cantarlos

acompañándose con la guitarra. Y ese brillo en los ojos… Ese brillo, ese magnetismo que

hacía que su mirada fuera irresistible…

Era su hija, ni dudarlo. La sangre llama, dicen.

- ¿Quién es tu madre, niña?

- Cayetana, se llama.

- ¿De dónde es?

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- De Ocoroni, aquí cerquita, por Sinaloa.

- ¿Puedo verla? ¿Puedo hablar con ella?

- Hace un tiempo que no vive conmigo. Se fue, no dijo para dónde.

- ¿Te dijo quién es tu padre?

- Me dijo que tú eras mi padre.

- ¿Y quién soy yo?

- El patrón.

El patrón… Él era el patrón y era su padre. La voz se dejó escuchar de nuevo. Y la

guitarra volvió a sonar. Tomás no necesitó más para decidirse y llevarla a vivir con él. Esa

misma tarde envió a un vaquero a la ramada de la tía para avisarle que Teresa no volvería

con ella.

Montaron y se fueron a la casa grande. Allí los esperaba la Huila, vieja india mayo,

encargada de la casa y curandera del lugar.

- Tardaron en llegar, - dijo, sin asombrarse- . Niña Teresa, ésta es tu casa. Tu cuarto está

listo. Desde hace tiempo te mandé hacer unos vestidos; espero que te queden.

Tomás se sintió bien. No había sorpresa, era algo natural, como esperado. Gabriela, su

querida, tampoco mostró asombro con la llegada de aquella adolescente de rasgos indígenas y

ojos expresivos. Teresa y la Huila se abrazaron como si se conocieran desde siempre.

Gabriela también se veía contenta. Más que una hijastra, ganaba una hermana. Esa noche

hubo fiesta en Cabora.

¿Qué trajo Teresa a la casa grande de Cabora? Alegría, olor a campo, a tierra. Trajo

vitalidad. Inyectó energía, ánimo, a los habitantes de la casa grande y a los vaqueros y a los

jornaleros. La Huila era la más activa. Teresa se volvió su sombra. Aprendía de todo con la

Huila. De todo, menos a cocinar. Eso no era para ella. Las actividades de hombre, sí: jinetear,

ir a las corridas, herrar becerros, castrar cerdos. También participaba en las veladas con los

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vaqueros. Le gustaba bailar, cantar, contar anécdotas de aparecidos. Pero, sobre todas las

cosas, particularmente, le interesaba aprender de la herbolaria mayo, cosa que la vieja Huila

dominaba a la perfección.

- Tú tienes algo que yo no tengo -, le dijo la Huila un día que con sólo sostenerle la mirada a

un vaquero que se había fracturado un tobillo al caerse del caballo, éste se tranquilizó y dejó

de gritar de dolor. La Huila pudo regresar el hueso a su lugar y entablillarlo, sin que el

vaquero sufriera, sólo mirando a Teresa y sosteniendo su mano. Todavía no sufría la

catalepsia y los posteriores ataques de epilepsia, pero ya se estaban manifestando sus

extraordinarias habilidades psíquicas y poderes especiales para influir en la gente.

Muy pronto el cuerpo de Teresa se benefició con la alimentación que recibía al lado de

él, Tomás. El cuerpo de niña fue desapareciendo para dar paso al de una adolescente: sus

caderas se ensancharon, su cintura se estrechó, sus senos crecieron, su rostro perdió en

ingenuidad y ganó en picardía. Los vaqueros dejaron de verla como niña para observarla

como presa de sus deseos. No faltó quien, una noche de junio de 1889, bajo los efectos del

bacanora, intentara abusar de ella y fue cuando Teresa entró en ese estado de crisis que la

condujo a un estado de catalepsia durante trece largos días.

¿Quiere pensar en eso Tomás, ahora que viaja a un nuevo destierro? Esa catalepsia y

lo que le siguió, fue la causante de sus mayores satisfacciones, pero también de sus peores

sufrimientos y frustraciones. No, hoy no. Hoy que se sabe viejo, no quiere Tomás, cuyo

cuerpo se bambolea al ritmo monótono del tren que lo conduce a su nuevo destierro no

pensado por él ni decidido por él, no quiere pensar en ello. Mejor pensar en la buena de

Gabriela, que tan buena vida le ha dado a lo largo de tantos años de vivir juntos, a pesar del

vuelco de suerte tan terrible que sufrió su vida desde 1892, fecha de su primer destierro.

Mejor pensar en Gabriela porque, si no, los fantasmas del odio se apoderan de su mente y lo

inundan todo y la calma que provoca la monotonía se aleja.

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El silencio se había escondido, igual que cuando iba de Guaymas a Nogales, de Nogales a

Solomonville, de Solomonville a El Paso. Igual sucedía ahora que viajaba de El Paso a

Clifton. Los pájaros callaban, mustios, al paso del tren. Los coyotes dejaban de aullar, pero el

silencio no aparecía, asfixiado entre hierros en movimiento, entre carbones enrojecidos. Las

escasas flores de junio, lilas, naranjas, amarillas, blancas (el espinoso cardo produciendo

belleza), sobresalían en el abrupto paisaje desértico. Los cerros y las enormes piedras

redondeadas complementaban el paisaje.

Muchas cosas habían pasado de aquel viaje de 1892 a este de 1897. La niña de aquel

entonces había cambiado de piel. Ahora viajaba una mujer de 23 años, casi 24, pero la

necesidad de silencio era la misma que la que experimentó aquella niña de 18 cuando la

enviaron al destierro. En aquel viaje, de Guaymas a Nogales, iba sólo con su padre. De la

escolta encabezada por Bandala, ni hablar. Hoy, además de Tomás, la acompañaban la

inseparable Mariana, Gabriela, compañera fiel de su padre los últimos 16 años, y los ocho

hijos que tenía con ella, tres de ellos nacidos en Arizona. Pero ellos no hablaban. Nadie

hablaba, nadie se movía. El ruido exterior no provenía de ellos. Su propio ruido era

consumido hacia adentro de ellos mismos.

Teresa no tenía opción. Había que irse a vivir lejos de la frontera, o enfrentar al

gobierno mexicano que, implacable, a través de Francisco Mallén, cónsul de México en El

Paso, seguía todos sus movimientos. Pero, ¿por qué Clifton? ¿Por qué ese pueblo minero

enclavado en lo alto de la montaña que divide Arizona de Nuevo México? ¿Por qué ese

pueblo tan proclive a las inundaciones? ¿Por qué un lugar tan diferente de Cabora? Pueblo

lejano, sin representantes del gobierno mexicano; pueblo de mineros, la mayoría mexicanos;

pueblo de lucha, de reciente construcción; pueblo de mina abierta. Teresa había vivido un

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corto tiempo en Solomonville, a 60 millas de allí. Ya sabía de Clifton. Era un buen refugio, un

buen lugar para cicatrizar, para reorganizarse. Apenas en diciembre del año pasado, 1896,

habitantes de Clifton y Morenci, otro poblado minero situado diez kilómetros después de

Clifton, se estaban organizando para atacar Nogales y reintentar hacer la revolución. No se

había concretado la acción, pero los sentimientos y las intenciones allí estaban. La adoración

por Teresa, también.

Tomás Urrea, su padre, ya con 57 años de edad, pero aún con energía, junto con sus

hijos mayores se dedicaría a la carpintería y a la ordeña y venta de leche. Gabriela, al hogar.

Mariana, la fiel Mariana desde 1890 cuando se convirtió en su inseparable compañera, se

daría tiempo para seguir ayudando a Teresa y atender a su marido. Teresa… Teresa

continuaría curando enfermos, sanaría sus heridas y, ¿por qué no?, esporádicamente lanzaría

algún ataque contra el asesino de niños. Casa y taller contiguos, en la falda del cerro, cerca del

río.

En Clifton habría que reconstruirse, reinventarse, reformularse. Buscar entre los

sueños, aquéllos que no la abandonaban. Volver a hablar de sueños, sus sueños, los sueños.

Los sueños compartidos de Teresa. Habría oportunidad de darle tiempo a la mujer; que

entrara en ella la posibilidad de ser a través del contacto con el otro. Para ella, existían

diferencias entre gente y gente, entre ricos y pobres, entre justos e injustos. ¿Así tenía que

ser? ¿Bueno o malo? ¿Justo o injusto? ¿Feliz o infeliz? ¿No existían para ella y para su gente

opciones intermedias, de equilibrio? ¿Todo o nada? Chaca, chaca, chaca, pu, pu… ¿Un motor

se pregunta por qué trabaja? Y, pese a todo, trabaja. No, ella no era un motor, pero seguiría

trabajando; no en la política, no de manera directa, pero algo tendría que hacer. Una mirada

hacia afuera le permite observar las grandes rocas redondas; rocas que hace unos cuantos años

fueron refugio de Gerónimo, el gran líder apache. Aquí se refugiaba Gerónimo… Aquí

luchaba por su gente, por su cultura… ¡Cuántos miles de kilómetros recorrieron los apaches,

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huyendo del colono invasor del norte hasta llegar a estas tierras, de donde también los corrían!

Ahora ella estaría allí y allí sería la vida…

Los indios caminan. ¡Cómo caminan! Días enteros, caminan. ¿A dónde se dirigen?

¿Qué buscan? ¿Olvidar? ¿Pelear, luchar por lo que consideran les ha sido arrebatado? Basta

volver la mirada hacia afuera del tren para observar indios caminando a uno y otro lado de la

vía. ¿Lucharía Teresa en Clifton? Entre los sueños se confunden los recuerdos…

Buenos días, Teresita.

Yo te vengo a saludar,

Saludando tu hermosura

Y en tu casa celestial.

Benditas las mañanitas,

Pues ya el señor nos mandó.

Abre niña esos ojitos;

Mira que ya amaneció.

Eres nombrada del cielo,

Porque el Señor te eligió.

Teresita fue tu nombre,

Luego que ya amaneció.

Despierta niña amorosa,

Porque el Señor te eligió

Para nuestra defensora,

Luego que ya amaneció.

Qué palabras tan dichosas

El que este nombre te dio,

Qué día cuatro tan hermoso

Luego que ya amaneció.

Qué mañana tan dichosa

El día en que a ti te nació.

Esa es tu madre amorosa

Luego que ya amaneció.

En aquel nuevo momento

Tu invocación resonó

Por ciudades, pueblos, villas

Luego que ya amaneció.

Protectora y abnegada

Bendito el sol que alumbró

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A tu divina hermosura

Luego que ya amaneció.

A ti, bella relicario

A vos te suplico yo,

Que nos ampares a todos

Luego que ya amaneció.

Gracias que ya hemos llegado

A este rancho a descansar,

Venid, venid pecadores

A esta niña a visitar.

Como vengo de camino

Aquí he venido a parar,

Y tan sólo a visitarte

A tu casa celestial.

Pecadores hemos sido

Siempre te hemos de aclamar.

Aquí tienes un esclavo,

En tu casa celestial.

Aquí tienes un esclavo,

que a tus pies rendido está.

Y a cada día te alabo,

en tu casa celestial.

Aquí tenéis vuestros pueblos

Llenadlos de bendición.

Y a la virgen de los cielos

Ruega por nuestro perdón.

En ti espero niña hermosa

Y el arcángel San Miguel

Que en la vida y en la muerte

Triunfemos contra Luzbel.

En fin, mi querida niña,

Las gracias te vengo a dar

Que me has dejado llegar

Con tanta felicidad.

Adiós, mi querida niña,

Ya me voy a retirar.

Échame tu bendición

En tu casa celestial.

Cuánta gente de rodillas

En tu casa miro yo,

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Admirando tus maravillas

Luego que ya amaneció.

Admirando tus maravillas… Así la saludaba la muchedumbre en Cabora y así la siguió

saludando en Nogales, en El Bosque, en Solomonville y en El Paso… La niña Teresa, la de

mirada profunda, triste; la de rasgos indígenas; la de gran pestaña y ceja poblada; la de labio

grueso, la de abundante cabello recogido; la humilde, la tímida, la venerada. Aquella Teresa

de dieciséis años, cuya primera fotografía tomada en Batacosa, pequeña población ubicada a

escasos kilómetros de Cabora, se había vendido por miles; aquella niña que cuando entraba en

trance hablaba como una niña de cuatro años; aquella niña ligeramente encorvada, de

hombros caídos, es la que dominaba la mente de Teresa ese 1897, mientras ensordecía con el

monótono golpeteo del ferrocarril. ¡Esa mirada capaz de iluminar un cuarto oscuro con sólo

abrir los ojos! ¡Esa fuerza interior! Esa languidez, ese... ¿dolor?... profundo. Esos cánticos que

le entonaban cada mañana…

En aquel primer viaje, de Ocoroni a Aquihuíquichi, la niña Teresa no iba con su padre;

no iba a la casa grande, a comer carne, queso, leche, huevos, frutas. Nada de eso. Iba a una

ramada construida con lodo y delgadas ramas, a comer frijoles, chile, tortillas, alguna fruta

silvestre. No iba en ferrocarril, sino montando un burro, abriendo paso a carretones jalados

por mulas. Iba en el asno porque le gustaba la sensación de libertad que daba el viento

golpeando su rostro; porque el burro es dócil. Ella hubiera preferido hacer el viaje montando

un caballo, pero esos estaban reservados para los adultos. Iba a dormir en el suelo, sobre un

petate, en cualquier rincón, no en una mullida cama; iba a ver de lejos la casa de su padre, no

a habitarla. Iba por inercia, porque la llevaban, porque el patrón, aquel que decían que era su

padre y a quien no podía acercársele, había decidido irse a vivir a Sonora. Por eso iba.

Dichosa, ¡oh!, niña que alcanzar pudiste

De vuestro Dios caricias celestiales.

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Dichosa para siempre tú naciste

Para alivio de todos los mortales.

Dichoso el siglo que te vio nacer

Dichosos los mortales que te imploran;

Que arrodillados y con gran placer

Llenos de gozo tu presencia lloran.

Fieles todos aquellos que han venido

Que manteniendo la fe en vivo fuego

Le das consuelo a todo el afligido

Haciendo andar al tullido y ver al ciego.

Para hacer las tortillas de maíz se necesita nixtamal. Desde que tuvo uso de razón, esa

era una de las tareas de Teresa. Había que tomar el maíz seco y mezclarlo con cal -una tierra

blanca pulverizada a base de calor- y agua hirviendo, para que soltara la cáscara. Luego, había

que tomar el metate - piedra grande, lisa-, colocar el nixtamal, ya lavado, de poco en poco

sobre ella y moverlo hacia uno y otro lado con una piedra más pequeña, redondeada, sin dejar

de echarle agua, hasta que se volvía masa. Entonces se le agregaba sal, se formaban bolas de

masa, se extendían en forma circular y se llevaban a la hornilla. Así, todos los días. Ella no

hacía las tortillas. Ella tenía que hacer la masa, ir por la leña para hacer el fuego, todas las

actividades previas. Pero las tortillas las hacían las adultas. Eran ellas las que ya tenían las

manos callosas y no sentían el calor del fuego sobre ellas. Las tortillas de harina de trigo no

eran más fáciles. Allí no se utilizaba cal. Se tomaba el trigo y se molía en una tauna,

construida con dos enormes piedras lisas de un lado, que se empalmaban una con otra y a las

que se hacía girar para que friccionaran en lo que se echaba trigo por una ranurita. Así salía la

harina, y esta se mezclaba con agua - o leche, si había- manteca de cerdo y sal. Esas no se

hacían del diario. Sólo en ocasiones especiales. Infancia en fin, Teresa.

De las duras actividades diarias en la ramada de su tía, Teresa pasó a una vida de ocio

en la casa grande. No se le permitía realizar actividad alguna dentro de la casa. Tenía tiempo

para aprender a caminar con los pies dentro de esos odiosos zapatos que apretaban los dedos

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al caminar. Ella nunca había utilizado esas prendas, y ahora Tomás exigía que lo hiciera.

Todo estaba bien, excepto a la hora de montar. No más burros: ahora tenía su propio caballo,

precioso, a quien llamó el gavilán, pero tenía que montarlo de lado, como una dama, y no

como ella estaba acostumbrada a hacerlo a horcajadas, como los hombres. El gavilán… Buen

caballo, buenos tiempos. Como para estacionarse en ese momento y dejar que allí y así

transcurriera la vida.

Don Tomás también viaja en sus recuerdos. Rabia. Rabia es lo que domina su mente. Primero,

Porfirio. Él siempre fue lerdista. Sebastián Lerdo de Tejada fue su candidato a la presidencia

de la república, lo manifestó públicamente. En un país donde no se podía ser opositor, lo

persiguieron. En Sinaloa, donde había elecciones para gobernador, él apoyó al candidato de

Lerdo, Miguel Castelo, contra el favorito de Díaz, Gabriel Leyva. Castelo ganó, pero Díaz

anuló la elección e impuso a Leyva, quien arrestó a Castelo. Hubo que huir para que no le

sucediera lo mismo. ¿A dónde? A Sonora, bajo el cobijo de la tía Justina. Luego, Teresa.

Llegó a su vida en el momento indicado, cuando la rabia amenazaba con explotar. Pronto, los

ataques epilépticos aparecieron y con ellos la capacidad de adivinación y las habilidades

curativas de Teresa se incrementaron. Contra su voluntad, la fama de Teresa se extendió.

Cuando Tomás llegó a Cabora y Aquihuíquichi, los yaquis, imposibilitados para

sembrar y atender ganado propio debido a la guerra con el gobierno porfirista, tenían asolada

la región: robaban ganado, mataban vaqueros, quemaban casas. Tenían hambre, pensaba

Tomás. Hambre y rabia. Él no los enfrentó. Hacía apenas dos semanas habían entrado a

Cabora y asesinado a dos vaqueros. Tomás buscó a los gobernadores yaquis y negoció con

ellos. Nunca más, les dijo, volverían a tener hambre, porque él los proveería del ganado que

necesitaran para alimentarse. A cambio, respetarían sus propiedades. Este acuerdo se tomó

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antes de que Teresa adquiriera sus habilidades adivinatorias y curativas. Una vez que se dio el

vuelco de suerte, no fue necesario darles más: Teresa se convirtió en un excelente escudo para

impedir los golpes. Y lo logró. Los yaquis no sólo la respetaron sino que la hicieron reina.

Teresa Urrea, la reina de los yaquis. Aún recuerda, emocionado, la grata impresión que

causaron los yaquis, cientos, tal vez miles, llegando a Cabora montando sus excelentes

caballos para proclamar como su reina a Teresa. Días de fiesta.

Nunca dijo Teresa en Cabora del ataque que sufrió en 1885. Nunca. ¿Para qué? Los primeros

descubrimientos, las primeras adivinaciones. Era sólo una niña de 12 años y el marido de su

tía la llevó de gira por la sierra madre occidental entre Sonora y Chihuahua. Teresa recuerda

los azotes. Cien azotes contra el tío por explotar menores. Tres días de cárcel y cien sablazos.

¿El delito? Explotación de menores. El viejo decía que era su hija. ¡Su hija! Y ella estaba

imposibilitada para hablar. Muchos se beneficiaron con las habilidades de Teresa, pero la

costumbre se impuso. ¡Qué espectáculo ver al tío recibiendo los sablazos! ¡Cuántos gritos,

cuánto llanto! ¡Cuánto placer de ella al ver sufrir al explotador!

Luego del encantamiento inicial de los rancheros al corroborar las virtudes de la niña,

los viejos del pueblo de Uruáchic, en Chihuahua, protestaron por el lucro que se hacía de un

regalo divino. Los pobladores no lo pensaron mucho: había delito. Apresaron al tío y luego de

tres días de encierro lo azotaron con el sable destinado para tal fin. Ahí terminó la gira y

Teresa pudo regresar al lado de su madre, que seguía pariendo. En Cabora no se supo del

incidente. Bien se lo guardó el viejo borracho. El secreto se lo guardó y el dinero ganado a su

costa lo gastó en borracheras en Navojoa y Batacosa. Pero Teresa ya tenía decidido lo que

haría. Era cuestión de tiempo para irse a vivir a la casa grande de Cabora.

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Salve, ¡oh!, ángel de la gloria.

Salve celestial criatura.

Salve, virgen de Cabora,

Todos te aman con ternura.

Dios te salve a ti rogamos

Todos los pecadores

Des consuelo a tus hermanos

Y que a todos nos perdones.

Qué dicha tan singular

Que nacida en Sinaloa

Vengas a santificar

Esta hacienda de Cabora.

Ruégale a la virgen madre

Y al patriarca carpintero

Que nos ampare y nos libre

Allá en su celeste imperio.

En fin, como ángel de la gloria,

Tu dicha es incomparable

Grabarás en tu memoria

A quien compuso este salve.

Amén.

Pero eran muchos los deseos de hacer algo con aquellos raros poderes que sentía salían

de su interior. Por eso de vez en cuando jugaba alguna bromita o se atrevía a hacer algún

vaticinio. Como cuando, cabalgando con Apolinaria, su media hermana, y vieron a Tomás

con un joven que a aquélla no le agradó, Teresa le dijo que no se expresara así de aquel joven,

pues dentro de dos años y tres meses se casaría con él. Y así sucedió, para sorpresa de la

misma hermana que se había burlado de tal vaticinio. Juegos de niños.

Niña García Nona María Rebeca Chávez. ¡Qué risa imaginar a las autoridades

investigando el lugar y fecha de nacimiento de Teresa Urrea! Por Sonora, por Sinaloa, por

Chihuahua, por todos los municipios, comisarías, rancherías, buscaron en vano. ¡Buscar el

acta de nacimiento de Teresa Urrea! ¡Buscar el acta de bautismo de Teresa Urrea! ¡Teresa

Urrea nunca nació! ¡Nunca existió! ¡Los berrinches que habrá hecho don Porfirio! Niña

García Nona María Rebeca Chávez, parida a los catorce por Cayetana, la india tehueco. Una

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sola noche, una hija, y al abandono. Ocoroni, Sinaloa, octubre 15 de 1873. Un acta de

bautismo con otro nombre, ninguna acta de registro civil, y el apellido Urrea sin aparecer.

¡Ah, qué su padre! Aunque, según las leyes de la iglesia, no hubiera podido registrarla aún

queriendo. Es ley de la iglesia que cuando los hijos son naturales no se inscribe en la partida

ni el nombre ni el apellido del padre. ¿Quiso registrarla Tomás, como le decía en confianza?

El registro ante el gobierno no era cosa común en ese entonces. La duda permanecerá, pues es

algo que Teresa nunca preguntará a ese anciano de voz pausada y mirada inteligente que viaja

en silencio a su lado, en ese viaje con olor a nuevo destierro.

El silencio no llega; los recuerdos no mueren. ¿No hubiera sido mejor seguir siendo

aquella niña sin padre, huérfana de todo, viviendo entre ocotillos, en la más profunda miseria?

En septiembre y octubre la tierra huele a elote, y en noviembre a cacahuates y caña de azúcar.

En abril, las habas; en mayo y junio, las papas; en julio, las calabazas; en agosto, las

guayabas… Las péchitas, los yoyomos, los higos, todos los sabores infantiles recorrían sus

sentidos en este momento de recuento. ¿No habría sido mejor seguir la suerte de su madre

Cayetana o la de cualquiera de las mujeres del rancho?

Ya en Cabora se guardaba de hablar de los raros poderes que poseía, o de mostrarlos.

Pero cuando jugaba, bien que se aprovechaba de ellos para derrotar a los jóvenes más fuertes

a las vencidas. Primero hacía como que era una niña esmirriada, y cuando se distraían

pensando que ya habían ganado, usaba un poco de su fuerza, sólo un poco, y los vencía.

Entonces, reía a carcajadas. Le decían que tenía el diablo en el cuerpo. Josefina, su amiga de

Batacosa y con quien pasaba cortas temporadas, era presa fácil de su travesuras.

La Huila era otra cosa: ella bien sabía de sus poderes y la entrenaba como su sucesora.

– Pero mejorada -, le decía Teresa, bromeando. – De eso me encargo yo -, le respondía la

anciana y ambas reían.

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Su poder curativo tomó nuevos bríos en julio de 1889, cuando Teresa padeció otro

ataque cataléptico - ahora de mayor intensidad- que le duró 13 días, y después una especie de

delirio durante 86 días más, hablando incoherencias con palabras que nadie entendía. 86 días

en que la proclamaron loca, pero en realidad ella volaba lejos. Hablaba directamente con

Dios, aprendía lenguas antiguas, se adiestraba en el arte de curar. Antes no había

experimentado la maravillosa sensación de volar, mucho menos la de hablar directamente con

Dios. Dios en persona le enseñaba, ayudado por la santísima virgen... Le mostró el mundo, su

mundo, le dijo lo importante que sería para sus indios. Era algo grande, inexplicable.

A la primera persona que curó fue a una sirvienta de la casa que arrastraba una pierna

por toda la casa. La llamó y aquella figura ruidosa se acercó a Teresa, no sin cierto asco por el

terrible aspecto de desquiciada que ésta tenía. Teresa le tocó la pierna, se la frotó, luego le

escupió y le dijo:

- Ya puedes doblar esa pierna. Nunca más la volverás a arrastrar.

- No puede ser – dijo la señora- . Hace más de diez años que no la doblo; desde que me

arrastró un toro bravo una vez que llevé de comer a los vaqueros.

- Te ordeno que dobles esa pierna,- dijo Teresa, con una voz hasta entonces desconocida, y

la mujer obedeció, más por temor que por convicción. Para sorpresa de todos los presentes,

Gabriela entre ellos, la pierna se dobló y aquella mujer no tuvo que arrastrarla más para

caminar.

La noticia se divulgó rápidamente. Primero entre los trabajadores de las haciendas, luego

entre los pueblos cercanos. La gente quería ver a la niña maravillosa, pero ella no estaba en

condiciones: flaca, después de meses de comer casi solamente tierra que tomaba del piso y de

las paredes de su cuarto; los cabellos enmarañados, la cara enjuta, los ojos desorbitados, la

voz de niña. La obligaron a comer, la bañaron, le cambiaron sus ropas y entonces pudo salir a

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ver a la gente que empezaba a llegar a los patios de la casa. Antes de salir, llamó a su padre y

le dijo:

- Tomás, no es necesario que lleves agua al ganado de la parte norte del rancho. Acaba de

brotar un venero de la parte alta del cerro y el agua corre por toda esa área.

Don Tomás no lo creyó, pero envió a uno de sus trabajadores a investigar. Todos esperaban

el regreso, impacientes. Al caer la tarde, regresó el hombre, lleno de alegría, confirmando la

noticia que Teresa había dado.

- ¡Milagro!,- dijeron las mujeres. - ¡Milagro!

Era sólo el principio, pensó Teresa, mientras observaba hacia afuera del tren en un momento

de distracción…

Pronto empezó a curar, a pregonar la religión del amor, a hablar contra los sacerdotes,

contra los médicos, contra los ricos. Eran explotadores, unos y otros. En esa etapa de

adolescente no incluía al gobierno porfirista en sus discursos. Sabía, sí, porque lo veía,

porque lo había vivido, del hambre, de las comunidades indígenas desplazadas cada vez más

río arriba, conforme las compañías deslindadoras (compañías extranjeras contratadas por

Porfirio para deslindarlas tierras ociosas, dentro de las cuales incluían las de los indios) se

iban apropiando de sus tierras. Sabía de azotes a trabajadores, de encierros infrahumanos, de

salarios de miseria; sabía de las condiciones de vida en el noroeste mexicano de fines del

siglo XIX. Aún no sabía, aunque Dios se lo había dicho, de su poder de convencimiento, de

la influencia que podía ejercer sobre los demás.

Cabora. En 1889, Cabora era un rancho inaccesible del municipio de El Quiriego,

perdido entre los valles del yaqui y mayo, cercano a la Sierra Madre occidental. Colindante

con Navojoa, Álamos, Batacosa y El Quiriego, no contaba ni con un camino, ni con una

brecha. Y la gente iba a Cabora. Iba siguiendo las huellas de otros, preguntando,

equivocándose y volviendo a andar. La gente iba a Cabora a ver a su santa. Cabora se

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convertía en centro religioso, con tintes humanistas y anticlericales, en refugio de los

desposeídos.

La algarabía, los cantos, los rezos, los llantos. Confluencia plena en cuanto se abría la puerta y

aparecía la niña Teresa. Del desorden inicial sólo quedaba el canto de aquellas voces

polimorfas, unidas en la esperanza. Luego de los saludos y de los cantos, Teresa entraba a la

sala de su casa y hacia allá desfilaban, organizadamente, uno tras otro frente a la niña. Ella,

con paciencia y humildad, descubría por la simple vista de un individuo el estado de su

conciencia; adivinaba los pensamientos del enfermo. Luego, tomaba tierra del cerro colorado

mezclada con hierbas y su propia saliva y se la diseminaba en la parte afectada.

Inmediatamente el enfermo experimentaba mejoría.

- Gracias, niña.

- Es cuaresma, Teresita. ¿No te vas a confesar? Vamos a Álamos.

- Yo me confieso directamente con Dios. Los sacerdotes mienten; no cumplen con su

ministerio; cargan por un lado la botella y por otro la baraja; si no tienes dinero, no te

bautizan. Hay un solo sacerdote que cumple con las leyes de Dios, por eso no lo quiere el

Obispo Herculano. El clero está muy desacreditado por culpa de los malos sacerdotes que no

dicen una sola palabra de verdad. Yo no me confieso con ellos. Yo hablo directamente con

Dios a través de la santísima virgen.

Sus ojos tomaban un brillo especial mientras hablaba. Las manos sobre el pecho, como si le

doliera, la espalda ligeramente encorvada, una sonrisa enigmática en su rostro. Los cientos de

personas que la escuchaban guardaban un profundo silencio para no perderse ninguna de las

palabras de aquella niña prodigiosa. A nadie parecía importarle el calor que se sentía en la

explanada frente a la casa de Tomás Urrea, en el rancho de Cabora.

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- Cuando mi Tatita Diosito andaba en el mundo, dejó unas santas escrituras que el clero

quemó, pero Dios no quiso que se perdieran. Están enterradas en Roma. Yo puedo ir a

sacarlas y venir en una noche con la licencia de mi Tatita Diosito. Él me envió a la tierra para

la conversión de los pecadores. Tengo que cumplir con esa misión. Poco voy a estar en el

mundo; poco me durará la virtud. Seré casada tres veces. Tres veces. Moriré joven, una vez

que haya cumplido con las órdenes de tatita Diosito.

Curaba con tierra, con aceite de olivas, con concha nácar, con tierra mezclada con

mantequilla o aceite, con su propia saliva. Particularmente, con saliva mezclada con hierbas.

Diario la boca le quedaba seca de tanto escupir sobre la parte afectada de los enfermos.

Cientos por día. Siempre amable con ellos, sobre todo con los pobres, sin enfadarse nunca,

manifestando una humildad ejemplar. Con una paciencia heroica, sin descansar desde el

amanecer hasta bien entrada la noche algunas veces, y sin enfadarse, los atendía

personalmente, tocando con sus manos las más asquerosas llagas, haciendo que en su cama se

acostaran algunos enfermos que padecían de enfermedades contagiosas, como tisis, lepra y

demás.

La gente quería escucharla. Ella hacía una pausa a sus curaciones y continuaba su

discurso. Su voz se volvía más aguda, como de una niña de cuatro años.

- Nada vale el matrimonio eclesiástico ni civil. El legítimo matrimonio consiste en la

unión de las voluntades. Por eso no hago que mi papá se junte con su mujer legítima; porque

ni uno ni otro se quiere. El matrimonio es amor, no odio. Loreto y mi padre se odian. Ella es

feliz visitando la iglesia y haciendo obras de caridad, pero no tiene ni tantito amor para mi

padre. Mi padre está en buena paz con Gabriela, su mujer concubina. Se quieren mucho y ese

es el verdadero matrimonio.

Luego de su discurso procedía a curar. No había descanso intermedio; nada de una

pausa; nada de un descanso para disfrutar de un atole con piloncillo. Sólo había tiempo para

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tomar agua, y agua tomaba. Las largas filas se formaban y la gente entraba a la sala de la casa,

ora individualmente, ora en grupo, dependiendo del caso o de la enfermedad. Los vaqueros

ayudaban a organizar a la gente para que todo fluyera y poder atender a más personas cada

día. ¿De dónde llegaban tantos?, se preguntaba Teresa.

Las ramadas que se habían construido en los alrededores de la casa de Cabora eran

insuficientes para dar cabida a tantos y tantos peregrinos que llegaban de los lugares más

remotos y con enfermedades diferentes. A los lados de éstas se improvisaban espacios con

algo de sombra – trozos de árbol con algo de follaje, algún trozo de tela - para protegerse del

sol que a medio día hacía que la temperatura subiera más de 40 grados. No se les cobraba por

los servicios, pero algunos –muchos- entregaban donativos a los vaqueros. A ella le daban

alguna fruta, algún escapulario, algún pensamiento. Una vez, recuerda, un señor que había ido

desde Hermosillo, quedó tan impresionado con las virtudes de la santa, que insistió en

regalarle una importante cantidad de dinero. Ella, entonces, le pidió que lo repartiera entre los

pobres y así se hizo.

Teresa había sido como todas las muchachas de la época: alegre, bailadora. Ya no lo era, pero

lo había sido. Guitarra en mano, ¿quién le ganaba? Y para bailar, ¿quién le ganaba? Luego

vinieron los ataques de catalepsia y de epilepsia, los viajes, la mezcla extraña de languidez

con una energía inagotable, las miles de curaciones, los miles de visitantes, la algarabía, el

ruido amable, de fiesta permanente. El inexplicable cambio.

Luego, las visiones, las certezas. 15 años de edad y ya con una visión clara de la iglesia: -

Pobrecitos los sacerdotes, que son los que están más mal ante los ojos de Dios, porque no

cumplen con sus deberes…- Sacerdotes que no obraban de acuerdo a su discurso. Leyes de la

iglesia ocultas por así convenir a los intereses de los jerarcas. La ley de Dios no era la que

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predicaban los sacerdotes ¿Habría aún tiempo para ir a Roma a desenterrar las verdaderas

escrituras de Dios?

En los pueblos de El Quiriego y Álamos, en 1890, había pocos fieles católicos. En

mayo de ese año sólo habían recibido la comunión 249 personas en El Quiriego, y 320 en

Álamos. En esa misma fecha, miles la veneraban diariamente a ella, la llamada santa de

Cabora. Por esas fechas la gente dejó de casarse para seguir las ideas de su santa. También,

para coraje de los sacerdotes y sus jerarcas, muchos dejaron de asistir a la iglesia.

Los indígenas mayos iban a visitar a la niña Teresa y le llevaban imágenes de las

iglesias, incluyendo los vasos sagrados, para que los bendijera. Gran fe tenían en ella los

indios. En una ocasión les dijo que en esos días se iba a hundir Álamos, y las haciendas

quedaron desiertas porque los indios huyeron a las lomas y cerros. No se hundió, es verdad,

pero sí hubo una noche oscura, terrible, sofocante, que nada bueno presagiaba. Demasiados

pecadores había en Álamos. Esa noche, los pobladores salieron de sus casas a pedir perdón

por sus muchos pecados; los gritaban a los cuatro vientos para que su voz sincera llegara hasta

Dios y los perdonara. No se hundió Álamos porque diosito le dijo a Teresa que les iba a dar

una nueva oportunidad, pero las relaciones entre la gente mejoraron notablemente luego de la

vergüenza de volverse a ver. Pero pecadores como lo eran todos, pudieron perdonarse.

Ricos y pobres; indios, mestizos y criollos se le hincaban, le adoraban la mano, el

vestido, le tendían la ropa para que no pisara el suelo, le bailaban los matachines, baile

religioso destinado a los santos reconocidos por la iglesia; los de trapo o de madera pintada,

que eran los que reconocían ellos. Los santos de verdad, los vivientes, para nada los

beneficiaban. Para los pobladores, aquella loca, como la llamaban los sacerdotes y los

médicos, era su reina, su santa. La iglesia perdía cada vez más ante el fenómeno que

provocaba aquella niña de voz atiplada, de rostro indígena y facciones débiles.

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¿Quién es Teresa Urrea? ¿Dónde nació? ¿Cuándo? Ni en los sesenta ni en los setenta

ni en los ochenta del siglo XIX, se registró o bautizó niña alguna con el nombre de Teresa

Urrea. El gobierno mexicano investigó en cada parroquia, en cada oficina de registro civil de

toda la república. Teresa Urrea… Teresa Urrea gozaba ese recuerdo, esa jugarreta nunca

aclarada por ella…

Aquella niña de escasa educación, lánguida, de mirada triste, largo vestido de manta,

larga cabellera generalmente suelta sobre su espalda, tenía habilidades oratorias. Hablaba a

cientos diariamente. Asistió a la escuela hasta los nueve años y nunca le gustó el estudio, pero

más tarde sintió el deseo de saber leer y aprendió el alfabeto de una anciana. Quiso escribir y

escribió, pero nadie le enseñó a hacerlo. En un mundo donde el analfabetismo dominaba,

Teresa escribía. El correo era una efectiva forma de comunicarse con sus seres queridos que

no estaban con ella. Escribir le permitía plasmar sus pensamientos políticos, amorosos; podía

enviar a otros lo que Dios le decía en sus largas prédicas.

Y ahora, los miedos. ¿La abandonó Dios?

-No, Teresita. Los poderes son temporales. El tuyo llegó a su fin.

- Pero aun no termino con mi misión, Mariana.

- Otros lo terminarán por ti, niña.

Los miedos no eran nuevos. La habían acompañado siempre, pero ahora eran miedos

de desesperanza. Se sentía ahogada entre las ropas, sofocada con el humo provocado por la

locomotora. Ahora el miedo era aplastante. Dios no le hablaba; había dejado de aparecerse, ya

no le daba indicaciones. El sabor de la derrota, nada nuevo, tampoco, era insoportable.

- Muerta, no… No estoy muerta… Siente… Siente el aire… Viajo… Vuelo…

Hablo…

- Niña...

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- ¿Escuchas, Mariana? ¿Sientes el vuelo? Me dicen: ¿qué quieres ser? Me dan a

escoger… Pascola, venado, cancionera, profeta, curandera… Me dicen… Las voces…

- Teresa… Teresita…

- Yo los oigo… Les digo que me lleven arriba… Me llevan… Yo vuelo… Viajo…

Mientras me vieron inmóvil, sin respirar, estuve con Dios. Él me dijo que regresara a la tierra

a curar… Me dijo cosas… ¿Ves las iguanas? Iguanas volando… Cuidado con esas culebras,

Mariana… Son traidoras, venenosas, como los curas...

- Siento… Veo… Yo también vuelo…

- Míralas… Se mueven sigilosas, y cuando te descuidas te lanzan la mordida

venenosa… Como el gobierno… Igualito… El gobierno nos ha quitado lo que tenemos y

quiere más… No te separes… Ya tiene nuestras tierras, ahora quiere nuestra religión, nuestra

alma, gobernar en nosotros hasta después de muertos…

-Yo voy contigo, Teresa, a donde tú mandes…

- Vendrá… Cristo vendrá.

- Tú eres gobierno, Dios. Tú eres patria, Dios…

El tren continúa, implacable, su viaje sin retorno. El silencio vuelve a ensordecer. De

los labios de Teresa sólo salen sonidos guturales. En su mente establece comunicación. En

ella las palabras fluyen, las ideas vuelan, el reclamo toma forma.

- Yo creo… Creo en ti… Hablo contigo… Hablaba contigo… ¿Por qué? ¿Por qué me

obligaste a enviar gente a matar gente? No me gusta la muerte. ¿Por qué me escogiste y luego

me abandonaste? Preséntate, muerte, da pelea, no seas cobarde. Si quieres vidas, ven por mí.

Yo no te temo… Por mí, ven… Corta para siempre estas manos asesinas… Dios… ¡Dios!

¿Me escuchas? Si tú mandas, ¿por qué me mandas a matar? No más pájaros anunciando tu

presencia… No más mensajes, no más palabras… ¿Por qué callan las palabras? Culebras…

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Víboras serpenteantes… Mal agüero… Mal presagio… ¡Muerte! ¡Dios! Manos… Mis

manos… ¿Qué hago, Dios? Dime. No quiero muertes y sí quiero justicia…

Teresa siente cómo Mariana toma sus manos. Ella convulsiona. Sufre. ¿Otro ataque? Don

Tomás se acerca y le coloca un pañuelo entre los dientes. Es mucha su fuerza; escupe el

pañuelo, se pone de pie, y con los ojos desorbitados grita:

- Mandar al corazón nunca he podido yo… Mandar al corazón… Yo creo en ti… Hablo

contigo… ¿Por qué la sangre? Toma una flor y piensa que es mi vida… Flor, no sangre. Flor

de vida, no muerte. Sangre no, flor. Corta, muerte, mis manos asesinas… ¿Qué hice mal para

que ya no me hables, Dios? La revolución es la revolución y el dinero hay que cogerlo de

donde esté, me dijiste. Mandé por él y no nomás no me lo diste, sino que mataste a mucha de

mi gente. Yo creo en ti; necesito que me hables. Mándame señales… No quiero más

culebras…En mi mente no cabe nadie si no entras tú. No tengo otro deseo que el que la ley

del amor se abra paso en la humanidad, y mírame… Mira mis manos asesinas… Ven por mí,

muerte… Por mí… ¡Dios! ¿Qué es esto que siento ahora? ¿Qué quieres de tu sierva? ¿Ya no

me quieres santa? ¿Ya no te sirvo santa? ¿Por qué metes en mi, pensamientos de mujer?

¡Dios! ¡Ayúdame, Dios! ¡Háblame, Dios!

Su voz se ha vuelto aguda, como de niña. Sus ojos están fuera de su órbita. De su boca sale

mucha saliva, igual que aquellos días de los primeros encuentros con Dios. ¿Por qué mezcla

sus pensamientos amorosos con el abandono de Dios? ¿Por qué aparece la mujer en tiempos

en que no hay lugar para que eso suceda? ¿Ya no quiere ser más santa? En realidad, nunca lo

quiso. Las circunstancias la llevaron en esa dirección, pero Dios sabe que ella siempre

defendió su condición de mujer antes que cualquier otra cosa. Dios sabe lo que ha luchado

estos últimos años por mejorar las condiciones de la mujer aquí, en la tierra. Dios sabe…

Siente cómo Tomás y Mariana la sujetan de nuevo, le colocan el lienzo en la boca, que

quede entre los dientes para que lo apriete con ellos; le echan aire. Se siente bien el aire fresco

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apagando la tormenta interior. Más aire, Tomás; más aire, Mariana, hasta que los ojos dejan

de orbitar sin límite. Luego, la calma. Una sonrisa de agradecimiento, un leve apretón. No hay

manera de pronunciar las palabras que desea expresar en ese momento. Todo gira a su

alrededor. Vueltas, vueltas y más vueltas. Esfuerzo grande por fijar la vista en un sitio, como

le han dicho que haga en esas circunstancias. Lo logra, luego de un gran esfuerzo y de una

imploración. Más allá, Gabriela trata de controlar a sus hijos, que lloran, asustados. La tía

Teresa los asustó, se dice. La hermana Teresa los asustó. Tía y hermana. El pu pu pu parece

interminable en ese viaje con sabor a fracaso. No hay asombro, no hay escándalo más allá de

sus sonidos guturales. El silencio regresa. De nuevo, el humo que sale a borbotones para

dispersarse en el espacio se vuelve el protagonista del momento, junto con el eterno zumbido

del motor de aquella máquina a vapor.

¿Hizo bien en iniciarla en las prácticas espiritistas? Establecer contacto con seres de otro

mundo ha sido benéfico; ha sido de gran enseñanza para todos. Teresa ha sido la más

beneficiada: ha aprendido en poco tiempo más de lo que él ha aprendido en su larga vida.

Pero, ¿hizo bien? De no haber insistido Teresa en participar en aquellas reuniones,

probablemente nunca hubiera sucedido todo lo que se les vino encima como una catapulta.

Seguirían en Cabora; ella, Teresa, curando con las hierbas de la Huila; él, Tomás, cuidando de

sus haciendas, viendo crecer a sus hijos, peleando contra los abusivos. Tal vez sí, tal vez no.

¿Hubiera sido preferible?

¿Qué ganaron con toda esta lucha? Nada. De momento, nada. Más bien, lo perdieron

todo. O casi todo: seguían unidos. Y la lucha se ganaría. Ellos la abandonaban, pero Lauro la

continuaría con nuevos bríos. Lauro ya se había contactado con otros inconformes en Arizona

y California y, ya unidos, de seguro lograrán su objetivo. No, no todo estaba perdido.

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Fue el ingeniero Lauro Aguirre, que en aquel entonces vivía en Guaymas, quien los

inició en esas prácticas. Llevaba material bibliográfico que leía para todos luego de la cena. A

poco se integraron unas personas de Batacosa y ya siendo varios empezaron las sesiones.

Sentados alrededor de una mesa circular, en penumbras, iluminados por velas,

necesariamente, sonríe Tomás, pues no había luz eléctrica en Cabora, daba inicio la sesión.

Lauro al centro, los hombres a su derecha, las mujeres a su izquierda. Alguien, que en

principio no era Teresa, frente a Lauro, para servir como médium. Teresa se emocionó desde

el primer contacto. Después de varias sesiones siempre se prestaba como contacto. Lograba

hablar con Cuauhtémoc, su preferido, pero también hablaba con José María, el jefe curandero

de los mayos, de quien la Huila había aprendido la magia para curar. Seguido hablaba

directamente con Jesucristo. También con Platón, con Sócrates, con Galileo, con Pitágoras…

Damos gracias a los buenos espíritus que han venido a comunicarse con nosotros; les

rogamos que nos ayuden a poner en práctica las instrucciones que nos han dado, y que

hagan que en saliendo de aquí cada uno de nosotros se sienta fortificado en la práctica del

Bien y del amor al prójimo.

Deseamos igualmente que estas instrucciones sean provechosas a los espíritus que

sufren ignorantes, o viciosos que hayan acudido a estas reuniones y sobre los cuales

imploramos la misericordia de Dios.

Después de las sesiones, Teresa pasaba días enmudecida. Perdía su habitual alegría y

hasta dejaba de comer. Acompañaba a la Huila a hacer sus curaciones, pero se le veía ausente,

sumida en sí misma. Hasta que sucedió lo que sucedió y transformó radicalmente la vida de

todos los habitantes de ese hasta entonces tranquilo lugar.

Lauro… Lauro… ¿Hicimos bien, Lauro? Usted está convencido de que sí; yo lo

estuve. Estuve, ya no lo estoy. ¿Será eso la vejez? Las cosas se dieron, simplemente. Ni usted

ni yo manipulamos a los tomochitecos para que enfrentaran al gobierno; ni usted ni yo

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alentamos a Totoligoqui y a Juan Tebas para que atacaran Navojoa. Venían a Cabora, sí, a ver

a su santa, pero nunca se les pidió que atacaran. Llevaron a extremos el discurso de Teresa. Ni

usted ni yo… ¿O usted sí, Lauro? ¿Usted sí les habló de revolución, de entregar la vida por la

causa de la revolución? ¿Era vaquero de la hacienda Juan Tebas, como decía el gobierno?

¿Por qué razón, si usted es casi tan viejo como yo, Lauro, no deja de luchar? ¿De qué material

está hecho para dejar mujer e hijos a fin de abanderar la lucha por sus ideales?

¿Fueron las sesiones espiritistas las que llevaron a Teresa a ese estado? ¿Fueron ellas

las que le dieron poderes curativos, proféticos y adivinatorios? ¿O en verdad fue Dios?

¿Existe Dios, acaso? Existe, pero no como los curas lo ven; no como la Biblia manipulada

afirma. Existe en espíritu y es así como Teresa lo ve. A pesar de la duda, a pesar de su edad,

Tomás está convencido de una cosa: lo primero que harán al llegar a Clifton, será buscar

contacto con algún espíritu para pedirle que los oriente en su nueva vida.

Los pensamientos de Teresa se regresan a Cabora. ¿Cuándo se cambió de nombre? ¿Cuándo,

cómo y por qué fue a vivir con su padre, el hacendado Tomás Urrea? Teresa gozaba con las

dudas de los demás. Tantas entrevistas, tantas preguntas… ¿Para qué contestarlas? ¿Que su

padre la vio jinetear de niña y se interesó en ella por sus habilidades? ¿Que ella fue a pedirle

vivir con él luego del abandono de su madre? ¿Que su padre envió por ella una vez que supo

de su existencia? Sus ojos claros brillaban de emoción; eran pequeñas victorias.

Teresa, desde los 16, sabía de las religiones y las abismales diferencias entre el decir y

el hacer de sus representantes. Para Dios, decía, las religiones nada son, nada significan, no

son más que palabras sin sentido, prácticas exteriores que hieren solamente los sentidos, pero

que no penetran el alma, ni salen del alma, y por lo mismo esas palabras y esas prácticas no

llegan al Padre, porque lo que el Padre quiere de sus hijos es el sentimiento, es el amor puro, y

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ese sentimiento y amor sólo se encuentra en la práctica desinteresada del amor, del bien, del

deber.

Nosotros, decía, porque así lo pensaba, así se lo habían rebelado, nada somos

comparados con el Padre; sin embargo las palabras de miel pronunciadas por los labios no

llegan a nuestro corazón cuando el hecho es lo contrario de la palabra. ¿Cómo, pues,

queremos que palabras y exterioridades dichas y practicadas automáticamente agraden al

Padre, cuando con la acción no tenemos el amor ni caridad para con nuestros semejantes, con

quienes vivimos y estamos en contacto? ¿Cómo podemos decir que amamos a Dios, a quien

no vemos, porque la negra nube de nuestras pasiones nos lo oculta? Hagamos el bien.

Amemos. Esa es la mejor religión. Depongamos nuestros odios y nuestros rencores ante el

amor de los demás y ésta será la mejor religión que podamos practicar.

De Cabora, su fama se extendió a todo Sonora, Sinaloa, Chihuahua, en meses. Pronto

se supo de ella en Arizona, California, Nuevo México, Texas. Contra su voluntad, la llamaban

santa: La santa de Cabora. También le decían niña. Yo no soy santa, decía: soy una mujer,

nada más. Ella curaba y hablaba; la gente acudía en cantidades a escucharla, a saber de ella.

Los yaquis la hicieron reina; los mayos, la veneraban; los tomochitecos acudieron desde

Chihuahua a conocerla y la adoptaron como su santa. Periodistas de otras regiones fueron a

investigar el caso de la niña santa. Se vendieron, por miles, fotografías con su rostro, y

diferentes objetos alusivos a Teresa: escapularios, rosarios, dibujos, collares, oraciones…

Incluso para quienes sería una deshonra asistir a una procesión de corpus o de algún otro

santo, eran los primeros en ostentar su fe en Cabora. Se le condenó porque no había

reformado nada ni metido más fervor, porque su santidad perjudicaba a la religión, porque no

había habido ninguna conversión, porque los sacramentos no estaban muy frecuentados. ¿Por

qué, decía la iglesia, una persona que goza de tanto prestigio y que todos veneran como santa

no ha hecho nada para la religión? No entendían. Los representantes de la iglesia no entendían

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que estorbaban, que obstruían el contacto con Dios. No reconocían que eran falsos, hipócritas,

interesados, negociantes. Todo, menos representantes de Dios.

El pueblo llevaba imágenes de ella, Teresita, con el obispo para que las bendijera y

aquél se escandalizaba, las rechazaba, a diferencia de ella que bendecía los objetos de los

curas que le llevaban. El obispo Herculano recibía informes de que era verdad que ella curaba

multitud de enfermos, y aún así no la reconocía. ¿Qué es la religión para ese señor? ¿Qué son

los milagros? ¿Qué es hablar con Dios? ¿Entiende ese señor por qué la niña llegaba al

extremo de acostar en su cama a enfermos contagiosos? ¿Lo harías tú, Herculano? Teresa

pensaba: ¿Por qué lo hacía? ¿Impulsada por una verdadera caridad? ¿Sin darse cuenta de ello?

¿Por amor propio, como queriendo sostener su fama de santa? No, ella no quería ser santa; no

quería que la llamaran con ese nombre. La niña curaba y hablaba; hablaba y curaba tratando

de acabar con la impotencia de un pueblo que se estaba quedando sin nada. Eso no lo

entenderían ni el obispo Herculano López ni los sacerdotes Bourdier, de Álamos, y Zazueta,

de El Quiriego.

La gente pronto escogió entre la iglesia del papa y la iglesia de Teresita sin edificios,

sin más ley que la de Dios, sin intermediarios. Que Dios lo podía todo, no las religiones, no

los sacerdotes. Para la iglesia, aquello era herejía. Los sacerdotes recorrían los pueblos

amenazando con la excomunión a quienes profesaran culto a la santa de Cabora, pero tuvieron

muy poco eco en una sociedad que ya había decidido.

Durante años las autoridades del centro buscaban a un municipio llamado Cabora, a

una villa llamada Cabora, a una ciudad llamada Cabora. Nunca a una hacienda. Nunca a la

propiedad de un particular valuada en 12, 000 pesos. Apenas en 1888, don Tomás Urrea había

heredado Cabora y el rancho contiguo, Aquihuíquichi, valuado en 6, 000 pesos, de parte de su

tía política doña Justina Almada, viuda de su tío Miguel Urrea, su protector, quien murió en

1876. ¿Desde cuándo habitó Tomás la hacienda de Cabora? Desde 1880. Para 1881 ya vivía

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con la adolescente Gabriela Cantúa, hija de un vecino de la misma edad que Tomás. Por el

rancho atraviesa el río Cocoraqui, línea divisoria natural de las regiones yaqui y mayo. La

casa de Cabora se construyó, con adobes y terrazo, a la vera del río. Grande para el lugar;

majestuosa en un lugar donde sólo había ramadas. El enorme arco que daba paso a la casa

grande, las anchas y altas paredes, las grandes habitaciones, todo se perdió. Y sin embargo,

esa casa no tenía nada del atractivo que ella había visto en sus viajes de la mano de Dios por

ciudad de México, por Roma, por París. Grande, hermosa, majestuosa, pero no palaciega.

¿Cómo lo logró su padre? Sin arquitectos, sin ingenieros, él mismo diseñó la enorme escuadra

que formaba la mansión. Cuarto por cuarto, él fue decidiendo qué iba en cada lugar, vigilando

que a cada habitación tuviera acceso el sol. Al fondo, tras el gran patio, el arroyo, testigo de

tantos acontecimientos. Más al fondo, a lo lejos, el cerro donde se proveía de tierra colorada

para curar a los cientos de enfermos.

El loco furioso que llegó a Cabora golpeando todo lo que estuviera a su alcance y con el sólo

roce de Teresa se curó de sus males; aquél a quien le dio un ataque en pleno patio de la casa;

el otro que estaba sordo y con una untadita de la magia de Teresa volvió a escuchar el canto

de la paloma mañanera... Las llagas, los dolores de cabeza, los males del alma, casi todo

curaba Teresa con solo tocar la parte afectada. Un poco de lodo mezclado con hierbas, un

poco de saliva, y ¡listo!

En cuanto a las adivinaciones, ¿qué se le podía escapar a la niña santa? Localizaba el

caballo tordillo que se perdió, sabía dónde parió una vaca que necesitaba ayuda, entendía del

por qué de los rencores de unos contra otros y encontraba solución de amor.

En ocasiones, apenas hacía su arribo al gran patio una familia, ella pedía que abrieran

paso a esas personas porque traían a una niña muy enferma de alferecía, la señora traía

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reventado el apéndice y el señor vomitaba bilis. Y efectivamente, a eso iba aquella familia

para Cabora. Los visitantes a aquel rancho pasaban de un asombro a otro.

Algunas personas ayudaban a bien morir a sus enfermos con el retrato de su santa.

Otros la invocaban en sus aflicciones como invocarían a María santísima. No había, en el

noroeste de México, casa donde no se hablara de Teresa, la santa. Todos los habitantes de los

pueblos vecinos a Cabora la habían visitado al menos una vez. Todo porque Dios así lo pidió.

Era su encomienda, la función que le tocaba desempeñar en esa etapa de su vida. Pues bien,

que venga, pésele a quien le pese. Ella cumpliría con el mandato divino.

La enorme voluntad de Teresa, su fortaleza, su convicción, no era suficiente para

algunos escépticos que no creían en sus poderes. Teresa recuerda con gozo aquella vez que

retó a un hombre fuerte a las vencidas y lo derrotó, o cuando, porque ella así lo quiso, ni entre

quince hombres pudieron levantarla del suelo, o cuando le dio el poder a su amiga Josefina

para que fuera ella quien venciera jugando a las luchas a tres fortachones.

En aquel lejano 1889 empezó el trato de Teresa con los periodistas. De Hermosillo, de

Culiacán, y de más lejos: del Distrito Federal y hasta de Nueva York venían a conocer a

aquella niña extraordinaria. Ella pronto aprendió a responderles con evasivas, con verdades a

medias. Tenía buenos maestros: su padre, y el ingeniero Lauro Aguirre, que tanto influiría en

su vida posterior.

Como si no bastara con la rebelión de los yaquis, en el sur de Sonora aparecieron muchos

santos vivientes, todos seguidores de Teresa. Inmediatamente después de la aparición de la

santa de Cabora surgieron, entre los mayos, muchos santos: Damián Quijano, de 16 años de

edad, sobrino de Cirilo Quijano –general que figuró con el líder yaqui José María Leyva,

Cajeme– era quien más influencia tenía. Quijano se había refugiado en Jambiobampo,

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resguardado por Temastianes, Maestros, Matachines y algunas familias, donde se ocupaba de

predicar con toda autoridad, haciéndose la respetabilidad de la gente que lo seguía.

Los Temastianes y Maestros eran la máxima autoridad para los mayos. En cuanto a los

Matachines, ellos eran los que tenían la gracia divina para bailar a los dioses. Allí hablaba

Damián, iluminado, convencido de lo que decía y hacía, porque así se lo había dicho la santa

de Cabora.

Pero había más santos en el sur de Sonora, todos seguidores de la santa de Cabora:

santa Camila estaba en Ilibaqui; en Macuchi, santa Isabel; en Baburo, santa Agustina; en

Cohuirimpo, san Juan y La Luz; en Saporocho, san Irineo; en Tenanchopo, san Luis.

A Damián Quijano lo seguían alrededor de 1,200 indios. Él decía que por revelaciones

de Dios y de la santa de Cabora, se sentía con la obligación y el deber de predecir a todos sus

semejantes un próximo diluvio, del que sólo quedaría a salvo el lugar de la ranchería de

Jambiobampo y por esa causa los llamaba. Y la gente le creía. Era un santo viviente, una

encarnación de la santa de Cabora. Teresa atribuía a Damián Quijano el carácter de un nuevo

Noé, que salvaría a los mayos de una terrible inundación. 40 días y 40 noches de lluvia, como

en la biblia. La libre interpretación de las escrituras era una característica de Teresa y de las

comunidades yaquis y mayos en general.

En ese 1890, el general Marcos Carrillo le dio el caso a Rincón. Sí, los apresó, pero no

a todos. Le tembló la mano para aprehender a Teresa. Más de 60 santos y acompañantes

fueron hecho presos. Muchos, es verdad, pero entre ellos no iba Teresa. Cierto que también

entre la soldadesca tenía influencia, pero era una oportunidad dorada para arrestarla y acabar

con el peligro que representaba la niña con pretensiones de santa.

Argumentos para accionar contra los famosos santos había muchos. El coronel Rincón

la justificó diciendo que habían faltado a la obediencia de sus patrones y principalmente a las

de las autoridades, dejando los pueblos, haciendas y ranchos enteramente desiertos y sin

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trabajo. Se les apresó y, como no había delito que perseguir, las autoridades los convencieron

de ir a trabajar a las minas de cobre de santa Rosalía, en Baja California Sur. A bordo del

barco el demócrata, todos llegaron a santa Rosalía y algunos, Damián Quijano entre ellos,

regresaron meses después a Navojoa, pero ya no siguieron practicando como santos. No se

acomodaron en los duros trabajos de las minas y volvieron a Sonora a reencontrarse con los

suyos y a contratarse como jornaleros. La vida ya nunca sería la misma para los mayos.

¿Delito?, pensaba Rincón. Los indios habían dejado sus trabajos para seguir a sus

santos y, desde luego, los patrones no iban a realizar el trabajo propio de los indios. Ese era el

delito. Los indios, ya desplazados de su tierra, ahora se empleaban en ranchos y haciendas,

mismas que habían abandonado en su afán por regresar a su mundo anterior.

Se formó un caso en el juzgado. ¿Para qué? El juez que estudió el caso no encontró

culpabilidad alguna en las acciones de estos santos, pero la decisión ya estaba tomada.

Destierro. Pero no a todos. No a todos, pensaba Rincón, inhalando del cigarrillo de hoja que le

proporcionaba su asistente, el sargento Ramón. Si pudiera retroceder en el tiempo, no le

temblaría la mano para acabar de raíz con el problema del fanatismo engendrado en la

perturbada de Cabora.

- Si fuera hoy, sí los hubiera aprehendido… A ella y a su padre…

- ¿Usted cree? ¿Bajo qué acusación, coronel? ¿La de hacer el bien? ¿La de ayudar a los

pobres?

- Yo soy la autoridad, ¿no? Pues yo decido bajo qué delito, pero los aprehendería.

- Como usted diga, mi coronel.

¿Por qué aparecieron tantos “santos” en el noroeste mexicano de fines del siglo XIX? Si las

autoridades terrestres no sólo no ayudaban a los indios y a los pobres en general, sino que les

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transformaban su mundo conocido, habría que buscar ayuda en el mundo cosmogónico. Los

indígenas no sabían de títulos de propiedad para ser dueños de sus tierras, y con el pretexto de

no tener dicho título, eran fácilmente despojados. La centralización política tocó a

poblaciones que hasta entonces permanecían alejadas de la esfera política nacional y a donde

llegaron autoridades de manera repentina y violenta. En las regiones rurales del noroeste

mexicano no sabían de imposiciones políticas, ni culturales, ni religiosas. Se resquebrajaron la

economía y cultura tradicionales ante la llegada de inversiones extranjeras. Se formaron cultos

que instaban a la rebelión como manera única de recuperar su centenaria manera de vivir. La

religión por fin buscaba un beneficio para los desposeídos. Se ponía al servicio de la lucha

contra el tirano. La religión, no la iglesia. Dios, no los sacerdotes.

¿Cómo no iban a aparecer santos vivientes?, pensaba don Tomás. Mucho tenían que

ver con la aparición de estos santos, la pobreza extrema en que vivía gran parte de la

población en México, y la desesperanza en cuanto a las posibilidades de la vida autónoma a la

que estaban acostumbrados. Estos santos no hablaban a los fieles sobre la manera de salvar

sus almas sino sus tierras, y de organizar la lucha contra la dictadura. Siglos puede soportar un

grupo humano injusticias y hambre sin realizar acciones de oposición; se requieren otras

condiciones para propiciar un levantamiento, una rebelión: haber perdido un privilegio,

detectar la posibilidad de acceder a otro modo de vida, encontrarse con otras realidades, tener

la certeza de que se puede transformar la realidad; un cambio en la religiosidad. El precio del

progreso porfirista resultaba alto para las comunidades indígenas del noroeste.

Era lógico que sucediera lo que sucedió… Se requería de un líder y lo encontraron en

Teresa. Si no hubiera sido ella el estandarte, hubiera surgido otro. El apego a la tierra, a sus

costumbres, a su cultura, movió a yaquis y mayos a enfrentar al gobierno, apoyados en la

figura de Teresa. La cuestión agraria influyó grandemente en el levantamiento de los yaquis y

mayos en Sonora, y en la continuación de la guerra, porque los atentados contra Cajeme y su

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familia donde quemaron su casa y violaron a su esposa, tuvieron lugar cuando el deslinde de

los terrenos públicos, en el que los indígenas vieron que se les iban a arrebatar sus

propiedades. Cada vez los enviaban a construir sus ramadas más lejos del río, más lejos de las

tierras productivas, más cerca de los cerros de piedras. Y las piedras no se comen.

Al morir Cajeme, su lugar lo tomó Juan Maldonado, Tetabiate, haciendo guerra de

guerrillas al gobierno. El gobierno creía que con la muerte de Cajeme el yaqui se iba a

pacificar, pero todos se engañaron. Los yaquis tenían un nuevo jefe sucesor en la persona de

Tetabiate, que había sido entrenado por aquél. El nuevo líder era de estatura regular,

musculatura recia, cabellera abundante, mirada penetrante, ojos ligeramente bizcos, bigote

ralo, piel gruesa, morena. Tetabiate no había participado en el ejército, pero sí sabía de sus

tácticas, aprendidas a Cajeme. Optó por la guerra de guerrillas porque el ejército había

incrementado su presencia y sus acciones en la región. Seguían en pie de lucha, sus yaquis.

El gobierno porfirista se empeñaba en construir el progreso, y el precio que pagaban

las comunidades indígenas era muy alto: pérdida de identidad, desarraigo, pérdida de tierras,

privación de libertades, cambio obligado de costumbres en el trabajo, en la alimentación, en

las prácticas religiosas, en el sentido de pertenencia de la tierra, del espacio…

Los indios veían en Teresa la posibilidad de regresar a su cultura, a sus costumbres, a

su paraíso perdido. La seguían y la veneraban. Muchos “blancos” la buscaban, creían en ella.

Era lógico que se intentara acabar con la dictadura aprovechando la influencia de Teresa, en

eso coincidían Tomás y Lauro Aguirre. Lauro Aguirre… Él decidió continuar con sus sueños

revolucionarios. Él, que decidió que era preferible la muerte a dejarse vencer. Tomás decidió,

como siempre, seguir a Teresa.

Tanto brinco estando el suelo tan parejo. Habilidades sí las tenía su niña adorada, pero,

¿santa? Ella se cansó de decir que no lo era; que sólo era una mujer que hacía lo que Dios le

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dictaba pero, bueno, las cosas así se dieron. Ni manera de volver atrás. Ahora a esperar lo que

el destino disponga.

La oportunidad que Abraham Bandala, flamante jefe de las fuerzas armadas de Sonora y Baja

California, llegó. Tenía conocimiento de reuniones clandestinas de indios mayos encabezadas

por un tal Totoligoqui, que en mayo significa patas de gallina, por rumbos de las Guásimas.

Allí, Totoligoqui hablaba de la importancia de hacer la revolución, que no estaban solos, que

en otros estados de la república se estaban organizando movimientos… Que, desde luego, la

santa de Cabora ordenaba la rebelión… Era cuestión de esperar. Y la oportunidad llegó

cuando el grupo de indios atacó Navojoa.

La madrugada del 15 de mayo de 1892, en Navojoa, alrededor de 200 mayos,

encabezados por Juan Tebas y Miguel Toriyoqui, el totoligoqui, atacaron la ciudad el 15 de

mayo de 1892, asesinando al presidente municipal, Cipriano Rábago, y a varios notables,

porque les habían arrebatado sus tierras. Su grito de guerra era: “¡Viva la santa de Cabora!”

Se apoderaron de cuatro mil pesos en efectivo, mil en moneda, y algunas armas. A Rábago le

robaron diez rémington de infantería; a Justo Valenzuela, cuatro de caballería. Entonces,

Bandala, el general recién llegado de Tabasco a sustituir al general Carrillo, hizo alarde de

toda su fuerza.

El general andaba cerca de Navojoa, en viaje de reconocimiento, decía él, pero en

realidad eran paseos de intimidación. Rincón lo acompañaba. En cuanto se enteró de los

acontecimientos, se dirigió hacia allá con su batallón. En el enfrentamiento con los

insurrectos, mató a 14 indios, cuyos cuerpos quedaron en la plaza. A los que huyeron los

persiguió el resto del día, matando a cinco más. Luego, los días subsiguientes, la lista creció

con el asesinato de 22 indios adicionales. Hombre de mano dura, ese Bandala, muy diferente a

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Carrillo que siempre buscaba dialogar. Los calores de Sonora, tan diferentes a los de su tierra

donde había sido gobernador, seguramente le afectaban en su ánimo. Lo enardecían.

Extrañaba la comodidad de su alto puesto en aquellas lejanas tierras.

Para que no hubiera duda de quién mandaba, Bandala mandó ahorcar en el panteón de

Navojoa a todos los mayos sospechosos. ¡Y todos los mayos eran sospechosos! ¡Qué

desbandada hacia los cerros de la sierra madre se hizo! ¡Indios huyendo, cargando con sus

familias! ¡Qué miedo logró imponer Bandala!

Con este escarmiento, pensó Rincón y su voz se escuchó a pesar de no abrir la boca,

Bandala creyó que se inhibirían futuros levantamientos en la región.

- ¿Cuál fue la razón de ese levantamiento, coronel?

- El fanatismo, ¿qué otra cosa? Esos indios no tienen nada, ni pensamiento propio.

- ¿Se lo confesaron?

- No. Son tercos como mula. Duros. No dijeron ni una palabra. Pero yo seguí sus huellas.

¿Adivina para dónde iban?

- A Cabora.

- ¡Exacto!

- ¡Pues, sí! Iban a ver a su santa, pero ella no tuvo nada qué ver.

- Tú, ¿qué sabes?

- Ella no, coronel.

Rincón ríe al recordar cómo el general Bandala temblaba con sólo ver a la hechicera de

Cabora.

- Le gustaba… Por eso en Guaymas no la metió a la cárcel ni quiso que se le hiciera

juicio… ¡Era hermosa, la muchachita!

- No sea sacrílego, coronel. Es una santa.

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- Santa… ¿Qué santa va a ser esa niña loca, esa sediciosa, rebelde, manipulada por el

rebelde de su padre?

- Pues es santa… Y no ande hablando de más, porque todo se le puede revertir…

La madrugada del 15 de mayo… ¿Qué sabía yo de revoluciones la madrugada del 15 de

mayo, Mariana? Yo veía a Totoligoqui cuando iba a Cabora… Lo veía hablar con Tomás y

con Lauro… Pero, yo… ¿Qué sabía yo de revoluciones la madrugada del 15 de mayo de

1891? En las sesiones de espiritismo que teníamos con Lauro a mí se me aparecía

Cuauhtémoc, el último emperador de los aztecas, y me decía que yo era la indicada para

encabezar el movimiento… Eso me decía, y yo se los comunicaba… Pero yo no sabía. Era

una niña…

- Y si hubieras sabido, ¿hubieras hecho algo?

- ¡Claro que sí! Yo hubiera ido enfrente de todos. Pero en ese entonces Dios no me hablaba

de eso. Ahora ha enmudecido y no me habla de ninguna forma. Ni una palabra, ni una señal…

Antes del ataque a Navojoa, en San Ignacio Cohuirimpo, los indios habían asesinado

al comisario de policía, Jesús Duarte, y luego incendiado su casa dejando dentro el cadáver.

¡Viva Dios y santa Teresa de Cabora!, gritaban.

La respuesta del gobierno fue brutal: aprehendió y ahorcó en el panteón de Navojoa a

todo aquél -hombre, mujer, niño- que pareciera mayo. Los ahorcados fueron tantos que se

acabaron las cuerdas y hubo que usarlas hasta cinco y seis veces cada una, hasta que se

reventaran. Testigos presenciales le comentaron a Teresa que ya tenía una ranurota el codo del

mezquite por donde pasaban la reata para colgar a los indios. Paraban al indio arriba de una

tumba con el mecate en el pescuezo, lo jalaban a cabeza de silla de caballo y lo estrellaban

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contra el tronco del árbol hasta sacarle los sesos. A veces quedaban medio vivos y los

pistoleros del cacique mayor los mataban a garrotazos.

- ¡Ah, Bandala, asesino! ¡Ah, Bandala, inhumano! ¡El peor de los infiernos te espera!

¡A ti también, coronel Rincón! ¡Arrastrado! ¡Sumiso con el fuerte, soberbio con el débil! ¡Tú

también! ¿Cuántos ahorcaste, Rincón? Por tu propia mano, ¿cuántos ahorcaste? ¡Caiga mi

maldición sobre ti!

El 17 de mayo de 1892, Abraham Bandala se dirigió a Cabora siguiendo las huellas de los

sublevados. Allí habló con Teresa y con Tomás. Que no se les mal entendiera, dijo: no iban

presos, pero era necesario que lo acompañaran. Que en Guaymas hablarían con un

representante del gobierno. No ofrecieron resistencia. Como que ya lo esperaban. Dos días

estuvo Bandala, Rincón cerca de él, en Cabora hablando, husmeando, preguntando. Teresa no

dejó de atender a sus enfermos. El general veía eso; le maravillaba el don de gentes de aquella

niña. El día 19 los llevó a Guaymas, con el mayor sigilo. En dos jornadas llegaron a Guaymas

a bordo de una diligencia cubierta con telas, y con prohibición para Teresa y don Tomás de

siquiera asomarse hacia fuera. Llevaban guardias a uno y otro lado de la diligencia, imposible

desobedecer. La primera noche durmieron en el cuartel de Cócorit, pueblo yaqui. Ya en

Guaymas, no los llevó a la cárcel. Los dejó en custodia en casa del abogado Jesús María

Gaxiola. Con sigilo, tratando de evitar manifestaciones fanáticas, temeroso, ansioso por tener

un momento a solas con la niña mágica. De todas maneras, el pueblo se enteró y se manifestó

a favor de la santa. Gaxiola poco pudo hacer para impedir que la población se enterara.

Incluso, don Tomás pudo ampararse contra acciones del gobierno sonorense.

Pero el objetivo se logró. De Guaymas, quince días después de su arribo, don Tomás

y la loca subieron al ferrocarril que los trasladaría a Nogales, y de allí a los Estados Unidos.

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- Los desterramos. No más problemas con la desquiciada.

- Ella no tuvo nada que ver, coronel…

- ¡Las huellas de los sublevados iban para Cabora! ¡Encontramos armas!

- Por aquí todos tienen armas, mi coronel. Hay mucho animal peligroso. Hay que matarlos

para proteger al ganado y hay que cazar para comer. Si usted aprehendiera a todos los que

tienen armas, los ranchos quedarían vacíos.

Rincón recuerda que Bandala le escribió al presidente Porfirio Díaz, porque ya eran dos los

casos de fanatismo provocados por la misma joven. Peinó la zona, en busca de evidencias.

Fuera de las armas, no encontró nada, pero no era necesario. La decisión ya estaba tomada.

- ¿Te acuerdas de Tomóchic? También ella lo provocó. Ella o su padre.

A querer y no, Rincón reconocía el ascendiente que Teresa ejercía sobre las masas. ¿Cuánta

gente encontró en Cabora, cuando acompañó a Bandala para apresar a la histérica y a su

padre? Cientos. En un día normal, había cientos de personas esperando ser atendidos por la

famosa santa de Cabora.

- Qué espectáculo tan repugnante. Centenares de enfermos, tullidos, leprosos, ciegos, cojos

y mancos. También había muchas señoras y hombres al parecer decentes que se ocupaban de

hacer a la santa las más ridículas manifestaciones de fanática admiración. ¡Qué espectáculo!

Y nadie corrió al vernos llegar.

- Al contrario, coronel. Don Tomás nos ofreció alojamiento.

- En parte por eso, guardamos tanto a la loca como al señor Urrea todas las consideraciones

posibles y al mandarlos a Guaymas el general recomendó que los trataran de la misma

manera. Ya en Guaymas, la suerte de los detenidos quedó en manos del secretario de

gobierno, Ramón Corral.

Y de Bandala, pensó Rincón. De Bandala, que no se movió de Guaymas hasta que

Teresa y su padre tomaron el tren rumbo a Nogales. La cortejó, ni duda. Le decía que si

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aceptaba ser su mujer los dejaría libres. Le decía que desde que la conoció no podía dormir.

Que en la tierra de donde él venía había muchas mujeres hermosas, pero que ella era la mujer

de su vida. Ella, fiel a sí misma y a su gente, lo despreció. Prefirió el destierro a aceptar una

relación pecaminosa, sin amor.

La negociación. El secretario de Gobierno, Ramón Corral, se trasladó de Hermosillo a

Guaymas en busca de acuerdos. Sólo había una opción: el destierro. ¿Quién negoció?

¿Teresa? No. Ella era menor de edad. Fue su padre. Le ofrecían ir a Sinaloa, a Culiacán. No

quiso ir. ¿Por qué? Por sus antecedentes anti porfiristas en aquel estado y por el gobierno de

su enemigo, Gabriel Leyva. ¿Chihuahua? Ni quiso, ni se lo propusieron. No había opción:

Estados Unidos. Se pactó, se acordó, se actuó. El reluciente ferrocarril Guaymas–Nogales los

condujo a la frontera a principios de junio de 1892.

Excepto los gritos que invocaban su nombre, Teresa no guarda recuerdos de Guaymas. Sólo

una habitación. Sólo una familia atemorizada que se esforzaba inútilmente en ser amable.

Sólo las visitas de un señor que se ostentaba como representante del gobierno del estado.

También, ¿cómo no?, recordaba al general Bandala. ¡Ah, Bandala! Mañana, tarde y noche,

con cualquier pretexto, iba a visitarla. Lo dejaba hablar y luego, cuando ya se ponía pesado,

ella se encerraba y dejaba a su padre que le hiciera compañía. Una compañía muy forzosa.

Teresa recuerda, entre nubes, a su padre comunicándole que había llegado a un

acuerdo con aquel señor. Se irían de México, le dijo.

- ¿Por qué, Tomás? ¿Por qué nos vamos de México?

- Porque de no irnos, nos encerrarán de por vida en alguna cárcel.

- ¿Qué delito cometimos, Tomás?

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- Se nos culpa de… ¡Vamos! ¡Tenemos que tomar el tren para Nogales! ¡Sediciosos, nos

llaman!

- ¿Por qué, Tomás? ¿No será preferible la cárcel al destierro?- No obtuvo respuesta.

A su llegada a Nogales, luego de un día de viaje en un tren que no tenía ni diez años de

haberse estrenado, los esperaba un considerable número de personas que coreaban su

nombre. Lauro Aguirre estaba viviendo allí. Gritos, euforia. Era la primera vez que viajaba

lejos, la primera que se subía a un tren, y la primera vez que tenía un gran recibimiento. Una

escolta los acompañó hasta la línea fronteriza. Ya en Nogales, Arizona, los residentes le

proporcionaron una casita cercana a la frontera con México. Ellos no llevaban dinero.

Tomás no tuvo tiempo de vender ganado o implementos de trabajo para hacerse de efectivo.

Pero ella sabía que eso no era necesario. Dios siempre había proveído y así seguiría siendo.

Un día después de su llegada a los Estados Unidos, ya había indios en casa de Teresa.

Pronto la localizaron y la siguieron. Su vida no cambió mucho. En esos días tuvo el primer

contacto con José Luis Villanueva, que se autodenominaría su doctor. José Luis, al igual

que Mariana, se convertiría en su mandadero, cocinero, enfermero, guardaespaldas. Los

habitantes de Nogales, tanto del lado de Sonora como de Arizona, la visitaban, llevaban a

sus enfermos, le llevaban comida. Ricos, pobres, indios, mestizos, pronto la calle de Teresa

se vio llena de algarabía, como en Cabora.

El acuerdo de Tomás con aquel señor, Corral, indicaba que radicarían en Tucson,

Arizona, a 100 kilómetros de la frontera con México. Se quedaron unos meses en la casita

de Nogales, y luego los visitó el entonces presidente municipal de Nogales, Sonora, Manuel

Mascareñas, para exigirles que se alejaran de la frontera. Mascareñas luego fue cónsul de

México en Nogales, Arizona. Fue un constante dolor de cabeza. Pero en ello Teresa no

quería pensar; no en ese viaje, no en ese momento.

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La mente de Teresa deja de lado, por el momento, los detalles del destierro y se

detiene en Navojoa:

¿A qué se debió el ataque de los pacíficos mayos? Razones había. Por ejemplo, les

habían quitado las tierras de la vera del río mayo, donde habían vivido durante generaciones.

No fue un movimiento improvisado. Juan Tebas, uno de los líderes del ataque, vivía en

Cabora y hacía reuniones clandestinas en Las Guásimas, debajo de Cohuirimpo. Tomás les

decía que ella pedía que se unieran todos y tomaran Navojoa; que pronto les llegaría auxilio

de Chihuahua, Durango y Sinaloa, de donde ya se movía mucha gente a favor de ellos y que

ya una vez reunidos podrían gobernarse de por sí entrando en posesión de todos los terrenos

del río. Eso decía Tomás, pero ella ni enterada estaba. ¡Cómo mataste indios, Bandala! ¡Cómo

golpeaste gente para que dijera lo que tú querías escuchar! ¡Y después del destierro fuiste aún

más inhumano! ¿Será que así respondías a las constantes negativas a tus imprudentes

coqueteos?

Con nuestro destierro, se dice Teresa, el gobierno dio por terminadas las acciones

contra ellos. Le pusieron punto final. Lejos estaban Porfirio Díaz y sus subalternos de pensar

que la lucha apenas comenzaba. Los dolores de cabeza para el gobierno aún estaban en

pañales. Era apenas el principio del odio, de aquella emoción que Teresa nunca creyó

experimentar.

Dios te salve Teresita

Hermosa estrella del mar

Dios te salve virgen pura

De la gloria celestial.

Pues el señor te eligió

Desde su eterna mansión

No nos dejes Teresita

Sin tu santa bendición.

Yo te adoro Teresita

Con todo mi corazón

A tus plantas me arrodillo

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Échame tu bendición.

Eres sierva del señor

Eres divina pastora

De todos los que ocurrimos

A la hacienda de Cabora.

Dichoso el día en que naciste

Que viste la primera luz

Dichoso el que te nombra

Teresita de Jesús.

Yo te adoro Teresita

Con todo mi corazón

Ruégale al eterno padre

Que nos conceda perdón.

De Dios fuiste elegida

En la hacienda de Cabora

No te olvides Teresita

De esta humilde pecadora.

A todas horas yo te aclamo

Teresita de Cabora

No te olvides virgen pura

De esta humilde pecadora.

Un rayo de luz te bañe

Del corazón de María

Pues eres divina aurora

Al amanecer el día.

Buenos días Teresita.

El movimiento no cesa en ese viaje de julio de 1897; el constante ruido, tan parecido al

silencio, tampoco. Algún día, en Clifton, volverá a escuchar más allá del monótono zumbido.

Teresa luchó contra la noche, guerreó para que el sol irradiara, y la noche no cedió. Combatió

a la muerte y la muerte se hizo más presente. El pretexto, la excusa que llena la noche, cedió

cuando el atrevimiento sumado a la convicción generó acciones; cuando la palabra tomó

forma de lucha; cuando la palabra abrió mundos. ¿Y el miedo? ¡Ah, el miedo! No el de su

propia muerte, sino la de aquéllos que daban todo con sólo prometerles la esperanza… Miedo

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por aquellos, por Lauro, por su padre, por tantos y tantos decididos a todo. No por aquellos

otros que pintaban la palabra de traición; por aquellos no había miedo. Sí lo había por los

puros, los pulcros, los decididos. Pero, ¿acaso todo había sido en vano?

Los periodistas le dedicaban tiempo. Escribían sobre ella: “A la vuelta del siglo, la

frontera se había convertido en un área particularmente intensa. Una mujer en la frontera,

Teresa Urrea o “la Niña de Cabora”, ganó fama como curandera, y hacía pronunciamientos

sociales en contra de las prácticas discriminatorias de la Iglesia católica y del gobierno de

Díaz, en particular su trato a los indígenas. Fue asociada a una revuelta de indios y mestizos

en dos villas montañosas del norte de México y posteriormente forzada a migrar a Estados

Unidos, donde su popularidad creció entre los residentes mexicanos, a los cuales inculcó la

idea de que los derechos políticos regionales deben ser respetados; una creencia común, pero

radical en la frontera. Sus denuncias la transformaron en un símbolo de resistencia a la

opresión”.

Era lo mejor, sí. De esa manera, huyendo, desviaría la atención y los que se quedaban

en la lucha, Lauro a la cabeza, tendrían más libertad para accionar. Eso era, aunque Tomás no

haya estado de acuerdo. El viejo refunfuñón de Tomás, se dice quedamente, amorosamente.

No, no todo había sido inútil. ¡Las flores! ¡El río! Allí está el río Gila, aquél que sirvió

de límite fronterizo entre México y Estados Unidos después de que el primero perdió más de

la mitad de su territorio, en 1848, hasta el tratado de La Mesilla, en 1853. Un poco más

adelante, el río San Francisco que atraviesa Clifton; el de las inundaciones. Las silvestres

flores amarillas, parecidas al cempasúchil, sobre la tierra cobriza de los cerros caprichosos…

El final del camino estaba cerca.

No era su voluntad la que la llevaba a aquellas tierras montañosas, eso lo sabía Teresa.

Era el deseo de parar a la muerte. Era, también, la angustia de nos saber qué decidir ahora que

Dios no le hablaba. Los otros, los enviados de Porfirio, no se detendrían en su afán porque la

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sangre corriera. Su amor a la vida la llevaba al retiro, a su propia muerte. La convicción, el

compromiso, el atrevimiento, estaban ausentes del rostro de su padre, siempre combativo;

estaban ausentes de ella misma. La vida, sentía Teresa, se desvanecía con el recuerdo de cada

uno de los cientos que murieron en su nombre: Tomóchic, Navojoa, Temósachic, Nogales,

Ojinaga, Palomas, El Pegüis… ¿Y Dios? ¿Qué decía Dios? ¿Le volvería a hablar? ¿Él le

había indicado que se alejara de la frontera? No. Dios ya no le hablaba, de allí la huída.

Estaba, pensaba Teresa, enojado con ella por las muertes que propició el movimiento de

lucha, por la sangre que corrió. Dios ya no le hablaba, por más esfuerzos, por más intentos

que hacía, por más epilepsias que la invadían, por más rezos y súplicas…

Y, en todo, con todo, la poesía, el amor, el sentido a la vida aquél que experimentara,

que gritara, aparecía, débil, junto a los muertos:

Toma esta flor y piensa que es mi vida

Porque te amo con amor ardiente

Guárdala pues, y piensa que en mi mente

No cabe nadie si no cabes tú.

Que no supe amar eso es mentira

Tu sola imagen ocupa mi memoria

Yo sin tu amor no quiero ni la gloria

Quiero la muerte si te pierdo a ti.

“Quiero la muerte si te pierdo a ti”. La muerte, una vez más. ¡Háblame con tu

presencia, muerte! Aunque ni tú ni yo descansamos nunca, me llevas ventaja porque tú lo

sabes todo de mí, y yo, aunque te conozco, en verdad no sé quién eres… Las primeras casas

de piedra y madera asomaron, anunciando el fin del viaje. En el andén, la algarabía, el

recibimiento jubiloso, le dieron una nueva certeza: nada había terminado. Clifton sería su

casa, su hogar, su refugio. Mineros de Clifton, Morenci y Metcalf, la recibían con los brazos

abiertos. Cientos de personas abarrotaban la explanada, afuera de la estación del ferrocarril.

Los gritos de ¡viva la santa de Cabora!, y ¡viva santa Teresa!, inundaban el ambiente. Dios se

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había acordado de ella y le daba ese hermoso regalo. La alegría es el mejor alimento, se dice.

Algún día le hablará de nuevo. Una nueva era llegaba para los Urrea.

II

Tiempo de guerra

¿A San Francisco? No: a un nuevo destierro, más lejano. Físicamente, sí: Teresa Urrea,

Teresita, santa Teresa, se dirige a San Francisco, California, a curar de meningitis a un hijo

de la señora Rosencrans. Prácticamente sí viaja hacia esa población, pero en realidad huye de

nuevo. ¿De quién huye? De ella misma. Trata de desprenderse de sí misma, ser otra. Una vez

más, el ferrocarril es el transporte del abandono. La vida parece una constante huida. ¿Qué

pasó en Clifton? ¿Por qué ahora? El amor… El amor que todo lo puede, que todo lo destruye.

Nuevamente, habría que ponerle un velo a los acontecimientos.

Su amigo, el doctor Burtch, la convenció de que viajara a San Francisco. Y allá iba, a

tratar de curar al enfermo, pero en realidad iba a olvidar, a olvidarse. A eso iba: Teresita

contra Teresita. A su lado, el doctor duerme. El buen doctor Burtch; luego de disipar las

dudas naturales respecto a sus métodos de curación, se convirtió en un gran aliado. “¿Cómo lo

haces, Teresita?”, preguntaba en su español poco entendible. “¿Cómo supiste que fulanito

tenía esa enfermedad?” “¿Por qué la tierra cambia de color al contacto con tu saliva?” “¿Qué

les dices cuando estás en trance, que los tranquiliza?, y así. Él no entendía de cosas de Dios;

no sabía de poderes especiales; no sabía de conocimientos más allá de la ciencia… No sabía

de visiones, pero creía en ella… La ciencia creyendo en lo sobrenatural… La mente de Teresa

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se desvía… Cruz… Cruz Chávez… El monótono martilleo del hierro contra el hierro es

pretexto para el vuelo hacia atrás.

Los tomoches fueron famosos, temidos por el gobierno, amados por el pueblo. Cruz, el

más grande, el invencible, el poderoso, el mártir. En ese nuevo momento de cambio, Teresa

prefiere pensar en Cruz Chávez y no en Guadalupe Rodríguez, su marido por un día. Cruz, el

héroe, el valiente, el mártir; Guadalupe, el traidor, el engañador, el enviado de Porfirio para

matarla o regresarla a México…

Por esta misma vía caminó Teresa siguiendo a su marido, rogándole que no la llevara a

México… Por esta misma vía la siguió la gente de Clifton pidiéndole que no lo obedeciera…

Por esta misma vía su marido le disparó dos veces, enloquecido, furioso. 22 de junio de 1900,

la fecha de su matrimonio con Guadalupe N. Rodríguez, a quien había tratado durante ocho

meses. Noviazgo difícil. Tomás, que nunca dudó de Lauro a pesar de los rumores sobre un

supuesto amorío entre ambos, estaba celoso. No permitía que Guadalupe la visitara. No lo

veía a la altura de Teresa: es yaqui, decía, olvidando que ella también llevaba sangre indígena

en sus venas. No es digno de ti, alegaba; no tiene preparación. ¿Acaso ella sí la tenía? Y

luego, la gente. ¿Cómo una santa viviente iba a tener sentimientos terrenales?

La mañana de ese día 22 de junio, Lupe llegó a su casa y amenazó a don Tomás con

un rifle, exigiéndole casarse con ella. Tomás le dijo que no lo permitiría. Entonces, Lupe fue

por un juez de paz. Ella tuvo que decidir y decidió. Le dijo al juez que ya tenía 27 años, por lo

que era mayor de edad, y era su decisión casarse con aquel hombre. El juez los casó. Fuera de

la casa, la gente se manifestaba. No podía casarse, era una santa. Los santos no se casan, le

decían. Ella, cansada, insistía: no soy una santa; no soy una santa. Dios ya no me habla. Soy

una mujer, nada más. Tomás se alejó de allí y no volvió a dirigirle la palabra.

La duda surge. ¿Amó a Guadalupe, o permitió que la cortejara por terquedad, para

mostrar al mundo que era como todos, como todas? ¿Influyeron los dolores provocados por el

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fracaso del ataque a Nogales, su decisión de abandonar la lucha revolucionaria, su intención

de ser una mujer como todas, en todas las circunstancias? Tal vez influyeron las manos, sus

manos que no perdían su color rojizo desde aquel lejano 1896. ¿Pensó que casándose

recuperarían su color, se perdonarían sus pecados? Por la razón que fuera, no podía dejar de

pensar que Tomás chocheaba.

El matrimonio se consumó. Esa noche, la noche de bodas, Guadalupe fue, solo, a

Metcallf, un pueblo cercano, y bailó toda la noche. Un día después, regresó y actuó de manera

extraña: rasgó algunas de sus cosas, empacó algo de su ropa en un morral, se los echó al

hombro y le ordenó que la acompañara. Guadalupe Rodríguez, ¿qué te disgustó de mí? ¿En

qué fallé? ¿Te afectó la presión que la gente ejercía sobre nosotros, la intención de impedir

ese matrimonio? Lo lograste, lo logramos… ¿Qué pasó? La traición cabe, siempre.

Las personas que vieron a Guadalupe caminar sobre la vía del tren con ella

siguiéndolo sin entender lo que pasaba, le pedían que no fuera con él, pero lo siguió. Él

caminó por la vía del tren; ella lo siguió, sin saber qué es lo que quería. Entonces, él comenzó

a correr. Ella también. Él tenía su arma y comenzó a disparar. La gente corrió y la obligó a

regresarse. A él lo apresaron, loco furioso. Gritaba, lleno de odio. “Te vas a morir, Teresa”,

decía.

Todavía al día siguiente lo fue a ver a la cárcel. “¿No me amas?”, le preguntó. “No”,

fue la respuesta. “Te odio y en cuanto salga de aquí te mataré”. No volvió a verlo. Murió, la

razón perdida, en la pequeña cárcel de Clifton, a un lado de la vía del tren, junto a un enorme

cerro, gritando que Porfirio Díaz le había ordenado llevar a México a aquella loca a como

diera lugar, para encerrarla en un manicomio, o matarla.

¿Por qué no obedeció a la gente de Clifton, a su padre, a tantos y tantos que estaban en

desacuerdo con su relación con Guadalupe? Durante la ceremonia, mineros enardecidos

trataron de separarla de su esposo; consideraban su matrimonio como un sacrilegio. Ella

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consumó el matrimonio, perdió su santidad. Guadalupe cometió sacrilegio. Luego, la locura,

el descontrol, las acciones inconcebibles.

¿Qué hizo ella, sino darle su amor, sino confiar en él? Agente de Díaz… No, no es

paranoia… Él mismo lo gritaba en su locura… Que era enviado de Díaz para matarla o

hacerla regresar a México. ¿Un yaqui traicionando a la causa? ¿Por qué no? La traición es

cosa fácil para el hombre. El miedo y la rabia conducen a acciones impensables. ¿Qué

esperaba Lupe Rodríguez en su noche de bodas? ¿Qué esperaba, que ella no podía darle?

¿Acaso aquello que es tradición que la mujer entregue en forma de sangre? ¿No sabía acaso

que a los 15 años fue atacada sexualmente? Tuvo amor… Amor… Mejor pensar en Cruz que

en Guadalupe. Cruz de dolor… Cruz de pureza… Cruz de amor…

No, en Clifton Teresa no se olvidó de curar, de atender a los desposeídos. No dejó de

ser santa hasta el día de su fallido matrimonio. Ahora huía, pero su gente siempre estaba en

sus oraciones, su deseo de servir y de curar seguía intacto. Ya le escribiría a Tomás pidiéndole

perdón por su imprudencia y entonces podría volver a su lado.

La mente de Teresa continuaba viajando, de acuerdo a su costumbre, en distinta

dirección a la del tren... Cruz Chávez… Un revolucionario generalmente sabe organizarse,

sabe nombrar un gobierno provisional, conoce tácticas de guerra. ¿Conocías tú de ello, Cruz?

Dejaste todo en manos de Dios, Cruz; en manos de Teresa, tu santa. No sabías hacer la

revolución. Se te dieron atributos formidables que utilizaste con fortaleza e inteligencia, pero

te faltó decisión para acabar con el otro. Cruz que esperas, que crees y confías en el gran

poder de Dios dejando de lado el tuyo, tu gran poder de líder nato.

¿Te alcanzó la vida para arrepentirte, general José María Rangel? Cuatro años, que es

lo que sobreviviste a la masacre de Tomóchic, ¿no son muy pocos para limpiar tanto pecado?

El médico que te atendió en tus últimos días, Rangel, dijo que la enfermedad causante de tu

muerte se debía a secuelas directas por el agotamiento que sufriste en la campaña de

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Tomóchic. Si es así, algo de tus culpas pagaste. ¿Y tú, coronel Lorenzo Torres? ¿Cómo tienes

la conciencia? Tú seguiste creciendo, amasando fortunas, tierras, llegaste a general,

envejeciste, moriste de viejo. ¿Ningún rastro de dolor…? Los siete sobrevivientes del asalto

de nueve días a Tomóchic, Cruz entre ellos, asesinados a mansalva, sin juicio, sin formarles

frente… Como animales… Como animales quedaron regados los cadáveres de los valientes

que murieron en defensa de su libertad, su libertad de culto, su amor a ella, a Teresa, su

santa… Sus restos al viento, comidos por cerdos, perros, coyotes… El pueblo, quemado; el

recuerdo, vivo. ¿Y tú, Torres? ¿Y tú, Rangel? Donde estén, están pagando.

Señores tengan presente

Lo que les voy a cantar

El corrido de Tomochi

Que se ha vuelto popular.

El gobierno dio en idea

De acabar con los tomochis

Pero, de ruda pelea

Le costó sus días y noches

Con el 11 y noveno batallón.

Rangel en el cerro más alto

Con quinientos no se haya conforme

Porque abajo le aprieta el zapato

Y ay no encuentra vestido que le horme.

Por el cerro de la Cruz

Empezaron a tirar

Esos de pieza rayada

Que peleaban con afán.

Y Cruz Chávez les decía

No somos tortas de pan:

Aparédense, pelones,

que ahí les van,

para el 11 y noveno batallón.

Qué valientes que son los tomochis

Que supieron morir en la raya,

Desafiando la ruda metralla

Defendiendo su suelo y su hogar.

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Salieron ocho tomochis

Formados de dos en dos,

Gritándole a los pelones

¡Que viva el poder de Dios!

Qué bonito van marchando

Con el general al lado

y Cruz Chávez les gritaba

Esos vienen a dar dado

Con el 11 y noveno batallón.

Teresita de Cabora de mi amor

En la voz de Cruz resonaba

A los pelones el aliento les faltaba

Para morir y pelear con honor.

Gritaba un joven valiente

Madre mía tú me socorres

Que salga a pelear conmigo

Ese don Lorenzo Torres.

En Cabora está la gracia

Y en Tomochi está el poder

Qué gobierno tan ingrato

Que no sabe comprender

Con el 11 y noveno batallón.

En la historia se escriben renglones

De esa guerra sangrienta y feroz

Como moscas cayeron pelones

Defendiendo su gobernador.

Las mujeres en la torre

Qué buenas para tirar

La sangre que de ellas corre

Es sangre de libertad.

Los tomochis se acabaron

Y los pelones también,

Pero el Poder de Dios vive

Por ser el Supremo Bien.

Murió el 11 y noveno batallón.

Qué valientes que son los tomochis

Que supieron morir en la raya

Desafiando la ruda metralla

Defendiendo su suelo y su hogar.

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En Cabora está la gracia y en Tomochi está el poder… El corrido de Tomochi. Fuiste

famoso, Cruz. Vivo y muerto. Tu corrido se canta en todo México…

Teresa vuelve a emprender el vuelo retrospectivo. No dejaba de asombrarse del

impacto que su supuesta santidad causó en ese poblado de la sierra chihuahuense. Fueron a

verla a Cabora y la eligieron como su santa. Así. Porque los convenció. Porque su discurso, su

pureza, su capacidad para curar, su incansable espíritu de servicio –decían- les pareció

suficiente para aceptarla como enviada directa de Dios.

Ella era una niña, no sabía de revoluciones, no sabía de violencia. Aquella niña de

fines de 1891 no era la mujer que este año de 1900 viaja en tren huyendo de sí misma rumbo a

San Francisco, California, con un destino más incierto que nunca.

Abajo, el río. A la izquierda, la vía del ferrocarril por donde se fue la terca de Teresa. Sobre

las piernas, una cobija. Un café en su mano derecha. A su lado, Buenaventura, su hijo mayor,

el que parió Celena; el primero que tuvo incluso antes de procrear con Loreto Esceverri, su

esposa de acuerdo a las leyes de la iglesia y de la justicia porfirista.

- ¿Recuerdas a Loreto Villa, el segundo de Tetabiate? Pues lo traicionó. Lo mató. Le

tendió una emboscada en Mazocoba, hace unos días, el diez de julio de este año, 1901.

- Nunca me gustó ese hombre. No es de convicciones. La capital lo cambió mucho.

Tomás Urrea recordó la ocasión en que Loreto Villa e Hilario Amarillas fueron en

comisión a la ciudad de México para negociar que les entregaran sus tierras a los yaquis de

acuerdo al pacto que habían firmado en 1897 en Estación Ortiz. Seis meses estuvieron

alojados en hotel, conviviendo con políticos, comiendo comidas caras, vistiendo bien.

Visitaban el Palacio Nacional. Los obnubilaron. Los compraron. Ya en el yaqui, Loreto Villa

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trabajó para el gobierno, dizque como enlace. Era cuestión de tiempo para que la traición se

hiciera presente.

Tomás recuerda: Entre 1891 y 1893 se dio el mayor número de rebeliones contra

Porfirio Díaz. Catarino Garza, un periodista combativo, organizó un movimiento contra el

gobierno porfirista; a su muerte, le siguió el coronel Rafael Martínez; luego, Tomóchic; luego

Temósachic y Santo Tomás. Enfrentaban a una autoridad que cada vez limitaba más el campo

de acción de unos hombres acostumbrados a ser libres.

La paz de Ortiz, llamaron pomposamente las autoridades al acuerdo tomado con los

yaquis, Tetabiate al frente. Ortiz es un pueblo reciente, creado a partir de la construcción del

ferrocarril entre Guaymas y Hermosillo. Era un punto intermedio. Además, el ejército tenía

allí un impresionante cuartel militar. Las autoridades no tenían necesidad de pernoctar allí. Se

firmaba el acuerdo, se daba lectura a dos o tres discursos patrióticos en español, qué importa

que los yaquis no entendieran, y el tren ya estaba con sus motores encendidos, llenos los

depósitos de carbón, para regresar a las comodidades que ofrecía la civilización

hermosillense.

Después de años en guerra entre la tribu yaqui y el gobierno, se vivió un periodo de

tensa calma en lo que regresaba la comisión enviada a la ciudad de México y Tetabiate

esperaba en Hermosillo, alojado en la mismísima casa del gobernador Torres, hermano de

Lorenzo. Tetabiate se pasaba los días en los amplios jardines de la mansión tocando su

armónica. Dormía sobre la alfombra de la habitación que tenía asignada y nunca utilizó los

cubiertos que le colocaban a un lado de sus platillos de comida. Él esperaba pacientemente la

solución a un problema de siglos.

Cuando regresaron los enviados a la ciudad de México, luego de seis largos meses,

informaron de lo conseguido con la presidencia de la república: se les repartirían las tierras a

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los indios. ¿Repartirnos lo que es nuestro?, dijo Tetabiate, en lengua yaqui, pues nunca

aprendió a hablar español.

- También nos van a dar semillas, herramientas de trabajo… Nos van a construir

canales para que llegue el agua del río…- Eso dijo Loreto, pero Juan Maldonado ya no lo

escuchaba. Había vuelto a tocar la armónica, como lo hizo siempre, fuera tiempo de paz o de

guerra.

Maldonado sabía que los canales de riego que se construirían sobre sus tierras, no

conducirían agua para ellos, sino para las fértiles tierras del general Lorenzo Torres – ese

nombre, ese nombre, otra vez y siempre. Antes coronel, ahora general, la misma fiera-, que se

localizaban tierras abajo. Las mejores tierras de la región se las apropió Torres. Allí sembraba

trigo, maíz, garbanzo, hortalizas, forrajes…

- Son pretextos. Nada es para nosotros.

Con reticencia, pero los yaquis aceptaron. Loreto Villa empezó a recibir sueldo del

gobierno, como capitán de las fuerzas auxiliares. Más que segundo de Tetabiate, era su espía.

Cualquier pretexto bastaba para quitarles las armas a los indios. Loreto, el yaqui, el valiente,

estaba traicionando a su gente.

La mañana del 21 de julio de 1899, en Bácum, un grupo de indios intentó recuperar

unas armas que les había arrebatado Villa, 66 en total, y un subalterno de Villa los recibió con

fuego. Los indios respondieron y Villa estuvo a punto de morir. La paz de Ortiz había llegado

a su fin. Para el 23 de julio, el ejército ya había matado a más de 60 indígenas, 40 de ellos

prisioneros asesinados a mansalva por el general Lorenzo Torres, enardecido porque los

indios le habían matado a un sobrino.

- El gobierno tiene copada la región del yaqui con seis regimientos. Esto parece no

tener fin.

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- Ni lo tendrá, - balbuceó don Tomás, alejando su mente del sombrío panorama que le

narraba Buenaventura.-… El gobierno no se va a salir del valle del yaqui hasta que no quede

un solo indio. Lo peor está por venir, acuérdate de mí. Sin Cajeme y sin Tetabiate, los yaquis

no van a poder contra el gobierno. Pero acuérdate de mí: aún sea un solo yaqui el que quede

vivo, éste enfrentará al gobierno tratando de recuperar lo suyo.

- Entre los sublevados andan algunos de lo asaltantes de Nogales, como Juan

Siguilimea.

- Que sigan ellos que pueden. Yo ya me cansé. La loca de tu hermana decidió que nos

viniéramos, todo para desobedecerme y casarse con ese traidor. Ahora ahí va a lugares que no

conoce. ¿Qué va a ser de ella, Buenaventura?

También corría el rumor de que Teresa andaba con los yaquis, luchando y sin dejar de

curar. Pero eso era una invención de Lauro, que no se detenía ante nada con tal de lograr sus

fines. ¿Teresa en México? Imposible mientras gobierne Porfirio.

- ¿Qué dicen los yaquis de Teresa? ¿Qué es de Cabora?

- De Teresa se habla poco. Los mayos son los que la siguen recordando. Cabora está

bien, produciendo. La tienen tus hijos, los que tuviste con Loreto. Allí los vaqueros y las

sirvientas se acuerdan mucho de ustedes. Preguntan que si cuándo regresarán.

¿Cuándo? ¡Nunca! Al menos él no, de eso estaba seguro Tomás. Se cubrió el pecho

con la cobija, se recargó hacia atrás y cerró los ojos. Buenaventura le quitó la taza de café de

su mano derecha y se alejó sin hacer ruido. Dentro, Gabriela lo esperaba con una taza de café

recién hecho.

- ¿Aquí no toman pinole de maíz? –, preguntó.

- Ya ni me acuerdo de su sabor- , dijo Gabriela, dando un sorbo a su bebida sustituta.-

Aquí se toma café. Café en la mañana y café en la tarde. En la noche no, porque quita el

sueño.

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Tomaron café, recordando el sabor del atole, del pinole y del chocolate caliente.

Teresa y Cruz Chávez

A Dios rogando y con el mazo dando, era el grito de guerra de Lauro. Lauro llegó y la vida se

transformó para los Urrea, desde Cabora. El ingeniero Aguirre, nacido en un pueblo de

Chihuahua, educado en ciudad de México, casado en Chiapas con una guatemalteca, era

espiritista y anti porfirista al igual que Tomás.

¿Sería este el momento para pensar en los últimos días en El Paso, antes de viajar a

Clifton? Las grandes discusiones entre ella, Lauro y Tomás, luego del fracaso de los ataques a

Palomas, El Pegüis y Nogales. No son fracasos, decía Lauro. Él no veía la sangre inocente

que corrió, sobre todo en Nogales. En toda revolución hay muertos, justificaba. Si es así, dijo

Teresa, la revolución no es para mí. Y allí empezó todo. Había necesidad de salir de El Paso,

alejarse del cónsul que tenía sitiada su casa, que seguía sus pasos, que no le daba respiro.

Otros aires, se dijo. ¿Y México?, decía Lauro. ¿Y Cabora?, decía Tomás.

- Ya los perdimos. Para siempre.

Lauro dijo que no, que él no se resignaba, que seguiría luchando. Tomás le pedía a ella

que reconsiderara, pero la decisión ya estaba tomada: no más lucha abierta; no más muertes.

Su padre, fiel, como siempre, la siguió. Lauro, terco, empecinado, se quedó en El Paso a

continuar con su sueño.

Es verdad que las revoluciones se hacen para ayudar a los que menos tienen. La guerra

de independencia de México, criticada en principio, sirvió para que se viviera mejor. Igual la

guerra de los Estados Unidos llevó a su pueblo al progreso. En México ya era indispensable

una transformación y para ello había que quitar de en medio al dictador; pero ella no podía

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con sus manos pintadas de rojo. Estaba de acuerdo con Lauro: no se podían condenar las

revoluciones, pero sus manos no recuperaban su color de antaño. El derramamiento de sangre

no era para ella, aunque estaba convencida de que no eran los revolucionarios los ladrones y

los asesinos, sino los gobernantes. Nadie llega al poder libre de culpa. Quien tiene el poder,

necesariamente tiene las manos sucias.

No, ya no volaba. Dios ya no le hablaba. Era tiempo de ceder su lugar a otros. No

había razón para seguir. A fin de cuentas, Teresa siempre supo que sus poderes eran

temporales, no había por qué alarmarse. ¿Por qué duele la muerte? No la propia; la de otros, la

de los inocentes. La de Cruz… Cruz Chávez, el místico; Cruz Chávez, el rudo hombre de

campo; el fiel, el honesto, el intachable...

Al momento de su muerte, Cruz traía un morral en su hombro que contenía cartas que

Teresa le había enviado, y entre éstas un retrato de ella que guardó amorosa y reverentemente

en el pecho antes de su muerte. ¿Qué decía Teresa en esas cartas? ¿Eran cartas de amor? No.

Nunca. Ella era una niña. Él era un hombre casado y fiel. Además, siempre la consideró santa.

En las cartas, Teresa recomendaba templanza y amor al prójimo, ayuda al desvalido, piedad

para el vencido, socorro al moribundo. Decía que la caridad era el camino más seguro hacia

Dios. Exhortaba al cumplimiento de los diez mandamientos de la Ley de Dios. En ninguna

carta se incitaba a la rebelión. Todas estaban impregnadas de una fuerte naturaleza

contemplativa que la rebelaba como poseída de un misticismo extraordinario. Eso lo recuerda

ella claramente.

¿Y las cartas que Cruz le envió a Teresa? Se perdieron en Cabora. ¿Qué decía Cruz?

Igual. Hablaba, también, del amor al próximo, del amor a Dios. También le comentó todo lo

que ocurrió previo al ataque del siete de diciembre y todo lo que vivieron en la travesía hacia

Cabora. Le contó con lujo de detalles el enfrentamiento que tuvieron con la gente de Emilio

Enríquez en el Álamo; su peregrinar de más de un mes por la sierra de Sonora y Chihuahua,

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ayudados por los rancheros de la región; su regreso a Tomóchic a principios de febrero de

1892. Bastaba, le decía en sus cartas, con que los rancheros supieran que eran los tomoches

que adoraban a la santa de Cabora, para que los protegieran y les dieran cobijo y alimento.

Teresa, a su vez, le enviaba folletos y artículos religiosos; un polvo blanco, especial

para limpiar el alma y no permitir que las balas enemigas les hicieran daño; circulares

impresas por Lauro Aguirre donde invitaba a la rebelión, porque en esas andaban y había que

ayudarlos. También daba respuestas a preguntas de habitantes del pueblo en torno a la

religión. En fin, correspondencia fluida entre ambos. Ella también le decía que no era santa y

él, invariablemente, le contestaba que eso lo había decidido Dios y ella no podía huir de su

destino.

A fines del 1891, Los tomochitecos fueron a Chihuahua a recuperar unas imágenes

religiosas que un subalterno del gobernador Lauro Carrillo extrajo del templo sin permiso,

nomás porque le habían gustado a la esposa del gobernador. Se las habían tratado de comprar,

pero la religión no se vende; entonces, los subalternos cortaron el lienzo dejando sólo el

marco. Se las robaron. La comisión permaneció en Chihuahua hasta que se las regresaron. Las

mujeres del pueblo las volvieron a coser para que quedaran en su marco.

Los tomoches decidieron independizarse del gobierno y de la iglesia. Ese fue el origen

del conflicto, pensaba Teresa, al lado del doctor Burtch. ¿Había necesidad de mandar al

ejército? ¿Era necesaria tanta rudeza de parte del gobierno?

No. No, los tomochitecos no eran violentos; no pensaban en derrocar al presidente de

la república, ni siquiera pensaban en el gobernador del estado. Sólo querían libertad de culto;

sólo querían trabajo; sólo pedían que se les viera como lo que eran: personas honestas y

trabajadoras. Una de las grandes preocupaciones de Cruz Chávez y los tomochitecos en

general era que se les acusara de deshonestos. Cruz le comentó a Teresa en sus cartas que en

el camino a Cabora tomaron, de un cargamento de los hermanos Medrano, unas cajas de

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galletas, un poco de azúcar y dos cajas de manta, pero que estaban dispuestos a pagar la

cantidad correspondiente. También en el caso de El Álamo, donde no tomaron nada, enviaron

a un civil a comunicar de los sucesos al presidente municipal de Batacosa, para que diera fe

de que ellos no robaron nada. Honestidad a carta cabal.

El estado de Chihuahua vivía gran agitación política en ese tiempo. ¿Y dónde no,

pensaba Teresa, con un tirano como Díaz en el poder? Si en Sonora Luis Emeterio Torres,

Ramón Corral y Rafael Izábal se intercambiaban el poder, disfrazando su dictadura, en

Chihuahua la pugna entre los terratenientes Luis terrazas, ex gobernador y dueño de casi todo

Chihuahua y el gobernador Lauro Carrillo, que contaba con el apoyo de Díaz, era sin tregua.

Terrazas estimulaba rebeliones contra Carrillo, como ya lo había hecho en Temósachic, dos

años antes. Pero en el levantamiento de Tomóchic no hubo injerencia de este tipo. La

represión excesiva de que fue objeto Tomóchic sí obedece a esa pugna. Al pueblo de

Tomóchic le tocó ser la víctima expiatoria consecuencia de las pasiones políticas de su

tiempo, a pesar de que sus habitantes no tomaron participación alguna en ellas. Terrazas había

sido gobernador, pero en la lucha electoral entre Porfirio Díaz y Sebastián Lerdo de Tejada,

Terrazas apoyó a Lerdo, al igual que su padre, pero Terrazas era cacique, terrateniente

poderoso, y su padre no. Esa era la gran diferencia entre uno y otro.

Díaz, que siempre se apoyaba en los caciques regionales para gobernar, hizo una

excepción con Chihuahua, e ignoró a Terrazas. Éste buscó a toda costa el poder. Apoyó

rebeliones como la de Temósachic, incrementó su poder al unir su familia a la de los

poderosos Creel, y nunca dejó de enviar mensajes a Díaz, buscando congraciarse con él. La

familia Terrazas también exportó grandes cantidades de ganado a los Estados Unidos,

controlaba el Banco Minero, y desempeñaba un papel importante como intermediaria e

incluso socia de empresarios extranjeros que invirtieron en el Estado. Incluso apoyó a través

de terceras personas a su periódico El independiente. No era tiempo de ponerse dignos, decía

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Lauro. Tratándose de dinero para apoyar la revolución, no importa de dónde venga ni con qué

intenciones se entregue. Rio Teresa al recordar esa frase, pues ella luego hizo famosa la suya:

la revolución es la revolución y el dinero hay que cogerlo de donde esté. Lauro conocía bien

el negro historial de Terrazas y de Creel porque, Chihuahuense al fin, nunca dejó de

interesarse en los acontecimientos de su entidad natal.

Ella les había prometido el paraíso en la tierra; les había dicho que no era necesario

morir para gozar de las bondades que ofrecía el reino de Dios. Que él vendría. Se los había

prometido y los tomoches y los mayos y muchos más le habían creído. Dolor, dolor profundo,

aléjate. Culpa, vete. Cruz Chávez, vive.

Tomás y Cruz Chávez

¿Ya no veré más cerros verdes? Aquí todo es cobrizo, observa Tomás Urrea, sin dejar la taza

de café que sostiene en su mano. ¿Por qué aquí no construyen con adobe? la tierra es térmica;

la madera, por delgada, no. La piedra, tampoco. Piedra y madera son fríos en invierno,

calientes en verano. El adobe protege de las altas y bajas temperaturas. Cobija. Ya no trabaja,

Tomás. Desde que se fue Teresa, la vida dejó de tener sentido. Mucho tiempo pasó para que

empezara a leer las cartas que semana a semana le llegaban de diferentes lugares de los

Estados Unidos, cada vez más al norte. Pero las leyó y ahora las contestaba. Esperaba día a

día que le llegaran más, con noticias refrescantes de su adorada hija. También recibía

correspondencia de Lauro, a veces de la cárcel, a veces desde los diferentes lugares donde se

escondía de la justicia, o desde donde lanzaba sus proclamas. No más ataques, sí más

llamados a la lucha.

Las movilizaciones contra el dictador aumentaban día a día. La integración de gentes

como los hermanos Flores Magón había dado nuevo impulso a la lucha. Y Teresa, lejos;

Teresa extraviada; Teresa embarazada... Embarazada a punto de parir… Será niña, le decía

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Teresa… se llamará Laura en homenaje al bueno de Lauro… Laura… Lauro… Una hija, su

nieta…

El coronel Lorenzo Torres, ex gobernador de Sonora, que llegó a Cabora el 28 de

diciembre, dos días después del enfrentamiento entre Chávez y Enríquez, mandó fusilar a

Jesús José Chávez en él Álamo, para hacerlo ver como muerto en el combate, e inició una

infructuosa persecución contra los tomochitecos por la Sierra Madre, hasta donde los caballos

lo permitieron, cerca de la frontera con Chihuahua.

La gente de la época se mostraba hostil con el ejército. Sentía, en cambio, simpatía y

admiración hacia los valientes tomochitecos. Los consideraba semidioses, invencibles, pues

ellos tenían la protección de la santona más importante de la época. Los tomoches disparaban

sólo a oficiales; eran expertos tiradores y manejaban a la perfección rifles Winchester, de

repetición, contra los remington de un solo tiro que portaba el ejército. Los soldados mismos

temían enfrentarse a esos monstruos capaces de acabar con ejércitos enteros, siendo ellos

apenas un puñado. Luego, lo que el ejército sospechaba, sucedió: habitantes de pueblos

aledaños se unieron a la causa. El peligro que representaban los fanáticos tomoches, lejos de

desvanecerse, creció.

Tras más de un mes por la sierra, escabulléndose de los ejércitos de Sonora y de

Chihuahua, escondiéndose en ranchos donde eran bien recibidos y protegidos -el coronel

Lorenzo Torres se quejaba de que los rancheros borraban las huellas de los rebeldes- , los

tomochitecos regresaron a su pueblo a morir con los suyos. Iban decididos a todo. Trabajaban

la tierra con su arma al hombro, rezaban con su arma al hombro, vivían con su arma al

hombro, siempre alertas.

Pero, aparte de los malos tiempos políticos, también eran épocas malas para la siembra.

Una prolongada sequía aquejaba a todo el noroeste mexicano y la cosecha no se daba. Hubo

hambruna. Hubo que pedir ayuda al gobierno, misma que llegó, pero tarde e insuficiente. Se

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acudió al cacique Reyes Domínguez, cuñado de Cruz, quien se negó a vender el maíz de sus

almacenes. Entonces, lo tomaron con la consigna de que lo pagarían. Reyes Domínguez los

acusó de ladrones, el peor cargo que se les podía hacer. La tensión creció.

Del Cruz Chávez, bravucón, peleonero, explosivo, quedaba poco. Ahora hablaba lo

indispensable; se dejó crecer la barba; rezaba siempre. Aquella niña, aquella muchacha buena

que hablaba con Dios y que le dictaba cosas a hacer, lo había transformado. Él decía que

usarían sus armas sólo para defenderse. Que nunca dispararían primero; que sólo de esa

manera la protección de la santa con sus polvos mágicos los protegería de la muerte. Si

alguien muere en combate, decía Cruz, resucitará al tercer día por obra y gracia de Teresita, la

santa de Cabora.

Cruz Chávez y los tomoches esperaban el nuevo ataque. Practicaban el tiro al blanco,

comían lo indispensable para no acabarse sus escasas reservas. Las familias que no seguían a

Cruz, Reyes Domínguez entre ellas, salieron del pueblo. Todo estaba listo y Cruz lo sabía.

Cada vez que abría la boca repetía la consigna: no disparen primero.

No disparen primero… No disparen primero… Dios nos protege a través de la santa… Se

untan estos polvos y ninguna bala les hará daño… Cruz… Don Tomás Urrea nunca pudo

entender a ese hombrezote que pudo ganar al ejército porfirista y se quedó esperando a la

muerte. Y la muerte llega, pensaba Tomás que sabía de su cercanía. Teresa, también. Le decía

que se preparara, pero no le decía si vendría antes del fatal desenlace. Él esperaba. Que no

tarde, decía. Mi tiempo se agota. Ven, Teresa, ven y trae contigo a tu hija… No hay rencor.

No hay pecado. Aún sin ser tu hija producto del amor, no hay pecado. Trae contigo al

jovencito que te sirve de compañía; el que te ahoga la soledad con su fuerza íntegra. Ven. Mi

admiración por ti continúa igual. Mi amor por ti no cede. Ven, para que guíes mi tránsito

hacia la muerte…

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Teresa: primer ataque a Tomóchic

Es mentira que Cruz dijo no reconocer en la tierra más ley que la de Dios, porque sabían y

estaban persuadidos que en la sociedad ha de existir un gobierno que la dirija; pero en materia

religiosa la ley les garantizaba el ejercicio del culto que profesaban… ¿No es así?, preguntaba

a la concurrencia Manuel González, de gran parecido con Cruz Chávez, en aquella reunión en

casa de Teresa, en El Paso. Ese fue un burdo pretexto para atacarlos, continuó. En realidad, el

gobernador estaba ofendido porque esos mestizos ignorantes le habían reclamado los lienzos

que, según él, le habían regalado a su esposa. ¿Qué le importaba al gobierno en ese entonces

la cuestión religiosa? ¿Qué le importaba ese lejano pueblo de no más de 200 habitantes, pobre

y de difícil acceso? Importaban las minas de plata que había en los alrededores, casi todas

propiedad de extranjeros. Importaba que el orden no se saliera de control. No los serranos, no

el fanatismo, no el cura con sus gritos exigiendo castigo a los herejes. Importaba el orgullo

herido.

Ocho días antes del siete de diciembre fue sitiado uno de los tomoches por unos

soldados que lo amenazaron con aplicarle la leva, ley porfirista que obligaba a los hombres

mayores de 21 años a enlistarse en el ejército. La ley se aplicaría a todos los tomoches, para

que entiendan que con el gobierno no se juega, le dijeron. El ambiente se enrareció para los

pacíficos tomoches, que no portaban armas para matar seres humanos desde que se había

acabado la lucha contra los apaches, años atrás.

El siete de diciembre de 1891, Cruz y su gente se encontraban rezando cuando

recibieron la noticia de que estaban sitiados. Salieron de la iglesia con la intención de

dialogar, pero tuvieron que refugiarse en el cerro de la cueva a causa de una fuerte descarga

que sufrieron de parte del ejército, que los persiguió como media legua. Eran como 150

soldados y ellos 43, la mayoría desarmados. Sólo unos cuántos pudieron tomar sus rifles. Ese

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día no hubo muertos ni de uno ni de otro lado. Aunque los persiguieron, ellos no dispararon ni

se separaron. Ya que se hizo de noche y comprobaron que no los seguían, tomaron la

determinación de ir a Cabora a ver a su santa.

En el camino a Cabora siempre mantuvieron una actitud defensiva y sólo cuando los

atacaron en el Álamo se vieron obligados a defenderse. Comían galletas que tomaron de la

diligencia de los hermanos Medrano. El frío congelante del invierno se lo quitaban haciendo

fogatas y cubriéndose con unas mantas tomadas a los mismos Medrano. Casi 20 días duró la

travesía al rancho de Cabora bajando por arroyuelos, escalando pendientes, enfrentando

animales feroces. Antes de llegar los alcanzó un vaquero de don Tomás, informándoles de la

emboscada que les preparaba Enríquez en El Álamo.

- Pues emboscaremos a los emboscadores-, dijo Chávez, disponiendo lo necesario para

enfrentar el momento. Rodearon el cerro que los separaba del lugar donde los esperaba el

contingente y atacaron de sorpresa, por detrás. El descontrol de los soldados fue total. Se hizo

una desbandada. El primero en caer fue Enríquez; luego, el alférez Lomoisse. Los soldados

corrían sin dirección, tropezando unos contra otros, disparando sin rumbo, terriblemente

asustados. La gente de Cruz hizo unos cuantos disparos más, y cayeron cinco soldados.

- Suficiente-, dijo Cruz.- Los soldados son gente como nosotros. No más disparos.-

Enviaron a uno de los suyos a Batacosa para que viniera a comprobar que no se habían robado

nada de lo que llevaba la columna, y entonces sí se dirigieron a Cabora cargando a Jesús José,

que había resultado herido en la refriega.

Hasta ese día, habían ido grupos reducidos de Tomóchic a Cabora ¡Nunca un

contingente entero! La emoción que experimentaban era enorme. Para la mayoría, era la

primera vez que verían a aquella niña prodigiosa que había transformado sus vidas. Conforme

avanzaban, el aire se volvía denso, de expectación, la respiración contenida, tratando con ello

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de controlar al corazón que se salía de lugar. Las armas siempre dispuestas por lo que pudiera

ocurrir. No querían otra sorpresa.

Las primeras noticias no fueron buenas. La santa no estaba. Había desaparecido horas

antes, y no se sabía a dónde había ido. Dentro de la casa no estaba. Por los alrededores,

tampoco. Había mucha gente afuera de la casa, la mayoría indios mayos. Ni un soldado. Unos

trabajadores del rancho les salieron al paso y les dijeron que Teresa había tenido que salir,

pero que les dejaba sus bendiciones. Se dirigieron a la capilla que estaba a un lado de la casa,

abriéndose paso entre ciegos, tullidos, tuberculosos y demás, que los miraban con admiración.

–Son los tomoches-, decían, y el rumor se expandía hasta llegar a la última persona que se

encontraba allí.- Son los valientes tomoches, que no le temen a nada ni a nadie. La niña

Teresa dice que son los hombres más fuertes que hay sobre la tierra -. Y nuevamente el rumor

de sonidos de admiración lo inundaba todo.

Ya estando dentro de la capilla, Cruz y su gente rezaron, lloraron, invocaron el nombre

de Teresa; cantaron loas, rindieron sus armas a una gran fotografía de la niña, que estaba al

frente del pequeño cuarto rodeada de veladoras; se flagelaron. Afuera, la gente se emocionó al

escuchar los gritos y cantos de aquellos valientes que desnudaban su alma ante la sola imagen

de su santa.

Alguien entró y les avisó que el ejército venía en camino.

- Los enfrentaremos-, dijo uno de ellos.

- Aquí no –, respondió rápidamente Cruz.- Este lugar es sagrado. Vámonos. Si nos

siguen y nos atacan, entonces nos defenderemos. Mientras, no. Así lo ordena la santa.

Dejaron al hermano herido, que tenía mucha fiebre, para que se restableciera y

reemprendieron el camino de regreso a su tierra. Más de un mes anduvieron escondiéndose

del contingente del coronel Torres integrado por casi 200 soldados. Tenían prohibido disparar

sus armas para no delatar su ubicación. Más de un mes jugando al gato y al ratón con los

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soldados. Comían raíces crudas, porque tampoco podían hacer fuego. En ocasiones, los

rancheros del lugar los llevaban a sus establos para que durmieran y les daban alguna comida

caliente. También se encargaban de borrar sus huellas. La gente los quería, ni dudarlo; los

respetaba. Eran los tomoches, los valientes que habían decidido independizarse de cualquier

autoridad que no fuera la de la santa de Cabora.

Cuando se enteraron por los rancheros que habían cruzado la imaginaria línea que divide

a Sonora de Chihuahua, respiraron tranquilos. Entonces se reunieron a discutir su futuro.

Sabían que, al regresar, las cosas no serían fáciles para ellos, pero allí estaban sus mujeres y

sus hijos. Allí estaban sus padres. Aún así, había quienes pensaban que lo mejor era no

regresar y enviar por sus familias. Pero, ¿dónde vivirían? Una cosa es que los hombres anden

a mata caballo, sin rumbo, sin comida, sin cobijo, y otra es que los pequeños y las mujeres lo

hagan. La decisión se tomó: regresarían, aunque en ello les fuera la vida.

Manuel González conocía detalle a detalle la travesía de los tomochitecos, porque él los

acompañó en el viaje. Lo que platicaba, Teresa lo podía comprobar en las cartas de Cruz,

donde le explicaba lo que habían padecido en ese viaje y la decisión a la que habían llegado.

Regresaron rastreando a la muerte.

Tomás y la deportación de los yaquis

A partir de ese año, el de su muerte, 1902, los yaquis empezaron a ser deportados a Yucatán

y Oaxaca. Allá se necesitaba mano de obra barata para trabajar en los campos henequeros y

los mayas, antiguos dueños de la península de Yucatán, eran, a su vez, deportados a Cuba, o

estaban presos o muertos. Traer negros de África o chinos de su país era una opción, pero

resultaba caro por la larga travesía que recorrían. Fue más cómodo llevar yaquis, mismos que

se ofrecían a precio de ganga. Se mataban dos pájaros de un tiro de acuerdo a la política

modernizadora de Porfirio: se acababa con la desgastante rebelión de los yaquis, por un lado,

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y se resolvía el problema que representaba la falta de mano de obra en Yucatán, provocada

por la negativa de los mayas a trabajar el henequén, para los grandes hacendados de la región.

Una vez en Yucatán, a donde los llevaban unos trechos en barco, otros caminando, y

otros en tren, los hacendados pagaban $65.00 por ellos. Buen negocio, pensaba Tomás en su

lecho del que ya no se levantaría. Apenas dos días antes se había ido Buenaventura dejándolo

en excelente estado de salud, ahora tenía una terrible fiebre que se negaba a ceder.

¿Y Teresa? Pariendo. ¡Teresa pariendo hijos con un muchachito de escasos 18 años!

Un acceso de tos le impide pensar. La simbiosis Teresa-Tomás se había dislocado con la

partida de ella y ahora parecía romperse definitivamente. Quedaba, desde luego, la posibilidad

de comunicarse desde el más allá, pero era sólo eso: una posibilidad. ¿Por qué no viene

Teresa, si ya le escribió confirmándole lo que ella le había dicho respecto de su ya próxima

muerte? Ella le había asegurado siempre que no había rencor por haberla hecho pasar la niñez

lejos de él; que no le reprochaba nada, más bien le agradecía todo lo que habían vivido juntos.

¿Por qué no viene, entonces, a su lecho de muerte?

Nadie se opuso abiertamente a su deportación. En ese momento no hubo amigos. Ni de

Batacosa, ni de El Quiriego, ni de Álamos, ni de Navojoa, ni de Guaymas. Los periodistas que

se decían amigos, callaron. Los espiritistas, que se decían amigos, callaron. El pueblo se

manifestó en Guaymas, pero débilmente. Y no protestaban contra el encierro y la posible

deportación, no. Simplemente querían ver a su santa, querían que los curara, que les bendijera

alguna imagen, algún retrato, algún santo. Protestaban porque no podían verla. La violencia,

la represión, eran normales para los guaymenses. Tal era el miedo que provocaban los

Corrales y los Torres. Los mayos huían del peso terrible de la justicia asesina que les aplicaba

Bandala; los yaquis, dispersos, actuando en guerrillas y escondiéndose en el cerro del bacatete

y entre los indios mansos que trabajaban en los ranchos, nada podían hacer por ellos. Los

ricos que tanto pregonaban su admiración por Teresa y su convicción de que había que

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enfrentar a los representantes del dictador, se esfumaron. Solos. Quedaron solos. Solos

viajaron a Guaymas y de no ser por Lauro que organizó la gran bienvenida en Nogales, solos

hubieran llegado al lugar de su exilio.

¿Valen la pena? Las luchas, ¿valen la pena? ¿Qué ganaron ellos? ¿Qué ganaron los

tomoches? ¿Qué los yaquis, a quienes han desarticulado y no pararán hasta que sea aniquilado

el último de los de su raza? Él morirá sin poder ver de nuevo sus tierras, su gente, sus

querencias. A ambos, a Teresa y a él, los han desquiciado con tantas persecuciones, traiciones,

investigaciones. Hasta Clifton los siguieron. Prácticamente no podían salir de su propia casa

sin el temor a ser atacados. Intentos de asesinato, sobornos, muerte de personas cercanas,

queridas; todo por una lucha sin futuro, una lucha de débiles contra fuertes. ¿Qué significa

para él Clifton? ¿Qué es Clifton, sino un pueblo con construcciones de piedra y madera, entre

cerros colorados de tierra que no produce alimento, sólo metales que para él no tienen valor?

Clifton es su tumba y eso lo supo desde aquel terrible día en que Teresa decidió que allí

vivirían para alejarse del peligro latente que significaban los espías del gobierno mexicano.

Y los espías llegaron hasta allí. Llegaron vestidos como mineros, en forma de

enamorados para terminar de descomponerlo todo. Él lo supo, pero Teresa no. Ella, en su afán

por ser en Clifton una mujer como todas, cerró los ojos al entendimiento y creyó que había un

lugar para ella en el amor terrenal. Se perdió, Teresa, y perdió. Él lo sabía, pero ella no.

Guadalupe Rodríguez estaba en la cárcel y sólo muerto saldría de allí. Antes, terminaría de

enloquecer. Se ahorcará, le había dicho Teresa en una de sus cartas, y sí, ya lo había intentado

en dos ocasiones, sin éxito. Ahora ella huía de lo único que no podía huir y él la necesitaba en

su lecho de muerte para decirle que la amaba, que fue bueno lo que vivieron juntos a pesar de

tantas dificultades; que fue bueno vivir tantas experiencias diferentes con ella y con Lauro,

aunque no hubieran conseguido su objetivo.

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Tomás quería compartir las culpas de Teresa antes de morir. Quería decirle que él fue, en

mucho, corresponsable de lo que aconteció en Navojoa con los mayos. Que él estimuló a Juan

Tebas y Totoligoqui para que atacaran Navojoa. Quería decirle una vez más lo orgulloso que

estaba de ella por el firme carácter que había manifestado siempre, aún en las peores

circunstancias. Quería abrazarla y decirle cuánto la amaba, pero Teresa no escuchaba su

ruego. Sí, le contestaba sus amorosas cartas con otras cartas de amor, pero le decía que no

estaba lista para enfrentar de nuevo a los fantasmas que merodeaban Clifton. Habría que tener

fuerzas, aguantar hasta que la niña de sus ojos decidiera regresar.

Teresa: segundo ataque a Tomóchic

La mole de hierro no para de moverse en el loco viaje al lugar desconocido. En san Francisco

viven muchos chinos. Ella conoció a los chinos en Arizona; en Sonora nunca los vio. Y es

que, ¿qué conoció de Sonora? Navojoa de niña, Batacosa de adolescente y luego supo que se

encontraba en Guaymas, pero no lo conoció. Pasó por Hermosillo, Magdalena e Ímuris en el

tren de la expatriación, pero tenía prohibido asomar siquiera la cabeza hacia afuera. El viaje lo

hizo en un compartimiento cerrado, sin acceso a la vida que se ofrecía más allá de la vía. No,

no conoció Sonora más que lo que le platicaban. En sus viajes astrales nunca recorrió

Hermosillo. Supo de él por su primo Ignacio, espiritista, con quien tuvo varias sesiones; lo

supo por Pomposo, ¡Pomposo! ¡Qué nombre! ¡Qué asco de hombre! ¡Ese nombre huele a

traición! Supo que era la capital de Sonora; supo que las casas de allí eran de paredes altas y

gruesas, que las calles eran angostas, que en verano era más caliente que Cabora y en invierno

más frío. Nada más. En Hermosillo y en Magdalena, le decían, también vivían muchos

chinos, pero era todo lo que sabía de ellos.

Allá iba, a san Francisco, puerto de desembarco de chinos. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto

tiempo le llevaría curar al niño enfermo? Los periódicos de allá hablaban de ella, le había

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dicho el doctor Burtch; la conocían; la recibirían con algarabía. No, ella no quiere eso. Quiere

silencio, soledad. Quiere que sus manos recuperen el color de su piel.

De febrero a agosto de 1892, Cruz siguió escribiendo a Teresa y ella contestándole.

Durante ese periodo, hubo negociaciones entre enviados del gobierno y Cruz y su gente.

Todos los emisarios regresaban a la ciudad de Chihuahua convencidos de la inocencia y

buena fe de los tomochitecos; o al menos eso es lo que pretendían hacer creer a Cruz. Nunca

bajaron la guardia, los tomoches. Durante mucho tiempo habían sido protegidos del gobierno

que en todo los consentía. Era cuando los necesitaban para que combatieran a los apaches.

Una vez que se acabó esa guerra gracias a ellos, y eso el gobierno lo reconocía, los privilegios

se acabaron. Terrazas se apropió de una gran extensión de terrenos, vendieron otros a

extranjeros para que extrajeran la plata que guardaban sus cerros, les impusieron leyes

desconocidas para ellos hasta entonces, entre ellas la leva.

El 2 de septiembre del mismo 1892, el ejército, con alrededor de 350 soldados, atacó el

pueblo de Tomóchic, defendido por 60 seguidores de Teresa. Se habían incorporado a la

defensa niños de hasta 12 años y algunas mujeres. Los tomochitecos, grandes conocedores del

terreno y de las armas, asestaron al ejército una escandalosa derrota. Los tomoches sabían

incluso de señales de humo, como secuela de sus luchas contra los apaches. Además, los

soldados sabían que la santa de Cabora los protegía y, gracias a su poder, los había hecho

invencibles. Varios de los soldados aprehendidos después del enfrentamiento aseguraban que

de la iglesia salió una mujer de largo pelo negro, montando un caballo blanco y tras ella miles

de personas disparando sus armas. Que por eso no pudieron ofrecer pelea.

Manuel González narró cómo uno de los tomoches se separó del grupo avanzando entre

los disparos de los soldados, comentando que se había untado los polvos de la santa y nada

podrían hacerle. Todos le gritaban que se regresara, pero él seguía avanzando sin que ningún

disparo lo tocara. Ya casi por llegar a donde estaba el atemorizado pelotón, una bala enemiga

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le rozó una rodilla. Arrastrándose, regresó a donde lo esperaban sus compañeros. Él reclamó a

Cruz.

- ¿No me dijiste que si peleaba con fe las balas no me dañarían?

- Es que no tuviste suficiente fe-, le contestó Cruz.

Pero estaba vivo. Y vivos quedaron todos. El mito de los tomoches tocados por Dios a

través de la santa de Cabora creció, y su fama atravesó las fronteras de Chihuahua rumbo a

Sonora, Arizona, Texas, Nuevo México, Coahuila.

Los soldados corrían en su loca huida, huyendo de los certeros disparos de los tomoches.

El general Rangel se salvó de morir al esconderse en una cabaña en las afueras del pueblo,

gracias a la negativa de Cruz Chávez a que sus hombres persiguieran al derrotado ejército.

Cruz dijo que la santa le pidió que los dejara ir.

Un estremecimiento recorre el cuerpo de Teresa. No, ahora no, se dice. ¿Por qué me

va a suceder ahora? El sudor perla su rostro empalidecido.

- ¿Algún problema, Teresita?- , preguntó el doctor.

- ¿Por qué vine, doctor? ¿Por qué vine?

- Vienes a curar a mi sobrino, Teresita.

- Necesito a Mariana, a José Luis, a Lauro, a mi padre… Me siento…

- Yo soy médico, no lo olvides.

Teresa ya no dice más. Pierde por completo el control de su cuerpo. De su boca salen

sonidos incoherentes; sonidos agudos, como de una niña de cuatro años. Habla en una lengua

desconocida. Convulsiona. El doctor sabe lo que tiene que hacer: la sujeta, le coloca un

pañuelo en su boca, que Teresa muerde con fuerza. Coloca su cuerpo sobre el de Teresa y así

la controla. Un minuto después, todo vuelve a la calma.

- No sé si vaya a poder, doctor. Dios se ha alejado de mí.

- Podrás, Teresita. Tus manos, tu voz, toda tú eres mágica.

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Una tregua. Teresa se toma una tregua en forma de vaso con agua. Decide no

retroceder más en el tiempo. Decide no volver a Clifton, aceptar la propuesta que desde hace

años le hace una compañía médica para que lleve sus habilidades por todo Estados Unidos,

Europa y medio oriente.

- Conoceré el medio oriente… Estaré en la tierra donde nació Jesús. Tal vez allí se

devele la razón del por qué de mis habilidades…

- Sí, Teresita…

Y la mente regresa. Se estaciona en la imagen del mayor Santana Pérez, compañero de

Cruz en la lucha contra los apaches, y que prefirió traicionar al ejército que enfrentar a su

amigo. La madrugada del dos de septiembre, antes del ataque, llegaron a la casa de Cruz,

convertida en cuartel general, dos emisarios de Santana Pérez para informarle que él iba a

ocupar el cerro de la cueva, pegadito al pueblo, y que no subieran a pelear porque él no

bajaría, no pelearía. Así le dijeron a Cruz y él lo creyó. Efectivamente, a la hora de la refriega

la columna de Santana Pérez no disparó un solo tiro contra los tomoches. Santana, el viejo

amigo, siempre cumplía con sus promesas.

La derrota de general Rangel fue vergonzosa, humillante. Se le retiró el mando de las

fuerzas, pero después de mucho insistir logró que se lo reintegraran. Los tomochitecos

tomaron decenas de prisioneros de guerra en este segundo enfrentamiento, entre ellos al

teniente José María Ramírez. A todos los trataron con consideración y respeto. Cuando había

comida, comían lo mismo que ellos y permitieron la entrada de médicos para que los

atendieran. Así debía ser, pensaba Teresa. Cruz siempre fue humanitario, por eso su lucha

contra las injusticias de un gobierno ciego y sordo.

Rincón y el general borracho

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- Bandala decidió enviar al coronel Torres porque, según él, era el más experimentado de por

acá-, dijo Rincón al sargento Ramón que seguía incorporándole leña a la fogata y bebiendo

pequeños sorbos de bacanora. – Los indios pimas son muy valientes y le hacen caso. Se les

prometió que se les pagaría y fueron gustosos a enfrentarse a los enloquecidos serranos. Yo

creo que iban como 700. Había que acabar con esos sediciosos; ya les habían expatriado a su

santa, pero continuaban negando cualquier autoridad al gobierno y a la iglesia.

El coronel Rincón tuvo miedo, pensó Ramón. Si hubiera ido él, con los antecedentes

de ser él quien participó en la expulsión de la niña, ni tomoches ni mayos hubieran tenido

consideración con él y lo hubieran asesinado. Se limitó a afirmar con la cabeza. El coronel

Torres no había participado en la expulsión y por eso lo seguían.

- Yo quería ir-, dijo Rincón, molesto, adivinándole el pensamiento al sargento

Ramón.-, pero aquí había muchos problemas con los yaquis que asolaban toda la región y mi

general Bandala me pidió quedarme. Por eso no fui, pero me hubiera gustado verme cara a

cara con ese tal Cruz Chávez.

- Era valiente el tal Cruz-, comentó Ramón, y se puso a silbar el corrido de los

tomoches.

Rincón trató de no escuchar, sumergiéndose en lo que sabía del tercer enfrentamiento.

El tercer y definitivo choque con los tomochitecos implicaba, para el general Rangel, más

que un deber; era el deseo de recuperar su dignidad, su prestigio como estratega militar; era la

oportunidad de recuperar la confianza del general Díaz. Díaz, desconfiado como buen indio,

pidió ayuda al gobierno de Sonora para que atacara conjuntamente con Rangel. Quería

asegurarse del triunfo total. Ya eran demasiadas las humillaciones sufridas por parte de ese

puñado de hombres.

- Don Porfirio decidió darle una última oportunidad a Rangel porque no tenía a otro -,

ríe Rincón. - Ya ves que a fines de septiembre envió al general Felipe Cruz y éste, en

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completo estado de ebriedad, mandó acabar con una siembra de maíz confundiéndola con los

tomochitecos. Los capitanes le decían que no eran humanos, que era maíz, y él amenazó con

fusilar a quienes lo desobedecieran. De manera que acabaron con la siembra de maíz,

mientras gritaban muertos de risa: ¡Abajo los tomoches! ¡Viva el supremo gobierno! ¡Muera

Cruz ! ¿Qué Cruz?, preguntaba el general. Y la respuesta era unánime: ¡Pues, Cruz! Entonces

el general gritaba: ¡Muera cruz Chávez! ¡Viva el general Felipe Cruz, hijos de la jijurria! Y se

echaba un largo trago de sotol, la bebida tradicional de por allá.

- Felipe Cruz-, ríe Rincón, a quien ya le estaba afectando el bacanora que bebía de la

botella del sargento -, todavía se dio el lujo de escribir a Porfirio Díaz, que era su compadre,

diciéndole que habían muerto todos los enemigos de la patria. Pidió que a su regreso al

cuartel, en Ciudad Guerrero, Chihuahua, se le recibiera con honores luego de su gran hazaña.

Cuando se le bajó la tremenda borrachera, días después, y se enteró de los acontecimientos,

desapareció de Chihuahua. Desde luego que el compadre lo protegió y lo envió a Oaxaca a

que se recuperara de la pérdida de su dignidad bebiendo litros y litros de mezcal oaxaqueño

con gusano. Siempre tomaba la bebida de cada región, tal vez porque había mucha, ja.

Ja - , exclamó el sargento Ramón, en lo que se envolvía en su cobija pretendiendo

dormir.

Teresa: tercer ataque a Tomóchic

¿1,200? ¿1,500? Como fuera, los que hayan sido eran muchos para los escasos 100 que

defendían Tomóchic. Rangel no iba a dejar escapar la última oportunidad que se le daba para

recuperar su prestigio ante el presidente. Se armó con más de 500 soldados, apoyado con los

casi 700 que traía de Sonora el coronel Lorenzo Torres, sin importarle que el enemigo no

rebasara la cantidad de 100. Ya eran más porque se les había sumado la banda de Pedro

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Chaparro –compuesta por abigeos y asaltantes– integrada por poco más de 20 hombres. Tal

era el respeto del gobierno a ese puñado de hombres.

Los federales atacaron a los tomochitecos, por tercera ocasión, el 20 de octubre de

1892. Contra los que se podría suponer, Cruz Chávez no esperó al ejército ubicándose en los

cerros, fortificaciones naturales y muy conocidas por los tomoches, sino que los esperó en el

panteón, en la iglesia, en su propia casa, y sólo la gavilla de Chaparro se aposentó en un cerro,

el de la cueva. El primer día de combate murieron más de 500 soldados y la tercera parte de

los tomochitecos. Aunque el fantasioso de Lauro Aguirre siempre afirmaba que no había

muerto ningún tomochiteco. ¡Ah, Lauro! Los soldados estaban atemorizados. Por todos lados

veían la figura de la santa de Cabora, montada en su caballo blanco, con su largo cabello

negro ondeando al viento. Disparaban sus armas para ahuyentar su miedo, pero sin blanco

alguno, se perdían en el horizonte. Los tomoches, con poco parque, disparaban a lo seguro.

Muchos soldados se sentían imposibilitados para atacar, debido al temor que les causaba la

posible presencia de la santa de Cabora entre los tomoches.

El coronel Torres atacó primero por el lado del panteón y fue repelido. Pronto atacó

por el lado opuesto el general Rangel y también fue derrotado. El tercer ataque de los

soldados significó un mayor grado de dificultad para los serranos, porque Rangel, que ya

había sufrido que les dispararan primero a sus oficiales propiciando la desbandada de la

soldadesca, ordenó que éstos se quitaran sus galones y vistieran igual que los demás.

- No importa -, dijo Cruz a su gente.- Disparen a lo seguro. Y no olviden: mientras no

les disparen, ustedes no lo hagan. Nuestra actitud es solamente de defensa, no de ataque.

El ejército, una vez más, fue vencido por unos cuántos serranos fanatizados. Ese día

las columnas de soldados se retiraron derrotadas de Tomóchic.

Luego del sonado triunfo sobre las tropas federales, Cruz Chávez y compañía se

pusieron a rezar el rosario y otras oraciones recitadas por Cruz en el cuartelito. Manuel, el

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hermano mayor de los Chávez, más práctico que Cruz, propuso aprovecharse del pánico en

que se encontraban las fuerzas del gobierno para destruirlas completamente, saliendo a

perseguirlas. Cruz se opuso, alegando tener el amparo de Dios. Se impuso la opinión

fanatizada de Cruz. Era el momento de gloria y Cruz lo dejó escapar.

Cruz aprovechó el momento de misticismo que produjeron los rezos para bendecir

nuevamente las armas a nombre de la santa de Cabora. Uno a uno desfilaban frente a él los

tomochitecos ofrendando su arma y Cruz, que ocupaba el lugar del sacerdote, la bendecía.

Luego un ayudante, apoyado con un grueso clavo y un martillo, formaba una T en la culata

de cada rifle. La T de Teresa, la T de Tomóchic, la T de triunfo.

En Cabora está la gracia y en Tomochi está el poder, cantarían días después a los

valientes serranos que murieron defendiendo su derecho a la libertad.

En el vagón de la retirada, el doctor Burtch preguntaba en su impecable inglés que si

cuánto faltaba para llegar a su destino. Como si eso tuviera alguna importancia, piensa Teresa,

para luego volver a su recorrido por Tomóchic.

La noche de ese mismo día, las columnas - lo que quedaba de ellas- del general

Rangel y del coronel Torres se unieron; al día siguiente sitiaron el pueblo, y atacaron

insistentemente, apoyados por un cañón de mediana potencia que, como era un proyectil muy

pequeño, no hacía estrago alguno. Pero lo fueron acercando y entonces fue acabando con las

casas que se ubicaban a las orillas del pueblo. Era cuestión de tiempo para que llegara el final

predecible. El 24 de octubre murieron los cinco hermanos Medrano, que no hacía mucho se

habían integrado al movimiento de Cruz Chávez. Ese mismo día, en un acto humanitario,

Cruz permitió la salida de los prisioneros del combate del dos de septiembre. El 25, luego de

un intenso enfrentamiento con muchos muertos en ambos bandos, los tomoches perdieron el

cerro de la cueva, reduciéndose sus fuerzas a la iglesia y al cuartelito. Chaparro huyó con

algunos sobrevivientes. Entre ellos iba Manuel González, contra su voluntad. El 26, el ejército

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incendió la iglesia; muchos lograron salir de entre el fuego y el humo, aunque en su mayoría

murieron en su carrera hacia el cuartel. En la iglesia quedaron sepultados en los escombros

más de 60 cadáveres de hombres, mujeres y niños. Algunas mujeres se arrojaron de la torre de

la iglesia, desde donde habían estado disparando los días anteriores, muriendo en el acto. Ese

día, los tomoches sabían que todo estaba perdido. Pero esperaban un milagro, el de la

aparición de Teresa, su santa. O, al menos, un mensaje, que Cruz buscaba desesperadamente,

concentrándose en los ojos de aquella niña que cambió sus vidas.

Los tomochitecos no tenían qué comer, pues nunca consideraron que la batalla durara

tanto tiempo y, menos aún, que estuvieran sitiados. Teresa, la niña santa, decían, tarda en

aparecerse por acá. El día 27 de octubre se permitió la salida de mujeres y niños del cuartelito,

aunque no todos acataron la medida, y posteriormente se reanudó el fuego. El cañoncito

estaba cada vez más cerca del cuartel. El 28 por la noche llovió intensamente, pero eso no

impidió al ejército continuar cerrando el cerco sobre al cuartel para evitar la huída de los

tomochitecos. Al amanecer del 29, salió el resto de las mujeres y niños que se habían resistido

a salir. El último ataque vino después. Se abrió un boquete en el techo de la casa de Cruz y

desde allí se arrojó fuego. El último reducto de los rebeldes se convirtió en una hoguera. Los

pocos sobrevivientes que quedaban, hambrientos, gravemente heridos y sin fuerzas, se

defendieron con tenacidad, pero sucedió lo inevitable.

Los rebeldes, una vez rendidos, fueron pasados por las armas, entre ellos los hermanos

cabecillas David, Cruz y Manuel Chávez. No, no se les formó frente: donde estaban, tirados,

sin fuerza, sangrantes, se les disparó y se les dio el tiro de gracia. Antes, ellos se pusieron los

polvos de Teresa para resucitar al tercer día. Su último grito fue: ¡Viva el gran poder de Dios!

¡Viva la santa de Cabora!

Teresa no deja de estremecerse al recordar ese momento tantas veces contado por

Manuel González, a quien se lo dijeron a su vez algunos soldados que desertaron del ejército.

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Pero había más. ¿Puede haber algo peor luego del atroz asesinato de los valientes? Pues, sí: el

incendio, la quema del pueblo, el dejar los cadáveres sin sepultura para que se los comieran

cerdos, perros, lobos. Sí, sí había algo peor. Había rapiña: Muchos soldados, que a menudo se

enlistaban al ejército sólo por el botín, escarbaban en las construcciones destruidas en busca

de objetos de valor. ¿Qué podían encontrar? ¿Armas? ¿Rosarios? ¿Escapularios? ¿Fotografías

de su santa? Los tomoches no eran ricos ni pretendían serlo. El dinero lo utilizaban en

contadas ocasiones. Casi toda su economía funcionaba a base de trueque, igual que en Sonora,

pensaba Teresa, sin moverse aún de su asiento.

Luego de la muerte de más de 700 federales y de todos los tomochitecos, con

excepción de ciertos miembros de la banda de Pedro Chaparro y algunas mujeres y niños que

salieron del cuartelito en la tregua del día 29, el ejército incendió el pueblo entero. Un mes

después de los sucesos, aún seguían restos humanos desperdigados por los lugares donde se

encontraba la población, comidos por todo tipo de animales. El fétido olor a muerte cubrió el

valle de Tomóchic durante varios días.

El pueblo de Tomóchic se acabó por completo. Los soldados sólo dejaron en pie la

casa Reyes Domínguez por los buenos servicios que prestó al ejército. El resto del pueblo

desapareció bajo las llamas.

- Muy bien has de vivir allí, Reyes, compadre de Cruz, cuñado de Cruz, luego de tan

sanguinarios actos. Tu conciencia, de seguro, está tranquila, al igual que la de la hermana de

Cruz y tus hijos, sobrinos de aquél. – El doctor la mira, extrañado. La traición, la mentira, el

engaño, forman parte fundamental de la condición humana, se estremece Teresa.

El de Tomóchic fue uno de los actos más sanguinarios de Porfirio Díaz durante su largo

mandato. Los pocos periódicos de la época que no estaban entregados al gobierno, lo

condenaron. Torres, Rangel, dignos émulos del tirano. Rangel era el jefe máximo de la

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expedición, pero Torres bien que se prestó a acabar de manera absoluta con aquellos mestizos

que no habían cometido delito alguno.

Pero Rangel no estaba satisfecho: pretendía perseguir a los tomochitecos que salieron

antes del desenlace final. Sus superiores lo frenaron. El general Rangel nunca dejó de sentir

frustración. El general Rangel nunca dejó de sentir miedo. El general Rangel murió de miedo

y frustración, concluye Teresa.

Oscura página, la de Tomóchic… Negra… ¿Tan grave era la petición de ejercer

libertad de culto? ¿Tan difícil era acabar con malos entendidos? ¿Dónde estaba ella, Teresa, la

santa, la niña, en ese entonces? En Nogales, Arizona, lejos de los acontecimientos, aunque

enterada de los pormenores. El mundo es pequeño para alguien con poder. El mundo es

enorme para alguien tan pequeño como en este momento se sentía Teresa, la santa, la guía.

¿Qué podía hacer Teresa sino esperar, sino orar, rezar, viajar en búsqueda de Dios para

pedirle que salvara a los valientes tomoches?

Los tomoches creían que en caso de morir resucitarían al tercer día, como Jesucristo.

¿Dijo eso Teresa? ¿Lo dijo alguna vez o así se le interpretó? Como sea, durante algún tiempo

la consigna fue efectiva: tal era el terror que provocaban entre la soldadesca, que a la menor

oportunidad desertaban del ejército para huir del peligro constante que significaban las

certeras balas de los fanáticos apoyados por la niña de Cabora.

¿Por qué cuando le vienen a Teresa los recuerdos, los terribles, no hay nadie a su lado

para comentarlo, para ahuyentar a los fantasmas? A su lado, el doctor Burtch ha vuelto a

dormir. Un vistazo al otro lado de los cristales permite descubrir paisajes diferentes. No hay

flores del desierto. Hay viento, polvo. Llanura. Calor; tanto, que el largo vestido sofoca a

Teresa; tiene que moverlo de un lado hacia otro para permitir que circule un poco de aire. Su

larga y abundante cabellera, compañera fiel en otros tiempos, estorba en estos momentos de

asfixia. Cruz Chávez estaba muerto; Guadalupe Martínez, preso, enloquecido, furioso.

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¿Dónde estuvo el error? En la falta de entendimiento, en el exceso de soberbia. En el

deseo de venganza de Rangel. Era innecesaria tanta crueldad. Los tomochitecos querían paz;

querían una vida justa, honrada; querían libertad de culto; querían, claro, explotar sus tierras,

como siempre. A cambio, recibieron metralla. Influyó, también, la ambición de aquellos que

lo tenían todo y querían más: los ricos y los políticos… El diálogo, el indispensable para

convenir, para acordar, no apareció por Tomóchic ese octubre de 1892.

Cruz Chávez: su deseo de un mundo de iguales lo orilló a enfrentar al mundo

impuesto. Usted siempre fue hombre de lucha, Cruz; de los que no se dejan. ¿Pero, cuál era su

lucha antes de conocer a Teresa? ¿Hacia dónde enfocaba su energía, sino al pleito casero? ¿A

dónde sino, a título personal, buscar justicia, su justicia? Con la luz de la esperanza despertada

en usted tras conocer la existencia de Teresa Urrea, entendió que no era sólo a usted sino a

toda su comunidad a quien debía guiar hacia su salvación. Usted, a fin de cuentas, fue profeta,

Cruz; fue a usted a quien siguieron, aunque se basara en el nombre de Teresa para lograrlo.

El tren sigue su marcha rumbo a California donde, no hace mucho, otro sonorense,

Joaquín Murrieta, luchó incansablemente a favor de la dignidad del pueblo mexicano.

California, la región del oro. Si fuera codiciosa, Teresa estaría cambiando el cobre de Arizona

por el oro de California.

¿Se acabaron los sueños? ¿Qué es la vida sin sueños? Teresa ha soñado. Luego, ha

vivido. Los sueños culminan con la muerte. Los sueños acaban con los sueños. Pero dan vida;

son vida. Tras un sueño se encuentra otro, que da paso a otro y éste a otro… Cerrar los ojos y

soñar; abrir los ojos y soñar. Soñar. ¿Se acaban los sueños, o sólo se acorta su horizonte,

Teresa? ¿Sueñas? Para los tomochitecos, el sueño acabó. ¿Cuál fue su delito, valientes? ¿Su

honradez? ¿Su capacidad de lucha? ¿Haber combatido, con éxito, a los apaches? ¿Su

dignidad? ¿Cuál es tu sueño, Teresa? ¿Te queda acaso alguno, luego de la masacre? En su

pecho siente el dolor de las muertes… ¿Fuiste tú responsable de tanta masacre? ¿No fue el

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dictador? ¿No fue él, con sus imposiciones a la cultura tradicional de los pueblos, quien

provocó las diferentes revueltas en su contra? Él, no tú. Él. ¿Él?

Voluntad, faltó; visión, faltó; el amor al otro, faltó; diálogo, faltó. Sobraron, en

cambio, la rabia, la soberbia, la frustración. Un pueblo entero desapareció por falta de

acuerdos. Dios, en esta ocasión, no ayudó a la revolución. ¿Dónde quedaban los favores

concedidos a quienes combatieron contra los apaches? Una vez concluida esa larguísima

guerra endémica, que terminó con la muerte de los líderes apaches Ju y Vittorio, y la

aceptación de Gerónimo de vivir en una reservación en La Florida, el gobierno no necesitó

más a los valientes que los enfrentaron. Los desechó. Los confinó a territorios cada vez más

reducidos, más extremosos, más improductivos. Cruz Chávez y muchos tomochitecos,

Santana Pérez y muchos más, formaban parte de ese grupo desplazado.

No puede pensar más en eso; no debe pensar más en eso. Muchas lágrimas han

derramado sus ojos cada vez que recuerda. Y, sin embargo, mucho es poco, porque el dolor

siempre será mayor; porque la herida seguirá sangrando aún después de su muerte.

El doctor Burtch despertó. Una sonrisa amodorrada a Teresa, que viaja a su lado.

¿Estaba próximo el destino de aquel viaje, hasta ahora el más largo realizado por Teresa? No.

La vista del doctor se vuelve a perder. Su cuerpo una vez más queda laxo, la mente perdida en

el mundo de los sueños. El calor, pensó Teresa. Y el sobrepeso, y la edad y lo poco

acostumbrado a las incomodidades.

Si fueras indio…, se dijo.

Tomás: la secuela de Tomóchic

Que la algarabía de los niños lo contagie; que el canto de los pájaros lo alegre, como antes;

Más de 60 años de edad pesan sobre sus espaldas. Ha dejado de trabajar. La paciencia, que

nunca había sido una de sus cualidades, desapareció por completo. Va siendo hora de cerrar

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los ojos. Pero, ¿cómo irse sin recordar los gratos momentos que esta vida difícil le ha

proporcionado? ¿Cómo irse sin recordar al valiente Benigno Arvizu, luchador incansable?

Desde mucho antes de Tomóchic, en Temósachic, Arvizu lanzó su grito de guerra. Luego se

integró al movimiento de Tomóchic, quiso vengarlos. Después fue a los Estados Unidos

siguiendo a su santa.

Benigno, Santana Pérez, vengadores de los tomoches. Una nueva leyenda corre por los

aires del noroeste de México y sur de los Estados Unidos. La fama de Teresa y el dolor de

cabeza de Porfirio crecían a pasos agigantados. Porfirio seguía refiriéndose a Teresa como la

loca, la que había que traer a México para internarla en un manicomio, pero su voz temblaba

de coraje presintiendo cómo aquella ignorante podía derrocarlo. Así como creyó que

expulsándolos, a Teresa y a Tomás, de México, se apagaban los focos de rebeldía, también

estaba convencido de que con la masacre de Tomóchic no habría más levantamientos. ¡Qué

equivocado estaba!

La piedra ya no detendría su camino. Había empezado a rodar y sólo pararía con la

caída de Porfirio Díaz. Tiempo de lucha, de enfrentamientos, de inconformidad manifiesta.

Yaquis, tomoches, mayos; eso en el noroeste, porque en toda la república brotaban

movimientos contra el gobierno.

Volver a 1893, lejano y próximo a este 1902, año de su segura muerte. Primera

participación como líder de Benigno Arvizu, el héroe del asalto a Nogales, el invencible.

¿Quiénes atacaron Temósachic y Santo Tomás en 1893? ¿Qué motivos los movieron

para sublevarse en noviembre de 1892 y en abril de 1893? Sí, Teresa, sí: El gran poder de

Dios y la santa de Cabora. Los atacantes eran, en su mayoría, tomochitecos de los que Cruz

Chávez había hecho salir del pueblo con la consigna de vengar a Tomóchic. Santana Pérez, el

mayor del ejército, y Benigno Arvizu, lideraban el movimiento. Lo buscaron, Benigno.

Mucho. Por toda la república. Lo creyeron ciudadano norteamericano.

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¡Cuántas luchas, Benigno! ¿Recuerda usted Nogales, en 1896? ¿Recuerda usted el

Plan Restaurador de la Constitución y Reformista? ¿Recuerda usted tantas reuniones, tantos

planes, el periódico El Independiente? ¿Recuerda las oraciones, los rezos, los salves, las

consignas? En un principio fue fácil burlar a las autoridades; luego, la presión creció. Hubo

que esconderse, que huir. Tarde, pero se enteraron de que nunca se hizo ciudadano

norteamericano. ¿Lo aprehendieron, Benigno? ¿Acaso fue asesinado? No. Un hombre como

usted no cae en manos del enemigo.

Soldados mexicanos: somos hijos de una misma madre, una es nuestra bandera, uno

nuestro territorio… ¿Por qué, pues, nos encontramos con las armas en la mano,

destrozándonos mutuamente? ¿Recuerda ese manifiesto, Santana Pérez? Era parte del

llamado que usted hacía a los soldados para que desertaran y se unieran a la lucha contra el

tirano.

La organización del grupo rebelde que atacaría Temósachic, empezó dos días después

de culminada la masacre de Tomóchic. Para el 3 de noviembre de 1892 ya estaba reunido en

el pueblo de Yepómare un grupo armado con la intención de atacar Temósachic. La noche del

3 de noviembre el grupo armado estuvo amagando Yepómare sin atreverse a atacarla y

permaneció en los suburbios de la misma población. Las fuerzas del ejército no llegaban.

¡Cómo iban a llegar, si habían enviado al mayor Santana Pérez!

Los sublevados querían ir a Tomóchic a enterrar a los muertos, encontrarse con la

magia de Cruz Chávez, entrar al mundo de Dios a través de la santa de Cabora. Sabían que

necesitaban de la bendición de la santa que, aun cuando no se encontraba físicamente en

Tomóchic, su esencia divina sí merodeaba por allí. La sociedad simpatizaba con el grupo

alzado y eso era un aliciente.

Por todo Chihuahua surgieron brotes de rebeldía. Los levantados desarmaban a los

soldados desertores que se encontraban. Había desertores. Los había, recuerda Tomás, y eso

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ya era un triunfo. Por varios pueblos cercanos a Tomóchic se oían rumores de gente armada.

La rabia se apoderaba de la sociedad civil, dado el atropello de que fueron víctimas los

tomoches. No, Porfirio, no tendrías paz.

A Santana Pérez ¡Santana Pérez! ¡Qué defensa la tuya para contrarrestar las

acusaciones de traición en el ataque a Tomóchic el dos de septiembre!, se le ordenó organizar

una fuerza de ataque, cosa que no hizo disculpándose con el mal estado de su salud y con que

había sido llamado por el gobierno del estado para presentarse a él. Antes había comunicado

que estaba organizando una fuerza para someter al orden a los revoltosos individuos que se

levantaron en armas. Doble juego el de Pérez, quien de esa manera retardaba el ataque federal

a los insurrectos, con los cuales, desde luego, estaba involucrado. La autoridad exigía, él se

comprometía y después daba largas a la resolución. Lorenzo Torres, que seguía en Chihuahua,

se multiplicaba tratando de sofocar los diferentes brotes de rebeldía que prendían como flores

en primavera, por todas partes. Las complicaciones continuaban para las fuerzas armadas.

Desde noviembre, entonces, y hasta mayo del 93, no hubo respiro para el gobierno.

Los rebeldes querían quitar de su puesto al supremo poder de la nación. Pronto los

sublevados serían cientos y varios presidentes municipales los apoyaban. ¿Quién los logró

dispersar? El tío de Cruz, don Joaquín Chávez. La tropa triunfó, sí, pero con dolorosas

derrotas de jefes y soldados.

Benigno Arvizu escapó, y Santana Pérez desapareció, huyendo de la cárcel donde las

tropas lo tenían preso porque las autoridades desconfiaban una vez más de su lealtad al

gobierno. Fue por ese tiempo que Arvizu apareció en Sonora. Don Porfirio no movía sus

tropas de donde estaban por temor de que al desguarnecer un lugar se produjeran

levantamientos en ese sitio. El corrido de Tomochi se cantaba en todos los pueblos, en todas

las rancherías, en todas las batallas.

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Ese mismo año de 1893, unas personas atacaron las aduanas de Ascensión y Palomas,

en la frontera de Chihuahua con Texas, y después ingresaron a territorio sonorense, rumbo al

río yaqui, con la finalidad de matar al general Lorenzo Torres, que ya se había regresado, para

vengarse de los muertos de Tomóchic. Cantaban el corrido de Tomochi.

Santana Pérez también vino a la sierra sonorense junto con algunos tomoches, héroes

populares y terror de la autoridad. Un subalterno suyo atacó Palomas, Chihuahua, y anduvo

un tiempo por la sierra sonorense. Las autoridades de Sonora movilizaron sus tropas y las

enviaron a la sierra, a lo largo de la frontera con Chihuahua, sin obtener resultados positivos.

Los soldados seguían desertando. La mazorca se le desgranaba entre las manos a Porfirio y no

encontraba la manera de sofocar tantos levantamientos.

Nunca te pudieron atrapar, Santana, viejo lobo, camaleón, arma de dos filos-,

murmuró don Tomás.- Triunfo o muerte, decías, pero tú no mueres; no puedes morir porque

eres grande.

Santana Pérez, fiel a su oportunismo, se acogió a la ley de amnistía promulgada por el

gobierno de Chihuahua, entregó las armas y lanzó vivas al general Porfirio Díaz. Luego se

jubiló del ejército para gozar de una segura pensión. ¿Daría más de qué hablar el viejo y zorro

Santana Pérez? ¿Seguiría cantando el corrido de Tomóchic?

Teresa y la huída

¿Rabia? ¿Frustración? ¿Impotencia? Tantos mensajes enviados al dictador; tantas maneras de

decirle que no se le quiere, que se vaya, que deje a México en paz, que su progreso tiene un

costo muy alto. Todo en vano. Tantos muertos de ambos bandos, tanta sangre perdida

inútilmente. Tanto papel perdido pidiendo que se extradite a éste, que se vigile a aquél, que

maten en caliente al otro. Y la lucha, el sueño, el anhelo; la búsqueda del mundo ideal,

continuaba. Había que actuar, había que enfrentar.

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¿Recuerda, Benigno, cuando en compañía de Filomeno Luján y Víctor Ochoa atacó

Palomas y luego lo emboscaron en El Manzano? Luego encabezó el ataque a Nogales;

después apoyó con recursos el nuevo ataque a la aduana de Palomas en 1896. Y hoy, ¿dónde

anda, Benigno? ¿Dónde anda Lauro Aguirre, el librepensador, el artífice? ¿Qué hace ella

huyendo de sí misma en este tren del extravío? ¿No debería seguir luchando? ¿Dónde está la

sacerdotisa más elevada, la predicadora más alta del peón mexicano, la profetiza de los

yaquis? Huye. Huye sola. La Teresa actual no sirve a la revolución. Dios no le ha vuelto a

hablar y sin Dios, ¿qué es ella? Primera vez que dejaba a su padre. Desde el encuentro de

ambos, hace más de 12 años, nunca se habían separado. Y hoy, aquí, Teresa viaja, sola, al

norte de California, sin entender inglés, rumbo a la incertidumbre.

Desde hacía cuatro años otro médico le escribía, ofreciéndole un jugoso contrato

para que ella, Teresa, la santa, mostrara sus habilidades al mundo. Tendría oportunidad de ir a

Europa y al medio oriente. La margarita seguía deshojándose. ¿Qué mejor manera de huir que

huyendo? Cruz… Guadalupe… ¡Cuánta diferencia entre uno y otro! El odio, el amor, la

esperanza. La soledad, el dolor, la venganza…

De lograr que el sobrino de la señora Rosencrans se recupere, ¿aceptará Teresa la

oferta del otro doctor, el representante de la compañía médica, de viajar por el mundo?

¿Aceptará convertirse, como cuatro años atrás dijera un periódico de San Francisco, en una

mímica? Lo que en condiciones normales sería un imposible, en la situación actual de

búsqueda, de olvido, lo impensable se vuelve tangible. El fino polvo del desierto californiano,

¿cuándo apareció de nuevo la tierra seca improductiva, con tres o cuatro cactus como flora

única?, lastima la garganta de Teresa, y va más allá, más a su interior, provocándole una

incómoda tos que despierta, por fin, a su acompañante.

Tomás y… la muerte

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Los ojos de Tomás se irán cerrando para no ver más la luz del sol, ni estremecerse con el

espectáculo que noche a noche ofrecen las estrellas. Sus oídos no escucharán más la risa

argentina de Gabriela, ni los gritos de los chicos que corren a un lado y a otro sin detenerse a

ver su suerte. En otra vida será. Porque de seguro hay otra vida, pensó Tomás, respirando con

dificultad. El recuento de vida se realiza en segundos. Alcanza a ver a su prima lejana, Loreto,

con quien se casó a petición del tío de ambos, Miguel Urrea. Hubiera sido un buen

matrimonio si ella no hubiera sido tan apegada a la iglesia, tan poco amorosa, tan poco

comprensiva. En el rápido recorrido pasa Gabriela, su amor de adolescente a los 40, sus

grandes virtudes, la buena vida que se dieron… Pasa la primera impresión de Cabora,

saqueada, incendiada; el recorrido por los pueblos mayos, convenciéndolos de que no lo

ataquen de nuevo y les dará trabajo y reses para sus festividades; el largo recorrido por los

ocho pueblos yaquis, negociando con los consejos de cada pueblo, ofreciéndoles comida,

trabajo, refugio, paz. Luego, la construcción de la casa, grande y lujosa para el lugar, de

acuerdo a sus pretensiones; alta y blanca, con puertas de arco; con jardín al centro, biblioteca

y un gran salón. Pasan las mujeres, una y otra, desde Celene, madre del bueno de

Buenaventura que nunca dejó de visitarlo. Loreto, la que prefirió vivir en la gran casa de

Álamos, cerca de la tía y del Obispo; la que quiso ir a Cabora al enterarse que Tomás vivía

con Gabriela; a la misma que detuvo en el camino y obligó a regresar a su casa. Loreto, a la

que visitaba una o dos semanas al año, e invariablemente a los meses ya tenía otro hijo, otro

Urrea, otro heredero de Cabora.

Que dice que es tu hija, le dijeron. Que su mamá la abandonó y que quiere venir a

vivir contigo en la casa grande, le dijeron que había dicho. Si ya reconocía a Buenaventura y

lo veía con regularidad; si seguido veía a Antonio, hijo suyo con otra indígena, ¿por qué no

probar con esa talentosa muchachita que se atreve a pedirle que la adopte? Así llegó Teresa a

su casa y su casa y su mundo se transformaron para siempre. Corre vertiginoso el tiempo

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hasta el abandono en Clifton y el anuncio de su embarazo, de allí la imposibilidad de venir a

visitarlo físicamente en su lecho de muerte.

¿Y su madre, Apolinaria? ¿Y su padre, al que apenas conoció? ¿Y su tío Miguel, su

protector, que quería enviarlo a estudiar a Alemania, pero que no pudo por el carácter

indómito de su sobrino? ¿Y los hijos, tantos hijos con tantas mujeres? ¿Y la hombría, ese

deseo siempre insatisfecho, ese querer más y más cada vez? La fuerza, el trabajo extenuante,

los logros, la política, los miedos, las desventuras. Luego, Teresa dueña de su futuro, de su

mundo. Teresa, niña prodigio. Teresa cantante, Teresa curandera, Teresa llena de magia.

¿Dónde andas?

Teresa llega como sí puede llegar, a pesar de la distancia, llena de luz, tomándolo de la

mano y elevándolo de la cama donde su cuerpo descansa. Oscuridad. Luz.

III

El Plan y la revolución

Teresa y el retorno

A su lado, John. En sus brazos, la pequeña Laura. Dentro de ella se movía un nuevo ser, una

niña que se llamaría Magdalena. Largo viaje en tren, desde Nueva York hasta Clifton, con

escala en Los Ángeles, California. Trasbordos, incomodidades. Frío, calor; extremos, como

siempre. John, que no cooperaba; la pequeña de dos años que requería todo tipo de apoyos; el

acre olor a tabaco rancio. El frío. Un frío duro, húmedo, al cual no terminaba de

acostumbrarse. Cuatro años entre San Luis Missouri y Nueva York no le bastaron para hacer

propio el frío del norte, tan distante al calor del desierto de Sonora y Arizona, y al frío seco

del invierno. En su bolso, dinero; el suficiente para construir un hospital en Clifton. Su padre

había muerto dos años antes, en 1902, sin conocer a su nieta. Su padre, su buen padre. ¿A

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dónde lo había llevado? Lo expatriaron por ella, perdió sus propiedades por ella; su patria, su

mundo. Perdió, por último, a la propia Teresa en su loca aventura de amor con Guadalupe. No

le cumplió su deseo de morir en Cabora, mucho menos el gran anhelo de liberar a México del

dictador.

- ¿Por qué Magdalena? ¿Por qué no Juana, como mi madre? O John, si es hombre,

decía una y otra vez John.

- Es mujer- , le decías- , y se llamará Magdalena, como yo.

- Tú tienes muchos nombres, pero no ese.

- No es mi nombre. Soy Magdalena. Yo soy Magdalena… María Magdalena…

Bueno… Lo fui mientras tuve contacto directo con Dios. Mi hija hablará con Dios. Terminará

lo que yo empecé.

Y John esbozaba su sonrisa irónica que tanto le molestaba. Nunca dejó de burlarse de

Teresa al comprobar una y otra vez que sus poderes disminuían conforme de alejaban de la

frontera con México.

- La gente del norte no tiene fe; eso es lo que pasa – decía Teresa, pero no estaba

segura. ¿Afectaría el que haya activado su vida sexual? ¿Afectaría su fallido matrimonio?

No… No… Ya desde antes se aseguraba que ella y Lauro eran amantes y sus poderes seguían

intactos; no por ello la gente dejaba de creer en ella. En Cabora se supo que la causa de su

crisis emocional que la llevó al estado de catalepsia y luego al delirio, fue la violación del

vaquero Mariano. La realidad era otra, y ella lo sabía. Lo sabía desde que salió de Clifton

cuatro años atrás: aquello tenía que ver con Dios, con el abandono de Dios. Ni su primo

Nacho, el espiritista de Hermosillo, sabía lo que le pasaba. Se había alejado de la práctica,

pero eso no tenía que ver. Sí, necesitaba las reuniones para intentarlo una vez más, pero estaba

segura de que no se volvería a dar; jamás le volvería a hablar Dios. Eso era. Quería

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comentarle eso una vez más a John, pero él ya estaba anidado en su mundo ausente. Ella,

entonces, regresaba a sus recuerdos.

No, nunca se habló de muertos y, si se habló, era en sentido abstracto… No era la

muerte real, la que aparece con los rostros de aquellos que se quieren. Los muertos duelen.

Muchos ya: en Navojoa, en el valle del yaqui, en Tomóchic, en Temósachic, en Nogales. Los

yaquis siendo deportados masivamente a tierras donde sólo encontrarían muerte. ¿Y Dios?

¿Se había arrepentido Dios de engendrar la revolución? La revolución… ¿O acaso era como

decía su padre, tan presente en su ausencia, que en toda revolución necesariamente hay

muertos? Ella así lo asumió un tiempo, pero en la medida en que la muerte tomaba rostros

conocidos, amados, la idea se volvía insoportable. Teresa miró sus manos, sus grandes manos

que a tantos miles habían curado, que a tantos habían brindado esperanza. Se le teñían de rojo.

El agua y el jabón eran insuficientes para borrar ese horrendo color de culpa. La mente

viajaba a aquel agosto de 1896…

Teresa y el ataque a Nogales

¿Qué ruido sobresaldría a esas horas de la madrugada? ¿Los gritos de los asaltantes: “¡Viva la

santa de Cabora!” “¡Viva el gran poder de Dios!”?, ¿o sus fuertes pisadas? ¿O los disparos de

los 12 rifles que cargaban una y otra vez para volver a dirigirlos a las alturas y volverlos a

disparar? Dos caballos montados por los líderes: uno, zaino, montado por José Gómez; el

otro, negro, montado por Benigno Arvizu, uno de los héroes de Temósachic. Ambos, al frente

del movimiento. Como haya sido, el despertar fue brusco para los escasos 500 habitantes de la

villa de Nogales, Sonora. Yaquis, mayos, pimas, pápagos, tomochitecos y algunos

inconformes participaban en los acontecimientos.

¿Y los nogalenses? Nogalenses de uno y otro lado de la frontera se habían comprometido

a apoyar la lucha revolucionaria; conocían y apoyaban el Plan Restaurador de la Constitución

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y Reformista. ¿Dónde estaban al momento del ataque? Sí, es verdad que algunos se acercaron

a la llegada de los revolucionarios, pero fueron de los primeros en lanzar la piedra acusadora

contra ella y Lauro. Que vengan, decían una y otra vez; que tomen el dinero y nosotros

apoyaremos la revolución… ¡Ah, la condición humana! Los nogalenses comprometidos eran

comerciantes en pequeño, burócratas, personas que iban en ascenso, encontrando acomodo en

el progreso porfirista… No, la revolución no la iban a hacer ellos. Eran revolucionarios de

café, de copa. Pero en el tránsito de la palabra a la acción se perdía el espíritu de lucha.

¿Qué motivaba a los atacantes de Nogales a emprender una lucha sin estar

debidamente equipados, debidamente organizados? ¿La recuperación de su espacio? ¿La

vuelta a los orígenes, al país secuestrado, a la región suya desde siempre, a sus costumbres, a

su cultura? La esperanza, la promesa de una vida mejor, de volver hacia atrás. La esperanza

de recuperar el mundo de los abuelos. Eso era, pensaba Teresa, incomodándose con los

ronquidos de su joven compañero al que no amaba, al que nunca amó, pero con quien procreó

dos lindas y maravillosas hijas que le habían transformado la vida, aún cuando una de ellas

todavía no hacía su arribo al mundo.

- Las revoluciones han sido uno de los medios providenciales y tangibles que han

hecho progresar a la humanidad, John. Dios está de acuerdo con ellas, porque si no fuera así

no las habría.- John fingía no escucharla, lo sabía Teresa. Se hacía el dormido cuando llevaba

las de perder y en eso del desarrollo de las ideas no era muy bueno, el pobre de John. Pero se

lo decía siempre: no se pueden condenar las revoluciones, porque son consecuencia y no

causa. Eso y mucho más lo había aprendido de Lauro; también de Tomás, pero el de la

palabra engolada y los argumentos retóricos era Lauro. En eso, ni quién le ganara. Tomás era

práctico y le aburrían los largos discursos de Lauro. Pero lo escuchaba, siempre lo escuchó,

aunque reventara por dentro. A Tomás le gustaban muchas cosas de Lauro, pero muchas otras

le disgustaban. “Bájese de la nube, Lauro”, le decía. “Para hacer la revolución se necesita

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dinero y no lo tenemos”. “Lo tendremos de poquito en poquito”, era la eterna respuesta del

ingeniero. Y el dinero no llegó, al menos no en la cantidad necesaria.

Teresa decide regresar al mundo de los recuentos. Buscando el dinero fue que llegaron

a Nogales ese agosto de 1896…

Llegaron intempestivamente. Así se fueron. Desde lo alto del cerro de Canoas, al poniente

de la villa de Nogales, observaron la excitación que habían generado. Gritaron vivas a Teresa,

su santa. Esperaron nuevas indicaciones. Mientras llegaba la orden, esperaban. Sus cuerpos no

experimentaban sueño, a pesar de haber caminado toda la noche y de haber tenido el

enfrentamiento; su sueño no era de esos. Abajo, en la villa de Nogales, todo era confusión.

Poco antes de las cuatro de la madrugada del 12 de agosto de 1896, 51 personas

irrumpieron en la villa de Nogales al grito de “¡Viva la Santa de Cabora!” “Viva el gran poder

de Dios”. Iban tras los dineros de la aduana y de la casa municipal, para proveerse de armas y

parque, avanzar sobre Sonora y consumar la revolución. Una vez consumado el asalto a la

aduana de Nogales, vendrían indios de Magdalena y otros de Hermosillo, poco a poco, para

incorporárseles e ir al río yaqui. Si no venían, entonces ellos irían hacia allá, encabezados por

Teresa, que se les uniría esa misma mañana. Más al norte, en territorio estadounidense,

estaban pimas y pápagos prestos para entrar en acción.

Se organizaron en los Placeres de Santa Rita. Por el camino, todavía recogieron

adeptos en el Guebabi y en la mina Harshaw. La lista que traía consigo Juan Buitimea incluía

sólo a los que salieron de Santa Rita, pues como ya llegaron tarde a El Durazno, no anexaron

en ella a quienes se les sumaron. Caminaron desde las 10 de la noche hasta las 3 de la

madrugada, hora en que llegaron a las inmediaciones de la Villa. Allí abandonaron el camino

real y se dirigieron al cerro de la destiladora, desde donde se observaba el edificio de la

aduana. Entraron por la cañada suroeste de la villa que desembocaba en la calle Arizpe, al

mando de dos jinetes. 12 de los atacantes venían provistos de carabinas Winchester y los

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demás estaban armados con arcos, flechas, hachas y marros. Tan pronto como llegaron a

Nogales, enviaron dos correos: uno a Magdalena y otro a Hermosillo, para ponerse de acuerdo

con los yaquis que debían unírseles.

Al llegar a la aduana, destrozaron el lado norte del edificio. Dañaron parte de las

oficinas del administrador don Rodolfo Ogarrio, del contador y presidente municipal don

Carlos Garza Cortina, y del doctor alemán don Fernando Braun. Luego, cortaron el hilo

telegráfico. Se colocaron centinelas dobles en todas las puertas del edificio y el resto de la

fuerza formó una valla en las bocacalles que conducen a la aduana. Un sitio total al edificio.

Considerando la cantidad de atacantes y el escaso armamento con que contaban, el ataque

estaba bien organizado. Benigno Arvizu y José Gómez sabían lo que hacían. Hasta allí habían

encontrado poca resistencia representada en dos celadores de la aduana y el padre de uno de

ellos. Los recibieron con fuego y se les contestó de igual manera. Los tres murieron. Dios así

lo quiso. El comandante de policía huyó con su gente a los cerros de las inmediaciones.

En la aduana no había dinero. Los teresistas fueron entonces a la casa municipal y a la

casa del encargado de la aduana para apoderarse de los fondos. Como quienes se encontraban

en ambos lugares se escondieron, procedieron, entonces, a derribar puertas y ventanas de sus

casas habitación. Antes, buscaron, explicaron, tomaron rehenes que luego dejaron libres, con

excepción de un policía, pues era federal y contra ellos era la cuestión. La autoridad local

había huido o se había escondido. La Villa era suya.

Pidieron, entonces, hablar con el representante de Nogales. El señor Juan Chapital los

atendió y pidió una tregua en lo que buscaban el dinero. Arvizu la concedió. Durante 45

minutos, no hubo fuego bajo el cielo de Nogales. Pero el acuerdo se rompió por donde menos

se esperaba.

Manuel Mascareñas, ex presidente municipal de Nogales y ahora cónsul de México en

Nogales, Arizona, llamó al pueblo haciendo sonar la alarma del cuerpo de bomberos, y pidió

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armas y municiones al ejército norteamericano. Antes de las cinco de la mañana ya se había

reunido una importante cantidad de personas de ambos lados de la frontera, al mando de

Mascareñas. Entonces atacaron. Luego de dos horas de intenso tiroteo por ambas partes, los

seguidores de Mascareñas desalojaron a los teresistas y los hicieron huir. En el campo de

batalla quedaron siete cadáveres de indígenas, un caballo herido y un prisionero, que murió un

día después. Los atacantes murieron porque permanecieron hasta lo último, sosteniendo el

ataque. Y es que habían firmado el Plan de Tomóchic, jurando defenderlo hasta su completo

triunfo o morir.

Mascareñas violó la ley, y en lugar de castigarlo lo premiaron. No hay en los tratados

entre México y Estados Unidos ninguna cláusula que diga que las fuerzas de los Estados

Unidos pueden pasar a territorio mexicano porque un cónsul lo solicita. Tampoco se le dan

atribuciones para que convoque a la fuerza pública o a la población civil para que invadan a

México. En cualquier otro gobierno que no sea el de Porfirio los acontecimientos de Nogales

hubieran puesto en peligro las relaciones internacionales, porque lo que hizo Mascareñas

introduciendo a la fuerza pública y a civiles en México con armamento del ejército, es una

violación territorial. Pero eso, concluye Teresa, la violación a nuestro México, ¿qué le

importa al dictador, si él es un violador de leyes por naturaleza?

En su escape de la villa de Nogales ante el inusitado ataque de norteamericanos, los

indios se llevaron a cinco de los suyos heridos de gravedad. De los defensores, hubo tres

muertos y un herido. Las autoridades y sociedad de ambos Nogales formaron una cuadrilla

para perseguir a los atacantes; cayeron emboscados, y murieron dos más. De regreso a la villa,

aprehendieron a un yaqui herido, José Morales, y unos civiles querían despedazarlo, pero el

comandante Juan Fenochio, responsable de la expedición, el mismo que había huido a la

llegada de los teresistas, se opuso tajantemente. De cualquier manera, José murió al día

siguiente luego de extenuantes interrogatorios.

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Algunos de los atacantes no pudieron sumarse a la huida y se quedaron en el pueblo.

Francisco Vázquez, uno de los que estaban armados, tiró su rifle y trató de mezclarse con los

curiosos que abarrotaban el lugar del enfrentamiento una vez que éste hubo pasado. Más allá,

junto a la vía del ferrocarril, José Arcic trataba de deshacerse de un hacha que había sido su

arma durante el ataque. El ex sargento Ramón, que había extraviado su arma, se perdió en el

caserío y llegó a canoas horas más tarde. Dijo que esperó al ejército porque esperaba que

fuera el coronel Rincón, para darse el gusto de matarlo. No fue. En su lugar, llegó un tal

Kosterlinsky.

En el transcurso de la mañana, las autoridades apresaron a Vázquez, Arcic y

Villanueva. A los dos primeros, los denunciaron residentes de Nogales; a José Luis, por meras

sospechas, por su intención de comprar balas del calibre que habían utilizado los indios, y por

querer aparecer como borracho cuando no había bebido. Al paso de los días, la lista de

aprehendidos creció y creció.

Los ejércitos de México y Estados Unidos buscaron a los asaltantes durante meses. El

cónsul mexicano en Nogales, Arizona, Manuel Mascareñas, ofreció $200.00 por cada uno de

los teresistas que hicieran entrar a México, para aprehenderlo. Sabían dónde estaban, en la

mina Harshaw, El Durazno, y en Greaterville, en los placeres de Santa Rita, cerca de Tubac,

pero se cambiaban el nombre y resultaba imposible identificarlos. Luego, cuando el peligro

creció, dejaron la minería y se mudaron a campos agrícolas cercanos, a emplearse como

jornaleros.

Hermanitos: no dejen de alistarse para el día 11 porque vamos a pegar el grito luego que

lleguemos; no tengan miedo; luego tenemos que entrar en Sonora, por eso les digo que se

alisten todos ustedes; yo voy a llegar en la noche a Nogales porque no se puede menos. La

paz y la ley sean con ustedes.- Teresa Urrea y Juan Bautista.

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Se planeó, se organizó. Lauro visitó, Plan Restaurador en mano, a varios simpatizantes

con el movimiento teresista en ambos Nogales.

- Sí, dijeron.- Los apoyaremos. Que venga la avanzada y ya aquí nos uniremos al

movimiento. Por un México libre, ¡viva la santa de Cabora!

El movimiento estaba planeado en grande y los asaltantes no atacaron a

norteamericanos ni a civiles mexicanos. Principiaba una revolución largamente acariciada,

que permitiría recuperar al país para entregarlo a sus verdaderos dueños: los pobres, los

indios, los pequeños propietarios. Era la oportunidad para Teresa y don Tomás de regresar a

Cabora. Y es que llega un día en que los pueblos se cansan de que el robo, el incendio y el

asesinato sean practicados descaradamente por los que gobiernan. Entonces los pueblos se

levantan a defender sus intereses, sus derechos, y a luchar porque la ley y la justicia sean las

reglas del gobierno. Por eso, se emociona Teresa.

Las autoridades de ambos lados de la frontera reaccionaron fuertemente al ataque. De

Magdalena, 80 kilómetros al sur, llegó por la tarde de ese mismo día un contingente de

soldados del ejército mexicano, a mando del coronel Emilio Kosterlinsky. Por la tarde noche

arribó el gobernador del estado a encargarse de las investigaciones. Al día siguiente llegaron

más elementos del ejército, procedentes de Estación Ortiz, 350 kilómetros al sur. Por el lado

de Estados Unidos, procedentes de Fuerte Huachuca, el día 13 arribaron 105 hombres de

infantería; además, llegaron dos compañías de caballería con 60 hombres cada una.

Acamparon en Nogales, Arizona. El ejército americano envió un mensaje al mexicano,

diciendo que deseaba obrar en combinación con tropas mexicanas haciendo todo esfuerzo por

exterminar a los bandidos. Barrida total al territorio de ambos lados de la frontera. Terror

entre la población, que ya había escogido entre aquellos poderosos que ostentaban su fuerza y

los que luchaban por la dignidad y la justicia. Al igual que con los tomoches, la gente

convirtió en héroes a los rebeldes.

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Por México y por Estados Unidos desde Magdalena hasta Tucson, no hubo casa sin

revisar, campo sin recorrer, cerro sin vigilar. Sin embargo, luego de las primeras

aprehensiones, el joven Vázquez, José Luis y Arcic incluidos, fue poco lo que encontraron.

Los asaltantes a la villa de Nogales habían desaparecido.

Acuérdate que el 11 de agosto es el día que irás a Nogales. Tomarás el pueblo y te vengarás.

Acuérdate que Santa Teresa está siempre contigo y que por medio de su milagrosa influencia

ningún daño os podrá ser hecho.

Te vengarás… Sí, correcto. Motivos hay, y muchos. ¿Por qué ella, su padre y los

indios tienen que vivir lejos de su tierra, de sus costumbres, de sus rituales? ¿Por qué tenían

que huir de un lugar que siempre fue suyo? Había que regresar y la única manera de lograrlo,

era peleando. Es cuando se justifican las revoluciones, piensa: cuando los gobernantes son

sordos y ciegos; cuando asesinan; cuando no ven los intereses del pueblo, sino los suyos

propios.

Una semana antes del 11 de agosto, José Luis Villanueva llegó a Nogales a verificar la

organización. Fue él quien se enteró de los $30,000 dólares que había en la aduana de

México. $30,000 dólares eran suficientes para hacer la revolución y ganarla, soñaban los

rebeldes. Ahora fue él quien habló con los nogalenses comprometidos, para que estuvieran

listos. Se movió discretamente, para no llamar la atención. Aprovechó sus conocimientos de

curanderismo para tratar a dos o tres mujeres con diferentes dolencias. Habló poco, bebió

poco. Se hospedó en casa de una anciana, conocida de antaño. Desde Nogales, Arizona,

telegrafiaba en clave a Lauro y a Teresa para tenerlos al tanto de los sucesos. Activo, discreto,

inteligente era José Luis.

Ramón y el ataque a Nogales

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Un trago de mezcal afloja la lengua. En el estrecho y oscuro cuarto, iluminado sólo por unas

velas, el ex sargento Ramón se aclara la garganta para contar de nuevo el motivo de su

orgullo. Habló del 11 de agosto, día en que se cumplió cabalmente con lo pactado. No era el

día programado para el ataque, sino para reunirse en los placeres de santa Rita. José Gómez y

Benigno Arvizu esperaron todo el día a que se fueran integrando los convocados. Ramón

llegó entrada la tarde del día pactado. Aquello parecía fiesta: los hombres, reunidos en

pequeños grupos, comían unas tiras de carne seca, salada, que se les habían distribuido; se

acompañaban con pequeños tragos de mezcal. Benigno y José verificaban la lista y ponían

una señal a los nombres de quienes ya habían llegado. Era el gran día, el día en que sus vidas

cambiarían para siempre, porque si la entregaban era por una buena causa, la mejor:

arriesgarían por ella, pero no morirían porque tenían la protección de la santa de Cabora; y si

vencían, como iba a suceder, recuperarían todo lo perdido, con creces.

Benigno y José estaban recién llegados de El Paso, Texas. Habían ido hacia allá para

ultimar detalles con Lauro, con don Tomás y con la señorita Urrea. Serían más de 50, los

atacantes. ¡Por fin!, decía Benigno. ¡Por fin veremos derrotado al tirano! Y hacía cabriolas en

su caballo, desesperado por iniciar el recorrido que los conduciría a su destino mayor en la

vida: servir a la santa de Cabora, la santa más dulce y buena que pueda existir en el mundo y

más allá.

En eso estaba de acuerdo Ramón, el sargento desertor que huyó de México

respondiendo al llamado de su santa. Él no los conocía, pero sabía que Benigno era de los

vengadores de los tomoches y había ido a los Estados Unidos por la misma causa que él.

Ramón huía de México porque un día, en una borrachera, le reclamó al coronel Rincón el que

haya arrojado al mar a los santos que llevaba a Baja California. Rincón le decía que eso no era

cierto, pero compañeros que viajaban en el barco le decían lo contrario. Luego, en plana

borrachera, Rincón le disparó. Un buen día escuchó clarito la voz de la niña buena que le

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decía que lo esperaba para hacer la revolución. Así es como él llegó a El Paso y participó en

los ataques a Nogales y Palomas.

Benigno disparó su rifle al viento y todos pusieron atención. Juan Buitimea dio

lectura, en yaqui y en español, a las cartas que les había enviado Teresita. Luego, pasó lista.

Estaban casi todos. Repartió fotografías de la niña, biblias, ejemplares de El Independiente.

Luego convocó a todos a rezar. Se arrodillaron y pidieron la protección de la santa. Era un

momento mágico, recuerda Ramón. Eso nunca lo vio cuando estuvo en el ejército. Allí, cada

vez que se iba a pelear, se hablaba de cuánto se les pagaría, de cuánto obtendrían a causa del

pillaje una vez que terminara la batalla, o se manifestaban inconformidades por estar en el

ejército a la fuerza. Nunca rezos, nunca llantos amorosos, invocando a una reina. Se

distribuyeron polvos mágicos, por si alguna bala llegara a tocarlos.

El camino fue largo. Para recorrer casi 30 kilómetros en cinco horas se requiere un

paso firme, incluso trotar a ratos. Así lo hicieron. A las tres de la mañana los líderes dieron la

voz de ataque. Los gritos, los balazos al viento, las consignas: ¡Viva el gran poder de Dios!

¡Viva la santa de Cabora!, inundaron el ambiente…

- Un trago más… Uno nomás-, pidió a la señora que le negaba más bebida.

- Ya estás muy borracho, Ramón. Estás hablando de más. Vete a tu casa, ándale.

- ¿Por dónde llegaría la santa? ¿Llegaría volando o montando su caballo blanco?

¿Acaso utilizaría el convencional transporte del ferrocarril...? ¿Casa? ¿Cuál casa, Vidal?

- Pues al monte, a donde sea, pero aquí ya no puedes seguir. Me comprometes.

- Hubieras visto la entrada que hicimos. ¡Qué ruido! ¡No´mbre! ¡Hubieras visto!

Deberíamos ir a Nogales. Vamos a Nogales, pa´ decirles dónde fue todo. pa´ señalarles dónde

quedaron muertos mis dos hermanos. ¡Vamos! ¡Yo no miento, yo no invento!

La señora Vidal le sirve mezcal en un vaso de barro y se lo entrega, al tiempo que lo

empuja fuera del cuarto semivacío, con piso de tierra, paredes de adobe y unos cuántos

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banquitos alrededor de unas rústicas mesas de madera donde algunos hombres beben de lo

que les sirve aquella mujer. Algunos juegan baraja; otros, cubilete; unos más, los menos,

escuchan la discusión, así como antes se interesaron en su narración. Sale. Afuera, el frío de la

noche se le cuela por entre las ropas. Ni una luz se ve en aquel alejado pueblo ubicado en los

márgenes del río Sonora. De un trago se bebe el contenido del jarro y luego lo arroja al suelo,

con coraje. El vaso se rompe haciendo un gran estrépito.

- ¡Maldita! ¡Maldita Vidal Tapia! ¡Yo soy un héroe de Nogales y de Palomas! ¡Yo

ataqué la aduana de Nogales con la bendición de la santa de Cabora! ¡Ingratos! ¡Ingratos! -,

grita hacia el interior de la casucha. Luego sus pasos se van perdiendo rumbo a lo

desconocido. ¿Y ahora a dónde vas, sargento? ¿A dónde vas, cabo segundo?, se pregunta,

porque también fue cabo del ejército yaqui, junto al camisa colorada de tetabiate. La

respuesta no llega. Sólo los pasos de sus pies cubiertos con unos desgastados huaraches

rompen el silencio de la noche.

¡Qué diferencia a meses anteriores, cuando todos le prestaban atención y le invitaban

los tragos! Bastaba con llegar a cualquier pueblo, buscar la casa donde se vendía mezcal,

llegar y contar los sucesos de Nogales y hablar de los milagros de la santa de Cabora para que

todos se interesaran. Hasta lo llevaban a sus casas y le daban alojamiento. ¿Y ahora? ¿Qué

pasó? Miedo, se dijo el ex sargento Ramón, el mismo que desertó del ejército para seguir a su

santa en sus sueños; el mismo que habló con tetabiate para decirle que se venía al otro lado

para pelear al lado de la santa de Cabora. “Allá tú y tus creencias”, le había dicho el camisa

colorada. Y se fue. Se integró al movimiento de los teresistas y luchó con ellos. Ahora huía.

Huía y bebía. Los soldados y la acordada llegaban a los pueblos, preguntaban. Y luego, pues,

al paso de los meses muchos mal vivientes buscaban el trago de mezcal gratis afirmando

haber estado en el asalto a Nogales. Entonces, a los auténticos, a los que de verdad habían

estado allí y sentido el olor de la muerte, ya no se les creía. Y no tenía opción. Lo buscaban.

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Él estaba en la lista que le encontraron a Juan Buitimea. Había que huir, siempre. Esa sería su

nueva vida, lo sabía. Y la niña que no se comunicaba; no se sabía nada de ella. ¿Qué habrá

pasado? ¿Los apresaron? ¿Los mataron? Podría regresar a los Estados Unidos con su gente

que seguía con el señor Lauro, porque ese no se había rajado, pero no permitía que uno se

emborrachara. Tragos, sí, pocos, pero nada de borrachera. ¿A qué iba? Y la santa, ¿perdió los

poderes? Porque los polvos mágicos ni sirvieron, se dijo, mientras buscaba un poco de paja,

un almacén, una pared, ramas, algo dónde pasar la noche.

Teresa y el Plan

El Plan Restaurador de la Constitución y Reformista se redactó a principios de 1896 en

Solomonville, Arizona. Era parte de un movimiento encabezado por ella y por Lauro Aguirre.

Su finalidad era derrocar al gobierno del presidente Díaz. Sus principales redactores fueron

Lauro Aguirre y Manuel Flores Chapa. Lo firmaron, entre otros, Manuel González,

sobreviviente de Tomóchic, Tomás, su padre, que firmó con el apellido de Esceverri y

Mariana S. de Avendaño, su inseparable compañera. El Plan se firmó el cinco de febrero de

1896, simbólicamente en Tomóchic, y es uno de los primeros documentos revolucionarios

redactados en contra del régimen de Díaz.

Teresa y Tomás vivían, en ese entonces, en El Bosque, ubicado en Palo Parado, a 25

kilómetros de la frontera mexicana, entrando por Nogales. Pero para entonces ambos ya

pasaban temporadas en Solomonville. Muchos nogalenses de ambos lados de la frontera

conocían los planes de los Urrea y de Aguirre de elaborar ese Plan y de iniciar una revolución

contra el gobierno mexicano. Muchos de ellos simpatizaban con el movimiento y se habían

comprometido a apoyar la causa. La casa de los Urrea en El Bosque era visitada por

comerciantes, empleados federales y ciudadanos en general. Ahí se hablaba de religión, de

curaciones, de milagros, pero, sobre todo, de política. También se realizaban sesiones

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espiritistas. Los nogalenses desconocían todo lo relacionado con el contacto con seres que ya

habían hecho el tránsito de esta vida a la otra. Parecían niños; querían sesiones casi a diario,

sin entender que se requiere de un ambiente especial, de cierta colocación de la luna, de una

actitud psíquica. Iban con frecuencia de ambos Nogales, el de México y el de Estados Unidos,

hasta El Bosque a experimentar con esa nueva forma de diversión, que es como ellos veían

algo tan serio y trascendente.

- Porfirio Díaz llegó al poder tras la revuelta de Tuxtepec y desde entonces viola la

Constitución de 1857 un día sí y el otro también. Masacres como la de Tomóchic y Veracruz

donde ordenó matar en caliente a unas personas sin hacerles juicio. ¿Quieres más?

- Ya lo sé, Teresa. Déjame dormir.

- Denunciábamos la ley fuga, el fraude electoral y el despojo de tierras, sobre todo las

comunales, las de los indios, por medio de las compañías deslindadoras. Pedíamos que se

creara la pequeña propiedad, para acabar con los monopolios.

- ¡Qué atrevimiento! -, dijo un irónico John y se acomodó para intentar dormir.

- Qué bien que ya te vas a quedar con tu madre. Gracias por las niñas y por la

compañía...

Teresa se sumió en sus pensamientos. Aquel viaje era interminable. Laura dormía. El

Plan se oponía a la exención de impuestos en beneficio de los monopolios agrícolas. Proponía

que la tierra fuera de todos, que las minas estuvieran al alcance de los trabajadores pobres.

Acusaba al gobierno de no respetar la libertad de expresión, rechazaba la ley electoral vigente

por defectuosa, pues no podían votar indígenas, campesinos y mujeres. Planteaba la necesidad

de una reforma radical de la ordenanza militar para que ésta no estuviera al servicio de las

tiranías. La mujer tendría derecho a votar y ser votada para todos los puestos, incluso el de

presidente de la república. ¡Según Porfirio y sus seguidores esa era una solicitud que ponía en

todo su esplendor el desequilibrio emocional de Teresa! ¡Atreverse a exigir voto para las

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mujeres y, más aún, que éstas puedan gobernar un país! ¡Locura total! El documento exigía la

supresión de la pena de muerte y la igualdad entre los hombres. Se pronunciaba en contra de

la explotación del hombre por el hombre. Se quejaba de que los sacerdotes controlaban la

conciencia de los individuos y vivían del trabajo de éstos. En fin, el Plan Restaurador

aseguraba que la única manera de derrocar a Díaz era a través de las armas. Ya se había

intentado mucho cambiar el estado de cosas del país por la vía pacífica, pero se habían

cerrado las puertas a ese camino. Por eso convocaba al pueblo a unirse en torno a ese

movimiento y acabar de una vez por todas con la tiranía.

- ¿Me escuchas, John? ¿Me escuchas?- Un fuerte ronquido es lo que recibe como

respuesta. Un niño... Un niño grande es lo que es John, incapaz de entender lo que es darle

cauce a un sueño. ¿Qué puede saber él de política, de rencores, de luchas armadas?

El Plan desconocía a todas las autoridades federales, estatales y locales del país, por

transgredir la Constitución; nombraba jefe supremo de la república con atribuciones en los

ramos de Hacienda y Guerra, al jefe de la Revolución Restauradora de la Constitución

Reformista, hasta que la revolución triunfara. El jefe de la revolución no podría ocupar el

cargo de presidente, una vez lanzada la convocatoria. Que quedara claro que no había delirios

de poder entre los convocantes a la revolución.

Se pensó, se reflexionó, se recurrió a corrientes de gobierno en otros países; se

consideró al anarquismo como una forma justa de ejercer el gobierno, permitiendo el

crecimiento sin demérito de las formas tradicionales de vida. Días y noches de largas

discusiones, recuerda Teresa. Lauro y el periodista Manuel Flores Chapa eran quienes más

participaban. En Solomonville había mucha gente combativa y también participaba en la

redacción del documento. Ahí no tenían problemas con las autoridades; lejos de la frontera y

sin haber realizado ninguna acción en contra del gobierno, tenían las manos libres para operar.

Cerca de Solomonville, en Clifton y Morenci, regiones mineras, había alrededor de 9,000

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mexicanos, en su mayoría indígenas de Sonora e inconformes de Chihuahua, dispuestos a

apoyar una lucha armada.

El Plan Restaurador de la Constitución y Reformista se publicó en el periódico de

oposición El Independiente. ¡Ah, cómo se preocupó Porfirio con la aparición del Plan! El

dolor de cabeza llamado Teresa Urrea volvía a aparecer y ahora con más fuerza. A partir de la

publicación del Plan la suerte estaba echada. No habría tregua para uno ni otro lado. Y así fue.

Cuando se fueron a vivir a El Paso, Texas, Teresa, Lauro y Tomás sabían que ya no habría un

minuto de tranquilidad.

La primera impresión de Teresa al llegar a su nueva tierra, fue grata. Cientos, tal vez

miles, la esperaban en la estación del tren. Teresa tenía, en ese 1896, 22 años de edad, muy

cerca de los 23. Tenía fuerza, ímpetu. Tenía, sobre todo, coraje. En El paso ocuparon una casa

grande, proporcionada por amigos de la causa. Allí, ella dividía su tiempo en atender a los

cientos de enfermos que día a día acudían a verla, y en planear la revolución.

Ya eran muchos los que la seguían. Para conseguir fondos, todos los días salían

cuadrillas de simpatizantes a recorrer las calles de El Paso y de Paso del Norte, en México,

vendiendo fotografías de ella con un mensaje escrito en la parte posterior, en el cual

informaba de sus virtudes a los que aún no supieran de ella; se le comparaba con Juana de

Arco; se afirmaba lo que ella ha vivido en carne propia: que en muchas ocasiones han tratado

de asesinarla. También pedían éter, tan necesario para atender enfermos en caso de que

hubiera mucho dolor, o para ella misma, que luego de los ataques quedaba descompuesta y un

poco de aquella droga la tranquilizaba.

Ni derecho a comer tenía en ese tiempo, por temor a que los alimentos estuviesen

envenenados, recuerda Teresa, moviéndose, incómoda, en el asiento de ese tren que la lleva

de regreso a lo que fue parte fundamental de su mundo. ¿Por qué se fue? ¿En verdad creía que

iba a conocer las causas de sus poderes? No. Era sólo el deseo de huir, luego de ese torpe

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matrimonio y de la actitud cerrada de su padre. Tardó en restablecer la comunicación con

Tomás pero, por fin, luego de muchas cartas sin respuesta, se ablandó el duro corazón del

viejo.

Ella le anticipó su muerte a Tomás; le dijo que se preparara porque sus días se iban a

terminar. Que no se preocupara, que ella vigilaría su viaje al más allá para que no hubiera

inconvenientes. Que iba a morir acostado en su cama, sin dolor, sin doctores al lado, sin

molestas medicinas. Ella se lo dijo. También le dijo que desgraciadamente no lo iba a poder

acompañar físicamente, pero que su mano iba a estar junto a él para conducirlo. Murió el

bueno de Tomás, se dijo Teresa y las lágrimas mojaron su rebozo. Movió un poco a la

pequeña Laura para que no le pasara lo mismo. Luego, la calma volvió a su rostro. Una

sonrisa de madre orgullosa apareció en su rostro al observar el rostro infantil de su preciosa

nena.

¿Le llevaría flores? Nunca habían hablado de eso. Los yaquis tienen una forma muy

particular de festejar a sus muertos; los velan toda la noche, colocan veladoras encendidas en

su tumba, les cantan, les bailan… Los vivos comen guacabaqui, que no es otra cosa que carne

de res con garbanzos y las verduras de temporada, cocinados en un hoyo hecho en la tierra,

rodeado de brazas ardientes y cubierto por todos lados. La carne y las verduras sueltan su

propio jugo, dándole un sabor particular. Eso hacen los yaquis, pero Tomás le decía que los

ricos de Álamos no hacen lo mismo. Ellos rezan. Lloran y rezan. Llevan sus muertos a la

iglesia y de allí al panteón. Luego, los deudos les mandan hacer unas tumbas grandes,

elegantes, como para que tengan una buena morada. O para expiar sus culpas.

- Nos faltó tiempo, Tomás… No hablamos de nosotros… ¿Quieres flores en tu tumba?

En cuanto me comunique contigo te preguntaré.

Teresa: después de Nogales

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Gran ciudad es San Francisco, pero más grande es Nueva York, y más violenta. Mucho

europeo hambriento, llegando en grupos a bordo de unos barcos tan grandes como ella nunca

imaginó. Nueva York es ciudad de extremos. Mucho frío, mucho calor; mucha riqueza,

extrema pobreza. San Luis Missouri es frío, distante. Los días cortos, las noches largas.

Inviernos de contradicción: blancos y oscuros. Fue de allí de donde escribió a Juana para que

le enviara a uno de sus hijos. Ya allí sabía que la gira iba en caída. Fue cuando empezó a

dudar del viaje a Medio Oriente. Más de un año había pasado huyendo, realizando

presentaciones en teatros en principio llenos de gente curiosa. Los empresarios le decían que

no cobraban por sus milagros y adivinaciones. Donde ganaban era en la venta de sus

medicamentos. Pero esa es otra historia.

Cuando llegó John, el menor de los hijos de su amiga Juana, con sus resplandecientes

18 años, Teresa supo lo que pasaría, pero no hizo nada para impedirlo. Ella, con 28 años, con

una vida llena de dificultades; enfermedades, persecuciones, intentos de asesinato, gran fama

en todos los lugares que visitaba; vida de extremos. Él, con sus 18, abriéndose a la vida,

descubriendo el mundo. Poco a poco, la relación de afecto fue transformándose. Ella, desde su

noviazgo y fallido matrimonio nunca había sentido que el corazón se le acelerara al ver a una

persona del sexo opuesto. Para ella, hasta entonces, los hombres o eran enfermos que había

que curar, o eran luchadores que iban a integrarse a su lucha. Nunca hombres sexuados, con

aroma a sexo, con color a sexo, con timbre de voz que remite a sexo. El sexo como fuente de

vida no existía para ella hasta que supo a fondo lo que era la soledad y la mezcló con la

proximidad de la juventud representada en fuerza.

Muertos… Muertos… Ni siquiera sus nombres… No se conocieron ni los nombres de

algunos de los valientes… De los nombres que aparecieron en la lista, ¿quiénes murieron?

Las autoridades de Nogales tomaron una fotografía de los cuerpos, bien acomodados, uno tras

otro. Murieron luego de muchas horas de caminar, sin dormir, ilusionados con la idea del

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triunfo para entregárselo a ella. Rostros indígenas… Ninguno joven… Ellos no querían

matar… iban en su nombre a que toda la población se les uniera en un solo bloque para

expulsar al tirano de su trono… ¿Qué se encontraron? Rechazo, miedo, tibias simpatías… No

hubo respuesta al llamado, Teresa…Todos te conocían en ambos Nogales, todos sabían de tus

intenciones revolucionarias y no respondieron al llamado. ¿Qué pasó en Nogales? ¿Equivocó

Lauro Aguirre su estrategia al considerar que luchando a nombre de la santa de Cabora el

pueblo se les uniría? Sin duda.

Luego, al interior, traiciones… Unos culpando a los otros, los otros tratando de hundir

al uno… Lo único que mantuvieron fue el discurso largamente estudiado del porqué de su

presencia en Nogales. ¿El pretexto general? La búsqueda de empleo. Pero, ¿quién no buscaba

empleo en aquellos tiempos de fin de siglo? La gente huía de México, pero también huía de

Europa y de medio oriente. Había pasado la euforia por el oro en California, pero continuaba

habiendo trabajo en las minas de cobre en Arizona y Nuevo México.

¿Acaso eso era una revolución? ¿Muertos y traiciones? ¿Engaños y mentiras?

¿Hambre y miseria? La pequeña Laura llora, John duerme -o finge hacerlo-, y ella se mueve

lentamente debido a la gran barriga producto de su embarazo. El tren no detiene su humeante

marcha. Por fin, la pequeña cesa su llanto. Entonces ella, Teresa, la santa, vuelve al nebuloso

mundo del recuerdo tormentoso.

Los papeles que se les recogieron a los indígenas muertos en el asalto a Nogales no

contenían nombres ni firmas de personas, sino simplemente direcciones para el uso de

píldoras y pastillas que traía en su maleta uno de ellos. Nada que la comprometiera.

- Cargaban tus alabanzas, Teresa- , se dice a sí misma.- Al momento del ataque

cargaban tus alabanzas; te hacían caso, te veneraban, seguían tus consejos religiosos, tus

consejos sobre la importancia de realizar actos morales. Hermanitos, no dejen de asistir,

porque vamos a pegar el grito luego que lleguemos, decía la carta que les enviaste, traducida

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al yaqui. Cargaban la carta firmada por Benigno, recomendando a sus hermanos que se

alistaran como fuera y no dejaran de llegar; traían una lista con los nombres de los valientes:

Loreto Bibas Primero, Miguel León, Juan Lugo, Francisco Vásquez -¡ahí estás, Francisco

cobarde! -, Luis Liso, José Salcido, Miguel Álvarez, Juan Valencia, José Bacasiari, Juan

Buitimea, Francisco Ramírez, Juan Serrano, Miguel Álvarez, Ignacio Bachomo, Francisco

Abraham, Juan Siguilimea, Juan Álvarez, Esteban Jasetay y Juan Molina.

De entre ellos, de seguro, murieron Loreto Rivas, Miguel Álvarez, Juan Buitimea,

quien mejor leía y escribía y hablaba español, Ignacio Bachomo e Ignacio Gómez. Horas más

tarde, murió José Morales. De los otros dos muertos durante el ataque no se supieron sus

nombres ni se tomaron sus señas particulares.

No, no: el pueblo de Nogales no respondió al llamado. La revolución se anunció; se llamó

a los ciudadanos a participar. No hubo respuesta. El nombre de la santa de Cabora no convocó

a nadie más de los que ya iban en la expedición. Hubo sangre, muertos de ambos lados. ¿Y

Dios? ¿Y la promesa de vida eterna para quienes lucharan en su nombre? ¿No era eso lo que

Dios le había dicho a Teresa? Luego, un sector de la población de Nogales, Arizona, se unió

al cónsul Mascareñas para repeler a los rebeldes, y no faltó algún mexicano que se les uniera.

Y Lauro, tan brillante, tan capaz, a la hora de organizar un ataque se le acababan los atributos.

¿Cómo hacer una revolución con 12 rifles y unos cuántos arcos y flechas, Lauro? La

revolución de papel se perdió en la de hechos.

¿Para qué sirve el gobierno? ¿Para qué se instituyó como órgano rector de una sociedad?

¿Era necesario el gobierno? ¿Han necesitado los yaquis, los mayos, los pimas, los pápagos, de

un gobierno para organizarse? Sí de una organización, sí de acuerdos pero, ¿gobierno?

¿Gobierno represor? ¿Qué hace un gobierno como el de Porfirio Díaz, sino reprimir? Tendió

las vías del ferrocarril, sí, ¿pero es eso suficiente para sobrevivir? ¿Se tiene que pagar un

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precio tan elevado como la libertad tradicional, la cultura tradicional, para acceder a un

ferrocarril? ¿Para qué sirve el gobierno, Teresa?

El regreso, la incertidumbre. Detrás de un horizonte siempre hay otro horizonte

enmarañado. ¿Qué horizonte esperaba a Teresa, con su padre muerto, su primer matrimonio

deshecho, con una hija en este mundo y otra por venir, producto de amores ilícitos con un

jovencito, hijo de una de sus mejores amigas? ¿Lo entendería Juana, madre de John? ¿Tendría

el valor ella, Teresa, la que nunca tuvo miedo, para enfrentar a Juana? De cualquier modo,

John seguiría su rumbo sin mirar hacia atrás, como habían acordado. Teresa regresaba a John

a Juana y ella se quedaba con sus niñas. Mariana, fiel consorte de Teresa, sí estaba en Clifton.

También estaba Gabriela con sus hijos, hermanos de Teresa. Clifton, nuevamente, el lugar

seleccionado para sanar heridas.

Cuatro años estuvo Teresa fuera de Clifton. Cuatro años ofreciendo a un público cada vez

más escéptico –cada paso que daba más al norte de Estados Unidos ganaba en frialdad-, los

alcances de sus poderes curativos. Conforme la población de origen latino disminuía, así

perdían sus poderes. Que no cobraran la entrada, era una de las condiciones. Y cobraban. En

Nueva York, Teresa rescinde el contrato con la compañía médica que tanto le prometiera y

tan poco le cumpliera, y regresa a Clifton

¿Por qué diferente? ¿Por qué no como las demás? ¿Por qué no siguió siendo aquella niña

campestre, ignorante del mundo, con fuerte y entonada voz y grandes manos para pulsar la

guitarra? ¿Por qué no siguió siendo aquella niña humilde, de apellido Chávez y de nombre

largo? Pero nació bajo el santoral de santa Teresa. ¿Te marcó tu fecha de nacimiento, Teresa?

¿Te molestaba que te llamaran Niña García Nona María Rebeca, hija espuria? ¿Desde cuándo

el nombre de Teresa? ¿Desde cuándo el apellido Urrea?

En ese 1904 del retorno, la semilla de la revolución continuaba germinando. Los

hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, acompañados de Antonio Villarreal y Juan

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Sarabia, luchaban desde el periodismo contra el régimen de Porfirio Díaz. Lauro Aguirre

estaba con ellos. Lauro había estado preso una y otra vez - la tenacidad del cónsul Francisco

Mallén contra Aguirre desconocía límites- y allí seguía, intentando acabar con la dictadura

porfirista. ¿Y tú, Teresa? Te habías deshecho del acoso de Mallén, pero habías perdido toda

posibilidad de lucha.

¿Qué acaso no tuviste éxito, Teresa? ¿No es éxito tu liderazgo, la fe ciega que tanta gente

ha depositado en ti? Haz puesto a temblar al poderoso régimen de Porfirio Díaz, Teresa…

¿No es eso éxito? Lauro hablaba de triunfo, de avances significativos, de pasos

trascendentales, de la caída del tirano. Teresa, en cambio, contaba los muertos en su nombre;

se trataba de quitar la sangre que teñía sus manos…

Los periódicos no la dejaban en paz. Peinó su larga y cuidada cabellera. En el siguiente

poblado, de seguro, la estarían esperando periodistas para plantearle las mismas preguntas de

siempre…

Ella, Teresa Urrea siempre habló de un autogobierno, de la conservación de las formas

tradicionales de organización, de un rechazo a las leyes que imponía la autoridad, leyes que

no eran de Dios. Había que volver atrás, a los tiempos de libertad, sin ingerencia del gobierno

ni de la iglesia. Partía de la idea de un mundo alrededor de Dios, pero también buscaba

regresar al mundo idílico en que se había vivido; también buscaba el auto gobierno del

hombre. Revolucionaria: quería cambiar el estado de cosas en que vivía la sociedad

desprotegida. Lo hacía asumiendo un liderazgo en nombre de Dios, profetizando lo alcanzable

del mundo soñado, imaginado.

Y de Nogales, la mente de Teresa vuela más hacia el este… Las manos… Las manos no

cambiaban de color…

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¿Cómo será la vida de hoy en adelante, en Clifton, sin su padre, sin Lauro, sin John? Ya se

estaba acostumbrando a la ausencia de Dios pero, ¿tantas ausencias a un mismo tiempo son

soportables?

Ramón: Nogales, Palomas, El Pegüis

- Íbamos a atacar al mismo tiempo Nogales, en Sonora, y Palomas, en Chihuahua. Por eso

Pomposo Ramos se fue de largo hacia El Paso, después de que huyó de la cárcel de

Hermosillo. Yo acompañé a Benigno Arvizu a la estación del ferrocarril a encontrarse con

Pomposo y darle dinero para que continuara su viaje. Arvizu me dijo que ese señor era de

Sinaloa, y que se interesaba en la causa de los teresistas. Que Teresa y don Tomás lo

conocieron en Sinaloa y cuando supieron que estaba preso en Hermosillo le escribieron

invitándolo a fugarse para unírseles. A mi no me gustó; era muy hablador, muy echón…

- Yo decía que era mejor atacar de uno en uno, como decía don Tomás, pero el terco

de Lauro, que decía que no iba a haber necesidad de disparar un solo tiro; que con la sola

mención de la santa de Cabora los habitantes se iban a sumar al movimiento, fue el que se

impuso. Lauro juraba que ningún soldado participaría contra un movimiento encabezado por

la santa de Cabora…

- Yo había ido varias veces al negocio de Francisco G. Hermosillo, en Nogales,

Arizona, porque ese señor guardaba una cantidad de dinero de la niña Teresa y yo iba por

dinero a nombre de ella. Pero esa vez no me dio. Le pedí parque de 45 por 60, como el que

habíamos usado horas antes en el ataque a la aduana. Me preguntó que para qué quería el

parque, como si no lo supiera, como si no supiera que para eso era el dinero que tenían

guardado, y yo les dije que lo necesitaba porque quería perseguir a unos indios que me

robaron dos caballos. Pero no tenía ni armas ni caballos.

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- Cuando me agarró la policía, me hice el borracho, golpeé soldados; tuvieron que

cargarme rumbo a la línea que divide a los dos Nogales, el de aquí y el de allá.

- Benigno Arvizu tenía como de 55 o 60 años, de cuerpo regular, cinco pies de altura,

poco más; algo delgado, no muy blanco, alguna barba pero no poblada, poco bigote, sumidas

las mejillas, boca chica, ojos zarcos, nariz afilada, barba y pelo bastante cano. José Gómez,

también era de Chihuahua. Tenía una herida en la mano, por eso lo apodaban el manco. Él y

Benigno se fueron a El Paso a festejar. ¿Qué festejaban? ¿La muerte de los compañeros? ¿La

cárcel de él y de otros? La cárcel es cosa fea para todos, más para los indios. Uno no puede ir

y venir. Se tiene que quedar en un lugar y comer lo que le dan, poco y malo.

- Yo ataqué Nogales y Palomas. Yo caminé días y días por el monte, desde Ciudad Juárez

hasta Ojinaga, para atacar la aduana de Palomas. Como pude, regresé de Nogales y me puse a

la orden de la santa Teresa. Ella me envió con Juan Varela y Demetrio Cortés, unos valientes

de Chihuahua. Yo ayudé a la santa a pintar de negro a Varela para que fuera a verse con el

señor Calderón; con mis manos lo pinté, mientras ella hacía lo mismo. Así de cerca fue mi

relación con la niña Teresa. Nos tenían cercados en casa de Teresa. El cónsul Mallén seguía

todos nuestros pasos.

- Era difícil la vida en ese entonces. La niña Teresa se tenía que cuidar en todo momento.

Aún así, con muchos de nosotros vigilándola, una vez un señor dizque enfermo la quiso

apuñalar. Ella hizo un movimiento con su mano y el señor se paralizó con el puñal en alto,

cerca de la espalda de la niña. Luego, ella entró en crisis y el tipo aquel corrió. Nosotros nos

espantamos tanto que no lo seguimos.

- A casi todos los de Palomas los agarraron; a todos, menos a Varela, que siempre fue

bueno para esconderse. A mí me agarraron hasta Nogales, pero no me pudieron probar nada.

Ahora yo ni puedo ir pa´ allá, ni puedo estar aquí. Tampoco puedo regresar al valle del yaqui.

Ya no tengo paz. Yo creo que mejor me voy a dar un balazo…

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Así hablaba Ramón, el ex sargento, a quien lo quisiera escuchar. De vez en cuando

estiraba su mano con el jarro vacío por si alguien se lo llenaba. Pero sí recordaba cosas

buenas, detalles de solidaridad. Como cuando estuvo preso y sus amigos se organizaron para

ir a sacarlo a la fuerza de la cárcel de Nogales. En eso todavía intervino la niña y evitó que

corriera más sangre. Que eso es lo que le afectó, dicen; que por eso ya no encabeza la lucha;

que no le gusta la sangre… A nadie nos gusta, dice Ramón; menos la de uno mismo.

- El cónsul Mascareñas pagó gente para que fuera a las minas a vender mezcal y

chacharitas, pero lo que quería era averiguar dónde estaban los atacantes de Nogales; ya que

los localizaban, les pedía que los hicieran venir a México para atraparlos. Les hablaban de las

mujeres, de que eran héroes, de que la gente quería conocerlos para felicitarlos. Muchos

cayeron en el juego.

De que tenía ganas de emborracharse, tenía. Después de Nogales fue a El Paso y allí

acompañó al Pomposo a Ojinaga para asaltar la aduana de Palomas. Tres días caminando por

el monte en sentido contrario al río bravo que divide en Chihuahua a los países. El ataque fue

un desastre. Los celadores y gente del pueblo respondieron, y Pomposo se perdió. Entonces,

corrieron todos a esconderse donde podían. No se triunfó. La gente de Ojinaga tampoco

respondió, a pesar de conocer a los teresistas. Casi todos eran de pueblos o ranchos vecinos,

trabajadores del ferrocarril, burócratas. Igual que en Nogales, la gente sabía que iban a ir a

nombre de su santa, pero no respondieron. No era tiempo.

Tomaron el dinero de la aduana, pero era muy poco. Ya estaban más organizados que

en Nogales. Vestían pantalón y camisa de lona color azul, e iban armados con carabinas y

rifles para caballería. Portaban un sombrero de fieltro negro, con ribete de galón blanco,

grapas bordadas de hilo de plata formando dos águilas, formando una banderita semejante a la

mexicana. Traían un pañuelo blanco a manera de toquilla. Uniforme; tenían uniforme.

Cuando se estaban poniendo el uniforme fue un momento de fiesta. Lo primero que hicieron

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al llegar al pueblo, fue rodear el edificio de la aduana, de cinco piezas de terrado. Gritaban:

“¡Viva la libertad!” “¡Viva el poder de Dios!” “¡Viva la santa de Cabora!” “Viva la compañía

de Cruz Chávez”. Antes de llegar a la aduana, rompieron el hilo telegráfico. Miembros del

ejército y los guardias de la aduana repelieron el ataque. Después de dos horas de fuego por

ambos bandos, se retiraron llevando a cuestas a cuatro heridos y dejando en el terreno a dos

de los suyos muertos. En esta ocasión sí llevaban armas. Ya había más recursos; de algo

habían servido los anteriores ataques. Todavía faltaban caballos y más armas; siempre se

necesitaban más armas para poder concluir lo que ya había empezado.

- Un día anterior al ataque, el 13, estuvimos en el rancho “El potrillo”, del señor

Bertchfield. Allí compramos una res, la matamos y nos la comimos. Teníamos órdenes de la

santa de no tomar nada sin antes comprarlo o pedirlo. Juan Varela fue herido, junto con otros

tres, y para huir de Palomas secuestraron una carreta, donde fueron trasladados a lugar seguro.

- A la mayoría de los asaltantes a la aduana de Palomas los apresaron en Estados

Unidos. En Las Cruces, Nuevo México, fueron aprehendidos 16 teresistas, entre ellos

Pomposo. Yo logré huir; me fui a las minas de las cercanías de Nogales, donde era conocido.

Fue al entrar a México donde se me apresó, pero logré que me indultaran por falta de pruebas.

A los otros se les sentenció a dos años y dos meses de prisión. Otros, como Pomposo, fueron

extraditados a México con la condición de que, una vez cumplida su condena por delito

común en Hermosillo, lo regresaran a Estados Unidos a cumplir su condena por el asalto a

Palomas.

A Ramón le Fue fácil decidirse a venir a México, atravesando la línea internacional

por Nogales. Tan pronto como los informantes dijeron que estaba en este lado de la frontera,

lo atraparon borracho, cayéndose, diciendo palabras inconexas. Despertó en una celda

maloliente. A la hora del interrogatorio se cambió de nombre, como estaba estipulado.

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Abraham Salvador, se puso, olvidando que ese nombre venía en la lista de los atacantes de

Nogales en poder de las autoridades.

Antes de que lo atraparan, Ramón había visitado a los pápagos para integrarlos a la

lucha. Ellos estuvieron de acuerdo. Llevaron sus armas a componer y compraron más

cartuchos que los de costumbre, sin regatear como acostumbraban. En Santa Rosa, pueblo

indio que está como a 50 millas de Buenos Aires, Arizona, convencieron como a 300 indios

para que se armaran y estuvieran listos al llamado de la santa.

También los pápagos de Santa Rosa que dista de Tucson como 50 millas dentro del

territorio de los Estados Unidos y como a 40 millas del territorio mexicano frente al mineral

del “Plomo”, distrito de Altar, estaban armados. Todo estaba listo para ahora sí entrar en

grande a México, por todos lados y enloquecer al gobierno mexicano. ¿Qué pasó? ¿Por qué la

santa decidió no continuar? Se apagó el movimiento sin ella. ¿A qué regresar?, decía a

quienes lo escuchaban. El señor Lauro hablaba mucho, pero no era concreto. Allí los que

sabían, a los que la gente seguía era a don Tomás y, sobre todo, a la niña santa. ¿A qué

regresar si ellos ya no estaban? Mejor continuar emborrachándose hasta vomitar el hígado a

pedacitos.

- ¿Y ustedes?-, pregunta, la mirada turbia,- ¿Ustedes están ayudando a la revolución o

están de acuerdo con el asesino de niños? ¿Están de acuerdo con el que aplica la ley del

mátalos en caliente? ¡Bah! Y abandonó la casa de Vidal Tapia, trastabillando, rumbo a la

oscuridad.

Teresa y la traición

Hermanita, no me olvides en tus oraciones y en ti tengo fe… Tu hermano que te adora con el

alma… La traición, Pomposo Ramos Rojo, es el peor de los males… ¿Por qué aparece tan de

repente Pomposo Ramos entre los pensamientos de Teresa? ¿Por qué en ese último viaje a

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Clifton? El traidor mayor, el judas de los teresistas… Eso es usted, Pomposo… Le ayudamos

a que huyera de la cárcel de Hermosillo porque usted era hombre de palabra… Lo trajimos a

Nogales, lo llevamos a El Paso, le dimos a un grupo de gente, nuestros mejores hombres, para

que asaltara la aduana de Palomas y usted se portó como un cobarde… No sólo un cobarde:

traicionó a quienes dijo apoyar. Se le consiguió armamento, se le dio cobijo, se le abrieron

todas las puertas, se le confiaron secretos… Y usted… Tanto entusiasmo con su persona,

Pomposo, para que usted resultara un cobarde traidor. Se convirtió en el principal testigo

contra mí, contra mi padre, contra Lauro Aguirre; además se prestó como señuelo para

conseguir pruebas de nuestra culpabilidad.

¿Para qué pensar en Ramos Rojo? Ese cero a la izquierda, que fue cobarde e inútil en

el ataque a Palomas. La larga cabellera de Teresa es sacudida violentamente por sus mismas

manos, en un desesperado intento por alejar de su mente al indeseable…

Queridísima hermanita.- hoy le dije a mi hermano Lauro que bajo esta noche con 35

borregos pero mal aprovisionados de parque y que necesito que me manden aunque sea 200

tiros de carabina inmediatamente con el portador para que me las lleve al bosque de las

yaletas para pegar a Guadalupe el jueves. También le pido a Lauro que me mande un poco

de éter para curar a un borrego enfermo. Hermanita, no me olvides en tus oraciones y en ti

tengo fe. Si puedes mandarme algún pequeño recurso para harina para que coma la gente

que me acompaña, aunque sea para comprar cinco o seis terciesitos de harina o lo que

puedan tener disponible… Tu hermano que te ama…

La carta se la envió casi dos meses después del asalto a la aduana de Palomas con el

tal Guadalupe Arinivas. Ya estaba preso, Pomposo, para entonces. Ya había hecho el

convenio de delatarme para sacar algún provecho. ¿Puede haber alguien más infame que un

traidor, Pomposo?

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Todo había empezado antes de Nogales, en El Pegüis, el 6 de agosto, cuando hubo que

asaltar el correo, porque se sabía que llevaba información comprometedora del movimiento.

Se destruyó y quemó la correspondencia, se cortó el hilo telegráfico, se capturó a varias

personas a quienes despojaron de sus armas y caballos, y mataron a un gendarme fiscal.

Las autoridades informaron que todos los integrantes de la gavilla eran mexicanos, la

mayor parte de Ojinaga. Efectivamente, esa era la estrategia: que los habitantes de la

comunidad atacada conocieran a los participantes. No se trataba de ocultarlo; no eran

ladrones. En la medida en que los locales los reconocieran, más fácilmente se integrarían a la

lucha.

Pomposo se prestó a servir de anzuelo para comprobar la participación de los Urrea en

el movimiento revolucionario… Pomposo… ¡Nunca un nombre ha sido tan mal adjudicado!

El 30 de octubre de 1896, en La Luz, cercano a Las Cruces, Nuevo México, Francisco Mallén

ordenó que lo tomaran preso, luego de mes y medio de huir de las autoridades utilizando el

nombre de Antonio Altamirano. Durante mes y medio no abandonó el poblado de La Luz;

nunca se comunicó con Lauro Aguirre ni con ella, que sólo le deseaba bien. Huyó.

Literalmente, Pomposo Ramos Rojo se escondió luego de su único ataque apoyando la

revolución de Aguirre y los Urrea. Y vaya que se le apoyó.

Él, en pago, traicionó y habló. Cuando envió la carta, olía a traición y ni ella ni Lauro

lo vieron. En el interrogatorio dijo que en la cárcel de Hermosillo recibió varias cartas de

Teresa Urrea y Lauro Aguirre, escritas desde varios puntos, que lo exhortaban a huir. Que El

2 de agosto se fugó y se dirigió a El Paso, a donde arribó el día 4, luego de pasar por Nogales.

Que en El Paso, donde lo recibieron, entre otros, Lauro y Tomás, lo condujeron a casa de

Teresa Urrea, donde conoció algunas personas que participaban en el movimiento que se

gestaba en contra del gobierno mexicano. Que… ¡Patrañas! ¡Basura! ¡Traición!

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¿Qué beneficios esperaba usted de la traición, Ramos Rojo? ¿Una condena más

benévola? ¿No ser extraditado a México? El caso es que tejió la urdimbre para inculparlos, a

ella y a Lauro, en los acontecimientos de los últimos meses. Se alió al enemigo, ayudando a

subir de tono el ya de por sí alto nivel de incertidumbre. Meses verificando reuniones

clandestinas, hablando en clave, continuando, en lo posible, con la vida normal de curaciones

a más de 200 personas diariamente, para que usted, a quien dimos nuestra confianza porque

sabíamos de su valor, de sus ideas contra don Porfirio, nos traicionara. Y yo, Teresa, la

visionaria, la profeta, no vi la telaraña; Lauro, el intelectual, el pensador, el literato, aunque

dudó, también cayó en la red. No lograron su objetivo, porque allí sí estuvo Dios,

protegiéndonos; pero esa acción suya, Pomposo, hizo imposible que siguiera viviendo en El

Paso aquel 1897. Usted precipitó la huida hacia Clifton, Pomposo Ramos Rojo.

Teresa y la extradición

¿Por qué no fueron extraditados, ella y su padre Tomás y Lauro Aguirre? El gobierno

mexicano lo intentó varias veces y el gobierno estadounidense lo desaprobó. A ninguno de los

involucrados en los asaltos, con excepción de Pomposo, se extraditó. Incluso, se dio el caso

de José Salcido, quien ocupaba el sexto número en una lista que se recogió al muerto Juan

Buitimea que venía con los asaltantes a la aduana de Nogales; el ejército de Estados Unidos lo

apresó, y tampoco lo extraditó pese a mantenerlo preso por el mismo delito: el asalto a la

aduana de Nogales, y muerte de cinco ciudadanos nogalenses. Lo primero que había hecho

Tomás al llegar a Nogales, Arizona aquel lejano 1892, fue trasladarse a Tucson para solicitar

la ciudadanía estadounidense. Aunque no le dio seguimiento a la solicitud, eso los protegió

del gobierno porfirista.

Las autoridades mexicanas solicitaron la extradición de los involucrados en el asalto a

Nogales, poniendo a ella y a Lauro Aguirre como cabecillas; sin embargo, las autoridades

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norteamericanas no se lo concedieron pues, según éstas, las acusaciones se fundaban sobre lo

que oyeron y no sobre lo que vieron. Además, decían, sus delitos, en caso de haberlos, eran

del orden político, para el cual no hay extradición. El gobierno mexicano pidió, una y otra

vez, al de Washington que vigilara las actividades de Lauro Aguirre y ella pues, afirmaba,

explotan la ignorancia y el fanatismo religioso de los habitantes de la frontera, para

empujarlos a la comisión de crímenes, poniendo en constante alarma a los vecinos pacíficos

de las poblaciones de los dos países. Ja. Duele tanto encono. Duele, pero es motivo de risa.

¿Fue por eso que decidiste dejar de luchar, Teresa? ¿Envejeció tu padre y decidió no

luchar más? ¿O fue una estrategia para desviar la atención de las autoridades y hacerles creer

que el movimiento moría? Porque la lucha continuaba, y no sólo en Arizona. En toda la

frontera con México y en varios estados de la república, las cosas estaban calientes para

Porfirio, el dictador.

Empezaban su lucha los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, con quienes habló en san

Francisco. Cada grupo con sus seguidores y con intentos unificadores entre ellos.

Seguramente hubo intentos unificadores, pero ninguna organización creció lo suficiente para

aglutinar a las demás. Era el principio de lo que luego sería. Los enlaces, la coordinación, se

dieron sin fuerza. No había recursos, la organización era precaria. La masa, la gran masa

humana que conformaba la sociedad mexicana, no se integró al movimiento, aún cuando

muchos simpatizaban con alguno de los opositores del gobierno mexicano. Era el principio de

lo que algún día sería.

¿Cómo hacer la revolución? ¿Quién enseña a hacer la revolución? Lauro Aguirre era

un señor ideólogo, con un gran poder de convencimiento, pero carente de experiencia en

cuanto al uso de armas o a estrategias militares. Incluso fue objeto de burlas, como cuando

detuvieron a Lauro Aguirre y Manuel Flores Chapa, en marzo de 1896. Decían que era

ridículo que dos grandes gobiernos combinen sus esfuerzos para castigar a dos pobres editores

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basándose en la acusación de que esos dos hombres iban a derrocar al gobierno de México,

con una revolución de papel.

Lauro llegó al extremo de vender en sólo $5,000.00 una finca que había comprado en

$6,000.00, con tal de hacerse de bienes para la compra de armas y parque. Sabía Lauro que lo

único que necesitaban para triunfar era dinero. Sabía que el gobierno mexicano no estaba

preparado para resistir un ataque más o menos organizado. Pero no lo logró; no lo lograron.

¿Sabía Teresa, la vidente, que este largo viaje en tren de 1904 sería el último? Clifton se

convertiría en su morada por siempre. No más huidas, no más búsquedas, no más amores.

Antes de llegar a Clifton, el tren se detuvo en Solomonville. Haría una pequeña escala para

hablar con su amiga Juana, para presentarle a su nieta y para regresarle a su hijo. Luego, unos

kilómetros arriba, Clifton, su destino final. Allá la esperaba Mariana, su fiel compañera de

viajes y sueños; allá la esperaba Gabriela con sus ocho hijos; allá estaba la tumba de su padre.

Sus manos no perdían el color rojo de sangre, rojo de muerte, rojo recordatorio de

culpa, de lucha, de sueños, de anhelos. Esta vez en la estación, a un lado del cauce del río San

Francisco, no la esperaba nadie aparte de su familia. Teresa lo agradeció. Mariana y Gabriela,

de riguroso luto, le trajeron a la mente a su padre. Ella también honraría su nombre vistiendo

de negro.

Antes de que el tren se detuviera, Teresa observó al río San Francisco, que atraviesa la

población: el agua amenazaba con salirse de su cauce. Un temblor recorrió su cuerpo.

IV

Tras tu partida, Teresa

¿Hasta dónde el rumor tiene validez? ¿Hasta dónde la tiene la versión oficial de los

acontecimientos? ¿Hasta dónde el comentario de quienes vivieron junto a ti? Tu muerte

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permanece oculta tras el velo de la polémica, al igual que toda tu vida. ¿De qué moriste,

Teresa Urrea, ese 11 de enero de 1906? Que si de tuberculosis, que de neumonía, que si a

causa de una golpiza propinada por enviados del gobierno mexicano, que porque así lo

decidiste, que porque era la voluntad de Dios, que porque tu madre Cayetana vino por ti... Tu

madre fue a verte porque tú la llamaste, pero no estaba muerta. Desde hacía algunos años

vivía en Nogales, con su pareja y sus otros hijos. Nunca huyó de ti, sino de su hermana y

marido. El contacto nunca se había perdido del todo. Ese día, 11 de enero, tres días después

de que la llamaste, Cayetana llegó, silenciosa y sola, a tu casa en Clifton. “Qué bueno que

llegaste, madre”, le dijiste, “porque este día moriré”. Tu madre lloró y tú le pediste que no lo

hiciera, porque te reencontrarías con Dios y ese era motivo de felicidad. Cayetana, que nunca

entendió con claridad tu poder, no pudo obedecerte… El llanto brotaba de sus ojos, los gritos

salían de sus labios, aún sin abrirlos... La palabra perdón fue pronunciada miles de veces;

salía a borbotones de la boca desdentada de aquella mujer que aún no cumplía 50 años y ya

parecía anciana… Tú le agradeciste la visita; le dijiste que no había nada qué perdonar; que

las cosas habían sido de esa manera por designio de Dios…

Tu personalidad magnética hizo que miles te siguieran a donde fueras. Muchos yaquis

fueron contigo a Nogales, y después a donde tú te movieras. También los mayos y los

sobrevivientes de Tomóchic y Temósachic. Fuiste siempre una mujer cargada de energía en

torno al bien.

La inundación de finales de 1905 y tu perenne deseo de cooperación influyeron de

manera determinante en tu deceso. Las equipatas de invierno fueron tan prolongadas que las

aguas del río San Francisco se desbordaron, inundando la población minera de Clifton. Mucha

gente fue arrastrada por las aguas, muchas pertenencias de aquella población

mayoritariamente mexicana fueron arrancadas a sus propietarios. Tú, Teresa, fiel a ti misma,

rescataste personas de las aguas feroces y terminaste desmayada en la copa de un árbol, donde

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te encontraron días después. La neumonía ya estaba arraigada en tu cuerpo y poco se podía

lograr. Lo demás, fue cosa de tiempo y tú lo sabías. ¿Te dejaste morir, Teresa? ¿Decidiste que

tu misión en este mundo había terminado y era tiempo de iniciar una nueva era? Tú lo sabes.

Quedará en la memoria, tintineando, la otra versión: la de la golpiza. Efectivamente,

cuando te encontraron, sin sentido, con tus desgarradas ropas húmedas, con el frío congelante

de enero, tu cuerpo tenía marcas de golpes, pero ¿no serían golpes de la naturaleza? ¿No

serían resultantes de las feroces aguas y los rudos vientos? ¿En verdad cabe la posibilidad de

que te hubieran golpeado? ¿Cabe la posibilidad de que te hicieran daño, si en Clifton todos te

querían? Y si fueron extraños con la intención de dañarte, ¿acaso no te protegían las personas

que te seguían, que creían en ti? ¿No estabas, acaso, protegida por Dios, o es que en definitiva

ya te había abandonado? Pero el odio y la frustración de Mallén y otras autoridades

mexicanas era mucho. Lo habían intentado todo para eliminarte, ¿por qué no aprovechar un

golpe de la naturaleza para acabar contigo y con ello eliminar su pesadilla? Golpes en tu

cuerpo, en tu rostro… Moretes por todos lados… Inconsciencia. Luego, rumores que tú nunca

te preocupaste por desmentir.

Y luego, tu entierro: ¿es verdad que no se permitió que se te velara, que se te tuvo que

sepultar a escondidas? Porque tu muerte se anunció, se publicitó. Santa Teresa, decía el

obituario... Murió santa Teresa… En todo caso, de haber sido así, de haberse ocultado el lugar

y fecha de tu entierro, ¿no sería por el duelo que tu muerte provocó, y el miedo a que la gente

reaccionara agresivamente movida por la pérdida de la esperanza? Moriste y contigo

sucumbieron muchísimas posibles respuestas. Moriste y dejaste de morir para siempre. Las

luces de Clifton, Metcalf y Morenci permanecieron apagadas esa fría noche de enero. Esa

noche, las minas dejaron de extraer metal. El mito creció. La vida fue tuya, incluso luego de

las 7 de la noche con 30 minutos de ese 11 de enero de 1906.

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Por un tiempo, luchaste. Luego huiste y al huir dabas muerte a la mayoría de tus

deseos. Te quedaste con uno: el de ser mujer, el de gozar tu sexualidad. Y lo hiciste: contra tu

padre posesivo, tan liberal, tan abierto al mundo pero tan cerrado en cuanto a la posibilidad de

perderte, lo hiciste; contra la gente que te pedía, te exigía, que no te casaras, lo hiciste. Te

casaste y tu matrimonio duró un día. Pero nada paraba allí: llegó, luego, pronto, el amor

desbordado, la pasión joven con John. Luego, las hijas. Por una vez viviste como los demás,

sentiste lo que los demás. Supiste lo que era vestir elegante, lo que era la banalidad. Las

fotografías de tus últimos años te muestran sensual, elegante, dueña del mundo. Durante el

tiempo del amor te olvidaste de tus rebozos y tus faldas de manta; de tus huaraches, de tu pelo

recogido en trenzas. En esos tiempos, tus últimos sobre la tierra, tu cabello caía libre sobre tu

espalda, o a uno de tus costados. Tus grandes ojos negros adquirieron un nuevo brillo;

descubrieron la coquetería. ¿Olvidaste tus orígenes en lo que viviste la pasión de los

humanos? Cuando volviste a Clifton, con tus hijas y con John, que decidió seguir contigo y

casarse una vez que pudiste divorciarte de Guadalupe; cuando volviste con tus dos hijas,

¿cómo vestiste? ¿Nunca abandonaste el color negro que imponía la tradición tras la muerte de

un familiar cercano?

Era una sensación nueva, diferente, la del amor. Por mucho que se hablara de una

posible relación amorosa entre el ingeniero Lauro Aguirre y tú, y que no te preocupara el

rumor, la relación entre ustedes siempre fue más allá de eso. Lauro era el guía, el segundo

padre, el consejero, pero ¿enamorado? No, por más que las lenguas hablaran. Días antes del

asalto a Nogales, la esposa e hijos de Lauro fueron a vivir con él a El Paso, cerca de tu casa,

Teresa. Luego, el tiempo que él anduvo lejos de su familia fue para organizar la lucha a tu

lado y al de tu padre. Imposible pensar en otra cosa. Eras una santa, una virgen y como tal se

te veneraba, se te cuidaba. Los santos no ejercen la pasión carnal. Cuando llegó el momento, y

sin olvidar el terrible incendio que consumió la casa de Lauro en Nogales, acabando con la

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vida de Isabel, una de sus hijas que en ese entonces tenía diez años, los llevaste contigo.

¿Amores con Lauro? No. Además, en tu casa era prácticamente imposible un momento de

intimidad, entre tanta gente que vivía contigo, tanta que entraba y salía, tanta que hablaba y

allí comía y dormía.

Meses después de los acontecimientos de Nogales, Palomas y El Pegüis, tú abandonaste

la lucha y fuiste a Clifton. Lauro siguió luchando. Siempre luchando, hasta el triunfo de la

revolución y aún después, con tantas contrarrevoluciones que se armaron. Y es que Francisco

I. Madero, el hacendado coahuilense que apoyaron para que encabezara el movimiento, no

pudo modificar el estado de cosas que dejaron Porfirio y sus secuaces. Por eso la lucha no

terminó allí.

El año que moriste, Teresa, 1906, Lauro Aguirre preparaba una rebelión en El Paso,

Texas, apoyado por Wenceslao Tovar, Rafael S. Trejo, y Juan Z. Guzmán, en conexión con

otros mexicanos. A Aguirre lo mandó aprehender el cónsul Mallén, pero salió libre al pagar

una fianza de $500.00. Lauro murió en 1925, al lado de su familia, en Los Ángeles,

California.

Lauro Aguirre, el ingeniero, el espiritista, el luchador, nació en Batópilas, Chihuahua.

Estudió en el Distrito Federal y trabajó en Chiapas, donde casó con Tomasa Flores, de

nacionalidad guatemalteca. Lo conociste en Cabora, adonde iba de Guaymas, su lugar de

residencia a mediados de los años ochenta del siglo XIX. Antes que tú fue a vivir a Nogales,

Sonora; fue él quien organizó tu recepción en Nogales; fue él quien influyó de manera

determinante para que asumieras la lucha revolucionaria; fue él quien te hizo periodista.

También fue Lauro quien te inició en las prácticas espiritistas.

¿Sabes que Manuel Mascareñas, hijo del cónsul que obstruyó el golpe a Nogales en 1896,

se convirtió en el líder, en Sonora, de los opositores al presidente Francisco I. Madero, una

vez que éste asumió la presidencia como resultado del derrocamiento de Porfirio Díaz? Fue el

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representante de Pascual Orozco en Sonora. En 1913, en una clara venganza política, la casa

de Mascareñas fue saqueada. Los ricos enviaban a sus criados a recoger lo que pudieran y

llevárselos. Así le pagaban los servicios que prestó durante tanto tiempo al gobierno.

Mascareñas terminó renunciando a su puesto de cónsul mucho antes de que iniciara la

revolución. Después, fue banquero. Casi todo lo perdió ese día de 1913. La gente saqueó su

casa; se llevó el contenido de pequeñas cajas de ahorro que atesoraba en su casa. Se quedó,

eso sí, con miles y miles de hectáreas de terreno que había comprado a precio de ganga.

Francisco Mallén, el cónsul de México en El Paso, inconforme con haber logrado que

dejaras de luchar, persiguió incansablemente a Aguirre y compañía, al extremo de cometer

errores como el de usurpar funciones de las policías de México y Estados Unidos. Ejemplo de

ello, la aprehensión de Lauro en 1906, se dio de manera violenta y sin orden de arresto. Como

narra Eduardo, hijo de Lauro: “La noche que mi padre fue aprehendido, Mallén fue a nuestra

casa a las 2:30 a. m., y cuando mi madre cerró la puerta diciéndole que no era hora de invadir

las casas ajenas, Mallén empujó la puerta y con pistola en mano penetró a la casa”. El odio de

Mallén hacia Aguirre, hacia ti y hacia tu padre, lo condujo, incluso, a actos de violencia. Ese

mismo año de tu muerte, Mallén peleó a golpes con el sub condestable Juan Franco, quien lo

acusaba de la muerte de su pariente Juan Varela, aquél que luchó a tu nombre en Santo Tomás

y Temósachic y en Palomas; aquél a quien en una ocasión pintaste de negro junto con el ex

sargento Ramón; aquél que resultó herido en al ataque a Palomas. Mallén fue a la cárcel por

unos días y perdió su puesto de cónsul. Pero antes de eso, a ti, Teresa, te siguió. Supo todos

tus pasos en Clifton. Tal vez, Teresa, tal vez, el mismo Mallén fue artífice de la idea de que

Guadalupe Rodríguez te enamorara e intentara quitarte la vida. Tal vez. Tal era su odio.

Mallén tenía habilidad para adecuarse al gobierno en turno. Sirvió por igual a Porfirio Díaz, a

Francisco I. Madero, a Victoriano Huerta y a la Convención de Aguascalientes presidida por

Venustiano Carranza. Y se siguió de largo con Adolfo de la Huerta, con Álvaro Obregón, con

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Plutarco Elías Calles… Y con los que llegaron después. En 1920 estuvo adscrito a la oficina

consular en Nueva York y en 1925 fue nombrado comisionado con residencia en Washington,

adscrito a la comisión de reclamaciones entre México y Estados Unidos. Se le prometió un

salario de 15 dólares diarios, cosa que incumplieron los gobiernos sucesivos. Murió en 1937,

luego de padecer un estado de salud y económico lamentable. Todo se paga, Teresa, bien lo

decías. Los últimos años de Mallén fueron un verdadero calvario para él y para sus hijos. Pero

eso de seguro ya lo sabes, tú que nunca te has ido del todo.

¿Sabes que Ramón Corral, el cabecilla del triunvirato que gobernó Sonora en esa época, y

que fue vicepresidente de la república al lado del ya muy anciano Porfirio Díaz, murió en

París, a donde había huido, presumiblemente de la enfermedad vergonzosa, la sífilis? Díaz

también murió en París, a consecuencia de su edad. Ni uno ni otro tuvieron la conciencia

tranquila, pero eso tú ya lo sabes.

El mito a tu alrededor nació con tu magia, con tus propiedades curativas, con tu

magnetismo… Se alimentó de la necesidad de tu pueblo por creer en algo más allá de las

certezas del vacío… La religión, tu religión que mucho tiene del imaginario de mayos y

yaquis, nacía. Nacía el culto a la santa de Cabora. Luego, vinieron las palabras

concientizadoras, las ideas en contra de las imposiciones porfiristas, la oposición al despojo

que imponía el gobierno con la llegada de los sistemas de irrigación, el desplazamiento del

indio lejos de la vera del río, los cambios de costumbres, las imposiciones de leyes que no

tenían que ver con su cosmogonía… Las acciones que se desencadenaron, ¿no eran naturales

luego de tanto deterioro, de tanta transformación impuesta? La santa de Cabora nació como

una esperanza de los indios por regresar a los orígenes, Teresa. Se alimentó de tu virtud, de tu

humildad, de tu capacidad de entrega sin límites, de tu amor a Dios. Representabas la

esperanza de un mundo más justo.

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Por ti se luchó, se enfrentó al que obligó a modificar la forma de vida centenaria de los

habitantes autóctonos del sur de Sonora y noreste de Chihuahua. Mientras viviste, sin

importar dónde, tu nombre despertó humores de lucha. Luego de tu muerte, el mito creció.

¿Sabías que de Clifton y Morenci salieron contingentes para apoyar a los mineros de Cananea

luego del 1° de junio de 1906, fecha en que entalló la huelga de esa población? Incluso, se

prohibió el acceso de mexicanos armados al país, y tanto en la defensa de los intereses de

Green en Cananea como en la línea fronteriza, el gobierno mexicano tuvo la ayuda de los

“rangers” de Arizona y policías de los Estados Unidos. El gobernador Rafael Izábal,

siguiendo la política impuesta por Porfirio Díaz, trasgredió las leyes y, desde luego, no se le

hizo ningún juicio legal. Sólo el pueblo, cansado, supo que ya no podía haber vuelta atrás. La

semilla seguía germinando. Sólo unos meses después de tu muerte, Teresa, ya había

organizaciones de lucha partiendo del lugar de donde viviste tus últimos años. El movimiento

se había transformado con las ideas liberales y con dosis de anarquismo y socialismo que

introdujeran Lauro Aguirre, Flores Chapa y los hermanos Flores Magón, entre otros. Ya nada

podía detener la lucha revolucionaria.

¿Los revolucionarios no se enamoran? ¿No dudan? ¿No sufren? ¿No traicionan, no se

traicionan? Fuiste, ni dudarlo, niña y mujer con gran espíritu de servicio. Y amaste, al menos,

a dos hombres, y amaste a tu padre, amaste a tus hijas, te entregaste a Dios. Y odiaste y

buscaste venganza. Te supiste fuerte y te creíste fuerte. Te supiste grande y te creíste grande.

Uniste la acción a la palabra y atacaste buscando venganza. Te pensaste utilizada, te supiste

usada. Utilizada por quienes querías para convocar a quienes te querían; para consumar tu

venganza, para derrocar al tirano.

* * *

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A fines del siglo XIX y principios del XX, el espiritismo estaba de moda en el mundo. Lauro

Aguirre y tu padre lo practicaban. En Batacosa, la población más cercana a Cabora, existía

una organización espírita. A ti siempre se te relacionó con esa filosofía; no olvidar que al

término de una sesión siempre agradecías a los espíritus presentes y ausentes, pero nunca

dejaste de creer en la Santísima Trinidad ni en los ángeles, cosa que los espiritistas no

comparten. Después de muerta, los espiritistas entablaban contacto contigo. En Hermosillo, lo

hacían sentados alrededor de una mesita de madera circular, en penumbras, alumbrados por

velas. Tu primo Ignacio al centro, los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda, la

médium frente a Ignacio. La médium al hacer contacto hablaba o con un lápiz escribía sobre

hojas o cuadernos en blanco que a veces hay que corregirse para que se pueda entender.

Primero aparecía el Protector Salomón y después le permitía a otro espíritu el contacto,

estando pendiente que no se metiera ningún espíritu chocarrero. Después, les ordenaba que

cerraran la sesión. Las sesiones son cortas, siendo raro cuando algún espíritu les comunica

algo muy largo. ¿Recuerdas las sesiones en Cabora, en El Bosque, en Solomonville, en El

Paso? ¿Recuerdas con qué entrega, con qué pasión participabas?

Tú te comunicaste, ya muerta, en muchas ocasiones con tu pariente Ignacio, el jefe de

los espiritistas en Hermosillo, a través de los mediums, Teresa. En todas tus conversaciones,

Dios está presente. Te dejó de enviar señales de lucha, pero nunca te descuidó. Te alejaste de

la lucha armada al dejar de recibir señales divinas en ese entorno, pero Dios nunca dejó de

estar contigo en tu capacidad de amar, de curar, de entregarte a los desposeídos. En tus

últimos años ya no te decía que los indios eran dueños de sus tierras y que había que luchar

por ellas, pues por eso les había permitido vivir en ella durante siglos. De eso ya no te

hablaba, pero el contacto no se perdió. Tus manos recuperaron su color, eliminando para

siempre el rojo de culpa que veías en ellas los últimos años de tu vida.

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Grupos espiritistas de muchas partes del mundo buscan contacto contigo, buscan

respuestas a preguntas que han quedado irresueltas. El velo que te cubrió en vida y que te

envuelve en muerte, aún no se desentraña. Tú conoces la verdad. ¿Nos la dirás algún día?

* * *

¿Dónde están los que te apoyaron en tu lucha, o en la lucha que se organizó en tu nombre?

¿Qué fue de ellos? Santana Pérez, el viejo lobo Santana Pérez, quien se retiró a la vida privada

luego de obtener el indulto del gobierno chihuahuense en 1894, reapareció en 1908

encabezando la lucha de Ricardo Flores Magón en esa entidad. Viejo y cansado, Santana, pero

seguía soñando. Físicamente, ¿qué podía ofrecer Santana a la revolución magonista? Pero

estaba la leyenda y esa sí aportaba a una lucha gestada mucho tiempo atrás y que por fin

parecía fructificar. El viejo luchador no perdía la esperanza. Igual que Lauro, igual que tantos.

Santana, jefe de la revolución de Temósachic de 1893, fue arrestado en Casas Grandes,

México, asiento de una colonia de mormones, junto con 20 mexicanos acusados como

revolucionarios.

¿Salió con bien de esta nueva aprehensión, el viejo lobo Santana? Dada su notoria

habilidad para volcar cualquier contratiempo a su favor, seguramente. A quien, en su

momento no pudo eludir, fue a la muerte, que le llegó el 19 de diciembre de 1911, en

Yepómera, Chihuahua, donde muy probablemente nació y que una y otra vez utilizó como

refugio de sus muchos enfrentamientos con el ejército, siendo él militar. Esperó el triunfo de

la revolución para morir.

Francisco Vázquez, el jovencito que peleó en Nogales y fue aprehendido, purgó su

condena de nueve años tres meses en la cárcel de Guaymas y, luego de haber sobrevivido al

paludismo, salió libre y luchó al mando del general Obregón. José Arcic murió a los dos años

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de estar preso. Acostumbrado a ser libre, a desplazarse a donde fuera el tiempo que fuera, no

pudo con el encierro. El buen José Luis Villanueva, tu doctor, murió en el valle del yaqui,

rodeado de maestros y recordándote. Sus últimas palabras fueron que te veía, que te sentía,

que habías ido por él para conducirlo sin tropiezos a su nueva vida. Benigno Arvizu nunca

regresó a México; nunca fue aprehendido, lo mismo que José Gómez. Abraham Salvador, el

sargento que desertó para unírsete, murió alcoholizado en un pueblo del río Sonora. Abraham

también estuvo preso por hablar de más, y los teresistas se estaban organizando para ir a

rescatarlo, pero pudo salir por su terquedad en sostener la versión aprendida.

A muchos de los asaltantes a la aduana de Palomas los aprehendieron y purgaron una

condena de dos años. Muchos siguieron a Lauro que nunca cejó en su empeño. Y cuando

Madero no respondió a las expectativas, le exigió, y cuando el traidor de Victoriano Huerta lo

asesinó y usurpó el poder, usó toda su fuerza para derrotarlo. Visitó la cárcel en incontables

ocasiones, al igual que Ricardo Flores Magón, pero desde allí o donde estuviera, continuaba

con su pluma feroz, incitando a la lucha. Los sucesos posteriores fueron una larga, larguísima

cadena de traiciones y engaños. Más de un millón de muertos para construir una justicia que

nunca se ha logrado, una paz que nunca se ha consolidado.

El hospital que construiste para la comunidad de Clifton, fue arrasado por una nueva

inundación, la de 1918. Tus restos estuvieron en peligro de desaparecer bajo las aguas de otra

inundación, la de 1944, pero fueron exhumados y sepultados de nuevo en lo que

posteriormente fue un campo de béisbol. Te exhumaron de noche, se dice, por miedo a que

tus seguidores, a 40 años de tu muerte, se robaran tus restos para seguirte adorando. Un

misterio envuelve a tus restos. ¿Dónde se encuentran? Un sacerdote católico, unos años

después de tu reubicación, retiró el montecito de piedras que señalaba tu sepulcro para

acondicionar el terreno como campo de béisbol. Eso dicen tus descendientes. José Urrea, tu

sobrino, quien te conoció y a quien tú conociste, lo afirmó en entrevista en los años setenta.

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Esiquio Loya, sobrino de José, lo confirmó en 2005. Con las exhumaciones y con el sigilo con

que fueron manejados tus restos, te perdiste. Los rumores se agrandaron: que de noche te

llevaron al nuevo panteón, no católico; que tus descendientes te escondieron; que las aguas te

llevaron río abajo, que…

¿Permitiría la gente de Clifton, que no te olvida, que desaparecieran tus restos? La

iglesia católica no tiene influencia en esa región. ¿Cómo un sacerdote católico iba a ocultar el

lugar de tu entierro? Si aún hoy la gente te sigue, y en los años cuarenta temía que se robaran

tus restos, ¿cómo iba a permitir tal atropello? ¿Dónde te encuentras, Teresa? ¿Es otro de tus

juegos, de tus enigmas? Tu figura, tu imagen, tu nombre, estaban muy presentes en los

habitantes de Clifton de la década de los cuarenta.

* * *

Los extremos te persiguieron en vida y continuaron decidiendo por ti, luego de tu muerte. La

gran sequía que afectó al noroeste de México de los años anteriores a 1892 fue determinante

para que naciera, creciera y se desarrollara tu culto. La anunciada inundación que acabaría

con el mundo mayo y yaqui, con excepción de Jambiobampo, con Damián Quijano guiando a

su pueblo como un moderno Noé; la inundación de Clifton en 1905 que acabó con tu vida; la

de 1918, que arrasó con el hospital que donaste; la de 1944 que sirvió de pretexto para que

desaparecieran tus restos y naciera el nuevo mito sobre tu destino final. Las inundaciones y la

sequía, la carencia y la abundancia, los extremos, te marcaron en vida y en muerte.

A principios de los ochenta del siglo XX, Luis Pérez, un historiador de Silver City,

Nuevo México, en compañía de periodistas de Clifton -Walter Mares entre otros- buscó tu

tumba. Decidió que tus restos se encontraban en la parte baja del panteón, bajo un pequeño

enrejado, relativamente lejos de las demás tumbas. ¿La razón? La tumba despedía un olor a

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rosas, el olor de la santidad. ¿Olor a rosas, Teresa? Siempre se habló de tu fragancia, del

perfume natural que despedía tu cuerpo, del irresistible olor de tu saliva al contacto con la

tierra.

Una vez que se decidió que esa era tu tumba, Teresa, 70 años después de tu muerte, la

gente iba al panteón a llevarse un puñado de tierra. A decir de Esiquio Loya, el barandal para

cercar tu tumba lo trajeron de Europa, aunque dicho barandal contiene una leyenda con el

nombre de Cincinatti, Ohio. En la tumba –pequeña, como de niña- se formaban grandes

oquedades de tanta tierra que se llevaban. Familiares y autoridades rellenaban los huecos,

pero la tierra desaparecía de nuevo. Unos años después, la cubrieron con cemento. Pero no, la

que se dice que es tu tumba no huele a rosas. El panteón, alejado cuatro o cinco millas de la

ciudad de Clifton, se encuentra sobre una colina y en esos cerros de tierra cobriza crecen unas

flores amarillentas que despiden un olor con una lejana semejanza al de las rosas. Pero no tu

tumba; la que se dice que es tu tumba, no despide ningún olor.

¿Por qué tu supuesta tumba no lleva tu nombre? ¿Por qué, si la gente te visita, pregunta

por ti, no hay un señalamiento que indique dónde reposan tus restos? Hay una explicación

lógica, no del todo satisfactoria: el panteón, a diferencia del que te sepultaron originalmente,

no es católico y no se acostumbra colocar nombres en las sepulturas. Sin embargo, otras

tumbas sí tienen identificación. ¿Por qué la tuya no? Más allá de la lógica simple, la razón

tiene que ver con el miedo al saqueo, con la vuelta del culto a tu imagen, a la idea de ti.

Tampoco se conoce la tumba de tu padre, muerto en 1902.

Tu muerte encierra tantos misterios como tu vida misma. Dónde reposan tus restos

también es un enigma. Y tus seguidores y los descendientes de tus seguidores, y curiosos y

artistas e historiadores siguen buscando respuestas a tantas preguntas que dejaste en vida y

que se acrecentaron con tu muerte temprana.

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A principios de los noventa, Walter Mares y Luis Pérez organizaron un festival en tu

honor. Desde un día antes a la fecha que conmemoraba tu muerte, ocurrida un 11 de enero, se

congregaba un grupo de seguidores para recorrer las diferentes etapas de tu vida. Se hacían

visitas guiadas a tu supuesta tumba y a la que fue tu casa, aún en pie; se organizaban

exposiciones fotográficas, conferencias, conciertos, obras de teatro donde tú eras el personaje

principal. Luego de cuatro años, la celebración se canceló por falta de fondos, pero fue una

gran experiencia.

Clifton no ha crecido desde finales del siglo XIX. De hecho, la población ha disminuido.

En los años ochenta, una huelga minera paralizó la población. Los mineros perdieron. Muchos

quedaron desempleados. El presidente de Estados Unidos en ese entonces, Ronald Reagan,

los abandonó a su suerte y los propietarios de la minera despidieron a los mineros más viejos.

No hay mucho trabajo en Clifton y Morenci, más allá de la minería. La gente fue a habitar

Safford, a 100 kilómetros de Clifton, y a otras poblaciones de Arizona y Nuevo México.

Clifton, a diferencia de Morenci que se ha modernizado, sigue conservando su arquitectura.

Es un poblado detenido en el tiempo. Las casas, en su mayoría, son de madera, y sigue

habiendo construcciones de piedra. Muchas casas abandonadas, casi nula actividad comercial,

pocos niños juegan en sus calles.

La gente de Clifton te recuerda con el nombre de Teresita o santa Teresita. Tú eres el

pasaporte para que la población se abra al visitante. Tú eres motivo de orgullo para sus

habitantes. En Clifton la gente sabe que la que se dice que es tu tumba no lo es: no la visitan,

no la reconocen. Quienes se llevaban la tierra de la tumba eran los visitantes o algunos

habitantes de ahí que, dándole curso al imaginario, te ubicaban en un lugar particular, sin

importarles que en realidad estuvieras allí. Los habitantes de Clifton y tus descendientes saben

más de lo que dicen, pero se lo guardan.

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Poco se han estudiado en Sonora las razones de tu expatriación. Si eras aún una niña,

¿por qué te expulsó el gobierno del país, pretendiendo apagar con ello una incipiente

insurrección? El noroeste mexicano, inspirado en ti, fue foco de rebeliones contra el gobierno

mexicano. Desbordaste pasiones, encauzaste resentimientos contra los recién llegados que

todo les quitaban a los viejos pobladores de estas tierras. ¿Qué importa si tenías o no

conciencia de ello? Eras una niña. Después de tu muerte, Teresa, la lucha continuó. No se

acepta que tu aportación más importante no fueron solamente tus grandes habilidades

curativas, ni tu enorme paciencia, ni la religión que inspiraste; también lo fueron tus ideas,

bajo la influencia, cierto, de tu padre y de Lauro Aguirre: ideas justas, innovadoras,

feministas. Tu fuerza radicaba en el liderazgo, en la capacidad de convencimiento, en la idea

humana de Dios, en el ofrecimiento de un mundo mejor sobre la tierra, en la idea de que el

mundo, tal cual es, puede – y de hecho lo hará - acabar un día, para luego resurgir luego

completamente cambiado. Pero también es cierto que tu última etapa de luchadora ya incluía

aportes del anarquismo, doctrina social que pregonaba una organización social sin gobierno.

¡Qué mujer, Teresa, que en 1896 exigías el derecho a la mujer a votar y ser votada! Hubieron

de pasar 57 años para que ese sueño se hiciera realidad. No, no fuiste de tu tiempo; guiada de

la mano de Dios, vislumbraste un mundo adelante del que estabas viviendo.

Ah poder el tuyo, tan grande. Ah, acciones las tuyas tan nobles. Santa, niña, histérica,

bruja, ¿qué más da? Todo cabe en ti: Teresa bastarda, Teresa santa, Teresa revolucionaria,

temerosa, enamorada, traicionada. Teresa, por sobre todo lo demás, magnética.

En México se te espera, se te busca. Cabora es un ejido en ruinas. De la que fue la casa

de tu padre sólo se alzan unos cuántos cimientos, ninguna edificación. Alrededor, algunas

casas de rama y lodo y unas más de cartón negro circundan el ex hogar paterno. El arroyo

Cocoraqui, mudo testigo de tus travesuras infantiles y de tu transformación en un símbolo

maravilloso, continúa allí, en espera de algún caudal. En muchos sentidos, todo se encuentra

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igual que aquel 1889 cuando asombraste al mundo con tus habilidades curativas, con tu

espíritu de virgen, con tu discurso incendiario.

¿Quieres saber de tus hijas? En 1997, Naida Anderson, tu segunda hija, a quien tú

llamaste Magdalena, de 92 años de edad, envió una carta a los “historiadores en Hermosillo”

para presentarles a Luis Pérez como biógrafo de su madre, a fin de que se le brindara apoyo.

En ese tiempo, Naida vivía en Mesa, Arizona.

¿Y de John? ¿Quieres saber del padre de tus hijas? Luego de tu muerte se casó con una

mujer llamada Dolores, y murió en 1938, a los 56 años, de tuberculosis y meningitis.

Entre otras cosas, Naida (¿cuándo dejó de ser Magdalena para transformarse en

Naida?) dice que está en desacuerdo con muchas de las cosas que se han escrito sobre ti; que

no fuiste revolucionaria. Dice también que como era muy niña cuando moriste - aún no

cumplía los dos años de

edad-, supo de ti por su abuela y por Mariana y Fortunato Avendaño. Su abuela era Gabriela,

pero quien la cuidó y se hizo cargo de ella y de Laura, fue Mariana, compañera tuya y quien

se hizo cargo de tus hijas luego de tu deceso. Mucho tiempo vivió Mariana con tus hijas en

san Pedro Río Mayo, en la frontera entre Sonora y Sinaloa. Cuando crecieron y consideró que

el peligro para ellas había pasado, las regresó a Clifton con Gabriela. Laura se casó con un

mexicano y regresó a los Estados Unidos. Gabriela murió en Clifton, años después. La

mayoría de tus descendientes viven en Arizona. La que fue tu casa en Clifton la habitan unas

sobrinas bisnietas tuyas.

Que apenas sabías escribir, afirman algunos de tus biógrafos. Desconocen que el

correo era indispensable para comunicarse con quienes no estaban a tu lado y que tú escribías

cartas todos los días. Que tu ortografía no era de acuerdo a los preceptos de la Real Academia

Española, es verdad, pero escribías como la mayoría lo hacía a fines del XIX y principios del

XX.

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No falta quien te niegue la autoría de textos que tú firmaste. Se dice que esos textos en

realidad provenían de la pluma de Lauro Aguirre. ¿Y tus ideas? ¿Y las ideas sobre la mujer?

¿La inclusión de los derechos de la mujer, impensables para la época, no eran tuyas? No se

puede negar que Lauro Aguirre, el periodista, el intelectual, hacía las veces de redactor y

editor. Pero tus ideas, tu pensamiento, estaban en cada uno de los escritos que firmabas. Las

oraciones que llevaban consigo los indios que atacaron Nogales en 1896, estaban escritos con

tu mano. Las palabras ahí escritas son tuyas, reflejan tu pensamiento, tus sueños, tu gran

religiosidad. Por cierto, una vez en los Estados Unidos, dejaste de atacar ferozmente a los

sacerdotes. Incluso, fuiste sepultada en un cementerio católico. ¿Te reconciliaste con la iglesia

o allá eso no importaba? Y es que allá el dolor tenía nombre, la rabia tenía nombre, la

frustración tenía nombre. Porfirio Díaz nunca pudo desatenderse de ti, te tenía hasta en sus

sueños, pero igualmente él ocupó un lugar preponderante en tu vida luego de aquel mayo de

1892.

Santa Teresa, decía la esquela anunciando tu muerte. No Teresa Urrea; no Niña García

Nona María Rebeca Chávez. No. Santa Teresa. Quien murió el 11 de enero de 1906 en

circunstancias difíciles de asimilar, fue la santa que nunca pretendiste ser. A partir de allí, el

mito llamado Teresa Urrea se fortaleció y tomó las mil formas que hoy ostentas.

Enero 11 de 1906. Nombre: Santa Teresa. Edad, 33. Lugar de su fallecimiento,

Clifton. Doctor: L. A. Burtch, tu amigo y admirador. Funeral: partiendo de su residencia al

cementerio católico. Así. Así quedó plasmado ese terrible momento en la historia, cuando

decidiste cumplir cabalmente con una de las premoniciones que de adolescente hacías en

relación a tu futuro: la de que morirías joven. Antes, ya se había cumplido otra: la de que

perderías tus poderes. No te casaste tres veces como lo anunciaste, pero sí dos, pues lograste

la anulación de tu fallido matrimonio con Guadalupe y te casaste con John en Solomonville.

Te faltó un matrimonio para que se cumplieran cabalmente tus tres profecías de adolescente.

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¿Tal vez con Lauro Aguirre? ¿O con Mariano, tu amor de adolescente, en Cabora, y causante

de la catalepsia que desencadenó tu gran poder curativo y tu liderazgo? Lo más probable es

que haya sido tu amorío con Mariano, aunque nunca consideraste siquiera el matrimonio,

pues tu relación con Lauro no tuvo que ver en el aspecto de las pasiones humanas, y sí en el

de las ideologías y de los sueños compartidos.

Haz trascendido el tiempo, Teresa Urrea, santa de Cabora, Teresita, santa Teresita.

Supiste del dolor, supiste del amor. Fuiste congruente con tu tiempo; supiste ejercer el

liderazgo que se te otorgó cuando eras todavía una niña. Sigues siendo bandera de lucha. Tu

voz se escucha; tus acciones se recuerdan. Algún día, no tan lejano, tu nombre aparecerá

grabado en piedra, junto al de los precursores de la revolución mexicana; junto a los que han

entregado su vida en busca de la justicia.